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II Concurso de relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Marzo 10, 2010, 17:13:53 PM

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Eventos Vinculados

Parlamento

AMOR TARDÍO

                             
Lo tenía decidido,  tomaría ella la iniciativa, estaba harta de perder amores por esperar que fuese el otro el que diese el primer paso. ¿O fue su  complejo y la inseguridad lo que la habían llevado a anteriores fracasos?  No podía perder está ocasión, no tenía edad, ni tiempo.
Teresa a los sesenta años se había enamorado como una adolescente, no podía conciliar el sueño, pasaba el día esperando la hora de verlo,
_¿cómo me habrá pasado esto  a mí? Tengo fama de fría y calculadora... y ahora a la vejez, mira soñando como una tonta.
Quedó fascinada el primer día de clase, estaba con un grupo en la puerta del aula cuando llegó él, con una chaqueta de pana color beige con unos parches en las coderas, un pantalón vaquero bastante gastado y una cartera en la mano.
_ ¡Buenos días!
      Ella levantó la cabeza para responderle y se encontró unos ojos azules que la miraban furtivamente, le atrajo su discreta mirada, no podía quitárselo de la cabeza.
Cuando se casaron las niñas, Pedro la animó a ir a la universidad, a que estudiase lo que le gustaba (historia del arte),  pensaba que no aprobaría el acceso de mayores de veinticinco años (no había hecho un examen desde que se sacó el  carnet  de conducir, y leía poco, hasta ahora, no había tenido tiempo, pero se preparó con ganas y aprobó.  Iba a gustó; recuperaba asignaturas pendientes; pero las clases que le impartía él, le pasaban volando, y le costaba concentrarse.
De estatura media, morena de ojos avispados y boca bien dibujada, entradita en carnes, pero bien formada, si se arreglaba  podía llamar la atención, aunque era incapaz de levantar la mano para hacer cualquier pregunta, tenía  buenas amigas en clase, con  características similares a las suyas, hijos mayores, casa vacía, cabeza llena, marido de siempre, cosas de la edad.  El profesor siempre era muy correcto, serio y respetuoso, nunca decía nada ajeno a las clases,  un día se acercó a su mesa y con voz entrecortada y temblorosa le dijo,
- Teresa, hoy está usted muy guapa, - y se alejó.
_¿estaré soñando?
Nunca lo hubiese pensado, aunque sí deseado, le subió un fuerte calor por el cuerpo, sería la menopausia, pensó,  no podía ser otra cosa,  a su edad... no lo podía creer, con tantas mujeres en  clase ¿se habría fijado en ella? ¿Habría descubierto él sus sentimientos? o sería el típico "Don Juan" y quería divertirse a su costa; fuese lo que fuese no le importaba, la hacía feliz sentirse admirada, cuando ya ni se acordaba del último piropo...se sentía viva.  Llegó a casa sonriente, el marido le preguntó
_ ¿Qué tal la clase?
_mejor que nunca, no pensaba que me iba a ir  tan bien. 
Cenaron en silencio y se acostaron.
Después de dar mil vueltas en la cama, pudo dormir algunas horas, se despertó antes de lo habitual, se calzo las zapatillas, y con la bata por encima, se dirigió a la ducha,
Pedro, apartando un poco las sabanas,  preguntó
- ¿dónde vas tan temprano?
-no puedo dormir, y ya son las siete.-
La presión del agua  sobre el cuello, la relajaba, se enjabonó lentamente, después de secarse repartió generosamente la crema sobre su cuerpo, se contemplo en el espejo... no estaba mal del todo, si perdiese un poco de vientre...lo peor eran los pechos,  eso sí, se podía operar, no sería la primera, ni la última, la juventud no lo piensa, pero ella no estaba dispuesta a pasar por un quirófano, ni su marido se lo iba  a consentir. Con  el albornoz  puesto se dirigió al vestidor, Abrió el armario ropero y lo contemplo por un momento... tenía que renovar, había ropa de la comunión de las niñas, y la moda cambia tanto... necesitaba ir de compras, cogió una blusa ajustada color naranja, con la falda negra quedaba bien, se recogió el pelo con una pinza y se dirigió a la cocina para desayunar, Pedro ya lo estaba haciendo, se sirvió el café con leche y una tostada y tomo asiento en la misma mesa, él se levanto y se acercó para darle un beso de despedida.
Teresa le respondió, _adiós que tengas un buen día.
Tardó poco en salir ella.  Cogió  su bolso de mano, sacó la llave, y después de salir le dio la pasada a la puerta. . Le hizo el efecto, que la miraban  los transeúntes con los que se cruzaba ¿se habría maquillado en exceso?. Sacó un pañuelo de papel del bolso y se lo pasó por la cara, así iba más tranquila, parecía que se había  arreglado para una cita y no la tenía, ¿pero, y si lo veía? Nunca se sabe, el mundo es un pañuelo.  Entró en unos grandes almacenes, visitó todas las plantas, se compró  ropa interior a juego, estuvo probándose prendas y prendas, deambulaba  distraída, hasta que oyó una voz por el megáfono, anunciando a sus clientes que iban a cerrar, sobresaltada, salió corriendo y paro un taxi, que la llevó a casa. Antes de poner la llave en la cerradura, abrió el marido, con la cara desencajada.
-¿De dónde vienes a estas horas? ¿tu sabes la hora que es?, He llamado a tú madre y no sabía nada, ¿para que quieres el móvil?,
_ ya sabes la poca afición que le tengo,  además no es para tanto, soy  mayorcita  ¿no?. Se me ha ido el santo al cielo, ¿qué quieres que haga? ¡ya estoy aquí! ¿ has cenado?
- para cenas estaba, sin saber dónde  estabas, ni con quién.
Teresa fue a la cocina y le preparó un bistec con patatas, ella se hizo una ensalada, por comer algo. Se pusieron a cenar, Pedro rompió el silencio,
- ¿bueno te habrás comprado algo ,no? por lo menos, enséñamelo.
-  ahora cuando terminemos de cenar, y me lo pruebo  ¡a ver qué te parece!.
Empezó a sacar prendas de las bolsas y a probarse, pantalones ceñidos, faldas cortas camisetas de colores llamativos,
- ¿no te has pasado?,  comentó el marido.
- No, estaba todo rebajado.
- No me refiero al preció, es el estilo, tu no sales del gris y beige, siempre dices que esos colores no pasan de moda, y ahora me vienes con colores y prendas de quinceañera.
-  Sí pero ya estoy harta, todavía tengo edad de llevar esta ropa, ¿o acaso crees que soy vieja?
-  No mujer, que  va, estás muy bien para tu edad, entradita en carnes, pero bien, además sabes que me gustan las rellenitas.
- Sí, como a todos, os gustan las pechugonas ¿pero sabéis como nos  gustamos nosotras?
- Recogió toda la ropa y se acostó, no durmió muchas horas, antes de que sonara el despertador ya estaba en la ducha, se puso una blusa, mientras se abotonaba  se contempló en el espejo, el verde le favorecía, bien maquillada y con los pantalones blancos...se encontraba atractiva. Al salir se encontró  con un vecino que la miró con admiración, ella se percató, pero no le disgustó.
Al entrar en clase, se sintió centro de las miradas, y algún que otro comentario, haciendo caso omiso se sentó en la primera fila. Cuando entró el profesor sus mejillas cambiaron de color, respiró hondo... el profesor estaba explicando la clase, levantó la mano y preguntó ¿profesor cuándo tenemos la próxima  evaluación? él mirándola desconcertado  le respondió "ahora no lo sé, pero si quiere después lo miro",
_¡no, no hace falta,! era por prepararme bien.  Al  salir de  clase, por el  pasillo,  oyó unos  pasos cerca, un aliento en su cuello, y una voz que le dijo;
- ¿le pasa algo, Teresa?,
-  Volvió a cambiarle el color de la cara,
- ¿Por qué lo pregunta, profesor'?,
-  No sé la veo cambiada.
-   Mejor o peor,
-  Balbuceando respondió, "mejor, mucho mejor" la veo muy bien, ¿es usted viuda o separada?.
- Ni lo uno ni lo otro, casada y con dos hijas, pero estoy bastante sola....
- Se acercó un poco más y susurró...será porque quiere, ¿no?
- Podía percibir su olor, asintió  la cabeza y se despidió acelerando el paso.  No lo podía creer, era demasiado para un solo día, él siempre tan serio ...tan respetuoso,  la intención estaba clarísima, no podía seguir con esto, siempre había sido fiel, ahora... no podía... su  familia, su educación,  la cabeza era una olla a punto de estallar,  ¡había esperado tanto ese momento! se había fijado en ella!  El corazón se le salía  ¿y si se hiciese el ánimo, no sería la primera ni la última, el amor  cuando llega... ya se sabe, y lo suyo estaba claro que era amor.  ¿O quizá se refugiaba en fantasías amorosas, para llenar un poco su vida?. Salió de la clase y se dirigió al archivo, no sabía lo que buscaba, sus manos acariciaban las tapas de los libros, sin centrarse. sintió una mano posarse en la suya, no se atrevía a volverse, reconocía la mano, mediana, caliente, segura, no pudo resistir más, se volvió y busco su boca. allí fundidos en un esplendido abrazo, que ninguno de los dos hubiese roto, fue él, diciendo
_no, aquí no, no quiero comprometerte,-dando medía vuelta se fue, con la cara encendida y el paso largo.
_Teres se sentó en una silla, las piernas le temblaban.
Tenía que tomar una decisión, dormía poco, apenas comía, estaba ausente, el marido  preocupado le decía
-"No te lo tomes así, come mujer, come, si te queda alguna asignatura, el próximo año la recuperas, tienes la vida resuelta, y estas muy desmejorada,  tendrás que visitar al medico.
Ella lo miró sonriendo, pensó "que poco sabéis  de las  mujeres, "cuántas vidas tendríais que vivir para comprendernos"  quizá si lo intentarais....

No pensaba forzar la situación, podía, pero no quería, se conformaría con eso, ilusión por verle, arreglarse por él, soñar, con eso ya le bastaba, no iría más lejos, seguiría" felizmente casada," sería su gran secreto.

nenica
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

MENDIGOS Y HOMBRES


Todo ocurrió rápidamente y sucedió cuando el cielo estaba nublado y hacía frío a causa del viento que quemaba como el fuego mientras no tan lejos, el mar, apenas roto por los retazos ennegrecidos de algunas nubes, mecía sus olas con rabia y desesperación.
-Eh...¿Qué haces?- grito con fuerza-
-Y a ti que te importa mendigo.
-Oye tu...-respondo de inmediato al hombre que está a  punto  de entrar en el agua- lo digo porque vas a coger un catarro de aúpa.
-¡Que más dá¡...
-Y además no quiero que manches el agua.
-Eso tiene gracia...-responde el hombre de color.
-Si te piensas ahogar mejor lo haces en otro sitio, vamos si es que quieres hacer esa estupidez.
El hombre gira sobre si y mira mis andrajos y mi rostro en el que se confunde la suciedad con la barba de varios días.
-No tiene sentido.
Y calla ante aquél silencio de Enero roto solo por el sonido de las monótonas olas.
-La vida siempre tiene sentido.
-Depende para quien y desde luego no para nosotros, en mi pais nos enfrentamos continuamente a la muerte, a la miseria y al dolor.
-Muy bonito.
-Tu no lo entiendes...vives bien....
-¿Tu crees?
-Si, claro que lo creo.
Guardo silencio y miro al hombre de color y pienso en su lucha que es la de todos y siento rabia y me embarga una piedad que acaba confundiéndose con la indignación. Una piedad sin saber debida a que, pero áspera y seca producida por el pudor a sentirme vivo sin que la indignación me impida sonreír, aunque sea una sonrisa sostenida, una mueca cruel que me hace sentir despreciable, anónimo ante el ser que ante mi se siente un desheredado de la tierra.
Me incorporo y miro hacia el interior de la ciudad, dirijo mis ojos al conglomerado de seres que pasan con indiferencia, que miran por el rabillo del ojo a aquellos despojos, miro sin ver al grupo de gente que camina, monjas silenciosas, travestidos impacientes, médicos con aspecto de dioses, punkis y adolescentes en patinete mezclados con un montón de seres de difícil identificación, robots anónimos que pasan por la vida vacíos, sin historias.      
-Lo que no entiendo –me dice el hombre- es que tu estés contento.
-¿Lo dices por mi ropa?
-Si, eres un mendigo y un pobre.
-Sabes, la diferencia entre ser un mendigo y un pobre es que yo tengo una historia y un pobre no tiene nada.
-¡Que tontería¡...y yo escuchándote.
-Pues ahógate, pero si tu supieras contar tu vida, si se pudiera escribir una simple nota con tu historia, no tratarías de suicidarte, te agarrarías a ella.
Guardamos silencio cada uno de nosotros encerrados en nuestros pensamientos mientras a nuestro lado susurran los fantasmas del mar, los de los marinos que no llegaron a partir, el sonido de la ciudad en forma de aliento fresco mezclado con olor a rutina, a pescado, a los olores que desprende la gente de la  mar.
-Yo no tengo nada ..-responde el hombre- abandoné mi país en busca de una vida mejor que aquí no he encontrado, no me queda nada.
-Si tu lo dices.
-Yo he luchado pero mi alma está vacía y mi espíritu cansado, ya no me queda esperanza.
Cuando los ángeles bajan del cielo acaban convertidos en salvajes, como la gente que indiferente pasa por las calles sin preocuparse del hombre sin destino, saboreando una gloria con sabor a soledad, un amargo sabor que no pueden evitar de sus corazones.
-Y tu familia....
-Mis hijos están pasando hambre.
Extraña noche poblada de negras estrellas que bañan a un mendigo y a un hombre de color, que ennegrecen el agua invitando al hombre a que acabe sumergido, tratando de abrazarle.
-No tengo  nada que mandarles...no me dan trabajo y yo no se robar..ni tengo dinero para volver a empezar y si me detienen acabo en la cárcel de mi país....en deshonra.
         
