Noticias:

Si continuas navegando aceptas nuestra Política de Cookies

Menú Principal

IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

Tema anterior - Siguiente tema

Relatos FM

Inspiración


Me hallo en una asfixiante inmensidad. Es tan blanca y brillante esta luz que todo lo inunda que aún siéndome imposible abrir los ojos sigo viéndola con toda claridad.
Me asusto, corro, pero no importa en qué dirección lo haga, ni siquiera sé hacia dónde voy, y aturdido, caigo de rodillas y noto como lágrimas de impotencia caen sobre mis gastadas mejillas.
Hace tanto tiempo que te fuiste que ya no soy capaz de recordar cómo se sentía estar a tu lado, y por descabellado que parezca a veces creo notar tu respiración en mi nuca, es así, con ese fugaz pero intenso sentimiento, que no puedo evitar que una mueca mezcla de felicidad y pérdida de la poca cordura que me queda atraviese mi faz, como si de un rayo se tratase.
Y aquí sigo, sentado en la misma silla gastada por el tiempo en la que me dejaste, frente al mismo montón de hojas en blanco que antaño, cuando eras tú mi musa, no me costaba nada rellenar con palabras de amor.
Pero ese tiempo, nuestro tiempo, ya pasó.
Hoy siento un vacío que me carcome, vacío que sé que acabará conmigo más pronto que tarde.
Miro al reloj y es un tic-tac muy lento, pero qué importa, yo ya perdí la noción del tiempo, y es que esto que siento es más grande que cualquier sentimiento.
Miro al cielo de mi imaginación, y de repente miles de ideas, como si de estrellas fugaces se tratasen, surcan mi mente, pero al igual que vienen, van, y de nuevo llega la calma, el vacío, la nada.
Cuando una de esas ideas me alcanza por un momento me convierto en un adolescente que tras sufrir el mayor de los desengaños con su primer amor, vuelve a enamorarse. Pero no, en mi caso la luz se apaga y de nuevo mi corazón se queda pisoteado en el asfalto.
La lámpara del escritorio se empieza a hacer notar, está oscureciendo. Observo mi cansada mano que impasible sostiene el bolígrafo, inmóvil.
¿Quién dijo que esta extraña empatía que me envuelve no es un sentimiento?
Es cierto que a veces escribir ayuda. Nos ayuda a aclarar lo que pensamos o sentimos. Es muy sencillo. Todo es cuestión de buscar las palabras adecuadas para expresarnos. Eso amigos, eso es esencial para empezar a sentirnos mejor.
Sin embargo, en mi caso, ese tocho de folios en blanco cada día me parece más grande. Cada uno de ellos se burla de mí y me recuerda tu abandono.
Miro de nuevo al reloj, en la calle ya se ha hecho completamente de noche y parece que esté lloviendo. Bah, a quién le importa.
La vida no me sacia desde que te fuiste.
Sin más, agarro el bolígrafo con fuerza para luego soltarlo de golpe. Lo vuelvo a recoger y cuidadosamente le pongo su tapón, como si me preocupara que pudiese secarse o perder su facultad de escribir.
Decido que ya está bien de esperarte por hoy, y tras echar un último vistazo a los folios vacíos de historias me levanto del escritorio esbozando una mueca que va entre sonrisa y la inexpresión.
Un día más que se acaba, uno de tantos, uno que se pierde entre las semanas, meses y años que llevo buscándote sin éxito.
Sí, buscándote a ti, mi fiel compañera, esa que amaba incondicionalmente, que me daba lo mejor de sí sin pedir nada a cambio, esa a la que le encantaba sentarse junto a mí en las frías noches de invierno en la chimenea para crear los más hermosos sonetos. Sí, tú, ¿por qué me dejaste solo y con este insoportable vacío mental? Te necesito como el aire que respiro. Por favor vuelve, inspiración.

Perséfone

Relatos FM

La ceniza y la tos
   

Ofelia se cubrió el pecho enjuto con el borde de la ruana y el eco de su tos espantó de los árboles las aves acostumbradas a verla frente a los dos promontorios coronados por sendas cruces de madera burda.
Alzó los ojos hacia las montañas y decidió que sus plegarias eran suficientes. La luz del final de la tarde declinaba ante ella con una especie de resplandor naranja. Recorrió el camino marcado en la hierba por sus pasos de miles de días y un suspiro se prolongó de su alma mientras se acercaba al rancho. Observó que la ceniza continuaba bajando del cielo y formaba una capa que escondía los manchones de herrumbre sobre el techo de zinc.
Entró en la penumbra de la cocina al tiempo que la cara de Juan Gonzalo volteaba con lentitud hacia ella. El hombre batía la sartén humeante:
–Traje unos huevos que encontré entre las matas de plátano; como hace días que no comemos creo que nos caerán bien.
La mujer trató de hablar pero un estruendo que rebotó entre las montañas y los nubarrones le atragantó las palabras en la boca.
–Se están matando entre hermanos –dijo el hombre, y añadió: día y noche, no hacen sino darse plomo.
–Sí, como nosotros –contestó ella, después de un rato.
Tras la montaña, la noche joven avanzaba iluminada por fulgores naranja y por millones de chispas de oro que subían al firmamento para regresar a tierra convertidas en ceniza nueva.
–Del monte baja mucha culebra y mucho animal; y también he visto pasar venados y chigüiros. Claro que deben venir de más lejos... –continúo el hombre, y su estatura se retiñó contra el brillo del brasero también naranja.
–El incendio los espantó a todos. Cuando usté estaba ayer en el sembrado vi bajar unos indios; los indios caminan adelante. Y las indias cargan paquetes en la cabeza, y los muchachitos a la espalda. Es lo único que les queda –dijo ella.
–Ahora el tren cruza de para abajo todo tiznado de gris y con el techo lleno de ceniza –comentó el hombre, apoyado en el borde del mesón de la estufa.
–Y no más lleva armas y comida pa' los soldados que están arriba. Seguro allá estará mi Fermín con ellos. Cuántos habrá matado ya –dijo Ofelia y fijó los ojos hacia la dirección donde creía que se libraban los combates. Pero no sostuvo la mirada mucho tiempo, estorbada por un remolino de polvo gris que bailaba con el primer fresco de la noche. Se apoyó en el horcón que hacía de puerta y mientras se frotaba los párpados creyó escuchar los chirridos del tren en las tiras de hierro de la carrilera.
Medio atragantado por un bocado el hombre se sentó en un taburete de madera basta y la llamó.
Ofelia ignoró la invitación gangosa y se fundió en la oscuridad, que hubiera sido total dentro de la barraca sin el fogón que crepitaba animado en el rincón usado como estufa. La mujer caminó de memoria hasta el camastro.
Un difuso olor a orín y humedad saturaba el ámbito de aquel recinto que era cocina, dormitorio y comedor todo en uno. El caucho trajinado de sus zapatos chirrió en el piso de tierra mientras organizaba las cobijas sumadas a la ruana aún moteada de ceniza.
Algo como una voz, como una presencia invisible la sobresaltó.
A su espalda presintió al hombre que se acercaba; un escalofrío de miedo y ansiedad vibró con ella: la mano callosa de Juan Gonzalo le apretó las nalgas y estrujó la tela de su falda.
Sin parsimonia ni preámbulos le abrió las piernas casi a los golpes y le humedeció el cuello con la pesadez de su aliento.
Entró en ella sin amor; con fuerza de azadón rasgó su carne fatigada. Animal, sin caricias, jadeó y gimoteó encima de su fragilidad de mujer mientras la lumbre chisporroteaba.
Después de penetrar sus nalgas y morder y llenarle la nuca de saliva espesa, Juan Gonzalo la tomó con fuerza de los hombros y la hizo voltear y arrodillarse delante de él. En la oscuridad buscó la boca de la mujer con su verga erecta y la obligó a chuparla lentamente. Ofelia sintió en su lengua el sabor del semen y el sudor. Sus labios y su garganta recibieron el empuje del miembro que explotaba. Y se aferró a las piernas del hombre cuando el temblor del orgasmo lo sacudió mientras sus dedos bruscos le revolvían el cabello y la esperma le mojaba la cara y los senos.
Luego el silencio y la soledad infinitos, violados por los ronquidos del hombre saciado y aquellos recuerdos que se entretejían con hebras de sueño y agotamiento. Afuera, la ceniza implacable caía como una suerte de nieve caliente e infame que blanqueaba las montañas y el aire y veteaba de gris los árboles y la hierba.
"Primero fue nuestro padre, Juan Gonzalo; de él me salvó su muerte, apurada por la picadura de una mapanare grandota. Si lo supieras me matarías; me matarías pa' desquitarte de él porque tu rabia ya no puede alcanzarlo.
Y después fuiste tú muchas veces; y desde entonces yo nunca te he rechazado por culpa de ese fuego que a todas nos quema la barriga por dentro. Tantas veces me tomaste entre los platanales y las matas de yuca. Hasta que me trajiste a este rancho que es lo único que tenemos sobre la tierra.
Aquí nació primero Horacio, acordáte, tan chiquitico y arrugado. Yo lo quería, pero me lo arrancó de los brazos la maldición que también cayó sobre este monte, que es el mundo que siempre hemos visto..."
La tos sacudió a la mujer mucho rato. El hombre, que había bebido, dejó de roncar y se sobresaltó; poco a poco se sumergió en el sueño y la noche de las montañas empezó a cantar bajo la lluvia sin cesar de ceniza blanca.
El repiqueteo de la metralla y el vuelo rasante de un helicóptero resonaron por un momento; los perros ladraron y las gallinas cacarearon; en el corral, entre la hierba, bajo los árboles, nerviosos todos, los animales, los insectos y los pájaros, como si lo hubieran acordado, se sacudieron la ceniza al tiempo.
"Juan Gonzalo, tú me golpeaste; me gritabas que yo no servía pa' nada y apenas se pudo otra vez me preñaste y entonces vino Alfredo, que tampoco logré conservar mucho tiempo. La maldición lo alcanzó más rápido que a su hermano y se quedó tullido y frío entre mi pecho y tu espalda hasta que amaneció. Y tú te despertaste y volviste a pegarme y a decirme que yo lo había ahogado en la madrugada no más por no cuidarlo.
Y volviste a buscarme una noche, o mejor, muchas noches, y pronto sentí que vendría mi Fermín y a él quería verlo crecer. Por eso tan pronto nació se lo llevé al Padre Eliseo Coronado; a bautizarlo aunque tú no querías. Eso lo salvó a mi muchachito.
Ahora que me acuerdo el padre Eliseo no alcanzó a ver la ceniza porque lo mataron poquito después, cuando empezaron a correr a los indios y a prenderle candela al monte."
Un nuevo espasmo de tos; una convulsión más dilatada que la anterior y Ofelia tuvo que morder la cobija para ahogar un grito, desgarrada la respiración por el ardor y la falta de oxígeno.
Pasados los minutos que tardó en calmársele el resuello se percató que se había adormilado con el vestido puesto tras el asalto del hombre que roncaba en el catre. Sin hacer ruido se levantó y caminó hasta la mesa junto a la estufa de leña y bebió un sorbo de agua; una gota larga y caliente le bajó entre los muslos. Se quitó el vestido y se secó con él las lágrimas y las piernas. En lo oscuro consiguió el camisón de dormir y cubrió sus dolores con algo parecido al pudor.
Luego empujó y trancó las tablas que cubrían el hueco de la puerta. Aliviada regresó a la cama y afinó el oído. A la intemperie, arreciaba el roce de la ceniza sobre animales y cosas.
"Salvé a Fermín de la maldición, pero para qué tantos años de pasar trabajos y angustias por él si ahora se me lo llevó el tal ejército, que a defender una tierra que nunca ha sido nuestra. Mi Fermín pelea por estas montañas peladas que ya casi ni se distinguen con tanta ceniza que les cae encima.
Juan Gonzalo, mejor trató de dormirme para esperar que amanezca; para ver la misma tierra moteada de ceniza, la misma tierra que no cambia, para echarle de comer a las mismas gallinas y a los mismos perros que le ladrarán a la mañana rucia; para escuchar el mismo tren mugriento que pasa cargado de soldados hambreados y de muertos que ya empiezan a oler maluco. Esperar a un día de estos que no más vuelva mi Fermín a protegerme, a defenderme de ti, Juan Gonzalo, y a ayudarme a cuidar este pedazo de mundo, porque no podemos irnos de aquí, porque debemos quedarnos a velar a nuestros muertos".
La ceniza cae, la ceniza sin peso ni número, lenta pero firme. Y Ofelia recuesta la cabeza en la almohada sucia y alimenta sus sueños con el silencio de la noche enorme.

