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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

AMOR A PRIMERA VISTA


Miraba escaparates sin tener muy claro que es lo que realmente deseaba comprar, observó el reloj y maldijo entredientes: "ya es muy tarde". Las luces del escaparate fue apagándose, señal inequívoca de que ya no podría obtener nada.
Se arrebujó en el abrigo, sopló la punta de los dedos y observó que a su alrededor no quedaba nadie en la calle el frío y la oscuridad naciente incitaba a recogerse.
Un sonido le llegó desde la puerta que se abría, giró la cabeza lo suficiente para ver a las dos chinas saliendo de la tienda de regalos, la miraron como si fuera un bicho raro, se sintió estúpida allí delante del escaparate apagado, se dio la vuelta y azorada caminó hacia el cercano puente mientras sentía como se iba sonrojando. En ese preciso momento se odiaba precisamente por toda la vergüenza gratuita que era capaz de sentir hacia ella ante la más insignificante situación, odiaba su inseguridad, su falta de autoestima, la gordura de su cuerpo, y la rabia fue dando paso a la tristeza, se sentía tan desafortunada, tan anodina, tan poca cosa.
Cuando llegó al estrecho puente suspiró a salvo. Se trataba de un antiquísimo puente construido en lo que fue un estrecho callejón y que al llegar al otro lado era literalmente engullido por un edificio, una obra insólita ante los ojos de un foráneo pero tan cotidiano para ella que ni se daba cuenta de su peculiaridad.
Oyó un ruido, se paró, parecía provenir debajo del puente, recordó como de niña, ella y unos amigos del barrio habían descubierto una portezuela con unas escaleras que bajaban hacia el río, dejando al descubierto una serie de columnas y pilares sobre las que se asentaban los edificios colindantes, recordó que había una chabola construida por un extraño mendigo, que rehusó vivir en ningún otro lado. Hoy, era un lugar tenebroso, oscuro, inexpugnable.
Se asomó a la barandilla, seguía oyendo ruidos, pensó en que quizá fueran patos o ratas o quizá un nuevo indigente, de losa muchos que comenzaron a aparecer en el pueblo en los últimos tiempos. Con medio cuerpo fuera intentó apreciar en la oscuridad al o a los artífices de ese ruido, estaba concentrada en esa tarea cuando sintió algo en su hombro, dio un grito y se giró de un salto, el rubor acudió de a su cara, se hallaba ante ella un hombre joven con cara desconcertada, casi asustado sin saber qué hacer. Ella reaccionó antes que él:
–Me has asustado.
–Perdón, no era mi intención; no soy de aquí y estoy perdido, además de helado. ¿Sabes si hay algún café cerca?
Con la cara ardiendo porque aún en la débil luz de las farolas podía ver que se hallaba ante un ejemplar impresionante de adonis herculíneo.
–Sí, claro, tienen un irlandés en esta misma calle, un poco más adelante –indicó señalando con el dedo mientras sentía una flojera en sus piernas y un no se qué en el estómago.
–Disculpa mi atrevimiento, pero ¿podrías acompañarme? Me siento perdido y necesito compañía. Sólo será un café, te lo prometo.
Ella únicamente podía escuchar esa voz tan sensual, con un extraño acento, ¿argentino quizá?, huy.... ¡Hablan tan bien de los argentinos...!
–¡Por supuesto, no tengo nada mejor que hacer! –respondió con una sonrisa. Un pensamiento cruzó su mente: "no me he puesto roja". Se sentía extrañamente segura; ¡qué pensarían al verla entrar con semejante monumento! Eso daría de qué hablar a todo el pueblo durante seis meses.
Caminaron juntos y en silencio, de vez en cuando ella miraba al joven sorprendiéndose de que éste la mirara tan fija y extrañamente, se sintió complacida, en la cara de él se reflejaba cierta atracción.
–¿Eres de fuera? –le preguntó
–Sí, de bastante lejos, llegué hoy.
Ambos entraron en el café, no había gente, apenas un par de hombres en la barra y el camarero. Pidieron un par de cafés y por acuerdo tácito y silencioso se fueron a sentar en uno de los reservados.
–¿Y qué haces por aquí?
–Digamos que ha sido accidental.
–¿Se te ha estropeado el coche?
–¿Eh?, sí, eso es.
No supo en qué momento comenzó a mirarle fijamente y con descaro, a la luz del bar podía distinguir con claridad las líneas de su rostro, tenía unos hermosos ojos verdes, de un verde que jamás había visto, parecían desprender luz, sus labios eran carnosos, sensuales, el mentón firme partido por un hoyuelo que aportaba masculinidad y belleza.. Le subyugaba aquel extraño, tanto que deseaba poder tocar su rostro. Sentía un calor suave que le invadía las entrañas, fantaseo en cómo estaría desnudo.
El desconocido la observaba en silencio, como si prestara atención también a los rasgos de ella..
–Eres perfecta –dijo de repente.
–¡Huy, no me digas eso...!
–No, en serio, nunca había visto una mujer como tú.
–Gracias, tendría que adelgazar...–Se mordió la lengua, ¡qué estupidez! ¡Mira que resaltar su gordura! ¡Vaya forma de seducirle, justo mostrando sus defectos!
–¡Noooo! ¡Qué dices! ¿Estás loca? Estás perfecta tal y como estás te aseguro, si estuvieras más delgada no me habría fijado en ti.
Con el café en la mano y la boca abierta por el estupor, atinó a cerrarla luego de unos segundos, tras tragar saliva y preguntar:
–¿Te habías fijado en mi? ¿Te gusta como estoy?
–¡Por supuesto! Llevo aquí todo el día, te he visto en varias ocasiones pero tú no te has fijado, eres sin duda la mejor mujer que he visto, la que más me ha gustado.
Ella lo miró anonadada, no sabía por qué, pero sentía que se le embotaban los sentidos, sólo podía mirarle, mientras las últimas palabras del desconocido rebotaban como un eco en su cerebro "la mejor que he visto,", quiso besarle, quiso llorar, quiso lanzarse sobre él, abrazarlo.
Él se acercó hacia ella, tan cerca que ella podía percibir su aliento, no pudo más...Cerró los ojos y se dejó envolver por una cálida sensación de deseo sexual incipiente, sintió el primer beso, sintió los labios cálidos y envolventes de él, sintió las manos de él recorriéndola.
Quería más y más, abrió los ojos, se sentía febril, se sentía loca de deseo, de necesidad de ser poseída.
–¡Vámonos de aquí!- atinó a susurrar.
Él se levantó, agarrándola de la mano y sin dejar de mirarla. Ella se dejó llevar, una vez fuera del café él la atrajo hacia sí, ella se apretó, se sentía enloquecer.
–¿Quién eres, de donde vienes?
La respuesta llegó en forma de besos apasionados, de caricias que la hicieron gemir, era tanto el deseo que él le provocaba que se sentía enferma, verdaderamente enferma..
Llegaron al puente, ya no era dueña de sí misma, su cuerpo simplemente se hallaba descontrolado, él la llevó hacia la portezuela, un atisbo de antiguo miedo visceral la sacudió.
–¡No, ahí no!
Pero él la arrastraba en silencio. Ella volvió a gemir, se dejó arrastrar. Entre la penumbra pudo observar una luz tenue, ¡la chabola del viejo! ¡Todavía está en pie! El hombre abrió la puerta, una luz imprecisa iluminaba el interior, parecía sorprendentemente cómoda, caliente y limpia.
–Vivo aquí –musito él, no tengo otro sitio, mientras recorría con la lengua el lóbulo de su oreja derecha.
–¿Aquí? ¿Por que aquí? –susurró ella.
–Vengo de lejos, de muy lejos, no tengo dinero.
Giró alrededor de ella, acarició su pelo, sopesó su cuerpo, la miró con una fuerza tal que ella se estremeció.
–Eres perfecta.
Ella sólo quería quitarse la ropa, únicamente deseaba ser poseída por él, nada más tenía importancia, nada más existía.
–Desnúdate –escuchó.
De manera automática se sacó toda la ropa con los ojos cerrados mientas imperceptiblemente se balanceaba, sentía su cuerpo vibrar, prepararse para lo que iba a acontecer.
Sintió que él se situaba por detrás, le abrazó por la cintura, ella simplemente se dejó hacer, no podía luchar, ni hacer nada más, sintió como él la movía, la situaba, ella sólo deseaba, sólo quería ser penetrada, lo necesitaba. Gemía.
–¿Quieres saber de donde vengo? De muy lejos, de otra galaxia, de un mundo que desapareció, soy el único de mi mundo, necesito una compañera, necesito procrear.
Desde la penumbra inconciente las palabras llegaron a su cerebro, una pequeña alarma hizo el intento de aparición, pero el placer desenfrenable  era más fuerte que esas palabras sin sentido.
–Yo puedo ser tu compañera, tómame.
–¿Estás segura?
–Sí, sí.
Los movimientos de él le causaban un placer tan grande que apenas podía respirar, le sentía dentro, penetrándola, horadándola, deseaba recibirle, deseaba sentirle.
–Serás la madre de mi progenie.
Los gritos de placer de ella se sucedieron, un orgasmo feroz y largo la sacudió y perdió el conocimiento.
Luz.
Parpadeo.
Luz. Poco a poco fue reaccionando, abrió los ojos, él estaba a su lado, sentado en el jergón en el que se encontraba ella tumbada.
–¿Qué ha pasado?
–Te mareaste, fue demasiado para ti.
Ella cerró los ojos un momento, se pasó la mano por la frente.
–¿Sabes? No sé bien lo que ha pasado pero sí que me ha gustado.
–Lo sé –dijo él.
–No te lo vas a creer, pero mientras estaba sin conocimiento soñé que me decías q eras un extraterrestre –rió.
Su carcajada se quedó vibrando en el aire esperando una respuesta por parte de él, se asustó al ver que no reía.
–Eso no lo soñaste –dijo.
–¿Qué? –preguntó mientras pugnaba por incorporarse, sin poder conseguirlo.
Con pánico y asco descubrió que desde sus pechos hacia abajo estaba envuelta en una especie de crisálida, de capullo e intentó desprenderse de la parte que le cubría el abdomen, descubrió horrorizada como su vientre estaba abultado. ¡Estaba embarazada!
–¿Qué me has hecho?
–No te preocupes, es lo normal, te he fecundado, en mi especie todo es muy rápido.
Sintió un movimiento en su vientre
–¡Se mueve! –exclamó.
–Eso es que se acerca el momento.

Comenzó a sentir un dolor intenso, aterrada comprendió que iba a dar a luz.
–Me voy –dijo él – no es muy agradable para mí.
–¡Espera! – fue el grito desgarrador de ella..
Él no supo bien que hacer, se quedó mirándola.
El dolor se hizo más intenso, más fuerte, gritó al tiempo que sentía que algo se deslizaba suavemente entre sus piernas. Respiró, todo había pasado, se sentía bien, débil pero bien, pugnó con la especie de tela de araña que le recubría, quería ver como era el ser al que acababa de darle vida.
–Bueno ahora me voy –repitió él.
–Espera no puedes dejarme sola, ayúdame, quiero ver qué es lo que he tenido.
–No puede ser- respondió enigmáticamente él –los pequeños todavía no están preparados.
–¿Pequeños?
–Sí, has tenido varios.
–¡Espera! ¿Son tú? ¿Esa es tu forma?
–No, yo fui diseñado para ser así y para atraer con mis feromonas a hembras de tu especie, para poder asegurar la supervivencia de la mía, soy un producto genético modificado, mis hijos nacerán con su apariencia verdadera, pero podrán metamorfosearse en apariencia humana.
La atención con que ella escuchaba fue interrumpida por un penetrante dolor abajo. Gritó con todas sus fuerzas.
–¿Qué pasa?
Observó horrorizada como la crisálida parecía bullir, mientras ella sentía un dolor.
–¿Qué está sucediendo? –volvió a gritar.
–Nada, te dije que no iba a ser agradable.
Sintió que algo subía hacia arriba por su vientre y pugnaba por salir, estupefacta vio asomarse a través de los pegajosos hilos la cabeza de la que parecía una mantis religiosa que le observaba, gritó y gritó y siguió gritando al descubrir horrorizada como la pequeña mantis o lo que fuera le desgarraba con sus mandíbulas dejando a la vista las vísceras internas.
–Me voy –dijo de nuevo él –Me olvidé decirte que en mi especie, las hembras son devoradas por las crías, te lo dije: tú eras perfecta...
Salió dejando tras de sí unos gritos cada vez más ahogados y un siseo de mandíbulas cada vez más audible.

Sarete

Relatos FM

No dejes de peinarme antes de dormir


Todavía la llevo en mi mente. Yo era un estudiante universitario que llegaba muy temprano a la parada del tranvía para verla siempre allí. Era una muchacha de ojos claros, alta, frágil y delgada como un maniquí.

Ella siempre tenía la misma rutina cuando esperaba en la estación: sentada, mirándose en un espejito y con un pintalabios en la mano se retocaba esa boquita y las pálidas mejillas. Siguiendo con su acicalamiento sacaba un cepillo, de su colorida bolsa, y peinaba su largo cabello castaño hacia atrás. Finalmente se perfumaba con colonia de jazmines y cubría, con un velo blanco, su fina cabeza. Era toda una ceremonia de coquetería.

