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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

Un perro nuevo


¿Y la ilusión qué le hizo que le regalaron aquel perro? Probablemente era la primera cosa nueva que tenía desde su boda, día en el que estrenó traje de novia y marido. Lo primero no lo volvió usar, lo segundo, de vez en cuando. De modo que estaba muy contenta y se pasaba el día cepillándole, jugando con él, diciéndole cosas con voz muy aguda, dándole besitos y haciendo lo posible para que se sintiera rápido en su casa y que entendiese las órdenes que quería darle. Me refiero al perro. Estaba, en fin, disfrutando como se disfruta de las cosas nuevas que uno quiere incorporar a su vida y no quieren cambiar de dueño.
   Su marido no se entusiasmó tanto con la idea. Le dijo que a ver quién recogía las cacas, le sacaba a pasear por las noches, le pagaba las vacunas y le dejaba solo cuando se fuesen de vacaciones. Ella le dijo que se ocuparía de todo, que le quería mucho y no pensaba devolverlo. Después, apoyando las rodillas en el colchón, entró en cama con un camisón finísimo y le preguntó si estaba celoso.
-   Ya sabes que yo no soy celoso.
Tras una semana recogiendo cacas, sacándolo a pasear por las noches, pagarle la antiparasitaria e irse a trabajar preocupada por si mordería los muebles cuando se quedase solo, ya quería al perro demasiado como para cuestionarse prescindir de él. Sin embargo, un sábado por la tarde volviendo a casa en el metro, en el cambio de página del best-seller que estaba leyendo, le vino un escalofrío como de reconocer que el marido tenía razón, pero decidió que jamás sacaría el tema. Fue sólo un momento, y pronto despejó el pensamiento recordando lo feliz que le hacía el perrito, pero sí que es cierto que le metió una desazón en el cuerpo que no se la quitó en toda la noche.
Sin embargo, el día siguiente la ciudad le sorprendió con una mañana muy soleada y luminosa. Con el ánimo repuesto, decidió ir al parque a pasear al perro, con cierta sensación de estar compensándole. Se había despertado tan cómoda y renovada que salió sin maquillar y sin sujetador, cosa que el perro pareció no apreciar.
Media hora después la teníamos aspirando el aire fresco de los jardines, con gafas de sol ocultando sus ojos cerrados, y diciéndose esta frase: "Estoy sintiendo los rayos del sol en los hombros (camiseta de sisas) y la brisa en el vello de los brazos". La pista del MP4 se terminó y en ese cambio de tercio ella abrió los ojos y vio a pocos metros otro perrito igual, tan parecido que casi no se distinguían, olfateando las proximidades del suyo. Siguió con la mirada la correa del perro hasta llegar a la mano del dueño, que le dio la impresión de ser uno de esos hombres que beben café sin agachar la boca a la taza -sino al revés- y sin dejar de ver a los ojos a la mujer con la que está hablando, sentada frente a él. Los perros se miraron como si quisieran acercarse y ella tiró del suyo como si llevase tiempo insistiéndole de que había prisa por irse a casa.
La noche siguiente vio una película con su marido y soñó que se metía en cama de rodillas con el traje de su boda puesto mientras el dueño del perro la esperaba dentro, viéndole a los ojos y absorbiendo la espuma de una taza de café. Se despertó con mal cuerpo y lo primero que vio fue a su marido colocándose la corbata. Quizá por el desconcierto propio del despertar, cuando su marido se apretaba el nudo, se le vino a la mente la imagen de un ahorcado ajustándose la soga y se sintió fatal.
Durante esa semana su relación con su perrito decayó un poco. No sé si por uno o por el otro, pero lo cierto es que jugaron menos que la anterior. El perro se adaptó pronto a la casa, a los horarios de la dueña, al ritmo de vida que le marcaban y, como todo cachorro, le gustaba jugar, pero también dormir. Ella siguió recogiendo cacas y cuando lo tenía en el sofá lo acariciaba, pero si no, tampoco lo iba a buscar.
Entonces llegó otro domingo soleado y decidió volver al parque a dar un paseo, pero esta vez por compensarse a ella, porque había sido una dueña buena durante la semana y se lo merecía. Unas cuantas canciones después se volvió a encontrar con el perrito idéntico al suyo como si ambos se hubiesen sabido encontrar. Como el suyo hizo esta vez más fuerza, ella dejó que se acercasen y se oliesen, y, forzada por las circunstancias, apagó el MP4 y saludó al dueño. Viendo que los perros se entendían bien y eran inofensivos, decidieron soltarlos para que jugasen y ellos hablaron durante un rato sobre la casualidad de tener dos perros iguales y sobre lo bien que habían congeniado. Unos minutos después hubo un silencio que coincidió con el momento en el que los perros se olieron y lamieron de forma más impúdica y prolongada, y ella se sintió algo incómoda por lo que dijo que era momento de irse y reclamó al suyo. Fue entonces cuando se produjo ese momento moderadamente absurdo en el que se hizo patente que los perros, además de ser iguales, llevaban el mismo collar, y ella vivió unos segundos de terror dudando de cuál de los dos le pertenecía. Los perros, por su parte, saltaban alborotados atendiendo a todas las llamadas, e invalidando así, cualquier posibilidad de reconocerlos por su nombre. Como no podía consentir que el hombre pensase que no sabía reconocer a su perro, siguió su intuición y ató al que más se le pareció, y toda vez que ninguno de los dos perritos pareció responder de manera extraña, dio la elección por buena, aunque se fue con cierta sensación de incertidumbre centrifugando en su vientre.
La siguiente semana mantuvo los días luminosos y las temperaturas amables, pero en el interior de ella se estaba desatando una pequeña tormenta de angustia que le recordó al comezón de nervios previo al día de su boda. Aquel perrito estaba más juguetón y menos cagón que nunca y la duda de que había cogido el que no era aumentaba exponencialmente.
El miércoles por la noche su marido se quedó dormido viendo la televisión y ella se sorprendió a sí misma en busca del perrito para jugar con él. En ese momento ya no supo si se sentía peor por imaginar a su pobre perro en una casa desconocida o por empezar a comprobar que ese perro que tenía en sus brazos ahora –fuese el suyo o no- le hacía más feliz que el otro. Como de costumbre, ella no le preguntó nada al marido y él tampoco pareció advertir ningún cambio, así que dejó pasar los días manteniendo suavizada esa tensión. Pero llegó el sábado por la noche y pilló al matrimonio haciendo zapping en la televisión.
-   No echan nada- dijo él.
-   ¿Quieres que alquilemos algo en el video club?
-   Es un poco tarde.
En ese momento el perro apareció con aspecto suplicante a los pies del sofá, con aspecto de estar demandando una necesidad que exigía urgente satisfacción, algo que nunca había hecho (ya fuera éste o el otro). Tras unos segundos pensando en qué podría tratarse, ella descubrió que tenía el plato de comida vacío y que no se lo había llenando en todo el día, así que le pidió a su marido, por favor, que le echase algo en el plato, que ella estaba muy cansada. El marido era un hombre cariñoso pero en ese momento protestó un poco diciendo algo como que el perro no era suyo, que él también estaba cansado, y que ya sabía él que al final tendría que ocuparse él de todo.
   Ella escuchó aquellas palabras con una paz interior que no supo explicar, dirigió una nueva mirada no desprovista de perplejidad a los ojos implorantes del perro y se dio cuenta de que efectivamente había habido un grave error, un fatídico intercambio que había que solucionar, así que a la mañana siguiente volvió al parque a devolver a su marido y recoger el suyo.

Vlad Miedos

Relatos FM

Hay miradas


Hay miradas que sin dudas dicen más que mil palabras y que al verlas todas juntas son como espejos del alma hay miradas que cuando miran son hirientes y lastiman en cambio hay otras tan serenas que consuelan y acarician, hay miradas insistentes, misteriosas, recurrentes y las hay indiferentes, como las de tanta gente hay miradas que ocultan verdades que mucho dañan y las hay que en la diaria lucha fortalecen y acompañan hay miradas que perdidas entre miles de miradas andan solas por la vida en busca de otras miradas y hay miradas que cautivan por lo bellas y profundas como tu mirada azul que me atrapa día a día.
Hay miradas que por tristes enlutan a quien las viste y hay esas miradas dulces que ennobleces a quien las luce hay miradas que derriten hasta el corazón más duro e iluminan suavemente el pensamiento más oscuro hay miradas que perdidas entre miles de miradas andan solas por la vida en busca de otras miradas y hay miradas que cautivan por lo bellas y profundas como tu mirada azul, por la que demuestras a los que te conocen de verdad como estás y lo que piensas en tu interior, te conozco mi bella dama, se que necesitas mi ayuda, quédate tranquila amiga que lo voy a hacer sin saber bien como, pero a tu lado estoy siempre amiga del alma.
                                             