Me incorporo y sujeto el envase de vino que me acompaña tratando de que no se derrame y camino todo lo rápido que me permiten mis pies mirando hacia delante, clavando los ojos en los transeúntes que se cruzan conmigo, tratando de alejar la imagen del hombre pero sabiendo que se le aparecerá la muerte, el momento que hasta entonces ha permanecido ajeno a mi vida.

Verus
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

LA LAVADORA


PROEMIO

     ¡Me han traído mi lavadora!, es la última maravilla técnica que existe, marca General Electric, modelo H132540 "Profile", con capacidad de 15 kilos. Levanto la tapa y encuentro un inmenso cesto blanco que al verlo me produce un maravilloso éxtasis celestial, ella es todo mi anhelo, y en esta vida mía no puedo ser más feliz. ¡Estás conmigo! ... y quiero empezar a lavar.

ACTO I
     Han pasado una, dos, tres y cuatro semanas gloriosas en las que me he realizado en ese enorme cesto blanco, tan puro, tan terso, con esos pequeños y simétricos orificios, ¡Es bellísimo!, no cabe duda que es mi felicidad, ya que me hace ver las maravillas de la vida, ¡Oh!, quiero estar siempre lavando.
     Hoy es Jueves, quinta semana al lado de mi hermosa lavadora, al despertar por la mañana corrí a ver su grandioso cesto blanco, coloqué el detergente, la ropa, el agua y ¡Guach!, ¡Algo huele a quemado! ¡Qué terror tan grande!, la  lavadora no funciona. Aprieto el timer, vuelvo a conectarlo y no sucede nada. Desesperada, corro al teléfono anhelante  y llamo a los técnicos para que vengan inmediatamente a reparar mi lavadora.
     Esta es la sexta semana y se han retirado los expertos, ¡Estoy tan deprimida!, no he podido lavar durante toda la semana, espero que la arreglen pronto.
     Un día más de mi existencia sin mi lavadora,  pasan y pasan las horas, dicen que es el transformador, que tenía colocado uno de menor capacidad para el tamaño de la lavadora. Los técnicos se comunican inmediatamente con el  dueño del  lugar donde se compró mi lavadora, y éste, autoriza para colocar un nuevo y más potente transformador. Tengo que esperar hasta mañana.
     Han llegado nuevamente, después de dos días, y me han colocado el nuevo transformador, mi lavadora funciona otra vez. Soy feliz, tan feliz, que durante tres días vuelvo al éxtasis, y al cuarto, después de recoger a mis hijos del Colegio, y  tres largas horas de ausencia, llego a la casa y encuentro mi lavadora en la misma posición, ¡El timer no avanza!,  muevo manualmente la perilla, funciona, y nuevamente se detiene, vuelvo a girarla, y permanece estática. Llevo ocho días pegada a mi lavadora ¡Me encanta el blanco de su cesto!, pero soy su esclava, tengo que vivir junto a ella, oprimiendo y tirando la perilla del timer, ¡No importa!, adoro mi lavadora.

INTERMEDIO
     Diez días después vuelven los técnicos, ellos dicen (después de  todo  un día de estudios y pruebas junto a mi lavadora), que el  voltaje   no  es  el  adecuado  para  la  máquina, y  dada   esa conclusión  he comprado  un  regulador  de  voltaje  con óptima potencia, me ha costado una fortuna, pero mi bella lavadora con su cesto blanco bien lo valen. Lo instalan y se van.
     Al día siguiente llegan nuevamente los técnicos a verificar, se desviven porque gire el timer, está puesto el regulador, y al fin da la vuelta, en sus rostros como en el mío se refleja la desesperación, el anhelo, porque parece que funciona, podré lavar  y  extasiarme, podré gozar de ese blanco, puro, blanco y hermoso cesto,  girando, como  una  vida  que  sigue su destino sin detenerse,  hasta llegar a su fin.


ACTO II
     En el feliz entorno de mi vida, acompañada de mi alma en éxtasis, estoy lavando, y nuevamente se detiene el timer. Vuelvo a llamar a los técnicos, quienes estudian, observan, prueban,  parecen científicos encontrando la vacuna para la terrible enfermedad, cuando al fin, se dan por vencidos. ¡No podemos! dicen ellos, la lavadora está dañada  ¡Hay que cambiarla!
     Me traen otra igual, ¿O es la misma? (en ese momento no lo supe, hasta más tarde en una conversación telefónica con la secretaria de ventas, en la que me reveló que mi lavadora era la única en existencia) ¡Claro, ella era única!, no podía haber dos iguales, ¡Imposible!, volver a ver ese hermoso canasto blanco me dio ánimos, ahora si, ¡A ser feliz!, los técnicos la conectan y se retiran. Voy a lavar, y el timer no gira. Llamo nuevamente, casi al borde de la locura.
     Al día siguiente se aparece un sólo técnico, el otro está enfermo, con stress por causa de mi lavadora y no puede trabajar, el que está aquí, con cara de misterio me explica que a veces una resistencia del timer no queda bien conectada y esa puede ser la falla, felizmente mi lavadora vuelve a funcionar.
     Pasan tres días y de repente, nuevamente el timer se detiene, ¡No! Otra vez, vienen los técnicos acudiendo a mi desesperación, uno de ellos completamente nuevo, el otro aún no se repone, estudian, observan, prueban, la situación se repite, pero ahora ya no son científicos, sino espías tratando de encontrar la fórmula para que no estalle la bomba atómica, finalmente, se dan por vencidos. Llamo por teléfono a la secretaria de ventas y siempre contesta con excusas, que el dueño de la firma está en Miami, que está en el hospital a causa de un accidente, que él se comunicará conmigo, pasan los días y nunca lo hace, así que le pido a la misma secretaria que transmita un mensaje a su jefe de mi parte: "Quiero mi lavadora, con su hermoso cesto blanco".  No puedo continuar así, estoy enamorada de mi hermosa lavadora, es vital para mi, y ella se atreve a decirme que en mi casa hay algo por lo cual no funciona la máquina, que quizás no le agrada el lugar, que me enviarán otro modelo más sencillo, menos sofisticado, más pequeña. Yo me niego rotundamente, y vuelve a modular  tranquila y pausadamente diciéndome que no hay otra en existencia. Se altera, me altero y dejamos todo en el aire. Colgamos.

CONCLUSIÓN
     No se cuántos días han pasado y de repente han llegado con otra pequeña lavadora, con capacidad de siete kilos y que probablemente si funcione. Mi mente está descontrolada con la intrusa, la acomodan, se van, la abro y veo un terrible, deprimente y espantoso cesto angosto, grisáceo oscuro, casi negro. No lo soporto, no lo puedo ver, me acerco y la cierro... para siempre. Pido que se la lleven, ¡Quiero mi antigua lavadora!, ¡Mi hermoso cesto blanco!, ellos responden que son empleados nada más y que les ordenaron dejar la lavadora instalada y funcionando.
     Corro, corro, y subo la colina.
     Dicen que bajé hasta el río.
     Dicen que alguien vio la figura de una mujer lavando ropa en una  artesa.   
     Dicen que alguien la oyó murmurar acerca de un cesto blanco.
     Dicen que estoy en un hospital, que mi mente se va a recuperar.
     Y  yo,  lo único que  recuerdo es el hermoso cesto  blanco de   mi lavadora. 

Coquis
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

#183
THE END


Un hombre viejo leía tranquilamente un libro, sentado en la butaca de un tren de largo recorrido. Estuvo leyendo apenas una hora, una vez iniciado el trayecto, mientras la delgada sombra de los árboles pasaba de tanto en tanto sobre las páginas, se extendía a través de la ventanilla, por el vagón.

Empezaba a quedarse dormido con el vaivén y con la lectura, cuando encontró la misteriosa hoja en blanco. Sorprendido, la volvió de uno y otro lado, sin encontrar ni una sola letra en ella. El viejo levantó la vista en el acto, mirando alrededor, con el ansia común por compartir aquel descubrimiento con alguien.

A su lado, los pasajeros oscilaban lentamente. El hombre observó con disimulo sus rostros inexpresivos, durante un momento. Se dio cuenta de que nadie hablaba con nadie, de que incluso los que parecían dormidos, mantenían una postura erguida en el
asiento, mirando al frente, con los ojos cerrados. A pesar de que el resto no mostraba interés alguno en él, el hombre tuvo una sensación incómoda. Le pareció que se volvían despacio hacia otro lado cuando él buscaba coincidir con su mirada; como si aquellas personas que lo ignoraban estuvieran disimulando a su vez, como si evitaran mirarlo a propósito. En ese instante, detrás de una butaca en el otro extremo, una cara demasiado pálida se giró de pronto, obsequiándole con una mueca exagerada, con una sonrisa que parecía temblar en los labios manchados de rojo, con una expresión a medias plácida, a medias burlona. El hombre, turbado, se levantó tan rápido como pudo, buscando aquel semblante con los ojos muy abiertos, pero no lo encontró.

Repitiéndose que todo aquello no era más que una idea absurda, pero todavía algo inquieto, se dejó caer en su asiento y volvió a la página de la novela, por lo demás regular, que sostenía entre sus manos. Se dio cuenta de que sus dedos seguían asidos al libro, negándose a desplazar la hoja para continuar con la lectura.

Una cosa extraña, se dijo, una página en blanco en un libro. ¿No le había sucedido nunca? No, nunca le había sucedido, y sin embargo era fácil imaginar la cadena de errores, en el fragor de la imprenta, que ocasionaran el desajuste...Pero una página en
blanco, dudó.

Murmurando, decidido a olvidarse de todo aquello por el momento, cerró el libro entre sus dedos. Súbitamente se sintió cansado, muy cansado. El sol resplandecía sobre elmar, lo cegaba a través de la ventanilla, con los últimos rayos de la tarde. El hombre
cerró los ojos, se recostó en su butaca, se estaba adormeciendo. Y poco a poco, empezó a recordar lo que estaba escrito en la página vacía.

La bella caligrafía de una voz silenciosa se originó muy despacio en su memoria. Deteniéndose, prosiguiendo con un razonamiento oculto que le maravillaba, su música le ponía sentido a lo seguía recordando, a lo que más tarde recordaría con claridad. Había en ella notas incomparables, completamente distintas a las de cualquier melodía, pero curiosamente aquella le resultaba familiar... Le pareció estar escuchando una banda sonora, con multitud de colores que se barajaban unos con otros, con el color de los momentos de su vida.

Mezclándose con la música, todos esos momentos empezaron a repetirse. Encadenándose de dos en dos, las imágenes de su infancia, de su juventud, multiplicándose después, parpadeaban en su mente con el sol, a la salida de cada túnel.

En su recuerdo se sucedieron ecos y voces lejanas, al mismo tiempo que surgían rostros o figuras con esas voces. Rostros elásticos que se estiraban hacia los límites, que una vez reconocía, se fundían para siempre en negro. Pasaron fragmentos cruzados de la
visión, espacios oscuros, truncados. Fracciones de espejos que siguieron rápido, que se sumaban en serie, que se detuvieron en la forma completa de uno solo, donde el mismo hombre se sonreía guiñándose a si mismo, siendo joven; se miraba satisfecho,
ajustándose la corbata en el vaho de la imagen, que se deslucía poco a poco con el trasfondo de la siguiente.

De esa manera transcurrieron algunas horas. El hombre no pudo saberlo nunca, pero el desenlace debía llegar justamente entonces, sin que él pudiera advertir en qué momento. Rodaba ya muy despacio el tren, aproximándose a su destino. Lentamente, con cada tramo que avanzaba, con cada pausa al traspasar los raíles, en el vagón empezó a desatarse un silencio intenso, sobre las cabezas de los pasajeros que ya semejaban figuras inermes, como muñecos. Cada vez la ausencia de sonido, de
movimiento, adquiría una presencia mayor, que lo colmaba todo. Con el mismo aire inmóvil, la luz se había congelado en el interior del vagón; ahora el silencio se anclaba en cada hueco, invadía parcela a parcela el espacio, lo inundaba por doquier, como si llenara por completo la atmósfera con cristal a punto de romperse. El tiempo se había parado de pronto.

En ese momento, los pasajeros, uno a uno, saliendo de sus propios cuerpos, se levantaron para marcharse, cuidando de no hacer ningún ruido. En el acto, uno tras otro, fueron desapareciendo. Con un sonido suave, apenas como un suspiro, se fueron a
través de la luz, se desvanecían en mitad del pasillo, a través de las paredes y de las ventanas, mientras el hombre había muerto. Antes de evaporarse, algunos de ellos movían la cabeza imperceptiblemente, al pasar junto al viejo, le sonreían un poco,
mirándolo con ternura, desde rostros como transparentes mariposas.

Se dice que el libro con la página en blanco se perdió entonces, y que unos días más tarde, fue descubierta por otro pasajero.

