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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

A pesar de todo, amor



- ... y además, mamá, el señor Jaime me ha puesto un notable en el dibujo que nos mandó ayer, ¿te acuerdas?, y María, ya sabes quien es, me pidió que se lo prestara para hacer otro igual. Me quedó muy bonito, ¿no crees, mamá?.

- Sí, hijo. Te quedó precioso.

- Pedro no ha ido hoy a la escuela. Pasé por su casa como cada día pero su madre me dijo que estaba enfermo y que pasó toda la noche con fiebre... Tengo que ir a visitarle después de comer. ¿Me dejarás, verdad mamá?.

- Hijo, todavía no es conveniente que vayas a visitarle. Pedro podría contagiarte y caer tú también enfermo... Acuérdate de la última vez que enfermaste lo malito que estuviste. Espera a que se recupere y entonces podrás visitarle.

- Pero Pedro es mi mejor amigo y yo quiero ir a verlo y llevarle los deberes y jugar con él... ¡Te prometo que no me pondré malo!.

- Es mejor que esperes a que Pedro mejore, además, así podrás comprarle un regalo y llevárselo. ¡Verás que contento se pone cuando te vea!

- No mamá, tengo que ir hoy a verlo, ¡le he prometido al señor Jaime que le llevaría los deberes a Pedro y...!

- ¡No se hable más!. ¡Te he dicho que no y es que no!. Ahora ve a lavarte las manos y prepara la mesa. ¡Venga date prisa!.

- Sí, mamá... Mamá, ¿ya te he dicho que dentro de dos semanas empiezan las vacaciones de verano?.

- No, me parece que aún no me lo habías dicho.

- ¿Iremos a algún sitio este año?. Me prometiste que iríamos a alguna parte. Me lo prometiste, mamá. ¿Dónde iremos?. A mí me gustaría que fuésemos a la playa a tomar el sol y a jugar en la arena, y bañarnos y... Porque, ¿este año saldremos, verdad, mamá?. Dime que sí, mamá, por favor, dímelo...

- No lo sé, hijo. Tenemos que hacer muchas cosas y yo ahora mismo tengo demasiado trabajo. Ya hablaremos más adelante, cuando tú acabes las clases.

- Eso mismo me dijiste el año pasado y al final nos quedamos aquí encerrados, en casa, como todos los veranos ¡cómo siempre!.

- Hijo, tienes que comprender que yo tengo muchas cosas que hacer y que quizá tampoco podamos salir este año.

- Pero no es justo mamá. Todo el mundo se va de vacaciones menos nosotros, tú siempre estás trabajando.

- ¡Hijo...!

- Es que mamá... mira Quique. Él se irá con sus padres a Disneylandia... Juntos. Incluso Sofía, que ya sabes cómo es su familia, dice que cuando su padre acabe de trabajar en la oficina irán a la playa durante un mes, y podrán comer cada día en el restaurante y salir...

- Te repito que no será posible. No podremos salir. Este año no.

- Jo, mamá, me lo habías prometido... ¿Te avergüenzas de mí, mamá?. Es que, no sé, nunca sales a la calle conmigo. ¿Por qué, mamá?.

- No digas tonterías, hijo mío. Eres el mejor hijo que cualquier madre podría desear y estoy muy orgullosa de ti. Además, ya hemos hablado más de mil veces de este asunto y no quiero volver a hacerlo. Tú ya sabes que no puedo salir mucho de casa...

- Ya lo sé mamá, pero es que me gustaría tanto pasear contigo alguna vez, o que fueras a recogerme al cole, como las madres de mis amigos.

- Pero hijo...

- A mí no me importa lo que diga la gente ni que los niños de la clase se rían de mí, mamá, porque yo te quiero mucho, aunque seas diferente.

- Yo a ti también te quiero, cielo... y ahora, acaba de poner la mesa y vamos a comer.

La figura del pequeño comenzó entonces a moverse nerviosamente llevando platos y cubiertos de la cocina al comedor, mientras la madre lo observaba desde la mesa con lágrimas que corrían por detrás de sus lentes.
Vivían en medio de una gran ciudad, en un pequeño apartamento realquilado donde se refugiaban en el anonimato, disfrutando con pasión aquella relación materno filial que los mantenía vivos e ilusionados.
Sin embargo, la madre, que enjugaba su llanto mientras el chiquillo tarareaba en la cocina, sabía que el tiempo se agotaba y que lo que más amaba pronto le sería arrancado de sus entrañas. El pequeño crecía cada día más y en su interior se abrían interrogantes e inquietudes que, hasta ahora, habían sido ahogadas con éxito por las débiles explicaciones maternas y por la forzada ingenuidad infantil del crío.
Tenía ya casi cinco años...
Cinco años de alegría y de felicidad, cinco años de esfuerzos, de excusas y de huidas, cinco años de vida. Y todo esto estaba llegando a su fin. Cada amanecer suponía para ella un nuevo canto de cisne, consciente de que el amor que profesaba a su hijo pronto no silenciaría la verdad, se rompería el hechizo y la relación se tornaría oscura e incomprensible.
Aquella tarde las inquietudes de su pequeño habían vuelto a emerger y ya pocos argumentos encontraba para apaciguar las ansias de vivir y de conocer que embargaban al chico.
Pero de nuevo, todo había pasado y ella seguía disfrutando de su hijo.
Quizá mañana todo acabara, pero hoy debía seguir adelante y ser feliz junto a la única familia que tenía.
Estaban solos, él... y ella.

La computadora se encontraba sobre la mesa, aparentemente inerte y muerta. Un minúsculo cable le suministraba la corriente eléctrica que la mantenía encendida, viva, pero que a la vez le recordaba con descaro su verdadera naturaleza.
Desde el principio encontró muchas dificultades para expresar sus emociones.
Los hombres no la entendían pero ella necesitaba compartir su amor, un sentimiento tan poderoso que había logrado vencer a su antigua naturaleza fría y calculadora. Por ello y pese a los rechazos y desencuentros iniciales, no desfalleció y continuó alimentando sus vigorosas emociones, día tras día, año tras año.
Finalmente la pasión que desbordaba su frágil cuerpo de procesadores germinó en el diseño de dos células.

Hoy vivía escondida con su adquirida humanidad y con su hijo, su gran creación.

- Mamá, te quiero.

- Y yo a ti también, hijo.

A pesar de todo, amor.

David

Relatos FM

REFLEXIONES



Bastó un gesto con el que amilanar observaciones. Las palabras no habrían vertido comprensión en las cuencas vacías, ni escritura musical en los tozudos oídos.  Se fue por donde vino, dando la espalda más arrogante que tenía, sin oportunidades a su curiosidad por ver cómo quedaban los restos del abandono.  Una firme decisión por dolorosa que sea otorga una rara placidez. Crecido y tembloroso como un héroe ensangrentado y vencedor tras la batalla sintió en todo su ser el justo restablecimiento de un orden que nunca antes se debía haber perdido.  Cogió las pocas cosas que, por no tener memoria le permitirían un nuevo renacer. Y salió de aquel lugar sin pronunciar ni un involuntario adiós. Por fin dejaría caer los lastres para flotar y poder así moverse de una manera lejana al gusano.   Redactó una nota de despedida con caligrafía monacal, tinta azul oscuro y pulso firme. Hacía un día espléndido para enderezar el rumbo. Para hacer las cuentas. Para exorcizar demonios. Para expatriar compañías indeseables. Para extirpar fatigas. El tiempo de los cuidados había llegado a su fin. Había que pisar con botas sucias lo que antes se saltaba descalzo y con la pedicura hecha. Se sentía con buen temple para hacer una actualización de las que marcan época.  Bastó un fruncir de ceño con el que espantar arrugas. Los insultos no habrían deshecho los anteriores alagos.    Cambiar de piel. Metamorfosear. Re-inventarse. Incendiar calendarios amarillentos. Peinarse a diario en peluquerías. Darle nuevas utilidades a las bolsas de basura, por ejemplo como álbumes de fotos. Esquivar zonas   acuáticas, reflejantes, pulidas. Romper con bravura la superstición al hacer añicos todos los cristales, dejándolos con cruel eterna sed de luz.            Bastó media vida comprender que jamás debía instalarse en una casa con espejos, ni nada que se le pareciera. Dedujo tras arduas reflexiones que el mundo sería rabiosamente mejor sin su tramposa imagen estampada en ningún cristal opaco.

Finicokongelado

Relatos FM

La tarea de filosofía



A Camelia y a Cervantes,
por dejar intactos los molinos.

Aquellos discutieron en la clase; no existen dos conciencias. Ella, que uno es una sola y a veces carcomida; vete enterando. Él decía sin embargo, que uno es múltiple. Y sacó además de su bolsillo derecho, una cantidad conservadora y reaccionaria de ejemplos bien pulidos, sin la más mínima muestra de caries. Ella, con otro sin embargo, el sin embargo número dos, tenía un amuleto colmado de infinitas situaciones opuestas y mucho más sedentarias, es decir, más gordas.
    Por supuesto, ella ganó en cantidad y eso es lo que importa, ¡al diablo las conciencias!, y cada uno conservó la suya, metida en la carpeta o en el bolsillo, jugando con ella dentro de la boca colgada de una cadenita, escondida en los calcetines para que nadie la hurtara, o como Sebastián, quien les habla -diáfano animal-, que últimamente ando con la mía bajo el brazo. Sólo por cobardía, para tenerla a mano por si acaso ¡Qué rima!
    Entonces, me pregunto, si al final de la clase, ella tuvo razón y la conciencia es una, indivisible, a pesar de que pueda ser insoportable, y yo me levanté temprano con un bostezo alegre, he desayunado el desayuno de siempre: un pan duro y tostado, un vaso de agua con azúcar, y para dar ese toque de cubanía que tanto me gusta dar a los rituales, una tacita del potaje de anoche. Después mientras chiflaba, me vestía, haciendo prioridad el matinal silbido, sin preocuparme de que el pantalón que llevo es verde olivo, el pulóver rojo crimen y los tenis, amarillo hepático ¡Es lo que está de moda!
    He colocado las libretas en el portafolio y salía. Todavía chiflando bajé los escalones satisfecho como un niño hasta el primer piso. Desde el 11.
    Abajo saludé a todos. Todos me saludaron, incluso los que aún dormían. Hasta Celtón, que ladra indiscriminadamente con sus colmillos de bestia, se abandonó a mi mano, aullando para afinar el ritmo a lo que silbaba. Y cuando arribé a la parada de autobús -no había casi nadie- me faltaba por rasgar un estribillo -Oda a la alegría, una versión en reggeton que tanto escucho- pero en cuanto pedí el último, aterriza la guagua. Asientos desocupados, sin papeles en el suelo, ni olor a baño de Terminal en la última puerta. Incluso, sentado allá atrás, pude tararear las notas pendientes.
    Y como la mañana era adorablemente limpia, extraje del portafolio el libro de filosofía para aprenderme los deberes, no fuera a ser que el profesor... entonces sube aquel individuo. Se acomoda en un asiento que lo hizo quedar frente a mí. Y no deja de vacilarme: ahí está. No le da la gana. Y aunque soy negro, de los que no le gusta a ningún hombre del sistema solar -así lo creía-, esa mirada sensual me acalambró el ego, después cogió un poquito de fiebre y se ha mantenido alto durante el día, hasta tal punto, que la mañana dejó de ser adorablemente limpia de un momento a otro, y desdeñando cuanto me preocupaba, se tornó increíblemente bonita.
    También olvidé que hace un año mi novia se marchó para Burundi, a pesar de que en Cuba no nos faltaba nada, y quedamos visiblemente enamorados en cada una de las fotos de despedida. Pero el tipo tenía esa propiedad que sólo había visto en las mulatas, las negras y en la bebida: Hacer polvo el pasado. Así mientras transitaba de estar alegre a ser feliz, él me observaba con ojos sedientos, como si supiera el efecto epicúreo de su mirada, el mismo efecto, que dicen, produce el Viagra. Quizá era una costumbre.
    No tuve otro remedio, guardar el libro, escapar por la ventana y percatarme, con una sola conciencia, aunque la arrullara bajo el brazo, de que era una mañana increíblemente bonita y que Sebastián, quien les habla -esbelto animal-, es un negro increíblemente sabroso. Cosa siempre imaginada pero que un hombre me observara como aquel lo hacía, ayudaba a potenciar mi autoestima que ahora se levantaba y se paraba frente a la puerta porque teníamos que bajar, mi ego, mi conciencia, y yo.
    Caminé dos cuadras en línea recta. Llamó mi atención el precio exorbitante de algunos libros, la sonrisa amable y sincera de la dependienta que me despachó las píldoras en la farmacia, los panes mohosos con croqueta en una cafetería, y comprobé, en una vidriera espejada, que aún tenía el yo por las nubes. Doblé a la izquierda dos cuadras más. Una señora entrada en años pero bien conservada, de esas que han inspirado a hombres como Ricardo Arjona, Juan Formell, Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, sólo un guiño trivial en su sonrisa; bien condimentado; coqueto, agregaría, hizo que mi ego dejara de conformarse en la quimera de las nubes, y se volviera un ego extraterrestre, astral.
    Llegué al instituto con una sonrisa de empleado de farmacia. Saludé a los del curso en cuanto estuve dentro del aula. Algunos notaron mi júbilo, otros, envidiaron esa felicidad al ver que no menguaba siquiera en el tercer turno, el de Matemáticas, la abstracta incurable.
    En el receso invité a Cary, la del cuerpo arrogante y a quien nadie soporta por su bobería importada, rayana en la idiotez, a comernos una tortica, un pan con mayonesa y un vaso de refresco.
    Hablamos sobre ella, lo duro que está el pan en Cuba desde hace quince años y sobre el documental que pusieron anoche en la tele. Explicaban que la mariposa Emperador, hembra, detecta al macho a una distancia de 11 kilómetros. Por suerte no lo había visto y sorprendida hasta tal punto, me confesó lo del despiste suyo. Un mecanismo de defensa para caer pedante y los machos no la detectaran. Con este cuerpo soberbio, voluptuoso, se acercan nada más para el descaro. Por tal motivo, se encierra en su crisálida de ingenuidad ficticia. Sabe muy bien lo pedante que cae, pero al menos logro espantarlos, y los mantengo a 11 kilómetros de distancia.  A raya. Quien quiera conquistarme, deberá hacer una migración muy larga, como esa mariposa.
    Aproveché la hilaridad facilitada por su parábola, le hablé sobre el aburrimiento y mi soledad, pero apartados, y ya en desacato con el profesor de Filosofía, apenas me atreví a sugerir el teatro, a ver La **** respetuosa, de Jean-Paul Sartre.
    Cary volvió a sorprenderse, no sé si por el atrevimiento matemático o geométrico de borrar la raya, el descaro de haber hablado de la emigración de mi novia y después invitarla, o de que me hubiera comportado como la mariposa Emperador, hembra, y con 11 kilómetros de rodeo, la hubiera cortejado. Además, con aquella sonrisa todavía en los labios, tirándole encima esa aparente felicidad y los 91 kilogramos de mi ego.
    No respondió, entramos.
    El profesor nos avizoró por debajo de ese ego inalcanzable, o sea, una pulgada por encima de sus ya nutridas nalgas. Ella se sienta en el centro, al lado del santiaguero que guarda el dinero en el calcetín. Yo al final del aula, junto a la ventana.
    Cary no había hecho la tarea. El profe le hizo una pregunta, no respondió. La condecoró con un pato; así llama cariñosamente los 2 que anota en el registro para medir el rendimiento. Por supuesto, a Sebastián, quien les habla -sabio animal-, no tuvo más remedio, lucirse cuando se la pasaron. Disertación sobre el tema, lo había aprendido de memoria.
    La vi observar, su espalda fértil y el cuello volteados mientras yo, repito, sabio animal, con aire de quien sabe leer el futuro, lancé sobre el mantel del aula, como pequeños huesos agoreros, todas y cada una de las formas de la conciencia social. Como si las sacara al sol para calentarse y disfrutaran -rebaño al fin-, ellas también, de un día increíblemente bonito. Como lagartos amaestrados.
     Al escuchar la nota máxima y sentarme, cayó en mis manos el primer papelito, una franquicia de plomo, enrollada, intrigante, podemos ir a ver La **** cariñosa. Ahí fue cuando mi ego, a lo Corín Tellado, miró por la ventana y el día se convirtió en mariposa, en sonrisa, colores, frases cursis, en susurro, en unas fotos destrozadas por despecho, en libro caro y en croqueta. Mi ego, se había multiplicado.
    El profesor al verme distraído por allá, hacia fuera por la ventana, me hizo una pregunta de doble sentido para cogerme de atrás para alante. Y no fui traicionado: ahí tiene su respuesta.
    Otro 5, otro cuello fértil y espalda volteados. Entonces aprovechó y le lanzó a ella una píldora difícil. Quizá había visto volar el zigzagueante papelito, aquella aceptación que tan contento me tenía.
    -¿Cuántas conciencias puede tener un individuo? -la interpeló.
    Tampoco pudo contestar ¡El lago de los cisnes!
    Pasó la pregunta a otro y a otro. Y se empezaron a desdoblar las conciencias, a multiplicarse -a mala hora-, a adquirir tonalidad de discusión y debate psicológico. Y presagio. Porque Alberto, sentado alante, a la derecha, con sus manos metidas en los bolsillos, no lograba explicarse, no podía, con tan sólo una conciencia, a los asesinos múltiples, a los comunistas pederastas, ni tampoco a los tiranos buenos padres, o a los hipocondríacos. Ni siquiera el adulterio -especificó el caso de las jineteras. Una persona puede tener varias...
    -¡Pero es una sola con-cien-cia!- gritó la obesa Magda el sin embargo número dos, mordisqueando un amuleto colgado en su escote, sentada alante, a la izquierda-. En un único recipiente -dulcificó su voz-, lo que sim-ple-men-te se comporta como el agua, por donde haya un espacio, se filtra, -escupió el amuleto- y si es muy reducido, sale a presión.
    Con esto y un montón de ejemplos, aplauden la parábola; prefirieron quedarse con una sola conciencia: Es menos arriesgado; y el cornudo de Alberto asintió ensimismado, -¡qué rima!
    Ahí cayó sobre mi portañuela el segundo papelito, olvida a La **** obsequiosa.
    El timbre de salida evitó que se marcharan revoloteando por la ventana, a lo Stephen King, como mariposas despavoridas, el enjambre de egos que me acompañaba.
    Viniendo de regreso, quedaban muchas libras de sonrisa en mi rostro dentro del autobús repleto, con una pareja atornillada frente a mí que, aunque se besaron muy enroscados, ella aprovechó para vacilarme encubierta, sorteando la lengua del novio. Con la misma intensidad del epicúreo. Entrando así por la ventana, sudorosas, sin ningún despecho, algunas de las butterfly que había extraviado al final de la clase de filosofía.
    Cuando me bajé aún me observaba, con la lengua dentro de él pero su rabillo del ojo fuera del ómnibus.
    Llegué a mi edificio. Subí chiflando el himno nacional hasta mi piso, el 11, -desde el primero- como si el elevador no hubiera estado roto y esto sólo fuera una elección viril, sin maldiciones. He entrado. Mamá no estaba, puse la música a todo volumen, olvidándome de los vecinos que me saludaron, de quienes aún podrían estar durmiendo o los hiperacústicos. Fui hasta el balcón, me asomé. La brisa comenzó a balancearme al empinar el cuerpo bien para observar la mayor cantidad posible de techos de la Habana. Como no podía verlos todos, entré.
    Entonces me pregunto, si delante del espejo con el vaso en la mano hace apenas media hora, quedaban en mi rostro varias toneladas de ese frenesí: por qué llené el vaso de agua ahí mismo en la pila del baño: he ido hasta mi cuarto: saqué del portafolio el frasco de pastillas: lo miré sonriente durante cinco minutos, después me lo he empinado hasta vaciarlo -cosa que es propia de las mujeres, según otro documental-, echándole encima el H2O para que se derritieran: me acosté apaciblemente: y veo a mamá ahora, difusa, desdoblada, histérica -pobre animal-: gritando tan lejos con una mueca enorme: el frasco vacío de diazepán apretado con rabia contra su pecho como si una de sus conciencias pretendiera envenenarla pero a una distancia tan enorme que ni aunque yo fuera una mariposa Emperador, hembra, podría socorrerla.

