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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

Fantasma virtual



Bajé los tres últimos escalones de un salto consciente de que llegaba tarde. Y así fue. En cuanto aterricé en el suelo escuché unos pitidos, señal inequívoca de que el tren se iba a poner en marcha. "Puedo llegar". Corrí todo lo que mis piernas me permitían, pero los pantalones se me caían y, por no acabar con ellos por las rodillas, tuve que parar a colocármelos de nuevo en la cintura. Cuando alcé la mirada, el último pitido resonó en mi cabeza y vi, a escasos seis pasos, como se cerraban todas las puertas a la vez. Despacio, como si se mofasen de mí. Me quedé con la boca abierta y las manos situadas una en cada lado del pantalón. Este se encontraba perfectamente colocado en la cintura, eso sí.
-¡Joder!- mascullé mientras le propinaba una patada a la columna que tenía al lado. Sentí un dolor latente en el pie y me arrepentí inmediatamente de haberlo hecho.
Cualquier otro día de universidad me hubiese dado igual perder ese tren y esperar al siguiente, que pasaba en veintitrés minutos. Pero hoy no era así. Tenía que entregar un trabajo importante, que decidía mi nota en derecho civil, y no podía permitirme el lujo de llegar tarde y arriesgarme a que el profesor ya se hubiese ido. Por lo tanto ese tren era mi única opción a menos que la suerte me sonriese y, por algún motivo, el catedrático decidiese quedarse más tiempo en la universidad por amor al arte en vez de ir a comer con su mujer e hijo, ya que no tenía más clases después de la nuestra. Sin embargo, teniendo en cuenta de que era un funcionario (y todos sabemos lo que las malas lenguas dicen de los funcionarios...), era consciente de que la situación que acabo de describir solo se da en contadas ocasiones, cuando los astros se encuentran alineados. Recé para que alguien entretuviese al profesor con las típicas preguntas que los alumnos formulan para ganarse el favor del profesor y rascar algunas décimas a favor en su nota final. 
La PlayStation 3 me había me había entretenido en exceso. "Al llegar a casa la quemo, lo juro". Sabía que era una promesa estúpida e imposible de llevar a cabo. No sería capaz ni de arañarla. Me resigné y decidí sentarme en uno de los bancos metálicos de la estación mientras esperaba el próximo tren. Sin embargo, al mirar hacía ahí... Bueno, digamos que si la estación fuese un zoo, esa zona sería el recinto de las focas. Dos señoras orondas ocupaban los tres espacios que, en teoría, ofrecen esos bancos. "Estupendo, voy de culo y contra el viento". Me apoyé en la columna a la que había propinado la patada minutos antes y recosté mi cabeza en ella, abatido.
El próximo tren se dirigía a Terrassa. "Quizás alguna de las dos señoras se marche en ese tren" pensé esperanzado. Por fin me sonrió ligeramente la suerte, aunque más bien se trataba de una pequeña mueca divertida. La señora de la derecha se levantó. Subió los dos escalones con dificultad y se sentó de nuevo en el interior del tren, como recompensa a su cuerpo por haber superado tan ardua prueba física. Raudo y veloz fui a sentarme antes de que todos los buitres que rondaban alrededor lo intentasen. Me recosté y me concentré en la música de los auriculares. Palpé el exterior de mi mochila y al no notar lo que esperaba encontrar, abrí la cremallera y miré en el interior. Pañuelos, bolígrafos, un lápiz, dos recibos de compras y la Constitución Española. "Me he dejado el libro... ¿Pero qué pasa contigo Víctor?". Me estaba leyendo El extranjero de Camus y tenía muchas ganas de acabarlo, pero tendría que esperar a llegar a casa. Volví a centrar mi atención plenamente en la música y dejé que mi cabeza vagase por los diferentes recuerdos de tiempos mejores que asolaban mi cerebro día sí y día también.
Me miré fijamente la cicatriz del dedo índice de la mano izquierda intentando recordar cómo diablos me la había hecho. Debió ser cuando era pequeño, pues me había planteado esta pregunta muchas veces e incluso se lo había formulado a mis padres, pero tampoco lo sabían. También me fijé en mis uñas. "Tengo que dejar el vicio de mordérmelas, es asqueroso mirar mis dedos" me recriminé. Saqué mi móvil para mirar qué hora era. Aún quedaban 17 minutos para el siguiente tren. Me desesperé. Cerré los ojos y me recosté aún más contra el banco.
Fue al abrirlos cuando lo vi. Sin saber cómo ni de dónde había salido, en el andén de enfrente había un chico o una chica. Puede sonar estúpido, pero fui incapaz de determinar su sexo ya que no le veía la cara por culpa de una melena negra que, debido a que dicho sujeto estaba inclinado mirando hacia abajo, le tapaba toda la cara. Al principio pensé que tenía pechos de mujer, pero, fijándome en su barriga, podía tratarse de un chico rellenito que tuviese unos pechos acordes a su tripa. La ropa tampoco aclaraba nada, pues una chaqueta negra de cuero, unos tejanos y unos zapatos negros con rayas rojas puede ser indumentaria tanto de hombres como de mujeres. Entonces me fijé en lo inmóvil que estaba. Tenía las manos a la altura de la barriga, sujetando un móvil. No pude ver de qué marca o modelo era a causa de la distancia a la que se encontraba, pero tenía claro que se trataba de un teléfono y no de una consola portátil o un E-book. No movía ninguna parte de su cuerpo excepto sus dedos, que presionaban la pantalla o el teclado del aparato. "¿En serio parezco eso cuando hablo con alguien por whats app en el móvil?". Me sorprendí momentáneamente, pero fijé mi atención en la música e intente no fijarme más en la figura que se encontraba a escasos metros y que, sin embargo, parecía que estuviese en otra galaxia, muy lejana de nuestra querida vía láctea.
A pesar de intentarlo con todas mis fuerzas, en menos de un minuto fui incapaz de apartar la mirada de dicho ser. Seguía esperando, expectante, algún movimiento más por su parte, aunque fuese el más mínimo e imperceptible. Nadie más le observaba, tan solo yo me había quedado fascinado por dicho fenómeno. "Quizás es producto de mi imaginación. No lo he visto llegar. ¿Quién me dice que no estoy soñando?" Si se trataba de un sueño, se trataba de uno muy malo, pues tener que ir a la universidad incluso en el mundo onírico es patético y deprimente. Me pellizqué el brazo derecho con toda mi fuerza. Al cabo de tres segundos se formó un círculo rojo con dos marcas de uñas en el centro. Noté como se me humedecían los ojos por el dolor, pero reprimí el impulso de gemir o quejarme. Deseché la idea de encontrarme en un sueño y volví a dirigir mi mirada al ser del móvil para ver si había realizado algún movimiento. Ninguno, era increíble. Seguía tecleando al mismo ritmo, pero sin mover de altura el móvil o de inclinar más o menos la cabeza. Los pelos de su melena se encontraban en sintonía con el resto de su cuerpo, inmóviles como los de una estatua. Una señora de unos 40 años pasó a su lado sin tan siquiera dirigirle una mirada. Caminó recto hasta donde se encontraba él y justo cuando pensé que lo iba a atravesar, se movió ligeramente a la derecha y prosiguió su camino. "¿Cómo diablos lo ha esquivado si ni lo ha mirado? Es como si no existiese, maldita sea, ¿por qué soy el único que se fija en él?". En el banco del andén de  enfrente se encontraban dos chicas de mi edad que no se habían fijado en él. En ningún momento. Ni una triste ojeada. Pensé en la remota posibilidad de que pudiese ser un fantasma pero, sin embargo, la señora no lo atravesó, por lo tanto era evidente que notó su presencia o intuyó de alguna manera que había alguien enfrente de ella sin mirarlo. "Quizás esté loco y no me había enterado hasta ahora. ¿Demasiados videojuegos? Tendré que romper de verdad mi consola, solo me está causando problemas". Me planteé seriamente en arriesgarme a perder mi tren por ir al otro andén a darle unas palmaditas en el hombro y ver si reaccionaba, lo traspasaba o desaparecía Deseché la idea porque en caso de que estuviese tan solo en mi imaginación la gente que había allí quizás llamaría a un manicomio y, realmente, a mis 19 años de vida, no me apetece que me priven de mi libertad por ver fantasmas. Podría defenderme basándome en el niño de sexto sentido, que pese a ver fantasmas toda la puñetera película no se tomaron medidas de seguridad serias con alguien tan peculiar. Tan solo le ponen a Bruce Willis como psicólogo infantil... Pf, menuda birria de medida de seguridad.  Pese a todo no me aventuré a llevar a cabo mi pequeña escaramuza por miedo a perder el segundo tren del día por un condenado fantasma.
Llevaba quince minutos observándolo. El tren seguramente se retrasaría, como siempre. Ya no prestaba atención a las canciones que mi móvil reproducía en orden aleatorio. Mis pensamientos estaban centrados única y exclusivamente en la figura. Ya no sabía si gritarle o tirarle algo que tuviese en la mochila para llamar su atención, que se moviese y así poder desechar mis sospechas sobre su condición de fantasma. Sin embargo lo único que tenía en la mochila era mi carpeta con papeles (entre ellos mi trabajo, o al menos eso esperaba), un libro de economía de 55 Euros que no pensaba tirar, no solo por el precio desorbitado sino porque con lo que pesaban sus 700 páginas era posible que no le alcanzase y, finalmente, lo que expliqué anteriormente que contenía el bolsillo exterior. "Joder, vendrá mi tren, tendré que subirme y lo perderé de vista. No puedo quedarme con esta intriga". Sin embargo no sabía qué hacer.
El destino decidió por mí. Escuché por encima de la música de mis cascos el ruido de un tren acercándose. Me giré para mirar como aparecía mi tren. Sin embargo, cuando el sonido era demasiado cercano y aún no veía aparecer el morro puntiagudo del tren me di cuenta que no se trataba del que esperaba yo, sino del de la gente del andén de la figura. "¿Es posible que me pierda si hace alguna reacción al venir el tren que supuestamente está esperando?". Y así fue. Cuando me giré, la parte delantera del tren ya había irrumpido en escena provocando que perdiese de vista al ente y sus posibles reacciones. El tren paró, abrió sus puertas, las cerró y se marchó tan rápido como había aparecido. La figura había desaparecido. No quedó ni rastro. Como si nunca hubiese estado ahí. Cuando el tren había estacionado, intenté observar a través de los cristales a la figura. Sin embargo, eran de color sepia y no permitían ver demasiado bien el interior, por lo que no conseguí vislumbrarlo. Me derrumbé en el banco pensando en que jamás descubriría si se trataba del fantasma del andén número tres o de si tan solo era alguien enganchado al móvil. Al final del día ya no recordaría aquella anécdota, pero en aquel momento mi trabajo había pasado a un segundo plano.
Por fin apareció mi tren. Me subí a él y escogí un lugar en el que sentarme. Saqué mi móvil para cambiar la canción. Entonces vi que tenía cinco notificaciones del Whats App e inmediatamente me sumergí en las conversaciones para mantenerme distraído durante todo el trayecto y convertirme así en un fantasma más, perdido en un mundo conectado mediante tecnología que nos produce una evasión del mundo real que puede llegar a ser enfermiza.