Héctor
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

EL DIENTE DE ORO DE JUAN VIANA


   Mi padre, en silencio y casi hundido en el rincón, corta lentamente entre las manos un pedazo de queso con su pequeña navaja sevillana.
   Desde afuera la humedad de Montevideo se cuela por las ventanas y nos carcome los huesos. La humedad nos hace sentirnos más abandonados
   Intenté, desde que llegó, convencerlo para que utilice los platos en lugar de sus manos o la tabla de picar  (jura que nunca tomó ni tomará como alimento nada que sea líquido). Tampoco ha lavado en este mes y medio un solo vaso. Los vasos pueden quedar días en la pileta y él, si yo no me hiciese cargo, se limitaría a ver aumentar la montaña como si se tratara de algo que fuera inútil entender.
   Acostumbrado a comer y a beber en los bares o en la cárcel, donde los que lavan y preparan todo siempre son otros, se dedica en cambio, a un excesivo aseo personal y a mantener, rayando la manía, de manera impecable cada una de sus prendas.
   Siempre causa la impresión de un hombre apenas salido de una barbería, vestido con ropas que exhuman olor de tintorería.
   Me estira, sosteniéndolo entre la punta de los dedos, un poco de pan con una grotesca rebanada de queso y yo lo tomo agradeciendo.
   Una cadena de oro y un par de anillos en cada mano le dan un toque de matón de mal gusto. En algún momento se lo sugerí y apenas me dirigió una sonrisa; al poco rato hice algo estúpido: le dije que no me avergonzaba de él. Nuevamente sonrió al tiempo que me clavó una mirada que a otro hubiese dado temor; yo en cambio entendí que desde el fondo de sus ojos me decía que se sentía solo; que estaba fuera de su tiempo, sin su ritmo de antes. Talvez también quería decirme que se rendía y que yo debía guardar ese secreto.
   He tenido que sacrificar el orden de mis costumbres y mí tiempo, para entregarme poco a poco a sus costumbres: comemos fiambre casi todas las noches y porque Renata viene cada vez menos al apartamento, he perdido una buena razón para cocinar. Las botellas de vino han sido desplazadas por cajas de vinos casi siempre dulces.
   Las luces apenas se encienden.
   No miramos televisión, solamente escuchamos la radio en un viejo aparato que le pertenece tanto como su navaja, y nos resulta mejor estar sentados en un almohadón que tiramos sobre la alfombra o en el par de pequeños banquitos que antes solamente utilizaba para bajar alguna cosa de los muebles o buscar en el último estante de la biblioteca.
   Cuando la comida todavía no pasó a mi mano escucho la frase y dudo por un segundo si en verdad la dijo.
   -¿Qué dijiste? -pregunto lo que temo haber oído, y mi padre espera, porque como a todo viejo zorro, le encanta sorprender siempre y ver a los demás ser sorprendidos.
   -Ayer me contaron que murió Juan Viana. -Esperó unos segundos masticando y agregó- Tu amigo. No creo que lo hayas olvidado.
   Yo quedé en silencio. La sorpresa fue acrecentándose y lentamente se transformó en un nudo angustioso, estrujando el más profundo interior de mi pecho.
   -Murió Juan Viana -dije la frase si no con solemnidad, sí con el detenimiento necesario, sabiendo que esa era una verdad que necesitaba consolidarse en el aire.
   -¿Te acordás bien entonces? -los ojos de zorro me buscaron detrás de las manos.
   -Si papá..., me acuerdo de él. Pobre tipo. ¿No? -dije convencido de que no podría llevar a las palabras todo el desconcertante terremoto de recuerdos que se habían desatado en mi cabeza al recordar ese nombre.
   Un brillo se desenterró de entre mis años perdidos y se quedó sosteniendo todo mi desasosiego. Entonces, no sé cuanto demoré, pero una vez recuperado del olvido pude pensar que en verdad Juan Viana había muerto.
   Mi padre no respondió y se levantó de la mesa haciendo crujir cada una de sus articulaciones como si fuese una vetusta maquinaria a punto de abatirse. Siempre repite que el frío y la humedad de las cárceles dejaron a sus huesos -que según él son de hierro-, un poco herrumbrados.
   Miro la espalda de ese orgulloso testigo de otros tiempos, lo veo alejarse y desaparecer en el que ahora es su cuarto y antes mi estudio y me quedo solo, frente a la estufa.
   Sosteniendo sin voluntad el vaso de vino, todavía lleno, repito casi sin querer ese nombre que tanto significó para el niño que fui.
   El tiempo tiene la consistencia de una hilacha de humo y cuando quiero ir atrás me sumerjo en mis propias trampas y cuando logro rescatar algún suceso siempre me deja apenas convencido de pertenecerme.
   Hay pocas cosas más ciertas que el hecho de que mi madre murió en un accidente; que mi padre, aunque lo negó, fue por segunda vez preso por un asesinato del que nadie nunca me dio detalles; de haberme criado con mi tía Gertrudis; es también muy cierto el hecho de que ella estuvo desde los veinte años hasta los setenta y dos enterrada en la misma silla de ruedas; que fui a una escuela a la que iban los niños de las familias más pobres del barrio y a la que iban solo unos pocos más pobres que yo; conocí la desilusión del amor a una edad muy temprana; es cierto que los pocos libros que leí una y otra vez de niño, sostenían la mentira de tía Gertrudis "si lees y te quedas en casa con tu tía, papá va a volver antes"; y tan cierto como todo ello es que conocí a Juan Viana, y que él me conoció a mí.
   Frente a mi casa había un bar. En la época en que sucedieron los hechos se llamaba La Picada y luego, con el cambio de dueños, pasó a llamarse El Charabón.
   Los dueños de la picada eran el señor Malán y su esposa: la señora Malán, y siempre se llamaron así.
   No recuerdo cuando fue la primera vez que pisé el bar pero sí puedo volver a verme durante horas, subido a un banquito estudiando a los adultos que jugaban al billar o al pool.
   El pool era para los más jóvenes de ellos o para los veteranos que alguna vez había vivido en Montevideo. Lo que sí no podría olvidar fue el momento en que el señor Malán apareció de los fondos del bar, donde todos suponíamos que vivían con un estuche fino de tela de jean.
   -Petiso -me dijo al tiempo que extendía aquel envoltorio como una especie de ofrenda entre mis manos-. Lo hice yo, con mis propias manos -agregó-, y quiero que aprendas a usarlo.
   Era un taco. Yo no podía creerlo. La alegría era doble. Por el regalo y porque eso quería decir que podría jugar.
   En ese momento debo haber mirado el casin porque el señor Malán dijo que lo mío sería el pool.
   A los pocos meses empecé a desafiar, a instancias del señor Malán a cada uno de los veteranos, y, poco a poco y con mucho sacrificio aprendí como ganarle a cada uno. Llegaba de la escuela a las seis de la tarde, apenas tomaba la merienda y ya cruzaba al bar. A veces los veteranos se aburrían de perder y solo cuando la luz del frente de mi casa se prendía y apagaba intermitentemente me detenía. Así me avisaba mi tía desde su silla de ruedas que ya era demasiado tarde para estar afuera de mi casa.
   La primera vez que lo vi, ya todos en el bar sabían que estaba cerca del pueblo. Mucho tiempo después comprendí la bofetada que me dio la tía al recibir una noticia que para mí no debiera tener esa terrible consecuencia.
   Yo estaba jugando solo y no había más que dos o tres que arremolinaban alrededor de sus copas de caña blanca.
   Era invierno y por las ropas del enorme hombre que flanqueó en un segundo la puerta, la noche parecía un suceso terrible.
   Nadie lo saludó claramente. Solo hubo un murmullo que él desdeñó.
   Yo intenté seguir inmutable con mis ensayos de tiros imposibles pero tener a unos pasos su pesada presencia era algo que me hacía sentir profundamente incómodo.
   Minutos más tarde estábamos jugando tranquilamente y poco a poco sus frases serenas y su voz profunda se ganaron mi confianza. Lo único que me ponía inquieto era el diente de oro que parecía acompañar su sonrisa, brillando cada vez que él sonreía.
   Terminamos de jugar por esa noche cuando Malán me dijo que ya era tarde. Mi tía no había utilizado la luz para llamarme. Cuando estaba saliendo del bar me pareció ver su cara apareciendo apenas al costado de una cortina levemente levantada en la ventana.
   Esa noche no rezamos juntos y yo me fui a la cama con ganas de contarle lo bueno que me parecía Juan Viana y como me había impresionado su enorme diente de oro y su frialdad para jugar al pool.
   Ese invierno en el bar fue quizá en el que más creí crecer. No aumentaron a causa de su presencia los parroquianos y eso me dejaba horas enteras en que jugábamos e intercambiábamos frases por lo bajo, haciendo a propósito que los demás se quedaran sin entender. Parecíamos dos personajes de westerns: recios y lacónicos. La única diferencia era que él sí había matado hombres y yo no.
   El 25 de agosto fue la última vez que jugamos. Esa noche hicimos solo una partida y después me invitó a sentarme con él en una de las mesas. Pidió una botella de whisky; el más caro, dijo. Y para mí pidió una Coca Cola de litro.
   Bebimos en silencio. Cada uno su litro de bebida.
   En determinado momento hizo una mueca que no le había conocido. Parecía estar acusando una puñalada. Algo lo molestaba y se contuvo hasta que acariciándome la cabeza me dijo:
   -Perdoname..., pero tengo que hacerlo, ¿me vas a perdonar verdad?
   Yo dije que sí apenas moviendo los labios y dejé escapar una lágrima.
   Esa noche no pude dormir y mi tía, aunque no le conté nada de lo sucedido tampoco durmió nada hasta muy entrada la madrugada. Fue mi primera trasnochada.
   El 29 lo agarraron lejos, en el campo. Dicen que se resistió y que hirió gravemente a un policía. Entonces no lloré y fue la última vez que pisé el bar. Todos esos hombres menos el señor Malán me parecieron unos hijos de ****.
   
   Bebo el último trago de vino y me acuesto en el suelo.
   A pesar de que intento recuperar en mi memoria la sonrisa de Juan Viana se me confunde con la mueca de aquella última noche en que estuvimos juntos. Apenas me vuelve el brillo del diente rasgando el tiempo y quedándose encerrado en una lágrima que apenas se me escapa.
   Más cerca en el tiempo, mi padre ronca.
   El alcohol hace que mi mano parezca ajena, apenas puedo llevarla a mi cara, y se humedece con unas lágrimas también ajenas.

Aldus Manutius
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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ENGAÑANDO  A  LA  SOLEDAD


