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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

EL NIÑO QUE CAYÓ DE LA LUNA



   El niño que cayó de la luna era alto, delgado, con los ojos de color cabaña y el alma entre perro y gato. Había decidido pasar la Nochevieja en el hotel de su abuela. Era un hotel abandonado, de esos que huelen a polvo y secretos de ternura. Cogió la maleta de su abuela, la llenó de libros y fotos y se fue hacia el hotel. La calle vibraba fresca. Música, gritos, fuegos artificiales y risas despeinadas. Dos mil trece. Respiró profundamente y miró a su alrededor con grave tristeza. Llegó al hotel a la una y cuarenta y tres. Perfecto. Le pegó un empujón a la puerta y se dirigió a la primera planta. Ahí estaban los mendigos y pirados que había ido recogiendo durante los últimos meses. Los recordaba a todos perfectamente, pero ellos no se acordaban de él. Ninguno de los presentes sabía quién era aquel enano, pero se sentían atraídos por el contenido de aquella extraña caja de lona. El niño que cayó de la luna abrió la maleta con cuidado y, con las manos temblorosas, cogió uno de los libros y comenzó a leer...

   La niña que hablaba a los animales era negra y roja, con los ojos de color puma y los labios manchados de música. Estaba siendo una noche terrible para ella. El ruido y la gente a su alrededor le estaban congelando el cerebro, y todo el mundo sabe que cuando el cerebro se congela, con el mínimo golpecito se rompe en pedazos y el corazón se convierte en puré para gusanos. La niña intentaba protegerse con gorros de todos los tamaños y colores, pero a veces le era imposible esconderse. Por eso, aquella noche decidió desvanecerse y volver a la casa que tenía en el bosque. Era una casa diminuta, acogedora, del color de los ojos de alguien al que estaba a punto de conocer.
Aquel lugar, que existía desde que tenía uso de razón, estaba lleno de burbujas donde ella guardaba sus sueños. Cada vez que un sueño se cumplía, la burbuja y su sueño se despedían y salían por la ventana rumbo al cielo. La niña que hablaba a los animales solía pedir deseos pequeños para que estos se cumplieran con facilidad, pues lo que más le gustaba no era que se hicieran realidad, sino ver cómo las burbujas ascendían lentamente hacia la luna y se desvanecían al llegar allí. Pero aquella noche apenas había luz en la cabaña y las burbujas estaban desapareciendo. Hacía tiempo que había dejado de soñar, pero no sabía por qué. Había intentado crear deseos rápidamente, pero no podía inventárselos. Las burbujas solo se formaban cuando uno tenía un sueño de corazón. Ante el temor de perder la luz de su hogar para siempre, la niña salió en busca de alguien que quisiera compartir aquella casa con ella y llenarla de burbujas otra vez.

   Los mendigos y los pirados sonreían. Se fueron acurrucando unos al lado de otros y, tumbados entre almohadas de carne y hueso, se quedaron finalmente dormidos. El niño que cayó de la luna se asomó a la ventana y miró hacia el cielo. Su misión estaba fracasando. Era cuestión de tiempo que el oxígeno onírico terminara desapareciendo. Sin burbujas, la vida en la luna, su hogar, estaba destinada a extinguirse. Intentó crear una burbuja con todas sus fuerzas, pero su corazón era demasiado pequeño. Solo los humanos poseían la capacidad de soñar.
   
   Ding dong, ding dong. De repente, alguien llamó a la puerta. Se acercó a hurtadillas con una vela, abrió la puerta y, cuando vio el rostro de la niña que tenía frente a él, respiró tranquilo. Un enorme gorro de color rojo le tapaba los ojos. La niña se lo quitó poco a poco, le miró y le sonrió.
- Hola.
- Hola.
   El tiempo se detuvo. Se miraron, se examinaron brevemente y decidieron que se gustaban. El niño que cayó de la luna la invitó a pasar a una de las salas vacías.
- ¿Cómo has llegado hasta aquí? Hoy es Nochevieja, ¿es que no tienes familia?
   La niña lo miró insegura. Se quedó pensativa unos instantes y, mientras inspeccionaba aquel nuevo espacio, constestó distraídamente:
- Bueno... no me acuerdo muy bien. Creo que estaba con gente, sí... sí... había algunas personas, pero ahora no sé dónde están.
- ¿Y tu casa?
- En el bosque.
   La niña iba palpando las paredes húmedas según avanzaba; la luz de la vela solo le permitía ver los pies del niño, que iba caminando delante. Al fin llegaron a una sala iluminada por la luz de luna llena que se filtraba salvaje a través de una ventana muerta. Miró hacia el cristal resquebrajado y un temblor la inundó de pies a cabeza.
- ¿Esta es tu casa? ―dijo la niña acercándose a la ventana.
- Podría serlo. La gente que vive aquí me quiere... a su manera. Cada vez que vengo me miran como si una mosca se hubiera caído en su sopa. Pero luego piensan que en realidad la sopa no existe y que, quizá, la mosca no sea tan mala compañera.
- ¿Qué?
La niña lo miró confusa.
- No me recuerdan, pero aún me escuchan. Fuera de aquí apenas queda gente así.
- ¿Te escuchan? ¿Es que cantas?
   El niño desvió la mirada. Se quedó callado durante unos instantes y, finalmente, con los ojos fijos en los zapatos de la niña, contestó muy bajito:
- No, cuento cuentos.
- ¿Cuentos?
- Sí, ya sabes, historias. Historias de personas que viven o han vivido en otros lugares.
   La niña que hablaba a los animales le miró extrañada. Ningún animal le había hablado nunca de los cuentos. ¿Qué interés podría tener una historia de alguien que no conoces, que vive en otro lugar...? No tenía sentido. Esta era una de las razones por las que prefería la compañía de los animales. Los humanos siempre la desconcertaban.
- ¿Nunca te han contado un cuento?
   La niña se quedó pensativa. No quería parecer tonta, pero tampoco quería mentir a su nuevo amigo.
- Mmm... Creo que no. ¿Son como canciones?
- Bueno..., más o menos. Es una historia que se cuenta sin música.
- Ah... ¿Y cuánto dura?
- Depende, hay cuentos de todos los tamaños y para todos los gustos. Hay cuentos que te hacen reír, otros que te hacen llorar y hay algunos que te asustan tanto que hasta te quitan el sueño. Las historias tienen lugar en tantos lugares diferentes como te puedas imaginar. No hay límites de ningún tipo, todo lo que puedas imaginar está en los cuentos o puede transformarse en uno de ellos.
   La niña le miró abatida.
- ¿Y quién querría oír algo que le hiciera llorar o pasar miedo? ¿Eso es lo que haces con tus cuentos? ¿Haces daño a la gente?
- No, no...
   La niña comenzó a alejarse de él lentamente. Miró asustada hacia la salida y pensó en echar a correr antes de que aquel niño que hacía tan poco había considerado su nuevo amigo le hiciera llorar con aquellos terribles cuentos.
- Escucha, un cuento no funciona así.
El niño se acercó a ella.
- No..., no sé bien cómo explicarlo. Verás, un cuento tiene diferentes efectos. Algunos tienen lugar en el momento en el que se cuenta, pero otros, los más importantes, solo pueden apreciarse con el paso del tiempo.
- ¿Y qué efectos son esos?
- Son los efectos que mantienen vivos nuestros planetas.
   La niña que hablaba a los animales comenzó a temblar de nuevo, frustrada. Oía las palabras del niño, pero no entendía nada. Su confusión se convirtió rápidamente en sospecha.
- ¿Eres un mendigo pirado?
- No, no soy un mendigo.
- Vives con mendigos y dices cosas de pirado. ¡Eres un mendigo pirado mentiroso!
   La niña fue alejándose poco a poco hasta que finalmente, muerta de miedo, echó a correr hacia la puerta gritando sin parar.
- ¡Mendigo pirado mentiroso! ¡Mendigo pirado mentiroso!
   El niño que cayó de la luna fue corriendo tras ella, la agarró del brazo y le gritó al oído:
- ¡Y tú eres una niña perdida que no recuerda nada porque ya no existe!
   La niña se dio la vuelta con lágrimas en los ojos:
   - ¿Qué?
   - ¡No existes!
   - ¡Sí que existooooooooooo!
   - ¿Ah, sí? ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
   La niña estaba tan asustada que cayó de rodillas al suelo. El niño se sentó junto a ella, mirándola fijamente y sosteniendo sus manos de hielo. La niña que hablaba a los animales no sabía qué estaba ocurriendo. De hecho, no tenía ni idea de lo que había ocurrido en su vida hasta ese momento. Solo recordaba a los animales que le hablaban, su casita del bosque y las burbujas subiendo hacia el cielo. De repente, un taladro de angustia atravesó su estómago y la niña que hablaba a los animales abrazó al niño que cayó de la luna, lo único real para ella en aquel momento. Tras un largo momento de silencio, respiró hondo y comenzó a hacer memoria:
- He venido a buscar a alguien que fabrique burbujas porque yo no puedo fabricar más. Se me están acabando, me quedaré sin luz, y si me quedo sin luz, mi casa desaparecerá.
- Y si tu casa desaparece, acabarás viviendo aquí, con ellos.
- ¿Con ellos? ¿Con los mendigos pirados? ¿Y qué hacen? Porque no se puede vivir sin luz.
- Sí se puede, pero viven así... sin recuerdos. Lo han perdido todo. Pero yo aún lo intento.
- ¿Intentar qué?
   El niño la miró con ojos de gato.
- ¿Quieres llevarme a tu casa? Creo que puedo ayudarte con el problema de la luz.
- ¿De verdad?
La niña se secó las lágrimas y se puso el gorro de nuevo.
- ¿Recuerdas el camino?
- Mmm... no muy bien, pero mi tortuga sí.
- ¿Tu tortuga?
- Sí, me está esperando fuera, siempre me guía.
- Como Casiopea.
- ¿Quién es Casiopea?
   El niño sonrió.
- Creo que comenzaremos con Momo.
- ¿Y quién es Momo?
- Ya lo verás.
   Con la vela en una mano y el brazo de la niña en la otra, se dirigió hacia la habitación donde yacían los mendigos y pirados. Los miró detenidamente. Ni rastro de burbujas.

   Abandonaron el hotel. Caminaban como Casiopea, con paso lento pero firme. Llegaron en seguida a la casa de la niña. Entraron en la estancia y el niño observó maravillado las burbujas que la niña tenía. Eran perfectas. Burbujas de muy buena calidad, sueños puros. La niña le contó que antes solía haber muchas más, pero que cada vez le costaba más crear burbujas nuevas. Había pedido ayuda a sus amigos los animales, pero ellos aún no sabían cómo soñar.
- Bueno, creo que puedo ayudarte.
- ¿Sí?
- Sí, pero vas a tener que confiar en mí. ¿Ves esa maleta?
- Sí, ¿tiene burbujas?
- Mejor ―dijo el niño abriéndola―. Tiene una fábrica de burbujas.
   La niña miró hacia la maleta maravillada.
- ¿Puedo ver qué hay dentro?
- Bueno, de momento es mejor que yo te enseñe cómo funciona.
   El niño rebuscó en la maleta y, con sus ojos de perro, cogió un libro. La niña estaba muy emocionada:
- ¿Qué es eso?
- Esto es un libro... Y dentro de este libro hay un cuento.
   La niña le miró alarmada.
- Tranquila. Te he dicho que te ayudaría. ¿Confías en mí?
   La niña se quedó pensativa unos instantes mirando las burbujas que le quedaban. Ya estaba amaneciendo y comenzaba a sentir sueño, pero aún tenía que asegurarse de que la luz de su hogar no se extinguiera. Le miró sonriendo.
- Sí, confío en ti.
   El niño le devolvió la sonrisa. Y así, a la espera de un nuevo amanecer, el suave murmullo de su voz resonó entre las ruinas de un viejo anfiteatro:
   En los viejos, viejos tiempos, cuando los hombres hablaban todavía muchas otras lenguas...

