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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

Anhelo letal


Los cinco sentidos del armador estaban en alerta mientras oteaba el horizonte.  La oscuridad, en aquella  noche sin luna; solo dejaba ver las  sombras de las olas coronadas con difusas crestas. De un momento a otro llegarían, entonces, la espera habría valido la pena.
A pocos metros, escondidos en el mangle del lugar, un grupo de personas esperaba. Atrás habían quedado cientos de horas de tenaz y sigilosa preparación: mentiras, desinformaciones, viajes inventados de última hora imposibles de postergar, enfermedades repentinas, todo sirvió, y fue usado, en aras de garantizar la salida ilegal en pos de la tierra de los sueños: los Estados Unidos de América.
El grupo procuraba no hacer ningún ruido que lo delatara, las tropas guardacostas, en alerta permanente, recorrían como perros sabuesos cada centímetro de costa con el fin de impedir la huida por mar de todos aquellos cansados de sufrir el desespero de la crisis económica adueñada del pais que los vio nacer. La ansiedad, emparentada con el temor de ser descubiertos, era extrema, solo el ruido de las olas chocando contra las rocas y el canto de caza de alguna que otra lechuza rompían el silencio de aquellas almas. De pronto; el llanto de un niño los congeló a todos.
Rápidamente, el armador corrió hacía el grupo, que alarmado por tal imprevisto, amenazaba con desmembrarse y sumirse en un caos total.
Algunos increpaban a la joven madre que luchaba por calmar al pequeño de meses que reclamaba su toma; ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. El armador impuso su autoridad y logró calmar al sobresaltado grupo. Con tono suave adornado de con tiernas palabras conminó a la joven madre a desistir de tan arriesgada aventura, tanto para ella como para el bebé, su bebe, la respuesta fue tajante- ¡Podré morir en el intento; pero aquí no me quedo!
Los expresivos ojos de la joven se posaron en los rostros, nadie fue capaz de sostener aquella mirada que como braza ardiente quemaba los sentidos de aquellos  que sin querer juzgarla lo hacían; a sabiendas de compartir la misma desesperación que palpitaba en su alma: hambre, escasez, empleos mal remunerados, ausencia de derechos cívicos, despotismo a los más altos niveles, promesas gubernamentales incumplidas, y lo peor de todo: ausencia total de esperanzas de cambio, al menos, para los que no tuvieron la suerte de formar parte de la "élite".
Pasado el sobresalto y restablecida la calma, cada quien se acomodó como pudo tratando de descansar lo poco que se lo permitían los gigantescos jejenes con sus picadas en busca de sangre a pesar de los inútiles manotazos por espantarlos. El armador, cual ángel guardián, se mantuvo al lado de la joven madre y el bebe.
No había pasado mucho tiempo del incidente cuando la voz del armador, anunciando con entusiasmo la proximidad de la embarcación, imprimió nuevos bríos y esperanzas en los desfallecidos corazones.
La frase- ¡ya están aquí!- fue como adrenalina para aquellas almas agónicas tras larga espera. Todos de pie trataban de ver con sus propios ojos el transporte celestial que los transportaría a la tierra de la libertad, la tierra de las oportunidades: adiós a las calamidades, la pobreza, al eterno periodo especial, y al omnipresente bloqueo económico "culpable" de todos los males.
Con suave vaivén, motores apagados, fue acercándose a la costa la embarcación con capacidad original para ocho personas. El oleaje no era fuerte, pero para evitar cualquier contratiempo con las rocas; se mantuvo a cierta distancia, la única forma de alcanzarla era a nado.
Ninguno de los allí presente contaba con este inconveniente, pero no tenían otra opción: era el mar o el infierno. Todos se decidieron por el mar, incluida la mujer de sesenta años que formaba parte del grupo añorando reencontrarse con sus hijos y nietos después de doce años de separación; pasando por visas y permisos denegados en la oficina de interese de los EE.UU. en la Habana, aún estar todos de acuerdo, nadie  se atrevía a lanzarse al agua en pos de la lancha, las rocas y el oleaje, que sin ser enorme impresionaba, frenaron por unos segundos el impulso del grupo. 
La primera en romper el momento de dudas fue la joven del bebé, sin dar tiempo a ser detenida, saltó desde el peñón y se dirigió a la embarcación. La mirada atónita del armador la siguió mientras pudo en las oscuras aguas, no podía hacer nada más por ella a no ser seguirla con la mirada, mudos ruegos al omnipotente, y la ansiedad de su corazón, el resto dependería solamente de ella, y de su buena estrella.
Las olas, aunque moderadas, a pesar de sus esfuerzos la cubrían a ella y a la criatura. Su decisión fue contagiosa. El resto, excepto el armador, la siguió como sigue la manada de ñues al líder que se lanza a cruzar las aguas del Nilo, infestadas de cocodrilos hambrientos, en busca de nuevos pastizales. De a poco un cordón de cuarenta personas, luchaban contra la marea para alcanzar la embarcación cuya  capacidad era muy inferior al número de pasajeros que llevaría. Había que llegar.
La joven madre ya estaba encima de la embarcación lavando con agua dulce a su bebé que increíblemente le sonreía, dulce inocencia. Aún faltaba la mitad de los pasajeros, entre ellos la anciana de sesenta años, cuando la alarma de unos gritos provenientes de la costa puso a los lancheros en alerta. Estos, sin pensar en los que aún nadaban  en las oscuras aguas, encendieron los potentes motores, y pusieron rumbo a mar abierto.
Las luces del guardacostas alumbraron la embarcación, que dando saltos a causa de la velocidad, comenzaba una huida desenfrenada.
Algunos de los pasajeros saltaron al agua en apoyo al familiar que no pudo alcanzar la lancha, otros, faltos de valor o conformes con la suerte que les tocó, se asieron a lo que pudieron y encomendándose a todos los santos que les vinieron a la mente, continuaron con sus planes migratorios. La joven madre, mirada puesta en la orilla que poco apoco se alejaba, acariciaba con tiernos besos a su bebe, las lágrimas, imposibles de retener por más tiempo, se deslizaron suavemente por sus mejillas, cerró los ojos, y espero...
El armador, oculto en mangle, escuchaba los gritos de aquellos que perdiendo su batalla contra las olas reclamaban una mano salvadora para no morir ahogados... no todos fueron escuchados... la anciana fue una de ellos.
Amparado en la oscuridad y la confusión reinante, el armador se fue alejando del lugar. El ladrido de los perros le indicaba la proximidad de las tropas terrestres, sí lo atrapaban, su condena no sería inferior a veinte años de cárcel, y él, también tenía familia. Poco a poco fue dejando atrás el agitado lugar. A lo lejos, en alta mar, envueltas en la negrura de la noche, entre ambas lanchas, la cacería acuática continuaba.
Los gritos de desesperación, y los ladridos se fueron apagando mientras aumentada la distancia que lo separaba del lugar. Ya casi estaba fuera de peligro cuando el tableteo de una ametralladora de gran calibre rompiendo el inmediato silencio seguido de una explosión lo detuvo en seco. A lo lejos, señalando el lugar  cual X, las llamas no dejaban lugar a duda alguna sobre el infausto final.
Sin fuerzas, su cuerpo cayó de rodillas envueltos sus sentidos en un lúgubre sopor... así fue encontrado por las tropas guardafronteras.
Los "afortunados" que lograron conservar la vida, ya habían declarado dando sus señas como el organizador de la salida, culpándolo además de todas las  desgracias acaecidas en el frustrado intento. El uniformado frente a él, no escatimaba en insultos, adelantándole la larga condena que le esperaba.
El armador no escuchaba nada, su mente y sus sentidos habían quedado muy lejos de donde se hallaba ahora. Balbuceando algo incomprensible sintió como le vaciaban los bolsillos, cayendo algo al suelo. Uno de sus acusadores se agachó y recogió lo que resultó ser una foto familiar, el  corazón casi se le detiene al ver aquella foto donde una joven madre, bien conocida por todos los que participaron en la odisea, acariciaba con una sonrisa a su  bebé mientras dormía en  los brazos de quien a todas luces lucía como su padre...jugadas crueles del destino... no era otro que el armador.   

F. Mason

Relatos FM

Post- mortem


Sobre el velador me espera una copia del libro de poemas "Post mortem" de Sofía Rosal, libro que envío a su editor dos días antes de darse un tiro precisamente entre cejado a los pies del cerro Santa Lucia.
En otras circunstancias tal vez hubiese sido un buen amigo de Sofía, me gustaba su arrogancia y el aire de vieja cuicona que fue tomando después que salimos de la universidad. El único tono que conocíamos para comunicarnos era la ironía, y funcionaba, siempre la consideré talentosa pero un ejemplo típico de la cursilería poética que desbordad este país, dentro de todo era bastante consecuente con sus principios y eso lo respetaba. Cuando mi sobrino Pablo me comunicó su muerte no me extrañó en demasía, todos quienes la conocíamos sabíamos que no aguantaría mucho pensando que el espejo era el que se arrugaba y no ella, y efectivamente cuando cayó en la triste verdad, la vanidad pudo más que la razón, finalmente logro morir de la forma más patética y romántica que un escritor pueda buscar, haciendo mercadeo con su propia muerte, una especie de Mozart de la poesía, tal vez hubiese dicho pomposamente la vieja cacatúa, sosteniendo con una mano un cigarro de boquilla larga y con la otra acariciando su collar de perlas, obviamente sin guardar las proporciones evidentes que existen entre ella y Mozart.
El día de su funeral reapareció mi sobrino en el umbral de la puerta para pedirme encarecidamente que asista, yo me aprestaba a hacer mis clases, quería zafar del tedioso trámite, mi sobrino insistió una y otra vez.


- ¡no que aburrimiento hombre yo ni hablaba con ella! Creo que ni a ella le habría gustado que estuviese ahí
- Dale tío tienes que ir no seas terco.
- ¡te estoy diciendo que no!
- Toda la familia te está esperando.
- Pero... ¿para qué?
- Por último para que recibas el anillo de boda que la tía dijo que te devolvieran.

Julio

Relatos FM

Una musa


Mi nombre es Irene Bronce, y soy musa. Ya saben, musa, la mujer que sirve de inspiración a artistas sin rumbo y a poetas faltos de amor y de sentido de la vida. La que es para ellos fuente de creaciones y pensamientos, la que les hace tener algo por lo que seguir trabajando a pesar de sus perturbadas e intranquilas vidas. Soy la mujer que les hace vibrar, la que consigue que de vez en cuando logren escapar de la rutina asfixiante del mundo. Y soy la que aparece en sus mejores obras.
Me describiré brevemente, sin muchos detalles, para que no se enamoren de mí. Soy alta, rubia, de cabello liso y sonrisa blanca y radiante y llena de intensidad. Delgadita, muy mona. Poseo uno de esos rostros de los que se dice que son simpáticos, pero aun así mi mirada es maliciosa y pícara y a veces escalofriante. Mi mirada azul.
Y me dedico, he de admitir que casi diariamente, a dejarme ver por bares y garitos nocturnos de las zonas más bohemias de la ciudad en cuanto que cae la luz del sol. Salas de conciertos, clubs de jazz, cafés literarios que abren durante toda la madrugada. Llego hasta allí con mi mejor vestido, reluciente y llena de misterio, y miro al primero de ellos durante largo rato. Con mi mirada maliciosa y pícara y escalofriantemente azul. Y le sonrío. Le sonrío sin cesar con toda la perversidad que son capaces de expresar mi cuerpo y mi cerebro.
Después, una vez que viene el susodicho, hablo con él de arte. Y en este punto no soy para nada una persona falsa; me encanta el arte. La música, el cine, la literatura, todo. Y sé de lo que hablo cuando defiendo la obra de tal o cual autor en su momento más profundo y triste, y cuando analizo todas sus complejas y sutiles motivaciones vitales, e incluso me siento de verdad deslumbrada con las aportaciones de mis ídolos, y he de admitir que también con las de muchos de los artistas con los que me acuesto.