Uruguayo

Relatos FM

Aguachento


Después de tres años de matrimonio Ana y Fredi tenían menos motivos para estar juntos que cuando se casaron..
Él era un tipo quieto, pálido. Cumplía ocho horas diarias en una compraventa de autos, volvía a casa y se metía en el altillo a pintar cuadros, dejar que se secaran y amontonarlos sin hacer nada más con ellos.
Ella era maestra de primaria a doble turno, y tres días por semana volvía tarde después de sus partidos de tenis.
Entonces él salía del altillo, miraba apenas las azoteas vecinas y oscurecidas, y bajaba. Cenaban juntos hablando de cómo habían ido las cosas durante el día. Intercalaban en esas conversaciones los largos huecos en que prestaban atención al televisor.
Ana se levantaba a lavar los platos. Fredi llevaba la bolsa de residuos al contenedor y aprovechaba para fumar uno en la calle. Esperaba que ella le dejara libre la ducha, se bañaba y se metía en la cama mientras ella terminaba de preparar las clases del día siguiente.
A veces -Fredi- decía algo que había olvidado mencionar durante la cena. Cosas como "hoy vendí un Galaxy 82 que llevaba un año en la agencia. Un verdadero clavo"
—Bien— respondía Ana, con frases al estilo de: —si te concentraras más en eso que en los cuadros seguramente te darían un aumento en la comisión.
Eventualmente él no sacaba los residuos, ella no lavaba los platos y se duchaban rápidamente para tener sexo antes de las doce de la noche.
Eso alargaba un poco las conversaciones de todos los días.
Antes de que Fredi se durmiera, ella prendía el velador e iba al baño a lavarse. Él esperaba que cesara el ruido del bidet para darse vuelta hacia su lado de la cama y cerrar los ojos. Ana se acomodaba contra las almohadas y preparaba las clases para el día siguiente.
Por un tiempo la cena de los domingos fueron diferentes. El vecino era un tipo joven que aprovechaba los fines de semana para construir la planta alta de su casa ayudado por su esposa, mientras los bebés –tenían dos muy seguidos en edad- berreaban o parloteaban.
Ana y Fredi tuvieron con eso un tema nuevo del que hablar y ser cómplices mientras cenaban.
Pero los ruidos terminaron irritando a Ana y un domingo le preguntó a Fredi si  no le molestaban los martillazos mientras pintaba en el altillo.
—Porque a mí me ponen loca, no sé cómo no les decís algo.
Fredi asintió y subió a la terraza. El muchacho y su esposa lidiaban tratando de subir una viga de madera tosca al techo. Cuando vieron a Fredi la dejaron en el piso, esperando ser regañados por los ruidos.
Fredi dijo que tuvieran cuidado con esos esfuerzos, y que incluso lo podían llamar a él para dar una mano. Después pasó de su terraza a la otra y ayudó al vecino a calzar la viga sobre la mampostería.
Cuando bajó y entró a la cocina Ana fingía mirar un partido de fútbol en la TV. Estaba cruzada de brazos, torva; Fredi supo que ella había escuchado todo. Tomó la bolsa de residuos y salió. Después fumó dos cigarrillos.
Cuando entró de nuevo, en la TV pasaban un recital de Madonna. Ana había sacado una cerveza y dos vasos. Bebieron más de una y se achisparon. Fredi pensó que ella le había dejado pasar la flojera. Pero Ana empezó a reír señalando una acuarela que él había colgado en el comedor. Fredi rió con ella sin entender.
Entonces Ana dijo que lo que mejor le salía eran las acuarelas.
— Será por lo de la palidez— agregó, y volvió a reír hacia el techo sin poder parar, señalando el lugar de donde provenían los ruidos de los vecinos.
Fredi se encogió de hombros sonriendo y argumentó que así era él.
Se levantó por otra cerveza para salvar esa momentánea camaradería que los había unido.
Ella lo cruzó con una mirada tan áspera como la de cuando fingía mirar el fútbol en la TV. Después pegó un palmazo en la mesa, murmuró  "¡Por Dios!", entre dientes y se fue a duchar. Fredi tomó hasta terminar la botella, mirando la acuarela.
Cuando oyó que Ana roncaba se bañó y se metió en la cama como un intruso inofensivo.
Dos semanas después firmaron ante un abogado unos papeles que daban cierto valor a las cosas que se repartirían, pusieron fecha para la audiencia de divorcio y volvieron a la casa.
Ana estuvo empacando sus cosas por unos días mientras él miraba cómo el vecino y su joven mujer terminaban de techar la planta alta. Luego se acostaba en un colchón que él mismo había subido al altillo para dormir hasta tanto Ana se fuera.
Antes de dos semanas Ana se mudó al departamento del abogado. A la audiencia de divorcio concurrió una socia del mismo bufete. Fredi se sintió tardíamente  perspicaz recordando que el abogado también jugaba tenis en el mismo club que Ana.
De vuelta del juzgado observó como la pintura de la pared  tras los muebles que se había llevado Ana lucían más claros, como aguachentos. A  la noche bajó del altillo todas las acuarelas, salió a la calle y las arrojó en el contenedor de basura.
Antes de entrar llamó a la puerta del vecino y le pidió algunos clavos y un martillo. La esposa miraba tímidamente desde adentro, con un bebé en brazos y el otro prendido a sus jeans.
Cuando el muchacho volvió con los clavos y el martillo se ofreció para ayudarle en lo que pudiera, agregando que no aceptaría un no como respuesta. Fredi aceptó, aun dudando de si el tipo lo hacía por devolverle favores o por tomarse revancha dando martillazos y molestando a los demás vecinos desde la casa de Fredi.
Entre los dos bajaron los cuadros que quedaban en el altillo. Óleos, acrílicos y algunos apuntes a carbonilla o pastel. Los fueron apoyando contra las paredes vacías.
El muchacho declaró no saber nada de pinturas, pero que podía decir que le gustaban ."En general", agregó, tras dar una segunda repasada a los cuadros.
Tomaron una cerveza sentados en el suelo. Fredi explicó la idea del trabajo: había que tapar con los cuadros las zonas de la pared que antes habían ocupado los muebles.
—Van a quedar bajos—objetó el muchacho.
—Ya sé— replicó Fredi— pero ahora se me da por ponerlos así. Más adelante veré.
—Bueno, como quiera. Usted me indica que cuadro va en cada lugar y yo lo cuelgo.
Fredi eligió cuidadosamente el primer cuadro, dejó que el muchacho lo sostuviera en el lugar elegido y se retiró para tener perspectiva. Su firma al pié derecho del cuadro, tan solo separada del piso por la altura del zócalo cobraba una atracción especial.
¡ Clávelo, compañero!—dijo por fin, y empezó a reírse con carcajadas de menor a mayor, cada vez más desaforado.
El muchacho se contagió de la alegre energía de Fredi y ambos siguieron con el trabajo a todo vapor. Ya sin elegir, Fredi alcanzaba los cuadros y el muchacho –él también reía ahora-los fijaba sobre la pared con dos martillazos.
En media hora terminaron de tapar las zonas blanquecinas. Sobraban varios cuadros, y los usaron para completar los vacíos entre los ya clavados.
Todo el pasillo y gran parte del comedor y de las dos habitaciones eran una galería de arte a baja altura.
Se echaron en el suelo a beber otra cerveza. Rieron entre trago y trago con la nuca apoyada en la pared, mirándose como compañeros de fechorías hasta recuperar el aliento.
— Su mujer se fue ¿no?—preguntó claramente el muchacho.
— Si. Hace un par de semanas, más o menos— Fredi sonrió—¿Se me nota?
—Siempre se nota, vecino. Yo voy por la tercera, y antes se me notó. Calculo que es natural que se note.
—No  sé. Es mi primera separación.
—Me imaginé.
—¿Por qué?
—Por los otros cuadros. Los encontré en el contenedor y me los traje a casa. Ahora sé que son suyos—señaló el pasillo— por la firma.
— Ah, las acuarelas ¿Y eso que tiene que ver?
— Tiene que ver. Uno no tira así nomás lo que ya hizo. Yo antes lo pienso. Y me parece que usted ni lo pensó. Fue y las tiró a la basura..
Fredi calló recordando la tosca viga de madera y de cómo la habían acomodado sobre la mampostería mientras la muchacha levantaba en brazos al más pequeño de sus hijos.
Afuera la calle estaba tan en silencio como la casa. "Nadie ha venido a golpear por ruidos molestos" –pensó Fredi.
El muchacho se puso de pié y le extendió la mano:
—Me voy a casa. Mi mujer debe estar renegando con los chicos y la cena. Le dejo los clavos y el martillo, por si acaso los necesitara para algo más.
Fredi esperó en la vereda a que el muchacho cerrara la puerta de su casa. Desde ahí miró el techo de chapa apoyado en declive sobre la pared del frente. La escasa claridad le dejaba ver algunas de las vigas de madera que sostenían el techo. Pensó que no era muy importante si no veía la viga que el muchacho y él habían subido juntos. De todas formas, ahí estaba.
De vuelta en su casa, tiró el colchón en un lugar del suelo del comedor que le dejaba ver también el pasillo. Se acostó dejado las luces prendidas y el despertador del trabajo al lado.
Estuvo un rato recorriendo con la vista su propia galería de cuadros a baja altura. Cuando sintió el primer anunció del sueño cerró los ojos y pensó en las acuarelas aguachentas, desvaídas, que ahora estaban en casa del vecino. Seguramente él se las devolvería si se las pidiera, pero ya no eran suyas y eso no tenía remedio.
Antes de dormirse del todo algo lo sobresaltó. Mirando hacia arriba y atrás, colgaba la única acuarela sobreviviente, la que había hecho reír a Ana.
Aún visto así, del revés, seguía siendo uno de los mejores cuadros que había pintado en su vida.
Eso fue lo primero que recordó al día siguiente cuando sonó el despertador.

C. Sentiuno

Relatos FM

Un día parecido al día de acción de gracias


Al ser halado  bruscamente  por la manga de su toga,  parte de la champaña de Beni  fue a parar al corpiño de Margot, que  reaccionó de manera airada. 
__¡Ey, tonto¡__, dijo
__Discúlpame__,
__¡Discúlpame qué,  idiota¡__
__¡Porqué no te fijas por donde caminas¡___
Margot observó con cuidado su escote arruinado, y apartó su rostro con total repugnancia, como si los chicos del curso le hubieran hecho una broma pesada, colocándole una fea rana  en el corpiño. Sus grandes ojos verdes empezaron a oscurecerse.
__Bien, baby__, le dijo al cabo de unos pocos segundos, haciendo evidentes esfuerzos por dominarse. 
Beni trató de verla a través del cristal bruñido de la copa, haciéndola girar suavemente. Al observar que aquello no le había hecho gracia, su rostro palideció de nuevo.
__No fue mi intención, fue...__, se excusó de nuevo, tímidamente, lamentando de veras el percance.
__A, no?__ le cortó Margot, que  metió la punta de su dedo en el vino, lo resolvió suavemente y, sin dejar de mirarlo a los ojos, se llevó el dedo a la boca.
Beni comprendió que Margot acababa de darle forma a un pensamiento, de lo más perverso, y como siempre, recurría a la procacidad para exteriorizar sus estereotipos.
__Con que el soñoliento amigo que todas las tardes va a pescar truchas al puente no tuvo la culpa, eh?__Le dijo, hablándole al oído  Le importó arruinarme mi vestido nuevo, en plena celebración de graduación, y más aún, quiere presumir de tonto, eh?__, y descargó con furia la punta de su tacón sobre el pie de Beni, estrujándolo con fuerza, como si estuviera aplastando una cucaracha.
Beni se retorcía de dolor como si lo hubieran golpeado en los testículos.
Así de corpulento como era, un chico de frac, que comía con voracidad un pedazo de torta de frambuesa, se interpuso entre los dos.
__Algún problema?__, preguntó__, jactándose quizá por su corpulencia, y sin dejar de comer con todos los dedos.
Margot aparentó un gesto de nauseas, tapándose la boca con la mano
El chico además de glotón y regordete era de piel limpia, y tenía el cabello dividido por una raya.
Impaciente, Margot golpeaba la punta de su calzado contra las baldosas del piso, a la espera de que el chico se alejara, pues el asunto no era con él
__¡La carne de burro no es transparente¡__, refunfuñó al fin, con ánimo de ofensa
El chico no se inmutó, ni tampoco  se sintió aludido, sino que con toda calma se terminó de chupar los dedos, y ayudó a su amigo a levantarse del suelo.
__¡Vámonos, compadre¡__le dijo, encogiéndose de hombros__, no vaya a ser que esta bruja nos convierta en sapo.
El salón estalló en vítores, y los birretes fueron lanzados al aire en medio del tintineo de las copas golpeadas unas contra otras.
__Ey, te andaba buscando__
Una chica que sujetaba con sus manos los faldones de su toga para no tropezar corrió hacia ella.
__Permíteme___
La chica además de un párpado caído, tenía el rostro excesivamente cubierto de maquillaje, y con el birrete aún puesto y las cejas perfectamente delineadas  parecía una muñeca de porcelana.
Margot se apoyó contra su hombro, y se ajustó la trabilla de su zapatilla.
__Te sucede algo?__
La chica creyó caer en cuenta, y quiso levantarle el ánimo con una broma
__¡Ah, perdiste la zapatilla¡__
Margot se ajustó el escote  con un movimiento tan natural de las manos,  que pareció como si estuviera colocando un par de  melones en su lugar.
__No__, dijo despectivamente, sacudiéndose las manos
__Me siento divinamente___, y  miró a su amiga a la cara, con un aire de altivez, entornado una de sus cejas delineadas, sin que el excesivo maquillaje de su amiga le mereciera algún comentario, e hizo una mueca de modelo con su cuerpo, y colocó su brazo derecho en forma de jarra sobre su cintura, donde a su vez su amiga metió el suyo, y ambas golpearon a un tiempo sus glúteos con sus caderas, y chocaron sus manos en el aire, sonrientes en medio de los flashes de las cámaras y del jolgorio de la celebración.