Hipérbaton

Relatos FM

La Carreta de lana


En enero del año de 1545, aconteció un suceso en el camino que unía Ávila con Segovia. Un suceso que muchos dicen que no es cierto.

Y es que cierto día, un matrimonio compuesto por Camilo, Josefa y sus hijos José y Samuel, salieron de Ávila a tempranas horas de las madrugada, con su carreta de bueyes cargada de lana en dirección a Segovia.

Cuentan las crónicas que esa mañana y el día que la siguió fue el más frío de toda la historia.

Aunque les azotara el viento, los árboles no se mecían, pues sus ramas congeladas estaban, los pájaros no volaban, pues sus alas no servían para nada, y el aire helador la cara como un cuchillo cortaba.

Aunque Camilo y su familia llevaban buen abrigo pues se dedicaban a la venta de lanas y confección de algunas prendas de ese mismo material, no podían evitar lanzar suplicas para que ese frío criminal cesara.

La carreta lentamente recorría el camino entre Ávila y Segovia, con un cargamento de lana que había sido encargada por un importante comerciante de la comarca.

A las pocas horas de viaje, Camilo y su familia, encontraron al borde mismo del camino una mujer llorando por el frío que tenia.

Josefa y Camilo no dudaron en bajar de la carreta y cortar un gran jirón de lana para que aquella desdichada pudiera abrigarse.

La carreta continuó su trayecto hacia Segovia, en medio de un viento gélido y un frío completamente inhumano.

Al poco encontraron a la izquierda de la senda, un hombre con su hijo, acurrucados los dos junto a los rescoldos de una hoguera apagada y con la mirada clavada en el cielo lanzando suplicas para que ese frío injusto les permitiese vivir.

Camilo y Josefa nuevamente bajaron de la carreta y esta vez ayudados por sus hijos, cortaron grandes trozos de lana para que aquel señor y su vastago pudiesen abrigarse y sobrevivir a aquel frío invernal.

Reanudaron nuevamente la marcha y otra vez, pasado poco tiempo dieron con un joven matrimonio y su hijo recién nacido que caminaban en dirección contraria. Suplicaron la ayuda de Josefa y Camilo, que prestos descendieron del carro y una vez más cortaron unos trozos de aquella lana salvadora.

Sin moverse de allí, fueron muchas las personas que se acercaron a por un trozo de aquel material  para protegerse y tanto Camilo como su esposa no pensaron en ningún momento en negarse, si no todo lo contrario, acabaron repartiendo toda la lana con la carreta vacía y sin mercancía que entregar al comerciante de Segovia.

Aunque las primeras luces del sol no hacían nada por matar al frío, si que iluminaban aquel carro, impoluto y de lana vacío.

-   ¿Qué hacemos mujer?  Preguntaba Camilo a Josefa
-   Pues nada, que vamos a hacer – Contestaba Josefa a Camilo

A pocas leguas de llegar a Segovia, Camilo, Josefa y sus hijos descubrieron que había un señor tumbado en el suelo a la vera del camino, herido de frío.

No quedando ninguna lana en la carreta, Camilo se quitó su propio abrigo y se lo puso a aquel hombre que tanto lo necesitaba. Al poco despertó de su inconsciencia y dijo:

-   Son ustedes muy generosos, por favor, llévenme a mi castillo.

Se trataba del Conde de Fuentemilanos y se encontraba muy mal herido pues había pasado toda la noche al raso y casi muerto por aquel frío.

Durante diez jornadas Josefa y Camilo se ocuparon de cuidar al conde que no tenía mujer ni tampoco hijos e intentaron por todos los medios salvarle la vida, pero nada se pudo hacer por el y al onceavo día lo declararon fallecido.

Fue justo antes de morir, cuando el conde de Fuentemilanos mandó llamar a un escribano para dejar sus últimas voluntades bien claras.

"En herencia dejo mis tierras, ganaderías y castillo a los nobles condes de Fuentemilanos desde ahora Doña Josefa y Don Camilo".

Camilo y su familia vivieron felices durante el resto de sus días y repartieron con justicia aquellas riquezas y los productos de sus tierras entre los que más lo necesitaban.

Si esta historia no es verdad y se trata de un cuento inventado, estoy seguro de todas formas que bien podría haber pasado...


Santino Cruz
En Madrid a 27 de Agosto de 2012

Relatos FM

Bienvenida Mallegada


De lo único que estaba seguro Deperente aquella mañana, era de que ese día mucha gente iba a morir en el mundo. Tanta, que iba a ser imposible contarla con exactitud, pero tan poca, que no serían capaces de parar el destino del tiempo. Pero a él solo le interesaba una muerte, la de Susan, Susan Maude, que había vivido toda su vida sola en un espacioso, confortable y caro apartamento de Roosevelt Island., y ahora se la veía sobre su alfombra con una mancha roja sobre su frente y con los brazos abiertos como queriendo entregarse a la humanidad o a un amor imposible.

A Susan no se le había conocido ni marido ni novio en sus sesenta y tres años de vida. Y Susan había sido feliz así. Pero en las últimas semanas, un tenedor de libros había rondado su casa por las noches. Sus vecinas aseguraban que un tipo alto con gabardina y de buen aspecto, aparecía por allí con aire distraído pero sabiendo muy bien adónde iba.



El aire se filtraba por las heridas de la soledad y se unía al cosmos de la ingravidez de las palabras, para decir, en un tono neutro y casi silencioso, yo sé que vienes para lo que vienes, pero eres bienvenido.

Y fueron bienvenidas las caricias y los besos, los abrazos y las penetraciones. Y como en el mundo casi nadie vivía consolado, la vida se les fugaba por aberturas sin contraseñas. En resumidas cuentas, la gente dice poco más de hola y adiós; y eso, cuando son educadas, que no todo el mundo lo es. En general, todos vivimos escondidos de los otros.

John Aldrin, cuarenta y siete años, vivía en Seattle con traje nuevo cada día, pañuelo de seda al cuello, anillos de oro y un par de muy buenos coches. Deperente llegó hasta él después de muchos cafés, cigarros, entrevistas, descripciones... En definitiva, todo a costa de su salud. Y cuando llegó hasta él no lo abordó, ni siquiera habló con él en la primera ocasión. Estuvo observando sus movimientos durante una semana completa, y un miércoles atravesó sus ojos claros, con su mirada de fuego.

-¿Tienes a alguna otra vieja en nómina para matarla? ¿O vas a esperar a que se te acabe el dinero?


-Ni una cosa ni la otra, *****. ¡Dime ahora mismo quién eres, o te reviento la cabeza!
-Tranquilo, soy policía y he venido desde Nueva York a pedirte un autógrafo.
-Eres muy gracioso.
-Lo justo para meterte miedo.
-Además de ***** eres imbécil. Sabes que no puedes hacerme nada aquí.
-Ahora no. Pero siempre hay un luego, un más tarde, un pasado mañana.

