Noticias:

Si continuas navegando aceptas nuestra Política de Cookies

Menú Principal

V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

Tema anterior - Siguiente tema

Relatos FM

LAS BATALLITAS DEL ABUELO



Ayer volvió a ocurrir. Y me consta que soy un viejo, pero no un cobarde. Corría un Septiembre caluroso aunque tumbado en la trinchera hacía frío. A cada explosión cercana hundíamos la cara en la tierra saboreando el amargor de la muerte. Solo quedaba una ametralladora enemiga pero nos tenía localizados. Pronto llegarían sus refuerzos y nos cogerían como a ratas, ni siquiera se molestarían en enterrarnos. Entonces corrí hacia ella lo más rápido que pude, las balas silbando a mi alrededor me recordaban el ridículo precio que le había puesto a mi vida, pero no me asusté y le lancé una granada con todas mis fuerzas. Después de la explosión los disparos cesaron. El silencio de la noche sonó a música celestial, pero ahora, cincuenta años después, ese silencio es lo que más temo.
Desde hace un tiempo, después de cenar veo un rato la televisión, me gustan esos programas donde la gente intenta vender los trastos que tienen por su casa para gastarse el dinero jugando al Blackjack. El propietario de la casa de empeños siempre les oferta un precio bastante inferior al que esos pobres hombres tenían pensado. Tras un minuto de regateo, el dinero barre toda clase de sentimentalismos y un señor de bigote vestido con un peto vaquero obtiene cuarenta dólares por la colección de cromos de baseball que le regaló su padre antes de morir: Estamos en las Vegas y necesito el dinero, dice con una sonrisa estúpida.
Cuando acaba el programa me voy a la cama. Una vez acostado, temeroso del silencio, intento recordar alguna oración, pero a quién voy a engañar rezando a estas alturas. Automaticamente, tras la angustia creada por la plegaria incompleta, oigo ruidos en la cocina. Suelo imaginar que podría ser el gato, pero no tengo gato, así que cada noche, antes de morir de miedo siempre deseo tener uno. También pienso que podrían ser restos de metralla retumbando aún en mi cabeza, no lo sé, pero después de esos ruidos llegan los pasos, doce pasos sigilosos que se acercan, y después, la sombra en el cristal de la puerta. Más asustado que en la trinchera, me acurruco en una esquina de la cama y cierro los ojos con tanta fuerza que veo colores en la oscuridad. La puerta se abre. Comienzo a temblar. Se acerca. Ella tiene los cabellos blancos y la cara llena de arrugas. El holgado camisón amarillento viste de fragilidad su raquítico cuerpo. Entonces retira la colcha de mi cama, se recuesta a mi lado, me besa en la mejilla y con una voz que me resulta familiar, me dice: Buenas noches, Mariano.

Diego Rinoski

Relatos FM

El mapa y el tablero



El vuelo de una cortina desflecada. La habitación en penumbra. Palabras a media voz en la ventana abierta al callejón de los desastres.
Si se levantara, si apoyara la cabeza en su brazo derecho y alargara el izquierdo hasta la mesa, igual alcanzaría a tirar los dados. El tablero reluce bajo un foco amarillo. La lámpara marchita vigila sus bostezos.
Juan Gálvez duerme cada noche en un hostal distinto, después de recorrer en autobús los cientos de kilómetros que la tirada dicta.
Fue una medida espontánea, esa de abandonarse a los designios de los hados y los deseos ineludibles de la fatalidad. En un rapto de inspiración descubrió los goces del azar, el deleite que conlleva el manso arrastre de las hojas de los arces por el minúsculo arroyo de la simple existencia. Tal revelación se le manifestó con fuerza una mañana de junio, a las 6:45, junto a una repentina urticaria que le palpitaba como animal en celo. Nada de que preocuparse desde un punto de vista médico. Pero una cosa condujo a otra, y al fin se vio empujado a una cura de reposo en la que intuyó la magnificencia de la inmovilidad y el pacífico equilibrio que concede el no hacer nada.
Juan Gálvez preparó oposiciones cinco años seguidos, uno detrás de otro sin sosiego, y el día después del examen se desató una tormenta que barrió la caja fuerte donde se guardaban todas las respuestas. Qué puede hacerse ahora. No valen los recursos ante las catástrofes naturales. «Tanto sacrificio para nada», se dijo sin tristeza. También decidió en aquellos días beber para olvidar. Desde entonces nunca posterga su propósito de acostarse borracho y despertarse cuando al cuerpo le venga en gana o su vejiga escueta se lo exija.
Juan Gálvez abre un ojo enrojecido. Sobre las tablas se disponen los dados. El reflejo del marfil se desdibuja en el barniz oscuro del damero. Dos puntos negros lo contemplan.
El hombre, con coraje, alarga la mano; empuña los dos dados (por un segundo hay uno que se escurre y rueda sobre el mapa hasta Marruecos) y los arroja. El leve tintineo se detiene. Tres. «Vaya», musita. No siempre nuestros dioses se muestran generosos.
Ahora, duchado y afeitado, tiene mejor aspecto. Son cerca de las once y no hace falta que el foco se empecine en recordarle. (¿En recordarle qué?) Lo apaga de un porrazo, alisa con la mano la cordillera exigua de una esquina del mapa y con la otra se toca la frente, por ver si de ese modo se suaviza el terco martilleo de la resaca.
El resultado de hoy le desagrada. Pero así son las cosas. Tan inamovibles como ciertas. Un paso a la derecha, dos a la izquierda, y a punto está de ahogarse en el Tirreno de cabeza.
Al abonar la habitación Juan Gálvez pregunta al amable Cassiodoro «se non sapra, per cortesía, dove é la stazione», y el calabrés, en un italiano estrambótico aprendido en los muelles de Nápoles, le dibuja en un plano un laberinto por el que perderse o arribar según le pete. Luego, señalando una encrucijada con su dedo grueso y ambarino, le recuerda que «in questo viale si trova la osteria del mio nonno e potrebbe acquisere il meglio velluto di tutta Italia». No está Juan Gálvez para gastar mucho. No sabe si lo que guarda le alcanzará para el «biglieto» y dos o tras manzanas y unos chicles de menta.
***
En la ventana azul el campo calabrés se despereza. Una mujer se sienta al lado del pasillo, embobada en la terca contemplación de los respaldos. La joven viste de negro, como muchas napolitanas y la mayoría de las habitantes de Palermo. Eso lo supo Juan Gálvez cuando leyó los relatos de Giovanni Verga, donde los duelos por ajuste de cuentas y el poseer una fatídica cabellera rojiza determinan el luto perpetuo de las cosas. También el campaneo de las sotanas, más pendientes de sus campos en flor que de la tierra eterna, pone la pincelada oscura a los paisajes isleños.
«Buona sera», se dirige Juan Gálvez a la señora. La mujer sigue absorta en el asiento, centrada en el rectángulo metálico que refleja las severas instrucciones de la compañía de transportes. Abróchese el cinturón de seguridad. No fume. No ingiera. Quizás debiera añadir «no moleste al vecino», «no distraiga al conductor», «no elija los destinos por un juego de azar».
La mujer tendrá unos treinta años. Al trasluz de la ventana su perfil es hermoso, apenas sombreado por el aura fatídica de los viajes épicos.
Pero al fin la mujer despierta de su ensalmo. «Scusi?», le pregunta. Pensaba simplemente en sus asuntos, que tienen, como todos, su especial relevancia. Juan Gálvez la comprende. También la compadece. No puede hacer otra cosa porque él también se comprende y se compadece a sí mismo con el cariño atroz del arrepentimiento.
La mujer se llama Ágata, aunque para Juan Gálvez todas las italianas deberían  responder al nombre de Beatrice o al más engañoso y absurdo de María Angélica. A través de su ceñida camisa se percibe un cuerpo adusto, los brazos cruzados al regazo con un abandono huérfano de madonna sin niño. Esa soledad lo conmueve y lo atrae, esa resignación tan femenina. Ahora va hacia el hospital, le cuenta con voz queda.
Juan Gálvez descubre en el asiento contiguo la canasta donde Beatrice transporta embutidos y una manta, y un libro de poemas de Ugo Betti, y el Corriere della Sera abierto por la página de necrológicas donde quizás la señorita, porque no está casada, comenta con un rubor que la embellece, ha buscado en vano el nombre de su padre antes de salir a comprar la bresaola y el prosciutto. No hay que hacer gastos innecesarios en los tiempos que corren.
«En estos y en cualquiera», se recomienda Juan Gálvez para sí. Vivir al día es una tarea ingrata. Un trabajo por aquí, una chapuza por allá, dos amenazas por impago que acaban en tragedia.
Pero cómo contarle a Beatrice que a eso se dedica; cómo explicarle sin que sus ojos se desorbiten de espanto y cambien su expresión beatífica, heredada de las vírgenes de Leonardo, por el rostro en pleno aullido de Munch, que, desde que cruzó los Alpes, a bordo de un autobús de la Zürcher Verkehrsverbund procedente de Francia, después de atravesar el Eurotúnel de noche y sin trasbordo, se ha visto involucrado en dos sobornos, tres robos y un homicidio accidentalmente funesto, y que hoy más que nunca le urgía sacar un doce, lo que le hubiera dado derecho a tirar otra vez y avanzar hasta Mesina, y cruzar el estrecho, y abandonar el trasiego de autobuses a bordo de una gabarra, y cambiar de aires y de continente antes de que i carabinieri de Catanzaro bloqueen la A3 con su bólido azurro y pidan a los pasajeros la documentación y él no tenga más remedio que blandir su pistolita de los contratiempos y amenazar a Angelica-Beatrice, con lo bien que le caía, y que al momento sea él mismo el que caiga abatido por las balas, Juan Gálvez, el aspirante a funcionario, el candidato a matón, el triste despojo de un viajero que ni siquiera, después de tanto viaje, sabe cuántas ruedas tiene un autobús y a cuánto puede circular por la autopista.

