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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

Lilia


Quedé en casa como todos los días, sola. Todos se fueron a trabajar sin siquiera saludarme, con la mirada me lo decían todo: que soy haragana, que no quiero levantarme, que no quiero estudiar, que quiero vivir todo el día en casa mirando televisión y comiendo. Y no sé qué me pasa. Es verdad, no tengo ganas de nada, no quiero hacer absolutamente nada. Hasta pensar en limpiar mi cuarto me cansa. Ayer fue terrible para mí. Con un poco de fuerzas y tratando de hacer algo que no fuera comer, miré una película en televisión. Y esa película me aclaró bastante mi situación.
Cuando llegó mamá, papá y Fede, mi esposo, los tres al mismo tiempo dijeron: ¿Qué? Ah, claro, para mirar televisión estás bien. Primero papá se acercó y me habló que de esa manera y con esa actitud no iba a salvar mi matrimonio, que tenía que entender que no podía estar todo el día en la casa, no limpiar y ni siquiera esperar a Fede con un plato de sopa. Que Fede ya estaba llegando al punto final de la comprensión y la paciencia y que Fede ya no quería llegar a la casa y tener que cocinar para los dos.
Cuando le dije que no sabía qué me pasaba, pero que no podía, no era que no quería, que realmente no podía, papá pareció perder la cordura, me apretó el brazo y al oído pero enojado me dijo que me levantara en ese mismo momento, que le diera un beso a Fede y que me fuera a la cocina y empezara a hacer algo productivo y que ayudara a mamá que ya estaba pelando las papas. Pero no me pude levantar del sillón.
Fede se acercó tratando de hablar conmigo, me empezó a contar su día de trabajo, las situaciones que había vivido ese día, como su jefe lo había tratado mal pero luego se acercó con un gesto bondadoso, y me dijo: ¿Me estás escuchando? Se levantó bufando y se fue. Escuché que le dijo a papá: Siempre lo mismo, le hablo y su mirada y su mente anda por otro
planeta.
Mientras las papas se cocinaban mamá se acercó con una sonrisa, me tomó de la mano y se quedó en silencio a mi lado. Después de unos minutos, intentó llevarme a la cocina. Yo traté de explicarle que no podía ni siquiera levantarme del sillón, que estaba muy cansada y que lo único que quería era ir a dormir. Se lo expresé a media lengua, pero ella me dijo: ¿Cansada de qué? Si no hiciste nada en todo el día. Se fue a la cocina con pasos rápidos y fuertes. También se había enojado.
Cuando la cena estuvo lista, mamá me llevó de la mano a la mesa. Me senté pero no quería comer. Hasta el olor de la comida me hacía mal. Como todos me miraban a mí y no sacaban la mirada de mis movimientos, decidí que trataría de complacerlos y comería un poquito e intentaría hablar con ellos. Con esfuerzo le pregunté a papá como le había ido todo el día en el taller donde trabajaba.
Papá me miró asombrado y empezó a contarme que pudo arreglar el viejo auto negro del tío Pepe. Ahora una pequeña sonrisa salía de su boca. Con esfuerzo le pregunté a Fede el motivo del enojo de su jefe. Me dijo que ya me lo había contado y que yo no presté atención. Un silencio sepulcral recorrió el espacio en ese  momento. Mamá trató de salvar la situación empezando a contarme cómo había aprendido a hacer las papas en el microondas, solo 7 minutos en una bolsita especial y listo. Y que eso era fácil para que yo lo hiciera. Que no tenía que esperar mucho tiempo, mientras Fede llegaba a casa después del trabajo yo podía preparlas. Era el tiempo exacto mientras Fede se cambiaba de ropa y se sentaba a la mesa.
¡Si mamá pudiera entender que no me importaban las papas, que no me importaba la comida, que no me importaba el auto del tío Pepe! Trataba de recordar las palabras del doctor cuando me dijo que todos los análisis estaban bien, que no tenía problemas físicos y que lo único que tenía que hacer era ponerme a hacer "algo", como si ese "algo" fuera algo fácil. Que empezara con pequeñas cosas, que caminara media hora por día, y varias alternativas para que se me fuera ese desgano.
Todo lo intenté, pero nada funcionó. Caminé la media hora diaria sugerida, pero volvía a casa peor que antes. Era un agotamiento, un cansancio que no lo podía explicar. Pero todos me animaban a que lo haga y me decían que eso era bueno, que al otro día estaría mejor. Pero no era así, estaba igual o peor. Creo que con menos ganas que antes. Todo esto lo pensaba mientras terminaba la cena, con Fede mudo, papá que retomaba el tema del auto del tío y mamá que hacía preguntas tratando de mantener un diálogo para que yo participara de la conversación.
Fede se levantó y se fue a mirar fútbol pero no dejó de decirme en forma bien irónica: Espero que no te molestes que voy a usar la televisión. Pero si te molesta, no miro fútbol, me voy a dormir y tú mira otra película. Por supuesto no esperó mi respuesta. Papá se fue con él. Mamá se dirigió a la cocina a lavar y arreglar todo y yo quedé allí sentada sola, abrumada por las indirectas y los pensamientos inconclusos y sin respuesta.
Allí sentadita, dije con voz fuerte: Tengo fatiga crónica. Lo escuché en televisión. Tengo todos los síntomas. Estoy enferma. No estoy loca. No soy haragana. Tengo fatiga crónica.
Mamá vino de la cocina corriendo diciéndome que me calle, que no diga nada, que me acompañaba a la cama así descansaba y que seguramente a la mañana siguiente estaría mejor. Lilia querida, por favor, no digas eso, me susurró al oído. Papá me miró en forma fulminante y me vociferó que esa enfermedad no existía. Que yo era haragana y que quería que me atiendan todo el tiempo. Y que ellos habían hecho todo por mí, una buena educación, una casa confortable, y que no entendía por qué hacía eso, de creerme una princesa sin compromisos ni obligaciones. Y si bien nunca habíamos sido ricos, tampoco habíamos sido pobres. Fede fue a la habitación y a los pocos minutos salió con un bolso. No dijo nada. Nunca más lo volví a ver.

Aniceto

Relatos FM

Se busca autógrafo y sostén


Nikita, bajista del grupo de rock alternativo "Pared de pelos sudados", mejor conocido por sus siglas PDPS, ha estado sufriendo el acoso continuo de un fanático, de esos intensos que le invadió el domicilio y la despojó de su privacidad. La policía suele decirle como para consolarla, pero sin lograrlo realmente: Bueno, si no hay evidencia física de violencia no podemos hacer nada por usted, señorita.
Así, asustada y ya preocupada porque en días pasados una de sus camareras descubrió sus sábanas en desorden...un día que ella ni siquiera durmió en casa, se encontró con que el desconocido tenía sus llaves y la esperaba, muy calmadito, echado en una de las tumbonas alrededor de la piscina templada.
-Niki...eres más bonita que en los afiches.
Tembló de pavor y no era el himno nacional.
-Ah, gracias.
Sonrió de medio lado para no empeorar las cosas y su "fan", quien bien a las claras estaba loco o drogado, se le acercó, le pasó una mano por la mejilla y luego, más audaz, le tocó un seno sobre la piel de la ropa. Nikita tragó saliva, sudó sangre como Cristo en el Getsemaní y trató de recordar todas las oraciones que le enseñara su madre cuando todavía era una niña inocente.
-¡Son naturales! ¿De verdad? Pensé...ya sabes...que serían de silicón.
-No, son mías, de nacimiento, no tengo nada falso en mi cuerpo, miento, si tengo. Los lentes de contacto, me los pongo color violeta para parecerme a Liz Taylor.
-¿Y cuál es su color real? –siguió preguntando el enajenado con vocecita meliflua a lo Hannibal Lecter.
-Azules, como los de mi padre.
-¿Dónde duermes? –volvió a preguntarle aquel hombre que la miraba con ojos hambrientos.
-Arriba, en la mezzanina.
-Yo sé donde es. Me he acostado ahí cuando tú no estabas. Tranquila, no he hecho nada malo en tu cama, te lo juro. Sólo me acosté y me arropé con tus sábanas, con tu olor impreso en ellas. Te doy mi palabra que eso fue lo que hice.
Tomó una de sus manos y la besó con fervor de misionero cristiano.
-Tus manos son un prodigio Nikita. Hasta los grandiosos Les Claypool y Mark King lo reconocen, dicen que eres tan buena como ellos, una verdadera diosa del slap.
-¿Si, eso dicen?
Se asombró realmente; su gente de prensa nunca le había contado.
-¿Te puedo robar un beso?
-¿De que tipo? Mira y tú como te llamas, que haces.
-Altair, como la estrella más brillante de la constelación del Águila.
La tomó de la cintura y la besó en la frente y sobre los párpados, Nikita estaba al borde de un colapso, pero amaba la vida y estaba segura que si negociaba con el orate algo podría lograrse.
-Soy programador de juegos para Internet pero es un trabajo de mentira, sabes, que no me produce ningún placer. Realmente soy hacker, y muy bueno además. Mi especialidad son las redes sociales, por ellas llegué hasta ti. No me costó mucho conectar tu computador al mío después de eso.
Siguió escrutándola detalladamente con sus ojos de psicópata de Hitchcock
-Te miro y me dan ganas de tantas cosas.
-No me digas porque a mi también... ¿Jugamos Uno o Telefunke?
La rockera se estaba imaginando violada, matada y vuelta a violar; una perspectiva inaceptable.
-Y si me das una prenda tuya. Te voy a confesar algo Niki, la primera vez que me metí aquí, en tu casa, me llevé un recuerdo.
-¿Y fue?
-Un par de pantys...de las pequeñitas.
Con todo el dolor del mundo, Nikita se imaginó el tanga rosado en manos de su maniático. Lo peor, era de algodón, sus favoritos.
-Podríamos bañarnos juntos ¿No crees?
-¿Con este frío?
Fue todo lo que se le ocurrió decir en mitad de su desesperación, pero darle conversación a aquel hombre perturbado le dio tiempo para ser rescatada. Y no por la policía precisamente, sino por un detective privado que dispuso la disquera para su protección. De Altair se supo que se le escapó a los de la ley cuando trataban de llevarlo a la jefatura...nunca lo encontraron, y ahora Nikita es acosada por otro fanático que le escribe mensajes donde dice más o menos esto: "Quiero ser la tira de tu sostén o el relleno de tu push up".
De fetichistas está lleno el mundo.