CAROLIN ROSENGAVA

Relatos FM

Casanova, por poder, puede intentarlo



   Llevaba cerca de seis semanas fuera de mi casa, lejos de sus rodillas y mejillas. Casi cuarenta días con el tacto y el olfato anestesiados en un sueño que era más bien frío, de los que se te clavan en la garganta y hielan la piel. Los pelos como escarpias. Al menos podía sentir de forma completa allí, en las montañas esparcidas que dan nombre a los Alpes franceses pero, aún así, qué ganas tenía de volver. Lo cierto es que eso de echar en falta te abre más el pecho cuanto menos tiempo falta para el retorno. Imagínense mi cuerpo segundos antes de aterrizar: ni siquiera mis huesos quedaban en pie.
   Aún tenía que coger un autobús de cuatro horas para poder dormir entre las sábanas que me habían arropado desde los seis años. No lo cogía hasta el día siguiente por la tarde noche, así que unos amigos en su suprema gentileza, me ofrecieron hospedaje en una dirección que apunté lo más rápido posible y a la que llegué tras compartir taxi desde el mismo aeropuerto. Tenía unas ganas enormes de mi ciudad, más bien feúcha, pero, al fin y al cabo, el pedazo de tierra en el que yo había crecido y que acogía la mayor parte de cuanto yo amaba. A ojos de extraños, podría no ser bonita; pero era, sin dudarlo, mi trozo de suelo.
   Ellos estaban de fiesta cuando les mandé un mensaje. Ni siquiera tuve que esperar una hora hasta que los vi aparecer, exhaustos, subir una calle atrofiada por la humedad. Como si alguien me estuviera apuntando con una pistola, mientras que estuve con ellos, no pude dejar de sonreír. No fue un reencuentro del tipo lacrimoso, en realidad, lo archivaría como de dinamitas.
   -En el autobús estábamos pensando en proponerte una cosa, pero igual estás muy cansada del viaje y tal... -habían sido casi veinte horas de transportes varios-. ¿Qué te parece pasar el día entero en la playa mañana con bocatas y todo?
   -¡Como los burgueses! -me reí- Claro que me parece bien, me muero por bañarme en el mar.
   Al día siguiente, encadenamos al sol alrededor de diez horas y arrestamos al mar durante otro tanto. Ah, claro, ¿la arena? De doma fácil. No recuerdo en qué orden nos metimos entre el agua, ni siquiera de qué hablamos, o qué hicimos de forma concisa. Pero, a cambio, tengo cientos de emociones escritas a lo largo de mis pulmones. Me introduje en el líquido, tan transparente y cálido como lo deseaba, de un único salto. Abrí los ojos mientras me deslizaba con los brazos y piernas abiertas entre la sal que olí al desvestirme. Mi pelo quedaba sostenido en el verde turquesa y nunca azul marino del Mediterráneo, la boca entreabierta dejaba escapar el dióxido de carbono. Era una sensación indescriptible, y es que es difícil de explicar cómo una masa translúcida es capaz de seducir como el mejor Don Juan.
   Tardé tanto como pude en salir a tomar aire, justo en ese momento en el que parece que tu tráquea se contrae a lo largo de tus tendones, músculos y diafragma. Nadé con fuerza los dos metros y medio que me separaban de la superficie, voracidad. El círculo amarillo atravesaba el mar casi danzando y mis pupilas devoraban la escena. Insuflé el aire con la necesidad de un zorro sometido a la hambruna en mitad del desierto; al mismo tiempo, dejé de pensar. Bumbum, bumbum, bumbum. No hacía más que sentir mi corazón golpeándome las venas que lo rodeaban.
   Aún me quedaban cuatro horas de autobús y otras dos libres, pero con ellos dos tan cerca de mí, sería una locura negar que estaba, tras mes y medio trabajando como Aupair, viendo, oliendo, saboreando, escuchando y estremeciéndome, en casa.

OBélix

Relatos FM

El Ocaso de las Almas



Antares

La fragua ruge, la espada está hambrienta, y la sangre seca ya no le sacia. Los resquicios de las vidas derramadas en el campo de batalla ahora se evaporan sobre el acero, creando una nube ocre el hedor se mezcla con el humo de las llamas haciendo el aire irrespirable.

[...]

Pasan las horas y las gotas de sudor que se deslizan suavemente por su frente se evaporan a escasos centímetros del suelo, el calor es insoportable, las pupilas hace tiempo que han enrojecido y sus fosas nasales exhalan el aire a duras penas.

Pero a él no le importa, continúa con la mirada firmemente clavada en el candente acero, martilleando la hoja que tantas veces le ha salvado la vida.

Como una marioneta movida por unos hilos invisibles, sus golpes son constantes, secos, firmes... Su mente se evade a épocas pasadas, épocas de guerras, épocas se sangre...

En las que en el filo de su espada se reflejaba el ardor del sol, y los cadáveres de sus enemigos se contaban por miles; donde una historia destacaba sobre todas las demás en la época en la que se forjaron las leyendas.

Ira Tenax

Fuego... El sugerente baile de las llamas las mecía de un lado a otro con suavidad, al tiempo, estas intentaban sin éxito acariciar las jóvenes manos que se extendían junto a la hoguera.

Un crujido estridente seguido de varios más secos y rápidos atrajo la atención del anciano que se encontraba sentado en una vieja silla de madera a escasos metros del calor de la lumbre.
Este observaba como el joven clavaba sus ojos en la brillante espada colgada junto a la puerta.

Una ligera sonrisa cargada de picardía asomaba de su rostro al tiempo que tragaba saliva para aclarar la voz, pues había contado aquella historia decenas de veces a su nieto, pero él siempre quería volver a escucharla.

La rústica habitación, escasamente decorada, era fría, amplia y silenciosa, y la tenue luz de la hoguera apenas alcanzaba a iluminar un pequeño rincón de la estancia.
No obstante esa tenue luz era más que suficiente para aquel hombre y su joven nieto, pues las historias que se han convertido en leyenda siempre se escuchan mejor cuando se cierra los ojos al mundo real y se abren al mundo de la imaginación.
Esta es una de ellas.

[...]

" Un día tuve una visión, vi una gran montaña bañada por la luz de la luna, y en su cima, acariciando el cielo con su espada se encontraban los ejércitos del mundo montados sobre sus corceles, gobernando los cuatro vientos y clamando al unísono el despertar de un nuevo mundo.

Un día tuve un sueño, soñé con un gran lago de cristal que reflejaba las sombras de los caídos, estos anhelaban desesperados volver a la vida, alzarse nuevamente y volver a luchar por sus sueños.

Ambos lugares tenían una cosa en común, una columna de llamas que atravesaba la tierra, se hundía en lo más profundo del infierno y nacía nuevamente en el extremo opuesto del globo, juntos formaban una inmensa cruz ardiente que no se extinguiría jamás, esa cruz guardaba en su interior el alma de cada uno de los guerreros, tanto de los vivos como de los muertos.

Un día tuve una revelación, vi el mundo bañado por las sombras, por las almas errantes,  las ánimas de medianoche, los espectros y los Wargol. Reclamaban el mundo de los vivos para sí, para sus odios, sus pecados, sus temores... "

Más cuarenta años duró aquel infierno, sí, infierno es la palabra más adecuada para una guerra en la que se enfrentaron los vivos y los muertos.
 
Una guerra en la que un aliado caído se convertía en un enemigo más.
Enfrentando a hermanos contra hermanos, padres contra hijos devorados por las bestias del abismo que habían regresado de la muerte para llevarse consigo a sus progenitores .

Todavía muchos de nosotros nos preguntamos como pudieron ganar aquella guerra, pues parecía que el destino les había dado la espalda y la raza humana estaba condenada a su extinción.

Fue por una mujer, la esposa de un soldado que acababa de partir al campo de batalla y que todas las noches rezaba por su amado y por el hijo que estaba a punto de nacer.

Pasaron los días, las semanas, los meses, y su amado no regresaba, la mujer no pudo soportarlo más y fue en su busca,se adentró en tierras yermas, atravesó páramos bañados en sangre y atestados de bestias hambrientas, llegó hasta las primeras lineas de combate sin un sólo rasguño.


Donde otros soldados caían por decenas ella permanecía en pie con la mirada perdida en el horizonte y clamando en su mente el nombre de su esposo.

Los espectros al verla huían despavoridos, las ánimas se estremecían y sus chillidos llegaban hasta el firmamento.
Tan sólo una figura permaneció en pie junto a ella, era su esposo, ahora un cadáver en descomposición que vagaba sin rumbo consumiendo todo cuando tuviera vida.

Sus miradas cruzaron, sus corazones se cruzaron y aquel hombre cayó al suelo inerte. La mujer al observar tan desgarradora escena rompió a llorar, sus lágrimas se filtraron en la tierra y de los restos de aquella tierra bañada por el amor, el dolor,la ira y la desesperación surgió el alma de un valeroso guerrero, que empuñando una brillante espada cargó contra las hordas del mal infringiendo un daño superior al que todos los soldados habían logrado durante todos aquellos años.

Los espectros se lanzaban blandiendo sus garras y dientes, las ánimas intentaban entrar en su mente y volverle loco, los Wargol rugían y le embestían con toda su furia, pero todos acaban muriendo, el alma de aquel soldado estaba enfundada en un halo de esperanza irrompible.

Entonces el milagro ocurrió,los guerreros soltaron sus armas y comenzaron a rogar por sus seres amados, sus padres, sus hijos, sus hermanos... Todos se alzaron de nuevo para proteger el mundo por el que en vida lo habían dado todo y los ejércitos de la oscuridad se vieron obligados a regresar a las tinieblas.

Cuando aquella gran batalla que estremeció el mundo hubo acabado cada uno de los espíritus regresó a la tierra que le vio nacer,y los vivos, dando gracias en silencio, entonaron cantos de gloria en su nombre.

¿ Cómo sé que esa leyenda es real ? Mi padre era el fruto del amor de esa mujer y su esposo,
y esta espada es el legado de mi abuelo, que aún brilla como el primer día...

Réquiem

- Pero abuelo ... - Le interrumpió el nieto con la mirada puesta en la espada.
- ¿Qué ocurre, hijo mío?
- La espada ... se está rompiendo....

Un enorme chasquido seguido de un estrepitoso golpe en el suelo levantó al anciano del golpe de la silla, el cual se acercó lo más rápido que pudo a la espada que ahora se encontraba partida por la mitad con la punta clavaba en el suelo de la estancia y el mango colgado a duras penas de la cuerda que la sujetaba.
Sus manos temblorosas se negaban a coger aquel pesado trozo de metal, y su voz, ahora entrecortada se había convertido en un incomprensible balbuceo.

Un grito gutural al otro lado de la puerta despertó a ambos de su ensimismamiento, en el cual una pútrida mano atravesó con fuerza la frágil puerta de madera que les separaba del mundo exterior.
Los gritos se perdieron en la noche, se mezclaron los los otros cientos de gritos de aldeanos aterrados y gruñidos incomprensibles de feroces bestias del inframundo.

Entre toda aquella masacre tan sólo se alcanzaron a oir los jadeos de un chiquillo que corría desesperado colina abajo llevando consigo dos pedazos de metal presa del más absoluto terror.

Thundermoon

Relatos FM

LAS HECES DEL VINO



   Cuando escucho sus voces envueltas en el viento que recorre las calles desiertas a estas horas, me doy cuenta de que todavía conservo nítidas las líneas de sus rostros, como sellos indelebles,  en mi recuerdo. A veces sólo yo los veo, bajando por las calles estrechas de este pueblo, dichosos en su amor, escondido y culpable. Y, al verlos, la negra rabia aún sube por mi garganta y despierta en mí el deseo violento de desvelar su culpa, de compartir con ellos mi oscuro sufrimiento de mujer despechada. Entonces me doy cuenta de que ya no es posible hacerles daño, porque están más allá de los rencores.

   Él era hermoso, tal vez no fuera guapo en el sentido común de la palabra, pero sus tiernos ojos miraban con la melancolía de lo hermoso. Y sus manos, grandes y finas como las de un pianista, siempre acababan por posarse en el lugar preciso. Ese lugar inalcanzable que nunca resultó estar en mi cuerpo...quizá tampoco en el de ella, porque su aleteo ligero parecía rechazar toda premura física, como si se alimentarán sólo del aire de sus gestos, comedidos y suaves, como en una danza.

   Si  los acechaba detrás de  mi ventana, me parecían tan desparejados y distintos como si cada uno tuviera un mundo diferente. Dos mundo diversos y, sin embargo, enredados como la hiedra tierna que trepa un tronco seguro y asentado. El fino espíritu  maduro de él ligado a las nacientes curvas carnales de ella. Así los recuerdo: caminando juntos, disimulando apenas el lazo que los unía, que los ató para siempre, después de aquella noche fatídica que los engulló, como si, desaparecidos, formaran parte de otro tiempo distinto, más allá de la muerte.

   Ángel había llegado al pueblo  una tarde de septiembre con el autobús de línea (le horrorizaba conducir, lo supe más tarde). Venía de un pueblo castellano sumido en el olvido. "Aquí no hace tanto frío, don Ángel, ya verá como se encuentra a gusto". Pero él no esperaba grandes cambios, suponía que el olvido también se extendía por estos pueblos de Aragón...y de hecho, no se equivocaba. Traía una enorme maleta, más llena de libros que de ropa, donde guardaba  todo aquello que consideraba necesario para hacer confortable su nueva casa.  Para instalarse, se aplicó al ritual repetido ya varias veces, que, según nos contó después, consistía en volver a colgar las fotografías que acababa de quitar de otras paredes, apilar los libros, guardar los útiles de afeitado y colocar la vieja tetera de barro en la cocina. De esta manera, decía, iba restableciendo otra vez su pequeño universo. Los continuos traslados le habían obligado a esos trucos, que le salvaban de sentirse un simple vagabundo. La maleta, su maleta, decía, no era más que el resumen de su existencia, una metáfora de su propia vida.

   Pero el día que desaparecieron no se llevó nada  de todo aquello. Por eso la gente pensó en un accidente. Yo, en cambio, supe que se trataba de una decisión meditada, era como si hubiera decidido romper con el pasado, con la tranquilidad de las cosas conocidas, como si pensara que sólo ella iba a serle imprescindible en el futuro.
   
   Lo recuerdo aún en el primer día de curso, azorado por los pasillos, ocupado en reconocer los lugares y las personas nuevas que se le presentaban. Llevaba unas gafas de concha redondas que, por un  fondo  de coquetería, sólo se ponía para leer  y  que le daban un aire de intelectual progre que casaba bien con su aparente fragilidad. En aquel viejo instituto anclado en el pasado, lleno de profesores distantes y demasiado mayores para conectar con sus alumnos, él pasó, aquella primera mañana, de aula en aula desgranando sus  intenciones y lo que pretendía del nuevo curso. Con cada clase  le iba creciendo una aureola de atractivo personal que se propagaba de boca en boca como una leve brisa. Por eso, cuando llegó a la nuestra, la curiosidad había crecido tanto que desde el primer momento le creímos una especie de semidiós con ribetes de galán de cine.