Era una hora en que las calles estaban prácticamente desnudas, y una hora donde nadie esperaba ya nada de ese día. Y del siguiente, la mayoría tampoco esperaba mucho, solo lo justo para seguir respirando.

John Aldrin vivió durante días y días obsesionado por primera vez por su culpa y por la omnipresente presencia del tal Deperente día y noche, haciéndose ver bajo farolas, calles estrechas o largas y anchas avenidas. A veces le sonreía, otras no, pero siempre era esa mirada de fuego que traspasaba la piel. A todo eso se le unía, que el dinero empezaba a escasearle, pues la vieja neoyorkina tenía capital, pero no era exactamente rica.


Se había equivocado. Y antes de lo que pensaba tuvo que cambiar de domicilio. Pero no lo iba a hacer solo. El viento de aquella noche corría en su contra. Y John andaba desesperado. Todo le vino en una bienvenida malllegada de policías que lo acorralaron en una trampa que él mismo se había construido.

Deperente empezó a sentir unos deseos enormes de reír a carcajadas. Hacía demasiadas semanas que no lo hacía. Se cogió del brazo de Marian Summer, una oficial veterana, a punto de jubilarse, que le hizo creer al ingenuo de Aldrin que iba a caer rendida a sus encantos. Aldrin sabrá después, que además de policía, Marian era lesbiana y jamás se interesó por ningún otro hombre que por su padre, también policía, que murió en un asalto de cuatro heroinómanos a una sucursal de un banco en Manhattan.

Marian y Deperente necesitaban un bar cercano antes de coger el vuelo hacia Nueva York.

Juan Pablo Modisto

Relatos FM

Amnistía


También yo me había planteado la posibilidad de realizar la compra a través de Internet, pero las noticias que me llegaban en relación a ese proceder no resultaban tranquilizadoras. Eran demasiadas las personas que habían sido sorprendidas en sus propios domicilios tras abrir la puerta ante la llegada del supuesto repartidor, que había resultado no ser tal. Era un riesgo al que no estaba dispuesta a enfrentarme, y aunque salir a la calle para comprar al método tradicional también conllevaba sus peligros, al menos contaba con campo abierto donde desplegar algún tipo de táctica de evasión; en mi casa estaría vendida.
Aún recordaba los tiempos en que ocupaba los armarios con vestidos, pero la munición y las armas automáticas requerían demasiado espacio, obligándome a emplear el tresillo del comedor como improvisado almacén para mi ropa. Tras ajustar las cananas atestadas de balas en torno al chaleco anti-balas, colgué de mi hombro un subfusil de asalto, y tomé en mi mano una escopeta de cañones recortados. Pensé que no había hecho una mala elección, después de todo, y es que el tiempo y la experiencia habían sido buenas maestras.
Mientras pulsaba el botón que habría de hacer que el ascensor llegase a mi planta, recordé que no resultaba conveniente hacer uso de él, pues en caso de fallo en el suministro eléctrico resultaba un lugar poco apto para plantar cara a las amenazas siempre presentes. Así, bajé las doce plantas a pie, por las escaleras, para salir a un vestíbulo donde se echaba en falta la labor del servicio de limpieza; hacía tiempo que habían renunciado a su puesto, prefiriendo permanecer en la falsa seguridad que les ofrecían sus hogares.
Tras realizar la inspección rutinaria del exterior, abrí la puerta que conducía a la calle, y me aventuré en ella. Me movía con cautela, yendo de coche en coche, parapetándome tras cualquier muestra de mobiliario urbano que pudiera ofrecerme su cobijo.
En la lejanía podían oírse los gruñidos de alguna bestia que hacía de las suyas en alguno de los pocos edificios del centro que aún quedaban en pie. Aquellos monstruos antediluvianos de altura inconmensurable se habían apoderado por completo de aquella parte de la ciudad. No obstante, no eran ellos quienes más me preocupaban, dado que sus torpes movimientos, y su desmesurado tamaño les hacía fácilmente detectables. No, eran las pequeñas criaturas las que requerían de toda mi astucia para evitarlas, y no terminar formando parte de su dieta diaria.
En mi camino hacia el supermercado hube de dar de lado a algunos cuerpos sin vida, yacentes sobre la acera, que daban evidentes muestras de haber sufrido de forma indecible antes de fallecer. Sus pechos abiertos, fruto de la salida de las terroríficas alimañas que habían crecido en sus entrañas, así lo atestiguaban. El ciclo vital de de aquella raza alienígena hacía que se convirtiesen en temibles adversarios en tan sólo unas horas, cuando dejaban su etapa de larva para convertirse en especimenes adultos.
No fue hasta que tuve la tienda a la vista, cuando descubrí que habría de mudar de costumbres. Aquel comercio estaba siendo pasto de las llamas a manos de monstruos flamígeros, lo que me obligaría a encaminarme hacia algún otro establecimiento que pudiese proveerme de los alimentos que precisaba para subsistir el tiempo necesario para que el gobierno tomase cartas en el asunto.
No dejaba de tener su gracia que hubiesen sido precisamente los políticos en quienes habíamos depositado nuestra confianza, quienes hubiesen dado lugar a aquel desastre a escala planetaria. Cuando aquel candidato habló de derechos para todos durante la campaña electoral, muy pocos fueron los que intuyeron el caos hacia el que esa política nos iba a conducir.
Conceder la amnistía a los monstruos de los que todos nos creíamos a salvo, manteniéndolos recluidos en un profundo lugar de nuestra mente, no había resultado una medida muy inteligente. Conferirles la naturaleza de seres reales no había hecho más que empeorar las cosas.

Wasileus Flanagan

Relatos FM

Mañana no seré yo


       Llegué al mundo cuando mis padres ya no esperaban tener ni pareja, ni hijos.  Un penalti tardío,  decía mi padre riendo entre dientes, dándole una calada a su cigarro.
Mi madre lo conoció cuando él rozaba los cincuenta. Ella trabajaba de limpiadora en la clínica donde estuvo ingresada su suegra. Mi padre se quedaba a dormir, pero algunas veces tenía que volver a darle vuelta al rebaño y mi madre lo sustituía esas noches. Mi abuela le tomó mucho cariño. Una tarde, cuando sabía que le quedaba poco, les dijo a los dos que no se iría tranquila al otro mundo hasta que no le prometiesen que se casarían. Mi madre rondaba los cuarenta, hasta entonces su santa madre le había espantado todos los hombres que se le habían acercado, hasta que llegó  mi padre y la espantó a ella.                                                                                                                                                   
                                                                                                                                                                                                                                       