Ollín

Relatos FM

Los ojos de la noche


   Estuvo andando toda la noche. El sendero por donde transitó no lo reconoció como una calzada. Ni siquiera como un camino empedrado. No vio ningún coche. No se cruzó ningún ciclista de aquellos que bordeaban el pantano y que tantas veces se entrometieron en su paso hasta casi hacerle salir de la carretera. Tampoco tuvo que sortear a la lechuza con la que hizo migas a base de encontronazos.
   «Que mala es», se dijo entre estentóreos suspiros.
   La muy ladina permanecía callada en la penumbra acechándolo con la mirada. En el cielo, el ojo grande que iluminaba toda la hojarasca, arrojada por aquellos árboles que nunca le dijeron nada, que nunca se movieron cuando pasó a su lado, se reflejaba en la mirada de la lechuza. Ese ojo cambiaba de color cuando la luz irrumpía en la pradera y entonces todo se veía más claro. Los hombres del campo la llamaban "la luna". Pero otros le decían "el sol". Supo que el nombre lo cambiaban según fuese de día o de noche. Ella los llamó los ojos de la noche.
   Un día, cuando la luz fuerte brillaba en lo más alto del cielo, ella se acercó, como siempre, a la casa de madera y se subió a ese árbol viejo que perdió las hojas por el fuego. Escaló hasta la cima y miró hacia casa. En su interior solamente había silencio. La mujer de pelo lechoso que siempre canturreaba mientras pasaba la escoba, esa con la que la mujer joven la sacaba de casa a golpes, no estaba. Estuvo tentado de quedarse dormido en las ramas, pero el hambre le atornillaba el estómago y lo obligó a bajar hasta el prado y entrar en un granero que hacía tiempo dejó de oler mal. Al descender vio dos pájaros, más pequeños que la lechuza. Estaban distraídos picando el suelo y engullendo unas cáscaras de pipa que los colegiales tiraron la tarde anterior. Recordó como aquellos chicos le lanzaron piedras cuando la vieron pasar y se rieron de forma atroz, mientras él buscaba un escondite donde refugiarse hasta que se cansaran del acoso. Por suerte dejó de venir aquel muchacho más mayor que portaba una escoba negra por donde disparaba pequeñas piedras duras que se le clavaban en el lomo y lo hacían llorar. Se fijó en esos dos pájaros mientras picoteaban incesantes el frío suelo. Se acercó lo más lentamente que pudo. Contuvo la respiración y tensó los músculos de sus brazos y de sus piernas. Pero llegó tarde. Echaron a volar a una velocidad vertiginosa y se posaron asustados en las ramas del viejo árbol. No entendió como ellos podían saltar tan alto y mantener el brinco tanto tiempo sin tener necesidad de bajar al suelo.
   Y la casa seguía vacía y la mujer mayor no salió fuera, como hacía siempre, a dejar el cuenco de comida en la entrada. Ella estaba muy triste desde que el hombre viejo dejó de mover su estómago para respirar. Él era bueno. Por las noches, cuando las hojas de todos los árboles se caían al suelo y necesitaba arrimarse a la lumbre para calentarse, el hombre se sentaba en un viejo sofá de paja y se echaba a la boca una fina rama que no paraba de soltar humo. Luego, cuando terminaba de chuparla, de su boca exhalaba ese mismo humo y se amodorraba junto al fuego. Cuando él le acariciaba el lomo sentía sus manos fuertes y callosas y olían a fuego. Entonces la mujer mayor le traía una bandeja de madera con comida y él se acercaba a olisquear aquella carne tan sabrosa, pero el hombre lo apartaba de un manotazo y le reñía. Pero la vieja era lista y sacaba un cuenco sucio lleno de despojos del día y se lo ponía al lado del sofá de paja.
   «Ten bonito, esto es para ti».
   Los dos ancianos hablaban de cosas incomprensibles. Reían. Luego, cuando el ojo del cielo estaba en su punto más álgido, la lumbre se secaba y el viejo se levantaba de su poltrona. Él aprovechaba la ausencia del anciano y de un brinco se aposentaba en el mullido cojín de paja. A través de una cristalera veía fuera como la lechuza merodeaba en el árbol seco. Sus ojos seguían brillando a través de los ojos de la noche, pero en el cojín no tenía miedo. Estaba tranquilo y seguro.

   Un día, cuando la lumbre llevaba tiempo sin encenderse y el prado estaba lleno de flores, el viejo dejó de mover el estómago. Sus ojos se cerraron y su cuerpo se quedó frío. Se frotó varias veces en sus piernas y le mordisqueó el dedo gordo del pie, ese que no cubría el calcetín. El hombre no dijo nada y ni siquiera se quejó. Cuando entró en la estancia la mujer del pelo blanco gritó con furia. Los ojos de la noche vertieron agua en el suelo y su boca se llenó de babas. Ese fue el último día que vio al hombre. Su sillón de paja se quedó vacío y cuando el ojo rojo iluminó el cielo se posó sobre él, pero ya no olía a humo.
   Y la anciana dejó de sonreír, pero siguió trayendo cuencos de comida que dejaba en la entrada de la casa.

   Pasado un tiempo, un día que los árboles se movían frenéticamente y que el polvo de la carretera se arremolinaba en la entrada de la casa, él quiso agradar a la mujer vieja y se sentó en su falda. Nunca lo dejó entrar en la cocina, pues se exaltaba cuando brincaba sobre los fogones y le daba manotazos en la cabeza para que bajara al suelo. Hacía ya tiempo que supo que eso no estaba bien, pero aún así seguía intentándolo. La anciana lo cogió por los brazos y se lo puso en el pecho. Su rostro estaba arrugado y esas lágrimas que le dejó el viejo seguían supurando. La vieja empezó a hablar pero él no la entendió. Luego lo besó en la frente y abrió una enorme lata de carne que volcó sobre el cuenco de madera. Al principio sintió pena por ella, pero su estómago no podía esperar más y se dedicó a vaciar el cuenco con celeridad. La mujer se sentó en una silla de mimbre de la cocina y lo miró.
   Ese día los dos supieron que eran lo único que tenían en este mundo.

   Los pájaros ya se marcharon de las ramas del árbol seco y la puerta de la vieja casa siguió abierta. El estómago crotoraba incesante y buscó con la mirada el cuenco de madera en la entrada. Ni siquiera podía oler esa carne tan buena que la mujer vieja sacaba de vez en cuando. Atravesó la puerta cautelosa, pues sabía que a ella no le gustaba que hurgara en sus cosas. Llegó hasta la cocina y aprovechó la ausencia de la mujer para recorrer el mueble, ese al que nunca le dejó subir. Luego, cuando el estómago no la dejaba en paz, subió las escaleras hasta el pasillo donde siempre la echaba a escobazos aquella mujer joven que se parecía a la mujer vieja. Por suerte ella no estaba. Vio la puerta mal cerrada de la habitación. La abrió de un zarpazo. Lo primero que llamó su atención era esa figura de madera tallada encima de la cama con los brazos en cruz. Estaba demasiado alta como para poder olerla, pero ya había visto en varias ocasiones como la mujer y el hombre viejo la olían de cerca y murmuraban palabras silenciosas. Luego se pasaban la mano por la cara y el pecho.
   Oyó a la mujer vieja. Sintió su voz llamándola y se alegró tanto que su cola empezó a golpear el suelo. Ella estaba echada en la cama, pero no se levantó como hizo otras veces. Su mano se movía y pensó que quería jugar, pero tenía tanta hambre que no le echó cuentas y se dedicó a maullar enérgicamente reclamando el cuenco de comida. Los ojos de la mujer estaban cerrados y las gotas de agua de su cara se habían secado. A través de la ventana vio el reflejo del ojo blanco que alumbraba los pastos cuando el ojo rojo se escondía. La lechuza también estaba allí. Entonces la mujer vieja dijo algo, pero como no pudo entenderla se acercó hasta ella y se acurrucó a su lado. Su cuerpo ya no estaba tan caliente y sus dedos no le acariciaban el lomo. Estuvo allí hasta que la lechuza se marchó y se dio cuenta de que algo de aquella mujer se fue con ella. Le mordisqueó la mano para hacerle entender que tenía hambre, pero la mujer ni siquiera movió sus ojos. El estómago ya no levitaba y se acordó de que al hombre viejo le pasó lo mismo y desde entonces no lo volvió a ver.
   Como allí no había comida se fue. Y estuvo andando toda la noche, mientras el ojo brillante inundaba el cielo de pequeños puntos parpadeantes. La pradera rezumaba olor a hierba fresca. Buscaría al hombre y a la mujer en otro sitio. Y entonces ese sitio sería su hogar.

Nabetse

Relatos FM

La nada


Apenas abrí los ojos, supe que algo había salido mal. No tenía que haber recuperado el conocimiento tan pronto, ni mucho menos haberlo hecho en ese extraño e inquietante lugar. Mientras trataba inútilmente de levantarme, me pregunté donde estaría y por qué no había nadie más junto a mí. "Quizás -me dije abandonando toda esperanza de ponerme de pie-, ellos sólo se han retrasado un poco y no tardaran en aparecer a mi lado."
Pero, conforme las horas pasaban (aunque nada a mí alrededor podía garantizarme que esto era cierto) y mi espalda comenzaba a dolerme por estar demasiado tiempo recostado sobre una superficie amorfa y anormalmente fría, mi esperanza en que ellos pronto llegarían empezó a desfallecer.   
No tenía idea de por qué se estaban demorando tanto. Siempre creímos que apareceríamos todos juntos y en el mismo lugar. Aunque ninguno de nosotros tenía la certeza que sucedería de ese modo, yo tenía el presentimiento que así sería y si a lo largo de mi vida hubo algo que aprendí, era que los presentimientos nunca fallaban. 
Entonces ¿Por qué estoy solo? –exclamé en voz alta, pero ningún sonido audible salió de mi garganta, al menos ninguno que yo pudiera oír. ¿Qué me pasa?, volví a decir con voz fuerte y clara, poniendo toda mi atención en escucharme, pero una vez más no lo logré. Podía sentir no sólo a mis labios moverse, sino también a mis cuerdas vocales funcionando a la perfección, pero por más que me esforzaba, no podía oírme. "Tal vez –pensé, sintiendo un escalofrío recorrer todo mi cuerpo-, me he vuelto completamente sordo." Aterrado traté de imaginar como sería mi vida de ahora en adelante, pero no pude. Siempre creí que todos deberíamos morir antes de padecer terribles enfermedades. De pronto reparé en que ya no tendría que preocuparme por esas pequeñas nimiedades, como lo eran la sordera, la muerte o la vida. ¡Yo –pensaba mientras iba sintiendo un delicioso y placentero aletargamiento en todo mi cuerpo-, ya me encontraba más allá de todo eso!
Sólo después de muchas horas o días (no estoy seguro) de permanecer inerte en medio de la nada, inmerso en una realidad que me era totalmente ajena y sintiendo con cierta aprensión, como todo mi ser se iba disolviendo poco a poco, hasta convertirse en algo casi insustancial, comprendí que mi destino final sería ese: "formar parte de La Nada".   
Aunque debo admitir, que al principio me costó mucho asimilar esta terrible verdad, con el paso del tiempo llegué no sólo a acostumbrarme al insondable entorno en el que ahora me encontraba, sino también a la sensación casi palpable de sentir como me iba diluyendo en él, sin otra cosa que pudiera hacer que esperar pacientemente a que todo esto acabara. Pero ¿Cuánto más iba a durar? ¿Quién podría saberlo? ¡Al menos yo no! Yo y no había duda de ello, debía permanecer yaciendo irremisiblemente boca arriba, completamente inerme y con la mirada aletargada de tanto observar La Nada.   
A la mañana siguiente, los pobladores de una pequeña ciudad del sur despertaron consternados por la noticia del envenenamiento de tres ancianitos, dos de los cuales pudieron ser salvados gracias a la oportuna intervención de los médicos del hospital local. Los sobrevivientes al ser interrogados, explicaron que los tres eran muy amigos desde hacía siete años, fecha en la que ingresaron al asilo municipal. Contaron además que días antes tomaron la decisión de suicidarse al ser diagnosticados con cáncer terminal. 