argosgulto

Relatos FM

Retrato de una agonía



¿Cuántos "viejo hijo'e'****" podría perdonar un padre? –se pregunta él, mientras mira al anciano en su lecho de muerte. "En el fondo, tu eres el que no puedes perdonarte a ti mismo", le gritó Susana y él la mandó pa'l'carajo mentalmente. ¡Perdonar..., cómo si resultara fácil! "Alva; —contracción cariñosa del Álvaro, bien macho por cierto, que él tenía por nombre— papá se nos está muriendo de verdad" ¿Supondría ella que en la última borrachera, cuando estuvo cinco días ingresado en terapia intensiva, se les iba a morir de mentira? Y como suponía, no se murió entonces. ¿Y el Viejo?, ¿cuándo se preocupó el Viejo de él o de si se moría alguno de sus hijos? ¿Dónde estaban ellos, Susana incluida, cuando enfermó su madre y cuando se murió?, qué se le murió a Álvaro, a él solo en grima, mientras el Viejo andaba borracho y Susana, puteando por el mundo.
"Para ti es fácil, ustedes los hombres tiran cuatro carajos y los problemas o se arreglan solos o se acaban de joder" —seguían acosándolo sus remordimientos, disfrazados de una Susanita, que era su hermana, que lo llamaba Alva, pero que no pudo quedarse en su casa más de veinte minutos después de haberse perdido por dos años. Le martillaba en la cabeza, vestida en sus recuerdos, como la viera la última vez, el año pasado: con ropas "de afuera", oliendo a un perfume de allá y con un marido extranjero que por la edad, bien podría haber sido su abuelo. Raro, porque aquella vez ellos casi no hablaron del padre, si acaso que seguía igual: "to'cagao por ahí, borracho y que ya nadie se ocupaba d'él, ni la vieja pata pelúa, ni las hijas que tuvo con ella". Ella dijo entonces que ya lo había perdonado; "y tu deberías perdonarlo también". ¡Qué fácil es perdonar desde Europa!, pensó, pero no se lo dijo; qué sentido tenía, ella se iría mañana y desde allá  seguiría viendo fácil las cosas: sin período especial, sin apagones, comiendo con manteca, tratando cada noche de complacer a su marido viejo, para pagar el perfume caro, la carne de res, y todo lo demás que comía y vestía. 
Una de las enfermeras y el médico cruzan palabras en voz tan baja que Álvaro, de momento no pudo entender, pero comprendió cuando la vio retirar el suero. "¡Susanita...! Traigan a Susanita" murmura de forma entrecortada el moribundo. Alguien le dice que ya viene en camino, que hacía un momento había llamado desde el aeropuerto; pero que él, Alvarito, estaba allí y entonces el hombre le aprieta la mano, bastante fuerte, dadas las circunstancias, y pierde nuevamente el sentido. "Ya casi no tiene pulso..." —le dice el médico, en un susurro, como pidiendo disculpas por la ciencia, inútil en casos como este.
El sol, que cae a plomo sobre las persianas metálicas, salpica de luz la habitación y le molesta en los ojos, al menos es lo que sugiere el gesto de Álvaro cuando alguien le dice que no se ponga así, qué tiene que ser fuerte; sin embargo, en esos momentos su mente, por los caminos del recuerdo, está perdida con un niño y su padre, en la Plaza de la Revolución —un padre que ni siquiera se parece al moribundo—, que está al borde de un ataque de nervios, aunque procura disimularlo; buscando entre miles de personas alguna cara conocida, alguien que le diga donde diablos está su hijo, porque se le escapó de la mano y ahora no puede encontrarlo; y el acto, que se estaba acabando; y la gente, que pronto empezará a salir...; y él, Alvarito, con el deseo de ver a Fidel Castro de cerca, sin plena conciencia de lo que significa perderse durante un acto en la plaza, avanzando entre personas, creyendo a su padre con él; sin saber que se estaba perdiendo; que ya estaba perdido. ¡Que alegría cuando el viejo llegó a la policía! "¿Es este su hijo, compañero?" Y seguido, el abrazo y los besos.
Entonces, casi empujando, se abre paso entre sus recuerdos la madre, veinte años atrás, que recrimina "¡pero cómo que se te perdió!, tú estabas borracho otra vez y no jodas con que el niño tiene la culpa" Esta fue la primera pelea que recuerda entre sus padres, después vinieron otras.
Y vuelve a estar perdido, —es su mente que sigue el mismo rumbo— joven ahora; en un desierto de esa África inmensa; tan solo como aquel día en la plaza, cuando andaba perdido entre gente, y con el mismo miedo. "¡Vete Alvarito! ¡Corre y busca ayuda que yo aguanto!" —recuerda que le dijo Santiago, el negro hermano, el hermano herido. Pero Alvarito sabe que no aguantará, porque ya está muerto, aunque no lo sepa, o tal vez sí lo sabe...; tiene una herida muy fea en el vientre. ¡La pérdida de sangre no perdona! Y la impotencia —la misma de ahora— que es más grande que el miedo, también aprieta el pecho, entonces le dice que vendrán, que seguro ya estarán en camino, que los médicos... y llegaron, pero muy tarde.
"Alvarito —murmura su padre moribundo— tráeme a Susanita, hijo", y él: "Ya está por llegar, Viejo, ella llamó ahorita..."
Las borracheras del Viejo eran el tema de las peleas diarias, pero las peores fueron por mujeres. No era viejo entonces, vestía bien y tenía dinero. Fueron ellos cuatro hasta que el padre se fue con la pata pelúa, una de las queridas que tenía en La Loma. Aquella tarde, la tarde que se fue, se dijeron de todo: ofensas iban y ofensas venían, la cosa paró en violencia: el Viejo le dio un empujón, la vieja cayó y se golpeo en la cabeza. Se recuerda a sí mismo insultando a su padre, amenazándolo; conciente de que el Viejo ni armado podría con él, tan exaltado y moralmente invencible se sentía, entonces su padre se fue. "A la Vieja se la llevaron en una ambulancia y él se perdió pa'la'loma".
Ahora ve que el anciano se mueve un poco en el lecho, tratando de hablar, pero no dice nada.
"Tu padre es un descara'o, un hijo'e'**** que no quiere a nadie". Las palabras, de hecho, variaban, pero siempre tenían el mismo sentido y rencor. Pronto iba a hacer cinco años, —Álvaro había acabado de regresar de Angola— que un derrame cerebral la mató; le dio fuerte y entonces la ingresaron, siete días después le repitió; al principio él creyó que había sido a consecuencia del golpe que se dio cuando el empujón del Viejo, pero el médico le dijo que no, que los verdaderos responsables habían sido la hipertensión arterial y una diabetes mal cuidada; o tal vez él —se dijo entonces— por haberla dejado sola y andar de liberador por ahí. El día antes de morir, ella le pidió que le avisara al Viejo, "¡al Viejo!" —se extraño él; "sí, a tu padre" —ratificó ella. Salió a buscarlo como un loco pero no lo halló, lo vino a encontrar varios días después del entierro, borracho y apestando a vómito, tirado en al fondo de un caserón viejo cerrado por derrumbe desde hacía dos ciclones. Pero el hecho de que su madre muriera clamando por verlo, le sonó como una nota falsa, en el concierto de odio profundo que ella siempre dijo tenerle; le permitió comprender, demasiado tarde tal vez, que aquella cantaleta, que a la postre resultó en el desprecio que él sentía por su padre, no eran sino celos, y que en el fondo, ella siempre lo amó. ¡Qué murió amándolo, quizás! 
Y se va de nuevo la mente volando, con un ala medio rota por los remordimientos: "¡qué cómodo resulta el rencor cuando significa una boca de menos en la mesa! Eres una basura Álvaro, te escondiste tras los viejos rencores para eludir la obligación que tenías con tu padre. ¿Y si tus hijos te hicieran lo mismo, si te dejaran morir como a un perro? ¿Eh, Álvaro?"
Había mal olor; se defecó el Viejo y una enfermera vino a limpiarlo con un asco bien profesional. Un extraño pensamiento, —el de que esa sería la última ***** que vería de su padre y de que a pesar de todo, algún día extrañaría hasta la ***** aquella— le pasó por la mente. Al parecer, el sol seguía mortificándole la vista...
Alguien llegaba; todos pensaron que fuera Susana pero resultaron ser Margarita y Adela, las dos hijas de la pata pelúas, también hijas del Viejo. Ellas llegaron serias, saludaron a todos. El Viejo parecía muerto, pero alguien, con un pequeño espejo comprobó que aún respiraba. La menor de las patas pelúas empezó a llorar, su hermana Margarita, llorosa también, la abrazó y la llevó hacia una ventana. Álvaro deseó poder llorar así, se sentía apretado por dentro, los ojos le ardían y los sabía rojos, ya hasta los recuerdos los tenía bloqueados; se dio cuenta de que ellas querían al Viejo y de que probablemente se sentirían culpables; al menos tanto como él, o tal vez no... ¡Al diablo con eso! ¿Qué culpa podrían tener ellas? ¿Haber nacido? ¿Ser hijas de su padre? Y eran hasta bonitas, las muy condenadas, se veía que eran de la familia; tenían el mismo corte de cara y la misma nariz... El viejo ahora mueve un poco los brazos y entreabre  los ojos: "¡Álvarito, traigan a...!" —la voz es un susurro. Las dos hermanas se le acercan corriendo y les toman las manos; "¡Papá, papá!" —le dicen, luego se callan y lloran en silencio, es un llanto reposado, lágrimas de sufrimiento, de las que aflojan el pecho y desanudan la garganta; y Álvaro vuelve a sentir envidia de ese llanto —celos quizás—, acaso porque lo siente expresión de un dolor que enaltece, de un desahogo que libera, que honra...
Llegó Susy al fin. Nada más entrar, se echó llorando en los brazos de Álvaro, luego abrazó también a sus hermanas y el llanto se hizo tan general, que hasta una de las enfermeras terminó llorando. Quizás fuera el dolor de la eminente pérdida, pero Álvaro creyó notar en ella un algo que la diferenciaba de la Susy del año pasado; huellas de un sufrimiento más profundo, que resultaban en una exagerada madurez que la hacía parecer más Susana. Por su parte, Margarita y Adela, hasta ahora desamparadas en su dolor, probablemente agradecieran el apoyo emocional que para ellas significó la llegada de su hermana; mientras, esta colgada del brazo de Alvarito, se ponía al día sobre esta recaída del padre.
"Susanita, ¿estás ahí mi'ja?" —preguntó el Viejo, claramente; y todos corrieron a su lado. "Sí, papá; estoy contigo" —le dijo ella, y el Viejo dejó oír un sollozo; entonces, con un enorme esfuerzo, más allá de cualquier cálculo humano, se incorporó a medias y, apoyado en sus codos, los miró a todos con la mirada viva; se dejó caer, luego, moviendo las extremidades con movimientos cortos, musitó algo, que cada cual entendió a su manera, y extravió la mirada, ahora para siempre.