Siempre he querido salir en una obra de arte. Para ser inmortal, para no quedar en el olvido. Para que pasen los años y los siglos, y cuando ya no quede nadie en el mundo que sepa que mi vida fue vacía e insignificante y que no hice nada por la Humanidad, los nuevos hombres y mujeres del planeta me vean retratada en un cuadro o reflejada en un libro o una canción, y se digan a sí mismos: "Esta es la mujer por la que uno de los genios a los que más admiramos perdió la cabeza". "Hubo de ser especial".
Así es que aparezco en poemas, fotos, diarios y esculturas, esperando llegar algún día a ser la amada de alguien a quien el azar y el talento hayan ayudado lo suficiente como para permitirle consolidarse como uno de los mejores de su época. Y, por fin, poblar los sueños de aquel que pueda sacarme de ellos y elevarme para siempre por encima de lo humano.
La última de mis conquistas fue un auténtico rockero, de esos nuevos músicos de barrio que a pesar de su corta edad siguen afincados en los años ochenta. Un tipo de lo más atractivo, joven y con mucha estrella, que se desenvolvía en una actitud ciertamente arrogante y soberbia. Era alto y delgado y siempre se dejaba perfilada una barba de tres días. Iba a todas partes con un cigarrillo en los labios y enfundado en una chupa vaquera, y se preciaba de ser un verdadero as entre las mujeres. No obstante, acabé por encandilarlo con mi conversación, mis agudas reflexiones y mi sexo en unos pocos meses. Se resistió al amor, sin duda, pero los músicos, así como el resto de hombres que trabajan con su alma, siempre acaban cayendo una, y otra, y otra vez en el amor. Se llamaba Iván, y hasta que me conoció era un macarra y un seductor nato. Hasta que, como les digo, yo fui su musa como en su momento lo fui la de todos.
Dramaturgos, cineastas, dibujantes de cómics. Todos, todos han pasado por las manos de su musa, y todos, al no poder tenerla con ellos para siempre, han acabado introduciéndola, de forma más o menos camuflada, en sus historias, en sus películas, en sus composiciones más tiernas, en sus libros... Oh, en sus libros... Me encantan los escritores, son tan fáciles... Con un par de palabras amables ya se enamoran.
De tal manera que la ciudad y sus alrededores ya me han visto en cientos de creaciones artísticas y de todas las maneras posibles. He sido alta y baja y he sido rubia, morena y pelirroja; mis ojos han pasado del azul al negro y mi voz ha cambiado hasta asemejarse a la de las serpientes. He sido la diva que rompía corazones y he sido la muchacha inquieta de rostro afligido que se hacía la fuerte pero que tenía tanto que ocultar... He correspondido al amor de unos y de otros, he escapado o he fallecido, según los casos. Y no, quizá nadie me reconocería por la calle. Pero ahí estoy; en las mentes de unos y de otros y en todas ellas de manera completamente diferente, pues esto es algo que tienen en común todos los hombres a los que enamoro; interpretan la realidad siempre de una forma extravagante y propia, y nunca se quedan conformes sabiendo únicamente lo que ven. Juegan unos y otros a ponerme numerosos nombres y a disfrazarme con todo tipo de diversas máscaras, a especular sobre mis inquietudes más profundas, a querer ver en mí más de lo que hay. Y yo disfruto como una reina, pues conmigo todos y cada uno se equivocan, y ven en mí bondad o fragilidad, o trauma o rencor, cuando aquí lo único cierto es que adoro la admiración de la gente y que en esta asquerosa y frívola existencia todo cuanto busco es durar lo máximo posible haciendo creer a las personas que hay algo más en mí que pura y simple vanidad.
Y hubo un tiempo en que lo conseguí, oh, sí, ya lo ven. Logré engañar a las mentes más susceptibles y retorcidas de la Tierra, y eso es algo difícil, no crean que no.

Pero, oh, no, esto no ha durado tanto tiempo como pude llegar a creer. No he sido una buena chica. Y en este mundo toda acción, queridos lectores, tiene sus consecuencias, lo crean o no.
El otro día me dio por escuchar el último disco de Iván, el último de mis amantes, el apuesto rockero de ojos verdes y modales altivos al que, pese a todo, conseguí hechizar. En varias de sus canciones, por supuesto, salía yo, lo cual me hacía retorcerme de auténtico placer, pues me acercaba más a mi sueño de poseer la vida eterna a los ojos del resto. No obstante, cuál no fue mi sorpresa al descubrir la aportación de mi propia persona a las obras; era la horrible y lasciva fémina que jugaba con los sentimientos de los hombres, y me contoneaba por delante de todos para ofrecerles mi cuerpo y vendérselo a los precios más bajos, satisfaciendo así mi voraz apetito sexual con cualquiera que se me pusiese por delante, de forma indiscriminada y sin ningún sentimiento. Era descrita como una hembra prosaica y carente de toda noción de profundidad y delicadeza; no sólo era mala, era estúpida, y eso sí que fue algo que me llegó a irritar de verdad. Era algo así como una creída sin clase, y así pasaría a verme en un futuro todo aquel que indagara algo más en la historia de aquel disco de Rock.
Asustada, y más tarde puede comprobar que con mucha razón, indagué exhaustivamente en todas las aportaciones más recientes que habían ido haciendo mis pretendientes de los últimos años. Y ahí estaba yo, en todas y cada una de ellas, como la más genuina representación de la vulgaridad y el mal gusto, la falta de ética unida a la ausencia de aptitud, la fealdad moral, la sordidez, el erotismo cutre, la cópula desesperada y la nulidad intelectual. Aparecía en relatos, poesías, novelas, cortometrajes, cartas, pinturas, cómics, monólogos, graffitis, raps, retratos y fotografías, aparecía mi cara apenas retocada en una cantidad de fotografías inimaginables, dejándome bien situada en el escalafón más bajo que uno pueda concebir, y sin dar ni un momento lugar a dudas de mi identidad.
Sí, así fue todo, y así será. Así seré yo a los ojos de las generaciones futuras, y mentiría si dijese que no me lo he ganado a pulso. El mundo del arte me recordará, triste e inevitablemente, como la que fue la peor de sus musas.
Así que quizá, después de todo, haya una pequeña moraleja en esta breve historia. Cuídense bien de los artistas; pueden hacer que lo recuerden a uno para siempre.

Elegancia

Relatos FM

La delgada línea entre vivir y sobrevivir


A medida que miro hacia atrás en mi vida no quiero recordar las cosas tal y como pasaron; prefiero recordarlas de un modo artístico. Y sinceramente la mentira es mucho mas honesta por el simple hecho de haberla inventado yo. La psicología nos dice que los recuerdos no son como los átomos y las partículas de la física cuántica, los recuerdos pueden perderse para siempre. Por descontado, no podría estar más en contra. Es cierto que la psicología nos dice como se comporta el cerebro en determinadas situaciones, dentro de una regla por supuesto, pero lo que pasó aquél día en Burlete no cumple las reglas básicas del saber humano. Tanto es así que un grupo de investigadores y científicos siguen investigando lo que pasó aquella tarde hace ya dos meses. Del mismo modo la psicología nos dice que el cerebro tiende a almacenar los eventos con una cierta distorsión, de este modo, cada vez que se recuerdan y se vuelven a almacenar sufren una distorsión mayor. Aquí he de darles la razón, salvo que en mi caso, todo parece una obra de arte, puede que sea la droga que últimamente he estado consumiendo pero me siento como Picasso con mi paleta y pincel y mis recuerdos fuesen un cuadro sin acabar. Mi deber como artista es rellenar esos huecos y hacer de ese cuadro inacabado una obra de arte independientemente de cuán trágica sea.
   Si esto fuera Apocalipsis y yo tuviera una facilidad magistral para narrar asesinatos como Stephen King, podría contar lo que acaeció aquella en el que por aquel entonces era mi hogar en un auténtico tono de suspense. Y el lector se moriría de ganas de escuchar el resto. Pero a diferencia de los hechos narrados en Apocalipsis, mis hechos son auténticos y verídicos. Además no soy un escritor conocido y nunca lo seré por lo que lo haré a mi manera, pero sobre todo contaré la verdad porque de eso es de lo que se trata la ardua tarea de la narración, de contar la verdad. Ya lo dijo Miguel de Cervantes "La honestidad es la mejor política". Prometo hacerlo. Prometo contar la verdad y si no lo he hecho antes ha sido porque no era el momento adecuado, no es que ahora lo sea. Pero es ahora nunca.
               "Necesitamos ayuda. Sentenció el poeta"
                        Edward Dorn. 
I
   Hacía más calor que en las calderas del infierno aquella tarde, lo cual es irónico, porque horas más tarde lo serían. Me encontraba en mi casa enfrente del aire acondicionado y haciendo una serie de cálculos para un proyecto de los que por entonces hacía. Soy (más bien era) arquitecto. Estaba desquiciado porque había alguna medida que no me encajaba, no sabía si se debía a un error de medición o si se debía a que los planos estaban mal confeccionados. No sé si fue una suerte o una desgracia que en ese momento necesitase ir a por un lápiz 2H a la tienda. De un modo u otro me puse las chanclas y las gafas de sol y emprendí rumbo a la tienda. Como en esas fechas solía suceder, al salir de casa una oleada de calor me abofeteó en la cara. La tienda estaba relativamente cerca por lo que me pareció de un vago tremendo el coger el coche para ir a por un simple lápiz. <Tienes que hacer más deporte hijo, te vas a poner como un ceporro.> La voz de mi padre resonó en mi cabeza, pero algo que él no sabía ni supo era que los consumidores habituales de marihuana perdían peso sin hacer ejercicio. Me las arreglé para llegar a salvo a la tienda, y compré el lápiz de la discordia. Si oí algo extraño no le presté atención. Ya que estaba en la calle decidí ir a por tabaco al estanco que pillaba a cuatro pasos. El estanco estaba en una de las calles que daba a la plaza. Esta última era bastante grande, tenía todo lo que las plazas populares tienen, fuente, bancos, ayuntamiento, iglesia, campanario, en resumidas cuentas, todo lo que cabe esperar encontrar en la plaza de un pueblo. Al llegar al pueblo comprobé que había una gran muchedumbre reunida a los pies de un escenario situado enfrente del estanco. Encima del escenario se encontraba el pomposo alcalde Tray Lertes dando uno de sus soporíferos discursos. Su papada parecía un compartimento en el que guardar cartera, llaves y algo de comida.  Solo entonces recordé que aquel día era la paparruchada del día de los fundadores. Era una festividad típica que se hacía en Burlete para rendir culto a los padres fundadores del pueblo. No es que me pareciese mal, pero las seis de la tarde de un quince de julio no era el momento adecuado. Pero no me importó, podían rendir culto a quien le diesen la gana del mismo modo que después planeaban meterse a misa a rezar a un Dios que más tarde no escucharía sus plegarias.
   Según el informe oficial de hechos el primer ataque se produjo a las 6:10 a la entrada del pueblo. Una pareja de jóvenes que intentaban salir de Burlete fueron atacados. ¿Por quién? La pregunta no era por quién, sino por qué. Ninguno de los dos vivieron para contarlo pero según la investigación que se realizó después declaró que eso colisionó con el coche desplazando la parte delantera del coche hacia dentro como si fuese mantequilla y aplastando a sus dueños. Se cree que murieron sin dolor pero imagino que su último pensamiento debió de ser "¿Qué demonios...?". Después se cree que eso  se introdujo en diversas casas arrasando con lo que dentro de ellas había, incluidos sus dueños, de forma arbitraria hasta llegar a la plaza a las 6:13, hora en la que yo salía del estanco.
   "La carretera al infierno esta pavimentada de buenas intenciones"
   Anónimo.
II
   Nuestra percepción se puede ver alterada por diversos factores. Uno de estos factores puede ser el aburrimiento, que se lo pregunten a cualquiera que haya sido estudiante... Pero el que me atañe es el factor del horror. Cuando algo espantoso sucede el tiempo parece pararse. Es algo lógico puesto que algunos científicos afirman que el tiempo no existe sino que lo que le crea es nuestra consciencia sobre él, de que los eventos transcurren de forma ordenada y no simultánea.  De modo que si alguien me hubiese preguntado cuánto tiempo transcurrió posiblemente hubiese respondido que veinte minutos cuando en verdad la matanza transcurrió en aproximadamente tres minutos.
   Me acerqué al escenario a atender al discurso que el alcalde estaba pronunciando, no porque me interesase sino porque no tenía ganas de volver a los errantes planos que me aguardaban en el escritorio. Era muy habitual en mi acabar tirando a la basura proyectos en los que había estado trabajando semanas sólo porque no encontraba un error que seguramente fuese milimétrico. Una vez empecé a prestar atención al alcalde todo empezó a suceder. Me sentí como el detonador de la catástrofe, término usado por el Inspector Snell para nombrar lo que en verdad fue un baño de sangre. Pude sentir que algo iba mal antes de que nada sucediese, unos segundos antes, ninguna eternidad. No lo atribuyo a ninguna percepción extrasensorial/paranormal ya que nunca he sido una persona intuitiva. Sentí que algo iba mal cuando oí aquel pitido. Puede sonar tonto pero era un pitido salido de las profundidades del averno. Me puso los pelos de punta y me provocó una nausea que tuve que reprimir. Unos segundos después apareció. Mi corazón se desbocó, creo que nunca le he sentido latir tan fuerte. Todos tardamos en reaccionar y creo que en parte se debió a que nuestro hemisferio izquierdo, el cual se encarga de procesar la información de forma racional no pudo categorizar el fenómeno que estaba aconteciendo. Sin embargo el lado derecho supo instantáneamente que estaba sucediendo. ¡Demonio!  gritó la parte derecha. Vuelve a mirar, es completamente imposible sentenció el lado izquierdo. Y este fue el quid de la cuestión durante unos segundos. Nadie se explicaba que era aquella figura de forma cambiante que fluctuaba sobre el alcalde. A pesar de no tener forma definida se podían distinguir dos puntos rojos que representaban sus ojos. Era la peor pesadilla de los niños cuando estos se iban a dormir sin haber mirado debajo de la cama. El peor de los sueños de un adolescente que vuelve a casa tarde caminando solo por la calle. La peor de las ilusiones de un loco. Era el mal en estado puro. Algunos autores suelen decir que no existe el mal sino que es una falta de amor lo cual implica que no existe sentimiento negativo sino ausencia de sentimiento positivo. Esto a su vez implicaría que no hay entes malignos sino entes que viven en un completo estado de ausencia de bondad. No lo creo así. Para mí solo hay entes malignos, entes menos perversos y entes cuya maldad está oculta bajo una sonrisa bondadosa. Al igual que sucede con los seres sobrenaturales sucede con las personas. Hay personas malas, personas menos malas y personas que aparentan ser santos. El ejemplo más claro está en el alcalde Tray Lertes. Aparentaba ser un buen hombre de intenciones puras. Lo que poca gente sabía es que acostumbraba a pegar a su difunta esposa en la época en la que cinco copas no era su límite.
   Algunas personas justificarían que la redención de sus actos pasados fue la muerte a manos de aquel ser. Pero desde mi punto de vista nadie de los que estaban allí presentes merecían una muerte tan horrible. El demonio que fluctuaba sobre la cabeza del alcalde se introdujo en él, unos segundos después Tray estaba jadeando. Él demonio le estaba asfixiando desde el interior. Después cayó muerto arrasando a su paso el equipo de sonido. Aterrizó en el pavimento. El micrófono seguía colgando de su mano. El demonio salió de su cuerpo con una forma más espeluznante de la que tenía cuando entró en el alcalde. Pareció haberse alimentado de él.
"Dear Brutus, the fault is not in our stars, but in ourselves."
   "Querido Brutus, la culpa no es de las estrellas sino nuestra"
William Shakespeare, Julius Caesar