Pescador

Relatos FM

Una historia verdadera


Se llamaba Turco el perro que tenía en una pequeña casita de campo cerca del pueblo en donde vivía. Era de raza "perro de agua", muy pequeñito y muy peludo con largos rizos. Lo apreciaba mucho porque lo había criado mi padre  y, una vez que falleció, dolorosamente tras una larga enfermedad, yo lo cuidaba como "algo de mi vida". Sí, todos los días iba a verle por la tarde y a darle de comer; él ya me esperaba con ganas de juego, casi siempre alegre, el muy buenetón.
En fin, lo que ocurrió es que... una de esas tardes al acercarme a la casita no oía sus ladridos y me extrañé mucho. Me puse nervioso y los latidos de mi corazón se aceleraban más y más. Cuando me lo encontré estaba sin moverse, y de él se desprendía un chorro de sangre. Quise hacer algo pero ¡ya era tarde!: ¡estaba muerto!. ¡Oh no!, no sé quién  podría haberle hecho eso; al momento,  me dí cuenta de que faltaban bastantes cosas y que uno o varios ladrones habían entrado saltando la valla, seguramente por la noche. ¡Qué duro!, ¡cuánta crueldad!; no les fue suficiente con robar, sino que mataron a Turco, tan inocente que era y tan pequeño. ¡Lo mataron!, y ¿por qué?
Unos días más tarde ya se lo dije a un amigo, puesto que me veía triste;  y él quiso animarme, claro, era normal. También, en tal intención, me propuso que escribiera un nuevo relato –algo a lo que yo estaba muy dedicado– para un concurso que decía que se convocaba en Montefrío... –¡siempre estaba bien informado!–.
–  "No sé", le contesté mirándole a la cara con cierta incredulidad, y seguido de:                       
–  "Mi relato no es más lo que se puede imaginar de lo que no existe, o contar lo que no ha pasado, o contar lo que no se ha vivido...; creo que es como relatar algo que no ha pasado, como apartar la vida por atender lo contrario. Lo que yo quiero es coger la piedra que nadie ha cogido o, bien, regalar la flor que nadie ha valorado porque, al fin, encuentro lo que ahí solo estaba: encuentro lo que no contaba para nadie que cuenta, el contarse vivo no encontrado. Sí, yo solo quiero contar algo de Turco, que fue muy valioso para mí". 

Andaluz

Relatos FM

Descanso


Estoy acá, sentado; ensimismado, aletargado; me perplejo en observación de mis miedos: pensando en seres desahuciados, mientras veo cabezas rodar por el piso llenando los campos de sangre. Me piden dulces – dulce o truco – les contesto – truco –. Ellas brincan, las cabezas, no sé cómo, si no tienen cuerpo – rió –. Son las 12 de la noche del 31 de octubre, han sonado unas cuantas pipas explosivas. – tendremos que volver a destruir la escuela – dice una de las cabezas.

Las puertas de madera de color verde, están de par en par; y la llorona grita – ¿dónde están mis hijos? – No me asusta ni entorpece mi sueño; a veces, hablo con ella: le pregunto – ¿dónde están sus hijos? –. A veces, le aseguro con firmeza, le afirmo – sé donde están tus hijos.

Soy el asesino sin nombre, tengo 14. No sé, los años de las cabezas que me siguen – dulce o truco –. Les hice el truco. Ahora tengo terror de mí, de mi arma aquella que me enseñaron a utilizar a los 12 años, mis amigos camuflados. – ¡Qué mi mano la lleve a mi cien! – ¡Grito! Mi mano está sola, ella me señala, me mira roja y dice – está noche, antes de la luna –. Es hora, pero de un instante familiar de mis deseos de naftalina. Mi mano se despierta por la mañana. Sucesos que me llevan a avistamientos, ojos horrorizados.  – Mi miedo será el tuyo – le digo a mi amada uniformada. La excitación se llenara de actos ajustados a revoluciones falsas.

Yo fui alguien totalmente extraordinario, no superfluo, sólo un hombre admirable, pero ahora estoy muy miedoso, sumamente miedoso, no suicida, tan aterrado: erizada mi piel, mis ojos desorbitados, purpúreos, irritados y llorosos. Mis sentidos se agudizan con la observación de mi mano, no me pertenece ¿le pregunto? – Qué haces, qué piensas –mi mano disfrazada de montes y de bala, no respondía, arrugaba su palma en forma de regaño; sus callos eran suspicaces me infringían una mirada inquisidora.

Más estrellas rojas caían del cielo como si fuera un holocausto. Un sueño, pero sé que lo que vi, es real, es tan verídico y ridículo: una muerte, la mía; lógica incomprensible de la luz salvadora. Pasos, muchos pasos, un reloj – Tic tac, tic tac –, risas. Investigaciones de los otros. Los asesinos escaparon con indiferencia. Solo un gatillo, como guillotina, cabezas rodantes.

Los rostros lloran y rió. Un secreto una consecuencia. Mi dolor de estómago desapareció como mi delirio de persecución: un defecto de pierna, lleno de minúsculas hoyos; huesos rotos; bordes de piel que se entremezclan con los guijarros de pared. No espero familiares ni aullidos de gatos, por primera vez estoy cuerdo y no recuerdo a mi familia, la única que conocí en aquel monte, está podrida.

Me acuerdo que los sucesos sencillos me satisfacían: ver caer la caída del agua o sólo brincar un grillo. Me paraba cada vez que una culebra pasaba por entre mis botas y sonreía por su despreocupación, nunca saque el machete para matarla, aunque muchas cabezas rodaron por su filo. Pero ahora, la tranquilidad es terrible porque mi brutalidad estuvo llena de existencia. La juventud se confundió con mi vejez y no fui viejo ni tampoco joven, menos niño, solamente un bloque de carne armado.

Estoy ahora pulcro, aunque sucio. Los retazos de mis vestidos; mi pasividad, mi serenidad me delatan y revelan mi mano que volvió a hacer mía, después de pegarme algunos regaños. Sé que mi razón es una cuestión estúpida pero miro la cascada de agua, saltar al grillo y una culebra alegre pasar bajo mis botas mientras desaparezco, acompañado de los hijos de alguien que llora – difuso estoy –  en la totalidad de mi selva.             
             
Leonardo

Relatos FM

Tiempo de callar


Le he pedido al silencio que me acompañe en esta historia, al reloj que se detenga, a la soledad que me arrope, a mis ojos que no escondan las lágrimas. Mi corazón clama, pero clama en silencio y pongo la mano sobre mi corazón para garantizar la autenticidad de cuanto diga de mis ascendientes.
Fusilado por su silencio
Hace 72 años se cometió un asesinato, murió Félix Benito, su acusación fue pertenecer a un cuerpo que hoy se respeta, La Guardia Civil Española, este hombre cumplió el 12 de julio de 1940, 40 años y 6 días después, el 18 de julio de 1940 fue asesinado.
De todos es bien sabido que La Guerra Civil Española que se desencadeno en España, un conflicto político, social y militar que se fraguo entre el 17 y el 21 de julio de 1936, fue una sublevación militar, apoyada por elementos conservadores del país, en contra el gobierno legalmente constituido de la II República de España.
Se suprimió la enseñanza religiosa y se prohibió la Compañía de Jesús, lo que causó profundo malestar en los sectores católicos. De este modo, la crispación política y social desencadenó una violencia creciente
Pero no para todos hubo un juicio justo, a Félix Benito lo mataron, antes de que fuera sometido a un juicio justo, era tiempo de callar, y había que asegurar que la única forma de que no hubiera ecos de la Guerra Civil Española era cometer una aberración contra Félix Benito, su muerte era el galardón por su silencio.
La madrugada del 18 de julio de 1940, lo fusilan en Derio, solían fusilarlos en grupos de 20 según cuentan algunos descendientes de los fusilados en aquella época, porque era la capacidad de aquellos autocares de color gris oscuro de la Policía de Asalto republicana.  Ahora sus restos están en una fosa común del cementerio de Derio, en Bilbao, donde no he sido capaz nunca de ir. Es demasiada la tristeza en la que sucumbo cada vez que pienso en hacer un viaje hacia allí, sabiendo que cuando pise aquel lugar, bajo mis pies no estará solo los restos de mi padre, sino de tanto y tantos inocentes.
He vivido muy rápido desde entonces y después de todo me he dado cuenta de que no se madura justamente después de una experiencia amarga, sino mucho más tarde, cuando ya forma parte de ti y puedes hablar de ello y  es ahora cuando tengo fuerzas para hablar de mi padre al que solo vi una vez.
Remontándome al pasado
Félix que así se llamaba mi padre era natural de Roa de Duero. Roa es una de las poblaciones más importantes que se asientan junto al río Duero en Burgos. Se emplaza cerca del límite provincial con Valladolid y Palencia, entre Peñafiel y Aranda de Duero.
Mi padre era carabinero en la Frontera de Gibraltar, pertenecía a la organización del cuerpo de carabineros de costas y fronteras para velar por el Resguardo de Rentas arancelarias y persecución de los defraudadores y así mantener una buena economía nacional.
Mi padre se casó en primeras nupcias con Josefa, de ese matrimonio nació un  niño, Félix, que murió con unos meses de vida.
Después nacieron dos hijos más, Matilde en 1927 y Víctor en 1929, pero al trasladar a mi padre a Algeciras y Josefa no pudo superar nunca la muerte de su hijo y vivió 6 años más.
Todos sabemos que para una madre es más fácil negar la realidad que aceptarla, la lucha por la supervivencia de un hijo y su puesta en escena en este cruel mundo es una conflagración tenaz, que exige un espíritu que nunca se agota y el suyo se agotó, la vela que alumbraba su corazón se apagó.

Los niños entonces se trasladan a Roa a vivir con los abuelos paternos.

Mientras mi padre seguía trabajando en la aduana y un día su corazón volvió a latir con un halo de ilusión, cuando vio en el coche del Cónsul Ingles en España, D. Jaime Russo O'Reilly y Dña. Antonia Gómez Buendía a una mujer que cada vez que la miraba, le hacía sacar una sonrisa, decir palabras entrecortadas, ese cosquilleo que te recorre todo el cuerpo, el miedo de expresar algo que haga que la persona que te mira se forme una expresión equivocada de ti, y todas esas tonterías que pasan cuando te enamoras.

Era Ana Andrade, mi madre, sentada al lado del chofer. Mi madre era natural de Ronda, provincia de Málaga.
Félix Benito y Ana Andrade, se casan en la Línea de la Concepción. Otra vez la vida de mi padre se llenaba de ilusión.
Poco después de su boda, trasladan a mi padre a Santurce, municipio español de la provincia de Vizcaya, perteneciente a la comarca de Bilbao y en el viaje de novios, mis padres paran en Roa de Duero y recogen a los hijos del  primer matrimonio de mi padre, Matilde y Víctor  y se los llevan a Santurce.
De su matrimonio en segundas nupcias con Ana Andrade nace un niño Félix y en plena guerra civil, en junio de 1937 el niño muere de neumonía, aunque el medico dice que es tosferina, muere en los brazos de su madre, el niño tiene 20 meses y 4 días y embarazada de mí, de 7 meses. Para esa mujer el dolor que laceraba todo su ser, no podía ser menguado con nada, nada la aplacaba, pero era fuerte y la Guerra Civil Española estaba en sus inicios.

Estalla la Guerra Civil Española
Estalla la Guerra Civil Española, al entrar los nacionales en Bilbao y considerarlo La Zona Roja, hace que  la gente huya por ideología política. Sin embargo, mi padre al ser militar tiene que quedarse allí y lo encarcelan.
Mis hermanos Matilde y Víctor fueron  llevados  por una vecina a Santander, con la abuela materna que estaba ciega, y mi madre Ana, ayudada por una vecina,  embarazada de 8 meses de mí, hizo una de las más importantes hazañas de su vida para salvar mi vida, adentrándose monte a través, sin pensar en los peligros que aquello pudiera acarrear y  se fue hasta San Miguel de Aras, en Cantabria, España. Y allí en la casa del cura, nací yo,  Ana María Benito Andrade, cuyos apellidos llevo con orgullo.
Allí viví  hasta que mi tío Víctor, hermano de mi padre, vino a buscarnos para llevarnos a Roa  y me bautizaron allí en la Virgen de la Vega patrona del pueblo.

Nos vamos a Gibraltar
Al cumplir once meses mi madre Ana Andrade decide irse a Gibraltar, pero económicamente no puede hacer frente a esta aventura y escribe al Cónsul, Don Jaime Russo, al que había servido durante años y este le manda 500 pesetas para que se vaya a Gibraltar con ellos, mi madre, mi abuela y yo.
Mis hermanos no, puesto que al ser hijos del primer matrimonio los tutores de ellos son los abuelos paternos y mi madre con gran dolor en su corazón debe dejarlos en Roa.
El cariño y la comprensión mutua cultivada entre mis hermanastros y mi madre, hace que toda la vida los vea como hermanos del mismo linaje.
A continuación, os muestro una foto realizada por un hijo de don Jaime Russo, hecha a mi  madre la cual está en el centro, a la derecha Matilde una compañera de mi madre.