Lobero

Relatos FM

UN GRAN PASO PARA LA HUMANIDAD



Un día, a la hora de cenar, cuando yo tenía trece años, mi padre llegó a casa y me comunicó que a partir de entonces iba a dejar de ser mi padre para pasar a ser mi tío. No sé si esa decisión tuvo algo que ver con el hecho de que ese día todos andábamos algo trastornados porque aquella madrugada, sobre las dos y pico, estaba previsto que la nave Columbia, lanzada al espacio hacía cinco días, llegara a la Luna con tres astronautas a bordo. El caso es que a mí no me sorprendió el anuncio de mi padre. Además, el puesto estaba vacante: mi madre era hija única y mi tío, es decir mi dimitido padre, había tenido un solo hermano que había muerto siendo niño (nunca supimos de qué).
—¿Qué te parece Raúl? —me preguntó emocionado, nada más confesarme sus intenciones. Sus ojos brillaban como los de un gato en la oscuridad.
Sin aguardar mi respuesta, intentó justificar aquello ante mi madre mientras tomábamos una sopa juliana. Era la sopa favorita de mi padre, bueno, de mi tío a partir de ese momento. Mi padre le dijo a mi madre que prefería ser mi tío porque los tíos se relacionan con sus sobrinos de forma más espontánea, no de esa manera tan acartonada con que lo hacen los padres con los hijos, es decir, con menos obligaciones por ambas partes, casi como si fueran amiguetes. Le explicó que yo me estaba haciendo mayor y que a él no le apetecía seguir siendo mi padre, que en adelante prefería ser mi tío. Yo lo entendí a la perfección. Todo el mundo sabe que un tío asume ciertas cosas de un sobrino como normales, cosas que, sin embargo, un padre no podría pasar por alto de ningún modo.
En fin, el caso es que después de que mi padre dijera que ya no era mi padre y que a partir de ese momento era mi tío, intervine yo para decirles a los dos que la idea me parecía estupenda, una genialidad, y que estaba totalmente a favor de ella.
Y es más, añadí que su propuesta era muy razonable porque, bien pensado, si el hombre ponía por primera vez en la historia de la humanidad un pie en la Luna no había ninguna razón que impidiera que por primera vez también en la historia de la humanidad un padre pasara a convertirse en un tío. Quedaban muchas cosas por hacer por primera vez en la historia de la humanidad, y más valía que empezáramos cuanto antes, concluí.
Dicho esto, me sentí mucho mejor en compañía de mi tío. Congeniamos rápidamente. Creo que en el fondo nos parecíamos bastante. Sin hacer caso de las protestas de mi madre, nos pusimos a sorber ruidosas cucharadas de sopa juliana. Y entonces, de pronto, se me ocurrió que, rizando el rizo, tal vez, por qué no, sería incluso mucho mejor que en lugar de dejar mi padre de ser mi padre y convertirse en mi tío se transformara en mi hermano. Yo también era hijo único, como mi madre. Sin embargo, a pesar de que mi ocurrencia me pareció mucho mejor que la de mi padre, una sensación indefinida en ese momento me impidió mencionarla.
A mi madre, por su parte, al principio la idea no le hizo mucha gracia. Pero mi tío me dijo, mientras ella estaba en la cocina friendo patatas, que mi madre en realidad tenía envidia de él. Discutían bastante porque mi madre, según él, era muy tozuda. Mi tío estaba seguro, continuó, de que a ella le apetecería convertirse también en mi tía, pero no lo haría nunca con tal de no reconocer que mi padre había tenido una magnífica idea y ella no.
Con el segundo plato —merluza a la romana con unas papas a lo pobre—, mi tío le lanzó a bocajarro a mi madre:
—Podrías pensar en convertirte tú también en la tía del chiquillo, al fin y al cabo no está bien que su tío se acueste con su madre.
De pronto, ella lo miró con unos ojos tan grandes como dos platos de porcelana. Lo que decía mi padre era cierto. Al principio pareció contrariada, pero luego poco a poco vi cómo, en su trajinar del comedor a la cocina, lo miraba de reojo constantemente y se le escapaba una sonrisa que me pareció distinta, no su desencantada sonrisa habitual. Tuve la impresión de que miraba a mi padre de otro modo, con un brillo nuevo, como si realmente fuera otro hombre.
Luego mi tío y ella recogieron los platos de la mesa y se fueron a la cocina. Por el pasillo mi madre se contoneaba con una gracia que nunca le había visto. Tardaron un buen rato en volver a la mesa. Mientras tanto, yo caí en la cuenta de que existía una poderosa razón por la que no era muy conveniente proponerle a mi padre que en vez de convertirse en mi tío lo hiciera en mi hermano.
Como era evidente que el postre tardaría lo suyo en llegar a la mesa, me senté en el sofá y me puse a ver la tele. Ya no faltaba mucho para que el módulo espacial llegara a la Luna. Las imágenes repetían una y otra vez el momento en que el cohete había despegado hacía cinco días. Poco a poco se elevaba hacia el cielo y se hacía cada vez más pequeño hasta convertirse en un punto, dejando una gran estela de humo blanco. Era como si Dios se estuviera echando un pitillo. De vez en cuando intercalaban entrevistas a personas en la calle. Les preguntaban qué opinión tenían sobre un acontecimiento tan trascendental. La gente estaba exultante, como si, desde el momento en que el primer astronauta pisara suelo lunar, tantas cosas que se daban por imposibles hacía apenas un día ahora estuvieran al alcance de nuestras manos. Recuerdo que, entre los entrevistados, un tipo con cara de chiflado dijo que el viaje a la Luna era una mentira colosal, un enorme fraude llevado a cabo por los yanquis para desviar cientos de millones de dólares a la industria armamentística norteamericana.
—El alunizaje lo grabaron hace mucho tiempo en el desierto de Utah —dijo muy convencido de sus palabras.
Mi tío y mi madre regresaron al salón-comedor por fin. Se les veía felices y relajados.
Mi madre traía el frutero repleto de manzanas. Se sentó como alelada—verla sentada con nosotros ya era algo maravilloso porque, como se suele decir, era un rabo de lagartija—. Luego tomó una manzana y la mordisqueó mirando a mi tío, parpadeando mucho.
—¿Sabes qué, Raúl? Tu madre y yo hemos pensado que tu tío no se puede llamar como tu padre, así que a partir de ahora —mi padre se llamaba Asensio— mi nombre es Ernesto. A tu madre le gusta. ¿Qué te parece a ti?
No aguardó, una vez más, mi respuesta y enseguida se levantó, se acercó a la tele y subió el volumen. En las noticias ya se podía observar el módulo posándose suavemente en un lugar llamado el Mar de la Tranquilidad. Luego Neil Armstrong pisó la superficie de nuestro satélite y dijo la famosa frase: "Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad". Los tres mirábamos la pantalla fijamente como si fuéramos testigos de un milagro. Yo pensé en el pequeño paso que estaba dando mi padre y me pregunté si finalmente también sería un gran salto para la humanidad.
Hoy, cuando escribo sobre este recuerdo, tengo cincuenta y dos años. Mi padre murió hace poco, con ochenta y tres. La noche en que lo velamos en el tanatorio coincidí casualmente con un compañero del trabajo. En su caso, el familiar fallecido era su suegro. Al enterarse de que yo también estaba allí, pasó un momento por nuestra sala de vela para darme el pésame. Mirando hacia el féretro en el que yacía el cadáver de mi padre, me dijo que despedirse de un padre era uno de los tragos más amargos de la vida de un ser humano.
—Es mi tío Ernesto —le aclaré—. Mi padre murió hace muchos años, el 20 de julio de 1969 para ser exactos. Nunca olvidaré la fecha porque fue el mismo día en que el hombre pisó por primera vez la Luna.

Saljo Besa

Relatos FM

El zorrillito



Cierto día un zorrillito se daba cuenta de q los animales del boque lo evitaban porque lo consideraban inútil y el se sentía así, porque pensaba que no podía ayudarlos de ninguna manera, así que se puso a decirle a dios: ¿porque me creaste si soy tan inútil?  No tengo ninguno de los dones que le diste a los demás animales, excepto este mal olor que expelo el cual hace q estos se alejen de mí.
A lo cual dios dijo: aun no sabes lo valioso de tu don, pero pronto lo sabrás criatura mía.
El zorrillito respondió con desesperación queriendo que se le quitara ese olor, a lo cual Dios le  respondió: piénsalo diez días, si después de esos días quieres que te quite aquella fragancia, te la quitare.
El zorrillito acepto, pensando que pronto se vería librada de aquella "maldición", se empezó a sentir alegre al dirigirse a casa.
Entonces pasaron los días y vio que algunos de los animales del bosque habían sido rodeados por unos leones hambrientos y no tenían escapatoria, el zorrillo los vio, y fue hacia donde los leones para defenderlos y los leones al verlo se reían de ese atrevimiento del zorrillo; diciéndole: Que puedes hacer tu pequeña peste inútil. Hasta que el zorrillo dijo: lo único que puedo hacer es usar esa peste que poseo.
Y los ataco con ello usando su olor fue tan fuerte el olor q los leones huyeron despavoridos, mientras q los animales agradecidos lo hecho por el zorrillito lo saludaban y agradecían profundamente por su acto de valor.
Y en eso Dios hablo desde el cielo y le dijo al zorrillito: lo has visto criatura mía, eso que considerabas una peste es el don que yo te di, aparentemente inútil, pero este te ha servido para salvar tu vida y la de tus amigos; no menosprecies jamás el don que yo doy a cada criatura, pues por mas minúscula q parezca ser, en realidad sus efectos para uno mismo y para otros es enormemente beneficioso.
Entonces Dios le preguntó nuevamente:-Zorrillito: ¿quieres que te quiete este don?
Y el zorrillito le dijo: no me lo quites ahora comprendo que mi don es valioso cuando reflexiono en el uso que puedo darle a este y no pensar en el lado malo de este.
     