   La ciudad aún dormía cuando Salvador llegó a casa. Soltó la bolsa de pan sobre la mesa del salón y con  timidez se dirigió a echar un vistazo a la habitación. La encontró distante, fría, es como si estuviese planchada sobre la cama. La noche anterior, era la primera vez que se iba a trabajar con ese extraño pellizco en el estómago, sintiendo la sórdida sensación de que  ya no lo amaba; no podía soportar la idea de no ser el hombre de su vida. Con el trabajo que le había costado encontrarla. Doña Mercedes, su vecina del cuarto, ya no era la primera vez que se lo decía: "Salva hijo, siendo como eres, a ver que mozuela es la que se va contigo".Pero lo cierto, es que al final la había encontrado, y lo mejor: no le había costado meses o años de cortejo, guardando apariencias y pagando invitaciones.  No como su hermano Rafael, que estuvo once años de noviazgo, para después ver como su matrimonio expiraba a los tres meses de estar casado. Menudo chasco.  Ahora vivía de nuevo con los padres y se pasaba las horas contaminando su habitación con el humo de sus cigarros y con su soledad. O como su amigo Frasco, aquel chico tan majo que conoció en la consulta, que le contó que llevaba años detrás de una muchacha, que al final lo único que quería era aprovecharse de él. Le prometió que le daría un beso, si él la invitaba siempre que salieran, a las pocas semanas se aburrió y empezó a no querer saber nada. Un día la pilló en una esquina besándose con otro tipo, Frasco puso mala cara y aún no le había dado tiempo a decir nada, cuando la chica hecha una fiera le dijo a gritos: "¡Que te creías que iba a estar con un imbécil como tú! Vaya golfa. Salvador sintió mucha pena después de escuchar aquella historia y pensó que a él también podría pasarle lo mismo, o incluso peor. De hecho, creía que Frasco era un joven bastante lúcido. Siempre hablaba de cosas interesantes, antes de que aquel médico simpático, los bombardease con preguntas absurdas y les soltase rollos dialécticos que no comprendían, y que seguro no interesaban a nadie. Salvador pensaba, que esos doctores que se dedican a hacer preguntas y a charlar, sólo sirven para hacer que la gente se vuelva loca.
   Los primeros rayos del alba se colaron por la ventana del salón, e impactaron en la cara de un Salvador, que todavía se sentía del todo incapaz de entrar en la habitación. Le atenazaban el sueño y el cansancio de una noche de trabajo agotadora, pero la incertidumbre de no saber como ella iba a reaccionar, le podía, así que se tumbó en el sofá y se mantuvo a la espera. Pensó que lo mejor era que ella tomase la iniciativa. Si, era lo mejor, después de todo, anoche, en el momento cumbre sintió como se desmoronaba, y no le proporcionaba ese placer tan cálido al que le tenía acostumbrado.  Un placer tan intenso, que hacía que se pasase las horas en el trabajo, ensimismado en sus fantasías, soñando despierto, anhelando todos y cada uno de los poros de su cuerpo. Casi siempre que pensaba en ella, se despistaba y terminaba por liar la trapatiesta. Unas veces quemaba un carro de pan, otras perdía la cuenta de los bollos que tenía que hacer...
   ¡Salvador, espabila ya! le chillaba Juan el encargado, que para colmo era su tío. Gracias a él, al menos tenía un buen empleo. Cuando Salvador tenía catorce años, su tío Juan, convenció a sus jefes y lo enchufó como aprendiz de panadero. Y aunque fuese a base de gritos y amenazas, había conseguido que se afianzase en un oficio, por que desde que tenía temprana edad, ya se podía percibir con claridad que lo suyo no eran los estudios. Lo cierto es que él era muy feliz con su trabajo, si bien, a veces se le hacían un poco pesadas las bromas de sus compañeros. Como aquella vez que lo convencieron para que metiera un reloj nuevo en un cubo de agua, para demostrar si era resistente al agua como ponía en la frontal;  Salvador sumergió su reloj comprado a un africano en el top manta,  y poco tardó en darse cuenta de que la mentira se encuentra impresa hasta en las carcasas de los relojes.
   Los segundos corrían eternos, Salvador tenía la mirada perdida, clavada en el techo, mirando sin ver nada. A veces agudizaba el oído para intentar escuchar un suspiro, un gesto, algo que viniese del cuarto y que pudiera sacarle de aquel abismo de impotencia, de dudas, de cobardía. Los ecos de la ciudad en movimiento invadían el salón, le causaban la molesta sensación de cientos de avispas revoloteando a su alrededor. Turbado por la desesperación, se tapó la cara con el cojín y lo apretó con las manos. De esa forma se sentía mejor, seguro. Era algo que había aprendido en su niñez, de esa forma escapaba de todos los malos tragos que le hacían pasar sus hermanos mayores. Sobre todo cuando venían con amigos, entonces Salvador se convertía en el centro de todas las mofas.
   Se escuchó ruido de llaves en el pasillo, Don Celestino, su vecino del b, como cada mañana salía para pasear a su perro. Salvador se sintió mucho mejor. Ambos se entendían muy bien porque durante años  habían tenido en común la soledad, pues desde que Don Celestino enviudó, no se le había conocido compañía femenina. Muchas veces pasaban la tarde jugando a las cartas o al parchís, mientras hablaban de cualquier tema intrascendente. La cuestión era ganarle la partida a su particular destierro. Aunque Salvador, desde que vivía con su amada, hacía tiempo no pasaba por casa de Don Celestino.
   Salvador se levantó timidamente y decidió abrir la ventana, pensó no le vendría mal un poco de aire fresco, pero se estremeció cuando miró al cielo y vio como el alegre sol primaveral, era tapado de forma paulatina por sombríos nubarrones grises. Un aire fúnebre se coló por la ventana y se paseo de punta a punta por el salón. Salvador sintió como se le agarrotaban los músculos y como el corazón le golpeaba el pecho pidiendo auxilio. Le pareció desfallecer, imaginó lo peor, tenía que ir corriendo a la habitación y saber de una vez que había pasado, pero era tal la languidez que sentía en sus piernas, que temía derrumbarse si intentaba dar un sólo paso.
   De nuevo escuchó a su vecino, venía de darle el paseo al perro, Salvador sacó fuerzas de flaqueza y recorrió como pudo los metros de la ventana a la puerta principal, le parecieron kilómetros. Abrió la puerta con la destreza del que se ha tomado un litro de café solo, y por fin, habló con Don Celestino:
- Do...Don Celestino, por favor... tiene que ayudarme.
- Salvador  ¿Qué te pasa? estás muy pálido...¿En qué quieres que te ayude?
- Es...es ella. No sé que le pasa, no me responde ¡Está muy rara!
- Ella ¿Quién?. Vale tranquilizate. A ver en que lío te has metido tú ahora. Déjame pasar...
   Aunque ya hacía algunos años que estaba jubilado, Don Celestino era un abuelo de esos que ya no se asustan por nada, no en vano en su juventud, había pasado dos años en el frente ruso con la División Azul.
   Salvador estaba clavado al suelo y ni siquiera se entretuvo en cerrar la puerta, miraba con ojos desorbitados, mientras tanto, con lentitud, Don Celestino avanzó hacia la habitación, dio dos golpecitos en la puerta, y como no recibió respuesta, se apresuró a entrar. Una vez se percató de lo que había pasado, le grito a Salvador:
- ¡¿Joder Salvador, pero para que tienes en la cama una muñeca hinchable?! ¡Y es qué, para colmo está pinchada!

Pandehigo
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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LA NOCHE ENTERA


Era una noche gris. Mi mujer hacía comida caliente. Yo pensaba. Por adentro. Sentía el ruido de las cacerolas. No importa lo que yo pensaba. Las cosas que veía me parecían serenas. Recordaba cosas que me habían pasado en el día. Pensaba en cómo reaccionaba a situaciones similares años atrás. Trataba de sacar un balance positivo de los últimos meses. El verdadero triunfo no es tener buenas noticias. Me gustaría saber superar las malas, pensé. Estaba muy profundo, realmente iluminado. Nunca había pensado de esa manera. Nada más dejaba que el recuerdo me trajera situaciones. Dejaba de estar. Dejaba el hambre de comida caliente que me daba la noche gris. Tuve la mente vacía de golpe. Agarré la revista de cable. Elegí una película para las diez. La vida de los otros. Quería ver la vida de los otros. Me había atraído el título. Había pasado mucho tiempo conmigo mismo y quería ver la vida de los otros. Cayó un rayo. El cielo se iluminaba. Otro rayo. Y otro. Un rayo con sonido de final de algo. Un plac seco. Algo de metal que se quebraba. La casa, a oscuras. Moví la llave de luz varias veces. Los planes de mirar La vida de los otros se iban al demonio. Tuve una sensación de desamparo. Mi mujer abrió la puerta. Venían voces del pasillo. Ella preguntó cuándo volvía la luz. La gente no contestaba. Bajaba la escalera. Prendí una vela. Nos sentamos frente a frente en los sillones. Ella me empezó a hablar de sus compañeras de la primaria. Le dije:
—¿Sabés que a mí también me buscaron los pibes de la primaria?
—No me dijiste nada. Sos capaz que te encontraste y no me dijiste nada.
—Me iba a encontrar.
—¿Había chicas?
—Las que me buscaron eran chicas.
—Por eso no me dijiste nada.
—Son imbancables.
—Vos sos así con todo. O te obsesionás o hablás peste de la gente.
—Me mató que me escribieran los de la primaria.
—¿Por eso ni me hablabas todo este tiempo?
—Estás loca. ¿Te creés que por eso voy a estar así?
—¿Y qué fue?
—Mucho trabajo, Gaby. Mucho trabajo. Lo de los de la primaria fue otra cosa.
—¿Y qué fue lo de la primaria?
—Primero la alegría. No te lo voy a negar.
—Claro, de encontrarte con gente de cuando eras chiquito.
—Qué sé yo. La alegría. Pero después un bajón.
—¿Qué te pasó?
—No me gusta que te me pongas en nena piadosa.
—¿Viste que a veces te viene un bajón y no sabés?
La luna había cambiado varias veces de lugar en el cielo oscuro. Las sombras se movían por el viento que hacía flamear la llama de la vela.
—Eran todos dos años más grandes.
—¿Dos años?
—Algunos tres.
—¿Y qué hacías con chicos tan grandes? Qué tonta. Claro, no te debés querés encontrar ahora porque todos deben estar viejos y no te querés sentir un viejo.
—Viejo las pelotas.
—Por eso, viejo no. Quién dijo que sos viejo.
La sentí muy cerca. Más cerca que por el solo hecho de ser mi mujer. Me contó cosas que jamás me había contado. Era como que estaba con una mujer que nacía de una oscuridad que la llama de la vela me hacía transparente, una mujer nueva. La luna se había desdibujado. El cielo se iluminaba. Y ahora que la vela no hacía falta, volvía la luz. Primero sonó el teléfono. Prendí la máquina. Mil e-mails. Me latían las arterias del cuello. Anotaba cosas en la agenda. Se me ocurrían cosas impostergables para anotar. Las anotaba a toda velocidad. Hacía una letra rápida, nervioso. No me importaba si después me iba a entender. Quería tener anotadas muchas obligaciones. Minuto por minuto todo controlado. Me tranquilizaba pensar que, ahora que estaba la luz, a la noche iba a mirar una película. No sabía cuándo mis planes se irían al demonio. Me angustiaba no saber cuándo volvería a hablar así con mi mujer, cuándo volvería a ver la luna cambiar de lugar toda una noche. Leí algo que había escrito antes de que se fuera la luz. Algo sobre saber sobrellevar las malas noticias. Cerré la agenda. Los perros ladraban en el parque. Voces venían de la calle. Un reflejo de sol iluminaba la vereda de enfrente.

Daishonin
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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LA MISTERIOSA FORTUNA DE LA FAMILIA RUIPÉREZ


A mediados del siglo pasado, la familia Ruipérez disponía en la ciudad de Toledo, un pequeño taller de orfebrería que le permitía vivir de manera acomodada.

Carlos Ruipérez era un joven orfebre que había heredado el negocio familiar. Al ser hijo único, desde pequeño entraba y salía del taller, donde mezclaba su afición por los juegos infantiles y el aprendizaje de un oficio.

Su padre Ismael, le enseñó a engarzar las piezas de plata y oro, a diseñar todo tipo de diademas, brazaletes y joyas, a las cuales se le incrustaba algún tipo de piedra preciosa como zafiros y esmeraldas, que eran muy del gusto de la nobleza de la época.

De joven, conoció a la hija de los Duques de Cuéllar, Lucía Fernández de la Cueva, que con frecuencia se acercaba a la orfebrería a comprar alguna joya.

Esta relación que empezó siendo comercial fue convirtiéndose en una relación más íntima, dado que los dos jóvenes, con gustos parecidos se atraían mutuamente, hasta que decidieron prometerse.

La familia Fernández de la Cueva gozaba de un prestigio de siglos en la ciudad, dado que su Ducado permitía a cientos de familias trabajar en los campos de viñedos que durante años explotaba la familia.

A su vez, la familia Ruipérez disponía de una buena imagen en la ciudad, dado que su negocio le había permitido vivir de una manera desahogada, aunque no tuviesen títulos de la nobleza.

Ismael, Duque de Cuéllar y padre de Lucía, su única hija, consideró que Carlos sería un buen marido para su hija, cariñoso y trabajador, que sacaría adelante su negocio de orfebrería e incluso mantener los viñedos del Ducado.

El taller de orfebrería de la familia Ruipérez estaba situado en un pequeño local compuesto por tres módulos diferenciados. El primero de ellos estaba localizado a pie de calle, ya que se trataba del local destinado a la venta al público, disponía de un ventanal exterior desde el que se mostraba la mercancía para atraer el impulso comprador de quien pasara por la calle.

De manera contigua se hallaba el taller donde fabricaba las piezas más caras y donde pasaba la mayor parte del tiempo. Para ello contaba con un pequeño patio que disponía de una gran pileta tallada en piedra de mármol de la época romana, ya que era frecuente en la orfebrería mantener las piezas en agua durante algún tiempo después de haber estado en el horno de fundición.

Este pequeño patio al aire libre permitía evacuar el agua de la pileta por las rejillas y también evaporar al exterior los vapores y humos que generaba el horno.

Por último existía una pequeña habitación que hacía la función del almacén, donde tenía depositados los materiales en bruto antes de su proceso de elaboración.

Al morir sus padres, Carlos se dedicó en cuerpo y alma a su taller de orfebrería, ya que al no disponer de lazos familiares, su objetivo era labrarse un futuro al lado de su prometida Lucía.

La soledad de Carlos favoreció que la joven pareja precipitase su matrimonio, por lo que Carlos pidió la mano de Lucía al Duque de Cuéllar, a lo cual accedió encantado.

La dote que el Duque estableció para el matrimonio consistió en la compra de un palacete de estilo mudéjar que se encontraba junto al taller de orfebrería, para que se pudieran unir ambos inmuebles y facilitar la vida familiar del joven matrimonio.

Sin embargo, un desgraciado hecho marcaría la vida futura de Carlos y Lucía.

Una plaga de filoxeras destrozó los viñedos que habían heredado de sus padres   con tal voracidad, que tuvieron que tomar la drástica decisión de arrancar todas las vides de raíz, lo que suponía que hasta dentro de siete años, las vides no generarían una nueva cosecha.

Esta acción suponía la ruina para decenas de familias, sin embargo la generosidad que el Ducado de Cuéllar había mantenido durante siglos salió a relucir una vez más. Regalaron estas tierras a los campesinos, que con su esfuerzo y trabajo la habían labrado durante años, para que libremente cultivasen lo que ellos quisieran, por lo que los campos de vid dieron paso a multitud de pequeños latifundios de trigo, cebada y girasoles, entre otros.

Esta nueva situación obligó a Carlos y Lucía a centrarse en su negocio de orfebrería, dado que toda la herencia familiar había quedado dilapidada por el maldito insecto y ahora su único y exclusivo medio de vida sería lo que generase el taller de orfebrería para sacar adelante a su familia.

Dado que había trabajado con esfuerzo y ahínco desde muy joven, esta nueva situación económica no le afectó en demasía, sin embargo urdió un plan previendo que le pudiera pasar algo malo, para que no le faltara el sustento económico a su mujer, ya que pasaban los años y la pareja no conseguía tener descendencia, de ahí su temor, que si faltara algún día, Lucía no se encontrara sola, desamparada y sin recursos económicos.

En el patio que existía junto al almacén, levantó una sólida placa de la solería y depositó un gran arcón de hierro fundido, que estaría a salvo de cualquier problema de humedad y filtraciones. Encima de esa placa colocó la gran pileta de piedra. De esta manera nadie sospecharía lo que había debajo, además el peso de la pileta y de la placa hacían imposible que alguien intentase moverlo.

Todas las semanas, mientras Lucía dormía, Carlos bajaba al patio y con mucho esfuerzo y cuidado, movía la pileta y levantaba la placa de la solería. Abría el arcón y depositaba parte del trabajo realizado durante la semana.

De esta manera, el arcón fue recibiendo semanalmente broches de oro, diademas tratadas e incluso monedas de oro, que cambiaba con los mercaderes que venían a la ciudad a vender sus telas de Oriente.