Como conocí a mi padre
En la primavera de 1939, mi madre le escribe a mi padre y le dice que en el próximo viaje le llevaría a su hija Ana, la hija que concibió antes de ser encarcelado y no conoce.
Cuando Ana  conoce a su padre, para que su padre la cogiera en brazos la desnudaron entera y la registraron, un guardia de la prisión de Larrínaga que estaba en la puerta.
Recuerda que estaba oscuro y mi padre para contentarla le dio unas galletas cuadradas envueltas en papel de estraza y una naranja o mandarina.
No recuerda lo que paso con las galletas, cree que se las comieron en Santurce, pero la naranja no la soltaba, porque se la había dado, aquel Señor, que llevaba el nombre de papa, para ella esa palabra le hacía aferrarse a aquel cítrico, que debía pelar su abuela, y como estaba en Gibraltar, hasta que no llegaran no podía pelarlo para que lo comería, no recuerda más, el tiempo nublo el susurro de aquel recuerdo.
Verdeles anuncian muerte
Un día mi madre regreso a Santurce a ver a una amiga. Esta amiga tenía una lechería, y todos los días esta lechera, le mandaba la comida a mi padre, llevada por una señora que se había casado con un preso y se encargaba de llevar la comida a los presos.
Ese día para comer había verdeles. Mi padre siempre devolvía la tartera en la que se le llevaba la comida, escribiendo unas palabras de ternura y cariño hacia mi madre.
Ese día  los verdeles que llevaron a mi padre fueron devueltos intactos, la tartera ni siquiera había sido abierta. A Ana Andrade la tenían que decir que su marido había muerto, y la única forma era devolverle la tartera intacta.
Esta vez la única nota escrita la susurraba el viento, que anunciaba cambios, el aire que respiro mi madre mientras cogía la tartera entre sus manos sin abrir era la tristeza de un corazón desolado, que enterraba toda esperanza a un futuro mejor.
Esta es una foto que envió mi madre a mi padre en marzo de 1940 y él se la mando a mis hermanos en Roa, imprimiendo a bolígrafo, las siguientes palabras, sabiendo que estaba a punto de morir, para que esta foto no se perdiera.

-   Con mucho cariño os la dedica vuestra hermanita Ana-Mari y a vuestro padre, Félix.


Que fue de mí
Ana María Benito Andrade, estuvo toda su infancia en el  "Colegio de Huérfanas de la Guardia Civil", que se establece en la finca "El Juncarejo", en Valdemoro, donada por el Marqués de Vallejo, de quien recibiría su nombre.
La siguiente foto es del Colegio de Huérfanas de la Guardia Civil. Mi colegio.


La norma a seguir estrictamente, es que habría una hija de la caridad y una hija huérfana de la guardia civil siempre, para que dicho colegio no fuera nunca cerrado.
Al final de mi vida me he dado cuenta de que el ayer es el aliento que respiro cada día, a veces quisiera aferrarme a él para que no se me escapara de entre los dedos, agarrarme a él con tanta fuerza que el más mínimo desenlace le hiciera sangrar, sangrar como sangran mis heridas cuando revivo los recuerdos.

A mi padre decirle que:

Anhelo verte,
apesadumbrado mi corazón,
agacha sagaz su coraje,
miénteme para que pueda seguir,
que pudiste vivir tus sueños.
No me arropes con el desdén,
mis ojos llameantes se están apagando,
se apaga la voz cautiva, sedienta
esclava de la noche, me robas el sueño
fugaz el recuerdo,
laceras mi espíritu, pero te alejas,
soy prisionera de un pasado
mis lágrimas de fuego en frio de hielo
no esculpen tanta intensidad
mis devaneos psicológicos se adueñan de mi día a día
mientras la incertidumbre me acompaña como si fuera mi sombra,
grito de nuevo con un sonido resquebrajado
anhelo verte.


Ana María Benito Andrade en la actualidad


Ana María Benito Andrade, el 24 de mayo de 2003, con los hijos de su sobrino Félix. Félix es el hijo de Víctor, su hermano.
En la actualidad ella vive en una Residencia dirigida por los canónigos de la Catedral de Burgos, cuya organización interna es llevada por las Hijas de la Caridad.

Ann

Relatos FM

El paraguas


Ahora sí que estaba todo jodido, completamente jodido, pensaba el hijo mientras regresaba del entierro, a través del viejo camino de sauces llorones. La tarde era agradable, si así pudiera llamársele a una tarde en aquel sitio; las densas nubes que cubrían el cielo habían refrescado el ambiente a pesar del verano. El hijo miraba en silencio a su padre que caminaba a unos metros de él, por el costado opuesto del sendero. ¿Qué estará pensado, se decía, estará pensando en abuela? Pero no, el padre no pensaba en ella, pensaba, sin comprender por qué, y sin siquiera cuestionárselo, en aquella noche, la noche en que comenzó todo, y pensó en ello gran parte del trayecto, hasta que se cuestionó también por qué recordaba aquello justamente ahora, y se dijo que tal vez se debía al simple hecho de que fue el rostro de su madre el primero que vio en el hospital cuando recobró el conocimiento, el rostro lloroso de su madre cuando estaba aún semiinconsciente y rodeado de enfermeras y médicos y con el suero goteando lentamente y todo era impreciso. Ella le dijo algo entonces que él nunca pudo recordar, tampoco ahora en que solo recuerda esas cosas y recuerda también la última ficha que puso en la mesa antes de caer inconsciente. Era el doble seis, blanco, con sus doce puntos negros antes de la nada. Después solo el frío del salón y el rostro lloroso de su madre y el médico que preguntaba si era la primera vez; entonces alguien dijo que sí, su padre tal vez. Y el médico, solo entonces, porque los médicos tienen su prudencia o su ética, dijo lo de la hipoglicemia; nada de qué preocuparse, pero habrá que hacer ciertos análisis. Eso dijo mientras el suero tic, tac, seguía goteando bajo el frío del salón, un salón gris, como esa tarde de finales del verano, tarde extraña, pensaba el padre mientras sentía una gota de lluvia sobre el hombro que le recordaría el incesante gotear del suero mientras miraba a su hijo al otro costado del camino y recordaba que apenas tenía un año cuando sucedió aquello. Era una criaturita inocente que gritaba por las noches y se revolcaba en sus excrementos y balbuceaba algunas palabras, y tuvo miedo de morirse aquella noche porque su hijo era pequeño e indefenso y ya decía papá y no sabía tantas cosas, en eso pensaba mientras los sauces lo protegía de la posible lluvia, en eso y en lo inútil de todo, de la vida, de los recuerdos, del amor al hijo que ahora también era un inútil y que lloraba por su abuela, esto pensaba, sin saber que el hijo no lloraba por ella o no solo por ella, sino, sobre todo, porque comprendía que ahora todo estaba jodido y porque recordaba el día en que sus padres se separaron. Él tenía seis años, pero aún recuerda todos los detalles, el vaso contra el piso rojo y blanco, el líquido corriendo por entre las uniones de las baldosas, y él detrás de las cortinas para recordarlo todo, como si solo quisiera eso, verlo y recordarlo todo, como si comprendiera que un niño de seis años solo puede hacer eso, recordar, aunque no entienda demasiado. Porque aún tiene grabada la imagen de su padre tirándolo todo y la imagen del llanto de su madre y de la sangre corriendo por su boca cuando la golpearon. No se movió de detrás de la cortina, no por miedo, no porque lo supiera todo; solo quería recordar. Y ahora recuerda y también sabe, por eso llora mientras toma el mango del paraguas y piensa que la lluvia es inevitable, porque el aire huele a tierra húmeda y piensa que ese agua va a penetrar en la tumba de su abuela y va a mojar su cuerpo reciente, y piensa también en la tarde, igual de gris en la memoria, en que alguien de la escuela le dijo que su madre era una mujer mala y tuvo que romperle la cara a puñetazos y el regaño de su madre mientras él le explicaba y la expresión de su padre mientras apretaba fuertemente la muleta. Eso fue un tiempo antes de separarse, pensaba, cuando su padre comenzó a tomar con más frecuencia y ya le habían amputado los dedos del pie. Tenía unos cinco años y aún no entendía muy bien qué era la Diabetes mellitus, pero le sonaba a algo desagradable, como los monstruos reptantes de sus pesadillas. Una noche, antes de la separación, el padre llegó a la casa y tocó muy duro a la puerta, la madre le gritó que abriera con sus llaves, pero él siguió golpeando con el puño. Iba a decir algo cuando le abrieron, pero tropezó con el primer escalón y casi cae de bruces al interior de la casa. Al hijo le dio gracia, pues le recordó los muñes de la tarde, un tipo llega y la coge con el bueno de los muñes y lo persigue por toda la pantalla y se hincha de ira y sigue corriendo y se cae y los ojos se les llenan de venas rojas como los ojos del padre, y el niño no puede evitar reírse y entonces el padre lo ve y lo insulta y sus ojos se vuelven aún más rojos y grandes y desde entonces el hijo tiene miedo de mirarlos y cada vez que el padre lo mira así él cambia la vista, como la vez en que le dijo a la madre que la había defendido en la escuela porque todos decían que era mala y la vez que el padre lo descubrió espiando tras las cortinas para recordar o como ahora en que él miraba al padre y lo veía por primera vez viejo y cansado, una mano sobre la muleta inseparable, la otra intentando partir una rama seca de sauce; era un viejo sauce que se hallaba al final de la fila de árboles y que estaba muerto desde hacía tanto tiempo que nadie recuerda si alguna vez tuvo vida. El padre miraba ahora la rama marchita, sin detenerse, como arrastrado por la multitud. A quién se le ocurre tener un árbol seco en medio del cementerio, se decía mientras golpeaba instintivamente con la rama las tumbas a su paso e iba leyendo nombres y fechas por puro divertimento. Siempre le gustó leer las lápidas de los sepulcros, siempre buscar, por ejemplo, quién era el más joven de los muertos, quiénes murieron el mismo día, quién fue el último en morir, pero siempre sin detenerse demasiado, siempre por azar, como la vida, pensaba. Así estuvo hasta que pasó frente a la tumba de su padre; no se detuvo tampoco en ella, pero dejó de golpear. 30 de noviembre de 1932-1 de octubre de 2010; no era el más joven, tampoco era el último cadáver (el último cadáver era su madre), solo pensó que la tumba era hermosa y que sus padre pidieron ser enterrados juntos. Pero no tenía dinero para alquilar algo tan lujoso y entonces pensó, mientras dejaba atrás la tumba de su padre, en el día en que este le gritó que no tendría dinero siquiera para morirse, que todo se lo bebía, que no le importaba nada y recordó también cuánto se rió cuando le dijo al padre que para qué quería dinero cuando se muriera si ellos, sus padres, le pagarían todo. Ahora recordaba esas cosas y se decía que debió ser de ese modo, como siempre lo supuso, morir antes que sus padres, borracho y feliz, como siempre decía, porque es mejor vivir tres años como uno quiere que vivir toda la vida jodido por una enfermedad de *****. Pero ahora estoy aquí, todavía me queda mucha vida, se decía sin demasiada convicción mientras miraba todo a su alrededor porque, en el fondo, pensaba que estas cosas las verían otros nuevamente, no él, en el próximo entierro, y miró entonces las tumbas, unas tenían cruces o angelotes, otras, pequeñas piedras o fotos o búcaros con flores; la tierra estaba húmeda e imaginó su cuerpo descomponiéndose bajo ella, siendo devorado lentamente hasta ser solo huesos pulidos y recreó en su mente el momento en que su hijo exhumara sus restos e imaginó los rostros, entre sorprendidos e irónicos, de los sepultureros cuando no encuentren los pequeños huesos de su pie derecho y a su hijo, tan inútil como siempre, sin saber qué hacer con tanto hueso y mirando a los sepultureros para que le expliquen todo; así pensaba mientras llegaba a la puerta del cementerio y miraba a su hijo que aún no había abierto el paraguas a pesar de que ya las gotas de lluvia se habían vuelto más frecuentes, y creyó ver que el muchacho lo miraba con odio. Pero no, no era odio, sino miedo, porque ahora, pensaba el hijo, sin los abuelos que lo protegieran y que sustentaran la casa, todo se había jodido. Y pensó entonces en irse para siempre, pero a dónde si no tenía a dónde ir y tal vez el padre después de todo lo perdonara, si es que acaso él tenía culpa de algo y, tal vez, ahora que eran solo ellos dos en la casa, que no había nadie más con quién conversar o discutir o vivir, tal vez ahora lo aceptara, porque era momento de consuelos o de pensar o de algo, se decía, al menos un tiempo las cosas han de ser tolerables, hasta que yo pueda mantener la casa, eso, o hasta que él entienda que solo quedamos nosotros, o hasta que yo piense mejor los cosas, que ahora la muerte no me deja pensar como es debido, o hasta que algo pase, o hasta que él se muera, se decía mientras caminaba fuera del cementerio y este último pensamiento lo asustó y le hizo sentir un escalofrío a través de todo el cuerpo que ahora, entremezclado con la lluvia que caía decidida sobre todo, se hacía más intenso. Entonces abrió el paraguas. Todos comenzaron a dispersarse impelidos por el aguacero, buscaban refugio en los autos que aguardaban en la carretera, subían y se hacían borrosos tras los cristales mojados. Entonces vio acercarse a su padre y ambos se guarnecieron bajo el paraguas. El padre abrió la puerta del auto de alquiler y el chofer lo miró con cierta incomodidad pues estaba todo mojado. Ambos fingieron no percatarse de ello, subieron al asiento trasero. A la casa, dijeron a dúo. 

