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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

AUSENTE


                                         
<<Sólo hay una guerra que puede permitirse el ser humano, la guerra contra su extinción. >>
ISAAC ASMOV
Cierra los ojos y el sol resplandeciente, amarillo, bendecido por la naturaleza que, si tuviera voz, le reclamaría al hombre se acuerde de ella, esa luz traspasando los límites de las zonas más recónditas del planeta. Todo cambió para siempre, la sociedad profiere gritos estridentes e ininteligibles. Queda dormido en un lugar ignoto. Sus padres permanecen  angustiados sin obtener respuestas sobre su paradero. Las horas, los días, transcurren rápidamente. Roberto despierta, observa con tristeza a su alrededor. Las lágrimas caen bajo cielo tempestuoso que cambia de color por el  clima. Un ligero movimiento puede alterar el futuro de una persona y es necesario saber la senda adecuada. La vida es corta y hay que aprovecharla al máximo. Roberto debe mirar hacia adelante, sólo quiere ir a casa. Su objetivo principal es recuperar a su familia. Sus padres colocan afiches del desaparecido en las paredes, preguntan a cada individuo desesperados como si les saliese el corazón por la boca, sudando la gota gorda. Ellos  saben que "todo esfuerzo requiere un sacrificio" Roberto hasta lo imposible para cumplir su objetivo, pues tiene una gran cualidad: "Indagar". Habla de Filosofía todo el día. Música, Narrativa, Ética. Son tonterías. Él es autodidacta en la práctica, su mejor escuela es la naturaleza. Aprender de ella es vital, quiere ser el más listo de la clase. La camisa blanca, rota, sucia al llegar del colegio. Roberto pasa las hojas del diario de sus progenitores y el contenido del texto escrito lo cautiva e impulsa a seguir luchando por recuperarlos. En ese instante la soledad se apodera de su alma, pronto el día se convertirá en noche y las luces que alumbran su trayecto están a punto de apagarse. La Avenida Perú yace invadida de desconciertos. Una llama imaginaria se enciende al frente de él diciéndole: "no te rindas, estás siguiendo el camino correcto.". Si no fuera por aquella señal quién sabe dónde estaría ahora. Los golpes de la vida lo hacen más fuerte, esas caídas colocándolo en un hueco hondo que parece no tener salida le enseñan a luchar contra lo que los mediocres llaman "imposible". Roberto repudia esa palabra. Cruza ríos, atraviesa fronteras inimaginables. Echa de menos a su familia. Desde el fondo de su corazón pide a gritos que el destino los una de nuevo, aunque para algunos este no exista. Saca de su mochila un diario y escribe cada experiencia como si fuese el último día de su vida, eso hace desfogar la ira que siente contra la ignorancia, el conformismo y la mediocridad, utilizando un arma invencible: "La sabiduría." Recoge su mochila, Roberto continúa la permanente batalla que ha decidido emprender desde hace tiempo, pero que, invadido por el miedo tardó mucho en decidir. Tomar decisiones se convierte, tarde o temprano, en una encrucijada que sólo la podemos resolver con ayuda del conocimiento. Y la esperanza de libertad se diluye en un vaso lleno de desilusión que nos consume si no sabemos utilizar la razón.

Omar

Relatos FM

Sueño, vivencia o imaginación


No sé como llegué a su casa, si haya sido producto de las drogas, de mi intuición o simplemente de mi necesidad de verla. Toqué la puerta con la palma de mi mano derecha, me pregunte internamente, si estaría, si habría llegado a su casa. Suspire, volví a tocar.
-¿Quién es?- Preguntó desde el tercer nivel de la casa.
Ana, soy yo -le contesté-
¡Ah! Eres tú, ahorita bajo.
Las calles suspiraban bajo el sol en la rutina de los días arrastrando el olor a muerte de todos los jueves, me sentí envuelto en almas de toros y cerdos que recién habían abandonado sus cuerpos dentro del rastro, a dos cuadras. Los carros, unas cuantas blasfemias, los pájaros de color blanco del cielo, el adoquín, las montañas, las casas, las miradas, un volcán a lo lejos, fue algo de lo que vi mientras esperaba.
Entra por favor -dijo-
Entré a la casa, la vi como quien entra por primera vez, sabía que allí, en algún lugar, la mariguana me esperaba. Una electricidad extraña me recorrió el cuerpo, era como si la droga me hubiera dado una señal.
-Ven- dijo
¿A dónde vamos? -le pregunté-
A mi habitación.
Subimos, el fuerte olor a humedad hizo que tosiera un par de veces. Llegamos a su habitación, las venas me suplicaban por droga, entré, me lancé sobre su cama como si fuera la mía. Desde que cumplí dieciocho, nunca había sentido que una cama fuera mía, me sentí aletargado, cerré los ojos... los volví abrir.
-Ven- dijo.
Su cuerpo flaco estaba recostado sobre la pared, cerca de la ventana.
Caminé hacia ella.
¿Ves? -Preguntó-
El cielo, la ciudad, el volcán.
No, el sembradío de maíz.   
¿Qué tiene?
Luce diferente hoy.
No veo nada extraño.
Yo sí.
Ven -dijo-
Me llevó a otra habitación en donde estaban guardadas muchas herramientas. Sacó un machete, una azada, una pala y una piocha. Me dio las herramientas. Bajamos, volví a toser. Me condujo al sembradío de maíz ubicado a la par de su casa. A tres líneas de milpa una sorpresa me esperaba.
¿Quieres mariguana?

Para ganártela, tienes que trabajar. Mi padre nunca me da nada gratis.

Los tres cuerpos yacían allí, tendidos como peces fuera del agua. No me atreví a cuestionarla, ni a responderle.

Conocí a Ana después de mis veintitrés, en una fiesta, era la repartidora de droga del lugar, hija de un poderoso capo que sin escrúpulos la utilizaba como atractivo para hacerse de nuevos clientes. Fingió ser mi novia como lo hacia con otros tres chicos. Algo en mí le pareció atractivo, me contó algunos de sus secretos más íntimos, a diferencia de los otros tres, me suministraba droga a mitad de precio. Sabía que moriría y me lo confesó: Abdul y Felipe eran amigos, los había conocido en una fiesta como me conoció a mí. Los dos eran muy diferentes mientras uno tenía la piel rosada como los cerditos, el otro la tenía canela como muchos en plena playa. En el carácter pasaba algo similar, cada uno sabía complacer a una dama a su manera, mientras uno la complacía con citas románticas como las que se ven en las películas, el otro pesé a su rudeza siempre aletargaba con pequeños detalles y sorpresas que encantaban. Ana se enamoró de los dos. Felipe, el de carácter tímido y piel rosada, un día la llevo a un motel, iba a ser su primera vez pero no se atrevió a sobrepasar un levantón de falda. Su cuerpo desnudo provoco la apariencia en sus ojos de un bebe recién parido, impotente por la falta de experiencia. Abdul, el de carácter fuerte y piel canela, la excitaba. El también la llevo a un motel al siguiente día, su virginidad se resumió en la sangre sobre la sabana, ese día se sintió como una nueva hoja de abedul ya que el se atrevió a dormir adentro. Felipe la amaba mas que a nadie en el mundo, era un amor que le tocaba el alma, cada cita eran orgasmos sin desnudarse. Abdul era un enigma, su amor se sentía en la carne. Cuando me conoció, le recordé en uno, a sus dos amantes. Nunca hicimos el amor, hacerlo la hubiera decepcionado botando a la basura lo que su mente creaba cada noche y de forma constante, por lo menos eso era lo más probable.
Sabes, ¿por qué termine odiándoles?
No, ¿Te cansaste?
No, mira. Teníamos la manía, de escoger moteles con Abdul al azar, lo mismo pasaba con Felipe que en vez de moteles eran restaurantes. Un día vimos a Abdul con otra chica, en un restaurante, al verse descubierto, nos saludamos a la distancia. Le pregunté quien era ella, Felipe me dijo que era su hermana. Salíamos con Abdul de un nuevo motel cuando distinguí que en otra habitación un auto como el de Felipe ingresaba a otro cuarto, era del mismo color, tenía los mismos defectos y a Tania en el asiento trasero. Decidí abrir mi propia investigación, termine descubriendo que jugábamos el mismo juego, cuando empezamos nuestros romances les pedí a los dos que guardaran el secreto, creo que fue su manera de vengarse pero cuando los encuentre se arrepentirán por haberse burlado de mí, en mis propias narices. Ana cambió de pueblo, le argumento a su padre que quería extender el mercado a otras latitudes, descubrió en el pueblo que tenía SIDA. 

La casa la compramos los dos, yo la escogí y ella la pago. El paisaje era lo que me terminó por encantar, la belleza del fondo y la muerte a dos cuadras, era como si dependiera de ti mismo escoger entre el cielo y el infierno. Excavé, hice un agujero de unos dos metros de largo por medio metro de ancho. Regresó con un par de limonadas, bebí secándome el sudor de la frente.
¿Te acuerdas de los dos chicos de ayer?
¿Que tienen?
Eran Abdul y Felipe. Fueron invitados por Rodrigo a la fiesta, por las luces y la noche no los pude distinguir y tampoco ellos a mí. Bebieron alcohol, inconscientes de sus palabras me contaron algunas de sus travesuras. Hace unos años conocieron a una chica muy parecida a mí. Felipe se enamoró de ella pero jamás pudo complacerla ya que Tania lo dejaba sin fuerzas, la Tania es muy tragona dijeron pero la Ana era de orgasmo fácil. Bien merecido se tiene lo que hablan de ella haya en el pueblo, dicen que la mataron los grandes capos porqué empezó a entregar muy malas cuentas. Después de que hablaron cariñosamente de Tania.
¿Te enojo?
Claro que me enojó.
¿Sabes lo que hice?
Les puse veneno para ratas en el alcohol para que se murieran. Cuando les empezó a hacer efecto llamaron a Tania que según lo que me dijeron estaba con Rodrigo en el motel de las afueras. Tania acudió al llamado. Cuando se apareció por la fiesta, en una bala que le dio en la cabeza deje ir todos mis resentimientos hacia las tres personas, los tres sidosos.
¿Son ellos, entonces?
Si.
Antes de enterrarlos, toma el machete, hazme el favor de cortarlos en pedacitos.
Le pedí un hacha, los huesitos no son blandos.
Les corte las patas, las manos, la cabeza. En la cabeza de Tania vi un agujero por el que soplé como si se tratara de un globo inflable.
¿Por qué aquí y no lejos?
Te falto por aprender, al enemigo tenlo cerca, nunca hagas lo obvio, a veces hay que variar, cuando el dueño del terreno venga a arar sus tierras, únicamente va a encontrar huesos y gusanos que desde ahora empezarán a armar dentro de las tripas la fiesta grande. Los policías dirán, los torturaron, los hicieron pedacitos, fue un crimen pasional porque a ella le dieron el tiro de gracia, jamás dirán murieron envenenados.   

Con una risa endemoniada, introdujo los pedazos de los cuerpos al agujero, tomó una pala y empezó a taparlo con tierra.

Cuando acabó dijo: Juntos querían que estuviéramos, cerca es estar casi juntos.

Volvimos a la casa, mi cuerpo temblaba. Sacó un paquete de yerba. Fumamos a lo grande, me perdí en medio de los efectos.       

...desperté, no sé como llegué a su casa, si soñé, viví o imaginé.

Fe

Relatos FM

Río Seco


Coloca una silla cerca del ropero, se sube a ella y busca, en los estantes de arriba, el revólver que está envuelto en una remera vieja. Lo lleva a la cocina y se queda sentado un rato, observando el bulto. Mientras lo empieza a desenvolver piensa en ella y un dolor le hincha las venas de la garganta. Por unos segundos, se queda totalmente inmóvil. La recuerda con sus ojos rasgados y achinados que en lugar de enternecerlo, por lo contrario, lo ayudan a decidirse.

No está seguro de que aquello valga la pena pero no puede convivir con eso. Apoya la culata del arma en su frente y observa, tras el tambor, lo que quizá sea su última imagen: retazos de un cuadro que hay frente a la mesa en forma de círculos rojos y  azules que se ven a través de los agujeros vacíos. Cierra el tambor y no le tiemblan las manos aunque su respiración se agita. Una bronca se le pega a la piel. No lo duda: descansa el dedo índice en el gatillo, lleva el arma a su cabeza y cierra los ojos. La maldice por lo bajo por última vez y un estallido se aprieta en el oído de los vecinos. (El estruendo retumba unos minutos en las paredes).