   Con una natural habilidad, nos presentó un mundo desconocido por nosotros hasta entonces, una nueva visión de la vida donde el cine, el arte y la literatura se mezclaban a partes iguales en una confusa y romántica bohemia rebelde de artistas y escritores que, de repente, dejaban de ser sólo aburridos nombres que había que memorizar. Cada frase parecía abrirnos una ventana distinta hacia un mundo frívolo, tan distinto de la seriedad sesuda que habíamos supuesto en los grandes literatos. El mundo, hasta entonces dividido en los compartimentos estancos de las asignaturas, se convertía ahora en una sucesión de películas, novelas y cuadros perfectamente ligados entre sí. Por primera vez, la cultura no era aquello que se interponía entre nosotros y las calificaciones, sino que, por el contrario, era algo de los que también participábamos, algo que nos ataba a la Vida con mayúscula, más allá de nuestro pueblo, de nuestro pobre horizonte de quince años.

   Sus clases resultaban siempre tan sorprendentes como inesperadas. No parecían tener un objetivo definido. Recorríamos los siglos sin ninguna dificultad, mezclando el vitalismo renacentista con el malestar romántico, Cervantes con Baudelaire, Machado con los trovadores...todos tenían cabida en este nuevo universo que forjaba día a día para nosotros. A menudo nos leía en voz alta fragmentos de libros que apreciaba especialmente. Todos escuchábamos con un silencio reverencial. Ángel, que conocía su talento histriónico, aprovechaba entonces para lucirse. Desde mi pupitre, lo contemplaba más atenta a su rostro que a lo que leía.  Su figura crecía en mi mente hasta alcanzar la forma de uno de esos héroes de película que encarnan todas las perfecciones: tiernos pero valientes, cultos pero no pedantes, guapos pero también graciosos. Su imagen deslumbró mi inocencia hasta el punto de creerlo más allá del bien y del mal, más allá de lo humano. Incluso hoy, al evocarlo, no puedo evitar una admiración profunda. No importa todo lo que después supe, no importa que, a veces, su pasión prohibida lo degradara a mis ojos. Su figura erguida en mitad de la clase, con un libro entre las manos, sigue provocándome la ilusión del ser, quizá irreal, del que sin duda me enamoré. Y, sin embargo, ¡qué lejano e inaccesible desde mi rincón! Distante en su papel de sumo sacerdote del arte, no parecía reparar en mí, en realidad, no parecía reparar en nadie.

   Un día llegó a clase empeñado en el diálogo. Nos provocaba, nos urgía para que opináramos,  para que estableciéramos nuestros propios moldes, nuestro propio criterio artístico. Preguntaba si habíamos leído este o aquel libro, si habíamos visto cierta película. Enmudecidos repentinamente, lo mirábamos culpables y ansiosos a un tiempo.  Nunca me he sentido más profundamente dolida de mi propia ignorancia. ¡Cómo hubiera querido levantar la mano y decir que yo había leído ese libro o visto aquella película! No por vanidad, sino por salir del oscuro anonimato, para mostrarle que existía y que, además, era digna de él, digna de su interés. Alguien trató de explicarle las escasas posibilidades culturales que ofrecía nuestro pueblo, la parálisis cultural que nos envolvía. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de las tertulias. 

   Empezamos a reunirnos a una hora fija para conversar, o mejor, para escucharle, sobre todo al principio. Aquello era como una prolongación de sus charlas en el instituto. Proponía un libro, una película, y nosotros tratábamos de conseguirlos para poder hablar de ellos. Eso nos reportaba verdadero placer y nadie acudía a esas reuniones  obligado o con desgana.

   Yo, por supuesto, no me perdía ni una, pero seguía sin atreverme a hablar. El efecto hipnótico que me producía anquilosaba mi lengua y mi mente. Creo que por eso empecé a escribir. Al principio fue sólo un diario donde contaba todo lo que no me atrevía  a decirle. Después vinieron los versos, poemas de amor torturado, quejas solitarias y secretas. En mi fuero interno soñaba con escribir un gran poema, la obra maestra de la poesía que me reportaría la fama, que me haría atraer su atención. Me veía, incluso, comentándolo en nuestras tertulias bajo su mirada aprobadora y emocionada. Lo ridículo de mi ocurrencia no evitaba que deseara aquello con más fuerza cada día. Pero, cuando al despertar de mis sueños, volvía a contemplar mi propia insignificancia, me desesperaba.

   La primera vez que entré en la casa de Ángel, el corazón me latía con fuerza. Era como conocer su intimidad, lo que me producía un sentimiento encontrado de ansiedad y de miedo. Allí empecé también a descubrir el aspecto más desvalido de su personalidad, que, lejos de molestar la imagen ideal que me había forjado, le daba nuevos matices que la enriquecían y hacían más atractiva. Nos había invitado a un pequeño  grupo, después de una de nuestras tertulias, porque alguien había insistido en saber dónde vivía. Llevábamos un rato en el salón de la casa, sentados en círculo, charlando animadamente, cuando noté que su mirada reparaba en mí. Un escalofrío me recorrió al oírle decir que quería escuchar mi opinión, que nunca hablaba en nuestras reuniones, que había que vencer la timidez...Ya no recuerdo lo que dije, supongo que enrojecí de los pies a la cabeza. Durante tiempo me repetí una y otra vez sus palabras en mi mente. Era la primera vez que se dirigía a mí directamente, sus palabras sólo tenían que vez conmigo. Las analicé hasta deformarlas intentando descubrir en cada matiz, en cada inflexión de la voz, un signo de que, quizá, se había fijado en mí. A fuerza de repetirme la escena, se convirtió en algo trascendente hasta el punto de acabar por creerme yo misma que aquellas frases tenían un significado oculto.

   Y de repente, sucedió. No puedo decir cómo llegaron a entablar su relación, porque yo, ocupada como estaba en mi amor platónico, permanecía ajena a cualquier chismorreo. Tampoco noté cambios importantes ni en Marta ni en él. Pero un buen día  estaban allí, caminando juntos, con esa indiferencia por el mundo con que se pasean los enamorados. Mi mirada los acechaba, incrédula, dolorosamente consciente de lo que mi mente se negaba a creer. Reían, se miraban, parecían felices, como si bajar por la calle Mayor de este pueblo fuera lo más divertido y excitante que se pudiera hacer. Lo único que de hecho parecía interesarles. Una niebla espesa se instaló en mi cerebro, noté golpear con fuerza el pulso en mis sienes y por un momento tuve que  agarrarme a la barandilla del balcón para no caer desmayada. Cuando los hube perdido de vista, el nudo que atenazaba mi garganta se desató. Era algo que venía de muy adentro, una fuerza que de golpe estalló en un llanto convulsivo que me dejó paralizada mientras las lágrimas y los sollozos brotaban en tropel.

   ¡Cómo expresar el vuelco profundo que se produce en las entrañas cuando la percepción brutal de la realidad desmorona el castillo de sueños que se ha ido forjando en su interior! Que mi enamoramiento secreto e íntimo sólo me concerniera a mí, no significaba que no albergara esperanzas, por irracionales que resultaran. Quería cambiar el mundo sin mover un dedo, podía resultar una idea absurda, sí, pero eso no hacía menos dolorosa la realidad.

   Pasada la primera conmoción, comencé a sentir repugnancia por una relación que me parecía antinatural. Marta, mi compañera de clase, se me aparecía grosera y soez, un ser indigno de la finura y elegancia espiritual de Ángel. Aun hoy, cuando evoco la imagen de ambos paseando felices, no consigo entender qué es lo que les unía. Dicen que el espectador ajeno nunca consigue comprender el amor que nace entre dos seres. Yo, que me consideraba juez y parte de éste, no sólo no lo entendía, sino que me indignaba. Me sentía traicionada, aunque no sabía muy bien por quién de los dos.

   Y así se fue instalando en mí esa violencia sorda con que el débil defiende su impotencia, ese vago deseo de venganza que tiñe de odio la mirada del despechado. La ansiedad y el miedo tanto tiempo guardados se volvieron crueldad empeñada en atacar a quieres nunca creyeron ofenderme. Comencé a espiarlos, a leer en sus ojos, en sus gestos, lo que seguramente estaba sólo en mi imaginación. Marta me pareció distante, alejada y altiva, como una reina triunfante y desdeñosa. Ángel, en cambio, se me antojaba triste, ensimismado, más lejano que nunca. Aunque ya no volví a verlos pasear por la calle, aquella imagen permitió que mi mente inventara otras más hirientes, que me dejaban el regusto agridulce de imaginarlos carnales y enfangados en lo que yo consideraba una baja pasión.

   Todavía no sé de dónde salió aquella idea. Fue como si hubiera surgido de otra que no era yo, de un ser despreciable e hipócrita que censuraba lo que no había podido conseguir para sí. Lo cierto es que una lluvia amarga de anónimos empezó a caer sobre los amantes. Amenazas, chantajes, el veneno que sueltan los cobardes, palabras aprendidas de una moral hipócrita que, día a día, iban  mellando el ánimo de Ángel. Nuestro libertador, el hombre que había cortado las amarras que nos ataban al suelo de este pueblo anodino, se iba empequeñeciendo, iba perdiendo, poco a poco, altura, cada vez más vacilante, más débil.
   Se suspendieron las tertulias, apenas se le veía en otro sitio que no fuera el instituto. Nunca pareció tan frágil. Marta tampoco hablaba, saludos vagos cuando nos veíamos, pero sin la alegría de antes. La tormenta que yo había provocado parecía enquistada en cada uno de nosotros tres, aunque seguía ignorada por todos los demás.

   El día en que ninguno de los dos acudió a clase, nadie sospechó lo que ocurría hasta mucho más tarde. Sólo yo, superada por la situación, comprendí  que  los hilos que  había ido urdiendo con tanto odio habían cobrado vida propia como movidos por un extraño. No sabía qué hacer. Fue como si me cayera encima una losa enorme justo en el momento de despertar. Me sentí aplastada por los remordimientos que me persiguen desde entonces como sombras de dedos largos y fríos. Algunos hablaron de una fuga,  otros temieron un accidente, pero lo cierto es que nunca más se supo de ellos.
   Muchas veces he pensado que el tiempo es como una melodía incontenible de la que sólo podemos recordar el ritmo, porque nada puede salvarnos del lento proceso del olvido. Sin embargo, hay imágenes que se quedan aprisionadas, como si se negaran a diluirse en las tinieblas de la memoria; imágenes que subsisten colgadas del presente y que se instalan para siempre en  nosotros. Sólo así conseguimos que el pasado irreparable perdure en el fondo de la vida como las heces de un vino que ya nunca nos deja, explicando con su presencia lo que somos o lo que queremos.
   Cuando contemplo este cielo negro que se llena de estrellas, tengo la sensación de que mi mirada lo traspasa, con ojos penetrantes como los de él y mirada risueña como la de ella. Y me basta un gesto, un leve movimiento de mano, para delatar una vieja presencia que me habita. La sensación de sentirme poseída por sus almas errantes.  Por eso hoy, como cada noche, como cada día desde hace quince años, con el invierno pisando los talones y el pueblo silencioso, tendré la imperiosa necesidad de baja la calle Mayor, con la  indiferencia fingida con la  que escondo los remordimientos.