Durante años, estuvo repitiendo esta operación cada semana y el arcón fue acumulando multitud de joyas y monedas, que supondrían una auténtica fortuna dadas las dimensiones del arcón.

Sin embargo, una epidemia de viruela asoló Toledo y Carlos y Lucía no fueron ajenos a esta terrible enfermedad, falleciendo a los pocos días.

Transcurridos cien años de aquellos sucesos, un joven empresario madrileño compró aquel palacete en ruinas, con las pequeñas salas adosadas al patio central. El proceso de recuperación del inmueble consistió en adecuar el edificio a un pequeño hotel con encanto, mientras el patio dado el buen estado que presentaba, albergaría el lugar donde los huéspedes tomarían algún refrigerio al aire libre.

Nadie podría imaginar, que aquella pileta que todos admiraban por su tallado, escondía en su interior la misteriosa fortuna de la Familia Ruipérez.

Laura Campos
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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CABALLEROS DE FORTUNA


La pinaza navegaba a la deriva en la creciente penumbra del anochecer. Algunos destellos, los últimos cañonazos de la batalla, rompían su muro de sombras. El humo parecía amortiguar sus truenos, como intentando convertirlos en un mal sueño. La pesadilla, no obstante, estaba en su propia cubierta.
El hedor de la sangre se aferraba, pesado, al destrozado maderamen; sólo el penetrante olor de la pólvora rivalizaba con él. A Nuño le asqueaba todavía más que los cadáveres mutilados esparcidos por doquier. Por ello se había encendido la pipa. En cualquier caso, ¿qué podía importarle lo que pudiera decir el contramaestre? Un pedazo de metal del tamaño de un cuchillo se le había incrustado en la pierna, muy adentro. Aquello sólo podía significar una cosa: gangrena y muerte. Ningún capitán de la armada se iba a molestar en socorrerle. ¿Qué sentido tendría? Era todos carne de horca; reos de muerte, como decían las gentes educadas.
El sol se hundió en el horizonte sumiéndoles en la oscuridad. Las nubes habían cubierto la luna y amenazaban tormenta. Tanta mala suerte le arrancó una risilla cascada. Santiago le preguntó de qué se reía. Era un buen muchacho y se alegraba de tenerlo todavía a su lado.
─Seguro que no te esperabas terminar así, ¿eh Santiago? Estarás deseando estar en cualquier otro lado.
El muchacho se giró hacia él, pálido en el fondo de sombras. A pesar de las lágrimas que le habían resbalado por el rostro había combatido como un jabato. Ni una sola queja desde que desertaran del San Damián. Un buen muchacho, sin duda.
─La flota de la plata ─continuó con una nota de cinismo─ ¿quién puede ser tan idiota como para intentar robar la flota de la plata?
El chico negó con la cabeza, su rostro angelical cubierto de sangre. Con voz trémula le interrumpió.
─No querría estar en ningún otro lugar, Nuño.
Había una nota feroz en sus palabras, mezcla de orgullo y dolor. Durante un instante quedaron en silencio, escuchando el crujir de las castigadas maderas y observando la silueta no demasiado lejana de las velas enemigas. Al amanecer vendrían a por ellos.
─Te quiero, Nuño ─rompió aquella quietud, de improviso, el muchacho─ has sido como un padre para mí.
El pirata no contestó. Silenciosas lágrimas le corrían por sus curtidas mejillas. Él no había encontrado el valor para expresarle su cariño; ni siquiera lo reunió para contestarle. Había cosas que le aterraban mucho más que los cañones, o que las horcas

Barbacana
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MAL SABOR DE BOCA


No hubo nada en aquella soleada mañana de abril que sacudiera la cotidianidad de cada una de las mañanas laborales de Demetrio.
Se despertó, como siempre, a las 7, con un manotazo al despertador y un bufido. Al subir la persiana y sentir el calor de algunos tímidos rayos de sol en el rostro, se sintió contento, aunque aún amodorrado. Paladeó un regusto amargo en la boca.
Tras un desayuno frugal, una ducha y un par de caricias a su gato Pinpón, salió por la puerta a las 7:40. A las 7:42 volvió a entrar por la puerta para recoger el maletín olvidado y, por fin, a las 7:43 estaba de camino a la oficina.
Llegó casi puntual, a pesar del espeso tráfico que saturaba las arterias principales de Barcelona. Aquel día le correspondía a él abrir la sucursal, así que se apresuró a hacerlo antes de que llegaran sus compañeros. Después se quitó la chaqueta y la dejó en su silla y se dispuso a adelantar faena antes de que llegara el primer cliente.
Allí estaba, entrando por la puerta a las 8:37, Milagros, una costurera jubilada del barrio que cada lunes se acercaba por allí para realizar la misma operación: la retirada en efectivo de 80 euros. Nadie había podido convencer a la mujer del uso del cajero automático.
La mujer se acercó a Demetrio con una sonrisa (él era su favorito, estaba seguro) y dejó la cartilla de ahorros con el DNI dentro sobre el mostrador con un "Buenos días". Demetrio, dispuesto a corresponder con amabilidad y, sobre todo, con rapidez el trámite de la anciana, sonrió y saludó a su vez:
-   Purfand goñi.
Tal vez porque la sordera comenzaba a hacer mella en Milagros, ésta no se inmutó y realizó su petición:
-   Dame 80 euros, majo.
La mano de Demetrio se había quedado inmóvil cuando se disponía a coger la cartilla. De su boca habían salido unos sonidos inesperados y de fonética ridícula. Carraspeó un poco y tragó saliva, aún con un regusto amargo en la boca, y pensó que tal vez aún no había conseguido despejarse del todo.
"Cosas del hemisferio izquierdo del cerebro", pensó.
A continuación, realizó la operación, incluyó los billetes en la cartilla de ahorros de Milagros y se lo devolvió todo con una sonrisa.
-   Gracias, guapo. Hasta el lunes que viene – se despidió la mujer, mientras se giraba para irse.
-   Astinpa mor, pangira.
"Otra vez, otra vez", pensó desesperado Demetrio. La anciana lo había mirado de reojo antes de irse. Miró a su compañero, que tecleaba en el ordenador a su derecha. Afortunadamente, parecía sumido en sus operaciones y no creía que hubiese prestado atención a aquella conversación absurda.
Demetrio se aflojó la corbata. Había comenzado a sentirse un poco mareado. El reloj de pared marcaba las 8:43. De repente, su jornada laboral se le antojó una carga pesadísima que no estaba seguro de poder soportar. Bebió agua para borrar aquel sabor de boca tan desagradable y volvió a su labor anterior.
Eran las 10:25 y aún no había entrado ningún cliente más. Aquella mañana soleada de mediados de mes –y en tiempos de crisis – no parecía ser la más propia para la visita a una caja de ahorros.
Su compañero se levantó, se desperezó y se le acercó sonriente.
-   Me voy a almorzar. En diez minutos vuelvo.
Demetrio asintió con la cabeza y cuando su compañero desapareció por la puerta sintió un ligero temblor. Ahora estaba solo en la caja, y si llegara algún cliente no tendría más remedio que atenderlo. Y quién sabe las barbaridades que le diría.
Miró el reloj casi fijamente durante los 14 minutos que su compañero estuvo en el bar de al lado. Éste regresó silbando alegremente. Le dio un golpecito en el hombro y le dijo:
-   Venga, que Ramiro ya te está haciendo el café.
Demetrio se levantó, cogió la chaqueta y salió a la calle. El bullicio de la gente y de los coches lo aturdió durante unos instantes. Casi liberado de la tensión que había estado soportando aquellos 14 minutos llegó con paso alegre al bar. El camarero lo recibió con un café y con la cháchara de todos los días. Casi olvidando sus temores, Demetrio se dispuso a darle las gracias:
-   Mirdusto.
Ramiro sonrió y siguió con su verborrea habitual. Demetrio se había quedado pegado a la barra, horrorizado por lo que el camarero pudiera haber pensado de él. De repente, se le pasó por la cabeza una idea genial: en la oficina alegaría que estaba enfermo de la garganta, que tenía fiebre y necesitaba irse a casa. Además, no era muy alejado de la realidad. Tenía la garganta extremadamente reseca. Aquel gusto que había notado al levantarse no había desaparecido. La lengua le rascaba en el paladar. Tal vez estuviera enfermo de verdad.
Al llegar a la oficina llamó a la puerta de la directora y entró. Entonces, frente a ella, se aterrorizó al darse cuenta de que no podría explicarle su excusa. Diana lo miraba interrogante, con las manos suspendidas sobre el teclado del portátil.
-   ¿Qué tienes, hombre? Estás muy pálido.
-   Estruj torbi lusanda, marpuso...
Demetrio se detuvo, horrorizado por los sonidos que habían salido de su boca. Comenzó a sentir un sudor helado en el espinazo. Se llevó la mano a la garganta y tosió. Tenía una pura lija en la boca.
-   Uy, tú estás malo. Estás más blanco que la pared, chato – confirmó Diana – Anda, con las pandemias que hay por ahí no vengas a traérnoslas a la oficina. Vete a casa y métete en la cama.
De camino al párking oyó risas, voces, palabras, más palabras... ¿Por qué no podían salir palabras coherentes de su boca?
Condujo deprisa y a las 11.36 abrió de nuevo la puerta de casa. Pinpón lanzó un maullido claro y agudo, sorprendido gratamente por el pronto regreso de su amo.
-   ¡Fasbundotes astiricón! Empestino trusbando geseldo marticores deselea...
La retahíla salió sola de su boca, liberada del encierro del camino. No era posible. Ni una sola palabra tenía sentido en todo aquello. ¿Qué podía hacer? Corrió a la cocina a beber agua. Apenas podía tragar. Tenía la garganta al rojo vivo. Entonces, a las 11: 43 sonó el timbre.
Allí fuera estaba su casera, Peah, una anciana irlandesa que de vez en cuando se pasaba por allí para nada en concreto. Dudó unos instantes tras la puerta, pero la golpeó sin querer con el codo, de forma que ahora ella sabía que estaba en casa. Peah llamó de nuevo y se acercó a la mirilla. Un ojo gigante de iris azul inundó la visión de Demetrio. Tenía que abrir.
-   Hola. Mira, tú tomar facturas de la luz que yo tener en mi casa. Tú domiciliar en tu banco y luego decirme a mí... - disparó la anciana en un trabajoso castellano.
Peah le colocó un fajo de facturas en la mano. Pinpón tuvo la osadía de asomarse a la puerta, para disgusto de la anciana.
-   ¡Oh, un animal! Sucio, sucio, mucho pelo.
-   ¡Bonda, min! – exclamó Demetrio enfadado y cerró la puerta.
Ahora ya estaba a salvo. Decidió no abrir la puerta ni salir de casa, al menos hasta que se calmara su dolor de garganta. Puso las persianas en rejilla y se atrincheró con varias botellas de agua en el salón con las luces apagadas. Pinpón daba vueltas alrededor de la mesa con el rabo erguido, contento con aquel oscuro juego.
Cuando a las 14:15 sintió un vacío en el estómago, se vio tentado de ir a buscar algo de comida a la cocina, pero desistió al pensar en lo trabajoso que sería engullirla. El teléfono móvil sonó una vez.
A las 17: 32 Demetrio apenas podía tragar saliva. El resquemor de garganta se había vuelto tan insoportable que sólo podía beber más y más agua para apagar aquel pequeño infierno. El timbre había sonado una vez más y el teléfono móvil, otras tres veces.
Se encontraba en un estado de semitrance cuando escuchó el sonido de una llave accionando la cerradura de la puerta de entrada a las 21:40. Seguramente era Gloria, preocupada porque no había contestado a las llamadas – estaba seguro de que era ella quien había llamado insistentemente –. No había caído en dejar la llave en la cerradura y poner el pestillo. Ahora lo descubriría hecho un ovillo en el sofá, febril, delirante y sin poder expresarse con coherencia. Sin duda, lo tomaría por un loco.
Oyó los pasos de Gloria acercarse por el pasillo mientras pronunciaba su nombre, cada vez con un tono más alarmado. En un impulso ciego, Demetrio se vio invadido por un instinto liberador y subió una persiana. Un anochecer tranquilo descendía suavemente sobre el cielo de Barcelona. Abrió la ventana y aspiró a grandes bocanadas el aire tibio.
Justo en el momento en que se abrió la puerta del salón –eran las 21:43 – el cuerpo de Demetrio cayó a plomo desde el sexto piso. Antes de abrir la puerta, con la mano ya en la manilla, Gloria escuchó las últimas palabras desesperadas de Demetrio: "¡A la *****!".

Vaneamez
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL MURCIÉLAGO


El fusil del civil acecha entre las ruinas de la casa solariega. Ahora, hasta donde su vista alcanza, sólo ve restos de tiempos mejores esparcidos por el suelo, quebrados, descoloridos, y una abrumadora nostalgia se apodera de sus manos haciendo temblar el arma. 
El olor a óxido y a humedad se adhiere al paladar del fugitivo que espera agazapado tras los restos un murete. El corazón le golpea fuerte y su impaciente tic-tac se acompasa con el inquietante ronroneo del moho devorando esas entrañas de piedra donde pasó su infancia. A sus pies, un muñequito de cuerda reclama su atención. Lo recoge con cuidado para que la pegajosa cantinela que el osito guarda en sus entrañas no delate su presencia. Lo observa  y ahoga una lágrima.