Así tanto el zorrillito como el resto de los animales entendieron que las cosas que vemos como negativos en uno mismo  no era lo que los limitaban a ser mejores, sino era el prejuicio que tenían ellos mismos acerca de las cosas que recibieron, que los cerraba de usar aquellos talentos que tenían que profundizarse para hallarle el correcto uso a estos.

Tezuka

Relatos FM

EL SUEÑO REAL



Después de ver las noticias por televisión, Félix Roberto salió de la sala y fue hasta su alcoba con la intención de irse a dormir. Subió las escaleras; sin prisa, pasó por entre los mármoles de las paredes. Ya por allá en el segundo piso, con un impulso de mano empujó la puerta y cansado entró al recinto. De proximidad, presionó el interruptor de luz. Por el acto se prendió la bombilla y como siempre, Félix vislumbró el lugar circundado por ese acuario hermoseado entre peces, que tenía desde hace años.
Además de todo, se acordó de algo importante y fue rociarle un poco de concentrado a las bailarinas rojas. Con parsimonia, lo hizo. El joven en esta tarea estuvo un rato. Las supo a ellas en medio de brincos, nadando por las aguas, cogiendo la comida de colores, que les esparcía. Por tal fascinación, él sintió algo de sosiego. Lentamente se alejó de sus fracasos como de sus problemas.
Y cuando dieron las diez de la noche, Félix comenzó a tener más sueño. De modo que fue directo a su cama. Allí se sentó, quito sus ropas del cuerpo, más levantó la almohada y se puso la sudadera para estar fresco.   
Al cabo de unos segundos, recordó a su amigo, Miguel. Era él en realidad misterioso. La mañana de ese mismo viernes, lo encontró solitario por el centro de la ciudad. Iba como obnubilado con sus pensares. A pesar de ello, ambos se saludaron al distinguirse, aparte de que cruzaron algunas palabras con comentarios prudentes.
Entre tanto, para Félix fue curioso ese acontecimiento con Miguel, por eso le volvió a la memoria. Le llegó a modo de chispazo. Vio el pasaje y supo la ocasión toda prevista con su amigo. De otro sentido, trató de olvidarlo, no quiso más repetirlo por creerlo un dilema. Para lo mejor suyo, se estiró a oprimir de nuevo el interruptor con el dedo y pronto apagó la luz.
Una vez a oscuras y a solas, se recostó contra el colchón en vez como cerró los ojos para irse durmiendo. Tal estado anhelante, le costó alcanzarlo a Roberto, pero al tiempo lo consiguió con plenitud. Lentamente, fue concibiéndose en el espacio onírico. Desde su interioridad partió hacia lo extraordinario. Fue yendo así por lo etéreo, todo él en volición, hasta cuando penetró por fin en la ensoñación.
De relación por allá, Félix se vislumbró en una plaza con árboles morados. Descubrió que caminaba por un sendero, rociado de hojarasca. Iba a paso lento, estando distraído con la cara desorientada, cuando entonces se apareció por detrás Miguel, quien lo abordó con rudeza, siendo amenazador. Por su posición, no fue capaz de enfrentarlo. Enseguida a traición, sin dejarlo reaccionar, apretó su cuello empleando un brazo y con la otra mano, fue metiéndole tres navajazos por la espalda a medida que amanecía el sol. Sobre lo demás, Miguel corrió hasta un automóvil, huyendo atrevidamente a toda velocidad y Félix Roberto cayó al suelo, chorreando sangre por el estómago.
Sucesivamente pasaron las horas como serpentinas. Y al otro día, Roberto se despertó sobresaltado entre las cobijas. Tuvo varias intuiciones de lo que había soñado. Obvio que sintió terror. Dudó en como debía proceder. Al cabo de cavilaciones, resolvió pararse de la cama para encarar lo expectante. Se vistió con ropas elegantes, cogió su portafolio y bajó al primer piso. En cuanto estuvo abajo, cruzó la sala amoblada, cual tenía un retrato de Darío Jiménez. De continuidad, fue hasta la puerta principal; la abrió con cuidado, salió a la calle.
A su hora afuera, anduvo tres cuadras, volteó en una esquina, más ingresó a la plaza Murillo Toro. Esperó por allí unos minutos y preciso, Miguel llegó por detrás y terminó el cuento.

Fedorvelt

Relatos FM

LA ABUELA


                                     
Cuando me levanté, nada a mi alrededor me parecía familiar. No sentía el olor a las tostadas recién hechas ni al café un poco quemado. No escuchaba gritos ni risas de nadie, parecía que estaba sola.
   Después, cuando me miré al espejo y vi mi rostro reflejado, me di cuenta que aquel tiempo ya había pasado, ahora me tocaba vivir otro, muy distinto al anterior. Ya no tenía cerca el colegio de niñas que me alegraba las mañanas con sus canciones infantiles, ni tampoco estaba Matilde, mi vecina, que tenía llaves de mi casa y me preparaba el desayuno para cuando yo me levantara  tomarlo con ella.
Me encontraba en la habitación, mirando las paredes blancas, como la cal que utilizaba para encalar mi azotea, antes de que el progreso llegara y, por las lluvias, por los malos materiales de construcción o por los años, tuviera que utilizar ese material rojo del cual no recuerdo el nombre,... y empecé a acodarme de fragmentos de mi vida, de cuando era joven, hermosa y el mundo se rendía a mis pies.
He intentado unir todas las piezas, pero cuando el tiempo pasa y una se va haciendo mayor comienza a olvidar partes de su vida, que en ese momento                                                                                 podían bien haber sido importantes o, por lo menos, dignas de ser recordadas en todo cuanto valían aunque valieran muy poco.
Me acordaba de cuando era niña, de cuando, viviendo en casa de mi abuela, me levantaba al alba para ver el reflejo del sol de la mañana entrando por la puerta principal de la casa, de cuando veía su delantal tirado encima del sofá anunciando su visita irrefutable y diaria a sus vecinas que, aunque ella era la mayor de toda la calle, no había un solo día sin que pasara revista oficial para comprobar que todas habían despertado y se encontraban perfectamente. Era una sensación tan hermosa que me llenaba de vida  y, cuando comenzaba a anochecer, me sentaba en una mecedora de  la salita, un salón de estar entrañable con un mueble pegado a la pared del fondo lleno de pequeños "cacharritos" que ella había ido guardando y coleccionando a lo largo de toda su vida, si los mirabas bien, la mayoría de ellos esperaban pegados por todos lados dando a entender no ya el tiempo  sino el cariño que les tenía, guardándolos como tesoros preciados, como lo que significaban para ella,... supongo que lo entendía y en fondo de mi corazón sentía nostalgia de esa vida llena de pequeños detalles, pensando en que algún día mi nieta me preguntara el origen de mi pequeña, barata pero importante colección de objetos.
Mi habitación estaba del otro lado de la pared del salón y recuerdo que yo siempre me iba a la cama mucho antes que ella, tenía un poco de miedo pero se me pasaba cuando le habla a través de la pared y escuchaba su voz al otro lado. Entonces tenía mucha imaginación y pensaba que mi cama era una balsa que atravesaba el río Mississippi y me pasaban mil y una cosas. En otra ocasión, a la cama le salían barrotes y yo era un león enjaulado que iba de un lado a otro rugiendo, escuchando a mi abuela preguntarme si me encontraba bien, entonces me acostaba e intentaba dormir. Una vez tuve un sueño en el que un pirata me quiso matar, así que salí corriendo a la cama de mi abuela, me acurruqué con ella y dormí placidamente  hasta el día siguiente.
Todo esto que recuerdo y de lo que ha pasado ya toda una vida me enorgullece, me llena de paz interior y me hace pensar que una vez, hace ya algún tiempo, fui una niña que después fue creciendo y me convertí en mujer,  ahora estoy aquí, con otras mujeres y otros hombres que comparten mi mismo destino, mi misma mesa en el almuerzo y en la cena, mi mismo baño y mi misma enfermera.

                                                                               
Llega un momento cuando parece que todo se acerca a su fin, un momento en el que, mientras te quede razón, puedas poner en orden tu historia, esa historia por la que te recordaran y por la que te sientas viva.
Rodeada de la familia que te ha tocado por similitud de edad, o de parentesco, intentas pasar el tiempo que te queda lo mejor posible, lo más feliz que se pueda,  ya no te quedan vecinas con quien cotillear, almuerzos que hacer para una sola persona, cortinas que colgar a juego con la colcha de tu cama individual,... así que una tarde rodeada de esa familia en la sala de la televisión, después de tomar al café descafeinado con una magdalena, empiezas a contar una historia, sin que nadie te pregunte pero, después de haberla guardado tanto tiempo para ti sola,...  sientes deseos de cogerla de tu recuerdo ya por miedo a pensar que pueda quedar en el olvido; así que empiezas a hablar y ves como las mujeres que te escuchan empiezan a interesarse:

"Yacía desnuda en la cama con el olor del amante aún en su cálido cuerpo, sin decir ni una palabra, dirigió su tranquila mirada hacia él, no hacía falta ningún gesto de aprobación, su cuerpo aún temblando hablaba por ella, sí, así era, eso era el amor.                                                                     
Después se vistió despacio, se colocó bien el pelo y se alejó, dejando que el tiempo pasara,... esperando volver a estar ahí,... tumbada de nuevo.
   No sabía si volvería a verlo algún día pero estaba segura de que era lo que quería, lo que ansiaba,  lo que deseaba con todas sus fuerzas, sin embargo, era lo que nunca sucedería.
   El tiempo fue pasando  y con él sus esperanzas,... era como si se hubiese borrado de su mente, como si aquello nunca hubiera pasado,... tenía que seguir su camino y así lo hizo. Nunca vio partir el barco que lo alejaba de aquella noche de amor, para ella, inolvidable, ni siquiera sabía si ese barco, existió alguna vez.
De aquella cálida noche sólo le quedaba el recuerdo,... recuerdo que se iba borrando como se disipa la niebla de la mañana,... como desaparece la estela del mar.
Después de un tiempo y por culpa de la nostalgia y el dolor que sentía al pensar en él, sabía que si por capricho del destino algún día se lo encontrara, no sabría qué decirle, ni qué hacer,... correr y abrazarlo, hacer como si no lo conociera, echarse a llorar o salir huyendo.
Pero eso nunca ocurrió, el tiempo iba pasando y cada vez más despacio, y ella, en cada persona que se cruzaba por la calle, por el mercado,... en cada voz que oía, en cada sonrisa, en cada lamento,                                                                          siempre lo buscaba, pensando lo feliz que sería si eso volviera a ocurrir.
Después de muchos años de soledad, de olvidarse del amor, por pensar que sólo él la podía amar, se quedó sola,... sola con sus recuerdos que, como ella decía, eran pocos pero intensos,... eran los suyos."