El cuerpo de Pablo se desvanece y se estrella de cabeza contra el suelo. Tumbado sobre las baldosas frías de la cocina yace con el ojo derecho entreabierto. La sangre le brota por la sien y el cuerpo no  produce ni espasmos. Su pierna izquierda queda enganchada con el cable de la estufa. Astor, el perro, mueve la cola y lo olfatea.
Ahora se escucha la cerradura de la puerta (y hay algo minúsculo en el cuerpo de Pablo que se mueve imperceptiblemente pero no se logra a discernir bien qué). Entra Lucas, su compañero de casa, que no grita, ni se agarra la cabeza con las manos. Apoya dos dedos en la garganta de su compañero, buscando un pulso que ya no está o se está yendo. Ahora suenan las teclas de su celular que llaman a alguien. Camina por la casa y mientras habla, rodea al cuerpo. Dialoga, sin levantar la voz y con las manos señala a Pablo, como si el otro lo estuviera viendo.  Corta y marca de nuevo, quizá llama a un pariente, quizá a la novia de su amigo, quizá a la ambulancia. La voz hace eco en las habitaciones vacías de la casa.
Al poco tiempo, sin embargo, se empiezan a congregar personas. Hay amigos, vecinos, curiosos y algún que otro pariente. (Se oyen  sollozos, gritos y respiraciones ahogadas). Un niño, de apenas 5 años, se mete entre las piernas de un adulto y mira el cuerpo que yace sobre el piso, y sus ojos pequeños se agrandan. Todos escuchan lo que un vecino dice, que ya se lo veía venir, que era muy depresivo y además estaba muy mal con su novia. El hombre que está a su lado lo codea y abriendo los ojos le insinúa que se calle. Un flaco, alto, rubio y con anteojos mueve la cabeza de un lado a otro, incrédulo por lo que ve. Un señor, de aproximadamente 50 años, que puede ser  su tío, mira un punto fijo, buscando respuestas, intentando encontrar los gestos que antes no vio, que desembocaron en ese final.
Ahora llega la quien seguramente es su madre, antes que la policía y la ambulancia. Momentos antes de que se la vea, se huele el aroma dulzón de su perfume y apenas entra se tiende sobre su hijo. El  pelo se le enreda sobre la cara de Pablo y se mancha de sangre (cuando aquello seque, quedará un manojo duro de cabellos y un recuerdo de una sangre que también es suya). Llora cuidadosa, como midiendo los gestos y lo abraza fuerte. Luego se distancia y mientras lo ve, aprieta los labios, aprieta su dolor.
Se escuchan sirenas de policía o de ambulancia y de pronto una voz irrumpe en el tumulto de personas. Un policía se abre paso pero no sabe qué hacer de diferente a los demás y sólo observa el cuerpo desfallecido. Luego intenta actuar con un llamado desde su radio y un gesto serio. Habla con un Sosa o un Gutiérrez, vaya uno a saber y  dice un código mientras mira al cuerpo. Especifica, aparte del nombre, el color de pelo, lo que viste y la posición en la que ha quedado el cuerpo. Llegan unos hombres con delantales blancos y suben a Pablo en una camilla. Lo sacan entre la ya casi multitud congregada allí, abarrotada alrededor del muerto o casi muerto. Desaparecen los médicos y el cuerpo tras la puerta de entrada de la casa, mientras los que están dentro los siguen con la mirada. Afuera en la calle, se escucha  un grito que luego se va apagando, como un susurro que se pierde, como el sonido de un tren que se aleja de la ciudad. ¿Será la novia quien gritó?

Un silencio apaga las voces y los sonidos. La sangre de Pablo deja de moverse y las  venas ya son cauces de un río seco. El calor de su cuerpo se va como una estampida de animales que escucha un disparo. Eso es todo, fácil es morir. (¿Regarán las plantas cuando él no esté?). Pablo, en sus últimos momentos de pensamiento, descubrirá que no hay nada nuevo de lo que imaginó. Si quizá un descanso; ella se irá. Se borrará de pronto todo lo que guardó de su pasado y al final la mente se apagará, como cuando se apaga la televisión.
De pronto, (con un esfuerzo feroz) abre un ojo y observa: todo blanco. Es el techo de la ambulancia. Distingue una cabellera rubia. Es la médica que no se sorprende. Igual ya no hay nada que hacer, pensará. La practicante que la acompaña pensará que sí, que va a sobrevivir. Le ponen un respirador. Un viento frío llena de aire sus pulmones. Pablo cierra los ojos y piensa: "Déjenme morir por favor, no puedo vivir con esto.". Quiere poner su cabeza en blanco, eso quiere; piensa que aquello le ayudará a morir y le servirá para que ella desaparezca por siempre. No habrá pensamientos, no habrá nada. Entonces va del  blanco a la nada: blanco, nada, blanco, nada, blanco, nada, nada, nada...

Lucas se despierta de pronto, traspirado y absorto, en una casa que no es suya. Mira a su lado y una hermosa mujer de pelo negro y ondulado está allí durmiendo. Respira hondo, sonríe, le besa  los ojos y dice que ya vuelve, que tuvo un sueño extraño y que lo sintió real. Ella lo mira y el sol que se filtra por las persianas no le dejan ver bien del todo, sólo ve una sombra a la que le dice algo casi entre sueños.
Lucas sale, camina pensativo. Finalmente, después de unos minutos, llega a su casa. Mete la llave en la cerradura y abre. Sube las escaleras y lo encuentra a Pablo con el pie izquierdo enganchado en el cable de la estufa y a Astor moviendo la cola. Apoya dos dedos en la garganta de su compañero, buscando un pulso que ya no está o se está yendo. Ahora suenan las teclas de su celular que llaman a alguien. Atiende la mujer con la que pasó la noche. Lucas dice, casi susurrando: "tu novio se enteró de todo".

Ulises

Relatos FM

CÁNDIDA (la fecunda en liebres)
         

Cándida, una niña pepenadora, junto con su hermano pequeño recolectan objetos del basurero y les dan vida para crear un mundo fantástico. Su juego favorito se convierte en ser exploradores robot en un país devastado. Cuando logren apoderarse de alguna luz dorada, salvarán el planeta de las garras de Toro, el jefe de los pepenadores. Un día, tras la búsqueda de éstas, el niño cae en un barranco de basura; se convierte en su propia tumba. La perdida de su único compañero de juego enfrenta a la niña a su realidad.

Cándida ya se balanceaba sobre el columpio del árbol. A lo lejos se oían llegar los autos recolectores de basura. Cada alba, su rostro comenzaba a acumular el reflejo del sol. Algunas rayas de cebra, sombras de triques sobre su piel, la escondían bajo malolientes capas de tierra. Se adivinaba el color de su vestido amarillo. Lucía como un pedazo de sol deslavado que se prende y apaga con el vaivén. Le gustaba ser la primera en encontrar cosas. Cosas útiles para vender.
   
   Antes de que las cascadas de basura cayeran, Cándida de un salto bajaba del columpio, y corría por su hermano al laberinto de cuartos de lámina y plásticos dispuestos al infinito sobre desechos. Con las lagañas pegadas a los ojos, Merino sonreía y le daba la mano. Como corderos liberados del coral salían chocando con torpeza uno contra el otro. El baño de rayos solares los refrescaba; humedecía a lo largo del día sus ropas y con ello sus cuerpos. Cándida elevaba al cielo una bolsa de red dónde acumularían los tesoros hallados. Así, la bandera ondeante de un batallón de infantería, se desbocaba desde la cima de la colina para embestir.
   Una vez cerca de los camiones se acercaban a Toro, el jefe de los camioneros. Ellos le habían nombrado así y sólo ellos lo sabían. Era un tipo bajito y escuálido que intimidaba al que se le acercara mostrando un diente de oro sostenido por su boca podrida. Con la cabeza baja y los ojos fijos en aquel diente, Cándida preguntaba –¿Hoy sí nos pagas? Sin palabras, el viejo, si le daba la gana, les echaba unas monedas por la venta de basura del día anterior. Invariablemente, Merino hacía alguna observación sobre su diente –¿No tienes miedo de perder tu diente? Ha de valer un montón. Toro lo miraba como el cazador que está a punto de soltar el tiro a su presa; el niño continuaba –Te apuesto que lo encontraste en la basura, te lo pusiste para convertirte en el rey, ¿verdad? Con un dejo retador finalizaba –Yo y mi hermana también nos vamos a encontrar uno ¡para ser los reyes! El viejo inflaba los cachetes y de un bufido los largaba de allí mientras se veían llegar otros pepenadores para obtener su pago.
   Pronto los dos niños y los perros del tiradero avistaban lo mejor de la basura.
–   Merino, te vas a hacer tocar por una de las luces que salen de los cráteres. Mira, tienes que hacer así. La luz pensará que eres parte de las paredes del planeta y no te hará daño. Cándida sigilosamente se ponía enfrente de algún pedazo de espejo o lámina que reflejara la luz del sol y fingía rodearlo. Unos minutos más tarde, volvería a advertir a su hermano –Merino, recuerda que debajo de las nubes rojas están las naves que han caído desde Marte. Cuando a los marcianos no les sirven más, las avientan al espacio. Los toboganes galácticos las arrojan hasta aquí. –¿Qué toboganes? preguntaba Merino mientras trepaba por los fierros. –¿Te acuerdas de los rayos blancos del cielo? Son los toboganes enfurecidos que se atragantan con las cosas que ya no quieren los marcianos y las escupen. Cada trueno es como cuando toses y escupes una flema. Ellos escupen las cosas viejas y caen aquí.
   
   Los dos sorteaban el tiempo. Eran guerreros que cruzan por bosques de gases alucinógenos, y se enredan en plantas exóticas que se los quieren tragar; viajeros perdidos en una isla, soldados atrincherados, superhéroes probando nuevos poderes, dos niños adinerados, náufragos en una sopa de metales preciosos.

   Cada día, un lugar absorbente; cada hora, un hallazgo importante; cada minuto, un obstáculo a vencer; cada segundo, la angustia del porvenir. En un país devastado, los exploradores robot perseguían pequeñas luces doradas, reflejos de los dientes de liebres escondidas entre los escombros. –Cándida, mira, seguro que el reflejo de los dientes es oro que llevan dentro. Merino entusiasmado apuntaba con un dedo. Cándida con la mirada puesta en el horizonte agregaba –Sí, las liebres se me acercaron esta noche y cuando una de ellas abrió su hocico, era tan grande que pensé que me iba a tragar, pero  logré meterme en ella sin que se diera cuenta. Entonces vi que dentro de su estómago había más liebres, era un hormiguero de liebres. Se las comió todas para quedarse con todo el oro. Para salir de su boca agarré una escoba y comencé a tallar su paladar. El estómago se le inflaba y desinflaba; de pronto, en vez de estornudar, las vomitó todas. Pensé que me aplastarían pero me arrastraron en sus lomos. Me fui deslizando entre sus pelos. Después, sólo vi que cada liebre tenía un diente de oro con el que mascaban algo. Comencé a sentir algo duro en mi boca y me metí los dedos. No había nada, sólo vi la cara dura de Toro mostrando su diente. Hizo una pausa y volteó a ver a su hermano –¡El primero que atrape una liebre es el rey! Y se perdieron entre las montañas de basura.
   Divisar y perseguir lucecitas entre el desperdicio se volvió su juego favorito. Apoderarse de una luz, era tener entre sus manos el diente dorado de una liebre. Así, ellos podrían quitarle el poder a Toro, convertirse en los nuevos reyes para salvar al mundo.

   Sospechosamente, el desierto se enceló de aquellos rumbos. La primavera de ese año trajo temperaturas inusuales. Caminar entre la basura era nadar en caldo. Parecía que el suelo se desprendía por el calor; todo a la lejanía era turbio.
Los niños robot caminan lento, las láminas que amarraron alrededor de sus piernas y manos los habían desarticulado. Cándida con unos goggles azules ve las cosas de colores intensos y con su intercomunicador, un hilo de estambre con dos vasos sujetos a las orillas, mantiene conexión con Merino. –Han pasado dos días, y no he vuelto a ver las luces prenderse entre los escombros, cambio. Informó Cándida con voz robótica. –Yo tampoco, cambio. Respondió Merino al acercarse un pedazo de vidrio al ojo. –Tal vez a través de este cristal pueda verlas, ¡Mira!
   