Betelgeuse

Relatos FM

El pájaro


Aquel 12 de abril mis primos celebraban su veinticinco aniversario de bodas. Habían congregado a la familia en su bonita casa de piedra, situada en un pueblo de la serranía conquense. Nos reunimos todos en el jardín, donde iba a tener lugar la comida, servida por un afamado restaurante de la zona.
Mi prima estaba realmente guapa, con su vestido blanco de lino, y su marido, , la miraba con satisfacción. Ella tenía una tienda art déco y él era abogado de una asesoría jurídica de renombre, que trabajaba fundamentalmente con inmobiliarias. Les iba bastante bien. Hace dos años sucedió un percance que nos hizo temer por su matrimonio, e incluso llegamos a pensar que esta celebración, en la que estábamos ahora todos volcados, no sucedería nunca.
Norberto, mi primo político, había tenido un affaire sentimental con una chica eslovena, que trabajaba en la asesoría como intérprete de ruso e italiano. Esto, obviamente, supuso un revés casi definitivo para mi prima, que siempre imaginó que su matrimonio estaba vedado a cualquier contratiempo. Sin embargo, lo hablaron y, al parecer, llegaron a la conclusión de que no merecía la pena desperdiciar los buenos tiempos pasados por una eventualidad. La eventualidad, pues, desapareció de sus vidas y las aguas volvieron a su cauce.
Mis primos se casaron cuando ambos tenían veinte años y, desde luego, no debe de ser nada fácil mantenerse en lo alto de la ola durante tanto tiempo. Yo los había tratado mucho, desde el principio de su relación, aunque en la época en que sucedió aquello, nos veíamos con menos frecuencia. Cada uno tenía su casa y sus cosas. Yo vivía en Madrid y, aunque no me había casado, me mantenía  ocupada con mi vida social y cambiando de pareja, aproximadamente, cada año y medio. Era el tope que mi corazón aguantaba ocupado con una misma persona. Esto también me había distanciado de Eva, quien me recriminaba mi superficialidad. Supongo que en el fondo lo que le molestaba era mi falta de compromiso, tan exacerbada en su caso. Cuando en alguna ocasión lográbamos hablar de ello, yo le afirmaba que me parecía más honesta esa actitud que la de muchos matrimonios, que se la pegan el uno al otro en cuanto tienen ocasión. Eva, entonces, parecía escandalizarse y me respondía que de ningún modo tenía que ser así. Yo la tachaba de ingenua, hasta que acabábamos cambiando de conversación. Pero en el siguiente tema, pretendidamente neutro, que escogíamos para seguir hablando, el enfado permanecía incólume en nuestras cabezas.
Pasado el tiempo, cuando conocí lo que había sucedido, nunca le reproché nada ni llegué a mencionarlo siquiera. Sólo una vez pensé que quería hablar abiertamente de ello, pero enseguida me di cuenta de que lo que intentaba en realidad era conocer hasta qué punto sabía yo lo ocurrido y si Norberto me había contado algo que ella pudiera desconocer. La familia se preocupó bastante; todos barajaban diversas causas, buscando aportar posibles soluciones, y mi tía enfermó de veras de tanto predecir las consecuencias que tendría una separación sobre el niño y, un poco también, sobre el patrimonio familiar, como solía denominar a cuanto tenía que ver con su hija. Pasamos unas semanas de incertidumbre hasta que todo pareció reconducirse a la normalidad, e incluso hicieron planes que relataban con un entusiasmo desconocido para quienes, sin embargo, nos felicitamos por el buen sentido que ambos habían inferido a sus vidas. Y aquí estábamos, celebrando nada menos que veinticinco años de feliz unión, porque ¿quién no tiene algo que le gustaría borrar de su vida, algo que, paradójicamente, la hace aún más irrenunciable que cuando se presentaba como impoluta?
Habían tenido un único hijo, que acababa de cumplir diez años y que se llamaba como su padre, aunque todos le decíamos Berto, precisamente para diferenciarlo de él.  Mi tía estaba orgullosa de que sólo hubieran tenido uno y así  no escatimarle nada de lo que ella consideraba importante. Yo creo, sin embargo, que seguía temiendo una posible repercusión de algo más grande en sus vidas.
Estábamos terminando el postre y mi primo nos convocó haciendo sonar la copa de champaña con su cucharilla.
Vamos a ver, familia, ¿de cuántos coches disponemos? Suficientes ¿verdad? He pensado que podíamos subir a T.  que en primavera está precioso.
Mis tíos objetaron que no les gustaba conducir de vuelta a casa de noche. Otros de mis primos adujeron directamente que tenían que regresar a Madrid. El caso es que sólo quedamos los celebrantes, sus hermanos y yo. Me dijeron que, en vez de llevar yo mi coche, fuera en el suyo, así le haría compañía a Berto. Accedí de inmediato, si algo no me apetecía en aquel momento, era conducir.
Montamos en el Audi, ellos dos delante y nosotros en el asiento trasero. Cuando ya habíamos empezado la marcha, un golpe seco nos hizo mirar hacia el cristal. El espectáculo no era bonito, por lo que me lancé a tapar, todo lo rápido que pude, los ojos del niño. Un magnífico Martín pescador de plumas doradas y cabeza azul, se había estrellado contra el cristal y permanecía enganchado por el parabrisas. La impresión al contemplar sus ojillos mirando hacia nosotros, hizo que mi primo detuviese el coche y bajara para quitarlo de nuestra vista. No obstante, un manchurrón de sangre dejaba  recordatorio de lo sucedido. Norberto nos instó a que bajásemos también. Le dijo a su mujer que lo llevaba de vuelta al garaje y que iríamos en el todoterreno, que sólo él usaba para ir de pesca con los vecinos o amigos.
Estas cosas son de mal agüero y no quiero que Berto tenga presente al dichoso pájaro.
Eva no se mostró condescendiente. Eso es superstición, a Berto se le pasará. Creí oír que añadía por lo bajo como a mí. Sin embargo, mi primo no cedió y nos quedamos allí, esperando. Yo, mientras, intentaba entretener al niño, que preguntaba qué clase de bicho era. Seguro que tenía familia y, ahora, su padre ya no está. Aquello me sonó a conversaciones largas y tediosas y a veces encrespadas que él mismo había tenido que escuchar tiempo atrás, en su casa. Para ganar tiempo, le hice recoger un ramillete de margaritas que ofreció a su madre, hasta que su padre llegó  con el todoterreno imponiéndose a la carretera. A Eva, este coche no le gustaba, le parecía que iba subida en un trono y ella, a pesar de su bonita casa de campo, prefería las cosas que tenían que ver con la ciudad.
Todo parecía volver a la calma cuando Berto, en mitad de una curva, vomitó un poco de comida. Yo me había dejado el bolso en casa de Eva y a ella se le habían olvidado los kleenex.
Mira en la guantera. Le indicó su marido.
Eva la abrió y se puso a revolver. Parece mentira, un sitio tan chico y no se encuentra nada. Cómo se nota que este trasto sólo lo manejas tú. Le recriminó de forma cariñosa. Norberto permanecía absorto en la carretera, mientras Eva seguía revolviendo. De repente paró, se giró hacia su marido y luego hacia mí. Vi que en la mano llevaba algo más grande que un pañuelo de papel. Había estado doblado en dos, pero Eva lo mantenía extendido con el dedo índice. Apenas podía yo distinguir su contenido, pero, sin duda, se trataba de una carta escrita con letra menuda, seguramente de mujer.
No me lo puedo creer, repetía para sí mi prima. ¿De cuándo es esto, Nor? Qué hábil no haberle puesto fecha.
Mi primo seguía la dirección de la carretera con los ojos fijos en algún punto preciso, y, sin embargo, pienso que no veía nada de lo que parecía mirar.
¡Nor! Gritó mi prima. ¡Para, para de una vez! Incluso intentó agarrarle el brazo, pero él se soltó dando un tirón.
Por favor, está Berto... Apelé yo sin tener un criterio cierto de si debía intervenir o no. Eva se volvió y con una media sonrisa murmuró No creo que le importe eso mucho, ni ahora ni antes. Sin que hubiese terminado la última palabra, Norberto frenó de golpe. El niño y yo dimos un bote que nos descolocó, echándome encima de él, pero no protestó ni yo dije nada. Los cuatro nos quedamos mudos. No obstante, la más intimidada parecía ser mi prima.
Vamos a dejar esto ahora, susurró apenas, dejémoslo para luego.
Tú lo has empezado y ahora lo vamos a acabar. ¿Que está tu prima y el niño? Tú lo has dicho  ¿qué importa?.
Reaccioné. Cogí a Berto de la mano, aunque ya era casi tan alto como yo, y nos bajamos del coche. Le acerqué al mirador de la carretera y, en la curva de abajo, me pareció divisar el coche del hermano de Norberto. Cuando casi llegó a donde estábamos, le hice señas con los brazos extendidos hasta que se detuvo.
Creíamos que ya estaríais en T. Nosotros hemos tardado en salir. Explicó ella.
¿Podemos ir con vosotros? Pregunté a través de la ventanilla, a la vez que abría la puerta trasera. Metí a Berto y luego entré yo.
¿Problemas con el coche? Si queréis, podemos esperar todos juntos a que llegue la grúa. Continuó diciendo.
No, déjalos. Y, acercándome a ellos, desde el asiento de atrás, imposté un tono confidencial más grave, después de veinticinco años, tienen derecho a un poco de intimidad ¿No creéis?