Elisa Montes

Relatos FM

Hambre y limpieza



Desde la primera vez que se acostaron, Luis supo que estaba mal. Supo que ese tipo de hambre era malsano. "¿Pero por qué está mal?", le preguntaba Belena todavía envuelta entre las sábanas. "Pues porque está mal", respondía él cabizbajo, sentado en el borde de la cama, poniéndose los calcetines, ansioso porque Belena se fuera de su departamento para así poder empezar la limpieza.
   Belena siempre se demoraba eternidades en irse; siempre merodeando a Luis como una gata que quiere ser acariciada, que quiere sentirse protegida. A veces Luis se compadecía de ella y la abrazaba. A veces el hambre contraatacaba e incluso volvían a tener sexo. Otras veces se hartaba de ella y la corría del departamento casi a empujones. "Esta fue la última vez. La última", pensaba Luis, apretando los puños, dirigiéndose hacia el mueble en el que guardaba los productos para la limpieza. Entonces se ponía a fregar pisos, a recoger las botellas de la noche anterior, a lavar las sábanas, a desaparecer los vestigios de su horrible gula. Limpiaba el departamento con tal desesperación que terminaba bañado en sudor. "Fue la última vez", se decía de nuevo, endureciendo la mandíbula.
   Pasaban días, semanas, y Luis se esforzaba por no pensar en Belena. Se sumergía en el trabajo atrasado (una pila inmensa de textos sobre arquitectura que debía traducir del español al inglés) y en las novelas aún no leídas. Se libraba de la imagen de Belena durante un par de horas, hasta que su olor (a esencias raras que ella misma hacía) le asaltaba las fosas nasales, impregnándoselas aunque empapara los pisos con Pinol.
Hambre, maldita hambre.
En momentos así, Luis prefería salir a dar una vuelta a la Alameda Central o a ver un combate mediocre en la Arena Coliseo.
   Pasaban días y semanas, hasta que una noche sonaba su celular. "¿Puedo ir a verte? Ando por tu rumbo", decía la voz borracha de Belena al otro lado del teléfono. "No, no puedes venir a verme ni hoy ni nunca. No podemos seguir haciendo esto. Ya son demasiados años. Acuérdate, tú tenías dieciséis y yo dieciocho. Entiéndelo: lo que hacemos no está bien. Jamás lo ha estado", es lo que Luis quería responderle. Sin embargo el hambre siempre triunfaba y Luis, irremediablemente, terminaba diciéndole: "Sí, ven."
   A los cinco minutos tocaban a la puerta. Luis abría. Belena estaba en el umbral cargando una botella de ron o de anís (muy posiblemente robada), sonriendo, con el rímel corrido y los ojos irritados. Luis le cedía el paso. Al entrar impregnaba el ambiente con sus esencias de sándalo, canela, melisa o jazmín. El aroma de Belena le alborotaba el apetito y entonces venían los abrazos y los besos y el sexo salvaje, tierno, una mezcla de ambos adjetivos. Al día siguiente la culpa, el mismo diálogo de siempre, la urgencia de Luis por limpiar el departamento, los merodeos felinos de Belena. La eterna promesa: "Esta fue la última vez."
   Nunca era la última vez. El hambre no lo permitía.
   "¿Y si me viniera a vivir contigo?", preguntó Belena cierta mañana en que estaba llena de optimismo. "Si te vinieras a vivir conmigo yo me iría", contestó Luis de forma tajante. "¿Por qué, Luis, porque de repente te soy odiosa?" "No, no me eres odiosa. Pero si viviéramos juntos podrían pasar muchas cosas. ¿Y qué si de repente se nos termina la suerte y quedas embarazada? Dime, ¿qué haríamos? ¿Tener un hijo idiota? Además, si vivieras conmigo, tarde o temprano empezarían a sospechar. ¿Cuánto tiempo crees que pasaría para que surgieran los primeros chismes?"
   Belena se quedó callada, conciente de que los motivos de Luis eran sólidos y realistas.
   "Bueno, ya me voy."
"Nos vemos el domingo. Acuérdate que es la primera comunión de Lalo y tenemos que ir a fuerza", dijo Luis.
"Como si nos importara que le saquen el diablo a ese pinche chamaco latoso", fue la respuesta apática de Belena.
   Luis (raro en él) decidió acompañarla hasta el metro Allende. Se despidieron dándose un beso en la boca. Los labios de Belena le supieron deliciosos.
   Minutos después, mientras Luis limpiaba la recámara del departamento, sonó su celular. Era su padre.
   "¿Estás ocupado, hijo? ¿No? Mira, sólo te llamo para recordarte que el domingo es la primera comunión de tu primo Lalo. ¿Sabes llegar a la iglesia, verdad? Sí, es la misma en donde bautizaron a tu prima Sonia. Por cierto, ¿has visto a tu hermana? Tú mamá y yo le hemos estado marcando desde la semana pasada y no nos contesta. Seguramente ha de andar con los mugrosos con los que se junta. Que dizque hacen artesanías y esencias y no sé qué más pendejadas. Bola de borrachos y mariguanos. Habla con ella y convéncela para que vaya a la comunión de Lalito, a ti siempre te hace caso. Queremos que el domingo esté la familia completa."
   El padre de Luis hizo una pausa, suspiró y luego dijo:
"Ay, Luis, ¿por qué Belena es así? ¿Por qué tu hermana hace todo mal?"
   "Quizá porque se parece a mí", pensó Luis contemplando las sábanas de su cama manchadas de sudor, semen y líquidos vaginales.
   Luego, en voz alta, le dijo a su padre:
   "No sé, papá, no sé por qué Belena es así."
   Al poco rato colgaron y Luis —empezando a sentir las malditas punzadas del hambre— reanudó la limpieza.

Roberto Cienfuegos

Relatos FM

Como Dios manda



La guardia había sido movida pero nada que exceda lo normal. Hasta tuvo un rato para acostarse a dormir un poco antes de irse. Ordenó todo, limpió un poco. Subió al auto y dejó la comisaría.
Manejó lento y con cuidado, disfrutaba manejar su "nave" como él la llamaba. Deambulaba un poco por la ciudad antes de ir a su casa. Le gustaba recorrer la ciudad de noche, siempre con cautela. Mirando bien a los costados, cuidando que nadie lo siga. La ciudad estaba tranquila y silenciosa.
Frenó en un semáforo. Un auto con vidrios polarizados se le puso a la par y comenzó a bajar los cristales. Casi como un reflejo fue acomodando su mano en la pistola. Listo para disparar. Vio que en el auto de al lado había dos hombres. Le hicieron un gesto, invitándolo. Había lugar para uno más. Se quedó inmóvil. Sintió  repugnancia. Asco. Al ver su gesto, el auto de al lado aceleró. Luego de uno segundos  pudo romper la inmovilidad de su cuerpo y puso el auto en marcha. Aceleró.
Manejaba, todavía estaba perturbado. Comenzó a llenarse de odio. Hundía el pie en el acelerador. Friccionaba el volante. Apretaba los dientes. "Maricones", pensó. Asquerosos, maricones. Quienes se creen que son, quien les da derecho.  No son normales, maricones. No podés sacar nada bueno... algo, algo  como dios manda. Continuó manejando, lleno de asco. No quiso dar más vueltas, se dirigió a su casa.
Llegó antes de lo habitual. Estacionó en la cochera. Entró a su casa, vio todo limpio y ordenado. Se descambió, acomodó el uniforme, le pasó un cepillo para quitarle algunas pelusas, lo dobló y lo colgó. Le daba gusto estar en su casa. Un hogar seguro. Limpio y ordenado como dios manda. Disfrutaba el silencio de su casa. Sintió que el odio y el asco se iban extinguiendo.  Subió a la habitación de su hija. La miró unos segundos, en silencio  para no despertarla. Sin hacer ruido, la besó y se marchó. Caminaba en la oscuridad, disfrutando del silencio.
Lo alarmó una pequeña luz que se filtraba por debajo de la puerta de la habitación de su hijo. Fue corriendo para ver qué pasaba. Abrió la puerta de golpe. Vio que su niño todavía estaba despierto, con la luz prendida, frente al espejo, usando un vestido de su hermana y los labios un poco pintados. El niño empieza a sacarse los finos guantes blancos. La mano le templaba, quiso desprender el aro de perla pero se le cayó al suelo. El aro rodó hasta los pies de su padre. El oficial miró el aro unos segundos. Estaba un poco nervioso, se quedó unos segundos con los ojos clavados en la pequeña perla, levantó la vista y miró a su hijo. Comenzó a asentirse un poco inseguro.

Conforti

Relatos FM

A DIEZ LEGUAS DE GRANADA



   Azim se arrastraba hasta una choza de adobe, que parecía esperarle, solitaria en mitad de un trigal. Había dejado su caballo a menos de media legua: estaba tan herido y agotado como él, así que le golpeó y confió que las tropas castellanas le siguieran el rastro a su montura en lugar de a él. La cabeza le daba vueltas y arrastraba los pies. Un profundo corte en su frente lanzaba mareas de sangre que le cegaban, y dos virotes de ballesta le sobresalían en la espalda, cerca del hombro derecho. La pérdida de sangre le hacía perder el equilibrio a cada momento, pero forzó su maltrecho cuerpo para alcanzar la pequeña construcción. Tal vez su rey Boabdil se fuese a rendir... es posible que Granada fuera a ser conquistada... pero sus soldados lucharían hasta la muerte por evitar el avance castellano.

   Aturdido por la fiebre y casi ciego por la sangre en sus ojos, empujó la puerta y entró en la estancia mal iluminada, fijó su mirada en un jergón que había en el suelo y se dejó caer en él. Observó con ojos tristes su cantimplora vacía, y con la mano izquierda palpó los virotes que se clavaban hondamente atravesando piel y músculo, haciéndole respirar con dificultad. Un espasmo de dolor le recorrió todo su cuerpo y se desmayó.

   Despertó gritando, cuando alguien volvió a hurgar en su espalda. Su mano tanteó el suelo buscando la cimitarra que había dejado caer cerca del jergón, pero le fallaron las fuerzas y no pudo sino gritar. Emitió un lamentable aullido de dolor y frustración, que bastó para hacer huir a la muchacha que examinaba sus heridas.

   Esa niña, convertida en mujer por la guerra, que no acepta infancias ni permite inocencias, huyó hacia el rincón, donde había estado observándole desde que entró gimoteante en su refugio. La oscuridad se aliaba con su tostada piel, pero no bastaba para apagar el brillo de sus ojos verdes. No era sino una mestiza más de alguno de los pueblos circundantes, que había huido de las tropas castellanas dejándolo todo atrás, en busca de una ciudad sitiada que cerraba sus puertas a todo mendigo que buscase refugio, mientras sus enemigos talaban sus bosques y bloqueaban los caminos.

Esa criatura, que esperaba en un rincón, enmudecida por el miedo, observaba fijamente las armas de Azim: la cimitarra, cubierta de sangre, estaba en el suelo junto a él; su aljaba, colgada en su cadera, estaba vacía: había usado todas las flechas en el último combate, un intento desesperado de la caballería por aliviar el asedio de la pequeña ciudad; por último, su cuchillo, que no había salido de su vaina. El resto de sus armas, las jabalinas, el escudo y el arco, habían quedado abandonadas en el campo de batalla, cuando la caballería cristiana irrumpió entre su escuadrón y la ciudad, matando a docenas y haciendo huir a la desesperada a los pocos que sobrevivieron, que se vieron obligados a atravesar las filas enemigas en busca de unos bosques que ya estaban siendo talados. La joven miraba sobre todo la cimitarra, preñada de sangre, con ojos de deseo: tal vez deseaba que la matase, y evitar así el incierto futuro, o tal vez su mirada no fuese sino un gesto reflejo de una mente destruida por la soledad.

   El soldado no podía levantarse apenas, así que pidió agua a esa extraña doncella que, vestida con harapos y con el pelo suelto, era su única compañía. La joven se negó, permaneciendo oculta en su esquina, temblando como una hoja. Pero Azim no tenía fuerzas para discutir y volvió a caer en una inconsciencia a resultas del dolor de sus heridas.

   Cuando despertó de nuevo, le dio la sensación de que había menos luz. Debía haberse dormido por unas horas, o tal vez llevase durmiendo días enteros, ya poco le importaba. Notó una sensación fresca en la espalda, que le aliviaba el ardor de sus heridas. Se giró y pudo ver a la silenciosa muchacha, que estaba a su lado con dos recipientes de agua y un paño, con el que lavaba como podía su maltrecho hombro derecho. Le enderezó torpemente y le dio de beber. Él quiso beber más rápido, pero ella apartó sus torpes manos y le dio pequeños sorbos, que tuvo que aceptar como si volviese a ser un niño. No hizo falta que ella le dijese nada, por la forma en que le miraba, Azim se dio cuenta de que iba a morir: las heridas eran demasiado profundas y no había nadie que pudiese ayudarles. Le costaba respirar cada vez más, y notaba ahogo cada vez que intentaba hablar, así que permanecieron en silencio, su cuerpo postrado apoyada en la delgada muchacha: él esforzándose por respirar y ella limpiando el corte de su frente.

   Azim miraba extrañado a esa muchacha que le sostenía como la madre a la que nunca había conocido, y deseó tener fuerzas para abrazarla, o ser un niño y poder dormirse en su regazo. Se perdía tantas cosas, ahora que se moría; hubiera deseado que esa muchacha le mirase con deseo, y no con pena; le hubiese gustado oírla cantar, pero no hablaba: tal vez fuese muda, o no pudiese articular palabra al ver ese maltrecho cuerpo, que boqueaba del dolor que seguía extendiéndose al pecho. En los ojos verdes vio compasión y tristeza a partes iguales, mientras la hermosa joven seguía limpiando con el paño su frente una y otra vez.

   El tiempo pareció detenerse hasta que, súbitamente, oyó las señales de sus perseguidores. No escuchó caballos, sino el estruendo de cientos de aves al huir de algo que no podían ser sino hombres a caballo. Estaba tan acostumbrado a esos signos como explorador que podía calcular incluso la distancia a la que estaban. No tardarían mucho en ver la casa y acercarse a ella, y entonces descubrirían su rastro. Había asumido la muerte, pero temía lo que podrían hacerle a esa pobre mujer, que empezó a llorar al notar su nerviosismo.

   Le pidió que le ayudase a levantarse y a asomarse a la ventana. Desde allí se veían a lo lejos las aves que levantaban el vuelo y ,a veces, podía vislumbrar alguna lanza que aparecía de cuando en cuando detrás de una elevación.

   No había tiempo para huir.

   Estuvo a punto de pedir a la muchacha que le dijese su nombre, pero prefería que siguiese callada, así sería más fácil tratar de hacer lo que pretendía. Siguiendo sus instrucciones, ella le ató la cimitarra fuertemente a su mano derecha, ya que no tenía apenas fuerzas para sujetarla. Le dijo que se quedase con su puñal y se escondiese lo mejor posible, pero que no mostrase resistencia si entraban en la casa.

   La joven seguía llorando, y él le sonrió y acarició su bronceada piel, dejando involuntariamente una mancha de sangre. Tal vez ella pensaba que iba a enfrentarse a ellos, pero él se conformaba con distraer su atención de la cabaña.

