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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

Fantasías y abismos


  Era el último día de Septiembre y terminamos el curso. Fuimos a celebrarlo tomando cervezas en cualquier bar del centro.
  Aquel extraño grupo de gente pasamos la tarde conociéndonos.
  María tenía 36 años, gafas de pasta y aspecto serio y formal que escondía su inteligencia agudísima y su originalidad al pensar. Era del sur, despierta, lúcida, sensible; estaba enamorada y miraba el mundo con tranquilidad, según le venía. Hablábamos sobre el trabajo y la vida.
  María contó que una vez se encontró sin dinero, con un piso que pagar, sin ganas de volver a Cádiz sin pena ni gloria y sola. Como solución para conseguir dinero rápido, alguien le ofreció trabajar como teleoperadora en una línea de ocio, o lo que era lo mismo, una línea porno. Le hablaron de las fantasías, de no colgar digan lo que digan, de no juzgar a los usuarios. Ella necesitaba el dinero y entendía todo lo que le decían.
  María empezó a trabajar allí. Nos lo contaba a los futuros profesores, que escuchábamos atentos las anécdotas divertidas sobre sus compañeras o sobre los clientes. Incluso nos confesó que llegó a excitarse en una ocasión con la voz profunda de un hombre de conversación sugerente.
  Una vez llamó un usuario con voz ronca contando que soñaba con un niño de tres años, y que lo iba a follar brutalmente. Todos sentíamos la tensión, los latidos de su corazón y sus náuseas. Aquel hombre gemía y hablaba de la cabeza del bebé, decía que le iba a meter su **** y...
  María colgó.
  Respiró muy deprisa, como si le faltara el aire, y tuvo ganas de llorar. La coordinadora le llamó a su despacho, allí le recriminó: estaba juzgando –precisamente lo que hay que evitar hacer-, que si dibujas o escribes un crimen no eres un asesino, que eran fantasías que servían para descargar la mente. María, aún afectada, asentía. Los que escuchábamos contarlo, esbozamos muecas expresivas. Muchos dijeron cosas contundentes. Luego hablamos del peligro, de la pederastia, de lo que cada uno haría en situaciones supuestas.
  Y después María me contó.
  Lo que a María le dio vértigo no fue la imagen bestial de la cabeza inocente e imaginaria del bebé, sino el abismo de los sueños de la cabeza real del cliente que llamó para hablar de su fantasía. 

Silvestre

Relatos FM

Cumpleaños


Hoy es mi día. Hoy soy yo la protagonista, la que destaca, la que, por una vez, emerge de las sombras como si brillara con luz propia. Al menos, eso es lo que hoy no paran de repetirme hasta la saciedad todos aquellos que me rodean. Supongo que será mejor hacerles caso. En realidad, descubro que no es tan malo.
Me dejo llevar. Nada más abrir los ojos, me veo trasladada a un salón de belleza ampliamente iluminado y con su típico olor penetrante. Allí, mi madre elige los tonos de mi maquillaje. No tiene sentido discutir con ella, así que la dejo hacer. Unos profesionales me pintan y maquillan rostro y cuello. Cierro los ojos y me relajo, esperando que me dejen guapa para esta noche. No quiero ser como una de esas "muñequitas de porcelana," que de tantos polvos que se echan en la cara parece que llevan una máscara, así que rezo para que no se pasen con el maquillaje.
Después vamos a una peluquería, donde tratan de arreglar mis desastrosos rizos encrespados, del color de la zanahoria. Veo a mi madre conteniendo las lágrimas, seguramente de emoción. No todos los días su hija menor cumple 27 años. Refunfuño en mi interior, tampoco es para tanto. ¿Qué tiene de especial este día? El tiempo transcurre de manera extraña para mí. Los 27 son una edad tonta, ni aquí ni allí. Bueno, pensándolo bien, a esa edad mueren los grandes, como Kurt Cobain o Jimi Hendrix, e incluso Amy Winehouse. Irónico ¿verdad?
Parece que a mi peinado aún le queda un poco, de modo que pienso en la fiesta de esta noche. Mi fiesta. Bueno, en realidad no es mi fiesta, sino que es la del local en cuestión. El pub me permite llevar unas pizzas y además, invito a un barril de cerveza a todos mis amigos y conocidos. No es que me agrade especialmente tanta parafernalia, pero mi mejor amiga Sara es de la opinión de que no podía conformarme con menos. Según ella, esto lo hace todo el mundo.
Me doy cuenta de que me he quedado ensimismada un buen rato, de modo que sacudo la cabeza para despejarme, aunque por alguna razón, no lo consigo del todo. No sé exactamente dónde me encuentro, pero nunca había estado más cómoda en mi vida, tumbada en este extraño sofá. Quizá resulte un poco estrecho, pero contiene mullidos almohadones. De repente, veo a mi madre frente a mí. No sé por qué me mira de esa manera, ni por qué las lágrimas le surcan la cara. Se detiene a unos pocos pasos y levanta la mano, como si un cristal invisible nos separara. Poco a poco, reconozco a otras figuras a través de la bruma. Mi familia. Me entran ganas de sonreír: se han reunido todos, como sólo hacemos en contados eventos al año. Al mirarlos de nuevo, me percato de que todos parecen iguales. La misma mirada, los mismos movimientos lánguidos. ¿Por qué van todos de negro? El único que desentona un poco es Javi, mi primito de tres años, de ojos azules y pelo amarillo, que llega corriendo, despreocupado y alegre como sólo un niño puede estarlo. Su habitual mirada risueña desaparece en cuanto se da la vuelta y me descubre. Se queda de piedra. Desconcertado, se acerca a mi tía Ana y le tira de la manga.
-Mamá, es la prima-
-Sí cariño, es la prima. Ahora despídete y sal fuera a jugar, que nos vamos en un rato.
Todo a mi alrededor se desarrolla como las secuencias de una película antigua, tengo una extraña sensación de irrealidad. Siento como si levitara. Vuelvo a centrarme en la mirada triste de mi madre, a la misma altura de unas letras negras que, desde este lado del cristal, rezan:

0IROTANAT

A pesar de que estoy muy cansada hago un esfuerzo por decirle que no llore, que no se preocupe por mi, que todo irá bien, pero por alguna razón, es como si una garra invisible me paralizara los músculos, y no puedo moverme. Estoy atrapada en esta caja rectangular. Mi madre mueve los labios y sé que intenta decirme algo, mas no puedo escucharla. Sólo puedo prometerle en silencio que estaré bien, antes de cerrar los ojos y dejarme llevar definitivamente.

Jenna

Relatos FM

El encuentro


     Llegué al lugar, ¡por fin! Siempre he sido puntual y hoy no ha habido diferencia, llegué a la hora pactada, a pesar de la discusión que mantuve con el chofer del autobús. Eso ya no importa, ella lo vale, ella vale todo lo que me pasó hoy. Ahora solo me queda esperar, esperar a mi dulce Débora. Me siento emocionado por nuestra primera cita, ella es una amiga que conocí en la universidad, muy linda la condenada, ahora en pocos segundos este centro comercial será testigo del encuentro, sus ojos rodearan nuestro querer y su suspiro enternecerá  nuestras miradas.
      ¡Oh! Vaya, han pasado diez minutos, ¿por qué las mujeres son tan tardonas?, veo un centenar de parejas pasar a mi alrededor, hablan tan cariñosamente, se agarran de la cintura, comentan en susurro. Saco mi spray para el buen aliento, lo roció en mi boca con cautela, observo por todos lados esperando que aparezca por algún lado. Algunos jóvenes de mi misma edad, calculo, me observan mientras pasan, ¡ja!, se morirán de celos cuando vean a la mujer que llevo conmigo. Saco mi celular, estoy un poco nervioso. Veinte minutos ya, ¡mujeres! Sigo alargando el cuello esperando ver un rostro conocido, ¡claro! el de Débora. Mi cabeza procesa imágenes con ella, de lo que haría esta noche: comer helados, cine y finalmente el beso, ese beso parecido a las telenovelas, tan apasionante que quedara rendido a mis pies. Desafiaré los besos de Cristian Meyer. El viento silba cerca de mi oído, parece que está anocheciendo, el frío está dando paso a la obscuridad del final del atardecer. Cuarenta minutos han pasado desde la hora pactada y nada, me pongo nervioso; en seguida, giro la cabeza, me sonrojo. Algunos trabajadores ambulantes me observan con lástima, unos pocos  ríen por lo bajo. Esperaré veinte minutos más, no  más solo una hora estaré aquí parado, me digo para mi conciencia sabiendo muy bien que no va a ser cierto, esperaré más de lo que mi cuerpo quiera esperar, porque rehúso a aceptar que ella me haga esto, lo niego con totalidad, así que empiezo a culpar al tránsito vehicular, malditos alcaldes, ¿por qué no hacen nada para solucionar el tráfico? Me acordé que había apuntado su número celular, ¡qué tonto!, ¿por qué no lo pensé antes? La llamo, su celular está apagado, la operadora me exhorta a que deje el mensaje en la casilla de voz, ¡¡maldita sea!!, no quiero escuchar la voz de una operadora, solo quiero oír a Débora. Repito la acción más de diez veces, ese celular está apagado; terco yo le vuelvo a marcar con esperanzas de que, como adivinando mi insistir, ella prenda su celular. Mis ojos contienen algunas lágrimas, ¡los hombres no lloran!, me dijo mi papá de pequeño, le haré caso. Todavía espero, ¡ya!, le digo a mi cuerpo los últimos treinta minutos y me largo y, como tenía razón, tampoco volví a hacerme caso, continué esperando ¡allí!, a la entrada del centro comercial. Débora nunca llegó, sentía que la gente me miraba con mucha lástima, sentía que extraños se compadecían de mí, Siento que el mundo entero me observa; bajo la cabeza, deseo que la tierra se abra y me lleve hasta el infierno y me devore completito, doy algunos pasos lentos. Después de dos horas de esperar como un estúpido, doy mis primeros pasos tan lentos como pueda, todavía con fe  de que alguien me llame en la espalda y que cuando volteé vea el rostro terso de Débora, sé que no ocurrirá, mejor es marcharme y aceptarme: nunca seré bueno en el amor, nunca lo he sido, ¡de verdad¡ no tengo suerte en el amor, me digo mientras mis mejillas acaloradas aguardan las prontas caídas de lágrimas amargas dejando en ellas ilusiones perdidas de aquella noche.         