Trataba de buscar su mirada cada mañana, pero ella ni se fijaba en mí. Llegaba el tranvía puntualmente, estropeando su ritual de belleza, y subíamos. La damisela se situaba muy lejos, como queriendo huir. Pero con tan solo verla me alegraba todo el día.

Pero un día ya no pude esperar más, sabía que tenía que decidirme para así cumplir el destino de nuestras vidas. Llegué muy temprano a la estación y la vi allí como siempre: con sus cosméticos en las manos a punto de embellecer su fino rostro. Esquivando a la muchedumbre me dirigí hacía ella. Me vio y esquivó su mirada hacia los carriles; sin embargo, mi osadía pudo más. Me acerqué con sumo respeto y le pregunté por la hora. No me contestó y solo dirigió su mirada al puño blanco de mi camisa que dibujaba la silueta de un reloj. Me avergoncé al verme descubierto, pero ella sonrío, dejó sus retoques y empezamos a hablar como si nos hubiéramos conocido toda la vida. Pude saber que se llamaba María Ángeles, que trabajaba en una tienda de modas en el centro de la ciudad y que era unos pocos años mayor que yo. Tenía un hablar alegre, era carismática y llena de vida.  Éramos iguales.

Desde ese día siempre nos esperábamos en la estación y subíamos al tranvía cogidos de la mano, fue un noviazgo muy apresurado. Se bajaba dos paradas antes, y la despedía con besos volados desde mi ventana y agitando mi sombrero. No me importaba lo que la gente pensara.

Pasó el tiempo entre risas, distracciones y citas, pero aún así me gradué de profesor de primaria e inmediatamente le propuse matrimonio. Ella aceptó gustosa. Jamás fuimos tan felices como esa vez.

Lamentablemente no tuvimos hijos y nunca quisimos saber a quién o a qué se debía. Eso nos hizo unirnos todavía más. Todas nuestras alegrías y pocas tristezas las compartimos juntos. Los dos solos nos enfrentamos a la vida y al tiempo que ya empezaba a volar.

Siempre reíamos y festejábamos a cada instante. Cualquier simple acontecimiento agradable era toda una fiesta. No recuerdo que se enfadara nunca. Jamás discutimos.

Cada vez que descansábamos del trabajo nos aventurábamos en cada paseo. Salíamos casi al amanecer sin saber realmente a dónde ir. Solo obedecíamos a nuestros instintos para dirigirnos al lugar apropiado, pero siempre llevaba consigo su neceser de maquillaje antes que otra cosa. Algunas mañanas nos encontraba una playa lejana; otras tardes, las altas montañas nos deslumbraba; y otras noches, una buena película de moda nos hacía estremecer. Éramos el uno para el otro. Era, además de mi buena esposa, mi confidente ideal y mi mejor amiga. La vida nos sonreía.

Todas las noches, antes de dormir, ella cepillaba su cabello donde ya dejaba aparecer algunos hilos de plata que coquetamente ocultaba. Para mí, el envejecer juntos, era una gran recompensa de la vida, y señal de que el tiempo no perdona a nadie. Luego de su acicalamiento también me peinaba religiosamente, y yo le preguntaba el porqué de esta comunión si ya nos íbamos a dormir. Sonriente me contestaba que lo hacía para que cuando nos encontráramos en nuestros sueños sigamos estando guapos. Yo reía a grandes carcajadas, y me admiraba de su gran imaginación.

Los años corrieron y nos jubilamos. Tuvimos así mucho más tiempo para disfrutar juntos. Seguíamos cogidos de la mano y besándonos en las calles con la misma pasión del primer día. Los jóvenes y no tan jóvenes, nos quedaban mirando y cuchicheando. Como siempre, no nos importaba lo que la gente dijera. La vida se nos hacia tan corta que no malgastábamos nuestro tiempo en cosas mezquinas.

Un aciago día nos comunicó que ya habíamos vivido mucho tiempo, juntos y felices, y tenía ella que partir antes que yo. La despedí peinándola y maquillándola como ella solía hacerlo. La vestí con el vestido que más le gustaba. Brillaba radiantemente en su lecho adornado con flores del jazmín. Quería que la siguieran viendo hermosa cuando se encontrase en el otro mundo donde sabía que me esperaría. Rogué a la vida que mi estancia en este lugar terminara pronto. Solo éramos aves de paso.

Ahora, ya sin su presencia, mi ilusión se ha acabado. Solo mitigo mi soledad yendo cada mañana a ese sitio en donde antaño existió esa parada del tranvía. Ese bendito lugar que me hizo fijarme en ella por primera vez. Y cuando llega la noche, antes de dormir, peino mi cabello cano y me echo ese perfume de jazmines que tanto le gustaba. Quiero que al sumergirme en mis sueños me encuentre todavía atractivo para ella.                                                                                                                 

San Lázaro

Relatos FM

Saeta (de sangre)


Cae la tarde y arden las veladoras bajo el altar de San Sebastián donde Amparo se hinca antes de cada trabajo. La asesina ora en pos de protección –sabe que ya no tiene quince y se siente vulnerable, a pesar de sus sobradas habilidades. Musita una letanía, ininteligible por demás, y extrae del santo, hecho en cera natural, una diminuta flecha de oro, que acomoda en uno de sus pechos.
Por el agujero que ocupaba el pequeño dardo asoma una gotita roja que se torna escalofriante hilillo púrpura en su leve recorrido.
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Amparo aguarda bajo una farola. Un sitio oscuro, poco transitado, contiguo al más escabroso bar de la ciudad. El punto perfecto para una prostituta. Pero las pelanduscas de la zona ni siquiera osan en disputárselo. Saben quién es ella y lo que aguarda.
Roger, su objetivo, sale finalmente del bar, bastante achispado y gritando junto a otros compañeros. Un metro setenta y cinco, ni viejo ni joven, fornido de talle. "Policía y putañero", explicó la clienta, una de sus tantas mujeres, que se creyó la única.
Parten los hombres por distintas callejuelas. Roger casi la tropieza en su camino a la parada. Amparo susurra una invitación. Éste la atiende sólo en honor a su hombría. La falsa meretriz solicita candela para su cigarrillo. A la lumbre del yesquero, el viejo polizonte adivina el brillo de la muerte en sus ojos.
El golpe del hombrazo la toma por sorpresa. Ella le lanza un puñalillo a la cadera para neutralizarlo. Lejos de intimidarlo, Roger se lo extrae con furia y lo ondea, buscando abrirle el bajo vientre. Amparo lo esquiva con desesperada habilidad y le arroja una pequeña bombona de gas lacrimógeno para aturdirlo. Malherido y todo, hace falta más que vahos irritantes para derrumbar a un curtido esbirro de la ley.
Huye Amparo hacia el destartalado auto de la esquina, seguida de las balas que escupe la pistola de Roger. Uno de los proyectiles le muerde el tobillo, y el ígneo dolor, cual mantra, la conecta en pensamiento a la imagen de San Sebastián, erizado de doradas flechas. Sus labios, empero, invocan un extraño, sobrecogedor nombre.
Ya próximo a su escondrijo, ve Amparo caer a Roger de hinojos, presa de calambres en las piernas. Con la altivez de saberse ganadora le planta un disparo –con cuidado de no matarlo. Se acerca a su cuerpo con una gran borla de algodón, que deja caer sobre la herida.
–Maldita- le reprocha Roger, en provecho de su último aliento.
–Eso díselo a esta- espeta Amparo, sacando una foto de la clienta, que deja caer en su pecho.
Empapada la borla en sangre, Amparo la guarda en una ziploc y le clava la flecha en el corazón. Al darle el tiro final, el nombre de la clienta queda a medio decir en la ahora pálida boca de Roger.
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A salvo en la rancia, oscura tibieza de su buhardilla, Amparo se planta ante la imagen de San Sebastián, católica estampa en la que pervive por atávicos apelos de la tradición yoruba la presencia de Oxossi, señor de la cacería y la provisión, a quien dedica la sangre de su ulterior objetivo, que exprime de la borla en el negro caldero que reposa a los pies del altar.
Antes de marcharse a dormir, revisa Amparo con inquietud el número de flechas doradas que martirizan a su San Sebastián. Es pequeño, y sabe que irá en descenso. Hasta que quede una. Una saeta que deberá clavar en su corazón, y entregar su alma a Oxossi. O clavarla en el corazón de su más querido ser, a cambio de su ya pactada muerte.

Armagedón

Relatos FM

Un tal Heráclito

                                                             
Aquél que viene allá lejos me parece que ese tal Heráclito, si, es él, lo reconozco por ese modo tan altanero de caminar, como pendiendo del cielo, como oliendo mal. Tipo molesto si los hay, se-guro que viene a repetir otra vez su frase Nadie se baña dos veces en el mismo río, seguro que viene a explicar de nuevo que ni el río ni el hombre son los mismos en la segunda oportunidad. Cómo se ve que no tiene otra cosa que hacer que andar molestando a la gente con esas cosas raras que piensa, justamente, porque no tiene otra cosa que hacer, es un círculo vicioso, una rueda de nunca acabar, como la de los perros que dan vueltas porque se corren la cola y ésta se les aleja porque dan vueltas.
Pero que mala suerte tengo, ¿justo aquí se le ocurre venir a este cargoso? con lo tranquilo que yo estaba, panza arriba, a la sombrita del olivo, un perfecto día de verano con el vaso de vino en una mano y la caña de pesca en la otra.
Sólo deseo que no pique ningún pez así no tengo que ponerme en la desagradable tarea de tiro-near para sacarlo del agua, ni de matarlo quebrándole el gaznate para que no sufra. Si no lo hago, los peces mueren mirándome sin parpadear, boqueando como si estuvieran haciendo argollas de humo, como si quisieran fumar el último cigarro del condenado. Mueren boqueando en el vano in-tento por gritar, sus últimas palabras. Yo he intentado escucharlos pero ha sido en vano, por mayor que sea el silencio, nada, se ve que el pescado es de lo más mudo que viene en animales, es un mu-do involuntario el pobre infeliz. Se ve que Dios le da pan al que no tiene dientes y voz al que sólo tiene estupideces para decir, como ese lunático de Heráclito.
Parece mentira pero los hombres nunca aprendimos a leer los labios de los peces, a lo mejor las pobres bestias se queden afónicas por el impacto emocional que les provoca ese momento tan críti-co de transición entre la condición de Pez y la de Pescado, un cambio que para ellos no es sólo gra-matical. Quién sabe si los recién promovidos al rango de Pescados reflexionarán sobre estos aspec-tos existenciales, quién sabe si tendrán tiempo para ello considerando que acaban de sentir un pin-chazo en el gaznate y una fuerza interior que los hace a ascender hacia las alturas. ¿Cómo será to-mado en cuenta dicho fenómeno en la comunidad acuícola? Tal vez los tirones que los desdichados ictícolas dan al sedal sean manifestaciones de rebeldía, o acaso sean una triquiñuela para ganar unos preciados segundos y despedirse de sus semejantes. Quién sabe si en esos instantes el elegido reci-birá halagos y buenos augurios de sus seres queridos. Tal vez no, tal vez sólo vea señales de condo-lencias, adioses con las aletas y palabras de tristeza. Si la sociedad hidrológica tiene el mismo espí-ritu que la nuestra, es de esperar que sólo escuche burlas y denuestos.
Pero los habitantes hidrofílicos han de tener sus propios códigos rituales al respecto, han de ser igualitarios y transversalitas por antonomasia, pues deben saber que nadie regresa de allí arriba, desde el cambio de fase, desde el limbo de los peces, un mundo misterioso al que la comunidad húmeda le llamará "El Cielo" a secas, un mundo ocupado por seres imaginarios que ejercen una ra-ra justicia sobre sus súbditos escamosos. Con sus anzuelos y señuelos estos antropomorfos entes mitológicos manejan los hilos –nunca más literal– de la vida y la muerte subacuática.
No sabemos cómo es la cultura de la piscicultura, tal vez los peces tengan un mensaje profun-do que darnos y cuando boquean en nuestras manos de pescadores triunfales nos estén diciendo ¡Dios! ¡Dios! o ¡Aleluya! ¡Aleluya!. A lo mejor en el idioma pisciforme dos bocanadas tengan un significado extenso, por ejemplo: ¡Así que esto era el tan famoso más allá!, o quizás: ¡Libérame mi amo, no degrades aún más tu ya precaria ética con esta muerte indigna! Quizás, sabiéndose ya per-didos, adopten una actitud revanchista hiriéndonos donde más nos duele: ¡Sí, es verdad, me has pescado y he de perecer en lo inmediato, pero al menos de mí no se burla la gente a hurtadillas sugi-riendo que mi esposa me engaña con el panadero del pueblo mientras salgo de pesca!. Puede ser que unos pocos individuos, de seguro mal vistos por sus vecinos, formen parte de la resistencia pesque-ra, puede ser que en un abrir y cerrar de boca estos guerreros lancen su grito de consigna ¡Liber-taaaaaaaad!, o que en una última valentonada nos desafíen con un ¡Máteme nomás y ni espere que parpadee, tiene en sus manos a un soldado con verdaderas agallas! También es posible que todo es-to sean especulaciones mías y sólo digan frases  ayunas de una segunda elaboración conceptual, fra-ses al estilo de ¡Aagggghh, me asfixio! O ¡Agua! ¡Agua!.
Como fuere, lo cierto es que hay que tomarse el trabajo de sacrificarlos descogotándolos para evitarles el padecimiento. Y para que se callen de una vez por todas.
Luego hay que ponerse a descamarlos raspándolos con un cuchillo a contrapelo, bueno, a con-traescama estaría mejor dicho; hay que dejarlos bien limpiecitos por fuera y abrirles la barriga con un corte sagital ventral en el sentido antero posterior y sacarles el triperío de ahí adentro. Esta es una práctica de cirugía exploratoria a la que podríamos definir como de extroversión forzosa e inva-siva del futuro filete, un verdadero asco que deja todo apestoso de olor a cadáver de pescado por va-rios días.
De sólo pensar en todo esto ya me agoté, pescar es lo peor que me puede ocurrir cuando salgo a pescar.
Sin embargo este deporte no olímpico es el pretexto ideal para escapar un rato de mi esposa y su agobiante rutina hogareña. Al regresar a casa, aunque lleve la canasta vacía, ella me recibe como a un héroe y me alienta a no darme por vencido, a no cejar en mi lucha por obtener un trofeo de las profundidades, está de buen humor y de seguro que ha comprado pan recién horneado para festejar mi retorno.
Lo que sí puede arruinar un día perfecto como este es que llegue ese tal Heráclito. Y estoy se-guro es ese tipo que viene ahí porque no es ni parecido a Heráclito, es decir, ya no es el mismo que entró al agua la primera vez. A todos los del vecindario nos tiene cansados, cada vez que él se baña, al río se le cambian el nombre y el trazado, ya no nos acordamos cómo se llama ni por dónde pasa. Ojalá que hoy, cuando este sofista charlatán esté nadando, venga una creciente repentina y se lo lle-ve hasta otro pueblo rodando como un tronco. O mejor aún, ojalá que un remolino lo mantenga su-mergido y que los peces lo vean boqueando por un poco de aire y se pregunten qué máxima filosó-fica les estará queriendo decir. Ojala que se ahogue y que pase, en un instante fugaz, de la tan men-tada condición de Ser a la de Era. Y que para siempre se deje de molestar. Aunque ahora que lo pienso mejor, cambié de opinión, prefiero que no venga la creciente...a ver si encima se hace reali-dad el famoso refrán A río revuelto, ganancia de pescadores.