Yavana

Relatos FM

¿Qué ves cuándo te miras al espejo?


Nada me gustaría más que decirte que estoy bien. Pero es imposible, así que no te diré nada y, si no me preguntas, tal vez jamás llegues a darte cuenta de qué me está ocurriendo.

Al principio no temí que esto llegase tan lejos, pensé que pasaría, que acabaría por quedar en un susto sin importancia del que no recordaría nada pasados unos meses. Mientras tanto, me esforcé en que no me notases diferente, en que siguieses pensando que nada había cambiado en mí.

Para ello me aprendí nuestra casa palmo a palmo, y por eso tuve que quedarme tantas horas despierto por la noche, trazando planos en mi mente y ajustando los espacios exactos que hay entre la mesa del comedor y el sofá grande, entre la puerta del baño y la esquina que desemboca en nuestro cuarto, entre cada obstáculo y cada recodo.

Estudié mis posturas y las tuyas, escuché la radio con los ojos cerrados aprendiendo a centrar la mirada en una voz que no veía, corrí a oscuras por la casa cuando tu no estabas, hasta no tropezar con nada, me preparé lo mejor que pude para mi actuación.

Cuando me preguntaste si estaba enfermo porque algo percibiste, me hubiera gustado responderte: Lo estoy, pero de una forma especial, no voy a morirme....."

La realidad me golpeó de pronto una mañana de hace casi un mes, es curioso que mi farsa se haya extendido tanto tiempo.... me levanté a oscuras procurando no hacer ruido para no despertarte, porque trabajas demasiado y se te ve cansada, y fui al cuarto de baño, sin dar la


luz, para que el reflejo no te hiciese creer que era el sol que ya había salido y tocaba levantarse a batallar un día más. Me metí en el baño y lo noté más oscuro que de costumbre, y no fui capaz de manejarme en tinieblas para ducharme rápido. Sentí de pronto un miedo turbio y presioné el interruptor de la luz, asustado de que sucediese lo que sucedió. Que ya no veía.

Esperaba ese momento desde hacía tiempo, y sin embargo me sorprendió tanto como si mis ojos hubieran muerto de la noche a la mañana; conseguí calmarme, apenas lloré, y decidí firmemente que no quería asustarte, decidí seguir adelante con mi plan perfecto, para que no dejaras de quererme. Volví a la cama y me revolví entre las sábanas ahogado. Tú, te moviste y me preguntaste si todo andaba bien. Te dije que me sentía mareado y no iría a trabajar, y te pasaste el resto del día cuidando de mí, acariciando mi frente despacio y hablándome de mil cosas, mirándome a los ojos.... y yo imaginando los tuyos.

Al día siguiente tampoco fui a trabajar, ni al otro, y tú, no comprendiste por qué no quería ir al médico para ver qué me pasaba. Hice como si no sucediese nada, y cada mañana me encerré en el cuarto de baño, con la luz dada, a mirarme en el espejo y nunca veía nada. Imaginaba mi cara larga, y mi pelo, y ponía gestos que no terminaban de dibujarse en mi reflejo, entrecerraba los ojos para menguar mis pupilas a ver si lograba distinguir algo, aunque fuese una sombra, pero nunca más vi nada.

No me notaste que estaba ciego porque me movía por la casa con completa libertad por lo bien que la había memorizado, y jamás golpeé una mesita ni me desorienté de camino al cuarto. Continué acariciándote el pelo,  cogiéndote las manos, y diciéndote lo guapa que eres, aunque ya no te veía.



Tuviste que descubrirme por lo ligera que eres, porque parece que vuelas en vez de caminar.

Una de esas mañanas en las que me esforzaba por verme en el espejo del baño, ese ingrato que ya no me dejaba distinguir mi rostro, entraste en el baño y yo no te oí, y seguí hablándote como si estuvieras muy lejos de mi cuerpo y no dejé de poner caras en el espejo ciego como yo, y me froté los ojos sin poder evitar la angustia que me inundaba cada vez que entraba a mirarme.

No sé qué decirte ahora. No quise engañarte, sólo pretendía evitar que dejaras de quererme por ser ciego, por no poder seguirte con la mirada, por no verme en el espejo de nuestro baño.

Espera.... ¿estás aquí, oyéndome, o te has marchado?

Lonely Tree

Relatos FM

Bajo el agua
               

1.
   El viento resuena en mis oídos, terrible. Los pinos se doblan ante la ventisca como si fueran  briznas de hierba. Y el viento... el viento ensordecedor ha ahogado mi grito ante esta visión. Estoy al pie del bosque en la orilla helada del lago. El reflejo oscuro de algo bajo el hielo me ha hecho agacharme, quitar la nieve que se convierte en hielo y distinguir perfectamente los contornos de una figura bajo la superficie congelada del agua. Ésta, se muestra esbelta, delimitada nítidamente bajo el hielo, desnuda. El cuerpo de la mujer se mueve un poco bajo el agua, desciende, se aleja de mí hacia la profundidad. Me agacho más, pego mi cara al hielo...y asciende caprichosamente por las corrientes del lago, chocando su rostro contra la superficie congelada a escasos centímetros de mí...y veo sus ojos. Sus ojos azules muy abiertos mirándome sin ver.
   
   -¡Virginia!-grito.
   Grito. Y solo se escucha el viento. Solo el viento.
   Creo perder los nervios. En mi mente me veo gritar, correr, llorar... No hago nada de esto. En el último instante logro contenerme. Pienso en Rosa y en Eva, mi hija.
   Nada existe, solo frío y nieve. No existe el dolor ni ningún sentimiento de tristeza, pérdida o desesperación. Me limito a romper el hielo con mi cuchillo. Tardo mucho en estas condiciones. Consigo hacer un hueco por donde alcanzo uno de sus brazos y asir su cabeza. Tiro, logrando sacarla del agua. El cuerpo desnudo y sin vida de Virginia me parece enormemente pesado. La dejo un momento sobre la nieve para recuperar el aliento. – Tan sólo un segundo, Javier, tan sólo un segundo- me digo. Entonces miro su cara, con mis dedos enguantados intento cerrar sus ojos brutalmente abiertos, obscenos ante la muerte, pero no puedo: sus pupilas están congeladas y me es imposible cerrar sus párpados. Luego, miro las dos heridas aparentemente iguales a ambos lados de su cuello, en la base de éste, sobre sus clavículas. Introduzco un dedo por una de ellas. Compruebo su profundidad y la matemática exactitud con la que han sido hechas. Después, continúo mi tarea y arrastro el cuerpo hasta el bosque.
   Las estrellas aparecen entre la tempestad que comienza a ceder pero sé que solo es un engaño, pues el viento no cesará, jamás lo hará. El viento ha venido para quedarse, eternamente. Quedarse y volverme loco.
   Tardo más de una hora en volver a casa. Entro con cuidado. Intento parecer normal aunque quizás mi cara está desencajada en una mueca de espanto. Al cerrar la puerta el sonido exterior aún se puede sentir, inexpugnable. Me quito los guantes, el abrigo y las botas. Escucho a Rosa en la cocina, me asomo y la saludo rápidamente intentando modular la voz con normalidad. Ella no me mira sino que sigue cortando unas verduras sobre la encimera de la cocina. Permanezco frente a ella durante unos segundos. La veo cansada, esforzándose como si le fuera la vida en que los trozos de verduras sean lo más finos posibles. Enciende el horno para que tome temperatura y abre el frigorífico. Se queda mucho tiempo mirando el interior de éste como si mirara algo que solo ella puede ver allí. Está descalza. La pintura roja de las uñas de sus pies está descascarillada
   -Rosa.
   Me mira. Pero sigue abstraída, mirándome sin verme. La piel de su cara es tan fina y está tan hundida en sus mejillas que parece que fuese a rasgarse por sus pómulos afilados en cualquier momento. También profundas arrugas surcan su frente.
   -¡Rosa!- repito, ahora más fuerte.
   - ¿Qué?- dice volviendo a la realidad.
   -Rosa, estás descalza. El suelo está congelado.
   - Ah...- murmura mirando sus propios pies como si fuesen algo ajeno a ella y como si no pudiese hacer nada al respecto. Luego saca del frigorífico un salmón en un recipiente de cristal, lo pone sobre la encimera y con el cuchillo de cortar las verduras aún en la mano, se dispone a comprobar la temperatura del horno.
   Yo me dirijo a la habitación de Eva. Tiene la puerta cerrada. Toco. No responde y con cuidado abro la puerta. Eva está sobre su cama sentada sobre sus piernas cruzadas. Noto el bochorno seco de la habitación. Ha puesto la calefacción al máximo y viste solo un pantalón de algodón y un sujetador blanco que cubre sus jóvenes pechos. Tiene los auriculares puestos y con una mano sujeta un cuaderno y con la otra acaricia una de las dos grandes cicatrices que tiene en la base del cuello, sobre sus clavículas.
   Desde sus auriculares puedo oír las notas de las guitarras distorsionadas de la canción que escucha obsesivamente desde hace días: Debriefing. Entonces se percata de mi presencia, me mira y rápidamente se quita los auriculares y se pone la camiseta oscura que había sobre la cama, ocultando así sus pechos y las cicatrices.
   -Papá...no te había oído entrar...
   -Hola Eva. ¿Cómo estás?
   - Bien papá, bien... y mientras me dice esto un grito resuena desde la cocina. Corro hacía donde está Rosa.
   Me planto en la puerta de la cocina Rosa está junto a la pared, como paralizada y con sus manos abiertas tapa su boca también abierta después de aquel grito desgarrador. Las verduras cortadas están esparcidas por el suelo junto al cuchillo y un plato roto. Y allí está el salmón retorciéndose sobre el suelo lleno de pequeños trocitos de zanahoria y col. Se flexiona dando saltos y coletazos terribles contra los muebles de la cocina. Siento ahora a Eva a mi lado, respirando agitadamente. Alcanzo el cuchillo en el suelo y me abalanzo sobre el pez que me golpea en el estómago al intentar asirlo. Logro sujetarlo con la pierna y le clavo el cuchillo en la cabeza. Me separo de él y el salmón poco a poco deja de moverse. Solo ya abre y cierra la boca como queriendo respirar un oxígeno imposible para él hasta que por fin se queda inmóvil. Eva entonces con los ojos encharcados en lágrimas se arrodilla frente a él. Lo coge y lo acuna contra su pecho como si fuese un bebé. Rosa emite un sonido apagado como un lamento sin fin.
   -Eva no, otra vez no...- creo entender que dice.