Terminé de contar mi historia y pude ver como enmudecieron todas, como se miraban unas a otras sin decir nada. Daba la sensación de haber hablado ante el espejo. No hubo comentario, nada, parecía que no me hubieran escuchado, a lo mejor estaba cada una pensando en su propia vida esperando encontrar alguna similitud con lo que yo les decía. Quizás no la encontraron y yo me sentía dichosa pensando así porque eso sólo me había pasado a mí  y era lo que me acompañaba en ese momento. Mi cara debió entristecerse al ver las de mis oyentes ya que parecían consternadas, como sintiendo lástima de mí, de mi triste vida y de mi insulso pasado. Para mí era lo más grande que me había sucedido y sé que  podría haber seguido una vida diferente pero fue la que elegí y no me arrepiento de ello. Esos son los recuerdos que quería compartir con esa familia postiza que, como los parientes lejanos, no teníamos mucho en común,  salvando la  residencia en la que vivíamos, las personas que nos atendían y                                                                        el aire que respirábamos.
No tenía necesidad de enseñar parte de mi pasado y ni siquiera sé si lo entendieron o no, pero eso es lo menos. Sentía la enorme y a la vez extraña necesidad de compartir con mi pequeño mundo algo tan preciado para mí como era el haber conocido el amor aunque fuera por un breve pero intenso periodo de tiempo.
Se acercaba la hora de ir a ver la película que ponían esa tarde, no era casi nunca de  gran interés pero a esa hora y en ese lugar, era lo que mejor podíamos hacer. Así que pasamos a la gran sala de la televisión que era como un cine pero en miniatura y con los asientos mas cómodos puesto que cada uno elegía el que le fuera mejor para su espalda y sus riñones. Después del cine nos quedaba el tiempo justo de ir al baño antes de que sonara la campana que anunciaba  la cena, así que me dispuse a ir a cenar, como todas las noches, la cena se servía entre las siete y las ocho, también como todas las noches el primer plato era sopa y el postre era flan.                                                                     
No todas las noches pero sí en víspera de fiesta y todos los domingos, nos permitían dar un paseo por los jardines. A mí me gustaba mucho el olor a azahar que desprendían los naranjos cuando estaban en flor y la luz de la luna reflejada en el pequeño estanque del centro me confortaba, me llevaba de vida, me hacía recordar otros tiempos, esas noches de verbena cuando mirabas al cielo y veías las guirnaldas de colores intermitentes coronando la plaza del pueblo. Me acuerdo de estar   sentada en la silla al lado de mi madre y de mi hermana mayor esperando a que algún mozo invitara a mi hermana a bailar. Entonces yo me imaginaba con un vestido blanco y un enorme lazo celeste ciñéndome la cintura bailando con algún muchacho guapo del pueblo, pero nadie venía y me tenía que quedar con mi madre sentada todo el tiempo que duraba el baile, luego me compraba una enorme manzana roja de caramelo y se me olvidaba todo lo demás, también tengo que decir que tenía once años.
Mientras recordaba mi infancia pasó el tiempo de dar casi una vuelta entera a los jardines. Cuando ví que se aproximaba Vicente, un hombre que vivía allí conmigo pero en el otro ala de la residencia. Era un hombre alto, un poco rudo y con rasgos muy marcados por la edad. En otro tiempo había sido marinero y el viento, el sol y el mar no habían sido nada compasivos con él, haciendo ver en su rostro la dureza de su profesión. Vicente me acompañaba  todas las noches que salíamos a pasear y me contaba cómo había sido su vida cuando era joven y trabajaba en los barcos yendo de un lado a otro, conociendo muchos lugares, me hacía recordar los sueños de piratas que tenía cuando era niña y por los cuales, muchas noches, tenía que irme a dormir con mi abuela. Supongo que era más interesante contar esas historias que las verdaderas, dándole un hilo de suspense y aventura en una noche que se prestaba para ello.
Se estaba haciendo un poco tarde y ya el día y la noche habían dado  de si todo lo que cabía esperar. Me despedí cordialmente de Vicente y me fui a mi habitación. Cuando llegué ya Marisa y Teresa estaban acostadas, así que me puse mi camisón largo y blanco, me cepillé mi pelo y me acosté. Era hora de ir a dormir y de dar tiempo a un nuevo día donde poder volver a mi pasado mientras me quedara espíritu y razón.

Violeta Green

Relatos FM

Instintivo



Toda mi vida me sentí atraído a muchas cosas, creo que como cualquiera.
Sin embargo nunca fui "raro". Por el contrario, me considero totalmente normal.
El fin de semana pasado salí a bailar con mis amigos, fuimos a una discoteca de Pocitos. Pasamos re bien, nos matamos de risa con los chiquilines, y conocimos varias gurisas. Conseguimos sus números de teléfono. Capas las llamamos en la semana para hacer algo... no lo se, veremos.
Ayer, tuve un día largo.
Me levanté muy temprano, antes que el resto de la familia.
Tengo dos hermanas pequeñas, una de 6 y la otra de 10. Ellas dormían. Mis padres también.
Así que después de lavarme la cara y los dientes, empecé a hacerme el desayuno, algo rápido y fácil, porque aún estaba dormido, aunque levantado.
Un café con un refuerzo de fiambre, como para aguantar hasta el medio día que almorzaría. Quería hacerme unas tostadas, porque me encanta el olor a pan quemadito en las mañanas, pero no tenía en ese momento la voluntad para ello.
Me fui a clase, me tomé el bus de siempre, con la misma gente de siempre, con la misma demora de siempre.
Una vez en la facultad, las clases fueron normales, nada interesante verdaderamente, solo más cosas que estudiar para salvar una materia que no me interesaba en realidad. Una de esas materias genéricas que en realidad uno nunca termina de entender para que verdaderamente sirven y solo te alejan de aquellas específicas de tu carrera que son las que vas a terminar usando a diario y que deberás conocer al dedillo para ser bueno en lo que quieres hacer.
Salí de estudiar a eso de las once y media y me apronte para almorzar.
Comí en una plaza, como siempre, una vianda que me había preparado la noche anterior. Una milanesa al pan con tomate, lechuga, mayonesa, etc. Y una coca cola que me compre en el quiosco de la esquina.
Después de eso me fui a trabajar unas horas, como siempre. Estaba trabajando en una imprenta, donde colaboraba con los trabajos gráficos como ayudante del diseñador.
No era un trabajo muy complicado, y me gustaba, aprendía mucho. Además siempre me sentí atraído a ese olor que generaban las maquinas cuando el calor de las mismas se aplicaba a la tinta, y como el papel tibio salía de las mismas constantemente.
Además de que muchas veces me dejaban aportar alguna que otra idea para los diseños de folletos, afiches, y demás cosas que allí llegan a diario, ya que tienen una gran clientela.
Mas tarde me dirigí a casa, estaban mis padres y converse un rato con ellos de como fue mi día, pero estaba bastante cansado así que fui a mi cuarto a tirarme un rato en la cama.
Al rato pude sentir la puerta abrirse, eran mis hermanitas que venían de jugar con las amigas.
Por un momento quede dormido.
Me llamaron para cenar. Comimos en familia como siempre, y luego de hacer la sobre mesa, acostaron a mis hermanas, y todos nos fuimos cada uno a su cuarto.
Quede lleno con los canelones que hizo mi madre, riquísimos verdaderamente. Con la panza llena me recosté y otra vez quede somnoliento.
No se que paso luego.
Lo siguiente que recuerdo de mi es estar llorando en la acera observando mi casa incendiarse completamente, y un bombero que posa sus manos en mis hombros, diciendo no es tu culpa.
Sin embargo yo se que fue mi culpa, ahora lo se.
Me estoy viendo frente al espejo, y una sonrisa macabra se me dibuja, se arquean mis cejas y mis ojos tienen un fuego siniestro, mi rostro todo tiene una seña de goce por ese fuego, y recuerdo bien lo que hice.
Mi padre tenía un Ford falcon en el garaje, al cual hacía un tiempo no le funcionaba el medidor de combustible, así que siempre llevaba en el baúl un bidón con gas oil.
Tomé ese bidón y regué combustible desde la cocina hasta la acera. Moje cortinas, muebles y algunas paredes, y abrí el gas de la cocina.
Como si algo se apoderara de mi, me aleje, sin tomar nada mas que un encendedor, y comencé a reírme, me reía sin parar en la vereda.
Y encendí el combustible. Una llama se disemino como una víbora que serpentea ágil y veloz hacia la casa, y una gran explosión iluminó toda la cuadra.
Todo estaba en llamas, todo estaba muerto y ardiendo, incluso mi familia.
Mis carcajadas descontroladas, se transformaron sedosamente en llanto de dolor.
Pero aún no entendía que había pasado.
Recién en este momento lo recuerdo, y mis carcajadas regresan, y tengo un encendedor en la mano.
¿Lo tengo?
No se si es real o no, me siento atado por mis ropas.
No se donde me encuentro.
En mi mente solo hay fuego.
Y mi cuerpo solo sigue a mi mente.
¡Ah... fuego!

Fáramir García

Relatos FM

LA SOPA CALIENTE



Cenaban en la exquisita mesa del salón de invitados. La cubertería de plata relucía impecable, las copas de filo dorado se antojaban nuevas y las sillas tapizadas en rojo burdeos a juego con las grandiosas cortinas que cubrían la cristalera de aquel salón denotaban sobriedad y elegancia aquella noche.   La lámpara de araña del siglo XIII brillaba envolviendo la escena de una luz nunca vista antes en la oscura e inquieta mansión de los Foster. El mayordomo observó atento como Lord Henry levantaba su mano izquierda indicándole que se acercara a servirle más consomé. La  invitada de honor y su marido, los Duques de Wellington, agradecían aquel caldo caliente que les reconfortaba los gélidos huesos como consecuencia del temporal y las lluvias. A pesar de todos los chismorreos que se escuchaban sobre los Foster, ellos se sentían bastante a gusto aquella noche cenando en su salón. Margarita Wellington se sentía satisfecha de haber aceptado la invitación de los duques.
Los Foster, según decían las malas lenguas, eran gente extraña. Su presencia era como mínimo inquietante y siempre se habían visto envueltos en los más desagradables incidentes de la zona. Algunos los llamaban "el matrimonio sin alma", alegando que era gente falta de emociones o expresividad alguna. "Gente gris" decían otros.
Sin embargo, esa noche, Margarita Wellington los encontraba un matrimonio de exquisitos modales y agradable conversación y aquello, era algo que no se encontraba fácilmente en esos tiempos.
Cuando el mayordomo se disponía a servir el último cucharón de consomé a Lord Henry la maravillosa lámpara de araña se descolgó del alto techo cayéndose encima del mayordomo, que se desplomó en el suelo desencadenando una gran mancha roja en la exquisita moqueta.
Los duques de Wellington aterrados miraban la escena con los ojos fuera de las órbitas, mientras Lord Henry y su esposa, sin inmutarse, seguían saboreando impasibles la deliciosa sopa caliente.