Edulis

Relatos FM

Reversión


No es cierto que al final del túnel se vea una luz blanca, de hecho, cuando caes, no da tiempo a ver nada, si acaso la cornisa disminuyendo de tamaño cada vez más y eso si caes de espaldas.
Mientras caes, no da tiempo a que pase toda tu vida por delante. No en mi caso, que eran sólo cuatro pisos. Yo no digo que no suceda si se hace desde un rascacielos; desde allí seguro que hasta se puede planear un poco y ralentizar la caída para que los recuerdos hagan acto de presencia y tengan tiempo de pasar por completo.
Creo que el peor momento es el instante preciso en que el pié está todavía sobre algo estable pero notas que el centro de gravedad de tu cuerpo está ya sobre el vacío, es decir, cuando el cuerpo entra en desequilibrio. Justo ahí sabes que ya no hay vuelta atrás, a menos que aparezca Superman y te salve; o Batman, o Spiderman. Me da igual, no tengo preferencias.
Desde que te decides a hacerlo, hasta que te subes al antepecho de la terraza puede pasar una hora, o veinticuatro; incluso días. En ese intervalo de tiempo es cuando, de verdad, se pierde la noción del tiempo... y sí, todos los recuerdos de tu vida se empeñan en desfilar por delante de ti. No resulta nada agradable porque el sentimiento de culpa, junto con la depresión, oprime tanto el pecho que parece que el corazón se te vaya a parar, o a estallar; eso depende de caracteres. Ustedes ya saben a lo que me refiero... ¿A quién no le han roto alguna vez el corazón? ¡Pues a mí ya no me lo van a romper nunca más!
Todavía recuerdo como la cena había sido tan agradable como inesperada. Tan sólo el postre me sentó mal: un "te dejo" suave y frío como una Mouse de chocolate. No sólo me dejó con el corazón roto en mil pedazos, también con la cuenta y allí tirado, en el centro del restaurante, sojuzgado por todas aquellas miradas extrañas e inquisidoras. Solo, me dejó solo.
Ahora sé que nunca debí atender aquella llamada. A las once de la noche, los teléfonos no dan más que malas noticias.

Saluditero

Relatos FM

Una plegaria de fuego


¿Por cuánto dinero estarías dispuesto a morir? ¿Qué valor le asignarías, usando números y cifras exactas, a tu existencia en este mundo? Si respondes «ninguna», no me será difícil demostrar que mientes, aunque puedo entender por qué lo piensas. Al fin y al cabo, el dinero no sirve de nada a los muertos. Sólo en vida éste podría tener algún valor, ¿no es así? ¿No está acaso escrito en la Biblia de Occidente «de qué le sirve a un hombre ganar el mundo, si pierde su alma»?

Aún así, te repito que estás equivocado. Tu existencia probablemente tiene un precio, sólo que no lo conoces. Algún día conocerás las condiciones necesarias para que tal transacción sea tan concebible como posible. No sólo te transformarás en un producto, sino que tu valor será menor del que hubieras imaginado.

¿Sigues dudando? Imagina un escenario donde sacrificarte a ti mismo por alguna suma necesaria para salvar a un ser querido o, para financiar una noble causa de ser imprescindible para la misma. Perfectamente argumentarás que no lo harías por el dinero, sino por el ser querido o la noble causa. Esto es sólo un juego de palabras.

Al final, al elegir morir por una cantidad, has puesto precio a tu vida. Es paradójico, pues jamás disfrutarás de los beneficios adquiridos, pues no te servirán a dónde vas. Pero aún así mueres por una cifra: unos números en papel que otros podrán aprovechar. Puedes consolarte, al menos, con el pensamiento de que semejante suma habría de ser grandiosa porque tu vida es incuantificable, así que el número habría de tender a infinito.

Siempre tendrás una alternativa, se diría, si la cifra es lo bastante pequeña, de conseguirla por otros medios. Podrás vivir con la fantasía de que eres, para fines prácticos, imposible de comprar que, excepto en situaciones extremas, escenarios hipotéticos creados sólo para probar lo erróneo de tu convicción, jamás venderías tu propia existencia por una cifra que pudieses adquirir en vida.

Sólo puedo decirte a ti, a ese ser que se considera de valor incalculable, a ese ser que no puede ser comprado, a ese ser que trasciende lo material, que le envidio. Le envidio terriblemente pues, hoy me ha tocado ver que mi precio será el de sólo unos pocos dinares.*

No creas que me he vendido sólo por el valor de las monedas en sí mismas. Como tú, tengo una excusa que lo justifica, pero bien sé que el resultado sigue siendo el mismo. En retrospectiva, me será fácil entender que la suma por la que voy a morir es realmente miserable y que, en retrospectiva, no valdrá la pena. Si las condiciones fuesen otras, sin duda haría el doble en menos de una jornada laboral. Aun ahora, si mi muerte no fuese ya inevitable, obtendría una cantidad comprable al cabo de unas pocas semanas.

N. del T.:
* Con dinar aquí se refiere al dinar tunecino, la moneda oficial de Túnez.



Pero el destino ha determinado el precio de mi vida. Ahora ya no puedo sino morir por menos del valor de unos pocos instrumentos de medida, y esto por mi propia elección. Habrás de preguntarte ¿Por qué no elegí vivir? ¿Por qué sacrificarlo todo por tan baja cantidad? Pues para que puedas entenderlo, tú y todos los demás, mi madre y mi hermana, he de explicar aquí mi razón.

Cuando era niño, se me dijo que Alá tenía un plan para todos nosotros, mi destino ya estaba escrito. Soñé con grandes logros y con realizar grandes hazañas y me dije: si Él había puesto esta ambición en mí, necesariamente es porque había ya estado destinado a satisfacerlas. Supuse que era un siervo devoto y me sometía a su voluntad, se llevaría a cabo el plan celestial y yo obtendría lo que había estado predispuesto a desear.

Por esto jamás entendí la naturaleza del Du'a**. ¿Qué se le puede pedir al Ser Supremo más que se cumpla su voluntad?. Si su plan es perfecto, ¿habría acaso algún sentido en pedir que lo altere porque en nuestra perspectiva imperfecta nos encontramos insatisfechos? El acto de la súplica me pareció vano y arrogante.

Pero a medida que fui creciendo para ver mis sueños disolverse y desaparecer, me encontré, una y otra vez, suplicando. Cada vez que sufría una injusticia, cada vez que se hacía evidente que mi destino glorioso era una mera ilusión infantil, cada vez que la realidad destrozaba mis esperanzas, supliqué. A pesar de las contradicciones, supliqué, a pesar del absurdo, supliqué. Me pregunté una y mil veces qué clase de plan habría de ser éste si permite que nazca un ser como yo, de infinitas ambiciones, sólo para que pudiera verlas destrozadas una y mil veces. Si Dios hubiese querido que pasase mi vida en humillación, ¿por qué no me había hecho un mediocre? ¿Por qué habría puesto en mí los deseos de volar a los cielos cuando mi destino era el arrastrarme entre la mugre y el fango?

Le supliqué, le supliqué que cambiara mi destino. Le supliqué que me devolviese mi dignidad, a pesar de que era evidente que estaba escrito que habría de vivir mi vida en las sombras y en la miseria, siendo el hazmerreir de mí ciudad, tolerando las infamias de aquellos a quien Alá mismo le otorgaba poder sobre mí.

La última, la más terrible, fue aquella que ocurrió en la mañana de hoy. Por haber pedido un préstamo para adquirir mercancía, fui incapaz de pagar el rshuä*** a los oficiales que constantemente nos acosaban. Tumbaron mi puesto, se llevaron mis balanzas, me abofetearon, me escupieron e insultaron a mi difunto padre.



N. del T.:
** El Du'a es una oración que consiste, en la tradición musulmana, en suplicar ayuda a Alá. Se diferencia de la oración ritual (Salat) en que la primera es una oración personal que apela directamente a una relación entre lo humano y lo divino.
*** Soborno semanal



Fue allí cuando finalmente lo entendí. Derrumbado en el piso ante las mofas las burlas de los agentes del gobierno me di cuenta que todas mis acciones hasta hoy habían sido Du'as. El hecho de que tratase de montar un negocio, de tratar de enviar a mis hermanas a la universidad, de tratar de honrar el nombre de mi familia, de ser más que un mediocre y un vagabundo, eran todas plegarias. Estas plegarias no estaban hechas de palabras, sino de acciones, pero el fin era el mismo. Eran súplicas para que mi destino cambiase. Eran ruegos miserables de alguien que pensó que, si se había de trabajar duro, de realizar un esfuerzo imposible, un milagro habría de suceder y lo que ya estaba escrito podía alterarse.

También me di cuenta de que todas las acciones humanas eran plegarias. Todos nuestros actos son medios para buscar aquello que deseamos, a pesar de que sabemos bien que el hecho de que si se nos dará o no estaba escrito incluso antes de nacer. Todo lo que hacemos lo hacemos en nuestro vano intento de que Dios cambie su plan divino, un acto de rebelión contra la perfección universal y además, una súplica vana. Muy vana, y lo sabemos bien, pero no podemos evitarlo. Aunque es absurdo, no podemos evitar rezar. Aunque es un pecado, no podemos evitar pedir.

Así que, en función de esto, ahora voy a hacer mi última plegaria. El Gobernador ha rechazado verme, se han negado a devolver mis balanzas. Sé que es Dios mismo negándome mi petición y pidiendo que cumpla mi destino de vivir en la humillación y la miseria. He amenazado con quemarme vivo si no se me atendía. Ahora he de cumplir con mi palabra.

Me han dicho los sacerdotes que si Dios no responde al rezo, es porque no se le ha pedido suficiente. Que el tiempo de súplica no ha terminado. Que quizás no oré con suficiente fuerza.

Pues si es así, ahora haré la mayor de las oraciones. Me inmolaré a mí mismo y así mis llamas elevarán mis cenizas hasta el cielo. Allí, entregaré mis pegarías personalmente. Miraré al rostro de Alá y suplicaré por última vez: «Dios, ten piedad».

Como ves, en perspectiva, moriré por sólo doscientos dólares, por el cambio de tu bolsillo. Pero también espero que veas que el dinero no fue importante por sí mismo. Que en realidad mi razón para morir es para realizar una plegaria. Que muero para rogar no volver a ser humillado jamás. Muero para pedirle a Alá, en Su infinita misericordia, que se apiade de mí y que apague el fuego de mi ambición y el de mi orgullo. Que me deje descansar. Que me dé en mi último instante lo que siempre me negó, un ápice de dignidad humana. Que me deje ser, al menos justo antes de morir, lo que Él me hizo creer que siempre sería: alguien digno de Su atención.

Es poco importante que existan otros caminos. Es irrelevante que me pidan seguir viviendo, pues tanto mi vida como mi muerte serán al final lo mismo: una plegaria a Dios. Dará igual si la hago a través de una vida larga y tortuosa, o aquí, con el fuego. Dará igual porque todo está escrito, porque todo es perfecto. Dará igual porque aunque sé que es así, lucharía para cambiarlo. Daría igual, porque aunque lo sé inútil, me encuentro una y otra vez alzando una plegaria que nunca acaba de terminar. ***

N. del T.:
*** Mohamed Bouazizi fue un joven tunecino, vendedor ambulante, que se suicidó quemándose públicamente en protesta por las condiciones económicas y el trato recibido por la policía. Su inmolación desató la revuelta popular de 2010 y 2011, que provocó la huida del dictador Zine El Abidine Ben Alí e inició la serie de rebeliones en el Medio Oriente que luego se dieron a conocer como la «Primavera Árabe».

Carlos Antonio

Relatos FM

Licor de lava


-   ¡Silencio señores!

La inmensidad de la sala bullía en rumores que habían llegado a anegar la atmósfera de la descomunal cúpula, como si una superposición de letanías se agolpase sobre la Asamblea. Murmullos superpuestos jugueteando con los átomos del aire en vibración, en frentes de olas que rompían contra las paredes curvas de aquel inmenso edificio esférico. Lo que, en un principio, fue un zumbido susurrante, habíase erguido sobre las cabezas de los reunidos como un ruido estridente.

-   ¡Por favor señores! ¡Guarden silencio!

La voz atronadora, surgida desde la mesa central, había conseguido parar la embestida del bullicio y aplacar aquel bochinche sonoro, que comenzó a remitir como si se fuese congelando y, al sublimarse, se hundiese y terminara por desaparecer.

-   Gracias. Tiene la palabra Eutemia Estela, representante de la Provincia Solar Ulterior. Ella expondrá los motivos de la acusación.

El murmullo volvió a crecer mientras aparecía en la pantalla de la sala la imagen de Eutemia, incorporándose de su escaño, entre la multitud. Pulsó uno de los botones del panel de su mesa. Carraspeó. Su piel bronceada brillaba en el sudor de la tensión. Extendió algunos documentos sobre su mesa.