   Volvió a mirar por la ventana y esta vez vio cómo se acercaban. Eran una veintena de jinetes. De lejos no podía saberse si eran cristianos o musulmanes, pero no se hacía ilusiones: sus ejércitos estaban destruidos, y sólo unos cuantos locos habían abandonado la seguridad de las murallas para enfrentarse a los castellanos. Lo que veía, desplegándose en el horizonte, no era sino su muerte. En ese momento, sus veinte años le parecieron muy pocos, incluso para un soldado.

   Antes de salir, se metió un dedo en la boca y se quitó el anillo que tenía el sello de su familia. Lo tiró en el interior de la cabaña. A él ya no le servía para nada, y tal vez ella podría sacar algún provecho de un anillo de oro.

   Se sintió tentado a mirar atrás, a acurrucarse junto a esa desconocida de la no conocía ni su nombre ni el sonido de su voz, a dormir y levantarse otra vez en una Granada en paz y sólo suya, escoger otra vida y olvidar la guerra. Pero en lugar de eso salió tambaleándose de la casa.

   El pecho se le hacía pesado, y se fatigaba sólo con tenerse en pie, pero se forzó a correr fingiendo huir de los jinetes, apartando los trigales con torpes golpes de su cimitarra, moviendo pesadamente su brazo inerte de un lado a otro. Corrió hacia el este, pues allí estaban Granada y la Meca. Siguió andando a trompicones, con el Sol del atardecer a sus espaldas y la Luna saludándole de frente, mientras el aire abandonaba su pulmón perforado y la sangre volvía a manarle de la frente. Ignoró los gritos de los jinetes y siguió agitando la cimitarra, dando voces como un lunático, clamando a la ciudad que jamás volvería a ver; gritando a sus enemigos, con los que tenía más en común que con su rey, que se refugiaba como un cobarde en Granada; aullando por esa mujer a la que pretendía salvar con su dolor y su patética carrera.

   Un fuerte golpe le hizo caer de espaldas, y los virotes se le asomaron por el peto de cuero que cubría su pecho. Ya no podía apenas respirar, y las lágrimas se mezclaron con la sangre, que había dejado de brotar de su frente. Estaba tumbado con los brazos extendidos en medio del trigal, con las espigas moviéndose bajo el viento de junio, observando cómo el cielo se iba oscureciendo y, en mitad del mismo, una solitaria estrella brillaba para él.

Con su último aliento entonó una oración, mientras notaba cómo se apagaba, pensando únicamente en el cielo que Alá reserva para los hombres valientes.

Roslac

Relatos FM

Pendiente



Probablemente nunca olvide aquella primera vez que la vi. Abrazaba a un muchacho de su edad, uno alto, del tipo que le gustaban. Me mirò mientras lo besaba y no me molestò que con esa mirada dijera: "vos que estàs viendo baboso". Esto ocurrió cuando ambos ìbamos a la secundaria, época en que me costaba mucho conseguir una mujer. En la adolescencia, cuando son difíciles hasta las chicas fáciles
Me enamorè de ese cuerpo y de su temperamento. Indiana prometìa un cambio en la vida de cualquier hombre, aunque a su edad no se podía saber exactamente lo que prometìa. Con ella se podía pensar en transgredir todas las convenciones. Tambièn al estar cerca se percibìa su aspereza, algo asì como mascar papel de lija.
La perdí de vista durante un tiempo y me la encontrè por sorpresa en una librerìa de la calle San Martìn. Me saludò efusivamente, pura sonrisa y ademanes, con esa feminidad tan propia de ella. Y allì estaban esos ojos color verde agua en los que podía perderme como en efecto lo hice. De la librerìa fuimos a la casa que yo alquilaba y, como si fuera lo más natural del mundo pues ninguno se le había insinuado al otro, hicimos el amor. Comenzamos asì a vivir en pareja.
Es un lugar común decir que la convivencia desgasta a la pareja pero este dicho no incluye las drogas. No me di cuenta de su adicciòn enseguida. Precisaba meterse algo en el cuerpo para estar bien ya, sin preocuparse por la puerta oscura que abrìa. LLegò a pasarse horas con la mirada vacìa inmersa en quien sabe que océanos interiores.
Yo no estaba preparado para algo asì. Trataba de retenerla en casa pero se escapaba. Frecuentaba tugurios donde su pareja ocasional le pagaba lo que deseaba a cambio de sus favores. Esto maldijo nuestra relación. Iba a rescatarla de los sitios de mala muerte donde se metìa y en una ocasión intentè quitársela a un tipo con el que no se podía razonar. Me mandò al hospital. Comencè a desentenderme. Me superaba esa corriente tan fuerte. En una oportunidad no volvió y no la busquè. Con el tiempo supe que andaba con un pesado que se dedicaba a distribuir "merca". La borrè hasta donde pude de mi mente. Del Frade, un policía amigo, me contò que ella se dedicaba a venderle droga a los chicos.
El tiempo pasò intentado fingir el olvido. Uno de esos buenos, o malos, días volvì a verla. Ambos instalados en una columna de gente que, como un tren, nos llevaba por una vereda angosta. Era arrastrada en sentido contrario al mìo y pasò cerca sin reconocerme, con la mirada vuelta hacia dentro.
La intranquilidad resucitò y admitì que no podía vivir sin ella. Por Del Frade sabìa donde atendìa a sus clientes asì que fui a buscarla. No fue fácil pues se resistió bastante. Tuve que arrastrarla hasta casa. La obliguè a un tratamiento de desintoxicación, un verdadero infierno el de esos días. Mi amigo me dijo que el pesado se mantenía quieto, me quedè tranquilo por ese lado. Para el tratamiento psicológico recurrì a alguien que me recomendó, un tipo alto y eficiente de pelo muy negro. La llevé a varias sesiones hasta que comenzó a ir sola.
Todo se tranquilizò y volvimos a unir nuestros cuerpos con un deseo que parecía largamente postergado. Como cuando comenzamos a vivir juntos, un autèntico rejuvenecer. Renovè con ganas mis planes archivados. Los viajes que no llegamos a efectuar. Aunque participaba de mis proyectos Indi no era una entusiasta de viajar. La sorprendì alguna vez contemplándome de un modo indefinido. Yo tambièn la miraba cuando no me veìa. Sin embargo no detectaba síntomas de una recaìda.
En una de mis caminatas vespertinas vi de lejos a una mujer que se le parecía. Al acercarme comprobè que era ella. Resultaba distinta, tan bien arreglada, tan vital. Con sus dedos dentro del pelo negro del analista.

PRIETO

Relatos FM

JULIA SE HA IDO



     Aquella tarde, Jesús no acertaba a mirar a ningún sitio.  Sentado en aquel banco, bajo

una leve y fria llovizna de la que sólo en parte lo perdonaba el abrigo de un olmo, movía su

mirada de un lado a otro sin percatarse de nada.  En su mano, una escueta nota arrugada; en

su cabeza, sólo una pregunta ¿por qué te has ido?.


     De vuelta a casa, procuró ahogar esa brasa incandescente que se había instalado en el

centro de su pecho. Pero tres segovianos sin hielo no hicieron sino extender esa quemazón

a sus ojos, incapaces de mirar más allá de la impotencia y la incertidumbre después de la

incapacidad de aceptar una ruptura que hasta la lectura de aquella nota no figuraba en

ningún pronóstico, ni lejano, de su vida.  Su cuerpo se negaba a abandonar el incendio en

forma de desoladora desazón y desgarradas preguntas a las que su raciocinio no daba

respuestas.


     Después de algunos estériles intentos añadidos de apagar el demoledor fuego con

demoledoras dosis de cuarenta grados, llevó su horrísono silencio a casa, y allí se hizo mas

estridente aquella sinrazón.


     La foto que ahora mantenía en su regazo adivinaba una pareja feliz y sonriente, y en los

ojos de Jesús se humedecía toda la ausencia de aliento de aquella estancia. Recordó el viaje

donde hicieron aquella foto. Dias felices. No. No podía perderla así. Era el sentido de su

vida.

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     Se dirigió al dormitorio. Tropezó en la mesa baja del comedor, como recordatorio de su

intento etílico, por lo que paró antes en el mueble bar, en busca del sedante patrio.


     Apoyado necesariamente en el marco de la puerta, miraba la cama vacía. Mas fotos. Mas

recuerdos. Mas dolor.


     Ahora tuvo que hacer un importante esfuerzo para regresar al sofá, botella en mano. 

Hurgó en su bolsillo en busca del móvil, pero ya su etílica certeza de que no sería capaz de

marcar el número lo postró hacia atrás. Observó entre brumas el orden y la limpieza de

aquella estancia, e insinuó una triste sonrisa antes de que aquellos ojos huyeran de la

realidad y comenzaran a sentir el alivio de la inconsciencia.



.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-



     Jesús, te diluyes en la bruma huyendo  del dolor, y tu falaz conciencia no ve mas allá del

abandono.


     No ves sombras de otros recuerdos sombríos. No has visto lágrimas pasadas en aquella

cama vacía. No has visto el vacío doloroso y poco a poco el vacío bendito de aquella casa.


     No ves el cristal de la mesa roto, no ves la huella de tu puño hundido en la puerta.


     ¿Por qué te has ido, Julia?, ¿Y tu te lo preguntas?.

Juan Bluestone

Relatos FM

CULTURA PRESA



Estaba nervioso, en verdad podía ir a la cárcel por lo que estaba a punto de hacer, pero estaba decidido y tan solo la policía podría detenerme para que no realizara el cometido que me había llevado allí esa fría noche. Me encontraba solo en la calle, llevaba tiempo estudiando como entrar en el edificio, y ciertamente hoy me había sonreído la suerte, ya que era un día festivo y la gente se encontraba en la fiesta que el ayuntamiento celebraba en el centro de la ciudad, donde también se encontrarían las fuerzas de seguridad, tan solo tendría que preocuparme de los guardianes de aquel lugar.
Me dirigí a la parte trasera siempre comprobando que nadie me estaba observando, mientras me subía a un contenedor de basura un gato negro casi me da un susto de muerte cuando salió de la nada y salto tan cerca mía que casi lo podía rozar, aunque no era supersticioso esta noche todo me podría hacer dudar de mi mismo. Cuando me repuse del sobresalto saque de mi mochila una ventosa y un laser para hacer una abertura en el cristal de la ventana que tenía más cerca de mí, logré introducir mi mano y girar el tirador para abrirla silenciosamente.
Una vez dentro quedaba lo más difícil esquivar a los guardias que hacían rondas cada cierto tiempo, así como intentar que las cámaras de seguridad no me captasen, aunque llevaba un pasamontañas que me puse por precaución para que si me avistaban o lograban captar mi imagen no pudieran seguirme el rastro, sabía que si se percataban de mi presencia no lograría mi cometido. Me dirigí a las escalera de emergencia donde tuve que subir hasta el tercer piso, en estas sólo me encontré un par de cámaras de seguridad que logré pasar sin dificultad, cuando estas giraban aprovechaba ese momento para pasar sin ser visto.
Cuando llegué al tercer piso abrí la puerta con cautela y me encontré una sala que a su vez contenía muchas habitaciones, ¿cuál sería la correcta? Según recordaba del mapa que había conseguido de este edificio debía ser la puerta segunda a la derecha de esa misma sala, aunque me surgió la duda de que hubiesen cambiado la ubicación de lo que buscaba, aunque tenía la esperanza de que no fuese así.
Me dirigí a la puerta que por supuesto necesitaba una tarjeta identificativa sin la cual no se podía acceder, como yo no poseía una saqué de mi mochila lo necesario para provocar un cortocircuito en la puerta. La puerta se abrió y yo pasé al interior de esta habitación, mis ojos se abrieron notoriamente y la expresión de mi cara cambió de cautela a felicidad, si, esta era el sitio que estaba buscando, sé que no todo el mundo sabría apreciar la belleza de los tesoros que aquí se encontraban, aunque para mí era lo mejor que había visto en mi vida.
Aquí se encontraban joyas que no podrías encontrar en otro lugar, joyas literarias que la censura del nuevo gobierno había destruido en su mayoría y los libros que quedaron de la hoguera cultural que llevaron a cabo, que fueron pocos los confinaron en sitios como este, donde eran presos que nunca volverían a ver la luz, ni a ser leídos por nadie. La dictadura había destruido todo atisbo de revolución, así como todo lo que la pudiese incitarla, dejándonos sin libertad de expresión, sin cultura, la censura era notable en cualquier parte del país y en todos ámbito, tan solo estaba permitida la sumisión al régimen y todo lo que fuese acorde a este.
Por eso el simple hecho de estar en esta sala podría costarme la cárcel o la muerte si este crimen fuese considerado una traición al régimen y a sus principios. Este pensamiento me hizo volver a la realidad y apresurarme en coger lo que pudiera y escapar de aquí antes de que alguien advirtiera mi presencia, tan solo podría llevarme algunos de todos los que veía, no sabía cual elegir, pero puse en mi mochila los que pude y me dispuse a salir de esa sala, ¿alguna vez volvería a ver estos libros? ¿Destruirían los que había dejado atrás cuando se dieran cuenta que faltaban algunos ejemplares? En verdad esperaba que al menos no se deshicieran de los demás, prefería que se convirtiesen en polvo por el paso del tiempo a que fueran quemados como los anteriores.
Salí por la puerta de la sala y cerré la puerta quitando los utensilios que use para abrirla, me dirigí a la escalera de emergencia, pero antes de llegar a la puerta vi que uno de los guardias de seguridad sostenía un revolver apuntando hacia mí. Seguramente el cortocircuito saltaría en su sistema advirtiendo que algo no iba bien
— ¡Alto! ¡No puedes estar aquí!—me gritó.
No sabía qué hacer, ¿se había acabado todo? Me quede inmóvil unos segundos pensando que podía hacer y lo único que se me ocurrió fue dejar los libros en el suelo y de este modo tal vez me dejaría huir sin tener que detenerme, de cualquier manera ya no los podría sacar de este lugar, lo cual me invadió de profunda tristeza.
Dirigí mi mano a la mochila para sacar los libros, pero antes de que pudiera explicarle que sólo quería dejarle lo sustraído en el suelo y que me dejara marchar vi el miedo en sus ojos. ¡NO! Sentí como la bala atravesó mi pecho tirándome al suelo, el pensó que quería sacar una pistola para intentar matarle, en verdad el gesto que hice no fue muy inteligente lo reconozco. El hombre que me disparó rebuscó entre mis cosas y saco los libros sin encontrar ningún arma que pudiera usar contra él.
—   Pero, si... no estás armado. —dijo desconcertado
—   No quería hacer daño a nadie, solo quería llevármelos — le dije casi sin aliento y mirando a los libros.
Entonces se acercó a mí y me quitó el pasamontañas que llevaba y quedo perplejo por lo que vio.
—   Pero, si eres solo un crio. ¡Llamaré a una ambulancia!
En verdad no era tan niño pensé, al menos ya era mayor de edad, notaba como las fuerzas abandonaban mi cuerpo, me costaba respirar, sabía que la ambulancia no llegaría a tiempo la bala había impactado muy cerca del corazón, y aunque llegaran en ese mismo momento no podrían hacer nada por mí.
Mi último pensamiento fue que me iba a ir de este mundo sin que nada cambiase y sin despedirme de la gente que quería por lo que creía justo, lo cual me apenaba, aunque en parte mereció la pena. Antes de que las fuerzas abandonaran mi cuerpo mi mano tomó uno de los libros del suelo que el guardia había dejado justo a mi lado y lo escondí dentro de mi jersey con la esperanza de poder sacarlo de allí.

