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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

De nosotros depende


Soy,  existo en la mente de un enfermo, aquel que decidió suicidarse, lentamente responsabilizando a los demás de su empeño.
Camino entre sus pensamientos, forjando un futuro que ni siquiera Él podría esperar, me comunico con los que como yo decidieron morir algún día. Muchos os preguntaréis cómo es posible elegir  morir, pues efectivamente lo hicimos, nuestras conductas, elecciones, determinaciones nos llevaron a un extremo de abandono, acuchillando nuestra alma, quemando el amor que se nos dio por el hecho de nacer, maltratando a todo lo que se movía alrededor.
Droga, sustancia que toma muchas formas y colores y que algunas socialmente esta tan bien vistas, drogas duras que se nos vende como ingrediente indispensable en celebraciones, jolgorios y alegrías.
¿Que nos hizo en nuestras mentes? nos enseño un atajo virtual, una sarta de mentiras que nos hacía creer que crecíamos como personas, enfrentándonos falsamente a situaciones de las que apenas recordamos, pero lo más sarcástico es que ni tan siquiera las hacíamos frente. No es verdad, las ilusión que nos dotaba el consumo, nos permitía no sentir, no ver, no amar, no decir, sin embargo la cascara de piel y huesos movida por una mente ecléctica accionaba, hablaba, golpeaba. No somos víctimas, en nuestro foro interno cobarde del pasado, creímos ser más listos que nadie, que controlábamos los depresores o estimulantes que portaban a nuestra cordura de puntos de vista extraordinarios. Por eso observando todo lo que hicimos en nuestro pasado, punto por punto, encontraremos el momento en el que elegimos integrar como parte de nosotros esa sustancia que "completaba nuestro yo".
Pero lo que hicimos fue permitir que la carcoma, la gangrena empezara sutilmente a viajar por el fondo del alma, cuerpo y mente, la más afectada en esta enfermedad.
Por qué es la más afectada, porque ella aprendió que no servía por sí misma, formo un puzle incompleto puliendo lentamente las piezas para encajar y formar el caos, la destrucción por excelencia, la maldición de creernos sin salida, y consumir, beber, esnifar, beber y esnifar hasta vomitar sangre, llorar de impotencia, mentirnos a nosotros mismos, fingir suicidarnos para llamar la atención de los seres "queridos" que estaban dejando de serlos, alejándonos de nuestros hijos, padres, madres, hermanos pero lo más importante perdiendo la perspectiva, ¿dónde estábamos nosotros?. Y nuestro centro, teníamos alma o éramos monstruos.
Como le dices a un enfermo que en quien tiene que confiar, aquel que ha humillado, maltratado es el único que puede salvarle de su elección. Él.
Parece una contradicción pero no lo es, hemos responsabilizado a los demás de cada paso que hemos dado, si estábamos en ese punto era por culpa de otros, por los acontecimientos que eran imposibles de soportar, y si alguna vez hemos hecho algo malo no era nuestra intención, nosotros estábamos dispuestos a cambiar, algún día, es más ni siquiera teníamos un problema.
Mirarte a los ojos, desnudar  tu interior viendo lo que ha ocurrido realmente sin auto-engañarte, descubrir el por qué del atajo, por qué decidimos consumir drogas. Entonces ese el camino duro pero gratificante. Verte realmente, donde estuvo la droga presente, que nos hizo hacer, hasta donde nos llevo el deterioro de nuestra personalidad y de nuestros actos.
Pero una vez que uno consigue mirarse al espejo  y he decir que no todo el mundo quiere verse a sí mismo equivocándose por la toma de decisiones bajo el filtro de la droga, viene el comienzo de una nueva situación. Reaprender, ni siquiera diría yo volver a nacer, tomar conciencia que para nosotros habiendo cruzado la línea probar la droga reactivaría de nuevo nuestros pensamientos pasados, nuestras conductas antiguas y todo lo que hubiéramos aprendido se borraría por completo, nuestro yo retrospectivo nos mataría, sin remedio. Es verdad.
Ahora que somos libres y podemos decidir, ahora que sabemos por qué elegimos la droga para vivir, ahora que no somos esclavos de una sustancia, ahora es lo que importa.
Respiremos, soñemos, amemos, riamos, este es el presente que queríamos, gracias a todos vosotros, gracias a Ceres, gracias a la casualidad que nos ha unido en el tiempo para conocernos.
De nosotros depende.

Víctor Quebec

Relatos FM

La obra perfecta


Él siempre quiso ser brillante. No le bastaba a su pluma con hacer brotar las lágrimas de aquel que la leyera, o provocarle escalofríos, o transportarle a mundos y épocas lejanos y exóticos. No, él siempre quiso más.
   Él siempre quiso ser brillante. La gente le alentaba, le halagaba, algunos incluso hasta le criticaban, pero siempre desde el más absoluto respeto y con ánimo de hacer su prosa si cabía aún más sublime.
   Él siempre quiso ser brillante. Secretamente anhelaba escribir la obra perfecta, el espíritu de la literatura trasladado al papel. Una obra de estilo impecable, ritmo cautivador y calidad incuestionable bajo ninguna circunstancia.
Él siempre quiso ser brillante. Deseaba trascender la simple expresión y así convertirse en leyenda, eclipsando la lista de nombres y apellidos ilustres que figuraban en todas y cada una de las enciclopedias de su casa.
Él siempre quiso ser brillante. Necesitaba imperiosamente hacer algo que le diferenciase del resto, algo excepcional, maravilloso, casi mágico. Ser ESPECIAL con mayúsculas y no como simple calificativo otorgado por sus amigos y familiares bajo el influjo del cariño.
Él siempre quiso ser brillante. Y así, impulsado por sus dorados sueños de gloria, decidió un día encerrarse en su estudio, sentarse en su escritorio y agarrar la pluma, con objeto de no soltarla hasta haber conseguido su insigne objetivo, su loable meta.
Él siempre quiso ser brillante. El papel era su amigo, su más íntimo confidente, a él abría su alma y en él vertía sus pensamientos.
Él siempre quiso ser brillante. La pluma era el agudo filo que sesgaba sus venas, de las cuales no salía sangre, sino un torrente de palabras que se escurrían por sus muñecas y caían formando charcos en los folios apilados.
Él siempre quiso ser brillante. Su mente era un frenesí, un mar de ideas que flotaban mezcladas unas con otras. Un mar en el que de vez en cuando se atisbaba alguna tabla salvadora, a la que se agarraban los retazos escogidos para formar parte de las historias que posteriormente su experimentado juicio sacaría a la luz.
Él siempre quiso ser brillante. Al papel acudían montones de ideas, miles de comienzos, nudos y desenlaces, que tras escribir descartaba por no considerarlos lo suficientemente espléndidos. "Esto podría hacerse mejor, Aquí falta algo, ¿Qué clase de final es éste?, No, no es la metáfora perfecta".
Él siempre quiso ser brillante. Comenzó a exasperarse, viendo truncado su mayor anhelo sin haber tenido apenas tiempo de llevarlo a cabo, sus alas rotas a los pocos segundos de empezar a volar con ellas.
Él siempre quiso ser brillante. Su conciencia le martilleaba la frente por dentro, restregándole su mediocridad, humillándole en su espantoso fracaso, grabando a fuego en su subconsciente la aterradora certeza de que no era lo suficientemente bueno, de que no era el mejor.
Él siempre quiso ser brillante. De pronto, una luz se abrió paso en la oscuridad que amenazaba con cegarle, y sus convulsos labios se curvaron en una sonrisa. Al fin, la IDEA surgía, la perfección tomaba forma en su mente humana y se anclaba bajo sus sienes.
Él siempre quiso ser brillante. Apartó bruscamente las hojas anteriormente escritas, casi con desprecio, barriéndolas violentamente con el reverso del antebrazo hasta que su brusco vaivén las empujó fuera de la mesa. Una a una, sus tentativas cayeron al suelo, eclipsadas por el fulgor de su nueva y flamante ocurrencia.
Él siempre quiso ser brillante. Comenzó a llenar de tinta el papel, con una impaciencia que rozaba lo erótico, como si ante sus ojos se estuviera produciendo una unión mágica y sagrada, como si la pluma le abrasara los dedos en sus ansias por derramar su contenido.
Él siempre quiso ser brillante. Los folios iban amontonándose a su lado, llenos de embrujo, de letras, de ARTE. Al fin su sueño tomaba forma, y la Literatura misma quedaba aprisionada entre sus manos, dejándose modelar y acariciando sus nudillos, sus palmas, sus uñas. Su ser.
Él siempre quiso ser brillante. Cada hoja escrita alimentaba su orgullo, llevándole a un estado de febril euforia en el que nada parecía imposible y la gloria eterna casi podía tocarse con sólo estirar el brazo.
Él siempre quiso ser brillante. Justo cuando estaba a punto de alcanzar un éxtasis místico, cuando se hallaba prácticamente fusionado al espíritu de las Letras, la pluma, aquella maldita infame a quien tanto había dado, que no era tal sino por él y sus esfuerzos, y que de no ser por ellos habría pasado sus días como un simple objeto de escritorio anodino y vulgar, comenzó a fallarle. Sus trazos se volvieron cada vez más débiles hasta que finalmente escupió sus últimos borrones y se negó a seguir escribiendo.
Él siempre quiso ser brillante. Trató de dominar su ira, de aplacar el instinto de romper aquel objeto en mil pedazos, pero la inspiración era más fuerte que él y el torrente de palabras amenazaba con estallar en su cabeza si no le daba salida. Parecía que su genio se estaba volviendo en su contra.
Él siempre quiso ser brillante. Decidido a no fallar, con la firme determinación de cumplir su insigne cometido y esculpir así su nombre y su obra en los pilares del arte, postergando su memoria a través de los siglos, cogió con la mano que le quedaba libre el abrecartas del escritorio, sin soltar en ningún momento la pluma, convertida en cadáver, y se hizo una pequeña incisión en el brazo. Un corte limpio, rápido y eficaz, del que comenzó a manar la sangre como un hilo carmesí.
Él siempre quiso ser brillante. Acercó la pluma a la herida, guiado por un extraño instinto, contemplando cómo el rojo fluido volvía a infundirle la vida perdida.
Él siempre quiso ser brillante. Continuó escribiendo a un ritmo cada vez más frenético, poseído por la caprichosa musa que había decidido bajar a visitarle, plasmando en el papel la más armoniosa historia, la belleza en su máxima expresión.
Él siempre quiso ser brillante. Sintió un ligero desvanecimiento, y algo se agitó en su interior, proyectando la sombra de un incierto peligro aún por descubrir, susurrándole con voz asustada. "Para".
Él siempre quiso ser brillante. Trató de hacer un pequeño descanso, de recuperar el aliento, pero su incorpórea, su exigente musa era de una rigidez apabullante y se había hecho con el control de sus miembros, que no le obedecieron.
Él siempre quiso ser brillante. Desconcertado, volvió a intentarlo de nuevo, con idénticos resultados. La historia seguía su cauce, grabándose en el papel con su sangre vertida a través de la pluma, y nada de lo que él pensara o dijera podría evitarlo.
Él siempre quiso ser brillante. Vencido por el pánico, suplicó aterrado, "Por favor, detente, para esto", mas sus ruegos se perdieron en el aire, y el eco de sus lamentos quedó velado por el suave rasgar de la pluma sobre el papel.
Él siempre quiso ser brillante. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, la garganta comenzó a escocerle y las vísceras se le anudaron. "Dame un respiro, por favor". Y de nuevo aquella voz repiqueteando en su conciencia: "¿Te vas a rendir ahora? ¿Tan débil eres que no te ves capaz de alcanzar tu sueño? La gloria, la fama, están ahí, alarga la mano y tócalas. Eres un mediocre, mediocre..."
Él siempre quiso ser brillante. No era un mediocre. Claro que no lo era. Sobreponiéndose al dolor lacerante que iba poco a poco carcomiéndole las venas, haciendo caso omiso del mareo, guió sus entumecidos dedos sobre el papel, escribiendo la obra que habría de llevarle a la inmortalidad.
Él siempre quiso ser brillante. La BELLEZA, la BELLEZA misma, con mayúsculas, le había descubierto sus secretos, el éxito le había abierto sus puertas, los laureles del triunfo estaban a punto de ceñirse a su cabeza. No iba a desperdiciar esa oportunidad. Había sido elegido. Por encima del dolor, por encima de las lágrimas y la desesperación latía la promesa del renombre y el prestigio, y no pensaba renunciar a ellos.
Él siempre quiso ser brillante. Su cordura se esfumaba con los trazos de la pluma, su humanidad se escapaba por cada poro de su piel, y pronto quedó reducido a un charco de sangre que se escurrió entre la pluma para poner el punto y final a la HISTORIA, a la más sublime prosa llevada al papel. A la obra perfecta.