   Las lucecitas comenzaron a asomarse; eran destellos multiplicados por el sol. Un arcoíris invadió los ojos de Merino. El niño comenzó a correr de un lado a otro perdido en un prisma de colores, trataba de asir las luces pero se le escurrían entre los dedos. Su risa lo puso a girar como un trompo, aquel escenario se volvió infinito. Cándida no lo dejaba de mirar. Merino aventó a un lado el intercomunicador. –Merino, ¡espérame! Le gritó asustada.

   El silencio de los acantilados de basura mantenían una calma vagabunda. Los pasos atropellados de Merino la comenzaron a romper. Desde lejos, se veían los dos niños acercarse a la orilla. Mientras uno gira envuelto en libertad, al otro se le descompone el rostro. –¡Eres un borracho! le gritó Cándida a su hermano. De pronto se oyó quebrar la tierra. El eco de sus palabras provocó que aquella quietud soltara un quejido; Merino no hacía caso alguno. En tan sólo unos segundos las toneladas de basura se desprendieron, cayeron en avalancha. El niño envuelto en su imaginación se escurrió entre el desperdicio. Cándida inerte sólo vio cómo el tiradero le jaló los pies; se lo tragó. Presa del miedo, se quitó el disfraz de robot y corrió hacia a él. Logró apenas verlo rodar, el cuerpo de su hermano caía con la fuerza de quien carga un gran vacío y se despoja de su alma. Los golpes lo dejaron muerto al fondo de un barranco con los cristales en los ojos salpicados de sangre.


Han pasado los días, Cándida se balancea sobre el columpio del árbol. Los camiones recolectores de basura desfilan coronados por el alba. El rostro de la niña enclavado al piso, se esconde de cualquier rayo de luz. Sus ojos castaños flotan como dos náufragos en un estanque de leche blanquísima, perdidos en su propia redondez; mientras tanto, su sombra oscila bajo sus pies. Una vibración sacude las liebres del suelo; son las ratas que mueven el desperdicio. Se oye el vaivén del columpio quebrar las ramas. Un reflejo encuentra el alma de la niña sin ganas. El chillido de las ratas azota los oídos de Cándida, la descuelgan del columpio; con enojo Cándida se postra en el suelo. La luz enfrenta sus ojos, no es el brillo del diente de una liebre, es la luz dorada del sol sobre una lata de refresco. Cándida, con el estómago vacío, toma la luz entre los dedos y se la traga, voltea la lata y le simula un funeral.

KARLA POÓ

Relatos FM

Té Sommeliers


Rozando la armoniosa solemnidad que acostumbran, Virginia, Gertrudis, Magdalena y Jacqueline celebran la hora del té semanal en casa de la primera. La luz de los grandes ventanales acompañaba los tonos claros del interior inundándolo de claridad, a la vez que daba brillo a la platería de la anfitriona. A pedido de Gertrudis, Agostino, interpretaba maestoso algunos nocturnos de Chopin. Entre jarrones orientales y cristalería inglesa, Virginia lucía un radiante vestido nuevo para deleitar el buen gusto de sus compañeras de las tardes de verano campestre. ¡Casi se le olvidaba comprarlo el día anterior! ¡Qué barbaridad! Tuvo que salir a las apuradas a conseguir un diseñador que no tratara de abusarse de la urgencia y del apellido de su marido. ¡Qué decepción se hubieran llevado Gertrudis, Magdalena y Jacqueline, quienes ahora sólo contemplaban aquella magnífica pieza de la sastrería moderna! Y cada vez que Magdalena acariciaba, ansiosamente, aunque sea sólo la manga de seda del vestido, Virginia rechinaba los dientes. Pero luego sonreía, claro, como era costumbre en las mujeres de su familia, inclinando un poco la cabeza y mostrando solamente algunos dientes de la mandíbula superior, cepillados con antelación por la ocasión. Jacqueline  escuchaba ese rechistar y observaba nerviosamente todos los movimientos ofuscados que Virginia sopesaba con la gracia de su sonrisa, pero no podía evitar el chirrido que provocaba su cucharita de plata contra la porcelana de la taza al revolver en ella. Gertrudis, quien apenas entraba en cualquier vestido, era siempre la divertida del grupo y dejaba pasar por alto aquellos dejos de chismerío sin importancia para concentrarse en el vaivén del nocturno, el que acompañaba con su cuerpo casi danzante, que sólo se frenaba ligeramente al sorber ruidosamente de su taza de té. Magdalena, cuando no miraba el vestido de Virginia estrepitaba los huesos de sus manos y se miraba sus zapatos. Eran nuevos y nadie se los había halagado aún... ¡Pero no importaba! Ponía su cabeza en alto y seguía tomando su té. Virginia rechinó los dientes al notar que ya eran pasadas las 17:10 y Simón no había llegado con las masitas finas. Las tazas de té estaban casi por la mitad y aún no se había servido en la mesa nada para acompañar. Por suerte Gertrudis estaba ensimismada con la música y de tanto en tanto sorbía de su taza. Y Magdalena sólo contemplaba su vestido nuevo y paraba para mirarse los zapatos y estrujarse los dedos. Pero... ¿Y cuando Gertrudis quiera sorber y no haya más té? ¿Y  si de tanto mirar abajo Magdalena mira su taza vacía? Virginia se sobresaltó agarrando fuertemente su taza y al ver que Jacqueline observaba escéptica todos sus movimientos con esos ojos saltones y ojerosos que la delataban, por más sombra que se pusiese... ¿Habrá notado la falta de las masitas finas? Jacqueline notó el peso de la mirada de Virginia y trató de disimular su nerviosismo revolviendo ruidosamente con su cucharita. Fue cuando Magdalena acarició apretando fuertemente entre sus dedos la manga de Virginia que Jacqueline lanzó un agudo suspiro de alivio. Virginia volteó hacia Magdalena, estrujando su taza de té, y espetó esa sonrisa característica. Gertrudis dio un ruidoso sorbo de té y Virginia volvió a mirar el reloj de péndola: ¡Eran las 17:17 y no había traído Simón las masitas que le había encargado! La vergüenza y la impotencia estaban atormentando a la anfitriona que empezó a mirar a todas partes con los nervios crispados, tenía un nudo en la garganta, hacía muecas sin darse cuenta y apretaba cada vez más su taza de té. Empezó a dar golpecitos con sus tacos contra el piso por un tic nervioso. Miraba el reloj, las tazas de té por menos de la mitad, la danza de Gertrudis, los espantosos zapatos de Magdalena, los ojos saltones de Jacqueline, la entusiasmada interpretación de Agostino. Se fruncía su ceño acorde apretaba más la taza de té, que ya tenía un ligero movimiento nervioso. Escuchaba la cucharita contra su porcelana, los sorbidos ruidosos de su té, el estrujar de su seda... ¡De repente,  el estómago de Jacqueline crujió y a Virginia se le resbaló la taza de los dedos estrellándose contra el piso y salpicando de té la alfombra de piel! Agostino interrumpió su interpretación. Todos quedaron en silencio y la miraron. Virginia sentía que todos comenzaban a crecer  y a mirarla desde arriba mientras ella se aferraba al platito del té que le había quedado en su mano.
La puerta se abrió de golpe, de par en par, y entró Simón con el carrito de los postres cargado de do bandejas de masitas finas. Todas voltearon a verlo y Virginia se apresuró a mirar a Agostino, quién retomó el nocturno maestoso. La anfitriona se agachó con ferocidad a levantar la taza del piso y sintió como su vestido se rajaba en su espalda. Agarró la taza velozmente y se acomodó mientras Simón servía las bandejas sobre la mesa. Gertrudis, contenta de que se retomara la música, volvió con su ligera danza mirando de reojo las masitas. Magdalena se acomodó en la silla levantando la frente sin importarle por qué le miraban los zapatos y no le decían nada al respecto y miró fijamente las masitas y luego a Virginia. Jacqueline estaba terriblemente avergonzada y miraba las masitas con pena. No había almorzado porque sabía que su estómago no resistía dos comidas tan juntas y no podría rechazar las masitas de la tarde que acostumbraban en casa de Virginia. La anfitriona observó rabiosa el marchar de Simón, quién parecía no haberse percatado de lo que había ocasionado, rechinó los dientes y notó que las tres damas la miraban para dar orden de empezar a comer. Virginia inclinó la cabeza y sonrió haciendo un ademán de comenzar, tratando de moverse lo mínimo y necesario para no seguir rasgando su vestido. Gertrudis, Magdalena y Jacqueline la miraban ansiosas para que comenzara ella, puesto que era de mal gusto que cualquiera de ellas comenzara a servirse sin que la anfitriona tomase la primera masita. En ese momento, Virginia notó lo lejos que Simón había dejado la bandeja de ella. Era las 17:21 y nadie había probado bocado. Jacqueline revolvía cada vez más fuerte su ya frio té al sentir que su estómago estaba por estallar nuevamente. Sin dejar de mirar a Virginia, Gertrudis sorbió ruidosamente una vez más de esa taza que ya parecía diminuta comparada con ella. Magdalena trataba se sonarse los huesos de las manos en los momentos álgidos del nocturno. Virginia, sin dejar de sonreír, comenzó a desliarse hacia la bandeja. Todas la miraban sin entender la rigidez de sus movimientos. Una a una sentía que se iba soltando las ataduras de la parte posterior de su vestido mientras ella fruncía el ceño, su corazón latía más fuerte, pero no dejaba de sonreír. Seguía estirándose sobre la mesa y sus dedos estaban por acariciar la primera masita fina cuando resbaló de la silla, cayó sobre la mesa y su vestido se abrió por detrás de par en par. Todas se sobresaltaron. Magdalena miró atentamente las ataduras del vestido, sorprendida. Agostino tocaba cada vez más fuerte sin mirar. Jacqueline tomó rápidamente una masita fina y la engulló sin más ni más. Luego, tomó otra y otra más. Masticaba sin dejar de mirar de costado a Virginia, quien no dejaba de sonreír pero no se movía de la mesa. Gertrudis vio que Jacqueline iba a tomar otra masita y tironeó de la bandeja. Jacqueline la miró indignada con esos ojos saltones. Virginia estaba sintiendo que todos se deformaban, tenía un vacío en el pecho y sus ojos se humedecieron. Magdalena, con una mano en el vestido, tironeó de la bandeja sin dejar que la glotona de Gertrudis tomara bocado de una masita. Jacqueline tiró fuertemente de la bandeja y las masitas se desparramaron sobre la mesa. Todas se abalanzaron sobre la mesa a agarrar las masitas aplastándolas contra el mantel. Virginia se levantó de golpe y tironeó del mantel, la bandeja, las masitas, su vestido y las damas cayeron al piso. Virginia se cubrió con el mantel y Magdalena agarró su vestido y se lo llevó contra su pecho. Debajo de la mesa Jacqueline y Gertrudis se tironeaban de los pelos luchando por agarrar las masitas y llevándose a la boca todo pedacito que encontraban lleno de pelos de la alfombra. Agostino terminó el nocturno y salió de la sala. Magdalena se levantó y, llevando contra si el vestido de Virginia, todo doblado y arrugado, mostró sus zapatos a las damas y salió de la sala taconeando con desprecio. Jacqueline y Gertrudis salieron de debajo de la mesa con todos los pelos revueltos y las caras manchadas de chocolate y vainilla. Hicieron un ademán de saludo y salieron llevándose algunas masitas en las manos y eructando para adentro.
Virginia, sola y desnuda, observó el enchastre de la sala comedor y, conteniendo el llanto, rechinó los dientes.