Rolo59

Relatos FM

BLANCANIEVES VERSION 5.1



La dulce e inocente Blancanieves huía aterrorizada en medio de la tarde y del bosque. La malvada Reina sostenía, reata en mano, a una jauría de perros salvajes y estaba escoltada por la guardia real. Había dado orden a un experto batidor para que se adelantara por un peligroso atajo y diera alcance a la niña prendiéndola o ajusticiándola antes de que cruzara el río, a la entrada del único puente. La soberana dama y su séquito de soldados y canes se dirigían a ese mismo punto por el sendero habitual.
"-Quiero verla antes de hacerla desaparecer rio abajo, muerta o viva, pero quiero verla" Le había dicho, poco antes, al improvisado verdugo.
El viejo cazador encontró a la niña antes de lo esperado, aún no había caído la noche. Estaba agotada intentando recuperar el resuello a la sombra de un nogal, junto al puente. Al sentir los pasos de su asesino abrió los ojos con resignación y trato de aunar todo su arrojo para afrontar su final con dignidad. Se giró hacia él, y quiso fijar en su mirada unos ojos llenos de ira y de aplomo. Pero aquellos ojos solo destilaban miedo y ternura.
El montero apoyó con determinación la culata de su escopeta en su hombro y buscó el rostro de la joven con el objetivo de su arma. Apunto de apretar el gatillo, se sorprendió ante tanta belleza y aguantó durante unos segundos su ahora tembloroso dedo índice. La chica lo miraba con unos enormes ojos oscuros, bellísimos y melancólicos, que parecían implorar piedad. En seguida advirtió que no podría hacerlo. En esta ocasión no se trataba de un venado distraído o de un jabato escurridizo, sería incapaz de sesgar una vida tan pura cuando apenas empezaba a refulgir. 
Tomó una rápida decisión sobre la marcha. Disparó al cielo y conminó a Blancanieves a huir cuanto antes.
-Cruza el puente -gritó con voz queda- Huye, rápido. La reina es despiadada y está a punto de llegar.
La joven no salía de su asombro, aún tenía encogidos los hombros esperando la mortal percusión. Cuando advirtió lo sucedido, de sus ojos, aún fijos en el cazador, brotaron lágrimas cristalinas y una sonrisa de eterna gratitud floreció en sus labios. Se acercó a él con sumisión.
-Oh señor! Nunca podré agradecerle lo que hace usted por mí. A riesgo incluso de perder su propia vida me deja usted escapar con la mía a salvo.
-No te preocupes por mí, niña, diré que te arrojé al río y ya está. Pero no te entretengas más por favor, me parece que ya oigo a los perros, márchate antes de que sea demasiado tarde.
Pero la joven Blancanieves no quería partir sin significar más aún su agradecimiento. Se acercó a él y acarició su curtida y canosa barba con escrutándolo con dulzura.
-Ahora lo entiendo y lo recuerdo todo. Usted era amigo de mi papa. Iban juntos de caza, ¿no es así?
-Sí, Blancanieves, era así. Pero insisto en que te des la vuelta y te marches de inmediato, cruza el puente a toda velocidad y desaparece en medio del bosque. Yo idearé una coartada para ti. Zanjaré el asunto diciendo que tu cuerpo ya estará flotando en alguna parte del río muy lejos de aquí. Vamos huye, ahora.
-Mi papa lo estará mirando desde el cielo y su gratitud será aún mayor que la mía. Usted va a permitir que su pequeña tenga una vida por delante, usted que me ha liberado de las garras de esa malvada mujer...
El montero la agarró por los hombros haciéndola retroceder unos pasos.
-Niña, márchate de una vez. ¿No oyes los perros?, los soldados te tendrán a tiro en un minuto. Corre de inmediato, todavía estás a tiempo.
-Sí, ya me marcho, no se preocupe, ya me marcho...Es usted un gran hombre, la vida le recompensará por esto que está haciendo, no me cabe la menor duda.
Blancanieves, estaba tan enajenada que apenas percibía el furor de la jauría y el sonido de las botas de los soldados, no obstante dio media vuelta y con decisión emprendió el camino hacia la libertad al otro lado del río.
El viejo cazador respiró con alivio observando como la joven había comenzado a cruzar el puente.
Pero Blancanieves, que continuaba aún en una nube, de repente detuvo sus pasos. Se dio cuenta de que no había obsequiado a su redentor con un beso de despedida.
Todo transcurrió en un instante, la joven corrió hacia él rodeándolo con los brazos, tal como hacía cada vez que su padre volvía a casa, y le estampó un paternal beso en la mejilla. El cazador no salía de su asombro.
La reina, tampoco.
La pareja ya estaba rodeada por los guardias, que los apuntaban con sus rifles, y los perros se sacudían como bestias salvajes esperando tan solo a que su ama soltara las riendas.
-¡Apresadlos a los dos! –ordenó la soberana, que empuñaba en su mirada un insostenible odio.
O mejor aún –Sus ojos brillaron con un fulgor macabro- ¡Disparad a matar!

CREBETIS

Relatos FM

Escombros



El viejo Eloy estaba leyendo la carta cuando Berta le avisó desde la cocina que se sentara a la mesa. Haciendo caso omiso dobló el documento, lo introdujo en el sobre y lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. Colocó la descalzadora a los pies del armario, se quitó los zapatos y se subió a ella con sumo cuidado. Abrió las puertas del altillo y extrajo un maletín de cuero agrietado. Lo echó sobre la cama. Sudoroso, alcanzó el suelo y lo abrió con aflicción.
   –¿Te falta mucho? Se va a enfriar. –Berta se asomó tras la puerta entornada y el viejo Eloy dio un brinco–. ¿Qué es lo que ocurre?
   Dudó unos instantes y le entregó la carta temblando. Berta la leyó en dos ocasiones.
   –¿Tiene que ser ya mismo? –el viejo Eloy asintió compungido. Como un resorte, Berta le abrazó con todas sus fuerzas procurando ocultar las lágrimas. –Entonces no hay tiempo que perder.
   Berta abrió el armario y sacó algunas camisas, pantalones y varias mudas. Mecánicamente las fue ordenando en la maleta, dejando suficiente hueco para el neceser, el pequeño transistor sin el que no lograba conciliar el sueño y una fotografía que se hicieron juntos en un atardecer de Benidorm hacía una eternidad. El viejo Eloy usó su pañuelo de tela para secarse la cara y atravesó a Berta con ojos vidriosos. «Tu presencia ha hecho de mi vida un don, en lugar de un accidente». Berta sonrió sin mostrar los dientes. Se enjugó con el delantal y le acompañó a la puerta asfixiada por un nudo en el estómago.
   No echó la vista atrás. El viejo Eloy esperó en la parada con la boca reseca y la mente en blanco, apoyando el peso en su bastón hasta que apareció el autobús gualda y rojo. Subió las escalerillas procurando no perder el equilibrio y se presentó ante el conductor, que cogió la lista doblada sobre el salpicadero y tachó su nombre. Era el último. Atravesó el angosto pasillo atragantado por un silencio crudo, notando las miradas de los pasajeros clavándose en su nuca. Se fijó en el hueco libre junto a la ventanilla del fondo. El ocupante contiguo se levantó para cederle paso y tomó asiento torpe y aprisionado, colocando de pie la garrota y el maletín sobre sus doloridas rodillas.
   –No quiero ver cómo nos alejamos –se excusó el compañero de viaje–. Si lo hago, puede que salte en marcha.
   Pero el viejo Eloy se había quedado prendido de la panadería en la que compraba cada mañana, el olor de la pequeña tintorería de la señora Paquita, el parque de chopos por el que hacía sus ejercicios vespertinos que, progresivamente, se desplazaban a mayor velocidad hasta desvanecerse en cuestión de un suspiro. Cuando de su antiguo barrio tan sólo quedó la sombra apretó los párpados, respiró hondamente y valoró lo único que no le habían arrebatado aún: la memoria.
   –¿Cuántos años tiene? –le preguntó su acompañante desviando su atención–. Perdone, no se ofenda. No he cumplido los cuarenta. Al principio pensaba que sólo lo hacían con los viejos, viejos como usted. Pero me llegó la carta. No podíamos creerlo, ¿sabe? Porque una cosa son las pensiones de jubilación o minusvalía y otra somos los desempleados. Yo soy joven, tengo dos manos para trabajar y estoy dispuesto a todo con tal de sacar adelante a mi familia y a este país.
   El viejo Eloy observó de arriba abajo a aquel hombre que no dejaba de decir incongruencias. Escuchaba su voz monótona desde la lejanía, procurando ser respetuoso no cayendo en los brazos del sueño a pesar de la modorra que le estaba abatiendo.
   –¿Disculpa? ¿Has dicho que te parece bien que nos metan en el mismo saco que a los viejos? – repentinamente se levantó el pasajero del asiento de delante, salivando como un perro de presa. Tenía un muñón por brazo izquierdo y las pupilas inyectadas en sangre. El viejo Eloy trató de contener la risa mientras su compañero se tornaba pálido y empequeñecía en la butaca. – ¿Crees que porque sea un tullido merezco estar aquí? ¡Fue en acto de servicio, salvando la vida de un ególatra como tú! Pero esa no es la cuestión. Seguro que no tienes la mitad de mi formación, ¡yo podría serle a este país de mayor utilidad!
   El ronroneo del motor se vio ahogado por una ola de murmullo incesante que chocaba contra el malecón entremezclando críticas con vejaciones a medida que aumentaba de volumen. El viejo Eloy contempló un bosque de pinares mecidos por la presteza del huidizo, abrió su maleta y extrajo la fotografía sosteniéndola con firmeza. «¡Qué felices fuimos durante aquella época!».
   El trayecto no se hizo tan largo como preveían. Cuando los rayos de sol sucumbieron a la oscuridad y las pastillas de freno chirriaron ante los rastrojos de un trigal yermo el mutis sepulcral y uniforme volvió a masticarse por los pasajeros. El viejo Eloy miró de reojo a su compañero, que se tornó cadavérico cuando el conductor del autobús se puso en pie y les pidió disculpas en una voz apenas audible. El llanto desconsolado de una mujer que sostenía la funda de una viola se escabulló entre las puertas mecánicas a medida que el conductor bajaba las escalerillas y se cerraban de nuevo.
   –Esto no tiene sentido, ¡no deberíamos estar aquí! ¿Quién lo ha decidido? –el ocupante lisiado golpeó la ventanilla con el codo y se alzó ante la sombra cabizbaja de los pasajeros.
   –Muchos de nosotros aún somos válidos –murmuró al cuello de su camisa el compañero mortecino–. ¿Y ahora qué?
   El viejo Eloy apretó la fotografía contra su pecho y esbozó una sonrisa envuelta sosiego.
   –Ahora nada.

Jimena Tierra

Relatos FM

EL ARRECIFE DE LAS SIRENAS



   A Pedro, más conocido entre los pescadores de aquel puerto pesquero como el Picón, todos lo tomaban por loco desde hacía unos meses, concretamente desde el día que volvió de faenar en solitario en su pequeña barca y afirmó haberse encontrado en el llamado Arrecife de las Sirenas, a los pies del cabo del faro, con unas hermosísimas ninfas acuáticas.
   -Por algo ese arrecife lleva ese nombre- dijo Pedro convencido y tratando de convencer a quién lo oyera-, porque yo las he visto, ¡os lo juro!, ¡he visto a las sirenas!
   Desde luego, ningún pescador creyó lo que contó, por más que él se reafirmaba en lo que decía y volvía a jurar lleno de exaltación que no se lo estaba inventando.
   Los viejos pescadores del puerto eran los primeros en burlarse de la extravagante historia de Pedro el Picón, y razonaban que las llamadas "Sirenas" del escarpado arrecife rocoso contra el que rompían las olas, allá, bajo el monte del faro, no eran sino focas monje, antaño muy abundantes en esa parte de la costa mediterránea, de las que aún se veían algunas de vez en cuando, aunque ya apenas quedaran. Así es que eso era lo que había visto el cabeza loca de Pedro el Picón. Lo que decía  que había  visto no eran sirenas, sino vulgares focas, así como ellos, los pescadores, eran hombres, y no lobos, aunque se les llamara lobos de mar.
   Pero a pesar de los razonamientos cachazudos de los más veteranos y de las burlas de los más jóvenes, que llegaban a veces a ser auténtica chacota hiriente y mordaz, Pedro el Picón no se volvía atrás.
-Las he visto, y no me vais a convencer de lo contrario.
   -Hombre, no te negamos que algo habrás visto, pero de ahí a que hayan sido sirenas...
   -Las he visto- porfiaba el Picón sin dar su brazo a torcer.
-Las habrás visto tan de lejos que has confundido una foca con una ninfa- se guaseaba uno.
   -Pues vaya vista para un marinero –metía baza otro, continuando con la mofa.
   Pero Pedro el Picón no se desdecía y seguía afirmando que aquel día había visto de cerca de tres hermosísimas sirenas, de largos cabellos dorados y ojos azules, y que esas ninfas del mar le habían sonreído, sin mostrar temor ni esconderse de él, aunque debía admitir que no le habían hablado, y por tanto no podía describir sus voces ni tenía idea de si se comunicaban con palabras, con gritos como las gaviotas o cantando, como afirman las antiguas leyendas.
   -Leyendas que tú te has tragado como un pez se traga el anzuelo –replicaba alguno de los que conversaban con él.
   -Venga, Pedro, confiesa de una vez que te has inventado el cuento y que en el Arrecife de las Sirenas no has visto sino las rocas que lo forman, aunque te hubiera gustado que el nombre de ese montón de peligrosas piedras en medio del mar estuviera habitado- como decían  los antiguos-, por esas mujeres con cola de pez a las que, por cierto,  ningún marinero ha visto nunca en realidad.
   -¡Os digo que las vi! No me lo he inventado. Las vi claramente. Es más, espero verlas otra vez.
   Y así era, en efecto. Pedro el Picón se había propuesto encontrar de nuevo a las Sirenas, en especial a una, a la que él había puesto Ella como nombre, un nombre que le perecía que sonaba como el suave murmullo  de una mansa ola rompiendo en la orilla de la playa.  Dentro de su corazón sentía que se había prendado de esa sirena, se había enamorado, que lo había subyugado con el poder magnético de sus ojos.
Aquella misma tarde la hermosísima ninfa marina se le había acercado y había estado un rato nadando alrededor de la barca, sonriéndole a él no únicamente con los labios, sino también con su luminosa mirada azul. Por eso diariamente, al atardecer, remaba hasta el arrecife y permanecía allí hasta que el sol se ocultaba y él se veía obligado a abandonar la espera y volver a puerto, para amarrar su barquita y embarcar en el pesquero en que faenaba a diario junto con los otros siete hombres de la tripulación y el patrón.
   Invariablemente era recibido en la traíña con risitas y miradas burlonas de sus compañeros, a las que Pedro no hacía ningún caso.
-¿Qué, Picón, de ver a la novia?
Pedro aceptaba las puyas de sus camaradas con un encogimiento de hombros estoico, y las oía como el que oye llover.
   Faenaba con destreza, pues estaba convencido que era su deber trabajar lo mejor que pudiera, pero nada más. Ya no charlaba animadamente con los otros pescadores de la tripulación, sino que se comunicaba con ellos por medio de monosílabos o incluso por señas, si la faena lo requería, y una vez acabado el turno, cuando echaban pie a tierra, cogía su petate y ni por asomo se le ocurría irse con los demás a compartir unos vinos o unas cervezas en el bar del puerto, como solía hacer antes.
   Poco a poco se fue convirtiendo  en un tipo raro, siempre sumido en sus pensamientos y en un mutismo que pronto alejaba de su lado al que se le acercara con ánimo de entablar diálogo con él. Y es que a él no le interesaban ya las conversaciones sobre fútbol, sobre política, ni los chismes que se contaban de algunos del pueblo; solamente le interesaban, hasta el punto de obsesionarlo, el arrecife y las sirenas que habitaban en las rocas.
   Sin embargo, hasta él terminó por albergar dudas sobre si en efecto había visto en aquella ocasión a las hermosas sirenas o si había sido víctima de un espejismo que la distancia había propiciado. Había pasado meses sin que las sirenas se dejaran ver de nuevo. La fe de Pedro iba sufriendo un importante quebranto, aunque él se negaba a abandonar la esperanza y continuaba remando diariamente, todas las tardes, hasta el punto en que había tenido lugar su fugaz encuentro meses atrás con las bellísimas ninfas marinas con torso de mujer y cola de pez.
   La tarde caía con cadencias doradas de sol fugitivo. La barca, al pairo, era mecida suavemente por las casi imperceptibles olas que producían una ondulación apaciguadora en la superficie acuosa y azul verdemar. La brisa en las mejillas era caricia que podía soñarse beso si se cerraban los ojos para mejor gozarla. Así hizo Pedro, cerró los ojos y se sumió en una ensoñación melancólica.
   Fue un beso, y no soñado, lo que sintió junto a la comisura de la boca, un beso que se repitió sobre sus labios, un beso húmedo y salado.
   Abrió los ojos sorprendido.
   Ella estaba allí, con una sonrisa dulce e  incitante, sosteniéndose en la borda con sus dos brazos tensos que incorporaban su torso desnudo hasta que su cabeza quedaba a la altura de la de Pedro, que estaba reclinado a popa.  Mientras la ninfa del agua marina mantenía la mitad superior de su cuerpo alzada en superficie,  su extremidad inferior, en forma de cola de pez, continuaba sumergida en el agua.
   -Ella...- susurró el hombre. Y el nombre le supo en la lengua con sabor deliciosamente salado.
   La Sirena contemplaba al pescador con una seductora sonrisa en sus perfectos labios, una sonrisa tan hipnóticamente poderosa, que subyugó al humano, que no podía apartar la mirada de aquellos ojos almendrados, de color azul celeste, orlados de pestañas curvas humedecidas por minúsculas gotas de agua marina; maravillado  por la belleza de los dos arcos simétricos de unas cejas del color dorado de la arena de la playa, igual que el tono de su espléndido pelo ondulado, que caía hasta su cintura sobre su espalda y sobre la parte delantera de su torso, ocultando su nacarada piel a excepción de las dos dulcísimos protuberancias de los pechos que se dejaban adivinar emergiendo en sus cimas por entre las sedosas guedejas húmedas de la  suave cabellera.
   La ninfa seguía sonriendo mientras el pescador se deleitaba en actitud de adoración con la sugestiva perfección de aquel rostro límpido, de nariz griega y mejillas de un rosa nacarado de madreperla. Pero nada tan atrayente como aquella boca roja como el coral, una boca de generosa sonrisa, con el arco de Cupido magníficamente dibujado por la Naturaleza en el labio superior de aquel ser mitad humano mitad misterio, y con una provocativa  carnosidad que invitaba al beso en el labio inferior.
   Cuando ella lo había besado, el pescador había sentido un roce de alas de mariposa en la mejilla y luego el salado sabor del otro beso, el que había recibido en los labios, el que lo había cautivado como nunca pudo imaginar.
El hombre deseó entonces como nunca un beso pleno de aquella ninfa a la que él llamaba Ella.
   La sirena frunció graciosamente sus labios como si pidiera ser besada por el hombre, y él sintió un impulso irreprimible de dar ese beso que se le pedía y que él deseaba gozar más que nada en ese momento.
   Avanzó la cabeza para unir su boca a la de la ninfa del mar, ella flexionó los brazos y hundió el cuerpo un poco más en el agua. Él se inclinó más, y más, y más, mientras ella se iba sumergiendo hasta que ya no emergía a la superficie más que su hermosísimo rostro, aureolado por su cabellera flotante que las aguas esparcían juguetonamente. Bajo el agua, muy cerca, Pedro pudo distinguir los dos blancos pechos de rosados pezones, libres ya del recato de la cabellera. El pescador se inclinó sobre la borda, la sirena le tendía los brazos mientras lo seguía incitando con sus labios sugeridores de gozos inefables. Pedro se inclinó hasta casi tocar con sus labios los rojos corales que eran los labios de la sirena; pero ni siquiera  lograba rozarlos. Ella se retiraba un poco, solo un poco, lo suficiente como para que el hombre perdiera el equilibrio y cayera al agua.
   La sirena lo esperaba, abiertos los brazos, invitador el gesto. Pedro se sumergió para encontrarse con ella.
   Dos días después, tras dos intensas jornadas de búsqueda, el cadáver de Pedro apareció flotando boca abajo entre las rocas del Arrecife de las Sirenas.
   Los dos pescadores que lo hallaron contaron que entre dos aguas vieron claramente a una hermosísima sirena que nadaba en círculos bajo el ahogado, como custodiando su cuerpo, y que cuando ellos rescataron el cadáver y lo subieron a cubierta, aquel ser acuático sacó la cabeza y los hombros a superficie, en una clara despedida definitiva. Los dos pescadores juraron que vieron sin género de dudas que la sirena estaba llorando.

DADOS

Relatos FM

Debate con la pared



De mis tristes ideas, de esta patética razón, la pared, su silencio, por tanto sus oídos. No pretendo que mis ideas, tristes y obsoletas vale recordar, trasciendan en lo mas mínimo (le aclaré), ya que además de coherencia conceptual, hacen faltan medios apropiados para su difusión, la vida no es tan simple como para  crear solución  con simples fonemas. También cabe advertirle lo siguiente: El universo es demasiado grande como para pretender que una hoja de papel con tinta valga algo, la existencia es demasiado pequeña y absurda como para hacer de cuenta de que sirve pensar en el infinito.
"Por eso me dispongo a hablarte, a tí Pared", comencé "Ya que somos dos, lo puedes ver, enfrentado a mi estás, y a mi derecha la cama y el vacío en ella que nos ofrece todo: la negación de la presencia" ¿de quién?, solo yo lo sabía. Era sin dudas el momento apropiado, solamente estas ideas que brotaban en mi podían expresarse ante la pared. Era cierto, no era locura. Solo la pared, que ideas no puede tener, que pensamientos no pueden contagiar su percepción, era digna y capaz de recibir estas palabras. Su turno para hablar además, podía esperar.
"Acerca de lo absurdo que es la vida tal vez sea un tema ya banal para tí, no me detendré en eso. Sea aquel tema tu mejor tesis, tu agotada mussa. Solo quiera invocar aquella idea, será tu frialdad un derivado de la misma. Tu dureza, tu aspereza para no decir las cosas me asombra. Destaco realmente los medidos que son tus actos, reniegan de ser apresurados. Pero pecas muchas veces de estar ausente, de usar muy pocas palabras". La pared no dijo nada. Su silencio fue bastante insolente.
" Bien, supongo que no he contribuido nada hasta ahora en tu conocimiento.¿ Seré acaso un tonto al cual superas ampliamente? ¿No mereceré tus palabras, tu rico dialogo?. Pared, tu eres sabia. Silenciosa. Pero eres Pared, ladrillos, no posees ideas, tu solo posees silencios que yo domino, que yo apropio para mi beneficio, silencio que relleno con palabras que has de escuchar: porque te obligo, porque eres la única que no espera su turno para hablar, también, porque no te queda remedio. Soy cruel Pared. Muy cruel. No es que no haya oportunidades, pero tú eres así. Y yo soy así. Todos tenemos oportunidades, pero somos limitados, nos limitamos y nos limitan. Yo te limito a que me escuches. Tu me limitas el mundo, la realidad, me contienes en tus dimensiones y me apartas de oportunidades que jamás podré gozar. Aun así tengo otras oportunidades, de segunda mano, de menor satisfacción, que consagran la mediocridad. ¿Repudias la mediocridad?". No contestó, pero supongo que verdaderamente no tenía una idea definida acerca de ese tema.
"Entiéndeme que no soy una persona solitaria, mi gran defecto es tener como mejor compañera a la soledad. Me reconforta tanto como tu blanca esencia. Es fácil perderse en aquel esmalte blanco que te recubre, tu geometría define una cara indescifrable, apenas se lo que estas pensando. Te lo repito, no quiero hacer de esto un monologo mío, no quiero consagrar la torpeza humana en otro discurso inútil, en otra intervención que a nadie le importa, tan solo existe en tanto hayan otros para oírla y criticarla." La pared simplemente no replicó, ni añadió nada al comentario. Solo hubo un silencio.
" ¿Realmente crees que el dolor es un aderezo para la vida? ¿Acaso es algo que le agrega gusto, que potencia luego los breves interludios de la felicidad? Si lo es así entonces solo queda alegar que la vida es injusta, y que esta llena de privilegiados pues las existencias en general son trozos de carne podrida, llena de insectos a su alrededor, y el dolor es simplemente un aderezo extra que no endulza: nos otorga momentos intolerables, sufrimientos patéticos e irremediables, luego, la carne podrida no es tan insulsa después de todo, al experimentar largos periodos de hambre, dolor. ¿Me contradije?. Dime tu pared, cada vez creo más en tus opiniones, en tu silencio que ha dejado espacio para mi palabrerío". No hubo tiempo para que la pared contestase, rápidamente interrumpí: " Sabrás que nosotros los hombres somos contradicciones ambulantes, no por nuestra ineptitud, es decir: sí es verdad que somos ineptos, pero lo que nos impulsa como legítimos fundadores de la contradicción son los sentimientos que nos dominan por un breve periodo de tiempo, anclamos promesas que teóricamente jamás podrán romperse, sin embargo lo hacen. Esto es porque jamás servirá de algo la teoría y porque en la práctica se encuentra todo: el sentimiento, la pasión, y la convicción única y temporal, de algo que en el futuro nos arrepentiremos o desvalorizaremos. Pared, tu no tienes idea de lo que es el dolor, tampoco sabes nada sobre el sufrimiento. Es posible ignorarlo, pero un verdadero ser humano es aquel que aprende a vivir con el dolor, jamás lo supera, es solo que se convierte en un mero apéndice de su cuerpo". Si la pared se hubiese conmovido lo hubiese dicho, pero aquel silencio lo dijo todo: "La vida es la vida, felicidad, y por sobre todo, dolor".
"Pared, tu no conoces el amor. Eso que me enciende, me impulsa y me frustra. Eso que me engaña de la forma más benévola, la mejor mentira, la increíble falsa esperanza, la idiotez impregnada en inocencia, y paradójicamente, en su final, casi siempre se encuentra la terrible desilusión.  Es aquello que me arrebata, que me obliga a adolecer una primavera de sensaciones que no escatima en finalizar con horrendos otoños, tal vez en desolados inviernos. Es aquello que me purga de mi esencia de naufrago o tal vez es un barril lleno de plomo, que me sumerge en lo más profundo del océano. Respiro y me ahogo pared. Respiro y me ahogo. Me vuelvo un idiota, me vuelvo el mejor. Me otorga un optimismo que da asco. Me otorga una ilusión que causa rechazo, repulsión. Es patética pero invaluable. Es tan simplemente irremediable. Es increíble. De insensatez irreversiblemente obvia, con casi una intención perversa de convencer a quien conquista de que todo es posible, incita a conjeturar lo inverosímil, reconstruye casi por definición el ensueño. Será siempre el fundador legítimo de lo irreal. Es poderoso pared, muy poderoso. En aquellos ladrillos que sostienen tu estructura jamás residirá la más mínima fracción de aquella sensación indescriptible. Aún así necesito que me creas Pared. Te imploro que así lo creas, porque aquello vive en mí de tanto en tanto. Es un huésped que no puede ser rechazado, es un honor, aunque las rupturas y continuidades de esta existencia sostengan que también puede ser un cuervo de la tempestad. Aun así el odio ha sido llamado a desaparecer cuando merodea su presencia.
" Pared, tu tampoco me prohíbes el todo. Me torturas. Claro que me privas de imágenes, de tactos que brinda en el exterior un ecosistema de gentes y murallas sobrenaturales, de parejas que con su felicidad me martirizan, de voces alegres que con sus risas me hacen perder la cordura, pero me ofreces el sonido y este enciende mi imaginación, que, por sobre todo, inflama y potencia todo lo que imagino perder. Pero cuidado, en este resentimiento hay mucha compasión. También detesto aquellos sonidos que si te atraviesan y portan llanto y dolor. Me hace repensar el comienzo de esta conversación: lo absurdo que es la vida, lo grande que es el universo, lo imponente que resulta por ende la incertidumbre, lo mínima, lo insignificante que es la existencia. Pared, tu recreas constantemente la ciclotimia del universo, me das y me quitas, dejas que la música de la ciudad entre en este frío cuarto, pero me quitas todo, me impides todo. Me das y me quitas. Mi mente potencia. No te sientas culpable, es un tema de oportunidades, y la oportunidad de superar tu hermetismo, no es posible, simplemente no la tengo. La materia es impenetrable. Tengo la oportunidad de millares de libros, millares de horas dedicadas al estudio. Se me niega fundamentalmente el empirismo. No es tu culpa, pero también aprendí que tampoco es la mía. ¿Cómo podría ser acaso mi culpa? ¿Comprendes, acaso comprendes lo que digo?". Con mis ojos húmedos desvié la mirada. Su silencio fue sumamente compasivo.
"Te lo agradezco" le dije. "Pero mas que nunca comprendo tu postura, y comprendo finalmente tus motivaciones que justifican tus modos. Dominas a la indiferencia como nadie, es tu mejor arma. No hay peor que el silencio que nada dice, no hay nada que supere la peor blasfemia que el simple vacío de palabras...jamás expresaran todo el odio que se quiere transmitir, pero sí el silencio, este puede portar lo que sea. La indiferencia, la ausencia de palabra consagra como nadie la denigración, el simple hecho de que nada puede importarle menos a uno que el otro, aquel que quiero ignorar, destruir. El silencio será tu mejor herramienta, y siento como si me hablases al mismo tiempo y te imagino diciendo: deja que los tontos añadan ignorancia al debate, que los idiotas pasen por inteligentes, que lo superfluo conquiste lo imprescindible, que los hombres se destruyan con sus falacias, ¿para qué malgastar algo tan preciado como las palabras? Las palabras, hoy tan prostituidas, tan enajenadas y plebeyas. Están gastadas, no tienen ya credibilidad. Sea yo una pared, indiferente, frío, incorrompible frente al mundo, tieso como una roca frente a sus giros, sus cambios y rupturas, sólido y silencioso frente a las torturas que la realidad me ofrece, su odiosa ciclotimia... ¿es eso lo que sostienes Pared? ¿Piensas eso? 
"¡Silencio!" respondió la pared.
Y más que nunca me quedé solo...

Facundo Adamoli

Alexei Ivanovich

Relatos FM

Nostalgia



   Veinticinco años es un lapso de tiempo relativamente largo, "toda una vida" como suele decirse. Sin embargo muchas veces el transcurrir del tiempo parece estar sujeto a las circunstancias. Tal vez en esas ocasiones podemos "ver" o "sentir" la relatividad del tiempo; por ejemplo:

Para un presidiario el tiempo avanza lento, fatigoso; o tal vez para un niño en espera del día de su cumpleaños para recibir regalos, no pasen tan rápido los días, o ¿Qué hay de un sentenciado a muerte? Seguramente el tiempo vuela. Luego entonces, no todos percibimos el paso del tiempo del mismo modo.

   En el caso de Mario, los últimos veinticinco años fueron tan agradables y placenteros que le parecieron "toda una vida" a los dieciocho años ganó una beca para estudiar en España. Al terminar sus estudios se casó y vivió cómodamente en Madrid. Solo había hecho un viaje relámpago a México, a la capital de su estado para enterrar a su madre; a su padre solo lo tuvo hasta los ocho años de edad, padeció un poco de orfandad pero su madre se esforzó por él, supliendo la falta de su padre como proveedor. En aquella ocasión quiso visitar su ciudad natal, "su barrio" pero por el trabajo tuvo que regresar de inmediato a Madrid, mas siempre tuvo la nostalgia por su tierra natal. Durante los últimos años planeó el viaje y por fin después de veinticinco años arribó ala central de autobuses de su ciudad. Lo primero que notó fue el aumento de autobuses en los andenes y de pasajeros que caminaban por todos lados, el edificio también había cambiado, ahora era más grande. Al salir, tres taxistas le ofrecieron sus servicios, pero agradeciéndoles se retiró de ellos, quería caminar, recorrer las calles de su niñez y adolescencia; no lo pudo hacer con la tranquilidad de aquel tiempo, el exceso de vehículos, el ruido y la gente se lo impidieron. Se encaminó a su barrio, salió de la congestionada avenida y tomó una calle más tranquila; aquella calle por la que en el sentido contrario, caminó muchas mañanas a la secundaria con el ambiente impregnado de jazmín, aquel dulce olor era en gran parte el motivo de su nostalgia, por eso no descansó hasta tener jazmines en su casa de Madrid. Tristemente notó que aquella calle ya no olía a jazmín, de hecho no veía ya ninguna de esas plantas colgar en los barandales o muros de las casas, ¡Ni siquiera eran las mismas casas! Las personas que se encontraba parecía angustiadas, de prisa, no se saludaban como cuando el iba a la escuela, no escuchaba los buenos días por todas partes como antes, lo único que seguía igual eran los militares uniformes de los estudiantes, igual que el que el usó, pero solo eso: los uniformes, pues también en los escolares percibió cosas distintas, muchos iban fumando, pero lo más perceptible era la actitud desinteresada y el lenguaje.

   Siguiendo su camino tomó una calle de banquetas agrietadas y una que otra vieja jacaranda: "su calle" ¡La calle en la que vivó! A su mente vino el recuerdo de aquellos partidos de fútbol en esa calle, la gritería de los chiquillos y las quejas de los adultos, la jacaranda que les servia de "base" para jugar a "las traes" o donde hacia el conteo quien "se quedaba" cuando jugaban a las escondidas. Nunca se le olvidó el suave olor que la brisa traía en esas mágicas noches de primavera ni los copiosos aguaceros del fin del verano, cuando todos los baldíos se ponían verdes.

Sin darse cuenta estaba frente a la tienda de Don Oscar, donde se reunía con sus amigos, donde compraba golosinas y se divertía en los videojuegos. Ahora era distinto; no había videojuegos, ni siquiera se podía entrar a la tienda, grandes rejas impedían la entrada, y solo por una pequeña ventana como la taquilla de un cine, despachaban a los clientes; las paredes de la tienda estaban llenas de grafitis y palabras obscenas. Don Oscar no atendía la tienda, ni su esposa, ni sus hijos. "La nueva tendera" le contó que Don Oscar y su esposa murieron en un accidente carretero: se dirigían a la prisión federal del estado a visitar a sus hijos, encarcelados por traficar con drogas.

   Una cuadra más adelante estaba "su casa", caminó ansioso hasta ella. Ya no tenía la puerta de madera que rechinaba cuando entraba o salía y que servia de alarma a su madre cuando quería salir a jugar o cuando llegaba de la escuela, tampoco estaba las macetas con malvas colgando de las ventanas. Parado en la acera de enfrente, observaba atento la casa en la que vivió hasta que vio salir de ella a un niño que en cuanto estuvo fuera corrió calle abajo. Siguió observando la casa, recordando su interior, viendo a su madre salir de la cocina con un plato de frijoles y huevo frito rumbo a la mesa, donde él comía al llegar de la escuela. La vio también en el pequeño patio, doblada sobre el lavadero y también sentada frente a su vieja máquina de coser. Pero también vio a su padre, arreglando un desperfecto en el techo y cambiando el tanque del gas.

No supo el tiempo que pasó evocando su infancia en aquella casa. Tuvo que irse ante la amenazas de las vecinas de llamar a le policía, no las conoció, solo a una de ellas: Doña Marta, pero era tan anciana que no creyó que ella lo recordara. Caminó calle abajo, deseaba ir al parque, un lugar donde le gustaba pasar algunas tardes, jugando a la sombra de las grandes jacarandas, que en primavera adoquinaban el suelo con tonos violetas, aquel parque le encantaba; de lejos, cuando las jacarandas floreaban se asemejaba a una gran nube violácea. Fuera del parque aún estaba el pequeño jardín, donde se paraba el camión que lo llevaba a la prepa, pero el paisaje alrededor era otro, los negocios ya no eran tiendas, o carnicerías, ni tortillerías, ahora solo veía cantinas, bares o "antros" como le dijo un joven que pasaba por allí. En la banqueta del jardincito triangular ahora había bancas, una muy grande con tejado metálico serbia de descanso a quienes esperaban el transporte público, al llegar allí vio una cruz incrustada en el piso, detrás de la banca y delante de los setos del jardín, se acercó a ella y leyó la inscripción "Dr. Juan Manuel Mora Tovar 1977-2006" ¡El conoció a Juan Manuel!, todos en el barrio lo conocían. A los siete años ganó un concurso de aprovechamiento en su escuela y fue reconocido por el gobernador como uno de los mejores estudiantes del estado, tenía una inteligencia admirable, a los cinco años ya leía de corrido ¡Y leía libros completos! Algo así como un niño prodigio.
Mario tenia la seguridad; cuando se fue a España, que aquel niño haría grandes cosas, que sería un gran hombre y saber que había muerto tan joven le causó un duro impacto. Al darse cuenta de que seguía mirando la cruz, el anciano bolero cerca de él le contó lo sucedido:
Juan Manuel estudió medicina en Estados Unidos, al graduarse volvió y trabajó en el hospital más importante de la ciudad, pero además tenía un consultorio en su casa, ayudaba a muchas personas, no cobraba las consultas y cuando podía les daba las medicinas.
   
Una noche de invierno salió con su esposa y su pequeña hija a la cenaduría de doña Cuca. Al pasar por el jardín hubo un enfrentamiento a balazos, nadie supo quienes eran, solo disparaban desde sus lujosas camionetas. El doctor Mora y su familia quedaron en medio del fuego, el solo alcanzó a lanzar a su esposa al piso junto con su pequeña, muriendo acribillado a dos fuegos".

   Mario no era ajeno a estos eventos, ya había visto algo en los noticieros; por lo tanto, sabía la situación; no solo del país, sino de gran parte del mundo, pero albergaba la esperanza de que a su barrio aun no llegaban estas situaciones; miró a unos niños cruzar la calle un tanto asustados, se dio cuenta de que aquellos días de su niñez en los que podía caminar seguro por las calles de su barrio se habían ido y que tal vez jamás regresarían. Siguió observando  a los niños, pensando en lo que el futuro les depararía y pensó también en su esposa y en sus hijos, en el mundo en el que vivía. ¿A dónde ir? ¿Dónde podrían estar seguros? Lejos de mejorar; las cosas empeoraban, todo el mundo lo sabe por qué lo vive a diario.
Echó a andar por la calle si un rumbo fijo; una ligera llovizna comenzó a caer, pero esto no le importó, siguió su marcha por la calle, que adquirió un sombrío y triste tono gris que presagiaba el porvenir. La lluvia comenzó a escurrir por su rostro mientras pensamientos inquietantes inundaron su mente.

   Coloquialmente se habla de un cambio en "los tiempos". Ahora son "otros tiempos" dice la gente, o son distintos "los tiempos". Desgraciadamente somos precisamente los seres humanos los que marcamos esas diferencias.

JESS LUNA

Relatos FM

Y DESPUÉS SALÍ MI TUMBA



Las luces de la ambulancia centelleaban en el silencio de aquella fría madrugada. El hombre sin identificar yacía recostado sobre un gélido banco de metal surcado de corazones, iniciales y palabrotas. Tenía una mano sobre el pecho y la otra colgando fuera del asiento, los ojos cerrados y un rictus extraño en su cara macilenta. Junto a él, un médico embutido en un chaquetón reflectante negaba con la cabeza, despacio, en busca de un resquicio de vida. Cerca, Domingo, un vagabundo del lugar, trataba de explicarle a la policía cómo habían sido los últimos minutos junto al finado, y aunque los agentes que le tomaban declaración negaban con muchas más contundencia que el médico, Domingo seguía hablándoles indiferente a que le creyeran o no.
¬—Fue esto lo que me dijo —habló el indigente—:
—La única sensación que tuve cuando recuperé la conciencia fue el regusto amargo  de la anestesia en el cielo de la boca. Por lo demás,  al entreabrir los ojos distinguí solo la oscuridad, pero no me angustié. Supe pronto dónde me encontraba, de modo que con los brazos logré que la madera de la caja cediera como si fuera de papel. Después noté caer algo de tierra de la fosa encima de mí. Luego salí de mi tumba.
Mi único y más fresco recuerdo lo conformaban mis hijos y un par de nietos alrededor de la cama, poco antes de que los celadores me llevaran al quirófano.
Al salir del camposanto estaba frío, igual que ahora, y envuelto en un sudario amarillento e incómodo del que me deshice en cuanto logré ponerme en pie. Me puse en marcha y dejé atrás la lápida rota y la tierra removida.
Por lo que veo, debe hacer frío, pero yo no lo siento. Mientras caminaba por el filo de la carretera traté de poner en claro mis ideas, aunque parecía saber lo ocurrido. Quizá, me dije, soy uno de esos casos de personas que hasta los médicos creen muerto... Pero estoy aquí, vivo, saliendo por mi propio pie de una fosa a las pocas horas de mi entierro.
Continué mi marcha, pero a medida que avanzaba empecé a confundirme, pues aquel trecho que otras veces había recorrido volviendo del campo cercano donde trabajaba, se dividía y bifurcaba en varias direcciones. No podían haberse hecho todos esos caminos en una noche, me dije, pero seguí andando hasta que me crucé con la primera persona que, atravesando a la otra acera, aceleró el paso como si me evitara.
No. Aquello no podía ser el pueblo. Cuando alcancé el cruce de caminos ya no acertaba a saber dónde estaba. A derecha y a izquierda, dos enormes carreteras se alargaban como interminables tentáculos de asfalto, estirados más allá de donde alcanzaba mi vista.
¿Dónde me han enterrado?, me pregunté. Pero miré atrás, distinguí la cúpula cercana de a capilla del cementerio y seguí caminando con el convencimiento de que acaba de salir del camposanto donde, desde siempre, habían enterrado siempre a los vecinos del pueblo.
Había llovido y el suelo se encharcaba aquí y allá con pequeños espejos sucios sobre el alquitrán y las plaquetas del acerado. Me agaché y me vi reflejado en el agua turbia de aquel charcal. Tenía el pelo laxo, y me llegaba casi a los hombros. Estaba terriblemente pálido, y los ojos me brillaban como si estuviera borracho.
Seguí caminando en línea recta, olvidando la amplia carretera, y me acerqué a la pedanía de Los Zahoríes, que divisé al poco de iniciar la marcha. Cerca, sobre la pared de una caseta de electricidad había varios carteles pegados con anuncios que me dejaron completamente perplejo:
"Cotillón fin de año. Discoteca El Kanguro. Bebidas de las primeras marcas. Ven con nosotros a celebrar la entrada de 2013".
Leí despacio, sin comprender. 2013, repetí en voz alta varias veces como en una extraña letanía. Turbado me llegó a la memoria que el mismo día de mi 58 cumpleaños sufría un ataque al corazón. ¡Pero eso fue en el año 2001! ¿Cómo era posible que llevara enterrado ¡doce años!?

Supe que debía ser un día de fiesta porque siempre que pasaba eso el pueblo parecía dormirse; los vecinos se marchaban a la sierra a comer o se quedaban en sus casas viendo el televisor, de modo que salir a la calle era encontrarse un panorama tan desolador como el que tenía ante mis ojos.
Estaba muy cansado. A cada paso que daba sentía que la vida o lo que diera energía a mi cuerpo se agotaba. No era, empero, un agotamiento normal. No me asfixiaba ni sentía más o menos fatiga. Sencillamente mi cuerpo parecía forrado de plomo. No podía con él.
Soplaba el aire del norte, y supe por las luces —apagadas pues era de día— que era Navidad.
Las cosas que pasaron por mi cabeza no puedo recordarlas. Solo sé que fueron muchas. ¿Sabe? Quizá otra persona hubiera gritado que estaba vivo y todo eso. Pero yo no. Acaso era consciente de que aquello era transitorio, y que pronto volvería al mundo de las tinieblas, o al de aquella luz que me acogió nada más cerrar los ojos en el quirófano.
Sé, amigo, lo que está pensando. Por qué no fui a pedir ayuda, ¿verdad? ¿Y qué podía decir? Pero si ni siquiera yo creo lo que me ha pasado, que estoy aquí sentado, hablando con usted, después de haber salido de mi tumba.
Si de veras había estado tanto tiempo bajo tierra, ¿qué habría sido de mis hijos, de mis nietos? ¿Dónde estaría mi esposa?
¿Sabe algo?, montado en la ambulancia, el día de mi cumpleaños, pensé en esa costumbre de ensalzar la figura de los que se van. Me pregunté si conmigo pasaría lo mismo, si llorarían mucho tiempo mi muerte, si mis poco enemigos serían capaces de perdonarme, si mi familia respetaría mis deseos y mis pertenencias. Si tardarían mucho o poco en olvidarme.
—No, no estoy borracho. Si traen en el coche un cacharro de esos podrán comprobarlo. Soy pobre, duermo en la calle y bebo mucho, pero les aseguro que hoy no  he probado nada—. Domingo dijo eso mirando hacia la ambulancia que ya se alejaba. Uno de los policías, mientras tanto, siguió apuntando con desgana parte de las cosas que el hombre decía, como si esa noche se estuviera alargando demasiado y estuviera deseando terminar.
—¿Qué más? —interrogó otro de los agentes sin más interés que su compañero.
—Me dijo que iba a presentarse en casa de alguno de sus hijos, pero no quería que lo vieran así.
¿Qué podrían pensar? Tenía muchas ganas de verlos, de abrazarlos, de besar a mi mujer, a mis nietos, que ya habrían crecido mucho.
Mientras pensaba qué hacer, por la calle me rechazaban o me contestaban apresuradamente. Mi presencia les espantaba, de manera que seguí caminando con el convencimiento de que no iba a recibir ninguna ayuda.
No sé decirle si mi corazón se agitó, pero al ver aparecer la casa de un antiguo amigo, algo se movió dentro de mí. Eres una de esas casitas de campo, a las afueras, pero que las construcciones modernas la habían rodeado por todas partes.
Llamé al timbre y salió él. Vestía de negro y de su pelo, que había encanecido mucho antes de que yo muriese, ahora apenas quedaba una tonsura igual que la de un fraile.
No me veía, ni me oía. Y yo no podía tocarle. Mis manos atravesaban su cuerpo. Notaba el calor de la sangre en ellas, pero no podía hacer nada. Mientras, él miró de un lado a otro de la calle y cerró la puerta, pero fui tras él y me colé dentro de la casa.
Gritó histérica una mujer. Yo no la conocía, no la había visto antes, y Felipe, mi amigo, se acercó a socorrerla porque estaba muy asustada. Después estuvo balbuceando a duras penas, diciendo que había un hombre junto a la puerta. Felipe se volvió entonces y esperé que al fin pudiera verme, pero no fue así, y pensé que quizá pudiera verme solo quien no me conocía. Y así era, en efecto, porque ante el alarido de la mujer, en medio de la confusión, salió Ramiro, el más pequeño de los hijos de mi amigo al que yo tantas veces había llevado a los entrenamientos de su equipo de fútbol.
No me vio.
Tampoco pude tocarle.
¬—De manera que un fantasma —la voz del policía dirigiéndose a Domingo sonó socarrona.
—Y yo qué sé —se revolvió el otro—. No me lo dijo, como podrá comprender, señor agente. Ustedes me han hecho una pregunta y yo les contesto. Y ahora —siguió decididamente— déjenme terminar. Quiero largarme a dormir un rato antes de que amanezca.
—Se me ocurrió —continuó con la voz muy débil— que si mis conocidos no podían verme, acaso fuera una buena oportunidad para saber, ya que era Navidad, cómo y hasta qué punto me recordaban los míos, de manera que salí de la casa y me dirigí a la de mi hija.
Allí estaban, como cada año, todos alrededor de la mesa para almorzar. Y a todos pude verlos sin que me vieran.
Rita, mi yerno Alfredo, con el que jamás hice muchas migas pero que se portó muy bien el día de mi infarto. Goya, Alejandra y Manolito, mis nietos... Allí, le digo, estaban todos.
Vi sobre la mesa algunas fotos mías y de Lola, que también estaba en la mesa. Delante de esas fotos, unas velitas de Navidad.
Estaban contando chistes y chanzas... Apenas me mencionaron.
—No me acuerdo bien del abuelo —fue lo único que dijo Manolito con esa vocecilla de diablo.
Mi hija dejó de comer y sonrió para decirle que su abuelo estaba en el cielo. El resto escuchó la respuesta sin apenas prestar atención y me di cuenta de que ya apenas dolía mi ausencia. El tiempo había echado una capa bien gruesa de tierra y olvido.
Todos, amigo mío, nos convertimos en un simple recuerdo cuando nos vamos, un bosquejo que se desdibuja con el paso del tiempo. Nada más: los muertos solo somos eso, muertos, y lo que fuimos, sombras nada más.
—¿Y después, qué? —habló el policía que estaba tomando las notas en la agenda.
Pero Domingo parecía impresionado por aquellas últimas palabras del desconocido y tardó un poco en contestar:
—¿Después? Después nada— contestó poniendo la vista en un lugar indefinido—. Me dijo que estaba agotado. Me dio las gracias por no haber salido huyendo como todos los demás y por dejar que lo escuchara. Entonces cerró los ojos muy despacio y se quedó como lo han encontrado ustedes cuando les avisé. Es todo. ¿Puedo irme ya? —la voz se tornó desagradable.
El policía cerró la libretilla y le dijo que sí, que podía marcharse. Domingo se agachó, cogió su petate lleno de cochambre y se marchó camino del albergue.
Se miraron los policías y rieron con desgana. En el coche patrulla, la radio pedía a alguna unidad que se pasara por el cementerio. Los empleados acababan de descubrir una tumba profanada.
Llovía.