Gedeón

Relatos FM

Mi abuela

                                                                 
–Quiero jugar como Messi.
Estábamos todos en casa, delante del televisor, el Barcelona había ganado el partido y la abuela se levantó de su butaca:
–Quiero jugar como Messi– repitió.
Todos recorrimos con nuestra mirada a la abuela, porque es bajita, algo enclenque y tiene 82 años. Ciertamente, no nos la imaginábamos vestida de corto, pero como la abuela es muy cabezota, acordamos que al día siguiente fuera con mi madre a la tienda de deportes a comprarse todo lo necesario.
El empleado de la tienda le proporcionó un pantalón, medias, camiseta, espinilleras y le sacó las botas que ella quería, unas de esas amarillas chillonas que estaban ya usando todas las estrellas de la liga.
Después vino el periodo de preparación y mi abuela se pasó días dando toques al balón, por la cocina, por la sala de estar, en su dormitorio. También puso conos en el pasillo para practicar fintas y regates. Cuando estuvo lista, se hizo unas pruebas en el equipo de la ciudad y fue fichada para toda la temporada.
Se armó mucho revuelo, a nosotros no nos extrañó, porque la abuela es muy cabezota y siempre consigue lo que se propone.
Ya fue ciclista en el tour, pirata de los mares del norte, batería de un grupo de rock, piloto de carreras. Una vez aprendió artes marciales y salió de casa descalza, tocando una flauta. Se fue a pueblos perdidos a impartir justicia y a hacer el bien.
Por eso no nos sorprendió que esta vez llegara a ser futbolista y que gracias a ella su equipo conquistara la liga y la copa. Había que verla recorriendo la banda, sorteando a todos sus rivales, marcando el gol de la victoria. La afición enloquecida, coreando su nombre. Salió en todos los titulares de prensa. Luego le dieron el "Balón de Oro" y el "Fifa World Player".
Cuando estaba en la cima del fútbol colgó las botas.
Hace unos días estábamos viendo una película de Supermán en el salón de casa. La abuela se levantó de su butaca, se ajustó la rebeca que llevaba a los hombros y sin darnos tiempo a reaccionar, se lanzó en plancha por la ventana de nuestro sexto piso. Todos corrimos para ver la caída. Antes de llegar al suelo, rehizo su trayectoria descendente y comenzó a planear, con sus manos extendidas hacia delante y su rebeca al viento. La vimos alejarse por el cielo, perderse, ya para siempre, entre las nubes.

Rasco Akfak

Relatos FM

Adicción


Lleva varias semanas desintoxicándose. Es la enésima vez que lo intenta, pero esta, se promete, es la definitiva. Se enganchó con poco más de dieciocho años. La probó por primera vez de la manera más tonta, en su trabajo, al terminar su turno. Ya la conocía de antes, por su puesto, pero nunca se había atrevido a catarla. Algún coqueteo que otro, intentos fallidos, arrepentimientos en el último momento, y nada más. Pero aquella noche, quizás por el influjo del alcohol, dio el paso definitivo. Le enamoró. Lo que más le llamó la atención fue su blancura.  Por fin había encontrado sentido a su vida. Hasta ahora había estado perdido, pero ahora tenía algo por lo que vivir. A pesar de lo que disfrutó esa noche (y las siguientes), supo que no sería fácil desde el principio. No sería fácil encontrarla todos los días. Es más, habría veces que estaría sin ella semanas. Sabía que le iba a costar dinero, sangre, sudor y lágrimas. Sabía que en ocasiones, se haría de rogar. Pero tenía que ser fuerte. Sabía que no era el único en la ciudad que estaba deseando un poco de aquello continuamente, que no era el único que la quería absolutamente toda para sí. Pero valía la pena. La espera, el propio disfrute, y la dulce sensación posterior era lo mejor que había experimentado en su vida. Triste vida, le decían algunos. Sí, pero es la mía, contestaba él.

Había tirado muchas cosas por la borda por culpa de todo esto. Y es que, ponía los cinco sentidos en ello, a parte de todo el tiempo y dinero que tenía. Toda su atención también. Solo pensaba en eso. Cuando se acostaba, cuando se levantaba, cuando iba a trabajar, cuando comía, cuando estaba con sus amigos (los pocos que aun le aguantaban a pesar de su adicción), cuando se emborrachaba y cuando estaba sobrio. Su familia poco a poco le fue dando la espalada, cosa que él, por otro lado, veía como lo más normal, después de cómo les había tratado. Su único hermano huyó de casa en cuanto pudo, harto de las discusiones, los gritos y los insultos. Su padre, débil del corazón desde hacía tiempo, fue empeorando cuando empezó a ser más que patente el problema de su hijo y su adicción, hasta que murió cuando él tenía veinticuatro. Su madre solo duró un par de años más. Así que no sabía muy bien como había ido perdiendo todo, pero el caso era que a sus treinta años no tenía nadie con quien compartir su vida, ni trabajo, ni estudios, ni prácticamente amigos. Le solían decir que como era posible que aquello le compensara. El no sabía muy bien que decir. Al final solía soltar algo como: "No lo sé... pero compensa... Supongo que todas las adicciones son así." Le cuesta hacer entender a aquellos mojigatos que no habían probado nada en su vida lo que sentía cada vez que la probaba.

Él era consciente de su absoluto declive, por lo que a veces, sobre todo al principio, intentó ponerle remedios drásticos. Se fue a vivir a un pueblo dejado de la mano de dios durante unos meses, pero al final siempre acababa cogiendo el coche y encontrándola allá donde estuviese disponible. Otra vez, intentó no salir de casa, desconectar todos los teléfonos y no hacer nada. Simplemente quedarse en la cama tumbado. Y es que, cualquier cosa que hiciese, desde ver una película, a escuchar música o ver a alguien, le acababa trayendo recuerdos, y le hacía volver a caer. Tampoco sirvió, por su puesto.

Ahora, como dije al principio, lleva semanas sin probarla. Veinte días exactamente. Incluso tenía una vida más o menos normal. Trabaja mucho. Era de las pocas cosas que le tenían la mente ocupada. Además, el trabajo le gustaba. Se lo debía a uno de sus amigos. Precisamente uno de los que más y mejor conocía su adicción. Hoy, había estado tomándose unas cervezas con él, y para su desgracia habían hablado del tema. Al llegar a casa, nota un cosquilleo muy familiar. Sin darse cuenta, de manera inconsciente, coge el móvil y busca en la agenda el número que sabe que tiene que buscar para volver a disfrutar de verdad. Nunca se había atrevido a borrarlo. Y si lo hubiese borrado hubiera dado igual. Porqué se lo sabía de memoria. Lucha contra sí mismo varios minutos, y al final pierde. O gana, quien sabe. El caso es que pulsa la tecla de llamada y vuelve a caer.

A los cinco minutos, sale corriendo de casa, se monta en su coche y pisa el acelerador al máximo. Se salta varios semáforos. Aparca en cualquier sitio y llama al telefonillo. Sube las escaleras. No hace falta llamar a la puerta. Esta abierta. La cruza, y nada mas verla una sensación de placidez que no recordaba le recorre el cuerpo de arriba abajo. Corre hacía ella y la da un beso. La contempla un instante. Ahí está. Por fin. Su droga.