Chaveta

Relatos FM

MARZO 2007


El mar estaba a mis pies me creía que era dueña de un mundo que al despertar no era mio,Era un paisaje idilico .Aunque me extrañaba aquella tranquilidad que el mar solo la da.
Pero...¿ Dónde estaba?.
Cuando aquella lucidez estracta veía cosas irreales.
Gritaba .¡ Mamá!. La veía . No me respondía. Me volvía a preguntar ¿ Es que ya no me quería?
Preguntas internas sin respuestas.
Volví a gritar el nombre de mi pequeña,
¡ Miriam! . Respuesta nula.
¿ Dondé estaba?.
Quería una piedra para romper el cristal que solo erá real en mi cabeza.
Mis fuerzas escasas hacía que volvira a dormir agotada,
¿ Por qué estaba tan agotada?.
Ya no estabá al pie de ese mar hermoso que soñaba y daba paz.
La cruda realidad era muy diferente,
Mi cuerpo yacía inerte en una fria U.V.I.,antesala de la vida o muerte.Había momentos que lejanamente escuchaba una voz que rebosaba humanidad .Con su bata blanca me atusaba y decía que erá la más guapa.
En la frontera tan fina entre la vida y la muerte diferenciaba de mánera nebulosa batas de colores que me hablaban con dulzura y cuyos oidos percibian aquella humanidad cálida dentro de la frialdad de aquella sala que podia convertise en el final de mi vida,
Me encendian la tele pero era tan grande mi agotamiento que volvía a dormir.
Erá unas visiones que la soñolencia de los medicamentos me causaba.Erá una paz que hacía tiempo yo buscaba de mánera involuntaría.Era una lucha entre el misterio de la vida y la guadaña de la muerte.
Mi cuerpo estaba rodeada de máquinas facilitando que no traspasara la frontera.Era vital que aquella guadaña no me llevara.Una lucha que en este caso ganó la vida,
El sonido de las máquinas era lo único que rompia la paz pero simbolizaba que estaba viva.
Se que hubó días complicados pero uno de ellos fue el más gratificante.
Estaba despierta pedí que me dejarán ver la televisión no se como lo dije porque un gran tubo me impedía hablar. 
Absorta miraba la tele cuando sentí una mano suave que me acarició .Me dío un beso dulcemente que tanto necesitaba.Giré la cabeza y con su voz dulce me preguntó:
- ¿ Me conoces? ... Con un sonido muda respondí .
- Si.
Erá mi madre.
Con ella entró una persona que con mentiras maquilladas de sinceridad mintió jugando con los sentimientos de una moribunda,
Ha pasado el tiempo y te das cuenta que hay personas llenas de ingratitud .
Será que ni odio,ni quiero.Solo me une un vinculo de vida que nunca se romperá porque es mi hija,
A esa persona la respeto de manera indiferente.
Mi muerte hubiera sido mi ansiada libertad .Pero... Para mi família una gran perdida .
Para la familia de mi pareja un sueño perfecto.Su único deseo quedarse con mi gran tesoro solo por interés ,nunca por amor.
Nunca lo comprederé.
Mi vida quedó dañada fisicamente .Psicólogicamente por palabras y recuerdos que no quiero olvidar.
Aunque digan que no su odio sobrevuela mi cabeza.

Mª ESTHER

Relatos FM

Hombre orquesta


Una prole de instrumentos musicales bien anudados le recorren todo el  cuerpo, como
una segunda piel, y el sonido se superpone a la carne y a los huesos, quienes callan con  resignación. No es muy alto, más bien contrabajo, y a cada paso que da el ritmo lo engulle todo, ensordeciendo lo que le rodea.
¡Vete con la música a otra parte!, es la frase que más veces escucha al cabo del día, palabras que retumban en su interior como un gong descorazonador. Empujado por su espíritu abnegado, recorre las calles interpretando un solo que le desgarra, improvisando conciertos en solares, inventando marchas nupciales para parejas que nunca se conocerán, poniéndole banda sonora a su ostracismo. Agota las horas perdidas de la noche vagando por la ciudad y se le amanece entre do re míes y fa so la síes. Cuando llega la hora de volver al barrio lo hace apesadumbrado, con el trombón palpitándole sobre el pecho y los platillos temblándoles en la espalda, sabedor de que los vecinos le obsequiarán con cubos de agua arrojados con premeditación desde el vacío de las ventanas, atascando la boca de su tuba y borrando las partituras que encuentra rebuscando en los contenedores de basura del conservatorio de música.
Pero el hombre orquesta no se desanima tan fácilmente. Tan pronto como ha secado sus
instrumentos al sol, una marabunta de notas y compases agrietan el silencio hasta romperlo en pedacitos. Con la llegada del otoño, las gentes de aquí y allá se llevan las manos a los oídos,acusándolo de ser el responsable de las interminables lluvias, otorgándole al hombre orquesta un poder creativo desmesurado. Agazapado tras la sordina de su trompeta, haciendo oídos sordos a los improperios de los demás, va esquivando los charcos mediante rimbombantes piruetas que a punto están de empaparle, subrayando el suspense con un acertado redoble de tambor, imaginándose el rey del escenario. Cuando llega a casa no hay familia que le espere, sólo tres tristes tigres adormecidos en el cuarto de baño que parecen haberse tomado al pie de la letra aquello de que la música amansa a las fieras.  Mientras tira de la cadena del váter suena un scherzo y piensa que ojalá le devorasen sus mascotas, pero para colmo de males los
felinos son vegetarianos hasta la médula.
Un presagio de marcha fúnebre va envolviéndo a la casa y todas las puertas se cierran en un desconcierto de chirridos, desafiando a su inquilino y pareciendo decir:"hasta aquí hemos llegado". El hombre orquesta decide echarse al cuello las cuerdas de su aguerrido violín y dedicarle un réquiem a su propia existencia. La música es el menos molesto de los ruidos, le recuerda el tic tac del metrónomo con forma de Napoleón. Un último adiós al mundo -se dice-, mientras observa a través de la ventana como nadie repara en su trágico fin, hasta que doblando la esquina un bamboleo de femeninas formas le devuelve unas repentinas ganas de vivir.
En menos que canta un gallo se pone en la calle y se construye un marco de incomparable bucolismo gracias al rasguear enternecido de los dedos en el ukelele.
El hombre orquesta ha perdido la cabeza por una mujer, mujer orquesta, por supuesto, quien le mira con un continuo pestañeo de acordes acompasados. Ella es virgería pura, mil curvas que se niegan a ocultarse tras el traje de instrumentos musicales, un prodigio del saxo opuesto. La armónica sonrisa se adivina detrás de la harmónica y unos ojos como punteos de guitarra eléctrica hacen que al hombre orquesta se le temple todo el cuerpo, desde el clavicordio a la mandolina. Él  la invita a interpretar un dueto en su casa y ella acepta. Suben las escaleras, tocan y se dejan tocar,  y ella demuestra ser toda una experta en lo referente a encabalgar el estribillo con el  ritornelo,colocando un scherzo en la punta de la lengua y dando al traste con las formas preliminares.
El hombre y la mujer se quitan la orquesta que llevan a cuestas y se acuestan, mientras la música cesa a ritmo de caricia y las puertas vuelven a abrirse con un leve ronroneo, sin molestar. Unos días después,  el yo te beso-tú me besas  torna en compromiso,
se juran amor eterno y lo pregonan a bombo y platillo con los tres tigres y una mosca como testigos. Los días pasan como trenes de alta velocidad,  llevándose por delante todo rastro de tristeza, y la pareja se abandona el embeleso más tronante sin atender a lo que sucede fuera de esas cuatro paredes. Los vecinos, aturdidos por el exceso de románticas tonadillas ejecutadas al unísono, van abandonando en tropel el edificio, carentes de toda sensibilidad, hambrientos de un pretendido silencio que les dé a sus existencias cierta sensación de estabilidad.
Era menester que de tan fecunda jácara no tardasen en brotar melifluos frutos.
Así que, unas semanas más tarde la mujer orquesta le pide a su hombre orquesta que afine el oído y le susurra el cantar de los cantares:
-Estoy embarazada.
La algarabía más estentórea irrumpe en la casa, los tigres se despiertan y aplauden a su amo, quién entre lágrimas pergeña una sonrisa que se le sale de la cara por los dos lados, incontenible. Tras nueve meses como nueve sinfonías de Beethoven la mujer orquesta deslumbra  con su más esplendorosa composición al hombre orquesta, quien ya  sueña con enseñarle a su recién nacido todos los secretos de los ritmos musicales, las propiedades de cada instrumento y las diferentes cadencias al cantar. Pon torrón torrón, interpretan sus nudillos nerviosos sobre la marmórea mesa de la sala de espera, pon torrón torrón. La puerta se abre como a trompicones y un doctor cuya pálida piel se confunde con el blanco de su bata irrumpe en la habitación. El hombre orquesta se levanta bullicioso y una pregunta se le dibuja en el ancho rostro.
-¿Niño o niña?
El doctor se mete las manos en los bolsillos y baja la vista hasta la punta de los pies, pero acto seguido sube con los ojos y busca al padre.
-Gemelos...los dos sordos.