F. J.

Relatos FM

El Carpintero



Hace veinte días que desde el interior de la casa escucharon un sonido seco y profundo. El médico del pueblo abre junto a dos hombres la puerta. Un hedor inconfundible los recibe. El médico se adelanta, y al entrar en la penumbra de la habitación, cree estar alucinando. Solo cuando levanta las cortinas y advierte los rostros contraídos de sus acompañantes, tiene la certeza...
Los vecinos que lo siguen a cierta distancia, se acercan hasta rodear la casa. Asoman sus cabezas por las ventanas y se apiñan en la puerta. Es la primera vez que tienen la oportunidad de ver en su interior. El médico recuerda que todo comenzó un año antes,  cuando el carpintero, dejó de ser un hombre solitario para convertirse en la principal atracción del pueblo. Nunca se había visto a nadie entrar o salir de su casa, por lo que se comentaba que moriría soltero. Una noche, a través de su ventana unos borrachos vieron la silueta de una mujer. La risa de los amantes salía mezclada con la misma canción repetida una y otra vez: y aunque no quise el retorno, siempre se vuelve al primer amor...
En la mañana, el comentario corrió del bar a la peluquería. Aunque muchos dudaban de su veracidad, lo repitieron hasta el cansancio y a la semana siguiente quedaron convencidos. Una familia respetable aseguró haber visto al carpintero celebrar su cumpleaños con pastel, bebidas y novia incluida. Bailó con ella y cuando terminaron se oyó el discurso de un hombre delgado, que habló de lo mucho que admiraba al anfitrión de la fiesta. Le cantaron felicidades y las sombras de los numerosos invitados exhibían cajas de regalo.
Los vecinos se avisaron unos a otros, para que nadie se perdiera la celebración. Vigilaban desde la cerca, y percibieron cuando el carpintero abrió una caja inmensa y extrajo de ella un televisor. Todos se miraron perplejos y desearon profundamente estar en esa fiesta. Un rato después, los espías se  marcharon a sus casas maravillados de lo que habían visto, por lo que nadie estuvo presente cuando salieron los nuevos amigos del carpintero.
Después del acontecimiento,  los habitantes del pueblo montaron una guardia nocturna.  Pronto, el esposo de la farmacéutica, que vivía al frente, notó un cambio inesperado en el ritual de la casa. En esta ocasión, la luz del dormitorio quedó  encendida. Contempló como el carpintero desnudaba a la mujer, y luego ella hundía la cabeza en su regazo. Al divulgarse la noticia, todos se congregaron en los alredores de la casa para disfrutar del espectáculo que se repetía cada noche, con más intensidad. Los movimientos de la acrobática mujer iban acompañados de unos gemidos fenomenales, que provocaban los celos de las vecinas y la envidia de los hombres.
A excepción de su ajetreo nocturno, el carpintero llevaba una vida normal. Trabajaba en su taller toda la tarde y la gente que iba a buscarlo para solicitar su servicio debía esperar afuera. En una de las hazañas expiatorias, un niño fue sorprendido por el carpintero mientras intentaba asomarse por la ventana.  No se quejó ante las autoridades, pero a las dos horas apareció con un par de perros. Entonces los vecinos tuvieron que extremar las medidas. Ya no podían saltar la cerca ni apoyarse en ella, porque los guardianes los olían a distancia.
Con el paso de los días, las fiestas y los escándalos de la mujer dejaron de ser una novedad. Hasta  que unos  meses después, alguien dijo en el mercado que había visto a su mujer con una enorme barriga. El médico del pueblo lo llamó desde el portón para ofrecerle su ayuda, pero el carpintero aseguró que lo tenía todo bajo control. Pronto los cordeles se llenaron de pañales y el vecindario supo, que ya su mujer había dado a luz. Otra vez los habitantes del pueblo rodearon la cerca durante días, pero el carpintero siempre tenía una excusa para no dejarlos entrar. Decepcionados por el desplante, acordaron no visitarlo nunca más. Le negaron el saludo unánimemente. Llevaron a cabo una campaña de indiferencia que prometía no tener fin, y de no ser por  los veinte días en que no habían visto a nadie en la casa, el médico nunca hubiera atravesado el portón acompañado  por dos hombres y algunos vecinos curiosos que los seguían a distancia: -¡Aquí están!, piensa el médico, ahora tiene la certeza de no estar equivocado. 
Sentados en un banco estrecho están los amigos del carpintero. De inmediato el médico reconoce al hombre delgado que habló en el cumpleaños. En el balance está su mujer con el niño en brazos. Son auténticos muñecos de madera, minuciosamente tallados, con cabellos de hilo, vestidos con retazos de tela, y sus cuerpos están cuidadosamente ensamblados con trozos de madera y chatarra. Lo que más sorprende al médico es que sus extremidades son articuladas y los maxilares inferiores tienen  movilidad.  Tapa su nariz con un pañuelo y entra en el dormitorio. Justo al lado de la cama encuentra el cuerpo del carpintero en descomposición. Se acerca para observarlo con detenimiento, pero no encuentra ningún indicio que le explique su muerte. Cuando  se va a levantar, le parece ver algo debajo de la cama, estira el brazo y lo atrapa. El médico  se toma un tiempo  para examinarla.  Lo que tiene en sus manos es una pistola de madera.