Duquesa

Relatos FM

EL ATICO HELADO



En el puerto se cuenta la historia del ático helado, cómo recibió su nombre y por qué los marineros aún le extrañan. Hablan de Aguaviva, la tabernera de dudosa reputación, del capitán Oliver, la sombra de Peter Pam, y de mí, como no, del perfumado gordito del labial rojo. Y quizás, como la historia se ha relatado tantas veces ha echado raíces en la memoria del pueblo.
Así pues, conociendo lo valioso de los minutos que se escapan y dejando la realidad a vuestra elección, traeré mi nefasto recuerdo a este cuarto y el pasado vivirá mientras los silencios abracen mis palabras.
En ella, como en todos los relatos eternos, hay cosas buenas y malas, blancas y negras, santas y perversas. No obstante, en el corazón del que lo narra jamás hallareis medias tintas.
Me desperté totalmente a oscuras. Aquella noche no había estrellas en el puerto y tan solo el familiar paseo del faro consiguió situarme. Unos tábanos zumbaban pesados, insistentes. El petróleo formaba charcos relucientes de miel fundida en el suelo bajo el ámbar de los farolillos. Saqué un espejo redondo del bolsillo y vi mi propio rostro deformado, los rizos brillantes de aquel entonces bailaban sobre mis hombros, de mis labios no había desaparecido el maquillaje y mis pequeños ojos oscuros se perdían en el reflejo. Luego, incomodo por el frío, fui en busca de una pequeña pensión cuya dirección había anotado antes en la etiqueta de una botella.
A mi espalda despertaba la vida nocturna del astillero, tras diez ventanas resplandecientes que iluminaban como una cascada de luz la hilera negra de los botes; en la puerta, reía una pequeña muchacha. Señalaba con un cigarro a una pareja que caminaba a cinco o seis pasos de distancia. Él balaceaba las manos como si acabara de soltarse del brazo de la altísima mujer que lo seguía, a fin de que no los viesen pasar juntos bajo la viva luz de los globos de la puerta.
El tamaño de aquellos tacones sacudió por instinto mi curiosidad. Despegué mis sudorosos dedos de la botella y la abandone con sus señas. Ya estaban, si no mis pasos, mis intenciones encaminadas hacia aquella taberna.
- ¿Qué es lo que haces?... ¿A dónde vas?
No respondí de inmediato, aquella niña obstaculizaba la entrada. Era tuerta, tenía un rostro blanco y fino y una mirada penetrante. A pesar de que apenas su mentón alcanzaba mis caderas, se trataba ya de una mujer. Luego, como ella repitiera la pregunta, airado, me decidí a contestar:
- Me parece que lo ves bien... Busco calmar mi sed y descansar junto a un fuego.
Dejé que me observara de forma prolongada. No acostumbro a tener paciencia y mi cabeza latía constante y dolorosa. Tras tres largas caladas y después de un nuevo silencio agregó:
- ¿Tienes, acaso, dinero? Soy Aguaviva, la dueña.
- ¡Dinero ¡Claro que tengo dinero!
Al tiempo en que vacié sobre su palma las monedas de mi bolsillo, se abrió la puerta con estruendo. Se trataba de aquel hombre. Blandía sobre su mano una larga navaja y en la comisura de los labios lucia sendas cicatrices alargadas.
- ¿Qué sucede? -inquirió el capitán.
- No me extraña que salgas a recibir a nuestro huésped -rió cantarina Aguaviva, y creí ver enrojecer al capitán-. -Viene a disfrutar de mi palacio, quizás de la compañía que yo contemple presentarle. Vuelve a tu barco, Oliver, y no metas tus cuchillos en mis asuntos.
- ¿No te habrá mentido? –sondeó acercando sus ávidos dedos a las monedas. Aguaviva cerró el puño y volvió el rostro hacía mis ropas.
- No, señora.- me apresuré, para finalizar su examen.
- ¡No me llames "señora"! Solo lo advierto una vez; pasa al interior, el capitán Oliver apreciará tu conversación.
Él señaló con la crudeza de su navaja el único ojo con el que la mujer se defendía y, tras permitirme cruzar el umbral de la taberna, se perdió entre las sombras del puerto.
Como ya sabréis, tras aquella noche se desencadenó el juicio por homicidio más extraño de la región.
Era éste uno de esos casos relacionados únicamente con pruebas circunstanciales, en los que la ansiedad de los miembros del jurado, al haberse cometido errores evidentes, hace enmudecer la sala. La asesina había sido descubierta con el arma homicida en la mano, una afilada navaja. Cuando el fiscal presentó el caso, ninguno de los presentes juzgó que aquello fuese más lejos de un ajuste de cuentas. Aguaviva había hecho justicia ante el hombre que le arrebató la vida a su marido y desfiguró su rostro.
La versión oficial cita cómo llegué a entrar en aquella escandalosa taberna y consumir con cada trago mi conciencia. Dicen que borracho, a modo de tantos otros, ignoré los gritos y feroces aullidos del capitán en el ático. Enajenados, como siempre
subsisten quienes pertenecen más al océano que a la tierra, los marineros no dudan en llamar terremoto al temblor de las paredes. Pero era allá arriba, mi pulso quien buscaba el cielo a martillazos.
Recuerdo que al no conseguir terminar la segunda copa, busqué descanso. Su pequeña falda bailaba abriéndome camino sobre los peldaños, tarareaba una cancioncilla mientras con los dedos de la mano derecha hacía desaparecer y aparecer de nuevo una llave.
- Aquí encontrarás un buen jergón para descansar. Lamento no tener habitaciones, no obstante el ático es el lugar más cálido y menos ruidoso. -Miraba sus rápidos dedos; la acción era mecánica, precisa. Me entregó la llave.- Lo cierto es -continuó- que creí que buscabas otra cosa en el local y me alegro de haberme equivocado -no dije nada, estaba cansado y harto de especulaciones, pero ella vacilaba-. ¿De verdad no quieres la compañía del capitán? Tiene cierta fama...
Los ojos de Aguaviva tenían entonces una mirada firme y cruel como la de un halcón, mientras el resto de su rostro sonreía con toda cordialidad. Dí un portazo y eché la llave.
La ventana era redonda, minúscula, el viento iba y venía silbando entre las rendijas y también las conversaciones del porche.
- Lo lamento -repetía una y otra vez una voz masculina-, No, no es la existencia la que lamento perder, es la ruina de mis proyectos, no quiero hacerte daño. El mar ha cambiado y ya sabes que mi humor lo acompaña. No volverá a suceder–insistía-.
- ¡Y a mí que mi importa eso! –reconocí a la tabernera-. Igual tú y tus manías mientras no te metas en mis asuntos. Ya me robaste un ojo, la libertad me salió muy cara.
- ...pero eres más feliz.
- ¡¡Mientras te alejan las olas!!, ¡Suéltame! Ya sé qué estás buscando –declaró con sorna-. Él, anhelante, te espera en el ático.
- ¿Será cierto?
- ¡Corre, malnacido! ¡Corre a su encuentro!
A las palabras de Aguaviva les siguió un silencioso lamento. Oyéronse en las escaleras y corredores los precipitados pasos del capitán. Confieso que el temor y el espanto me clavaron junto a la puerta mientras el picaporte viraba a la izquierda.
Aunque aturdido y sofocado, tuve sin embargo suficiente presencia de ánimo pare contener la respiración, y como llevaba la mano derecha preparada, un puñetazo sacó al intruso de la sala en el mismo segundo en que se proponía cruzarla.
El capitán se mordió los labios hasta saltársele la sangre, sufría al no poder dar rienda suelta a su furor. Comprendiendo que en tales circunstancias el ridículo estaría de su parte, ya había empezado a alejarse de la entrada del ático, cuando reflexionando, volvió sobre sus pasos.
Por su frente acababa de cruzarse una nube, dejando en lugar de la razón, las huellas del orgullo ofendido. No había perdido de vista su navaja y en el momento en que se abalanzó sobre mí, se la arrebaté de la mano. Luego cayó a mis pies, llevando tras su pecho el golpe mortal de su cuchilla.
- ¡No! – gritó Aguaviva que cayó sobre el rellano testigo del desenlace- ¡No!- murmuró asfixiándose inmóvil.
- -¡Ah! ¡Adiós! ¡Adiós mundo! –gritaba él con sus últimas fuerzas-, pero quién..., no veo... Mil puntas aceradas me atraviesan el pecho.- Ella cogió su cabeza- ¡Oh! ¡No me toquéis, no me toquéis!
Tenía los ojos completamente fuera de las órbitas, la cabeza caída hacia atrás y el cuerpo rígido.
- ¿Dónde estoy? ¿Dónde me encuentro?
Pálida, cual si una venenosa serpiente hubiera aparecido a sus ojos, dejó caer una mirada helada sobre el desgraciado que agonizaba.
- En el mar, Oliver. Hay tormenta.
La pobre apoyó la cabeza de él entre sus muslos y se arrojó sobre su lecho mortecino.
- No escucho las olas, ni el viento.
- La ventana -musitó sin siquiera mirarme.
Aquel ventanuco no tenía forma de abrirse. En ese instante la oscuridad era completa, los primeros truenos de la tormenta que se presentaba comenzaban a resonar en el cielo; una gruesa nube de refulgentes franjas como heridas se extendía de un lado a otro del horizonte.
- ¡Inútil! -bramó airada la dueña, martillo en mano. De un solo golpe todo el cristal se desprendió del marco.
- Aguaviva, Aguaviva- el capitán la llamaba en su último aliento-. Sácame a la cubierta, si muero quiero sentir el viento del océano.
Luego, intentando incorporarse, gritó con una especie de desesperación:
- Dejadme llegar a la cubierta. ¡No pido la libertad, sólo pido mi vida!
La pequeña relajó el puño dejando caer el martillo y las lágrimas comenzaron a correr por su rostro empapando al navegante. Fue entonces cuando me apoderé de la herramienta y, confundidos con los truenos, los golpes de mi martillo derribaron toda la pared Este de aquel ático.
De rodillas y con el arma en la mano encontré muerta a Aguaviva. No advirtió la luz, como no había advertido el vendaval de la fría tormenta mientras cubría de besos a su amado. Hasta la aurora vino sin que ella la advirtiese. Sucumbió de pena en sus brazos.
Les hallaron cubiertos de una fina escarcha y decretaron que ella murió dormida. Helada.