2.
   He estado pensando mucho últimamente en Virginia. Siento el peso de su muerte sobre mí aunque yo trato de convencerme de que no tuve nada que ver al respecto. En el fondo de mí mismo sé que esto no es cierto. Sé que todo es responsabilidad mía. Han pasado días, semanas, pero aunque intento pensar fríamente en lo sucedido, no puedo tomar una decisión sobre lo que tengo que hacer. Quizás hace dieciséis años debí de haber actuado de otra forma en el lago. Quizás debí renunciar a salvar a mi hija y todo ahora sería diferente o al menos Virginia seguiría viva y no habría más víctimas de todo esto. Rosa sí, claro. Rosa como yo es una víctima inevitable de todo esto. De cualquier forma esta noche le diré que me voy de casa. He comenzado ya los trámites del divorcio.
   Recuerdo ahora a Virginia desnuda sobre la nieve, hinchada por el agua y su piel extremadamente pálida. Y sus ojos tan abiertos, tan azules. Eran los mismos ojos que miraba a escasos centímetros cuando estaba sobre ella en la cama de su pequeño apartamento de dos habitaciones en la parte este de la ciudad. Los mismos ojos que me miraban intensos mientras me cogía por el pelo y me obligaba a mirarla muy cerca, tan cerca que veía perfectamente cómo se dilataban sus pupilas.
   Aquellos mismos ojos que me miraban asombrados y a la vez un poco desafiantes desde el sofá de mi propia casa cuando al llegar de trabajar escuché voces femeninas en el salón.
   -¿Rosa?, ¿estás ahí?
   Entré y ante mi sorpresa allí estaba Virginia sentada con mi hija Eva, sosteniendo ambas tazas de café.
   -No, papá. Mamá se ha ido al centro- y mirando entonces a Virginia continuó - ¿Conoces a Virginia? Hemos hablado varias veces en la ciudad...sabes...es una persona muy interesante.
   Conseguí estar a solas un momento con Virginia en la cocina. Su media sonrisa en la cara me sacaba de quicio.
-¿Pero qué ***** estás haciendo aquí? ¿Te has vuelto loca o qué?
   -Javier, por favor no te enfades...Tú no puedes entender esto...- y entonces su cara cambió de golpe. Podía sentir la emoción en sus ojos- Eva es alguien especial...Me ha enseñado tantas cosas...tantas cosas, Javier- continuó y ahora Virginia no parecía aquella mujer que conocía y estaba como ida.

   -¡Es el agua Javier, es el agua! Ella me lo ha enseñado... ¡Debemos volver a ella! ¡Ser lo que fuimos! Volver a nuestro origen para así salvarnos.- aún alcancé a oír antes de cerrar la puerta de un golpe tras de mí.
   Fuera el viento era ensordecedor. La noche había caído sobre la ciudad como un manto oscuro, sin estrellas, impenetrable.




3.

   -Vayamos un poco más allá, Javier, por favor- dijo Rosa

   Nos habíamos mudado a aquella casa del lago. Empezábamos una vida lejos de Madrid en las afueras de aquella pequeña ciudad del norte. Queríamos otra vida para nosotros y nuestra hija Eva que por entonces tan solo tenía unos meses.

   -Las rocas parecen resbaladizas por allí Rosa... ¿Cómo vas a ir con la niña?

   Pero Rosa, hermosísima con su pelo suelto y su tez morena se empeñaba en ir por allí, con la pequeña Eva tomada en sus brazos.

   -La vista de nuestra casa desde esa parte del lago debe de ser preciosa- dijo ella.
   -Por favor Rosa, ten cuidado- le respondí.

   Y cuando ella avanzaba por las grandes rocas de la orilla, aquel chapoteo en el agua justo debajo de donde ella caminaba le hizo asustarse. Intentó retroceder y pude ver cómo Rosa tropezaba, perdía el equilibrio y caía. Vi cómo la pequeña Eva salía despedida de sus brazos, describiendo un vuelo que me pareció eterno hasta caer en las oscuras aguas del lago, hundiéndose en éstas y desapareciendo completamente de nuestra vista.

      -¡Ahhhh!-gritaba Rosa desde el suelo con una brecha ensangrentada en su frente provocada por el golpe.

   Yo me arrojé al agua como un poseso. Todo estaba tan oscuro que no podía ver nada. Buceé con fuerza hacia el fondo lleno de algas mirando aterrorizado a mi alrededor en tinieblas. No distinguía nada. Ni rastro de Eva. Y cuando ya no aguantaba más sin oxígeno, un rayo de luz entre las algas desde la superficie del agua iluminó a la pequeña Eva, agitando sus bracitos y con sus ojos aterrorizados muy abiertos mirándome. Abría la boca como queriendo respirar. Los músculos apenas desarrollados de su cuerpecito se contraían y dilataban de forma salvaje hasta que, de repente, ante mis propios ojos, a ambos lados del cuello de Eva, se fueron abriendo unas llagas sangrantes que se desgarraban trazando líneas paralelas. Y en una última convulsión, estas heridas se abrieron formando unas branquias por donde la pequeña Eva comenzó a respirar.

Sebastiano di San Giuseppe

Relatos FM

La voz de la ventana


Tras la ventana no cesa de llover. El viento frío es tan fuerte que rasga los labios e irrita los ojos. Tras la ventana se esconde una voz cascada por el tabaco y los años que recita al espejo poemas de Neruda. Es Lola, una mujer enjaulada en sus recuerdos. Con cada verso que resuena en la habitación, su corazón se hace un poco más viejo.
Mientras se habla a sí misma a través del espejo, de vez en cuando mira de reojo la ventana y observa el lento caminar de las horas. Mira el transcurso de los días y ve el tranquilo pasar de los años.
Cada día, al contemplarse de nuevo en el espejo, se da cuenta de como todo a su alrededor comienza y finaliza perennemente del mismo modo. Incluida su vida.
Así, la tienda de joyas del edificio de enfrente abre a las nueve y cinco. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Como siempre, desde hace más de diez años, su dueño viene andando desde su casa con su abrigo de lana verde oscura, desgastado por los años, y su bufanda de cuadros color burdeos. Sus zapatos resuenan en los callejones aledaños. Con el pasar de las jornadas se nota como su brillo se ha ido apagando. Sin embargo, y a pesar de su desgaste, esos zapatos siguen sonriendo. Le han prometido a su dueño que seguirán caminando a su lado toda la vida.
Con su viejo y antiguo reloj de bolsillo espera en una esquina escondido a que den las nueve y cinco minutos. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Cuando da la hora exacta avanza con paso apresurado hacia la entrada principal de su tienda. Saca la llave del bolsillo interior derecho de su abrigo y abre. Era una costumbre que Lola siempre había observado en él. No importaba que lloviese, nevase o hiciese sol. No importaba si estaba triste, cansado o alegre. No importaba pues a las mueve y cinco minutos de cada mañana la tienda de joyas abría sus puertas.
El frío y el viento habían curtido tanto la piel del vendedor que cada día se tornaba más dorada. La vida le había regalado miles de experiencias que se reflejan debajo de sus ojos a modo de inmensas ojeras de color oscuro.
Al igual que el tendero, como cada día, cinco minutos más tarde llega su mujer. Lo hace corriendo, colorada y sofocada. Ella muestra orgullosa su nuevo modelito. Pocas veces repite ropa. Es sumamente elegante. Su afición a las revistas de moda es evidente. Siempre lleva un par asomando de su bolso.
La voz del apartamento, Lola, la envidia. La sombra que cada día se asoma a la ventana para contemplar el pasar de las estaciones mientras se marchita, la envidia. La mujer del tendero es, para ella, como la princesa de cualquier sueño o como la reina de un cuento que no tiene final.
Lola sufre al ver pasar la vida por delante de sus ojos y no ser capaz de participar en ella. Siente un inmenso dolor dentro de sí al verse tan sola. Le gustaría tanto ser la mujer del tendero.
Se contempla de nuevo en el espejo. Allí no ve a una princesa. En el espejo sólo percibe una mujer vieja, triste y llena de soledad que ve la vida a través de un simple cristal. Su reflejo le enseña a una mujer apolillada y cansada que es tan sólo un recuerdo de lo que fue.
Anhela la vida que la rodea. La voz tiene envidia incluso del joyero. Desazón de que tenga a alguien a su lado porque ella, Lola, la voz de la ventana, está sola. No tiene a nadie. Está acompañada únicamente por sus recuerdos y su voz.
En la ventana, la lluvia sigue cayendo con fuerza y las horas siguen atravesando calmadas, sin prisa, la vida. El tendero y su mujer salen discutiendo de la joyería y se dirigen andando hasta el final de la calle. Allí, tras comerse con la vista, sin decirse apenas nada durante más de un minuto, se dan un hermoso beso. Entonces, juntos de la mano se apresuran al agradable calor de su hogar
Como cada día, un pequeño gato pardo araña con entusiasmo una puerta vieja y podrida. Y como siempre, desde hace años, un anciano, más lejos de este mundo que cerca, enfermo y tembloroso le acerca con su mano un plato de leche caliente. El minino agradecido miaga y ronronea. Se acerca al casi centenario hombre y se enreda entre sus arqueadas y viejas piernas.
Diariamente, tras mirarse en el espejo, Lola se da cuenta de que es igual a otro. Simplemente se lamenta de que, probablemente, si ella falta, todo seguirá igual. Solloza por no saber llorar y por no poder reír.
Pasan los años y un día esa mujer del espejo, esa voz de la ventana, se apaga. Cierra por siempre los ojos. Decide no tener más envidia, no tener más anhelos ni más sueños. Decide, sin querer, no despertarse más.
Los ciclos de la vida se abren y se cierran. Los días siguen transcurriendo mansos y, mientras la voz de la ventana sigue sin despertarse, el joyero tiene una nueva marca en su rostro. Algo ha oscurecido su mirada. Ya no hay nadie que le regañe. No hay nadie que entre en la tienda cinco minutos más tarde que él. No hay nadie que le dé un beso al final de la calle al mediodía.
Hoy, mientras la mujer del apartamento, Lola, sigue triste durmiendo en su lecho, el gato araña con saña la puerta. Ya no hay ningún anciano que le dé de comer. Nadie responde a su llamada. La puerta no se abre. Nadie le da un plato de leche caliente
La voz del apartamento sigue tumbada en su cama y los días pasan. Oscurece cada noche mientras el gato sigue maullando y arañando la vieja puerta sin encontrar respuesta.
Tras la ventana sigue lloviendo y el viento frío es tan fuerte que rasga los labios e irrita los ojos. Es tan fuerte que pasa las hojas de los poemas de Lola, pero no son recitados por nadie porque la voz de la ventana se ha apagado para siempre.