Mañana tengo examen y no he estudiado. No puedo dormir después de la bronca con mi padre. Me mandó a buscar las cabras para encerrarlas en el corral. Faltaba una chiva y tuve que ir a buscarla  antes de que anocheciera. Estaba debajo de una retama, le silbé, intentó levantarse pero cojeaba, así que no me quedó otra que llevármela cargada sobre los hombros.
Por las mañanas, entre mi madre y yo, las pasamos por la máquina ordeñadora. Después me voy al instituto. Mi padre dice que necesita que arrime más el hombro y que deje los estudios. Él ha trabajado mucho y tiene mala salud. Mi madre dice que tengo que terminar la ESO, después ya veremos.
A mi padre no le gusta que lea, dice que eso no sirve para nada, que para guardar cabras no hacen falta estudios. Sole, la bibliotecaria me pregunta si quiero llevarme los tebeos, que han llegado unos nuevos. Son mi única compañía cuando estoy en el monte. Ella lee mucho y por eso sabe tanto, dice que hubo un poeta que era pastor de cabras, miramos en internet y aparece en la Wikipedia. Leemos que su padre no quería que estudiara y que le hizo que rechazar una beca, después le obligó a dejar los estudios y dedicarse por completo al pastoreo.  Pero él, mientras cuidaba de las cabras, leía sin parar libros que le dejaban el maestro y el cura de su pueblo. Estudió derecho y literatura. Se llamaba Miguel, igual que yo. Quiero leer todos sus libros, le dije.  Cuando llego a casa, se lo cuento a mi madre que está en la cocina haciendo una tortilla de patatas. Mi padre  nos escucha,  mientras atiza la lumbre,  grita:
―¡Miguel, ven acá! ¿se hizo rico el  poeta ese?
―No papá, se murió en la cárcel.
―Ves hijo, por eso no quiero que estudies. Yo sé poco de letras, pero sé que  don Quijote se volvió loco de tanto leer.
No papá, Don Quijote no era de verdad ―pensé decirle, pero me callé cuando vi su mirada turbia por los vasos de vino que se había bebido, si empezaba a discutir con él no habría manera, así que  me fui para mi cuarto.
Muchas veces me siento como si  no encajara en ningún sitio. No soy muy hablador, igual por eso me encuentro tan a gusto en mitad del campo con mis cabras, mi perro y un libro. Así he descubierto que puedo viajar  y vivir otras vidas mientras leo.
Ya no me importa que se burlen de mí los pijos del cole.  Algún día me iré de aquí y viajaré muy lejos, como el muchacho del libro El Alquimista, que también era pastor y viajó a Egipto a ver las pirámides y buscar su sueño. Me gusta leer sentado sobre la yerba, con la espalda apoyada en el tronco de un chaparro, cuando las cabras se echan a rumiar tranquilas. Solo se escucha el trino de los pájaros y el discurrir del agua por el arrollo. Respiro, me gusta el olor a higuerón y tomillo. Se me ocurre mucho que escribir en mi libreta, aunque a veces pienso si no serán más que  bobadas. 
Por las noches, cuando todo está en silencio y  mis padres se van a su dormitorio, los oigo discutir en la cama. Refunfuñan cada uno a su manera, mi madre en voz baja para que no la escuche, aunque no entiendo bien lo que habla,  sé que me está defendiendo, que le dice a mi padre que me deje estudiar. Mi padre responde que si estudio me iré  y los dejaré solos, y él ya está mayor y no puede con las cabras. Se callan y me dicen que apague la luz y me duerma de una vez, que mañana hay que madrugar. Apago, espero hasta que mi padre empieza a roncar, enciendo y leo un poco más. Por la mañana hago mi cama para  que mi madre no tenga que entrar a mi cuarto, aunque casi siempre se me quedan las sábanas enredadas.
No me gusta pedirle dinero a mi padre, él me da cinco euros  algunos domingos. Cuando estoy en el monte no tengo  cobertura en el móvil, pero aunque tuviera me da vergüenza enviarle mensajes a la Noe, contándole que desde hace tiempo no paro de pensar en ella. Por eso le escribo poemas en mi libreta,  con las cosas que me gustaría decirle y no le digo. La escondo dentro del chaparro que hay en la linde, en el mismo que he dibujado un corazón con una flecha, uniendo nuestras iniciales.
Mi padre me pilló otra libreta, me dijo que no quería que escribiera mariconadas de esas. La rompió en pedazos y echó los trozos a la lumbre, sin  haberla leído siquiera. Desde entonces, siempre la dejo escondida.
Para mi cumple me compré una linterna. A mi padre le gustó,  pensó que así podría vigilar mejor las cabras hasta que empezara a clarear. No sabe que la quiero para leer debajo de las mantas, y que dejen de regañarme por tener la luz encendida. Me da coraje cuando estoy en lo mejor de la historia y tengo que apagar  la luz y luego no me quedo dormido pensando qué puede pasarle al personaje.
A la Noe, no le gusta mucho leer pero es muy buena jugando al fútbol. Las otras niñas arrugan la nariz cuando pasan por mi lado, dicen que apesto a cabrero.  No saben que si yo no cuidara las cabras, ellas no podrán beber leche, ni comer queso, ni yogures. Pero no les digo nada. Cuando era más pequeño me peleaba a puñetazos y patadas, cuando me llamaban cabrero-apestoso y me castigaba la profe, en el despacho del director. Mi madre tenía que venir a por mí, la pobre no sabía cómo defenderme, le decía al director: ¡mi niño es más bueno que el pan, pero que si se meten con él, tendrá que defenderse! Yo hubiera preferido que no dijera nada. Cuando llegaba a casa mi padre me daba un pescozón y me gritaba que la próxima vez les zurrara más fuerte. Ahora  los del equipo de fútbol me han fichado de portero, no hay quien me meta un gol y me dicen, El Cabrecasillas.
Algunos días pienso en irme en un tren por ahí lejos. Una vez  cuando tenía diez años me monté sin que me viera nadie, en uno que iba para Sevilla. Estaba guardando las cabras con mi primo, en un prado que hay cerca de la estación.  Quería ir a ver la selección de fútbol, pero el revisor me pilló y me bajaron en la estación de Antequera. Llamaron a los Civiles y me llevaron a mi casa en su todoterreno. Mi padre quería pegarme cuando se fueron. Pero me escapé corriendo por la vereda,  él me decía que cuanto más corriera más me pegaría cuando me pillara. Luego no fue para tanto. Mi madre se puso en medio, llorando y le dijo que si  me pegaba nos iríamos los dos a vivir con la abuela,  y me pidió que le jurase que no volvería a hacerlo.
Noe tampoco es muy habladora. Llevamos de compañeros desde que empezamos en la ESO. Su padre tiene campo y los fines de semana doy un rodeo para pasar con el rebaño  cerca de su olivar,  por donde ella le ayuda. Al pasar silbo para que me oiga y ella saluda con la mano. A pesar de ser una chica, es muy fuerte, y cuando está en el campo le salen unos coloretes que la hacen más guapa. Ella dice que de mayor quiere ser agricultora ecológica, que se comprará maquinaria para que su padre no tenga que trabajar tanto. Las otras chicas le dicen marimacho, porque no se pinta y no se pone minifaldas. Ella, dice que son tontas del culo, que a ver qué iban a comer si no  hubiera quién se encargara del campo.
Su madre se murió hace dos años de un cáncer. La tuvieron durante meses en lista de espera para una cita con el especialista y luego otro tanto para las pruebas. Cuando se dieron cuenta, el tumor ya se había extendido demasiado y era tarde para operarla. A principios de curso, una profesora nueva, estaba haciendo una ficha de cada alumno y le preguntó por el nombre de su madre. Ella se echó a llorar con el corazón encogido sin poder contestarle y se fue a los servicios. Ahora vive  con su padre y su abuela en una casa de las afueras del pueblo. Venden los huevos que ponen sus gallinas, las patatas, verduras y hortalizas que siembran. Noe sabe silbar muy fuerte y a veces hacemos apuestas a ver cuál de los dos  aguanta más. Pero a mí, lo que me más me gustaría, sería  besarla. No me había lanzado antes, porque conociéndola, creí que sería capaz de arrearme un tortazo. Menuda es la Noe.
En el instituto sortearon dos entradas para el cine y me tocaron a mí. Invité a la Noe a venir conmigo. Fuimos juntos y aunque tenía que estudiar no lo hice. Me afeité por primera vez la pelusilla negra del bigote y me hice un corte en la parte superior del labio. Noe se puso muy guapa, con un jersey que le marcaba los pechos. Se dejó el pelo suelto. Le caía por los  hombros y se puso unas botas con tacón. Ella parecía más grande que yo. En el cine le di la mano y ella me la apretó todo el rato.
La acompañé hasta su casa. Había anochecido y se veían muy bien las estrellas.  Un poco antes de llegar, se  paró frente a mí. Me cogió la cara y me pasó la lengua muy despacio por el corte del labio. Yo me quedé quieto,  porque se me revolvieron las tripas y no sabía qué hacer, entonces ella me dio un beso en la boca. Cuando se dio la vuelta para irse, le dije que me gustaba mucho. Me quedé un rato viendo como se alejaba, dando zancadas, hasta que entró en su casa y cerró la puerta. 
Cuando llegué a casa, mi padre estaba esperándome en la puerta. Había bebido  más de la cuenta. Con voz pastosa me preguntó porqué volvía tan tarde. Le dije que había estado en el cine.
―Mira qué bien vive el señorito, se va al cine y deja el corral sin barrer, las cabras sin agua y vuelve tan contento...
No esperaba que me diera un correazo. Esta vez no salí corriendo ni me encerré en mi cuarto. Agarré el cinturón tal como me cayó encima y se lo arranqué de las manos de un tirón, lo miré fijo le dije que no volviera a pegarme nunca más.
Lo que menos esperaba en ese momento era que se diera a vuelta,  balbuceando  un gruñido y se fue arrastrando los pies mientras mascullaba una maldición.

Emerec

Relatos FM

Déjame entrar


Acerco mi ojo derecho a la mirilla y lo veo ahí fuera, esperando.
Déjame entrar. Vamos, déjame entrar.
Espera. Él espera. Me espera.
Vamos, déjame entrar. No te hagas de rogar. Venga, sé que estás ahí.
Parpadeo. Lentamente, para no hacer ruido.
Venga, sé que estás ahí. Anda, ábreme.
Aún respiro.
Ábreme, por favor. Venga.
Inspiro, expiro. Sólo eso.
Venga, ábreme. Anda, chiqui, ábreme. Venga.
Hace tanto que no me llamas así.
Venga, que tengo ganas de verte.
Cuánto hace?
Tengo muchas ganas de verte. Ya lo sabes.
No lo recuerdo.
Lo sabes. Seguro que tú también a mí. Venga, abre la puerta.
Yo te veo a ti. Ahí fuera, pequeñito.
Venga, abre la puerta. Mira, comemos algo y salimos después, vale?
Comemos. Tú y yo.
Quieres? Seguro que sí. Y salimos a pasear. A ti te gusta pasear, eh? Venga, abre.
Me gusta pasear.
Venga, paseamos y charlamos. Como a ti te gusta.
Lo recuerdo al principio.
Venga. Verás qué bien lo pasamos.
Siempre lo hemos pasado bien.
Abre.
Los domingos, paseo y charla.
Venga, me tienes que abrir. Nos tomamos una cervecita y salimos. Pero me tienes que abrir.
Y  preparo una tortilla.
Chiqui, no quieres que hablemos? Venga, si prefieres, no salimos. Nos quedamos en casa y vemos la tele.
Siento una punzada en el estómago.
Ábreme. Tienes que abrirme.
Se me ha secado la boca.
Tienes que abrirme, lo entiendes? Abre la puerta.
Recuerdo el ma,r el olor a brea y salitre.
Abre la **** puerta. Me oyes?
Oigo el murmullo de las olas.
Te digo que abras la puerta.
Veo un barco a lo lejos
Me estás jodiendo.
Y los niños con sus cubos en la orilla
Venga, ****, abre la puerta. Abre, hostia!
Y los castillos de arena arrastrados por la marea
De repente, suena el teléfono. Vuelvo a sentir el suelo bajo mis pies. Tengo que coger la llamada. Puede ser algo importante.