La abraza y la vuelve a besar. Te he echado mucho de menos, dice. Yo también, contesta ella con cierto desdén. Sí. Su droga habla. Y camina. Y piensa. Y siente. Tiene vida propia. Su droga mide metro setenta y tiene la piel blanca. Blanca como la cocaína, suele decir él, siempre dispuesto a hacer un chiste de todo. Hoy lleva puesto uno de esos pijamas que dejan bastante poco a la imaginación de quien lo observa puesto en el cuerpo de una chica con un buen cuerpo. Se imagina instantáneamente a sí mismo quitándoselo, dándole pequeños besitos por todo el cuerpo, para terminar en el cuello. Llevo el largo cabello rubio oscuro recogido, lo que le hace un cuello precioso. Se recrea unos segundos en él, pero en seguida ella comienza a hablar, y él comete el error (siempre lo comete) de mirarla a los ojos. Cada vez que la mira a los ojos se acuerda de su infancia y de una película que vio de niño más de cincuenta veces. Era esa del mago que vivía en la Ciudad de Esmeralda. Mago que al final ni era mago ni era nada y dejaba en la estacada a la pobre niña de los zapatos rojos. Pero lo que recordaba con más ahínco era el gran plano general de la Ciudad de Esmeralda. El verdor de los muros que la rodean. El mismo verde de los ojos que ahora mismo contempla embobado. Otra vez ha caído. Ahora ella le pedirá un favor. Dinero, que la lleve con el coche a algún sitio, que la ayude a montar un mueble o algo así. Siempre es igual. Luego ella le recompensará como a un perrito faldero. Y él se ira a casa tan contento, hasta la siguiente vez. Y es que, al fin y al cabo, todas las drogas son iguales. Y su droga, como todas las drogas, le vuelve loco.

Critilo

Relatos FM

Fragmentos del fin del mundo


Mildred, Ángela y Zapatica acababan de conocerse en un congreso de literatura. Después de la charla central sobre la vágina  y su estructura narrativa. Se formó un gran grupo de análisis en el hall del acogedor hotel colonial.  Algunos hablaron de de los riesgos de obsesionarse por la literatura femenina, y dieron el ejemplo de un ama de casa chilena que después de leer Mujeres que Corren con Lobos, enloqueció y corrió con el libro bajo el  brazo, abandonó su país y cruzo dos fronteras corriendo, en la tercera fue devorada por bestias salvajes en inmediaciones del Darién. Pero a esto otros respondieron con la posibilidad de que esa historia fuera una estrategia de dominio machista que inducía a dejar de leer libros  que le dieran a la mujer una ventana a la verdad. Los que opinaban esto eran justo Mildred, Ángela y Zapatica.  Y esa posición en común los unió y los empujó a evitar una crisis de ira justo cuando alguien se había atrevido a decir que las escritotas en mayoría escribían autoexploraciones físicas y psíquicas, y las esculturas confeccionaban simpáticas porcelanas. Justo en ese momento hasta pensaron en irse a los golpes pero en último momento decidieron irse solos a un bar y desahogar la ira por la permanencia en este mundo machista. Zapatica, exsacerdote, tenía la posición más agresiva en los círculos feministas. Era también un reconocido fans de Leonardo Dicaprio en la red, famoso principalmente por los montajes cómicos lascivos que hacia  con el actor sobre cuerpos desnudos de ambos sexos. Se jactaba de haber compartido un fin de semana con el elenco de Sex and the City. Siempre estaba rodeado de mujeres  intelectuales o de jóvenes del barrio en que vivía y que de alguna manera necesitaban un apoyo económico. Desde que dejó el  sacerdocio después de ser ridiculizado en público por un vendedor de revistas, escuchaba cada noche por una o dos horas un susurro, a veces inaudible y otras veces claramente decía: "el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre", su mente hacía esfuerzos para ignorar este susurro en noches que iban desde el aturdimiento hasta la lectura y edición de fotos compulsiva.
Este mismo susurro estaba en la cabeza de Mildred desde que supo que su hijo era gay, y en Ángela desde que fue violada por esa pandilla de extraterrestres a un kilómetro de su finca. Tal vez la vida en su extravagancia amorosa los había reunido para que compartieran esa maldición o don del susurro. También los tres habían pensado por momentos que era el inicio de la novela que los llevaría al estrellato, pues los tres ignoraban que era un fragmento del libro de las revelaciones,  incluido Zapatica y su pasado bíblico. Y efectivamente la profecía se cumplió, media hora después que salieron del bar y cuando acababan de quitarse la ropa.

Paul Saoma

Relatos FM

Noches de lluvia


Ella se fue para no volver al mundo. De repente su belleza se desvaneció con el celaje. Hacia lo volátil trascendió. La misma indulgencia suya, la bendijo. En cuanto a mis afectos, yo la amé durante toda la madurez. Le dediqué lo más gustoso del vivir en pareja. Como lo pude, le entregué mis declaraciones con muchas promesas. A lo hecho en amenidad; fuimos novios hasta en lo secreto, nos quisimos sobre lo glorioso. Más la linda, fue mi única novia, que se llamaba Rebeca. Por lo enamorado de ambos, la adoro en demasía y todavía la sufro como a ninguna otra mujer. La verdad nunca la voy a olvidar. Incluso, recuerdo la primera vez cuando la descubrí en la playa de neguanje. Musa, iba con un vestido de margaritas. A solas, se bañaba sobre las olas. En su piel blanca, mis ojos se hipnotizaban. La hermosa se movía con inocencia. El meneo de sus senos, me emborrachaba. Con la gracia suya, nadaba como una doncella en entusiasmo. Y de vez en cuando ella percibía que yo la curioseaba en sus gestos. Fue claro que la puse sonrojada. Ante tal actitud, la busqué. Despacio, nos aproximamos a la orilla. El clima nos atrajo, las conchas nos masajearon. Hacia lo sucesivo, resolví hablarle sobre como son estas costas colombianas. Por lo dócil, Rebeca me escuchó con afabilidad. Entre lo cariñoso, invocamos las anécdotas de estas tierras isleñas, más nos confesamos las experiencias propias. Así juntos estuvimos hasta tarde. Con las horas, supe que mi bonita era oriunda de santa marta. Era hija de unos padres humildes. Su voz todo lo acariciaba. En armonía, la pasé bien ese día. A su lado, nada más existió que la felicidad. Según la novelería, nos fuimos relacionando hasta alcanzar nuestras esperanzas. Sobre las otras amanecidas, nos seguimos encontrando en el mismo recodo de arena con corales. Los entusiasmos al tocarnos era impactante. Tanto que para ciertas ocasiones, creíamos estar bailando sobre las aguas. A causa de lo sacralizado, un viernes de agosto uní mis labios con los suyos. Fue prolongado el sentir de las palpitaciones. En cadencia, nuestros dos cuerpos temblaron. Fue mi primer beso. Al cabo, lloramos de gozo y nos tendimos sobre las dunas. La pasamos como en el cielo. Desde ahí, no nos quisimos volver a separar. A las pocas semanas de novios; Rebeca, consintió en venirse a vivir conmigo. Ella y yo, acordamos quedarnos en la cabaña de la cumbre donde yo aún habito. Los eventos se nos iban hacia la sensualidad. Nunca cansados, hacíamos el amor en la hamaca a la vez que pasábamos a la regadera. De repaso, caída la anochecida, bajábamos hasta la mar. Allí, la misma marea nos desnudaba y yo la forjaba a ella según las ansías. La pasión nos arrullaba con el agua. En éxtasis, se hacía real nuestro paraíso. Ya sobre las demás costumbres; leíamos poemas del caribe, luego navegábamos en lancha y nos disponíamos a pescar pargos con carpas. Mi Rebeca de ojos verdes, cogía los más peces grandes en tanto gracias a ello comíamos bueno y hacíamos suficiente dinero. En fin, su compañía siempre fue mi salvación. Pero ahora ella está muerta. Durante una noche de ventiscas, naufragó. Así que su ausencia, hoy me tiene despechado. Sin su presencia, sólo hay lluvia. Derrotado ante la adversidad, añoro a Rebeca junto a la ventana que da a la tormenta de allá afuera. Los truenos caen con furia. Mientras, yo casi siempre la sollozo a ella. Mantengo con los iris rotos. Contemplo los retratos que le dibujé y me pongo triste. La conmoción fría; llega, me demuda el semblante. Retengo cada uno de sus ademanes, ellos mansos, más siento que no puedo con esta soledad. Por eso con esta angustia; le escribo, porque quizá mañana esté en el mar abierto.

Fedorvelt

Relatos FM

Quédate a mi lado


Como cada mañana, nada mas despertar y asearme, fui a la cafetería donde siempre me esperaban las mismas caras detrás y delante del mostrador. Después de tomar café salí a fumar un cigarro, al rato salió un hombre mayor, en sus manos y en su cara reflejaban el paso del tiempo, pero no le impedía mostrar una gran sonrisa donde casi la comisura de sus labios rozaban sus abultados lóbulos de las orejas, se me cacercó y con un gesto de la mano y un pitillo en la boca  me pidió fuego, a los cinco minutos ya estábamos hablando de la crisis, los olivos, el tiempo, ,... Sonreí mirándole a los ojos y le dije con la edad que ya tiene usted y lo que vale el tabaco debería de dejarlo, me miro y sonrió el médico me dijo que dejase el tabaco, la bebida, la sal en las comidas, el café y tantas cosas que como siga así en pocos días me acuesto y jamás me despierto.
Quedamos un rato callados y le mire, si el médico le dijo eso con más razón, ¿no?.
Sus ojos brillaron, me puso la mano en el hombro y me dijo ojala que el médico  se equivoque y me quede menos de lo que me dice, le mire y le conteste no diga usted eso... Mira tengo 75 años llevo más de 50 años casados hace cinco meses mi mujer murió y cada día que pasa es una agonía, una muerte lenta que espero que termine cada día que me despierto, ¿crees que le tengo miedo a morir?.... me quede mudo y agache la cabeza, el hombre me dio una palmada en la espalda y se marcho.
Creí que el amor tenia fecha de caducidad, pero ese día, ese hombre, me enseño que solo el cuerpo la tiene...