AMAPOLA

Relatos FM

LA NECEDAD DE LAS SOMBRAS



Hoy es mi primer día de mi aún por estrenar futuro.  Sombras densas y negras lo cubren. Estoy sola, no recuerdo la última vez que pasaba un día entero sola, con mi consciencia y mi inconsciencia a la vez. Sentada en un viejo pero cómodo sillón, repaso mi tiempo. Una televisión encendida me acompaña, la escucho sin oírla, no la miro. La habitación que me acoge es pequeña y forma parte junto a otras ocho de una humilde pensión donde yo me encuentro. Este viejo sillón de cuero marrón ha sido sin duda testigo de más de una historia. Deteriorado por el paso del tiempo, de piel desgastada y agrietada, dejaba ver la espuma amarilla que desvelaba sus entrañas. Veterano amigo de almas solitarias, de borracheras tamizadas de amargura, de cuerpos inertes intentando olvidar o quizás recuperarse de un revés del destino. Lo complementa un viejo cojín de terciopelo burdeos, de menor edad, pero maltratado por invitados hostiles que le mostraban siempre su superioridad. Dejaban marcas ostensibles en su tela del cruel trato al que estaba siendo sometido, trato vejatorio como consecuencia de descargar sus iras individuos fracasados, neuróticos por recomponer sus rompecabezas. La televisión encendida de catorce pulgadas, sin mando a distancia, pero en color, me presenta personajes ajenos a mí, se pasean con un ritmo frenético ante mis ojos,  no los distingo, pero sé que están ahí. Una antena desequilibrada impide que cumpla con esmero su oficio. A cuarenta y cinco grados a mi izquierda se encuentra mi cama, porque hoy es mi cama,  prostituta barata que sería la mejor narradora de infinidad de historias acaecidas entre sus sábanas y en su memoria. Personas dispares confiaron en ella para contarle sus más íntimos secretos, fue acariciada por algunos y maltratada en su uso por otros, es testigo involuntario de vidas inverosímiles. Sólo un cabecero de hierro forjado, un somier no de láminas sino de muelles entrelazados y un viejo colchón la conforman. Éste, debido a la mayor actividad producida en su lado derecho,  presenta desafiante su minusvalía, un hundimiento excesivo. Mirándolo de frente se aprecia con mayor claridad su tara. Vidas humildes depositaron en este catre su confianza, disfrutó y sufrió el tacto de sus manos, cuerpos que se amaron entre sus sábanas, individuos solitarios que malgastaron sus horas cobijados entre sus brazos. Sueños que se convirtieron en pesadillas, lágrimas que traspasaron su piel amarillenta mojando su alma. Escoltada está por dos pequeñas mesitas, compuestas éstas por una balda y un cajón. Erosionadas ambas por el tacto áspero de transeúntes imprudentes. Sobre cada una de ellas una lamparita destartalada, con la tulipa en tonos ocres, desequilibrada sobre su apoyo, un pie de hierro que se doblega en dos brazos. Una bombilla fundida y la otra funcionando consiguen una luminosidad tenue, no casual sino como consecuencia de ahorrar electricidad el casero. Las paredes presentan borbotones dispares a consecuencia de varias capas consecutivas de pintura. Tonos rojos dejan entrever azules, claroscuros arbitrarios a causa de la suciedad. En el techo se encuentra una lámpara tullida, sólo conserva tres de sus cuatro brazos, dos pequeñas tulipas de las cuatro que debían corresponderle, tres bombillas, le faltaba una, sólo una de ellas alumbra. Delante del viejo sillón una mesa de cuatro patas, torneadas éstas, de madera de nogal, sin tara visible y rematada en su lomo por una piedra de mármol con pinceladas beige y negras. Una silla a su lado con el respaldo de rejilla y el asiento en poli piel color burdeos. La televisión estaba apoyada en un mueble, también de nogal, con dos puertas a los lados, aunque carecía de una de ellas y tres cajones en el centro. Este era mi cuarto, alquilado, mi casa por ahora.
Aquí es el lugar elegido para meditar sobre mi futuro. Sensaciones ambiguas hacen que piense quizás en demasía mis acciones, debiera ser a veces un poco más impetuosa, pero no quiero arriesgarme a un fracaso atroz. Ya de por sí es complicada la situación en que me encuentro, tengo mi día más largo para tomar una decisión.
El miedo atenaza mis actos, es la sombra que se adueña de mi alma. No puedo volver a la que era mi casa, la última imagen de mi alcoba me está atormentando sobremanera.
Abrazaba corazas que creía indestructibles, lazos imperturbables y sentimientos que pensaba ahogarían lo superficial y el deseo, tiempo ya desvanecido.
Allí estaba él, rodeado de otros brazos, pegado a otros labios, contorsionándose como artista de circo. Sábanas mojadas por la lujuria, ojos abiertos bailando al son de una pasión desmedida. No había erotismo en sus movimientos era sexo, aquel que hacía tiempo que yo no practicaba y que ya casi lo tenía olvidado.  Hace más de un año que sus manos no me buscaban que sus labios no me encontraban. Pensaba que solamente era una mala racha, algún día todo volvería a ser como antes.
Se percataron de mi presencia, me miraron de reojo y siguieron fornicando sin concederme la más mínima explicación. Jamás me había sentido tan humillada, a él le importó bien poco que le descubriera. Huí del que era mi dormitorio, de la que era mi casa, del lugar donde en un pasado fui feliz y donde quizás, engañada, aún lo seguía siendo. En mi huida podía oír sus gritos, aumentaron el ritmo, les erotizó mi visita. Mi último recuerdo de la que era mi casa fueron unas risas salvajes que rasgaron mi alma. Soy la sombra de lo que fui. Tantos años de dicha borrados de un plumazo, tanto tiempo siendo su amante sirvienta para que ni un solo músculo se le moviera para disculparse. Me perdió el respeto y yo se lo he consentido. No tengo nada, huí con lo puesto, arrastrando una vida que era una farsa.
Ahora en esta habitación, mi sombra y yo nos debemos poner de acuerdo y decidir qué hacer con mi vida. No he parado de darle vueltas al porqué de lo sucedido, burlando posiblemente lo consciente con la más absurda inconsciencia. Incluso intento justificarle hasta que mi mente dibuja con esmero el boceto de mi odio. Ahora pasajes vividos participan activamente en mi memoria, recuerdos se buscan un hueco para hacerse los amos. No puedo flaquear, debo ser firme y en esta mi habitación fortalecer mis convicciones. No puedo desmoronarme como un castillo de naipes, debo pensar por primera vez en singular e intentar ser yo misma. Hoy es el día más largo, de mis largos días, de este mi tiempo más oscuro.