De las paredes raídas se desprende el goteo intermitente de las tuberías picadas y, en su caída, espanta a las alimañas. Las ratas, en su carrera a ciegas, confunden los pasos del fugitivo que, desorientado, se abre camino en la oscuridad intentando alcanzar el balcón volado del segundo piso para poner a salvo su vida. Mil veces se había descolgado por él en la adolescencia, cuando a escondidas de sus padres, iba a encontrarse con su campesina. El recuerdo de Mariana Morales endulza la amarga imagen de las estancias desvalijadas donde ahora sólo habita el silencio salvaje que deja la guerra. Avanza cauteloso por la escalera que conduce al segundo piso intentando sortear la alfombra de cristales rotos que tapiza el suelo. Un culatazo certero le derriba y su cuerpo quebrado se desploma como un saco de huesos. ¡Rojo, cabrón! Masculla entre dientes un tricornio orgulloso. El Rojo silencia un alarido, apenas si puede respirar pero en un intento por recuperar su dignidad busca los ojos de la muerte.

La capa del civil aletea en la oscuridad como un murciélago furioso y la culata fría se pone en guardia dispuesta a estrellarse contra su pecho. En un instante fugaz sus miradas se cruzan y la rivalidad que los enfrenta se desvanece en un recuerdo.
El oso perezoso ha desempolvando su melodía olvidada y el silencio sombrío de las ruinas se llena de risas del pasado. Risas con olor a mantequilla y a pan migado en leche tibia y sus voces pueriles recorren los viejos corredores de aquella casa donde jugaron de niños persiguiendo una pelota de trapo. Y recuerdan sus narices sucias, sus rodillas raspadas por la tierra áspera de la calle pobre y las tardes de verano en el arroyo donde los niños del pueblo se masturbaban en corro. Ahora, el eco de esas risas se pierde corriente abajo encaramadas en un viejo neumático mientras vencedor y vencido se miran. "Nunca aprendí a nadar" murmura el fusil. El Rojo pestañea una sonrisa amarga.
Al fondo, en el corredor de entrada, centellean ya las linternas de la patrulla. El paso firme de las botas recias enturbia el descanso de las ratas. El  tricornio se quiebra en una extraña mueca de nostalgia y grita enérgico: "¡Aquí no hay nadie!" Después, el murciélago levanta el vuelo y se pierde en la oscuridad.

Nostalgia
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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RARA BELLEZA

¿Vienes del hondo cielo o surges del abismo,
Oh, Belleza? Tu mirada infernal y divina,
Vuelca confusamente el beneficio y el crimen,
Y se puede, por eso, compararte con el vino.

Que procedas del cielo o del infierno, ¿qué importa?,
¡Oh, Belleza! ¡Monstruo enorme, horroroso, ingenuo!
Si tu mirada, tu sonrisa, tu pie me abren la puerta
De un infinito que amo y jamás he conocido
                                                                  Charles Baudelaire

El pasado 22 de abril de 2010 se celebró el Día Internacional de la Madre Tierra (¡Vaya cicatería! Sólo un día, después de milenios de mecernos y amamantarnos; y sacudirnos de vez en cuando, como sabia y amorosa madre). Y el Concejo de Medellín decidió participar de la jornada institucionalizando el Día social y ambiental Sin Carro. Una jornada de doce horas cuya principal actividad fue la inactividad de los carros particulares de los municipios de Medellín y área Metropolitana.
Vale anotar que esta medida fue rechazada por la raza de los comerciantes (a la que cantara De Greiff: Gente intonsa/... cual si todo/se fincara en la riqueza, /en menjurjes bursátiles/y en un mayor volumen de la panza"), representada por Fenalco Antioquia; aduciendo que la misma está en contravía del desarrollo social y económico,  y genera multimillonarias pérdidas.
Yo; personalmente, no la rechazo, hacerlo sería tan ridículo e inútil como protestar por el salto en picada de la bella Lina Marulanda desde el sexto piso de un edificio bogotano.
Tampoco puedo decir que me acogiera a la inocua medida, ni que me solidarizara con ella; pues, objetivamente hablando, resulta tan estéril e inútil como el alivio que podría experimentar el fumador que redujera su consumo de dos cajetillas diarias a  sólo media el Día del no Fumador o el Día Internacional del Cáncer de Pulmón.
En fin, digo que no me acogí, pero sí me vi en la obligación de acatar la "Ley"; pues la sanción por infringirla que era  de 15 salarios mínimos diarios se conmutó por la pena de una "sanción pedagógica" en las instalaciones del Tránsito, algo más severo todavía, si se considera lo insufrible que para un tipo de mi edad resultaría el verse obligado a volver a la "aborrecida escuela".
Y ahora sí, a lo que pretendía contar desde el comienzo, la crónica del fenómeno del cual tuve la oportunidad de ser testigo, como usuario del transporte público el pasado 22 de abril, Día sin carro.
La escena, o más exactamente el cuadro, tuvo lugar bajo el contundente sol de medio día, en el propio centro de una de las zonas más doblemente calientes de la baudelairianamente bella 'Medallo'. Me refiero al cruce de las vías de Cúcuta y Maturín, donde la promiscuidad de olores, de objetos, de frutas, de gentes y negocios; tanto en locales como en los andenes es toda una babel efervescente de vida y movimiento, un inmenso termitero.
Voy en un bus de la Milagrosa para la Alpujarra, y cuando éste se detiene en el mencionado cruce alcanzo a divisar desde la ventanilla a una mujer que sobresale del conjunto de cabezas de los peatones por unos asombrosos 30 o 40 centímetros, aproximadamente.
El flujo de carros y de peatones es atropellado, pero a la vez pesado y lento. Algo normal en estas zonas y a estas horas. Así que por unos instantes –con algunas breves interferencias- puedo observar a la sobresaliente dama: tiene el pelo largo, negro, espeso y lacio. Sonríe y conversa animadamente, aunque no logro distinguir con quién o con quiénes. Parecen estar detenidos esperando el cambio de luces del semáforo -lo cual es extraño, pues por aquí, y menos por estos lados, los peatones utilizamos muy poco esas cosas- ; pero no, sólo están esperando la oportunidad de cruzar la calle.
La mujer es blanca y de facciones finas y agradables. No parece tener más de veinte años; pero en un momento, cuando gira su cabeza y por poco se cruzan nuestras miradas, puedo mirarla de frente y atisbar en sus ojos, profunda e intensamente negros, que puede tener veinticinco años, pero también cuarenta. Es bella, aunque de una belleza que me atrevería a llamar corrompida, torturadora y a la vez martirizada.
Después de un breve lapso en que otro bus se interpone entre el mío y la sobresaliente muchacha, el flujo de los peatones es más libre y menos denso, y puedo observar con no poco asombro, que la mujer realmente no va caminando, sino que la lleva cargada en sus brazos un hombre de mediana edad, de pelo hirsuto, ralo y castaño; huesudo, pero de contextura gruesa y fuerte. Los acompaña un hombre moreno de mayor edad; casi un viejo, con el cual ríen y conversan.
Cuando mi bus se pone en marcha y logro tener un plano más cercano y completo de la escena, mi asombro se transforma en auténtica conmoción; pues así puedo ver claramente que la mujer carece por completo de sus extremidades inferiores, casi desde el mismo lugar donde nacen las piernas.
A partir de aquel momento comenzaron a desfilar por mi mente tal cantidad de imágenes,  sensaciones y pensamientos que por unos instantes me olvidé  de respirar, de oír y de ver,  y no supe por dónde ni cómo desaparecieron mis tres personajes. Solo recuerdo que lo primero que se me vino a la mente después de recuperar el aliento, fue el inmenso Baudelaire y su morbosa atracción por la horrible belleza.
Sí, creo que esa mujer era la imagen viviente de la rara belleza, de esa cruel y monstruosa belleza que a todos; mujeres y hombres, atrae al extraño monstruo que todos llevamos adentro, y que es lo poco o mucho que de auténtico poeta todos tenemos.
El bus continúo su ruta; y yo, con la imaginación acompañé al insólito trío hasta después de su almuerzo, y a la dichosa y extraña pareja hasta su lecho, algo después de la cena.   

Tefaruro
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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RUIDO


Hay ruido en todas partes.
A cualquier temperatura por encima de cero absoluto
los átomos se agitan con energía termal.
Esto pone en marcha un zumbido de fondo que impregna toda la materia.

Philip Ball,  Masa crítica: cambio y complejidad.


Una de las primeras imágenes que conservo en la memoria –y ahora comprendo, mientras escribo, que esa imagen primordial condicionó lo que después en mí se hizo hombre– es de naturaleza acuática. Recuerdo, no sin cierto temblor estremecido de mi cuerpo, hallarme a los pies de una bañera mientras la mucama que se ocupaba de mí durante las largas ausencias de mis padres me iba desvistiendo sin premura. Después me recuerdo solo, contemplando la bruñida superficie del agua que llenaba la cubeta, tal vez ya desnudo y curioso, conservando a duras penas el equilibrio. La mucama había ido a abrir la puerta o a quitar del fuego una olla hirviente de verduras –nunca supo decírmelo, tal vez la vergüenza lo borró de su recuerdo– y me había dejado por unos momentos a solas en el baño. Tropecé, y mis cortas y torpes piernas de niño no pudieron sostener mi liviano peso, de modo que caí de bruces en el agua templada que cubría buena parte de la bañera. A partir de entonces las imágenes se vuelven borrosas, se convierten en la luz y en las lanzas irisadas que lastimaban mis ojos. Los sonidos de afuera –el crujir de las tablillas de madera del pasillo, el ajetreado ir y venir de la mucama que buscaba algo en los armarios– se vuelven difusos, y poco a poco mis oídos comienzan a habituarse al acuático silencio. Ese fue el primer silencio de mi vida, la primera y más absoluta abolición del ruido que incesable brota del mundo.

Después esa imagen primera queda superpuesta a otras que la envilecen y aniquilan. La mucama volvió rápido, tal vez alarmada al escuchar el chapoteo de mis piernas en el agua, y me encontró medio ahogado en la cubeta. Sacó toallas y me dio severos golpes en la espalda para que devolviera a la bañera el agua que obstruía mis pulmones. Recuerdo su rostro bañado en lágrimas mientras trataba de calentarme pegado a su cuerpo. Nunca dijimos nada a mis padres. El secreto perduró hasta su temprana muerte, momento a partir del cual olvidé lo sucedido.

Mi vida transcurrió desde entonces con absoluta normalidad. Crecí con los demás niños del vecindario, fui educado con los mismos miedos y valores de mi generación. Nunca tuve problemas notables. En la escuela mis profesores confesaban a mis padres que carecía del genio de los artistas, pero que seguramente llegaría a ser un hombre de provecho. Tal vez a causa de esos severos juicios mis padres se contentaron con lo que yo era, un muchacho despreocupado, ni muy tonto ni muy listo, que gustaba un poco más de lo debido de la soledad de los parques pero que, no obstante, no tenía problemas para relacionarse y hacer amigos. Durante mi adolescencia apenas les di quebraderos de cabeza. Inicié los estudios de comercio a la edad que me correspondía, no por vocación sino por instinto práctico, y terminé de graduarme sin honores pero sin sustantivos retrasos. Pronto encontré un empleo que me permitió independizarme, pronto degusté los placeres que se hallan al alcance de los hombres solos y adinerados. Desarrollaba mi trabajo con cierta solvencia no disimulada por mis superiores, de modo que fui ascendiendo sin premura hasta convertirme en jefe de ventas de una importante agencia de seguros. Mi holgada situación económica agradaba a mis padres tanto como las cada vez más espaciosas visitas que les brindaba. Viajaba poco, y siempre solo. Nunca, hasta ese momento, el recuerdo de lo sucedido cuando era niño me había atormentado.

La primera vez que volvió a mí el silencio fue una noche en que regresaba tarde del trabajo. Acababa de llegar de un penoso viaje de negocios que se había alargado más de la cuenta. Estaba cansado y un poco deprimido por las expectativas de ventas frustradas a causa del capricho de un adinerado cliente. Quería llegar a casa y tumbarme en la cama. Quería apagar la luz y que el sueño diluyera el farragoso cúmulo de sinsabores que había acompañado al viaje. Al llegar a la fachada del edificio en el que se encuentra mi apartamento observé que las luces de las ventanas del piso de arriba aún permanecían encendidas. Era tarde, y sus ventanas eran las únicas iluminadas de todo el vecindario. Al abrir la puerta de mi apartamento percibí con mayor nitidez los ruidos que ya resonaban en el hueco de la escalera. El hombre que vivía sobre mi cabeza sostenía una ruidosa conversación con otras agrias voces que supuse pertenecían a sus invitados. La música estaba a un volumen considerable, pero no lograba sofocar las risas y blasfemias que el alcohol y la madrugada hacían brotar de sus bocas. Malhumorado, me metí en la cama, sin ganas de subir las escaleras para recriminar al vecino su injustificable falta de consideración. Permanecí despierto hasta que la reunión terminó, y sólo después, cuando el último invitado se hubo despedido y marchado, pude conciliar el sueño.

Soñé largamente con el agua y el silencio.

A la mañana siguiente, apenas abiertos los ojos, comprendí que yo no era ya el mismo hombre. Algo en mí detestaba el ruido de una forma implacable y obscena y nada podía hacer yo para evitarlo. Era temprano cuando me levanté, y ya el ruido de los coches golpeaba con violencia los vidrios de las ventanas. Resultaban particularmente odiosos los bocinazos de los autobuses así como la discusión que un hombre y una mujer mantenían en el apartamento de al lado. Mi oído se aguzó hasta el infinito en esa fatídica noche, y a partir de entonces sólo encontraba sosiego bajo una pileta repleta de agua, tratando de invocar el sueño en que en mi cabeza reinaba el silencio absoluto que de niño había conocido. Con doloroso esfuerzo logré salir a la calle, no sin antes comprar en una tienda diez o doce pares de tapones de cera para los oídos. La voz del comerciante que me atendía me resultó insufrible. Cuando había terminado de pagarle me puse los tapones con la vana esperanza de que al menos así recobraría la serenidad. Salí a la calle, bajé las escalinatas del subterráneo y me dispuse a esperar el tren que diariamente me llevaba al trabajo.