Ivan Ilich

Relatos FM

El éxito


Eran las once cuando el grupo salió de la zona restringida. Durante la espera, Hector se había entregado a la agradable letargia con la que el murmullo del aire acondicionado arrullaba su cuerpo, mientras las luces del techo formaban una constelación vaporosa. La irrupción del grupo de trajes y faldas oscuros en el vestíbulo desierto lo arrancó de sus sueños, a la manera de una mala hierba que hubieran sorprendido en un huerto modelo. Se puso de pie como un autómata y corrió a saludar a los delegados con un rictus que dibujaba en sus mejillas las arrugas firmes de una sonrisa fracasada: el deseo de escenificar una acogida afable se resquebrajó ante la mirada atónita del grupo. Frente a la frialdad de ese primer contacto, decidió recurrir a las técnicas coreográficas que había ensayado previamente, con la intención de dejar una inmejorable impresión al grupo. Su brazo derecho dibujó un sublime gesto circular especialmente pensado para enseñar el camino hacia el autobús. Fue como si su mano arrojara un camino de estrellas sobre las cerámicas de la sala de llegadas: aunque no fuese propiamente milagroso, el efecto del fluorescente titilante que resaltaba las formas agudas del mostrador desierto le pareció sobrecogedor. La convergencia de los favores que le brindaban las instalaciones y de sus propios esfuerzos le animó a seguir el movimiento. Con una ligera inclinación de su torso hacia delante, deslizó sus pies sobre el suelo, inspirándose a la vez en la toma de impulso del patinador de velocidad y en el ejercicio en barra de la bailarina clásica. Su cuerpo esbozaba una línea horizontal fluida y generosa que respondía al perfil moderno y brillante de la terminal. Ondulando como un pez, marcó tres pasitos hacia delante, saltando ligeramente, mientras los trajes y faldas aguardaban una prudente distancia, mirándole de reojo: habían cerrado filas, de tal manera que sus rostros formaban las antenas inquietas de un arácnido mutante. Dudaron un momento, avanzaron con las maletas volando a ras de suelo, pero marcaron una repentina parada delante de otro majestuoso gesto de Hector, como si fueran actores encargados de representar un insecto negro, que vacilaría, bajo amenaza, a la hora de cruzar el salón en plena luz. Es entonces cuando Hector, en la dinámica de dos chassés hacia atrás, llevó las manos en alto y articuló un sonoro "¡Welcome!", que tuvo inmediatamente la cortesía de traducir con un florecido "!Bienvenidos!". Se frotaba las manos como si iba a ser él quien conduciría las negociaciones y como si estas no pudieran ser otra cosa que un virtuoso camino de rosas. La alegría que desprendían sus ojos y la plasticidad de sus actuaciones no tuvieron más efecto que su primera salutación. La araña y sus maletas parecía haberse petrificado justo delante de los pictogramas que anunciaban la proximidad de taxis y autobuses. Faltaban cinco metros para llegar a la salida: concentró un dramático impulso en un taconeo rápido y preciso, al final del cual se apartó ceremoniosamente para dejar las mandíbulas de las puertas giratorias tragarse al grupo en fracciones sucesivas. El enorme insecto se dislocó en pedazos, pero una maleta quedó atrapada en el intersticio entre la puerta y la carpintería. El mecanismo se paró con el ruido metálico de un engranaje mal ajustado provocando que algunos trajes se toparan contra la hoja de cristal como unas moscas inquietas. El grupo lanzó una mirada interrogante hacia Hector, que acudió con celeridad y recogió la maleta como si se tratara de un velo de seda. La puerta reanudó sus revoluciones tranquilas. Cuando todos hubieron franqueado el obstáculo, se juntó con ellos en la acera y entregó la maleta a su propietario. Este le dio las gracias de un sutil movimiento de cabeza, o, al menos, así lo percibió su destinatario, viendo en ello un indicio patente de la culminación de su misión. El grupo había sabido apreciar la elegancia de este primer contacto con esta tierra. Subieron en fila en el autobús, sin prestar atención a la contracción maxilar que les dirigió Hector, ni a la obsequiosa escuadra que su cuerpo formó en última instancia.

La puerta del autobús se cerró lentamente como las alas de una mariposa de noche, dejando el vial de llegadas del aeropuerto en la serenidad etérea de su inactividad nocturna. Debajo de un panel publicitario sin estrenar, decenas de carritos se alineaban con un rigor maniático. Al suelo, unas letras enormes que marcaban la parada de taxi quedaban a la espera de lo que prometían con firmeza. Todas las instalaciones tenían de hecho el aspecto flamante de una maqueta de arquitectura a escala uno, a la que solo faltarían unos arboles de plástico que no hubieran tenido el tiempo de encolar. Hector miraba las columnas de la pérgola de llegadas con orgullo. ¿Podía el grupo haber tenido sensación más favorable, al pasar por debajo de los vuelos blancos de la nueva terminal? Al igual que las pistas, no habían sufrido la pátina de los años: el tráfico anecdótico había mantenido casi intacto el lustro de la inauguración. Delante, en la meseta, se veía la línea recta de farolas dibujar la vía triunfal que guiaría el autobús hacia la ciudad. Se sentó en la acera, para contemplar este baile disciplinado de halos amarillentos que tragaba en el horizonte la oscuridad de un monte. Las bocas de ventilación parecían subrayar el silencio que le rodeaba. A su izquierda, podía adivinar la silueta de su propio coche, solitaria en ese aparcamiento que dibujaba una gran cuadricula en la llanura. Sonrió, espontáneamente, congratulándose por la rotunda acogida que había sabido desplegar para los delegados financieros del fundo monetario, antes de su traslado al hotel Independencia. Sin duda, había cosechado aquí el primer éxito de esta visita.

Aragón Belmonte

Relatos FM

Suni


     Suni me ha enviado un mensaje de bienvenida a través de un servidor interga-láctico de juegos, el ajedrez entre uno de ellos. Confieso ser neófito en esto de la navegación, pues tan solo hace unos días que me he conectado. Siempre he sido reacio a viajar por los mares del mundo sobre aguas de electrones, el ajedrez es la causa de dicha aventura, sin embargo.
    Suni fue la primera cibernauta en comunicarse con este viejo marinero de otras tempestades. Por mayo, cuando bajé Kalgan, no sabía nada en absoluto de cómo jugar en un servidor de estos. Ella se encargó de enseñarme a nadar sobre la su-perficie de los mensajes privados, a charlar con otros alienígenas, a sentarme en las mesas... Pero sobre todo, por medio de las palabras, a comunicarnos y jugar al ajedrez, que es una afición y un sentimiento que compartimos.
     Suni es ama de casa. Eso es lo que me dice. Si bien, en este barco universal las palabras se las puede llevar el céfiro. Tiene veinticinco años y una chiquilla, leo en la pantalla. Su icono de usuaria es un perrito sacado de algún dibujo animado de la televisión, muy gracioso, por cierto. Su nick —Suni—, me comenta que se lo puso en memoria de un perrito suyo, claro. Otras veces la leo con el apelativo de Sunyp, y entonces, le digo que no será el nombre de otro animal fallecido, que su casa parece un zoológico y, en cualquier caso, ella la cuidadora. A veces dudo si Suni es Suni. O si Suni es su criatura. O si Suni es el espectro de algo. O como Pessoa, tenga varios heterónimos.
     —Contacté contigo por la curiosidad que despertó en mí tu icono y tu nick: Rasputín —me dice—. Contrastaban demasiado tus barbas inmaculadas y la cara de Papá Noel, con las sucias y ralas de ese fraile malvado de la Rusia de Nicolás. Para serte sincera, ignoraba todo sobre ese tío. Entonces me tuve que ilustrar un poquito en la Wikipedia y descubrir que el tal Rasputín fue un personaje intere-sante. ¡Ah!, se me olvidaba: de aspecto físico ese tipo daba pánico. Chao, Ras. Que descanses.
     Suni es una apasionada del ajedrez. Lo descubrió hace poco y se considera una aficionada. Carece de experiencia, por tanto, y según me comenta, los pocos co-nocimientos que tiene del juego se los enseñó su hija Alicia. Cuando conectamos solemos jugar partidas sin tiempo. En realidad, a mí no me entusiasma esta moda-lidad de juego, pero a ella si le gusta, porque entre movimientos podemos hablar y contarnos nuestras alegrías y aflicciones. Naturalmente, siempre que nos dejan, ya que en ocasiones aparece cualquier bufón por el chat o en la partida, e interfiere nuestra conversación; una veces de forma simpática, otras, groseramente.
     Hace un tiempo que Suni no aparece por el servidor. Da la impresión que se la hubiera tragado el ordenador. La última vez que la leí fue allá por diciembre (re-cuerdo que jugamos una defensa francesa, yo con negras). Hacía una tarde fea y en el alfeizar de mi ventana unos gorriones revoloteando ponían una nota alegre y bucólica al paisaje de cemento de los edificios de enfrente. Entonces fue cuando le dije que me iba a pasar unos días al mar. De sus labios salió con unas letras grises el deseo de acompañarme: el presagio seguro de que no se podría venir. "Es bro-ma, Ras", como me decía casi siempre de muchas cosas.
     "¡Ya está bien, Suni! Cuántas horas y minutos y segundos sin aparecer. Me imaginé lo peor: que te hubiese engullido una corriente de errores hacia alguna sima marina. 'Ocurren tantas desgracias hoy día' —como dice mi tía—. Ni qué decir tiene que a velatorios, entierros y misas, ella no se pierde uno. Sin ir más lejos, el día de Reyes enterró a un hermano suyo: un personaje de farándula donde lo haya. Dije lo enterró, pero él solito se echó la tierra encima. Hacía diez años que le advirtieron los médicos. Por entonces le operaron, suplantándole dos trozos de venas obstruidas por dos conductos de plástico; y le colocaron un heart regula-tor. Conclusión: ¡que estaba hecho una *****!, vamos. Le prescribieron un régi-men alimenticio y nada de alcohol y tabaco. Pero mi tío era de los de buen yantar y con vicio, y sobre todo salino (aunque creo que la mar no la vio en su vida, ex-cepto por televisión), porque con la sal en las comidas no hubo dios que se la arrebatara.
     "La causa del óbito fue un infarto de miocardio... de los que te pega y te que-das frito en un santiamén. Dicen los que lo han contado, que no te enteras y el sufrimiento es mínimo; una muerte rápida y fulminante como la que todos desea-ríamos tener. El velatorio se hizo en el tanatorio, un edificio funcional, con un hall y varias salas, aunque la muerte hace que todo resulte desagradable. Estaba en un departamento chico dentro de la sala 5. Desde ella se le podía ver tras un cristal. Estaba reposando ajeno en la gruesa caja con la misma jeta que tienen todos los muertos, rodeado de un jardín de coronas de flores; solo, muy solo, disponible para quien quisiera asomarse. Algunas veces me pregunto el motivo del por qué a los muertos se les cierra los ojos. No sé, quizá por estética; a mí en particular me gusta que los tengan abiertos, vidriosos, como si siguiera uno todavía vivo".
     —¡Ras!... ¿Estás ahí? —me dice—. Disculpa por tanto tiempo sin aparecer. Toda la culpa la tiene mi marido. Fíjate que la informática es su profesión. Él fue el que me metió en este mundo de los chips y demás. Ahora resulta que va a ser peor el remedio que la enfermedad. Yo intuyo que está celoso, no de ti, no, sino de todo este conglomerado del ajedrez y de las relaciones que una entabla a causa de él. Mi marido se siente desplazado. Por supuesto, que lo que más le interesa en esta vida es ascender en su trabajo y el maldito fútbol, y menos mal que Alicia también juega, y ya no soy yo la única que está enganchada a la red, según él. Creo que se casó conmigo por lástima. Ras, siento lo de tu tío, pero déjate de tra-gedias y cuéntame algo de tu viaje al mar.
    —Suni... Pienso que quien realmente siente morirse es el propio muerto.
    —¿Cómo estaba el mar?, Ras.
    —¡Precioso!, Suni, aunque un poco revoltoso. ¿No lo has visto nunca?
    —Tú qué crees.
    —No sé.
    —Bueno... es un secreto.
    —Suni, está amaneciendo. Me salgo. Hasta mañana. Que tengas dulces sueños.

    Han pasado unos años sin saber nada de Suni. Hace unos días Alicia me mandó un mensaje de parte de ella, con una canción de Aute de posdata. Siempre he pen-sado que Suni era una sirenita ciega que un día renunciaría definitivamente a todo y se disiparía por ese tablero del mar que tanto amaba.

Rasputín

Relatos FM

LA VENTANA AL MUNDO


Supongo que todos tenemos un momento en nuestra vida que marca un antes y un después, un punto de inflexión. Puede que sea una conversación, un suceso determinado, incluso una simple canción. Algo que prende como una mecha en nuestro interior y nos embarga de nuevas metas, nuevos sueños. Aún recuerdo de qué manera más absurda e inesperada decidí  lo que quería en la vida.
Llegaba la hora. Estaba muy emocionada. Según habían anunciado el día anterior,  tocaba Tailandia, y luego una reposición de Nueva York. Me acomodé en el sofá, con los pies encima de la mesa y una manta de cuadros tendida sobre las piernas para protegerme un poco más del frío Enero. Ese día no quedaban palomitas de maíz, pero no pasaba nada; era mi momento favorito de la semana y no había nada que pudiese estropeármelo. Bueno, quizá los fenómenos meteorológicos que de vez en cuando decidían pelearse con mi antena haciendo que la pantalla de la televisión sólo mostrase un escueto y doloroso mensaje "no hay señal".
Salvo esos días en los que el tiempo inclemente o un compromiso ineludible me impedían sentarme frente al televisor, nunca me perdía mi cita con el mundo.
Cada país de Europa, Asía, África, América, Oceanía -e incluso la Antártida - cabía en mi salón, pues para mí el televisor era una ventana de veintidós pulgadas que me permitía ver todos los paisajes, costumbres y formas de vivir que se pudiesen imaginar.