III
   Pero el alcalde no fue la última víctima, eso sí, su muerte fue la más limpia. A su muerte le siguieron una serie de asesinatos que más que asesinatos merecerían llamarse actos carniceros, despiece. El ente fluctuaba de una manera aparentemente inofensiva de un lugar a otro, salvo que no era inofensivo, donde ponía su ojo se sembraba la destrucción. Vi morir al menos a doce conocidos y a otros tres desconocidos aunque por supuesto hubo muchos más muertos. Pero eso no fue lo peor. Por supuesto que no. Lo peor fue cuando eso me miró, directamente a los ojos. Ahí fue cuando el tiempo pareció convertirse en una eternidad. Era como mirar directamente al infierno, casi podía ver almas consumiéndose en el fuego eterno mientras pedían auxilio. Oh auxilio. Eso era lo que yo necesitaba. El pitido que no había cesado desde que eso hizo acto de presencia se volvió aún mas intenso lo cual provocó que la parte más esencial de mi ser se removiese, sentí mi cuerpo removerse, cada átomo vibraba del mismo modo que lo hacen dos imanes cuando son juntados por sus polos positivos. Todo el mundo corría despavorido de un lado a otro, unos huyeron, otros murieron en el intento y otros seguían rebotando de un lado a otro. Pero yo no me moví ni un centímetro en parte porque la situación me fascinaba, aunque no de un modo positivo, y en parte porque no sabía que hacer, no sabía que sería mejor si quedarme quieto o echar a correr. A medida que avanzaba hacia mí el pitido era más fuerte y la sensación de vibración mucho mayor. Pareció avanzar hacia mí eternamente, pensé que pasaría así el resto de mi vida, viéndolo acercarse con intención de despiezarme pero que nunca llegaría el momento. Always and forever. Pero lo haría, eventualmente. Suelen decir que cuando estas a punto de morir ves la vida pasar delante de tus ojos. No en mi caso. Solo pude ver aquellos ojos endemoniados. Ya lo dijo Nietzsche, "Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti". Y eso es lo que estaba haciendo aquella criatura salida de lo más hondo de la tierra. Escrutar mi ser y ver si valía la pena, si se alimentaría lo suficiente de mí. Cuando estaba a punto de acabar conmigo algo capto su atención y se alejó de mí sin tocarme un pelo. Solo vi como esa sombra me esquivaba, sentí como el pitido disminuía sin llegar a desaparecer. ¿Qué siente un conejo cuando la sombra del águila le sobrevuela con las alas desplegadas y no se detiene? ¿Qué experimenta un ratón cuando el gato que ha estado esperando pacientemente delante de la madriguera durante todo el día desiste de su captura? Quizás nada. O quizás lo mismo que sentí yo. Una sensación de alivio que no tiene palabras para ser descrita. Como si después de haber andado por el desierto con un lastre de cien kilos a la espalda este se evaporase y la arena se tornase en agua de playa. Un alivio que vale más que un ticket de lotería premiado.
   Pero el alivio no duró mucho. Unos segundos después oí aquel grito desgarrador. La cosa me había permitido vivir solo porque había encontrado una presa más jugosa. Dina Brid de treinta y dos años, embarazada de siete meses. Sus últimas palabras fueron "Hijo mío lo siento" después emitió unos sollozos y murió desangrada, no voy a entrar en más detalles porque solo harían que este relato fuese aun más escabroso. Al fin y al cabo el daño esta hecho y la imagen está grabada en mi mente a fuego, no se irá, nunca. El terror se apoderó de mí. Yo debía haber muerto y no ella. Yo había vivido, ese niño no. No era justo. Mas no pareció importar, nada de lo que sucedió aquel día fue justo.
   Corrí lo más rápido que pude hasta que mis fuerzas se agotaron unos metros antes de llegar a casa. Me senté en la acera y vomité. Cuando me recompuse me metí en casa. Nunca he sido lo que ser diría un tipo llorón pero aquel día lloré durante un buen rato. Las imágenes volvían a mi cabeza una y otra vez, sobre todo aquel grito, Dina yaciendo en el suelo, el brazo con el que me tropecé en mi huida, sangre, sangre por todas partes, extremidades humanas, desesperación, angustia, miedo... Entonces me alegré de no tener familia viviendo en aquel pueblo, todos se fueron a la ciudad excepto yo que me quedé con la casa. Me gustaba el pueblo, era más tranquilo que la ciudad. Pero a partir de aquel día mis gustos cambiaron. Aquella misma tarde empaqué todas las cosas, unas las dejé en casa y otras las traje conmigo a este cochambroso motel en el que llevo viviendo  sobreviviendo dos meses.
   Dormí durante dos días seguidos. Puede parecer imposible, pero con un par de Valium todo es posible amigo. Cuando me desperté en la mañana del 17 de julio quise saber todos los detalles. Bajé a la calle vestido de mala manera y me hice con un par de periódicos. Los dos contenían una narración de los hechos, aunque en la versión del periódico el presunto autor de los hechos era un grupo radical en lugar de un ente sobrenatural. Por supuesto eso no salió a la luz ni lo hará hasta que se encuentre una explicación científica y racional de los hechos, es decir, nunca. Leí los dos artículos y me di una ducha. Cuando al salir del baño al salón confundí los dos pilotos rojos de la televisión apagada con aquellos dos ojos de nuevo mirándome supe que nunca lo superaría, que acabaría conmigo.
                  "Es inhumano bendecir cuando nos han maldecido."
Friedrich Wilhelm Nietzsche.
IV
   A Burlete se le fue la vida. Primero en aquella matanza y después en las semanas posteriores.  Se realizó un funeral homenaje a las víctimas a los dos días y para el quinto día solo quedaban veinte personas en Burlete. La gente se largó de allí del mismo modo que lo hice yo. Muertos de miedo y en busca de un olvido que nunca conseguirían. Las veinte personas restantes  aun siguen viviendo allí y supongo que lo harán hasta el fin de sus días. Pero yo no voy a volver. He dejado muchas cosas allí y allí seguirán, a donde voy no las necesito. Tengo todo lo que necesito encima de esta mesa. El sobre con mi testamento, dinero para mi funeral, un revolver y una botella de whisky a la mitad.
   No puedo vivir en un mundo así. Es un mundo malo, despiadado, habitado por maldad y egoísmo. Y lo peor creo que no es eso, sino el hecho de haberme dado cuenta de que las cosas malas no pasan en la oscuridad de la noche sino en la claridad del día, cuando se supone que todos estamos seguros. No hay sitio para mí en un mundo así. Han pasado dos meses y sigo viendo esas imágenes con la misma claridad que la primera vez que las vi. No puedo vivir con esta carga. No lo voy a superar. Pido perdón a mi familia y amistades por mi acto egoísta pero es la única alternativa que me queda. Quiero vivir, no sobrevivir y sé que no lo voy a conseguir por lo que es mi única opción. Una ultima cosa, no quiero un funeral católico, solo conseguiría que me removiese en mi tumba. Quiero ser incinerado y que mis cenizas sean esparcidas por algún lugar paradisiaco para poder descansar en paz. Pero sobre todo mantened mis restos alejados de Burlete, es todo lo que pido. Es hora de hacerlo, ahora o nunca. La pistola está cargada tan pronto como suelte este lápiz me dispararé con ella.
Muero en pleno uso de mis facultades mentales.
Harold  Gate.  22/11/80 – 15/09/2012

Franciso Javier Minaya Gómez

Relatos FM

SILENCIO EN EL TUNEL DEL TIEMPO


En un túnel del tiempo, inmersos en el caos de los conflictos bélicos que envuelven a este planeta habitado por terrícolas mundanos, hoy expreso lo que veo y lo que siento:

Por la ventana de luz que se cuelga a la pared, veo, escucho y revivo los acontecimientos diarios, y me adentro a ese otro túnel donde se refugian los civiles, habitantes de la tierra aislada en guerra de Damasco. Traspasé el espejo de Alicia, para convertirme en Amina.

   Acurrucada y encogida, tapa con sus pequeñas manos los oídos, evita los    silbidos de esas bombas, de los tiros perdidos que los persiguen. No entiende, no    sabe por qué, pues solo es culpable de haber nacido en el centro de lo que hoy    es sombra de un cambio que se empeña. Incapaz de levantar la mano y la voz    para que la escuchen.

   Nació bajo los remos de las "suras", el libro sagrado que como vuelos de    palomas dan el canto de una fe tradicional. Los pies descalzos, no sabe donde, ni    en que momento del periplo por llegar al refugio perdió las sandalias, esas que    dan suelo al piso que ella pisa, al paso de su paso, por este territorio hoy de todos    y de nadie.

   La ciudad del Jazmín ya no huele a flores, sino a pólvora y sangre. Dicen que    tiene mas de seis mil años de historia, pero Amina desconoce donde esta escrita    la experiencia del ser humano; talvez  sobre las lágrimas del río o del mar    mediterráneo. Dicen que su casa esta asentada sobre lo que  fue capital del    califato y le contó su abuelo, que mucho tiempo antes, el abuelo de su abuelo,    huyó a Egipto, y que sus antecesores vivieron  en Córdoba, la capital Omeya, de    Al- Andaluz. Tal vez solo es  descendiente de mamelucos, y por ello, no tiene el    derecho a la palabra, o tal vez por su condición de fémina, se la relegue siempre    al silencio tras el pañuelo blanco o el pañuelo negro. Ahora las ocho puertas del    Damasco, los ocho ojos que apuntan al reloj, están cerrados a cal y canto. La    aguja del tiempo detenida, y la ciudad funciona sin ritmo, al son de un absurdo    caos.

   Es agosto, hace calor, sus hermanos están muertos o huidos a las fronteras    vecinas. Su madre, lleva una garrafa sin tapón a medio llenar conteniendo agua.   Ese y sus hijos menores son su equipaje de refugio en refugio. Su padre esta    desaparecido, y la industria textil donde trabajaba, cerrada.

   Quedan las abuelas, las dos ancianas, que se parapetan tras las celosías, bajo las    tablas. Ambas se miran cubiertas de un velo de lagrimas, solo saben que ellas    son una carga, no pueden correr, no pueden mas que esperar, que traspasen el    umbral alguien de la familia.  Entonces también lloran, con unas leves sonrisas.    Si hay harina, hacen pan sobre la piedra, lo reparten, y abrigan entres sus brazos    arrugados de años a los niños y a las niñas. Allí quisieran perder su infancia,    bajo sus alas en un eterno sueño.

Si fuese una pitonisa de Plutarco, y pudiera volar con una alfombra mágica hasta donde solo se escuche la música del agua, y con su dedo, desdibujar el incendio, silenciar los llantos, llevar la paz a los pueblos, construir un tiempo nuevo con un nuevo canto.

   Amina se ahoga. Todo su diminuto cuerpo tiembla, convulsiona su vida, sus    cortos nueve años. Ella no sabe que ocurre. Está mirando las grietas sobre el    techo del túnel, apenas percibe un rayo de luz, humo, y un olor leve que le duele.

Es agosto en Damasco y liquidan a los niños como moscas, han puesto en el aire, un gas, o, han envenenado el agua. Han utilizado armas químicas para matar a los indefensos. ¡Qué desalmados!

Muere la niña, junto a otras trescientos sesenta y cuatro victimas, contados como los días del año. Tres mil seiscientos, siguen afectados.

Regreso al otro lado del espejo, con las manos untadas de silencio roto por un grito ahogado, no entiendo porque estos terrícolas mundanos, no son capaces de convivir sin asesinatos.

Me pregunto desde el desengaño:
   -¿Dónde está Dios y la justicia?
   -¿Dónde los gobernantes del mundo?
Acaso:
   -¿Miran de espaldas al espejo de Alicia?
Acaso:
   -¿No fueron también niños y niñas?
Acaso:
   - ¿Habrá esperanza para el ser humano?