-   Muchas gracias – su voz sonaba lejana al amplificarse, suspendida en un eco profundo. Esperó a que el silencio regresara.

"Señoras y señores Cónsules Federales. Señoras y señores representantes de las Provincias, Colonias, Pueblos y Territorios de la Federación de Mundos Estelares. En las últimas décadas se ha puesto de moda, en todas las sociedades de los Mundos Estelares, el consumo de una nueva bebida denominada "licor de lava". Es tal el furor que muy pocos son los que se resisten a este elixir. Su consumo fue aprobado por la Comisión Federal de Alimentación Humana, tras un exhaustivo análisis del producto, cuyo informe obra en su poder. Sin embargo no realizaron las verificaciones oportunas sobre su composición, sino que se arrogaron a los intereses de la empresa Human Food Corporation, fabricante del licor, manteniéndola en estricto secreto, pese al compromiso adquirido por ésta con el Consulado. Los científicos no se percataron de cual era la sustancia base y no alcanzo a comprender cómo es que algo tan obvio no se tomó en consideración. Señores, no quiero sospechar de una omisión deliberada de información motivada por algún tipo de oscura prebenda. Aunque podría describir algunos acontecimientos que confirmarían la existencia de una red de corrupción en la que estarían involucrados altos dignatarios de la república sobre los cuales hay abierta una investigación, por un su presunto enriquecimiento personal usando el poder de sus cargos, y cuyos nombres callo por decoro, voy a centrarme sólo en el problema que nos ocupa, el "licor de lava".

Pero antes de desvelar su composición exacta, en la que se fundamenta nuestra acusación de atentado contra la humanidad, para que sus señorías juzguen este caso, vale la pena mostrar algunas de las consecuencias que se han derivado de su consumo.

El licor de lava, tiene un volumen de alcohol muy bajo, de un 0,2% del total del líquido. Siendo tan bajo, puede ser injerido por los niños. Tampoco contiene substancia alucinógena, ni psicotrópica alguna. Sin embargo, crea adicción. Billones de humanos tragan inmensas cantidades de "licor de lava" al día, alcanzando un consumo sin parangón en la historia humana, instigados por una campaña publicitaria que ha copado todos los sistemas de información y comunicación de la galaxia. Su alto poder alimenticio ha permitido que sustituya a otros productos y es un hecho que muchos ciudadanos son licor-lavófagos exclusivamente. Me consta que algunos de los presentes en esta asamblea sólo se alimentan ya de este brebaje. Esto ha tomado un cariz preocupante al convertirse en un elemento estratégico para las sociedades humanas, que han de utilizar ingentes recursos para abastecer a la creciente demanda de la población, ante el infausto peligro de los estallidos de desórdenes y de violencia colectiva. Los sucesos acaecidos recientemente en algunos planetas de las provincias itálicas dan muestra del riesgo que se corre cuando falla la distribución. Los asaltos a las naves de la Human Food Corporation en algunos Puertos Estelares, los enfrentamientos de la población por el preciado líquido, que han dado lugar a la intervención de las Legiones Coloniales, los actos de saqueo y pillaje en tantos planetas en los últimos tiempos, han hecho inútil toda la caterva de leyes que se han promulgado para la defensa de los ciudadanos de nuestra república. Como modo de contrarrestar estos desmanes y asegurar el orden social, acaba de presentarse la lúcida propuesta, ante esta Asamblea, sobre la forma de asegurar la distribución, calificando a esta poción como "vital", comparándola con la misma agua, y aceptando como inevitables los desmesurados beneficios de la empresa monopolizadora del "licor de lava", aunque sé que existen tendencias a la explotación federal de la producción, con ambiciosos proyectos de distribución y venta, como si este problema sólo fuese de carácter técnico, cuando lo cierto es que atañe a todas las conciencias humanas.

¡Señores! ¡Abran los ojos! ¡El "licor de lava" es una espeluznante bebida! La  consistencia espesa del propio líquido parece que ha obstruido su capacidad de raciocinio y ha obnubilado sus cerebros. ¿No se han preguntado por qué tiene tan alto valor nutritivo? El "licor de lava", según ha definido la Comisión es un "líquido con células de distinto tipo en suspensión" ¿Acaso nadie, de los aquí presentes,  ha reparado en su composición? ¡Pues les ruego que abran sus expedientes y presten atención al informe de la Comisión! Vean ustedes que el líquido tiene como base al agua con una pequeña porción de azúcar y alcohol. El resto de elementos que componen el "licor de lava"  (proteínas, oligoelementos, nutrientes de diversa índole, etc., junto a una substancia que le da el famoso color encarnado, y cuyo nombre es hemoglobina) se encuentran dentro de tres tipos fundamentales de células que, en suspensión, forman una especie de salsa espesa. Observen los nombres de estas células: plaquetas, leucocitos y hematíes y adviertan que la cadena de ADN de estas células es idéntica al ADN humano. ¡¡Señores!! ¡¡Esto es sangre humana!!".

Artemio de Hactara

Relatos FM

Blues a for red planet


De pronto, ante el aparato apareció una empinada pendiente, arrojándolo hacia un amplio valle. Muy lejos, en la Tierra, grandes pantallas mostraban el avance del vehículo explorador de la superficie marciana. La sonda Spirit resbalaba entre los guijarros de una larga ladera. Era de noche y las cámaras de reconocimiento recogían información, incansables. Las ruedas de la sonda giraron sin encontrar agarre. Tumbos y rebotes en baja gravedad. Simultáneamente Fobos, la veloz luna retrógrada, ascendió por el poniente. Los técnicos de la NASA sólo podía esperar que el robot, finalmente, no terminara dentro de una zanja volteado y roto.
Cuando amaneció, los humanos comprendieron haber salvado la dura prueba: el aparato seguía intacto, funcionando y la mañana se había llevado los temores de la caída. Un preciso auto-diagnóstico, indicó que prevalecía un estado óptimo en todos los servo-sistemas electrónicos del aparato, que yacía dentro del lecho seco de un arrollo que se había evaporado millones de años atrás.
En la Tierra, un sujeto alto e inexpresivo, dominaba la sala de control en California, ordenando a ingenieros, técnicos y asistentes: «confirmen operatividad de la sonda», era la frase que repetía. Una mujer, recalibrando los escáneres de largo alcance dijo: «Todo parece estar bien».
El Spirit retomó su camino, subiendo a una meseta, enviando hacia el mundo-origen, imágenes digitalizadas del páramo alienígena.
Spirit despertaba en sus creadores la primordial sensación de belleza, de hermosura espiritualmente percibida, gozada por el entendimiento de lo extraordinario; belleza cuya conciencia, en tales lejanías, se transformaba en orgullo de los hombres. Mil veces sesenta mil era la distancia en kilómetros entre Spirit y sus terráqueos constructores.
En el astro verde-azul de agua y gente, la fecha era noviembre de 2007.
Pero tan sólo si hubieran estado más atentos, más curiosos.
Marte, ahogado y reseco, es naturaleza apagada de fósiles ocultos. Cráteres abiertos entre cerros ocres. La sonda, artilugio de los vivos, buscaba, infatigable, señales de la posible presencia de agua en el pasado remoto, y de cómo pudo influir sobre el ambiente del planeta rojo. La cámara principal registró una imagen panorámica, la procesó y envió a los ansiosos científicos. Luego, un grupo de analistas la revisarían con detalle, sin encontrar algo inusual. Cuando la imagen pasó al dominio público, unos astrónomos aficionados la inspeccionaron cuidadosamente, ávidos. Uno de ellos, inesperadamente, levantó una exclamación con voz aguda: «¡Aquí hay algo raro, véanla!». Alguien más le hizo coro, diciendo: «En efecto, ahí hay algo fuera de lugar».
En la imagen aparecía una extraña figura, semejante a una persona. En los yermos terrenos inhóspitos de Marte, una forma muy parecida a la sirena colocada sobre una roca a la entrada del puerto de Copenhague, parecía encantar a todos los navegantes del ciberespacio.
Todos decían: «parece una mujer sentada en una roca, levantando su brazo derecho».
«¡Es un marciano, un marciano!», afirmaban los necesitados de un milagro extraterrestre.
Durante semanas la expectativa mundial inundó los corazones. «¡La foto de un ser de otro mundo!»
«¡Existen hermanos nuestros en el cosmos!»
«¡No estamos solos!»
Pero algunos vieron esto con buen humor, conmovidos por la ingenuidad de las personas. «No, no hay tal marciano, entiendan, sólo es un caprichoso objeto creado por la erosión del viento, es una simple ilusión óptica, nada más», alegaron los sabios, acallando la inquietud de los demás.
Pero tan sólo si hubieran estado más atentos, más curiosos.
El Spirit continuó, aportando valiosos datos científicos, alejándose poco a poco de la meseta, dejando atrás la misteriosa roca.
La arcaica escultura con forma de sirena quedó abandonada, volviendo a ser cubierta por las dunas errantes, enterrada para siempre. Era la antigua representación, en durísima roca cincelada, del cuerpo de una antigua habitante del planeta. Hace mucho tiempo floreció una grandiosa civilización en el cuarto mundo del sol. En ese tiempo casi todo estuvo cubierto por las aguas, otorgando vida y prosperidad a una refinada raza de seres acuáticos. Grandes edificaciones, de finísima construcción, se erigieron sobre el fondo marino.
Hoy, sedimentados por centenas los milenios, quedan sepultadas algunas columnas con profusa decoración al lado de muros con vanos. Por debajo de la superficie, entre piedras y arcilla, arruinadas molduras alguna vez enmarcaron arcadas cuya ornamentación fue un revestimiento de losetas multicolores. Los restos de un arco exterior de botarel, yacen aplastados por el peso de una enorme bóveda que coronó el majestuoso templo de Sh´lejjh, ahí donde fue centro de toda sabiduría y conocimiento de la primera raza inteligente del Sistema Solar: Seres magníficos con apariencia de sirenas y tritones. Un pueblo sublime, pero condenado a desaparecer de la historia cósmica. Hace eones, Marte perdió su agua y atmósfera, pereciendo todo ser.
El mundo de los Ma'adim, transformado en una roja esfera, desolada y fría. De ellos sólo queda agua seca callada en la memoria.
Aquella escultura, con forma de sirena, era el único resto arqueológico aún visible del maravilloso pasado. Esa roca tallada era el remate de la bóveda de Sh´lejjh, y el azar había revelado —brevemente— las estructuras de una arquitectura ajena a los hombres, astillada por eras de geología olvidada. Marte se hunde en la noche del olvido, cubriendo a sus hijos bajo arenas oxidadas. Sus huesos quedan como huellas tristes y los ojos de otros mundos nunca las leerán. La desvanecida nación del agua permanecerá desconocida eternamente para la humanidad.
Pero si tan sólo hubieran estado los terrestres más atentos, más curiosos.

Carl Sagan

Relatos FM

La casa de piedra de la calle empinada
       

Me prometí no volver a pasar por la casa de piedra. No quería encontrarme con los muertos. Han pasado muchos años y no he podido olvidar el impacto de aquel hallazgo en la habitación de los secretos. Yo era muy niña, y aquel descubrimiento me aterró, al punto de no atreverme a deambular sola por las distintas dependencias de la casa o cerrar los ojos por las noches. Ahora, con el poso que da el tiempo, puedo recordar con más serenidad los sentimientos que me provocaba mi hogar, mis vivencias y aquel hallazgo del que fui protagonista.
Recuerdo que, cuando lo descubrí en mi propia casa, el impacto fue tan grande que tardé años en recuperarme, la imagen del niño se me representaba con total nitidez. Mi abuela instó a mi madre para que se decidiera a llevarme a un psicólogo. Después de varios meses de sesiones, parece que los miedos desaparecieron. O, al menos, se atenuaron y pude luchar contra aquellos fantasmas. 
Cierro los ojos y recorro con mi mente todos los rincones de aquel lugar donde nací. Allí vi a mi padre muerto y a mi madre llorarlo, allí jugué y reí, soñé y me hice mujer. 
Era una casa inmensa, con una puerta de madera vieja y descolorida por los más de cien años recibiendo la paliza del sol, flanqueada por dos ventanas pequeñas, a metro y medio del suelo. Todas las paredes estaban encaladas y, como se blanqueaban cada año, tenían un gran tomo de cal con algunos desconchones que yo me encargaba de agrandar con las uñas, aunque luego me llevara una regañina.
Pero, sin duda, lo que más me intrigaba era la habitación de los secretos, como mi hermana Sole la bautizó. La llamaba así porque siempre estaba cerrada con llave y echados los postigos de su única ventana que daba al corral, aunque, cuando se dejaban el ventanuco abierto, nos asomábamos y veíamos muchos objetos de iglesia: alguna imagen vieja de santo mutilado, flores de plástico, floreros de cobre, coronas doradas de vírgenes, vestimentas de santos en colores blanco, morado y marrón, velas de diferentes tamaños y grosores, candelabros de alpaca y bronce, manteles de altar con minuciosos bordados y puntillas, cubremanteles de lino, cuadros religiosos y muchos trastos más.