Charlotte Corday

Relatos FM

EL PARAISO DE LLANKA



        Era una tarde calurosa de Febrero del año de mil novecientos noventa, y desde el terminal rural de Talca viajaba a la lejanía. Un camino pedregoso; en el bus,  hombres de chupalla, mujeres de manta; canastos, y un sinfín de bártulos. Era un extraño llendo a tierra desconocida.  Después de cuestas y extensos bosques, como una imagen de nunca olvidar, salida de un sueño, al otro lado de un valle, sobre unas colinas, el perfil de un pueblo, como composición pictórica, la torre de la iglesia, los  techos de antiguas casas solariegas que desfilan desde lo alto bajando hasta las vegas del lado norte. Luego, entrando por la calle señorial con fachadas de interminable muro, de antejardines de coloridas camelias y de nostálgicos corredores, llegamos a la plaza, quizás la más hermosa entre todos los solares que trajo la hispanidad a esta parte de América; palmas centenarias, coloridas flores y la fuente de agua; encuentro de amores. Y allí en las cercanías, en las puertas del bar de "Chico" y al son de corridos y rancheras, desembarqué con mi equipaje. Entonces, parado entre bolsos, cajas y canastos diversos, mirando hacia un lado y otro de la calle, una carreta,  hombres de chupalla, bicicletas y más gente. Hacia arriba, la mirada que terminaba en la plaza y los altos muros de la casa eclesiástica. Hacia abajo, hasta donde terminaban los corredores, el puente y el estero. De pronto, una brisa tibia y húmeda, refrescante en el día caluroso, surcaba el largo y ancho de la calle y se dejaba sentir como dulce caricia en el rostro. Por unos segundos cerré mis ojos y sentía un aroma y fragancia de flores, tierna y suave; cautivante sobremanera.  En pocos segundos me reincorporé  viendo a una joven de graciosa figura y de brillante y largo cabello que ya había pasado a mi lado en dirección de la plaza. Concentró mi atención a tal punto que, extrañamente, recordé lo dicho por don Juan Eduardo, el alcalde, "en verano todo se ve bonito y colorido, pero en invierno es frío, húmedo, oscuro y triste", pero mi ánimo era lleno de incomprensible alegría. Enseguida, recogí mi equipaje e inicié la carrera para alcanzarla; y al llegar a la esquina, ya no la vi mas. Al parecer se había ido. Luego, sintiendo el no haberla alcanzado, seguí mi camino.  Mi lugar de habitación donde la señora Aída, cruzando la plaza, entrando por el corredor del frente, era una casa centenaria, de esa historia antigua, de familias que levantaron un pueblo colorido y auténtico. Y, día a día, cada vez que entraba por aquel corredor y luego al interior, al patio central, en torno del cual estaban las habitaciones y salones, con su corredor embaldozado y delineado por sus pies derechos, iba descubriendo las maravillas de lo que había visto en sueños, en especial, esperando volver a ver a esa joven.
     Pasadas las semanas, ya iniciado el otoño, en una mañana fría y de espesa neblina, cuando el reloj marcaba las cinco y media, partí rumbo a una lejanía de cincuenta kilómetros en dirección del río Mataquito, hacia el noreste, en compañía de don Osvaldo, conductor de la camioneta, parte de una generación que había cambiado las riendas de la carreta por el manubrio de un vehículo motorizado. Llegaríamos a Huaquén para continuar una jornada  interminable; kilómetros de recorrido, envueltos en una nube de polvo y el volar de piedras que golpeaban la camioneta. Allí conocí al doctor, quien un dia en un lugar llamado La Orilla, en dirección a la costa, me dijo, "ven, te voy a presentar una señorita muy atractiva"; entonces, mientras yo dejaba algunos instrumentos en la camioneta, y antes que hubiese alcanzado a ir donde él, llegó subitamente con ella, diciéndome, "date vuelta, te tengo una sorpresa", y al girar, ahí estaba ella, la misma joven que había visto en el pueblo; era muy bella. Me quedé mirándola fijamente, y en mi mente sólo estaba presente su piel morena que relucía con el rayo de sol tibio y primaveral; su pelo negro largo y brillante; sus ojos de mirada profunda, bellamente delineados así como sus rojos labios. La expresión de su mirada era seria e interesante.  No se cuanto tiempo estuve con mi mirada fija en su rostro, pero en ese lapso mis sentidos habían escapado a una misteriosa lejanía, trasladándome al tiempo pretérito, cuando un joven guerrero mapuche, frente al conquistador español, perdía la vida en las cercanías del rio Mataquito. Entonces, cuando pregunte qué había ocurrido con las tribus, agregando jocosamente, si había quedado alguna bella joven sobreviviente, el profesor me había respondido, después de terminadas las carcajadas de todo el curso, "joven, de seguro algún día la va a encontrar".
     Al reincorporarme, el doctor me hablaba: "te presento a la señorita Llanka, está a cargo de la escuela. ¡Ah!, y es soltera". Entonces, algo confundido y nervioso, así como ella también, que no quitaba su mirada de mí, extendí mi mano, y ella a su vez hizo lo mismo, y nos saludamos de un apretón de manos. En un principio no la podía soltar, hasta que el doctor me habló. Luego, mientras caminábamos junto a doña Clotilda, esposa de don Abelino, me comentaba acerca de la vida esforzada y sacrificada en ese lugar; y como ella decía, "aquí todos nos ayudamos". Ese día, no exento de cansancio, a la hora del almuerzo, en una mesa de tablones, en el patio de la escuela, donde con toda dedicación, doña Clotilda y las demás señoras habían preparado una sabrosa cazuela de gallina, esperaba sentarme al lado de Llanka, pero no fue así; quedamos frente a frente. Pensaba en su mirada seria y profunda. Esperaba ver su sonrisa. La hora había transcurrido rápidamente y embarcamos todo el equipo en la camioneta. En la despedida, entre abrazos y saludos de la gente, me aparté a un lado para alcanzar a verla. Me acerqué, y mirándola con gesto contemplativo le dije que venia a despedirme. Y lo inesperado, ella esbozó una leve y linda sonrisa; su blanca dentadura brillaba en el marco de sus rojos labios. Con cierta prisa me acerqué con la intención de darle un beso en la mejilla, y ella, secándose la mano con un paño que colgaba de su hombro, la extendió despidiéndose. Ofuscado, tuve que conformarme con darle la mano y retirarme. Durante el viaje de regreso, don Osvaldo me decía que tenía que tener paciencia.
     Pasaron varias semanas, hasta que llegó el día en que junto a don Washington y su cuadrilla terminábamos una faena y escuché un golpeteo desde la ventana de la oficina del doctor; al mirar lo vi haciendo señas la entrada del patio, y allí estaba ella,  mirándome fijamente, de brazos cruzados y mirada seria. Inmediatamente me acerqué.  Hablamos unos minutos, y tornando levemente su expresión de seriedad, esbozando una pequeña sonrisa, me dijo: "me gustaría verte el sábado en la tarde; tendremos carreras a la chilena". Al terminar dio media vuelta y se retiró del lugar. Entonces, algo desconcertado, donde todos me miraban, sintiendo un cierto calor en mi rostro, me acerqué a don Washington quien con una marcada sonrisa en su rostro me dijo: "parece que vamos a tener un noviazgo muy pronto", y mirándole me limité a esbozar una leve sonrisa sin decir palabra alguna. Al terminar, todos me daban consejos para conquistar a "la señorita", como el de don Eladio que decía que la llevara a pasear en caballo, llevando pan amasado y una botella de enguindao, para ponerle  picardía a "la custión, pueh".
      Llegado el día, saqué mi bicicleta e inicié el viaje. Al salir del pueblo se terminaba la comodidad del pavimento y comenzaba la tierra y el empedrado. Pedaleando, cruzando puentes, badenes, y orillando acequias, después de dos horas de calor sofocante llegué a destino. En la puerta de la escuela colgaba un pequeño anuncio: "Grandes Carreras a la Chilena", donde doña Clotilda. Al llegar, el jolgorio, hombres de chupalla, mujeres de vestido largo y mantas y niños que jugaban. Deseaba verla. De improviso, tras de mí apareció don Abelino, "buenas tardes, joven; puchas que gueno que haya venido, pueh". Y enseguida, me llevó por todo el lugar presentándome a la gente.
     En una mesa de tablones, bien provista de comida; una señora anciana de blancos cabellos y ojos celestes me invitó a tomar asiento; "esta muy flaquito", me dijo.  Enseguida, cucharon en mano, revolviendo una gran olla de caldo oleoso y sabroso aroma, me sirvió una gran porción. Alli estaba, sentado frente a ese suculento plato y los pequeños niños  que me miraban fijamente como comía. De improviso, una voz a mi lado, "ya, m'hijo, una cañita de vino". Era don Abelino quien chuica en mano sirvía un aromático y rojizo vino. Ahí pregunté por ella; y él levantando su mano señaló hacia atrás de donde yo estaba, "ahí viene la señorita". Giré para verla y me puse en pie; se veía más bella que antes. En un principio nos miramos detenidamente; no sabía si darle la mano o darle un beso en la mejilla; la saludé con un simple "hola" y una tensa sonrisa. Venía con los niños pequeños a jugar y me dijo que cuando terminara fuera a acompañarla. Al terminar, me dirigí a su encuentro. Mientras ella me contaba acerca de las tradiciones del lugar, yo no podía dejar de mirar el brillo y lo cristalino del café claro de sus ojos. Estuve así, quieto, hasta que ella terminó de hablar y me despertó moviendo su mano.
      Después de terminadas las carreras ella me invitó a conocer la huerta de la escuela.  Allí descubrí un colorido jardín de camelias resguardado por una blanca cerca. El sol estaba por ponerse; le tomé su mano, y ella miró hacia un lado, luego giró su mirada hacia mí, de costado, con una sonrisa nerviosa y sensual, y comencé a acercar mi rostro para besarla. Todo parecía bien hasta que, inesperadamente, soltó mi mano y retrocedió un paso, y con una mirada más inquisitiva giró en una media vuelta, quedando de espaldas; entonces, mirándome de costado, me dijo que la acompañara. Mis pulsaciones iban en notorio aumento.
      Recorrimos el jardín hasta llegar a un tablón de añosa madera que hacía de  banca. Ella se sentó, hizo un movimiento de cabeza  y fijó su mirada en mí con un dejo desafiante. Me senté a su lado y, antes de que yo alcanzara a decir algo, comenzó a contarme acerca de las camelias, de sus hojas y de cómo la flor se va abriendo, poco a poco, formando un ordenado remolino. Cuando terminó, mirándola, entendiendo su amor, le dije que me gustaba. Al momento, ella giró su cabeza mirando hacia el lado contrario de donde yo estaba. Le tomé su mano. Ella volvió su mirada, y apretando levemente su mano empecé a acercar mi rostro hasta sentir el calor de su respiración, y cuando nuestros labios se iban a encontrar, de improviso, alguien llamando. Era don Abelino que venía a pedir ayuda para levantar la carreta que se le había soltado una rueda al pasar por una zanja. Miré a Llanka y ambos nos sonreímos. Había entendido su amor.
     Cuando volví, al verla le dije que se veía hermosa, y sin agregar palabras, la tomé de la cintura y, por fin, nos besamos. Para terminar, lo inesperado,  un fuerte ruido en el patio y ella gritando : "¡las camelias!". Cuando llegamos, la cerca estaba derribada en una parte y los chanchitos de doña Clotilda que corrían alrededor. Después, junto a don Abelino reparamos la cerca. Al terminar, ya la hora de partir había llegado; era tarde y estaba oscuro. Me volví a la casa, y besando su mano, me despedí para volver a encontrarnos. Mientras pedaleaba por el oscuro camino miraba las estrellas del cielo que parecían brillar más intensamente. Por fin había desvelado mi sueño y había descubierto un paraíso en medio de las camelias.               

Pamaquez

Relatos FM

Palo Rosa



Llevaban casi cien años con esa relación mortal. Uno vivía y el otro le quitaba la vida. El viejo árbol tenía más de tres siglos de vida. Había nacido y crecido en el medio de un bosque, de una selva, pero estaba solo; siempre había estado solo. Ninguno era como él, aunque todos eran parecidos. La mayoría de los hombres los confundían. Un palo rosa, como él, no era igual a un pino o a un álamo. Pero para los hombres ignorantes tan solo eran árboles; no podían (o no les interesaba) diferenciarlos. Los hombres sabios, en cambio, si podían. Los miraban y los llamaban por sus nombres uno por uno. Ellos eran sabios de verdad, los hombres de antes. El palo rosa pensaba día tras día en aquellos que le tenían respeto y, por qué no, hasta cierto afecto. Él mismo había llegado a desarrollar un cariño especial por los que lo cuidaban, los que le decían dulces palabras en lenguas antiguas que rugían como el mar.
Muchos lo habían abandonado tiempo atrás, él no sabía cuánto; él no medía el tiempo de la misma forma que los humanos, porque es solo un concepto creado por los hombres, y solo ellos pueden medirlo. Había soportado cientos de inviernos, más de los que podía contar; pero no era viejo por la cantidad de inviernos que había soportado, por la cantidad de tormentas que lo habían azotado; era viejo por todo lo que había visto y vivido, por la enorme experiencia que poseía en su interior. Muchas veces había perdido sus hojas, y muchas veces habían vuelto a crecer. Había sentido a sus ramas quedarse abajo mientras él crecía, siempre en dirección al cielo. Varias veces se preguntó, no sin cierto temor, si algún día llegaría a rascar con sus ramas las suaves nubes.
Con los años sus ramas se fueron endureciendo y perdió fuerza y espíritu en tantos vendavales que amenazaron con arrancarlo del suelo. Olvidó los sueños de sus primeros años, de su infancia; de tocar el cielo y jugar con las nubes. Se contentó con las caricias de las aves y de las ardillas y de algún humano que, tal vez al azar, se recostaba contra su endurecido tronco. Fue feliz con los más valientes, que era a los que el palo rosa más quería (aun más que a los sabios) porque se animaban a trepar por sus ramas haciéndole suaves cosquillas. Cuando él sentía que alguien se sentaba en sus ramas altas los mecía con el viento y entonces el humano que estaba arriba reía y él reía también. A veces ellos se asustaban y él los tranquilizaba con el arrullo de sus hojas cantando, el silbido del viento los acariciaba y ellos se calmaban y el viejo palo rosa suspiraba, reconfortándose con las cosquillas que los hombres le hacían a sus ramas.
Pocas veces se aburría, siempre trataba de mantener su ágil mente atenta y activa; pero los días que en verdad no encontraba forma de pasar las largas horas, sentía que la selva entera se venía abajo. Cuando era joven, y ya habían pasado tantos años que apenas podía recordar la alegría de la juventud, siempre podía encontrar algo con lo que divertirse, todo lo emocionaba y sorprendía. Pero el paso del tiempo y los crudos inviernos habían endurecido sus ramas y su alma.