Selva Sommelier

Relatos FM

Ella


El enorme circulo flameante  desaparecía tras la brillante margen del río, incluso podría jurar como las aguas hervían ante mis ojos. Bandadas de aves chillonas cruzaban la bóveda azulada y clara, iban en copiosos grupos siempre en cabeza de algún veterano que les dirigía formando lo que yo apreciaba como la punta de una flecha. Los aterciopelados chigüiros se zambullían apresurados al paso de mi cabalgadura, me lanzaban un último vistazo con sus pequeñajos ojos y me llegaba su expresión como una admonición por despabilarles el agradable letargo. Epona discurría por entre las altas yerbas con acentuada calma, bajo mis pies sus flancos se movían lenta y acompasadamente, ocasionalmente se tensaban sus músculos cuando hollaba alguna superficie cenagosa y entonces arrojaba un discreto bufido, sacudía las crines y enfilaba nuevamente sin perder la altivez de su cuello.
El calor me acogotaba por momentos, pese a que el sol rojizo se esfumaba, un vapor sofocante ascendía desde el centro de la tierra cocinando a fuego lento a todo ser viviente en la superficie. Me retiré el sombrero de amplias alas para usarlo a modo de abanico, lo sacudía cerca de mi cuello atezado y perlado que a la sazón se constituía en un registro elocuente de los pinchazos que las  pequeñas alimañas voladoras me propinaban. Pensaba en el incordial sudor que rezumaba mi cuerpo y que volvía a absorber, en el momento que Epona arrojó un fenomenal relincho, el corazón me dio un vuelco, y no tuve tiempo en reparar en lo que acontecía porque mi yegua se fue de costado contra la alta hierba, y yo con ella. Su pesado cuerpo aprisionó el mío de suerte que partió mi fémur derecho sin sorpresa o sufrimiento. Entonces sin yo sospecharlo mi cuerpo liberó una fuerte descarga de adrenalina, que corrió rauda por mis venas al ver esa figura viscosa y brillante, gruesa y escamada que pasaba por la hierba sin manifestar  el más mínimo interés ante mi rostro horrorizado. Una anaconda de ciclópeas proporciones siseaba apagadamente en tanto se aferraba con sus fauces  al casco de Epona que relinchaba presa de una pavura mayor que la mía. Sabía que podría ocurrir si permitía que la serpiente se enrollara sobre mi yegua, no lo dude un instante, el rifle de repetición estaba a mi alcance, lo tomé, y apunté, el pulso me temblaba, la sola visión de herir en el intento a mi cabalgadura me helaba la sangre, pero debí desterrar mis temores en cuestión de instantes,  accioné el gatillo en dos ocasiones. Los estallidos que salieron del cañón del wínchester retumbaron en la llanura, las criaturas vivientes bramaron espantadas. La formidable serpiente se retorció por un intervalo casi eterno, luego en sus ojos pude ver su último brillo de vida. Lo lamenté entonces, pero se trataba de la vida de mi querida Epona.
Mi yegua se levantó de un brinco, estaba aterrada y sus grupas temblaban visiblemente, sus ojos aceitunados se posaron sobre mi semblante, luego relinchó quedamente, me pareció que era su manera de darme las gracias.  Hice cuanto pude por ponerme en pie y subirme boca abajo en la silla, atravesado como un sucio fardo. Epona conocedora de las  artimañas de la selva para devorar a sus víctimas, se deslizó sobre el terreno apaciguadamente en busca del lugar más seco y seguro. Cortamos entre las altas hierbas y los juncos, y confiando en su buen juicio natural me dejé llevar por ella. El que hace unos segundos era un dolor ausente, ora hacia presencia con estrepitosa dignidad, yo entonces me retorcía incontrolablemente. Se internó en una pequeña enramada. Allí las reverberaciones del día chocaban contra una fuente límpida estallando en mil resplandores, como si descubriéramos una cámara pletórica de pequeñas gemas, habitáculo de tal vez otros seres místicos que el ojo humano no tenía ocasión de percibir en su azarosa existencia. Se puso delicadamente sobre el suelo y yo pude echarme a un costado donde la hierba no lastimaba con sus afiladas agujas. Me arrastré un poco al estanque, alimentado por las precipitaciones del año y extrañamente cristalino, ausente de limo o de mefíticos vapores, ella, sin vacilación o temor  se acercó al estanque y bebió con la misma vehemencia con la que yo lo hacía.
Encontrar ese lugar fue una señal providencial de que todo saldría bien, ora solo esperaba que mis fuerzas no flaquearan de nuevo y no caer   preso de la inconciencia. El dolor de mi fémur roto no parecía decrecer, y me imposibilitaba cabalgar, pero ella, pacientemente me seguía el paso con sus grandes ojos, adondequiera que yo fuera, observándome como me arrastraba como áspid parsimoniosa. Se había mantenido conmigo en todo momento, en la distancia crepitaba algún trueno, y columnas grises y amenazantes se cernían sobre el firmamento, una tormenta desproporcionada se aproximaba, y ella bien podría abandonarme, agitar sus cascos contra las hierbas y  re encontrase con su estado primigenio en las inquietantes llanuras. Pero allí se mantenía, me arrojaba pequeños relinchos a guisa de reproche y estímulo para que continuara el camino de regreso a casa. Cuando la fatiga me sometía, e inesperadamente terminaba en paisajes oníricos, ella se acercaba y me empujaba suavemente, se recostaba con delicadeza a mi lado y me observaba quietamente. Tales actitudes me hicieron sospechar en Epona, unos rasgos de lealtad indescriptibles, de oídas había escuchado acerca de los profundos sentimientos de algunos animales hacia sus amos, pero nunca lo tuve en cuenta, ora ella me demostraba que me tenía de algún modo un cariño profundo y secreto.
Y mientras la tarde se decide a batirse con sus nubes y sus centellas sobre las llanuras, nos hemos movido hacia  un follaje fresco, dominado de árboles ancestrales y cortezas nudosas por entre las que se tornan cientos de brazos amarillentos y podridos que suben y bajan para hilvanar velos profusos y espantosos. La atmósfera es pesada y húmeda, y la selva arroja sonidos inquietantes, unas veces, monos chillan con grandes alaridos como si cayeran en las fauces de las bestias de la Orinoquia, en otras ocasiones los insectos mascullan fieros entre las hierbas secas, puedo sentirles moviéndose entre el abigarrado paisaje, son numerosos y posiblemente temibles, les temo más que a la fauces de aristas marfiladas, porque son omnipresentes y acechan pacientemente a la espera de  dar cuenta de mis despojos. Me pregunto entonces por la templanza de Epona, ¡acaso que secreto atávico y místico resguarda su corazón para no temer a la muerte! está tan impávida, ni las moscas pertinaces parecen molestarla, tal vez ella goce de una perspicacia más profunda que la mía, y se mantiene en absoluta quietud, respirando quedamente, absortos sus ojos en los míos, lánguidos y débiles, con la sapiencia de que el enemigo anda cerca, cuidando más de mí que de su propia integridad.
La tormenta arrecia, los ámbitos retumban, y las otras vidas arrojan estentóreos gritos, celebrando el maravilloso poder de la naturaleza o quizás arrojando un último gemido que busca materializarse y aferrarse de alguna liana o alguna superficie antes que los torrentes desbordados se los lleve consigo. Las gotas apenas se escurren por entre el dosel del portentoso guardián. Pero es cierto, fuera el cielo se cae, y el fragor es ensordecedor.
No sé si duermo o si fallezco, ya no percibo el dolor de mi hueso roto, sólo la sangre húmeda se desliza por mi espalda, apenas lo noto, la cruenta naturaleza despliega por  completó su celada, se ideó  la estocada artera transmutada en alguna punta de madera o la arista aguda de alguna roca que me recibió en la caída.  Mis ojos se cierran, mis sentidos palidecen, como última imagen de este sueño temporal o eterno, observo los ojos insondables y quietos de mi fiel Epona, están tan mansos y serenos que me invitan a descansar en lo desconocido.