Todo había comenzado cuando, ayudando en el pequeño restaurante familiar, encendí  la tele que presidía la zona de la barra y que normalmente era utilizada para que los diez clientes de siempre se desesperasen viendo partidos de fútbol mientras comían pipas y aceitunas y bebían cerveza.
Dejé el canal que estaba puesto y comencé a pelar patatas sin prestar mucha atención a la serie policíaca que estaban retransmitiendo. Ésta fue sucedida por un programa de viajes por el mundo. Una presentadora con una playa paradisiaca a su espalda anunció que esa noche trataría sobre Cabo Verde. ¿Cabo Verde? Pensé. ¿Dónde estaba Cabo Verde? Seguro que lo había estudiado en clase, pero en ese momento no recordaba su ubicación.
No tardé en averiguarlo; al parecer, Cabo Verde era un archipiélago africano situado en el océano Atlántico.
Durante casi una hora,  me dejé absorber por la magia de ese país volcánico repleto de escarpadas montañas y aguas turquesas. Estaba fascinada. Nunca había sentido tantos celos que los que me inundaron al ver a todas esas personas españolas que vivían ahí, personas que abrían sus casas y compartían experiencias ante la cámara. Todas parecían inmensamente felices, y la verdad es que no era de extrañar.
El capítulo de Cabo Verde fue seguido por otro de Ámsterdam. A pesar de ser un destino completamente diferente al anterior, quedé igual de maravillada de esa ciudad tan histórica y a la vez cosmopolita.
El tiempo pareció volar, y cuando quise darme cuenta tenía a mi madre delante mía, sartén en mano, regañándome por no haber pelado ni la mitad de las patatas. - ¿Y ahora como hago yo la tortilla? – indignada, apagó la televisión con el mando a distancia – Podrás verla cuando termines todo lo que tienes que hacer, Blanca- Y tras un par más de comentarios reprobatorios y miradas airadas, volvió a la cocina, dejándome a solas con las patatas y mis pensamientos.
Esa noche apenas pude conciliar el sueño. ¿Qué por qué me habían impactado tanto aquellos dos reportajes sobre dos lugares tan lejanos? Nunca sabré con exactitud que pasó, que interruptor se había encendido en mi interior, desatando en mi cabeza ideas sobre nuevos mundos que descubrir. Quizá fuera eso, la lejanía. Desde el pequeño pueblo del norte en el que vivía y del que apenas había salido, la simple idea de que existiera algo tan enorme y espléndido bajo el mismo cielo casi me aturdía. 
A partir de ese día cortando patatas, me hice asidua de los reportajes de españoles repartidos por el mundo. Incluso aunque mis pies no fuesen los que pisasen aquellas tierras, sentía que había visitado todos y cada uno de ellos. Incluso aprendía cosas, como que solo en la comunidad de Madrid había más habitantes que en toda Noruega y que en Nueva Zelanda habitaba un ave llamado Kiwi. Eran datos que con toda seguridad estaban recogidos en enciclopedias e internet, pero simplemente no era lo mismo leerlo que verlo.
Mis padres y hermanos no compartían ni entendían mi afición. Para ellos, no existía mucho más allá de los límites de nuestro pueblecito y el kiwi era simplemente una fruta que daba alergia a mi hermana mayor.

Pasó el tiempo.  Mis ansias de viajar aumentaban por momentos, pero la situación económica de mi familia, los estudios y la obligación de ayudar en el restaurante actuaban como losas que me comprimían, pegando mis pies al suelo y cortándome las alas.

Sin embargo, aquella noche, una de tantas en las que me tumbé en el sofá con la manta de cuadros, mi madre apareció de nuevo. Esta vez, en vez de una sartén, su mano sujetaba un sobre. Con un semblante que no supe descifrar, se acercó a mí y me lo tendió. Extrañada y sin mediar palabra, lo abrí. Estoy segura de que mi corazón llegó a  detenerse unos segundos y parecía que la sangre no lograba alcanzar mi cerebro. Casi paralizada,  saqué el billete con destino a Londres que el sobre había escondido.
-No es Cabo Verde...-comenzó a decir mi Madre – pero es un comienzo. Te lo mereces, Blanca – casi no consiguió terminar la frase, pues mis músculos por fin respondieron, envolviéndola en un abrazo mientras de fondo una reportera con una playa paradisiaca a su espalda anunciaba que estarían en Tailandia.
En Londres comenzó mi primera vuelta al mundo.

Violeta Verano

Relatos FM

El color de la conciencia


Desde mis diecisiete años mis días de fumador sólo han tenido sucesivas anexiones. Noches en vela de estudiante y noches del joven aprendiz de palabras de poeta; en esas noches el cigarro, siempre cercano, era una brasa encendida a los manes,  una linterna para la memoria o la inspiración de unos ojos oscuros.

La primera novela que, a mis diecisiete años, pensé redactar, la había escrito ya Jean Paul Sartre y se llamaba La náusea. En la portada de ese libro, en edición argentina de Losada, había, también, un cigarro.

El episodio más inocente de mi emancipación de la familia sucedió la noche en que invité a Lola y al argentino Patricio a casa. Nos metimos rápidamente en mi cuarto de estudio, y entre disco y disco y lectura de poemas consumimos nuestros cigarrillos. Así que esperé a que el resto de la casa estuviera en silencio, y mis padres acostados, para rebuscar en una leja del comedor algún puro de los que mi padre se guardaba en las bodas, y que raramente encendían. Traje varios de aquellos farias secos y los fumamos. A las siete, cuando mi padre marchaba al trabajo, me despertó preguntándome qué habíamos fumado. Le dije qué, que nada. Mi padre, con humor que no terminaré de agradecer, me pidió que me levantara y mi hizo seguirle hacia aquella habitación del delito. Olía a tabacazo de puro desde todos los puntos de la casa hasta el epicentro situado en el cuarto donde se arremolinaba una densa fumata negra.

   -¬ Sin papeletas; te has ido tranquilamente a dormir.


La práctica de abrir las ventanas no se nos había grabado a ninguno de los tres, que, además del humo, habíamos compartido algunos vasos de coñac hasta rendirnos.

Y luego, las noches de insomnio, de desasosiego, de perfidias cometidas por uno contra sí mismo, de resacas, abatimientos y destrozos personales y conyugales. El cigarro era último asidero.



En el bucle de los días llegaron después, últimamente, los días reflexivos, dubi, dubitantes. El comienzo de la desexcitación, los copos de nieve hechos ahora barro: el análisis de la belleza, tiempo de la autoconservación, en que nos recomendamos cuidados.

Un ligero declive del pulso es una depresión siguiente, honda caída a las llagas, cuando hemos cumplido ya los treinta y ocho.

El pito de algunas de esas alarmas, en medio de la movilización total contra los fumadores, vuelve a uno susceptible y atento al rumor. Oí contar a alguien que la Organización Mundial de la Salud ha propuesto que el tabaco se suministre con receta médica. En el peor de los casos, mientras la epidemia del tabaquismo no se erradique del todo, así se autoaislarán más los virus y los afectados, así se mueran.

Otra mañana, en el tiempo del café, en una esquina de un bar próximo al trabajo, adonde aún nos permiten fumar a los empleados, un compañero comentó sobre la guerra de Yugoslavia. La extensión posible del conflicto a escala mundial... Se irritaba contra todo... pero, sobre todo, contra la inoportunidad, para los fumadores, de que se acaben las reservas de tabaco.

Hoy es el día en que he visto, en la televisión, los efectos de los bombardeos sobre la ciudad de Belgrado. Una ciudad bombardeada desde hace casi dos meses; sin luz; atenazada por el caos de la circulación, al quedar apagados los semáforos; sin posibilidad de que algunos habitantes utilicen sus hornos eléctricos para cocinar los pocos alimentos que pueden aún encontrar en el mercado; hundida por el racionamiento de los productos más necesarios, como velas; y en medio de todo, un pobre hombre que esperaba ya cuatro días -según él mismo cuenta a la tele- en la cola del racionamiento, para conseguir tabaco.

¿Qué mal habrá hecho, ese pobre hombre? ¿Quién le devolverá los días en que no pudo fumar? ¿Quién resarcirá a víctimas así, de las que quizás no se halle el habeas corpus sino nada más que unos cuantos recortes de uñas, y una expresión de no entender nada?

Estas reflexiones, mi morbo del tabaco y tanta sensatez del mundo han estado a punto de crisparme los nervios. Añoro esos tiempos civilizados en que a los condenados a la horca o al garrote se les ponía en los labios el último cigarrillo. Dichosa edad y tiempos dichosos aquéllos, Sancho, que por comparación podríamos, hoy, llamar de oro.

      2

   Pero, mi afición al humo del tabaco va más allá de aquellos días de los noventa del pasado siglo, y más allá, incluso, de mis mocedades y su novela formativa de personaje, dos décadas atrás.
Mi afición al humo se remonta a un recuerdo, muy remoto y pacificador, de mi niñez.
Como ocurre en los dramas de mi autor preferido, William Shakespeare, el azar jugó un papel decisivo aquí también, en el pequeño teatro de mi adicción al tabaco. Solo que en Hamlet o  en Romeo y Julieta el instrumento que usa para su acción el azar es una voz, la propia voz interior de los protagonistas oída una vez como por casualidad; esa voz  les muestra a los protagonistas su destino. En mi caso, no se trató de una voz, ni siquiera interior, sino de un olor; aunque -si me permite otra reflexión-hoy ya,  me cabe dudar si no consistiría en el "olor de la conciencia"(como existe, al parecer, "la voz de la conciencia"); es decir, que no sé, cuando medito ahora en ello, si aquel olor de la tabaquería surgió de mí, o lo capté de fuera; lo que sí concluyo es que conmigo vivía y en mí, brotó, de pronto, "casualmente", en cierta ocasión propicia... Óigame, doctor.


      3

        Volvía de comprar el periódico. Era domingo, casi mediodía, y me entretuve girando medio cuerpo para mirar las caderas de las chicas que a esa hora pasaban por mi puerta. Lentamente metí mi llave en su cerradura.
Entré por fin al edificio donde vivo, y pasando su amplio vestíbulo, subiendo ya las escaleras, estaba allí el olor.
Un olor que no había vuelto a sentir objetivamente desde hacía cuánto tiempo... De inmediato, asocié a ese olor la impresión de la primera vez que lo olí; lo reconocía como si hubiera estado en el fondo de mi memoria, detenido como un tren demasiado tiempo.

Era un olor a tabaco deliciosamente embriagador y bueno. Un olor que a nada se parecía, ni se asemejaba a ningún aroma de tabacos turcos, americanos, holandeses, indios; tampoco a ésos que desprenden efluvios tan aromáticos quemados en pipa. Ninguna clase de tabacos, y ninguna marca podía originar ese olor de tabaco.
Ese tabaco estaba asociado a una especie de realidad ideal, en su conservación. Ya no era sólo la calidad del tabaco lo que olía tan bien; sino su emisión desde aquella realidad. Entonces atracó en mí el recuerdo del estanco adonde, de niño, entraba a comprar. Era una despacho con un mostrador de madera, en una habitación de la casa donde vivían el estanquero, su mujer y sus dos hijas. Esa habitación, cerrada casi siempre, con la persiana echada en su ventana para evitar el resol de la calle, celaba un ámbito umbrío, en penumbra alta como de fresquera, de agua fresca de cántara en verano, donde irrumpía, al entrar en él, el olor del tabaco como una magia que conmocionaba los sentidos del niño.
Lo más curioso (o tal vez no) es que esa sensación convivía con mi total ignorancia, entonces, de las artes de fumar. Ni siquiera, hasta dejar la adolescencia, tuve ansia de encender un pitillo, como suelen hacer aun los infantes para saborear su clandestinidad. Yo venía del sestero, del bochorno de calor en la siesta, y entraba con mis células olfativas puras, en el estanco, y ese olor me resultaba de lo más agradable y bueno.
El niño retiraba la persiana verde echada a esas horas, empujaba la puerta entornada de la casa, y esperaba que el estanquero se apercibiera. Parado en la entraba, si la habitación de los tabacos, situada a su izquierda, estaba abierta, ya disfrutaba su olfato un anticipo de gloria. Pero aún mejor traspasar aquel limen cuando el estanquero, apareciendo por un pasillo a despachar, abría la puerta de los tabacos y le permitía acceder, sin entrantes ni transición, a aquel sancta sanctorum del culto al olfato.
Recuerdo, desde mi experiencia de fumador ahora, que era sobre todo negro lo que allí se vendía. Cigarrillos que se llamaban sombra, ducados, celtas, coronas, ideales. También paquetes de picadura. Pocos de aquellos tabacos serían exquisitos pues, en el pueblo y en aquellos años, aún los jóvenes empingorotados no gastaban rubio americano, el fortuna mesetario aún no había nacido, y los chester, camel, winston o malrboro que se lucían los domingos, los compraban sueltos, a peseta, en un puesto de chucherías.
   - ¿Qué quieres?
A esta pregunta del estanquero me quedo, aún ahora, perplejo. Por qué iría yo allí. Quizá fuera el niño a comprar sellos, papel y sobres de carta que también se vendían en el establecimiento de timbres y estanco de tabacos.
En mi casa, mi padre no fumaba ni se escribían muchas cartas, y dado que recuerdo frecuentes mis visitas, he de remontarme más atrás, más atrás de mis nueve años, a los primeros recuerdos de ese estanco: cuando compraba, allí, como otros niños, estampas de álbum en sobrecitos cuadrados. Estampas coloreadas de animales (¿y de plantas?) que coleccionábamos, a finales de verano, con el inicio del ciclo anual de los juegos infantiles. Ya iniciado el curso, juntábamos cromos de futbolistas de la Liga Nacional de Primera División. Cada nueva temporada había que reunir quince pesetas para el álbum, toda una suerte o todo un gran premio al ahorro; a menudo nos juntábamos con muchos cromos, los niños, sin había todavía ahorrado para el álbum, y el día que podíamos adquirirlo corríamos gozosos al estanco. Si no nos dábamos prisa se acabaría, y se acabarían también los cromos que nos faltaban para completar el correspondiente álbum, de ahí que aún en Navidad, con el aguinaldo en la mano, estábamos galopando triunfalmente hacia la casa de los tabacos.
Luego, durante los meses de enero y siguientes hasta la primavera, coleccionábamos tebeos, y aun yo sobres-sorpresa, de a duro, en que salían vidas como las de Alejandro Magno o la de un emperador chino. El niño no era aficionado –cosa, más de mayores- a las novelas del Oeste, que a capazos se vendían allí, junto a la prensa deportiva. En aquel tiempo, también, era el estanco el único kiosko de prensa. Curioso ver ahora el trayecto del kiosko de mi calle a ese olor.
El olor se profundizaba, lejos, hacia mi memoria infantil y me traía a su costa mi memoria inmediata. Era como un nudo que, desatado alguna vez, ¿hoy?, me abriera a la multiplicidad de mí mismo; facetas de un diamante que reflejaba mundos de mi vida.
¿Qué tienen que ver el niño y el adulto que venía de comprar el periódico la otra mañana?
¿Qué sutil tejido empezaba a tejerse desde mis sensaciones?
A veces hemos sentido que sólo nos separa una pared de papel de los momentos pasados de nuestra visa. El tiempo pasa y aleja todo, pero va dejándonos las cosas como en las páginas de un libro. En la página 50 eras un niño; en la 51, un joven; etcétera. Basta, en ocasiones, una ligera brisa para las páginas se remuevan, o el azar hace abrir el libro en una hoja anterior ya leída.
Nada he puesto yo en ese golpe de azar. De algún modo, si algo hay eterno, o si algo puedo llamar eterno, es ese azar, objetivo, de un olor involuntario que vuelve, atrás y adelante, mis páginas.

Aldana

Relatos FM

CARLA Y LA GRULLA


Papá me había explicado que tenía que venir con nosotros también la hermana de Roberto;  que no iban a dejarla sola en casa durante los tres días que estaríamos en la laguna de Gallocanta. Yo no recordaba otra salida con Carla, ese era el nombre de la hermana de mi mejor amigo, pero papá me siguió explicando que, en otras ocasiones, Carla se había quedado en el centro de rehabilitación en el que estaba interna, pero que ahora estaba de vacaciones en su casa con sus padres y su hermano, como en todas las Navidades.  Mamá miró mi cara de extrañeza y entonces me recordó que en las vacaciones de invierno, hasta la fecha, siempre nos habíamos ido a visitar a los abuelos y que por eso nunca habíamos hecho un plan con nuestros amigos. No me convencía nada lo que papá ni lo que mamá me decían,  pero la alternativa era eso o nada. Preferible a seguir otro día más en casa sólo con mis padres o visitar a algún familiar, ese tipo de cosas que se hacen en Navidad. Aún así no podía dejar de preguntarme qué íbamos a hacer todo el día con la silla de ruedas de Carla. Después de tantos días sin poder coger la bici por la lluvia, ahora me tocaría ir por la laguna al paso de tortuga de una silla de ruedas, aunque siempre me  quedaba la alternativa de jugar en la casa rural con la tablet. Papá me miró extraño cuando dije en alto lo que pensaba, pero se mantuvo en silencio. Sólo esa mirada que me dejó más helado que si me hubiera dicho algo tipo: "qué egoísta eres" "sólo piensas en ti" "se nota que eres hijo único..."
A pesar de la tensión y del malestar en el rostro de mis padres, pasadas cuatro horas desde nuestra conversación, habíamos llegado a la laguna.  Roberto y yo sacamos el balón  en cuanto aparcamos los dos coches y, mientras los cuatro padres organizaban a Carla y su silla, nos pusimos a dar unos cuantos chutes.  Ya la conocía la casa rural de otro fin de semana en el que había venido solo con mis padres, claro que entonces era verano y pudimos hacer muchos paseos en bicicleta.
Los mayores decidieron dejar los bultos y ver al atardecer dando un paseo por la laguna. Yo miraba a la madre de Roberto con la esperanza de que decidiera quedarse en la casa con Carla;  parecía cansada con la cabeza baja y muy quieta. Por fin,  emprendimos los siete –y la silla de ruedas- la caminata en ese atardecer rojizo; el nombre me vino a la mente porque así le había puesto mi madre de título a uno de sus cuadros, el que pintó en el otro viaje que hicimos: "Atardecer rojizo en Gallocanta". Cuando comenzamos a caminar, la niña seguía quieta, muy quieta pero, a medida que avanzábamos, vi cómo sus brazos bailaban con el aire. Roberto y yo separábamos juncos jugando a que éramos exploradores en una selva y las grullas que aparecían se transformaban en enemigos a los que vencer, aunque  ellas siempre corrían más que nosotros que acabamo en el barro persiguiéndolas. De repente, una de ellas voló hacía la silla de ruedas de Carla y, a continuación, se posó en uno de sus brazos. Ella entonces se quedó muy quieta y emitió un sonido extraño, como un canto. La grulla miraba a la niña y también cantaba, como si respondiera con la misma música. Yo también miré a la hermana de mi amigo y sus ojos se clavaron en los míos. Los bajé un momento, rojo como el inmenso paisaje. Cuando los volví a subir, la grulla se había quedado dormida en el regazo de Carla y ella muy quieta seguía con su canto.

Ariel

Relatos FM

En el mar de las dudas


Allí estaba; acostada e inerte mientras en su mente se agolpaban, luchando, toda una multitud de pensamientos atropellados que pretendían ocupar un espacio, aunque fuera desordenado, y un lugar en su pensamiento. La habitación estaba completamente apagada y la poca luz que entraba desde fuera apenas permitía vislumbrar las sombras informes y caprichosas que se desplazaban por toda la estancia; y allí estaba, tapada bajo las sábanas junto al cuerpo girado y durmiente de su marido.
   Sólo sus ojos estaban abiertos y en el iris de cada uno de ellos, brillantes, se reflejaban minúsculos puntos de luz por los que parecía que entraban y salían ideas sin cesar, de fuera para dentro y de dentro para fuera, líneas de pensamiento ya razonadas y uniformadas que en secuencia militarmente ordenada descubrían, ya libres, la amplitud del espacio flotante. El, mientras, a su lado, plácidamente dormido, desconocedor ausente de las grandes batallas de hidras y de gigantes, de vientos y olas que lo circundaban amenazantes.
   Era la primera vez que le sucedía, nunca antes le había pasado. Su vida, hasta este momento, había transcurrido sin el menor contratiempo. Su niñez y adolescencia vividas en el pueblo habían sido como la de todas las lugareñas; estudiar, disfrutar, correr, jugar en los campos sembrados y una pubertad y adolescencia casi inalterables rodeadas de toda normalidad. Risas jóvenes sin malicia o con la justamente permitida y, pronto, inevitablemente comprometidas.
   El pueblo era uno de esas pequeñas aldeas apostadas en un valle en el que confluían y se apoyaban las bases de varias viejas montañas. No muy lejos, como a unos dos kilómetros, tenían una ermita que, en el fondo, se trataba de un caserío reconvertido y en el que, durante las fiestas patronales, se celebraban todo tipo de eventos.     
   Bien joven, Patricia, conoció a Andrés, un hombre de los que daba aquella tierra, noble y llano, algo simple en el concepto más puramente urbano pero nada simple en aquellos otros cánones que establece la vida y el sentido más común. Escaso en los afectos pero bueno y trabajador, desgastado por el duro trabajo de la tierra y los animales desde bien temprano cada día. Con él se había casado recién cumplidos los diecinueve, y pronto habían tenido dos hijos, Juan, como el abuelo materno y Andrés, como el paterno. Pronto también había pasado de ser una joven despreocupada a ser una mujer cargada de obligaciones. Hecha pero sin hacer, obligada a ser madura sin apenas advertirlo. Con una casa que atender, unos hijos que criar y un marido que querer. Aparte de eso, su distracción era reunirse con las amigas de siempre y tomar un café en la terraza del único bar que había también en la plaza central, bueno, algo que servía y hacía las veces de bar pero que no era otra cosa que un local anexo de la iglesia. La mayor parte del año no tenían un cura estable sino uno que compartían con las iglesias de otros pueblos cercanos. Eso tampoco era algo que preocupara en exceso a los vecinos de San Antón ya que lo que el cura solía decir era casi siempre lo mismo y ya se lo sabían. 
   La verdad que de aquel pueblo apartado y tranquilo, en la actualidad, quedaba ya poco. La adecuación de las nuevas carreteras efectuada en las últimas décadas lo habían acercado no sólo al resto de los pueblos de su alrededor sino también a la capital y, con ello, a la modernidad. Aún se recuerda como formas de vida ya antiguas la alegría colectiva que supuso en su día la llegada de la televisión al pueblo; cómo las gentes lo celebraron y el revulsivo que supuso para la vida cotidiana de San Antón. Ahora, sin embargo, había llegado el internet y no había supuesto tanto. Como si esa modernidad hiciera a las gentes menos comunicativas, más encerradas en sí mismas y en sus propios asuntos. La verdad, que poca gente conocía lo que era esta nueva forma de vida, al comienzo sólo los más jóvenes y algún que otro leído pero, poco a poco, cada vez más gente había ido descubriendo las ventajas de la red. Ahora, hasta los que tenían cuarenta años también se estaban acercando y estaban aprendiendo.
   También Patricia y sus amigas habían entrado ahí y en alguna medida, internet, estaba cambiando sus vidas. Ya no eran todas las tardes las que estaban juntas en el bar esperando que sus maridos regresaran, ahora, más de un día se quedaban en casa explorando por el ciber mundo todo aquello que nunca habían podido conocer y vivir en persona. Grandes ciudades, monumentos, noticias, aplicaciones para sacar recetas de cocina, bajar películas, música, juegos para los niños y chat; chats para hablar con gente. ¡Eso sí que era algo nuevo¡ como un secreto, algo que en algunos casos parecía ilícito y que sembraba en ocasiones el temor y la desconfianza en ellas. Parecía increíble que se pudiera conocer a alguien que estuviera tan lejos, del mismo país o, incluso, de otro. ¡Qué cantidad y qué variedad de gentes¡
   Jamás lo habría podido ni imaginar. Pero era cierto. Ahora estaba sumida en una tremenda incertidumbre, en un gran dilema. Nunca antes le había pasado y parecía verdadero. Pensaba que era la primera vez que le sucedía, al menos así, de esta forma tan intensa y viva. Pero, ¿Estaba verdaderamente enamorada?, ¿Era verdadero amor lo que sentía tal y como el que un día sintiera por su marido? La verdad, no lo sabía, en estos momentos dudaba de todo, "Sin duda que sí, tuvo que ser así", se decía a sí misma una y otra vez pero nunca antes había tenido la posibilidad de hablar con alguien así. Una persona tan diferente a todas aquellas que siempre le habían rodeado.
   Tan solo dos meses antes había conocido en un chat a un hombre que decía ser un poco mayor que ella y, desde entonces, casi cada día, habían estado quedando para hablar sin darse cuenta de que, poco a poco, habían ido entrando en una dinámica más personal e íntima. Él le prometía amor y fidelidad y le hacía ver su dependencia de ella. Ella, sin terminar de creérselo, también había llegado a esa misma conclusión, pero ¿Sería posible que toda esta situación estuviera sucediéndole a través de un ordenador y que fuera real? Desde hacía días se encontraba ahí en medio de esa encrucijada, en un cruce de caminos: abandonarlo todo e irse decididamente con su nuevo amor o quedarse con su marido y su vida cotidiana. Sus obligaciones y su deber, sus hijos y su casa o la predilección por sus sentimientos. La cabeza o el corazón.     
   Y allí estaba una noche más, en medio de la oscuridad y dando vueltas a sus pensamientos. A su lado, girado y confiadamente dormido su marido, ausente desconocedor de las gigantescas dudas que minaban y lastraban irremediablemente el cuerpo lívido de su joven esposa. "Él es como es, carente de todo afecto, duro, insensible, pero siempre ha estado ahí y siempre, a su manera, me ha querido, de eso no tengo duda..." Después de unos minutos que parecieron infinitos, decididamente se giró y apoyando la cabeza sobre el hombro de su marido, se fue quedando poco a poco tranquilizadoramente dormida.   

ASEVERO

Relatos FM

Los dos


El aspecto físico de un ser humano viene determinado por las diferentes combinaciones de unas bolitas que componen el ADN, llamadas nucleótidos. Sólo hay cuatro tipos de bolitas: adenina, citosina, timina y guanina, y entre ellas se combinan en parejas un número desmesurado de veces a lo largo de cadenas de ADN del mismo tamaño para todos nosotros. Por supuesto, estas combinaciones siempre son diferentes. Es decir, ¿qué probabilidades hay de que sean iguales? Prueba a coger dos camiones llenos de canicas rojas, azules, verdes y amarillas; ahora vuelca uno sobre una explanada en Thailandia y otro sobre otra explanada en el Congo Belga, por ejemplo, y dile a un niño que las ponga en fila.
   Bien, ahora, dime: ¿qué posibilidades hay de que los dos las ordenen exactamente de la misma forma? Es lo que en Ciencia se denomina imposible en la práctica, pero ese no es el término adecuado: lo que en realidad quiere decir es que las probabilidades de que eso ocurra son tan remotas que el hecho de que se den constituiría casi un milagro.
   Después de todo este rollo, podrás imaginarte mi sorpresa cuando yo, Jake Durham, de quince años, a una semana de mi examen de recuperación final de Matemáticas, entré al baño de una discoteca, esperé al ver que estaba ocupado y cuando abrió la puerta, vi a un tío exactamente igual que yo parado enfrente de mí. Dime, ¿cómo reaccionarías tú? Yo grité. Él, El Otro, se me quedó mirando boquiabierto y patidifuso. Empecé a pensar en todas esas películas policíacas que había visto acerca del rapto de gemelos, pero descarté esa hipótesis; yo no tenía un hermano gemelo: había demasiada gente en el hospital la noche en que nací, mi madre no perdió el conocimiento, en un vídeo familiar sale acunándome en sus brazos perfectamente feliz, junto con mi padre, que lo había presenciado todo... Bueno, no es la conducta que mostrarían unos padres que han perdido a un niño, ¿no?
   Pero entonces, ¿quién era ese tío?   
   No recuerdo bien lo que pasó luego. Sólo sé que él tomó la iniciativa: me metió en el baño y cerró con pestillo. Yo no me opuse. Se me quedó mirando. Luego, empezamos a hablar.
   Nos hicimos un montón de preguntas que ninguno supo contestar. No importó demasiado, porque creo que tampoco habríamos sabido procesar las respuestas. Al final, decidimos que estábamos demasiado, ¿cómo lo diría?, descolocados como para seguir con aquella conversación. Así que quedamos en vernos al día siguiente. A mí me pareció peligroso e irresponsable. Pensé en a quién se lo iba a contar primero, y El Otro me dijo, como si me hubiera leído el pensamiento: "eh, ni se te ocurra decírselo a nadie". No me atreví a hacerlo, porque parecía muy seguro de lo que decía.
   Durante el resto de la noche, la cerveza no ayudó. Cuando me desperté por la mañana, pensé que quizá todo había sido un sueño. Pero poco a poco fui recordando todos esos detalles que desmienten los sueños. También recordé que había quedado con él. Sólo entonces caí en la cuenta de que el lugar que había escogido era particularmente solitario. Pensé en no ir, pero dime, ¿acaso tú no lo habrías hecho?
   No perderé tiempo en contar de qué hablamos, porque ya os lo podéis imaginar. Sólo os diré que aquel día, El Otro, que resultó llamarse Jack, estaba sonriente, casi jovial,  hacía gala de una seguridad que a mí me acojonaba. Tío, ¿por qué estaba tan contento? Me dijo que había hablado con sus padres, los había sondeado, y había descartado, al igual que yo, la posibilidad de que fuéramos gemelos. Entonces, me explicó toda la ***** del ADN y los nucleótidos.
   Y, ¿sabéis qué hizo después?, después de acabar de conversar conmigo en un callejón, mirando hacia todos lados por si venía alguien, con una gorra calada hasta las cejas para que el caminante el cuestión no nos reconociera como iguales, me pidió un favor.
   -Mañana mis padres van a comer en un restaurante con unos tíos míos que no se callan. Joder, son el mayor tostón que te puedas imaginar. Dime, ¿te importaría ir tú por mí? No se darán cuenta: te contaré algunas cosas sobre ellos y sobre mi familia; tú sólo tienes que estar callado y todo irá bien- iba a decirle que no, por supuesto, que estaba chalado, que aquello era una locura, pero entonces apuntilló:-. A cambio, yo haré lo que tú quieras por ti.
   Lo pensé un segundo, y sin poder evitarlo, le pregunté:
   -¿Cómo se te dan las Mates?
   En resumen: tuve un notable, mis padres me compraron el portátil con el que llevaba meses dándoles la tabarra y empecé un verano en el que estaría libre de estudios.
   Jack se convirtió en mi solución, y yo en la suya. Dime, ¿qué harías si pudieras estar en dos partes a la vez, si pudieras desdoblarte, si pudieras turnarte con alguien para hacer la mitad de las cosas que no te gustan? ¿Qué pasaría si a ese doble tuyo se le dieran genial las Ciencias (mejor incluso que a Justin, el cerebrito de mi clase), mientras que las Letras son lo tuyo? ¿Qué pasaría si un día os compráis la misma ropa y empezáis a cambiaros para ir a clase cuando queréis? "-Nos han puesto el examen de La Celestina para dentro de un par de semanas. –Tranquilo, Jack: me la he leído dos veces. Por cierto, ¿cómo me echas un cable con un ejercicio de Biología?". O mejor, ¿qué pasaría si no se te dan bien las chicas, y hacéis un acuerdo para que el que mejor se desenvuelva quede con esa a la que te querrías acertar, la deslumbre, y te deje a ti la mejor parte, que esperas en el baño ataviado exactamente igual? ¿Qué mis amigos han quedado para jugar al fútbol y nunca me cogen porque soy un paquete?, llamo a Jack; ¿que Jack ha quedado con una chica a la que quiere impresionar y que es fan de Saramago o Almudena Grandes?, para eso estoy yo.
   Joder, durante un tiempo, la cosa fue genial.
   El problema fue Justin. Justin es está obsesionado con tener las mejores notas. Justin está obsesionado con que nadie lo supere en clase. Justin se sabe las calificaciones de todos sus compañeros. Incluidas las mías. Por eso no es de extrañar que un día se reparase en cómo habían subido mis notas en Matemáticas, o en Física y Química. Tampoco es de extrañar que un día siguiera a Jack hasta el baño, donde me llamó por teléfono para darme la buena noticia. Y en ese punto, no es de extrañar que descubriera el pastel.
   Empezó a sermonear a Jack, a amenazarlo, a llamarnos timadores y chapuceros, a decirle que iba a decírselo todo a los profesores, a decirle que tenía grabada la conversación con su móvil, a avisarle de que fuéramos preparando las maletas para el reformatorio. Y Jack... bueno, no sé por qué me sorprendí. Ya lo conocía, ¿no?, toda la idea de cambiarnos había sido cosa suya: Jack no se asustó cuando vio a un tío igual que él enfrente suya, ni le tembló la mano a la hora de proponerme cometer una serie ilimitada de fraudes. Yo lo seguí, lo sé: soy igual de culpable.
   Pero eso no lo tuve en cuenta cuando Jack me llamó diez minutos después, cuando me dijo que había convencido a Justin para esperarlo a la salida del instituto, cuando me contó cómo lo había llevado a la parte trasera para tratar de hacerlo entrar en razón, cuando me narró cómo "ese cabrón fue tan obstinado, estaba tan empeñado en pincharme, que salté; salté, Jake, y antes de darme cuenta, le abrí la cabeza con la tapadera de un cubo de basura. Pero eso no es todo, tío: creo que alguien me vio. Estaba en la otra punta del callejón, y salió corriendo".
   Me puse histérico. ¿Soy una nena?, vale, lo soy, pero es parte de mí, de Jake Durham: Jack es otro tío; somos iguales, de acuerdo, pero sólo por fuera. Yo lloraba mientras él cavilaba sobre cómo deshacernos del cuerpo... y casi pude ver una bombilla encendida en su cabeza cuando me preguntó: "oye, ¿tú dónde has estado a medidodía, sobre las dos?", "quedé para comer con unos amigos", le dije entre sollozos; "¡ya está, joder, ya está! ¡Lo tengo! ¡Lo tenemos!", "¿qué tenemos?" "¡La solución! ¡Se acabaron nuestros problemas! ¿Es que no lo ves?, yo he matado a un capullo, ¡pero a esa hora tú estabas con tus colegas! ¡Nadie sabe que somos dos! ¡No pueden acusarnos: tenemos una coartada infalible!"
   Y tenía razón. No hizo falta esconder el cadáver de Justin. Sólo borramos un par de huellas y lo tiramos en un descampado. Cuando lo encontraron, la Policía vino a hablar conmigo con tono acusatorio, y yo les dije la verdad: que había estado comiendo con unos amigos. Estaban convencidos de que me habían pillado; al fin y al cabo, tenían testigos, pero cuando hablaron con mis colegas... se les quedó la boca abierta.
   Detuvieron a otro chaval. Apenas lo conocía. Me había cruzado con él algunas veces por los pasillos. Por lo visto, había discutido con Justin hace no-sé-cuántos días por no-sé-qué. Yo llamé a Jack para reunirnos en el callejón de detrás del bar donde nos encontramos la primera vez. Cuando llegó estaba exaltado.
   -¡Joder, Jack: han acusado a un inocente!
   -Inocente, vamos, nadie es inocente...
   -¡No me vendas Filosofía barata! ¡Le hemos arruinado la vida a un chaval al que ni siquiera conocíamos!
   -Tranquilo, Jake, tranquilo: no todo podía salirnos bien. Mira, tenemos un privilegio, ¿vale?, un don, un regalo, y se nos ha dado para que hagamos cosas con él. Y serán grandes cosas. Pero no podíamos saber controlarlo desde el principio: nadie nace sabiendo, ¿entiendes? De acuerdo, esta vez hemos metido la pata, pero...
   -¿Hemos? ¿HEMOS? ¡Yo no he matado a nadie!
   -¡Oh, están hablando las Hermanitas de la Caridad! ¡Tú sabías tan bien como yo que lo que hacíamos era ilegal!
   -¡*****, Jack: una cosa es cambiarnos para un examen y otra cosa es matar a un tío!
   Jack me miró jadeando de cabreo, pero logró calmarse; yo no. Ya más tranquilo, me dijo:
   -Mira, entiendo cómo te sientes, pero estamos juntos en esto, lo hemos estado desde el principio, y no vas a abandonarme ahora.
   -Tenemos que contar la verdad, Jack: nos entenderán.
   -No, yo iré a la cárcel.
   -Hablaré en tu favor.
   -No servirá de nada. Mira, Jake: si yo caigo, tú caerás conmigo.
   Todo tiene un límite. Todo recipiente una capacidad. Todo ordenador una memoria. Todo ser humano una línea de desborde. Incluso las secuencias de ADN tienen límites.
   Y el mío acababa de ser sobrepasado.
   Lo golpeé con la tapadera de un cubo de basura. Antes de darme cuenta, Jack estaba muerto. Y yo, un inocente, al lado de su cadáver. "Soy una víctima: esto  no tenía que haber pasado". Pero es verdad que sentí cierta emoción al ver lo que podía hacer. Y eso me hizo tener el peor de los miedos: miedo de uno mismo.
   Después de todo, Jack y yo no éramos tan distintos.
   He llamado a Emergencias. He dado la posición exacta del cadáver, pero me he negado a identificarme. Ahora estoy en un tren que no sé adónde va, y tampoco me importa. De momento, lo único que quiero es salir de esta ciudad, y acabar esta carta que mandaré al departamento de Policía cuando sea el momento. Cuando esté lo bastante lejos. Supongo que les resultará esclarecedora, sobre todo cuando dos familias denuncien la desaparición de un chico con la misma apariencia, y cuando esas dos familias reconozcan el mismo cadáver.
   Sí... llegarán al depósito y encontrarán un cadáver y un problema indescifrable.
   Firmado:
   Jake M. Durham.

Peter Narco

Relatos FM

CONCIERTO EN PARÍS



"A Joaquín Rodrigo in memorian"

   Apretó  con  fuerza  el  estuche  de  su  guitarra y adelantó unos pasos  buscaba un espacio posible donde colocarse. Como encontrar un sitio seguro para él y su instrumento dentro  de aquel ómnibus. Eran las cinco de la tarde,  trataba  de  llegar a  la  sala donde ofrecería su primer concierto.

   Los hombres regresaban de su  trabajo  o iban  a  su  trabajo  como él. Los olores  contrapuestos  entre  los  que  van  y  vuelven enrarecen el ambiente. Aquellos  gritos  a  la  medida de un campeonato mundial de decibeles lo  estremecían,  no  podía  evitarlo. Decidió  pensar en  otra cosa para acortar la distancia y  olvidar el entorno. Un ejercicio hindú de   concentración,  recordar  máximas  filosóficas...  recordar  versos...
   Optó  por lo  último,  más  relajante. Aquellos  versos  de  Tagore  que  lo impresionaron tanto,  leídos  en  un pequeño libro tomado al azar en el arsenal mitológico de la mochila de un amigo:

Día a día echo a flotar
mis botes de papel
uno tras otro corriendo río abajo.
en grandes letras blancas
escribo sobre ellos
mi nombre y el nombre
de la aldea donde vivo
espero que alguien
en alguna tierra extraña
los encuentre y sepa quién soy


   Los últimos versos de aquel discurso poético de Tagore le templaron el alma. En alguna tierra extraña los encuentren y sepan quien soy. ¡Y sepan quien soy!  ¡sepan quien soy ¡¿quién soy?

Viajar a París.