La enredadera llevaba cien años trepando. Muchas eran las veces que se preguntaba cuándo llegaría por fin a la cima del enorme palo rosa. Ella había nacido a los pies del viejo árbol, que en ese momento, un siglo atrás, era ya más viejo que la gran mayoría de los árboles de la selva. Un día él sintió algo nuevo, casi como una caricia suave en la base de su tronco, que creció con el paso de los años.
Al principio ninguno entendía muy bien qué pasaba. Ella trepaba para vivir y él solo trataba de comprender quién era aquella extraña, aquella intrusa que se extendía por su cuerpo. Se llevaban bien; ella era joven y aprendía del viejo árbol. Aprendió a sentir las gotas de lluvia resbalar por sus hojas, a bailar con el viento, a sonreírle al sol; pero sobre todo, aprendió a alegrarse con las inesperadas caricias de los hombres que se colgaban de ella al trepar al palo rosa.
La paz no duró mucho. De un día para el otro, los humanos comenzaron a mirarla con rencor. Ella no sabía por qué; se sentía odiada y marginada. Un día, el árbol lloró. Sus lágrimas viscosas rodaron por el tronco desde allí donde ella había extendido sus brazos para abrazarlo.
De a poco y casi sin darse cuenta, el viejo palo rosa fue perdiendo su antigua vitalidad; pasaba largos inviernos temblando y llorando, abrigado bajo el calor de ella, la enredadera, a quien más quiso en el mundo.
Los años pasaron, los inviernos y los veranos fueron y volvieron una y otra vez. Llegaron nuevos hombres, hombres que no habían visto al cansado árbol crecer desde debajo de sus rodillas hasta tocar casi las nubes en el cielo. Llegaron y no notaron que aún ella trepaba, agarrada con todas sus fuerzas del tronco y las frágiles ramas; no pusieron un pie sobre él, jamás los tocaron siquiera.
Los inviernos eran cada vez más crueles (o él era más débil para soportarlos) y los hombres se interesaban cada vez menos por ellos. Ella era el único abrigo del árbol cuando las hojas caían, y él era su casa, la única razón por la que seguía con vida y se mantenía en pie.
Con el transcurso de los años los hombres cerraron los ojos al mundo. Él era viejo, ya muy viejo y los años le pesaban. Las ramas torcidas se inclinaban sobre el suelo, en un tenue lamento, una vívida súplica de ayuda. Ella era una canción, una melodía vacía, una trágica espera de la muerte que se aproximaba sobre su hermano, su casa, su amigo, su tutor.
Ella lo notaba, cada vez que trepaba un poco más, el lloraba. Pero ella quería llegar a la cima, quería tocar el cielo, sentir el viento fresco que soplaba en la copa, escapar del aire viciado de la selva, del aire húmedo que la atosigaba: ese era su destino, tenía que serlo. Y sin embargo, él lloraba. La veía crecer y lloraba. Su corazón se estrujaba con cada centímetro que ella avanzaba. Lo que pasaba era que, él se había dado cuenta, ella lo estaba matando. La enredadera no lo sabía. No entendía que, para que ella viviera, para que ella cumpliera su sueño de tocar el sol, él debía perder su vida. Y una vez que él exhalara el último soplo de su existencia, ella también dejaría de vivir: él caería y ella caería con él.

Casi cien años atrás, una tímida hoja se colgó del tronco de un viejo palo rosa y empezó a crecer, a extenderse hacia el cielo. Hace casi cien años comenzó la muerte de los dos. Árbol y enredadera, enredadera y árbol; ella no puede vivir sin él, él no quiere vivir sin ella, sin sus caricias, sin su abrazo. Y sin embargo los dos firmaron un contrato mortal el día que se enamoraron.
Ahora él es tan alto que llega al sol, sus ramas son tan duras como rocas y sus hojas perdieron su vivo color. Ella es flexible como solo ella puede serlo, se estira y se enreda entre las ramas que se quejan por el peso de los años y por la lejana juventud que nunca volverá.
Los hombres ahora los miran, pero no se acercan; los admiran como a una leyenda antigua, como a una canción que ya no se canta más. Los rodea un aura de misterio, de expectación, de espera. Todos esperan y ellos mismos lo hacen. Esperan la muerte, juntos, aunados en un abrazo mortal.

Cabbie

Relatos FM

Ruleta rusa



Al salir te miras en ese oscuro cristal, te retocas un poco el pelo. Observas a tu alrededor y avanzas por la calle solitaria, iluminada por las tenues luces amarillas de las farolas. El frío está acompañado por una fina lluvia que te cala hasta los huesos y tú allí, sentada, esperando a tu oscuro destino.
Una sombra se acerca y te susurra al oído "¿por cuánto me puedes ofrecer el cielo?". La mirada perdida, inocencia robada en aquel lugar, eternas promesas que nunca se cumplirán. Tú vida no te deja elección, morir o vivir en un infierno, desconoces el significado de ilusión, perdió su significado hace mucho tiempo.
Mientras tanto yo estoy aquí, veo la noche caer y sé que tú estás ahí, pero ¿a quién le importa? Las miradas de indiferencia, vives bajo la marginación. Respiras, aunque no lo parezca, en ti hay una vida que no existe. Un infierno donde las personas solo ven un lugar más, un lugar cualquiera que no deben observar cuando pasen a su lado. Tú prefieres estar lejos de aquí, en otro lugar, pero no hay opción. 
Tú maldices aquella noche que nunca acabará y piensas que nunca podrás huir de aquel infame lugar. Pasan los días, temes al futuro, la oscuridad es tu aliada y a la vez tu verdugo que va desgastándote poco a poco.
No ves la luz desde hace ya bastante tiempo, la crueldad alienta tus días. Pareces humana, pero no, no lo eres, eres solo un objeto inexistente para la sociedad. Tu dolor no merece ser atendido, no eres nadie, no eres hija de nadie, no eres dueña de nada, ni de tu propia vida. Tú buscas algo por lo que luchar, es imposible aguantar más, aunque siempre puede aparecer una leve brisa que te de alas y te aleje de aquel lugar.       
Por fin se acabó, tienes una oportunidad de cambiar tu suerte, ser una persona, ser alguien, el camino ya a cambiado, mirar por última vez aquel lugar, olvidar el pasado, alejarte de él. Con el tiempo la herida cicatriza, pensabas que aquello era ya algo del pasado, pero no, aquella noche el arma se había disparado y una bala te ha atravesado, era demasiado tarde para ti, que poco a poco te irías consumiendo hasta convertirte de nuevo en nada, en nadie, en no más que un ser pasto de la ley de los gusanos. 

Salud y rebeldía

Relatos FM

CULPA



Josef volvió a la realidad cuando notó la fuerte corriente de aire que siempre precedía a la llegada de cualquier tren. Rápidamente, después de otear las cercanías, tomó asiento entre un perroflauta y un inmigrante magrebí. No era la compañía que más le gustaba, pero en el metro podía entrar cualquiera, desde siempre, pagando su billete o sin pagarlo. Josef intentó olvidar momentáneamente a los individuos que tenía a cada lado y, tras extraer de su maletín un libro de Fiodor Dostoievsky, reanudó su lectura hacia la página 566.
Después de un espeso párrafo, Josef alzó la vista. Aún quedaba un rato para su parada, así que se dispuso a continuar con su lectura, pero de camino desde el pequeño y sencillo esquema de estaciones de la línea hasta las páginas de su clásico de la literatura rusa se topó con una mirada. Aquella mujer no tenía nada de especial. Tenía el pelo color caoba recogido en una coleta que partía de la zona occipital de su cabeza y, por debajo de ella, dejaba libre una melena que llegaba un poco por debajo de sus hombros, y vestía unos sencillos pantalones tejanos desgastados de fábrica y una chaqueta de piel negra, pero, pese a ser una más en aquel vagón del metro, Josef vio que ella lo estaba mirando. No era, sin embargo, una mirada furtiva y pasajera, una de esas miradas que alguien aparta rápidamente después de darse cuenta de que está observando a un desconocido. Aquellos ojos azules con tonos grises estaban mirando fijamente a Josef.
"¿Por qué me mira así?" pensaba Josef mientras sentía un leve sofoco que subía por su garganta y se materializaba en su cabeza, dejando escapar, totalmente descontrolado, su calor corporal. Incapaz de mantenerle aquella mirada, Josef bajó la vista durante unos segundos, esperando que aquella desconocida centrara su atención en cualquier otra cosa, pero, cuando volvió a salir de entre las páginas que aquella inquietud no le dejaba leer, de nuevo se topó con la mirada acusadora de aquella mujer.
Le habría resultado atractiva, si las circunstancias de su encuentro hubieran sido diferentes. Incluso imaginaba cómo le sentaría una sonrisa a aquella cara. Quizá en otras circunstancias le habría gustado cenar con ella, o, por lo menos, tomar una taza de café en una terraza una tarde de verano. Pero aquella mirada que era, a la vez, fiscal y juez, le estaba poniendo muy nervioso
Josef decidió apartar definitivamente la mirada de aquella mujer y volvió a centrarse en su lectura. Aún faltaba un poco para llegar a su parada y quería aprovechar para avanzar en aquel libro. Sin embargo, la curiosidad pudo más que el afán de lectura. Josef levantó nuevamente la mirada y nuevamente sus ojos se cruzaron con los de aquella mujer, acusadores y amenazantes.
"Próxima parada, Rumpelstiltskin" se oyó por megafonía. Por fin había llegado su parada. Ahora podría levantarse de su asiento y alejarse de aquella mirada para no volver a encontrarla nunca más. Y así lo hizo. Aún faltaba un poco para que el convoy entrara en la estación, se parara y las puertas se abrieran, pero Josef se levantó rápidamente y tomó posición en la salida más cercana al asiento que acababa de abandonar. Tenía la tentación de girarse, una fuerte tentación. Quería comprobar si aquella mujer aún lo estaba mirando, pero se armó de valor y siguió mirando su propia imagen reflejada en la ventanilla de la puerta que tenía delante hasta que el tren se paró y esta se abrió.
Josef salió caminando a paso ligero y sin mirar atrás. A aquella hora, había mucha gente en los andenes y en los pasillos, por lo que era necesario caminar haciendo zigzag por los pasillos del metro para esquivar a quienes no tenían tanta prisa.
"¿Por qué me miraba?" pensaba Josef, totalmente atacado y exhausto por causa del ritmo que estaba llevando a través de los túneles. "Quiza lo sepa, pero no puede ser, aquello no lo sabe nadie".
Durante un momento, Josef intentó calmar su inquietud autoconvenciéndose de que nadie sabía lo que había hecho. Incluso repasó, una por una, todas las medidas que había tomado para que nadie se enterara de aquello, para que quedara en el más absoluto de los secretos. Definitivamente no era posible que nadie supiera absolutamente nada de aquel asunto.
Pocos minutos después bajaba las escaleras para acceder al andén de la estación Rumpelstiltskin de la línea gris del ferrocarril suburbano. Allí el volumen de gente no había disminuido ni un ápice, todo lo contrario. Caminó hasta situarse en el lugar que él pensaba que se pararía el segundo vagón del tren que tenía que llegar en un plazo máximo de tres minutos. Mientras tanto, empezó a escrutar con la mirada toda la instalación, las baldosas de los andenes, muy similares a las de la calle, las piedras que escoltaban los ferrocarriles, la gente que entraba y salía y pasaba ante Josef. Cuando su corazón apenas empezaba a recuperarse del momento vivido, Josef proyectó su mirada hacia el frente, hacia el otro andén. Justo ante los ojos de Josef, vestidos con sendos uniformes cubiertos por sendos petos naranjas, dos vigilantes de seguridad de la Concesión del Transporte Metropolitano miraban fijamente a Josef. ¿Cómo podía ser? ¿Ellos también lo sabían? Era imposible. ¿Y qué iban a hacer ahora? ¿Iban a detenerle y a entregarle a la policía? Bien, ya no había motivo para preocuparse. Aquellos dos vigilantes cruzarían al otro lado de la estación por el paso elevado y lo acompañarían al vestíbulo, donde una pareja de policías ya debía de estar esperándolo para llevárselo a comisaría.
Sin pensárselo dos veces, empezó a caminar todo lo deprisa que pudo, eso sí, lo suficientemente despacio como para no atraer la atención ni de los dos vigilantes ni del resto de usuarios del metro. Después de subir las escaleras que conducían a la planta superior empezó a notar dos o tres gotas de sudor deslizándose, primero por su frente y después por su cara. El calor empezaba a ser una molestia, pero no podía pararse a quitarse la gabardina. Quería salir a la calle lo más rápido posible, antes que la policía llegara a las instalaciones del metro.
Aun así, pensaba en qué diría en cuanto le pidieran explicaciones por lo que había hecho. "Lo siento" se decía a sí mismo en un imaginado diálogo con los agentes de la ley, "no era consciente de estar haciendo nada malo". Una y otra vez se lo repetía a sí mismo en su mente. "Lo siento" le decía al juez que veía en su mente, "simplemente no pensé, no pensé en las consecuencias de mis actos, no pensé que nadie fuera a enterarse". Así que ese era el origen de su arrepentimiento. Si realmente nadie se hubiera enterado, Josef habría seguido con su vida como si anda, pero ahora todo el mundo sabía lo que había hecho. Ahora se vería expulsado de la sociedad, sin otra salida que vivir con los marginados, remotamente apartado de cualquier cosa ligeramente similar a la civilización.
Josef aceleró el paso entre sus cavilaciones y, tras cruzar los puestos de control de los títulos de transporte, subió a toda prisa las últimas escaleras que lo separaban de la superficie. Al salir a la calle tuvo que cubrirse parcialmente para proteger sus ojos del cambio. Cuando estos por fin se acostumbraron, vio que había algo más de luz que cuando había salido de su casa, hacía unos treinta o cuarenta minutos. También vio una avenida atestada de coches que esperaban impacientes que el semáforo volviera a darles prioridad mientras bandadas de peatones cruzaban la calzada ante ellos. Miró desesperado hacia un lado y hacia otro. Ningún policía había llegado aún para detenerle. Tampoco sabía desde qué dirección tenían que venir. ¿Qué podía hacer? En cualquier momento se convertiría en un preso ante la juzgadora mirada de toda la sociedad. Podía meterse en algún callejón y esconderse allí hasta que la cosa se calmara. Ya daría más tarde las explicaciones pertinentes por llegar tarde al trabajo. Pero si se quedaba quieto en un sitio le pondría las cosas más fáciles a la policía. Lo mejor era caminar, caminar y no parar, así que empezó a mover sus pies hacia donde más gente había, sin un rumbo concreto, con la esperanza de pasar desapercibido, tanto para la policía como para sus conciudadanos.