Sebastián Ossola

Relatos FM

El salto
                                                 

     Últimamente mi vida no iba nada bien. Bueno, para ser sincero y más exacto, todo me iba tremendamente mal. Así las cosas, me encuentro sentado en el borde de la terraza de mi ático, situado en el séptimo piso, a punto de dar el salto que acabe con las desgracias que, en los últimos meses, se han ido acumulando en mi persona como si fuera un imán que las atrajera; como si todas las constelaciones, signos zodiacales y todo tipo de malos augurios se hubieran confabulado contra mí haciendo que mi vida, hasta entonces feliz, cómoda y afortunada, pasara a ser un cúmulo de calamidades.
Antes de dar el salto, os quiero hacer partícipe de los aconteceres que me han llevado a esta situación. Procuraré no extenderme demasiado, nada más lejos de mi intención que aburriros con mis problemas, sólo deseo que alguien los conozca y me comprenda.
Aunque os pueda parecer tragicómico ahora estoy recordando que en una ocasión, creo que fue en Singapur, salté desde una plataforma de puenting. Me imagino que la sensación que sentiré será parecida a la de entonces, el vértigo inicial y una fortísima subida de adrenalina durante el salto que va decreciendo mientras permaneces colgado en el aire a sólo unos metros del suelo. Solo que esta vez no quedaré colgado en el aire, acabaré estampado sobre la acera.
      Hasta hace un año yo era una persona -ya lo dije antes- feliz y afortunada. Tenía un trabajo estupendo donde me iba de lujo. Era director en España de una empresa publicitaria de ámbito internacional que me proporcionaba cuantiosos ingresos. Mi gestión en la empresa era cada vez más reconocida y estaba a punto de ser trasladado a las oficinas centrales en New York como director general adjunto. Todo esto no os lo cuento por fardar, a estas alturas (vaya, no creáis que lo digo con doble sentido) no necesito nada de eso.
Contaba con varios amigos, pero sobre todo con uno que era el mejor. Salvador y yo nos conocíamos de nuestra época estudiantil. Desde el principio de nuestra amistad nos compenetramos a las mil maravillas, la sinceridad presidía todos nuestros actos y decisiones y compartíamos proyectos e ilusiones profesionales. En el ámbito personal estaba convencido que no existía mejor compañero y amigo. Él estaba preparado para acceder a cualquier puesto de responsabilidad, por eso, cuando me contrataron como director de la empresa, mi primera decisión fue ofrecerle a Salvador el puesto de subdirector. Necesitaba una persona de mi total confianza. Y quien mejor que él.
El amor también me sonreía. María, a la que conocí en la presentación de uno de nuestros proyectos, era modelo. Sus ojos verdes, grandes y refulgentes, envueltos en larguísimas pestañas, me cautivaron desde la primera mirada que cruzamos (esto tengo que reconocer que me ha quedado de lo más cursi, pero entenderéis que no os diga lo que realmente me llamó la atención de ella y me atrapó, así que lo dejo a vuestra imaginación). Fuera lo que fuere, en pocos meses estábamos viviendo juntos en el hermoso ático que me costó una fortuna. Nuestra relación era idílica, llena de momentos dulces y  apasionados, viajábamos juntos cada vez que nuestros trabajos lo permitían y experimentábamos continuamente esas sensaciones que sólo el amor es capaz de proporcionar.
Hasta aquí, aunque relatado brevemente, todo más que perfecto como habréis podido deducir sin que estallen vuestras neuronas. Ahora, viene lo malo.
    La primera de mis desgracias fue profesional. Perdimos el mejor cliente de la empresa, cuya cartera de pedidos llegaba anualmente a los ocho dígitos, al que presentamos un gran proyecto publicitario a escala mundial. Tras las quejas recibidas del cliente a las que añadía la anulación de todos los pedidos pendientes y trasladándolos a otra empresa de la competencia,  la dirección general abrió una investigación detectándose en el proyecto errores de presentación y presupuestarios, tan burdos, que llegaron a la conclusión que alguien los había  cometido ex profeso para favorecer a la otra empresa. Todos los documentos llevaban mi rúbrica, así que me señalaron como culpable. Sin darme siquiera oportunidad de defenderme, mi despido fue fulminante, sin derecho a indemnización alguna. Mi conciencia permanecía límpida como agua de manantial, ni siquiera me paré a pensar quién demonios pudo haber cometido semejantes errores o quien era el hijo de mala madre que me había hecho semejante jugarreta.
Lo siguiente -supongo que ya os lo habéis imaginado- fue mi situación económica. No tenía ahorros suficientes para atender la hipoteca del ático y seguir con el nivel de vida que hasta entonces llevábamos. Utilicé todos los contactos y amigos que tenía para encontrar otro trabajo acorde con mi preparación y experiencia, pero todos me abandonaron a mi suerte aduciendo cualquier excusa por muy peregrina que resultara.
María, por su trabajo, viajaba continuamente y yo no podía acompañarla de vez en cuando como antes; nos estábamos distanciando, nuestra relación entraba en una dinámica de convivencia difícil y discutíamos cada vez con más frecuencia. Aún así tenía la suficiente confianza en ella y en mí mismo para creer que podíamos salir adelante juntos.
El último y definitivo palo, el que colmó el vaso, el que hundió mi espíritu e hizo que ahora me encuentre a punto de acabar con mi vida me lo dieron, al alimón, Salvador y María cuando mi confianza en ellos era plena pues nunca observé ningún comportamiento que me indujera a pensar que ocurriría aquello, por eso el palo, más bien el estacazo, fue tremendo. Un día, al volver a casa de improviso, me encontré con el marrón. No os daré datos exactos de la escena,
me resultaría  muy  doloroso pero, para  que  lo comprendáis  sin  necesidad  de devanaros los
sesos, os diré: mi casa, mi cama, mi novia y mi amigo. Os dejo añadir a la situación que suscintamente os he descrito la dosis de morbo que se os ocurra.
Después de todo eso mi corazón quedó hecho añicos y yo hundido moral, sentimental y profesionalmente; sin ninguna posibilidad de taponar tantos huecos que me perforaban por dentro y por fuera; sin amor, sin amigos, muy pronto sin casa, sin recursos económicos y sin opciones de encontrar un trabajo digno.
Mi desesperación era total, me sentía anímicamente roto, la actividad sísmica del volcán que sentía en mi interior era cada vez más fuerte y me advertía que de un momento a otro explosionaría. Pero ya nada me importaba, me limité a esperar que el volcán entrara en erupción y se me llevara por delante. No os extrañará, pues, que esté a punto de tomar ésta mi última y fatal decisión.
Bueno, llegó  el  momento. He fumado mi último cigarrillo como lo hace el reo antes de ser conducido al patíbulo. Voy a saltar. Perdonad que a lo largo de mi relato haya puesto a trabajar alguna vez vuestra imaginación, gracias por aguantarme y espero que me comprendáis queridos amigos y amigas, porque así os considero después de abriros mi corazón y haceros partícipe de mis problemas. Adiós. Jerónimooooooooooooooo
                  

     Hola amigos y amigas, aquí estoy de nuevo con vosotros. Supongo que os estaréis preguntando ¿pero bueno, este tío no saltó? Pues sí, lo hice. Salté. Después del tostonazo que os di con mis cuitas y solicitar vuestra comprensión ¿creéis que sería capaz de echarme atrás? ¡de ninguna manera!. Salté. Y no os lo vais a creer, pero a partir de ese momento la fortuna me sonríe, después del salto todo me vuelve a favorecer de manera desmesurada.
Porque ¿podéis calcular las posibilidades que existen de caer sobre una persona y salvar la vida cuando saltas al vacío desde un séptimo piso? Pues a mi me ocurrió y salvé la vida aún a costa de la muerte de esa persona. Pero lo más sorprendente e incalculable es que, además, esa persona fuera Salvador. Al parecer iba a visitarme con intención de solicitar mi perdón por todo el daño que me había causado en mi vida profesional y sentimental. Después de todo, aunque no pudo hacerlo, los remordimientos y el hecho que María lo abandonara por un actor de pacotilla, le hicieron recapacitar sobre el comportamiento tan miserable y rastrero que había tenido conmigo, su compañero y amigo de toda la vida.
Porque, amigos y amigas, fue Salvador el que modificó los datos de aquel proyecto con el objetivo de desacreditarme y acceder a mi puesto. Lo planeó de acuerdo con María de la que nunca llegué a ver la parte morbosa, ambiciosa y oscura que, tan bien, me había ocultado durante nuestra relación.  Aprovecharon y encontraron en aquel proyecto la oportunidad de quitarme de en medio mientras estaban liados desde meses antes que los descubriera con las manos y algo más en la masa.
Por supuesto que no salí ileso del salto. Sufrí politraumatismos en casi todo mi cuerpo y he necesitado algo más de un año, entre mi estancia en el hospital y la rehabilitación necesaria para poder caminar casi normalmente, pero durante ese tiempo mi abogado consiguió que la empresa, además de indemnizarme con una importante cantidad -me perdonaréis que no os la diga para evitar problemas con Hacienda- me readmitiera en mi cargo de director hasta que mi estado de salud sea más completo y pueda trasladarme a New York donde me espera el puesto de subdirector general.
A María me la encontré al poco de ser dado de alta del hospital. Casi no la reconocí. Su deterioro físico me pareció sospechoso y aunque ella no me lo dijo, tan sólo me pidió que la perdonara, supe más tarde que el actorzuelo la había dejado tirada y arruinada no sin antes dejarla profundamente sumergida en la adicción a la cocaína a la que la arrastró durante su relación. Su carrera de modelo profesional estaba acabada. Por supuesto que la perdoné y lo hice, os lo podéis creer, de corazón. Un nuevo amor lo llenaba de alegría y satisfacciones y en él no quedaba lugar para rencores ni malos rollos.
En el hospital conocí a Luz, enfermera de cuerpos y almas. Encargada de curar mis heridas físicas, se preocupó también de las psíquicas y nuestra relación pasó en poco tiempo a ser de una buena amistad en la que compartimos confidencias. Ella supo de mis problemas y me confió los suyos. Había terminado con una relación de la que no salió bien parada y poco a poco, a través del roce diario, comenzamos a sentirnos atraídos y terminamos declarándonos. Tras mi salida del hospital comenzamos a vivir juntos. Ella es sensible, dulce, sencilla y honesta. Desprendida y solidaria, para ella la enfermería no es sólo una profesión sino más bien su devoción. Del aspecto físico de Luz no os voy a ser partícipe, no por falsa modestia, sino porque podría resultar aún más cursi que cuando lo hice de María y me da yuyu. Lo cierto es que estoy felizmente enamorado y seguro de haber encontrado, esta vez, la mujer de mi vida.
Como veréis todo me ha ido de lujo desde que salté pero aún hay más. He querido dejar para el final el más feliz de los acontecimientos que me han sucedido desde entonces y deseo, por supuesto, compartirlo con ustedes : Luz y yo vamos a ser padres. Ahora me siento totalmente realizado y no puedo pedirle más a la vida después de todo lo que me pasó.
Ahora sí, ahora me despido de vosotros pero no como la  primera vez, sino con un hasta luego. Adiós amigos y amigas, la megafonía del aeropuerto de Barajas está anunciando el embarque de mi vuelo con destino New York donde me incorporaré a mi nuevo puesto en la empresa. Luz tiene previsto tras dar a luz ¡qué bonito suena repetido! reiniciar su trabajo de enfermera en un hospital público de la misma ciudad donde aceptaron encantados su solicitud.
Sólo me queda dejaros un consejo: Aunque a mí me ha ido más que bien, nunca, mis queridos y entrañables amigos y amigas ¡Nunca hagáis lo que hice yo!

Gedeón

Relatos FM

LECCIONES DE LA MADRE NATURALEZA

Historia de la tortuga y el escorpión


   Asoma tímido Apolo por el este mientras la luna huye juguetona antes de que la claridad descubra sus imperfecciones, no es cuestión de confesarle al poeta que la plateada y redondeada forma de su musa esconde huellas de una vejez inconfesa. Empieza entonces un nuevo día para todos los habitantes de la isla, para todos menos para Kumbala, una tortuga gigante que avanza agotada después de una larga noche de infructífera tarea. Kumbala es un galápago de edad madura, de corazón joven y anticuado caparazón que lleva a sus espaldas la carga física del hogar y la responsabilidad de perpetuar su estirpe para orgullo de los que la han visto crecer.
   Pero Kumbala jamás ha puesto un solo huevo. Sus entrañas están tan secas que para ella es tan difícil engendrar vida como para las estrellas iluminar el océano desde sus profundidades. Kumbala no quiere reconocer su estigma, por ello noche tras noche acude infatigable al cobijo de la arena para depositar diminutos huevos desiertos de vida pero repletos de esperanza, que acabarán engullidos por olas insensibles.
   "Viene de familia", murmuran algunas de sus compañeras, "dicen que ninguna del centenar de hijas que tuvo Tobala ha podido desovar en condiciones; al menos las otras no se descubren cada noche, pero ella..."
   Sin embargo, la condición de Kumbala no debe ser considerada una lacra pues la Naturaleza reserva para ella algo extraordinario.

* * * * *
   Mientras Kumbala regresa, obstinada, con la oscuridad de la noche, a su quehacer, Basha vaga solitario por la arena. Su cola erguida y mortal no baja la guardia ante lo desconocido, mostrando lo más osado de su fisonomía, aunque bajo la gallarda apariencia se esconde un escorpión algo tímido y más necesitado de afecto. Basha fue abandonado al nacer, no por la irresponsable decisión de sus padres sino porque así lo ordena la Naturaleza, y él y sus hermanos pronto han tenido que lanzarse a la aventura de la vida sin la protección familiar.
   Pero Basha echa en falta el calor materno, por esa razón busca desesperado el afecto entre los suyos que miran hacia otro lado desconfiando de las intenciones del más venenoso de los isleños.
   "No es de los nuestros", comentan por lo bajo los más allegados a él, "si ni siquiera tiene su aguijón; ¿cómo podrá defenderse de las amenazas?". Sí, es cierto, la cola de Basha, formada por cinco hermosos anillos de color rojizo, está incompleta, su extremo letal ha sido arrancado de su cuerpo como lo fue el amor, así que este arácnido tullido vaga en soledad deseoso de encontrar aquello que le haga sentir completo.
   Sin embargo, y a pesar de su visible tristeza, la condición de Basha no es un defecto. La Naturaleza reserva para él algo extraordinario.

* * * * *

   La luna luce esa noche plena, voluptuosa, deseosa de encontrar su estrella entre todas las estrellas, la única capaz de romper el hechizo que la confina a la oscuridad, mientras Apolo, burlón, contempla la armonía de la Tierra a plena luz, sin miradas miopes que alteren su belleza. Basha camina algo despistado por la orilla, cabizbajo, casi rendido a un destino fatal en forma de ola hambrienta.
   Sin embargo, el destino planea para Basha un encuentro con la vida que lo aferrará a ella para siempre. El escorpión golpea por accidente la pata de Kumbala, que esta noche anda pensativa y ha dejado la tarea reproductora para más tarde; ahora prefiere contemplar la luna, hoy más radiante que de costumbre.
   Basha duda si lanzar un gesto de disculpa. Finalmente abre y cierra una de sus pinzas sin recibir respuesta alguna. "Quizás se trate de una roca", piensa por un momento. Entonces Kumbala alza ligeramente su pata para descubrir la identidad del que ha osado interrumpir sus diálogos lunáticos.
   Una estrella fugaz cruza en ese instante el firmamento haciendo que los dos extraños desvíen sus miradas al prodigio celeste, que por un segundo acaricia las esperanzas de la luna. "Es hermoso", confiesa Kumbala; "realmente hermoso", repite Basha. Los dos desconocidos se encuentran por fin y esbozan una amplia sonrisa, la primera de muchas, pues a partir de ese momento Kumbala y Basha se vuelven inseparables, uña y carne, pinza y pezuña, para siempre.

* * * * *

   Basha ha decidido convertir a Kumbala en su madre adoptiva, por eso anda algo nervioso, no sabe cómo decírselo ni si esta aceptará. "Claro que aceptará", se dice para animarse, "todo este tiempo juntos me ha tratado como a un hijo: me ha dado calor en las noches frías, me ha buscado alimento, y me ha colmado de torpes besos".
   "Basha no es el mismo desde hace unos días", se dice Kumbala, "tal vez esté a punto de dar el estirón, ya casi puedo ver la punta de ese aguijón que tantos quebraderos le ha dado". Kumbala conversa orgullosa con sus amigas acerca de Basha, al que ya llama hijo, aunque no delante de él, no quiere parecerle cursi. Sus compañeras escuchan boquiabiertas y Kumbala lo interpreta como signo de admiración, pero a sus espaldas piensan que Kumbala ha perdido la cabeza. "¡Madre de un escorpión!", ríen burlonas, "¿se creerán de la misma especie?".
   Basha se echa atrás en el último momento; "de mañana no pasa", se consuela, pero ese mañana nunca llega y el escorpión la compensa con besos fugaces que a Kumbala le parecen imperecederos.

* * * * *

   Esta noche Kumbala vuelve a la orilla meditativa; siente el peso de los años y entonces cae en la cuenta de que no siempre estará ahí para Basha. "Ley natural", se dice, pero en el fondo maldice esa ley caprichosa. El escorpión, que ya luce su aguijón, fruto de todo el amor recibido, acude a la llamada silenciosa de su madre.
Los dos juntos, uno al lado del otro, contemplan el cielo moteado, sin decirse nada, sobran las palabras. Basha se acomoda en la arena con un ligero movimiento e involuntariamente clava el aguijón bajo el caparazón de su madre, en su carne blanda. Solo Kumbala se ha dado cuenta pero se llevará con ella el secreto. Lamenta el viaje, todavía tiene mucho que dar a Basha...
El escorpión percibe la debilidad de su madre y se asusta. "¿Qué te pasa, Kumbala?" La vieja tortuga siente miedo por primera vez, no a la muerte, sino a la vida, a la que deja. "Soy vieja, Basha. Sabías que este día llegaría", contesta exhausta. "Pero, tan pronto...", protesta Basha. El corazón de Kumbala late lento, sin desperdiciar los últimos segundos que le concede la Naturaleza, feliz de haber vivido los años necesarios para apreciar lo valioso de ser madre. Basha, ajeno a la calma que en ese instante se ha adueñado del mar, contempla su cola ya curada. Y ambos, reflejados el uno en el otro, han aprendido que el sufrimiento solo es real cuando nace del amor.
Kumbala ya no respira. Sin embargo, Basha permanecerá junto a su madre toda la noche. El cielo, de luto, contempla la escena. Esta vez la luna buscará el consuelo de las estrellas.

Amelia

Relatos FM

Los orígenes en un cuento africano


África es un crisol de culturas y de razas cuyas creencias y mitos, como todos los mitos y creencias de los pueblos de la Tierra, están llenos de poesía y grandeza. La rotación de los astros, la creación cíclica, el renacer de la humanidad son igualmente extraños a todas las civilizaciones. Conocemos el cómo, pero no comprendemos el porqué. Aún así, todas las civilizaciones han soñado con poder explicar los orígenes del cosmos, de la vida y de la muerte mediante su religión, su filosofía o su ciencia. Y todas han aspirado a llegar a cambiar el curso irrefrenable de la existencia mediante técnicas, ideas o ritos. Por ello, las creencias africanas revisten la misma belleza y la misma magnificencia de todos aquellos mitos que se han remontado al cálido y dorado amanecer de la Historia.
En un principio, sólo brillaban en el firmamento los astros gemelos Ngu, el Sol, y Nga, la Luna, que se asemejaban poderosamente en su luz, en su forma y en su voz, y cada uno de los cuales giraba en su órbita aislada, una helicoidal y otra esférica. Mas un día sus órbitas se entrecruzaron y se rozaron sus superficies, y de ese roce Nga concibió y parió multitud de pequeños astros de diverso color y naturaleza. Ngu, encolerizado por el temor a perder su poder como astro aislado en el firmamento, convenció a la Luna de matar a su pequeña descendencia. Fue entonces cuando, alejada de la presencia de su hermano, Nga dejó escapar a las siete mil estrellas que llevaba ocultas tras de sí, quienes se alejaron tan rápido y tan lejos como pudieron. Desde entonces, sólo en presencia de su madre la Luna, a la caída del Sol, se dejan ver de nuevo las estrellas, brillando rojizas en la oscuridad de la esfera nocturna.
Desde que Nga dejó escapar a las siete mil estrellas, Ngu estuvo considerando cómo vengarse del engaño de su hermana la Luna, hasta que un día decidió engañarla también. El Sol le propuso bañarse en el río Lamga, que recorría entonces una basta extensión de la sabana oriental, y simuló que se zambullía en la corriente. Su hermana, creyendo que aquél era un signo de reconciliación, se lanzó realmente desde el firmamento a las aguas del Lamga, que anegaron sus surcos y llanuras, y apagaron para siempre su ardiente resplandor áureo por lo que, desde entonces, Nga alumbra con una luz pálida y mortecina.
Ngu, por el contrario, continuó inmutable, brillando con su inextinguible fuego de oro que, en una ocasión, la Luna quiso robar. Al descubrirla penetrando sigilosa en la esfera diurna, el Sol, furioso, comenzó a arrojarle puñados de barro a la cara, puñados que le quedaron para siempre como manchas violáceas sobre los ojos y los labios, y rogó a Mna, la Divina Determinación, que la condenara por su perversión. Mna, conmovida por los ruegos desgarrados de Ngu, sentenció a la Luna a morir cada ventiuna rotaciones.
En los orígenes, la Divina Determinación regía los destinos del cosmos y de sus siete ciclos en virtud del sagrado principio del azar, por el que ordenaba el caos y por el que creaba a sus criaturas. Por una casualidad descuidada, hizo Mna un día dos agujeros en la calurosa tierra africana, de la que surgieron un hombre y una mujer, Sense y Mayá. Mna les dio campos para cultivar, mijo, un azadón, un hacha y un martillo, y platos, y les dijo "Cavad los campos, sembrad el mijo, construid una casa y coced los alimentos". Sin embargo, Sense y Mayá no obedecieron, rompieron los platos, abandonaron las herramientas, comieron el mijo crudo y dejaron los campos para ir al bosque. Entonces Mna llamó al mono y a la mona a los que dio los mismos bienes y parecidos consejos. Éstos trabajaron los campos, cultivaron el mijo, hicieron una casa y cocinaron los alimentos. La Divina Determinación, orgullosa de los monos, les cortó la cola y se la puso al hombre y a la mujer diciéndoles "Sed monos", y a los monos les dijo "Sed hombres".
Tras el nacimiento de las estrellas, después de que el Sol se vengara privando a Nga de su luz cálida y dorada, y ensuciando su cara con manchas violáceas, tras la conversión de los hombres en monos, tuvo lugar en tiempos aún remotos un diluvio, durante siete estíos, que inundó con sus aguas las casas, los campos y los bosques, e hizo desaparecer aquella raza de hombres, ya que la raza actual es obra de una nueva recreación, y fue llamada Lunculu Bau que, en ungtú, significa la de forma de lagarto.
Mna creó, de sangre caliente y piel morena, a Lunculu Bau, formándola con arcilla a semejanza de un lagarto y sumergiéndola en uno de los Grandes Lagos a los que el diluvio había dado origen. Allí la dejó por espacio de siete días, tras los cuales le ordenó que saliera, pero del Lago no regresó un lagarto, sino que salió el nuevo hombre.
El hombre nuevo habitaba en el centro de África, y allí envió una mañana la Divina Determinación al Pájaro que anuncia el verano, para que dijera a Lunculu Bau "Viendo el dolor que te causa la pérdida de tus seres queridos, te haré inmortal. Cuando te sientas vieja y débil, te quitarás la piel y recuperarás la juventud". Partió el Pájaro de la morada de Mna hacia su destino, pero en el camino encontró a Kamba, la serpiente amarilla, que se estaba alimentando con la carne de una gamuza aún caliente. Quiso el Pájaro comer también de esa carne, pues ya se asomaba la Luna por el horizonte y hacía mucho que había iniciado su viaje, y le dijo a Kamba "Si me das parte de la gamuza, yo te daré un mensaje". "Me trae sin cuidado tu mensaje" replicó la serpiente. "No te traerá sin cuidado cuando lo oigas" insistió el Pájaro, de modo que Kamba cedió y le dio parte de la carne. Entonces el Pájaro le dijo "Cuando el hombre y la mujer sean viejos, morirán, pero cuando tú te sientas vieja y débil, te quitarás la piel y recuperarás la juventud". Y así fue. A partir de entonces Kamba rejuvenece mudando la piel, el Pájaro que anuncia el verano se lamenta desde las altas ramas de los árboles de la enfermedad con que le abrumó Mna en castigo a su desobediencia, y todos los hombres nuevos son mortales desde aquellos orígenes hasta la actualidad.
Lo que sigue a los orígenes es ya Historia.