Alicia Espejo

Relatos FM

Yulia y el gato


Castigada por no haber hecho los deberes, permanecía encerrada en su habitación hasta nuevo aviso; pero Yulia, con sus ligerísimos nueve años a cuestas, lejos de aburrirse ante tal reclusión impuesta por sus padres, desde la ventana de su habitación, como un centinela desde su atalaya, contemplaba indignada cómo los transeúntes -si no todos adultos, casi todos- sorteaban indiferentes un gato muerto de color negro que yacía inmóvil en medio de la plaza de enfrente.  La plaza no era grande, tenía el suelo cubierto con pequeños adoquines y, estando enmarcada en tres de sus costados por árboles y casas con soportales, se abría a la iglesia del pueblo. La niña dirigió sus almendrados ojos marrones al gato muerto y se preguntó por qué nadie se preocupaba de hacer lo que se debía hacer en esos casos: recogerlo y enterrarlo. En ese instante aparecieron en la plaza cogidos de la mano una mujer vestida de azul y un niño pelirrojo. «¿Harán lo mismo que los demás?», se preguntó Yulia, pegando la frente en el cristal de la ventana. El niño movió la cabeza y con gesto decidido intentó ir hacia donde se encontraba el gato muerto, pero la mujer -su madre probablemente- tiró de él con fuerza y le obligó a seguir su paso; al cabo, la mujer vestida de azul y el niño pelirrojo se alejaron en dirección a la iglesia. Con esto, ya no le cabía ninguna duda, tras escrutar durante horas la indiferencia de los transeúntes con el gato muerto, Yulia se reafirmaba radicalmente en una idea que había ido madurando en ese tiempo: «Los adultos te castigan por no hacer los deberes, pero ellos no cumplen con los suyos».
   El cielo oscureció y el alumbrado público prendió como por arte de magia gracias a una mano invisible. A pesar de que ya no había transeúntes a aquella hora, Yulia continuaba pegada a la ventana observando el gato muerto iluminado ahora por la mortecina luz de las farolas de la plaza. «¿Qué puedo hacer?», se preguntaba una y otra vez. De pronto escuchó unos pasos y la puerta de la habitación abrió.
   -Oye, Yulia, mamá dice que se acabó el castigo y que bajes a cenar. Así que espabila -le anunció Roberto, su hermano, un adolescente flaco y de tez clara.
   -Roberto -empezó Yulia-, después de cenar ¿me ayudarás a recoger un gato muerto que hay en la plaza y enterrarlo en el jardín?
   -¿Estás tonta o qué? -le espetó su hermano- ¿Acaso es tuyo ese gato? ¿Verdad que no? Pues ya está todo dicho. Anda, no digas bobadas y vamos a cenar. ¡Vaya ocurrencias tienes!
   -Pero es que me da mucha pena -insistió Yulia-. No me importa que no sea mío. Lleva horas ahí, tirado en el suelo de la plaza, y nadie le hace caso. Anda, Roberto, dime que me ayudarás.
   -¡Que no, Yulia! ¡No y punto! Hay que ver que pesada eres a veces, hermanita.
   Roberto cogió la mano de Yulia y tiró de ella para llevarla al comedor sin darse cuenta que su hermana tenía los ojos humedecidos por la tristeza que le causaba que nadie se quisiera ocupar, salvo ella, del gato muerto.
   Tras la cena, Yulia preguntó a sus padres si la ayudarían a recoger y enterrar aquel gato. La negativa de sus progenitores fue rotunda y su padre, un hombre de cara ancha y gesto severo,   remachó la susodicha negativa como sigue: «Los servicios de limpieza municipal lo recogerán esta noche y se acabó el cuento del gato. Y ahora ponte el pijama, te lavas los dientes y a la cama. No hay más de que hablar». Decepcionada, la niña obedeció, se puso el pijama y se fue al cuarto de baño. Allí, subida en un taburete para alcanzar mejor el lavabo, después de lavarse los dientes, se miró en el espejo: su rostro rosado y su mirada brillante reflejaban tenacidad; Yulia había tomado una decisión y estaba a punto de ejecutarla. Cuando se metió en la cama, su madre, una mujer de mirada inteligente, entró en su habitación para darle el beso de buenas noches.
   -Estoy orgullosa de ti -le susurró la madre, dándole un beso en la mejilla.
   -¿Por qué, mamá? -le preguntó Yulia.
   -Porque, a pesar de que te cueste tanto ponerte a hacer los deberes, te preocupas por los demás; porque prestas atención a lo que acontece a tu alrededor y si hay algo que no te gusta te indignas e intentas hacer algo para mejorarlo. Eres una niña que ve más allá de lo que pueden ver muchos. Eres una buena niña. Te quiero, hija.
   -Yo también te quiero, mamá, mucho.
   La madre salió de la habitación y cerró la puerta. Yulia se quedó con los ojos abiertos en la oscuridad sintiendo todavía el olor dulce de la piel de su madre. ¡Cuánto le gustaba ese olor!

Sigilosamente, cuando todos dormían, salió de la casa asiendo el pesado cubo de hierro y el badil con los que de ordinario se recogía las cenizas de la chimenea. La noche, tibia y despejada, estaba adornada por una luna llena que presenciaba en silencio los movimientos de Yulia. Sus pasos vacilantes la llevaron junto al gato muerto que se mantenía inmóvil sobre los adoquines de la plaza. Cuando sólo estaba a un paso de aquel bulto inerte de color negro, la niña dejó el cubo de hierro en el suelo y asiendo el badil con las dos manos lo aproximó lentamente al cuerpo del gato, el cual estaba contraído sobre sí mismo como si de esa forma hubiera intentado aferrarse a la vida que se le había escapado. Yulia sabía de sobras que un animal muerto no le podía hacer ningún daño, pero, a pesar de saberlo, le acometía el temor. Evidentemente, ese temor provenía de su incapacidad para entender lo que significaba la muerte, y por ello, a raíz de esa incomprensión -que no sólo la sufren los niños-, afloró en aquel instante en Yulia un miedo irracional, o si se prefiere, absurdo.
   En el momento que el metal del badil tomó contacto con el pelaje del gato, una especie de lastimero maullido resonó en la plaza, haciendo que la niña, asustada por aquel inesperado maullido, soltara súbitamente el badil y que éste chocara contra el suelo adoquinado emitiendo un seco estrépito metálico. Dio unos pasos atrás y, temblando de miedo, se quedó mirando fijamente el gato muerto intentando percibir algún movimiento en él. «¿Es que un gato muerto puede maullar?», se preguntó Yulia, entrelazando con fuerza sus manos para así intentar controlar su temblor. El lastimero maullido se repitió, pero esta vez la niña se percató que éste no provenía del gato muerto, sino de uno de los costados de la plaza en donde estaban los árboles. No sin cierto temor, se dirigió con paso inseguro hacia la procedencia del lastimero maullido. Una figura amparada en la oscuridad que reinaba bajo aquellos árboles la hizo detenerse: «¿Qué es esa cosa que se mueve en el suelo?», logró preguntarse a duras penas por el terror que sentía. Y cuando estaba a punto de salir corriendo de allí, la figura emergió de las sombras y se quedó iluminada por la tenue luz de las farolas. Con gran alivio, Yulia pudo comprobar que se trataba de un gatito negro, un cachorro de ojos verde jade que miaba quejumbroso. Se agachó y lo tomó en sus brazos sin dificultad; el gatito no mostraba ningún temor, bien al contrario, parecía que era precisamente eso lo que quería, que lo tomaran en brazos para sentirse protegido.
   Algo verdaderamente insólito sucedió entonces; cuando Yulia volvió con el gatito al lugar en el que había dejado el cubo metálico y el badil, el gato muerto ya no estaba allí. «¿Cómo es posible? ¿Dónde está?», se preguntó mirando en derredor sin ver nada más que la plaza vacía iluminada por las farolas. El gatito maulló una vez más en sus brazos y se lo quedó mirando diciéndole: «¿Tienes hambre, verdad? Pues ahora iremos a mi casa y te daré leche. Verás que buena está». Acto seguido metió el gatito en el cubo metálico, recogió el badil del suelo y dirigiéndose de vuelta a casa, agregó estas palabras: «¿Era ese gato muerto tu mamá? ¿Ha sido esa su forma de hacerme venir para recogerte? Sabes, te quedarás conmigo; si tú quieres, claro. Tendré que decírselo a mis papás, pero eso déjalo de mi cuenta, encontraré la forma de convencerlos». El gatito asomó su pequeña cabeza por el borde superior del cubo, miró con sus ojos verde jade a Yulia y maulló esta vez no de forma lastimera.

Onofre Castells

Relatos FM

PITIDO


Carpe Diem

Tras el primer pitido del despertador, resoplas. Y ya no paras de maldecir hasta que, a tientas en la oscuridad, dando manotazos, logras dar con el puñetero aparato y lo apagas. Siempre igual: apenas la luz violácea del alba asoma por encima del confín de la tierra, toca levantarse, afrontar la vida. Pero tú te cubres la cabeza con el edredón. Procuras mantenerte alerta frente a una posible acometi-da de ese sueño traidor que puede hacerte empezar mal el día, ya entonces, desde bien temprano, espoleado por las prisas, por las aliadas del estrés. Te reconforta sentirte acariciado por el aliento cálido y relajante que exhala la piel del cuerpo desnudo de tu esposa, tu anhelado refugio, el paraje al que siempre regresas buscando un abrazo, tu paz. Sin embargo, un vaho gélido te avisa de que la rutina está desperezándose al pie de la cama. Mientras, tú te haces el remolón entre las sábanas, tan calentitas a esa hora tan intempestiva. Afuera ruge el aire, feroz, y la lluvia choca contra la ventana como una miríada de pájaros desorientada lo hace contra con edificio acristalado y envuelto por un gabán de niebla. Un día más tu ánimo sigue en las mismas: empeñado en aparecer como últimamen-te viene mostrándose: pachucho, arrugado... como los restos abandonados en el suelo de un viejo paraguas vuelto del revés por un vendaval. Pero tienes que seguir adelante; no hay más remedio. Te fustigan las facturas pendientes, los recibos atrasados de la comunidad... la cuota de la hipoteca, la del coche... ¡Dios! Te quitas de encima la ropa de la cama, como quien de un golpe certero retira del hombro un estrato de caspa, cellisca sobre un traje oscuro. Los pies descalzos, calibrando el frío de la solería, te vocean que sobre el asfalto te espera un nuevo lapso de vida para ser recorrido; un nuevo tiempo, una nueva experiencia... un rosario de agobios. A veces, te parece que no puedes más. Pero siempre sigues adelante. Es tu obligación, una responsabilidad para con los tuyos a la que no puedes dar la espalda. Sí, eso es: la vida es una responsabilidad. Y cada amanecer, más que el clarear de un nuevo día, aparece como una cuesta con demasiada pendiente, una rampa por la que a veces no sabes si subes o bajas. Pero ahí está: es tu vida, es tu cuesta. De ti, solo de ti depende que acabe convertida en un tobogán. Y desciendes las escaleras. Ya en el primer rellano, te vuelves so-bre tus pasos. Besas a tu mujer. Acaricias a tu hija. Desde el quicio de la puerta de su dormitorio observas a tu hijo. Sus pies asoman por debajo de la colcha. En la distancia que media entre su ca-beza y las puntas de sus dedos descubres cómo de rápido ha pasado el tiempo. Y te duele haberlo visto pasar como esos trenes de alta velocidad que no se paran en las estaciones que fueron levanta-das para adornar los trayectos. Tu hijo no es un adorno en tu vida, pero quizá tú no te has parado junto a él, y tal vez no has mostrado demasiado interés en colarte o asomarte a su interior. Última-mente parece como si él quisiera coger el puesto de jefe de estación de vuestra familia. Las discu-siones son continuas y subidas de tono. Las conversaciones están formadas por palabras que pare-cen muñones de frases inconclusas. Los desafíos son interminables; los malos humores, inaguanta-bles. Piensas que tal vez ya toca parar, hacer un alto en el camino para tratar de acercar posiciones. Cuando regreses del trabajo te sentarás a hablar con él; muy seriamente; de padre a hijo; o mejor: de hombre a hombre. No puedes consentir ni un minuto más que las relaciones familiares se deterioren por culpa de vuestro enfrentamiento. No puedes soportar ver cómo la distancia entre los dos cada vez es mayor. Haces propósito de enmienda. Como hiciste ayer. Como hiciste anteayer. Como hiciste la semana pasada. Como harás la semana que viene. Como harás pasado mañana. Como harás mañana... Siempre postergando los problemas; buscando ubicarlos en una estación de paso, a la espera de resolución, como Penélope, sentada en un banco junto al andén desde no se sabe cuán-do, solo que aquí no hay melodía alguna sino broncas continuas. Pero te prometes que de hoy no pasa el hablar con él. Vuelve a sonar el despertador. Esta vez es el de tu hijo. Te marchas antes de que despierte. No quieres que te descubra como si estuvieras acechándolo, con los ojos empañados. Lanzas un beso al aire, deseando que alcance a quien aún sigues viendo como un chiquillo, tu niño, por más que ya es casi un hombre. Bajas los escalones de puntillas; sin decir ni pio, que ni te despi-des de él por no molestarlo. Abres el portón del garaje. De hoy no pasa. Te metes en el coche. Esta tarde hablo con él. Arrancas. Esta noche dormiré tranquilo. Ruge el motor. Mañana todo será dis-tinto. Te sientes desvanecer, quizá morir. Suena el claxon del auto, tu cabeza sobre el volante. Todo se torna oscuro. Todo enmudece. No hay tiempo que contar. No hay tiempo que perder... el tiempo ya corre en tu contra. Escuchas de nuevo un pitido estridente. Te despiertas azorado, angustiado sin saber por qué, como si acabaras de tener un mal sueño. La ventana está abierta de par en par. El cielo muestra un extraño color cárdeno. Llueve, pero no huele a tierra mojada. Una fragancia de formaldehido inunda tu habitación. Te estremeces. Tu mujer no está a tu lado. Las sábanas de la cama están empapadas. Percibes como si los muebles quisieran aprisionarte. Tu respiración se agita. Ansiedad. El suelo parece arder bajo tus pies desnudos. Fuego. Decenas de gotas de sudor frío se arraciman en cada poro de tu piel. Hielo. Sales de tu habitación. Te diriges al dormitorio de tu hijo. A cada paso que das se alarga el pasillo. Corres. Pero la puerta parece alejarse de ti. Al fin logras entrar en la habitación. Tu hijo duerme, tapado bajo las mantas. Solo quieres abrazarlo. Al retirar la ropa de la cama descubres un cuerpo amortajado, el rostro cubierto por un sudario. Lo retiras, tus manos temblorosas. Clavas tus ojos en él. Eres tú, más pálido que nunca, las facciones demudadas. Gritas. Vuelves a oír un largo y agudo pitido. Pero esta vez no puedes abrir los ojos. Sigue sonando el pitido, cada vez más intenso. Es el de la máquina a la que te han enchufado para controlar tu co-razón. El personal sanitario se muestra nervioso a tu alrededor. Sientes cómo una descarga eléctrica remueve tus entrañas. No cesa el pitido. Un denso aroma a flores muertas te envuelve, haciéndote ganar un estado gaseoso. Flotas. Lamentas no haberle dado un beso a tu hijo; no haberle dicho una palabra de cariño antes de bajar las escaleras. Ya no podrá ser mañana; ni siquiera esta tarde... A partir de ahora, tienes una eternidad para entonar un mea culpa.

chaparrita

Relatos FM

Gratitud o compasión


Tal como había previsto - y que por lo demás, todo el mundo ya me lo había anticipado - aquella destinación a Rancagua resultó tanto o más aburrida que el peor augurio que pude haber tenido, desde el instante que extraoficialmente alguien me lo comunicara. La comisaría, ubicada a pocas cuadras del centro, poseía todos los atributos propios de estar en una ciudad pequeña, pero al mismo tiempo, esa dolorosa abulia ante la cual sólo hay que esperar que los días vayan pasando. Enclavada en el barrio antiguo, la unidad tenía la quietud y el señorial tedio provinciano, que desde el principio supe que se iban a llevar tan mal con los requerimientos de vértigo y emoción de mis veinticinco años. Soltero por añadidura, es decir, obligado a estar "arranchado" dentro de la unidad.