Juno

Relatos FM

Voces y momentos



Sé que los instantes se multiplican mientras recorro los pasillos de este asilo, sé también que el tiempo es la tarde, la mañana y la noche. A veces miro al cielo y no sé cuan grande puede ser el mundo, y por momentos agacho la cabeza, miro el suelo, y sí, sé, exactamente, qué grande es mi vida. Vida de mis manos que no hacen otra cosa que acariciar los mismos olores que siento todos los días, vida de mis pies que son pequeños, a pesar de tantos pasos que han dado. Alguien me dijo ayer que tenía muy largo el bigote, hoy por eso me lo quité, a veces hago caso de la gente, muchas veces el cuerpo de uno lo conocen más los demás, yo ya no observo mucho de él, sólo siento mi piel antigua.
Este fin de semana la mayoría de compañeros reciben las visitas de sus familiares, yo estoy sentado de nuevo con mi amigo, esta mañana me hizo señas que se había orinado sin querer, es como un niño, él también me lo hace sentir, cuando me mira en las noches con sus ojos vagabundos.
Hace un momento una chiquilla corría muy rápido mientras gritaba justo en el momento en que vio a su abuelo parado junto al cerezo. Venía en el momento en que yo iba, tropezó y cayó junto a mis pies pequeños, quise tener tantas fuerzas para levantarla en seguida. Después ella abrazó a su abuelo mientras las lágrimas caían por su rostro. Cómo se sentirá abrazar a un niño y sus lágrimas.
Para mí que aquella niña se llama Teresa, Teresa siempre me ha parecido un nombre de alguien grande, inalcanzable, pequeña y dulce Teresa, más grande que las torres, más honda y con más lágrimas que el Atlántico.
Volví a tenerle miedo al agua, hace muchos años sentía que bañarme era la tarea más triste que hay en la rutina, sentía que el agua me robaba algo mientras deslizaba por mi cuerpo, me producía un vacío enorme, en vano trataba de recogerla, no me alcanzaban las manos para poder regármela de nuevo.

Efraín se llamaba, ayer murió, lo sé porque dormía en el cuarto nueve, y nueve veces sonaron las campanas. Una vez me contó que le gustaba la muchacha de la enfermería, que hasta le escribió el poema "enfermera enfermerita, cómo está usted de bonita". Así lo comenzó a recitar a la hora del almuerzo, soltó su cuchara, bebió un trago de limonada y declamó sus versos, los mismos que quemó después porque me dijo que le había dicho a la enfermera enfermerita que se casara con él, y ella muy sonriente y tomándolo de las manos, le dijo que sí, "que mañana en la tardecita mi Efrencito". Al otro día en la mañana llegaron unos hombres con un pastel de tres pisos y un letrero que decía "enfermera enfermerita", lo colocaron sobre la mesa central, y después de almuerzo dijo la noticia a todos, pero que no más tocaba esperar a la novia. La madre superiora se dio cuenta de todo y a las seis de la tarde dijo que partieran el pastel para la comida, y Efraín se fue a su cuarto llorando y con el poema en las manos, pues era jueves, y estos días la enfermera enfermerita va a la ciudad a traer medicamentos.

Me gusta más  el frío que el calor, me siento más lúcido, mis sueños son frescos, y mis recuerdos se hacen fríos, el calor los derrite, no quiero tener recuerdos derretidos, me dolerían, mis manos temblarían al tocarlos.
Cuántos años tendré, dejé de contarlos cuando alguien me dijo que éstos no se cuentan, se viven.
Detrás del muro del patio siempre oigo hablar a un loro, "rúa... rúa... quiere cacao"... no dice nada más, qué más abría que decir, él sabe que tres palabras son suficientes para pasar el día.
Aquí los pájaros vienen mucho, les gusta la compañía de los viejos, nosotros no les tiramos piedras, les damos granos de arroz o migajas de pan.
Estoy triste pero se mueven mis manos, una vez leí que había un viejo triste que no movía las manos, no, yo sí las muevo, y lo hago a veces tan rápido que parece que no me acompañaran en mi tristeza, tal vez sean las más alegres del cuerpo, su felicidad es menos irónica.
Mi sombrero de paja se perdió, era tan pequeño, pero ahora no lo es, mi sombrero de paja.
Las cosas más bellas se empiezan a ir. Ahora quiero estar solo, cuando quiera hablar iré al patio, me recostaré contra la pared del fondo.
Otra vez llega el fin de semana, mi amigo me mira y esta vez, ya no me siento un niño.

Mario Bashur

Relatos FM

UNA HASTIADA HISTORIA DE AMOR



La prosa que salía fluidamente por sus labios era exquisita, de su boca resonaba siempre un torbellino de sabiduría hasta en los temas más escabrosos ya conocidos, Leila era su nombre, si, ¡lo era!, la brillante figura de mujer que una vez pisó esta tierra dejó al mundo sin una joya y a éste pobre hombre sin su esposa.
¡Era mi amada!, tan reluciente en la noche, ¡Tan hermosa!; ¿Cómo puedo ahora tener la certeza de que fue real si no merecía ni si quiera mirarla?, besarla, sentir su piel en mis manos y escucharle latir el corazón cuando me recostaba sobre su pecho.
Hoy todo eso se ha esfumado, soy un hombre destrozado y no me queda más que contarle a este triste pedazo de papel una hastiada historia de amor.
Nos casamos cuando ella tenía dieciséis años y yo veintiuno, ¡Oh que feliz recuerdo aquel día en que me uní con esa dama!, sus pequeños brazos eran todavía tiernos pero suficientes para estrecharme por completo e inexplicablemente nació el amor natural en una unión forzada, nos convertimos así en fieles y sinceros sirvientes el uno del otro. ¡¿Por qué tuvo que pasarnos esto?! no encuentro el consuelo en ninguna frase trillada y falsa de las personas que vienen a ver en el hondo sufrimiento en el que me encuentro, no hay aliento posible que amaine mis ganas de salir y arrojarme por el acantilado para olvidar que siento dolor.
La mañana en que el mundo cambió, al menos para mi, se presentó con un rojizo fúnebre y tenebroso, yo sabía que algo malo se avecinaba con eso, mi madre siempre lo decía: "Los amaneceres nublados y pintos anuncian, a quien los contemplan sonrientes, una desgracia", ¡Que razón tenía en su lunática afirmación!
Leila salió de paseo luego de dar las nueve adornándose con el vestido azul celeste que le obsequié en su cumpleaños veinticinco y dando sus últimos pasos dentro de esta casa que construí para ella, ¡Para ella y siempre para ella!
Un extraño carruaje aparcó delante de mi puerta cuando daban las tres y yo llegaba de trabajar, un caballero bajó del el con pedantería y me observó por arriba de los hombros -¡Que patética falta de respeto!- pensé molesto sin imaginar que estaba a punto de leerme el decreto que anunciaba que mi fiel esposa iba a ser colgada en la plaza pública dentro de una hora, -¿Cuándo las condenas proceden tan rápido?- le grité sin poder entender lo que estaba sucediendo. Sin prestarme atención el caballero regresó al carruaje dándome la espalda con frialdad, ni siquiera me dio tiempo para preguntar "¿por qué?".
Mi mujer pagó una condena por que no se detuvo a discurrir que las palabras que profirió estaban prohibidas, más aún, si éstas estaban siendo dirigidas a un sacerdote conocido por su poca tolerancia y falta de escrúpulos, Leila le dijo serenamente al infeliz hombre que no creía en dios y esas cuatro palabras fueron suficientes para arrancarle la vida.
Decidí no asistí a su sentencia, ¿Qué podía hacer un simple hombre contra un ejército y un montón de gente ofendida?, sé que me porte como un cobarde, ¡lo sé!
Han pasado casi 4 meses y todavía se dibuja de la nada su imagen diciéndome que vaya a descansar a su lado, pero las cosas no funcionan de ese retorcido método y yo tenía algo pendiente que hacer. Fui esta tarde a la iglesia, la misa estaba por dar fin y no esperé a que los fieles se dispersaran, dirigí los pasos hasta el pulpito y presioné sobre el cuello de ese maldito sacerdote la daga que me regaló mi padre, ¡Nadie hizo nada!, nadie me detuvo cuando salí lentamente de allí.
Las manos que escriben en esta hoja siguen manchadas de sangre, aun puedo olerla secándose en la camisa blanca que tanto le gustaba a mi amada, no sé qué va a suceder ahora, que futuro se me avecina luego de enfurecer a la ley que rige al mundo, pero esta noche, ¡por lo menos esta noche!, cuando la vea en sueños por fin a la cara, podré decirle con seguridad que tenía razón, ¡que siempre la tuvo!, porque hoy comprobé que Dios verdaderamente no existe.