Un día comprobamos que la abuela había dejado la llave puesta, por descuido, en la cerradura de la habitación de los secretos. Sole la cogió y me la puso en la mano. Se colocó delante de la puerta y me convenció para que entráramos. Decía que a lo mejor  encontraríamos un tesoro. Apreté la llave y le dije:
―Gracias, hermanita ―le estampé un beso en la mejilla―, eres muy lista. Te dejaré entrar conmigo, pareces Periquillo sin miedo.   
Aprovechamos para entrar y recrearnos husmeando todo. En el aire se mezclaban los olores a humedad, almizcle y cera; pero lo que más se respiraba allí era un rumoroso silencio de muerte. Parecía que habíamos retrocedido en el tiempo, todo era lúgubre, antiguo. Observamos las paredes desmoronadas a causa de la humedad, grandes tinajas de barro alineadas contra una pared, adornadas con enormes telarañas y todos los cachivaches que ya conocíamos de verlos a través del ventanuco. Las sombras de las imágenes desportilladas se proyectaban con siniestras formas.
           Reparé que había una gran alacena y, colgada a su lado, la llave que vencía su cerradura. La abrí despacio, con cautela; me temblaba la mano. Nos llamó la atención una caja de madera oscura, rectangular y bastante grande. Al palparla noté que tenía pegada en el fondo una pequeña llave. La abrí y nuestros ojos quedaron clavados en aquella imagen. Nos echamos para atrás horrorizadas. Luego, picadas por la curiosidad, nos acercamos de nuevo y pudimos ver con claridad que la caja contenía la momia de un niño recién nacido. Mi hermana dio un grito de espanto y salió corriendo. Yo me quedé inmovilizada por el pánico, con la respiración helada durante un rato. Descubrí un sobre descolorido cuya punta sobresalía por debajo del niño momificado. Lo abrí. Dentro había una cuartilla amarillenta con letras desvaídas en tinta azul, casi borrosas por la secuela del tiempo y el lastre de la humedad. Me acerqué al ventanuco y leí:
 
                                       Querido e idolatrado Evaristo:
Sé que te sorprenderá mi revelación. Me decías que no ocurriría nada, pero sucedió. Nuestro amor ha dado sus frutos. Hemos tenido un hijo pero mi familia no ha permitido que viviese. Había que ocultar mi deshonra como fuera. Perdóname. No he podido hacer nada por evitarlo. Espero que vengas a buscarme cuando acabes el servicio militar. Nunca te olvidaré. 
                   Te quiere, tu Juana

No pude contener la risa. A mis once años ya entendía ciertas cosas, aunque las personas mayores nunca hablaban de ellas delante de las niñas. Cuando iba a releerla  presentí que alguien venía. Me guardé la carta en el bolsillo, eché la llave aprisa a todas las cerraduras y salí del cuarto con sigilo. La abuela Tecla se acercaba.

Mis padres, mi hermana y yo siempre habíamos vivido con la abuela y con tía Juana, una hermana solterona de mi madre. Tía Juana era gruñona, constantemente estaba gritándome "Laura no hagas eso", "Mira cómo tienes tu cuarto", "Eres una niña inquieta". Nunca nos daba un beso ni nos dedicaba una sonrisa amable. Para hacerla rabiar, le decía que por gruñona no le había salido novio, y ella me tiraba un cojín o lo que tuviera a mano.
La abuela Tecla era enérgica y mandona. Y pícara. La familia había venido a menos y teníamos pocas sobras en casa. El abuelo y mi padre habían muerto y  el campo estaba en manos ajenas y daba para poco. Para sacar unas pesetas, revendía vinagre y leche a granel. Tía  Juana la ayudaba. Cuando nos traían a casa las garrafas y cántaras con los líquidos, Sole y yo asistíamos al "bautizo" del vinagre y de la leche. Con el añadido del agua, conseguían aumentar en unos litros el contenido.

Algunas tardes la abuela nos mandaba por picón para el brasero al doblado, al que se accedía por unas escaleras de pizarra. A mí me daba miedo subir sola porque estaba oscuro y  creía que se me aparecerían los muertos. En el doblado, el suelo de tabla crujía y creíamos que se quejaba de nuestras pisadas. Allí se guardaban también algunos trastos viejos. Abríamos los baúles, sacábamos los trajes antiguos y nos disfrazábamos, haciendo trabajar nuestra imaginación de pequeñas artistas del cine o el teatro.

Sin proponérmelo, vuelvo a recordar mi trauma de la urna. El día en que descubrimos al niño momificado, mi hermana Sole no pudo callarse y durante la cena espetó que habíamos visto un niño muerto dentro de la despensa, en la habitación de los secretos. La abuela la fulminó con un rayo de su mirada. Tía Juana sufrió un desmayo. Mamá no dijo nada: ella pasaba de puntillas por la casa y por la vida
           Nos mandaron a acostar sin cenar. Aunque los mayores hablaban entre dientes, agucé el oído desde la puerta de mi dormitorio y pude enterarme de que mi tía Juana, que en ese momento tenía cincuenta años, era la madre del niño de la urna. Había quedado embarazada a los diecisiete, pero de ninguna manera habría podido criarlo por ser madre soltera, ni casarse con el novio que estaba cumpliendo el servicio militar en África y era un pelanas; la familia nunca lo aceptó: decían que era poca cosa para ella. Tampoco podían deshacerse del cuerpo del bebé por temor a ser descubiertos y llevados a prisión. Acordaron embalsamarlo y guardarlo en la alacena. De este modo, la honra de Juana y de toda la familia había quedado a salvo.
El escrito de nuestra tía nunca llegó a su destino, la familia lo escondió junto con el niño, pero a ella se lo ocultaron, así como la suerte de su hijo. Nadie volvió a acordarse de la carta. Yo tampoco dije que la había encontrado.
Desde ese día, salíamos corriendo cada vez que pasábamos por delante de la habitación de los secretos, subíamos temerosas las escaleras desconchadas del doblado y las bajábamos corriendo. Teníamos pánico al niño de la urna, lo relacionábamos con las historias que nos contaban las vecinas en las noches de verano y creíamos que se nos iba a aparecer en cualquier lugar  para atacarnos.
A pesar de que nos prohibieron hablar del asunto, mi hermana, con sólo seis años, se lo contó a sus amigas, a las vecinas y a todo el que venía a visitarnos. La gente quería saber. No tuvieron más remedio que mostrar la caja con el bebé embalsamado.
Los paisanos creyeron que la aparición de la momia era un milagro y comenzaron a acudir en peregrinación a ver al niño. A los pocos días, unos le llevaban velas y flores, otros se arrodillaban y le pedían favores, algunos, rezaban y cantaban.
La abuela, mujer práctica donde las hubiera, dijo una noche: "Esto se nos ha desbordado, pero, puesto que ya no tiene remedio, vamos a sacarle provecho. Desde mañana cobraremos la voluntad a todo el que quiera ver al niño".
Y así se hizo. Cada día acudía más gente a verlo. Levantaron un túmulo en el zaguán y siempre había algún miembro de la familia custodiando el tesoro y cobrando la voluntad, alargándoles el cestito de mimbre para que echaran el dinero. Para entonces, los medios de comunicación se habían enterado de la noticia y nuestra casa se inundó de cámaras, fotógrafos y periodistas. A todo le sacó provecho la abuela. Dijo que no se hacía nada gratis, que fotos, reportajes y entrevistas costaban dinero.
Tía Juana, tan insensible antes, se pasó dos días llorando sin despegarse de la criatura. Ni comer podía.
Nadie comprendía cómo este descubrimiento que la gente llamaba "milagro" le había afectado tanto, nadie menos yo; me sentía muy importante por
conocer su secreto. Me inspiraba compasión y ternura y cuando su mirada se encontraba con la mía, le sonreía aunque ella no comprendiera mi complicidad.
Una tarde, al quedarnos a solas, la miré fijamente a los ojos, introduje su mano en mi bolsillo y deslicé entre sus dedos la descolorida carta.

Madame Bovary

Relatos FM

El encuentro


En este tiempo que la carnalidad nos concede, tú serás Amapola. Me gustan los campos de amapolas cimbreándose con el aire suave de la primavera. Así nos los presentan siempre, y yo imagino su olor y la textura de sus pétalos entre mis dedos.
No dejo de mirarte. Das un sorbo y no paras de hablar. Otro. Te muerdes el labio inferior. Trago largo. Lo sueltas, húmedo y rojo. Sube desde la hondura de una pasión avivada por el vino, un tictac rápido, golpeteo que acucia a mi lengua. Un mechón de zanahoria te cae y cubre media cara. Desvío la mirada al poso de mi copa. Pero me llega, como melaza, el susurro de tu voz. Cojo la botella y vuelco la nada. Comería esa fresa ahora. La mordería hasta sacarle su jugo y llenarme, y empaparme y mezclarlo con el vino que aún queda retenido en mi boca. Soplas. Tal vez sientas el fuego. Pero si hiero la pulpa sentiré el regusto metálico de tu sangre. Y no quiero. Me debato en dudas que se destilan en el aire dulzón de esta tarde de primavera, cuando al fin te tengo frente a mí. Y yo ando medio loco por coger tu labio de cereza con los dientes y guardarlo dentro de mi cueva húmeda y caliente. Miras el reloj. Ya van dos veces. A la tercera te levantarás, lo sé. Veo tu copa, medio llena, o medio vacía, según se mire. Reprimo el impulso de saciar mi sed. La cojo y te la ofrezco.
     -Bebe- ordeno, o suplico, no sé.
Y obedeces sin sentir. Y mientras lo haces, me miras y entonces veo el brillo de tus ojos marinos, brillo de fiebre, Amapola. Intentas resistir. Levanto el índice y empujo levemente, como un soplo, una caricia, la base de cristal. Sonríes un poco y una lágrima carmesí se desliza por la comisura de tu boca. Cierras los ojos y tragas suave el  néctar con el que te conquisto hoy, día en que salimos de nuestro encierro virtual para tocarnos, para sentirnos, para ser. Como esas personas que ahora entran en el Cyber y se sientan a nuestro lado, sin vernos, sin mirarnos siquiera, como si no fuéramos tú y yo más reales que ellas. Te levantas ahora, y miras hacia la pantalla, sabedora de que, si pasa el tiempo, si no se cumple el acuerdo de este juego de amor, desaparecerás para siempre, los dos nos desintegraremos en miles de puntos luminosos. Y ahora sí. Me levanto contigo y me pego a tu cuerpo de canela porque así lo imaginé y abro tu boca con la fuerza del deseo tanto tiempo retenido. Y durante la brevedad de unos segundos robados al dios Baco en connivencia con Eros, dejamos de ser Loquita de atar y Prisionero, antes de volver a quedar atrapados en el espacio, antes de mirarnos, cómplices, sabedores de que somos criaturas carnales, digan lo que digan los de ahí fuera.

Prisionero