MAESE PAKO

Relatos FM

La casa de los libros



Se crió prácticamente sola. Nunca llegó a conocer a su padre y su madre murió cuando apenas tenía catorce años. Estuvo en un par de casas de acogida hasta que cumplió los dieciocho años y entró en la universidad. La corta relación que tuvo con su madre bastó para inculcarle desde niña una intensa pasión por los libros. No recordaba haberse dormido sin un libro en la mano desde que tuvo uso de razón. Devoraba libros llenos de historias fantásticas desde que tenía cuatro años y, a veces, se levantaba para ir al colegio después de haber pasado la noche en algún lugar lejano o destapando algún misterio.
Había oído aquello de que "un libro es el mejor amigo del hombre". Pero en su caso era más cierto que para cualquier otra persona. No tenía amigos y nunca los había necesitado. Por alguna razón, no se le daba bien relacionarse con los demás; ni siquiera le gustaba la gente y le costaba arduos esfuerzos entablar contacto con prácticamente cualquier persona.
Uno de los mejores días de su vida había sido aquel en el que le concedieron una beca de colaboración para trabajar en la biblioteca de la universidad, una de las bibliotecas más fascinantes que jamás había visto.
Aunque la mayor parte de su trabajo consistía en catalogar libros y colocarlos en su correspondiente estante, no podía imaginar un trabajo mejor, arropada entre lo único en lo que se encontraba a gusto. Había tenido que madurar demasiado pronto y leer era lo único que podía hacerla retornar a su infancia.
El día clave se había tenido que quedar a cubrir el último turno. Recogió todos los libros que los estudiantes habían esparcido sobre los mostradores, comprobó que todo estaba en orden, cogió su chaqueta y su bolso y se dispuso a salir.
Su corazón dio un vuelco cuando se percató de que la puerta estaba cerrada con llaves. ¡Qué tonta había sido! Había olvidado pedir las llaves en conserjería. Era la primera vez que cerraba y no lo tuvo en cuenta. Se lo habían dicho, pero no había servido de nada. Siempre estaba en su mundo interno y estas cosas le ocurrían a menudo.
Marcó el número de conserjería desde uno de los teléfonos de la enorme sala. Nadie contestó. Pensó en llamar a alguno de los otros empleados, pero no tenía sus números privados. No le quedaría más remedio que pasar la noche allí.
Afortunadamente, aún le quedaban los restos de un sándwich que no se había terminado. Comió algo e improvisó un lecho en el almacén con unos cojines que encontró sobre algunas sillas. Se sentía ansiosa y no podía conciliar el sueño, así que comenzó a pasear por los pasillos, entre las estanterías, observando todos aquellos libros. Cogió un libro de Alberto Vázquez Figueroa, "La iguana". Unas horas después, lo había acabado, así que cogió otro, y otro. Se pasó la noche entera leyendo y paseando entre los libros. Cuando se quiso dar cuenta, ya había amanecido. Había sido la mejor noche de toda su vida. Había quedado hechizada por el silencio sepulcral, el olor a libros viejos y la calma de la soledad. Esa noche le había proporcionado una extraña placidez que nunca había experimentado.
Pronto llegarían los demás y abrirían las puertas. Una muchedumbre de zombis  invadiría su guarida secreta con sus estruendosos susurros. Oyó el chirrido de la puerta que se abría. Sin darse cuenta, se escondió tras una de las estanterías móviles. No quería que se acabara, quería seguir disfrutando de aquella calma.
El día entero pasó y ella seguía allí, hojeando algunos libros y adentrándose completamente en otros. Oyó a alguno de los empleados preguntar por ella y a otro responder "estará enferma". Cuando se percató de la hora, notó cómo sonaron sus tripas. Necesitaba comer algo, y también dormir. Esperó al cambio de turno para aprovechar el jaleo y salir a comprar algo a la cafetería para volver a su refugio sin que nadie se diera cuenta. Se aseó un poco en el lavabo y volvió al almacén. Después de almorzar, notó sus párpados pesados. Cerró los ojos sólo un instante. Cuando los volvió a abrir ya era de noche otra vez. Sonrió.
Y así pasó, noche tras noche y día tras día, encerrada en su pequeño escondrijo, rodeada de libros y libre por fin. Cada noche se embarcaba en una nueva aventura. Eso era todo lo que necesitaba. Los empleados pensaron que había abandonado; "una más que nos deja", comentó alguien.
Llegó un momento en el que la cuestión no era tanto la fantasía del lugar como el miedo a abandonar el pequeño hogar que se había construido, a afrontar la dura realidad, a confesar su peripecia, pero, sobre todo, a perder el cobijo que le proporcionaba aquel diminuto, pero, al mismo tiempo, inmenso mundo.
Los meses pasaron y, no se sabe en qué momento comenzaron los cuchicheos; "dicen que hay un fantasma en la biblioteca", "a veces desaparecen libros misteriosamente y, al cabo de unos días, vuelven a aparecer". Nadie se percató de la joven que salía entre el bullicio a buscar comida cada semana.
Pero pronto se dio cuenta de que esa no era una vida. Si alguien le hubiera pedido que redactase sus memorias, no sabría qué contar. Sólo podría hablar de la vida de sus personajes, o hablarles de algún lugar hermoso en el que jamás había estado, ni estaría jamás si no se atrevía a salir de allí.
Un buen día, se armó de valor. Recogió las pocas cosas que tenía y se dispuso a salir a la calle. Salió del almacén sin problema. Algo más difícil fue abandonar la biblioteca. Pero, sin duda, no se imaginaba lo duro que sería salir a la calle. Una calle que no había pisado en meses. Sintió cómo miles de ojos la miraban fijamente. Sólo eran imaginaciones suyas, pero eso bastó para aterrorizarla.
Corrió de vuelta a la biblioteca. Bien, parecía que nadie la había visto entrar. Puede que porque nadie la conocía ya. Siempre pasó desapercibida y los meses de encierro sólo bastaron para que adquiriera aún más la imagen de un fantasma pálido y escuálido en el que no se fijaría ni un alma.
Volvió a su almacén. Lo sintió distinto. Como si al abandonarlo, la minúscula sala se hubiera resentido y su renovada presencia violara la pulcritud de aquel precioso lugar. Se acurrucó en una esquina y pidió perdón mil veces por haber siquiera pensado en irse de allí. Prometió que nunca lo volvería a hacer.
A partir de ahora, esa sería su casa, la misma casa de los libros. Su hogar. Y así, pasó leyendo el resto de su vida. Hasta que, un día gris, acabó con el último libro que había en la biblioteca. Y, como si ese fuera su único propósito, espiró su último aliento al mismo tiempo que leía el último punto final.

Luz de Luna

Relatos FM

DE ESPALDAS



«Al principio a mí no me pareció tan raro que una mosca volara patas arriba si le daba la gana...»