Katerina de la Hoz

Relatos FM

Benjamón



Aquella mañana llegué temprano al trabajo. Quería dar un último repaso a todos los perfiles, antes de tenerlos frente a mí en el despacho. Me acomodé en la silla, y estuve casi una hora releyendo lo más significativo de cada uno de ellos. Una vez hube terminado, pulsé el interfono:
-   Claudia, haz pasar al primero de los candidatos, por favor –le pedí a la secretaria.
-   Enseguida, señor –me respondió una voz femenina del otro lado del aparato.
Al poco de entrar, el primero de la lista, un tipo repeinado y desgarbado, se me quedó mirando unos segundos con el entrecejo fruncido, hasta que abrió la boca:
-   ¿Benjamín? ¿Eres tú, verdad?  Vaya, qué sorpresa... ¿Te acuerdas de mí? Soy Jaime, del Colegio de las Ursulinas.
Nada más decírmelo, y uniendo rápidamente las pruebas físicas ante mí presentes, a las verbales que el recién llegado me acababa de expresar, me di cuenta de quién era. Claro que recordaba a Jaime. En el colegio era un niño escuálido y con muy mala uva, que no paraba de meterse conmigo. Uno de los principales responsables de haberme hecho la vida imposible durante tres cursos completos. El niño que me había otorgado una identidad diferente durante todo mi periplo por la educación primaria. Por aquel entonces, yo era el gran Benjamón. Había pasado el tiempo, y las cosas habían cambiado. Llevaba algunos años, no demasiados, a cargo de mi verdadero yo, siendo Benjamín; sin ver cada mañana en el espejo de mi habitación el reflejo de un enorme cerdo con sus grandes jamones embutidos en un pantalón gigante acorde con las proporciones de sus cuartos traseros. En el cole, hasta a algún profesor, por descuido, se le escapaba en ocasiones llamarme Benjamón. Sus disculpas llegaban demasiado tarde, y siempre se adelantaban las risas de burla de toda una clase, que espontáneas y dañinas, como las risas de cualquier grupo de niños que se precie, explotaban en mis oídos con la fuerza de una mina antipersona, esparciendo por doquier, a pedacitos, mi autoestima.
Tardé en aceptar mi rol de obeso, si es que lo logré alguna vez.
-   No estás gordo, eres fuerte –me decía mi madre condescendiente.
-   Estás gordo, sé fuerte – me decía yo forzadamente resignado.
Uno de los mecanismos de defensa que usé para no pensar en mi desdichado estatus de humano porcino fue el de concentrarme en mis estudios. Estudié sin parar, y así me labré un futuro a priori prometedor. El problema es que por más que se abone, en tierras baldías no crece nada. Así pues, cuando llegó la Gran Depresión, yo, como otros doce millones de españoles, era un parado más, aunque eso sí, con una carrera, un par de masters e incluso conocimientos de chino de nivel alto. Las cosas estaban complicadas, y era necesario un golpe de suerte o casi un milagro para encontrar un puesto de trabajo medio decente. Había ingenieros, informáticos, filólogos,... pidiendo en las calles, licenciados en bellas artes pintando retratos junto al Manzanares y músicos de prestigio mendigando blues en el metro. Los países de Oriente dominaban Occidente, y se habían apoderado de infinidad de empresas en declive o directamente en quiebra, incluso de bancos y grandes compañías aseguradoras. China, la primera potencia mundial, se había convertido en una especie de nuevo imperio romano, al tiempo que España, una especie de delegación europea de los asiáticos, trataba de recuperarse poco a poco de la Gran Crisis al ritmo marcado por los inversores extranjeros. Precisamente el reclamo de una de sus múltiples empresas en expansión en nuestro país, llamó mi atención uno de aquellos días de vagar sin rumbo por las calles en busca del milagro:
"Se necesitan personas obesas para experimentar un novedoso tratamiento para perder peso. Interesados llamar al teléfono.... ".
-   Sí, Jaime, te recuerdo.
-   Casi no te reconozco, has adelgazado.
A pesar de esas palabras, su simple visión me hizo sentir como mi cuerpo se expandía bajo la ropa, haciendo saltar los botones de la camisa y rasgándome los pantalones para acomodar nuevamente mis olvidados jamones.
Empecé a sudar en frío como antaño, revolviéndome incómodo en la silla del despacho, mientras Jaime, permanecía en la suya relajado y tranquilo como agua de pozo.
¿Había olvidado todo lo que me había hecho pasar durante cuatro largos años?
Abrí la carpeta de las entrevistas personales con las manos temblorosas, con la sensación de que mis dedos, otra vez gruesos, rezumaban sudor grasiento sobre los papeles. Me torturaba pensando en la retahíla de preguntas que tendría que hacerle a Jaime: ¿Qué opinas de las personas obesas? ¿Crees que pueden adaptarse a la sociedad? ¿Sufren discriminación? ¿Cómo convencerías al obeso de los beneficios de este tratamiento? ¿Qué ventajas tendría el cambio de imagen una vez concluido éste?
No deseaba oír sus respuestas, porque de sobra sabía que lo que oiría, en nada se parecería a lo que de verdad llevaba dentro, y aunque así fuera, ya no me importaba. Si ahora pensaba dedicarse a ayudar a personas con problemas de peso, su vocación había llegado demasiado tarde. Al menos para mí, que sería quien tendría que decidirlo en esta ocasión. Solo quería que saliera de allí cuanto antes  y que la ropa me volviera a quedar holgada. Detestaba cargar con todo aquel rencor que había irrumpido de repente en la sala,  pero al mismo tiempo algo oscuro dentro de mí me empujaba a desear volver a ver su verdadero yo, para de algún modo y por algún motivo difícil de explicar, ratificar que no solo las víctimas recuerdan para siempre la crueldad infantil. También sus verdugos.
-   ¿Chino? No, no hablo chino. El anuncio no decía nada de eso, Benjamín –inquirió él, contrariado.
-   Lo siento Jaime, se les habrá olvidado ponerlo. Si no manejas el idioma, no puedo hacer nada por ti –mentí.
Se levantó de la silla y se dirigió a la puerta cabizbajo, la abrió, pero antes de salir del despacho, se volvió hacia mí  y me clavó sus ojos, que sentí sobre los míos como dos puñales. No pudo ocultarla por más tiempo, y al fin, reconocí la mirada de su niñez, la que había convertido la mía en una pesadilla.
-Dilo- le pedí.
-¡Qué te jodan, Benjamón!
Tras el portazo, me recliné en el sillón y sonreí. Los botones de la camisa volvían a estar en su sitio.

Fabio Costa

Relatos FM

LA ALGARADA EN LA ESTACION



En la estación me encontré con los despavoridos rostros de los turistas, de los forajidos y escapistas, de los comerciantes y de los viajeros
  En la lejanía se escuchó el ronco silbido del tren que se acercaba velozmente por los raíles renegridos.
  La multitud de angustiados pasajeros se agitaba ansiosa, movida por la ola del desespero del abordaje. Aumentaba visiblemente la conmoción de todos a un segundo ronquido del tren por la vía oscurecida.
    Y el tren se acercaba por los villorrios apagados de la noche, con su atronador y picante rugido en la distancia.
    Aunque nadie alcanzaba a divisar la descomunal máquina, los viajeros parecían agitarse más en la conformidad de lo que nunca llega.
   Tronaban voces entre el viento neblinoso entrando a las gradas de la estación.
   Un hombre de rostro asqueroso, llagado de viscosidades, que estaba a mi lado, me preguntó en una vieja lengua:
  - "¿Quis est?".
  Yo no le respondí. Además por que su aspecto y olor era repugnante.
  De momento el hombre tenía unos ojos de mermelada derretida.
  Y cuando volvió a rugir el tren, el leproso hombrecillo se lanzó hacia la zaragata renegando lenguas funestas mientras los pezguatos se estrujaban por alcanzar los oscuros y funestos vagones del imposible tren que los conduciría a la fantástica Ciudad Central.
    Enturbiado, creyendo que era inútil aquel abordaje, poco a poco me fui alejando de la enloquecida trifulca de la riada en la estación.
  El tren volvía a rugir en la lontananza sin fin, se acercaba con sus vagones garrapiñados de fantasmas y de muertos, el tren imposible de arribar a la estación donde esperaban los enloquecidos viajeros arrojarse sobre él cuando llegara.
   Cobraba el gusano metálico una lejanía infinita entre más quisiera acercarse.
  La multitud en la estación reventaba en globos de sangre, a la espera de un tren invisible en la noche pegante.

Unomás

Relatos FM

NOCAUT



Las luces parpadean corroyéndole las corneas y el cerebro, aun así se mueve  entre las partículas de polvo añejo que caen como brisa sobre su espalda desnuda y atosigada por la escoliosis, tiene los parpados tumefactos y ardidos y en la boca seca un sabor agridulce que se hace doloroso en la lengua agrietada y débil, de los labios violeta, reventados y punzantes emerge un hilo de sangre casi negra que va trazando un mapa demencial hasta su cuello animal, donde late la submarina yugular que lo mantiene oxigenado. Respira todos los miasmas del espacio, exhala largo y lúgubre y se le iluminan las pupila enlutadas, se le abrillanta la frente con un sudor glacial que salpica al contrincante quien esquiva los puños rojos y melancólicos, que escupe flámulas crueles y amarillas, que sonríe jaspeado de mugre y sudor, lo observa con una mota sucia en los ojos; es mucho más joven y fuerte, mas obsceno como las palabras que bogan como avispas rabiosas por todos lados. La sed es un hervidero de gusanos en su boca, pide un descanso y se va a su esquina a renquear como un lobo asmático, siente que el agua fría es aceite funerario que le encharca los poros, sabe que la vida gira autista y se descubre más viejo, igual que la toalla inmunda que le ponen sobre los hombros desmayados, es un remoto fósil, él; que tiene unos ojos de ostión y un rostro verde y palúdico como el de una calavera, que no es más que un prójimo porcino en bóxers amarillos, tan similar a la yerba muerta, un buey maternal que se levanta decidido a derribar al adversario y llevarse la paga con la que arreglar a medias los días, y lanza un golpe hueco que se disuelve en el aire, que le disloca el brazo estéril mientras el otro le incrusta un puño de alfileres en la sien punzante y fría. Y cae arrodillado sobre el siempre inmundo ring de boxeo, con una mueca apocalíptica en los labios y el alma en fuga, cae sin ruido pensando en lo difícil que a veces resulta morir.

Alquimista

Relatos FM

La Laguna del Volcán
                                       


"Quien lucha con monstruos ha de tener  cuidado de no convertirse en un monstruo también él" F. Nietzsche.
                                                           

Soñé radicarnos en el pueblo de Laguna del Volcán. A esta altura de nuestra vida  recuerdo nuestras fantasías: Sobre éste pueblo, sobre la laguna, sobre el volcán, sobre seres  asociados con el fuego, las piedras, lo subterráneo, la muerte, la suerte, la magia y la tecnología, por asociación se refiere a los fantasmas de los no-vivos, relacionados con el estado trascendental de la muerte.
No puedo escaparme de mi misma, yo seguiré siendo yo y mis circunstancias dondequiera que vaya: en mi pequeño planeta lejano que esta noche brilla como una estrella, en la gran ciudad (donde presté servicios como enfermera hasta jubilarme) o en esta playa asomada a la gran laguna del Volcán.
Sufrimos la xenofobia general de los terrestres y nuestra existencia fue difícil. Trajimos algunos muebles, vajilla, la ropa que deberé adaptarla a este clima.
- Penélope, está listo el mate. – El que habla es mi marido. Debí incluir a Ulises en el detalle de mi equipaje, porque yo lo convencí de mudarnos aquí.
Se impone que a esta altura aclare como fueron nuestros primeros días. Al principio el pueblo nos miró de costado. Nos observaron e interrogaron maldisimulando su desconfianza. Desconfianza pueblerina que se traduce en una amabilidad forzada que se hace por demás evidente. Pensamos que no lo notarían, que nuestra baja estatura fuera aceptada, venimos de un planeta pequeño.  El hecho que los alertó, el que los hizo sospechar, fue que ninguna mascota se acercara ni a pedirnos un hueso.
- Un poco de tiempo y paciencia.  – nos dijimos.
Ulises colocó en la entrada de la casa un cartelito primoroso, en madera tallada, que aún hoy dice: "Enfermera diplomada. Inyecciones. Presión. Cuido enfermos". Y me senté a esperar. A esperar que mi profesión de toda la vida me introdujera en las casas de la gente como una bruja buena que alivia dolores del cuerpo y el alma.
En cuanto a Ulises, perdió el pelo pero no las mañas.  Como había sido adiestrado, intentó infiltrarse en las organizaciones intermedias para desplegar su actividad de detective de entuertos. En la cooperativa de teléfonos, como socio usuario, tenía el derecho de participar en la comisión directiva. No lo aceptaron: luego advertimos que nuestras inocentes conversaciones telefónicas eran "pinchadas". 
Habíamos traído nuestro sistema de comunicación interestelar y todo estaba bien resguardado.
Se sucedieron algunas reuniones en casas donde se resucitaban a aquellos antiguos héroes dispuestos a inmolarse por la cosa pública. Todo se fue aquietando: aquellos vecinos que empujados por Ulises, habían tomado la participación como un juego, alternativo al billar o la taba, empezaron a sentir que la guerra justa desatada por mi marido contra la malversación e impunidad no los motivaba y los involucraba a trabajar sin descanso y decidieron que no valía la pena perder la tranquilidad por unos cuantos pícaros.
"Son nuestros vecinos de siempre" era su filosofía y nos fueron retaceando su presencia. Ulises seguía detrás de sus ideas.
Esto nos aisló y también afectó mi actividad y no nos pasó desapercibido en los bolsillos.  Y hacer frente ahora a este fracaso...
En este tiempo de ancianos, me quise despedir de Ulises pero él no lo aceptó y juntos emprendimos el último viaje sumergiéndonos en la laguna .   