Mavel

Relatos FM

Pies mojados


Era noche cerrada. Demasiado pronto para los madrugadores y suficientemente tarde para los trasnochadores.
Hacía frío, pero el mercurio del termómetro se contrajo mucho más, hasta marcar bajo cero, cuando el Invierno pasó por su lado.
Aquel era su paseo favorito, el que hacía todos los años antes de repartir las primeras heladas. Lenta, sinuosa, su capa de copos de nieve borraba sus huellas ondeando sobre el suelo. 
Todo él parecía de cristal, con una tez brillante y traslúcida que podría ser de hielo, de rostro joven aunque increíblemente antiguo, tanto que ni todos los anillos de los árboles del paseo sumarían una fracción significativa de su existencia.
Una vez cada trescientos sesenta y cinco días salía a deleitarse con su mosaico de marrones de tierra baldía, grises de cielo encapotado y blancos de escarcha. Era su momento más deseado, aguardado con una calma milenaria.
Y allí estaba, radiante en su sobriedad, haciendo crujir el suelo helado bajo sus pies y dejando a su espalda una hilera de árboles con ramas vestidas de rocío congelado.
Pero ocurrió que al echar el siguiente paso sintió algo que nunca antes había conseguido notar. Una experiencia que ni siquiera se le ocurrió imaginar, como corriente eléctrica que subiese por las piernas, el tronco y el cuello hasta alcanzarle la cabeza.
Se había mojado un pie al pisar un charco.
¿Cómo era posible? Su mera proximidad era capaz de generar un glaciar hasta en las aguas más saladas. ¿Cómo un pequeño hoyo lleno de agua resistía tan intransigentemente...?
Pudo haber montado en cólera ante tamaña insubordinación de la materia, pero incluso para una mente curtida en todo tipo de vivencias la curiosidad era poderosa...
Sintió una punzada de necesidad en su pétreo interior. Le urgía saber qué era lo que tenía de especial aquel minúsculo remanso para haber conseguido semejante proeza y, al inclinarse hacia delante para examinarlo, solo vio su rostro desfigurado entre ondas líquidas.
Sin embargo, cuando la superficie quedó en calma, tal como un cristal que le devolvía la imagen, vislumbró un destello ambarino en su fondo embarrado y alguien habló a su espalda.
-Lo siento señor, lo quitaremos de ahí ahora mismo.
Al darse la vuelta parsimoniosamente descubrió dos masas informes de luz anaranjada.
-¿Quiénes sois?
Los ojos pálidos del Invierno sufrían con los colores cálidos, de modo que optó por no mirar directamente a las luces.
-Somos los encargados de vigilar el último reducto de otoño para que el año que viene pueda plantarse como semilla. Eso es lo que hace que el agua no se hiele, señor. El Otoño no suele congelar sus aguas... –definieron una trayectoria rectilínea y se acercaron hasta el borde del charco- Lamentamos lo sucedido.
Lejos de mostrar disgusto, el Invierno solamente ladeó la cabeza y posó la mirada en el agua líquida ahora claramente coloreada de todo un abanico de ocres y amarillos.
Las luces parlantes extendieron unos tentáculos luminosos para sacar a flote aquello que habían definido como la Nuez Otoñal. Entonces el Invierno se miró el pie mojado. Aún estaba húmedo y sentía las gotas resbalando por el empeine, colándosele entre los dedos...
Se descubrió a sí mismo intentando averiguar cómo sería sumergirse enteramente en aquella sustancia viscosa. Y no le sorprendió porque, aunque nunca antes lo había sentido, estaba seguro de que se trataba de algo agradable.
-Un momento. Esperad -los rutilantes apéndices se detuvieron en el aire- No hay por qué tomarse la molestia de moverlo. Puede quedarse ahí  algún tiempo más.  Dejaremos que este año el invierno sea tardío.
Aunque ambos seres brillantes se mostraron sorprendidos, se despidieron con educadas fórmulas y comenzaron a alejarse del Invierno.
La temperatura subió un poco al separarse de él.
-Probablemente volverá a meter el pie en el charco, ¿verdad?
La otra luz vibró al reírse.
-Sí, eso parece...
-¿Ves? Te lo dije- se agitó.
-¿El qué?
El largo paseo desierto los envolvió en silencio por un momento.
-Que hasta el corazón más frío guarda entre sus fibras algo de calidez...

Deneb

Relatos FM

Todavía no


No sé por cuánto tiempo me la he pasado llamándola a gritos. Cada vez es más molesto, con esta carraspera y esta sed. No sé ni cuántas horas han pasado al ritmo de esta nube inverosímil; siento que he dormido sin cerrar los ojos. Lo último que recuerdo es que me envolví con su pierna relajada y me dispuse a dormir respirando el perfume de su pelo. Luego desperté con las manos atadas a la cabecera de bronce por un par de nudos que serían la envidia de un marinero experto. He pasado el tiempo tentando, sin éxito, los alcances de mis piernas; probando una variedad de movimientos, como girar y ponerme boca abajo. Todos han sido inútiles; la cama es de tales dimensiones que sólo alcanzo a poner un pie a la vez sobre el suelo.  Casi me he lastimado el cuello intentando una especie de maroma invertida con la que buscaba caer de pie sobre el colchón, pero la unión perpendicular de la pared y la cama me impidieron la maniobra.

Llevo ya un buen rato rendido, cara al techo, dejando pasar el tiempo. Me pongo a pensar en lo tarde que es, que se percibe ya pasado el mediodía, que pronto será de noche y empezarán a llegar mis invitados ¡y me hallarán aquí, en pelotas! ¡Hija de ****, con qué frialdad lo planeó! Seguro esperó por semanas esta fecha, esperó a que fuera otra vez 21 de marzo -mi cumpleaños- y que viniéramos otra vez desde temprano a la casa de campo, como el año pasado y el antepasado. Y ofreció una actuación fría, consagrada. Como si nada en la piscina, en la estancia, en la recámara. En esta estúpida cama de bronce, en esta habitación de mi padre, pretenciosamente rústica y antigua, "de la Revolución". Nunca me hubiera acercado a su amiga... Creí no dejar ni un rastro, haber entrado y salido en la mayor discreción, como un gorrión se posa en tantas ramas.

Pienso por segunda o tercera vez en esas cosas cuando un torpe sopor se instala entre mis ojos. No sé si me vence. No sé si regreso de un parpadeo o de una siesta breve. Escucho sonidos surcando la quietud del campo. Mi oído se transporta por la casa y se detiene en la gruesa puerta de madera; debe estar entreabierta. El ruido se escurre a los tímpanos. Distingo un golpe metálico y luego un rechinar de bisagras oxidadas. Un camino trazándose hasta la alcoba, mientras me imagino el inminente enfrentamiento. Quisiera evitarlo y no sé cómo.  Lágrimas, reproches. Ojos rojos y su rostro de cristal, estrellándose en tristeza. Sobre la cama de bronce, igual a mí yace mi orgullo, también desnudo y derrotado. Entonces, mis remordimientos se rompen en golpes de tacones, familiares y ligeros, que avanzan rumbo a mí. En instantes, un perfume seductor y unos jeans ajustadísimos atizan mi atención.

– Amor, ¿despertaste hace mucho? ¡Ay, sorry...! Es que salí a preparar tu regalo.

Saca de una bolsa de cartón un gran pastel de fresas y una botella de un vino espumoso, como champagne barato. La destapa y sirve dos copas que pone en el viejo buró, junto al cenicero lleno. Recoge la pipa. Vierte un poco de mezcla y la enciende. Aspira y me ofrece con sus labios la primera bocanada y luego una segunda.

      – Nos tenemos que apurar, porque en un rato más llegan –dice mientras revisa los nudos. –A ver cómo me sale. Antes de dormirte neceaste hasta el cansancio que esto querías de cumpleaños. ¿Te acuerdas, verdad?

Ahora saca varias velas pequeñas, las enciende y procede a colocarlas armoniosamente por el cuarto. Cuando creo vacía la bolsa extrae de ella un diminuto negligé de encaje negro. Me lo muestra, probándoselo encima de la ropa.

– ¿Qué tal? ¿Te gusta?

Una brillante carcajada tintinea en mi corazón y en el bronce de la cama. Mientras en un rincón de la recámara, tras a un viejo cambiador, ella empieza a desvestirse, tan lésbicamente que no puedo dejar de sonreír.

Bartleby

Relatos FM

Imagina


Vuelo, lejos, muy lejos a lugares desconocidos, con sensaciones desconocidas, donde el dolor no existe, donde nadie sufre, donde quien reina es la felicidad.
Cruzo las nubes, nubes de algodón bañadas en un suave aroma a sirope, playas de azúcar con agua dulce.
Giro, giro y giro sobre mí misma, si caigo, me levanto y sigo girando, no me rindo en mi lucha contra la gravedad.
Muevo mis manos al son del viento, caigo en un largo y bonito sueño y cuando despierto lo hago al lado de un lago lleno de cisnes que comienzan a volar creando un hermoso corazón en el cielo.
Sin preocupaciones, sin pesadillas, solo soy yo, simplemente yo y nada más.
Las dudas me corroen, pero disfruto del momento lo sigo paso a paso, a través de un camino de amapolas que me guían hasta algún lugar , con mariposas como acompañantes.
Paso a través de arcos de hiedra coloreados con preciosos rosales a los lados, intento imaginarme que será lo que hay al otro lado.
Se hace de noche tras un rojizo amanecer, luciérnagas me ayudan a guiar mis pies. Al final de la bóveda llego a la playa, paseo por la orilla, aguas cristalinas bañan mis pies. Cierro los ojos y escucho el oleaje, olas de pensamientos llegan hasta la orilla, cada cual más hermoso, verdadera música para mis oídos.
De pronto la arena comienza a moverse, nacen pequeñas tortugas que dando sus primeros pasos caminan hacia el mar, parecen despedirse antes de echar a nadar. Entonces a lo lejos delfines comienzan a danzar y gaviotas con sus cantos adornan la escena.
De repente todo se llena de edificios, los animales huyen, barcos a lo lejos, olas  de malos pensamientos, como un chirrido rompe un cristal, mi imaginación termina y acabo por encontrarme en la realidad.

Saxofón

Relatos FM

Ondara


Como la mancha de un pincel estampado contra un lienzo, las tonalidades del barrio de Odara eran estridentes. Y sus gentes cabían los domingos a puñados en los bares que no trasnochaban. Para a las nueve de la mañana abrir puntuales sus puertas y mostradores a las parejas ya un poco aburridas que se habían quedado en casa la noche anterior. A las nueve justo ese domingo, salía Mateo ariete, conocido en el barrio por estudiar en el centro de la ciudad tener siempre prisa, y ser simpático, cuando pasaba junto a las barquillas que exponían la fruta en la calle principal y estrecha, donde comerciantes y camareros se daban la mano fumando alegremente en las puertas de los negocios. ¡Prudencia! ¡Prudencia! siempre que Mateo veía a la abuela de Elvira la llamaba y le preguntaba por su nieta. Prudencia, al verlo acercarse, sonreía formando con los pliegues de sus mejillas una especie de enrevesada tela de araña finísima casi transparente. Mateo controlaba de sobra las horas en que la abuela era visitada por su nieta, martes y jueves a media tarde, y como los balcones estaban en la misma calle, él salía a observarla y la saludaba con los apuntes esperando en la mesa a que Elvira, le devolviera el saludo tal vez la sonrisa. Amancio no se quedaba corto en gritos, dueño del Lolas bar café, que emanaba oscuridad a la calle aquel garito. Con las baldosas del suelo impolutamente viejas y la barra brillante y rayada, con dos croquetas de bacalao, un queso sudoroso y varios boquerones con olivas sueltas, todo atravesado por palillos de eso nunca faltaba. ¡Josefa! gritaba mientras reía desde un taburete sacado del negocio al mirar a la mujer que salía al balcón a por ajos. Llevaba falda y Amancio con el ceño enarcado hacía como si miraba y Josefa volviéndose. Sonreía solemne diciendo,-cómo vivimos eh-.

De espaldas al sol y mirándose a los ojos sin dejar de oír a Daniel, su primer hijo recostado en la sillita. Silvia y Alfonso pasaban la tarde en el único parque de Ondara, que con un verde cansado al filo de las seis, servía de reposo a los bebes, parejas y abuelos que jamás se cansaban de esos bancos astillados, el oxido chirriante de los columpios y los cuatro arbustos desojados que los abuelos tan desdentados como ellos, observaban hasta la hora de la partida. Mateo se fijaba muy bien en todo esto, podía salir de ahí cuando quisiera, una residencia de estudiantes en el centro de la ciudad una habitación quizás, o preguntar a Elvira si sabía de alguna. Pero nunca lo hizo, acabó la carrera, se metió a trabajar en la farmacia del barrio más tarde, se compro un piso en la misma calle en la que años atrás saludaba a la nieta de Prudencia. Sus amigos casi nunca iban a verlo, era él quien tenía que desalojar el anonimato de aquel barrio, y salir a las avenidas y restaurantes en busca de sus amistades, no se casó.

Mi nombre es Mateo ariete Rodríguez y tengo delante de mi una la dosis de tranquilizantes y Bourbon suficiente para mandarme a uno de esos paraísos que prometen las religiones. La habitación esta inundada por los reflejos que la luna provoca al alumbrar la botella. El silencio es absoluto, plena noche. Todos duermen. Mi madre y mi padre ya jubilados viven a tres portales de aquí. Yo no tardo más de ocho minutos andando en ir al trabajo. Me gusta escuchar el silencio, parece que la vida a esas horas te susurra lo piensa lo que es, te revela su secreto su nada. Estoy bastante nervioso nunca me he suicidado antes. Tengo arrugada en el suelo encima de la mesa, junto con lo necesario para no ver amanecer, la carta de Elvira. Salimos alrededor de nueve años, pero jamás quiso venir a vivir aquí. Pelo negro y piel blanca delgada y con unos ojos marrón clarito diluido, su mirada era intensa y vital. Parecía tener dentro de aquellas pupilas escrito en letras pequeñitas el pergamino de la felicidad.

Años entre acabar la carrera y besarla, que me produjeron no pocas veces el sentimiento de buscarme un piso con ella, en el centro quizás, o en otra ciudad incluso más grande y ser devorado por la inmensidad. Nunca me gusto demasiado el anonimato extremo de las grandes urbes, en cambio a ella tal hecho le parecía la propia libertad. Con el tiempo fue poco a poco horadando mis argumentos y casi convenciéndome de lo bien que viviríamos. Era preciosa y sus labios eran casi malvas, cuando no estaba de acuerdo con lo que yo decía, unas dos veces cada hora más o menos. Me miraba arqueando levemente una ceja y poniendo la más deliciosa cara de asombro que veré. Un mes antes de esta noche le escribí una carta, pues hacía una semana que no devolvía las llamadas, en la que desmontaba el chiringuito y accedía a mudarme al centro, al centro de donde ella quisiera. La metí en su buzó, llamé al timbre sin esperar que contestara y me marché.

Hoy que es veintiuno de abril, día aunque parezca increíble en que nos besamos por primera vez hace ahora casi nueve años. Por la mañana, sola y blanca habitaba las fauces de mi buzón la no pedida contestación de Elvira.

"Te quiero, pero sé que no serás feliz conmigo, te quiero y cada instante de mi piel, me da igual como suene, te echa tanto de menos que me duele físicamente. No puedo verte más, acabaría besándote y llorando, no me busques. Sé que todavía tienes la idea de acabar la carta y salir a buscarme, pero te lo pido muy segura de esta decisión. Y si con eso no te vale, te digo que si me quieres no me busques. Los dos queremos cosas diferentes, si vienes conmigo serás feliz pero no serás tú. Y yo cada vez me ahogo más en todas partes, necesito irme viajar no estar más de un mes en cada sitio. Estoy triste pero al pensar en observar y sentirme parte de otras culturas otras gentes, me invade una paz, una paz parecida a la que te invade cuando te encuentras cara a cara con tu destino cara a cara, con lo que has venido a hacer aquí. No te olvidaré y cuando me perdones si has dejado de quererme llámame, yo por mi parte haré lo mismo. Adiós"


La leí en el portal en plena mañana y noté un abismo en el pecho que se tragaba los latidos. No sé si estaba muerto. Es verdad que tardé algunos segundos en volver a respirar y ser consciente de mis manos, mi boca, mis dedos. Justo en el momento que le había entregado mi vida, que estaba seguro de querer salir de Ondara para siempre, quizás no para siempre pero sí salir. El trabajo se había tornado monótono, sus gentes aunque bondadosas siempre sonreían igual y lo tenía medianamente claro. No sabría decir que he hecho en todo el día pensar, pensar. Hay dos clases de hombres me decían, los ambiciosos y los perdedores. Nunca fui ambicioso, con quedarme observando la luna por la noche y después imaginarme en Silvia y Alfonso, Amancio, Prudencia y las demás personas que coloreaban de palabras el lienzo de aquel barrio me bastaba. ¿Por eso la perdí? por mi falta de ambición, de mundo, de interés, de curiosidad, o por haberme acostumbrado a una vida entre esas gentes que a ella no le parecía atractiva, carente de riesgo, de novedad. Me la imaginé volviendo años después a buscarme y diciéndome que no había nada de nuevo bajo el sol, que el mundo se podía resumir en aquel barrio. Yo lo resumiría en cualquiera de las sonrisas que veo a diario. Estaba amaneciendo, un albor raso empezaba a inundar la habitación diluyendo hasta la mitad de las paredes la oscuridad. Cogí una pastilla, me la acerque a la boca, entonces oí ¡Josefa!, ¡Josefa!, era Amancio. Sonreí, ahora y para siempre, convertido ya, en uno de ellos.

Dorian

Relatos FM

Nuria


   -Cariño, ven a darle un beso a papá, venga, ven que me tengo que ir a trabajar.
   -Vendrás pronto?
   -Si, a la hora de desayunar yo estaré ya aquí y te traeré un bollo de mantequilla de esos que te gustan a ti, vale?
   -Vale, papá.
   Raúl salió de su casa hacia su nuevo trabajo, después de llevar en el paro más de siete meses. El único que había conseguido y aunque cansado estaba bien pagado. Iba en el camión de la basura detrás de pie, recogiendo lo propio. No era difícil pero sí extenuante. Tras varias horas de duro trabajo, Raúl vio algo al lado del contenedor, que le llamó la atención. Se acercó y al cogerlo vio que era una preciosa muñeca, pequeñita, con el pelo lila y una carita muy graciosa; no tenía ni un desperfecto, así que la guardó entre sus ropas y cuando llegó a casa la puso en la silla donde desayunaba su linda hijita. Comenzó a preparar el desayuno para las dos mujeres de su vida, zumo, tostadas, café y un gran plato de bollos calientes que compró camino a casa.



   Cuando terminó fue a despertarlas, primero a su mujer que enseguida se levantó y después a Nuria, su pequeña. Llegó hasta la habitación, la abrió y se quedó mirándola. Así podía pasar horas. La niña tenía una preciosa y abundante melena oscura y unos hermosos ojos azules, su rostro era redondeado y dulce y se dulcificaba más todavía cuando sonreía, porque le sonreía el alma, era un ángel.
   Le daba pena despertarla y muy suavemente la fue espabilando, primero con un beso, después soplándole, para acabar cantándole su canción favorita muy suavecito y ya con mucho trabajo el ángel fue despertándose. Al abrir los ojos apareció su sonrisa en cuanto vio a su padre allí. Se adoraban.
   Bajaron a desayunar los tres juntos y cuando llegaron a la cocina, la niña se sorprendió al ver en su silla a la muñequita que su padre había traído, corrió y se abrazó a ella gritando de contenta. La muñeca le encantaba, no se parecía a ninguna de las muchas que tenía. Saltaba y reía tan contenta que todos acabaron riendo juntos. Ese fue un gran día. Pasaron los días y Nuria no se separaba de su nueva muñeca Marta, puesto que así la llamó. La llevaba a todos los sitios escondida en su mochila, la vestía, la peinaba, le preparaba comiditas, la metía en la cama y hablaba con ella a todas horas. Ya no volvió a mirar a ninguna de sus otras muñecas.
   En el colegio como no podía llevar juguetes, se escondía en los baños para poder jugar con ella y contarle sus cosas, sus secretos, los misteriosos secretos de una niña de seis años y cuál fue su sorpresa cuando una tarde estando en su cuarto jugando con ella, cómo no!, al hacerle una pregunta a Marta, esta le contesto!! ¡¡habló con ella!! ¡¡ella la oía!! Era una muñeca perfecta, una amiga perfecta para ella.
   Nuria siempre había sido una niña aplicada y ordenada pero ahora no tenía tiempo de hacer sus tareas. Cuando salía de las actividades extra-escolares, a las que iba más a disgusto cada vez, se sentaba en la parte trasera del coche y no decía nada, solo le acariciaba el pelo a Marta y respondía con monosílabos a las preguntas de sus padres.
   Ya no necesitaba vocalizar las palabras para comunicarse con Marta, ella la oía en su mente y respondía también así; era algo extraordinario para ella, solo tenía un pequeño fallo, que si no la tenía a su lado, en contacto directo con ella, no podía oírla, tenía que tocarla para comunicarse. Así que se las ingenió para tenerla siempre tan cerca como para poder tocarla y estar en contacto permanente y si no era así, se sentía como perdida, angustiada y desesperada por volver a tenerla entre sus manos. Era totalmente dependiente de Marta.
   Seguían pasando los días y Marta decidía a qué jugaban, cuándo y dónde. Pasaban horas en el jardín, hacían comiditas y mandaba a Nuria a recoger manzanas pinchosas, unos frutos redondos que crecían al lado del jardín de la casa, las utilizaban de postre y todos los días le hacía comerse un par de aquellos frutos.
   Nuria poco a poco empezó a encontrarse mal, era bastante evidente que la niña no estaba bien, hasta que un día Marta, además de las manzanas pinchosas, en su macabro juego, le mandó a buscar unas pastillas de colores que había en el baño y que habían cogido unos días antes diciéndole que con eso se le pasarían los dolores de estómago que tenía. Nuria tenía una fe ciega en su muñeca y se las tomó todas, cayendo al poco tiempo, totalmente inconsciente allí mismo. Al caer soltó a su muñeca que cayó separada de ella, fue entonces cuando comenzó a respirar con menos dificultad y así la encontraron sus padres cuando fueron a buscarla para cenar.
   Llamaron al médico inmediatamente. Cuando este llegó se asustó al ver el aspecto de aquella criatura a la que hacía un par de meses que no veía. Tanto había cambiado en tan poco tiempo. Trató de reanimarla y después de no pocos esfuerzos consiguió que la niña volviese en sí, que recuperase la consciencia. Lo primero que la niña preguntó fue por Marta, la tranquilizaron con la promesa de que enseguida irían a buscarla. El médico interrogó a los padres que aunque ahora si la veían muy demacrada, como el cambio había sido muy poco a poco no se habían dado ni cuenta.
   El cambio de trabajo del padre tenía trastocada la convivencia en el hogar y ello contribuyó a que el cambio de la niña hubiera pasado desapercibido para ellos. Ella había cambiado pero no solo físicamente, sino de comportamiento también. Fue entonces cuando tomaron conciencia de la gravedad del caso porque la niña era evidente que no estaba bien.
   Hablaron con ella y les confesó lo que había comido ¡¡arsénico!! una planta que brota salvaje y cuyos frutos son poderosos alucinógenos y que si se toman en cuantía indebida llegan a producir la muerte. El doctor al enterarse le puso un tratamiento para desintoxicarla del veneno mortal y poco a poco se iba recuperando, aunque alrededor de sus ojos había unos cercos violáceos y su tez, antes sonrosada, ahora era blanca, casi transparente. Sus labios seguían azulados lo que le daba un aspecto siniestro, casi espectral. Por fin, se quedó dormida. Haría falta unos cuantos días para eliminar totalmente el veneno ingerido, si es que todavía se podía hacer algo.
   El médico se marchó dejándoles las recomendaciones oportunas: mucho líquido, arroz blanco, pescado hervido y manzanas normales, descanso, etc.... Los padres se quedaron pensando en los cambios que había habido y poco a poco fueron construyendo la situación en la que se encontraban, intentando encontrar el motivo de todo aquello que le estaba sucediendo a su hija. Se dieron cuenta que casi siempre vestía con sus ropas más oscuras, había dejado de ponerse sus preciosos vestidos de colores, había hecho a un lado sus numerosos juguetes y muñecas y, sobre todo, había abandonado a sus amigas con las que jugaba todos los días, ya no veía la televisión, ni siquiera sus programas favoritos y lo más duro fue cuando se dieron cuenta de que hacía mucho tiempo que no veían reírse a su preciosa niña y ellos habían permitido que aquello sucediese delante de sus narices, sin haber reparado en ello.
   Nuria se había convertido en una sombra de la niña alegre y saludable de meses atrás, aquella que parecía un ángel y que lo era ya no estaba allí. Cuando vieron que ya estaba más tranquila y que dormía, Raúl se acordó de la muñeca que su hija pedía insistentemente aún estando dormida. Bajó al jardín a recoger a Marta que se había quedado allí tendida, para llevársela a su hijita. La buscó y cuando la localizó, al agacharse a recogerla vio con horror que la preciosa muñeca que él se había encontrado la primera noche de su nuevo trabajo ya no era ni por asomo esa linda muñequita. Viéndola le recordó inmediatamente a su hija, a la que había estado a punto de perder y que ahora mismo aún estaba luchando por salir adelante. Las dos tenían el mismo aspecto, eran una copia una de la otra. No sabía cómo, no entendía el por qué, pero llegó a la conclusión de que aquella muñeca era la clave de toda aquella tragedia.



   Así que sin pensarlo dos veces salió de casa, puso la muñeca en el asiento de al lado y se dirigió a la ciudad más cercana buscando un contenedor de basura. Condujo varios kilómetros y cuando creyó que era conveniente paró, se bajó del coche y cuando se disponía a tirarla no podía creer lo que estaba viendo: la muñeca volvía a ser la preciosa muñequita que él había encontrado y regalado a su hija. Con un grito ahogado y como si quemase en sus manos la tiró en el interior del contenedor y volvió a casa a toda velocidad.
   Subió las escaleras de dos en dos, como si le persiguiese el diablo y cuando llegó a la habitación de Nuria corriendo, la destapó y... era ella!!! Su hijita, por Dios!!! Su ángel había vuelto y estaba plácidamente dormida con una respiración tranquila y sosegada. Se quedó mirándola arrobado durante mucho, mucho tiempo viendo como volvía el color a sus mejillas y su pelo se tornaba nuevamente sedoso y brillante como el que siempre había tenido, sus labios se llenaron de color rosa y dejaron de ser dos finas líneas moradas. Por fin, tras dar gracias a Dios, se fue a acostar.
   Cuando amaneció el nuevo día, todo había vuelto a la normalidad, la niña nunca más preguntó por su muñeca, fue como si hubiese desaparecido de su mente, no la recordaba... y la sonrisa volvía a lucir en su cara...

   En ese momento en un contenedor de una ciudad cercana, un gato sacaba una preciosa muñequita con el pelo morado y rizado y salía huyendo, antes de que se acercase el camión de la basura, dejándola cuidadosamente en un portal... La muñeca sonreía, sonreía, sonreía...

Isabelle Lebais

Relatos FM

Hernando Trillo


Hernando Trillo se sonaba ruidosamente los mocos siempre antes de levantarse. Después le gustaba volver a sonárselos cuando había salido de la ducha. Y siempre cuando terminaba su café. Había oído en algún programa que por la respiración podía contraer miles de enfermedades y le gustaba mantener en perfecto estado la antesala a sus pulmones. Si los mocos venían con carraspeo y flemilla, mejor, porque así depuraba posibles enemigos.

Una noche Hernando se quedó dormitando en el sofá viendo una película en televisión. Tarea ardua si se tiene en cuenta que sus ojos tenían que coronar la cima de su barriga para después descender, y allí al fondo del valle encontrar la imagen proyectada. Sus películas sí eran en "versión original" porque nunca el sonido se correspondía con la imagen y viceversa.

Cuando despertó no veía nada. Por un momento pensó que se había quedado ciego y se alegró pensando las ventajas de no ver la cara de su jefe nunca más. Pero su sonrisa de beato desapareció cuando pensó en sus chicas. Horror. Al darse la vuelta, cual hipopótamo calzándose unas bailarinas, comprobó que no era ceguera improvisada la razón de su vista nublada, sino que el sofá se había pegado a sus ojos en un intento por desarmarle y dejarle sin visión. No era la primera vez que se lo hacía, pero Hernando Trillo siempre se daba cuenta de la estratagema de la tapicería del sofá y salía victorioso.

Atravesó el pasillo nuestro elefante incordiado y como si el sueño lo persiguiera llegó a su habitación. ¡Dios! ¡Qué susto! Allí estaban. Tranquilas, desperezándose, igual de hermosas que siempre. Vanessa parecía haber cambiado de ropa, un broche con forma de mosca común fruncía el violeta de su falda. Dio un beso a Carmencita, sumisa, y Lola parecía seguir enfadada, porque no lo miraba, con su vista desviada siempre a la derecha.

Tranquilizado, se duchó. Se sonó los mocos y preparó su café. Se sintió poderoso cuando vio un ejército de azúcar ahogarse en aquel mar negro. Aunque al final se apiadó de ellos y repasó su dedo por la cuchara salvando a los 10 últimos, dándoles el tiro de gracia con un golpe de lengua.

Cuando abrió la puerta del portal se enamoró. Las últimas hojas del otoño bailaban en una orgía de amarillos anaranjados. Un olor a pan recién hecho proveniente de la panadería de al lado inundó su nariz. No oía nada. Y allí estaba. En el autobús urbano que parecía ir al ralentí. Y ella en él.

Sin pensarlo, Hernando Trillo echó a correr. Un taxi lo regateó como pudo, y dos jubiladas con carrito de la compra y bolsa de plástico a modo de improvisado paraguas emitieron ese gritito tan socorrido que usan cuando se asustan, cuando ríen en corro, cuando se asombran e incluso cuando lloran una muerte.

Hernando Trillo movía sus piernas, sentía el bamboleo de sus carnes ir arriba y abajo, sacaba la lengua para transpirar; sus babas, espesas como la miel, iban haciendo puenting de sus colmillos. Se apretaba las gafas a la nariz con la mano derecha, y con la izquierda trataba de sujetar las monedillas del bolso del pantalón. Su presa se escapaba. En el discovery channel ese que veía alguna vez no parecía que el leopardo estuviera angustiado, contemplando la posibilidad de no cazar a la gacela. Decidió no perder la suya, y en un desesperado movimiento, estiró su brazo izquierdo tanto como pudo, se mordió la lengua, entrecerró los ojos, y en un instante: repiqueteo cantarín de monedas, allegro de cláxones, el humo negro del tubo de escape, y lágrimas de niño que pierde a las canicas.

Ese día no había existido en el calendario. No había dado pie con bola, ni bola con pie. Se le habían caído dos bandejas y se había quemado con la cafetera. Marcas de novato. ¿Cómo es que el recuerdo de una desconocida afectaba tanto al devenir cotidiano? ¿Habían hecho algún tipo de estudio sobre esto? No sé, alguna medicación para borrar estos efectos porque con sonarse la nariz no bastaba. Trataba de sacar la imagen de ella de su mente a golpe de estornudos. Si estaba solo creaba películas románticas en su cabeza que proyectaba en cualquier superficie que tuviera a mano, por ejemplo, cuando le pedían ketchup para el pincho de tortilla, esculpía un corazón al rojo vivo. Se quedaba ensimismado, observando cualquier tontería. Incluso le pareció ver la imagen de la mujer reconvertida en foto de carnet, tamaño pantalla plana, que encerraba el rostro de una terrorista buscada que le devolvía el telediario de mediodía. Se afanaba en servir incluso las mesas que no le correspondían, y la barra. Cuando ponía un café, la luna del mostrador le devolvía la imagen de un hombre pensativo, como resolviendo una ecuación, figurándose qué ropa interior llevaría ella, si preferiría que la cogiera de la mano o mejor rodearla con su brazo, si preferiría la cerveza o el vino, las lentejas caldosas o tirando a espesas.

No pudo dormir. Imposible. Sabiendo que le iba a costar, recalentó el sofá con una sesión de trasero. Después de dos series, un reality de esos nocturnos en que el presentador te anuncia con un giro de cabeza cuándo debes reírte; por último, un documental sobre no sé qué enfermedad. Se dispuso a dormir mecido por las náuseas. Si provocadas por los nervios al sentir a su enamorada encerrada adentro de su calvorota o por un yogur de limón ingerido que llevaba días caducado, no sabría decir. Se tumbó en la cama. Irguió su vientre peludo, se revolvió dos o tres veces para recolocar sus carnes en los lugares precisos y se dispuso a soñarla.

Salió del portal erguido, feliz por el excelente cometido que iba a realizar en 12 minutos exactamente. Se paró dos metros a la izquierda de la panadería de la Trini y miró el reloj. Tosió. Sacó un cigarrillo modesto, de esos que tienen el papel arrugado y desafían su naturaleza mostrando que la rigidez del paquete no pudo corregir un ligero desvío a la derecha. La brasa iba realizando su recorrido. No había llegado a las letras cuando, como las vidas humanas, desapareció calle abajo tras un excelso resplandor, con un crepitar húmedo, un quejido agonizante.

Empuñó su arma. Era el plan perfecto.

Empezó a disparar. Una actividad frenética. Levantaba los brazos como un percherón poniéndose a dos patas. Estaba completamente excitado imaginando todo lo que podía atesorar a golpe de índice derecho. Ni siquiera tenía que guiñar en un movimiento forzado su ojo izquierdo. Con tanto píxel, pantalla, botón y zoom, la vida ya no tenía naturaleza etérea. Podía imprimirse.

Al salir de la tienda de fotos se subió con un movimiento de hullahopp los pantalones, satisfecho de su hombría y del objeto amado escondido en un sobre de papel que transportaba la imagen de una niña rubia con un girasol en la mano. Camino del portal pasó Doña Benita. Buenos días. Buenos días. Qué raro verle a estas horas, no abre el bar hoy? Sí doña Benita, es que el señor Montero me encargó unas fotos de una fiesta privada suya. Doña Benita pegó un salto y dio la vuelta aprisa, como una ardilla asustada, mientras las carcajadas de Hernando Trillo resonaban en las baldosas huecas de la acera.

Allí estaba. Encima de la mesa. El sobre con tan mágico contenido que ahora no se atrevía a abrir. Se sentó en su hueco del sofá y se rascó las plantas de los pies, cosa que hacía para ahuyentar los nervios siempre que algo lo alteraba. Finalmente decidió levantarse. La uña más negra correspondiente al percebe índice de su mano derecha rasgó la abertura del sobre. Con el pulgar como asistente deslizó el resultado de su frenética caza de la mujer soñada. Muchas estaban borrosas, otras sólo mostraban el anuncio de la caja que siempre llevaban los autobuses urbanos. Pero una de ellas recogía, gracias al zoom aproximado a tiempo, el perfil mágico de aquella cuarentona finita. Su cara mostraba una inocencia insospechada y una arruga en la frente marcaba con fruición quién sabe qué pensamiento.

Pinchó en una chincheta aquél retrato y arrancó con cierto pesar a Vanessa, a la sumisa Carmencita, a la esquiva Lola. No podían estar a la altura de aquella frecuentadora de autobuses urbanos que colocaba con delicada exactitud algo negro, que Hernando Trillo intuía ser su cartera, sobre su regazo. Tan mayor y enamorado. A estas alturas. Ahora que había prescindido de la ilusión de que alguien le diera un masaje en los riñones tras el trabajo. Ahora que ya no necesitaba que alguien aliñara sus ensaladas porque ya no se pasaba con el vinagre. Ahora que había encontrado bandejas con sólo dos filetes en la sección de carnes del supermercado. Ahora que sus ojos no necesitaban otros en los que posarse antes de que el sueño enturbiara otras fantasías. Ahora que había renunciado a un dulce tarareo proveniente de la cocina donde se freían entre ajos tantas soledades acumuladas.

Santos Ramón

Relatos FM

Perder la fe


Es el aniversario del fallecimiento de mi padre, y acudo a la misa del mediodía, un martes, por tradición familiar. Nosotros hacemos las cosas así. No es que me apetezca demasiado, pero París, y en este caso mi difunto padre, bien vale una misa para recordarle, aunque lo haga todos los días desde el momento en el que nos dejó.
Intento escuchar las palabras del sacerdote, pero no repito las proclamas que deben responder los fieles. Hace años que no estoy de acuerdo con el proceder de la jerarquía eclesiástica. Esa es mi manera de protestar. No olvido el momento en el que el cura de mi parroquia me dijo que me fuera a casa y no volviera, por motivo de mis fechorías entre aquellas paredes.
El oficiante recita las plegarias y fórmulas eucarísticas propias de la celebración, pero yo empiezo a hacerme preguntas de diversa índole, todas relacionadas con lo que estoy escuchando. ¿Por qué debo poner la otra mejilla? Si alguien molesta a mi familia, ¿voy a acudir al agresor para que me moleste a mí también? No estoy de acuerdo. Iré a buscarle, le pediré explicaciones y probablemente esa noche dormirá en el hospital por su atrevimiento. Con unos cuantos dientes menos.
Tras esa primera reflexión, recorro el edificio con la mirada. Es la iglesia parroquial de mi pueblo. Nunca vamos allí, aunque sea la que nos corresponde por demarcación, pero es la única en la que se oficia una eucaristía a las doce. En la otra parroquia, el cura está demasiado ocupado como para añadir una celebración más a su cargada agenda. Allí donde me encuentro, sé de buena tinta que el sacerdote, ya ordenado y ejerciendo su cargo unos años atrás, mantuvo una relación con una feligresa y de esa ilícita relación nació un crío que todo el mundo conoce en el pueblo. Y todo el mundo calla.
Llega el momento del credo, y se recita la parte en la que los fieles aseguran creer en la Iglesia, Santa, Católica y Apostólica. Los dos últimos adjetivos son propios de ella, ya que el catolicismo se lo inventaron ellos mismos. Los seguidores de Jesucristo tras su muerte fundaron el cristianismo, no el catolicismo, más propio de la Edad media, con el objetivo de atajar los desmanes de la plebe. Y apostólica significa que lleva el mensaje de Cristo a cualquier parte del planeta. Nada que discutir. Pero con lo primero no trago. De Santa no tiene nada. Para ser Santa tienen que ser Santos sus miembros, y no lo son. Yo lo sé. He conocido a muchos, y hombres de Dios, como se decía antes, encontrabas tantos como tréboles de cuatro hojas. No he conocido ningún caso de pederastia cercano, pero sí he visto a hombres de Dios volviendo a sus hogares a las dos de la mañana completamente ebrios. He visto a sacerdotes manteniendo aventuras secretas con mujeres que todos conocían. He visto a hombres asiáticos huir de la pobreza y la marginación para ordenarse sacerdotes y, una vez aterrizados en Europa, desaparecer para no dejar rastro. He visto a hombres entablar relaciones de amistad con mujeres que aparecían en sus vidas aparentemente solo para llenar momentos cotidianos y han terminado abandonando el sacerdocio para fundar una familia con ellas. He visto de todo, y para poder llamar Santa a una Iglesia, Santos deben ser sus miembros.
Se acerca el momento de la comunión. Hace unos quince años que no ingiero el cáliz de Cristo. Siempre retumba como un martillo en la cabeza la sentencia de: "Tienes que estar en gracia de Dios para recibirlo". Y yo nunca lo estoy. Me invaden los pensamientos impuros. Rara vez honro a mi padre y a mi madre. He robado y deseado a la mujer del prójimo, y esto último, lo hago constantemente. Y entre otros. Por eso me quedo en un discreto segundo plano observando como el resto de los asistentes sí acuden a su cita con Cristo. Me pregunto cuántos de ellos estarán realmente en disposición de proceder así. Estoy convencido de que muchos menos de los que desfilan para que el resto de los presentes les vean. Se me puede acusar de muchas cosas, pero no de hipocresía.
Termina la ceremonia y soy el primero en salir de allí. Llega un momento en el que me siento atrapado, asfixiado, reconociendo que aquella ya no es mi casa y que no soy más que un visitante indeseado que guarda sus secretos para que no le miren mal. ¿Y a vosotros? ¿Se os puede mirar bien? ¿Acaso el señor que ya no cumplirá setenta años que ha venido a misa en un Mercedes descapotable porque es uno de los traficantes de drogas más importantes de la zona puede mirarme mal? ¿Acaso la propietaria de la principal inmobiliaria del pueblo, que vende una buena parte de sus pisos en negro y sin la intervención de Hacienda, puede mirarme mal? ¿Acaso el hombre de mediana edad del que se conoce que dispone de esposa sumisa y media docena de amantes en el pueblo a las que mantiene en sus pisos particulares porque es director de una sucursal bancaria ahogada por el número de pisos embargados entre sus activos y mientras no los consigue vender él se apodera de las llaves y aloja allí a sus queridas? Y todos ellos comulgan, sin haber confesado sus fechorías de las que, sin lugar a dudas, no se arrepienten.
Rodeado de tanta hipocresía y reflexionando sobre lo que he vivido a lo largo de los años, no puedo mantener una fe basada más en mis propias convicciones que por lo que observo a mi alrededor. Mi Dios sigue siendo mi Dios, pero cada vez se aleja más del Dios que la Iglesia me quiere vender. Ese dios de mercadillo que permite el desarrollo del mundo en el que vivimos es el que me hace perder la fe.

El hijo de Salvador

Relatos FM

La jaula de los copulápteros


Soy un hombre fiel; siempre lo he sido. Vivo con mi mujer y mis dos hijas gemelas en una casa modesta de la ciudad que pago mes a mes con el sueldo que gano en la oficina. Cuando salgo del trabajo, antes de regresar a casa, me gusta pasar por el zoo. Mi especie favorita son los copulápteros, unos primates de la familia de los monoides que se caracterizan por andar siempre con una sonrisa del tamaño de un puño humano. Es una fortuna  que nuestro zoo tenga estos ejemplares, porque se trata de unos animales muy difíciles de encontrar en el mundo y que, a pesar de su singularidad, no le interesan a nadie.
Los copulápteros son unos monos muy pequeños de pelo corto marrón y carnes delgadas, de ahí que les resalte tanto la sonrisa roja de boca abierta tan grande. Contrastándola, así como tienen una capacidad de griterío sorprendente, sus orejas son apenas unos agujeritos muy pequeños. Entre ellos, la mirada grande, curva, luminosa y vibrante les hace conjunto con la sonrisa. Tres curiosidades resaltan en ellos: el enorme tamaño de sus zarpas y colas y, en los varones, el de su miembro viril.
A pesar de que normalmente la gente no aguanta mucho, y a sabiendas de que luego mi mujer se enfadará por haber vuelto tan tarde, soy capaz de pasarme horas frente a la jaula de los copulápteros escuchando sus ruidos y contemplando sus jaleos. Su complexión ligera les proporciona la flexibilidad y agilidad necesarias para pasarse todo el día saltando de un lado a otro y haciendo resonar la jaula. Eso, combinado con su enorme bocaza, suele ahuyentar a los visitantes del zoo, y por ello la mayoría de zoos los rechazan. Sin embargo, hay otra cuestión que aleja a las familias de interesarse por estos animales: se pasan el día copulando. No en parejas establecidas, sino a lo loco, en dúo o en grupo, con sexos diferentes o con los mismos. Copulan insaciablemente y con energía nunca menguante; de hecho, la mayoría de los saltos que efectúan por la jaula suceden con intenciones penetrantes, pues los copulápteros atacan a menudo de improviso e inician sus relaciones en condiciones que podrían ser consideradas de violación. Generalmente esto no afecta en negativo al humor de la copuláptera o copuláptero penetrado en cuestión, aunque a veces el descontrol del copuláptero sobre su cola o sus garras, en efectuar el salto, termina por dañar a la pareja, con lo que no es extraño encontrar peleas violentísimas entre ellos que apenas los cuidadores son capaces de apaciguar, mientras otros a su lado copulan y miran y ríen. Incluso cuando pelean parecen divertirse enormemente.
Esta curiosa combinación de violencia y sexo descontrolado, juntamente con su inseparable estruendo y esa sonrisa suya que parece burlarse de cuantos miran, es lo que genera el gran rechazo de la sociedad sobre los copulápteros. Yo, sin embargo, cada vez que vengo a verlos no puedo evitar quedarme fascinado, y así paso las tardes mirándolos silencioso a través de su jaula. Hasta que finalmente, y como siempre, llega el guarda y me recuerda que el zoo ha de cerrar; y entonces me recojo y vuelvo a casa con mi mujer y mis hijas, y, por alguna razón que aún no he logrado identificar, me siento melancólico.

Enano

Relatos FM

Visiones de Shalem


Siempre tornas a lamer la yaga cruda de mi cabeza. Apareces, buscas ¿nunca se huye de ti? ¿Ni siquiera en los sitios que se supone te están vedados? En Shalem no te admitían. Llegué ayer por la tarde a los suburbios. En una alcoba de alquiler, frente a un espejo de latón, lavé mi rostro con agua limpia, la luz del crepúsculo se filtró a través de la pequeña ventana e iluminó mis ojos dulcemente, creí, convencido, que por fin estaba solo. No te sentí llegar. Eres de sombras.
Al terminar de asearme la noche comenzó. Una ráfaga de tu respiración apagó el fuego de la vela. A tientas busqué aferrarme a un muro y hallé mi cama. Allí esperabas. No sola. Junto ti se retorcía un diablo calvo. Sin vergüenza alguna, teniéndome frente a ustedes, le rogaste te tomara con ese ruego lascivo que yo bien conozco; él comenzó a abrazarte, a hundir su lengua en la vereda de tu sexo. Bífida bestia apretaba tus músculos, qué diferente a mí, qué pausado, lento, mirada grosera, obscena; uñas animales, piel dura, ríspida, podrida. Y tú: gemidos de hiena pariendo a la luz lunar del desierto, olor de mar que ya no es mar, de sal inmóvil, de algas secas. Debí haberlos matado. Por Dios que sólo tuve una erección.
Las tinieblas del cuarto no dejaron constatar si el íncubo se fugó en tus entrañas. Algo de sí, lo visible, desapareció en un rincón allí mismo. Bien pudo penetrarte hasta medio pecho. Tú naturaleza da para eso y más. Un rostro pálido clareó la penumbra, se volvió hacia mí. Dijiste "Este dios nos salvará"; tu mirar se fijó en mis ojos: tú, que eres la ciega. Mis piernas dejaron de responder. Me arrastré nervioso y salí por la puerta trasera a uno de los tantos callejones de Shalem. Quise prender fuego a la casa, levantar una pira ¿pero qué lograrían las llamas contra ustedes? Me reincorporé torpemente y busqué a mi único amigo en esa ciudad: Álcimo.
Al llegar a la casa de Álcimo lo desperté de su sueño. Tomó a tientas mi mano con su propia mano pellejuda, manchada. Nos condujimos a las afueras de Shalem sorteando callejas estrechas. Atrás quedaron los barrios bajos, las murallas y la alcabala. Mi guía escogió una lánguida vereda: rastro somero en la arena. Las luces de los caseríos fueron mitigándose a los lejos: centenar de luciérnagas inmóviles en el horizonte. Álcimo sacaba considerable delantera; su vigor no era el de un anciano, parecía un pastor o, mejor aún, un soldado.
A mis pulmones los abrazó el calor de las primeras horas de la madrugada. La sal picó mi nariz: el primer anuncio del cercano mar. Pronto alcanzamos unas dunas. Detrás de ellas contemplé la playa y al sol despuntar en oriente. Hasta ese momento Álcimo mostró un signo de cansancio al recargarse en su bastón improvisado. Sonrió. Sus ojos siguieron por un breve instante la cadencia de las olas. De nuevo cogió mi mano. Confesó que él sabía quién eras, noches antes te le presentaste para ofrecerle riquezas si acaso me asesinaba. Tomó por detrás mi nuca. Sentí sus dedos fríos. Nada de eso, juró, tenía que preocuparnos. Él, Álcimo, no permitiría que humillaran mi sangre. Sonrió de nuevo.
Me aparté del viejo amigo, saqué mi navaja y se la encajé en el estomago. Apenas gimió. Removí la mano asesina dentro de su vientre, desgarré sus tripas. Álcimo, su cuerpo fresco, quedó tendido en la playa: piel de cera, ojos vacíos de sol. Una sombra en ese cadáver alcanzó el galopar de las olas. ¿Te habré vencido...

El diablo calvo

Relatos FM

El beso


-Cuando decidimos ir al consultorio matrimonial, yo no estaba muy convencido de que pudieran ayudarnos. Mi mujer es bastante confiada en las nuevas técnicas psicológicas, más avanzadas que el antiguo psicoanálisis, y según los comentarios de amigos comunes- los vecinos del quinto-, dan buenos resultados. "Yo lo único que quiero es ser feliz, Marta", le digo cada vez que me increpa por mi falta de pasión a la hora de besarla. Será la escasa práctica o que no consigo colocar los labios como los actores de cine a los que está acostumbrada a ver en las sesiones nocturnas de los mil canales de televisión. Total, el beso no lo es todo; también están mis manos que lo acompañan, y que la mayoría de las veces quita de su cuerpo aludiendo que sólo el contacto con mis labios le permitirá concentrarse para sentir un arrebato. Ignoro de qué se compone semejante experiencia sensual, pero ella me asegura que es viable y necesaria para que nuestra relación siga por buen camino. Antes tenía que luchar como un gladiador para  rozarle la falda, y hoy, que tampoco se la rozo, me cuesta horrores que se quite el camisón cuando decidimos los viernes por la tarde dedicarnos a la actividad amorosa. Yo debo ser muy antiguo en algunas cosas y precoz en otras, y por más que trato de sincronizar mi educación y conocimientos sobre el tema, no hay manera de alcanzar, coronar o como quiera que le llamemos, un paraíso artificial gustoso para ambos.
Cuando nacieron las gemelas tuvimos celebración con cava incluido; ahí pensé,  que con las burbujitas,  mi cansina boca se comportarse libre y rebelde con la suya, que aguardaba como un mártir el momento de la expiación. No sé si fueron las citadas burbujas o el revoltijo de la sopa de ostras, pero justo en el momento preciso, en la cúspide de interrelación de nuestras respectivas bocas, me vino, y no a la memoria, la indigesta repetición del menú completo. Tuve que excusarme,  pero pude advertir cómo mi esposa, discreta, se hurgaba en busca de un fideo. Desconozco si es tarde para mí o tendré que reciclarme con algún cursillo oriental versado en estos temas, pero lo que digo doctor,  es que no pienso ponerme más las mallas de espadachín ni el ridículo bigote a lo Errol Flynn que  tengo colgados en el galán de la habitación.

-Ande Manuel, devuelva los leotardos que le cogió a Elvira y tómese sus pastillas. Todas las noches que tenemos cine en la planta, la misma historia. ¡Ah...! Y no se acerque a ella, y mucho menos besarla.  ¡Nada de besos, ¿me entiende? Nada de besos!

Perséfone

Relatos FM

Vivir, sólo unas cuantas horas


Cuánto tiempo hasta volver a escapar. Cuántas horas se trasladan a otros mundos. Cuántos minutos desechados en nadas. Cuántos segundos recorren tus venas en momentos eternos. No consistía en disfrutar ni en sufrir tan siquiera, consistía en vivir de la mejor forma en que pudiéramos, ni bien ni mal, era cuestión personal y no había descripción útil que pudiera descifrar aquello.

Ni yo misma sabía lo que era el límite de algo, solo estaba al alcance de los míos y ni tan siquiera eso. No había probado tantas cosas en mi vida como para poder explicarte hasta que punto mis fuerzas eran capaces de volar. Pero aseguro que de alguna forma me movía entre el aire, deslizaba rapidísimo mis pasos, el corazón flirteaba con el riesgo a menudo, pero manteniendo la seguridad de que no me caería nunca. Una seguridad que nunca antes había llegado a descubrir. Quizá fueran los lugares insólitos a los que llegaba, o quizá la magia que desprendían aquellos paraísos, pero no podía parar. Estaba mejor que nunca y no podía explicar como tanto estruendo había resultado tan gratificante al final. No tenía ninguna explicación, pero nunca había presenciado eso. Era algo inusual y no creía que todo esto realmente existiera. Mis recuerdos no estaban lo suficientemente bien recordados para contarte de que modo había llegado hasta allí. Si era tan fácil tener algo tan deseado durante toda tu vida, no podía entender como la gente llenaba los espacios de estúpidas quejas, esculpidas con tanta ignorancia. A mí, francamente, me había resultado tan fácil alcanzar todo esto, que tanta facilidad se hacía incognoscible en esos momentos.

Se me amontonaban las sensaciones y no era capaz de saber en que momento llorar o en que momento soltar una carcajada, todo valía y todo parecía extrañamente perfecto, a pesar de ser sensaciones tan distantes.
Los recordaba a todos, en cada una de las circunstancias más remotas y más excitantes. A Juan, cuando se saltaba los semáforos solo por creerse así más valiente pero a la vez solo lo hacía cuando estaba seguro de que ningún coche podría alcanzarlo. A Jasmina, cuando por primera vez se enamoró, siendo una principiante en la adolescencia, de un chico ocho años mayor que ella y de como le costó entender la no reciprocidad con que el amor te sorprende a veces. A papá cuando gruñía por cualquier movimiento que saliese de su atmósfera habitual y lo arreglaba con un "la susceptibilidad de haber dejado de fumar tiene consecuencias", dejó de fumar hace veinte años. Y con mamá me pasaba algo extraño. No sé si era por aquella necesidad maternal casi innata con la que naces, pero la recordaba mucho más que al resto. Creo que nunca la había querido tanto, ni nunca había sido tan consciente, como ahora, de lo que me había querido ella. Ahora podía agradecerle cada abrazo durante los inviernos más fríos y cada carta durante los veranos lejanos. La sentía a mi lado, en cada pensamiento que formulaba, en cada sensación que emanaba de mis adentros, sin estar siquiera ella conmigo.
Mis huellas dibujaban el camino cada vez que recordaba algo y a la vez lo desdibujaban, siendo todo esto, recuerdos efímeros. Pero eso no lo sabría hasta horas después, cuando regresase.

Entre tanto cúmulo de cosas caí en el cuenta de que no estaba allí por casualidad, yo nunca había creído en la casualidad y esa vez no iba a ser la excepción. Auné fuerzas volátiles para recordar, contando con la posibilidad de que existiera alguna máquina del tiempo que me devolviese al pasado, aunque no sabía cuanto tenía que recorrer, porque no sabía siquiera en qué punto me encontraba de este presente. Y mis súplicas se hicieron escuchar. No había ni tiempo ni espacio concretos para poder situarte mejor, solo puedo verbalizar de un modo austero como empecé a recordar algo.