Los procedimientos habituales y un intenso trabajo administrativo permitieron mantenerme tan ocupado aquellos primeros días, que no me quedaba espacio como para pensar qué haría con mi tiempo libre. Sin embargo, cuando ya pude ir adquiriendo cierta práctica en el manejo de mis labores habituales, comenzó a asomar una persistente inquietud respecto de saber en qué iba a consistir mi quehacer fuera de mi jornada de trabajo.

En eso estaba cuando mis cavilaciones vinieron a encontrarse bruscamente con la fantasiosa imagen, que desde los primeros días, mi mente comenzó a maquinar respecto de "la vampiresa".

-   No le crea nada acerca de eso a ninguno. Son fantasías propias del cuarto turno – me había advertido mi capitán Avendaño.

Sin embargo, para mí era cada vez menos posible dejar de pensar en aquella fantasía colectiva. La persistencia y el tono subterráneo en que se hacía referencia al tema, me hicieron creer que no podría ser tan sólo una elucubración elaborada en las largas e inacabables horas del último turno. La inquietud por saber la verdad fue adquiriendo, a medida que pasaban los días y las semanas, una contingencia que iba poco a poco involucrando sentidos y urgencias que no tan sólo tenían que ver con la curiosidad. La obligada abstinencia en materia de intimidad, que las circunstancias laborales me habían fijado y la contundencia del erotismo que en trazos dispersos había logrado reunir sobre aquella mujer, comenzaron a concentrar mis inquietudes y mis pensamientos. Todos los testimonios hablaban de un ser enigmático e intrigante y de una exacerbada y exuberante sensualidad. En esto último, al parecer, todos coincidían, por lo que creo que aquello fue lo que en definitiva fijó rumbo a mis deseos primero y a mis instintos después.

-   Yo creo, mi teniente, con todo respeto, que no le conviene meterse por ahí – me dijo el cabo Martínez, una noche en que nos tocó aguardar al Intendente de la región, que se encontraba en una comida con el Ministro del Interior, de visita en la zona – Ud. es un hombre decente. Además, que siendo joven y de buena facha debe tener oportunidades mucho mejores. A mí me parece haber escuchado de algunas muchachas preocupadas de saber algo de sus datos personales.

Si bien eso de alguna, en cierta forma frenó mi entusiasmo, mi inquietud por saber en definitiva cuánto había de verdad en aquella historia, de ninguna manera pudo ser aplacada. Sobretodo por el hecho de que los testimonios de quienes habían pasado por la experiencia eran absolutamente contradictorios. Había algo que no estaba lo suficientemente claro en todo el asunto, pero que a su vez, no hacía otra cosa que exacerbar cada vez más ni interés por conocer la verdad. Si bien ciertos comentarios aludían a lo prodigiosa y alucinante que para alguien había resultado la experiencia, otros hablaban de algo tan traumático, que jamás repetirían.   

-   Son estupideces  propias de la ignorancia del personal de planta – había sentenciado mi mayor Del Río, cierta vez que sorprendiera a alguien hablando del tema en el casino de oficiales.
-   Hay unos que dicen que hasta les ha pagado...cinco mil pesos dicen que les entrega al momento de despedirse – agregó después de un rato, el teniente Valdés.
La violenta mirada que le propinara el superior dio por terminada la conversación.

Fue por aquellos días festivos que nos dieron después de navidad, que me propuse aclarar y saber de una vez por todas, la verdad sobre el escabroso tema. Un almuerzo bastante regado con algunos de mis compañeros, me infundió el suficiente ánimo como para tomar la decisión.

Caminé unas cuantas cuadras que me alejaron un tanto del centro de la ciudad y entré a un pequeño y modesto bar, en donde completé la dosis alcohólica requerida para tan temeraria misión. A través del teléfono fijé la cita. Ella me pidió tan sólo media hora de tiempo para prepararse. Hice durar mi trago, pese al temor de que alguien pudiera entrar al lugar y reconocerme. Sabemos muy bien que nuestro corte de pelo no pasa jamás desapercibido, tanto para nosotros los funcionarios, como para los delincuentes. Luego, comencé a ubicar la calle y la casa en base a los datos que mi anfitriona me entregara.

-   ¿Quién es Ud.? – me había preguntado con una voz que me pareció trasuntaba lo enigmático del personaje.
-   Soy funcionario de ...
-   Ah – me interrumpió, como para brindarme la posibilidad de no nombrar la institución.
-   No sé, si Ud. podría recibirme. Me interesa conocerla.

En realidad en aquel instante, y luego de escucharla tan brevemente por el teléfono, mis deseos se habían convertido en una urgente y ansiosa necesidad.   

Cuarenta minutos más tarde estaba cogiendo aquella típica manecilla femenina de bronce, que colgaba en lo alto de la puerta en la dirección indicada.

Tras un par de minutos sentí que sonaba el picaporte y una de las hojas de la puerta  comenzaba a abrirse lentamente.

-   Adelante – escuché que me decía desde lo alto de la inmensa escalera de madera, que en dos tramos comunicaba con el segundo piso.
-   Me esperas en el living un momento. Yo te llamaré desde el dormitorio – me ordenó cuando recién yo iba en el descanso de la escala.
-   Sírvete un trago, si deseas. ¿Cuál es tu nombre, me dijiste? – alcancé a escucharle cuando se perdía por el pasillo.

En ese instante recordé las descripciones del ambiente a media luz del que todos hablaban. Casi siniestro, pensé, mientras examinaba en la penumbra aquellos antiguos cuadros de familia en esos muros de interminable altura. A través de los visillos de la ventana aún llegaba la débil luz de las últimas horas de la tarde. Abajo la callé permanecía húmeda, por la llovizna que durante toda la jornada había caído sobre la ciudad.

-   Ya, puedes pasar – le escuché decir allá en el fondo del pasillo.

Caminé despacio, examinando a cada paso lo peculiar del lugar. Mis pisadas aunque suaves hacían crujir las maderas bajo la antigua alfombra del pasillo. Empujé suavemente la puerta, que por su color claro era lo único que en medio de la penumbra lograba percibir.

-   Adelante – dijo ella cogiéndome del brazo para llevarme suave y cuidadosamente hasta un sillón, en un costado de la habitación. Su voz, su perfume, la calidez de sus manos fijaron, a partir de ese instante, el destino de mis instintos. Intercambiamos dos o tres frases que sólo sirvieron para cerciorarnos que ambos sabíamos lo que vendría a continuación. Luego, ella comenzó a escudriñar mi rostro con la yema de sus dedos. Yo me mantuve quieto, incluso cuando continuó recorriendo mi cuerpo y comenzó a soltar mis ropas. Sentí en el silencio de la habitación el agitado ritmo de su respiración a medida que se adentraba en mi desnudez, al tiempo que una sensación de júbilo se comenzó a apoderar de todo mí ser. Estiré mis manos para auscultar su rostro, pero en ese instante sentí que descendía hasta quedar de rodillas en medio de mis piernas. Creo que fue la oscuridad además del desconocimiento de su cuerpo, de su rostro y de todo su ser, lo que alentó ese increíble erotismo, brutal e inconsciente que provoca lo extraño; o más bien dicho, lo desconocido. Tras unos minutos, comencé a sentir que su faena me estaba transportando a las puertas del cielo, en un viaje tan presuroso y alucinante que apenas pude detener, para cogerla de sus brazos y llevarla hasta la cama. Allí a desnudez completa dimos rienda suelta a una pasión que jamás imaginé podría haber vivido.

Transcurrido algunos minutos en que los instintos parecieron gobernar nuestros sentidos, en una búsqueda desenfrenada y persistente del goce y del disfrute, en medio de sensaciones increíbles y alucinantes, sentí que por lo menos durante un instante recobraba el dominio de mí mismo. Mis ojos hacía un rato ya se habían acostumbrado a la oscuridad por lo que quise, en el contraste del blancor de las sábanas, buscar el rostro de aquel ser prodigioso capaz de transportarme a territorios que nunca antes había visitado. Sin embargo, su extenso y abundante pelo negro cayendo sobre su rostro me privó de toda posibilidad de efectuar dicha observación.

Tras aquella violenta y prolongada acción que pareció detener el tiempo en ese oscuro laberinto de gemidos y mutuas exclamaciones de placer, dejamos caer nuestras espaldas sobre las sábanas humedecidas por nuestro propio sudor. Un profundo suspiro nos mantuvo unidos en un largo abrazo que pareciera que ambos deseábamos alargar eternamente.

-   ¿Te traigo algo para beber? – irrumpió ella, tras algunos minutos.
-   Bueno – respondí.
-   ¿Licor?.
-   Sí, pero sólo un poco.

Se desprendió suavemente de mis brazos y desapareció por el pasillo.

En ese instante, a solas en la habitación, sentí que la oscuridad me comenzaba a molestar. Me deslicé de la cama y me acerqué hasta el marco de la puerta para tratar de encontrar el lugar donde pudiera estar el interruptor de la luz. Finalmente lo ubiqué y lo pulsé. El sonido seco del mecanismo quebró el silencio de la habitación.
-   En esta casa no hay ampolletas en ninguna pieza. No se necesita. Soy ciega; además siempre he vivido sola – dijo ella apareciendo desde el pasillo y alargándome el vaso, tras lo cual se introdujo en el baño.

Me vestí rastreando en la oscuridad cada una de mis prendas. Después de un rato, ella volvió a la habitación y tras un breve intercambio de frases banales, se paró bajo el dintel de la puerta. La elocuencia de su silencio me pareció suficiente señal de que ya era tiempo que debía retirarme. En ese momento la rigidez de sus gestos no guardaba ninguna relación con aquella verdadera bestia sensual y sexual con quien había compartido mi paso por el paraíso. Aquella hembra magnífica y fascinante que hacía sólo algunos minutos me cautivara con sus gemidos, requiebros y exclamaciones de placer.

Caminé por el pasillo delante de ella, pero al llegar a la escalera me detuve y giré mi cuerpo. Justo en ese instante un rayo de luz proveniente de las luminarias de la calle y que quebraba la penumbra del lugar, me mostró por un segundo el rostro de la mujer. La visión me provocó un espasmo y estremecimiento tal que por unos instantes creo haber perdido el sentido. Su rostro calavérico y deforme mostraba una piel totalmente horadada, que en ese momento su pelo no lograba ocultar.

-   Adiós, amor – me dijo acercándose para coger mi mano y poner algo dentro de ella.

Bajé las escaleras con la luz que entraba por la puerta de calle cuyo picaporte ella ya había accionado desde lo alto. Cuando llegué abajo abrí mi mano y me encontré con un billete de $10.000 doblado en muchas partes. Saqué mi billetera, extraje uno similar y ambos los dejé sobre el primer peldaño de la escalera.

-   Gracias -  dije hacia arriba – eres muy amable. Aquí te dejaré un regalo. Eres un ser maravilloso.

Nunca supe por qué tuve que decir aquella última frase. Nunca supe si era gratitud o compasión. Hoy, después de muchos años quisiera que lo hubiese hecho sólo, solamente y exclusivamente  por gratitud.