Los Diferentes

Relatos FM

Ya no sé ser sin ti



Cuando vives de una rutina, hasta que decide desaparecer.

Hasta mi vida vendí por ti, cada suspiro que perdí fue por pensarte. Te di todo lo que ganaba, sin quejas ni reproches, y tú, tú sólo pedías más. Aún así no desistí, si lo eras todo para mí, ¿quién era yo para negarte? Sí, todos decían que lo nuestro me acabaría matando. Pero yo les olvidé, fiel esclavo a ti, ignoré todo lo que pudieran decirme. Tanto que te creí mi adicción. Eras mi perdición; yo ya no sabía ser sin ti.
Y así, de un día a otro, sin avisos, carente incluso de recuerdos y tras una larga noche intentando olvidarte copa en mano, repitiendo una y otra vez "tanto la quería...", quise acordarme de que te echaba de menos. Tenía grabado a pulso ese ya no sé ser sin ti.
Pero tú ya no estabas, el tiempo te consumió, te alejó de mí. Por pura inercia te busqué en cada una de las habitaciones, los armarios, hasta debajo del sofá. ¿Dónde estabas cuando tanto te necesitaba?
Siempre fuiste muy tuya, de aparecer y desaparecer, de hacerme soñar con una realidad distinta y sumirme en la más profunda de las tristezas, sólo tú sabías calmar mis nervios. Éramos tú y yo, ¿qué pudo salir mal?
Te eché tanto de menos que llegue a odiar el momento en el que conocí, aquel día que te dije "sí" por primera vez, sin saber que vendrías a buscarme cada día y cada vez con más frecuencia. Y yo, como loco enamorado, me dejé seducir, empecé a ser yo quien te buscaba, quien lo hacía todo por conseguirte. Perderlo todo por un segundo contigo hubiera merecido la pena.
Y ahora me intento convencer de que ya sí sé ser sin ti y me doy de bruces contra el suelo, porque te di mi vida, te la regalé y haciendo honor a mi promesa, todo mi ser te sigue perteneciendo, sigues siendo mi vida. Hasta pierdo el control de mi propio cuerpo, tal vez porque ya eres tú quien me maneja o soy yo quien me dejo. Porque sin ti ya no hay sentido en mi vida, ni quiero que lo haya si no eres tú. Aunque a veces prefiera olvidarte, porque dudo hasta de mí. Y ahora, que ya no vivo sin ti, tan solo sobrevivo, apareces sin más, haciendo que olvide hasta que hice olvido de ti, haciendo que no piense en mañanas, en futuros lejanos, que me deje llevar.
Y entre cada bocanada de aire que pierdo, maldigo al destino que te puso en mi camino. Y odio cada parte de mi ser por volver a buscarte cada vez que podía, por haber empeñado hasta mi vida por tenerte y no arrepentirme de nada, porque tú hacías que me olvidara de todo, me ayudabas a encontrar el sentido que faltaba en mi vida y robabas el sentido al resto, eras tú, eso era suficiente.
Pero, amor, nunca es tarde para aprender, porque ya me cansé de perderte y perderme después, de odiarte y odiarme, de buscarte. Que nuestros caminos se separan, que esta vez es un punto y final. Porque... ¡Vuelve!, ¡vuelve!, ¡vuelve, te lo ruego, vuelve! Dejémonos de tanta palabrería, de tanta mentira que esconden mis contradicciones, vuelve, sólo vuelve, ¿qué más necesitas? Si ya todo mi ser te pertenece, vuelve o devuélveme lo que me queda de vida. Que son hálitos de esperanza lo que tengo, esos que me ayudan a respirar sin ti por creer que puedo olvidar que no puedo ser sin ti.

Amanece. La luz me ciega, intento recordar pero el dolor de cabeza no me deja. Sonrío, por un instante creo que tengo una buena vida, que recuperé el trabajo que perdí por ti, que ya no estás y no te necesito. Busco el mejor de mis trajes y me pongo frente al espejo. Ése soy yo, elegante, sonriente. Me acerco más al espejo y veo unos ojos rojos rodeados por unas pronunciadas ojeras, estoy pálido, el traje está sucio, algo roto. Me alejo, es mi reflejo el que me miente, vuelvo a ser yo, libre, sin ti.
Me engaño, digo que no te necesito, ¿qué importa una mentira más? Olvido dónde trabajo, qué más da, tal vez sea porque hoy es día de pasear. Voy al parque y me siento en un banco, hay un sol cálido, dejo que la brisa acaricie mi cara, oigo risas de niños. Me duermo.
Abro los ojos, el sol ya se ha ido, la brisa es fresca, ya no hay niños, pero luce una luna llena en el centro del cielo. Me incorporo y me siento en el banco, froto mis ojos y pienso que tal vez ya sea hora de volver.
Un par de hombres se acercan a mí entre tambaleos y risas ahogadas en tristezas, no les conozco, me llaman por mi nombre, traen algo entre las manos, no me gusta la pinta que tienen. Me quiero ir.
Uno de ellos me alcanza:
-¿No me digas que te has vuelto un hombre sano?- dice ofreciéndote a mí.
Entonces deshago lo andando, recuerdo que te necesito, que eres tú mi aliciente, mi todo. Pero dudo, dudo si dejarme seducir otra vez y te niego girando la cabeza.
-Venga, que esta vez invita la casa, para que no perdamos las buenas costumbres- insiste.
Sonrío. Me convenzo que esta es la despedida definitiva, sólo una vez más. Te acepto y te digo que esta vez es la última, lo juro.
Vuelvo a casa y me dejo llevar, con la luz apagada y solos tú y yo, no hay mañanas que valgan, tan solo presentes por vivir.
Olvidaba lo rápido que se consumía el tiempo contigo, pero ya no estás para que pueda decírtelo, me regalas noches y me robas días. Me encuentro mal, no recordaba que cuanto más respiro de ti, más lo necesito para vivir. Te busco, te llamo a gritos, me odio.
Me intento calmar, pero sólo tú sabías cómo hacerlo. Me acuerdo de que esta iba a ser la última vez, lo juré, pero ¿cuánto vale la promesa de alguien que abandona hasta sus principios por lo que quiere en el momento? Sólo alguien que no vale nada. Que por mucho que intente mirar al futuro sólo soy capaz de pensar en el presente, porque es lo que vivo, ¿quién me asegura que mañana esté aquí para hacer realidad mis planes?
Cojo lo que tengo más a mano y lo estrello contra el suelo. Grito. Las lágrimas brotan de mis ojos, no puedo evitarlo. Me desplomo en el suelo.

Una luz cegadora entra por la ventana, quién sabe cuánto tiempo habrá pasado, el gritar de los pájaros penetra en mi cabeza, mas no tengo fuerzas y sigo así, en la misma posición, regalándome esos cinco minutos más. Me levanto, recuerdo que era un "adiós" y no un "hasta luego". Reúno la fortaleza que nunca tuve y me hago fuerte. No dejo ni que el espejo me engañe y me pongo lo mejor que tengo. Es mi vida, nadie me la va a robar.
Salgo a la calle, ya no miro ni con envidia al sol, busco el lado bueno de todo y me disfrazo con la mejor de mis sonrisas. Recupero mi vida.
Y es en ese momento en el que mi rutina cambia, en el que me hacen volver a cambiar. La veo, se me inundan los ojos, es ella, no hay lugar a dudas. Tan solo el paso de los años ha dejado un blanco polvo sobre su cabeza, unos surcos cubren su cara, encogida de soportar tanto dolor sobre ella, pero es, algo me lo dice. Y sin que pueda evitarlo mis labios dicen "mamá". Se para, me mira de arriba abajo, intenta sonreír pero le invade la tristeza. Se vuelve valiente y dice:
-Tú no eres mi hijo, él me dejó hace veinte largos años, me dijo que no podía hacer nada para evitarlo, que yo no le quería, que con ella era feliz- inspiró con fuerza -él me dio un empujón y me apartó de su vida y yo sólo deseé cada día que le saliera bien, pero un día me cansé de tirar deseos al aire-.
El mundo se paró. La impotencia se apoderó de mí, la tenía frente a mis ojos y no era capaz de articular palabra, de decir más que un largo "pero...". Las lágrimas me vencieron, volví a tener miedo de la vida, miedo de la vida lejos de su abrigo. Entonces entendí:
-Ahora me doy cuenta de lo mucho que perdí, de todo lo que dejé atrás. Que quise arriesgarlo todo por disfrutar de una manera que sólo me hacía daño, me creí dueño de mi vida, pero no lo era, ella me controlaba, no era yo, mamá. Pero es que no me dejaba escapar. Y cada vez que respiraba de ella olvidaba todo lo que perdí, me convencía a mí mismo de que merecía la pena. Porque vivía de presentes, de largas tristezas y enfados escondidos con una falsa y efímera alegría. No era yo.- Inspiré y espiré, busqué palabras y seguí. -Que ya no quiero más presentes traicioneros, sólo quiero volver a tener un pasado que recordar, un futuro que inventar y un presente del que no necesite arrepentirme. Que esta vez mi vida sí es mía, no la voy a regalar más. Mamá, sólo soy yo-.
Ella se acercó temblorosa, sacó un pañuelo de su bolso, me secó las lágrimas con sus pulgares y repitió:
-Sólo eres tú, mi hijo-.

Surona