RUIZ DE LA MUELA

Relatos FM

ENTRE ENCAJES Y PUÑETAS



Sin dejar de aspirar a la dicha, no llego a zurcir mi herida alma, pues  Lilí sigue ausente,  quizás extenuada  del vacío que le abrió el apuesto banquero tras  dejarla como disecada en medio del tango, con su  rodilla hendida en la entrepierna hasta lo último, despidiéndose luego a la francesa según emitía un deportivo silbido a sus guardaespaldas. Con ello, el timo de las preferentes podía irse a dormir una vez más el sueño de los justos, y nosotros nos sentíamos seducidos, abandonados y cornúpetas,  pero  tras tocar fondo,  airearemos globos cargados de vitriolo, vaya que sí.  Eso es al menos lo que nos decíamos entonces. Pero el hipnótico dinosaurio de las finanzas siempre acaba por pinchar nuestros fantasiosos propósitos a pesar de que Lilí le tienda de vez en vez alguna que otra trampa para engatusarlo.
El escurridizo personaje pudo de nuevo ser localizado con ocasión de un baile de disfraces que tuvo lugar en el hotel Palace de Madrid, haciéndose ahora el desencontradizo cuando nos vio, pues lo último que deseaba oír era alguna reclamación más. Lillí se había emperrado en que nos colásemos, así que me aturdió con sus súplicas y finalmente pudimos hacernos con unos vestidos prácticamente nuevos que nos dieron en Cáritas, a los que añadimos algunos petachos recortados de ropas halladas en los contenedores que florecen en calles aledañas al señorial paseo del Prado, en la trasera del museo. Pues bien, el temerario custodio  del dinero ajeno irrumpió atlético y aureolado en medio del evento, oliendo a fresca colonia quizás para dar la sensación de recién duchado, pues, según se comentaba, venía de una tormentosa reunión de accionistas en la que no se permitía la entrada de los airados pequeños ahorradores. Ahora, en aquel gran salón se daban cita  magnates de la industria con sus respectivas, así como hombres y mujeres de negocios, enjoyadas extranjeras, algún inevitable y famosillo actor y gente indefinida que no hacía más que acercarse a la bandeja de canapés, invitándonos estos últimos con su sola osadía a saciar nuestro apetito, lo cual hicimos a pesar de poder ser descubiertos con nuestros ridículos disfraces.
Esta vez él no invitó  a bailar a Lilí, pues parecía dirigir la fiesta con su sola mirada, abriendo un claro de expectación tras sus gráciles ademanes y esmaltada sonrisa: fue la propia Lilí quien se atrevió a sacarle a bailar cuando pasaba cerca de nuestra mesa, primero invitándole a una copa, poco después abriéndose paso a codazos entre los disfraces tras agarrarle fuertemente de la mano.  Lilí  logró desafiar cuchicheos y futuras hablillas aprovechándose de que no la conocía nadie, sabiéndose contonear sin embargo a prudente distancia. Por si acaso, mis extraños compañeros de mesa y yo no perdíamos ripio sentados en el rincón del fondo, sólo que movidos por muy diverso interés, obviamente.
Quizás poco antes o incluso en el mismísimo momento en que regresaban ambos a nuestra mesa, alguien había descuidado un chorrito de laúdano en una de las copas de vino que les habían servido antes de salir a bailar, por cierto, unas copas de cristal con una especie de simpáticos hoyuelos que serpeaban por la enigmática superficie de escarcha transparente.  El financiero no probó el licor, prodigiosamente amparado por el azar. El caso es que esa noche las horas pasaron  desmayadamente para mí en aquella abierta sala de espera del hospital, biselada por  un pasillo de aséptica luz y con tal olor a formol que invitaba a la naúsea. Menos mal que, una vez ingresada en urgencias,  Lilí se reía hasta del lucero del alba bajo los efectos del balsámico opiáceo. Pero desgraciadamente aquella contagiosa risa duró poco en las resonancias de la bóveda del paladar y hubieron de hacerle un lavado gástrico tras guardar una interminable cola en el pasillo tumbada en la camilla. La experiencia fue agónica, según me pudo comentar luego con un hilo de voz y la tez pálida. En la otra copa no se detectaron muestras de laúdano balsámico, según nos comunicó luego la Policía Judicial, y el cimbreante financiero siguió bailando salsa en el hotel toda la santa noche, pero, en honor a la verdad, luego tuvo el detalle de preocuparse por la salud de su ocasional compañera de baile, la pobre Lilí. ¡Qué gran detalle del magnate de las finanzas!
Al día siguiente creí haberme aproximado a la identidad de aquel  maléfico duendecillo que nos agrió la fiesta: supuse   que la copa de cristal fue cambiada con mano ausente en el último segundo, pero cada vez que procurábamos contrastar nuestras opiniones como pareja, una oleada de indignación  nos cubría hasta el occipucio, pues lo cierto es que Lilí estuvo a punto de abandonar este perro mundo debido a las impensables secuelas del recargado brebaje. ¿Alguno de aquellos desconocidos  compañeros de mesa fue engañado  con los activos tóxicos y se tomó luego la justicia por su mano?, ¿podían ser los celos de alguna invitada a la fiesta el móvil del sigiloso y equivocado envenenamiento? Es posible. No obstante, había que tomar en consideración el hecho de que miles y miles de personas, especialmente ancianos, habían sido engatusados  a veces por el propio director de la sucursal, firmando  un contrato con claúsulas microscópicas, y uno de los camareros parecía pedir la jubilación a gritos, con aquel arrugado rostro, con aquel temblequeo de manos y la típica hiperemotividad que acompaña a los mayores que sólo pueden regalar cariño...hasta que un día se cansan de tanta comprensión. En efecto, no se podía descartar a nadie, había que ser riguroso. Pero... adivina adivinanza.
Semanas más tarde, el apolíneo as de la banca desapareció del mapa y de nuestras vidas sin dejar rastro. Unos decían que se había accidentado en  Chamonix  según esquiaba con un corredor de bolsa que vendía información privilegiada, otros que había salido a cazar especies protegidas con los jefazos de la Lehman Brothers...en fin, no faltó quien sostenía que el mayordomo del nuevo zar ruso se dirigía reverencialmente a él para que aprobase la minuta del Kremlim, basándose  en un viaje relámpago que efectivamente había hecho a Moscú. Un mar de tópicos embravecidos renovaba flujo en lontananza.
Una insulsa tarde estaba contemplando yo un amorcillo de porcelana en la salita de la madre de Lilí, cuando ésta penetró allí rauda y sonriente, como espoleada por una buena noticia.  Recuerdo que su hija se hallaba en pleno apogeo en ese instante, haciendo feroces incursiones en el pan con aceite de oliva virgen extra que untaba con tomate natural, aprovechándose de que allí podíamos comer a nuestro antojo cuanto nos apeteciese, pues en casa sólo merendábamos últimamente un aguado café de recuelo y pan duro para mojar.
.- Te ha llegado un aviso de correo, Lilí -anunció su madre con tales ojos   de acaloramiento y alegría que parecían huevos crepitantes-. Creo que se trata de un paquete.
.- De quién - preguntó su hija con la mirada erguida y algo mosqueada.
.-Supongo que de él, de tu protector, ya sabes - repuso la anciana con un juego de sobrentendidos del que inmediatamente sospeché que yo no iba a salir bien parado. Me quedé planchado y sin habla, contemplando ausente uno de aquellos árboles de la periferia de Madrid, batidos por el viento durante siglos y ahora casi desraizados.
Esa misma tarde Lilí voló más que corrió hacia la central de correos para recoger algo en paquetería. Cuando abrió la primorosa cajita verde envuelta en cintitas  de color cinabrio, descubrió una extraña y antigua moneda de oro que, según le comentó después su remitente por teléfono -el seductor banquero, quién si no-  era de finales del XVIII, labrada artesanalmente en Estados Unidos. Su valor numismático era incalculable, de modo que con ello podíamos quedar resarcidos de la estafa de las preferentes, que, por cierto,  eclipsaba toda una vida compartida de ahorros, nada menos que 55.000 euros.
Lilí daba saltos de alegría con la buena nueva y me invitó a cenar al restaurante más caro que pillamos a mano, vaciando el calcetín de nuestras débiles  existencias. Recuerdo que a las dos de la mañana ya estaba cerrado el último bar, pero sus  pesados maceteros de vegetación lánguida  aún sesteaban por la acera de la lonja, así que empezamos a chutarlos en vano como extasiados, presas de la euforia alcohólica y del sonado golpe de suerte.
Pocos días después nos llamó un amigo investigador de seguros a quien habíamos propuesto que echase un vistazo al contenido de aquella cajita verde,  sólo para saber algo sobre su verdadera significación. Según nos explicó, la moneda en cuestión era un doblón brasher, diseñado y encajado por mitades  tras una laboriosa talla en los bordes. Inicialmente, los norteamericanos se inspiraron en el antiguo doblón español, pero del específico doblón brasher,  al parecer, sólo quedaban ya muy pocos  ejemplares en el mundo y, concebido casi como valor refugio en épocas de inestabilidad, con una buena  publicidad de su bella rareza la cosa daba como para irnos al Caribe y comprarnos un pesquero, para así poder faenar sobre aguas limpias, en medio de peces voladores y otros de vivos colores que zigzaguean   en torno a la costa.
Sin ir más lejos, que se supiese de manera oficial,  hacía medio año se había subastado uno de esos doblones por casi ocho millones de dólares. Otros dos de ellos habían sido localizados en el barrio de Cícero, en Chicago, y el resto de antiguas monedas hallábase convenientemente distribuido en manos de exaltados numismáticos, coleccionistas asimismo de dinero virtual en continua circulación transoceánica.... Pero nuestro doblón de oro, según tardó en explicarnos nuestro amigo con  vergüenza ajena, no era más que una tomadura de pelo, un triunfal brindis que se hizo a sí mismo nuestro mago de las finanzas por haber sabido distinguir a tiempo una traslúcida copa de la otra envenenada, cuyo  maléfico poso en espiral del laúdano balsámico auguró la purga de Lilí  aquella interminable noche de urgencias donde el sudor a raudales parecía ahogar sus  punzantes escalofríos,   cortando de raíz sus iniciales carcajadas gastrointestinales.
Nuestra burda moneda de imitación, al parecer,  se fabricaba en Chicago sólo para la decoración de hogares de clase humilde con pretensiones, con una muesca en los bordes y un ínfimo agujerito en el centro para advertir que no era precisamente oro todo lo que relucía. Por consiguiente, yo tenía que meter más horas en la editorial pirata para salir adelante en mi reciente trabajo como refundidor de textos, obtenido tras producirse una vacante y sólo mediante contrato verbal.
De momento, no pudo averiguarse la autoría del fallido intento de intoxicación al as de la banca, que prefirió actuar como si hubiésemos sido nosotros, cuando la idea quizás había partido de él mismo para desentenderse de su pesada seguidora.  No obstante, Lilí meditaba cómo devolver el quimérico regalito del doblón a quien concibió esa broma luciferina, más bello que Antínoo pero  con mayor perversidad que todos los pretendientes juntos que acosaban a Penélope en ausencia de Ulises.

Rómulo Etura

Relatos FM

UNA REALIDAD QUE NOS CASTIGA



Unas manos que entrecruzaban sus dedos descansaban sobre la mesa del despacho; estaban deformadas, desfiguradas. Una piel seca, pálida, transparente, que dejaba entrever sus tesoros ocultos, pasaba desapercibida ante aquella desvirtuada anatomía.
—¿Cómo te ha ido esta semana? —preguntó el doctor.
Un pelo canoso, mal cuidado, largo, invitaba a pensar que, en su tiempo, fue objeto de miradas masculinas. El cutis de su cara era como el de sus manos, transparente; sus arrugas terminaban de confeccionar una cárcel para el sentido estético. La piel descolgada alimentaba la idea de su involución. Un contorno de ojos que escondía los pilares de la visión terminaba de etiquetar la estampa de la paciente.
—Estoy desesperada. No sé qué voy a tomar.
—¿ Cuántas veces has utilizado el rescate?
—Me lo he tomado hasta seis veces al día, pero... Estoy destrozada; no tengo ganas de nada. Cada vez que voy a  hacer algo el dolor me puede. Me tomo el rescate y me alivia, pero, al rato, otra vez empieza a atacarme. Me siento inútil. No le encuentro sentido a mi vida.
Su comentario estaba teñido de tristeza; su tono de voz, apagado.
—Algunos días, doctor, se me pasa por la cabeza tomarme todas las pastillas y terminar con esto. Así no puedo vivir.
Unos momentos de silencio sirvieron para que el médico, de nuevo, retomara las dotes de mando en la entrevista.
—¿Y tu hija? —preguntó, mirándola de reojo, invitándola a participar.
— Hace todo lo que puede y... pienso que soy un estorbo para ella. —La emoción irrumpió en llanto.
—Vamos, tranquila. —La mano de su heredera se alargó y, cariñosamente, acarició la espalda de su madre—. Desde que murió mi padre hace un mes no levanta cabeza. Siempre hay alguien con ella. Cuando controla el dolor los recuerdos se hacen presentes y no para de llorar.   Además, tengo dos hijos y... —Sus ojos también desgarraban sentimiento.
—¿Cómo duermes?
—La pastilla que me mandó hace que duerma un par de horas, después..., después es un infierno. Como me cuesta tanto moverme en la cama, intento quedarme quieta; cuando trato de tumbarme del otro lado, el dolor me mata; me hincho de llorar.
-¿Y por qué no te tomas el rescate?
-¿El rescate? Todas las noches lo dejo en la mesita de noche pero cuando quiero tomarlo  el dolor es mayor que mis intenciones.
—Doctor, ¿no hay otra cosa que pueda ayudar a mi madre?
Rebuscó en el cajón de los milagros.
—Ya hemos intentado todo tipo de infiltraciones: de rodilla, supraescapulares, epidurales..., pero la enfermedad que tiene está muy avanzada —Entonces, ¿qué puede tomar mi madre para que no le duela tanto? Está casi todo el día en un grito.
—Voy a potenciar un poco más su medicación, pero en la unidad del dolor tenemos  una máxima: «Tienes que engañar al dolor para que  no se apodere de ti».
Volvió a mirar a la paciente y le preguntó:
—¿Qué haces durante el día?
—¿Durante el día?, ¿que qué hago? Pues pensar la máxima del dolor: «El dolor se ha apoderado de mí y... me quiero morir».
Encima de la mesa de despacho, entre el teclado del ordenador y el talonario de recetas de estupefacientes, figuraba un folio escrito a mano. Decía:
Dejó dicho Platón que la mirada del amigo es el espejo en el que nos miramos a nosotros mismos, y, a veces, esa mirada del otro, amiga o no, puede hacernos ver hasta qué punto nuestra vida puede haber entrado irremediablemente en una vía dolorosa.
No debemos olvidar que, junto a esa forma sonora de sufrimiento, existe ese otro sufrimiento diario, oculto, silencioso, pero no por eso menos inmisericorde, que inevitablemente acompaña la vida de los hombres, aunque se reparte ciertamente de forma muy desigual.
El dolor se ha ido trasladando progresivamente desde la esfera de lo moral a la de la medicina; los avances científicos pueden explicar este cambio de actitud. Pero lo que no debemos obviar nunca es que detrás de ese dolor que estamos tratando, provocado por una patología determinada, existe una persona con sus recuerdos, vivencias e ilusiones y, sobre todo, un entorno familiar que está viviendo con ella el calvario de su presencia.
Escribo estas palabras porque quiero esbozar un nuevo camino para poder comprender un poco más el dolor, ese sufrimiento que, aunque parezca una cuestión secundaria, millones de personas sufren día a día, momento a momento. Me encuentro desgastado, lastrado por no poder controlar el desgarro de sus ilusiones a consecuencia del dolor. Quiero frenar el impacto tan tremendo que resulta en el día a día, tanto en el que lo sufre, como en su familia o en el mismo facultativo que intenta frenar un síntoma difícil de tratar sin conseguir, en ocasiones, su objetivo.
—Doctor, le llaman por teléfono; creo que es su madre.
—Perdone —disculpó la ruptura de la entrevista—. ¿Mamá? ¿Cómo estás?
—Estoy desesperada. Me he tomado todo lo que me dijiste y no se me quita el dolor. No sé qué hacer.