Pelusa

Relatos FM

De principio a fin


   -Vamos a tener que parar por aquí cerca, está oscureciendo. Mira ahí, a la izquierda: EL CORONIL ¿Te parece bien, cariño? ¿Cariño...?
   "...Qué raro es todo. Es como si me hubiera proyectado fuera del coche y no me pudiera controlar. Me acerco a la entrada de un pueblo. "El Coronil" pone en el cartel. Yo, mi mente o lo que fuese se adentra en él y no puedo hacer nada para impedirlo. Escucho un ruido, me vuelvo y... ¡Ah! Me acaba de atravesar una bicicleta, lo ha hecho como si yo no existiera. No sé qué me está pasando. Quiero marcharme, pero es imposible. Algo mágico de este pueblo hace que me atraiga entrar en él. Empiezo a navegar, a volar por entre sus calles, fijándome en cada detalle. Una mujer y su marido pasean a su niño, acariciándolo y agobiándolo con achuchones mientras este rompe en risas continuamente. Justo al lado, dos amigos se carcajean de algo ingenioso que había dicho uno de ellos. Poco más lejos, una madre se asegura de que su hijo no vuelva tarde a casa. Está muy preocupada. Una mirada entre dos niños les hace ruborizarse mientras son pescados entre risas por sus amigos. Una chica se despide de su novio en la parada de autobús mientras este, con cara de desesperación, monta en él; pero la puerta no se cierra y ahora baja una joven muy alegre. Un chico que esperaba va a su encuentro entusiasmado y ambos se funden en un abrazo. Cambio de calle. Estoy en el centro. Está muy concurrido para ser un pueblo, pero todos se saludan amablemente. No de manera mecánica, sino con sentimiento; se escapa algún que otro beso, alguna mirada... Aparezco de repente en una calle casi vacía. Una pareja de ancianos camina cogida de la mano mientras recuerda la canción que los unió para siempre. Me adentro en un hogar y veo cómo una mujer acompaña a su padre en sus últimas horas de vida. No está triste pues él lo hubiera querido así. En ese mismo instante, en un extremo de El Coronil una madre pone otra vida más en el seno del pueblo. Y de nuevo aparezco en el coche..."
   -Sí, me parece pero que muy bien.

La intención es lo que cuenta

Relatos FM

Remordimiento


¿Qué contiene la cartera? ¡Madre mía! Dos mil quinientos euros.
   Pues tuyos son por encontrarlos y más por la falta que te hacen.
   No, no estaría bien, yo sé que no son míos.
   Que más da, no te ha visto nadie.
   Ramón miró a derecha e izquierda, después volvió la vista atrás escudriñando atentamente cualquier indicio de que hubiera alguien cerca, no lo encontró, tampoco en las demás direcciones que escrutó minuciosamente, aunque no era nada extraño, a nadie se le ocurría salir a pasear por el campo un domingo tan temprano y con el frío que hacía.
   Aún así, no sería correcto.
   No seas imbécil, ten en cuenta que nadie lleva en la cartera esa cantidad, seguro que procede de una operación ilegal, de las que se hacen en efectivo para no tener que declarar en hacienda y evitar pagar impuestos.
   Quizá sea así pero ¿quién soy yo para juzgarlo?
   ¡Un cobarde es lo que eres! Nunca saldrás de la estacada con ese proceder tuyo tan melindroso. ¿Ya no te acuerdas de la vez que, mientras buscabas pechinas en la playa encontraste un sello de oro macizo? Al no saber quién era la persona que lo perdió, lo entregaste al funcionario de guardia en la policía municipal del ayuntamiento. ¡Acaso sabes tú si lo devolvió a su legítimo dueño o se lo quedó para él? ¡No! Lo que sí sabes es que valía un buen dinero que a ti te hacía mucha falta.
   Es cierto que me hubiera venido bien ese dinero, pero si me hubiese quedado con él seguro que el remordimiento por no haber obrado correctamente me habría perturbado el sueño más de una vez.
   Cómo lo sabes si en toda tu vida jamás arriesgaste nada, además al remordimiento lo anula la satisfacción que da el dinero extra y, encima, no llegaste a conocer al dueño del sello.
   Pero en este caso, seguro que en la cartera hay algún documento que identifique a su dueño.
   ¡Pues no lo mires! Coge el dinero y tira la cartera, ojos que no ven corazón que no sufre.
   La denodada lucha entre Ramón y su mala conciencia se decantó por una vez a favor de ella. Haciendo caso de sus instrucciones, cogió el dinero y lanzó la cartera lejos sin mirar nada más, pero pagó por esta decisión, había vencido "el mal". Estuvo tres días sin salir de casa para no enterarse de quién había perdido la cartera, y si de vez en cuando se reía al contar el dinero, también sufría por no poder contar a nadie la procedencia de su buena estrella. En esta vida todo tiene su precio, en este caso fue su conciencia.

Ramón Mesque

Relatos FM

Pero, si estoy con los milicos


   No sé quién me había atado, porque no les veía las caras, quizá fuera mi vecino de rellano, o el cabrón comerciante de la tienda de abajo que tenía una vena sádica, pero estaba allí, en aquel sótano infecto y maloliente, frío y húmedo, a muchos metros bajo tierra, como si estuviera en la tumba, con los brazos y las piernas tensados y bien abiertos, mordidos por las cuerdas que se hundían en la carne de las muñecas y los tobillos, que yo notaba húmedos por la sangre, porque las cuerdas se me clavaban, carajo, mordían la carne después de rasgar la piel y meter en la herida esos filamentos ásperos, como gusanos, que escuecen y pican al mismo tiempo, y yo cerrando los ojos, porque el sudor que me corría por la frente, un sudor pegajoso y salado y espeso, me nublaba la vista, me escocía los ojos como si fuera ácido, y me sentía desnudo, repito, no es que me sintiera, es que lo estaba, desnudo de cabeza a pies, desnudo e indefenso, desnudo y húmedo, una humedad vergonzosa bajo las nalgas, en las partes, una humedad asquerosa, maloliente, de la que me hubiera gustado huir como de mi cuerpo, dejarlo allí y correr a buscar otro, y cada vez que abría los ojos, aquel maldito foco, a apenas tres centímetros de mi nariz, que me cegaba completamente, que no me dejaba ni ver si estaba en una habitación grande o chiquita, que me achicharraba una piel cada vez menos sensible a todo, y yo preguntándome, una, otra vez, qué hacía allí, atado, en tan incómoda posición, y desde cuándo estaba así y por qué, porque a ver, lo último que recordaba era una buena cena con una amiga en un restaurante del centro, incluso me acordaba de la cena – una sopa gulash, porque el cocinero era medio húngaro, y un bife de 250 gramos con papas, bien sangrante, que se deshacía entre los dientes, y un dulce de leche que me dejó un sabor empalagoso durante un buen tiempo – y de la chica, una rubia de vientres años con grandes lolas estrelladas que le caían por los costados pero que me gustaban, porque las lolas tienen que ser grandes, para dar trabajo a las manos, con la que luego me encamé con besos del dulce de leche que había comido, la cogí a gusto porque era toda ella redonda, toda carne, como un soberbio bife dispuesto a que se la metiera por donde quisiera, que eso hice, joder, pero luego, luego, sí, sí, recuerdo que había regresado andando a casa, era de noche y...remierda, no recordaba más salvo el frenazo de un coche, unas voces y un par de tipos, como toros, que caen sobre mí, que me tumban a puñetazos y me arrastran por el suelo inconsciente hacia su Falcon mientras me dicen zurdo de *****, te vamos a poner blando, vas  a cagar Trotsky por el pito, pibe, y luego el silencio, la oscuridad, el martirio hasta llegar allí, pero dónde estaba, rediós, dónde, carajo, que todo me hacía sospechar que secuestrado, pero ¿por quién?, a quién **** le interesaba secuestrar a un muerto de hambre como yo, a un tipo que ni en política se metía, que lo único que pretendía en esta vida era comer bien, emborracharse de vez en cuando y coger cuando pudiera, que tenía una vieja fija y bien feliz que tenía que estar esperándome, extrañada y alarmada por mi tardanza, quizá aliviada, que eso nunca lo sabe uno, y ahí estaba, encadenado, como en la edad media, bajo el foco que me hacía sudar, húmedo de cabeza a pies, oliendo a mis propias deyecciones, con un sabor a vómito en la boca y en el estómago, con las muñecas húmedas de sangre, sintiendo las moscas correr como putas por entre el vello de mi pecho, que me picaba, y no sabía si me picaba mi propio vello, del que me había sentido antes tan orgulloso y al que ahora odiaba firmemente, tanto que pensaba depilarme cuando saliera de ésta, o me picaban las asquerosas moscas que, por lo grandes, por el ruido que hacían, debían ser tábanos, asquerosos insectos que se aprovechaban de mi inmovilidad, que sabían, los muy zorros, que no podía liarme con ellos a guantazos, y venga, a picarme, a picarme en el ombligo, en las tetillas, en la punta misma que ya no sentía, la muy guarras, o es que se pensaban que por mi inmovilidad yo era carroña, que era un maldito fiambre al que podían devorar, en el que podían dejar su carga de asquerosos gusanos, y cómo respiré cuando oí pasos y noté un aire perfumado que se aproximaba a mí, un perfume tan penetrante que sólo podía ser de marica o mujer, y haciendo esfuerzos, porque tenía la garganta reseca y apenas me quedaba voz, musité, y no sé si me entendió la mujer o el marica que estaba junto a mí, soltame, carajo, que se han equivocado de boludo, que yo soy muy honrado y respetuoso con las leyes y estoy con los milicos y contra esos zurdos de ***** que, por mí, los pueden matar a todos, y entonces sentí la mano suave de ella, porque ahora sí que estaba seguro de que era una mujer, porque tenía anillos de oro en los dedos y las uñas muy largas, en mi pecho, en mi cuello, dibujando mis labios resecos y descendiendo luego por mi vientre hasta mi indefensa hombría, al mismo tiempo que oía su voz seca que me descorazonó con lo que me dijo, qué pena, un pibe tan guapo como tú, acabar así, y yo que me desesperé, me agité como pude, porque aquellas malditas palabras tenían un no sé qué de trágico y definitivo que no me gustaron nada de nada, porque entonces empecé a comprender que estaba en el chupadero, y que del chupadero nadie volvía para contarlo, y me lancé a por todas aun a riesgo de errar el disparo y la pibe del carajo fuera una monja, le dije, poniendo voz viril, lo que me costó mucho porque estaba muy debilitado por tanto ayuno y tortura, que la tenía sensacional, de Maradonna, que hacía maravillas con las mujeres con los veintitantos centímetros de carne, que me cogiera y vería, que sería su semental si me montaba tal cómo estaba, que me la cogería cuatro veces al día, porque intuí, por su caricia morboso a a mi hombría, su vicio, su deseo contenido, su hambre sexual, y me la imaginaba una mujer horrenda y seca, una funcionaria medio virgen obsesionada por el sexo, y me llegó su risotada de que vale, machito, vale, boludo de *****, vamos a ver si me demuestras con hechos todo lo que me dices, y yo le dije que me desatara y vería, y ella me dijo que no, que no era tonta, que le ponía más así, mi cuerpo inmóvil y tenso cruzado por las cuerdas que se clavaban en la piel y la ulceraban, y entonces noté cómo con una esponja húmeda de jabón y agua me limpiaba, como si fuera un bebé, de pies a cabeza, cómo me perfumaba con su asquerosa y apestosa colonia, y luego sentí sobre mí su cuerpo duro y reseco, que lo vi, un espantajo sin lolas, sin culo, sin nada que agarrar aunque yo no pudiera por estar atado, una hembra de piel y hueso que no se cubría su cara, lo que me inquietó, porque los verdugos se cubrían con capuchas, o nos cubrían a los torturados con ellas, y yo, desesperado, tratando de conseguir una erección para servirla, pensando en la muchachita de grandes lolas redondas y suaves que me había cogido ayer, o anteayer, no sé cuándo, pero aquella carne fría y seca que tenía encima no ayudaba en lo más mínimo a endurecer el miembro castigado, por lo que decidí recurrir al cine, a las escenas más cálidas del séptimo arte, a las musas más procaces y calientes, y me imaginé, reviví, las lolas y el culo de Marilyn en "Con faldas y a lo loco", el escote sudoroso de Claudia Cardinale en "Los profesionales", las lolas impresionantes de Sofía Loren en "Dos mujeres", y nada, nada de nada, estaba como muerto, y eso que cerraba los ojos para no verla, y nada aunque su mano lo cogiera e hiciera correr la piel por él, hacia abajo y hacía arriba, de forma vigorosa, y nada  cuando aplicó su boca, lo sopló y chupó como si fuera un helado, una caricia que en otras circunstancias no fallaba, en un último intento, y yo, maldito macho de *****, que nunca había errado, sin cojones, desesperadamente flácido, y entonces sentir cómo ella se vestía después de bajar de la tabla en donde estaba atado, se alejaba, murmurando que yo era un marica de *****, que vaya macho que estaba hecho, que vendría una bestia de la ESMA a darme por el culo a ver si eyaculaba entonces, y oír como la puerta de la celda se cerraba con estrépito, lo que indicaba su enfado, y yo mearme, cargarme, vomitarme encima mientras la sangre volvía a brotar de las muñecas en carne viva infectadas, y sentir las moscas correteando por mis testículos, mientras rezaba, aunque nunca había pisado la iglesia, creo, desde que mis viejos me bautizaron, pero algo tenía que hacer, y así, en esas condiciones, rezar era lo único práctico, con la esperanza de que alguien se diera cuenta de la tremenda equivocación, de que yo no era un subversivo, y me pusieran de patitas en la calle, que no pensaba demandarles, que lo olvidaría todo, los golpes, puñetazos, el espantoso dolor que me produjeron cuando me arrancaron con tenazas las uñas de los pies, los cortes con cuchilla en todo el pecho y espalda, y yo chitón, lo juro, yo en la calle nada, apoyándoles, lo olvidaría todo, lo perdonaría todo, hasta, si me apuran, me haría policía, torturador, maestro electricista de la picana, pero que me dejaran salir, por favor, que yo no tenía nada contra los milicos.   
                  