A.B. Valencia

Relatos FM

EL ENGAÑO


Primeramente, tenía que localizar la mancha del pintalabios en el nacimiento del cuello. Era lógico que fuera ése el detalle delator: todas las mujeres comienzan el rastreo de la infidelidad por la inevitable boca de carmín dibujada justo debajo del oído, como quien rebusca en el interior del sobre el sello que no aparece pegado en la parte de afuera. Debía anticiparse. Así que, tras pasear como una media hora, poco más o menos, calle arriba calle abajo, entró en los servicios de una tasca que agonizaba al pie de la avenida, y allí, en la oscura soledad del cochambroso vestíbulo –apenas una docena de baldosas apretadas bajo el lavabo, la taza, el aparatoso secador de manos y la superficie traslúcida del espejo, con una rayita de luz en la bombilla por toda iluminación- había hecho examen hasta del último milímetro de su garganta, en busca de la señal que habría de acusarlo ante los ojos de Sonia. Una vez comprobado que, ni bajo las orejas, ni la barbilla, ni la nuca ni, aún, en el cuello había por qué temer nada, que la blancura que ofrecía su piel era la prueba más irrefutable de su inocencia, pasó a la segunda parte de la inspección, de forma tan exhaustiva como lo había hecho cinco minutos antes. Peinó con mirada escrutadora los pliegues de la camisa y la corbata para terminar de cerciorarse, con una luminosa sonrisa brillando entre las brumas del espejo, de que tampoco allí Sonia podía cogerlo in fraganti. Al salir del reservado, y con un burbujeo de íntima satisfacción dentro de sí, se acercó a la barra y, para celebrar que todo había ido bien, pidió un white label-cola ante los atónitos ojos del camarero: eran las cinco en punto de la tarde.
Mas, apenas avanzados doscientos metros, en medio de la ligera euforia alcohólica, reparó en un segundo imprevisto, inexplicablemente obviado: el perfume. ¿Qué no pensaría Sonia cuando, al abrazarle para darle el beso de bienvenida, reparase en el invisible velo de la fragancia?. Se quedó inmóvil en medio de la acera, pues ahora había acertado a recordar que Elena se echaba, en todos y cada uno de sus encuentros con él, algunas gotas de colonia (¿Elizabeth Arden?, ¿Cacharel?) en rostro y cuello para recibirle, cosa que él le reprobaba con la mayor convicción, no tanto porque pudiera ser una señal que lo delatara ante Sonia, sino porque no era un entusiasta de ese oloroso detalle: cuestión de gustos, aclaraba por toda respuesta. Y, justo aquel día, en una molesta e ilógica casualidad, el perfume resultaba particularmente intenso. Maldijo entre dientes, y, preso de la súbita desesperación que creía haber encerrado en w. c. de la tasca, bajo la superficie grisácea del cristal, calculó la solución más adecuada y sencilla en el menor tiempo posible. Porque, a todo esto, apenas sí estaba a un par de calles de su hogar.
De nuevo tuvo suerte, pues, antes de doblar a la esquina, vió una alargada puerta, rematada por un letrero azulado, en el que se indicaba: "Droguería- Perfumería". Entró. Obviando la figura inmóvil de la dependienta –de quien recordaría más tarde un vago parecido físico con Elena- recorrió las estanterías saturadas de frascos y envases y, tras un breve vistazo, compró la colonia más acorde para hacer frente a su delicada situación; una con nombre francés, de apenas 150 mililitros, cuyo penetrante e inconfundible aroma, tan marcadamente hombruno, era la mejor respuesta para ocultar el enroscado y avieso abrazo de Elizabeth Arden o Cacharel. Nada más salir afuera guardó el tapón en el bolsillo de de la americana y se roció, en una purificadora ducha, hasta dejar el envase medio vacío. Comprobó que el efecto era el deseado, que las expectativas se cumplían y, retomando la pasajera felicidad que el descubrimiento anterior había hecho desaparecer, continuó su caminata, a paso ligero y con el mentón bien alto.
Al doblar la esquina, sintió que una nueva duda salía a su encuentro. Un segundo. ¿Qué era de su aspecto físico?. Sí, de la camisa, la americana, la desdibujada raya del pantalón. ¿No daba todo ello la impresión de que...?. Apoyó su dolorida espalda en una pared de mármol, repentinamente fatigado. El mármol daba entrada a una floristería, en las lunas de cuyo escaparate comprobó si sus miedos tenían razón de ser. Y se encontró con que el desaliño de su apariencia resultaba muy significativo al respecto: lo evidenciaban las innumerables arrugas en camisa y pantalón y el nudo demasiado flojo de la corbata, además de llevar tres días sin afeitarse y que la raya de la cabeza yacía bajo un aluvión de bucles desordenados. Volvió, apresurada, febrilmente, a tratar de restablecer su apariencia normal, sin que el manojo de nervios que le apretujaban manos y corazón jugase en su contra. Así, comprimió con fuerza el nudo, estiró la camisa bajo el cinto, con la el fin de que desapareciesen las molestas planicies de la seda, y pasó la mano, a modo de rudimentaria plancha, por la irregular superficie de su pantalón. Terminadas las operaciones, y como, de algún modo que no se molestó en explicarse, el destino le había guiñado su ojo más cómplice colocándolo frente a la floristería, decidió comprar un ramo de glicinas a Sonia, sus flores favoritas. ¿O eran las orquídeas?. Daba igual, a Sonia le encantaban las flores en general y las sorpresas en particular.
Llegó, por fin, al portal de casa. Antes de entrar, subir las escaleras que conducían al ascensor, pulsar el botón y colocarse, sonriente, impecable (dentro de lo posible) y satisfecho delante de la puerta, con el ramo de glicinas pegado a la espalda, sacó el tapón de la colonia de su chaqueta y lo arrojó al contenedor de la basura. El envase, vaciado una vez más sobre americana y camisa en el tránsito que mediaba entre la floristería y su domicilio, lo había metido en una papelera. Una vez en el rellano, adquirió la ceremoniosa pose de uno de ésos vendedores de puerta en puerta, y apretó el timbre. Al cabo de un largo minuto, Sonia abría la puerta, precedida de su delantal amarillo y un rostro ojeroso y deslucido que denotaba una gran fatiga.
-¡Hola! –exclamó, sin énfasis – No te esperaba tan pronto. Estaba haciendo la cena.
Regresó a la cocina, dejándole con la puerta en la mano. Por una parte, se dijo, mejor así: ni siquiera se había dado cuenta del codo encogido sobre la cintura. Cruzó el salón y se adentró en los azulejos blancos y los humos que nublaban la vitrocerámica.
-Tengo una sorpresa para ti –susurró.
Sonia no se volvió, atenta al chisporroteo de la sartén. Por un instante creyó que, con todo el ruido de la comida friéndose, no le había oído, pero, al poco, su esposa se giraba para mirarle la cara, sin ninguna de las esperadas características que se suelen asociar a un rostro expectante y feliz.
-¿Qué es?.
-Adivínalo.
-Tomás, no estoy para juegos. ¿De qué se trata?.
-Vamos, mujer. Haz un esfuerzo.
Lo único que obtuvo su reclamo fue un murmullo en el que se mezclaban, a partes iguales, el reproche y una manifiesta sensación de pesadez. Escuchó, luego, la respiración subiendo y bajando por la caja torácica, y Sonia siguió sin decir nada.
El ramo de glicinas comenzaba a incomodarle, pues algunas gotas de agua resbalaban por los finos troncos y le humedecían el puño. Se adelantó hacia Sonia, temblando un poco, y con una mirada lasciva, la rodeó por la cintura con el brazo que le quedaba libre.
-¿Qué crees que es?. Dí algo.
-No lo sé, Tomás.
-¿Quieres que te dé una pista?.
Sonia continuó abstraída en la vitrocerámica, ajena a la conversación, a él y al ramo. Tomás no cejó en su empeño y su perseverancia dio, finalmente sus frutos. Tras colocar una tapa sobre la sartén, Sonia se volvió para ceder a la irrefrenable concupiscencia de su marido con un resuello de aburrimiento, quién sabía si por el fastidio de la labor ó por él, en la cara. Tomás mostró su mejor sonrisa, sacando de detrás de la espalda las anhelantes glicinas. Esperó la luz en los ojos, los labios ensanchados en una exclamación de sorpresa, las manos a la altura de las mejillas y la exagerada expresión de felicidad que habría de coronar el evento. Por el contrario, de todo aquello sólo se presentaron el brillo de los ojos –pero no de la clase que él había imaginado-, y la boca redondeada en un ¡oh! más cercano a la indignación que al asombro. Sintió un repentino agarrotamiento en su interior, veía cómo las fuerzas se le iban progresivamente sin que pudiera hacer nada, y comenzó a sudar.
-¿Dónde te has hecho esta mancha?.
Miró en la dirección que las pupilas enrojecidas por el calor de Sonia le indicaban. En mitad de la chaqueta, pero justo en el costado izquierdo y bajo la solapa del bolsillo, de manera que no podía haberlo visto en la primera y apresurada inspección, se erguía una mancha discontinua y oscura como el fondo de un charco. Tragó saliva y, seguidamente, se hizo un par de reflexiones ante tamaño descubrimiento: la primera, cómo no se había percatado antes de tan grave error, y al pensar en ello se sintió ridículamente empequeñecido, y la segunda, en qué lugar de la casa de Elena podía haberse hecho aquella mancha. Hizo un rápido repaso mental por todos los vestíbulos: el salón, la terraza, el cuarto de invitados, la habitación de ella... y concluyó en que en ninguna de ellas podía haberse ensuciado de aquel modo. Se aflojó el nudo de la corbata. Pero no estaba tranquilo, pues el rostro circunspecto de Sonia, la mirada ceñuda y el labio siniestramente curvo hacia la derecha aludían a la chispa de la sospecha, a la alargada sombra del escepticismo.
-Parece aceite... ¿Dónde te has hecho esta mancha, cariño?.
Echó un vistazo en torno suyo. Las baldosas blancas, sudorosas por el vapor, parecían burlarse de él en medio de un silencioso coro de carcajadas. Agudizando su oído –debajo del cual había examinado cuidadosamente que no hubiera ninguna mancha de carmín- escuchaba la misma risa sarcástica en el crujido de la sartén, la luz que salía de la puerta del congelador o el tintineo mecánico de la gota de agua cayendo del grifo. Agachó la cabeza, abatido, pesaroso, y apenas un par de segundos después, el ramo de glicinas, también él extenuado por haberse mantenido en equilibrio durante toda la escena, se desparramaba delante de los pies de Sonia.

MICHAEL FUREY

Relatos FM

EL GUARDABOSQUES


          Caminando entre matas autóctonas y salvajes, va el guarda-bosques, con su boina azul y pantalón con tirantes, dos típicas prendas de la vestimenta de su región natal. Él conoce cada rincón del monte, como la palma de su mano. Cada picada o el canto de los pájaros los reconoce, con sus nombres científicos y populares.

          Los ojos del guarda-bosques reflejan el cielo, que se confunde con el color del iris, la mirada tranquila, de paz interior muy grande, una mirada dulce a pesar de los años.
          Por una picada angosta, entre especies arbóreas autóctonas y debajo de un algarrobo encuentra un cardenal amarillo, una de las especies más amenazadas de extinción, un ave de ala caída, lo levanta lentamente como si fuera un frágil cristal y con su camisa azul, limpia y gastada, envuelve al pájaro.

          Regresa a su hogar, ubicado en la rivera del río, en donde tiene su casa construida con sus propias manos. El material de construcción empleado, fue madera y para el techo paja. Del otro lado del río está la orilla de otro país, en donde la integración del río y el monte es el complemento de dos orillas iguales, como un espejo.
El hombre cansado pero con una misión, salvar aquel pájaro que fue herido, quién sabe cómo; le da de beber, lo cura y lo alimenta, así pasan los días dedicado al cardenal.
Sigue su vida rutinaria, cuidando el medio ambiente como si fuera parte de su propia vida, su piel, su respiración.

          Cuando el pájaro se repone, regresa con él al monte, en un día otoñal, de brisa fresca, siendo bendecido sobre su cabeza con las hojas secas que caen y sintiendo en cada pisada el crujir de ellas. Posa al pájaro en un ceibo grande, longevo, entre flores rojas, de esta especie autóctona del país donde reside el guarda-bosques y le dice al ave:
"Vuela, vuela y si llegas a mi tierra natal, la España de Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y otros, canta una hermosa canción a mis padres y hermanos que no los volví a ver"

Maber

Relatos FM

UN NÚMERO MÁS


    La calle es siempre la misma, el mismo portal, el mismo lugar, de una ciudad cualquiera, en un pedazo de espacio infinito. Sólo cambian las gentes que transitan indiferentes ante cualquier esbozo de pobreza, tal vez de picardía, porque en este mundo loco e intransigente suele haber de todo. Los que lo hacen por necesidad y otros como los que vienen de vez en cuando solo por pasar el rato en su errante caminar de un lugar a otro. Todo está lleno, no hay espacio para más indigentes, porque los hay que visitan los albergues de vez en cuando, pero la mayoría prefieren vagar a su aire sin nadie que dicte las normas, ni ponga siquiera horarios. La libertad que ellos mismos escogieron no entiende de barreras, no sabe de condiciones ni deberes.  Es su vida, la que eligieron a pesar de todo. Porque toda persona lleva consigo una historia, pero los mendigos tienen siempre una historia triste. Muchas personas normales y decentes creen que solo son vagos, a los que no se puede redimir  porque les gusta la inmundicia y la calle. Aunque lo cierto es que muchos aman sobre todas las cosas la libertad, ya que a menudo el exceso de equipaje en la vida no lo convierte a uno en otra cosa que en esclavo voluntario. Pero a veces para Isabel son también las mismas gentes con la misma indolencia. Algunos le dedican una mirada despectiva, cómo si les incomodara su presencia, porque ellos se ven ajenos a  cualquier estrato social inferior, o a lo que consideran en el baremo de la sociedad por debajo de los límites de una vida medianamente situada. La mayoría pasan con desdén ante ella y otros, los menos, le echan una moneda con rostro compasivo, pensando tal vez que pueda malgastarla en una botella de vino o en un paquete de cigarrillos. Pero ella no quiere que la compadezcan, es más, detesta que lo hagan, pero tiene que comer, y de nada sirve el orgullo cuando se lleva tanto tiempo viviendo en la calle, y hay que agarrarse a cualquier opción por pequeña que sea. Necesita subsistir de alguna manera, y esta es la más cómoda, sentarse a esperar, solo espera, ya no tiene otra cosa que llene sus días y sus noches. Su vida entera es ahora una larga espera.  Además, prefiere guardarlo porque no quiere desperdiciarlo con esas gentes para las que es una perfecta desconocida, en medio de esa marea humana que va y viene sin saber donde va. De tarde en tarde pasea su mirada alrededor, al entorno casi ya familiar del teatro de la vida, donde los artistas van pasando delante de ella cómo mudos actores de una farsa, de una trágica comedia. Presurosos a cualquier hora, cómo si les faltase tiempo y la prisa fuese su eterna compañera, yendo y viniendo desde aceras de cemento a calzadas de asfalto y grisáceas pareces de piedra. Lejanos y sombríos, cómo la oscuridad que envuelve sus figuras a plena luz del día,  por callejas vacías y desoladas, sin bullicio ni alegría. Viviendo en altos y monstruosos edificios como colmenas de un panal que apenas dejan pasar un resquicio de aire y de sol. Todo tan impersonal y frío, como sus gentes.


Caras extrañas, de inmaculados trajes impolutos, de sonrisas forzadas en el quehacer cotidiano. La rutina de cada día para ellos, siempre igual, invierno ó verano. Solamente rutina, sólo monotonía. Al menos ella sabe muy bien cual es su sitio, donde está y de donde viene, y que tiene un pasado que siente cómo suyo aunque a nadie le importe. Sabe que una vez fue alguien con derechos dentro de la misma sociedad hipócrita y absurda que ahora la rechazaba. La calle enseña, y ella había aprendido a reconocer en los gestos de cada persona lo que sentían, a ver el sufrimiento ajeno, casi se atrevía a adivinar sus pensamientos, y le fascinaba lo que sabía del comportamiento humano sin necesidad de aprenderlo en los libros, sólo recogiendo en su memoria tantos gestos, tanto desprecio, y sobre todo tanta soledad. Si creían que ella estaba sola no lo estaban menos todos aquellos que pasaban por su lado con rostros aturdidos por las prisas y la insatisfacción de sus vidas, absorbidos por la gran urbe, formando parte indisoluble de la marabunta de aquella ciudad.  Ahora Isabel no era Isabel. Había pasado a formar parte de una larga lista. Era sólo un número estadístico de alguna tabla estadística donde se recogía el total de indigentes de aquella población. Isabel era sólo un número y nadie parecía saber que Isabel era Isabel, una mujer que a veces quería gritar su nombre y que la llamaran por él, y dejar de ser un número, aunque nadie le preguntó nunca lo que opinaba sobre el tema. Una vez llegaron unos periodistas, para programas sensacionalistas, de estos que algunas veces había visto en las pantallas de los televisores de los grandes almacenes. Querían hacer un reportaje y la entrevistaron a ella. Tal vez porque la vieron más importante, más sosegada, más lúcida para sus pretensiones,  aún no sabe, pero el azar hizo que fuese la elegida.
Les contó algo, retazos de una vida rota, que al parecer no les resultó muy interesante, porque no era una de esas historias típicas sobre gente que se ve en la calle por las drogas, el alcohol, por ser ludópata ó alguna de esas cosas que tan de moda estaban para desgracia de muchos cómo parados o algún hombre de negocios que tras haber alcanzado la cumbre había caído en la más absoluta de las miserias. La de Isabel era una historia vulgar y a aquellos periodistas no les pareció muy interesante lo que ella les contaba, quizás porque tampoco lo hizo con mucha coherencia, porque no le gustaba dar demasiados detalles sobre su vida, y sí les dijo algo fue por los sesenta euros que le habían dado, aunque luego debieron pensar que los habían malgastado, porque no tenían lo que ellos querían, algo que conmoviera a la gente que leía también cada fin de semana aquella revista dominical, que les hiciera sentirse felices por no ser ellos los que estaban en esa situación, por no pertenecer a esa clase social que ha tocado fondo y duerme y malvive en las calles de cualquier ciudad.