ALBADINO

Relatos FM

Los dientes del Tiranosaurio



   La fila humana había estado cocinándose todo el día al sol como una inmensa serpiente del desierto, y cada dos horas apenas recortaba un poco su sorprendente longitud a medida que los pacientes avanzaban y se internaban en cinco pequeñas casitas dispuestas una al lado de la otra. La gente que se metía allí desaparecía y ya nadie la volvía a ver. Esto desesperaba un poco a Tebas, hacía sudar sus manos, provocaba temblores en sus piernas, le daba calambres en el estómago, le resecaba la boca, y lo mareaba. Cuanto ignoraban todos sobre lo que sucedía allí adentro aumentaba la tensión general del grupo y alteraba por completo sus nervios. Muchos hablaban animadamente sin que lo desconocido los distrajera de sus propias alucinaciones, y otros temían un desmayo inminente; así el día se iba pasando y las personas se acostumbraban, aceptando sin querer su destino. 
   Tebas, aun viendo que tan sólo había cuatro personas delante de él se animó igual a preguntar al que estaba antes que él:
—   ¿Qué numero tiene usted?
El humano de rasgos ancianos y barba hasta los pies se volvió hacia sus espaldas, y lanzó a Tebas su típica mirada de rayos laser, la misma con la que en otras épocas había liquidado a temibles villanos; pero abandonó la asesina tarea al darse cuenta que era demasiado grande como para destruirlo.
—67 — respondió el barbudo, presionando el botón rojo en su frente para apagar el arma que antes servía para matar.
Tebas volvió a estremecerse de miedo hasta que se avergonzó de sí mismo por ser tan enorme y miedoso. Abrió la diminuta manito, miró el papel, el número anotado con birome en él, y al ver escrito el 68 casi si desmaya. ¡Era el siguiente!
Cuando terminó de pensar en eso un hombre con barbijo como los médicos y guarda polvo blanco como en el colegio gritó dirigiendo su mirada hasta el final de la fila:
—   ¡68!
Lo repitió como seis veces, estirando en largos vibratos las vocales, pero nadie se movía en la fila. El del número 69,  harto de esperar empujó a Tebas, y a este no le quedó más remedio que entrar en la casita. Tuvo miedo de romper el marco de la puerta por el volumen de su cuerpo pero entró con facilidad. Lo primero que le asombró fue la indiferencia del doctor (si es que era un doctor y no otra cosa) ante un gigantesco Tiranosaurio en su consultorio, porque el señor apenas lo había mirado, luego se limitó a hacerle muchas preguntas cuyas respuestas anotaba en un cuaderno de hojas rayadas y tapas duras. Lo interrogó sobre un millón de cosas personales sin preocuparse por la especie del paciente. Tebas pensó que de seguro le había provocado tal horror al doctor como para no tener que temer más nada. ¡Imagínense a un diminuto humano frente a una bestia de a fines del periodo  Cretácico!
Después de leer las palabras en el diploma que estaba colgado en una de las paredes Tebas estaba seguro de que sería atendido por un dentista, y sabía cuál era el trabajo de esos sujetos. Un tirano rey de los dinosaurios capaz de leer los símbolos humanos también sabía cuál era la labor de aquellos nobles servidores de la higiene bucal.
El doctor lo hizo recostar en un cómodo sillón y le quemó la vista con la potente luz de una lámpara antes de pedirle que abriera la boca para examinarlo. Pasó varios minutos mirando por aquí y por allá, y hasta se sirvió de un pequeño espejo redondo pegado a un palito para inspeccionar las zonas más alejadas en las fauces de Tebas. Luego anotó algunas cosas más en su cuaderno y despidió al paciente, felicitándolo por tener la dentadura más impecable del mundo.
Lo que en la fila imaginó con terror ya estaba esfumado, y no había sido nada grave, incluso lo disfrutó tanto como para desear que pronto se volviera a repetir.
Por la tarde los doctores del neuropsiquiátrico se preguntaban por qué razón el paciente recorría los jardines demostrando tanta felicidad, conversando con los demás internos de cosas triviales, verdaderas, sin toques de fantasía ni gritos de alucinación. De lejos, charlando sobre el clima y la familia, ya no parecía estar sumido en la terrible depresión que lo obligó a internarse, abandonando el otro mundo.
—   Ahí va el próximo ambulatorio de este lugar— exclamó el doctor K. mientras veía pavonearse entre los jazmines y las alegrías del hogar a un Tiranosaurio orgulloso de su dentadura.
Al menos así se sentía Tebas.

Kriz Budú

Relatos FM

EN BUSCA DE MI CAFÉ



Vuelo sola, sombría, casi sin fuerzas. Frustrada porque el tiempo no pretende darme esa felicidad que siempre busqué. De veras, me siento abrumada por todo esto. Vacía y fría, sentada sin ayuda frente el ordenador. No pretendo que el reloj congele su paso, pero...pero estoy asustada. Y aunque siempre ocurre la misma historia, cada vez me afecta más y más. Como si cada minuto, se transformase en un día a plena velocidad de la luz. Y entonces, me doy cuenta de que la vida se trata de una cuenta atrás. Sin amor, sin justicia, sin recompensas y promesas sin cumplir.
Siempre quise sacar provecho de todas las cosas que me rodean. Como de costumbre, sólo pienso en mí. Pero siento que estas páginas no tienen nada que ver. Solamente, que si no lo hago, que si me retengo todo esto que siento en mi interior, dentro de mi alma, de mi cabeza...probablemente no vuelva a sentirme cuerda, y ni mucho menos con ganas para vivir.
Y sí, soy joven. Y de hecho, sé perfectamente que el misterio de la vida consiste en ser feliz. Pero, dónde está mi felicidad. Mis ganas de vivir y soñar que soy parte de este mundo. Quizás, solo quizás, la felicidad sea algo que no existe. Algo efímero, algo leve y voladizo que deja huella al pasar. Será la felicidad el recuerdo de aquello que me inquieta, me motiva. O tal vez será aquello que me hace sentir, sea bien o sea mal. Pero que te hace estar viva y constante al exterior, sin importar el momento, el lugar o la circunstancia. Definitivamente necesito ese algo, aquí y ahora quiero descubrir mi felicidad.
Sé que es difícil, pero hasta este punto nunca nada me hizo sentir como escuché decir "la euforia".  Ese sentimiento que te hace enloquecer y disfrutar de felicidad durante un pequeño instante. Y aunque después desaparezca, y vuelvas a ser la misma persona lúgubre y marchita que ronda sin sentido en soledad, sabes que la tuviste ahí. Bien en tu cabeza, en tus brazos, en tu corazón. Tientas al mundo, y te vuelves feliz por un segundo. Casi sin aliento, pero se vuelve a ir.
Y creo que es eso, que la felicidad es solo un sentimiento que se creó para vivir. Para evadirse de los problemas, pero sobre todo para hacerte sentir bien estés como estés. Creo que podría ser un arma más que una sensación positiva. Podría ser que nos hace más conformes que nuestra propia naturaleza. Como aquellas palabras de "a pesar de todo, yo soy feliz". Es que ser feliz implica renunciar a lo que quieres, y vivir medianamente a gusto con lo que la vida ofrece. Mi problema es que yo no estoy dispuesta a ello.
Y aún así, aunque sea diferente y trate de no parecerme a los demás. Sé que soy como ellos. Como el resto de la gente, y moriré así. Pero, no es eso lo que frustra, ni tampoco ser como los demás. Es simplemente que quiero saber cómo lo hacen para poder vivir así. Me preguntó si ellos alguna vez pensaron como yo, y simplemente me llamarón de loca por no reconocer la realidad. O tal vez me encuentre yo sola en esto, y nunca haya nadie que me entienda y me preste una solución. O al menos unas palabras de consuelo.
Soy egoísta, lo sé. Pero es que deseo que la felicidad llegue en este maldito momento. No me importa en forma de amor, de pasión o de admiración. Pero de verás necesito que algo me dé impulso. Porque cuanto más pienso, mas ahogada y sola me siento. Me voy perdiendo, y no sé si volveré a encontrarme otra vez. Sin este nudo en el estómago que me dificulta respirar. Quizás cuando algún día tenga un cachito de esa instantánea felicidad, esto sólo sea recuerdo. Y aunque suene egoísta, cuando llegue, la quiero toda para mí.
No sé donde estará, pero a medida que escribo el aire vuelve a calar sobre mi pecho. Es como, cuando veía esas historias de amor a altas horas de la noche encerrada en mi habitación. Eran simples guiones y muñecos sin sentido, pero lo cierto es que llegue a ver más de las que debía. Eran aquellas noches, aquellas en las que mientras la historia duraba  y los personajes se necesitaban y gozaban de su felicidad, no importaba lo demás, simplemente luchaban por ello, por su bienestar. Realmente, pienso que eran aquellos fantasiosos animes los que por un momento me hacían sentir bien. Me hacían ver que las feas, las malas personas e incluso las personas normales y corrientes, podían tener verdaderas historias de amor. Podían tener un poco de felicidad. Pero, cuando llegaba el final, el último capítulo, sentía como mi mundo se venía un poco más abajo. Me auto dañaba viendo como incluso con aquellas perfectas parejas la felicidad podía desaparecer y poner fin a una cosa tan grande como el amor. Aquellas historias siempre terminaban con el final equivocado. Y eso me hacía sentir mal.
De hecho cuando estoy en este estado la gente suele decirme que la clave es "amor". En encontrar alguien que te quiera, y que haga quererte. Pero no es tan sencillo. El mundo no gira sobre esos cuentos donde tu pareja surge de la nada y vives con ella una historia feliz. Pienso que es más complicado. Y aún encontrándolo y agarrándolo con todas mis fuerzas, esa persona se escaparía y nunca más volvería hacerme feliz. Aún así deseo que eso jamás ocurra. Que si alguien me aporta aquello de lo que carezco que se quede aquí, y nuestro amor nunca se agote ni necesite de los demás. Que sea para nosotros y que haga cada día diferente. Que haga mis días un poco más felices.
Y aunque ahora me sienta un poco más segura, sé que no está bien. Sé que volveré a estas páginas a escribir como me siento. Ya que a personas como yo nadie las entiende, sólo el papel. Y sí, aunque puede que ahora me sienta mejor conmigo misma, sé que ese nosotros quizás nunca exista. Y aunque yo me haga mil y una películas en mi cabeza, después de ver  aquellas historias de amor, o maquine el chico perfecto consolándome antes de irme a dormir. Yo sé que todas esas fantasías son mentiras. Y aunque nadie sepa de ellas y no causen daño a los demás, destruyen poco a poco lo que queda de mí.
Encontrarme en esta situación no es realmente lo que más me hunde. Es simplemente el hecho de que sé que volverá y me agarrará fríamente el alma. Sin importar nada me congelará por dentro y me impedirá  volver a reír, como algunas veces recuerdo haberlo hecho. Y eso es lo que siento, que la esperanza se marchó y me dejo a solas, sin compasión.
A pesar de ello no me tiembla el pulso, pero me siento fría y nerviosa. Cansada quizás. Pero es que esto debería de haberlo hecho mucho antes. Antes de que el mundo se diese cuenta de que no soy feliz, o mejor dicho, antes de que yo me diese cuenta de que nunca voy a ser feliz. Me costará olvidar aquellas fantasías y hombres de encanto. Enfrentaré el hecho de que soy una más, que nada me hace única y especial, soy como todas las personas del mundo. Y eso que había luchado tanto por ser diferente y calar realmente en las persona, en su cariño. Ya que no sé cómo me irá en el futuro, al menos, saber que un gran número de personas me apoyarían y me querrían. Que me hicieran sentir que algo se me daba bien, y que ese algo podía completar mi vida. Es estúpido querer vivir de los demás, pero es que realmente siento que si no es así, no podrá ser de otra manera.
No puedo decir que hasta ahora mi vida haya sido interesante. Pero ni mucho menos me podría  quejar de lo que me ha ofrecido. Mis padres, de mis hermanos y de la pequeña porción de personas que me quieren y fin. Aún sabiendo que no soy buena en todo aquello que practiqué. Sin embargo, no siento que la vida se contribuya solo de eso. Quizás, sea yo la que no se conforma con eso. Necesito más. Porque estoy dando de sí. Y aunque no debo evadirme de los que me rodean y mucho menos huir, quiero tomarme un respiro y pensar sobre mí. Sé que ya lo he hecho, pero esta vez quiero pensar de verdad. Quiero pensar el tener un sueño. Pero no un sueño en el que conozco a alguien ideal, sino un sueño que trate de mí. Que trate de mi vida, de cómo pude encontrar algo que me completara, algo que me hacía feliz. Eso que cambio mi vida por completo y le dio un sentido más raro, y consiguió hacerme única entre todos los demás. Y que a partir de ese único, pueda luchar y encontrar a alguien que todavía me haga más feliz. Y nunca parar, hacer mi vida distinta a la de los demás sin ningún tipo de máscaras. Sabiendo quién soy y queriéndome por eso.
Porque el ser única creo que es mi sueño, y lo demás viene agarrado. Quizás solo piense en mí, pero es que creo que debo hacerlo e intentarlo con todas mis ganas. Y aunque me equivoque de sueño, y tal vez a los dos días vuelva a sentirme vacía, sabré que esto al igual que la felicidad es instantáneo. Y que cuándo lo necesite podré volver a este papel y leer. Y darme cuenta de que el tiempo corre, y queda poco para la larga lista de tareas que siempre quise hacer. Pero todas ellas diferentes, cosas que me muestren como soy, y que me guíen por el camino de lo inesperado. Por el sendero de lo distinto, y que eso atraiga a todo lo demás. Que eso atraiga a todo aquello que inventé antes de irme a dormir. Y así me vuelva la esperanza, las ganas de volver a sentir. Porque cómo ya dije, me da igual que sea sentir bien o mal, pero quiero que todo se vuelva interesante a mi alrededor. Y poder salir, entrar, vivir y soñar no estando tan lejos de la felicidad, que ese sueño se haga realidad.
No pretender hacer las cosas porque todo el mundo las hace. Me tomaré mi tiempo, mi aire, mi personalidad y todo lo demás como verdaderamente lo siento. Lamento no haber sido así desde el principio. Pero es que he tardado en darme cuenta que mi felicidad, quizás sea distinta de la de los demás. Que a lo mejor eso de conformarse este bien, pero si algo tengo claro es que yo no soy así. Que todos aquellos consejos que me dan los que me aprecian no los puedo aplicar a mí. Quizás, si hubiera vivido en otras circunstancias , o no hubiera tenido tantos complejos, mi forma de pensar hubiera sido diferente y me hubiera conformado y sido feliz. Pero desde este punto de vista, eso se siente ignorante, como un engaño para sobrevivir. Me quejo siempre de porque soy así, pero de vez en cuando siento que no soy presa cuando dicen "los demás". Trabajaré para ser perfecta a mi manera, no al prototipo de los demás. Me ajustaré a la sociedad, pero no a la multitud. Y será duro, pero cada complicación y cada paso hará mi vida más interesante.
Y por el futuro, me preocupa, pero tengo la esperanza de qué se mantenga firme y crezca sin límites. Convertiré todo lo que soy en felicidad. Y sí, aunque sea instantánea como la calidez de un trago de café, daré mi mayor esfuerzo para buscarla una y otra vez.

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