—Julio Cortázar, Los testigos





Cuando le dije a mi amigo Rufino que había encontrado un valle habitado por gentes que caminaban de espaldas, se quedó tan mudo que pensé que la conferencia se había interrumpido. Luego me preguntó si estaba seguro, y yo, con la emoción que suelo mostrar ante eventos que me pasman, procedí a describir lo que sucedió en aquel paraje del extremo oriental del Himalaya. El comentario posterior de mi amigo me pareció tan insustancial que no se puede reproducir sin antes dar cuenta de los antecedentes.
Al lugar de marras me condujo Palden, un guía de la etnia buthia (la original de Sikkim), a quién había contratado para mis prospecciones por este antiguo reino. Digamos que mi trabajo consiste en localizar bolsas, pero no de petróleo sino de potencial turístico. Visito lugares vírgenes y redacto un informe que envío a la compañía que sufraga mis gastos. Que luego ellos sigan o no mis indicaciones ya no me incumbe, si bien, en los dos casos en que así lo hicieron reconozco que mi autoestima salió muy fortalecida. Otra cosa fue que, debido a imponderables, finalmente los proyectos no llegaron a cuajar. El primero era un resort en la antigua ciudad sumeria de Ur, en la actual Irak, donde aquellos inclinados a la arqueología podrían desenterrar tablillas idénticas a las originales, de barro cocido con símbolos cuneiformes. Y el segundo era un hotel de lujo con excursiones programadas para avistar al Barmanu, que es el nombre por el que el yeti es conocido en el norte de Pakistán. Por causas de todos conocidas, los proyectos no se materializaron, aún cuando ya teníamos los planos sobre la mesa.
Pero esta localización de Sikkim no podía fallar. Ya veía los panfletos en los que se anunciaba: «Observe a los humanos que retroceden». O quizá: «Se alejan pero nunca les pierden de vista».
Cuando le había preguntado a Palden si conocía algún lugar inusual, mencionó las cataratas del fin del mundo, la cueva del dragón colorado, una escalera de piedra que sube hacia el cielo pero se interrumpe en el escalón 108, y otros lugares semejantes, todos ellos con ese indefinible patín de lo cursi. Pero cuando se refirió al valle habitado por gentes que caminan de espaldas supe instintivamente que había dado con algo extraordinario. Sólo alguien con mi olfato para los negocios puede apreciar ese tipo de señales; son como moscas gordas ante una rana: deben ser atrapadas al vuelo.
—¿Y qué tiene eso de raro? —replicó Palden con indiferencia.
La pregunta me pareció tan rara en sí misma que sólo pude repetirla en tono exclamativo. Se encogió de hombros y volvió a sorber su té salado de leche de yak. Pasamos el resto de la velada metidos en la tienda de campaña, bebiendo té y planeando el viaje.
Esa noche yo no pude conciliar el sueño. ¿Caminarían así por algún defecto genético causado por la endogamia propia de un valle aislado, o sería una costumbre enraizada en alguna superstición de tipo religioso?
Partimos al alba, los tres: Palden, un yak negro cargado con el material y provisiones para unos diez días, y yo, no menos cargado de curiosidad.
—¿Y sabes si sufren muchos accidentes? —pregunté en medio de aquellos parajes inhóspitos.
—Posiblemente tengan menos.
Otro día le pregunté si sabían que en el resto del mundo andábamos del revés, y me contestó que sí. Como no añadía nada más insistí, y entonces me contó una historia rocambolesca. Me dijo que hacía algunos años se produjo en el valle un gran revuelo cuando el dueño de la única cantina instaló un televisor que captaba una señal india. Muchos se reían al ver a la gente andando de frente, pero a otros aquello les parecía una influencia peligrosa. Cuando un niño se despeñó al imitar ese modo de caminar, muchos culparon al cantinero. Nadie sabe realmente qué pasó, pero una noche la cantina ardió con el dueño y su televisor dentro.
—Desde entonces, que yo sepa, no han vuelto a ver la tele —concluyó.
Aquella historia, aparte de estrambótica, resultaba preocupante, porque mi intención no era la de descubrir para la ciencia una curiosidad antropológica con mayor o menor interés, sino llevar excursiones de turistas ávidos por ver cosas cuánto más raras e insólitas mejor. Y si el televisor había acabado de un modo tan ardiente, qué no harían con la enésima visita de japoneses cámara en ristre, y digo esto por no decir norteamericanos irreverentes o españoles vocingleros... (por culpa de mi trabajo he podido comprobar lo desgraciadamente pertinentes que resultan los tópicos). Al peso de mi curiosidad se le añadió el de la preocupación mencionada. Volví a preguntar:
—¿Y sabes si el valle ha sido visitado por otros occidentales?
—Que yo sepa, no —hizo otra pausa muy larga —. La mayoría prefiere visitar las cataratas del fin del mundo, la cueva del dragón colorado o la escalera de piedra de 108 escalones que asciende hacia el cielo.
Las dos últimas jornadas transcurrieron en un silencio sólo roto por el ulular de un viento que, a pesar del verano, atravesaba con pasmosa facilidad la ropa de abrigo.
—El valle está detrás de aquel chorten —dijo Palden señalando una de las típicas construcciones tibetanas con reliquias en su interior: una torreta pétrea cilíndrica, de un par de metros de altura y pintada de blanco.
Mi corazón se aceleró, pero no tanto como mi curiosidad, para entonces convertida en obsesión. Alcanzamos el collado donde se erigía el chorten e imité a Palden en sus ritos, postraciones, circunvalaciones al monumento y salmodias de las que yo sólo alcanzaba a repetir el om final. El valle en cuestión lucía con un mayor verdor y diría que luminosidad que los hasta entonces atravesados, era amplio y poseía una orientación este-oeste. En el centro se apreciaba una mayor concentración de casitas blancas, que Palden confirmó como el pueblo principal hacia el que nos encaminábamos en suave descenso. Mis ojos brillaban de un modo especial, anticipando una experiencia, no ya única para ellos, sino para los ojos del resto de la humanidad.
Primero fue el yak quien se desorientó, se tropezó varias veces y comenzó a girar sobre sí mismo, luego Palden y finalmente yo. Sucedió en apenas unos segundos. Después, los tres reanudamos la marcha caminando de espaldas.
Llego ahora al punto de mi narración en el que resulta casi imposible plasmar en palabras y de modo fidedigno lo experimentado. Los cinco sentidos tradicionales se convirtieron en subsidiarios de otro superior por medio del cual éramos perfectamente conscientes de nuestro entorno sin necesidad de percibir nada. De hecho, los sentidos se convirtieron en una fuente de información falseadora de la realidad, incluso molesta, por lo que de modo espontáneo nos dimos la vuelta para avanzar de espaldas, guiados por esa especie de nuevo sentido que, a falta de otra palabra mejor, podría asociar a la intuición. Las aperturas de los órganos faciales quedaban de ese modo hacia atrás, orientadas hacia el pasado, por ser allí menos nocivas. En cuanto a la mecánica del caminar, no se tarda en adquirir, incluso para un ser tan obtuso como el yak.
Huelga decir que no me sorprendió «ver» a los lugareños andar del modo en el que lo hacían, y que entendí de repente el desinterés que Palden había mostrado por el asunto: ¡era tan natural! Pasamos un día entero charlando con los paisanos, de espaldas. Un pájaro cruzó el cielo volando hacia atrás, y también un abejorro.
En el viaje de vuelta, al rebasar el collado con el pináculo blanco, se produjo el mismo fenómeno ya descrito pero a la inversa, por el que revertimos a la naturalidad contraria.
Deshecha la travesía, desde un pueblo llamado Yuksom, llamé por Skype a Rufino para explicarle lo sucedido, y para mostrarle las fotos en las que se veía a gente de espaldas o de frente que yo aseguraba caminaban hacia mí o se alejaban de mí.
—¡Te juro que todos andábamos de espaldas! —exclamé provocando el chitón del dueño del cibercafé y varias miradas reprobatorias del resto de internautas.
—Si no digo que no... —replicó Rufino—, pero, por qué no vuelves un tiempo a España para sacarte esas asignaturas que te faltan, y luego, ya con el título en la mano, te lo piensas. Del derecho o del revés, un título es un título, aquí y en Sikkim.
¿Negarán la insustancialidad de su comentario?
Definitivamente, no podía castigar a aquel valle con avalanchas de españoles insustanciales, vocingleros del derecho o del revés. En buena lógica, seguí el consejo de mi amigo.

Chin He

Relatos FM

Montefrío



Montefrío es una bellísima localidad que está situado al noroeste de la provincia de Granada, formando parte de la Comarca granadina de los Montes Occidentales, limitando por el norte con Priego y Almedinilla (Córdoba) y con Alcalá La Real (Jaén); por el Sur con Illora, Villanueva de Mesía y Loja (Granada), por el este con Illora y por el oeste con Loja y Algarinejo (Granada). La ayuntamiento Montefrío está encuadrado dentro de la Depresión de Granada, en el sector central de las cordilleras Béticas. Su paisaje es muy espectacular, las salientes lomas y abrupta vegetación contrasta con las zonas bajas sembradas de cereales y olivar. La historia relata la existencia de persones no cual les restos arqueológicos pueden identificar el tránsito de el Neolítico para la Edad del Cobre, donde lo más es el cambio de la vida nómada a la vida sedentaria, de ahí los dólmenes, pero el origen de Montefrío puede ser fenicia, romana o otra fundación. La conquista de Montefrío les musulmanes en 1342 y 1483 fue con facilidad y sin violencia, tiene surgido una larga época de paz y tranquilidad en la que se fue asentando la nueva estructura social propia del cristianismo aunque la estructura económica siguiera estando basada en la agricultura. Además, los siglos de ocupación musulmana, hicieron que numerosas costumbres permanecieran, lo cual el cambio social no fue tan radical con se pudiera pensar. Lo más destacable tras la Reconquista, fue la construcción de edificios que marcaran el cambio que dicha acción había supuesto. Se construyó la Iglesia de La Villa sobre el castillo árabe, obra de Diego de Siloé. Además, se financiaron las obras del Hospital de San Juan de los Reyes, la Iglesia de San Sebastián y la Casa de Oficios. Montefrío tiene una extraordinaria riqueza monumental tanto de carácter civil con religioso, que podemos mirar en cuarto partes, que es la casco urbano en general, la castillo y fortaleza árabe, la yacimiento arqueológico en peñas de los gitanos y las zonas de especial interés paisajístico y natural. De este modo, llegamos al siglo XX, donde la Guerra Civil irrumpe en las vidas de los montefrieños como en la de otros muchos españoles. Este trágico episodio de la historia de España afectó a Montefrío que en los primeros años de la década de los 30 contaba con 14380 habitantes, pero la guerra y la emigración posterior hace que esta cifra baje por encima del 50% actualmente. Montefrío es un pueble rural, que tiene las tierras dedicadas a los cultivos de trigo, de olivar de aceituna de aceite y montes y tierras de pastos, pero hoy apuesta en la agricultura y el turismo, como las vías para su desarrollo socioeconómico, con muchas fiestas que ha sabido enriquecer la tradición y con la ayuda de la juventud. La gastronomía es típica de les puebles rurales con mucha imaginación y creación, pero tiene un gusto mucho bueno. Montefrío es una ciudad mucha buena para pasar unas vacaciones sin stress, con cultura y sin violencia.     