Cuál fue mi desesperación al darme cuenta de que los tapones que llevaba en los oídos poco o nada podrían hacer por mí. Amortiguaban el bullicio de forma considerable, pero el ligero rumor que aún percibía me resultaba tan insufrible como el ruido del mundo al desnudo. Llegué como pude a la oficina, me encerré en el despacho y no salí en todo el día, anulando reuniones y citas. Tenía la esperanza de que mi estado se debiera a alguna alteración momentánea del sistema nervioso, a un pasajero trastorno cerebral, así que esperé sentado ante mi mesa, con las manos apretadas contra los pabellones auditivos, a que cayera la tarde y, con ella, la noche. Cuando todas las luces se hubieron apagado cogí el maletín y me marché lo más rápido que pude a mi apartamento.

Poco tardé en comprender que mi patológica alteración auditiva tenía carácter permanente e irreversible. Permanecí toda una semana encerrado en mi apartamento alegando indisposiciones pasajeras, ahogado entre las almohadas, retorciéndome de dolor apenas el más leve murmullo procedente de las calles o de los apartamentos colindantes rozaba mis oídos. Visité a dos médicos amigos que no encontraron anomalía alguna en mis órganos receptores. Tal era ya mi desesperación que incluso pedí consejo a un psiquiatra conocido de mi padre. Según su evaluación, sufría un trastorno mental debido al estrés al que me sometía mi puesto de trabajo. Me recetó calmantes y reposo, pero yo ya encontraba realmente imposible permanecer tranquilo en los cuatro muros de mi habitación. Abusé de las dosis de narcóticos para poder dormir tanto durante las noches como por el día, pero aún así el más mínimo sonido me arrancaba con violencia de la cama.

Pronto comenzaron a oírse rumores en el vecindario acerca de mi locura. Me lo confesó un tendero al que escuché con dolorido interés tapándome las orejas con las manos. Las pocas veces que salía a la calle, siempre avanzada la noche, lo hacía pertrechado con los tapones de cera, unas orejeras de lana, un gorro y, como último recurso, las manos pegadas con fuerza a las orejas. Los pocos paseantes nocturnos con los que me cruzaba apenas podían disimular una divertida mueca de asombro. De un día para otro me había convertido en un demente, en el grotesco bufón del que todos se mofaban con descaro.

Impotente para curar el mal, incapacitado para el mundo entero, decidí silenciar todo lo que me rodeaba. Dispuse las mesas y las sillas de la casa de tal modo que hicieran el menor ruido cuando fueran usadas. Coloqué algodones en los quicios de las puertas y engrasé meticulosamente las bisagras. Al más mínimo desorden causado por los vecinos llamaba a la policía y presentaba denuncias en los juzgados. El hombre que vivía sobre mi cabeza no tardó en pedirme explicaciones y, ante mi silencio, me agredió varias veces con violencia. No podían comprender que un hombre viviera atormentado por el ruido. No sabían que ellos, sordos e indiferentes, eran los causantes de mi desdicha.

Así transcurrió un mes sin que mi estado mostrara mejora alguna. Los narcóticos dejaron de proporcionarme sosiego. Las pocas horas de descanso de las que antes disponía se fueron acortando de forma paulatina hasta quedar reducidas a unos pocos minutos al día. Recibí una carta en la que se me comunicaba oficialmente mi despido. Vendí el apartamento con todo lo que contenía en su interior, excepción hecha de algunas prendas de abrigo y de mis gruesas botas de excursionista, y me dispuse a buscar un lugar en el que vivir lejos del ruido que a cada instante me torturaba.

Pero ni en los confines del mundo encontraría alivio mi tormento.

Hallé una pequeña casa a los pies de una de las laderas de una inhóspita montaña. A lo lejos podía contemplar un extenso valle que verdeaba en primavera y se cubría de un denso manto de nieve durante los meses de invierno. A la casa se llegaba atravesando un camino rocoso por el que no podían transitar los coches ni, en invierno, los hombres. El dueño me la vendió porque se marchaba a la ciudad, cansado del silencio y de la monotonía de los campos. Tenía un pequeño huerto de tierra pajiza que cuidaba con esmero. Sembraba hortalizas y verduras que daban sus coloridos frutos en los meses de verano. Una vez al mes me armaba de valor y descendía a un pueblo no muy lejano en el que compraba numerosas latas de conserva y lo necesario para hornear mi propio pan. La gente me veía pasar con las manos pegadas a las orejas con interés y extrañeza, pero nunca nadie hizo comentario alguno. Pasaba los días contemplando durante horas el cielo, viendo pasar las densas manchas negras de las aves migratorias, dolorido y atormentado por el antes apacible murmullo de la naturaleza.

Al cabo del tiempo mi estado no sólo no mejoró sino que empeoró considerablemente. Una fatídica noche, movido por la desesperación, decidí perforarme los oídos con un alambre afilado. La hemorragia no me mató, pero permanecí inconsciente hasta el amanecer. Al despertar creí que la sordera me salvaría de una muerte segura, o de una mortífera locura, pero cuál fue mi asombro al comprobar que incluso ahora percibía con nitidez los sonidos que resonaban a través de mi cuerpo, filtrándose en cada uno de los huesos de mi esqueleto, quedándoseme pegados a la piel de la cara. Salí desesperado a la fría nieve e introduje en ella la cabeza, pero aún así lograba captar el sonido de mi respiración, los desbocados latidos de mi pulso.

Ahora comprendo que el niño que yacía medio ahogado en la bañera nunca debió salir de ella. Ahora entiendo que nunca debió salvarse de esa muerte segura. La mucama me condenó a una vida ensordecedora. Tan sólo me queda corregir lo que el azar o el destino dejaron tantos años en suspenso.

Así acaba la historia de mi vida. Estas pocas páginas son el único testimonio verídico de mi locura. Ya he decidido que el último ruido que escucharé será la deflagración sorda de mi revólver, y que después todo será silencio.

Oliveira
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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ENTRE LOS PUCHEROS DE LA ABUELA


Me costó mucho tomar aquella decisión, finalmente decidí irme a aquel pueblo en que había nacido y al que no volvía desde hacía treinta años. Además pesaba sobre todo el deseo de Fina antes de morir.

Durante el camino me fui sintiendo mucho mejor y una extraña quietud iba envolviéndome al tiempo que el tren se acercaba a mi destino. Era como si los míos me protegieran desde el más allá, y me quisieran conceder después de mucho tiempo amargo, la tranquila y apacible muerte que tanto desean los gatos.

Al bajarme del tren y salir de la Estación, fui caminando por las calles solitarias como si las habitasen los fantasmas al anochecer, la mayoría de las casas estaban  deshabitadas, cristales rotos, piedras caídas de los muros, agujeros en los tejados por dónde entraban y salían gorriones y jilgueros, golondrinas y palomas, mirlos y urracas en una algarabiílla ininterrumpida por ningún otro sonido. Silenciosos ratoncillos disuelven su reunión y se cuelan bajo las puertas astilladas a mi paso.

Llego a mi casa, cubierta con telarañas, aún habitable. Tan sólo hace seis años que murió la abuela y las mujeres de mis primos seguramente se acercan de vez en cuando a limpiar. Abro la puerta. Allí siguen, como siempre, los pucheros rojos sobre la brillante placa de carbón. Entre sombras me parece ver a mi abuela removiendo las brasas del horno de la vieja cocina y dándole vueltas con el cucharón al hervor de los pucheros mientras susurra: Dios está entre los pucheros, dijo Sata Teresa, y que no nos falte la comida de cada día en ellos, Señor".

Con el viento que entra al abrir la puerta, se mueve la mecedora bajo la ventana. Parece que está todavía allí Blanca, hecha un ovillo, durmiendo como una gatita mientras la abuela saca brillo al bronce.

Ladra un perro anunciando a su dueño que ha acudido curioso a la extraña novedad en el pueblo. Es el Antón con las huellas en la cara con que le ha pisado el tiempo. Es mi primo hermano. Más hermano que primo. Los últimos y los que no queríamos terminar la busca . Nos abrazamos.

•   La abuela estaba segura de que regresarías a casa.

Me resbalan las lágrimas y le vuelvo a abrazar.

•   He vuelto, sobre todo, porque Fina me lo pedía antes de morir. Dijo que la poco familia que nos queda está aquí y ella quería que esparciera sus cenizas por el monte. Si no, me lo hubiera pedido ella, creo que nunca hubiese regresado.

Nos volvemos a abrazar.

•   Tengo un pollo que quedó del mediodía, lo traeré junto con una botella de vino, hay que celebrar tu vuelta. -  Me dice antes de irse -.

Me quedo mirando la escopeta colgada sobre la alacena, casi entre pucheros. No tiene el seguro enganchado. "Es igual, me digo, no quedará en ella una bala".
"Las armas las carga el diablo",  parece que escucho decir a la abuela..

Ya está de vuelta Antón. Vuelve acompañado de otro viejo y familiar rostro, Ismael, mi otro primo. Nos abrazamos apenas sin reconocernos. Con Ismael me llevaba peor que con el Antón, él anduvo detrás de la Fina. Ha pasado tanto tiempo y tantas desgracias de por medio que los rencores ya están olvidados. Lo importante es que otra vez estamos  los tres primos juntos, como cuando éramos niños y jóvenes.

Nos sentamos los tres a cenar en un banco que rodea a la mesa rectangular en la cocina de la abuela. Antón trajo un pollo, unos pimientos, unos tomates, unas cebollas y unas lechugas. Busco en la alacena la fuente de porcelana que recordaba y entre todos preparamos una ensalada. También había traído buen vino. Ismael se acercó a por queso, unos chorizos y jamón, también trajo un orujo de su cosecha.

Nos sentamos los tres en la mesa, evitando hablar de aquello en que los tres no dejábamos de pensar.

Hablamos de cuando éramos chicos, de cuando la abuela nos perseguía con la escoba mientras nuestras madres trabajaban en la fábrica. De lo jóvenes que murieron nuestras madres, una detrás de la otra, antes de que nosotros cumpliéramos los quince años. Como la abuela, siempre de trasiego entre los pucheros de aquella cocina de la que se llevaban la comida para el bar del pueblo, nos fue sacando a flote a los tres mientras nuestros padres se fueron haciendo difusos en el lugar dónde emigraron para trabajar.

•   Y luego te casaste con Fina – Dice Ismael, ceñudo como si el tiempo no hubiera pasado-.
•   Y nació Blanca – Dice Antón para quitar acritud y con ello sin querer, mete el dedo en la llaga.

Entonces yo lloro como aquel día en que mi Blanca jugaba sentada sobre una manta en la puerta de la cocina. La acababan de bañar entre su madre y la abuela en un barreño de zinc que aún estaba al sol. Yo había llegado del campo para almorzar y no la quise besar para no ensuciar con mis manos de tierra su vestido azul.

Fina fue quien salió a mirarla cuando me hubo puesto el bocadillo con una tortilla a la francesa. Dijo en un hilo de voz que la niña no estaba y comenzó a gritar: ¡Blanca!, ¡Blanca!, por todas las callejas del pueblo.

Fue la primera vez que vimos a la abuela abandonar su fogón y sus pucheros para salir corriendo a la calle y comenzó a gritar el nombre de la niña por todas las callejas del pueblo.

Yo corrí a las madrigueras y a los pozos más cercanos en busca de Blanca.

Al anochecer todos los hombres del pueblo bateábamos los montes empecinados en la busca.

Mi niña con su vestido azul nunca apareció.

Unos meses más tarde, Fina y yo nos fuimos para empezar una vida lejos de allí. Nada volvió a ser nunca igual. La tristeza y la desesperación nos acompañó siempre.

Ahora estaba yo allí, con la intención de expandir las cenizas de Fina por el monte que contenía una parte nuestra hija y con la intención de quedarme a vivir en la casa de la abuela para sentirme más cerca de los míos y tener esa tranquila y sosegada muerte que desean los gatos.

Parecía que la abuela paseaba por la cocina y pasaba una bayeta por la place de carbón, ahora por el horno, ahora un paño por los cristales de la ventana, ahora se mueve la mecedora arrullando a Blanca.

Me levanto de la mesa. No era tiempo de recordar a los muertos que siguen vivos. Había pasado un ángel y el silencio había abismado entre los tres.


•   Voy a coger unos vasos para el vino, más copas para el orujo.

Fui a la alacena.

•   Yo me lleve a la Blanca, y la maté, y la eché en el pote de los cerdos. – Dijo Ismael -.

•   ¿Cómo? – Exclamó ronco el Antón-.

•   Quería ver el sufrimiento y la pena en el rostro de la Fina. Lo mismo que me hizo sentir a mi cuando casó con otro.

Yo miré para arriba de la alacena y vi la escopeta del abuelo, colgada con el seguro in enganchar como si de un presagio se tratara. "Las armas las carga el diablo" escuché decir a mi abuela". De un salto la alcancé Siempre he sido un buen tirador. La bala que debía esperar en la recámara quedó incrustada entre las dos cejas del Ismael, su cuerpo se desplomó quedando la cabeza  sobre el fogón de la abuela, entre los pucheros entre los que está Dios.