Oficial

Relatos FM

LAS MANOS CIEGAS


   El día despunta entre brumas mientras Braulio escucha el eco de las olas batiendo contra la escollera. El sonido le inunda los oídos de nostalgia, el alma de soledad y de humedad los ojos de la cara, los únicos que todavía ven; los otros quedaron ciegos cuando ella se fue.
   Con la muerte de su esposa se esfumó la magia que le permitía plasmar en los lienzos las almas de los modelos. Esa facultad no estuvo limitaba a las personas, también se extendía a los objetos, y permitía adivinar en ellos la esencia de quienes los habían utilizado, aunque no estuviesen sus imágenes presentes en las obras. Se había negado a reconocerlo hasta que Margarita, su única hija, se lo hizo ver con la brutal sinceridad de los niños.
   —¡Papi! Tus manos se han quedado ciegas —le dijo un día, señalando las manos del pintor.
   Esa era la causa, entonces lo comprendió, sus obras habían dejado de captar lo inmaterial. Tiró caballetes, pinceles, pinturas..., solo conservó los cuadros donde estaba Estrella.
   Ha transcurrido mucho tiempo y los recuerdos se hacen difusos, solo la imagen de la mujer permanece inalterable en su memoria. Hoy, como hace todos los días, está sentado frente a la ventana de madera, vieja como él y recubierta de innumerables capas de pintura. Con el paso de los años también su alma se ha ido protegiendo con capas de soledad. Distrae las horas mirando el mar, es su forma de sedarse, de buscar el aletargamiento necesario para escapar de la amargura que alberga en el corazón.
   Contempla la tormenta, se extasía con el rugido de la galerna, con el estallido del trueno cuando hace temblar los cristales y con el destello metálico del rayo rompiendo un cielo de presagios negros. Imagina las tripulaciones de las barcas luchando contra las olas, con la desesperación del que se juega la vida en el envite. Conoce bien al monstruo rencoroso habitante de los fondos marinos, enemigo de los pescadores y agitador de las aguas; el responsable de las tempestades, el mismo que se llevó a Estrella y le destrozó la vida.
   Todos los días se levanta antes del alba y desayuna deprisa mirando de reojo hacia la ensenada, no sea que alguno de los pesqueros adelante la salida. Reconoce las naves cuando asoman sus proas por el lateral derecho de la ventana, para deslizarse mecidas por las olas hasta desaparecer tragadas por el horizonte.
   —Allá va la Paloma a buscar el boquerón; "La Gaviola" por la sardina; "La María" por el... —repite en voz alta todos los días.
   Cuando regresan al atardecer, apenas las siluetas se recortan en la lejanía, sabe si la pesca fue buena con solo observar el contoneo de los cascos y el número de gaviotas que, fieles guardianes, escoltan a las barcas dibujando círculos de aire.
   Con los pensamientos perdidos en el tiempo y en los ojos el brillo de los sueños, recuerda como la conoció. Cumplía veinticinco años y celebraba el acontecimiento con unos amigos, todos pescadores, cuando ella entró con otras amigas. Las miradas se cruzaron y Braulio sintió un escalofrío en la columna. Se levantó y se fue directo hacia la chica.
   —¡Hola! Es mi cumpleaños y me gustaría invitaros a nuestra mesa —le dijo, componiendo una sonrisa.
   Ella lo miró y por primera vez se vio reflejado en sus ojos de canela. ¡Cómo los añora! Una risa apagada de las chicas y aceptaron la invitación. El suyo fue un noviazgo intenso en emociones.
   Unos meses antes, el joven se había aficionado a la pintura y los domingos por la mañana instalaba el caballete en la escollera, donde se esmeraba en pintar las olas estallando en nubes de espuma contra el espigón. Al segundo domingo de conocerse, ella lo acompañó a las rocas.
   —Braulio, píntame —le pidió Estrella. Lo intentó en vano, los pinceles se negaban a obedecer las órdenes de su cerebro. La chica se acercó y contempló un rostro que no era el suyo. Él la miraba avergonzado.
   —¡Dame tus manos! —dijo la mujer. Las tomó y se las apoyó en la cara—. ¡Mírame con los ojos de las manos!
   Una y otra vez recorrió con las yemas el rostro de la mujer. Los pinceles volvieron a restregar la pintura, ahora los trazos eran firmes y el rostro de Estrella tomaba vida y reflejaba el amor que sentía por él. De esa forma tan simple aprendió Braulio a ver con las manos.
   Eran felices y, ese estado, culminó con el nacimiento de Margarita. Pero ese hado malvado que impide la dicha de las gentes sencillas vino a desbaratar sus vidas. Ocurrió un domingo en la misma escollera donde ella le enseñó esa nueva forma de mirar. Estrella tomó a la pequeña en brazos y se sentó sobre una roca al borde del mar para ser modelos de otro cuadro: uno más. Era un día apacible, el agua acariciaba la orilla y el sol brillaba en un cielo limpio de nubes; nada presagiaba la tragedia. De improviso una ola se elevó y se tragó a la madre y a la niña. Braulio se lanzó al agua, consiguió agarrar a la pequeña pero a Estrella no la encontró. Dejó a la niña en una roca alejada del agua y volvió a sumergirse una y otra vez, en vano.
   El mar permanecía tranquilo, apenas un ligero balanceo mecía las barcas que pasaban cerca de la costa mientras sus ocupantes se solazaban tumbados en las cubiertas. Él seguía buceando y, cuando emergía, gritaba pidiendo ayuda, pero no le comprendían. Algunos agitaban las manos devolviendo un imaginario saludo. Estrella no podía seguir viva, era imposible, llevaba demasiado tiempo sumergida. Regresó junto a Margarita chorreando lágrimas y agua.
   Desde entonces vivió volcando en la niña el cariño destinado a la mujer perdida, hasta que Margarita, única destinataria de sus afectos, creció, se convirtió en mujer y fundó su propia familia en Madrid, desde donde le telefonea todos los días y le visita una o dos veces por año.
   Perdida la compañía de la niña, se hizo más patente la ausencia de Estrella. Ahora solo vive para mirar el mar donde transcurrió su juventud y tiene la morada ese monstruo, enemigo de los pescadores y autor de las tormentas, el mismo que un día le robó a su Estrella.
   Se ha dormido, en sueños la ve venir hacia él, joven y bella como el día que el mar se la arrebató; se levanta con una ligereza olvidada, atraviesa las paredes como si no existieran y se funden en un abrazo eterno.
   Al día siguiente la asistenta lo encontró en el sillón, frente a la ventana, con la expresión dulce del que muere en paz. 

Becalus

Relatos FM

Una casa en el aire


         Mi padre siempre fue un tipo de perfil bajo, de esos que nadie recuerda y que en las reuniones pasan desapercibidos. De alguna manera su timidez y su silencio hicieron que siempre fracasara en sus emprendimientos comerciales. Vendía manzanas pero nadie lo sabía, nunca le comunicaba a sus vecinos que arreglaba heladeras y cuando hizo de peluquero sus clientes se aburrían ya que él no les charlaba ni un poco. Por eso, cuando mi padre decidió montar un almacén en la ventana de casa pensó que para llamar la atención lo mejor sería pintarla de un color brillante y mejor todavía sería pintar la casa entera de amarillo fosforescente para que todos la vieran. Así, mi padre, que siempre fue un tipo de perfil bajo, pasó a habitar una casa más llamativa que una mujer hermosa. Los vecinos que la veían no podían darse cuenta si esa casa era nuevo o si estaba allí hace años.
          La pintura, por su parte, comenzó a irradiar una luz tan intensa que llamaba la atención de insectos, pájaros y de cualquier bicho volador que anduviera por ahí, y que venían a adherirse a las paredes.
          Promediando la segunda mañana, era tal la cantidad de alas que cubrían la casa que ya no se veía el amarillo, apenas unos rayos destellaban cuando algún pájaro se movía. De repente, se oyó un bramido, los cimientos cedieron y la casa empezó a volar. Mi padre, en la ventana almacén veía alejarse a sus clientes. Mi madre desde la cocina gritaba que ya estaban listas las milanesas.
La casa sobrevoló el barrió y siguió subiendo. Para el momento en que alcanzó la estratosfera los insectos fueron abandonando el vuelo, y un poco más arriba también los pájaros se habían retirado hacía otros cielos. Para ese entonces la casa había entrado en órbita y ya recorría por si sola una ruta espacial. El amarillo incandescente de las paredes había vuelto con toda su vitalidad y mi padre se estaba comiendo una empanada.
 
         Desde su patio, un vecino vislumbró la casa pero la pudo distinguir. Comprendió que aquello amarillo fosforescente se sostenía en el aire era un segundo sol. No pudo estar seguro si siempre había estado ahí o si era un fenómeno nuevo.

Pez

Relatos FM

DESDE MY I-PHONE


Aquella ventana era la mejor forma que tenía de asomarme al mundo, de hacer fotografías, de enviar y recibir mensajes y señales, de comunicarme y estar conectado con la única realidad posible, la calle, mis gentes, con el mundo que se abría cada mañana y cada día ante mí. Aquella ventana era mi maravilloso I-PHONE, mi  conexión virtual y real a la vez.

Lo mejor de aquel I-PHONE, como cualquier otra ventana que se precie, es que era muy discreto. Yo podía ver, escuchar, fotografiar, tomar detalles de todos los asuntos que se fraguaban en la calle, y los demás, apenas se fijaban en mí. Mis vecinos y las gentes que pasaban eran mis actores, no lo sabían, cada uno iba a los suyo, yo rodaba mis películas, captaba cientos de imágenes por minuto, hacía  fotos sin parar, las seleccionaba en mi retina, le daba a la tecla "enter" y las guardaba en mis archivos. Al fin y al cabo yo sólo era un niño. ¿A quién podía importarle la mirada inocente de un niño?

Con el tiempo supe, que más importante aún que la fotografía es la propia acción,  la realidad, captar las sensaciones, escuchar las voces y los sonidos, percibir los olores y los aromas de la calle, ver el vuelo de los pájaros, respirar la brisa de la mañana, sentir los rayos del sol en la piel, degustar las cosas y los vinos, ser un observador, un retenedor, un captador, escuchar y leer historias, vivir, amar, sentir...Además, la experiencia y los años me han demostrado que para ser un buen fotógrafo es necesario el maestro que te enseña a amar el oficio y a perfeccionarlo, a conocer las técnicas, a regular la luz, a buscar el mejor encuadre y a tener la paciencia necesaria para captar la mejor imagen.

Acción, ver, ser, estar, sentir. El I-PHONE es un medio de hoy  como lo era mi ventana ayer. Pero, insisto, lo mas bonito de cada historia, es vivirla en primera persona. El problema de muchos jóvenes de hoy es que la maquina es la protagonista y ellos simples elementos pasivos, consumidores de unas acciones e informaciones que ellos no han creado ni han vivido. La máquina lo ofrece todo a cambio de unas cuotas de dinero. (Llamadas, Internet, TV, SMS, Fotos...) Compramos la vida de los demás y dejamos escapar la nuestra.

En aquellos años, cuando aún no había televisión en las casas, sólo algunas familias disponían de radio y los periódicos llegaban contados, la puerta de casa, las ventanas y las calles eran el mejor y el único escaparate para ver, escuchar, conocer y saber.
En la vida, cada uno, cada cual tiene su mirador particular, su cámara de fotos preferida, desde ella mira como sabe y como puede. Hoy me vienen a la memoria muchas de aquellos miles de fotos que hice cuando era niño. Todas ellas las capté desde mi I-PHONE particular, la ventana de una humilde casa de un pueblo serrano y hermoso de la baja Andalucía. No se crean ustedes, son fotos inocentes, sencillas, sin revueltas ni dobleces, imágenes de la vida misma, tal cual éramos entonces.

Desde aquel pequeño agujero, yo compartía la vida y el amanecer como uno más y aprendía a ver y observar con la inocencia y el ansía de unos pocos años. Si me lo permiten quiero mostrarles algunas fotos que bajé ayer de mi I-PHONE. No hay en ellas morbo ni curiosidad alguna más allá que las propias de la historia colectiva de la vida de mi calle vista  por un niño que se asomaba al mundo cada día para verlo entre  perplejo y curioso, con hambre de saber y de conocer. Vean y juzguen.

Aquella mañana, como tantas veces, el gato había plantado su trasero en el marco de la ventana y dormitaba en el cerco de aquel vetusto agujero de unos cuarenta centímetros por donde apenas cabían mi cabeza y los brazos. No era cuadrada, estaba deformada, desvencijada, como toda la casa, las capas de cal se amontonaban en la pared, una dos, tres, cuatro, cinco. Algunas conchas  se habían ahuecado con la humedad dando a la ventana casi una forma oval. Yo me acerqué y espanté al gato. El animal se alejó de mal humor estirando las piernas y haciendo una extensa onda con el espinazo. Estaba tan cómodo aculado sobre mi I-PHONE.

Para asomarme a la ventana primero debía ponerme de rodillas en el suelo. Eran tan bajos aquellos techos de la camarilla que no podías estar de pie. Así que antes de ocupar mi nuevo espacio y asomar la cabeza para enfocar la cámara debía de pasar por el sacrificio de la genuflexión. Por fin me acomodo y empiezo a rodar imágenes. Mis ojos otean arriba y abajo, al frente, al este, al oeste. Veo las sierras, algunas nieblas sueltas trepando las montañas, nada importante, el cielo esta radiante, de azul intenso, la luz del sol inunda los tejados y se encarama a las paredes. Por la calle suben olores de pieles curtidas y betún.  Pepe el zapatero ya tiene abierto su taller y está cortando las primeras suelas del día. De la casa de María Teresa me llegan otros olores, ahora son los geranios, los claveles, las albahacas, las malvasías, los jazmines, la hierbabuena, el azahar... está regando las plantas de su hermoso patio y ha sacado alguna maceta al umbral de su casa. Dos hombres se paran a charlar unos instantes en medio de la calle. Un par de casas más arriba varias mujeres salen de la casa de Anita la Tejera, van con sus lecheras de la mano, es la hora del desayuno, nada como un poco de leche fresca ordeñada la noche anterior o tal vez esta misma mañana.

Miro a la izquierda y veo a Joseito que está terminando de arrear sus mulas.  Hace tiempo que anda en este menester, pero él no tiene nunca prisas. Cada día se toma todo el tiempo del mundo. Saluda y habla con toda la prole de campesinos y jornaleros que desfilan a esas horas de la mañana con sus caballerías y sus herramientas camino del tajo. Vienen de las calles altas de la Villa, El Pozo, La Fuente, San Ildefonso, La Cruz –Buenos días Joseito. –Buenos días. – ¿Qué? ¿Lloverá hoy? -Mañana te lo diré.