Creo, y es un creo porque nunca estoy segura de nada, que estaba respirando. Creo que por primera vez no tenía miedo de dejar de respirar. Creo que por primera vez me latía el corazón correctamente. Creo que por primera vez había superado el vértigo. Creo que por primera vez la vida no era abrumadora.  Y creo que fue al saltar, cuando por primera vez empecé a vivir. Desde ese momento volaba a velocidad incansable, mis energías eran más vivaces que nunca  y no tenía dependencia de nada ni de nadie. El único que pudo escuchar el estruendo fue mi propio cuerpo al caer, yo me marché, revelando la insensatez que me animó a hacer aquello. Me encantaría poder detallarte más minuciosamente como fue aquel momento y aún más, lo que venía después.  Pero no sé quien llegó hasta mí, o hasta lo que quedaba de mí bajo aquel puente del oeste de la ciudad, solo sé que nunca lo entendiste ni lo entenderás. Buscaba aire que trajese aroma nuevo, buscaba las fuerzas de ciencia ficción que otorgan el poder de ganar, buscaba estabilidad emocional y no una sarta de interrupciones diurnas y nocturnas durante el ritmo de mi vida. Los acosos, las disputas, las estupideces, la crueldad humana derivó en una agonía letal y decidí que lo mejor era acabar con ella y conmigo a la vez. La sagacidad estuvo de mi mano y conseguí sustentar una vida apoyada en la mentira más grande de todas, hasta hoy, que ha caducado y me encuentro desvelándote los pasajes más hórridos pintados en cuerpo de mujer.

Qué belleza y qué tristeza me produce haber regresado. Sé que estás emocionada, sin habla y con ganas de que me quede contigo. Yo, sin embargo, añoro todo lo que tuve y detesto la incertidumbre de no volver a sentir aquello. No entiendo como vosotros lo teméis, para mí fue un viaje inaudito.
Volvería, pero solo con las historias turbadoras que me contabas mientras sostenías frágilmente mi mano, por eso me acordaba tanto de ti.

A veces hay que arriesgarse hasta lo más siniestro para alcanzar la fortuna, la semana que estuve en coma me lo enseñó. 

Sublime

Relatos FM

Mi Borriquillo


Introducción


Quiero hacer esta introducción a modo de prólogo para con este relato, que si bien disfrazado de cierta aportación lírica en la forma elegida para nuestro personaje -no tiene nombre- en su forma de expresión, contiene un fondo de realidad penetrante e hiriente en la que son palpables, el sufrimiento por la pérdida de las libertades y la no menos agresión social con la que ha sido bombardeada su vida, sin otra explicación que el silencio del "sistema", se llama, que a todos no ahoga, nos ahogará y seguirá haciéndolo si no se le presenta otra contraoferta Social.

Bueno, a todos no, por qué los que atenazan nuestras gargantas, los que han dejado sin casa y limpios los bolsillos de los trabajadores y de los humildes, con la agresividad de su economía terrorista, no habrá quién los ahogue. De momento.



Tuve una cueva en la sierra, era la de la Peña del Aguila, la de los pastores, la que me dejaron, por ser de ellos el más pobre. Con ella -no necesitaba más- mi casa en el campo; y allí, mi yunta y mis cabras; un arca, mi camastro de arpilleras hecho; y también, un asno.

Entre todos habíamos conseguido componer y disfrutar a la vez de un remanso en armonía, de paz y de alegría participada del vibrar de los sentimientos de la naturaleza; con todo, y en su más intenso contenido, qué si bien agreste, purificaba los sentimientos. Esa era mi vida, la que aparente sin más y sin otras pretensiones, me resultaba suficiente para sentirla, gozarla, amarla...

Bucólica y humana, para esta insignificancia de la naturaleza, que es mi persona. Esa era mi dicha, y la de todos aquellos que me rodeaban; y hacían su vida, conpartiéndola conmigo.

Siempre solo, ese sería el signo desde se fue mi hermanilla al cielo; me haré mayor me decía continuamente consigo mismo. Aunque "apañao" para el manejo de aquel rincón de la sierra, manteniendo su orden y por descontado de limpieza; suficientemente útil pese a la ausencia -nunca la tuve- de mujer; y sin hijos, consecuentemente; aunque viejo no, desde luego, me vine haciendo mayor.

Siguiendo muchos consejos de compañeros y amigos en ese mismo sentido, pensé en qué, con los pocos ahorros y un puesto de trabajo que alguien me hubo ofrecido -de guarda en una obra- me dije, que pudo haber llegado el momento de tomar esa determinación de la qué en otras edades, nunca había pensado, la de bajarme al pueblo. El cariz de los tiempos iba en esa dirección, así como las razones de todos mis buenos preceptores -que los tenía- por lo qué decidí, debía bajarme definitivamente, sí.

Fue de guarda en una obra, aquél empleo; para lo que no era necesaria la vocación; tampoco el que tuve después, de pregonero en el Ayuntamiento, con más recados que pregones, con más "mandaos" que obligaciones. Mi vocación era otra.

Hice mi inversión, con la venta de la yunta y la cabras y lo tomado al cambio del asno por un borriquillo y algunos euros,dejando vacío aquél rinconcillo del arca en el que guardaba además del rosario de cuentas de perlas y azabaches montados en "oro bajo", y de mi madre heredado, los ahorros -unos dinerillos- de toda una vida, cubiertos con unas piezas de tela de hilo de algodón, por si algún día -según mi madre y de ella regalo- decidiere en casarme; todo disimuladamente colocado y cubierto por la vieja romana, la de pesar los cabritos; la cántara de la leche de cuando hacía algún queso y los cinchos de pleitas -las de prensar al hacerlo-, hechas de esparto en horas de paciente espera; y una cerraja antigua que no vieja, ya qué nunca la usé; pues mi casa -la cueva de la Peña del Aguila- aunque le instalé un portón, siempre dormiría echada de la retranca, pero sin cerraja, ni llave, ni sellados, ni hierros.

Me bajé al pueblo, tuve casa y con ella, una hipoteca; y un pollino, chiquitillo y muy bonico -el del cambio por mi asno- que no me lo dejaron meter los "refinaos" del Banco. Como no me daban el seguro para la casa nueva por tener en ella al borriquillo, y así conseguir la hipoteca, estando en la notaría, cuando la firmamos, ese maldito día, eso me decían los del Banco; me lo tuve que llevar a los "cercaos", junto a las eras de los "cortiños" de la abuela.

Algunos años, larguísimos para mí. La nostalgia me impedía disfrutar de la nueva situación a la que tantos nombraban como la del bienestar. Hace pocos días, me quedé sin nada: He de volver a las sierras; pues perdí la casa, después de pagar la entrada y muchas de aquellas letras firmadas.

Ya, ni siquiera tengo el pollino, que guardaba en los "cercaos", junto a las eras del pueblo, las de los "cortiños". No es, qué me hayan "quitao", a mi borriquillo, qué al paso de pocos años habiáse tornado asno. Es qué, no pude mantenerlo. Ya no tenía que guardar nada, el guarda. Cerró la empresa, la de mi tajo, la de mi sueldo. Ya no me quedaba nada; solo "terrorismo financiero", palabra que le vi a uno en la camiseta.

Siempre a la espera del cerrajero al que acompañaría el director del Banco, con el juez de paz, o con él que le toque de guardia, de día, de noche o de madrugada. También han desahuciado al pregonero, decían -mejor cantaban- los chiquillos por las esquinas del pueblo.

A todas horas, ansiedad y espera, cual espada de Damocles esa pesada losa del Banco, que ya no es Banco, ni Caja, ni Monte; es, ese terrorista qué humilla al pobre. Pregunto por el plan de pensiones, el que me dejó mi hermanilla, antes de irse....; y nadie me dice nada. Hay que esperar a la liquidación, era toda la respuesta. Se lo comerán también. Dios!!!

Ni mi libertad que no pude defender, no me quedaba nada, ni dinero para pagarla. Su libertad, la libertad de ellos, la que se paga con dinero en los juzgados para poder defenderla, sí estaba al acecho para llevarse la mía; la de la lucha y en el trabajo del día a día, y que yo creía, como tantos otros, tener conseguida. Ni tampoco, eso...me queda. Ni mi borriquillo tierno, pude conservar a mi lado.

No podía volver a las sierra, me decía; y he vuelto: No sé estar sin mis cabras, sin mi yunta, y sin mi asno. Aunque sí la cueva, pero sin camastro de arpilleras; y sin la albarda vieja, siquiera. Tampoco el arca, aunque la veo -como si no la viera- la del rinconcillo con los ahorros disimulados, en la que guardaba aquellas cosas de las qué tan poco uso hiciera y ahora vacía, también... Lo que tuve antes, y hoy ya no tengo; antes sí, de que me bajara al pueblo. Todo estaba como lo dejara, hasta la retranca echada, aquélla de palo de olivo seco. Nadie hubo ocupado mi cueva en la sierra. Los tiempos venían cambiando. Gran error el aceptarlo. Nada ha cambiado; continuando todo bajo la losa dura de quién más puede, de quién más tiene.

Mi casa, mi pueblo, mi campo, mi cueva; mi pollino y mi camastro hecho con las arpilleras de la pulpa de remolacha. Ya no me queda nada. Ni la yunta, ni las cabras. Perdido ahora, allá en lo alto; me encuentro solo en la sierra.

No soy nada, sin las cabras; no soy nada sin trabajo. Tampoco era mucho con ellas. Pero...Eran mi vida. Eran...mi tajo. Eran mi sueldo. No debí dejar el campo, ni las sierras, ni mis cabras, ni mi asno; ni el rosario de mi madre de azabache "engarzao" entre perlas y oro bajo muy negro. Tampoco el tajo. Ese tajo, mis cabras, mi yunta y mi asno, eran mi sueldo, eran mi vida, eran mi todo.

Qué puedo hacer compañero; si cogí, equivocado el camino. Lo peor, no conservar mi pollino. Ese qué desde el cielo le echa flores a los poetas; lo mismo que lo hacían con Platero, cuando se fue Juan Ramón, cuando se quedó sin amo. También... Cuando se quedó sin tajo, como éste mi borriquillo del cuento, que por no tener no tiene, ni nombre.

Compañero, no pongas flores en mí...tumba. Compañero, lucha.

Solanera