Abimael Koczinsky

Relatos FM

El baile de las hojas secas


Había trazado las líneas más oscuras de su grandiosa ciudad y golpeado bajo sus dedos los más bonitos recuerdos. No quedaba de aquello más que libros y humo, con su muerte se llevaría la última bocanada de lucha por el periodismo.
En una noche de sur en Santander, sentado frente a la máquina de escribir, el fulgor de las hojas otoñales le impedía dormir.  Se balanceaba en su silla de mimbre intentando reflejar sobre papel manchado aquello por lo que luchó con tanta firmeza y que hoy parecía todo el mundo había olvidado. El ruido proveniente del piso de arriba no le permitía concentrarse en su tarea.
Comprobó que en el bolsillo de la americana llevaba su pluma y su pañuelo, que en el pantalón del traje tenía puros y un encendedor, cogió su chaquetón y su bastón para atravesar poco después la puerta de casa. Miró hacia arriba en señal de queja por el constante ruido de su vecina que le impedía dormir cada noche y se dispuso a bajar las viejas escaleras de madera que le conducirían hasta el portal.
Un vendaval azotaba las hojas fuera. Era el baile de las hojas secas en los días otoñales. Bajó la cuesta de la atalaya balanceando su bastón hasta la calle Rualasal, cruzó esta y atravesó los arcos de piedra que amurallaban la plaza porticada. Ésta le condujo hasta la inmensidad centelleante del paseo pereda. La noche era fresca, silenciosa, como si el tiempo se hubiera detenido esperando a que nuestro protagonista se encontrase al fin con sus pensamientos.
Mientras el semáforo se decidía a darle el paso, se encendió el primer habano de la noche. La primera calada empapó sus entrañas produciéndole un breve instante de placer. Al pasar delante del monumento a los raqueros recordó a José, aquel niño rubio de cabellos alborotados que cada mañana esperaba sentado la llegada de algún barco para lanzarse al agua a por las monedas que le lanzaban los turistas. Una forma de subsistir para aquellos niños en forma de espectáculo.
La brisa que arrastraba consigo el mar le rozaba la cara. El olor a sal le traía recuerdos de antaño, cuando solía sentarse a observar como los pescadores descargaban la mercancía.
-   Hoy ha habido suerte- Le decía su amigo Willy mientras le envolvía una buena Dorada. – Esta para los niños- Apuntaba.
Conocía a pescadores, estanqueros, limpiazapatos y maquinistas. Todos sabían que si tenían algún problema él lo reflejaría en uno de sus maravillosos artículos del periódico.
Paseó bajo la luz de las farolas que iluminaban suavemente sus cabellos de plata y al llegar al puerto se paró a observar los mástiles de los barcos que se alzaban desafiantes, como un ejército erguido protegiendo la ciudad. Los botes se balanceaban siguiendo el alegre ritmo del mar, y a los oídos de nuestro singular personaje llegaba por última vez el rasgueo del mar chocando contra el espigón.  La luna brillaba en el fondo del mar. En una noche apacible y fulminante él caminaba tranquilo bajo su traje obsevando el vuelo de las gaviotas.
Al llegar a Reina Victoria se detuvo. Apoyado en una señal de tráfico encendió el segundo habano de la noche. A los lejos las luces de los semáforos se confundían con las de los taxis. Paró el primer taxi que vio libre y le pidió que le llevase hasta la redacción del Diario Montañés. Al llegar, le dio al taxista quinientas pesetas y se bajó del coche. Paralizado frente al edificio respiró con fuerza y cerró los ojos. Esperó unos instantes y por fin se decidió a entrar. 
Al entrar, el olor de la tinta de los primeros periódicos del día y la visión de la maquinaria imprimiendo números a toda velocidad le impregnó de recuerdos. Recuerdos de la primera hoja del lunes que allí mismo imprimieron, de cuando se encargó su edición a la Asociación de la prensa santanderina y le nombraron director. Recuerdos de aquellos años en los que tuvo que ver escritas sobre el papel las peores noticias de una guerra civil que enfrentaba a familias, amigos y vecinos, noticias que él mismo tuvo que vivir a base de su propia experiencia en el frente y que aún hoy conseguía hacerle temblar las piernas.
Nuestro protagonista se adentró en su despacho y buscó entre los papeles algún viejo artículo o una fotografía antigua que le inspirase aquella noche. Sentado en su sillón se encendió el tercer habano y tecleó su consumida máquina de escribir. Sabía que tenía algo que escribir, algo que decirle al mundo por última vez, pero no sabía lo que era. Sobre la mesa, yacía impasible el último ejemplar de la hoja del lunes y nuestro protagonista supo entonces que todo aquella noche era lo último, que se irían entonces con él miles de recuerdos y nacerían otros nuevos que ya no querrían ahondar en todo aquello que el viento de la historia se llevaría con sus hojas.
Al salir de su despacho vio al guardia apoyado contra el marco de la puerta fumando un cigarrillo.
-   Buenas noches Don Antonio- Le saludó
-   Buenas noches- Se giró el guardia- No le oí entrar. –
-   Llegué hace un rato, no podía dormir en casa y tampoco conseguía escribir nada nuevo, mi vecina de arriba es bastante ruidosa.-
-   Eso es lo bueno de trabajar de noche- Le contestó el guardia risueño.
-   Mañana vendrá mi hijo a recoger las cosas del despacho, creo que ya es hora de dejar sitio para otro.-
-   ¿Pero por qué? Hace años que se jubiló y siempre hemos mantenido su despacho intacto, nos gusta que venga por aquí. No lo entiende, esto ya no es lo que era, ya no quedan periodistas como usted, esto no es más que prensa sensacionalista que se vende por cuatro duros, y ya no sabe uno ni de quién es la culpa... Ojalá hubiese más gente como usted- Y el guardia estrechó fuertemente la mano de nuestro protagonista.
Al llegar de vuelta a casa encontró en el buzón un paquete que llevaba el nombre de su vecina de arriba pero que sin embargo marcaba su piso y llevaba un sello del diario montañés. La curiosidad le pudo y decidió abrirlo. Una nota cayó al suelo y en el reverso nuestro protagonista pudo leer:
"Aquí le envío los artículos que  me pidió, no ha sido fácil conseguir reunirlos todos sin poder pedírselos a él directamente, pero hace varios días que no pasa por aquí y tampoco le localicé en su casa. Me alegro de su vocación por el periodismo y sobre todo que elija un maestro como él. Muchos saludos. Antonio."
Nuestro protagonista sacó la carpeta que contenía el paquete y ojeó uno a uno los artículos que venían en ella. Observó con sorpresa que todos estaban firmados por él. Subió las escaleras hasta casa de su vecina y dejó el paquete junto a su puerta con una nota que decía: "Gracias por conseguir que duerma tranquilo sabiendo que lo dejo todo en tus manos. Un saludo. FLB"