Mary  Tense

Relatos FM

Laura en la hojarasca



Afuera llovía y tú empapada del alma a los pies y de los pies a la cabeza. No sé qué fue lo que mojó más tu ropa, sí las lágrimas o la lluvia; porque así eres tú, lloras tendido, haciendo pausas solamente para sollozar y continuar llorando, lloras como lo dejan de hacer las personas cuando se creen con prudencia, cuando se siente grandes y piensan que llorar es cosa de niños. Y así era, llorabas como pocas veces, como no te conocía el llanto, lo hacías como una chiquilla indefensa debajo de los pinos fríos del diciembre más inclemente del que tenga memoria la ciudad. Que hubiera dado yo por consolarte esa tarde en el parque, he invitarte a pasar a mi cuarto y tomar café caliente a sorbos cortos y olvidos largos, porque la vida ha sido muy **** contigo y tú no mereces esto que se llama soledad.
Y me he dado el tiempo de pensarte en todas las situaciones prudentes a mi lado, tenerte cerca y lejos, a una distancia tan absoluta como el tiempo mismo. Te he dejado, te he matado y nos hemos fundido en interminables ocasiones en mi mente. Nunca has dejado de ser tú, aunque te cambie y te transforme vuelves a tu esencia, como vuelven los recuerdos de una mente en el desvelo.
Y es que eres de esas pequeñas cosas que ya no pasan, de esas diminutas casualidades, minúsculas coincidencias, de esos momentos que se aparecen una sola vez en la vida y les da por desaparecer. Eres instante, eres sueños, realidad y coincidencia (....)
Eres la fotografía en movimiento, tienes el arte en la sonrisa, la danza al andar y la vida misma en tu mirar. Siendo consentidor conmigo mismo, tienes todo lo que merezco y lo que nunca podré tener.

Alejandro Esparza

Relatos FM

Lo bueno se hace esperar



El ocaso estaba cerca, una brisa fresca atípica del periodo estival inundaba el ambiente y allí se encontraba, a orillas del océano, apreciando cómo los últimos rayos dorados abandonaban la superficie terrestre hasta la jornada siguiente, dando paso  al crepúsculo.
Admirando aquel fenómeno que tanto gozaba de apreciar, aguardaba  a que asistiera aquella persona tan especial, la cual le había prometido que en su décimo sexto cumpleaños compartiría con ella un significativo secreto que había estado presente durante toda su vida, y que la ayudaría a seguir adelante en sus momentos más complicados. Y ese día había llegado...
Mientras permanecía en aquel lugar tan especial para ambos, la curiosidad y la incertidumbre le ocupaban gran parte de su pensamiento, no tenía ni una ligera idea de lo que le iría a revelar, pero sabía a ciencia cierta que sería algo difícil de olvidar, siempre había tenido presente aquella cita de "Lo bueno se hace esperar", y tenía la certeza de que a lo que aguardaba no sería menos.
El transcurso del tiempo se hacía eterno, los rayos de Sol se hacían cada vez más tenues, y los tímidos rayos plateados del plenilunio que protagonizarían la noche hacían notar su existencia. No sentía presencia alguna, estaba un poco angustiada... Mirando al horizonte, miles de pensamientos sin razón  le bombardeaban la mente. Sabía que sería incapaz de incumplir su promesa, una promesa que acordaron hacía ya un lustro exactamente y que había estado presente en todo momento desde su undécimo cumpleaños.
Poco a poco, comenzaron a mostrarse los diversos cuerpos celestes que protagonizarían  la noche, dando lugar al comienzo de una lluvia de estrellas que adornaría la característica oscuridad. De repente, un ruido ensordecedor originario del campanario anunciaba la llegada de la medianoche, sabía que era hora de volver pero no veía el instante, conocía que la puntualidad no era una de sus destacables cualidades...
El lapso de tiempo duró más de tres horas, por lo que determinó no aguardar ni un minuto más decidiendo comenzar el retorno a casa. Un sentimiento de angustia y una serie de inaudibles sollozos la acompañaron durante toda la travesía... De nuevo, aquella cita que tanto frecuentaba recordar y compartir volvió a su mente: "Lo bueno se hace esperar" y eso era incuestionable.
Sigilosamente, intentando no perturbar el sueño de los demás integrantes del hogar, se adentró en casa. De improviso, algo llamó su atención, en el aparador de la entrada se hallaba un paquete para ella. Indudablemente, comenzó a rasgar el envoltorio con la meticulosidad que la solía caracterizar...
En un segundo, su rostro cambió, el contenido del paquete constaba de un grueso libro y una pluma estilográfica. En la primera página, con una caligrafía muy elegante y distinguida se plasmaba algo:
Para Sophie,
Empiezas a disfrutar de todo cuando te das cuenta de que las cosas no son siempre como deseamos. Que algunas cosas son inalcanzables, que la distancia existe,  que algunas personas  se van, y otras vienen para quedarse, que la felicidad se esconde, solo hay que saber hallarla, que los sueños no siempre se cumplen, que a veces la soledad es la mejor compañía y que en realidad, las historias no son como se relatan en los cuentos. 
Recuerda, una vida bellamente empleada será aquella en la que las sensaciones y recuerdos agradables pueblen tu mente  y todo lo desapacible sea eliminado por la simple acción de olvidar.
Sé fuerte y todo a tu alrededor lo será.
Tu fiel  amigo,
Marcos.
Hojeó las demás páginas que formaban el libro, las cuales se encontraban vacías. A pie de la página en la cual se plasmaba aquella bella dedicatoria, llamó su atención una nota aclaratoria:
* Como habrás podido comprobar, las demás páginas se encuentran en blanco. Desde siempre hemos leído fantásticas historias que quizás no puedan ocurrir en el dificultoso y efímero camino que es nuestra vida. Ahora te toca escribir la tuya.
Unos rayos de un sublime color plata se adentraban tímidamente por el ventanal de su habitación, mientras tanto, bajo la luz de una pequeña lámpara, empezó el cometido que su querido amigo le encomendó, comenzar a escribir su propia historia, una tarea placentera pero a la vez dificultosa y que esperaría ver cumplida en un periodo de tiempo no muy prolongado.
El suave brillo de la Luna y un confortable sonido originario del vaivén de las olas  inundaba la noche, ambos haciendo que unas mágicas y bellas  palabras surgieran en la mente de una joven escritora...
El ocaso estaba cerca, una brisa fresca atípica del periodo estival inundaba el ambiente y allí se encontraba, a orillas del océano, apreciando cómo los últimos rayos dorados abandonaban la superficie terrestre hasta la jornada siguiente, dando paso  al crepúsculo...