      Pero a Isabel no le importó mucho la decepción de aquellos dos reporteros, que hasta le hicieron unas fotos frente al pañuelo que desplegaba ante si, en el que ellos pusieron unas monedas y en el mismo portal en el que ella pedía siempre.
Y no le importaba porque sabía que les había contado medias verdades, aunque no les dijo ninguna mentira, pero tampoco toda la verdad, porque estaba casi segura de que se habrían reído de ella y la habrían tomado más por loca que por una pobre indigente y no quería acabar sus días en un hospital rodeada de enfermos mentales, porque ella no estaba loca y sabía muy bien lo que le había llevado a aquella situación, y aunque no le gustaba vivir así, tampoco se arrepentía, porque le quedaban tantos recuerdos de su pasado que si hubiera querido habría podido escribir un libro.
A veces soñaba despierta y se imaginaba cómo quedaría su historia plasmada en un libro, porque lo que era vivir, vivir había vivido mucho, y tan intensamente que ahora no le importaba aquel frío que le calaba hasta los huesos, porque se abrigaba de sus recuerdos, en los vértices del tiempo anidaban sus sentimientos,  y algunas veces su memoria era tan vivaz que hasta le abrasaba la pasión ya casi olvidada de aquel primer amor. Cuando se dejaba llevar por su imaginación asomaba en sus ojos un brillo especial, y se dibujaba una leve sonrisa en su rostro cansado. No se quejaba de su suerte, porque sabía que muchas de aquellas personas que la compadecían a ella eran dignas de la más profunda de las compasiones, porque nunca conocerían la verdadera historia de Isabel y porque jamás rozarían ni con la punta de sus dedos la felicidad que Isabel había disfrutado plenamente. Toda esa gente tenía las manos llenas para dar unas monedas y ella, que sólo tenía unas manos vacías y una vida desdichada sabía que poseía algo valioso, porque su alma estaba llena y eso era algo que nadie le podía arrebatar, aún a pesar de las adversidades y los contratiempos, tenía algo realmente importante que ni siquiera el  dinero podía comprar.  Encorvada y castigada por el tiempo revive cada instante, todo su pasado, todos los recuerdos felices y dulces de antaño, hace ya tanto que casi no le llega la memoria. Algunas veces en sus ratos lúcidos lo piensa: ¿Para qué? Para acabar así, sola. ¿Quién se lo iba a decir? Siempre rodeada de tanta gente, el murmullo, el gentío, la vida. Era vida a su alrededor, y ahora le sobra todo. Hasta el tiempo. Tiene todo el tiempo del mundo. Las largas horas sin hacer nada, sin una ocupación dan que pensar. Y ahora solo queda eso, recuerdos. En la recta final la existencia pervive gracias a ellos. A lo que hubiera podido ser y no fue, lo que se podría haber cambiado y no se pudo, tantas cosas, pero el destino es el destino y ya nada se puede cambiar. La vida es un cúmulo de circunstancias, y en la ruleta de la vida el azar lo decide todo: unos ganan y otros pierden.       





   Absorta en sus pensamientos se arrebujó como pudo con su única manta, ya un poco desgastada por el uso, y bajo los cartones se dejó llevar por su imaginación sin darse cuenta de que aquella noche arreciaba el frío. Aquel frío que le calaba hasta los huesos, que dejaba sus miembros entumecidos hasta el dolor, aquella sensación de hormigueo en las piernas, que apenas sentía cuando se levantaba algunas mañanas.
La encontraron por la mañana bajo los húmedos cartones, con una extraña sonrisa entre sus labios, rictus inequívoco para el forense de que había muerto por congelación.  Pero para alguien que hubiera conocido toda la verdad, aquella era la sonrisa de una mujer que vivió y amó tan intensamente que en la desolación y el sufrimiento de los últimos años de su vida habían podido hacer olvidar.
Isabel que nunca quiso ser un número volvió a ser un número en las estadísticas de los fallecidos en la última ola de frío que asolaba el país. Se fue Isabel, y con ella algo de mí. Aquel dominical cayó en mis manos por casualidad, y a pesar de que su rostro no parecía el mismo, porque ahora estaba ajado por el tiempo, marchito e inerte ante aquella claridad del flash de la cámara, pero no importaba porque  yo  pude ver aquella mirada que un día me enamoró, aquella sonrisa angelical que escondía tantas vivencias, aquel cuerpo antaño apetecible y hermoso.
  Leí ávido de saber lo que había sido de ella, los años transcurridos me parecieron entonces un instante, cuando  quise encontrarla fue tarde una vez más.
Escribo esto con mano temblorosa por la edad, pero lo escribo en su memoria porque lo que leí sobre ella no era toda la verdad, aunque tampoco era mentira. Lo que nadie sabrá nunca es que la historia de Isabel es, simplemente, una historia de desesperanza y olvido.

HYZAN

Relatos FM

El oráculo del mar


I.
   Nadie se daría cuenta nunca; nadie excepto el autor. Por ese tiempo acababa de publicar Bloom su canon. Todos los que estaban interesados en buena literatura buscaban en la lista del neoyorkino su tabla de salvación; pocas cosas dan tanto miedo como saber que morirás sin haber leído las grandes obras universales. De cualquier forma, no hacía falta que Horacio evitase con mucho esfuerzo ese canon de escritores blancos y occidentales. En principio, él quería escribir una novela sobre lamas y cosas por el estilo. Quería construir una historia llena de espiritualidad, e invitar con ella a la reflexión acerca de cuestiones vitales pero livianas, es decir, flotadoras. Tampoco nos equivoquemos, Horacio tenía en mente un libro, un libro blanco y occidental, Horacio moriría con la desazón de quien nunca redactara Siddhartha cuando habría querido hacerlo. Para Horacio, Hermann Hesse no era más que el hombre que se le adelantó, quien le robó mucho antes de que él naciera la idea para su libro. Así, decidió no escribir sobre brahmas, y eludir por completo las fábulas del Panchatantra. Horacio confiaba en que podía hacer una obra que cantase a la espiritualidad, con una escritura deudora de la cadencia con la que componen los autores orientales sus textos, sin necesidad de un marco hindú. Y lo consiguió. Después de devanarse los sesos durante muchos meses, pensó que lo mejor era plagiar una obra desconocida. A partir de ese momento sus desvelos no se encaminaban a la construcción solvente de unos personajes, ni hacia la elección del narrador más adecuado; todo eso vendría después. Lo que a Horacio le interesaba era encontrar esa obra que plagiar. Y lo consiguió. Una mañana de domingo, Horacio encontró el libro sin título de un escritor caboverdiano en El Rastro. Él había estudiado la literatura portuguesa en profundidad y sabía que se trataba de un autor completamente desconocido. Junto con su mujer se trasladó a Cabo Verde. Necesitaba experimentar la armonía descrita en ese libro. Y lo consiguió. Y también consiguió publicar con éxito su obra. Horacio, que morirá dentro de poco, aún se consuela recordándose a sí mismo que no se trató de un plagio íntegro. Además, él le puso título. La culpa de todo, piensa a veces, la tiene el realismo mágico, tan sobreexplotado, tan omnipresente. Y continúa consolándose: la búsqueda de nuevas metas puede llevarte a veces hasta viejos puntos de partida.
   

   II.
   Horacio es el amor de mi vida. Y lo que más valoro de él es su fuerza para superar rencores. Todavía recuerdo el póster de Gabo en nuestro estudio de Madrid y como Horacio lo usaba de diana cada vez que se atascaba en la escritura de sus textos. Entonces solo era un joven escritor recién llegado de Colombia, con muchas ideas y con poco éxito. Si tuviera que elegir una etapa de nuestra vida, sin duda, me decantaría por nuestros años en Cabo Verde. Ese ambiente tan inspirador fue el que le llevó a escribir la obra que le daría fama internacional; lástima que esta llegase tan tarde, sus demonios podrían haberse esfumado cuando aún éramos jóvenes. No quiero que se me malentienda, consentidamente he sido la sufrida esposa de un escritor ambicioso; pero echo en falta más vivencias maritales. Ahora somos una feliz pareja de ancianos residentes en Madrid. Nuestros viajes a Colombia son frecuentes. A menudo pienso en que podríamos haber sido una buena pareja de exploradores, no de los que buscan ideas para un libro, sino de los que escalan montañas, descienden por estrechas cuevas y se relajan, después, bebiéndose unas cervezas mientras contemplan catárticas puestas de sol. Por eso, estoy convencida de que lo que vivimos en Cabo Verde, sin escaladas ni descendimientos, es lo que más se parece a esa vida anhelada. Recuerdo una escena frente al Océano Atlántico. Solos, Horacio y yo. Él me hablaba del inicio de su obra. Me dijo que quien se para a escuchar el deje del mar descubre en él una respuesta para cada pregunta que se le ocurra; y que también, ese mismo deje, es el que te lleva hacia la tan ansiada paz interior. Allí mismo se le ocurrió el título del libro, El oráculo del mar. Con esta obra Horacio logró su paz interior, amén de muchos premios y dinero. Sí, nunca fuimos tan felices como en Cabo Verde; quizá ahora también lo somos. Muchas veces encuentro a Horacio abstraído. Yo le pregunto que si tiene en mente la composición de un nuevo libro. Él me mira y dice que ya tiene todo lo que quería, que ha logrado la paz interior, y que mantenerla cuesta mucho. Luego sonríe, y yo soy feliz.

Gehonás

Relatos FM

Me llamo Eli


  Tal vez esto no te importe, y sé que tienes cosas mucho mejores en las que invertir tu tiempo, pero
  a decir verdad, el mío se me acaba, y necesito vaciar el saco de mi cabeza de el lastre que es esta
  historia. Probablemente tendrás preguntas como: ¿Quién eres? ¿De donde vienes? ¿Y por qué
  malgastas el tiempo con un desconocido en lugar de hacer algo de provecho? ¿Acaso tus padres
  no te enseñaron nada?
  Pues la verdad es que no me enseñaron ni sus caras. Sí, así es, soy adoptado, pobre de mí...
  Para empezar, no te cuento esto para que me compadezcas, si te soy franco estoy cansado de que la
  gente lo haga, estoy más que harto de que me vean como ese pobre chico abandonado, que
  en secreto sufre por dentro, que llora todas las noches y que vivirá con ello toda su vida.
  Chico que, por cierto, no soy en absoluto. Y dirás: ¿Cómo puedes no extrañar a tus padres?
  Permíteme responderte con otra pregunta: ¿Cómo puedes echar de menos algo que jamás tuviste?
  Ni les lloro ni les extraño, y aunque desconozca si siguen o no con vida, cosa que no me importa lo
  más mínimo, para mí están muertos tanto como yo para ellos.

  Pero eh, basta ya de lloros y dramas (válgame la ironía), he venido a desahogarme, no a que te
  ahogues en tus lágrimas. Esta no es la película los miserables, aquí no vale llorar.
  Me llamo Eli, y esta es mi historia.

  Desde que tengo memoria he pasado por innumerables orfanatos y hogares de acogida, he
  conocido y perdido a mucha gente demasiado rápido para poder llamarles amigos. Lo más
  parecido a mi primer amigo fue el libro de Harry Potter y la Piedra Filosofal. En parte me sentía
  identificado con el pobre Harry, y a los once años esperaba desesperadamente que una lechuza
  pasase junto a la ventana con mi carta de Hogdwarts (lo cual no pasó, por si te lo estabas
  preguntando). Pero hoy día J.K.Rowling  tiene el dinero por castigo, ese fantástico mundo
  se evaporó con las reliquias de la muerte, y volví a estar sólo. Un día, en un foro de internet sobre
  la autora, conocí a una chica Valenciana que me contó que estaba de vacaciones en Tenerife, así
  que decidí verla en persona ese fin de semana. Se llamaba Claudia, tenía un pelo castaño oscuro y
  unos relucientes ojos verde esmeralda, y me sentía a gusto hablando con ella, sobre todo porque
  era la primera persona con la que hablaba más de una hora seguida en mis dieciséis años de vida. 
  Ella era muy amable y educada, parecía entender lo que suponía no tener padres, a pesar de
  tenerlos.
 