Quedate A Mi Lado

Jasp

Relatos FM

El presidiario


Palideció mientras el ocaso le anunciaba que le quedaban apenas unos minutos de luz. La única ventana de la habitación era ínfima y escasamente filtraba los débiles rayos que el sol proyectaba.
Poco a poco, la estancia se oscureció y el frío comenzó a hacer aparición. Hubo querido proporcionarse algo de calor pero las esposas que mantenían atadas sus manos se lo impidieron. Los grilletes eran demasiado gruesos como para poder forzarlos y hacía tiempo ya que se había cansado de intentarlo y no obtener resultado alguno.
De pronto, escuchó un ruido proveniente del pasillo y escudriñó sus ojos hasta que logró perfilar alguna sombra. Aterido por el miedo, Genaro comenzó a mecerse adelante y atrás para darse aliento. El rumor se hizo más persistente y notó cómo los pocos dientes que le quedaban, intimidados, castañeteaban entre sí.
Pasos cada vez más firmes se aproximaban hacia él. "El fin está cerca. – pensó – Ya me llevan a la horca."
Las sombras dieron paso a tres figuras de carne y hueso. Una de ellas, más corpulenta que la otra, comenzó a hablar al tiempo que sonreía: "¿Sabes qué día es hoy, Genaro?"
Éste cerró los ojos. No quería ver cómo un guarda le llevaba al cadalso. Iría, sí, pero sin guardar ningún testimonio visual de aquello.
Otra voz irrumpió en sus pensamientos, pero siguió sin abrir los ojos. Esta vez era una voz más aguda y suave que, casi como un susurro, le dijo: "Padre, ¿qué tal está hoy?"
Genaro no se lo podía creer. ¿Estaba allí su hija? ¿Le habían dejado ir a despedirse de él?
Lentamente, despegó un ojo y a continuación el otro. Vio una luz cegadora que le provocó una mueca de desagrado. Enfocó y vio a un señor alto acompañado de una señora de mediana edad. El señor no le sonaba de nada pero había algo en aquella mujer que sí le recordaba a alguien. Ella, al percatarse de que Genaro le estaba mirando, le regaló una sonrisa mientras decía: "Padre, ¡feliz cumpleaños!"
Confuso, Genaro retrocedió como si algo le hubiera asustado. No recordaba tener una hija tan mayor. Sin duda, había algún error en todo aquello.
Miró a su alrededor y vio que se encontraba en una habitación blanca con un gran ventanal a su izquierda. Se hallaba sentado en el borde de una cama y comprobó, con deleite, que sus manos se habían liberado de los yugos que las mantenían atadas. Se sentía confundido pero, poco a poco, comenzó a comprenderlo todo. Recordó un documental que vio cuando era joven acerca de cómo las personas, en los instantes previos a su muerte, se imaginan a ellos mismos en un escenario de felicidad y quietud. Ahora era él el que se encontraba en ese estado. Una habitación blanca y a su hija, mucho más mayor de lo que recordaba. Hay que ver qué sabia es la mente humana para ser capaz de transferir todas esas emociones y que todo parezca real.
Un retazo de júbilo dio paso a una sonrisa en su rostro.
Julia, su hija, se emocionó al comprobar que su padre se acordaba de ella y del día en que vivía.
El encargado de la residencia salió de la habitación y Julia comenzó a vestir a su padre para ir al restaurante en donde celebrarían su nonagésimo cumpleaños.

Belle de Jour

Relatos FM

Vacío


He adquirido, hace unos años ya, una buena costumbre: siempre que puedo, huyo de la ciudad. No es que no me guste mi ciudad, no. Tampoco es que sufra de misantropía, misología, misogamia... no, nada de odios; tampoco padezco algún temor enfermizo de esos catalogados con nombres tan difíciles como demofobia, eisoptrofobia, siderodromofobia y otras locuras por el estilo. Simplemente, me gusta estar saludable y respirar aire puro, sin humo de caños de escapes, sin bocinazos, sin insultos gratuitos, sin apuros. Como la idea es escapar de la rutina, tampoco voy siempre hacia el mismo destino, sino que rumbeo más o menos para donde el auto me lleva: me levanto tan temprano como para que todavía sea madrugada, cargo un bolso con algo de ropa, el mate, compro facturas en el camino y me voy con la única compañía de mi alma escuchando música y cantando bajito. Suelo manejar no sé, tres o cuatro horas (una vez fueron solamente dos) y paro donde vea mucho campo y pocas casas y localice algún hotelito pintoresco y me sirvan el desayuno y me recomienden dónde comer bien: son mis únicas pretensiones.
Una vez, no hace tanto, llegué a... no, mejor me reservo el nombre del pueblito, porque si no se vería invadido de periodistas, fisgones y oportunistas prestos a aprovecharse de la situación como si ésta los fuera a salvar para toda la vida. Bien. Llegué, entonces, a un lugarejo pequeñuelo y sin lustre que daba más la sensación de haber sido olvidado por el resto del mundo en el fondo de un arcón de curiosidades viejas. Como siempre, desayuné y me fui a caminar por ahí, tratando de dialogar con los lugareños, así, de chusma no más, para hacerme de algunas curiosidades del lugar: siempre hay alguien con ganas de contar y me entero de cuentos de cementerio, por ejemplo, o aparecidos que causan susto o luces malas blanqueando los bosques por las noches... una vez me hablaron del lobizón y otras del pombero. Esa vez, me dijeron que había un brujo que había sido malo: "Más malo que Mandinga", dijeron; pero parece que después de cometer muchas atrocidades, algunas por placer y otras por encargo, terminó por arrepentirse y le pidió la bendición al curita que daba misa una vez por mes en la capilla semidestartalada de junto a la plaza. Era un hombre bonachón el padrecito, pero no por esto menos avezado en las cosas del alma de la gente: tenía la particular cualidad de mirarte a la cara y saber a ciencia cierta qué es lo que uno estaba sintiendo o, incluso, por donde iba lo que estaba pensando. Dicen que, por alguna extraña razón, le creyó al brujo y que éste se hizo su amigo. Pese a todo, cada vez que el hombre oscuro (como le llamaban en el pueblo) pasaba por las escasas callejas de tierra, todos se escondían y ni se atrevían a mirarlo, mucho menos a conversar con él.
¿En cuanto a los poderes? Dicen que tenía muchos pero había prometido nunca más usarlos porque los había obtenido pactando con los diablos de una Salamanca. En fin. Esto último me lo contó una viejita toda arrugada que, según un cartelito, vendía "Fruta y ortalisas de mi casa" (sic) y tenía ganas de charlar con alguien que no sea la gente de todos los días. Eso fue a la tarde, después de dormir una siesta, cuando salí a pasear, mate en mano, como los correntinos o los uruguayos (había descubierto que eso rompía bastante el hielo). "Pueblo raro", me dije y seguí dando volteretas por entre un caminito y otro, un bosquecito y un arroyuelo de pesca variada. "Pueblo raro", no sería ésa la última vez que lo pensara...
Desde ese momento hasta ahora le he dado muchas vueltas al asunto y logré descartar todo tipo de inconsistencias personales: no fue sugestión, no me imaginé nada, no lo soñé, no estaba delirando, no había tomado de más y no fue mala digestión, porque si bien mi cena incluyó frituras y guisados no dejó de ser austera. ¿Qué vi? No sé, tal vez debería pensar mejor en lo que no vi; porque esa noche cuando levanté los ojos a la negrura del cielo, acostumbrado como estaba a ver millones de estrellas y constelaciones más que en la ciudad, me sorprendió lo ralo del asunto... pero no, no era exactamente eso... me dio más bien la sensación de que al espacio sideral le faltaba un pedazo que tendría más o menos el tamaño de dos manos mías vistas con el brazo extendido hacia arriba (como para tener una noción precaria de las dimensiones en semejante inmensidad) y que no tenía una forma definida pero que, viéndolo todo a la distancia, parecía una boca riéndose a carcajadas, o un sombrero con la copa hacia abajo, o un ojo de comic con mirada desorbitada. La cuestión es que no estaba, que era una mancha demasiado negra recortándose en la claridad rozagante de las luces estelares. Ese pedazo del cielo, simplemente, no estaba.
¿Loco, no? Porque recuerdo que en ese momento comencé a revolver mi escaso bagaje científico buscando alguna explicación razonable... lógicamente, no hallé otra cosa que pensar que se trataba de un agujero negro que estaba a punto de devorarnos a todos, aunque a los pocos minutos hube de afrontar la idea de que estaba siendo demasiado extremista con el asunto. Y en eso estaba, precisamente, cuando escuché a unos metros más lejos de donde mis ojos alcanzaban a ver, que algunas ramitas se quebraban aquí y, luego, más allá como quien camina en la oscuridad sin querer que nadie note su presencia. Esa nueva situación más que provocarme temor me causó desagrado, y una inmensa curiosidad (si no tuviera el don de meterme donde no me llaman, no habría historia para contar, ¿no?)... estaba solo, en medio de mi escape de la ciudad y alguien venía a perturbarlo: lógicamente, no iba a permitirlo.
Avancé entre la hojarasca haciendo más ruido del que hubiera querido pero menos del que hubiera esperado de mis pies torpes iluminado por la luz ambarina de las estrellas, la luna en disco y nada más. De tanto en tanto, me detenía esperando observar algo o que alguien me observara pero ni los sonidos habituales del bosque o de la cercanía de pueblucho llegaban a mis oídos atentos o especialmente predispuestos. De pronto, un murmullo de sílabas canturreadas comenzó a elevarse por el viejo éter de los poetas con tonalidades destellantes y aromas aterruñados. Allí fue cuando lo vi. Sí, era el hombre oscuro. No me atreví a acercarme mucho no (tanto) por temor sino por no interrumpir lo que parecía una ceremonia o un ritual desconocido. No entendí ni una palabra, aunque hoy en día creo que nada de lo que decía puede ser considerado una. Pronto deduje lo más importante: era él quien estaba abriendo el hoyo en el cielo, o al menos eso indicaban los ademanes que realizaba con las manos abiertas hacia afuera. Cuando estuvo satisfecho con la forma y el tamaño se quedó inmóvil contemplando la maravilla de su obra. Luego, se quitó el abrigo y quedó en una camisa tan negra como el hueco que había creado en el firmamento. Con desesperante severidad se desabotonó los puños y se arremangó dejando al descubierto su necesidad de estar cómodo para lo que vendría. Los movimientos de sus manos se aceleraban como si siguieran una alegre melodía que solo se encontraba en su mente pero la que era preciso llevar a cabo sin variar ni un mínimo de su tempo. Entonces ocurrió el prodigio, el verdadero prodigio porque todo lo anterior no resultó ser más que el hermoso prefacio de la más maravillosa obra que alguien haya visto alguna vez y que jamás podrá ser contada, porque nadie en el mundo tendrá nunca el arte necesario para describirlo tal como ocurrió, simplemente porque no existen las palabras que se necesitarían. Con cada pequeño movimiento de sus manos, mi piel cobraba vida casi como si adquiriera conciencia de sí misma y quisiera alejarse de mí tal vez porque yo no era digno de ella o porque ella no toleraba las cosas que yo era capaz de obligarle a hacer... sin embargo, no me causaba dolor, sino una comezón compulsiva y desesperante. De pronto, unas sombras deformes como fantasmas comenzaron a ser absorbidas por la oscuridad del hoyo en el firmamento que las devoraba con profunda fruición. Cuando me encontraba listo para aceptar que terminaría la noche completamente ensangrentado y en carne viva de tanto rascarme, sucedió lo contrario: una inmensa sensación de frescura y un alivio inimaginable que me nacía desde las entrañas recorrió cada centímetro de mi cuerpo y, sorprendentemente, mi alma estuvo en paz. No entendía... no entendía, hasta que sí: el hombre oscuro me había purificado extrayendo mis más oscuros instintos y mis más ocultas acciones y las había expulsado del mundo por el hueco que había abierto en el cielo nocturno... y, seguramente, todas las almas circundantes también se verían limpitas y esplendorosas después de esto. Finalmente, con alegre parsimonia, cerró el orificio que había creado y las estrellas volvieron a acomodarse en el lugar que cada una sabía debía ocupar. Lentamente, volvió a vestirse, hizo una reverencia al cielo, y se alejó con la cabeza baja.
Por mi parte, regresé al hotelito únicamente para no poder dormir ni un minuto del resto de la noche. Pensé que alucinaba, pensé que estaba loco, pensé que soñaba, pensé tantas cosas que ya no las recuerdo. Solo sé que a la mañana, todo tenía un color más brillante y la gente sonreía más... pero solas dos personas se veían más felices que el resto: el brujo y el padrecito... y pude concluir que, bueno, ése había sido el trato entre ambos: el hombre oscuro era un héroe y nadie nunca lo sabría.

Andrea V. Luna

Relatos FM

Como en un sueño


Había estado con ella la noche anterior, en una habitación con tristes paredes de piedra desgastadas por el uso o la imaginación y la luz más blanquecina que había visto jamás, por eso no daba crédito a lo que sus ojos, los mismos ojos vidriosos y sedientos por el alcohol que miraban ahora al camarero con un inservible ruego de certeza y respuesta ante el ineludible cierre del bar, le revelaron la mañana siguiente cuando ella apareció en la cafetería y se acodó en la barra para pedir un café.
Permanecía acostado en una cama espaciosa y extraña situada justo en el centro de la habitación, tratando de familiarizarse con sus sábanas de seda y el anacrónico candelabro de la mesita de noche que competía ridículamente con la cegadora lámpara encendida del techo grisáceo, como si el esfuerzo debiera ser reconocido aún después de sus servicios cancelados. No existía nada más en aquella habitación, al menos que debiera ser recordado por su memoria, ni siquiera una ventana o una puerta entornada que anunciara la visita de lo inesperado, nada desde luego que otorgara cierto sentido a la ambigüedad imperante en aquella situación que Darío repetiría una y otra vez en su cabeza con la exactitud milimétrica de las acciones del deseo jamás ejecutadas, de modo que cuando ella apareció por primera y última vez de manera corpórea fue la aparición mismísima que tan sólo no debió asustar en aquel momento tan irreal a su subconsciente.
Acostumbrado a soñar con mujeres esplendorosas e inaccesibles, con modelos ideales que escapaban a su control e incitaban su deseo insaciable de posesión imposible, a Darío le pareció aquella mujer de ojos verdes e interminables y pelo deslizante que se acercaba a él con una ligereza decidida, caminando como si un hechizo hubiese anulado por completo su voluntad, tan sólo con los pies y los tobillos desnudos, porque las restantes partes de su cuerpo se mostraban insinuantes bajo el blanco camisón que acrecentaba aún más el pronunciado moreno de su piel, el ser más cálido y hermoso que había presenciado nunca. Hicieron el amor libres y despreocupados, experimentando con sus cuerpos hasta conocerse plenamente, envolviéndose fuertemente en un intento de que la realidad no les despertase de aquel encantador letargo, como si la oposición bastase para que un acontecimiento indeseable no tuviera siquiera la oportunidad de manifestarse.
Y sin embargo allí estaba ella, como salida de un sueño, pero tan real como el café que tomaba la mañana siguiente y el cigarrillo que se entremezclaba con los olores de tostadas, cafés agrios y tabaco negro, conservando todos los matices otorgados por Darío escasas horas antes, aunque esta vez con la precipitación en los gestos del tiempo predeterminado, tomando ya el último sorbo y apurando el cigarrillo en una señal inequívoca de marcha definitiva que debía ser impedida inmediatamente por Darío, que observaba, sentado en una mesa, su pelo, su espalda, su culo, sus piernas, y de nuevo su culo, con la tranquilidad de quien no puede ser descubierto pero con el nerviosismo de quien debe resolver una situación con urgencia.
Se levantó tan de repente que sus primeros pasos fueron enmudecidos por el crujido estridente de la silla. Sentía las palpitaciones incontrolables de su corazón y el sudor manifiesto de sus manos, igual que un adolescente tan decidido como arrepentido de su determinación, sin posibilidad de marcha atrás porque minúsculos centímetros le separaban ya de su amante desconocida. El cigarrillo que extrajo entonces de su pantalón fue el indicio incuestionable de que no se atrevería a decirle que había soñado con ella, que se volvió al percatarse de una presencia cercana. La sorpresa de ver aquel rostro le impidió acertar varias veces con el encendedor, sin tiempo para reaccionar ante lo que creía inexplicable, porque Darío se marchó aceleradamente con el cigarrillo encendido entre sus labios sin volver la vista atrás y, por tanto, sin percatarse de que ella le miraba con la ternura de quien conoce más allá de la mirada, porque había estado con él la noche anterior, en una habitación con tristes paredes de piedra desgastadas por el uso o la imaginación y la luz más blanquecina que había visto jamás...

Zarathustra

Relatos FM

La piedra número 13


La víspera de San Juan la gente va con sus familias o su grupo de amigos a la playa. La ocupa pacíficamente hasta bien entrada la madrugada. Llevan comida y bebida ¿Nada especial? Esa actividad está prohibida el resto del año. El resto del año se le llama botellón y, como sucede con todas las cosas excitantes, está muy mal visto. Si te reúnes con unos amigos en la playa de Levante de Benidorm para beber unos whiskys lo más probable es que la policía local te ponga una denuncia. Pero la noche de San Juan es diferente. Los amigos se reúnen a beber y la policía solo vigila que no se enciendan hogueras en la playa. En Benidorm están prohibidas. En Benidorm hay muchas cosas prohibidas. No se ven vendedores ambulantes de baratijas y cedés, ni la gente puede aparcar en doble fila; tampoco pueden hacerlo  en las zonas destinadas a carga y descarga –esas que tienen una raya amarilla en zigzag- porque la grúa tarda muy poco en llevárselo. En algunas ciudades las autoridades no pueden hacer eso porque los barrios sin espacio suficiente para estacionar vehículos tardarían en arder menos de lo que París la noche de san Silvestre. Pero en Benidorm no se queja nadie. Hay que aparcar correctamente y no se hablé más. Cerca de Benidorm viven al menos siete mil noruegos. Casi todos en la colonia noruega de Alfaz del Pi. Sin embargo, es raro verlos en los bares de Benidorm, porque, aparte del taxi, la alternativa de volver a sus casas con unas copas de más y al volante de sus automóviles los hace presa fácil de los agentes de la ley, que vigilan para que no haya accidentes. De modo que se quedan en sus localidades. Igual que los holandeses de la Nucía o los rusos de Altea.
Pero la noche de San Juan es diferente. A falta de leños, la población de Benidorm se acerca a la orilla de sus playas bien pertrechados de enormes cirios, de candelas con camisa, de farolillos, de lámparas de aceite o de  linternas. A falta de fuegos importantes, en cada grupo se recrea la magia del fuego con la solemnidad de las palmatorias. No huele a incienso, pero el aire se llena a veces de una fragancia que recuerda a la quema de rastrojos. No creo que sea marihuana. En Benidorm no se quebranta la ley.
Aunque ya no recordaba cuando fue la última vez que estuve en la playa en una noche de San Juan, no fui capaz de oponer resistencia a la invitación de unos buenos amigos. Creo que fue porque tienen niños. Crecen tan rápido, que si no hacemos todo lo posible por hacer de padres media hora de vez en cuando con los hijos de nuestros amigos, corremos el peligro de pasar por sus vidas como si fuéramos los figurantes de un péplum: solo se nos recordará por un reloj de pulsera caro o por nuestra cara lánguida.
No opuse resistencia porque no tenía nada mejor que hacer. Estaba, además, el España- Francia de fútbol y la clasificación para las semifinales, que finalmente se produjo. Con las toallas ya sobre la arena contábamos los goles por los gritos de los espectadores de los bares donde se podía seguir la retransmisión y por los petardos que sonaban poco después. Un gol en el primer tiempo y otro, de penalti, en las postrimerías del partido. Creíamos que el partido se había acabado ya porque la gente estaba aplaudiendo, pero era que celebraban que se hubiera pitado penalti. La algarabía vino después, con la transformación de la falta, el final del partido y las bocinas de los coches.
Ya era de noche. Luna en cuarto creciente. Habíamos comido las viandas que cada uno había preparado en casa y comentábamos – mientras los niños no paraban de llenarlo todo de arena- las pequeñeces de nuestras vidas cotidianas. Que si a mi nena un compañerito le llama gorda, que si he perdido el empleo, que si mi marido está de fiesta con el jefe y ese sí que tiene vicios caros...Las llamas se repartían por la arena como esos focos que señalan un arriate o las luces que delatan la proximidad de una vivienda en el monte. La ceremonia de mojarse los pies en la orilla y lanzar doce piedras al agua estaba muy próxima. En la cala es difícil encontrar piedras, de modo que, del mismo modo que últimamente algunas personas prefieren abrir una lata de uvas peladas para celebrar la entrada del nuevo año,  yo había cogido las doce piedrecitas del jardín que rodea el edificio donde vivo y las había puesto en una bolsa de plástico junto con un papelito donde había escrito mi deseo más profundo. Tenía que ver con mi pareja.
Cuando llegó la medianoche me acerqué a la orilla, había una mujer mirándome, vestida con un traje de novia rosa y una sonrisa inadecuada; me bañé los pies y empecé a arrojar todas las piedras que llevaba, una tras otra, sin detenerme a contarlas, hasta que la bolsa de plástico quedó vacía. Luego prendí el papelito de mi deseo con la ayuda de un mechero y lo sujeté con la pinza del pulgar y el índice hasta que empecé a quemarme. Solté el papel calcinado en el agua y el trocito blanco, que había quedado indemne, no tardó en desaparecer en la oscuridad.
Mi pareja, mis amigos y sus niños siguieron después la velada sobre las toallas y las mantas que habíamos traído de los coches, pero a mí me apetecía marcharme a casa ya y darme una ducha.
Recogí alguna de las bolsas que habíamos traído y me dirigí a pie a casa. Había una cuesta suave y la noche estaba hermosa, concurrida. Habitualmente es un barrio muy tranquilo, pero esa noche se había juntado la vida social que gira en torno al fútbol con la que reúne la noche de San Juan.
Llegué a casa y me fui directamente a la ducha. Me metí vestido y fui despojándome de la ropa de  playa, llena de arena, depositándola en el lavabo. Después de ducharme, la metí en una bolsa y la llevé al tambor de la lavadora. Todavía con la toalla alrededor de la cintura llegué a mi habitación y me llevé un susto de muerte.
-¡Hola, buenas noches! Llevo esperándote quince minutos.
¡Por dios! ¿Quién es usted?- Le dije a aquella mujer con traje de novia de color  rosa que sostenía uno de mis álbumes de fotos entre sus manos- ¿Cómo ha entrado en mi casa?
-Soy el hada de la piedra número trece y vengo a explicarte las consecuencias de haber tirado al mar una piedra de más. No temas, nada grave. Por cierto, me dio tiempo a leer el deseo que escribiste en el papel incinerado. Quiero que sepas que, desgraciadamente, no puedo concedértelo.
Me eché a llorar, porque lo que había escrito era un secreto que no había compartido con nadie y aunque no tenía ninguna esperanza de que un día se cumpliera, la confirmación de que su solución no estuviera al alcance ni siquiera de quien podía parar el tiempo era todavía más descorazonadora.
Puedes parar el tiempo ¿Verdad? – dije interrumpiendo mis cavilaciones.
¡Qué tontería! Pues claro que no. Soy el hada de la piedra número trece, no la hija de Cronos. Puedo concederte un único deseo, pero no uno que hayas formulado antes de este momento. Debes pensarlo muy bien, porque sus efectos durarán hasta la próxima noche de San Juan y si no son como tú esperas deberás arrojar exactamente al agua doce piedras, ni una más. Así será como el encantamiento se desvanezca.
-¿Me lo puedo pensar?- dije tratando de ganar tiempo
-Tienes cinco minutos, ni uno más ¿Dónde está el baño?
Mientras el hada de la piedra número trece hacía uso de mi baño yo aprovechaba para darle vueltas a la oferta. Recordaba que a Midas no le fue nada bien con aquella ocurrencia de transformar en oro todo lo que su piel tocase y de cómo acabó con aquellas orejas de asno.
Otro que me vino a la mente fue Orfeo, a quien tampoco le fue nada bien formulando deseos. Consiguió conmover a los seres del Hades y resucitar a su esposa, pero la alegría le duró muy poco y no tuvo un final pacífico, entre aquellas truculentas mujeres tracias.
De pronto me daba cuenta de que el mundo de los pactos y los deseos era siempre un contrato muy oneroso para el que osaba formular uno.
Mientras tanto, tras el sonido de una cisterna, entró de nuevo el hada en mi dormitorio y haciendo ademán de que se había lavado las manos me espetó:
-¿Y bien?
-Has dicho- dije con firmeza- que no puedes detener el tiempo, pero ¿Puedes viajar en él?
- Sí, viajar sí, y tú conmigo si así lo deseas, pero  no más allá de un salto de veinticuatro  horas hacia atrás o hacia adelante, aunque con el inconveniente de que cinco minutos después no recordarías nada de lo que ha sucedido aquí.
-¿Cinco minutos? Tengo más que suficiente
-Muy bien- dijo el hada agitando un pañuelo de encaje de color rosa- ¿Cuál es tu deseo?
- Volver a la orilla de la playa, unos minutos antes de la media noche
-¡Deseo concedido! – exclamó en un tono muy alto haciendo salir de su pañuelo unas lucecitas titilantes y multicolores.
Dimos un pequeño salto en el tiempo y volvimos a la orilla de la playa. El hada estaba a mi lado, como la primera vez, con aquel vestido que la hacía parecer una novia abandonada en un altar barroco. Yo sostenía la bolsa de piedras y el papel donde había escrito mi deseo más profundo, ese que el hada no podía concederme.
Extraje la piedra sobrante y la dejé caer, con la certidumbre de tener las piedras justas; después arrojé una a una las piedras que había en la bolsa al mar, sin contarlas, e hice arder el escrito donde había formulado mi mayor deseo, cogiendo el papel con la pinza de mis dedos pulgar e índice de la mano derecha y haciéndolo arder con un mechero. Tan pronto se redujo a cenizas lo arrojé al agua hasta que el pedacito blanco con el que lo había sujetado se perdió en la oscuridad.
Les dije a mis amigos que deseaba volver solo a casa. Mi pareja se quedó con ellos. Recorrí la suave cuesta que conduce a mi domicilio, más concurrida que de costumbre por el efecto del partido de fútbol y la celebración de San Juan. Llegué a mi casa y me metí vestido en la ducha, poniendo cada pieza de la que me iba desprendiendo en el lavabo, para evitar que la arena de la playa se dispersara por la casa. Después de la ducha la metí en una bolsa y la llevé al tambor de la lavadora. Luego, todavía con la toalla en la cintura, entré en el dormitorio y abrí el cajón donde mi pareja guarda los medicamentos. Eché un vistazo a las pastillas. No quedaban muchas. Pronto tendría que volver al hospital, a por la medicación para otros dos meses, a menos que sucediera un milagro y la varita mágica de un hada me concediera mi mayor deseo: que mi pareja dejara de ser seropositivo.

Grace poole

Relatos FM

La Sentencia


Recuerdo que mi padre me levantó desde muy temprano, aún el sol se ocultaba tras las montañas, el frio calaba los huesos, mi papá me susurró al oído y me levanté de inmediato. Salió del cuarto con tranquilidad. Me senté en el catre, pensé que iríamos a caminar al bosque o quizá, me compraría un juguete que le pedí desde hacía tiempo; sin perder más tiempo me cambié de inmediato.  Me extrañé que ni mi mamá ni mi hermanita se habían despertado, al parecer mi papá y yo éramos los únicos despiertos.
Salí de nuestra pequeña casa, mi papá yacía fuera, sentado en un tronco seco bajo un techo de láminas que había construido para trabajar en la fabricación de muebles. Estaba mirando hacia el horizonte, fumando lentamente un cigarro, se frotaba las manos, de vez en cuando bajaba la cabeza, tomaba entre sus manos duras sus canosos cabellos cortos, se frotaba la barba grisácea, su rostro yacía completamente serio. Como todavía era un niño no logré percibir lo que le sucedía en aquel momento, sólo lo miré y corrí hacia él. Me estrechó entre sus brazos, me sonrió y dijo: "¿Listo?", asentí con la cabeza. Terminó su cigarrillo y lo arrojó al piso, se levantó y me tomó de la mano.
En todo el camino mi padre no decía ni una sola palabra, raro en él, pues cada que salíamos a caminar me contaba el cómo yacía el poblado en aquellos años mozos, me relataba las leyendas del lugar, de cuentos extraordinarios que mi papá extraía de su imaginación, sin embargo, aquel día iba completamente callado, sólo miraba hacia al frente, de vez en cuando me miraba de reojo y sonreía en sus adentros. Por mi parte iba jugando, brincaba, aceleraba el paso haciendo que mi padre me tomara aun más fuerte de la mano y me pusiera un freno. Por los caminos donde íbamos había grietas que atravesaban a la mitad las veredas, pues mi diversión era no pisar ninguna de ellas, era un juego absurdo, pero era un niño.
Déjenme decirles que mi casa se encontraba a unos kilómetros del poblado, vivíamos alejados de la gente, sólo íbamos al poblado cuando nos hacía falta algo, sin embargo nos íbamos en caballo, ahora nos trasladábamos al poblado a pie. Por mi cabeza pasaban ensoñaciones de lo que haríamos en el pueblo, pensaba que por fin me comprarían el juguete que tanto deseé, pensé miles de cosas, hasta que mis ensoñaciones se vieron desvanecidas cuando pasamos frente a la juguetería y seguimos de largo, lo que deseaba se había marchitado.
El sol salió tras las montañas, el pueblo se encontraba vacío, mi padre seguía mirando hacia el frente, cada vez más me apretaba la mano. A uno cuantos metros nos encontrábamos de la Plaza, los cuchicheos no se hicieron esperar, al parecer toda la gente del poblado yacía reunida en la Plaza. Cuando por fin llegamos, la multitud miró a mi padre sorprendida, maquinalmente me miraron a mí. La gente abrió paso a mi papá y a mí. En el centro había sido colocada una tarima con un gran poste de madera erguido sobre ella, y del poste colgaba una gruesa y vieja soga, era "la sentencia", así le habíamos puesto mi hermanita y yo, pues ahí habían muerto varios hombres, ancianos, mujeres y niños, incluso un buey. Mi padre jamás nos dejó ver las ejecuciones, a mí me invadía de terror ver esa cosa; sin embargo, no lograba comprender el porqué estábamos ahí, si mi padre nunca nos había dejado ver las ejecuciones.
Nos detuvimos frente a "la sentencia", le dimos la espalda y miramos hacia una gran mesa que yacía en lo alto bajo otra tarima más pequeña donde se encontraban los "uniformados"—, así les decía mi padre por sus vestimentas negras que provocaban terror—del pueblo, esos hombres eran los que dictaban la sentencia. El hombre que estaba en el centro de la mesa movió su cabeza, así que ascendimos hasta colocarnos encima de "la sentencia". Desde ahí se lograba ver mejor a toda la gente amontonada en la Plaza. El murmullo empezó a resonar en mis oídos. El hombre del centro de la mesa alzó la voz y la multitud se calló; el hombre habló.
—Pensamos que no cumpliría con su palabra—dijo con tono seco—. Estábamos a punto de ir por usted—el hombre volteó hacia su izquierda e hizo una seña con la cabeza. Inmediatamente un hombre gordo subió donde se encontraban los "uniformados"—. Repita los cargos—dijo el hombre dirigiéndose al señor gordo.
—Ese hombre—dijo el señor gordo señalando a mi padre—es un ladrón. Me ha robado, he sido víctima del pillaje, merece morir, la horca, que lo maten. Yo, que soy un humilde hombre que se dedica a trabajar como burro todos los días para que un hombre como él me robe, eso no lo puedo permitir. ¡Tiene que ser castigado!
La multitud empezó a agitarse y comenzaron a gritar en contra de mi padre; aún seguía sin comprender de lo que se trataba todo ese espectáculo. Volteé a ver a mi padre, y él yacía sereno y todavía me tomaba de la mano.
—Gracias señor Ramón—dijo el "uniformado"—. Ahora bien, ¿qué tiene que decir en su defensa señor Juan?—gruñó el hombre dirigiéndose a papá.
Mi padre se quedó mudo por unos momentos, después miró a la multitud y se puso en cuclillas, me miró a los ojos, por fin noté algo raro en mi padre: sus ojos, sus ojos estaban tristes.
—¿Qué comiste ayer, hijito, con tu hermanita y tu mamá?—me preguntó mi padre con amabilidad y con una sonrisa.
Sorprendido al escuchar la pregunta murmuré:
—Pan y un pedazo de carne de res.
La multitud y los "uniformados" al parecer no oyeron mi respuesta.
—Dilo más fuerte, hijo.
—Pan y un pedazo de carne de res—exclamé.
—¡Ahí está!—exclamó eufórico el señor gordo—. Es un ladrón, aceptó que me ha robado. ¡Ladrón! Es culpable, condénenlo.
—Gracias, hijito—dijo mi padre, se levantó y acarició mi cabeza—. Ahí lo tienen señores jurados, y ustedes, ustedes que son gente como yo—habló mi papá—. He robado, sí, lo acepto, pero no he asesinado, no robé dinero, ni despojé a nadie de algo valioso. Robé para alimentar a mi humilde familia, no tenían nada que comer, así que le robé al señor Ramón, unos pedazos de carne, y ahí lo tienen, no lo vendí, sino que están en las pancitas de mi familia, les juro que yo no probé ni un solo bocado. Yo no soy culpable de ser pobre, no soy culpable de haber robado para alimentar a mi familia. Ustedes habrían hecho lo mismo al ver a sus hijos muriéndose de hambre, al ver que en la mesa sólo hay frijoles y eso cuando hay, sino no hay más que los platos vacíos. Yo no soy culpable señores jueces, señores del público. Soy inocente.
—¡No!—exclamó furioso Ramón—. Es un mugroso ladronzuelo, merece ser castigado. No se dejen engañar con esas palabras falsas, les está mintiendo. Si no quería robar porqué mejor no se puso a trabajar. No se dejen engañar señores jurados y respetable público. ¡Es un ladronzuelo! Y si ya lo hizo una vez lo volverá hacer, denlo por seguro.
Los jueces dialogaron por unos momentos, hasta que por fin el hombre del centro habló:
—Señor Juan, por lo discutido en la mesa por los demás jueces y al escuchar su defensa lo hemos declarado... culpable.
El hombre gordo comenzó a festejar de alegría, mi padre me miró y dijo:
—Ve a casa con tu mamá y tu hermanita, cuídalas bien. Dile a tu mamá que luego iré a visitarlos—dijo mi padre con el rostro desencajado y con los ojos cristalinos.
—¿Vas a regresar?—cuestioné confundido.
—Sí, regresaré, pero por ahorita vete, y no voltees para nada—me dio un beso en la frente y me marché.
Bajé de "la sentencia", la multitud me miraba; seguí mi camino, hice lo que mi padre me indicó, no volteé por ningún motivo... Esperé a mi papá aquella tarde y no llegó, lo esperé por semanas sentado en la silla donde él solía meditar y jamás regresó.

Samael Necutli

Relatos FM

La Puertóloga


   De regreso al callejón, intenté verla de nuevo y me dolió mucho no encontrarla. Me hubiera gustado verla señora Conchito: Menudita, limpia y expectante, con ojos esperanzados; apoyada en el dintel de la puerta. Inmóvil aunque vestida de esperanza, anclada en su ilusión de volver a ver a sus patronas, cada vez más lejos en su recuerdo... Y tuve que repetir -muy triste- el apodo que le puse, "La Puertóloga"
   El callejón ha sido la vivienda más popular entre la gente pobre de la Lima Republicana. De simple arquitectura, se basaba en dos hileras de cuartos a cada lado de un pasadizo de diferente anchura que terminaba en un caño común al que se adosaba una letrina y, con mucha fortuna, una ducha simple. En caso de existir muchas viviendas, se implementaban los mismos servicios en el centro del callejón, creándose así una suerte de separación social basada en la ubicación con respecto de los caños, lo cual daba origen a competencias y hasta disputas.
   Los cuartos eran toscas piezas de diferente tamaño en las que los residentes  instalaban tabiques de madera simple, cartones y hasta cortinas, para originar ambientes tales como la sala, el dormitorio o la cocina, y hasta un espacio más o menos privado, para necesidades e higiene personal. Un detalle muestra la habilidad de nuestro pueblo para sortear sus estrecheces: En donde las paredes de adobe eran lo suficientemente altas, se construía –sobre la altura de la cabeza de los residentes- una plataforma de madera, con escalera y baranda, la misma que se llamaba "Altillo". Allí terminaban alojando a los más jóvenes y a los invitados, siempre bienvenidos.
   Por supuesto que existieron variantes al callejón: Si los servicios de agua y desagüe estaban incorporados a los cuartos, se le llamaba Quinta, y si esta comunicaba dos calles se la llamaba Pasaje. Las vecindades de callejones, quintas y pasajes -fueron y
serán- los mejores exponentes de la vida ciudadana en la capital peruana en los siglos XIX y XX; prueba de ello son las expresiones musicales de cantantes y compositores que vivieron, amaron y sufrieron en sus predios.
   El callejón donde vivíamos no era muy grande: pasadizo a la izquierda y diez cuartos de diferente dimensión a la derecha, con el caño común casi al centro del pasadizo. Por mi parte, recuerdo sólo dos mudanzas en nuestro callejoncito, prueba de que la gente heredaba el derecho de uso de los cuartos, que siempre aumentaban con nacimientos de niños, que llegaban 'con su pan bajo el brazo' al decir de las viejas de esos tiempos.
   Mis recuerdos cuando pequeño, nacen con usted señora Conchito al mudarse, con su esposo al último cuartito, al fondo del callejón. Al señor Trelles, su esposo, lo recuerdo con mayor facilidad: delgado y rubicundo, muy educado, y como todos los señores de la capital, siempre de traje y corbata, con recortado bigote y sombrero de paño, elegante.
   Este caballero fue pronto conocido y apreciado entre los vecinos. A usted, en cambio, sólo la conocían mamá y alguna de las mujeres del barrio con quienes conversaba muy de vez en cuando. Para todas ellas usted era una hormiguita por su tamaño y laboriosidad, la misma que se notaba de ver lo impecable de ese cuartito, siempre oliendo a petróleo blanco, sustancia que se aplicaba regularmente al piso de tierra, para hacerlo más compacto y para evitar que se instalaran en él, pulgas que medraban en la tierra suelta o poco apisonada.
   Mientras crecía los dejé de ver porque nuestras órbitas coincidieron muy pocas veces. Aún así, recuerdo haber visto al señor Trelles rodeado de los borrachines del
barrio, con quienes consumió sus últimos años, trasegando licores de baja estofa, sin perder jamás la compostura.
   Para entonces usted ya tenía algunos años trabajando como Nana o ama de crianza de niños, en una de las familias adineradas de la llamada Gente Bien. Le ofrecieron el empleo por la dulzura de su trato y lo impecable de su aspecto. La señora estaba encinta y necesitaban alguien confiable para la crianza. Al nacer la niña se hizo cargo de ella para criarla y educarla cual si fuera de sus entrañas, a pesar de que usted jamás tuvo descendencia. Con el tiempo a su favor acompañó a su niña hasta el altar. Para encargarse luego de la hija de esta, sin preocuparle los años que pasaban y empezaban a pesar. Repitió entonces la asistencia a la ceremonia donde vió a esa  adoración de criatura vestida de blanco radiante, casarse con todas las de la ley. Dos años después, literalmente brincó de felicidad al saber que ella estaba encinta.
   Bastante mayor, le permitieron hacerse cargo de la bebita, pero a medida que esta crecía la fueron dejando de lado. Cuando la chiquilla bordeaba los trece pidió a la mamá que le quitaran a la Nana de su presencia, ya que sus amiguitas le habían dicho que olía a vieja.
   En viaje hacia las playas del sur, las patronas aprovecharon para deshacerse de ella. La decisión fue unánime. No la despedirían, la devolverían a donde ella pertenecía. No le dirían adiós, le dejarían un sobre con algo de dinero para que la fuera pasando. Al regreso de su temporada de playa decidirían. Y se olvidaron de la decisión, dejando en suspenso permanente lo que harían con ella...
   Fue un día soleado cuando la llevó el chofer de regreso a su cuartito. El callejoncito humilde la saludó, asfixiándola. Mareada por la desesperación, le preguntó al chofer cuando volvería para llevarla de regreso. El moreno grandote enmudeció y con la mirada en el suelo, le dijo que esperara a que las patronas regresaran por ella al volver del viaje. Y la dejó con sus sueños de saberse necesitada. 
   A los dos días le asaltó la idea de que estaban en camino a verla, y arregló diez veces el cuartito hasta dejarlo inmaculado. Conversó con las vecinas animadamente, para hacerles saber que le avisaran si veían a unas señoras de la alta sociedad que preguntarían por ella. Y empezó a describirlas y a contar la relación de familiaridad que tenía con ellas.
   Una semana después de su regreso, se apostó en la puerta de entrada del callejón a eso de las diez de la mañana, con la seguridad de que en media hora aparecerían. Permaneció varios meses apoyada en la puerta de calle –imperturbable- respondiendo a los saludos de los vecinos a quienes les hacía gracia tan peculiar espera. Fue así como acuñé para ella el mote de "Puertóloga", expresión que jamás la molestó ya que vivía en otro mundo.
   Pensaba en sus niñas para entretenerse. No permitió que el aburrimiento la invadiera: Rezaba en silencio para calmar a sus demonios. Cada sonido de automóvil que viniera de alguna calle cercana la convencía de que ya estaban  muy cerca. "Se apresuran por venir a verme, por eso hacen sonar el carro" repetía hasta el cansancio.
   Y la noche llegaba y la ciudad dejaba de danzar. Entonces, con tristeza sin límites, se acostaba después de rezar por ellas, para hacer que regresen a devolverla a sus vidas, lo cual era su vida, la misma que dejaba de guardia cada noche en el dintel de la puerta de calle, en espera insomne.
   El ritual se repitió por semanas y se extendió por meses. Salir a esperar sin desesperarse, pararse en un solo pie para destilar paciencia, conversar lo estrictamente necesario a fin de guardar las fuerzas para cumplir con la espera que se hacía soportable tan sólo por la idea de que "aparecerán cuando menos lo espere y me llevarán de nuevo a la casa y tal vez si hasta harán una fiesta por mi regreso". Confesión hecha en confianza a mi abuelita.
   Y sus ilusiones dormían arropadas, o a medio abrigar, según fuera el clima. Y pasaron mil garúas posándose en su pelo. De los vecinos, el que podía le hacía llegar un caldito de algo, o un caliente café ralo con un pan a medio endurecer. Y saludaba atentamente para preguntar si no habíamos visto a sus patronas, quienes –tal vez- se equivocaron de rumbo...
   Hasta que un día sintió que la abrumó el cansancio. Todo le cayó de un solo golpe: Las piernas se le agarrotaron, la fe se hizo pedazos, sus ojos empezaron a mirar a través de vidrios empañados. Fue tremenda la tristeza en su corazón que empezó a secarse al comprobar que se habían olvidado de ella, para siempre.
Como pudo llegó a su cama, A los dos días, la dueña de los cuartos, su comadre Rita, la fue a visitar para alcanzarle un plato de comida. La puerta estaba junta y ella permanecía en la cama sin moverse, con los ojos abiertos, agonizando sin aspavientos, dejando que su vida se fuera a perseguir recuerdos. No comió ni bebió para aligerar su viaje. No dijo nada. Sin quejidos ni reclamos, cerró los ojos como espantando esa lágrima atrevida que partió buscando la puerta del callejón.
La velamos en la sala de la dueña del vecindario y la llevamos entre seis para enterrarla en tierra de nadie. Amortajada por nuestro cariño se ubicó exactamente al norte de donde sus patronas la olvidaron sin ningún remordimiento...

Wilcharapa

Relatos FM

Mala noche


Era una noche horrible, a pesar de su aparente tranquilidad. Un par de moquitos de considerable tamaño revoloteaban alrededor del sofá en que me encontraba yo tendida leyendo un libro que me inquietaba más y más a medida que avanzaba en su lectura. Los insoportables mosquitos me picaban en las piernas y a cada instante tenía que rascarme para aliviar la picazón. Siempre que oía o veía demasiado cerca de mí a los insectos intentaba matarlos con mis propias manos sin éxito alguno. También se colaban en mis oídos, extremadamente sensibles, el tic tac del reloj de la cocina y el goteo de la cisterna del baño de la planta superior. Todos estos sonidos me hacían desconcentrarme constantemente. El gato dormía entre los cojines a la vera de mis pies sin enterarse de nada, y yo hubiera dado lo que fuera por ser el felino en aquel momento. La noche no se presentaba calurosa, pero me gustaba tener las ventanas abiertas para que penetrase en la estancia el escaso viento que hacía susurrar a los árboles en el exterior. Se oían afuera grillos y, de cuando en cuando, los suspiros del perro echado en el porche y los berridos de alguna oveja noctámbula desde la nave en que reposaban. Más allá, con un sonido apenas audible, distinguía los chorros de la piscina e imaginaba, con los ojos cerrados, que era el agua de un arroyo escurriéndose entre las piedras. Pero unos perros lejanos me sacaron de mi ensoñación con sus distantes ladridos y volví a tomar conciencia del zumbido de los mosquitos, el tic tac del reloj, el goteo de la cisterna, los grillos, el picor y las rugosas páginas entre mis dedos.
Y decidí que lo mejor era salir de allí cuando antes y prender fuego a la finca.

Nekane

Relatos FM

La hora de Gonzalo Ruiz


Como cada mañana, Gonzalo Ruiz llegó a su trabajo. Pasó por el hall del edificio, saludó a las recepcionistas y buscó el primer ascensor hacia la derecha. Era el que siempre utilizaba. En el décimo tercer piso caminó por un largo pasillo y tal su costumbre, se metió en la pequeña cafetería antes de ir a su oficina.  Se preparó un café con leche, le colocó azúcar y con la taza en la mano inició el trayecto hasta su puesto de trabajo.
Pero no alcanzó a llegar. La persona que lo interceptó era su jefe inmediato, un hombre joven al que doblaba en edad. Lo tomó del brazo como quien desea apartar a alguien para contarle una confidencia. La relación entre ambos no era la mejor. Lo sabían todos. A pocos años de jubilarse, con toda una vida dedicada a la empresa, Gonzalo creía tener el derecho de poder hacer observaciones a su superior, sin embargo, su jefe no las veía con buenos ojos.
Lo llevó hasta su despacho. Era espacioso, con paredes blancas, estanterías vacías y un enorme ventanal como corolario del escritorio. El piso tenía tanto lustre que cualquiera podía verse reflejado. El sol, al caer con todo sobre él mismo, se partía en brillantes haces que irradiaban en diversas direcciones.  El jefe se dirigió hasta su silla y se sentó con elegancia, al tiempo que abría uno de los cajones y sacaba un papel.
Gonzalo Ruiz esperaba que lo invitara a sentarse, pero su jefe no lo hizo en ningún momento. En cambio, arrojó el papel sobre el escritorio y, extendiendo una lapicera Parker en dirección a su empleado, ordenó:
—Firme.
Ruiz no quería acercarse. Intentó distinguir desde lejos lo que decía aquella hoja, pero la vista no era la de otros tiempos, y apenas si alcanzaba a ver el membrete de la empresa en la parte superior de la misma. Desde la silla, el otro hombre se mostró impaciente y repitió la orden.
— ¿Qué es? —inquirió Gonzalo, que anhelaba poder ir a su oficina cuanto antes.
—Solo firme —reiteró el jefe, remarcando las últimas dos sílabas.
No tuvo más remedio que arrimarse hasta el escritorio. Buscó en el bolsillo superior del saco los lentes de lecturas y se ubicó en una de las sillas más próximas. Tomó el papel sintiendo una sensación fría en el estómago. Con el mismo miedo, lo acercó para leer. Lo hizo en forma pausada, casi deteniendo la respiración. Repasó luego cada renglón con extrema concentración. Dejó la hoja sobre la superficie de madera del escritorio y miró a su jefe a los ojos.
—¿Por qué? —preguntó.
Solo atinó a observarlo. Mientras jugueteaba con un llavero en forma de cuchillo. Era el único sonido que se escuchaba en la oficina. Gonzalo Ruiz no lo soportó más. Se puso de pie bruscamente, desplazando la silla hacia atrás, se apoyó con ambas manos en el escritorio y en un gritó exclamó:
— ¡Por qué!
Su jefe apenas se inmutó. Enarcó las cejas, guardó el llavero en un bolsillo y se puso de pie. Ruiz pensó que daría la vuelta al mueble que se interponía entre ambos e iniciarían una riña, pero en cambio, caminó hacia el vasto ventanal que los separaba del exterior, a trece pisos de altura, y se detuvo pensativo, mirando más allá del paisaje que la vista le mostraba, como quien observa el horizonte solo para encontrar su propio interior.
—Venga —le dijo, dándole la espalda.
Gonzalo dudó. Sentía la furia en su pecho, la mano aún temblorosa, aquella que había sostenido el papel que debía firmar. Se imaginó acercándose, empujándolo sin piedad, estampándolo como una mosca contra el vidrio. En su mente era capaz de hacerlo, a pesar de la edad, de su comportamiento siempre cauto. En algún punto de su ser, sabía que esa minúscula cuota de maldad que se necesita era probable.
Pero no lo hizo. Solo avanzó hasta situarse cerca de su jefe, mirando también hacia el otro lado del cristal. De alguna forma, respiraba ya más sereno, controlando así el impulso agresivo que lo había asaltado segundos antes.
—Mire por encima de todos esos edificios —le dijo su jefe—, vea cuán alto deben ir los pájaros para no chocarlos. No calcule la altura, no entre en detalles, así es como se pierde tiempo en la vida. A ninguno de esos pájaros le dan a elegir. Si no van alto, se estrellan. Ninguno de ellos discute, van hacia delante, aceptando los contratiempos. Usted no es como ellos. Usted choca siempre, a cada instante. Duda de la autoridad, de las órdenes, no le interesa volar alto, solo planear en lo seguro. Pero los tiempos cambian Ruiz, vaya que cambian. Todo se vuelve más complejo, se erigen edificios donde no los había y hay que adaptarse a lo nuevo, no queda otra, no hay otro remedio. Es así Ruiz, créame que a mí tampoco me ha gustado entregarle esa hoja, pero uno debe informar a la gerencia y es la gerencia la que toma esas determinaciones.
Recién allí buscó con la mirada a Gonzalo Ruiz.
—No quiero rencores Ruiz. Usted ha hecho mucho por esta empresa y le ha dedicado la vida. Pero es hora de otros aires. Firme por favor.
En ese instante a Gonzalo parecieron pesarle de repente todos los años de su vida. Las arrugas se hicieron más profundas, la espalda más encorvada, el cabello más opaco y sin brillo. Su figura se redujo, como si se marchitara. Su jefe trajo el papel que había quedado sobre el escritorio y puso en la mano casi agarrotada de Ruiz la Parker azul.
—Firme Ruiz.
Y Ruiz, que apenas podía sostener la lapicera, hizo un garabato extraño sobre la hoja. Era su firma, o al menos, la forma en la que pudo hacerla. La Parker cayó al suelo, ya no pudo sostenerla. El metal que recubría buena parte de la misma repiqueteó en el piso lustroso, mientras giraba sobre sí misma y se alejaba de los dos. Terminó su breve periplo a medio metro, al chocar contra una pila de ropa. Con el último vestigio de comprensión, Ruiz supo que aquello amontonado era su pantalón, sus medias, su camisa, su corbata, su saco...
Su jefe se acercó a la ventana y abrió uno de los paneles. La brisa fresca penetró con encanto y Ruiz sintió como se erizaban de emoción sus plumas.
—Adiós —le dijo su jefe, mientras él levantaba vuelo. Agitó sus alas y se fue en una exhalación, ya sin saber cómo responder a ese extraño sonido formulado por el humano en la habitación.

Anderson