Mariana Pineda
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

PARMENIO EL INVISIBLE


Parmenio estaba pegado a la silla. Intentó leventarse, pero pasó lo mismo que había pasado en los
tres intentos anteriores, simplemente no pudo. No era cuestión de tener las piernas dormidas o
algo por el estilo, estaba adherido a una banca de un parque cualquiera, tan simple y macabro
como eso. Pensó que tal vez había algún tipo de adhesivo del que no se había percatado, pero al
levantar sin dificultad alguna el libro que estaba leyendo y que acababa de dejar a su lado, encima
de la misma banca, su confusión aumentó. ¿Acaso era alguna clase de sueño? ¿O tal vez alguna
broma? Miró estupidamente para todos lados, con la leve esperanza de ver las cámaras
escondidas y que alguien se le acercara diciéndole que estaba en televisión, pero nada pasó.
Intentó de nuevo, pero no pasó nada. No podía separar su torso del espaldar de la silla, y no
podía levantar las piernas. Se quedó sentado, con expresión idiota, sin saber qué hacer.
Unos segundos después vio venir a una hermosa mujer, no pasaba de los venticinco años, y
caminaba con una suficiencia que rayaba en la pedantería, era casi como si este planeta fuera muy
pequeño para ella. Su pelo negro contrastaba perfectamente con su blanca piel, era alta y muy
bien proporcionada, era, a todas luces, una belleza. Parmenio sonrió, aliviado al sentir que lo
podrían ayudar, no obstante, cuando la mujer estuvo lo suficientemente cerca, Parmenio le habló
con cautela, con la prevención que la mayoría de los hombres sienten ante una mujer muy bonita.
- ¿Hola? ¿me disculpas un momento?
La mujer lo miró con displicencia, y aunque aminoró un poco el paso, no se detuvo por completo.
- Lo siento, pero no tengo dinero - contestó.
Parmenio sonrió, entre divertido y ofendido.
- No, no se trata de eso - dijo tratando de que su voz sonara convincente - es simplemente que no
me puedo levantar de esta silla.
Contra todos los pronósticos, la mujer se detuvo unos metros al frente de Parmenio, que la
observó complacido.
- ¿Qué?
- Sé que suena estúpido, pero de verdad necesito ayuda para levantarme de esta silla, estoy - hizo
una pausa buscando la palabra correcta - pegado - dijo por fin Parmenio, no era una gran palabra,
pero era el apelativo más acertado.
La mujer lo miró, primero incrédula y luego de manera inusitada, furiosa. No dijo nada más,
sencillamente se acercó a Parmenio y le asestó tremenda cachetada.
- No sé que fue lo que se imaginó usted, pero yo no soy una cualquiera, ¡soy una mujer decente! -
gritó la mujer, como si con esa sarta de incoherencias pudiera justificar su agresión.
Parmenio se llevó la mano a la mejilla adolorida, sin decir nada, sin poder creer que lo acabaran de
cachetar solamente por pedir ayuda. La mujer se alejó casi corriendo, histérica. Parmenio la
observó por unos instantes, aún con la palma en la mejilla, la rabia empezaba a hervir en sus
venas, aunque fue reemplazada por absoluta perplejidad y luego por un auténtico pánico cuando
notó lo que pasaba ahora.
Con los ojos muy abiertos, como quien quiere comprobar si un billete es falso, miraba su mano
derecha a contra luz; era increíble, pero estaba desapareciendo. Unos segundos después,
queriendo como nunca en la vida, estar equivocado, levantó la mano izquierda, para comprobar,
¡oh por Dios!, que también estaba desapareciendo. Bajó las manos al borde del desmayo y se
miró el cuerpo entero, sin estar por completo convencido; nada que hacer, todo él estaba
desapareciendo, lenta pero inexorablemente.
Un hombre de unos treinta años pasó al frente de Parmenio. Aunque la expresión más acertada es
la siguiente: Un gigante de unos treinta años, pasó por el frente de Parmenio. Este hombre era
sencillamente bestial, parecía que lo único que hacía en su vida era ejercicio, y tal vez comer y
dormir. Media más o menos dos metros de alto, por dos de ancho; una mole, para resumir. Sin
embargo se adivinaba algo de bondad en su mirada, y de todos modos, Parmenio no tenía muchas
opciones dadas las circunstancias, apenas lo vio le pidió ayuda, sin pensar en nada más, y
balbuceando algo ininteligible. El gigante se detuvo y lo miró confundido. Parmenio trató de
serenarse un poco, respiró profundo y volvió a hablar.
- Por favor ayúdeme - dijo con un tono de voz que intentaba ser neutro.
- Claro hombre - respondió amablemente el gigantón - ¿qué pasa?
- No me puedo levantar - Parmenio no atinaba a dar explicaciones, era una situación que ni el
mismo entendía.
La mole miró a los lados de Parmenio, buscando una silla de ruedas, unas muletas, un bastón;
cualquier cosa que implicara que Parmenio estaba diciendo la verdad; cuando no vio nada volvió a
observar a Parmenio, confundido.
- ¿Le robaron?
- No, nada de eso - Parmenio empezaba a sentirse un poco más tranquilo, al parecer había
encontrado a alguien dispuesto a ayudarle - es simplemente que no me puedo levantar.
El gigante no dijo nada por un rato, sólo miraba a Parmenio que intentaba sonreir. Unos segundos
después habló, el volumen de su voz empezaba a subir, anque seguía sonando amable.
- ¿Es usted discapacitado?... quiero decir... ¿por qué no se puede levantar?
- Escúcheme por favor, sé que le va sonar estúpido, pero por alguna razón no logro levantarme,
parece que la banca tiene algún adhesivo... - por un momento se le fueron las palabras al notar el
estupor de la mirada del gigante - no sé qué es lo que pasa, pero sólo necesito algo de ayuda, ¿me
daría una mano?
- Ahora escúcheme usted - el tono de voz de la mole se tornaba, poco a poco, amenazante - y
escúcheme con atención, no me gusta que se burlen de mi. Odio la violencia pero si tengo que
usarla, no dudo en hacerlo.
Era la típica acitud pasiva agresiva de aquellos que predican a los cuatro vientos no gustarles la
violencia, pero que a la hora de la verdad no se pierden un buen pleito, pero Parmenio no lo notó,
estaba demasiado asustado. Lo lógico habría sido dejar las cosas así y esperar a que pasara alguna
otra persona, pero Parmenio no estaba para esperar, lo que hizo fue insistir, craso error.
- No, no me estoy burlando de usted, solamente necesito que se acerque un poco y me ayude a
levantarme de esta **** banca.
No hubo mucho tiempo para reaccionar, en medio segundo el campo visual de Parmenio se vio
ocupado por un puño que más parecía el martillo de Thor, y medio segundo después hubo una
especie de estallido. Un estallido ubicado en la nariz de Parmenio, que sintió un punzante e
inesperado dolor, sus ojos se anegaron y las palabras de su mente se desordenaron como una
especie de rompezabezas sin armar. La sangre no se hizo esperar, manchó la camisa de
Parmenio, aunque en realidad era lo de menos, tomando en cuenta como estaban las cosas. El
gigantón esperó un poco, tal vez convencido de que Parmenio diría algo dándole otro pretexto
para volver a golpearlo, pero, afortunadamente para Parmenio, la razón apareció y éste guardo
silencio, sintiendo como el dolor en su nariz se esparcía por todo su rostro. Finalmente el hombre
se alejó gritando algo que Parmenio no escuchó, incluso el dolor pasó a un segudo plano, pues
ahora estaba más asustado que nunca pues había notado que la sangre que antes manchaba su
camisa, había desaparecido casi inmediatamente, y él mismo empezaba a volverse traslúcido.
- No es posible - dijo en voz baja, hablando consigo mismo - no es posible que nadie se dé cuenta
de esto y me ayude... no es posible.
El caminar lento pero seguro de una viejita lo sacó de su inútil monólogo, Parmenio la miró y de
un momento a otro sus esperanzas de salir del problemita revivieron.
- ¡Señora por favor! - dijo sin intentar disimular su angustia - ¡ayúdeme!
La anciana lo miró con expresión bonachona, y de inmediato se acercó a Parmenio.
- Si mi niño, claro que si, cuéntame - era casi demasiado bueno para ser verdad.
- ¡Por favor señora! Necesito que me ayude a salir de este problema.
La señora se sentó al lado de Parmenio, sobre el libro que él había estado leyendo.
- Tranquilo, todo va a estar bien - era una frase de cajón, un tremendo cliché, pero aún así logró
calmar un poco a Parmenio - yo tengo la solución a todos tus problemas.
¿Cómo era posible? ¿Qué era lo que sabía la viejita? ¿Acaso era una especie de ángel enviado por
Dios? Parmenio no lo sabía, pero esperaba con todas sus fuerzas que así fuera. La anciana tomó
sus manos casi invisibles y le entregó algo.
- Esto es todo lo que necesitas, ya vas a ver como todo se arregla - acto seguido se levantó y se
alejó sin decir nada más.
Parmenio la observó irse y por fin miró lo que tenía en sus manos. Cuando vio lo que era sonrió
ampliamente, le encantaba el humor negro, claro que no estaba tan feliz de sentir que el universo
se estaba ensañando con él, pero tenía que admitir que era muy gracioso; de tapa azul y
practicamente nuevo, el libro que la señora le había entregado decía en letras grandes" " Manual de
Autoayuda". Una hermosa, inmensa y estúpida ironía.
Dejó de reír como un imbécil justo a tiempo. Un hombre muy joven, seguramente no pasaba de
los dieciocho años, se acercaba a él, presuroso. Era alto y delgado, los pantalones caídos dejaban
ver unos boxer de cuadros, y el buso de capota le quedaba muy grande. Mientras caminaba movía
la cabeza al compás de alguna canción que sólo él podía escuchar a través de unos audífonos.
Parmenio lo miró acercarse sin mucha esperanza, igual ya no tenía nada que perder; con actitud
suplicante estiró uno de sus brazos hacia el joven, éste, cuando por fin se acercó lo suficiente se
detuvo, miró la mano de Parmenio y sonrió. Parmenio sintió como el miedo remitía, sólo un
poco. El joven buscó algo en los bolsillos de su pantalón, luego sacó unas monedas y las puso en
la mano de Parmenio; las monedas lo atravezaron como si Parmenio estuviera hecho de alguna
especie de gelatina preparada con mucha agua y unos segundos después cayeron al piso. Para ese
momento el joven ya había dado la espalda y se alejaba caminanando con la misma parsimonia,
moviendo la cabeza al compás de la música, con una sosegada sonrisa en su rostro, convencido de
haber hecho lo correcto, esos pequeños detalles eran los que harían de éste un mundo mejor.
Parmenio se entregó, se abandonó a la desgracia, no quiso seguir esperando un milagro, se relajó
por completo, dejó caer su cabeza y cerrró los ojos, se dispuso a esperar lo inevitable, se
desvanecería, y a nadie le importaba.
Unas voces infantiles lo hicieron abrir los ojos de nuevo. Un grupo de dos niñas y dos niños se
acercaban jugando, al parecer sin notar la presencia de Parmenio en esa banca. Reían y hablaban,
despreocupados como sólo los niños pueden ser. De la manera más casual se acercaron a
Parmenio y se quedaron callados, observándolo, fascinados. Parmenio no dijo nada, no había nada
que decir, las expresiones de los niños resumían la situación entera. Por fin una de las niñas se
acercó a Parmenio y llevó uno de sus deditos a Parmenio, despacio, como alguien que no sabe si lo
que va a tocar es demasiado frágil y se puede romper por el simple contacto. Sintió a Parmenio y
de inmediato retiró la manito.
- ¡Hace cosquillas! - dijo con una gran sonrisa. Los demás empazaron a imitarla y a reír con el
contacto de Parmenio, quien no lo podía creer. Esto tenía que ser una pesadilla.
Los niños eventualmente se cansaron del jueguito, así como llegaron, se fueron.
La odisea de Parmenio terminó, pasó lo que tenía que pasar, un ser humano común y corriente, ni
mejor ni peor, ni más ni menos culpable que cualquiera, un ser humano tan importante como
todos los otros seis mil millones, desapareció, y tal como lo predijo Parmenio, a nadie le importó
un bledo, en su lugar sólo quedó una mancha marrón en la banca.
Sólo pasó un año para que las autoridades tomaran cartas en el asunto, un tiempo récord. El
problema de la banca era urgente, algo que debía ser tratado con rapidez y eficiencia. La gente se
congregó al rededor del alcalde de la ciudad, quien sostenía unas tijeras y estaba ubicado justo al
lado de la famosa banca, que ahora estaba cubierta completamente. Había una cinta amarilla con
rojo frente al alcalde, que empezó su discurso, féliz como siempre con el simple hecho de
escuchar su propia voz, algo mucho más placentero que escuchar las voz de los demás.
- Queridos conciudadanos - dijo con su sonrisa ensayada - hoy es un día especial, un día en el que
queda demostrado una vez más que durante mi administración le daremos importancia a lo
importante. Acabaremos de manera rápida y oportuna con todo aquello que vaya en contra de los
intereses de las personas de bien.
Alguien dentro del público habló en voz baja, consternado.
- Pero si prometió construir escuelas, ya lleva tres años y nada de nada.
Varias personas lo miraron, molestas, pues querían escuchar al alcalde, no estaban para prestarle
atención a las idioteces de un anónimo. El hombre entendió y guardo silencio. Mientras tanto, el
alcalde continuaba con su perorata.
- Es por eso que hoy, después de una larga licitación, hecha por el bien de la transparencia,
hemos logrado que la empresa idónea para esta tarea pintara la banca, y la dejara de un solo color,
tal y como debe ser, de un solo color.
Un asistente del alcalde descubrió la banca, la mancha marrón había desaparecido, ahora se veia
igual que todas las demás bancas, de ese modo no incomodaría a nadie. El alcalde cortó la cinta,
recibiendo con beneplácito la merecida ovación de su público

Alvaro Vanegas
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente