Noticias:

Si continuas navegando aceptas nuestra Política de Cookies

Menú Principal

IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

Tema anterior - Siguiente tema

Relatos FM

La protagonista y el actor de reparto


Se despertó y observó por unos segundos la pantalla gris del cine en la que no se proyectaba ninguna imagen. Por un instante su memoria se pareció a esa pantalla, pero luego comenzó a reconstruir los instantes previos a quedarse dormido. Miró a su alrededor y comprobó que Angélica no estaba, luego se llevó la mano al rostro.
Cuando salió de la sala se encontró con el hall del cine desierto, habían ido a la función trasnoche, por lo que los únicos que permanecían en el sitio eran los empleados que preparaban todo para la próxima jornada. Al principio "puteo" para dentro, pero después comenzó a insultar en voz alta. No había nadie en el cine, pero sentía que había sido humillado frente a todo el mundo, como si su humillación hubiese sido proyectada en la sala.

Espero diez minutos enfrente al baño de damas y luego ingresó furioso. No había nadie. Luego llamó al celular de Angélica y se sorprendió al encontrar "tono",  había apostado que estaría apagado. Sin embargo lo atendió el correo de voz. Llamó varias veces hasta que se dio por vencido.

A la salida se fumó un cigarro tratando de racionalizar el odio que sentía y después se tomó un taxi. Trató de ganar confianza y autoestima hablando con el taxista fluidamente, se rió de sus chistes, asintió ante sus opiniones contradictorias a y hasta le dejó una buena propina. De alguna manera estúpida buscaba que el conductor fuera su aliado. Cuando se bajó del coche y vio la fachada de su casa se sintió furioso.

Entró a su casa corriendo y la recorrió rápidamente. Su mujer no estaba. Se sirvió un vaso de whisky sin hielo y repaso la situación. No podía ser que ella lo hubiese abandonado en esta situación, sin mediar palabra y sin darle ninguna oportunidad. Quizás se había sentido mal, o se había ido por alguna urgencia y volvería en cualquier momento. Decidió esperar y se puso a pensar en cómo la recibiría en su regreso. Sería difícil controlarse, al verla correría la sangre por sus venas y su mano intentaría recomponer el orden.

Pasaron dos horas y varios vasos de whisky. Hizo varias vueltas de zapping y siempre se detuvo en los mismos canales de deportes. De repente apagó la tele y dejó el control sobre la mesa. Se quedó mirando hacía el pasillo como si hubiese escuchado un ruido, pero una idea se había apoderado de él. Se levantó, fue hasta el cuarto del fondo, abrió el ropero y comprobó lo peor, faltaba una de las valijas: Angélica lo había abandonado.

Inmediatamente se le pusieron los ojos llorosos y sintió como la sangre le subía al rostro. Fue hasta el comedor, se bebió medio vaso de whisky de un trago y arrojó el vaso vacío contra la pared. Revisó el armario del cuarto matrimonial y comprobó que efectivamente faltaba ropa de Angélica. En otra circunstancia no se hubiese dado cuenta, pero en este momento estaba atento a cualquier indicio que confirmara su hipótesis.

Inmediatamente llamó a Clara, la hermana de su mujer. El teléfono sonó varias veces pero nadie atendió. Volvió a llamar una y otra vez hasta que le dio fuera de servicio. En cinco minutos insultó más a su cuñada que lo que había insultado a su mujer en dos horas. Ella era su enemiga, tenía la certeza de que Angélica era solo un peón en sus manos, era un reflejo de cómo su hermana concebía la vida.
Primero pensó en ir hasta la casa de su cuñada, luego en salir por ahí a emborracharse y luego en hacer ambas. Pero cuando se incorporó se dio cuenta que había bebido demasiado. Mañana estaría en condiciones de arreglar el problema como debía.
Al otro día se levantó temprano y actuó para sí mismo como si nada hubiera pasado. Puso música, se bañó, se afeitó, se vistió como un caballero y salió a la calle a recuperar a su mujer. Volvió a tomar un taxi y a conversar con el conductor amablemente. Pero este taxista no conversaba tan bien como el de la noche anterior, por lo que decidió dejarle menos propina.

Cuando golpeó en la puerta de su cuñada tenía algunos parlamentos ensayados. Se había jurado a si mismo comportarse con calma. Demoraron en atenderlo y conjeturo que no querían hacerlo, volvió a golpear con más fuerza y finalmente apareció su concuñado mirándolo serio.

- Juan Pablo, como andas.
- Todo bien, vengo a buscar a Angélica. Sé que está acá
- ¿Angélica? Angélica no está acá.
- Está bien Eduardo, no es asunto tuyo, mejor no te metas. Dejáme pasar y listo.

Quiso hacer un movimiento para eludir el brazo de su concuñado pero fue imposible. Eduardo era un tipo tranquilo pero tenía una contextura física robusta que iba a ser difícil de superar.

- Si querés lío en la puerta de tu casa, problema tuyo. Yo de acá me voy a llevar a Angélica.
- No hay nada que te puedas llevar imbécil. Mira que no tengo ningún problema en pegarte, me darías un gusto grande, hace tiempo que espero la oportunidad.
- Para Eduardo- dijo Clara, la hermana de su mujer, dando unos pocos pasos desde el lugar del hall de entrada donde estaba escondida.
- Vos, vos sabes. Le llenaste la cabeza de nuevo. ¿Donde está Angélica? Dejáme hablar con ella.
- No está acá Juan Pablo. No hagas problemas, ya está, Angélica se fue.
- ¿Como que se fue? ¿Dónde está?
- No está, se cansó, se fue.
- Décime donde está, ¡es mi derecho!
- !Tu derecho! Como vas a hablar vos de derechos ¡orangután! Como carajo se caso mi hermana contigo.
- Andáte Juan Pablo.
- !Donde está! Yo no me voy de acá hasta que no me digan.

Eduardo miro a su mujer pidiéndole permiso para hablar. Clara se adelantó y cambio de tono para hablar.

- Juan Pablo, Angélica se fue, se fue del país. Se cansó de todo esto.

Juan Pablo quedó en silencio por unos segundos, no se le había pasado por la cabeza esa posibilidad. Enseguida trato de recomponerse, como esos boxeadores que aguantan siempre un golpe más que el resto.

- ¿Lo qué? La voy a buscar. ¿A dónde se fue?
- Ya está Juan Pablo.

Clara se fue al fondo discutiendo sola, Eduardo salió de su casa y cerró la puerta para escoltarlo. Quería estar listo por si las palabras no alcanzaban para resolver la situación. A Eduardo le pareció que después de la noticia Juan Pablo parecía más bajo. Le palmeo el hombro y lo despidió en dirección al centro.

Mientras caminaba se dio cuenta de que había recibido un golpe duro. Probablemente Angélica tenía listo el equipaje desde un tiempo atrás y había estado esperando el momento oportuno para irse. Sin embargo había una duda que no conseguía despejar: con tantas oportunidades para irse, ¿por qué Angélica había decidido abandonarlo en el medio del cine? Esa noche habían ido a comer, habían charlado tranquilamente y hasta habían elaborando planes para el fin de semana. Además, durante las últimas semanas no habían tenido ninguna de esas peleas desagradables que alteraban la rutina de ambos por varios días.

Decidió esperar el 173 para volver a su casa. Era uno de los ómnibus con peor frecuencia de la capital. Pero era una manera de ganar tiempo y ejercitar la paciencia, necesaria no solo para recuperar a Angélica sino también para recomponer su vida.

Se sentía culpable por haber sido tan rígido con Angélica y también tan poco observador, se reprochaba por no haber reconocido su punto exacto. "Para amar bien hay que poder encontrar el punto justo de las personas, ese punto en que nos aman y nos respetan" pensó.

Ahora quizás sería tarde, solo le quedaría regresar, esperar y tratar de demostrar lo que había cambiado. Llegado el caso tendría que hacer una actuación memorable para tener la posibilidad de reconquistarla. El otro camino sería encontrar a alguien más, para volver a conquistar, para poseer, disfrutar, proteger y amar.

Después de una larga espera pasó el 173, estaba casi vacío, a medida que pasaba el tiempo la gente iba olvidando que está línea existía y pocos usuarios se tomaban el trabajo de esperarlo. Pensó que algo parecido le pasaba a la gente cuando se acostumbraba a la falta de respuesta de los demás. "Todos somos cada vez menos transitados, menos esperados, menos tenidos en cuenta" reflexionó mientras miraba por la ventanilla. Llegó a la conclusión de que su mujer también era culpable de está situación por no haberle tenido la paciencia que él se merecía.

Cuando llegó a su parada decidió no bajarse y continuar el viaje. Quería terminar una idea, confirmar una hipótesis. Llegó a la conclusión de que en el cine algo debía de haber ocurrido. Un evento había sido determinante para que todo esto ocurriera, una última y pequeña causa podía ser identificada y ser el punto de partida para reescribir la historia. Entonces se bajó del ómnibus y se fue caminando en dirección al centro.
Al llegar se sentó en un café para hacer tiempo y luego se encontró a sí mismo en la sala de cine, contemplando la película que no había terminado de ver la noche anterior. Imaginó que observar esa película sería como ver una etapa de su vida que había olvidado o como analizarla desde un ángulo que nunca había imaginado. Los títulos estaban comenzando.

Faro

Relatos FM

La Huida


De nuevo me quedé mirando a través del enorme cristal y no vi nada en aquella insistente oscuridad, donde miles de minúsculas partículas de colores viajaban sin ningún orden aparente.
Giré cuarenta grados y allí estaba ella; redonda, quieta, azul.
Tras mi huida parecía seguir todo en su lugar. La añoranza se adueñó de mí una vez más, noté un nudo en mi garganta y el vello de mis brazos levantó mi piel y generó electricidad estática al rozarse contra esta ropa sintética de la que me han provisto. También cogí comida en barras y sobres suficiente para dos meses, un ordenador cargado de juegos más o menos entretenidos, libros de instrucciones, ciertos privilegios y una caja de cartón vacía que llené de enseres personales como fotos, cartas y alguna otra insignificancia.
La nave en la que viajo está fabricada con toneladas de acero, cientos de metros de cable y miles de válvulas que me permiten vivir suspendido en la nada, o en el todo, según se comprenda el espacio infinito.
Infinito... Qué extraño.
En el momento en que salí disparado por los aires con mi caparazón blanco, la tierra brillaba y yo estaba justo donde quería. Escapando de todo aquello, lo que era y lo que sería después de aquel fin anunciado. Mi dinero, mis contactos y mi insistencia me regalaron ciertos días más de vida. Aquella vida que huyó de  la tierra hacia la nada.
La nada... Qué extraño.
De esto hace ya más de  sesenta días y la nave, que parecía enorme en el momento de subir a ella, no alberga ya ningún rincón que me sea desconocido ni nuevo. Sin embargo sí lo es la tierra en la que habité a lo largo de tantos años;  redonda, quieta , azul.
Ayer mismo  decidí dejar de escribir el el cuaderno de bitácora. Empiezo a ser consciente de que nadie lo leerá, por el simple hecho de que ese mundo al que pertenecía y que ya no existe. Ni siquiera yo mismo lo leeré cuando ya no recuerde cómo empezó todo esto.
Las enormes columnas de humo han ido acabando con las extensiones de bosque y campo. Todo se ha convertido en desierto y carbón. Tierra yerma, en la que irremediablemente ningún organismo puede subsistir. Las nubes se han dispersado en forma de calima polvorienta, El hielo de los polos ha disminuido y las montañas cubiertas de nieve tienen el mismo marrón que el resto de la tierra, seca de vida, que queda en la superficie. El mar es el mismo; azul, inmenso.
Aquellos humanos invencibles habrán ido cayendo como mosquitos. Mis amigos, mi familia, mis compañeros. Todos. Miro a través de mis ventanas durante horas esperando como un loco a ver alguien en mi situación. Pero el universo es infinito, peligroso, oscuro, y lleno de nada. Y mañana mismo se acaban mis sobres y barras de comida deshidratada, no tengo más remedio, que volver ahí abajo.
                                                                                                                                                                               
Cnagyro

Relatos FM

Leyes y letras


Me metí en Derecho de cabeza, donde las leyes ya estaban todas escritas y sólo había que estudiárselas. Para sabértelas, supongo. Así me fui secando durante cinco años, entre códigos, tomos y manuales.

Y un día simplemente terminé. La facultad me dio luz verde y abrió las rejas. Expresidiario. Era peligrosísimo yo, que había pasado la condena y seguía queriendo delinquir contra lo escrito, empezar con un predicado, acabar con un sujeto, y explicarlo todo en rimas asonantes.

Cogí un boli. Había pasado tanto tiempo copiando apuntes y escribiendo artículos, que la tinta se negaba a atacar el papel para otra cosa. ¿Estaba loco del Derecho? ¿Había contraído la enfermedad de todos mis profesores? ¿Tendría que disfrazarme de ese lenguaje complicado para explicar todo lo simple? No podía creerlo. El Derecho era el dinero, la casa, la comodidad para vivir una vida..., pero el Arte era mi chica, y la había perdido.

Lo intenté con un lápiz, un boli rojo, el teclado del ordenador, e incluso escribí con acuarela. Me rendí. Me encerré en esa casa que me daba el Derecho, llena de lujos y fortuna. Me compré un coche, dirigí un bufete, gané cincuenta y siete casos. Y empecé a beber.

Brandy en copas de balón. Y güisqui con hielo.

Un martes me emborraché tanto que seguía borracho el miércoles. Y salí a la calle para despejarme. Los niños tiraban de sus mochilas hacia el colegio, los coches llenaban el asfalto de pitidos malhumorados y los negocios ponían las cafeteras en marcha. Y es que con los años las cabezas ya no quieren despertarse, soñamos más los mayores que los niños y por eso a un viejo se le ocurrió lo de beber cafeína. Debió ser allá por Colombia. Y en medio de tanto desorden, empezó a llover. Supongo que Dios estaba harto de ver lo mismo todas las mañanas, y de repente decidió mojarnos a todos para cambiar la escena. Quién sabe, pero eso fue lo que pensé en ese momento. Si yo fuera Dios, probablemente haría que nevara, porque así los niños lanzarían bolas de nieve y todo sería más divertido. Con esa reflexión me metí en un bar a mojar los pocos sueños que tuviera con infusiones.

Me llamaron del trabajo varias veces, y no contesté. Estaba ahogándome de infelicidad, y lo último que quería era dar explicaciones. No se coge el teléfono cuando estás deprimido, te tiras al sofá y te compadeces. Así, sin límite. Adolescente perdido.

Interrumpió mis reproches un violín. El del piso de arriba estaba creando la banda sonora de mi tristeza ¡Cuántos matices! Mi tristeza un poco aguda, lineal, y de pronto una pausa intermitente. Así me sentía yo, como esas notas. No había lenguaje, no existía, todo lo que os cuente es inexacto si no escucháis la melodía.

Me quedé toda la noche con los ojos cerrados y los oídos abiertos a ese violín. Luego tocó otra melancólica. Y luego otra, y otra más.

Llegué al día siguiente sin resaca. Las cuerdas de ese instrumento fueron un atracón de ibuprofenos para todos los dolores de mi cuerpo. No me vieron en el despacho, y en secretaría se cansaron de marcar mi número. Desarrollé un ansia tremenda de naturaleza y decidí darme una vuelta por el retiro, que no era patrimonio de la humanidad ni nada, pero al menos un montón de verde en medio de Madrid. Me satisfizo.

Las ocho de la tarde me devolvieron a casa con aire medio puro en mis pulmones. Me duché, me vestí, cené, y me senté en el sofá esperando repetir el ritual de la noche anterior.

Y allí estaban de nuevo aquellas notas, envenenándome.

Ninguna de las noches siguientes me resistí al embrujo. Pero la sexta fue algo diferente. Empezó a tocar hasta que en medio de un fa sostenido sonó un golpe fortísimo contra el suelo que acabó en el más horrible de los silencios, el silencio que interrumpe la música. El silencio al final de la música pertenece a la melodía, pero el que interrumpe una combinación mágica de sonidos, te mata.

En un acto desesperado decidí subir al piso de arriba para ver lo que había ocurrido. No dudé ni nada en el descansillo, impulsivamente toqué el timbre, empujadísimo por ese silencio tan desgarrador.

Me abrió ella. Sus ojos me dispararon verde y dejé de reaccionar por un minuto. Que qué quería. ¡Pues música!

Se le había caído el instrumento contra la silla y estaba reparándolo. Decía que no podía tocar todavía porque después de colocar las cuerdas era necesario afinarlo. Me ofrecí a ayudarla, y no sé porqué me dijo que sí cuando yo no sabía nada de instrumentos ni violines, y lo de afinar me sonaba a afilar cuchillos. Cuando le comenté lo último se desternilló. Pero rompí el hielo en mil cachitos. Ya casi podríamos hablar de cualquier cosa después de aquella carcajada.

Me invitó a una copa. Me sentí tan universitario en su piso que al final la besé. Me entregué al violín de su cuerpo muy suave y compusimos una canción con los cinco sentidos.

Era morena, eso no lo he dicho, tanto verde me nubló la vista.

Nos enamoramos un poco y yo dejé mi piso por acercarme más a su violín. Pero ella no dejó su violín por mi. Y una beca del conservatorio de Lyon se la llevó.

Me encontré perdido de nuevo, pero en lugar de beber decidí escribir. El Arte no era mi chica, mi chica se fue y volvió el Arte.

Mambrú

Relatos FM

Detrás de la máscara de Emma


   Tiene los pies fríos, siempre los tapa con el mismo cojín. También tiene el pelo alborotado. Se asea lo justo para no oler, y se retoca lo justo para aparentar. Cada cinco minutos, muerde sus uñas: los dedos todos destrozados, unos dedos nada femeninos. Come y se llena siempre la boca. Es de lo único que se llena la boca, porque hablar, habla muy poco. Al beber, tupe el buche, y al eructar, parece que va a explotar. Fuma también demasiado, y se echa a dormir siempre con la manta encima, aún haciendo mucho calor. Aparte, Emma sólo sonríe cuando los demás lo hacen.
   Convivo con ella porque no me queda otro remedio, porque ella no tiene otro lugar adonde ir. Eso sí, sigue siendo una excelente sirvienta, la de siempre, parece que lo lleva innato, seguramente lo ha heredado sin poder evitarlo. Frega, barre, hace la colada con una dedicación admirable, se encarga de las compras, etcétera.
   Yo a veces no ayudo, simplemente para dejarle algo que hacer. Sé que si no tuviera todo eso, Emma se ahogaría. Esta es la verdad, su silencio lo dice, sus costumbres, la vida que lleva desde que se ha venido a vivir conmigo. Es tanto el tiempo que Emma pasa en casa, que a la perra se le está poniendo la misma cara que a ella. Y el chucho la ronda por el patio siguiendo su estela tenue, intentando recibir cariños y juegos que murieron hace un tiempo. En parte, desearía regresar de nuevo a mi hogar, pero soy un testarudo, y si tomé una decisión, la tomé y punto.
   Hace ya como unos cuatro años, decidí abandonar el nido, ir por mi cuenta, dejar la casa de mi madre... la mamma, como yo la llamo. Ahora no tengo un hogar, pero tengo más independencia, aunque mi hermana Emma se haya venido conmigo hace un año, o cosa así, como contaba.
   Veo que ahora Emma está regresando del pequeño patio interior que tenemos en el piso, no ha jugado con la perra hoy tampoco. Exacto, mi hermana Emma ni tan siquiera le ha hablado al animal cuando recogía la ropa del tendero. Mi hermana simplemente vuelve a la sala de estar, a sus aposentos. Luego, se queda en silencio, sin nada que contar, como casi siempre, como ha hecho Emma prácticamente durante todo este año de convivencia. Y sigue con los pies fríos y con el pelo alborotado. Lo segundo, salta a la vista, y lo primero, es resultado de su espíritu, digamos, aunque se empeñe en cubrirlo con ése maldito cojín.
   - Mañana es el cumpleaños de la mamma, ¿crees que deberíamos llamarla? -le pregunto a mi hermana Emma; pienso que quizá así quiera hablar de algo-.
   Pero no. Ella simplemente me mira sentada desde el sillón de la sala. Ahora sí que tiene la misma cara que la perra. A veces no se sabe quien es quien, lo juro. Luego, Emma encoge los hombros a modo de contesta. Sigue ocupada, engullendo televisión sin parar. Y mueve el cojín que cubre sus pies fríos. Parece que quiera comunicar algo con todo esto, pero yo no sé muy bien qué puede ser.
   - ¿No dices nada, Emma? –le vuelvo a preguntar yo, quizá de un modo demasiado iluso, tal vez con inútil esperanza-.
   De verdad, es alucinante su frialdad. La cara de Emma parece una careta, una auténtica careta inerte y de frío plástico. Detrás tiene que haber algo, sé que detrás de ésa careta, lo hay. Joder, es mi hermana, algo he de conocerla.
   O quizá no, quién sabe. La realidad es que todo ha sido de esta manera durante este último año. Da igual mi cara, mi gesto, el tono de mi pregunta; ella sigue ahí, sentada, absorbiendo imágenes e imágenes acompañadas de sonido, chupando más y más tele.
   - ¡Joder, Emma, te he preguntado por la mamma! –vuelvo entonces yo a insistirle a mi hermana mayor, y algo irritado ya-.
   - Déjame –me contesta por fin Emma; y no lo hace en un tono irrespetuoso, sino muy sincero-.
   Luego, mi hermana se levanta. Se dirige después al pequeño balconcillo que tenemos en el piso. La verdad es que ése balconcillo le encanta, es el único lugar donde la veo feliz. Quizá sea porque piense en tirarse cuando mira hacia abajo. Sí, quizá por esto es feliz Emma en ése lugar, porque en él ve toda la vida clara, nítida. Desde ése balconcillo, mi hermana Emma quizá realmente siente que todo es bastante insignificante, absurdo, nimio. Y también, por otro lado, puede ser éste el hecho por el que mi hermana no se tire, porque es capaz de ver todo de ése modo tan claro... absolutamente todo. Aunque bueno, no estoy seguro de esto. Quiero decir que no creo que estos pensamientos míos sean una ciencia cierta ni nada de eso. Aparte, Emma siempre ha sido bastante reservada con sus pensamientos íntimos. ¿Quién podría descubrirlos del todo? Yo al menos no. Aunque lo que sí sé, es que ella está ahí, con los brazos apoyados en la baranda de la balaustrada, observando a la gente transeúnte pasear en esta fresca noche.
   Por otro lado, yo me he quedado sin palabras en la sala, viéndola perder el tiempo de ésa forma tan impasible. Los pies los tiene que tener más fríos que nunca, seguro. Emma está descalza, y sus pies pisan directamente sobre el frío mármol de nuestro pequeño piso.
   - Vale, Emma, paso un quilo de ti –le espeto yo, algo cabreado por su silencio-. Sinceramente yo creo que deberíamos llamar a la mamma. Pero si tú no dices nada, lo haré yo. ¡Tanta tontería ya, tanta gilipollez! Aquello sucedió hace años, joder... es agua pasada.
   Aunque nada, Emma sigue con su vista petrificada en las baldosas de la calle peatonal. Y ahora se ha puesto a fumar, como hace casi siempre que sale al aire libre. Se mesa sus alborotados cabellos de forma muy suave, y da caladas de nicotina y alquitrán.
   - Mamá, o la mamma, como tú la llamas, José, no quiere que la llamen –dice mi hermana, rompiendo algo más su inquebrantable silencio-. Ni siquiera recuerda que es su cumpleaños... Aparte, José, ella pasa de nosotros... pasa de nosotros...
   - ¡Qué **** dices, Emma! Anda, no sabes de lo que hablas, estás paranoica. Venga, déjate de tonterías. Mañana la llamamos y la invitamos a comer, seguro que le hace ilusión.
   - ¿Ilusión? Mira, José, tú madre no se ilusiona desde hace muchos años por nada. ¿No recuerdas por qué nos vinimos aquí, a vivir solos? Si quieres la invitamos a comer, pero no esperes que se ilusione... anda, no seas tú el iluso.
   - Bueno, pues lo que sea, pero pasamos un rato los tres, al menos. A ella le vendrá bien salir de casa, y a ti también, Emma... a ti también...
   - Yo ya salgo de casa, José... déjame en paz... no empieces de nuevo, por favor...
   Después de estas palabras, veo que Emma sigue mesándose los cabellos, pero ahora su ritmo es aún más suave, ahora más bien los masajea. El cigarro se le ha consumido, la colilla ha caído en la calle peatonal y ella parece más relajada. También yo estoy ya algo más tranquilo, y ahora soy yo quien me he puesto a ver la tele.
   Echan una buena peli, me he quedado enganchado viéndola. Se titula Roma, y está protagonizada por Juan Diego Boto. Trata sobre la vida de un joven que quiere hacerse escritor. Entonces su madre, Roma, empeña su piano. La madre del protagonista empeña el instrumento, vende su gran pasión para que su hijo pueda viajar desde Argentina hasta España, y de esta forma, pueda alcanzar su sueño, su propósito de ser escritor y todo eso. Es una buena peli, Roma.
   Bien, pues pasado un rato, Emma regresa del balcón y se sienta también en el sofá, junto a mí. Pero ella, al contrario que yo, mira la película sin querer observarla, se nota mucho que no quiere hacerlo. En una hora o así, los dos nos vamos quedando profundamente dormidos, y los diálogos del film que se escuchan de fondo, son como nuestra particular nana mecedora. Es como si me hubiera dejado poseer por el hechizo de mi hermana Emma, pues aunque la película me estuviera gustando, me quedo profundamente dormido como también lo ha hecho ya ella.
   
   
   A la mañana siguiente, Emma y yo hemos despertados cansados. Nuestros cuerpos están molidos, son como dos masas de pan que hayan sido maleadas antes de ser metidas en un horno. Mi hermana Emma y yo, nos echamos una mirada rutinaria, la mirada diaria, de convivencia; una mirada que no quiere decir nada, que no sugiere cosa alguna; una mirada de estas que, detrás, no esconden ningún tipo de código, una mirada que no ejerce comunicación alguna... una mirada sin mensajes, vamos.
   Luego, mientras Emma se da una ducha, yo decido recoger un poco el piso: nos vamos a preparar para salir. Finalmente, mi hermana entró en razón: llamaremos a la mamma y la invitaremos a comer por el día de su cumpleaños.
   Bueno, pues lo que sucede es que, nuestra madre, lleva años algo deprimida. Tras la muerte de nuestro padre, ha llevado una vida un tanto mustia, sin grandes emociones, como si fuera una planta vieja, una planta que se conforma sólo con la misma maceta y su ración diaria de agua. La mamma, los últimos años, ha llevado este tipo de vida algo vegetal.
   Entonces, de pronto, suena el teléfono del piso, mientras yo me encuentro recogiendo mi habitación. Emma pega un chillido desde la ducha, como siempre hace. Sé que mi hermana hace esto con buena intención, pero a mí me irrita bastante que griten, y suelo contestar con mal tono, más cuando estoy recién levantado. En parte es como si me contagiaran un mal virus o algo así... no sé.
   - ¡Ya va! –le contesto entonces a mi hermana mayor, y al tiempo corro hacia el teléfono-.
   Al descolgar, reconozco la voz al primer instante:
   - Hola, José –me saluda mi madre-.
   - Hola, mamma –saludo yo también a mi madre-.
   - ... y bueno, José, hijo... qué... ¿no vamos a celebrar mi cumpleaños? –sugiere ella-.
   Y es que también esto es lo que sucede con mi madre, que a pesar de todo, es aún capaz de sorprender un poco.
   En fin, quién sabe, pero quizá mi hermana Emma tenga también algo de esto que tiene mi madre. Sí, quizá detrás de ésa máscara fría suya, ésa que parece llevar puesta a todos lados.

El jugador

Relatos FM

#529
Onírica


De pronto entendí que estaba en un sueño, no de esos que uno tiene mientras duerme por la noche o en la siesta, sino un sueño de esos que sólo terminan con la muerte. Lo detallaré comenzando por lo primero que descubrí... he notado que la mente va a armando de manera casi melódica las escenas, plantando muy de a poco los elementos como si construir todo desde el principio fuera contra las reglas. Andrea me miraba fijamente sosteniendo un revólver que todavía humeaba. Estábamos en el campo (lo descubrí luego) a muchos kilómetros de la ciudad. El sol gobernaba en medio del gran cielo despejado, dato que inmediatamente me implantó la idea de que era verano. Yo miraba a Andrea como si fuera una extraña, pero sabía que nos conocíamos. El vasto campo, con indefiniciones en la lejanía, parecía sembrado de soja o maíz, dependiendo del momento, y presentaba distanciados árboles que no veía con claridad pero ahí estaban. Andrea se acercó unos pasos hacia mí, me habló sobre un hombre que acabábamos de conocer (un recuerdo que de seguro compartíamos, pero del que sólo mi otro "yo" era consiente) y estiró la mano dejando a mi cargo el arma... En ese momento comprendí que lo habíamos matado y supe dónde yacía su cuerpo, a metros del viejo molino muy cerca de un rancho. Andrea se adelantó, pero mi cuerpo aún no reaccionaba, me encontraba inmóvil, lleno de pánico... sabía que debía huir de ese lugar, encontrar la ruta y llegar hasta el auto... pero mis pasos se demoraron y la joven estaba cada vez más lejos. Entonces corrí, o creí correr porque a duras penas avanzaba. La siembra se abría ferozmente ante nuestros pasos apresurados y el sudor de mi frente ya comenzaba a nublarme la vista. De repente Andrea llegó hasta un largo alambrado que bordeaba el campo, luego del cual un estrecho e infinito camino de tierra surcaba el paisaje. Yo, a unos quince metros detrás de ella, pensé en arrojar el arma, pero tuve miedo de que ese acto se convirtiera en un delator. Preferí guardarla, la fijé entre el cinturón y mi pantalón y seguí adelante. Tomamos la angosta calle y ahora ya podía correr con mayor facilidad. Andrea miró hacia atrás esperando encontrarme y no la decepcioné.  Ahora podía ver todo más claro: distinguía los árboles, los detalles del camino, el cabello de Andrea agitado y salvaje, huyendo del destino y del pasado; vi nuestras sombras escapándose pero siempre tan quietas... hasta pude ver el molino achicándose en el horizonte y desapareciendo. Sentí calor y frío (no a la vez), sentí la cobarde sensación de que alguien nos perseguía y, lo peor de todo, sentí el inmenso cansancio, una cruda sequedad en mi boca y el agotamiento que amenazaba con hacer explotar mis tensos músculos. Así entendí que no estaba soñando. 

Quimera

Relatos FM

Cóctel de despedida   


El salón diáfano culminaba en un gran ventanal desde el que se veía el mar. En el centro, varias mesas redondas y algunas sillas forradas de tela blanca. Los camareros deambulando cargando enormes bandejas de canapés y bebidas. Grupos de mujeres y hombres hablaban y comían sin tregua.
Martínez conversaba y reía.  En su muñeca derecha lucía un Rolex de oro blanco y vestía ropa de diseño. Siempre pulcro. Elegante en su atuendo y de modales exquisitos, para él todo eran halagos y muestras de respeto. "Les abandono", repetía con orgullo ante sus contertulios. Dejaba la compañía para dirigir la filial en México D.F.   
Se hallaba en la cumbre. Todos envidiaban su rápido ascenso. 
Córcoles no se relacionaba con nadie. Un hombre invisible, aunque tuviera consistencia física. Siempre  arisco. Miraba a Martínez de reojo y, cuando lo hacía, se instalaba en su rostro una mueca que no le abandonaba tan fácilmente.
-Al fin te libras del jefe.- dijo uno de los administrativos de contabilidad,  dándole  una palmadita en la espalda.
-No soy el homenajeado, a ver si os enteráis de una vez-dijo enfadado, mientras aquél se alejaba sin hacerle caso.- Qué se habrán creído, todo el día dándome la enhorabuena.-protestó y siguió hablando entre dientes.
El murmullo de voces iba creciendo.  Un micrófono, en el centro de la sala, anunciaba el inminente discurso.
- ¡Atención! ¿Me oyen bien? –exclamó el director gerente de la compañía.- ¡Los del fondo...tendrían la amabilidad de escucharme!- esto último lo dijo enfadado y logró acallar el griterío.
Córcoles aprovechó el momento para salir a la terraza a fumar.
   Sí, odiaba a Martínez, pero sentía el más absoluto desprecio hacia el maestro de ceremonias.
En la terraza, Córcoles se sintió a salvo.  Al sacar el mechero y encender el cigarrillo, la paz volvió a su rostro. Se escucharon algunas risas.  Aplausos interrumpidos de manera abrupta y, al final, una cerrada ovación. Después el silencio y, otra vez, el murmullo.
Córcoles ya abandonaba la terraza cuando se topó con Martínez.
- No se vaya. Se lo ruego. –dijo con extremada corrección. Me aliviaría charlar con usted. Tal vez ésta sea nuestra última oportunidad para conocernos.
Martínez, apoyados los brazos sobre la barandilla, miraba el horizonte. Córcoles observaba a su antagonista, en su interior  e hizo ademán de marcharse. No sabía fingir.  Quiso ignorarle y, para su sorpresa,  todos los malos pensamientos como en cascada, se volvieron palabras.
-¿Espera que hablemos? No tengo nada que decirle.- alegó de manera tajante.
Martínez sacó un pitillo. Se giró hacia  el hombrecillo para mostrarle la pitillera de plata
- ¿La quiere, Córcoles? Se la regalo. La compré con mi primer sueldo. Una locura lo admito; nada comparable a lo que estaba dispuesto a alcanzar.-hizo una pausa y encendió el cigarrillo.
-Siempre consigue lo que quiere ¿no?-, le reprochó con rabia. Llegar es lícito Martínez, pero jugando limpio. ¡Jugando limpio! 
- No existe tal ascenso.- dijo con serenidad, para después acercarse hasta el cenicero de pie y apagar el cigarro.
-Me toma el pelo. –contestó con incredulidad. ¿Y esta celebración, el memorándum...el discurso del gran jefe?- acercándose a  Martínez.
- Mentira. La sucursal de México la próxima en caer y con ella, yo. Esta despedida: una farsa.- dijo abatido.- Estoy en la calle. Lo entiende.  Acabé con su carrera profesional y ellos con la mía.
Se hizo el silencio. El murmullo del salón quedó en un segundo plano.
-¿Estamos en paz?- concluyó desarmando cualquier argumento mientras tendía su mano derecha.
Martínez había perdido la partida. Y el hombre invisible se apiadó. Sintió lástima.
- Adiós...amigo.- dijo en tono afectuoso el joven.
No pudo hacer nada para evitarlo. Córcoles contempló, con horror, cómo Martínez se precipitaba al vacío.

Clara Torrens

Relatos FM

Mi sueño desde el cielo


Cada noche al cerrar los ojos, podía sentir como mi cuerpo se elevaba sobre las sábanas, sentía el aire frío y cortante en mis mejillas pálidas y delicadas mientras mi mente me hacía viajar a un mundo del cual solamente yo conocía su existencia;
Donde las hadas eran luciérnagas de vestidos relucientes y colores vivos, las ranas saltaban sobre las hojas de nenúfar y entonaban una canción de bienvenida, las ovejas saltaban sobre el arcoíris de los sueños hasta llegar al monte del descanso.
Todo era tan irreal y fantástico, que a pesar de tener diez años, me parecía un mundo de locura y diversión inexistente.
Cuando mi cuerpo se detuvo por completo, supe que había llegado a cumplir ese mismo sueño de nuevo. Un sueño que se hacía realidad todas y cada una de las noches de mi vida desde que cumplí cinco años.
Abrí los ojos para deleitarme con las vistas de los majestuosos paisajes verdes y naturales. Aspiré el aroma de la hierba fresca cargada del rocío de la mañana siguiente.
-¡Daniel!-sonreí.
Mi amiga la oveja había vuelto para jugar otra noche más conmigo.
Era extraño creer que las ovejas pudieran hablar, pero aquel era mi sueño y podía decidir lo que se podía o no se podía cumplir.
Dentro de dos días cumpliría once años, dejaría de ser un niño a vista de los demás adultos para pasar a ser un niño para los adolescentes del instituto donde iría el año que viene. Yo era de los pequeños de mi curso de sexto de primaria, por lo cual, iría antes de lo esperado al instituto.
Era extraño, pero no quería crecer. No en ese sentido.
Era un niño con tanta imaginación que esa era mi verdadera razón de existir.
La invención de mundos inexplicables y mágicos donde viajaba de noche al descansar.
Corrí hacia Lucy, la oveja, listo para jugar.
Se podría decir que tenía la cabeza muy bien amueblada para mi edad. Tan bien puesta, que entendía lo que significaba ser mayor. Yo quería soñar en mi imaginación sin fin, no pensar en metas que cumplir en la vida real, puesto que esas, ya las tenía pensadas.
Quería ser escritor. Crear mundos de color caramelo y viajes sobre libélulas del tamaño de caballos. Quería ser el inventor de mi propia mente, el inventor del mundo del futuro.
Mientras saltaba sobre Lucy, que a su vez saltaba sobre las vallas de madera que aparecen en la mente de la gente cuando no puedes dormir, del cielo comenzaron a caer caramelos de fresa y limón. Se avecinaba una tormenta de dulces y rayos de chocolate.
Corrimos a buscar cobijo dentro de una cueva donde la única luz que alumbraba nuestra oscuridad, provenía de un pequeño estanque reluciente y repleto de nubes del mundo real, donde podías asomar la cabeza y observar como los aviones sobrevolaban Barcelona, mi ciudad.
-Dentro de dos días es tu cumpleaños.-me recordó Lucy.
-Lo sé.-susurré.
-Da el paso.-dijo sin más.
-No...-no supe que decir, en cambio, si sabía lo que mi amiga intentaba decirme.
-¡Vamos!-sonrió.-Ven a verme de verdad.
-No sé si existes en el mundo real, Lucy.-dije con sinceridad.
Sus ojos dejaron de brillar y agachó el hocico. Su pelo blanco cambió a negro, como cuando estaba contenta o triste. Su cuerpo era como una bola de cristal, cambiaba de color según su estado de ánimo.
-Está bien.-sonreí.-Vendré a verte.-mientras pronunciaba aquellas palabras, mi cuerpo comenzó a teñirse como el aire, haciéndome desaparecer del sueño de mi vida.
Al abrir los ojos, desperté en mi cama, rodeado de peluches y muñecos de mis héroes favoritos de películas donde la realidad era la ficción creada por el autor.
Mientras miraba los animales y demás, sobre mi  escritorio, una bombilla imaginaria se creó en mi mente. Algo no cuadraba, algo sobraba.
Miré una y otra vez, observé con detenimiento, pero mi mente estaba distraída con unas ganas enormes de viajar al mundo del arcoíris, al mundo de mis sueños desde el cielo creado solo por mí y para mí.
Miraba pero mi deseo me cegaba, no sabía qué era lo extraño en mi habitación hasta que lo vi y mis ojos se iluminaron.
Junto a todos mis muñecos, había uno de más.
Una oveja de tamaño mediano con el cabello rubio dorado como el sol reluciente en la mañana. Amarillo chillón como la ilusión de Lucy por verme antes de marcharme para no volver.
Me levanté a trompicones acercándome despacio a la oveja, alargando el brazo lentamente con un dedo alzado... hasta que la toqué.
Cuando mi dedo índice rozó el hocico agachado de la oveja, la ilusión de la verdadera Lucy explotó junto con el relleno del peluche que la noche anterior no estaba sobre mi escritorio.
Mi habitación fue desapareciendo a mí alrededor, mientras, podía oler el dulce aroma del río de chocolate y las cascadas de nata del mundo de color que deseaba conocer en persona.
La sensación que estaba viviendo era tan diferente a la que llevaba sintiendo desde los cinco años, que tenía la sensación de que mi sueño se estaba cumpliendo.
Cuando el cielo escuro de mi dormitorio se convirtió en el azul celeste del agua cargada en las nubes del cielo arcoíris, pude asegurar que había llegado realmente a donde quería ir.
Mis pies estaban tocando realmente el suelo de mi propia imaginación y mis manos, estaban sudorosas como en la vida real.
-¡Daniel!-la escena se repitió.
-¡Lucy!-sonreí.
Mientras ella se acercaba con su pelaje reluciente como la alegría reflejada en sus ojos, mi mente viajó al libro de mis pensamientos, donde pude descifrar gracias al diccionario del entendimiento, la verdad de aquella situación.
Había deseado desde hacía tanto tiempo el momento de llegar de verdad a mis sueños y poder palpar y saborear el fruto de mi imaginación, que mi propia mente había ligado elementos del mundo real para dejarme cumplir mi último deseo antes de mi cumpleaños.
Ahora, podría jugar durante horas con mi amiga, nadar entre peces de galleta y escuchar el canto de los pájaros hechos de papel por miles de arañas tejedoras capaces de cambiar de materia gracias a su poder.
Gracias a mi fuerza de voluntad y mis deseos, a mi perseverancia y la amistad de amigos verdaderos, allí estaba;
En el país del arcoíris, el cielo de mis sueños cumplidos.
Ahora, ya podía crecer.

Rachel Arks

Relatos FM

En el tren con Fela Kuti


¿Por qué hoy quiero escribir? ¿Por qué quiero escribirte? Escribir sin tu nombre, claro. Cerrá los ojos, bruja, tranquila. Empiezo a tomar ritmo. La música y el calor ayudan. Juro que no estoy drogado. Llevo dieciséis horas sin fumar y ganas tampoco tengo. La música dobla los tiempos, la batería sube, aparece un saxo que nadie sabe de dónde viene (¿del cielo?), sus agudos sí son del cielo, te excitan, uno viaja, sólo o acompañado, es lo mismo, y piensa en algo, un deseo tal vez, y el saxo, que cada vez chilla más fuerte, como furioso, ayuda y mucho.
Hay un coro, es cierto, pero lo que importa es este saxo, su saxo, que seguramente tenga ganas de saltar de sus negras manos y volar como lo hacen las notas. El coro no puede creerlo, de momentos se traba, desconfiado ante lo distinto, lo diferente. El coro es de vientos. ¡Aparece Fela! Está extasiado, se nota. El tipo siente sus letras, sus compases y tiempos, entiende de amor y responsabilidad, estoy seguro; él lo dice, le gusta ser explícito, no dejar lugar  para confusiones. Como el tema: confusión; confusión de los ecos, de la base, inmodificable, incorruptible, hipnotizante, como vos, bruja.
¿Por qué escribo? Estoy confundido, por eso. De qué ni yo sé. Pero todos estamos confundidos; especialmente si estamos sentados en el tren ramal Mitre esperando por verte, bruja, escuchando a este dios, el dios tenor, que escupe melodías a lo loco y hace llorar a su bronce querido, su bronce plateado, como la luna o el agua, de las que tanto habla, y denuncia. ¿Por qué no?, si él toca y baila, y llora, por horas, en serio que son horas, sus horas, sus horas y las de los demás que no pueden desentenderse; uno no puede despegarse, tomar postura distante al escucharlo. ¡No! Uno oye y no cree, y él te dice sí creé, en la música se cree, en la música hay que creer, y también amarla, explotar de amor, como su saxo; y es cierto, la música, para él, para nosotros,  la música es una fe, una creencia, una vida que nos acompaña y exige un sincero compromiso.
Estoy en el tren, sentado contra la puerta, escuchando al genio, a sus pulmones y boca; ¡y lo veo!, todo mojado y con sus ojos cerrados, como yo, y eso que estamos en agosto, pero hoy deben hacer unos treinta grados y la gente se desespera, y no entiende o no escucha a Fela.
Y por eso escribo. Por locura, por el amor, la transparencia, la justicia, por vos, bruja, por su voz que me invita a seguirlo; y me paro: el tren está lleno y estamos por llegar a Belgrano, donde me bajo y termina todo, como su canción, que termina que deja piel de gallina.   

José Luis

Relatos FM

Escenario de una tarde de pelota


La bandera argentina estaba dibujada entre las dos copas de los paraísos; sólo faltaba el sol, que prefirió ser testigo desde lo más alto y apreciar mejor el paisaje. El pasto estaba seco, aunque conservaba cierta humedad luego de la mañana fresca y limpia. Sobre el cordón, una hormiga trataba de consumar su hazaña y treparlo para poder llevar la rama a su guarida y así cumplir con su destino. Cerca, a escasos pasos de ese diminuto ser, picaba la pelota a la espera de la confirmación de los equipos. Mientras tanto, detrás de la canchita, padres jóvenes y ávidos de disfrutar los últimos calores del invierno, que son más bien la antesala de la primavera y que de alguna manera nos avisan que lo mejor está por llegar, miraban con asombro y placer como su pequeña hija se sacudía entre toboganes y hamacas. Yo preferí quedarme con esa postal, sin perder de vista la odisea de la hormiga y desatendiendo, por unos instantes, el armado de los equipos.
La niña saltaba de la hamaca, corría hacia su padre, volvía al tobogán y terminaba enredada entre las risas de la madre. Más allá se escuchaba la música del festival de monta del pueblo, cantaba la revelación del pueblo, una chica que con sólo 16 años, ya había salido en los canales de la capital como revelación nacional del folklore.
La pelota seguía picando y ya era hora de volver a la cancha, éramos siete y la duda era si jugábamos igual, si esperábamos al pajero de Leo o si hacíamos una mortadela aprovechando que Trobiani tenía muchas ganas de atajar. Hubo una especie de votación fugaz a la cual no presté atención y sólo dije sí. Seguía perdido entre la nena y la hormiga, que a esta distancia y a pesar de tener una vista bastante aguda, se me hacía imposible de ver, sin embargo no importaba. Ese cordón me traía otros recuerdos también. A la bandera la sobrevolaba un puñado de nubes, a lo que el Tete, exagerado como siempre, soltó un ¡no me digas que va a llover!, cálmate Tete, sos un pelotudo. Quedó mortadela y empezamos a definir las parejas. El viento traía otros sonidos desde el festival, mezclados con el run run de las hojas y la ventana de una casa que entreabierta, no dejaba de pegarle al marco. Ya no cantaba la pequeña revelación y sí se anunciaba el broche final. El sol lanzaba a través de algunas casas, sus últimos rayos, antes de perderse allá atrás, cerca del monte y en el límite con la ruta. Había que apurar un poco el trámite y también lo hacía la familia de la niña, quizá cansada de tanto juego y deseosa de un gran vaso de chocolatada con galletitas. En algún momento alguien tiró la pelota para el lado de los juegos, lugar al cual yo me encontraba más cerca que el resto. Miré, como sorprendido, pero más bien asegurándome que sea yo el que tuviera que ir a buscarla. Obviamente, nadie movió un pelo y con sus ejemplares caras de cuatro de copas, todos me intimaron a que me moviera. Rápidamente comencé a trotar en busca del esférico.
Se podían pisar algunas hojas secas, retobadas todavía a irse ante la inminente llegada de la primavera, sin embargo, a mí me divertía porque pisaba buscando hacer ese crunch, ese ruidito de hojas que tan divertido. También se podía oler el pasto, quizás era tiempo de alguna lluvia. No se porqué hice jueguito cuando levanté la pelota, ya que me apuraban para que la devolviera, pero metí cuatro seguidos y me entusiasme. Gonza ya quería empezar, andaba corriendo y exaltado, seguro que la mortadela le traía hambre además de ganas de jugar. ¡Obeso!. Metí un quinto juego, esta vez más alto para darme tiempo a mirar bien, lo vi a Trobiani boludeando con la tierra, me imaginé la pelota en el ángulo, clavándola bien en el recoveco que une el palo con el travesaño, Trobiani mirando con cara de opa y yo gritándole ¡atájate esta! Sería un golazo en honor a la nena de la hamaca y la titánica hormiga del cordón. Seguí el recorrido de la pelota, ya estaba bajando. Trobiani se avispó y se paró para atajar mi remate. Estiré mi pierna derecha e hice otro jueguito más, esta vez corto para dejarla mansa antes del impacto final, preparé la derecha y antes de que llegue a la altura de mi tobillo le di. ¡Pum!, esperé para gritar el golazo. "¡Tete, la **** que te parió! ¡¡¡Qué haces colgándote del travesaño, conchudo!!!

Carmine de Candia

Relatos FM

#534
La motivación del personaje


Camina por la calle Viamonte y se detiene a la entrada de una galería comercial. Es en realidad un largo pasillo, como el de un garaje, que se abre veinte metros más adelante a un patio cuadrado, a cielo abierto, donde está la mayoría de los negocios. El pasillo continúa unos veinte metros más allá. Al final hay otros dos locales, uno que parece vacío y otro que vende bolsas de plástico. Todo esto le resulta conocido a pesar de no haber estado nunca antes en ese sitio. De pie en la vereda, juega con la idea de meterse por ese pasaje o seguir de largo hasta la librería, a retirar el libro que reservó por Internet: La Segunda Muerte de Ramón Mercader, de Jorge Semprún...

–El arranque está bien. Me gusta que el tipo crea saber cómo es la galería aunque esté seguro de no haber estado nunca allí. ¿El libro de Semprún tiene algún sentido o podría ser otro cualquiera?
–Para mí tiene sentido. Me dijiste que lo leyera para ver de qué manera el protagonista se iba transformando a lo largo de la novela.
–Si. Pero...
–Acordate que siempre me decís que mis personajes actúan sin motivación o que cambian demasiado rápido de actitud sin que esos cambios se justifiquen en el texto.
–Bueno, sí, aunque no sabemos todavía si este es el caso...
–Lo que pasa es que yo sigo sin entender por qué las cosas siempre tienen que tener una justificación en el texto. Por qué si quiero hacer llover en la página dos el cielo tiene que estar nublado en la página uno.
–¿Hacer llover? ¿Vos querés ser escritor o querés ser Dios?
–¿Ahora me estás psicoanalizando? Hasta donde yo sé te pago para que me ayudes a corregir mis cuentos. Para lo otro le pago, y bastante, a mi analista. Además, en este caso yo no podría ser Dios porque soy el protagonista.
–O sea que otra vez estamos ante un texto autorreferencial. Te dije que tuvieras un poco de cuidado con eso ¿no? Ahora bien, si  te vas a poner en el lugar del protagonista de la historia ¿por qué elegiste entonces la tercera persona?
–Yo no diría autorreferencial, me gusta más autobiográfico, y tenés razón, debería seguirlo en primera persona. Entonces...
...Decido continuar mi camino. El recuerdo de la galería, sin embargo, me persigue durante dos o tres cuadras más hasta que llego a Callao. Me detengo frente a la vidriera de la librería. Tienen un ejemplar del Diccionario de uso del español, de María Moliner. Entro y lo pido. Es una edición de los ochenta. Voy directo a la definición de la palabra "día". Dice: "Espacio de tiempo que tarda el Sol en dar una vuelta completa alrededor de la Tierra". Le muestro la definición al librero. No entiende. Le explico que el sol dejó de dar vueltas alrededor de la tierra desde que apareció Copérnico hace casi quinientos años. Se ríe avergonzado. Me dice que no puede creer cómo se les puede haber pasado semejante error. Le digo que en las nuevas ediciones ya lo corrigieron. Le pido el libro de Semprún. Me lo trae. Son catorce pesos, me dice. Los pago. Me ofrece una bolsa, le digo que no, gracias, pero me la da igual. Salgo y lo ojeo en la vereda. Tiene puesta una calcomanía de la librería en la primera página. Que **** costumbre, pienso. Detesto que pongan esas calcomanías en los libros que compro. Seguro que, si trato de sacarla, se rompe y queda peor. La dejo. Vuelvo a meterlo en la bolsa. Bueno, por lo menos la bolsa no dice nada. No me interesa hacerles publicidad gratis.
Vuelvo por Viamonte. Me detengo una vez más frente a la galería. Juego con la idea que tuve la primera vez que la vi. Eso de no haber estado nunca en un lugar pero sin embargo conocerlo como la palma de mi mano. Me propongo adivinar lo que hay más allá de mi vista. Ya sé, el patio cuadrado y el gomero inmenso dando sombra en el centro. No me sirve, eso se ve desde la vereda. Intento imaginarme los negocios alrededor del gomero. Es imposible verlos desde la vereda: lencería, librería, kiosco, electrónica, libros usados, ropa para bebés... Un viejo, vestido con un largo abrigo negro, pasa a mi lado. Me mira unos segundos, parece que va a hablarme, pero sigue su camino. Entra a la galería y dobla a la izquierda al llegar al patio central. Empiezo a caminar por el pasillo. Doblo yo también hacia la izquierda. Ya no veo al viejo del abrigo, se habrá metido adentro de alguno de los negocios. Me siento en el cantero de ladrillos que rodea al gomero. Recorro con la vista los locales: lencería (bien), sábanas, otro negocio de lencería, ropa de niños, otro negocio más de lencería. Me detengo. El resto ya no me interesa, la fantasía de haber estado antes allí ya se ha desvanecido. De algún modo, me siento defraudado.
Otra cosa llama mi atención. Es extraño, no puedo sentir el aroma del gomero ni el de la tierra mojada. Tampoco recuerdo haber notado la lluvia en la calle pero tiene que haber llovido porque no sólo la tierra alrededor del gomero está mojada –podrían haberlo regado–, sino también las baldosas del patio y el pasillo que rodea la entrada de todos los negocios. La falta de olores, la lluvia que afectó sólo al patio en el que estoy y no a la calle por la que llegué hasta acá, podrían dar a entender que esto es un sueño, pero no...

–No me vas a venir ahora con el cuento del sueño. Me extraña, creía que habías superado esa etapa.
–¿Quién dijo que era un sueño?
–Vos. Leéte.
–Seguro que me leo, y lo que digo es que "podrían dar a entender", pero que no es un sueño.
–Bueno, seguí.

...No. Esto no es un sueño. Es demasiado real para serlo. Además, no sé por qué pero cada vez que me doy cuenta de que estoy soñando, al instante dejo de hacerlo. Así que esto tiene que ser real, sino ahora lo que me rodea debería desvanecerse. Pero todo sigue acá, el gomero, los negocios, el piso de baldosas mojado, hasta el viejo que vuelve a aparecer  y me mira como si me conociera. Se acerca. Parece que va a detenerse frente a mí pero sigue caminando. Le veo entonces la quipá. Frena, gira y vuelve a mi lado.
¿Roberto? Me dice.
¿Perdón?
¿Usted es Roberto? Insiste.
Sí.

–¿Tu personaje se llama Roberto?
–No. Te dije que el protagonista era yo.
–Que el cuento esté en primera persona no quita que siga siendo un personaje, no vos. Eso deberías tenerlo claro. Seguí.

Pensé que no iba a venir, ya me estaba yendo... Me dice el viejo. Deja la frase sin terminar, como si esperara una excusa de mi parte.
Se me hizo tarde, el tráfico...
Está bien, está bien, venga.
El tipo no me resulta particularmente desagradable. No lo vi en mi vida. No sé a qué se dedica ni me importa. Me pide que lo siga. Vamos hasta el fondo del pasillo, donde están los últimos dos locales. Encara hacia el que parece abandonado. Abre la puerta con una llave que tiene en un llavero enorme y me hace pasar. Me sigue llamando Roberto. Yo no lo contradigo.
Lo hacía algo mayor. Dice.
No respondo. Me pregunta cuánto tiempo hace que me dedico a este negocio. Le digo que bastante y parece conformarse con eso. Bajamos por una escalera hasta llegar a un sótano amplio. La luz es débil pero se alcanza a ver que al fondo hay un cuarto pequeño. Caminamos hasta ahí. El viejo abre la puerta del  cuarto con otra llave. Me imagino que debemos estar más o menos bajo la calle Viamonte, tan largo es el sótano. Entramos. El viejo me invita a que me siente. Lo hago frente a un escritorio lleno de papeles desordenados. Hay revistas viejas y diarios por todos lados. El sitio es un asco. Apoyo la bolsa con el libro un segundo junto a una de las patas de mi silla. La recojo, el piso está lleno de grasa. Me siento encima del libro. Mi silla parece ser el lugar más limpio de la habitación. El hombre elige el sillón enfrente de mí del otro lado del escritorio, pero no llega a sentarse.
¿Un traguito? Dice.
No me vendría mal. Digo mientras el tipo abre un cajón de un fichero y saca una botella de grapa. Miro a todos lados en busca de algo contundente. Lo encuentro.
Un segundo. Dice y va hasta el baño a buscar unos vasos, imagino.
Dejo el libro sobre el escritorio sin hacer ruido. Agarro la piqueta y me vuelvo a sentar antes de que el viejo salga otra vez del baño. Me tiemblan un poco las manos, se me acelera el corazón.
Está sucio. Le digo justo antes de que vierta la bebida en mi vaso.
Perdón; es que hay poca luz.
¿Quiere que lo lave yo?
No, quédese tranquilo.
Va hasta el baño. Lo sigo y le doy en la nuca justo cuando está por entrar. El vaso se rompe contra el piso y él cae encima de los vidrios. Está confundido pero sigue consciente. Lo meto dentro de la bañera y lo tapo con la cortina. Se resiste un poco pero no tiene mucha fuerza. Lo golpeo diez o doce veces más en la cabeza. Se pone a temblar de manera frenética. Parece que en cualquier momento va a saltar de la bañera y me va a empapar con su sangre. Finalmente queda inmóvil. Espero unos minutos más, no quiero confiarme. Domino la curiosidad de destaparlo y ver mi obra. La cortina se rompió en varios lados pero sirvió para contener la sangre. Me miro con detenimiento frente al espejo. Estoy limpio. Salgo del baño. Reviso el escritorio. Encuentro algo de dinero en una cajita de metal y algunos relojes de oro. Me lo llevo todo. No me hace falta pero no tiene sentido desperdiciarlo.
A medida que voy saliendo del sótano, apago las luces. Salgo a la galería. No me cruzo con nadie. Cierro la puerta del local con la llave del viejo. Tiro el llavero en una alcantarilla de camino a mi oficina. Estoy calmado. Podría hasta escribir un cuento con lo que acabo de hacer. Seguro Mario me va a criticar que, una vez más, mis personajes actúan sin motivación aparente. No le voy a decir que el punto es justamente ese, no tener una motivación aparente para cometer un crimen. Por ejemplo, matar a alguien a quien uno no ha visto nunca antes. Mucho mejor si la víctima integra algún grupo expuesto al odio racial, para despistar a los investigadores. Sí, quizás no sea un buen cuento, pero sí un crimen perfecto.

–Está bueno. Me hizo acordar al principio de la muerte y la brújula, de Borges. Por lo del rabino. "La primera letra del nombre ha sido articulada" Lo leímos en el taller, ¿te acordás?
–Sí, pero no se me había ocurrido. ¿Entonces que te pareció?
–Habría que retocar algunas cosas, nada más.
–¿Retocar? ¿Qué?
–Primero, lo del Diccionario de María Moliner, me parece que está de más. No tiene mucho que ver con el cuento ¿Es cierto o lo inventaste?
–No, es cierto. Un amigo tiene una edición vieja con esa definición. En las nuevas se avivaron y lo corrigieron.
–Mirá vos.
–¿Y segundo?
–¿Segundo qué?
–Dijiste: Primero, lo del Diccionario de María Moliner...
–Ah, sí. Tal vez es un detalle que dejaste a propósito: El libro de Semprún tiene la etiqueta de la librería donde lo compró. Por ahí no presté mucha atención pero cuando se va después de matar al viejo no dice en ningún lado que se haya llevado la bolsa. Tendrías que aclararlo.

Hermes

Relatos FM

La niña


"Los que han querido confinar a la mujer al simple papel de auxiliar de la Resistencia, se equivocan de guerra" - André Malraux

Serían más de las diez de la mañana cuando los rayos de sol lograron despertar a Montse de su escondite. Acurrucada bajo el hueco de un árbol muerto, oculta por la hojarasca junto a su bicicleta, había decidido descansar allí después de viajar más de un día y medio. Por experiencia sabía que era mejor llegar a Saint-Étienne en pleno día, lo más aseada posible, y cruzando distraída el bullicio del mercado.
Era cuestión de técnica pasar al lado de los soldados alemanes como si nada. Por eso la habían elegido a ella. Las cosas se estaban poniendo difíciles, ya no bastaba con llevar los papeles en regla, últimamente sólo las mujeres estaban consiguiendo llegar a sus destinos y completar las misiones que se encomendaban. Mujeres valientes y teneaces como "La Niña", como así empezaron a llamar a Montse en Portbou.
Montse sólo tenía veinte dos años, pero a su corta edad, ya llevaba consigo una pesada maleta de experiencias vividas: viuda en la guerra civil, exiliada, y ahora espía. Y ninguna de las tres cosas se las había buscado por voluntad propia, pero era su destino. Su mala estrella, como le dijo su hermano antes de morir en la cárcel.
Se lavó la cara en el agua de un riachuelo, arreglándose el moño con minuciosa pulcritud. Las mejillas mejor sonrojarlas con un poco de barra de labios comprada en el estraperlo: no había como una cara bonita para despejar cualquier atisbo de duda. Eso lo tenía más que comprobado, una sonrisa a tiempo le había salvado más de una vez la vida.
Se miró un momento al espejo que guardaba en el interior de la media de nylon. Sus ojos negros se clavaron con la seriedad de un rostro que ha visto la muerte de una y mil formas. Ya no veía su rostro, sino el de las miles de chicas que se habían quedado atrás en el camino. Por eso no importaba lo que hubiese que arriesgar para seguir viviendo, se sentía tan fuerte como un hombre para burlarse de la muerte, haciendo uso de su vida como un arma más para poner fin a esta guerra.
Montse estaba ya harta de pasar hambre. De que le doliese el alma entera de pena, sufriendo por todo, ya sin ganas de vivir. En otras circunstancias, con apenas veinte años, estaría tomándose el primer helado de la temporada mientras paseaba tranquilamente por la plaza del pueblo. Pero esa época de frivolidades ya estaba olvidada por todos, de esa vida lo mejor que había podido sacar eran sus clases de francés. Ahora gracias a ellas estaba aquí, formando parte de la resistencia, entrando como observadora en el hospital de Saint-Étienne ¡Benditas liaisons que tanto le hicieron padecer en su día!
A partir de este momento se haría pasar por Marie Brennon, hija de una profesora española y un médico francés. Sería enfermera auxiliar con pasaporte francés. Tenía todos los documentos en el bolso que cruzaba su estrecha cintura, ya casi invisible ¿Y los conocimientos? Los había aprendido a base de asistir enfermos en los bombardeos de Barcelona.
Cogió la bici semienterrada junto al escondite donde había estado durmiendo a la intemperie. Tampoco lo había pasado tan mal, peores habían sido las noches durmiendo en la arena húmeda de la playa de Argelès-sur-Mer. Sólo de pensar en aquél lugar, su cuerpo de estremecía como si miles de chinches estuvieran recorriendo su cuerpo. Escupió en el suelo a falta de un buen trozo de pan que llevarse a la boca para desayunar, y se marchó pedaleando tranquilamente rumbo a la ciudad.
Esta vez no llevaba armas, prefería arriesgarse y no tener que perder tiempo en esconderla si la reconocían. Esta vez no llevaba micrófonos, ni claves que tener que tragarse para no ser delatada por un simple trozo de papel. Su misión era simple, pero también muy arriesgada. Estar allí y controlar la zona, a cara descubierta, sin protección, con una identidad falsa que no sabía cuánto tiempo le duraría.
Al menos, rezaba para sí, esperaba que fuera lo suficientemente buena como para llegar a conocer su próximo contacto y darle a saber todo lo que supiera... ¿de cuánto tiempo podríamos estar hablando? Dos días, dos meses. Dos años. Montse sonreía, no albergaba muchas esperanzas de seguir tanto tiempo viva. Según apuestas, hacía más de un año que debería de haber terminado como un colador en Madrid. Como mucho, esperaba celebrar otras navidades.

Maldestra di potenza

Relatos FM

Mario, un tío genial


Atrapado, Mario se sentía atrapado e indefenso. Totalmente desnudo, en aquella cama de noventa por uno noventa.
Sentía frío en todos sus huesos, y no es que hiciera especialmente frío, no. Era verano, el mes de julio, así que el frío brillaba por su ausencia. No, el frío era por otras causas, tenía mucho miedo... Y no era para menos.
Justo enfrente de la cama estaba ella, no sabía cómo se llamaba; Estatura mediana, de abundantes y hermosos pechos, cadera ampulosa y culo respingón y granito, morena, de cabello y de tez, de ojos grises, muy fríos. En ese mismo momento. Lo miraba fijamente detrás de un carrito de cirujano, parecía preparar las herramientas de lo que se suponía iba a ser una operación.
A Mario, se le erizó aún más la piel; ¡No entendía nada! ¿Qué es lo que hacía él allí? ¿Y por qué se encontraba atado de pies y manos, los cuatro apéndices, atados en forma de cruz? Se estremeció... No recordaba nada. Su mente intentaba recordar, iba de atrás hacia adelante y de hacia adelante para detrás y nada...
― ¿No recuerdas nada verdad? ― Preguntaba en ese instante la morena.
―No te preocupes, la confusión te va a durar solo unos minutos más, luego te acordarás de todo ―. A Mario, le pareció que al decir eso a la morena le rechinaron los dientes. Pero, era cierto lo que decía, empezaba a sentir como un hormigueo en los dedos de los pies y de las manos; Era curioso, pero empezó a notar frío también en sus partes, concretamente en la parte de...
― ¡Diooooosssss noooooo! ¿Qué han hecho, nooooooooo?― Su mirada desorbitada miraba hacia sus íngles, y donde antaño mostraba un miembro viril y orgulloso, ahora...
― ¡No había nada! ¡Estaba castrado, no le quedaba más que un horrible y sangriento agujero! ―. El Desgarrador grito de Mario, fue rápidamente ahogado por unas compresas de algodón puestas velozmente por la morena en su boca y selladas con precinto quirúrgico.
― No te sulfures, esto no es nada para lo que te espera ―. ¡Andrea! Llamó. Se abrió la puerta y entró una joven en la habitación vestida de enfermera.
Mario, poco a poco empezó a recuperar el movimiento de sus manos y pies y... el dolor de la laceración del apéndice viril cada vez lo volvía más loco. Seguía sin entender por qué todo aquello, no recordaba nada.
Viendo su angustia y su desconcierto, la joven, una pelirroja pecosa y de ojos azules, se acercó a él mientras le decía;
― ¿No te acuerdas, puerco? ¿Aún no nos reconoces? ― le escupió al rostro.
Mario, negaba rápidamente con la cabeza en un movimiento constante, negando repetidas veces de una manera totalmente aterrorizada.
La morena y la pelirroja se miraron la una a la otra, después, a un gesto de la morena, la pelirroja, comprobó todas las ligaduras, centímetro a centímetro, no podían dejar que se soltara mientras... operaban.
Para entonces, los efectos de la droga habían pasado y Mario, era totalmente consciente y sentía ya, todo su cuerpo, «mejor le hubiera venido no sentirlo» Cuatro horas les llevó la "operación" Suerte que en ese tiempo, Mario, ya había despertado y perdido el conocimiento, lo menos diez veces.
Finalmente, las chicas se apartaron de la camilla y apartaron también el carrito quirúrgico. Se miraron satisfechas.
― Lo único que me no me gusta es que no nos haya reconocido ― confesó la pelirroja, con un evidente enfado.
― Es por el shock, no te preocupes, cuando despierte lo hará, y sabrá que no se puede ir por ahí, violando a jovencitas, el muy cabrón, y salir impune por culpa de esos malditos jueces machistas―. Se agitaba por momentos la morena. La amiga la tranquilizó dándole un apasionado beso.
Luego, se acercaron hasta estar bien cerquita del rostro de Mario, cada una por un lado; y le dijeron:
― Ya no podrás violar a nadie más... eso sí, no podremos garantizarte ni estar seguras de que... No te violen a ti. Felicidades... Quedaste perfecta... Marion.

Frank Spoiler

Relatos FM

Justo ahora


Justo ahora, pensó. La expresión marcaba la inconveniencia del momento porque el ahora es siempre, y siempre es justo antes de convertirse, desgranado, en el pasado. En la columna de las ventajas, podía apuntar la ruta descongestionada y que el coche, no nuevo ni moderno pero sí digno, funcional, obedecía a la presión de su pie sobre el pedal. Y aceleraba. Pocas, casuales eran las luces que cruzaba de frente, y los ojos rojos que lo habían estado guiando durante varios minutos, habían desaparecido con una rápida maniobra cuando la fisiología le informó de su urgencia. En ese justo ahora, corría penetrando la noche, ceñido a la figura que trazaba el asfalto. Buscaba el cartel salvador, el que anunciaría el nombre de la compañía y la distancia restante, la x en la ecuación que confirmaría o no su posibilidad de resistencia. No lo vio, ni lo había visto, pero si experimentó un estimulante alivio cuando emergió, sobre la izquierda, la rotunda claridad que rodea a los oasis carreteros sean estos paradores, pueblos, gomerías o la estación de servicios que había construido en su anhelo. Suspiró, sin excesos, por temor a debilitar su continencia y, aunque el retrovisor se enfundaba en un cartucho negro, levantó la palanca del guiño para indicar el giro, inminente.
   Corcoveando por la rugosidad de la superficie, ingresó en la explanada. Bordeó la sombra del techo que guarecía a los surtidores y se concentró en el interior del cubil donde con ribetes de nube, titilaba la luz del fluorescente. Bruscamente, estacionó a la vera de la construcción y por poco se olvida de apagar el motor y cerrar la portezuela. Disimulando la prisa, se encaminó hacia la entrada, escuchando el sonido de sus pasos al raspar la grava. Por mirar hacia el interior, a través de la vidriera que exhibía carteles y una pila de tachos o latas de aceites, no percibió que, en el extremo opuesto, otro vehículo estaba detenido. Quizá sí lo notó, pero en su situación carecía de importancia.
   Justo ahora, protestó porque no estaba el empleado detrás del mostrador y cabía la posibilidad de que lo necesitara. No podía esperar: ni a que volviera el ausente ni a contar con una autorización para atender las demandas de su cuerpo. Saludar significaba delatarse y hay cuestiones en las que mejor pasar desapercibido. Al fondo estaba el hueco y la inscripción, reveladora, arriba, en letras groseras, "Sanitarios". En las emergencias no vale la estética y el pudor y los modales se pierden. Afortunadamente, tras el descanso, la puerta de los caballeros estaba abierta y, de la cerradura, colgaba una bujía adaptada como llavero. El segundo indicio de otra presencia humana, o animal, se la dictó el hedor que, imponiéndose, remitía al deseo de él, pero satisfecho. Se concentraban otros rastros de olores heterogéneos que, mixturados, evocaban el descuido, la negligencia y la falta de higiene. Pero había nada más que un retrete, ocupado, y dos mingitorios de dudoso blanco que, como perfiles de Habsburgos, sobresalían de la pared opuesta. También, con la canilla goteando, estaba la pileta y un sucio fragmento de vidrio con ínfulas de espejo. Aunque le resultaba desagradable, dudó en emplear como sustituto alguno de aquellos objetos. No, no el espejo sino a los que contaban con una cavidad capaz de actuar como recipiente. Un vozarrón desfachatado, que provenía del interior del reservado, le evitó cometer una acción abyecta.
   -No me retes, che... me agarraron ganas justo ahora, ¿qué querés que haga?
   Justo ahora: lo que son las coincidencias. Intuyó que la explicación no le estaba dirigida, que el inoportuno inquilino del inodoro hablaba confundiéndolo con otro, ¿otro empleado de la estación?, ¿un amigo?, ¿un supervisor o encargado? y, por lo tanto, se abstuvo de responderle.
   -Traeme un cacho de papel, che... hacé el favor que estos mugrientos no tienen ni un pedazo de diario y no quiero usar el pañuelo –prosiguió y la indiscreta confesión, con todos sus implícitos, acentuó la certeza de que tanta familiaridad, casi obscena, era fruto de la ignorancia, de que el receptor no era el que la voz creía. Para ahorrarle a ése, quien fuera, la turbación que sucedería a la constatación del error, nuevamente, prefirió el silencio.
   Evaluó, mientras, la posibilidad de probar suerte en el baño de damas pero, por lógica, para usar aquél precisaría de una llave. En un toallero metálico se apilaban un manojo de toallas de manos. No tanto por un impulso caritativo, sino partiendo de la premisa de que, brindándole los implementos para limpiarse, el ocupante demoraría menos en salir, tomó un puñado de esos papeles y golpeó con los nudillos la madera repleta de rústicos grabados: desde nombres de mujeres y clubes hasta escabrosas afirmaciones sobre los gustos sexuales de un tal Caito. Por el intersticio, el huequito que se abrió fortaleciendo el hedor de los excrementos, una mano ruda, sufrida, atrapó ansiosa la ofrenda. Las gracias fueron reemplazadas por un bufido de posible gratitud, aunque quizá fueran hijas del esfuerzo por incorporarse y operar en un recinto tan estrecho, de dimensiones acotadas. Él retrocedió y, tras un retorcijón violento, se dijo no aguanto, la ****, no aguanto. Desesperado, y como reza el dicho, tratando de salvar la ropa, se desprendió el cinturón observando con desconfianza los bordes del lavabo. Por razones gravitatorias y de altura, debió ponerse en puntas de pie y haciendo equilibrio, revuelto por el asco, cerró los ojos y contuvo el aire como si fuera a sumergirse en el mar de la deshonra. 
   -La hicimos bien, che... ¿encontraste algo más en el privado? –continuaba el desconocido que, así como algunos eligen leer una revista y otros mandar mensajes con el celular, debía volverse locuaz en ese momento que la cultura señala como íntimo -. Lo que yo no entiendo es cómo dejan a un tipo solo, de noche, a cargo de un lugar así, donde se mueve plata, y en medio de la nada. Después dicen que no es la ocasión la que hace...
   -¿Con quién hablás, Sordo?... dale, carajo, apurate... justo ahora se te ocurre ir al baño –bramó otra voz, más imperiosa y taxativa, que surgía del exterior de los baños.
   Una monótona flatulencia masticó el silencio de los que se habían callado. No quiso ver, así que apretó los párpados cuando las pisadas fueron patentes y crujieron, ahí nomás, tan cerca, las bisagras del retrete. Su olor se incorporaba al resto de los aromas y los transformaba en una inmunda alquimia. Se sabía humillado, degradado, con los pantalones y el slip arrugados sobre las rodillas, los glúteos sobre el borde de loza y el miembro colgando, diminuto, encogido. A lo demás, a lo otro, no quería imaginarlo porque sentía las miradas mudas que lo juzgaban.
   -Hay que ser hijo de **** –dijo concluyente el apodado Sordo.
   -¿Lo ponemos con el otro? –preguntó el que había entrado después: el amigo, el socio o el cómplice de la voz conocida.
   -No, esposalo acá... al toallero... y tratá de no tocarlo al asqueroso.
   Sintió y sufrió la presión en la muñeca de la mano derecha y constató, precavido, que de verdad estaba sujeto a algo firme. Justo ahora, pensó mientras imaginaba su aspecto y su delito, la cara que pondría el primero que llegara liberarlo, la explicación que le exigiría, la censura categórica y la vergüenza.

Mateo Bi

Relatos FM

Mi pajarito sin alas


Dani es así...
... y Dios creó el mundo en 6 días y al séptimo día creó otro paralelo para mi Dani.
   Tenemos en el patio, encima de la mesa, deshuesado por completo un pequeño electrodoméstico de la casa, esperando ser reparado por mi marido. Claro que donde tú ves, en tu mundo, decenas de piececitas que hay que unir a modo de puzle, Dani ve, en su mundo, una idónea e idílica zona de juego.
   Cuando mi marido retomó hoy el encaje de todas las piezas para reparar el aparato, se dio cuenta, en medio del montaje, que le faltaba una docena de tornillos y un destornillador de estrella. Sofocado comienza a preguntar al resto de la familia que quién ha tocado los tornillos que tenía en la mesa del patio. Como era de esperar, mi hija contesta que ni siquiera sabía que había tornillos en la mesa; yo, por supuesto, no tengo ni idea; y Dani jura y perjura que él no ha sido. Ahí, es cuando una madre entra en acción. Dejo las papas friéndose en la sartén, me seco las manos con un paño de cocina y me dirijo a Dani. Muy tranquilamente le pregunto: -Dani, yo ya sé que tú no has cogido los tornillos, ¿pero tú has jugado aquí en el patio cuando estaban los tornillos en la mesa? -Sí mamá.  -Y tú, sin darte cuenta, ¿los has cogido un poquito? -Sí mamá, pero los dejé encima de la mesa otra vez. -Pues ayúdame a buscarlos, que seguro que alguien los ha cogido y los ha puesto por algún sitio. -Mamá vamos a mirar por las plantas. -Vale Dani. ¿Jugaste con los tornillos en las plantas Dani? -No. -Pues vamos a buscar en esta maceta. -No mamá, mira mejor en los rosales, es que vi un pájaro aquí y creo que los ha puesto ahí. Y efectivamente, allí estaban medio enterrados 14 tornillos. Pero faltaba el destornillador. -Dani y ¿el destornillador? -Ah, mamá, creo que vi al pájaro entrar en casa y llevarlo al otro patio, creo que lo escondió debajo de estas toallas. Y efectivamente, allí estaba el destornillador de estrella.
   Su hermana se moría de la risa cuando me preguntó quién había sido y le dije: un pajarito sin alas que revolotea por la casa y hace lo que le da la gana.
   Problema resuelto. ¡Lo que no consiga una madre con paciencia y amor! Pero claro, ahora toca reñirle o al menos que entienda que eso no lo debe hacer más. Pero teniendo en cuenta que Dani no fue, sino que fue el pájaro, del cual no tengo más referencias para buscarlo y echarle la bronca, cogí a Dani y muy relajadamente le expliqué que si veía al pájaro, que por favor le explicara que los tornillos y las herramientas no eran para jugar, porque como yo lo viera le iba a cortar las alas.
   Al darle el beso al acostarse, le dije: "Buenas noches mi pajarito sin alas" y sigue jurando y perjurando enfadado que él no había sido, que fue el pájaro.

Luna Azul

Relatos FM

Mal dicho


Cansada de las burlas la Mona decidió quitarse su vestido de seda y comprarse uno nuevo de satín, azul, el más brillante de todos, además de esto, citó a una reunión con todos los animales mal tratados en los dichos populares. La reunión se efectuó en el teatro chino de Hollywood, la convocatoria de la Mona tuvo una gran acogida, cientos de animales indignados ante aquellos mal intencionados aforismos asistieron a la cita.

El evento inició a eso de las cinco de la tarde, los asistentes recibieron un martini como aperitivo acompañado de unos deliciosos platanitos tostados con aderezo de ajo. Luego de la fanfarria los invitados entraron en sesión, el primero en pasar al estrado fue el camarón, traía los resultados de varios examenes realizados por los mejores especialistas de la clínica mayo los cuales señalaban claramente que este no sufría de ningún tipo de narcolepsia, así que "camarón que se duerme no se lo lleva la corriente" el estrado se puso de pie aplaudiendo con vehemencia la intervención del camarón. A continuación, hacia su aparición un grupo de mamás cuervo, decían que sus hijos claramente no eran ningunos ingratos, en la mayoría de las ocasiones los jóvenes cuervos al desarrollarse como profesionales tendían a comprarles bellas casas a sus madres a las afueras de la ciudad, así que "cría cuervos y tendrás tu recompensa". El siguiente en pasar fue el perro, éste decía que las calumnias en su contra habían ido mas allá, señaló que en una ocasión mordió a un ladrón luego de irrumpir en su morada, luego de un chascarrillo señaló "perro que ladra, ladrones que huyen" los asistentes no dejaban de reír y aplaudir, así mismo pasó el caballo, dijo que sus colmillos no tenían nada de malo, no entendía por que tendrían que mirarselos, tampoco entendía por que tendrían que regalarlo, cien pajaros y uno en mano aplaudieron.

La convención fue todo un éxito, la Mona se encargo de reunir las memorias del evento y transformarlas en un proyecto de ley que impidiera el trato discriminatorio contra los animales estigmatizados en los dichos populares. El proyecto de ley paso varias sesiones en el congreso, en Mayo del 68 y luego de muchas plenarias el congreso revocó dicho proyecto. Los constituyentes señalaban que artículos en los que se proponía cambiar el nombre de animales de dichos populares por el de humanos era un acto inconstitucional.
Era totalmente inconcebible decir "aunque se vista de seda, político se queda" o "policía que ladra no muerde"

Los animales implicados en el escandalo eventualmente se reunen para debatir temas relacionados, a la mitad de la noche los martinis hacen su efecto y los animales olvidan por que discuten tanto, se abrazan entre sí y entonan canciones de los Beatles, nunca falta el chascarrillo del perro cuando dice "aunque se vista de seda, político se queda" la Mona lo mira siempre de reojo para luego soltar una gran carcajada.


Dee Pérez