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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

Sofía



Vivías dos cuadras al sur de la Iglesia de El Lourdes y a cuatro al oriente de la Calle Sesenta y Tres. De todas las latitudes venían hombres preguntando por tu domicilio con el sigilo con el que el invierno indaga por el paradero de las nubes. Daban vueltas por las calles y callejones de Chapinero hasta que hallaban la casa frente al árbol en el que moría la primavera. Timbraban dos veces seguidas, una pausa y luego dos veces más. Los habitantes del inquilinato entendían que había llegado un hombre que buscaba tus favores. En quincenas y primas era tanta la afluencia que se hacían filas que se apretaban contra la pared para no mojarse con la eterna llovizna bogotana.
Una vez abrías la puerta, debían caminar por largos y oscuros pasillos que desembocaban en un patio en el que había un árbol denso, malhumorado, que daba cosecha de chirimoyas cuando se le antojaba. Al lado derecho estaba tu cuarto con las ventanas abiertas al sol y al agua. La habitación estaba ocupada por un armario atestado de ropa de tus mejores tiempos, una cama construida con las tablas que rescataste de todos los naufragios de una vida que hacía buen rato que venía en caída y una mesa sobre la que descansaba una estufa de gasolina.
Algunos hombres pagaban la noche completa para que les cocinaras, bailaras con ellos al ritmo de Los Hispanos y luego entregarse a una noche de desenfreno. Los otros, los que tenían poco dinero, entraban, se desvestían rápidamente, bajaban a tu cuerpo como se desciende a una caverna y luego empezaban a rugir como una cascada a lo largo de un rosario de minutos que parecía una eternidad precipitándose de su aliento de hombres miserables. Al final caían sobre ti, ponían la cabeza en tu pecho para oír tu sangre embistiendo las bisagras del alma. Después arribaba el sueño a sus cuerpos agobiados de sobrevivir rasguñando las paredes de la suerte. Entonces los arrullaba como los hijos que nunca tuviste.
¡Sofía de los abismos! Tuviste un parto de miles de hombres, de millones de noches, de cientos de esperanzas que fueron y vinieron por tu vida, por tus elegantes maneras de caminar, por tu silencio de mujer pública. Ninguno de los miles de hombres que arrullaste en tu pecho supo cómo fueron tus últimos años.
Uno a uno se consumieron los billetes que tasaste hasta que daba todo de sí. Los hombres ya no timbraban ni mucho menos hacían fila al amparo del alero. Al final sobrevino una soledad espesa que presagiaba la nostalgia de la última frontera.
Una noche, acorralada por las amenazas de los dueños del inquilinato, saliste a buscar hombres por las calles. Pensabas atrapar a un borracho que no pudiera ver en su delirio etílico tus canas ni tu piel martillada por los desvelos. Saliste a tus sesenta y dos años a buscar futuro, cuando futuro era lo único que no quedaba en tu vida. Nadie supo qué paso contigo, sólo describían el sonido de tus pasos internándose en el callejón vecino al inquilinato.
Cuentan que al siguiente día amaneció el cuarto con una humedad que no era de mujer ni de amor. El día se fue filtrando por la puerta que olvidaste cerrar, por las ventanas que siempre estaban de par en par, por la gotera que se desangraba en el invierno. Conjeturaba el profesor que ocupa la habitación de la entrada, que te escapaste con la muerte gracias a que ella fue capaz de hacerte el amor con la misma ternura con la que te lo hizo aquel hampón que te raptó en la niñez...

Bachiller Sansón Carrasco

Relatos FM

LA ÚLTIMA BATALLA



-¿Dónde estoy?- Helena se despertó sobresaltada, aún aturdida tras varios días inconsciente. Se incorporó sobre la dura cama en la que se encontraba y miro a un lado y a otro buscando una señal que le indicará algo familiar en aquel lúgubre lugar sin éxito alguno. Se frotó varias veces los ojos como intentado hacer desaparecer una fina tela de seda que le impedía ver con clarida lo que le rodeaba en el extraño lugar en que se encontraba, soltó un perezoso bostezo y se estiró para desentumecer los brazos.

Cuando se disponía a levantarse de la cama, una señora mayor de una estatura más pequeña de lo habitual entró por la puerta con algo entre las manos que Helena no supo identificar. -¿Ya te has levantado?- Peguntó la mujer con voz ronca.
-¿Dónde estoy?- Preguntó Helena.

-Has dormido mucho, pensé que no despertarías- Siguió hablando la pequeña mujer sin darle mucha importancia a la pregunta que la joven muchacha acaba de hacerle. -Ha sido una dura batalla, me sorprende que ambos estéis vivos aún.

De repente una sucesión de imagenes surgió delante de Helena, escenas de sangre, pánico, brutales asesinatos, cádaveres por el suelo, miembros de alguien que dio la vida por seguir luchando en una batalla sin fin.

Casi sin darse cuenta sus labios exclamaron un nombre: -¡IVÁN!

La anciana se sobresaltó. -¿Iván? ¿De qué estás hablando hija?

-Necesito encontrar a Iván.- Dijo Helena con un nudo en la garganta.

-Oh, se me olvidaba, trajeron hasta aquí a un chico contigo, está en la habitación del fondo, quizá es a quien estás buscando.

La anciana condujo a Helena hasta la puerta y le dijo: -Aquí es, pero te advierto que no te gustará lo que vas a ver ahí dentro.

Helena hizo oídos sordos a lo que aquella mujer acababa de decirle y abrió la puerta de golpe. A medida que se iba acercando a la cama que había en el centro de la pequeña habitación, fue descubriendo un cuerpo inerte, no se movía excepto para coger aire con mucha dificultad y soltarlo pocos segundos después. Estaba lleno de moratones, tenía cortes en los brazos y en la cara y una venda manchada de sangre le cubría parte de la cabeza. Cuando estuvo lo bastante cerca como para reconocer la cara de aquel chico, cayó de rodillas a un lado de la cama, se le escapó un pequeño grito ahogado y comenzó a llorar.

-Por favor, no te vayas.- Repetía entre lágrimas una y otra vez.

-Helena...- En un suspiro casi imperceptible y con apenas un hilo de voz llamó a la chica, la cuál no parecía reaccionar ante las llamadas del joven moribundo.

-Helena... Acércate a mi, por favor, necesito verte una última vez...

La chica se puso en pie, se secó las lágrimas con la manga de su camisa y se acercó a Iván lo suficiente como para sentir su débil respiración en la cara.

-No te vayas... Tú no, por favor.- Súplico ella una vez más.

-No hables, déjame decirte algo.- Le susurró Iván mientras le ponía el dedo índice sobre los labios. -Hemos luchado hasta el final, hemos dado todo por lo que queríamos. Lo único de lo que me arrepiento es de no haberte dicho lo que siento por ti mucho antes.

Helena rompió a llorar de nuevo.

-Solo te pido que no te olvides de mi, pero no dejes que eso te impida seguir adelante.-Respiro hondo y con apenas un soplo de aire pronunció sus últimas palabras. -Te quiero.
Iván cerró sus ojos y se dejó morir en los brazos de Helena, que lloraba desconsolada.

Acarició su cara una última vez y se dispuso a salir de la habitación. Sabía que aquel no era el fin y que daría su vida si era necesario para vengar la muerte de aquel chico y la de todos los que habían caido junto a él.

Sweet Lady

Relatos FM

Historias recurrentes



     Recorro el camino de tierra, todo aquí parece haberse quedado en el tiempo, tiempo en el que ambas éramos una, yo niña, vos joven, con la primavera aún en la piel. Tu silueta me envolvía en sueños de palomas y melodías. ¿Cómo estarás? Al llegar a la tranquera, mi corazón alcanza alza vuelo. Más me entierro en el barro, más hundo mis pies en ese lodo del que alguna vez quise huir. Tantas fueron las veces que me pregunté qué sería vos, tantas veces quise entenderte, comprender tu dureza, si tus manos siempre habían sido tibio pañuelo para mí, por qué cuando te necesite tanto no te tuve. Por qué no fui capaz de marcharme en busca de mi camino con tu bendición. Muchos años, demasiados golpes y heridas me dieron las respuestas a todas esas preguntas.
     Hay infinidad de cosas que quisiera saber... ¿Habré sido fruto de tu partida, o realmente era hija del terrateniente Arias? Nunca respondiste cuando te lo pregunté. La Tola, mi abuela, tu madre, las pocas veces que te quejabas del trabajo duro del campo, te decía entre dientes: "Así te fue con el trabajo liviano de la ciudad". Recuerdo que te callabas y tu semblante moreno empalidecía, luego me mirabas y con alguna escusa me alejabas de mi abuela, tu madre, esa mujer de la que jamás recibí una caricia ni  a la vi que te hiciera alguna. Vos siempre fuiste tan distinta a ella, me abrazabas a cada en todo momento, me besabas, llenabas mi cabello de panaderos cuando de camino al pueblo jugábamos a ser  flores y nos revolcábamos en el pasto húmedo.
     Cada paso empuja al otro. Diviso el rancho. Mis pies parecen no hundirse más al ver que de las chimeneas de los hornos sale humo. ¿Estarás haciendo pan? El aire se pega en mi rostro como los abrojos a mis ropas. Siento el aroma fresco de tus cabellos, no puedo imaginarlo con canas, porque era tan negro como la noche que llegué a la ciudad. ¿Tendrás vos mi imagen tan grabada como yo la tuya?  ¿Aún tenderás tu ropa junto a la lavanda? ¿En tu cama permanecerá esa fragancia que jamás encontré en ninguna? ¿Tus ojos estarán tan tristes como cuando me marché?
     Estoy tan cerca que me llega el aroma de tu sopa. Más inmediata estoy, más me invade el temor. ¿Rechazarás mi silueta gruesa? Qué dirás al ver mis pies hinchados, mis senos acusadores,  mi rostro de mujer a punto de dar vida. Dejó mi bolso en el suelo y golpeo la puerta, se abre, y apareces frente a mí. Tu mirada cansada, tu rostro curtido no opacan a la que eras en mi partida. Me observas, tus ojos descienden hasta mi vientre, y una lágrima comienza a rodar por tu mejilla, levantas tu vista al cielo y ésta se desliza por tu cuello. Clavas tu mirada atierrada en el celeste de la mía. Las manos te tiemblan y las estrujas en tu delantal. Mi vientre se endurece como tus rasgos, nada me dices. Amurallo en mis ojos un mar que quiere brotar. Me lo merezco, te dejé sola y ahora qué pretendo.
     Recojo mi bolso y sin poder decirte nada, comienzo a andar el camino que me trajo a vos. La barbilla me tiembla, mi cuerpo entero se sacude desamparado, como pensamiento de perturbado. Al pasar junto al ombú donde permanece la hamaca que fue mía, escucho tu voz, ésa que tanto he añorado: "Esperá, Raquel". Me detengo, siento su mano en mi espalda, puedo percibir tu aroma, la tibieza de tu piel. Giro, y tus brazos me envuelven, como cuando era niña, y me concibo  protegida, amada. Dejo caer mi cabeza en tu pecho, escucho ese corazón que me canta. Alcanzo a susurrarte: "Perdón", y de tu boca, envueltas en aromas a canela, salen las palabras que demuestran quien sos: "Entremos, hija, que cae la tarde y en tu estado, no es bueno que el rocío humedezca tu espalda".

Ada

Relatos FM

PAPARAZZI



   Antes de ser un escritor famoso trabajé como paparazzi. Sé que esa profesión recuerda a un  buitre o a una hiena de un mundo diseñado por Walt Disney y que muchos  de los que lean esto me odiarán por haber ejercido ese empleo. Pero... hay que ser sincero en esta vida: lo pagaban bien y yo era joven. Además, de aquella época saqué la inspiración para muchas de las novelas que han copado los primeros puestos de ventas en las listas que los domingos salen en los suplementos culturales de muchos periódicos.
   El relato que les voy a contar a continuación ha estado escondido en los páramos más oscuros de mi mente durante años. No sé por qué no lo saqué a la luz antes ni sé por qué lo voy a contar ahora. Quizás por eso he cambiado los nombres de los protagonistas, para dotar de más libertad literaria a mis palabras.
   Paula era una hermosa joven de piernas infinitas, violenta belleza sin resquicios, melena ultrarrubia y pechos siliconados. Había saltado a las portadas del papel cuché por su rollo de una noche con uno de los cantantes de moda. Paseó su escultural palmito por todos los platós del mundo rosa y se embolsó con ello un cuantioso capital. Cuando su fama empezaba a decaer, anunció su boda con un rico magnate del mundo de la hostelería. Se trataba de un hombre poco conocido en la crónica social y a mí me "sugirieron" que sacase fotos de ambos en una playa cercana al Cabo de Gata (una de esas que están semiescondidas y que son famosas por sus aguas cristalinas). Supuse entonces que la propia Paula era quien había dado el chivatazo del lugar en el que podría tomarse el catálogo de fotos robadas. Era algo a lo que ya se había acostumbrado mi conciencia, aunque he de reconocer que a día de hoy me siento muy mal por haber contribuido en esa cadena de montaje macabra que es el mundo del Corazón (sí, la escribo con mayúsculas, para remarcar más su horripilante majestuosidad).
   Recuerdo que era un día hermoso, uno de esos en los que el sol dibuja una cortina sobre el horizonte y unas pocas nubes de estética impresionista se recortan contra el infinito. Alquilé una barca con el dinero que me había dado la revista y me fui a la distancia perfecta para tomar las instantáneas. Ellos no me verían y mi cámara captaría las caras con nitidez y sin excesivo pixelado.
   Se encontraban en una pequeña cala, los dos solos. Besos y arrumacos por todas partes, top-less, toallas de colores estridentes... formaban el perfecto cóctel que adornaría mis fotos. Ella era aún más hermosa que en las imágenes de televisión, ya que su mirada (de un color aguamarina infrecuente) evocaba el amanecer en las noches eternas del Ártico. La imagen de él me sorprendió. Era viejo. Su piel estaba cuarteada y las carnes se le empezaban a volver fofas. Era flaco de vientres; eso sí, había que reconocer que tenía un sonrisa de cinco mil vatios que desviaba la atención de muchos de sus defectos.
   Las fotos no llegaron a la portada –Paula no era tan famosa como para estar allí-, pero sirvieron para ilustrar un reportaje a doble página. Una redactora recién licenciada les puso el pie y los comentarios, lo que las barnizó con un lustre aún más cutre de lo que yo me esperaba.
   La boda fue por lo civil (el viejo estaba divorciado) y tuvo lugar en el Alcázar de los Reyes Cristianos de Córdoba. Él, con todo su dinero, había engalanado el lugar para la ocasión. A ella se la veía aún más radiante; ese día tenía una acumulación casi empalagosa de sex-appeal –no hay que olvidar que una hermosa sonrisa puede ser el más fuerte de los afrodisiacos-. Un rebaño de periodistas del mundo rosa y unos cuantos fotógrafos fuimos invitados al evento. No me extrañó que no vendiera la exclusiva, ya que él estaba tan forrado que la subsistencia de sus tataranietos estaba asegurada.
   - ¿Lo estáis pasando bien? –nos dijo la novia, durante el banquete.
   - Sí, todo muy bueno.
   - Yo soy la mujer más feliz del mundo, he encontrado al hombre más guapo y más bueno que hay sobre la tierra.
Nos mirábamos los unos a los otros con ojos de complicidad. Nadie se atrevió a contradecirla.
   - Siempre me han gustado los hombres mayores -prosiguió Paula, luciendo su vestido blanco-, quizás porque perdí a mi papá siendo muy joven. Pero es que he cazado al mejor. Me vuelven loca su pelo canoso y sus gafas de leer a punto de caérsele por la nariz.
   En cuanto se fue todos comenzamos a cotillear:
   - ¡Hay que ser jeta!
   - Este tío tiene un maravilloso atractivo sexual en su cuenta bancaria.
   - Seguro que está liada con su profesor de gimnasia personal.
   - Si a ese maromo le falta poco para convertirse en una momia.
   Yo no dije nada. Reconozco que pensaba lo mismo, pero me parecía mal hablar así de alguien que nos había invitado a arroz con bogavante y al solomillo de buey más sabroso que nunca haya comido (por no hablar del vino, la mezcla de vinos de Toro y Montillas fue, simplemente, sublime).
   Las fotos salieron en varias revistas y las imágenes de la pareja eran habituales en los programas del corazón, siempre adornadas con unos posos de sorna. Aprovechaban días escasos de noticias para verter comentarios acerca de la pérdida de pelo del viejo, o sobre el contraste entre los muslos pluscuamperfectos de ella y las piernas preñadas de varices de él, para decir que, cuando Paula iba al colegio, su marido estaba a punto de jubilarse... perlas del mal gusto que no quiero pormenorizar aquí.
   Dos meses después de la gran boda, cuando sus caras ya habían desaparecido totalmente de las noticias, él murió de un ataque al corazón. Como la había nombrado a ella heredera de una inmensa fortuna, las hienas volvieron a actuar. Yo ya había dejado ese mundo, pero reconozco que la historia me interesó. Aunque me había prometido no volver a comprar ninguna de las revistas que vivían de crear y destruir famosos, no dudé en informarme de los pormenores del caso. Todo indicaba –según los sabuesos del papel cuché- un sobreesfuerzo amoroso aliñado con viagra. Las lenguas más viperinas de la profesión sugirieron, sin explicitarlo, que ella había puesto una marcha de más en el carburador de las vísceras del viejo a sabiendas de que podría ser rica y viuda en lugar de rica y casada.
   El traje negro y las lágrimas fueron motivo de mil comentarios; creo que muchos fueron odiosamente crueles por el simple hecho de que la prensa no hubiera sido invitada al funeral.
   - Queremos una ceremonia íntima y no un carnaval –soltó Paula con los ojos húmedos. Fue su única declaración tras el fallecimiento de su marido.
   Hubo mil especulaciones acerca de la cuantía del dinero heredado, pero no hubo ninguna confirmación.
   Después de aquel funeral los periodistas le perdieron la pista. Quizás ella estaba enfadada por el mal trato recibido desde las almenas más sucias del cuarto poder o quizás, simplemente, quiso alejarse de la vida pública para lavar su dolor.
   Tres años después escuché su nombre en una conversación que dos desconocidos estaban teniendo en el acto de presentación de un libro. No pude evitar caer en la tentación y meterme en medio de sus palabras, como si fuera un cuchillo caliente cortando un bloque de mantequilla.
   - Perdonen que me inmiscuya, pero... ¿estaban ustedes hablando de Paula Cortés?
   Se miraron entre sí antes de responderme.
   - Sí, parece ser que se va a volver a casar.
   - ¿Sí?
   - Conoció a un salvadoreño del que se ha enamorado. Parece que es más pobre que las cucarachas, pero dicen que a ella le vuelve loca.
   - Y...¿cómo es él? –pregunté, cada vez más intrigado.
   - No lo sé. Me he enterado de esto porque el abogado de su difunto marido es amigo mío.
   No me sorprendió el hecho de que me diera tanta información. A todos nos gusta podernos lucir ante los demás cuando el tema a tratar son los trapos sucios de alguien.
   - ¿Dónde se casan?
   - Ni idea.
   Aquella noticia empezó a zumbarme en la cabeza desde el mismo momento en que entró en ella. Necesitaba ver al dichoso salvadoreño, al que imaginaba un hombre de belleza tribal, con cara de ***** de brillante armadura, ojos negros como gotas de petróleo, sonrisa golfa y torso tallado en músculo. Quizás el alma de paparazzi aún no había sido totalmente desplazada por el escritor en que me había convertido. Solo tuve claro que, volvería a dormir ocho horas seguidas hasta que no le viera.
   Puse a mis investigadores literarios a trabajar en el caso, haciéndoles que hurgasen donde fuera necesario. No consiguieron descubrir dónde era la boda (nadie tuvo fotos del evento ni hubo ningún eco en los noticiarios rosas), pero lograron la dirección del matrimonio en Miami (que es donde había vivido la dichosa Paula tras la muerte de su primer marido).
   Pagué mi billete en clase business para cruzar el charco. Como supondrán, aproveché para ver algunos puntos importantes de los Estados Unidos, como Nueva York o el Gran Cañón, pero mi objetivo era otro.
   Me aposté cerca de la casa de Paula Cortés y un guardia de seguridad con brazos como columnas griegas me echó de allí con la amenaza de avisar a la policía (y de ayudarles a que me dieran una soberana paliza).
   Temí irme de Miami sin lograr mi gran objetivo, pero me la encontré de frente en un centro comercial (un mall, que llaman allí). En cuanto les vi juntos supe por qué se había enamorado de aquel salvadoreño. Le miraba con ojitos de gata y le mimaba y besaba cada pocos segundos. Él parecía aún más feliz que la propia Paula. Aquello era amor. Nadie se fijaba en ellos salvo yo (tuve que dar gracias de que no se dieran cuenta de la cara de bobo que debía estar poniendo).
   Me pareció increíble, y aún hoy me lo parece. Pero nunca antes había visto a dos personas tan parecidas como el primer y el segundo marido de Paula Cortés.

Gabriel Toro Zamora

Relatos FM

Miedos



Diego abrió la puerta de casa despacio y arrastró los pies hasta el interior. Eran las siete de la tarde y el sol entraba mortecino por las ventanas. Dejó caer la chaqueta en el sofá, se aflojó la corbata. Entró en el servicio y, tras encajar el tapón de la bañera, abrió el grifo. Se observó en el espejo unos segundos. Desvió la mirada.
Vació medio bote de jabón espumoso en el agua templada. Poco a poco iba subiendo de nivel. Se sentó en el borde. Desabrochó los cordones y se quitó los zapatos. Uno de los calcetines tenía un agujero que dejaba desnudo el dedo meñique. Se quitó la camisa, blanca con ligeros manchurrones grises a la altura de las axilas.
El agua ya casi rebosaba así que cerró el grifo y metió la mano para comprobar que la temperatura fuese perfecta. Pero, al sumergirla, rozó algo áspero y la sacó bruscamente. ¿Qué ***** ha sido eso? La espuma ocultaba el interior pero podían intuirse ligeras corrientes que cambiaban de sentido. Como si algo o alguien se moviese plácidamente bajo el agua. Cogió el palo de la fregona y lo metió hasta el fondo. Algo lo aprisionó. Él tiró hacia arriba intentando sacarlo a la superficie, pero fuese lo que fuese, se resistía con fuerza. Tras varios zarandeos, Diego desistió y dejo caer el palo que enseguida se hundió entre la espuma.
Dudó por un momento entre vaciar la bañera o salir corriendo. Sin embargo, se quedó inmóvil, simplemente mirando el agua aterrado. Hasta que, de repente, el origen de su desconcierto decidió asomarse a la superficie. Un cocodrilo. Pequeño, quizá una cría. Un cocodrilo. Diego salió a toda prisa del baño dando un portazo. Se dejó caer en la cama temblando. ¿Qué está pasando?, ¿estoy volviéndome loco?
Se levantó y caminó a la cocina. Bebió un vaso de agua de un trago. Se sentó en un taburete. Se levantó. Se mojó la cara. Volvió a sentarse. Bebió otro vaso y regresó al dormitorio. La puerta del baño seguía cerrada. No había peligro. Juntó el oído a la puerta y escuchó los pasos del animal. Debía haber salido de la bañera y estaría caminando tranquilamente por las baldosas.
No sabía qué hacer, pensó en llamar a alguien, pedir ayuda, pero la situación era absurda. No podría explicar qué hacía un cocodrilo en su bañera. Quizá me acusen de tráfico ilegal de animales. No, lo mejor será no llamar a nadie.
Decidió ignorarlo. ¿No había aparecido así, sin más, sin que nadie lo llamase? Quizá también desapareciera del mismo modo. Pero llegó la noche y las pisadas seguían oyéndose.
A la mañana siguiente, su despertador con forma de gallina cacareó como todos los días a las seis y media. No le despertó porque Diego ya estaba despierto. Había dormido poco más de una hora en toda la noche. Todavía en la cama, fantaseó con la esperanza de que todo hubiese sido una pesadilla. Aunque en el fondo sabía que era real, por unos segundos se dejó llevar por la ilusión de que solo había sido un mal sueño.
Finalmente se levantó. Dejó el baño grande cerrado con el cocodrilo dentro y se metió en el pequeño a darse una ducha rápida. Antes de marcharse a trabajar, pensó que el cocodrilo debía tener un hambre voraz. Allí encerrado no tenía nada que llevarse a la boca. Cogió unos filetes de pollo que tenía en la nevera y abrió una rendija en la puerta del baño para lanzárselos al reptil. Volvió a cerrar con rapidez y se marchó a la oficina.
Sentado en su mesa, frente al ordenador, consiguió olvidarse a ratos del cocodrilo mientras se concentraba en llevar las cuentas financieras de la empresa.
Cuando llegaron las seis de la tarde, sus compañeros apagaron los ordenadores y se marcharon. No me esperéis, yo hoy me quedo un rato más que tengo trabajo pendiente. Gastó dos horas jugando al solitario en el ordenador. No se fue hasta que llegó la de la limpieza y le preguntó extrañada que hacía allí todavía. Nada, cosas mías, ya me marcho.
Cuando abrió la puerta de casa, ya era de noche. Al entrar, afinó el oído. Todo parecía tranquilo. Quizá haya desaparecido, tal vez ya no esté. Se acercó hasta el baño y pegó la oreja a la puerta. La madera estaba fría. Sí, allí seguía. Maldita sea. No había ninguna duda. Y a juzgar por el sonido grave de sus pisadas, parecía que su tamaño fuese mayor. Estuvo varios minutos con la oreja pegada intentando adivinar que estaría haciendo el animal. Hasta que escuchó algo que le dejó petrificado. El cocodrilo no podía nadar y caminar a la vez, o estaba dentro de la bañera o estaba fuera. Pero él escuchaba chapoteo en el agua y pasos pesados en las baldosas. Había dos. No puede ser, estoy soñando.
Aquella noche acurrucado en la cama, tapado hasta las orejas con un edredón verde de animalitos que tenía desde niño, durmió menos incluso que la noche anterior. Apenas quince minutos.
Cuando el despertador en forma de gallina cacareó insistente anunciado que ya eran las seis y media, lo primero que hizo Diego, tras levantarse, fue abrir el congelador y sacar toda la carne – tres filetes de cerdo y un redondo de ternera - que guardaba dentro. Abrió la puerta del baño y lo más rápido que pudo lanzó todo al interior. Por un instante, vislumbró uno de los cocodrilos. Era inmenso, quizá midiera dos metros. Mucho mayor sin duda que el que había visto nadar plácidamente en su bañera dos días atrás.
Ya en la oficina, delante de una pantalla que le hablaba de números y finanzas, él solo podía pensar en los cocodrilos. Llegaron las seis y los compañeros se fueron a casa. Ando liado hoy también, no me esperéis. El solitario le acompañó hasta que la de la limpieza volvió a encontrarlo en idéntica posición a la del día anterior.
Salió de la oficina y deambuló durante un rato. Al volver a casa, desde el umbral de su cuarto, descubrió aterrado dos cocodrilos que dormían plácidamente entre las sábanas. La puerta del baño estaba abierta. Un tercero chapoteaba en el interior de la bañera y bajo la cama asomaba la cola de un cuarto. Quién sabe si habría algún otro. Cerró la puerta del dormitorio desesperado.
Quizá alguno podría haber escapado a otra habitación. Armado con un cuchillo jamonero algo oxidado, Diego recorrió uno a uno todos los cuartos de la casa y no encontró ningún reptil. Parecía que, al menos, todos estaban encerrados en el dormitorio. Mientras no salgan de ahí, no hay problema. En una de las habitaciones, había una cama pequeña. Aunque se le salían los pies, podría servirle para pasar la noche.
Cuando escuchó el sonido lejano del cacareo del despertador, ya estaba vestido y desayunado. No había pegado ojo en toda la noche. No le quedaba nada de carne en la nevera, así que cogió las magdalenas, bizcochos y galletas que guardaba en la despensa y abrió la puerta del cuarto apenas dos o tres segundos. Los suficientes para lanzar todo dentro. Ni siquiera miró pero el ruido de dentro parecía cada vez mayor.
A mitad de camino hacia la oficina, llamó y dijo que estaba enfermo. No iría a trabajar. En su lugar, se fue a pasear por El Retiro.
Se sentó en un banco en una zona por la que apenas pasaba gente. El cielo estaba lleno de nubes grises. Cuanto más pensaba en los cocodrilos, más bloqueado se encontraba. Jamás podré con ellos
Las primeras gotas de lluvia le encontraron acurrucado en el banco. No se inmutó. Solo se encogió como un bebé. La tormenta se desató con fuerza y él permaneció quieto, completamente inmóvil, soportando la violenta descarga de agua. Su mente se hallaba presa en el dormitorio gobernado por los cocodrilos. ¿Quién sabe cuántos habrá ya a estas horas?
Cuando el sol comenzó a apagarse, no tuvo más remedio que marcharse del parque. Estaba empapado hasta los huesos. Deambuló por las calles mirando escaparates sin prestarles atención. Todas las tiendas iban cerrando y él seguía recorriendo la acera perdido. Observó en una agencia de viajes un cartel que anunciaba un exótico viaje a Tanzania. Como reclamo para turistas, aparecía la foto de un gran león rugiendo. Y junto a él, un cocodrilo. Un cocodrilo. Un cocodrilo. Diego comenzó a correr súbitamente hacia su casa. Un cocodrilo. Corría con toda la velocidad que sus piernas le permitían. Tengo que acabar con ellos. No puedo dejarles que me quiten mi casa.
Envalentonado giró la llave en la cerradura pero al empujar la puerta para entrar, algo se lo impidió. Apenas pudo moverla tres o cuatro centímetros. Los suficientes para descubrir las escamas de un cocodrilo que reposaba tranquilamente junto a la puerta. Las manos le temblaban – no habían dejado de hacerlo en todo el día -, se dejó caer en el suelo del descansillo, junto al felpudo donde podía leerse <<Bienvenido a mi hogar>>. Se cubrió la cara con las manos y comenzó a llorar desesperado. Jamás me libraré de ellos. Llamó al timbre de los vecinos, él solo ya no podía hacer frente a aquello, necesitaba ayuda, pero nadie le abrió. Pulsó el botón del ascensor y cuando se abrió, encontró otro cocodrilo en el interior. ¡Maldita sea!, ¡están en todas partes!
Bajó las escaleras saltando los escalones de cuatro en cuatro. Entre el segundo y el primer piso, resbaló y fue a chocar contra el suelo. Se levantó y siguió bajando a la carrera. Llegó al portal y salió a la calle. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Lo que si vio fue otro cocodrilo que paseaba tranquilamente por la acera. Corrió hasta el coche. La llave no parecía querer entrar en la cerradura. Tras varios intentos, abrió y se metió dentro. Echó el seguro de las puertas y arrancó.
Varios cocodrilos le miraban desde la calle, sin apenas moverse, como preguntándose el porqué de su prisa. Hasta siempre, bichos asquerosos. Diego aceleró sin mirar atrás. Tomó una de las autopistas radiales que huían de la capital, la primera que encontró. Tenía el depósito lleno.
Condujo durante horas sin apartar la vista del asfalto. No leyó ni un solo cartel que indicara el destino de la carretera. Cuando la luz de la reserva se encendió, Diego tomó una salida en la que se anunciaba un hostal. Desconocía su paradero. Ya casi estaba amaneciendo y el día había despertado soleado. Se miró en el espejo retrovisor y sonrió levemente. He vencido.
Pero antes de bajarse del vehículo, escuchó un ruido extraño procedente del maletero. No puede ser. Cualquiera habría pensado que era una locura, pero él supo enseguida que se trataba del coleteo de un pequeño cocodrilo intentando abrirse camino hacia él.
Se bajó y comenzó a golpear el maletero con violencia. Descamisado, gritó con desesperación mientras la emprendía a patadas y puñetazos contra el coche. A los pocos minutos, quedó exhausto y se dejó caer derrotado junto al vehículo. El ruido no había desaparecido. No puedo más. Se levantó y observó el maletero intentando imaginar cómo sería el cocodrilo que se movía en el interior. Por fin, se decidió a abrirlo. Era pequeño, quizá una cría, pero Diego sabía que no tardaría en hacerse grande.
Lo miró a los ojos y acarició despacio su piel. Áspera y fría. Sus dientes eran afilados pero parecía relajado. Continuó examinándolo durante algunos minutos. Poco a poco, fue tranquilizándose. Cerró el maletero y se metió en el coche. Buscó una gasolinera para llenar el depósito, el viaje era largo.
Antes de tomar la autopista, paró junto a una carnicería y compró varios kilos de carne fresca. Arrancó. Se miró en el espejo retrovisor, se colocó la camisa y emprendió rumbo de vuelta a casa. Ya es hora de dejar de huir.

Señor Kilroy

Relatos FM

Resaca



Se despertó al medio día con sed, hambre y ganas de mear. Cual zombie, se dirigió primero a la cocina y luego al baño. Intentando demostrar que era capaz de hacer dos cosas a la vez logró cumplir con todas sus necesidades. Pasados unos 20 minutos, al fin pudo ser medio persona y abrir los ojos. Se lavó las manos, se miró en el espejo. Aturdida y asustada vio que le faltaban dos dientes y tenía un ojo morado. Se volvió a sentar en la cama. Miró centímetro a centímetro su piel buscando alguna señal más.... Las encontró. Tenía en un sitio ridículo un piercing con forma de corazón sobre un tatuaje nuevo. Aquello dolía más aún que los dientes o el ojo. Era extraño, solamente empezaba a sentir las cosas según las iba descubriendo. Parecía como si su cuerpo las descubriera con ella, como si aún durmiera plácidamente en un letargo parecido al estar drogado. Respiraba en una nube que lo emborronaba todo y le acolchonaba sus sentidos. Entonces se acordó. Empezó a buscar en su móvil. Llamó a su mejor amigo que le dio claves para saber qué había pasado. Las peleas callejeras, encontrar el amor de su vida.... Todo cuadraba en su cara, en su espalda (y en ciertos videos colgados en internet que vería días más tarde....) Se volvió a tumbar,  decidió volver a dormir un rato. Un ruido chirriante a música de reggaetón la despertó como si fuera el sonido de las trompetas que avisaban el fin del mundo. Tal si despertara de entre los muertos se puso en pie. Vio en su cocina a un altísimo joven que le sacaba al menos dos cuerpos. Nunca pensó que un organismo humano de ese tamaño tuviera la capacidad de entrar en su escueta cocina como la suya. Aun con los ojos pegados preguntó quién era. El individuo con gran solemnidad dijo:
-    El único y verdadero amor de tú vida. Y aunque no me importen ver tus relucientes pechos, cogerás frío.
La estupefacción por momentos la llevó a asir con fuerza una botella de cola y beberse todo lo que quedaba de un tirón.
Minutos más tarde al fin estaba centrada. Se vistió, se fue de casa, llamó a su mejor amigo y le dijo:
-    ¿Puedo quedarme contigo esta noche o varias?
El amigo le dijo:
-    Claro ¿qué pasa?
-   Nada – dijo- complicaciones que no me apetece resolver.
Cogió una maleta. Se fue a casa de su amigo y le dijo al atlético amor de su vida:
-   Cuando te aburras, déjame las llaves en el buzón

Semiramis Bárces

Relatos FM

No más puentes en Madison
(El avión que nunca saldrá)



Lo más difícil que hay que aprender en la vida es qué puentes hay que cruzar  y qué puentes hay que quemar

            DAVID RUSSELL

Se apodaba Diana, la conocí en un chat como podía haberla conocido, por divino capricho, como polizón en el cielo, su cielo; el que ella fue, es, no puede dejar de ser. Diana. Había una hermosa historia tras de su nombre, nunca imaginé que tanto. No es momento ahora de recordarla, aunque en mil vidas que viviese difícilmente podría olvidar aquel rompiente de emociones, aquella fiebre de amor, aquella historia, la que hemos vivido juntos, la que pudo haber sido y no fue... Y sin embargo, tenía todos los visos de ser un amor de leyenda. Pero al final la única leyenda posible de esa historia fallida redundó en imposibilidad.
Y eso que desde el primer momento un flechazo certero hizo juego de palabras y de sensibilidades haciendo diana en pleno pecho, ensartando para siempre dos corazones, el suyo y el mío, uno sólo desde entonces; tan solo uno al final... "Me gustas y mucho", le dijo el mío al suyo. Y fue ahí cuando emprendimos un sueño conjunto por tierra, mar y aire. Lo más milagroso de los milagros es que sucedan, pensé no sin un punto de ironía desencantada. He venido a perder una guerra de amor sin importarme, escribí, por contra, en el tren que me acercaba a ella antes de perderlo definitivamente.
Creo que ambos recorrimos centenares de kilómetros con la remota esperanza de perder para no tener que ganar. Para no tener qué ganar. Pero ese milagro llamado amor se confirmó bajo el otoñal sol mediterráneo. Después hubo, tenía que haberlo, exigencias del guión, un antes y un después del irrenunciable encuentro, en el escenario neutral, equidistante casi, con el mar por testigo. Un antes y un después, y un pequeño durante de felicidad sin igual. Amanecía la noche en aquella sonrisa celestial entre mis brazos amartelados colmados con ella, mi dama adamada, personificación de un sueño. Pero el tiempo se escurría deprisa entre los besos para llenarlos de lágrimas, las que a duras penas contuvimos en el abrazo final para no hacerle al otro aún más atroz la despedida. Ahora que el tiempo, no tanto, pero inexorable y tardo en pasar, ha dictado su cruel sentencia, entiendo mejor aquellas lágrimas, entremezcladas al girarnos con la llovizna premonitoria que parecía multiplicarlas hasta el infinito: eran las lágrimas inconsolables de quienes, rotos de corazón, lloraban sabiendo que no volverían a ver a quien entonces más querían.
La larga marcha en direcciones contrarias fue dura por definitiva, aunque aún hubo de prolongar algunas semanas más su agonía el Sueño, iluminado por los amaneceres de su sonrisa amenazada de eclipse inminente. Fue en ese lapso relapso que abandonamos en voz alta y ajena tantas veces como dimos marcha atrás a la penumbra. Hasta un avión invisible al radar matrimonial me prometió coger, en un arrebato de pasión insumisa. En realidad una promesa a sí misma, no exigible por ser producto de la desesperación y el dolor de la condena condenada, luctuosa, ineluctable. Demasiado condenable por condenatoria su decisión de sacrificarse por quien no podía valorar el sacrificio por no saber ni de su posibilidad de existencia. Demasiados fuertes los lazos de la tradición, el lastre de un vuelo que nunca podría despegar en medio de aquel temporal de pasión y renuncia que la mantenía incomunicada en su cada vez más lejana isla.
Aún hoy, que ya hace tiempo que hemos puesto los pies en la tierra, la misma tierra en la que yace enterrado aquel nuestro sueño, se me hace imposible la no interpretación doméstica de sus lágrimas furtivas, de las turbulencias sombrías en su cara de ángel alicortado, del reflejo cotidiano del proceloso dilema interior que Diana, mi dulce Diana, vivía, muriendo, en el más doloroso silencio.
Aún hoy, que sé de un Mediterráneo recrecido por aquellas lágrimas de salinidad amarga, no acierto a convencerme de que merece la pena levantarse de espaldas al Levante del sol eclipsado siempre por las mismas lágrimas; las más amargas, las más copiosas: las del recuerdo.
Aún hoy, que la vida prosigo sin entusiasmo, de vez en cuando miro al cielo y recuerdo aquel avión que nunca saldrá para El Sueño. En cambio, puedo imaginarlo saliendo sin gran aliciente para turismo, negocios consortes o un sinfín de destinos menores. Pero como algunos trenes de esos que pasan para no volver, aquel avión cargado de sueños, ése, ése nunca saldrá por haberle cortado las alas un Cupido sin corazón, un mundo sin pies ni cabeza: la condenada tierra que siempre acaba por cubrir la Tierra de los Sueños.

Aquaris

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La convergencia de los relámpagos



(A Giovanni Papini)


Se ha consumido el tiempo de los engaños y desengaños. Han terminado los siglos de las fantasías sin rango para serlo, de los refugios inconsistentes, de la belleza como placer de las evasiones surrealistas. Cayeron por su propio peso. Desde entonces, tamañas quimeras no fueron menester.
   ¡No lo ignoro! Pretendisteis superar la realidad, y la realidad terminó por superaros. A todos vosotros. A los artistas. A los poetas. A los genios. A los intrépidos. A los fantasmagóricos buscadores de tabernas abiertas cual si de tesoros se tratara. A los bohemios. A los preocupados. A los soñadores. A los insomnes. A los arrepentidos. A los enamorados de lo prohibido, a los desesperados por encontrar ese algo que trascienda lo palpable, lo que os vino dado. Hastiados de la podredumbre que os circundaba.
   ¿No se ocurrió, ni por un instante, echar la vista atrás? ¿No se os ocurrió mirar a Aquel que prometió la felicidad que nunca habéis dejado de anhelar en lo más profundo y sincero de vuestro corazón? Tal vez resplandeció demasiado su pureza. Tal vez os arredró advertir que era posible -¡posible de verdad!- dar un sentido a todo esto.
   Vosotros, incorruptibles centinelas de las causas perdidas. Vosotros, prisioneros de una existencia que no es la vuestra. Vosotros, desgraciados, secretos amantes de vuestra particular desgracia.
   Vosotros, que habéis explotado la imaginación mientras ésta soportó vuestras fabulaciones; vosotros, que habéis perseguido la luz en la más insondable oscuridad; vosotros, que por no ser ellos, fuisteis vosotros hasta sus últimas consecuencias, vosotros, revolucionarios natos, ¿por qué hicisteis oídos sordos a la revolución que se os propuso? La más estupenda de las revoluciones.
   Amad a vuestros enemigos. Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, orad por los que os ultrajan y os persiguen.
   Amar a los enemigos... ¿Dónde habéis oído locura semejante? Todas las vuestras, todas las que interiorizasteis y por las que quisisteis regir vuestro desventurado errar, no son sino elegantes manifestaciones de sensatez a su lado. ¿No deseabais enloquecer? ¿No os aterraba tanto la implacable cordura de los legisladores de la coherencia? Aquí tenéis vuestro delirio, vuestra revolución.
   Pero, ¿qué veo? ¿Os queda grande? ¡Os queda grande!
   Ninguna de vuestras aniquilaciones desalmadas, ninguno de vuestros retiros, ninguna de vuestras rupturas con todo, ninguno de vuestros voluptuosos experimentos condenados al fracaso exigía tanto, ¿me equivoco?
   Pero escuchad. Por una sola vez, reabrid vuestros oídos, y escuchad: ninguna otra cosa os dará tanto.
   Lo habéis probado todo. Y todo os ha fallado. ¿No ha llegado pues el momento de obedecer, y de este modo amar, a quien murió por obediencia y por amor? Amad a los enemigos. En ningún otro lugar -en ninguno de vuestros idílicos mundos paralelos, en ninguna de vuestras frustradas escaramuzas- hallaréis la felicidad, el sentido, la verdad, la salvación.
   Amad a los enemigos. De una vez por todas, haced de tripas corazón, armaos del santo poderío que aún os queda, que albergáis aún, y aventuraos -¿por qué no?- a la delirante empresa. A la verdadera y final revolución.
   Sentiréis en vuestras carnes la recompensa. Experimentaréis el orgasmo sublime de la victoria. Si aún creéis en la palabra de los hombres, o al menos en la de uno de ellos, os lo garantizo. Os enamoraréis, pero esta vez, en verdad, y en esta ocasión para siempre. Devendrá vuestra unión con la excelencia, sobre la contingencia de la tierra, indisoluble. Irrevocable.
   Amad a los enemigos. Tal será la culminación de vuestro ya enderezado rumbo. Amad a los enemigos. Venid y veréis. Probad. ¿Qué perdéis por intentarlo? Probad. El aroma de tan exótico manjar os sabrá distinto, radicalmente distinto del de las golosinas a las que venís acostumbrados. Pero tal vez no queráis alimentaros de otra cosa desde entonces.
   Amad a los enemigos. Veréis cumplidos todos vuestros sueños tantas veces inconscientes. Daréis, de un solo movimiento de vuestro espíritu, con lo que buscarais. Rozaréis todos los horizontes que pudierais divisar, y aun los invisibles. Amad a los enemigos. Demostraréis entonces de qué sois capaces, que es más, infinitamente más, de lo que hayáis jamás imaginado.
   Amar a los enemigos. ¿No suena acaso provocador? ¿No evocan tan ascéticas, tan simples, pero tan incomprensibles palabras, lo más noble de nuestra potencialidad? Amad a los enemigos. Daréis la vuelta a todo, ¡como os propusisteis siempre! Haréis de lo imposible un hecho. Os colmaréis de dignidad y de grandeza. Materializaréis la idea.
   El día que lo hagáis, el día que con todas vuestras fuerzas, con la incondicional entereza de vuestro ser, améis a quienes se digan enemigos vuestros, ese día, ese día habréis vencido. Todo lo veréis entonces, nada se os presentará inasequible, todo lo entenderéis. Todo lo tendréis y nada os faltará. No precisaréis más de falsas esperanzas, de desencantos en fin. Por vuestra humillación, seréis ensalzados. Extraordinarios espectáculos se sucederán a vuestro alrededor. A la hora en que améis a quienes os odian, convergerán los relámpagos: en un único destello atroz, definitivo y terrible.
   Amar a los enemigos. Tan opuestos conceptos, tan ferozmente irreconciliables fuerzas... ¿No debiera ser inevitable, letal la colisión?
   Pero una incorpórea paloma de la paz parece fundir el amor en el abrazo del odio.
   Amar a quien te odia. Dar, dar cuando más difícil es hacerlo, y recibir desmesuradamente. Morir, morir por amor al que se resiste a amar, y vivir eternamente. Qué perdemos por probar. Amad a los enemigos. Quién puede ser, sino Dios, autor de tan perfecta contradicción.

BUENAVENTURA

Relatos FM

Dos Historias



Cierto día mientras Capitán descansaba debajo de un gran árbol, vio que sus dueños se aproximaban a él con un rostro que expresaba cierto desprecio, lo subieron a su coche y se pusieron en marcha. Mientras viajaban, Capitán logró creer por un momento que sería muy divertido viajar durante un día con sus dueños, que aunque a veces no lo trataban bien, él nunca dejó de pensar que muy en el fondo sí lo querían, pues pensaba:
-Nadie te alimenta y te ofrece un hogar sin tenerte un poco de aprecio-.
Todo lo que pensaba Capitán se derrumbó en cuestión de segundos,  pues en cuanto sus dueños vieron un paisaje desierto se apresuraron a sacarlo por la ventana con poca delicadeza. Al tocar el asfalto Capitán solo atinó a correr tras el carro de sus dueños; -¡Tal vez no querían! Seguro que no lo pensaron bien- se decía una y otra vez mientras corría lo más rápido que podía detrás de aquellas personas sin corazón, así continuó hasta que sus patas no pudieron más y se detuvieron al mismo tiempo que perdía de vista el auto donde viajaban las personas que lo habían hecho sentir muy triste.
Después de verse solo, Capitán empezó a caminar sin rumbo por unos minutos hasta llegar a la orilla de la carretera donde se sentó a descansar, de pronto un extraño olor atrajo su atención y fue tras él, pero no se percató de que un automóvil venia justo a impactar su delgado cuerpo, Capitán se quedó paralizado y el conductor decidió esquivarlo, lo que provocó que perdiera el control del volante y terminó estrellándose contra un auto que viajaba en sentido contrario, este acontecimiento provocó una carambola, Capitán se asustó mucho y mientras aullaba observó lo que sucedía con los coches: se estaban incendiando.
Capitán se sentía muy culpable por lo que había pasado y pensó que sus dueños lo habían abandonado por ser un perro muy malo y provocar tragedias.
En poco tiempo aquel escenario ya estaba invadido por policías, tránsitos, camiones de bomberos y ambulancias quienes intentaban calmar el incendio, afortunadamente los  pasajeros involucrados en el choque sólo sufrieron pequeñas heridas y quemaduras.
Capitán se marchó después de saber que ninguna persona había muerto y decidió dirigirse a la playa, ahí contempló por un momento el imponente mar; apartó la mirada mientras pensaba sobre el accidente que había sido ocasionado por su distracción, veía como las olas iban y venían, fue entonces cuando se dijo:
-Capitán, claro que eres importante y eso quedó demostrado cuando aquel conductor decidió esquivarte y dejar que conservaras tu vida-  diciendo esto lanzó un fuerte ladrido al cielo y se puso en marcha... pero para ir en busca de comida, pues su estómago le recordaba que ya habían pasado muchas horas desde la última vez que había comido.
Caminó hasta llegar a la ciudad, donde se dirigió a los botes de basura para buscar algo que saciara su hambre, pero no tuvo mucha suerte ya que no encontró mucho de comer, sólo papeles y más papeles.
Mientras tanto en alguna otra parte de la ciudad, Miguel se encontraba muy triste viendo por la ventana del aula 8, esto porque la tarde anterior cuando llegó a casa se enteró que su mejor amigo y compañero Manchas había muerto, no entendía cual había sido la causa de este hecho, pues él estaba completamente seguro de que siempre había cuidado y querido a su inseparable amigo; la mamá de Miguel le explicó que Manchas no había muerto por falta de cuidado y atención, sino porque ya era muy viejo y su corazón ya no tenía fuerza para seguir latiendo.
Al fin terminaron las clases, pero a diferencia de otros días Miguel prefirió no irse en compañía de sus amigos y tomó un atajo para llegar a casa. De pronto Miguel observó a lo lejos a un perro muy simpático que se encontraba sentado en medio de la calle, se fue acercando poco a poco hasta llegar frente a él, ambos se vieron fijamente a los ojos, los cuales reflejaban una inmensa tristeza... pero después de unos segundos se tornaron llenos de felicidad.
Resultó que aquel perro que se encontró con Miguel ¡era Capitán!, (había llegado hasta ahí después de que lo echará un hombre mientras estaba en los basureros). Capitán se puso muy feliz al ver que Miguel no lo despreciaba, sino que por el contrario lo veía con agrado y le dijo:
-¡Hola amiguito, creo que no tienes un hogar... pero te tengo una buena noticia: yo si tengo uno pero no un compañero con quien compartirlo!-.
Al terminar de decir esto ambos se fueron caminando rumbo a la casa de Miguel.

Aurora

Relatos FM

De la tarara



Sé que no merezco vuestra atención, pues la persona que ahora a vuestras mercedes se dirige es vanidosa e hipócrita, mentirosa e indolente, henchida de farsas, así también de recelos. Tantas faltas que es carente de consigna en el reino de los cielos. Mejor así, pero este pérfido villano, cual rayo que le impactara, quedó conmocionado al escuchar el cuento de la tarara.
Vivía entre tejos al margen del río, rústicamente, pero acomodada al laborío. Era una mujer fuerte, de firmes convicciones, a la que la vida parecía haber abandonado a la suerte. Ella recelaba de pompas, comodidades, obligaciones, pues nada más conocía que el trabajo, el ordeño, el curtido del cuero, la placidez del campo. La sencillez a través de la que actuaba era la corona de las flores que pisaba.
A las jornadas templadas del labriego febril, se unen clavas de seno terruño, cuyas salvas se alzan contra el futuro en cielos del malva al añil.
Diríase que la única ley en aquellos lares, era la que imponía la naturaleza. Lacónico precepto que adoptó la mujer deleitándose en esta belleza.
El mundo era hermoso: campos fértiles, agua cristalina, lechos terrosos de pacífica vida. Los pájaros piaban entre hayas, amapolas. Dichos cortejos eran bálsamos engalanados entre odas. Incluso el sol, vestido de grana, acudía a la llamada que cíclicamente renueva la fuente envuelta en llamas. Así gozaba incluso el rocío, que en la madrugada de las pozas mancha de motas el brío de la tierra que nunca descansa.
Cobriza costra de pelaje herbal, sobre el verdoyo va luciendo, palma en palma enhiesta, el resplandor que lejos de cortar, encresta tus picos desde el oro hasta el azafrán. Tus ronroneos de agua, cuales clarines cuando rompen la madrugada, amenizan el concierto que le aguarda al viajero que en tus sendas se extravíe.
La contemplación por la noche de esos luceros en el cielo, era para ella el mejor broche antes de alcanzar el sueño.
La mujer ignoraba del mundo que crecía, cada vez más cerca del reino que ella protegía.
El mundo, compendio de maldades, de entre quienes este servidor nunca quedará excluido, devoraba incluso los rincones más olvidados. A todas partes alcanzaba las promesas de una vida mejor, más productiva. ¡Miradlos bien, mil veces mil puedes imaginar aunque nunca a todos llegarás a contar!
Pues así son estos moradores: El que nunca ríe, se esconde; el que nunca llora, bromea con el sol como franela, como botas los propios jalones. Desde tiempos olvidados hemos heredado la certeza, pues tenemos sombra, oriundos del mismo mal educado. Así, la codicia es belleza, pero la belleza una ligereza que se pierde en este escenario mundano.
El dinero se convierte en una carrera combativa, donde nadie quiere ser zaguero. Pero la vida sólo dura lo que abarca el instante previo en ver al barquero. La felicidad, hecho irrelevante. La opinión, depende de quien la pague. La política es para quien más ladre. El amor para quien encumbre esta extraña vorágine. La suerte estribará del lugar donde se nace.
Así alojamos las nanas del amarrido desvelo. Extravagancias de fantasmas que sobreviven a los seres del silencio.
La civilización a todos alcanza, en todo lugar, da igual credos que razas. A todos somete bajo el implacable yugo que promete vidas repletas de lujo.
Cuando el progreso la alcanzó, las leyes del mundo le exigieron amoldarse a las nuevas costumbres, pero ella se negó.
Las noticias se hicieron eco de esta mujer que desafiaba a la civilización entera. La sociedad la llamó la tarara porque, decían, estaba majareta. Pero algunos intelectuales, que creyeron en ella, fueron pagando, fianza tras fianza, para que regresara a la granja.
Mas la ley era implacable, vez tras otra siempre la capturaba. Ella nunca cedía, nunca se resignaba, a pesar de que en la cárcel siempre terminaba.
Así pasaron los años, la llave de la prisión se perdió. Pocos creían en ella, lentamente fue olvidada. Los cabellos canearon, las arrugas se afianzaron. De esta vía murió la mujer que desafió al mundo: Sola, encerrada.
La ley así una valiosa lección a los demás mostró: Quien por las propias convicciones muestre, alejado del sentido honor, egoísta recelo de las leyes que la civilización amasó, cambiará el cielo por hormigón, flores por barrotes, sueños por resignación. Pues sólo unos pocos pueden aprovecharse del trabajo del resto, pero nadie ajeno a este reducido grupo tendrá esos arrestos.
Es el miedo a quedar excluidos, lo que impide actuar de buen tino. Pues preferir el mal popular al bien a modo de adenda, es lo que mantiene al mundo en la actual agenda. Así el cómplice es la víctima perfecta, convirtiéndonos en presos de nuestra propia existencia.
La historia se olvidó, quizás aquellos que les interesara que se perdiera en las marismas del tiempo, aceleraron el proceso. Desde ese momento, se sanciona a cuantas personas revivan lo pasado. Pero entonces, ¿por qué lo cuento? ¿Pero qué puede perder aquel que vive desmotivado?
Este fue el relato que nunca escuché, pero del que se repiten ecos torvos.
Pues la tarara podría ser usted, la tarara podríamos ser todos.

Samuel Ornáriz

Relatos FM

ENTRE VIDAS Y SUEÑOS



Llevaba a Amy en el bolsillo. Le había prometido que aquel verano dedicaría las vacaciones a cumplir mi promesa, y así lo hice. Nos fuimos juntos a visitar a su amiga y admirada "Lady Day", Eleanora Fagan Gough, la inigualable Billie Holiday.
Los atardeceres en Baltimore City son calurosos, pero teníamos una cita y salimos decididos desafiando la sensación de agobio que nos producían los elevados edificios colindantes. Dejamos atrás los ecos del suave jazz, que en el bar del hotel interpretaba una banda para acompañar la impresionante vista nocturna de la urbe, dirigiendo nuestros pasos hasta el refrescante Druid Hill Park.
Allí estaba, esperándonos. Billie dibujaba su silueta en el cielo, subida en el pedestal blanquecino, y no tardamos en deslizarnos por la gardenia de su cabello y resbalar por el largo vestido hasta situarnos a sus pies. Nos sedujo el imaginado resplandor de sus ojos de mármol y creímos oír la voz aguda y cantarina, impregnada de emotividad, dedicándonos su "Strange Fruit" a modo de un cordial recibimiento.
Transcurridos unos instantes, nos sentamos en el banco cobijado por la sombra del enorme abedul que se elevaba sin temblores exhibiendo sus hojas. Desde allí, respirando la verde y húmeda hierba, cerrando los ojos, escuchamos lo que la música decía y callaban las palabras. Así permanecimos durante largo tiempo, nos pareció que alguien había abierto una puerta y dejado entrar a todas las fragancias de los bosques.
De repente sonó el móvil. Lamenté no haberlo apagado a tiempo y ahora, rescatado de mi abstracción, la curiosidad me hizo atender la llamada.
— ¿Amy?
Permanecí unos segundos en silencio tratando de centrar mi atención, la voz me resultaba familiar pero... quién podía preguntar por ella... ¿Me estaba volviendo loco? ¿Preguntar por ella? Quién podía relacionarme con Amy sino yo mismo, y estaba seguro de no haberme llamado. La conclusión era que mi delirio alcanzaba límites preocupantes. La voz elevó el tono.
— ¿Amy? Sé que estás ahí, te estoy observando...
No supe qué hacer y colgué. Instintivamente mi mano palpó el bolsillo y sentí crujir la fotografía. El móvil volvió a sonar, esperé pero ante la insistencia decidí contestar.
— ¿Quien llama?... ¿Quién es usted?... ¿De qué me conoce?... Cómo ha conseguido mi número de teléfono...
—Nunca creí que llegara este momento... No deseo discutir, sólo quiero hablar con Amy...
Era la misma voz, y estaba seguro de conocerla, pero no entendía su interés por hablar con Amy ni cómo podía saber, aquella mujer de voz cantarina, que viajaba conmigo. Dudé unos segundos, tiempo suficiente para que la impaciencia de mi interlocutora le hiciera insistir.
— ¿Amy? Quieres decirle que se ponga, por favor...
Era una situación freudiana y tragicómica, pero estaba acostumbrado a ver cómo paseaban por mi mente seres de rara apariencia, por eso saqué del bolsillo la fotografía de Amy y la puse sobre el asiento de piedra, apreté dos veces el botón de recepción del móvil para poder escuchar y, a continuación, lo deposité con suavidad sobre la foto.
—¿Eres tú? ¿Amy? ¿Amy Winehouse?...
—Billie, te dije que iba a venir a verte. Aquí estoy.
Pensé que la locura me había vencido, aspiré profundamente y a continuación me pellizqué la pierna, estaba vivo y consciente. Noté que mis sinapsis cerebrales y los tejidos se mantenían en la frontera de la sedición amenazando con rebelarse, y en principio quise cortar de raíz aquellas breves ensoñaciones, pero luego pensé en desentrañar el jeroglífico escrito en la pared de mi desbocada imaginación  y decidí no interferir, quizá en mi desvarío podría conocer de boca de las protagonistas su versión sobre tantas historias que les rondaban...
...Billie Holiday, de dura adolescencia, arrancada del regazo de una bisabuela idolatrada, flagelada por la lacra del racismo, incitada a la mentira, abandonada a la indignidad de la depravación, el polvo blanco, el alcohol, vivencias de mil cárceles visitadas sin recurrir a la piedad, a la indulgencia... El Jazz en estado puro, la improvisación, el sonido desgarrado de una balada, la voz del sentimiento erizando la piel... el blues y el jazz, las dos únicas lágrimas derramadas, las únicas permitidas de  mares llorados hacia adentro, su canción: "El aroma de las magnolias, dulce y fresco/ y de pronto el olor de la carne quemada..."
...Amy Winehouse, mi Amy, resuelta defensora de sus amigos, reconciliada con la mentira de lo irreal y el absurdo, celosa de su timidez ante el mundo, cabalgando entre la nieve, ebria de sórdidas conquistas, muñeca rota de cuyos ojos se exilia el brillo... El soul que su negra voz enaltece, su talento para el rap, el rock and roll, su pasión por el jazz, la magia de gran mito, lo que expresan sus canciones: "Yo no puedo ayudarte si TÚ no quieres ayudarte a ti mismo..."
—Sabía que cumplirías tu palabra, Amy. Veo que aún mantienes la risa y los sueños, eres la niña, la amiga de la que adoleció mi quieta adolescencia, la imagen de un futuro cuando aún no creía en la muerte...
—Dicen que de la infancia surge la vida, Billie, y la nuestra fue seducida por las personas que nos tutelaban y sus creencias, pero yo aún estoy a tiempo para que proyectes tu sueño en mí y realizarlo.
—Amy... una persona que sepa cómo se ama, un hijo, un hogar... Mi fe se quedó prendida en las agujas de un reloj atemporal cuando perdí a "Prez". Seguí los dictados de la imaginación, pero no pude mantenerme erguida soportando los zarpazos de la existencia en silencio, y ahora todo me huele a recuerdo... A todo renuncié, todo me fue negado, sólo el jazz...
—Sabes, Billie, que a los jóvenes no nos seduce reflexionar sobre los cambios que han experimentado las cosas, nos encerramos en nuestro mundo y casi todo lo que ocurre pasa desapercibido a nuestros ojos, pero cuando contemplo en el espejo la vida no vivida noto que una luz tenue se filtra entre su azogue y mi inquietud. Ahí afuera, si se obstinan, hasta unos dedos temblorosos pueden acariciar la esperanza, y los míos no desmerecen.
—Te regalo, Amy, una reflexión sobre mundo y lealtad: sobre el primero te diré que desconocemos nuestra condición de simples figurantes pensando en protagonismos, y evitamos reconocerlo cuando el telón de la vida se levanta y nos adjudica ese papel; respecto a la segunda, la lealtad, pregúntale a mi perro "Timbuktú", él rescató para mí todos los besos que se perdieron...
—Te lo agradezco Billie, te admiro y te quiero. Dile a tu perro que, cuando vayan a visitarte mis cenizas, le hablaré de un bichón maltés, "Lía", mi perra, en cuya piel se gasta el temblor de mis manos y el tacto que la adora.
Me mantuve en silencio, inmóvil, no podía permitir que el más leve ruido alertara a la razón y nos asediara hasta conseguir vencernos. Creí que entre diosas debía  prevalecer la lucha ególatra, la defensa animosa de un modo de vida, el discurso sembrado de palabras envejecidas y derrotadas. Nunca pensé que de aquellas internas catástrofes sólo quedaran unas tiernas miradas, las que mi mente entregada creía ver en la foto y la estatua. Seguí escuchando.
—Llévame en tu futuro, Amy, quiero tener una amiga joven que pueda prestarme sus ojos y oídos, su corazón, su alma. Mi cuerpo se cansó de andar hacia ninguna parte, el colibrí que revoloteaba en la ventana huyó y sólo me quedó la gardenia blanca que demanda una ilusión y...  mi perro "Tim".
—He venido a robarte tu jazz y... llevarte conmigo, Billie...
Se cortó. Un fuerte viento desatado acabó con el móvil en el suelo y la fotografía aplastada contra el pelo de Billie, como queriendo invadir la gardenia que lo cubría. Recogí el teléfono y evité que la foto desapareciera, regresándola a mi bolsillo. Aún permanecí durante unos segundos mirando los ojos marmóreos de la efigie que se erigía desafiante y luego, de manera pausada, me fui alejando. Cuando aún no había perdido la visión de Billie Holiday en su blanco pedestal, recuerdo que introduje la mano en el bolsillo, cogí la fotografía de mi amiga y admirada Amy Winehouse y, situándola a mis ojos dije, con afectación:
— ¿Tú lo sabías?, Amy... ¡No me mientas!...

pseudoagibílibus

Relatos FM

El oscuro vendedor de hilaturas



Hacía ya unos días, quizás unas semanas, que el oscuro vendedor de hilaturas venía sintiendo una opresión sorda a la izquierda del pecho izquierdo. No le hizo mucho caso. El día a día le exigía una concentración formidable en la consecución de sus objetivos. Pero las comidas y, sobre todo, las cenas le proporcionaban una compensación psicológica que le permitía sobrellevar una profesión que detestaba cada día más y especialmente la lejanía durante cinco días a la semana de la familia.
Otra compensación le venía por los incentivos. El oscuro vendedor de hilaturas iba para médico pero las estrecheces económicas de la familia y el cruce en su juventud incompleta de una mujer muy terrenal y posesiva le lanzaron a una existencia centrada obsesivamente en amasar dinero. Y a ello se aplicó en el mundo siempre ambicioso de las ventas sino también en la forma en que ordenó sus prioridades. En ellas no tuvieron nunca cabida las concesiones a los pequeños placeres: salir de cañas a cenar, viajar, cambiar de coche cada tres años o comprar bienes mobiliarios.
Antes bien, ahorraron hasta límites que reducían su círculo de amistades a dos o tres parejas que estaban dispuestas a dejarse sablear a cambio de su compañía, que por otro lado tampoco aportaban un dechado de alegría.
El oscuro vendedor de hilaturas y su esposa supieron mover el dinero de los ahorros para conseguir las mejores plusvalías. Jamás pidieron un préstamo ni invirtieron en riesgo. Lo suyo era ir adquiriendo patrimonio a tocateja: pisos que ponían en alquiler y terrenos que luego revendían a precios muy mejorados. La burbuja no les afectó porque lo suyo no era la promoción, sino la compra de buenas oportunidades y de gangas.
El oscuro vendedor había alcanzado ya la edad de jubilarse, pero a pesar de todo lo que le pesaba ya la profesión, era incapaz de dar el paso. Tenía un miedo atroz al escenario previsible de los días que debía llenar con inquietudes que no tenía, con la amenaza de las grandes preguntas existenciales flotando en su cabeza. Pero la tendencia del consumo de ropa para usar y tirar y el abandono progresivo de la costura al por menor provocaron el cierre del noventa por ciento de las mercerías y la empresa, que negociaba directamente con las grandes superficies, acabó por darle el pasaporte a una vida ociosa.
El oscuro vendedor entró en un estado de shock por la falta de estímulos. Por la mañana le costaba un mundo encontrar la mínima motivación para levantarse de la cama. Prolongaba el tiempo dedicado a las rutinas para alcanzar la hora de la comida, cada día más copiosa. Luego se rendía en una siesta interminable apoltronado en el sofá, mientras su mujer acudía al centro de ocio municipal para participar en el taller de macramé y en el curso de bailes de salón. Al filo de las nueve y media la mujer, de vuelta en casa, preparaba una cena lo suficientemente estimulante al oscuro vendedor de hilaturas, ya instalado en su pijama.
En el espacio de siete meses el hombre acumuló la suficiente grasa abdominal como para precisar una intervención de las urgencias médicas y la instalación, a corazón abierto, de cuatro by pass. En tres semanas, pasado el susto y medio repuesto de la depresión, comenzó a caminar por el paseo marítimo de A Coruña. Al principio se contentaba con cubrir cuatro kilómetros con andar cansino. Pero en cuestión de dos meses ya se le hacía familiar caminar durante dos horas con paso ligero hasta completar un trazado de diez kilómetros. Y al cabo de seis meses ya estaba participando en carreras populares, al principio con trotes borriqueros, para, gracias a un entrenamiento cada vez más intenso, llegar a ocupar puestos de cabeza en categorías de veteranos. Su peso en dos años bajó de los cien a los setenta quilos, y ya no precisaba medicación antihipertensiva. Sus índices de colesterol, ácido úrico y triglicéridos eran óptimos y se había olvidado de sus problemas de salud pasados. El oscuro vendedor corría y corría. Y cuanto más lo hacía, más lo necesitaba. Su vida era un monotema y su colección de zapatillas, su objeto de culto. Era la suya una afición no compartida por su mujer. Antes bien, sus horas de prácticas y los desplazamientos para competir en toda la geografía española acabaron por reducir el contacto de la pareja hasta extremos incompatibles con la conciencia de compartir algo más que el techo, y no siempre. Por si fuera poco, la intensidad del entrenamiento afectaba ostensiblemente a la líbido del veterano, concentrado hasta el paroxismo en la necesidad de reservar todas sus energías para el desempeño deportivo y la mejora de sus registros.
Al cabo de tres meses más, de regreso de su participación en la media marathon Behobia-San Sebastián, se encontró la demanda de divorcio sobre el taquillón y la casa vacía. En estado de shock reinició la senda de la comida y la bebida compensatorias que le llevaron a recuperar la grasa abdominal, el síndrome X y el pasaporte a una fría instalación forrada de baldosas blancas donde no abundaban los milagros.

Alberto Salazar

Relatos FM

Otros tiempos



En otros tiempos la soledad era una cuestión geográfica, de dificultades a la hora de movilizarse. La pertenencia a un lugar, en ocasiones, sucedía a la fuerza. Pero el mundo ha evolucionado. Hoy nadie pertenece a ninguna parte y la soledad es un capricho de quiénes desean estar solos.
Alumbrado por la frágil lámpara del escritorio, Sergio se entregaba a la compañía de sus amistades. Quién diría que aquel pequeño departamento cobijaba más de cien personas. Claro que ninguna ocupaba un lugar físico. No era necesario visitar a alguien para estar cerca, aquello era cosa del pasado. Una computadora, una conexión a internet y el planeta se inclinaba en señal de respeto. El mundo venía a uno, con un solo click.
La noche transgredía la armonía rutinaria de la realidad que asomaba por la ventana, casi como un objeto más, indiferente. A un lado del ordenador, un televisor de alta resolución transmitía noticias como un loro parlanchín, al ritmo de la frenética exposición de imágenes que se sucedían una tras otra, en un collage de sangre, hambre y muerte.
Sergio miraba de reojo, muy de vez en cuando. Pero aquella pantalla le traía lo que se perdía, por quedarse allí, delante de la pc. El teléfono celular ahora descansaba al lado del teclado, pero solía vibrar con urgencia bastante a menudo. Las voces familiares viajaban por redes invisibles de boca a oído y viceversa, no importara dónde ni cuando.
Aquello era una central de operaciones moderna. No se gestaba ninguna guerra, sino lazos de amistad por todas partes. En un segundo, a cada instante, casi por arte de magia. Ni fronteras ni distancias. El chat, la cámara, los correos electrónicos y los mensajes, yendo y viniendo, como un proceso natural en la evolución del hombre, de la tecnología fruto de su creación.
De pronto, Guadalupe dejó de responder. El le escribía, pero no había contestación. Le resultó extraño. Le preguntó a otro amigo si tenía problemas con el chat, pero tampoco contestó. Algo había pasado. Quiso abrir una página y la fatídica leyenda se hizo presente: no se podía encontrar la página. El temor de los temores, la pesadilla. Se había cortado el servicio de internet.
Buscó el router, ese aparatito ignorado, escondido lejos de la vista, del que dependía su mundo. Lo apagó y encendió. Nada. La absoluta nada. Sintió un vuelco en la zona del abdomen, una señal de malestar.
No podía estar ocurriendo. Desconectó todo. Muchas veces le habían dicho que apagando y prendiendo se solucionaban la mayoría de los problemas. Encendió, esperando el milagro.
Escuchó el ruido del disco rígido mientras el nerviosismo palpitaba en sus sienes. Pero el sonido cesó. La pantalla permaneció en negro y el fantasma del olor a quemado envolvió la sala. Corrió a desenchufar los cables pero ya era tarde. La fuente de energía había dicho basta.
Se tomó la cabeza con ambas manos, impotente. Aquello era un puñal en el corazón. Necesitaba ya mismo un delivery, alguien que conociera la ciudad y fuera en busca de un reemplazo. Se apresuró a tomar el celular, las manos le temblaban. Fue muy torpe. El pequeño aparato resbaló de su mano y cayó con fuerza al suelo. Provocó un sonido desgarrador. Una parte salió disparada debajo de la mesa y otra quedó girando sobre si misma, delante de sus ojos.
Aguardó a que ese incesante movimiento terminara, y fue como una última exhalación. Se agachó con angustia para comprobar que su celular ya no servía. Estaba hecho añicos. Pensó en Guadalupe, en sus amigos, en la preocupación que tendrían ante la inesperada desaparición. Se apoyó en la mesa, apesadumbrado. No vio el televisor y su codo lo golpeó. Cayó pesadamente, con un estruendo como corolario.
El pánico lo asaltó. Estaba solo en la habitación, rodeado de los restos de su tecnología. Era una zona de desastre. Contenía las lágrimas, por la incomprensión misma. No tenía a nadie a quién acudir, no tenía forma alguna de contacto. Por primera vez, se sentía en soledad.
Atisbó a mirar la puerta. Pero no se animaba a salir. ¿Quiénes vivirían en ese mismo piso? ¿Quiénes serían sus vecinos? ¿Abrirían la puerta para dejarlo hacer una llamada? Las dudas lo asaltaban, pero también el terror. Salir fuera de aquel lugar era una idea en la que no pensaba desde hacía tiempo. Pero debía hacerlo, respirar hondo y tener el coraje...
Tomó la decisión en un cerrar y abrir de ojos, mientras la luna engalanaba a sus espaldas el marco oscuro de la noche. Corrió a la puerta y se topó con ella. Rebotó como un saco de huesos y quedó tendido en el suelo. El picaporte no se había abierto cuando tiró de el. Lo recordó. Se activaba con una clave. La había colocado por seguridad, para que nadie lo perturbara.
Pero no la sabía. No la tenía en su mente. Para qué, había pensado en su momento. La guardaba en su correo electrónico y una copia en su celular. Se puso de pie, dolorido.
Golpeó con sus manos la puerta, esperando que alguien lo oyera. Golpeó y golpeó. Pero nadie lo escuchó. Estaban todos en sus departamentos, junto a cientos de amigos, viviendo sus vidas, sin importar el mundo, las distancias, las barreras.

Salvador Helcán

Relatos FM

La hilandera de sueños



Acuna era un pueblo pequeño rodeado de inmensos bosques,  tan reducido que solo cabía una calle, diez casas coloradas y unas escaleras con cinco peldaños que llegaban a la Casa del Ovillo. Allí vivía Marcia, la hilandera, costurera, sastra, modista e incluso telefonista, pues en su hogar sonaba el único "ring" de todo el pueblo. No era una hilandera cualquiera, tejía fastuosas telas con hilos dorados, brillantes como los ojos de un niño, tan flexibles y fuertes que aguantaban el peso de un gigante.
Aquellos hilos eran conocidos en toda la comarca. Reyes y vasallos gastaban hasta sus últimas monedas o el pan de su jornal, pues contaban que quien vestía con las telas conseguía el don de la felicidad.
La hilandera guardaba muy bien el secreto de sus hilos, pues los tejía con el material  de que están hechos los sueños. Por la noche mientras todos dormían, Marcia se vestía con un tul morado, tapaba su melena pelirroja con un sombrero gris y a lomos de Quimera, su fiel burra, recorría en silencio las calles de todos los pueblos y ciudades.
Guiada por la estrella roja que vive en la barbilla de la luna, recorría casa por casa buscando. Paraba cuando encontraba algún cristal empañado, pues cuando dormimos nuestros sueños son tan cálidos que flotan en el aire como si fuesen niebla. Una vez allí, esperaba tras la puerta de la casa y atrapaba con el tul todos los sueños que escapaban por el ojo de la cerradura. Al clarear la mañana, regresaba a la Casa del Ovillo y  en cofres brillantes guardaba los sueños.
Todos los martes a la hora de la merienda, abría las cajas y en su rueca tejía los sueños, elaboraba  hermosos hilos de colores. Verdes con los sueños de esperanza, blancos de pureza, rojos con los sueños de pasión, negros con los que dan miedo y azules como el mar (estos son los sueños de los niños ,frescos y libres).
Un día los habitantes de Acuna se despertaron con el ruido de motores. Dos camiones y una grúa rugían en la única calle del pueblo. Primero derruyeron la casa de Tomás el pastor y más tarde la casa de Rebeca la panadera, cortaron los boques y después construyeron  dos calles y edificios que escupían humo negro por sus chimeneas.
El humo era espeso y sombrío, entraba por debajo de las puertas y ventanas, tiñendo de negro todo lo que tocaba. Las ovejas, las flores, las casas coloradas, hasta los hilos de Marcia se colorearon como el hollín. Pero el humo continuó su camino empujado por el viento sin que nadie le detuviese, impregnando todo lo que encontraba a su paso. El mundo dejó de tener color y las personas dejaron de sonreír y de soñar.
Por las noches, Marcia continuaba con Quimera buscando la estrella roja en la barbilla de la luna, cristales empañados y sueños, sin encontrar nada. Y tanto caminó que llegó al Final del Mundo.
El Final del Mundo era un lugar extraño,  hacia frio y calor, lluvia y viento, allí terminaban todos los caminos, el cielo se apagaba y  allí desembocaban  los ríos. Marcia recorrió un sendero oscuro y al final, sobre una roca encontró brillando una tímida luz. Temblorosa, relucía una vela cuya cera era del color del arcoíris y en la roca escrito se podía leer:
Esta es la luz de la vida. La luz que ilumina los sueños. Si los quieres hacer volar. Sopla y se harán realidad.
Marcia sopló con gran fuerza, y la llama al apagarse derritió la cera inundando el Final del Mundo con colores que comenzaron a flotar como pompas de jabón. Al avanzar iban tiñendo el mundo de verde, rojo, azul, blanco y malva. Las personas volvieron a sonreír  y al llegar la noche, sus sueños volvieron a ser de tonos vivos, chillones, agiles y suaves como plumas.
La hilandera regresó a la Casa del Ovillo y aun hoy se le oye tejer. Así que  si alguna vez viajas a Acuna y escuchas el sonido de una rueca, para y presta atención .Con suerte, en mitad de la noche podrás ver a Marcia a lomos de Quimera, atrapando  los sueños de los que duermen, para hilar telas mágicas que regalan el don de felicidad.

Hilando cuentos

Relatos FM

La Encina



21 de septiembre, un joven senderista, incauto, confiado y perdido cerca de la Sierra de Parapanda, en medio de la noche, fría y solitaria, a temperaturas extremas, con sus pensamientos más íntimos, murmura a ratos, habla consigo mismo e incluso chilla a la reluciente luna en busca de esperanza, de un rayo de luz de futuro.

-Tengo frío, el helor de la noche está empezando ha hacer mella en mi físico, no puedo dejar de caminar, debo seguir adelante, debo seguir adelante, no puedo desfallecer, ¡debo seguir! – La respiración se entrecortaba a cada paso, en el subir y bajar de laderas, de pequeños montes sin fin. – No puedo parar, si paro, me congelo, si paro, me entra el sueño, son sólo las 3 de la madrugada, en 4 horas habrá salido el sol, y con él toda mi esperanza, sólo debo aguantar, sólo debo caminar aunque ya no sé donde estoy, ya no sé cual es la ruta correcta, la majestuoso y blanca luna ilumina mi camino, ¡pero ni siquiera ella es capaz de señalarme la dirección correcta! – Grita esto último al estrellado cielo, lleno de impotencia ante su situación, esperando ser oído por alguien, sabiéndose que sus probabilidades son escasas pero sin perder la esperanza.


Pasa una hora, y el ánimo del joven decae, el pesimismo se va apoderando de su ser, aunque sus pensamientos y lengua siguen vivos para su bien.

   -Son las 4 de la madrugada, sólo 3 horas más. ¡*****! Estoy jodido, son muchas horas ya caminando, aunque estas últimas han sido muy pesadas, un infierno, y encima creo que me he torcido un tobillo, aunque si no es torcedura es un esguince, pero no puedo pararme, no debo pararme, si me paro, muero. – Renqueando, dolorido, con paso débil y lento, con la cara, sucia, llena de sufrimiento, cansancio, donde aún podían verse rastros de surcos blancos congelados, de lo qué fue lágrimas de derrota, pero no de abandono. – Madre, como me gustaría estar ahora en casa, a estas horas llegaba de fiesta y tú siempre estabas allí despierta esperándome, advirtiéndome, pero fíjate madre, la fiesta no me va a matar, va a ser un error, un despiste, una insensatez, una estupidez, tenía ganas de hacer una ruta, de caminar por la sierra, pero por mi inexperiencia, por venir sólo, por querer hacer tanto, por mi prepotencia, por mi chulería, ¡Así me veo! – Las lágrimas de verse impotente, brotaron, creando nuevos surcos a su paso en la cara entre dulces y calientes recuerdos.


Discurre el tiempo, la luna se mueve, las estrellas desparecen y aparecen, la oscuridad en la lejanía sigue siendo igual, no hay rastro de vida, sólo silencio acompañado del inquietante soplo que de vez en cuando de una brisa heladora, que sólo trae desilusión y desesperanza al joven, que en su caminar, parece infinito y sin sentido, abatido y sin fuerzas llega al fin de su viaje, de su personal calvario nocturno.

-No puedo más. –Susurra para sí.- No puedo más. Ya me da igual todo, me duele el tobillo, tengo frío y no sé donde estoy, sólo sé que estoy cansado, harto de todo, de esta sierra, de estos árboles, de estas piedras, de esta luna, de estas estrellas, de este camino sin fin, de este frío, de este viendo desolador, de la mochila, del dolor, del sufrimiento, de las lágrimas, sólo quiero morirme. ¡Alguien que me ayude! ¡Socorro! Por favor que alguien se apiade de mí. ¡Señor sé que te he menospreciado e insultado, pero SALVAME! ¡Virgencita, por favor, perdona mis insultos y mis sátiras sobre ti y tu hijo y rescátame de este suplicio! ¡Madre! ¡Padre! –Las lágrimas brotaban de sus ojos, corrían por sus mejillas como manantial que fluye sin rumbo pero con fuerza, junto a recuerdos bochornosos, pecaminosos e ignominiosos. Cuando las lágrimas disminuyeron, en su deambular y justo enfrente suyo, como aparecida de la nada, una enorme y anciana Encina lo llama, o eso él cree. El joven se dirige hacía ella sin pensárselo, y acaba por recostarse.- Gracias anciana Encina, ya no podía más, el dolor era insoportable, y morir a tú lado ya me parece un milagro, en medio de esta soledad, yacer junto a tu tronco me parece el paraíso. Tú que has visto, vivido y oído de todo, seguro que.... –Sin llegar a terminar se quedó abatido, dormido, en el sueño eterno, con cara de felicidad junto a la Encina.



Los relatos, diferentes a las historias, el autor, puede ser Dios en el papel, y obrar milagros, y por lo tanto, haciendo uso de ese poder, me tomo la licencia de crear un final diferente, un final acorde al V Concurso de Relatos Fórum Montefrío, ya que tanto el Concurso como el relato no se merecen algo tan sencillo y banal, aunque el sufrimiento se ve reflejado, un giro de los hechos, siempre es bienvenido por el lector, así que aquí la continuación de La Encina.



Ya de día, alrededor de las 7:15 de la mañana del 22 de septiembre, un joven llamado Pedro, procedente del municipio de Montefrío,  montado en su Jeep al ir inspeccionando la ruta, que hoy recorrerán los senderistas, en la Ruta de la Encina Milenaria, ve a lo lejos, bajo la Encina Milenaria, apoyado en su enorme tronco, como si lo abrazara, lo que parece el cuerpo de otro joven, apoyado, como dormido. Se acerca temeroso al cuerpo y después de saludar varias veces enérgicamente y no recibir contestación, acaba acercándose más aún y es cuando se da cuenta que el senderista parece estar muerto. De improviso, espontáneamente, en su afán de ayudar, salta sobre el senderista, empieza a buscar señales de vida, y después de tocar varias veces cuello y muñecas, no consigue encontrar el vital pulso, de pronto, como inspiración divina, pone su oído bajo la nariz del senderista y siente como una pequeña brisa de esperanza y vida surge del mismo, y sin pensárselo dos veces el joven aldeano, monta al moribundo y anónimo senderista en el Jeep y lo lleva al puesto de socorro más cercano, salvándole la vida y dándole otra nueva oportunidad de vivir, algo que por desgracia en la vida real, algunos no poseen, pero qué aquellos que si la obtienen, la gran mayoría saben como vivir esa nueva vida, esa nueva oportunidad.

Ranx