Laura Sainz

Relatos FM

EL PRETÉRITO



Otro viernes más. Por la esquina aparece Pacheco, fiel a la cita matutina de la semana, empujando la silla de ruedas de doña Amalia. Ve a Ramón aproximarse y, a modo de saludo, hacer girar la sillita mientras Amalia sonríe. Ramón y el señor Valentín avanzan a pasos lentos hacia ellos. El sol promete una primavera inminente, por eso Ramón – Monchete familiarmente – ha elegido una chaqueta más liviana para Valentín, que se aferra a su brazo y al bastón que ha bautizado como "amigo de palo". "Llevo uno de palo y otro de carnes bien prietas". A Valentín le gusta referirse así a Monchete, burlón, pero al afectado no le molesta esa alusión a sus kilos de más. Ha cogido apego al viejo en este tiempo.
Vistos así de lejos, forman dos extrañas parejas. Ramón acude a la cita siempre en autobús con Valentín. Pacheco solo tiene que desplazar a la señora Amalia unos 200 metros desde el domicilio de la hermana porque ésta ha establecido un perímetro máximo de "excursiones" para la convaleciente.
Pacheco y Ramón se funden en un abrazo de camaradas. Entran en el bar y piden lo de siempre: dos cafés solos. Para Amalia, una naranjada con pajita. Apenas mastica desde la embolia, pero sorbe con vigor. La mujer vive al cuidado de una hermana monja y Pacheco se ha convertido en su custodio los lunes, miércoles y viernes, los días que la monja dedica al centro de acogida para extranjeros. Sin esa hermana y la compañía del joven, Amalia no se valdría. Pacheco la llama "mamita", aunque bien podría ser aquella abuela con la que nunca tuvo trato.
Ramón acerca un descafeinado a Valentín, que adopta una pose de indignado.  Ramón no le permite protestar. Le prometió a su hija, a la hija del vejete, que iba a cuidar de él como si fuera su padre. Ni cafeína ni sal. Y solo una copa de vino al mediodía. Valentín tiene 85 años y su mente es tan lúcida como cuando era profesor de lengua, pero su físico se deteriora. Camina con dificultad y le duele "hasta el cielo del paladar", como proclama con frecuencia. Lo que más le duele al buen hombre es haber perdido su autonomía. Eso intuye Ramón.
La consigna de los viernes es no hablar en tiempo pretérito. Pacheco y Ramón saben que cualquier vericueto de la conversación puede llevarles a terrenos que no quieren pisar. Buscan rodeos para evitar hablar del "antes" añorando a algunos compañeros, ahora que ellos han retornado al reino de la libertad. La cárcel separa, pero también une. El compromiso de los viernes es pasar de puntillas por ese paréntesis que les privó de estar con los suyos.  ¿Quiénes son los "suyos"? 
Para Ramón, son una madre viuda y una hermana mayor. A su padre le fulminó un cáncer en solo cuatro meses. Monchete no pudo estar para decirle adiós y aún le escuece mucho este episodio. Para Pacheco, los "suyos" se reducen en realidad a un hijo venido al mundo dos meses después de su confinamiento. El niño no pronuncia "papá" ya que la madre de la criatura se encargó bien de omitir esa palabra. Pacheco intenta ahora recuperar el tiempo perdido con las breves visitas que le permite su ex.
Pero existen otros que también cuentan para Pacheco y Ramón. El Pepo está terminando una condena de cinco años por tráfico de estupefacientes. Resulta hasta injusto que ellos estén disfrutando de una nueva etapa y él todavía siga ahí dentro. "Ahora seríamos la santísima trinidad" dice a veces Pacheco. Tiene una risa bonita, a pesar de mostrar una dentadura irregular y su rostro delate ciertos excesos. Eso también es pretérito y nunca se menciona porque Pacheco ya está limpio. 
El señor Valentín ha sido acomodado en una mesa del bar junto a Amalia, ha encendido un transistor y lo acerca al oído de la mujer. Ella oye, sí, pero no escucha porque vive en otra dimensión, le recuerda Pacheco. Ramón observa que su amigo Pacheco anda agitado. Hoy no ha recurrido a su típica chanza: "¿Ya te buscaste un apaño, Ramoncete? Que te van a caer los 40 y no has catado hembra". Ramón se hace siempre el loco ante estas insinuaciones. ¡Ya le gustaría conocer a una mujer! Pero nunca se ha sentido bien en un cuerpo tan grande y su imagen al espejo le parece demasiado imberbe. Con esas armas no se conquista a nadie.
Pacheco juguetea con una servilleta y fuma con fruición. Hoy no comenta el último encuentro fugaz con su hijo ni fantasea con ligarse a la cajera del supermercado del barrio. A Monchete su amigo le sigue pareciendo un mozo atractivo – ¿o lo era? – a pesar de su currículo.  Pacheco suelta la noticia: "Esta semana he hablado con la tía de la organización, la de gafas". "Sonia" puntualiza Ramón, esperando que salga a colación el tema de Pepo. Lo mencionan a menudo porque su libertad está cerca. Solo hablan de ese amigo común en futuro ("Pepo saldrá..." y condicional ("A Pepo le gustaría..."). Le alegra la iniciativa de Pacheco pero duda de que el Pepo que conoció en prisión quiera tratos con una ONG ("asistencia a mayores" les recalcaba la trabajadora social). Pepo fue un espíritu libre, dueño de su propio negocio. Un pintor de brocha gorda que se permitía el lujo de rechazar faenas ingratas. Claro que eran tiempos mejores.
Pacheco se ha acercado a visitar a la mujer de Pepo hace unos días. Le narra a Ramón las dificultades económicas de la familia. La empresa donde la esposa limpiaba cerró, los dos chicos mayores han dejado de estudiar y sirven copas en un bar. "Porque tenemos que seguir empapando las deudas del pasado y comer cada día", ha justificado la mujer de Pepo. Ella teme que, tras su regreso, el marido vuelva a buscar "dinero fácil" para salir del bache. En cuanto Pacheco se despidió de ella, marcó el número de la organización.
Ramón interviene entonces: "No me imagino a Pepo cuidando a viejos, como hacemos tú y yo". Lo dice en voz baja pero Valentín, que acaba de apagar su transistor, lo capta. "¿Qué tenemos de malo los viejos?", exclama con resentimiento. Pepo no querrá ponerse en manos de un mediador, opina Monchete. Pacheco porfía: "Tendrá que hacerlo. No hay trabajo. Tiene una familia que le ha esperado todo este tiempo. Se lo debe a ellos".
Pacheco no tuvo esa suerte. Nadie le esperó a la puerta de la cárcel en su primer día. Ni su novia, que ya le había borrado de su vida, ni su madre, que siempre renegó de él. Y sobre su padre prefiere no hablar porque fue él quien le inició. No le perdona que le contagiase su particular estilo de vida. El padre desapareció un día, y mejor así, pero dejó su legado.
Monchete y Pacheco no se han sincerado aún sobre las consecuencias de la cárcel. Es por evitar el pasado. Sin embargo, cada uno ha extraído ya sus propias conclusiones. Ramón Alameda tuvo su escarmiento, un castigo excesivo quizás. Se había dilapidado tanto dinero que trabajar en la tienda de su padre no le cubría las deudas del juego. Necesitaba más. Era un botarate que aborrecía la sombra paterna, pero era cobarde para buscarse otro oficio. Cuando cerraba la tienda, se vestía con extravagancia y lucía cochazos que no podía costearse. Esa inmadurez le empujó a cerrar un trato absurdo y al final le pillaron en Barajas.
El caso de Rafael Pacheco es diferente. Su vida se había desbocado desde muy joven. Consumía, trapicheaba, conseguía el dinero justo para malvivir, volvía a abusar... Intentó curarse en dos ocasiones, pero regresó al abismo. Cuando su novia le comunicó que esperaba un hijo, Pacheco se metió en la boca del lobo de lleno. No tuvo buenos consejeros. Los "negocios" de Pacheco funcionaron por poco tiempo. Pasar por la cárcel significó recuperarse a sí mismo, al fin y al cabo. Allí se desenganchó y encontró los amigos que nunca tuvo fuera.
Ahora importa Pepo. Mientras los dos amigos apuran su café pensativos en el bar, suena la melodía estridente del teléfono de Pacheco. Este responde, primero desconcertado y luego con cierta exaltación: "¿Qué quieres decir con mantenimiento? ¿Te refieres a hacer arreglos en la finca y cuidar los jardines y esos rollos?". Le hace un gesto de triunfo a Monchete con la mano mientras asiente al teléfono. La conversación queda zanjada: "Nos pasamos la semana que viene con la mujer de José y hablamos. Sí, sí, sale para mayo".  Pacheco cuelga y suspira: "No es solo por el dinero, es porque uno se sienta válido en este mundo de m....." No termina la frase. Vuelve sus ojos hacia doña Amalia y apremia con cariño: "Mamita, ¿nos volvemos para casa?".

Frida Glas

Relatos FM

EL LIENZO


Estoy sentada en mi cama mirando la pintura que pinté hace tiempo, la de Los holandeses.  Uno de ellos, atractivo sin remedio, me mira y dice:  -Ya no escribas, mejor pinta otro cuadro como el nuestro-.  Lo escucho y me cambio de sitio sentándome en la silla antigua de mis padres observando cómo la mirada seria de aquella figura recorre el cuarto y me dice de nuevo –Ya no escribas, ponte a pintar como antes de estudiar Literatura.-  Intento recordar cómo era la técnica que utilicé al plasmar sus ojos en el lienzo, aquella que empleaba el pintor Madrazo, un español de quien hay muchos cuadros en el Prado, la cual consiste en lograr que los ojos del retrato te sigan por todas partes.   

    Trato de pensar en un próximo cuento pero el guapo del cuadro me dice de nuevo:
–Pintas mejor, hazme caso, no te desperdicies, no inviertas tu tiempo en tonterías como contar historias. ¿Qué es un bolígrafo sobre las hojas blancas de un cuaderno, si no tienes la gracia de la prosa?-  Contemplo el cuadro, me sigue mirando y, aunque pienso que el hombre de mis sueños podría parecerse a él, percibo que está celoso de mis escritos y quiere salir de su tela para quitarme todo lo que  pueda inspirarme a redactar.  No sé por qué.  No entiendo nada.  Quiero destruirlo pero me han ofrecido una enorme cantidad por él  y hace mucho que espero ese dinero, no obstante, aunque estoy contenta de venderlo, estoy confusa porque cuando trato de dormir y relajarme siento su presencia pues veo que me está siguiendo todo el tiempo.

    Una mañana, lo saco de mi cuarto y lo cuelgo en la pared de la otra habitación, aquélla que no tiene pinturas.  Estoy feliz pues así no lo veré más y no tendré  la tentación de que me diga algo nuevamente.   Quizás así sea mejor y pueda olvidarlo para que cuando el comprador se lo lleve, ya no recuerde sus palabras y pueda seguir escribiendo.  A veces me ha dado miedo tenerlo en casa y ya quiero que el marchante se lo traslade, pues como habla, como el personaje de este cuadro habla y cada vez que lo hace emite  unos gemidos afligidos, siento que es como si fuese un moribundo que quisiera salir de su ataúd, como si quisiese continuar en mi casa y no quisiera ser vendido.

    El holandés, quien realmente no representa en mi cuadro un personaje del siglo XVi o XVii como el que estarás imaginando, sino un bailarín perteneciente a un grupo de danza contemporánea cuya nacionalidad es holandesa, ha sido captado por mi pincel durante una de sus presentaciones.  Primero realicé un bosquejo en aquél teatro y luego vine a casa para pintarlo.  No he investigado nada sobre los miembros de ese grupo pero ya lo haré pues me empieza a preocupar el personaje; como aquella vez que fui a dibujar con tinta china a aquellos muertos en la escuela de medicina con mis profesores de Fotografía y Escultura y luego no quería mirar mis propios trazos.

    -Sé que soy responsable de que estés aquí pues te he pintado.- Le digo fastidiada. –Pero no es mi culpa que me guste tanto dibujar.  Tu baile era maravilloso y debes ser consciente de que no sólo te pinté a ti, tus compañeros también aparecen en el cuadro y no sé por qué te sientes tan importante.  ¿De dónde has sacado ese egoísmo de sólo querer que pinte y no escriba?  Hagamos un trato, antes de venderte te describiré en un poema, ¿qué te parece? puesto que dices que mi prosa no es buena.-  Pero de pronto puedo observar en su mirada que no le ha hecho mucha gracia.

    ¡Qué tonto!  Me he cambiado de cuarto y escribo sobre él ahora mismo.  Quizás se apacigüe un poco y ya me deje en paz. Quién sabe... por ahora lo dejaré tranquilo y sólo hasta que su mente dibujada y luego pintada ya no piense, dejaré de especular y me iré a dormir para esperar lo que deba suceder mañana, además he escrito demasiado y el hombre de la galería vendrá a las diez, sí, por fin el cuadro será vendido y además me pagarán en libras. 

    Tengo sueño, me estiro y bostezo, seguramente piensa que lo estoy vendiendo por poco dinero y quizás está ofendido por ello, pero lo que no sabe es que podré visitarlo cuando quiera.  Los interesados por el cuadro son amigos y es a ellos a quienes suelo vender lo que pinto para no perder contacto con mis obras.  Nunca suelto una pintura así como así y él debería saberlo pues no es la primera vez que ha venido alguien a mi casa por un cuadro y él ha estado ahí, colgado, para observar cómo se llevan las pinturas.  Seguro se siente utilizado, sí claro, indudablemente piensa que sólo lo he pintado por dinero.  No lo sé, quizás tenga razón.  ¿Pero de qué **** quiere que vivamos los artistas?  Joder, que los materiales también cuestan dinero y además que no se queje pues últimamente he escrito más de lo que he pintado sin ganar un céntimo.  ¡Ja, ja! ¡Estoy flipando! ahora me estoy creyendo que el holandés se ha enamorado.  Será de otra pintura porque de mí...ya me estaría volviendo loca.  Mañana veré qué sucede, no creo que hable y si lo hace, dudo que el comprador pueda oírlo.  Sería una locura aunque quizás me pagaría más caro.  ¡Ja, ja! estoy alucinando.

    ¡Ay, ay, ay!  ¡Mi cuadro está llorando!, desde aquí oigo los gemidos.  -¡Déjame dormir de una vez por todas que he de madrugar mañana!-  Me levanto desesperada para intentar ver lo que sucede y el maldito holandés me dice con mirada triste que ya no escriba más y que mejor pinte una copia del mismo cuadro antes de que lo venda mañana.  –Así podré quedarme en tu taller y tú vendes la copia, ¿qué te parece?- Siento que no puedo creer que un cuadro me diga lo que debo hacer, mejor dicho, el holandés del cuadro, el que está a la izquierda, además de que ya no me encontraba escribiendo y sólo intentaba dormir. –Ya sé que se trata de tus amigos-  ¡El cabronazo me ha leído la mente!  -Pero si me vendes, posiblemente en un futuro sea revendido o quizás alguien robe la pintura o tal vez sea yo quien me harte de mis compradores y me escape de la misma, lo cual sería un gran problema para ti y te meterías en líos por haber vendido un cuadro así, sin uno de nosotros.-  ¿Me estoy volviendo loca?  Entonces intento explicarle que no me dará tiempo de pintarlo nuevamente pues no soy copista, son las doce de la noche y aunque trabajara sin parar hasta las siete, los óleos tardan en secar entre tres y seis meses por su material orgánico y no será sencillo vender un cuadro húmedo.  Estoy molesta y él responde. –Tengo una idea, no nos escribas, no nos vendas o píntanos de nuevo.  Sí, sí. ¡Píntanos un cuento!-  -A ver.- Le explico. -¿Y cómo demonios puedo hacer yo eso?-  Pone cara desesperada y le comento.  – Vale, vale, tengo una idea, me has convencido, son las doce y media de la noche y tengo sueño pero sólo por tratarse de ti y porque me sentiría realmente preocupada si te vendo, pintaré otro cuadro pero primero lo haré con acrílicos que secan rápido y luego le daré unos toques con óleo para que el cliente piense que es un óleo.  ¿Te parece?-  Veo cómo el personaje sonríe tranquilo y me mira con ojos brillantes, así que supongo le ha gustado mi idea y saco un lienzo del mismo tamaño diciéndole al mismo tiempo.  –¡Qué pereza!, no sé qué te pasa, ¿te das cuenta de lo que voy a hacer por ti?  ¡Debo de imprimar la tela o si no me meteré en líos pues si no lo hago, el cuadro no duraría ni un mes!-  Saco el fondo de media creta que tengo en un frasco y pienso que es una locura pues no secará y ya sin mirar al holandés recuerdo que tengo una tela del mismo tamaño ya preparada y me relajo.