En la plaza y en toda la calle hay varios cabreros establecidos. Las casas dan al campo y tienen grandes patios, cuadras y corrales muy apropiados para tener ganado y otros animales. A estas horas del amanecer, con el trasiego de los animales, en la calle hay intenso olor a estiércol, cagarrutas y orines mezclados con la paja y el polvo. Es un ambiente que traspasa y penetra en nuestras casas, en nuestras ropas, es imposible evadirse, está allí, forma parte del paisaje, de nuestras vidas. Todo es tan familiar. Para los vecinos, amanecer en este entorno de ruidos y de olores es de lo más cotidiano y normal. A nadie sorprende ni extraña. Las mujeres se afanan en barrer y limpiar pero es imposible despejar las calles hasta bien entrada la mañana.

En la albarradilla de arriba, la más alta de las tres que conforman la plaza, oigo los rebuznos de los borricos de Paco el Carbonero. En frente de mi casa, José El Pepola acaba de abrir la puerta del corral, en el patio escucho como jalea y llama a las cabras para que salgan a la calle. En la albarradilla de en medio las señoras María y Bernarda se apresuran entrando y saliendo de sus casas en dar los últimos retoques a los atillos  para que sus hijos puedan afrontar una dura jornada de labor en el campo. Un poco más lejos veo a los hermanos Liaillo  que hablan entre ellos, todos se preparan y disponen para partir a sus faenas. ¿Dónde vas hoy? –Yo a la Malagrulla. ¿Tú? -A Retamosa. 

Desde la fábrica me llegan olores a pan recién hecho, acabado de hornear. Sobre los tejados veo el humo de la chimenea. Hoy es un día espléndido de mediados de junio, el verano se ha instalado entre nosotros.  Los segadores baten las cañas de la cebada, del trigo, de la avena con sus hoces. Es tiempo de la siega y la trilla, los campos cambian de color, del oro de las espigas al amarillento de los pajonales muertos e inertes que se secan al sol hasta deshacerse. Allí esperarán la época de la quema, hasta finales de agosto.  Mientras el tiempo cumple sus ciclos, en estos mismos rastrojos anidan y crían multitud de pájaros, insectos y animales. Las culebras, los lagartos, las perdices, los cigarrones, los grillos, las mosca, todos se reparten el territorio.

Ya no habrá sembrados. Hoy podremos jugar en los Cortinales. Es este un espacio que no es campo ni es pueblo, una franja de tierra encajada entre los corrales y la Vereda Ancha...Un lugar maravilloso que conozco palmo a palmo. Aquí jugamos muchas tardes mis amigos (Paco, Bernabé, Luís, Ramón, Gabriel, Salvador, José....) y yo maravillosos partidos de futbol, bien en la explanada que hay ante la fábrica del pan ó en la era de Perejil. Allí discurre nuestra infancia cuando no estamos en la escuela, con una pelota de trapo y jugando al lado de los girasoles, melones, espigas de trigo, margaritas, jaramagos, alcauciles....

Me alejo de la ventana. Mientras miraba la calle a través de mi I-PHONE y tomaba las últimas fotos para llevar al colegio y dar envidia a mis amigos, veo que el gato se ha instalado en mi cama. ¡Qué gracioso¡ ¡Zape¡ ¡Fuera¡. Dentro, en la estancia que sirve de cocina, de comedor y de dormitorio, la cafetera continua hirviendo y soltando espumas por el pitorro, emana un olor especial. Aquel brebaje es el resultado de una mezcla de café y cebadas que por las tardes tuesta la señora Pepa la Guaye en el zaguán de su casa. Pepa tiene la enfermedad del bocio. Pobre mujer. Es muy amiga de mi abuela Encarna. Yo paso muchas tardes al lado de las dos ancianas viendo girar el tostador. Me agrada el olor de las semillas quemándose a fuego lento. Después de todo no está tan mal este mejunje de achicorias, cebadas, algunos granos de café, agua y azúcar. A mi me gusta mezclado con algo de leche y pan. Para desayunar no hay nada mejor, ni peor. Es lo que hay. -Acábatelo que vas a llegar tarde a la escuela. -Me dice mi madre.

SOLELLA

Relatos FM

Jugo de Naranja


-   Las personas deben morir para poder liberarse, deben sonreír hasta el último segundo porque saben que van hacía la salvación, hacía la inmortalidad... un mundo muy distante a este.
La primera vez que oí estas palabras mis ojos se asombraron pero mi corazón no logró conmoverse, la muerte seguía siendo muerte y su vida simplemente se acabaría.
El padre Paulo venía cada domingo a entregarnos la palabra de dios, a fortalecernos para lo que ya nos era obvio, todos nosotros moriríamos y de ello no había duda... la idea ya se me hacía tan normal como tomar una pastilla cada mañana o presentarme  a la sala de quimioterapia los miércoles por la tarde. Pero Paulo lo intentaba, en el fondo temía que el joven padre se hubiera encariñado con todos nosotros y ahora estuviera intentando una especie de escapatoria a esta realidad...
-   Pau – lo llame desde lejos, solía ser un buen amigo y por lo tanto no me gustaba recordar que pertenecía a una religión tan farsante.
El sacerdote se acercó ante mi llamado y pude ver con mejor claridad esos ojos verdes misteriosos, llenos de una especie de agonía personal... ¿ese hombre estaba realmente bien?
-   Dime pequeña – su voz dulce y sin ningún resentimiento interno mostrando su sonrisa blanca con esos dientes perfectamente alineados, tal vez si hubiese sido una viejecita no me hubiera fijado en esos detalles o al menos una niña ... pero estaba en mi adolescencia.

-   ¿De verdad crees todo lo que predicas? – el suspiró, cada domingo le hacía preguntas parecidas.

-   ¿De verdad dudas todo lo que digo? – y aquí estaba presente su peor defecto, embellecido con un tono cálido y sabio, Pau solo sabía contestarme con más preguntas.

-   Si no dudara no me protegería de algunos charlatanes, no todo lo que brilla es oro – el rió ¿Qué le parecía tan gracioso?

-   Hablas como las abuelitas de la habitación de al lado – y entonces comprendí y reí con él, de verdad estaba siendo una anciana de pensamientos aburridos ...
El domingo concluyó con esa breve charla y todo volvió a la normalidad, las enfermeras ayudando a los más pequeños a ir al baño y yo aquí en mi cama que estaba  entre una joven adicta al internet y otra adicta a las películas de terror, una verdadera pesadilla.
Sin embargo la noche no pareció pasar desapercibida como las demás, esa noche era diferente, la luna llena, todos durmiendo plácidamente - "no hay tos"-  deduje en el primer momento al darme cuenta del exceso de silencio.
Mire hacia todas partes pero todo seguía tal cual... lo segundo extraño fue el aroma – naranjas – dije en un susurro inaudible para cualquiera, ¡olía a los naranjos en primavera! A jugo recién exprimido. Logre imaginarme una casa cerca de la playa y una desconocida madre preparando el jugo para sus hijos...
Lleve una de mis manos hacia la nada y sonreí, jamás había conocido ni a mi padre ni a mi madre, tan solo a una tía que en primer momento había preferido mantenerme en este lugar confinada a cargar sola con mi propia enfermedad
Divagando entre mis pensamientos una caricia helada rozó de forma sutil mi piel, me estremecí por completo imaginando fantasmas y demonios nocturnos... todo seguía quieto y nadie parecía alarmarse por ese ente desconocido que al parecer vagaba por el gran cuarto.
Me acurruque miedosa entre mis sábanas blancas y solloce en silencio, un miedo extraño me recorría sin escrúpulos. Lanzada por mi propia conciencia, di un vistazo hacía el cuarto y nada, nada había cambiado...
Un fantasma que le gustan las naranjas y que calma la respiración de los niños, de seguro es algo bueno, de lo contrario ya no estaría en esta habitación... quería reír por haberme acobardado anteriormente pero simplemente no me atrevía...
"Pide un deseo" – me  susurró una voz angelical, y mucho más dulce que la del propio padre Paulo, las naranjas se me vinieron a la mente y una casa en la playa no estaba mal... tal vez los niños disfrutaría gozosos de su jugo, luego de haber corrido metros y metros de arena... la  playa solía ser tan divertida.
Deje mi anillo en el estante y cerré mis ojos, era hora de dormir, los lunes estaban llenos de visitas y realmente preferiría descansar lo suficiente para aguantar a todos aquellos que nos miraban con lastima y sonrisas falsas.
Me despedí dulcemente de la noche y me acomode.
El sol me pegaba en el rostro duramente y sentí que una voz me llamaba a lo lejos – debo irme – exclame como recordando algo que no podía descifrar. Una manita se apegó a la mía y ese niñito inocente sonrió sin todos sus dientes.
-   Mama dijo que nos tenía jugo de naranja. – me dijo alegre.

Scarlett Ángela

Relatos FM

El zapatero


Tac, tac, tac, tac. A sus ochenta y cuatro años, don Hernando todavía acierta a golpear con buen tino la cabeza de los clavos que le sirven para fijar un tacón a una suela de cuero. Ensuelar o entaconar zapatos sigue ocupando parte importante de su tiempo y de su oficio. Todavía hay demanda suficiente para ello.
Y más en el sitio donde tiene su improvisado taller. No es un establecimiento formal, sino una suerte de carpa, con armazón de madera y tolda de lona, instalada en una esquina de Rosales, uno de los barrios de más abolengo en Bogotá, donde ha trabajado por varios años.
Empezó, sí, en un local establecido, en una plaza comercial que ya no existe, derribada para ceder el paso a construcciones más suntuosas y rentables, pero él como damnificado no se desanimó y pensó que capitalizar la clientela que había acumulado en el barrio, instalándose en una esquina de semáforo, sería una buena forma de sobrevivir. "Voy a lucharla acá", se propuso.
Al principio, como era de esperarse, no faltaron los vecinos recién llegados –con pretensiones más abultadas que sus haciendas– que le complicaron un poco la vida haciéndole el feo. "Señor, córrase un poquito más para allá, donde no se note tanto", le decían, y él se corría como una bola de billar.
Pero la esmerada calidad de su trabajo, junto con su buen comportamiento, fue acrecentando no sólo su clientela y reputación, sino que poco a poco se fue ganando el respeto incluso de quienes en algún momento se erigieron como sus más férreos detractores.
El trabajo es variado y abundante. Uno de los más frecuentes es cambiar las tapas de los zapatos de dama de tacón alto, que son las que se van más rápido, o de plano reacomodar en su sitio los tacones mismos, desgarrados de la plataforma desde la raíz por algún mal paso de la dueña, así como cambiar cremalleras de botas. En zapatos de caballero, la principal tarea consiste en cambiarles también las tapas o los tacones gastados, y en casos extremos, ponerles suelas corridas de tan gastadas. En ambos casos, cambiar forros  o tinturar el calzado son otras tareas recurrentes.
Con los tenis, lo más común es reforzarles o cambiarles las suelas de caucho por las cuales ha empezado a filtrarse el agua, cambiarles un contrafuerte desgarrado en el talón o simplemente las plantillas, sirviéndose en buena medida del tradicional pegamento amarillo de olor penetrante.
Y aunque la tecnología avanza a pasos agigantados y cada vez hay más calzado confeccionado con materiales sintéticos, a don Hernando esto no le preocupa tanto.
Sabe que tiene clientela para rato.
No tanto porque tenga claro que los zapatos de buen vestir seguirán existiendo durante mucho tiempo, sino porque los residentes de un barrio tan refinado siempre tendrán un par de zapatos gastados que quieran hacer pasar por nuevos, así les toque enviar a la muchacha del servicio o a la nana "donde el zapatero remendón" con el encargo para guardar las apariencias, no vaya a ser que algún vecino chismoso los vea por ahí, frente al improvisado taller de don Hernando, llevando ellos mismos a arreglar unos zapatos viejos en lugar de comprarse un par nuevo, como cualquier familia decente esperaría en un barrio de tanto abolengo.

José Villagrán

Relatos FM

Se cierra el telón


El director y el resto del equipo llevan un rato quietos, expectantes. En cuanto se apague la luz podrán ponerse en marcha, y falta poco para que comience su turno, pero todavía tendrán que confirmar que el telón ha bajado realmente. Durante varios minutos, rayos de luz entran y desaparecen por las rendijas, hasta que finalmente se hace el silencio absoluto.
-   ¡Empezamos, preparaos todos! – el director da un salto de su silla y le hace un movimiento al guionista - ¿qué tenemos hoy para rodar? ¿Has ido sacando fotos de lo más destacable de hoy?
El guionista le pasa las imágenes para crear la historia: imágenes de una huida peligrosa, una pelea entre dos niños, una profesora riñendo a un alumno.
-   ¿Estos son los recuerdos más poderosos de hoy? – inquiere el director pasándoselos a su ayudante.
-   Sin duda alguna – confirma el guionista.
-   Muy bien, veremos qué hacemos. Llama al departamento de fotografía, animación y decorado. – Pide el director dirigiéndose a su ayudante.
El director vuelve a sentarse en su silla y mira durante largo rato las imágenes. Mira la imagen de la huida y la toca para que cobren vida.
El protagonista de la película agarra la cabeza de oro y deposita un saquito en su lugar. El templo comienza a desmoronarse, debe huir, y rápido. Corre, salta y cuando piensa que está seguro una enorme bola de piedra maciza lo persigue. Salta fuera, sucio, cansado y apuntado por cientos de arcos. El comienzo de una de las películas preferidas del cliente.
La siguiente imagen de la pelea era más corta. Se veía cómo había comenzado todo y cómo todo terminaba con un puñetazo. Quizá podría empezar por esa imagen. Primero empezaría con una habitual confusión y más tarde pasaría a la pelea.
El ayudante se acerca seguido por la directora de fotografía, la jefa de animación y el jefe de decoración.
-   Vamos a empezar con la película, que es lo más reciente, luego de ahí podemos pasar al colegio, recreamos la reprimenda de la profesora y acabamos con la pelea. En menos de media hora empezamos a rodar chicos.
El director se sienta en su silla y admira cómo el encargado de decoración va recreando a la perfección la imagen del túnel que se imagina el cliente para la escena de la película. El director se pone desde el punto de vista, alargando el dedo índice y corazón para situar el plano.
-   Esto ya está listo, jefe – dice el jefe de decoración – por las imágenes que nos has pasado no hay más que se pueda sacar. Paso al aula del colegio y así os vais preparando en esta zona.
El jefe de decoración se tropieza con los cables y está a punto de tirar de la cuerda que mantiene el telón cerrado.
-   Ui... - suspira aliviado.
El director se queda mirando la cuerda del telón, absorto.
-   ¡Animación! – grita cuando sale de su ensimismamiento, se gira a su alrededor buscando a la jefa de animación. - ¿Dónde está animación? ¡Vamos a comenzar ya!
-   ¡Aquí, aquí, ya estoy! – llega corriendo – estaba ultimando los últimos detalles.
-   Bien, ¿me colocas el punto de vista en el protagonista? Vete directamente a la parte de la roca gigante, empezamos a partir de ahí.
La jefa de animación se acerca al túnel que el de decorado dibujando y rasgando el aire con carboncillo, comienza a retratar el látigo, las botas y los sucios pantalones. Añade el sombrero. 
-   ¡En un minuto empezamos a rodar! – aúlla el ayudante de dirección.
Todos se colocan en sus puestos. Fotografía está jugando con los colores de la cámara y las luces que enfocan la estancia.
-   Dame un tono ocre, que se vean pocos colores. Recuerda que es una película de los ochenta, basada en los años treinta. Haz que parezca usado.
-   ¡Listos! – la directora de animación sale del plató – me paso al decorado de la profesora.
-   Recordad poneos el traje de croma para no salir en pantalla cuando aparezcáis en la cámara.
-   Luces, cámara... ¡acción! – grita el director.
El cliente comienza a correr, sabe que está en peligro. Lanza su látigo para agarrarse a una rama y ganar terreno. Se tropieza. Cae y del impulso comienza a rodar, y a rodar, y a rodar... se convierte en la piedra que le persigue. Nota que comienza a tener fuerza, el camino le da seguridad y sabe que si recorre las curvas de una forma u otra tendrá más impulso para atrapar al dueño del látigo y el sombrero. El director mueve la cámara hasta colocarse en el punto de vista del aventurero. Le hace un gesto a la chica de animación para que cambie la cara del protagonista. Ella se pone rápidamente el traje de croma para salir en pantalla y sale disparada. Pero se tropieza y agarra la cuerda del telón para no caerse.
-   ¡*****! – grita todo el equipo prácticamente a la vez.
El telón se levanta levemente y destellos de lejanas luces invaden el plató. Todo se funde y desvanece. El equipo se queda donde está, resignado.
El telón se abre y se cierra un par de veces hasta quedarse todo a oscuras.
-   ¡CORRED! ¡Al siguiente plano, hay que darse prisa!
El jefe de decorado y la jefa de animación se ponen uno junto al otro para volver a crear lo que ya habían dejado preparado.
-   ¡Vamos a pasar al aula donde la profesora está riñendo al cliente! – grita el director – Dile a decorado que vaya recreando el patio del colegio, voy a hacer un plano continuo – el ayudante va corriendo a avisar al equipo artístico.
-   Prácticamente cada noche pasa lo del telón, ¿eh? -  le comenta la directora de fotografía mientras cambia el color del punto de vista.
-   Gajes del oficio, no podemos quitarlo, nos hace falta la oscuridad para poder trabajar.
-   Esto ya está. Por mí cuando quieras.
El ayudante vuelve corriendo.
-   Han terminado.
-   Luces, cámara... ¡acción! – grita el director.
El cliente se mira las manos mientras intenta no escuchar lo que le dice la profesora, tiene ganas de llorar, como casi siempre que le riñen.
-   ¡Iñaki! Mírame cuando te estoy hablando – le dice con tono autoritario.
El director alza la cámara para captar la nítida cara de la profesora. El cliente baja rápidamente la mirada para mirarse los pies. Está descalzo. Parpadea un par de veces para evitar llorar.
-   Puedes bajar al patio – le dice finalmente la profesora.
El director baja las escaleras desde el punto de vista, una a una, muy despacio. Ve a lo lejos un grupo de chicos, chicos de la clase del cliente, se intenta alejar al otro extremo del patio. El director gira la cámara para que desde el punto de vista se vea que los chicos lo han visto. El cliente se queda en una esquina, mirándose los pies. Lleva playeras.
La directora de animación se aleja quitándose el traje de croma con cuidado de no tropezar.
-   Eh, Iñaki, imbécil, que eres un **** *****, siempre saliendo el último en clase – le dice uno de los niños que se acercan.
-   No te alejes mucho – le dice el director a la directora de animación – tienes que ir recreándole la cara al que habla. Que sea gente que ha aparecido otras veces de forma recurrente, o incluso rostros indefinidos.
-   Jefe, jefe – el guionista se coloca junto al director, con mucho cuidado de no salir en el plano.
-   ¿Qué pasa?
El guionista farfulla algo, demasiado bajito para que el director lo escuche.
-   Dejadme en paz – dice el cliente, alejándose hacia el campo de fútbol.
-   Eres un empollón, un hijo de ****, aquí no tienes amigos, ¿por qué no te vas? ¡Pírate ya!
El director está alejando la cámara con el punto de vista mientras se va acercando cada vez más al campo de fútbol.
-   Jefe, tenemos un problema – susurra el guionista, muy tenso.
El niño que está insultando al cliente, le empuja y el cliente cae al suelo. La cámara enfoca a los niños desde abajo, marcando una clara superioridad.
-   ¿Qué pasa ahora? Esta escena no va a durar mucho, me lo puedes decir en unos segundos.
-   ¡Dejadme en paz! – grita el cliente.
-   ¡Iñaki el mocoso, pírate ya!
Varios niños lo empujan.
-   Jefe... es Iñaki es el que da el puñetazo, no el que lo recibe.
El director frunce el ceño, extrañado. Se gira, deja de mirar por el objetivo. La escena parece paralizarse durante unos segundos.
-   No puede ser. ¡Pásame la imagen de antes!
El ayudante se la acerca. El director coge la imagen de la pelea y la vuelve a pasar para recordarla mejor. El guionista tenía razón.
-   Joder...
-   Habría que hacer algo para que se diera cuenta – comienza el guionista.
-   Sólo somos cineastas, no clientes.
-   Hay que hacer algo – corta la directora de fotografía.
El director se gira a la cámara y sigue rodando la pelea.
-   ¡Dejadme en paz, hijos de ****! – grita el cliente fuera de sí.
-   ¡Jefe! El niño es el abusón, no la víctima, ¡hay que hacer algo para que recuerde el sueño!
El director hace oídos sordos mientras sigue rodando.
-   ¡Por eso el rostro del que insulta se recrea tanto! ¡Es él, es él el que insulta siempre! – dice la directora de animación, apartándose del plató.
El cliente, cada vez más enfadado, se mira las manos, cierra el puño derecho y con todas sus fuerzas le da un puñetazo al chico que le está insultando.
-   ¡Tirad del telón! – grita el director sin apartarse de la cámara - ¡AHORA!
Rayos de luz conquistan el escenario, haciendo que todo se desvanezca en polvo de sueño.
Iñaki parpadea un par de veces, asustado, a punto de llorar. Se toca el ojo donde le han pegado un puñetazo. Instantáneamente el dolor le lleva la vista a la mano. Respira entrecortadamente durante varios segundos. Sólo era eso, un sueño.
¿No?

Scry

Relatos FM

CONSULTA MÉDICA


Como siempre, llegué aprensiva a la consulta del médico. Me senté a esperar con los codos en los brazos de la silla y los pies juntitos como en la iglesia.  No había nada que hacer ni nada que leer. Me puse a observar intensamente las losetas del piso. Allí adiviné un pez con el lomo rozando la hondura de una ola. Otro pez espiaba en el fondo. En la loseta de al lado había una tortuga con la boca muy abierta. Como no se movía, no representaba ningún peligro inminente...
Una enfermera llamó mencionando un nombre y una dama gruesa caminó hacia ella. Ambas desaparecieron tras la puerta que bloqueaba la visión de un pasadizo misterioso. Me estremecí. Salí del mar de las losetas por un momento, cambié de posición, me revolví en la butaca y las volví a mirar. Todas las figuras habían desaparecido. No pude encontrarlas en las volutas del diseño. Se me aceleró la ansiedad que siempre me da cuando voy al médico. Me brinca un labio, lo calmo con un toque de dedo.
Para evitar ataques de histeria controlada, me asomo a una ventana que da a la calle. Crecía al borde de la acera un árbol-montaña tan alto como un peñón, movía los dedos de hojas con la brisa. Solo le faltaba un hilo de agua despeñándose y unos cuantos pájaros en las ramas recargadas de verde.
Alguien llamó mi nombre. Se me enfriaron los pies. Acudí sin ganas.
"Firme este papel de pago".
"¿Mi seguro médico no cubre el costo de la consulta?"
"Sí, pero tiene que firmar que va a pagar de todas maneras".
"¿Cuánto es?"
"No lo sé".
"Está bien", dije presa de inquietud, no por el pago sino porque ya tocaba mi turno. 
"Pase para acá". Entro por el mismo pasillo lóbrego lleno de amenazas y peligros presentidos.
Me pesan en una balanza alta. (Me quito los zapatos por si acaso estoy muy gorda)
"Yo vengo por los ojos", dije.
"No importa, hay que pesarla de todas maneras.
"Bueno, ¿cuánto peso?"
"Bastante. No se preocupe"
Me sientan en una esquina para tomarme la presión arterial.
"Lo mío es la presión del ojo solamente", repetí.
"Cálmese, hay que medirla".
"¡Rayos!", pienso, pero callo. 
Me llevan a otro cuartico lleno de instrumentos espeluznantes. Se van y yo quedo rodeada del terror que me producen estas cosas. Al rato, llega una técnica para colocarme en la cara un antifaz de un solo ojo.
"Lea las letras de la pared".
Las leo, las cambia, leo, las cambia otra vez y otra vez, hasta que se vuelven hormiguitas: "&%$•/()&%$•"=)(/%&". Mueve una palanca del antifaz que cambia el hueco de ver para otro ojo. Repite la misma rutina atormentante. Estoy mareada.
"Muy bien, ahora incline la cabeza".
La inclino, hecha gotas debajo de mis párpados y luego me pega una goma adentro del ojo. No siento nada. "13 y 13", dice como si yo supiera lo que eso significa. Guardo silencio por no quedar como ignorante. Tengo ganas de vomitar.
Continúa el proceso. Más gotas que dilatan las pupilas. Veo una gran claridad y no distingo bien. Paso a un cuarto en penumbras, trato de leer una revista: ou nryus shid ji guen dopd. No puedo, desisto... espero...desespero...tengo hambre...me pican los ojos... tengo sed... quiero ir al baño...me duermo.
Un matrimonio llega y me sacan del sopor con su conversación familiar. Me entero de que al velorio no fue nadie, que la viuda no lloraba, que los niños de Yunisberta van a una escuela privada muy cara y que ellos no saben cómo el padre la puede costear, que Yeyo se compró un camión nuevo de uso... que si la suegra, que si la novia, que si la boda... En eso me llaman.  Paso a otra habitación aún más tenebrosa que la anterior. Me sientan en la silla eléctrica, no, es solo aterradora. Me cuelgan los pies demasiado cerca de una maquinita de dentista... ¡Ay, Dios!
"Ahora viene la doctora".
Tengo ganas de irme corriendo, el corazón me palpita angustiado. Miro las paredes con alarmantes dibujos del interior del ojo. ¿El ojo tiene humor vítreo? ¡Qué horror!
"Que va, me voy de aquí". Me levanto. Llega la doctora en ese momento. Me pongo más fría que un iglú, decido desmayarme de miedo, pero la docta sonríe y me saluda muy amigablemente.
"Hola, ¿cómo está?"
"Ah... muy bien doctora, ¿y usted?"
"Muy bien, muchas gracias. Qué bonita blusa tienes puesta."
"Gracias, usted también tiene una blusa preciosa". 
En realidad no es posible ver mucho debajo de su bata blanca. Creo que ella se da cuenta de mi embuste, pero se hace la distraída porque también ella mintió acerca de mi ropa.  Me coloca la cabeza dentro de un extraño aparato. Yo no sé por qué pienso que me van a sacar una muela. Todo es espantoso, estoy sudando.  Estrujó un pañuelo desechable para disimular el temblor de mis manos.
"Vamos a ver. Ponga la frente en este lugar y la barbilla aquí. Mire hacia mí".
Ella enfoca una luz intensa en mis pupilas dilatadas y me alumbra el cerebro por dentro y por fuera.  Echa un vistazo con otro aparatico que parece una lupa. Yo veo solamente la punta de su nariz. Huele bien la doctora. Como he quedado ciega debo orientarme por el olfato.
"Ya puede bajarse. Todo bien. Vuelva en 6 meses".
Creo que eso fue lo que dijo porque al oír "puede bajarse", me tiré de la silla y caí de bruces en el suelo. No era cierto. Tan solo fue que se trabó mi sandalia en la silla. Me tambalee y, debido al mareo, no pude enderezarme del todo. Quise ponerme de pie, me agarré de la falda de la doctora y se la ripié. Ella no dijo ni media palabra. Yo solo atiné a despedirme con la voz enardecida: "Sí, espéreme en 6 meses, ¡ja!"
Escapé rápidamente, dejando detrás de mí el azoro de los presentes.

MEDEA