A Abedul

Relatos FM

Una rubia de bandera


No digas luego que no te lo avisé, fue la frase que me dijo mi socio cuando supo lo ocurrido, y es que en la tarea de hacer el idiota no me gana nadie.
La conocí en la barra de un bar de copas a eso de las tres de la madrugada del viernes. Era una rubia de ojos azules, labios sensuales y un cuerpazo que parecía salido de una serie policíaca americana. El punto de alcohol me hizo envalentonarme y dirigirme a ella para invitarla a una copa. La chica me miró largamente y aceptó la invitación con un gesto de asentimiento. Luego de que nos sirvieron las bebidas me cogió de la mano y me llevó a un reservado. A partir de ahí las cosas se fueron sucediendo de forma vertiginosa, o al menos así lo recordaba, hasta que terminamos en un motel de las afueras de la ciudad donde hicimos el amor hasta que, exhaustos, nos quedamos ambos dormidos.
A la mañana siguiente ella había desaparecido y me había dejado una nota sobre la mesita de noche:
"He cogido prestada tu cartera pero la habitación la dejo pagada. Nos vemos el domingo a la una del día en la terraza del café Saratoga"
Y aquí estoy yo, con cara de ***** esperando que ella acuda a la cita cuando ya son la una y cuarto. Seguramente se estará riendo a mandíbula batiente a costa mía la muy...
   Llegué a las doce y media y pedí un café con leche con la ilusión de verla venir desde lejos balanceando sus caderas y haciendo que todos los que se cruzaban con ella se volvieran a mirarla pero no, ni hablar de la peluca, han dado ya la una media y aquí no se ha presentado nadie...
- ¿Es Vd. Carlos Prieto? – preguntó una voz a mi espalda.
- Sí, - dije volviéndome un poco sobresaltado – el mismo.
- Pues le traigo un sobre – continuó el mensajero alargándomelo.
- ¿Se puede saber quién lo envía? – pregunté retóricamente.
- Mire Vd. yo sólo soy un mensajero y no le pregunto a mi jefe quién manda o deja de mandar nada. Hágame el favor de firmar el recibí – Atajó el fulano y, en cuanto recogió mi firma, se dio media vuelta marchándose a continuación en una pequeña Scooter.
Abrí el sobre y observé de reojo que el camarero me estaba mirando y cuando su mirada se cruzó con la mía me sonrió profesionalmente y miró para otro lado, así que me dediqué a leer la nota que venía dentro:
"Me ha sido totalmente imposible acudir a la cita. Perdóname pero esta noche te espero en la barra del bar donde nos conocimos".
Guardé la nota en el sobre y éste en el bolsillo y medité sobre todo lo pasado. Pensé en no acudir a la nueva cita pero, ¡qué caramba!, tendría que intentarlo, una mujer tan preciosa bien vale que uno haga el tonto por ella más de una vez.
Entré en el bar a eso de las once y, como no la vi., pregunté al barman por ella.
- No, esta noche no ha entrado ninguna mujer rubia, - manifestó el camarero – sólo aquellas dos del fondo y son morenas.
Dí las gracias y salí afuera con la intención de permanecer oculto hasta que ella apareciera... si es que aparecía. Me coloqué en la acera de enfrente medio oculto en el portal de un edificio deshabitado y me puse a esperar a mi "presa" como un lobo hambriento.
   Eran las tres menos cuarto, y ya me había fumado el duodécimo cigarrillo, cuando la vi bajarse de un taxi a las puertas del bar. El corazón me dio un brinco en el pecho y a punto estuve de llamar su atención pero me contuve a tiempo. Debía tomarme las cosas con calma y, tal vez, hacerla esperar un rato.
   Ella entró en el establecimiento y yo empecé a ponerme nervioso deseando ir tras ella pero de nuevo me contuve y esperé un rato antes de seguirla al interior del pub.
Al abrir la puerta me encontré de manos en boca con ella que se disponía a salir.
- Hola, - dijo – creí que estabas enfadado y no ibas a venir.
- ¿Por qué tendría que estar enfadado? – pregunté
- Pues porque ayer te dejé sin blanca en el motel. – contestó.
- Sí, es verdad, pero como no me dijiste tu nombre, no sabía con quien enfadarme. – Expliqué bromeando con cara de estúpido.
- Me llamo Gloria  - dijo como quien no quiere la cosa.
- Y yo Carlos – balbuceé como un colegial.
- Ya lo sé, - me cortó ella – lo miré en tu cartera. Por cierto – rebuscó dentro de su bolso – aquí la tienes. Puedes contar el dinero, está todo... menos la cuenta de la habitación,... supongo que estaba invitada, ¿no?
- Y estoy dispuesto a invitarte todas las veces que haga falta – alardeé llegando al súmmum de la gilipollez.
- No seas fantasma – replicó ella – puede que yo sea una ninfómana insaciable...
- Y yo un imbécil presumido – respondí.
- No, soy yo la que te debo una explicación. – Comenzó a justificarse – Necesitaba dinero para coger un taxi que me llevase a un despacho de abogados donde tenía que firmar inexcusablemente los papeles de mi divorcio y me había dejado la tarjeta de crédito en mi casa. Esa noche estaba celebrando mi recuperada independencia.
- Ah, ya, y yo hice de striper, ¿no? – Pregunté inocente de mí.
- No, tú fuiste el premio, y espero que yo fuese el tuyo. Zanjó ella dirigiéndose al taxi que acababa de detenerse junto a la acera. – ¡Chao!
- ¿Cuándo puedo volver a verte? – Pregunté como un memo mientras ella cerraba la puerta del coche.
- Tal vez cuando me canse de ser independiente, ¿lo pillas? – Me lanzó mientras el vehículo se ponía en marcha y yo me quedaba babeando con la boca abierta.

Spider

Relatos FM

La Prenda (I)