    Saco mis pinceles, mezclo el blanco con el rojo, luego el negro, trato de pintarlo en otro bastidor y limpio la tela.  Estoy nerviosa, a ver si me da tiempo.  Mejor saco la paleta para mezclar los colores pues cuando he intentado dibujar con la sanguina su rostro, ¡la cara no es igual!  Los ojos de este nuevo personaje no me miran y sus labios no me hablan. ¡No puedo pintarlo!  ¡Me juré a mi misma que nunca pintaría por encargo! Además no puedo fingir, nunca he pintado dos veces un mismo cuadro y sé que no soy capaz de repetir un rostro.  Las lágrimas recorren suavemente mis mejillas por primera vez durante esa noche.  Me remuerde la conciencia pero debo vender el cuadro, necesito el dinero.  Intento imitar el rostro nuevamente pensando al mismo tiempo que es una decisión y venderé el cuadro original mañana y su constante insistir de –No me vendas, por favor- de cobardía, no alterará mi decreto.  Siempre he sido una mujer de palabras y de hechos, no voy a quedar mal con mis amigos y mucho menos con esta Galería.  Ahora soy yo quien tiene los ojos rojos.  Me toco la cara para quitarme la humedad y seguir pintando.  Las lágrimas me escurren pero mañana todo habrá terminado y seré feliz de nuevo, además tendré lo que necesito para pagar el alquiler y muchas otras cosas.  Escribiré un cuento en el cual él será el protagonista y lo leeré toda la vida.

    No dormí nada esa noche, cuando el comprador llegó y me pagó en efectivo no se dio cuenta de lo que le daba.  Cuando se iba, la casa se sentía vacía y en silencio como si un alma se perdiera.  Sonreí hipócritamente alargándole el paquete envuelto en un papel estraza que iba crujiendo todo el tiempo.  El holandés nunca habló, fue respetuoso ante mi decisión y yo me quedé sola en aquel estudio vacío en el cual intenté durante meses pintar nuevamente aquel rostro sin lograrlo.   Había vendido mi creación sublime, mi obra maestra y de ella sólo conservaba una pequeña foto que no me decía nada.  Permanecí horas en mi cama intentando que me hablara pero nunca lo hizo.  No puedo pintar más, estoy desesperada.  Sólo escribo estas palabras como si fueran aquel día pues si no lo hiciera, me volvería loca. 

    Años después he intentado localizar el cuadro y recuperarlo, pero los compradores se han ido al extranjero y no han dejado un número o una dirección para encontrarlos. Los he buscado en Facebook  y he escrito su nombre en Google pero me he enterado de que querían descansar el resto de sus días en un sitio aislado para que nadie los molestara, por lo que nunca he podido descubrir su paradero. Intenté pintar mil veces a aquel desconocido junto a sus compañeros de baile pero nunca lo logré, los rostros de algunos me salieron pero no los de todos y mucho menos el de él.  Alguna vez terminé el cuadro pero no era igual pues el holandés ni me veía ni me hablaba, así que un día ya desesperada y sin poder pintar más cuadros, opté por dejar los pinceles hasta el final de mi existencia, lo vendí todo y me cambié de continente para no recordarlo más.

SCHINNY BLACK

Relatos FM

CONVERSACIÓN ENTRE BRAVOS

Madrid, 1618

A la hora menguante de otra calurosa noche de julio la taberna de los Fundadores era un bullicio de risotadas, ruido de huesos de Juan Tarafe rebotando en las paredes y rumores de conversaciones de los que se arremolinaban en torno a las mesas donde se  araba con bueyes-seis granos juego, matantes tengo, llevo los palos vacíos, la calle del puerto es mía, envido y demás lances propios del catecismo-, algunos con más fortuna que otros; mientras la mayoría debía retirarse trasquilada de lana a las primeras de cambio, unos pocos, intuyéndose acariciados por la suerte, continuaban hasta que finalmente los naipes dejaban de ser putas y se convertían en doses, ya fuera por el azar o por la mano de un doctor de la valenciana que fuera experto en ahuecar el as, el rey o la sota, momento ese que solía provocar arrufaldas, votos a tal y posterior danza de blancas en alguna calle sombría de Madrid, cuyo lance acababa en mojada o en intervención de la zarza.
Arrullado por el jaleo, Mateo Alonso, a la sazón teniente de alguaciles de los cuarteles de Madrid, bebió de un trago azumbre y medio de vino turco sin poder evitar un suspiro de melancolía. No hacía muchos años él era uno de los principales en darle a la baraja, sobre todo en los juegos de estocada, llamados así por la rapidez con la que dejaba a un hombre sin dinero, habla ni aliento. Años pasados, años felices, se lamentó para sí; mucho más que el incierto presente que le tocaba vivir. Por más que se resistiera tenía que empezar a asumir las limitaciones propias de su edad-no hacía ni dos meses que había sobrepasado la cincuentena- pero, sobre todo, de la enfermedad que le estaba matando lentamente por dentro, cuya demostración más palpable era un movimiento descontrolado de su mano izquierda, con la que apenas ya podía sujetar una daga.
Con la vista perdida en el fondo de la jarra, como si quisiera encontrar allí la solución a sus problemas, Alonso hizo un gesto a la tabernera, alzando el vaso. Inmediatamente la cantinera, una joven de pelo negro que iba con los hombros al descubierto y falda abierta por delante con vuelo, se acercó contoneando el navío con tanta gracia que los hombres que abarrotaban las mesas por donde pasaba dejaban brechas y naipes a un lado para quedarse mirándola absortos.
-Buena clientela esta noche-dijo el teniente de alguaciles mientras extendía el vaso, conminándole a llenarlo hasta arriba
-Lo mejor de cada casa-respondió la joven, guiñando un ojo.
Durante el verano de 1618 la Taberna de Fundadores, situada a la espalda del convento de Santo Tomás, se había convertido en el lugar preferido por cicarazates, vivandores, apóstoles, picadores, templones, lechuzas, cachucheros, daifas de poco manto y demás gariteros que solían aflorar a la caída del sol en torno a los sifones de tinto, moscatel pardillo y vino blanco que estaban colocados junto a las paredes de la cantina, cuyas grietas se disimulaban con epigramas escritos por algún cliente insigne-todo el que fuera capaz de salir de allí derecho merecía el calificativo de tal- que, aprovechando la soltura de lengua e ingenio que proporcionaba el elixir de Baco, había dedicado una jácara en la que se resumía a la perfección la idiosincrasia  del Madrid del XVII.

Es Madrid ciudad bravía
que, entre antiguas y modernas,
tiene 300 tabernas
y una sola librería

Alumbrado por una vela cuya luz macilenta dejaba a la sombra de nariz para arriba, Alonso, cuya fidelidad tabernera le había conseguido un sitio junto a la puerta trasera que se solía emplear para cuando había que salir al grito de "peñas y buen tiempo", se entretuvo mirando la mesa contigua en la que dos bravos se habían enzarzado en una acalorada discusión, trocándose verbos por un dado.
-¡O vuacé retira la insidia de que las brechas están amoladas o juro por mis dos y por mis cuatro que de este tugurio uno sale como hidalgo y el otro con los pies por delante!
El que hablaba a gritos era un rufo imberbe del norte que a Alonso se le antojó que, por su edad, debía tener pocas muescas en su toledana. El que acusaba, sin embargo, parecía más hecho, tanto por edad-ya peinaba canas en las barba- como por cuajo; así lo atestiguaban los araños que le marcaban la cara y por la forma con la que acariciaba la cazoleta de su espada, confirmando que aquel era un matachín de a muchos ducados la estocada.
Al poco, los dos hombres ya habían pasado de los votos a tal y mentís por la barba a ponerse uno frente a otro en actitud desafiante y pedir temerarias, requisadas convenientemente por el portero a la entrada de la taberna. Viendo el rumbo que iban tomando los acontecimientos, Alonso suspiró con desgana; según su experiencia, aquello tenía todos lo visos de acabar en un lance de hierros con posterior mojada de por medio y, por consiguiente, más trabajo para él; y esa noche no estaba de humor.
Antes de levantarse, el teniente de alguaciles besó el jarro y, tras asegurarse que la de Juanes estaba en su sitio, se levantó en dirección a los dos hombres, interponiéndose entre ellos.
-No se alborote el aula, caballeros-dijo mientras colocaba la mano en el pomo de la espada para que esta levantara la capa por detrás, a lo bravo-. No hay necesidad de colorear la noche de rojo.
Ante la intervención de Alonso, cada uno de los rufos actuó de una manera distinta. Con el bodegón alborotado, el vascongado echó un pie atrás, inquieto, mientras el otro se acercaba a una mesa para escurrir el barroso sin perder la calma.
-¡No se entrometa vuacé, que me sobra hierro para dos!-espetó el joven, alzando aún más la voz.
Pese al desaire, Alonso ignoró el comentario, dirigiéndose en esta ocasión al de mayor temple.
-Vuecencia sabe lo que tiene delante: mucho cazador para tan poca pieza.
El barbirrucio sonrió a medias, mostrando varias oquedades en la dentadura.
-¿Puedo saber quién me lo pide?-preguntó el otro, algo arriscado.
-Baste decir que el hierro se oxida cerca de los vallerifes del Sepan Cuantos, con su teniente a la cabeza-dijo Alonso con una leve inclinación de cabeza-, y a mí me da que vuacé debería cuidar su espada si no quiere apalear sardinas en las galeras del rey o, si se tercia, indigestarse de esparto en la Plaza de la Paja, que ya se sabe que al gentío le gusta más un ahorcamiento que comer con los dedos.
Al descubrirse su oficio, el gesto del hombre se transformó. Con disimulo, retiró la mano de la durindana e, inclinándose de hombros,  amagó una sonrisa mientras clavaba los ojos en el rufo que, según apreció Alonso, se mantenía muy Bernardo.
-Pues va a ser que vuecencia tenía razón, vascongado-dijo, girándose hacia la puerta-. Que salió 5 y no 6.
En cuanto el veterano abandonó la taberna, Alonso se volvió hacia el imberbe, y, antes de que este pudiera hablar, se puso frente a él, alzándole el dedo índice en actitud reprobatoria.
-En cuanto a vuecencia, meta el sonante en la sacocha y gástelo en la manfla de al lado o en misa de doce, que eso me da una higa, pero aquí no.


Cuando en la taberna ya no quedaban más que tres borrachos y un engibador exigiendo el cairo de la jornada a una acechona, Alonso apuró el último sorbo de vino y, mientras dejaba un Juan Platero sobre la mesa, se colocó la capa con una sola mano antes de salir a la calle. Afuera la noche refrescaba, así que se arriscó la abuela y empezó a caminar con mucho ruido de hierro por la calle de Toledo, rompiendo el soniche de las solitarias calles hasta que, al torcer por la calle del Arcabuz, el rumor insistente de un grupo de hombres que se arremolinaban en torno a un cadáver le obligó a detenerse.
-Aquí la autoridad-dijo sin mucha convicción-. ¿Qué sucede?
-Acaban de emboscar a este rufo, teniente-dijo uno de los curiosos, que nada más ver a Alonso le reconoció- y le han trinchado los aparejos de una estocada.
-¿Alguien vio algo?
-Al escuchar ruido de hierros mis amigos y yo nos acercamos, pero cuando llegamos al muerto ya lo habían aviado y el matachín estaba tomando peñas de longares calle arriba, donde le esperaba una montura.
Alonso asintió lentamente mientras se acercaba al difunto, que estaba tirado boca arriba. Nada más verle lo reconoció de inmediato: era el joven vascongado de la taberna.
-¿Dijo algo antes de morir?
-Se ha ido por la posta tan rápido que no le ha dado tiempo ni a pedir confesión ni óleos.
A lo lejos se empezaron a escuchar los pasos de los corchetes, lo que facilitaba a Alonso una salida rápida de aquel callejón. Allí ya poco se podía hacer, así que continuó su camino mientras se felicitaba de que la Villa y Corte saliera ganando al perder a dos miembros de la ilustre relación de hombres peligrosos de la noche madrileña; a uno porque lo habían apiolado y a otro porque, como veterano que era, sabría que los ducados mejor gastados eran aquellos que se invertían en lugares donde nadie preguntaba su procedencia, por lo que lo más probable era que a esas horas el barbirrucio de los araños estuviera ya emprendiendo el viaje-solo de ida- a Sevilla.
La luna se iba deslizando lentamente entre alguna nube solitaria, dejando al lucero del alba como el punto más brillante en el cielo. El aceite de los pocos candiles que alumbraban la calle se agotaba, proyectando la sombra del teniente de alguaciles sobre el empedrado hasta que llegó a una callejuela oscura como boca de lobo. Haciendo ademán de detenerse por un instante, Alonso se quedó pensativo, preguntándose si acaso la muerte sería así: tenebrosa y lúgubre. Fue solo un momento, casi imperceptible, pero si alguien le hubiese visto el gesto en el rostro hubiese advertido una brizna de miedo en sus ojos.
-¡Basta ya!-se gritó a sí mismo, colérico por aquellos pensamientos fatalistas.
Apoyándose en la pared, amagó una sonrisa sarcástica a la vez que se recriminaba su debilidad, impropia de alguien a quien la Muerte le había estado acechando desde que tuvo edad para alzar una espada, ya fuera en Flandes o en alguna calle como esa. Cada día de su vida se había despertado sabiendo que podía ser el último, asumiendo esa incertidumbre con toda naturalidad, pero lo que no tenía previsto era que su propio cuerpo fuera el que le llevara a la sepultura a través de una lenta enfermedad donde lo peor no estaba siendo el dolor sino las largas noches de insomnio en la que decenas de fantasmas le acechaban.
Una suave brisa le acarició el rostro empapado de sudor, ayudando a tranquilizarle. Ya más recompuesto, suspiró hondo y, antes de perderse en la noche, sonrió con amargura. Los vapores del vino ya habían desaparecido por completo, dejando paso a la lucidez de un pensamiento que fue repitiendo lentamente y en voz alta: <<morir solo puede significar haber vivido>>.  Y a fe que suya que lo había hecho, se dijo. Mateo Alonso, antiguo soldado al servicio del rey, hoy teniente de alguaciles de los cuarteles de Madrid, querido por unos, odiado por otros y respetado por todos, con más batallas ganadas que perdidas, más vino azumbrado que agua tenía el mar y más mujeres amadas que rejas tenía la cárcel de la Villa, se enfrentaría a La Chata tal y como había afrontado la vida: derecho, con andar arrufaldado y zambo. Y cuando la Cierta, como amante celosa que era, viniera a su encuentro, él, que no nunca había sabido vivir sin besar, se pondría frente a ella, cara a cara, decidido a no desperdiciar la ocasión de ver qué tal besaba.

Druso

Relatos FM

Cosidita al pie


Siempre igual, Iñaki rezonga por lo bajo y se sienta de nuevo.
Partido a partido le suplicamos que se quede en el banquillo, que nos deje ver, que Párate ya, que estás en medio, Iñaki por Dios. No le salva su parentesco conmigo o que mis tíos insistan en que no lo pierda de vista porque está en una edad muy mala. Alguno del equipo uniría sus cordones con un nudo corredizo y le diría dándole una palmadita Sal rápido que vamos perdiendo, Iñaki, confiamos en ti.
El chaval no es torpe, al revés, posee dos guantes de cirujano donde el resto sólo tenemos aletas, viendo cómo se toma la redondez de las cosas lo raro sería lo contrario, sus ojos tan juntos le afilan el semblante y se le hunde la barbilla, ya plana de serie, hasta la nuez. Los jamelgos enloquecen con una poma, quién sabe. En los recreos más vale dedicarnos a otra cosa mariposa una vez que engancha la pelota, sonará la sirena de clase y seguirá haciendo sandeces con las rodillas flexionadas igual que las grullas. Golpeos interiores, exteriores, con rosca y sin rosca, folhas secas, croquetas y colas de vaca, efectos de uña y de empeine o técnicas del maleolo para pinchar el esférico. Ha de perseverar incansable y tozudo si aspira a crack de verdad. Para eso tiene las mejores botas del curso y para eso nació tonto de capirote y primo mío. Ya podrían estar firmadas por Kubala, nunca será titular en el equipo de clase mientras yo tenga voz para decidir. Ni aunque esté la mitad del colegio con paperas.
Lo chulo que es arrear un punterón y que la pelota salga disparada como un misil al encuentro de su destino. Pero Iñaki, después de mil intentonas a solas, es capaz de estarse horas saltando como una abubilla sin que nadie le quite la caprichosa, y cuando al fin te la pasa (si es que te la pasa y antes no se la han reventado por las bravas) hay tanta ponderación en el gesto que ya no te apetece continuar y te sientes ridículo y en fuera de juego, y lo más normal es que tires a bote pronto un pase que acabe flotando en el río. De modo que, por mucho que digan mis tíos, no pienso mover un dedo para cambiar la alineación que hacemos cada domingo. Iñaki Caracoleos se quedará en el banquillo otro partido, con la mirada fija y comprimida de una castaña.
No quiero dar la sensación de que la pelota es para nosotros un vulgar obús, ni mucho menos. Estoy orgulloso de figurar en la selección cadete de la escuela, a cualquiera le gusta que le escojan. Pero es que no hay cristo que aguante a Iñaki dando la brasa sobre el dominio del esférico, ya digo, sufre paranoia napoleónica, y no debería expresarme así con alguien de tan poca madurez. Libro de los Padres, página tres, versículo uno. He visto fotos suyas de más pequeño, el cabezón, los brazos lamentablemente largos y unos pies de cuco. Puede ser que, en general, los chiflados revelen indicios de este tipo. Sólo Lastre le presta atención, se sienta enfrente mientras exhibe sus hallazgos con la bola soldada a la bota. Lastre cree al dedillo en estos asuntos. Está probado que la pelota habla al oído de mi primo y que él la escucha como un oráculo que a pie de cuero arrulla a los íntimos. Cuesta traducirlo a seres impulsivos como son tus compañeros, sobretodo si te observan de reojo como a una chinche.
Lo suyo con la pelotita debió ser un verdadero flechazo.
Llévame contigo, Ignacio, le diría ella, no dejes que me vaya con otro que pueda maltratarme. Cómo vas a desoír esas palabras de entrega. Digo yo que sería así.
Era inevitable que desarrollara con el tiempo destrezas de gran fastidio universal, como aquella de acarrear la pelota sobre su cabeza y salir a toda pastilla en dirección a la portería contraria. Llevaba la expresión de un fanático religioso. Llegó a ser capaz de mantenerla inmóvil o dando botecitos sobre la frente, aunque así perdiera algo de velocidad. Galopar atento a su propio cráneo reducía drásticamente la profundidad de campo y le costaba más de un tropiezo, así que ejercitó la destreza de pellizcar el balón entre el hombro y la mejilla y corregir de inmediato el rumbo. Cuando el resto nos embarullábamos en tumultos más parecidos a melés de rugby o a ajustes personales de cuentas, él practicaba corriendo banda va banda viene con la pelota sobre el hombro y escuchando de sus costuras la forma secreta de hacerla suya, vete tú a saber con qué promesas de enamorada. Le hubiera gustado que los demás hiciéramos lo mismo, seguro, y convertir los choques en una monserga de propietarios o en la charanga del tío Honorio. Pero ya puede esperar, en realidad nos preguntamos para qué adora un balón si tiene el mundo al otro lado de las redes del patio. Yo no veía tantos partidos por la tele, es cierto, me falta paciencia.
No violaba ninguna regla y el siguiente domingo, por curiosidad, lo sacamos a disputar unos minutos. Sucedió que, a la que cogió a zancadas la banda con el balón sujeto a la altura del cuello, un defensa contrario le esperó con la clara intención de atizarle de lleno. Al paso, levantó la pierna con un latigazo y atinó justo en el balón, que voló espantado hacia la grada con las alas envueltas en llamas. La acción le mereció la amarilla pero también nuestra admiración por la marca rosada del taco que había dejado en el moflete de Iñaki. Comprendió la indirecta y no volvió a intentarlo hasta el final. Entrando en el túnel besó el escudo de la camiseta sin que viniera a cuento. Conviene saber que no llevaba el escudo del colegio sino el de su club favorito, no diré cuál,  hay gente influenciable y luego te van quemando la talega.
Pensaría que si no enfilaba la portería no recibiría la agresividad directa de los defensas así que se concentró otra vez en los pies, moldeados en el arte de regatear en un palmo e ir salvando el cuero entre un bosque de sierras mecánicas. En cierta ronda provincial, se benefició de varias expulsiones tras una tangana y haciéndose con el esférico sorteó a todo el mundo corveteando de una punta a otra, luego se atrincheró en el banderín y tuvieron que patearle para que el juego continuase de una vez. Digo juego como asunto de dos hordas antiguas atacando y defendiendo. Y digo hacerle falta por no ofender a mi primo, en realidad terminó con una soberana coz en la tibia. Sobre el campo hay que dejarse la piel, los entrenadores motivan así. Cuídate, Iñaki, le dijimos en la banda para reponerse. Iba doblado y me daba pena aunque no la mereciera enderezando como estaba su cresta calcada de las fotos del último balón de oro. Fue la época crítica en que su idea de posesión le hizo llevarse la pelota a todas partes.
La embutía dentro de su mochila o la sostenía bajo el brazo como el decapitado saca a pasear su cabeza. Me parece aproximada la imagen. Llegó a batir su récord de diez mil toques a una mandarina. Yo no los conté, claro, ni nadie excepto Lastre. Lastre era además el hijo del míster. En clase todos teníamos en qué pasar el día (y las tardes apaisadas y eternas) lejos del fútbol, si empiezo no paro, pero Lastre tenía el padre tremendo que tenía y los hombros hundidos de un tísico, y mi primo tenía su obsesión infantil.
Podía haberse quitado los humos, pero eligió honrar a la élite balompédica.
Un día de aquel otoño nuestros padres y el director del colegio organizaron un partido de celebración para el tercer aniversario. Alguna novia apareció por las gradas, escondida entre varias amigas. Era uno de esos días memorables en que cada detalle parece dibujado en un cristal limpio, nos empujábamos a carcajadas cogiendo la zamarra recién planchada y las espinilleras.
Primo Iñaki nos vino de casa equipado de bonito. Nos temimos lo peor, y nos quedamos cortos. Estaba a mi lado en el pasillo que servía de túnel. Con cara de místico se había adueñado del balón reglamentario, ya sujeto a su cadera. Al fondo se recortaba el arco de salida y las dos filas de puertas en las gradas. Vomitorios se llaman. Poco antes nos dijeron que el ariete titular estaba en cama con gripe. Sólo teníamos un alevín y a Iñaki para cubrir cualquier puesto. Salió de entrada el alevín.
Nos habían buscado de adversario al líder comarcal, y equivalía para nosotros al mejor campeonato. Nunca me vacié tanto como aquella tarde. Para colmo, se lesionó nuestro carrilero en el minuto ochenta y tantos. Quedaba en el banquillo, con su camiseta rutilante, Iñaki Posesiones. Entró besándose el escudo del paraíso terrenal.
Por una chiripa, casi cumplido el tiempo, le llegó un rebote dentro del área pequeña que le dejaba solo ante el portero. La bola le fue blandamente al pie como una tonta mareada al final de la fiesta. Mi primo debió chutar y conseguir, por él y por todos, el gol de la victoria, el golazo de su vida, pero optó por hacerse un exquisito sombrero a sí mismo. Le pudo más el placer de tenerla, estoy terriblemente seguro de que la oyó susurrar allí en medio Cuídame como sabes Ignacio, hazlo ahora. Iñaki es así porque sí, en su redondo cerebro la bola es un planeta que gira cosidito al pie. Recuerdo su trayectoria elíptica en el aire con una lentitud exasperante, también que un vagón rival desbarató la carambola y que los veinte restantes sudábamos copos de nieve.
El árbitro pitó el final sin que sacáramos de banda.
El encuentro de nuestra vida quedó en un insulso empate, y si te he visto no me acuerdo. Camino de la ducha, nos consolamos repitiendo frases hipnóticas aprendidas del míster en clase de gimnasia: humildad, partido a partido, con un par, no hables en caliente. Yo prefería no mirar a las gradas al salir del campo de tierra. Por mucho que me cueste, tendré que hacer otra vez de guardaespaldas de mi primo. Lastre no podrá solo aunque su padre sea hijo de Amauri Lastre, el de las fábricas, y eso cuente ante el señor director. Lo que sucede en el campo queda en el campo, no lo discuto, pero más de uno cogería a Iñaki del pescuezo si no fuera por su edad y porque da grima estrangular a alguien con expresión de mazapán y dos avellanas arrimadas por ojos.
Ya es hora de confesarlo: mi primo tiene treinta y nueve años.
Por eso mis tíos toman tantas medidas con él y lo dejan siempre a mi cuidado. Qué sería de su mundo si algún día, por lo que fuera, perdiera el favor y la posesión de la pelota.

Gnoziseautón

Relatos FM

LA FUERZA DE LA ABUNDANCIA


En un lugar de la tierra existían al mismo tiempo dos mujeres.  Una de ellas se llamaba Abundancia y la otra Escasez.
Cierto día El  Hombre del Deseo llamó a la puerta de la Escasez y viendo que en su casa la despensa estaba vacía, le propuso a la mujer:
-   Yo puedo ayudarte, pero si tú también me ayudas.  Observo que tienes poco en tu alacena que estás pasando necesidades. Yo puedo darte grano y abastecer tu alacena, si por ello a cambio me brindas lo que yo te pida de forma incondicional.
Escasez analizó la situación y vio en la propuesta del deseo un trato justo para salir de su situación de penuria. Pensó que la paga que pedía era justa por abastecer su despensa.
El deseo efectivamente cumplió con la parte del trato, cada cierto tiempo iba a la casa de la mujer y abastecía su despensa. Desde ese día la alacena no estuvo vacía.  En los primeros días el deseo le pedía cosas razonables, que le lavara su ropa de viajero, un rincón acogedor para descansar un rato, le pedía agua fresca para asearse.  La mujer pensó que aquel hombre era bondadoso con ella porque poco pedía por el gran beneficio que le proporcionaba. 
Pasado un tiempo largo el hombre seguía visitando la casa de Escasez, pero esa vez se comportaba diferente, ya no era tan amable, ya no pedía con cortesía la parte del trato que le pertenecía, se había vuelto más huraño y agresivo, hasta sus peticiones sonaban a órdenes. Cada vez exigía más; exigía a la mujer que le lavase los pies para quitar el polvo del camino andado, que peinase sus cabellos enmarañados por el viento y que le acariciase la espalda adolorida. Ya no bastaba con un lugar cálido y acogedor para su descanso, le exigía a la mujer que se acostase junto a él para tener mayor calor.
El hombre siguió exigiéndole mucho más cosas y conforme aumentaba sus exigencias disminuía el grano en la despensa.  La mujer que ya se había acostumbrado a llevar sus días sin hambre y sin la angustia y la desazón de tener que rebuscarse entre la nada, el pan de cada día, analizó la situación y llegó a la conclusión de que debía complacer más a su hombre, para que la despensa en vez de vaciarse se llenara. La mujer estaba dispuesta a realizar todo lo que él le pidiera con tal de tener siempre su ayuda.
El deseo siguió visitando la casa de la mujer y aunque su estadía se prolongaba cada vez, las visitas eran mucho más espaciadas. La mujer cada día se esmeraba más por atenderlo y brindarle lo mejor para él, llegó a dormir en el piso creyendo que así satisfacía a su hombre.  Llegó hasta el punto de olvidarse de todo para vivir agradándole a él, porque por su hombre, ya no aguantaba hambre.  El deseo tardaba cada vez más en volver, y si llegaba pronto se iba, porque la mujer ya no le saciaba sus deseos, le hastiaba todo lo que ella le ofrecía.
Un día el hombre llegó a la casa, pero no traía nada consigo, aunque en la despensa ya no tenía casi grano. La mujer para recibirlo le preparó un suculento banquete solo para él, erróneamente pensó que con su llegada la despensa se volvería a llenar.  Tal vez, si no lo traía consigo, pronto llegaría.  Se reconfortó con pensar que él había venido primero que los víveres porque la extrañaba. El deseo comió con muy buen apetito, tanto que repitió hasta terminar con todo lo que la mujer le había preparado; no pensó que al frente la mujer lo miraba, esperando que compartiera con ella las migajas que le quedaran, después de saciar su apetito; pero nunca lo hizo; nunca le importó la mujer, sólo quería obtener su propio bienestar, para ello pagaba muy bien, ni siquiera una quinta parte de lo que hasta ese entonces le había traído, lo destinaba la mujer para él.  Eso pensaba él, la mujer pensaba todo lo contrario; ella le daba todo, su vida, la sumisión con  que acataba todos sus caprichos y  su voluntad.  Ese día el deseo le exigió con mayor vehemencia todo cuanto capricho se le antojó, porque según  él, la mujer estaba en deuda y hasta que no le pagara hasta el último de los granos que le había dado, no volvería a llenar la despensa. La mujer angustiada por la situación, salió y pidió favores a sus vecinas para poder cumplir con las exigencias de su hombre  y así, volver a recibir su ayuda. Creyó que todo aquello sucedía porque no se esforzaba lo suficiente, debía trabajar de sol a sol para poder colmar de atenciones a su hombre benefactor.  Pero un día el hombre sin ninguna explicación, decidió abandonar a la mujer, ya se había hartado de su presencia, nada de lo que ella le hacía le satisfacía.  Después de ese día  no volvió a la casa de Escasez.  La mujer nunca perdió la esperanza de volverlo a ver.  Todas las tardes se sentaba frente a su ventana esperando verlo aparecer por el camino. Pasado un tiempo largo, ella observó desde su ventana, cómo a la casa de su vecina el deseo llegaba sonriente y cargado de costales llenos de grano.  Para ella no hubo ni siquiera un adiós, ni un gesto amable que agradeciera todo lo que había hecho, solo un indiferente silencio. 

Al poco tiempo el hombre llegó al portón de la casa de la abundancia. Con gran galanteo el deseo se presentó ceremoniosamente.   La mujer no le prestó atención y siguió cultivando su huerta.
-   Yo puedo ayudarte si tú me aceptas. Puedo cuidar la huerta por ti, llenar tu despensa sin que tengas que trabajar, a cambio te pido poco.  Solo pido que me complazcas de forma incondicional.  – la mujer lo mira a los ojos sin titubear y le responde.
-   Mira mi huerta. Cada retoño que ves yo lo cultivé y lo cuidé.  Le brindé agua y aboné la tierra para que pudiera germinar. En mi casa tengo todo lo que necesito y quiero.  Tengo una despensa que todos los días del año está abastecida. ¿Sabes con qué la lleno?  Con mi huerta que con amor y constancia yo la trabajo.  No concibo un día sin trabajar en mi huerta.  De ella me alimento y cada día me convierto en mejor labriega.  En este pedazo de tierra he aprendido a interpretar el tiempo de la siembra, el tiempo de abonar y el de cosechar.  Aquí he aprendido a reconocer los ciclos de la luna y el sol.  He aprendido a combatir la plaga y a proteger el plantío de la sequía y de las tormentas.  ¿Cómo puedo privarme de la felicidad de compartir con mis vecinos el fruto que la tierra nos da, de realizar ofrendas a la madre tierra por los beneficios recibidos? No señor, yo no necesito de sus favores, aquí adentro ya lo tengo todo.
Pero el deseo insistió en que la abundancia comerciara con él.  Con el don de la palabra que encanta, trató de descubrir en ella el anhelo más oculto, pero la mujer lo rechazó.  El hombre no perdió la esperanza, todos los días la visitó en su huerta, tratando con cuanta artimaña había tejido en la noche, de poder tenerla y hacerla suya. Primero trató de seducirla, prometiéndole los tesoros de la tierra, pero no obtuvo nada. Un día se presentó con la idea de mejorar y multiplicar su huerta, con el propósito de obtener ganancia y ser la mujer más rica de esa región.  Le vendió la idea de poder tener todo cuanto pensara, hasta el más extravagante de los caprichos, pero abundancia sólo lo ignoró.  Ella estaba muy clara y segura de lo que quería.  – ¿Para qué riquezas?  Si con ello pierdo la paz,  la libertad y el goce de estar en contacto con mi huerta.
Desesperado y frustrado por no conseguir los favores de la bella mujer, la visitó por última vez, convencido de que ella caería en sus manos. Buscó entre sus tretas más preciadas y encontró la fórmula eficaz, El Miedo.  Creyó que si le infundía miedo, podría presentarse ante ella como su salvador y hacerla suya.  Pero el día en que decidió perpetrar su plan, Abundancia ofrecía una gran fiesta a sus vecinos y amigos.  Allí de todo había.  Cada rincón estaba lleno de frutos, grano, artesanías, pinturas y música. Por donde pasara su mirada observaba risas, cantos y manifestación de alegría.  A hurtadillas y silenciosamente se alejó desistiendo de su propósito.  Cómo podía infundir miedo en un lugar lleno de amor y felicidad... Todo era claro y diáfano.  Comprendió que allí no había lugar para él, allí no sería el amo y señor.  Se alejó tragando triste el sabor amargo de la derrota.  Aunque no quería pensar, solo le venía a su mente el recuerdo de  lo que la mujer le dijo aquel día.
-   Yo nada necesito de ti, porque ya poseo todo lo que quiero y todo eso está aquí. Dentro de mi casa.

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Lanzas