Candle in the wind

Relatos FM

La normalidad de la diferencia



Era un fin de semana como otro cualquiera, con la diferencia de que se iban de camping. Sí, las cosas no estaban como para pagar hoteles, hostales ni incluso Bungalós, aunque cuando llegaron al Bungaló de sus amigos, una pareja joven como ellos con una niña un año menor que su hijo, se dijeron que tampoco habría valido la pena reservar una casita de madera, como llamaba su hijo a los Bungalós.
Habían ido a pasarlo bien con sus amigos, bueno más amigo de su marido, ambos salían juntos en bicicleta y así las mujeres se habían hecho también amigas y los niños, como niños que son, habían entablado amistad forzosa, porque mejor era eso que pasar el día solo con los padres sin tener un cómplice con quién jugar.
La verdad es que no les costaba en absoluto montar todos los complementos de su tienda de campaña, lo habían hecho ya tantas veces, y a su hijo le encantaba la sensación de libertad que sentía en el camping y en la tienda, además habían conseguido una parcela justo al lado de los baños, sí, no era un baño privado, pero en fin estaba cerca de la tienda y estaba bastante limpio. Además ella estaba acabada de trasplantar y sentía una necesidad generalizada durante todas las horas del día de ir al mingitorio, gracias a Dios, después de tres años dializándose y no acordándose de lo que era tener ganas de orinar.
En fin ya se sabía, playa, piscina, jugar con los niños, intentar seguir la dieta con la comida transportada en la nevera portátil, pasarse un día, porque qué era la vida si no y volver a desmontar y a casa, de momento hasta que su marido tuviese vacaciones en Octubre y es que el mes de Agosto en España podía ser insufrible. Toda la costa se llenaba de extranjeros que gastaban dinero en alcohol, en fiestas y luego se tumbaban en la playa como sardinas que se hacen a la plancha vuelta y vuelta.
Fue todo un alivio saber que la playa estaba llena de algas y que, al menos, en eso estaban de acuerdo los cuatro mayores, las algas no eran su fuerte y preferían disfrutar de la piscina, cosa que a los niños les parecía mucho mejor, aguas controladas en las que no había riesgo de ser barrido  por una ola o de tragar ingentes cantidades de agua marina que les hacía incluso vomitar.
El primer día ella no se bañó, dejó que se bañaran su marido y el niño junto con su amigo de la bici y la niña de éste. Las dos mujeres se quedaron tomando algo en el bar a la espera de que saliesen ellos pero se cruzaron en el camino y al final fue todo un jaleo encontrarse de nuevo.
Quedaron tras la cena para ir a una feria fija que había en el pueblo costero y así  los niños podrían divertirse.
Cuando llegaron allí compraron cuatro tickets para cada niño con la intención de guardar dos para el sábado por la noche. Con dos atracciones al día era más que suficiente para los niños, si no se sobre estimulaban y acababan demasiado nerviosos. Además los dos hombres saldrían al día siguiente muy temprano con las bicis para poder estar pronto con la familia y no se podían quedar demasiado.
En una de las atracciones una de las mujeres vio a una niña preciosa de unos dos años, rubia casi albina y con unos ojos profundamente azules. Esta mujer sabía muchos idiomas y no dudaba en ayudar a los extranjeros cuando tenían algún problema para hacerse entender en las atracciones o dónde fuese y más si tenían criaturas pequeñas. Desgraciadamente, tanto los padres de la niña como la niña eran de origen eslavo, y en esas lenguas no tenía ningún dominio. Finalmente la niña subió con su madre en un caballo mecánico que daba vueltas y trotaba como si fuese real. Su hijo ya había subido acompañado de su padre y se lo habían pasado muy bien. En el turno de la niña rusa, subió también la niña de sus amigos con su madre.
Cuando acabaron de aquella atracción y los niños decidieron dónde querían ir, la mamá de la niña amiguita de su hijo, le comentó que la niña rusa de dos añitos era en realidad enana, ya que ella tenía una conocida que padecía enanismo y se había operado con una técnica para que el hueso se regenerase y creciese más y la niña llevaba las mismas marcas que su conocida.
A la mujer que le extrañó que sometiesen a una niña tan pequeña a unas operaciones tan dolorosas y traumáticas para su edad y cuando su hijo y la hija de sus amigos acabaron con su segunda y última atracción, decidieron sentarse y tomar algo en la misma feria y entonces la mujer le comentó a la otra mujer que tenía una conocida con enanismo que ella consideraba que era una niña demasiado pequeña para someterla a ese tipo de operaciones. La mujer amiga le señaló que realmente sí, que la veía muy pequeña para someterla a unas operaciones tan dolorosas.
A todo ello la otra mujer también insistió en la idea de que deberían dejar crecer a la niña tal y como es y que ella decidiese en el futuro si quería seguir siendo enana como había nacido, o bien, quería operarse, a lo que la otra chica dijo rotundamente que el mundo no estaba hecho para enanos y que lo pasaban muy mal y que era mejor someterse a la operación.
No discutieron más, porque tampoco era plan de un fin de semana de placer se convirtiese en una encarnizada discusión sobre los derechos de los enanos. Pero la chica que consideraba que debían dejarla crecer tal como era, le dio vueltas al asunto durante todo el fin de semana, ya que ella padecía una enfermedad cutánea, que no suponía ningún riesgo para su salud pero que era muy antiestética y había tenido que sufrir desde los doce años los desprecios, caras de asco e incluso la marginalidad de la gente que no entendía,  y tampoco preguntaba, qué es lo que tenía.
Pensó también en su hijo, en qué harían ella y su marido si su hijo tuviese un problema de ese tipo, o mejor que un problema, un rasgo que lo diferenciase de los demás.
Tanto pensar y pensar, llegó a la conclusión de que realmente no sabrían qué hacer si su hijo tuviese ese diferencial, pero lo que sí que tenía ella claro es que si el mundo no empezaba a aceptar la diferencia entre personas como algo normal, jamás habría en el mundo lugar para enanos o para cualquier otra persona con cualquier otro problema que lo hiciese diferente, o mejor aún, especial.
Por eso decidió titular este relato como la normalidad de la diferencia, porque si todo el mundo comenzase a vivir asumiendo lo qué es y lo qué no es, entonces la diferencia sería la normalidad y nadie se regiría por cánones estéticos predeterminados, ni por convencionalismos sociales y los enanos tendrían un mundo a su alcance y todo el mundo con un rasgo especial se sentiría cómodo, porque al fin y al cabo la diferencia es lo que nos hace ser mejores personas y el mundo podría avanzar en un camino mucho más dulce.

Steinberg

Relatos FM

SILENCIO



Ausencia de sonido, de ruido, de gritos, de palabras inapropiadas. El silencio solo es eso, silencio.
He llegado a sentirlo, a percibirlo, a vivirlo. Un solo instante de silencio proporciona calma, paz interior y relajación que nunca están de más. Son necesarias, nuestra mente las necesita aunque no es fácil encontrarlas. Vivimos presos del carácter fuerte, de las prisas y de la impaciencia. Al otro extremo se encuentra el silencio, poder disfrutarlo de unos instantes nos daría la fuerza necesaria para afrontar muchos de los problemas que nos desbordan, pero no lo hacemos.
No es difícil encontrarlo. Va con nosotros allá donde vayamos; la playa, la montaña, la ciudad... Todo ello está rodeado de silencio pero hay que saber abstraerse de todo y dejarse llevar.
Una playa, al atardecer, es una ocasión propicia para solucionar los problemas que se plantean o al menos darle una respuesta acertada o no, pero reflexionada sí. No hay más que sentarse en la propia arena y ver como las olas baten con suavidad contra la costa, una y otra vez, sin descanso. El sol ya no inquieta con su rabia calurosa sino que nos deja una vista para el recuerdo imborrable.
Una montaña, a cualquier hora, nos da paz y tranquilidad. El paso de un río muy cerca del camino por el que vamos, unos árboles que aguantan el paso del tiempo o el sonido de los pájaros nos hacen apreciar aquello que la tierra nos da bajo un manto repleto de sensibilidad y calidez necesarias en nuestra vida.
Una ciudad, de noche, con sus luces alumbrando nuestro camino nos adentra en el misterio y la protección de tantos y tanto edificios que acogen vidas con, tal vez, más problemas que la nuestra.
Un día de lluvia en el que vemos con tristeza cómo el cielo descarga su furia puede hacer que nuestro cuerpo se sienta como esa gota de agua que cae y continúa su camino allá por donde la dirigen, por donde han decidido que debe iniciar su ruta una vez que llegue al suelo. Se deja arrastrar y mover con facilidad, no pesa, no tiene cargas, las ha dejado antes de caer ya que de lo contrario no se movería. Es posible que vuelva a por ellas una vez que termine su ciclo pero la experiencia le permitirá darles otra respuesta o quizás una nueva oportunidad.
Una habitación vacía, sin gente, también nos acoge en su silencio. Basta con tumbarse en la cama o sentarse en una silla y pensar, sentir, poner la mente en blanco inicialmente para después, poco a poco, cargarla de contenidos que nos preocupan y que necesitamos darles solución.
En el silencio es fácil concentrarse, la mente está dispuesta a dejarse llenar de contenidos y experiencias. Un estudiante lo busca con anhelo y un artista lo acompaña de una pequeña melodía que, a pesar de opositar con el silencio, nos acerca a esa paz y tranquilidad.
Cualquier lugar, cualquier espacio es bueno para dejarse guiar por el silencio. Tan solo hace falta buscarlo y para ello no hay que recorrer grandes distancias. Está más cerca de lo que creemos, está en nuestro interior. El silencio es eso y siempre está pendiente de nosotros para ayudarnos y hacernos la vida un poco más fácil.
Gracias silencio.

NACALA

Relatos FM

Historia corta sobre caníbales



   Una imagen apareció en el monitor, ya recibíamos las primeras capturas de algunas de las cámaras enviadas. Bosques tropicales sumamente espesos estaban ante nosotros. Saltando de cámara en cámara haciendo un zapping frenético por fin encontró algo, un grupo de nativos humanoides desplazándose por el bosque equipados de armas primitivas, con ropas desgastadas, llenos de tatuajes, perforaciones y con el pelo enmarañado a propósito. Con unos ojos en blanco que les conferían un aspecto insalubre, de estar poseídos.
   El pequeño "espia" que llevaba la cámara empezó a moverse para poder observar a los nativos mas de cerca. Se empezaron a escuchar las voces de los sujetos observados.
   _¿Podríamos traducir lo que dicen? Que haya subtítulos de la fuente más potente y cercana de sonido, al menos.
   _Señor, seguramente sólo sea un grupo de cazadores nativos. ¿Está seguro de que desea seguirlos? Tenemos otros objetivos más estables.
   _Por ahora no tenemos nada mejor que hacer, así que ocúpese de cumplir mis ordenes, que en este caso es poner una traducción de lo que dicen. -Interrumpió la primera voz.
   Las voces de los nativos seguían sonando en el monitor mientras transcurría la pequeña discusión.
   Ya empezaban a salir los subtítulos:
«Cuando lleguemos, tenemos que esperar ocultos en la maleza, hasta posicionarnos todos, luego esperad la señal, cuando la hayáis oído actuad deprisa. Todo será rápido y acabará pronto».
   La escuadra formada por unos cuarenta aborígenes siguió avanzando varias horas más mientras se obtenían imágenes de otras localizaciones en los monitores secundarios: nieve, montañas rocosas, playas de arena blanca, llanuras desoladas y acantilados grises sumergidos en la niebla.

   Habían pasado horas desde que el dispositivo acosara a los nativos sin que éstos se percataran. Empezaba a oscurecer y rápidamente el grupo bajó el ritmo y empezó a moverse con más cautela que anteriormente; agachados, evitando las sendas cuando aparecían. Se separaban cada vez más. Por fin se vio una salida del bosque hacia un llano, en el que se podían observar ya algunas luces y se escuchaba el ligero murmullo de sus habitantes. Los aborígenes, completamente desaliñados,  prácticamente contenían la respiración al acercarse cada vez más al poblado. Por su apariencia se podría decir que los aldeanos a los que nos acercamos eran más ricos y mas desarrollados que el grupo que seguimos desde el principio, pero menos corpulentos.
   Entonces, un fuerte grito irrumpió en la quietud del ocaso. Los aborígenes ya habían rodeado todo el poblado y aparecían desde todos lados cortando a los aldeanos, cogidos por sorpresa, en pedazos. La lucha resulto ser rápida, sin posibilidad de resistencia, sin posibilidad de salvación, los salvajes mataban a todos sin piedad alguna.
   La sangre lo llenó todo.

   El grupo de nativos primitivos no buscaba tesoros, ni mujeres o esclavos, simplemente mataron a todos, escogieron los cadáveres de las personas de aspecto más saludable, incendiaron el poblado y se fueron. Estos cadáveres los descuartizaron y para posteriormente llenarlos de sal, preparándolos así para una conservación duradera.
   En ese momento se hizo obvio que se llevaban los cadáveres para comerlos en familia, lo que hizo que sintiera una gran repulsión por una parte y por otra un interés aún mayor.

RadioV