Piú

Relatos FM

Supersticiones


Él se levantó en la mañana, descubriendo con agrado que el primer pie que posó en el suelo era el derecho.
—   Será un buen día— pensó.
Se levantó a desayunar. Al abrir el refrigerador se golpeó en el codo con la mesa.
—   Recibiré un regalo— agregó en su mente.
Sentado frente a su intensa taza de café que emanaba el ondulante y juguetón vapor, comiendo un pan tostado con mantequilla, sintió de pronto una picazón en la mano derecha.
—   Sí que estoy de suerte. También recibiré dinero.
Bebió el último trago de café y dio la última mordida a su tostada.
Vio la hora... ¡primera vez que no estaba atrasado! Calmadamente, se arregló para ir a su trabajo.
Abriendo la puerta, vio a dos niños jugando con una pelota, la cual cayó en su antejardín. Eran los gemelos del frente, quienes debían ir al colegio en la jornada de la tarde, por lo que acostumbraban a salir muy temprano en la mañana.
—   ¡Vecino! — exclamó uno de ellos— ¡Porfa, tire la pelota!
Lo hizo, y notó que cerca de donde ésta había caído, había una herradura y, más aún, un trébol de cuatro hojas.
—   Este día no podrá ser mejor— murmuró mientras recogía los afortunados objetos.
Con una gran sonrisa, salió a la calle. Tan distraído iba, que no vio a una joven que caminaba, también despistada. Chocaron. Ella llevaba una carpeta llena de papeles, los cuales volaron como una lluvia multicolor.
—   Disculpe— se excusó sonrojado ayudándole a recoger los papeles.
—   Disculpe usted— respondió ella.
Intercambiaron una sonrisa y cada cual siguió su camino.
—   Diez de la mañana y ya sucedió algo bueno— se dijo sonriente.
Todo desapareció para él, menos la hermosa muchacha, quien continuaba caminando para el lado contrario.
De repente, cesó su despistado caminar y miró hacia atrás. Comenzó a recordar bien su camino... había un gato negro cerca de su casa, pasó bajo una escalera... y ella... al chocar, sintió el ruido de un cristal rompiéndose, al cual no le puso mayor atención... un espejo de bolsillo.
Preocupado y ya con su sonrisa apagada, se dispuso a seguir su camino, sin darse cuenta de que el semáforo le indicaba que no cruzara la calle que, a todo esto, era muy transitada a esa hora...

Lily

Relatos FM

De la hediondez a la fruta fresca


Lena tiene las caderas anchas y el olfato sumamente desarrollado. En palabras más exactas: Lena piensa con el olfato. 

Me explico: el cerebro convencional de un pitecantropus erectus con un coeficiente intelectual promedio y varios cocotazos, escucha la expresión 3 x 8 y responde –en mayor o menor tiempo- 24. La velocidad de respuesta varía entre 1 y 49 segundos, y es inversamente proporcional al nivel académico del paciente y al número de cocotazos recibidos a lo largo de la vida. 

Con Lena es distinto. 

Para Lena la expresión 3 x 8 = 24 carece de sentido. Ella en cambio puede comprender con absoluta claridad que olor a tierra mojada más orín de bebé meón, es igual a pan recién salido del horno sobre níspero maduro. Es así: cada símbolo, cada gesto, cada signo lingüístico tiene su propio olor en la comprensión de Lena; todo está codificado: la hediondez, el mar, la fruta fresca, los pimientos, todo.

Lo primero que hace cuando conoce a alguien es olerlo hasta desgastarlo. Sin disimulo, Lena se acerca al cuerpo de la víctima y empieza a aspirar como perro antinarcóticos. No descansa hasta encontrar que algo esté mal. Busca en las axilas, el cuello, la espalda, el pelo, la boca; si pudiera agacharse y oler el aparato excretor del otro, lo haría con toda convicción y sin reproches, pero se abstiene por el qué dirán.

Como es de suponer, la mayoría de sus pretendientes huyen despavoridos cuando se descubren succionados. De repente, tienen la nariz de Lena clavada en las uñas o el ombligo, y esto resulta, ciertamente, incómodo.

Daniel huele mal todo el tiempo, incluso después de darse un baño; Daniel tiene todos los olores -los malos olores- pero el amor es así: Lena y Daniel se casaron y viven infelices.

El principal pasatiempo de Daniel consiste en leer la enciclopedia de los seres olientes. Es allí donde supo que las bacterias se acumulan en algunas zonas de nuestro cuerpo (axilas, boca, genitales, sobaco) y generan los malos olores, pero no es tan sencillo; no quiere decir que las bacterias huelan mal por el solo hecho de estar allí, ni más faltaba; no hay porqué juzgar a estas criaturas. Lo que realmente sucede –dice la enciclopedia en letras rojas, cursivas- es que las bacterias también tienen sus necesidades y en las axilas no hay lavamanos, en los genitales no hay inodoros. Las bacterias no se han preocupado por la construcción de sistemas de alcantarillado. En resumen, concluye Daniel, el ser humano -sin sospecharlo- queda convertido en una alcantarilla bacterial; pero por qué yo, se pregunta, por qué yo en grado sumo.

Daniel sueña con ciudades inmundas en donde él puede oler tranquilamente mal sin que nadie le extienda un antitranspirante de roll on. Sus pesadillas, en cambio, están llenas de esponjas, cepillos eléctricos, pasta dental medicada y gente que cambia de acera. Un día soñó con un baño lleno de excremento humano espumoso, como malteada. La gente evacuaba  su inmundicia  sobre la suciedad del otro y a nadie se le ocurría bajar la palanca; a nadie le importaba. En una de sus pesadillas recurrentes es miembro de una tribu infinita de indios llenos de mal aliento y gingivitis. La tribu tiene incontables guerras contra monstruos marinos, quizá imaginarios. La tribu usa su mal aliento para defenderse. Estas guerras han extinguido toda la flora y la fauna.

Si Daniel quiere darle un beso a su amada, debe someterse antes a una profilaxis dental debidamente inspeccionada. Esto incluye el uso de seda dental hasta la última muela, un cepillado correcto -los dientes de abajo con leves movimientos hacia arriba y viceversa-, enjuague bucal medicado y mentolado hasta el infinito, y una limpieza total de la lengua -que no quede nada blanco, lo más roja posible-.  Luego la inspección.
En algunos casos, cuando Lena lo considera, es necesario el uso de un drenador hepático.

Después de todo este procedimiento, Lena admite el beso y Daniel, ya desganado, procede a besar a su amada, como quien mastica un pan duro.

Lena cae en reproches: ya no me besas con la misma pasión de antes.

Para hacer el amor es aún peor.

Daniel debe purgarse con una semana de anticipación y someterse a un lavado gástrico. Luego un baño con alcohol isopropílico, jabón antibacterial y agua caliente. Existe una olla gigante en el patio, especial para este baño.

«Tampoco es que te vas a cocinar» dice Lena con cariño, mientras busca un poco más de leña, y Daniel sonríe como un gran tonto, pero por dentro arde enfurecido y frustrado.

Un día, Daniel consiguió una amante: Ivone.
Ivone huele mal y lo deja oler mal; es decir, ambos se huelen bien. Daniel se siente amado y comprendido con Ivone.

A su vez, Lena consiguió un amante: Aurelio.

Aurelio la besa con pasión, como ella quiere, así que Lena le persona la placa bacteriana por puro amor.

Daniel desconoce la existencia de Aurelio
Lena desconoce la existencia de Ivone.

Daniel y Lena siguen juntos, pero ahora son felices.
***
FIN


Nota:
Teniendo en cuenta que el término cocotazo no aparece en el selecto listado de la real academia española de la lengua, me he visto en la dura obligación de transcribir su concepto. Esto con el fin de facilitar el entendimiento del texto y darle así, además, un toque de universalidad.

COCOTAZO:
Movimiento pendular ondulatorio vertical estrepitoso efímero y tajante de una mano humana (por lo general cerrada y con el dedo medio resaltado y puntiagudo) que responde a una sinapsis neuronal enviada por algún cerebro dueño de una irritación descomunal pero entendible, y que afecta al receptor de forma tal que le produce -en la primera fase- un estremecimiento vibratorio. Es de anotar que el receptor es otro ser humano que para mayor comodidad presenta menos estatura y por lo general alguna relación estrecha o cierto grado de consanguinidad con el sujeto afectante. La segunda fase se caracteriza por la aparición de un dolor agudo que se extiende sobre el cráneo del afectado desde el epicentro en donde colapsaron, hace unos segundos, dedo medio puntiagudo y cráneo triste y confundido, pero gran merecedor.