  Era la primera vez que hablaba con una chica sin que pasase de mí a los quince segundos, ella era
  diferente, se paraba a conocer a las personas y a valorarlas, por patéticas que fueran. Te juro por
  dios que mereció la pena cada minuto de aquella tarde, sobre todo porque a los tres días se fue de
  Canarias y volví a quedarme sólo, otra vez. Así es, tengo tanta suerte...debería ir a saber y ganar.
  Y me dirás: Si no quieres estar sólo compórtate de forma diferente. A ver, querido lector, hay
  personas que nacen con discapacidad mental, y no pueden hacer nada por ello. Pues bien, yo he
  nacido sin padres, y no puedo sacarlos de la chistera, es como soy y como siempre seré.

  Pero mi historia no acaba aquí, ni mucho menos. Deberías prepararte un té con galletas, porque
  esto sólo acaba de empezar.

                                                                          ¬1¬               
 


  Avancemos algún tiempo, un par de años estará bien. Yo tenía dieciocho, era mayor de edad, y
  dado que el año anterior me había fugado de mi hogar de acogida, tuve que buscarme la vida
  sólo, con un diminuto piso compartido y un sueldo de camarero que dejaba mucho que desear.
  No era exactamente la vida que había planeado, pero era una vida, al fin y al cabo, todo lo que
  tenía lo había conseguido yo sólo, y yo sólo lo disfrutaba. Pronto me percaté de que aquello
  empezaba a convertirse realmente en mi futuro, no tenía ningún plan a parte de limpiar mesas   
  para poder comer caliente, hasta que un día todo cambió. Vi en la televisión un documental de
  la dos sobre unos hombres que desenterraban entero el esqueleto de un mamut en África, y re-
  cordé lo mucho que me gustaban ese tipo de cosas, y lo divertido que era ensuciarse en el albero
  tratando de desenterrar piedras a los seis años, así que lo decidí, iba a ser arqueólogo. A base de
  trabajar día y noche y pedir un pequeño préstamo a mi amigo, ahorré lo justo para llevarlo a cabo
  Un mes después estaba aterrizando en el aeropuerto de Barajas, Madrid, listo para entrar en la
  universidad  pública.
  El primer día estaba emocionado, me moría de ganas de empezar. Al llegar a la entrada no pude
  creerme quién estaba a diez metros de mí, con gafas de sol y el pelo recogido en una larga cola de
  caballo. En cuanto se quitó las gafas le vi los ojos, de un precioso verde esmeralda. Era ella, a
  quien no pensé que volvería a ver jamás, mi querida amiga, Claudia. Quid pro quo, el universo
  me la quitó dos años antes y ahora me la devolvía, pero aunque yo no la hubiera olvidado eso no
  quería decir que ella se acordase de mí. Me estrujé el cerebro pensando la frase adecuada, pero
  gracias a dios, ella me vio, sonrió y se acercó a saludarme. Charlamos un rato considerable y me
  presentó a sus amigos, que con el tiempo se convirtieron en los míos, con los cuales pude
  compartir varios de los mejores momentos de mi vida. La carrera de arqueología no me resultaba
  complicada, sino interesante, y trataba de aprovechar cada segundo, y no pensar en otra cosa que
  en tierra, profundidad y restos óseos, pero a decir verdad, no podía evitar pensar en Claudia,
  gracias a la cual me resultó más fácil salir adelante. Ya había acabado el primer semestre y aún
  seguíamos siendo "Sólo amigos", pero mis intenciones iban a más, así que en las vacaciones de
  navidad conseguí separarla del grupo para decirle lo que sentía de una forma bastante patética,
  la verdad, pero que a ella le pareció entrañable. Por fin lo había conseguido, ella era la chica ideal,
  no sólo porque con ella me sentía más feliz que nunca en toda mi vida, sino porque no estaba
  conmigo por compasión, a ella no le importaba lo de mis padres (mejor para ella, se libraba de
  conocer a sus suegros).

  Volvamos a la máquina del tiempo y viajemos cuatro años adelante, cuando terminé la carrera.
  Tenía veintidós años, ya era arqueólogo, y mi chica se había doctorado en química, estábamos
  barajando la idea de vivir juntos, y quién sabe, tal vez unos años más adelante viviríamos en una
  casa donde criar a nuestros hijos. Por suerte o por desgracia, no hubo otra opción, ella se quedó
  embarazada, y sus padres eran muy católicos, así que nos hicieron casarnos ese mismo mes.

  Éramos jóvenes e ingenuos, pero íbamos a sacar a nuestro bebé adelante por más difícil que fuese.
  Con la ayuda de sus padres encontramos una casa en un buen barrio, y Claudia consiguió un
  puesto bastante bien pagado en un laboratorio. Pero evidentemente, yo necesitaba una trabajo que
  me permitiese estar más tiempo con nuestro hijo. Sí, resultó ser niño, con los ojos de su madre y la
  nariz de su padre, le llamamos Ángel, por su abuelo (materno, obviamente). Acabé encontrando
  un puesto mal pagado cerca de casa, y adivina, era de camarero, por si el universo no se había
  reído ya bastante de mí.
 


                                                                         ¬2¬



 

  No voy a decir que fue fácil, pero al final hubo un momento en el que pude sentarme en el porche
  de mi casa y decir: Vamos a salir adelante.
  Jamás en mi vida había estado tan equivocado. Tres meses después a Claudia le diagnosticaron
  una extraña enfermedad, puede que un virus del que se infectó en el laboratorio, no se podía hacer
  gran cosa. Tosía mucho, le sangraba la nariz, tenía fiebre... la ingresaron en un hospital e hicieron
  por ella todo lo que pudieron, hasta que llegó el final. Pensé que el "Hasta que la muerte os
  separe" aún estaba lejos, pero hay cosas que no podemos controlar.
  El día de su funeral asistieron muchas personas, todas dándome el pésame, y volví a sentirme
  compadecido, tal y como me sentí los primeros quince años de mi vida. Pero aquella vez no era
  yo de quien había que compadecerse, un niño acababa de quedarse sin madre, y sus abuelos
  se encontraban en otro continente, sin intención de volver. Sólo le quedaba yo, y yo no podía
  cuidarlo, porque el médico de Claudia me informó de que yo estaba infectado del mismo virus, me
  quedan semanas de vida. Entonces pensé en la única opción que me quedaba, y era algo por lo que
  siempre había odiado a mis padres. Siempre pensé que me dieron en adopción porque no me
  querían, pero yo quería a mi hijo con locura, y aun así tuve que hacer lo mismo, lo que me hacía
  preguntarme: ¿Por qué juzgué tan mal a mis padres? ¿En qué soy mejor que ellos? ¿Me gustaría
  que mi hijo pensase igual de sus padres? Jamás podré explicarle por qué hice lo que hice, porque
   estaré vivo cuando tenga la edad para entenderlo. Y es por eso por lo que tú, querido lector, estás
  leyendo este relato, tú, a diferencia de Ángel, me conoces y sabes mis razones. Ojalá pudiese
  decirle que le quiero, y que lo siento mucho, pero no puedo, ya no.

  La vida no se planea, se vive. Podemos tener mil ideas y propósitos, pero pocas personas logran
  cumplirlos todos. Sólo puedes vivir una vez, tomar una decisión para cada ocasión, y vivirás
  con ella durante toda tu vida. Ese soy yo, el padre que hizo con su hijo lo mismo que sus padres
  hicieron con él. A la mayoría de personas, como a ti, os han criado, educado bien, y dado el cariño
  que os merecíais, pero a algunos simplemente nos abrigan con una manta, y nos dejan en una caja
  delante de un orfanato con una simple nota que dice: Te queremos, Eli.

L.I.B.

Relatos FM

Un escape al Sur (de Chile)


Finalmente viajó a conocer el Sur del que ella tanto hablaba, fue prácticamente una fuga de la cuidad capital. No sabía muy bien de que escapaba, quizás escapó de ella, aunque con ella escaparía. Aterrizó tras un viaje rápido, llegó con el amanecer, contemplando desde el cielo los verdes campos labrados en los que se insertaban luces anecdóticas, no como las luces de su ciudad, que iluminan intensamente el cielo hasta engullir las estrellas y transformar la luna en extranjera en su tierra. En aquellas latitudes la relación está invertida, un súbito pensamiento cruzó su conciencia: - no se puede ser sino distinto con tal inversión de colores, y tras aquel, el comentario de un amigo: -me di cuenta que lo que extrañaba y me hacía feliz, era simplemente el color verde. Aterrizó tras un par de horas, dos horas que fueron casi diez a causa del insomnio acumulado en la noche anterior y gatillado por la ansiedad de viajar, de llegar al lugar con el que ella, Rosa, soñaba despierta. Ahora, a días de haber retornado y retomado su frenético ritmo de vida, entiende perfectamente la razón de su nostalgia, de su amor por estos lugares y su gente, de su pasión por el trabajo con personas de las cuales aprendía todo un modo de convivir con la tierra verde y marrón, con la tierra fértil y húmeda.
Bajó del avión ansioso, solo en un aeropuerto casi vacío, mirando con una discreta molestia interna a su alrededor mientras esperaba el equipaje. Salió en la búsqueda de un bus que lo llevara a Ciudad Austral. Y mientras esperaba notó la diferencia del espacio-tiempo de los que habitan en el sur: un hombre bien vestido, de traje azul, camisa blanca, roja corbata, maletín negro, pelo castaño peinado hacia atrás y cara de vendedor, miraba impaciente su reloj sabiéndose contra el tiempo. Le preguntó un tanto soberbio al conductor, a qué hora partía el bus hacia Ciudad Austral. Sin mover un músculo de su cara el paciente conductor contestó: -Estamos listos, solo esperamos que salgan las personas, invocando a la ambigüedad temporal, ¡cuando salgan las personas!, lo mismo da un minuto que una hora. No pudo menos que sonreír e intentar cerrar los ojos en espera del arranque del motor. En cuanto se puso en marcha logró conciliar por breves minutos el sueño. Soñó con besos y abrazos, soñó con angustias calmadas a punta de licores y escritos, con decisiones cien veces tomadas y mil veces anuladas, soñó con todo lo que se puede soñar en treinta minutos. Despertó llegando al terminal que ya conocía. Esta vez estaba solo, sin miedo, sin el temor a ser atracado que emerge fétido y oscuro cuando se está en un terminal de la capital. Bajó curioso del autobús siguiendo las instrucciones de su amigo, mirando los recorridos de los pequeños y desvencijados autobuses rurales estacionados contiguos a los modernos gigantes interurbanos. La gran mayoría conectaba la marítima Ciudad Austral con su vecino Puerto Mar, de menor tamaño y paradójicamente emplazado en un lago de origen volcánico, pocos autobuses emprendían  rumbo hacia el sur más austral y solo uno lo llevaría a su destino en Metri. En cuanto reparó en el pequeño transporte, se acercó a la ventanilla del conductor para preguntar la hora de salida. Ya con el motor en marcha éste le respondió: - ¡inmediatamente! Solicitó quince minutos para comprar en el mercado situado frente al terminal. – ¡En siete minutos! Fue la nueva respuesta. Con su característica omnipotencia frente al tiempo, cogió mochila, cámara y caminó rápido cruzando la calle como citadino experto, esquivando autos que no transitaban, corriendo sin necesidad. Tras una breve pero surtida compra de; vino, quesos, embutidos varios, semillas, naranjas y canela, salió presto a tomar el autobús. Sin sorpresa se encontró con otro cartel en el lugar en donde estaba su transporte. Preguntó impaciente a qué hora partía el próximo. No hubo respuesta, nadie sabía. Con resignación, se sentó a esperar protegido de la para él amenazante llovizna, a contemplar la dinámica del aquel pequeño terminal. Chilotes y Australinos de curtida piel morena se paseaban y tomaban tibios líquidos; algunos café, otros mate, muchos cargaban pesadas mallas que contenían mariscos y frutas. Un dejo de paranoia citadina le impedía estar totalmente cómodo y registrar con su cámara el acontecer de la fría, húmeda y luminosa mañana en el terminal de Ciudad Austral.
Nunca llegaron a encontrarse, ese fue el principio del fin.