En una gran sala ofrecer un concierto. Una función esperada por la ciudad entera, con su nombre  en L´Humanité y el amanecer circulando su éxito. Una sala dispuesta a recibirlo con ese olor especial que tienen las salas repletas. Una noche especial de gran función. Todos sus amigos tenían aquellos sueños de viajar como él, pero él soñaba con París para interpretar allí "El Concierto de Aranjuez". En aquella ciudad compuso esta obra maestra Rodrigo. También en ella estudió música, amó a Victoria, lloró al hijo muerto. Aquella pieza nacida del recuerdo de una luna de miel en Aranjuez pasó a ser prueba de fuego en la vida de todos los guitarristas de fuste del mundo. En París las cosas parecen más fáciles, la ciudad reluce y su luz es límpida, la luz brota por doquier, cada calle, cada edificio, cada rincón es un surtidero de luces. Las tardes son suaves, con ese viento grato del otoño, que deja los árboles libres de las hojas asomarse al cielo y ponerse cerca de la luna que es tan frágil como una lámina de cristal.

   Entre empujones y pisotones, pide clemencia para que le permitan llegar a la parte trasera del ómnibus.  Suda como si atravesara una barricada bajo las bombas. Un tropezón lo obligó a mirar a todos los seres que tenía a su alrededor. El mundo está lleno de especímenes raros  como yo. Blancos, verdes, amarillos, desteñidos, sucios, limpios, olorosos, cultos, flacos, malolientes, gordos, maleducados, tristes, buenos, serios simpáticos. Una guagua llena puede ser una muestra microscópica del mundo. Cada uno con su batalla de penas , de luchas en el corazón. Cada  uno tratando de conocer París o en busca plata,  en busca de  la comida de hoy, cada uno aferrado a vivir ,  a sobrevivir.

    Volvió a echar mano a los versos de Tagore,  la visión que contemplaba era incierta, o tal vez él estaba trágico esa tarde...

Lleno mis botes de papel
con hermosa flores de nuestro jardín

   Fin del verano, él entra al Conservatorio con su vieja guitarra de estudio. Aprende definitivamente que la metáfora armónica es el empleo de acordes distintos  que no tiene nada que ver con la metáfora literaria. La escuela de música es como un confinamiento, y hay que estar dispuesto a consagrarse a esta guitarra y olvidarse que afuera hay veranos, playas, culos lindos. Cada día involucrar más la existencia dentro de aquellos estudios de armonía, contrapunto forma y composición.

Aferrarse a estas cuerdas.
Yo ser ellas.
Ellas ser yo.
Ellas dentro de mí.
Yo dentro de ellas.
Amarlas.

   Las yemas de los dedos colorándose con la sangre agolpada detrás de la piel. Segovia tocaba con las yemas de los dedos, sus interpretaciones fueron las más puras que jamás se hayan escuchado. Tocar más y más. Hoy y mañana y mañana. Tarde y después. Pulsar las cuerdas con más ansias y tener fiebre en las manos y rabia y dolor...

Soñó con hacer transcripciones de grandes compositores como hizo Tárrega, el sevillano. Transcribir a Bach, a Haendel. Transcribiría la Misa para difuntos de Mozart. Cien guitarras la tocaran en sus funerales.

   Lo de las transcripciones, efluvios artísticos de los primeros tiempos.  Esas intenciones quedaron en el camino a medida que las cosas fueron tornándose más serías.

   Vino mas tarde la decisión suya de ser intérprete. Lo recordaba tan claramente. Aquella tarde en que tuvo la suerte de ver por primera vez una guitarra "Kono". Tan dorados sus clavecines como sus cuerdas. Tan bella y reluciente que lo hizo parpadear enceguecido. Esa caja de madera plana con cintura cálida como la de una mujer le desordenó el entendimiento. Las manos le temblaron al rasgar sus cuerdas, sus dedos fueron tomando nuevas formas sobre ella, o ella tomó nuevas formas bajo sus dedos. Se fueron sintiendo los la-re-sol-si-mi-la. Depositó sobre ella su trascripción de un Poema Sinfónico de Debussy: Los dedos entre negras,  blancas, corcheas, y semifusas.
Esa no era su vieja guitarra de noches trovadorescas.
Juró que hasta el último día de su vida sería un concertista y besó aquella madera que le dejó en los labios un sabor de perfume asiático, místico e impredecible.

   Al estrechar su guitarra, se hizo más hermético su conjuro con ella. Fundidos guitarra y hombre.Hombre, guitarra y soledad. Esa soledad tan necesaria a los artistas y a veces más devastadora que la fuerza de un cataclismo.

   Después más entendimiento con la música de los clásicos. La música de los maestros dentro de él. Él dentro de la música de los maestros. Así conoció el nacimiento del Concierto de Aranjuez, la muerte y la vida. La vida, la muerte y el amor. Toda la ternura de un hombre sin ojos propios, pero con mil ojos en el corazón.
Todo arte es el hombre escapándose de sí.
Seré un buen músico.
Mi guitarra sonará ...  sonará ... sonará.

Hace falta,más...trabajo, voluntad y muchas cosas adentro ...talento con voluntad sólo aprendí a bailar medianamente el tango dijo un escritor español
Seré un concertista...
Tendré una Kono o una Fleta...
Conoceré París...

   A duras penas abandonó el ómnibus, tropezó y volvió a tropezar, sudó hasta lo indecible trataba de rescatar la guitarra de aquella porción del mundo. Sorteó los charcos en la acera, durante todo el camino llovía insistentemente. Se contempló el traje todo estrujado y las salpicaduras de la lluvia manchándole el pantalón, el agua penetrando por las suelas de los zapatos rotos,  humedeciéndole los pies. Se sacudió las gotas, se alisó el traje.

   Afuera el tumulto, el ir y venir. Ese zigzagueo de la gente que evade la calle mojada, era una proporción aumentada de la muestra de dentro de la guagua. Más gentes, más hombres, más mujeres, más niños, más niñas, más locos, más viejos, más jóvenes, más gritos. Se vio mínimo, sintió otra vez aquella sacudida y no supo si volvía de la guerra o si estaba llegando a ella. Un grito de ¡mueve chofe! Lo hizo salir corriendo.

. . .

   La tarde dando paso a la noche, apareció escuálida tras la insistencia de la llovizna,  rompía caprichosamente el ángulo de las luces que iban encendiéndose. La noche en complicidad con sus sueños.

   La ciudad y la noche opaca, en el preludio de su concierto. Tal vez amarrándose a aquella fecha del año 1999 en que murió Joaquín Rodrigo y que el mundo dijo: Hoy Aranjuez llora. La Villa de Aranjuez se escapó de la geografía española, cuando en la noche de 1940 la mano de Joaquín Rodrigo y su guitarra la revelaron al mundo. Sus parques majestuosos, jardines, fuentes y palacios reales dentro de las notas de aquel concierto alcanzaron lo universal.   Miró su reloj y apretó los pasos pensando que se acercaba la hora y que tal vez aquella noche "Aranjuez cantaría" y desde los muertos Joaquín Rodrigo se alzaría para darle la enhorabuena.

Otra vez los versos de Tagore rondándole.

cuando la noche llega
entierro mi rostro


   El segundo timbre llamando a los artistas. La luz con su parpadeo característico. Se asomó discretamente por detrás de las cortinas del escenario, la sala estaba repleta. Observa la silla que ocupará, todavía solitaria. Tambores batá a un extremo. Un bajo del otro lado. Sistemas eléctricos, luces. Presiente al público ansioso. Hay frío en su espalda, este momento es siempre como de estreno, hay vuelcos en su pecho. Definitivamente ha llegado la hora. Palpa un caracol que lleva como amuleto en el fondo del bolsillo de su pantalón y aprieta la nariz contra la guitarra como arrullándola.
– Ayúdame – le dice entrecortadamente.

   La luz baja de un todo y cae breve sobre él que atraviesa el proscenio, saluda a todos con una ligera inclinación de cabeza.    Levanta la guitarra  y otra  vez roza contra ella su nariz. Recuerda que concierto significa: concentrarse, querellarse, batirse, enfrentarse,  salen de sus manos las primeras sonoridades.
    La guitarra prestada resplandeció entre sus brazos. Sus laterales eran suaves como la cintura de una mujer oriental. Aquel perfume de sándalos y barnices se le insinuaba clamoroso. Sus dedos comenzaron a pulsar las cuerdas con precisión y con la ternura que se presiona a las mariposas recién nacidas. Una vez, otra vez en aquel revoloteo apenas perceptible. Sus dedos blancos y delgados en un empeño doloroso sobre los hilos dorados. Los acordes fueron elevándose sonoros y armoniosos. Sus fuerza y brillantez melódica no tenían nada que ver con el  movimiento tenue de donde salían.

   Las notas de "Mercedes" de Manuel Corona colman la sala.                      Después "Quien tiene viejo el corazón " de Silvio Rodríguez.

Ahora el primer allegro del "Concierto de Aranjuez". El niño muerto.
La guitarra de España y el amor de Estambul. El neocasticismo de Rodrigo. El llanto de un niño que muere, inocente el niño muerto. El fuego del movimiento intermedio, la coda del tercer movimiento. Aranjuez ríe.
El Palacio de los Borbones enciende sus luces.
Las fuentes lanzan sus brillos de agua a los cuatro vientos.

   Sus manos ya no le pertenecen, son de aquella guitarra, de aquellos destellos sonoros que incendian la noche, de aquel amor de Aranjuez donde un hombre y una mujer se recuerdan en la perpetuidad de la muerte.

   Le pareció ver sentado en primera fila al maestro Joaquín Rodrigo preso de las manos de Victoria. Apretados uno junto al otro, embargados de satisfacción.
   En arrebato el allegreto final y las notas disolviéndose entre los aplausos del público.

   Hizo una leve inclinación y sollozó silenciosamente con la cabeza baja. Levantó la guitarra y la besó otra vez. Movió ligeramente los dedos adoloridos y pensó que todo lo hermoso llega con dolor.

* * *

   Salió a la calle que aún guardaba las huellas de la lluvia. Abrazó su guitarra contempló la noche luminosa.
Esta tierra es así mudable como una veleta- pensó-  agradecido de la noche que le caía encima y satisfecho por la visión de la luna que como un globo de cristal inflado jugueteaba entre las alas de un ángel sobre la cúpula más alta.

¡Qué linda es esta tierra! ¡En invierno las noches aquí son azules! dijo casi en un susurro,  y aspiró con agrado el viento que le golpeaba en la cara.

   Muchos lo saludaron al cruzar la calle. Un coche antiguo se detuvo muy cerca y asomados en la ventanilla dos viejecitos. Era Victoria la de Estambul que esbozando una sonrisa le habló suavemente: ¡En tierra extraña sabemos quién eres! ¡Ya sabemos quien eres! agregó el maestro Rodrigo
   Echó a andar rumbo al ómnibus y pensó que tal vez París no era tan fácil, pero la humedad de la lluvia le sorprendió otra vez en sus zapatos.

Mariko Unuma

Relatos FM

La búsqueda


¿Era o no era?
La vio entrar entre rechiflas y gritos, ya casi desnuda. Ella agarra el tubo cromado de metal y se impulsa hacia arriba abriendo las piernas. Él ve cómo aplauden aquellos estúpidos desde las mesas, y otros le tiran billetes.
¿Era o no era Araceli?
Se mordió los nudillos sin dejar de mirar a esa mujer, sin dejar de preguntarse.
Tambaleándose en un vértigo de tequila, se acercó al escenario. Las miradas se tantearon en la distancia, y recordó el idilio en Nueva Concepción.
   
       Nunca fue del agrado de doña Joaquina, quien le estudiaba de pies a cabeza al igual que a un insecto.   
Cristian y Araceli se conocieron en la iglesia, y se volvieron inseparables. El inocente y tembloroso beso no tardó en llegar.
La escuela cerró, y a través de escritos dejados en lugares secretos y ayuda de amigos se comunicaron en las vacaciones. En la secundaria, soñaron: él quería ser ingeniero, y ella bailarina. 
Doña Joaquina falleció. Araceli no tenía más parientes, así que la posibilidad de quedarse era improbable; la familia residía en la ciudad, y allá tendría que ir ella a vivir. Después del funeral, se quedó un tiempo. Esa mañana salieron a estudiar... y el atardecer los sorprendió en una covacha con rumores del campo, desnudos en la hamaca.
Un nuevo día despuntó. Las promesas se unieron a la triste despedida: el bus arrancó, y él guardó el rostro de ella como si fuese una fotografía.

Cristian emigró para empezar la universidad y se reencontró con Araceli. En los moteles se refugiaron y se juraron amor eterno.
Una tarde de abril fue a proponerle que vivieran juntos.
La actitud misteriosa de Araceli antes de su desaparición le cuentan los afligidos parientes. Uno de la familia piensa que se debió al trato que le dio la bruja de doña Joaquina. Entre argumentos a favor y en contra, alguien le pregunta si han reñido.
—Hacíamos planes para casarnos cuando me graduara. 
Otro familiar agregó:
—Pues ya preguntamos con sus amistades, y no saben nada. Por un momento pensamos que se había ido a vivir con vos.
  —¡Conmigo no está! La última vez que conversamos, me despedí de ella en esta misma puerta.
       Apesadumbrado, Cristian visitó hospitales y departamentos de Policía. Nunca se rindió.
Y ahora, pasados cincuenta meses y una noche, allí está ella frente a él. 
Cristian se encamina a la salida. La luz de la calle lo recibe llorando. Enciende un cigarrillo bajo el rótulo club de bailarinas del barón azul.
La infatigable búsqueda ha concluido.

Esclavo Moderno