Nimesulide

Relatos FM

Alegato


Hacía mal tiempo. El primer ministro se recostó en su butaca de cuero, entrelazó los dedos y escuchó atentamente el informe de su ayudante. La situación en aquel bárbaro país islámico empeoraba por momentos: dos de los veinte soldados secuestrados habían sido ejecutados por el método de la decapitación con cimitarra. El mero chantaje empezaba a transformarse en un casus belli.
    --Nuestros aliados se muestran indecisos al respecto. Conviene tomar ya mismo una iniciativa clara, señor —sugirió el ayudante tras acabar su lectura.
    En el despacho se hallaban dos hombres más. Uno era un importante miembro del partido, uno de los encargados de la campaña para la reelección del primer ministro.
    --Señor, opino, modestamente, que habría que buscar una salida dialogada —dijo con maneras suaves y armoniosas--, una resolución diplomática del conflicto. Lo último que nos interesa ahora es a los pacifistas concienciando a las masas, montando manifestaciones y saliendo en los medios. Hay que negociar con esos terroristas aupados al poder si queremos sacar de allí a los soldados, pero en ningún caso recurrir a la violencia. Aunque haya que ceder en parte al chantaje, es un buen cálculo electoral, idóneo en esta sociedad acobardada, cómoda y dormida.
    El otro hombre, un militar de digno porte, habló en ese instante:
    --Eso me parece una cobardía.—El militar, que era general, estiró su uniforme cargado de galones y condecoraciones y, de dos pasos, se plantó frente a la amplia mesa de su superior civil--. ¡Es inadmisible! ¡Un deshonor intolerable! —exclamó, un tanto exaltado--. Toda solución práctica y decorosa pasa por una intervención armada.
    Se hizo un silencio realmente incómodo. El sonido de un trueno a lo lejos copó el despacho y sobrecogió a los presentes, turbados ante la magnitud de lo que estaban tratando. Miles de vidas y el destino de la nación dependían del resultado de sus conversaciones.
    El primer ministro paseó la mirada por la estancia, su lugar de trabajo, deteniéndose en varios de sus cuadros preferidos y en el inevitable retrato del Jefe de Estado, ausente de sus ocupaciones por motivos de salud. Finalmente, el del partido volvió a la carga con su cantinela anterior:
    --Señor, la opinión pública mayoritaria, con ideas de paz y comprensión para con los terroristas pobres, es lo que más hay que tener en cuenta. Desechemos las medidas... extremas, desproporcionadas... Inconvenientes.
    --¡Ni hablar! Me niego a dejar sin venganza a los dos valientes  cruelmente asesinados. ¡La lucha es la única medida! —rugió el general, rojo de ira, la expresión crispada.
    --En todo caso, no ha de transcurrir el día de hoy sin que ofrezcamos una respuesta. La que sea —concluyó el ayudante, y, encogiendo los hombros, añadió: --No sé qué mas decir... ¿Señor?
    La decisión estaba en manos del primer ministro, hasta entonces silencioso y ceñudo. A fin de poder ver a través del ventanal del despacho, en cuyos cristales repiqueteaba la lluvia, giró un poco su butaca.
    --Cuando yo era un adolescente —comenzó de pronto--, en ocasiones teníamos problemas con unos atrevidos niños de corta edad que nos importunaban a mí y a mi grupo de amistades. Sin embargo, no solíamos reaccionar, ellos eran más débiles, no deseábamos abusar, etcétera. Pero las cosas pasaron a mayores. Una tarde, aquellos chiquillos de mala crianza, que eran legión, nos arrojaron una lluvia de piedras, hiriendo a varios de nosotros.—Señaló su ojo izquierdo, de un tono levemente más apagado que el derecho--. Particularmente, una pedrada me dejó sin visión este ojo. Fue terrible, un trago muy amargo. Después del incidente, nos reunimos todos los afectados y más, fuimos a por los niñatos y les propinamos una paliza que ya jamás olvidaron. Es cierto que durante unas semanas recibimos críticas por parte de mequetrefes y mujeres escandalizadas, mas a la larga también comprendieron que habíamos obrado correctamente. En cuanto a los niños, aprendieron la lección y supieron respetar a sus superiores. Pues bien —siguió con resolución--, pensando en ese recuerdo ya he tomado una decisión, que llevaré a cabo con todas sus consecuencias —terminó el primer ministro, que se incorporó para tomar unos papeles de su mesa.
    El miembro del partido balbuceó:
    --Pero... Esto quiere decir que... ¡No puede ser!
    --¡Cállese de una maldita vez! —le cortó el general--. Gran lástima me producen sus puros intereses partidistas. De lo que se trata es de rescatar y vengar a nuestros hombres y, en segundo lugar, de preservar el honor de esta gran nación.
    --En efecto —asintió el primer ministro--. Si se es fuerte, razón de más para ir a por el débil, siempre que las circunstancias así lo requieran.
    Afuera, la lluvia arreció. Parecía que los cristales del ventanal fueran a resquebrajarse. Hubo nuevos rayos y truenos.
    --¡El águila no caza moscas! —arguyó a la desesperada el miembro del partido, sólo pendiente de la campaña electoral.
    --Muy bien, es verdad, ¡pero ay de la mosca que ose adentrarse en el pico de acero del águila! —replicó el primer ministro--. Ayudante, prepare una declaración de guerra. Mañana la presentaré al Parlamento. Es la decisión justa. Y, recordando a un gran maestro, será un «alegato por la civilización y contra el tercermundismo»...

Al atardecer del día siguiente, el primer ministro se recreaba, se relajaba, una hermosa pieza de música clásica en su moderno equipo, y movía sus manos, y subía el volumen, y elevaba su espíritu. En tanto, a miles de kilómetros de allí, docenas de escuadrones de bombarderos devastaban una ciudad de blancas casuchas y mezquitas cochambrosas, allanando el camino para la invasión de las fuerzas terrestres.
    El alegato estaba en marcha.

Benjamin Hurwood

Relatos FM

De repente murió


"De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero,
pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado claro.
La gente muere para probar que vivió.
Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? "
Frase del discurso de ingreso a la Academia Brasileña de Letras
JOÃO GUIMARÃES ROSA

Las personas no mueren. Quedan encantadas... Un encanto que no se percibe pero que se siente. Si, de repente él murió y Ramón vio la luz que iluminaba su camino de regre-so a casa.
El hombre deseaba correr para volver a ver a su mujer, sentir su cuerpo, oler su perfume como antes. Él desatendió sus deseos y caminó despacio mientras iba recordando su pasado, un poco abstracto a veces, demasiado crudo otras, y ese final, el que le alejó de ella, vacío y hasta amnésico. Pero todo esto era debido al trance del regreso. Un tránsito desde la muerte, que le nubló los sentidos.
El hombre intentó encauzar los recuerdos desde la oscuridad en el que le sepultó la muerte, hacia ese otro  paso hacía la claridad que le volvió a llenar de vida y energía; y Ramón recordó. Recordó su casa, a su mujer y el amor que sentían.  Un amor sublime, más  trascendental  que el simple amor carnal.
Él la recordaba desde siempre. Una niña de coletas y falda corta que le empujaba cada vez que lo veía. Una niña que se transformó en una joven de gran belleza y armas de tomar, ya que siempre conseguía lo que deseaba. Y ella lo deseó a él. Después se casa-ron y fueron a vivir a la casa. No hacía un mes que residían en ella y de repente ella enfermó.
Ramón recordó su último beso, y caminó buscando ese recuerdo hasta la casa. Caminó y recordó el  beso, sediento y hambriento, o ¿el que tenía sed y hambre era sólo él? Pero el beso había existido. Había sido un intercambio de sensaciones y sentimientos, como con la casa, la casa que compartió con ella.   
  Él no supo en que momento se dio cuenta de que la casa estaba encantada, ¿o lo había estado siempre? Quizás lo supo por la mirada dolida y frustrada de la mujer, que era un reflejo de ese sentimiento de pérdida que ella no deseaba asumir; quizás era sólo la ob-sesión de él  lo que la mirada de ella le descubría, ante esta nueva vivencia en soledad, o quizás, era su deseo de permanecer junto a ella para siempre, encantando la casa con el recuerdo de ese amor, y quedando en ella grabado para siempre.  ¿O la casa los encantó a ellos?
A Clara y a Ramón les había gustado siempre la casa. La escogieron por casualidad, o ¿la casa los había escogido a ellos? Una casa no puede tener vida; no puede tener senti-mientos, pero desde el momento que la vieron se enamoraron los dos de ella. Ella los acogió confortablemente, mimándolos incluso en cada rincón de la vivienda; animó su pasión de pareja susurrando como en un eco las frases de amor dichas por cada uno has-ta en sueños. Los acunó hasta en sus entrañas, como si esta fuese la madre onírica que amantaba y cuidaba a sus niños no nacidos, aunque ellos tenían vida cuando se instala-ron en ella. Los recibió con los brazos abiertos, y a veces hasta los reprendía cuando se enfadaban, con crujidos misteriosos o  con una suave brisa que les entibiaba el enfado animándolos a volver amarse para siempre. 
Ramón caminó y llegó a la casa que lo estaba esperando, como siempre. Porqué la casa también tenía memoria y  esperaba su regreso junto a Clara y ella. Buscó a su mujer en la habitación de siempre. Clara encantada;  Clara serena; Clara enamorada, le esperaba. La sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Ella le ofreció los labios que él absorbió con an-sia, borrando cualquier rastro del recuerdo del último beso, en el rostro de su amada, fría y muerta; y la casa los acogió feliz...

Ana Zar