Lautaro Cienfuegos

Relatos FM

Un balcón en la calle de la Media Luna


   Ni siquiera ese calor pegajoso, ese aire húmedo que espesaba cada día la ciudad de Cartagena pudo impedir que toda la piel de mi cuerpo se erizase. Su mirada se me metió dentro, como un chorro de viento helado entre los órganos de mi cuerpo. Tenía una mirada ausente y muy negra, negrísima como su piel de ébano. Me observaba desde lo alto de las escaleras, mientras yo, a duras penas, podía ascender el último escalón resquebrajado de aquel hostal en ruinas. Sobre mis hombros, mi mochila, que llevaba ya tres meses recorriendo Sudamérica. Mi mochila, que contenía un inmenso vacío y que, sin embargo, nunca había pesado tanto.

Pasé junto a ella, y aproveché el juego de la llave en la cerradura de mi habitación para examinarla: era una mujer delgadísima, con el pelo cardado y la piel muy brillante. Llevaba una niña de unos seis meses en brazos, desnuda, cuyos rizos desordenados se colaban por el escote de la blusa abierta de su madre.

Entré en la habitación. Estaba exhausta y sólo quería dormir. Cerré de un golpe las dos puertas del balcón, pero por las dilatadas grietas de la madera todavía se colaba el hervidero de ruidos, gritos y música de la inagotable calle de la Media Luna. Había comprendido ese mismo día porqué los costeños solían referirse al centro de Cartagena de Indias como la vitrina. Y es que el corazón de la ciudad era, en efecto, un escaparate de elegancia: un decorado colonial de farolillos a media luz, de buganvilla rosa en los balcones, la esencia viva de las páginas de una novela de García Márquez. Sin embargo, Getsemaní, a tres minutos del centro, era un barrio de guerrilla en toda regla, que crecía en el ardor de un asfalto siempre restregado de colillas y pulpa de mango podrido; un enjambre de casas con paredes desconchadas y tejados de uralita. Era allí y no en otro lugar donde estaba mi hostal: donde ni siquiera los mochileros ponían sus pies negros de neohippies.

Encendí el ventilador y las enclenques vigas del techo comenzaron a vibrar con fuerza. Mi imaginación recreó una catástrofe tras otra, pero el sueño que inyectaba el calor caribeño era mucho más poderoso. Tardé un segundo en quedarme dormida.

Tres horas más tarde, el bombeo de mi propio corazón me despertó. Miré el reloj: apenas eran las once de la noche. Estaba empapada en sudor y todavía aleteaba en mi cabeza la última fotografía de mi sueño. La misma pesadilla. No era algo nuevo. Cuántos días, cuántas noches iba a necesitar para curarme era algo que ni siquiera me esforzaba ya en preguntarme. ¿Un viaje? ¿Sola? ¿Qué esperas conseguir? Ana me lo había preguntando sin juzgarme, pero con la sinceridad áspera de quien te quiere. No lo sé, le respondí. Sólo sabía que aquel vacío atroz estaba empezando a vaciarme a mí, también.

Había ocurrido en el mes de abril, cuando ya contaba casi siete meses de embarazo. Resbalé, y mi cuerpo fue a parar contra la arena. No te preocupes, me dijo Camilo, la arena es blanda. ¿Te duele? No, no me dolía. Y por eso pensé que ella también estaría bien. Nos metimos en el agua, toda la tarde. De madrugada, me lo explicaron, que había sido un caso extrañísimo. Un aborto de los más raros.

Cuántas veces maldije esas horas en el mar, en los brazos de Camilo.
Cuántas veces maldije a Camilo.

Abrí las puertas del balcón y salí. En la acera de enfrente, charlaban dos vendedores de tintos y una joven prostituta gritaba algo con acento golpeao. Pasó una rumba en chiva, una especie de maquiavélico invento antidescanso que no era más que un autobús descubierto donde los turistas bebían ron y conocían la ciudad a ritmo de vallenato. Miré hacia la izquierda y allí, en el balcón contiguo al mío, estaba ella. Como un espectro. Balanceaba sus cuarenta kilos de ébano en una vieja mecedora, mientras su hija dormía prendida de su pecho. Hola, me dijo, sin separar su mirada muerta de algún punto oscuro en la lejanía. ¿Usted es extranjera? Asentí con la cabeza. ¿Y tú?, pregunté. ¿Yo?, dibujó una sonrisa amarga, y se quedó en silencio mientras su mirada se perdía de nuevo. Dile hola a la señora. Sentó a su hija en sus piernas, encarándola hacia mí. Observé su rostro de muñeca, su piel de color de chocolate con leche, sus manitas cruzadas con una sorprendente elegancia sobre su barriga. Era preciosa.

Fue como uno de esos sueños tibios, en calma, donde todo es dulce y seguro. Pero también como uno de esos sueños sin sentido, de donde una ni siquiera puede arañar un solo hecho coherente. No puedo recordar nada. En aquel balcón de la calle de la Media Luna, salpicado de cucarachas, una laguna negra inundó mi memoria.


Más tarde, en la habitación, sólo pude caer en una turbia duermevela por la que desfilaban las pesadillas de siempre. Podía sentir las perlas de sudor en mi cuello, mis muslos pegados a las sábanas y una respiración nerviosa, seguramente la mía, pegada a mi oreja.

Al despertar, la vi. Simplemente, la vi, como un grano de café sobre la almohada, como un regalo. Eso es lo que era.

Nadie me peguntó nada. Nadie. Ni un dondeestásumochila, ni un deseauntaxialaeropuerto. Nada. Nadie levantó la mirada de su café, ni del periódico de la mañana. Era un día más. Una extranjera más abandonaba la ciudad amurallada. Emprendí el camino hacia la terminal de buses y compré dos billetes a Bogotá: uno para mí y otro para ella. Busqué un asiento en el fondo del bus y la senté sobre mí. Envolví su cuerpecito de cacao con mis manos, le besé la frente y miré por la ventanilla.

A lo lejos, me pareció verla, en un puesto de fruta. Me pareció entonces que me miraba por última vez. Que me sonreía. Me pareció que me susurraba, desde lejos, que a veces el despertar es lo mejor de los sueños.

Mango

Relatos FM

Titantes del tiempo


Sobre un caracol de las dimensiones del Sol descansan los tres Titanes del Tiempo. Cada uno defiende una mentira, un secreto, y un modo personal de adentrarse en la historia. Aunque nadie más ocupa el enorme caparazón espiral, nunca han cruzado una palabra entre ellos; los Titanes no son amables ni ásperos, no precisan de la palabra para sobrevivir. Como nunca nacieron, tampoco envejecen o sienten; como no respiran, viven inconscientes de la atmósfera limpia o irrespirable que rodea al universo.

La morada de uno tiene su pared junto a la del otro y, aunque resulte inexplicable, quien está en el medio ha conocido y conocerá el territorio de los otros dos, pero también el primero fue antaño el último y, a cada instante, el último se transforma en primero. Quien se mantiene entre los dos no tiene memoria, habita en una delgada línea, siempre  obligado a cumplir con una ráfaga  infinitesimal.

La Tríada es inmortal. Ha visto todas las guerras, reconoce cada ilusión perdida, amontona cadáveres y alumbramientos, pero es incapaz de detenerse a recapacitar. Como todos los titanes, son arrogantes y sería necio vindicarles humildad. Alguien disertó en tiempos de Adriano que no podían sentir y que, si lo hicieran, los moradores de nuestro planeta no hallarían cabida. No entiendo el porqué, pero yo sólo soy un minúsculo grano de arena del desierto.

No hay partícula del universo sobre la que no hayan influido; en algún momento, siempre (la locución es grave, lo sé). Todo depende de ellos: crean, destruyen, transforman. Nadie los ha visto jamás, y sin embargo no hay certidumbre mayor que la de que existen, más que las religiones y sus dioses gloriosos, más que mis hermanos o mi vida. Cada dos mil años alguien de la muchedumbre se alza para retarles, pero no se les conoce pugna que hayan perdido ni otro esfuerzo que el que realizan sin inmutarse, día y noche, todos los días, desde antes del big bang.

Los hombres, sólo conscientes en vísperas de la muerte, desprecian su existencia durante los primeros años pretendiendo llenar de luz un camino inútil, huyendo de los tres devoradores, sembrando los campos de flores y risas.

Los más sabios buscan aferrarse al Titán mediador; a quienes el poder de los sueños sucumbe, deambulan por los tres encajando golpes, embriagados de palabras y otras drogas.

No se conoce mortal que haya podido mantenerse fiel a uno sólo de  ellos, ni un día, ni una hora. Sólo en sueños. Si un hombre, animal o cosa pudiera elegir, preferiría vivir con todos para persistir y siempre al último para no desaparecer.
De los tres Titanes, Presente es odiosamente resbaladizo, Futuro abismal, Pasado un rencoroso desgastador.

Agripino

Relatos FM

#239
Las primeras enseñanzas


Los dioses ya estaban hartos de que el mundo fuera negro, y decidieron hacer el día. Dijeron: "¡Debemos crear la luz!" E hicieron el día con las chispas que brotaron al golpear dos piedras. Hicieron un gran fuego que les dio luz y calor. Así estuvieron mucho tiempo hasta que notaron que las llamas disminuían. Entonces dijeron: "¡Alguien debe ir por leña para mantener nuestra hoguera porque si no el mundo volverá a ser oscuro, y así no lo queremos!" Eligieron a un dios fuerte, y éste fue por leña, mucha leña; la arrojó al fuego, y echó más. La fogata creció tanto que lo calcinó y de su cuerpo se formó el sol. Pero el dios era eterno y por eso el fuego aún no se ha extinguido.
   Los dioses festejaron el sacrificio de su hermano. Decidieron que el fuego debía mantenerse, pero que a veces podía descansar y disminuir poco para no calcinarlos. Dejaban que se hiciera pequeño como una piedra. Pero cuando el sol se hacía pequeño ellos padecían frío y no podían ver por dónde caminaban, y se tropezaban y caían haciendo hoyos enormes, y levantaban montones de polvo con los que se formaban los cerros, las constelaciones y las galaxias. A los dioses no les gustaba caerse y por eso le dijeron a una diosa: "¡Debes cuidar que el fuego no se extinga, pero que tampoco nos consuma a nosotros!" La diosa no sabía qué hacer y estaba muy preocupada. Agarró una piedra y la talló con arena para hacer un espejo que reflejara la luz del sol cuando fuera pequeño y así los dioses ya no se cayeran. Así se formó la luna. Pero cuando la diosa estaba tallando la piedra, se cortó con uno  de sus filos y le brotó sangre que se derramó en la tierra y dio origen a los primeros hombres. Con el dolor de la herida agitó el viento, volaron las pavesas por todos lados y formó las estrellas.
   Cuando los dioses despertaron y vieron el desastre, le preguntaron a la diosa: "¿Qué hiciste?" Ella les contestó que acababa de crear a la luna, al hombre y al cielo estrellado. "¡Está bien!" Le dijeron. Nada más que no sabían qué hacer con los hombres. Decidieron entregarles un trozo de mundo para que vivieran en él y lo cuidaran. Les dijeron qué debían hacer: algunos labrarían la tierra; otros, comprarían y venderían; otros, lucharían con armas; algunos tejerían o labrarían piedras; otros harían cantos; unos pocos dirigirían a los demás. Y les proporcionaron el don de amar, de reproducirse y gozar de los placeres; al hombre lo hicieron hombre y a la mujer, mujer. Les dieron el calendario y los números; les enseñaron a construir ciudades, a navegar y a controlar el agua con canales y acueductos; les enseñaron a cultivar la tierra y a criar animales; les enseñaron a respetar la vida. Les enseñaron a reír. Les enseñaron la teología, el teatro y la danza; también les enseñaron el lenguaje, la ciencia y la filosofía; pero principalmente les enseñaron los mitos para que supieran cómo se creó el Sol, la luna, los planetas, el hombre, el arte y la sabiduría.
   Posteriormente, los hombres, por su propia cuenta, aprendieron a robar, a oprimir a sus semejantes, a violar, a ser haraganes y a decir mentiras.                             

Alberchigo