   Desde hacía un tiempo me tenían de punto en el campito. Un día me preguntaron si el novio de mi hermana guardaba sus monedas en la alcancía de ella. Yo hice un signo de interrogación con los hombros para seguirles el juego, simulando no entender, mientras ellos se reían por lo bajo. Jamás se me cruzaba por la cabeza contradecirlos, y menos aún pelearlos, porque ellos eran mis únicos amigos, y yo necesitaba demasiado de esa amistad, aunque a fuerza de ser sincero deba decir que me molestaba bastante que siempre se las agarraran con mi hermana.
   Yo hablaba más bien poco a causa de mi tartamudez, y además era el más chico del grupo. Mis apodos, hasta ese entonces, habían sido Marciano (muy pocos me entendían cuando hablaba) y Dumbo (por el tamaño de mis orejas). El peor de todos mis sobrenombres me lo habían puesto por esos días. Orejonazo, me decían despectivamente. Orejonazo, andá a buscar la pelota al otro lado de la calle. Orejonazo, andá al arco así atajás nuestros bombazos. Orejonazo, andá de la vecina y pedile agua que tenemos sed. Orejonazo, te daremos la peor prenda cuando juguemos al medio.
   Cada vez que escuchaba ese apodo, algo dentro de mí se secaba como un arroyo sin agua. Yo estaba a dispuesto a hacer cualquier cosa, a cumplir cualquier prenda, con tal que dejaran de llamarme así.
   El campito era el lugar de encuentro de los muchachos del barrio. Le llamábamos el campito Moreno, por la sencilla razón de que estaba en esa calle. Los días de semana nos reuníamos después de la escuela, tipo seis de la tarde. Los sábados un poco antes, a la hora de la siesta, y nos quedábamos hasta la noche. En ocasiones, durante los fines de semana,  jugábamos torneos de fútbol con chicos que venían de otras zonas de la ciudad.
  En cuanto al barrio, estaba compuesto por casas que en su origen habían sido iguales. Era un lugar de trabajadores construido por la propia metalúrgica para la que prestaban sus servicios. Eso sí, había algunos personajes destinados a no ser olvidados, como un estricto inspector de tránsito que en una oportunidad se multó solo por estacionar su vehículo particular en un sitio en el que no estaba permitido, un físico que había construido un telescopio donde los planetas se veían del tamaño de la Luna, y una señora que había sido detenida una decena de veces por la policía.
   Lo de la mujer era distinto. Todo el mundo sabía que había estado presa por robar mercadería en almacenes y supermercados (por lo general latitas de caballa, sardinas y atún que guardaba en la cartera de mano). Se hablaba mucho de Ernestina. En parte por esa fama de ladrona, y en parte porque era una vieja nariz-para-arriba que se creía de otro estrato social. Antipática, soberbia, con aire de Cleopatra, aunque sin sitio donde caerse muerta. Desde que la habían llevado a la jefatura en un móvil policial, luego de ser detenida en el mercado de la calle Necochea, ya casi no salía a la calle. Probablemente esto era a causa de que no soportaba que la señalasen con el dedo, o que su nombre estuviese en boca de todos.
   No es porque sea pobre, tiene la manía de robar. Es cleptómana, explicó el padre de mi amigo Corcho, un ex empleado ferroviario nostálgico de los trenes de pasajeros, mientras esperábamos a que se hiciera la hora para ir al campito. Y ya es demasiado vieja para que lo corrija, añadió. Cuando llegué a casa busqué el significado de la palabra cleptómana en el diccionario. Propensión morbosa al hurto, decía. 
   Pero el campito era nuestro lugar de encuentro. Además del fútbol, manteníamos largas conversaciones entre partido y partido. En esas pausas, los más grandes hablaban de chicas que yo ni conocía, chicas que mamaban pingas por veinte pesos, o por un par de porros. En otras ocasiones discutíamos sobre la habilidad de los jugadores de fútbol, sobre las mejores combinaciones de los colores de las casacas, o sobre la cantidad de socios de los clubes de los que éramos simpatizantes. 
   Sin embargo, lo que realmente nos atraía era el juego del medio. Consistía en crear una gran ronda para pasarnos la pelota con los pies. Uno de nosotros se ubicaba en el centro, e intentaba agarrarla.  A la tercera vez que el del medio interceptaba un pase (alcanzaba con tocarla), el resto de los participantes dictaba una prenda para el perdedor. La prenda era una especie de castigo propuesto por los demás, un castigo que casi siempre se aplicaba por consenso, y cuya dureza dependía del momento y de la ocurrencia de las ideas.
   Hasta ese momento las sanciones habían sido robar mandarinas en el terreno de al lado, un terreno al que se accedía sorteando un tapial; saltar el alambrado para robar naranjas de otra vecina, cuya planta estaba detrás del arco oeste; practicar acrobacias en unos rieles de la fundición de esa misma cuadra; hacer saltos carneros por toda la superficie del predio; comer un poco de pasto, preferentemente seco.
  Un sábado a la tarde tuve la desgracia de ir tres veces al medio, por lo que me correspondió una sanción. Me hicieron alejar porque tenían que deliberar, así que me senté apoyado al tapial del costado, a esperar que me dictaran la sentencia. Me llamó la atención que deliberaban más de lo habitual. Se reunieron en una de las áreas de la canchita. Las voces me llegaban apagadas, como de velorio. Las hormigas habían devorado un bicho cascarudo y se me estaban subiendo por las piernas. La primera marcaba el camino y las otras la seguían obedientes. En minutos debía comportarme como esas hormigas y acatar el dictamen. Demoraron bastante en ponerse de acuerdo. Pensé que la prenda iba a tener que ver con mi hermana, pero no fue así. Me tocó algo peor, mucho peor.
   Bini caminó un par de metros y se paró en el círculo central con sus pantalones cortos que dejaban ver sus piernas peludas. Pisó la pelota con los botines y llamó a los demás. Pelé, Mingo y Corcho lo rodearon de inmediato. Dos minutos más tarde me llamó. Mencionó la prenda como si fuera el veredicto de un juicio.
   Si lo hacés, no solamente cumplís con el juego, y con nosotros. Te prometemos que nunca más te vamos a llamar Orejonazo. Inclinó la cabeza hacia abajo sin sacarme los ojos de encima, y movió los músculos de la frente para subrayar la frase.
   ¿Lo dicen de verdad?, pregunté.
   Palabra, dijo.
   Bini hizo una cruz con los dedos y la besó. Los otros lo imitaron. Una de las cualidades de Bini era la envidiable seguridad con la que daba una orden. No se le movía un pelo. Supuse que así debería actuar un gerente o el propio presidente de la Nación.
    A mi se me iluminaron los ojos. Lo que tenía que hacer era duro, pero la zanahoria del conejo me seducía demasiado. Ya nadie me iba a llamar Orejonazo. Me di fuerzas pensando en eso y empecé a caminar. La casa de Ernestina estaba por la calle Primera Junta, cruzando el campito. Mingo y Corcho siguieron mis pasos como veedores. Querían cerciorarse de que fuese a cumplir la prenda. Cada tanto miraban a Bini y a Pelé que seguían la escena desde el campito, y se tapaban las bocas con las manos para no echarse a reír.
   Cuando llegué a la casa, una casa repleta de piedritas brillantes en diversos tonos de gris, me detuve en la puerta del frente. Toqué timbre y esperé un par de segundos a que me atendiera. Todavía puedo recordar la cara de Ernestina cuando abrió para ver quién era. El cabello enredado era un nido de pájaros. Las marcas de la almohada en su cara quedaron expuestas a la luz del día como algo íntimo. Supuse que recién se levantaba de dormir la siesta. Se frotó los ojos con el dorso de la mano y luego me miró de arriba abajo.
   ¿Qué querés?, dijo mientras intentaba quitarle desprolijidad al cabello con ambas manos.
   La puso molesta que me tomara mi tiempo antes de decir algo. Se cruzó de brazos, e hizo un ademán con bronca, el tipo de ademán que se utiliza para insultar. A ambos costados, Mingo y Corcho me alentaban con exaltados movimientos de boca y de brazos jugando a Dígalo con Mímica. Al final me di fuerzas. Me puse derecho como cuando cantamos el Himno en la escuela, y abrí la boca para hablar, aún a sabiendas de que corría el riesgo de que mis palabras sonaran a chino.
   Patiné bastante con el nombre propio de ella. No pasaba nunca de la E, pero de pronto vomité todo de golpe. Nunca fui tan claro en mi vida de doce años. Le dije:
   Ernestina, devuelva las latitas que robó en el supermercado.
   Bajé la cabeza, di media vuelta y corrí. Corrí con toda la fuerza que permitirían el largo de mis piernas. La adrenalina me hubiese podido llevar sin escalas a Buenos Aires, o más lejos aún: a Río de Janeiro. Mingo y Corcho también salieron corriendo. A mis espaldas oí un insulto de Ernestina y la puerta que se cerró de golpe. De la vergüenza quise que la tierra se abriera y me tragara. Que la caída de un meteorito desintegrara en un instante el barrio por completo, incluido a mí.
   En el campito, Bini y Pelé celebraban la hazaña a los abrazos. Era la hinchada de Boca jugando la final de la copa Libertadores. No lo podían creer. Estaban tan contentos que no sabían qué hacer. Me subieron en andas y recorrieron como campeones mundiales el perímetro del terreno. Yo abrí los brazos para planear en el aire. Por un momento fui el héroe del grupo.
   Vieja carcamán, dijo Bini. Se lo tiene merecido, y todos volvieron a aplaudir mientras me trasladaban de hombro en hombro. Después crearon un cántico con mi nombre, como si fuese el mismísimo Diego Maradona, y prometieron que nunca más me dirían Orejonazo. En ese clima, digno del festejo de los murgueros de la comparsa Barrios de Pie, imaginé por un momento que al sábado siguiente iba a jugar de delantero en el partido contra Los Charrúas.
   Tiene el coraje de un trapecista, dijo Pelé, pero la verdad era que aún podía hacer cosas mucho más sorprendentes. Nos echamos a reír aún iluminados por la lámpara del poniente y continuamos saltando en el centro de la cancha. Corcho no quería soltarme, me sostenía los botines con la mano para que no me cayera de su espalda, y corría de manera desenfrenada. Sentí por primera vez que me trataban realmente como a un amigo al que respetaban, y con el que se relacionaban de igual a igual. 
   Yo no era quién para juzgar a Ernestina, me daba mucha vergüenza el hecho de tener que cruzarla alguna vez en la calle. No podía dejar de pensar en ella y en lo que le había dicho. Pero el amor enseña, te hace perder el sentido de las reglas. Además, las oportunidades no llegan con frecuencia. Son como los cometas.

Kazumi Watanabe

Relatos FM

Un manantial de fe

      
                                                                                         
  "Si ves al futuro
                                                                                         decíle que no venga"

El padre Angelillo sube al púlpito:
--  Mis palabras de hoy están basadas en el Génesis 19, Sodoma y Gomorra, historia que conocéis muy bien. En años les he enseñado con las palabras del Altísimo lo importante del cuidado de vuestro alma y cuerpo, cómo debíais cuidar los dones que os han sido regalados: los seres vivos como mascotas, de los que os brindan vuestro alimento, os he dicho que cuidaras las tierras porque no os pertenecen e igualmente las aguas. – el padre clama atención con el estrépito de un trueno.
--  Dios me ha guiado  para que os trajera hasta este planeta,  salvados de la destrucción de la Tierra.  ¿no recordáis lo sucedido?. Un asteroide cayó sobre nosotros y produjo catástrofes locales y maremotos, ¿Qué es lo que habéis hecho para ayudar a las víctimas? Faltó  atención médica, solidaridad para los afectados y  una peste asoló parte del planeta. Ninguno de vosotros protestó por la guerra entre tribus y la hambruna que siguió, los alimentos escaseaban y no os ocupasteis de los pobres en las épocas de sequía o inundaciones; vientos huracanados azotaron zonas verdes y playas a causa de los desmontes, no habéis cuidado vuestro planeta.
El padre Angelillo sobrecoge a sus fieles:
-- No hay un atisbo de arrepentimiento de vuestras míseras almas humanas, estoy seguro, nada se ha modificado en ellas. Vosotros en lugar de ser salvados deberíais habitar el Purgatorio por siempre jamás. De todas las maneras, pese a la gravedad de vuestros pecados y por la benevolencia de Nuestro Señor, Él nos visitará en fecha próxima y tendréis la oportunidad de promesar ante Él por vuestras almas, si es que se mantienen vivas y con fe y con voluntad de cumplir las enseñanzas de Nuestro Señor y quizás así os salvareis de deslizaros por la vida bajo el sonido dilacerante de la perversión.
El padre Angelillo está desalentado, el VIAJERO ERRANTE se ha presentado ante él y le ha relatado que todo el planeta es  un conjunto de despoblados desnudos y desérticos, se han perdido millares de vidas humanas, y el resto está en pésimas condiciones de sobrevida, no hay alimentos de la tierra ni animales, el pasado que Angelillo recuerda ya no existe, todos andan desnudos y hambrientos y pasan las noches en edificios derruidos, en nuevos desiertos de calor insoportable.
Piensa Angelillo, Nuestro Señor que viaja por el Universo, peregrino inmortal por las rutas del espacio se apiade de estos feligreses a los que ya ha salvado en este pequeño planeta al que bautizaron Nova.
Lo tortura la idea de que no nos ha apartado de sucumbir en el infierno.
-- Juan, tu eres un pobre pecador, tu no tienes remedio posible –  sentencia – las tierras que te han sido dadas son un yuyal, tus animales están flacos y no dan alimento, pena da perder el tiempo salvándote, es poco o nada lo que tu aportas a tu familia o a tu comunidad, tu continuas con tus aberrantes pecados.
El padre Angelillo se apoya en el púlpito para no desmayar, no quisiera maltratar a estos pecadores que Nuestro Señor le ha confiado:
-- De todas las maneras no hay salvación tampoco para ti desdichado Ramón, que debías cuidar las fuentes de agua, no permitir que se contamine,  asegura la existencia de toda la comunidad, tu deberíais ser condenado cuando te llegue el Día del Juicio Final y en esa hora será Nuestro Señor quien te niegue la Salvación Eterna.
-- Padrecito, estoy enfermo, no puedo trabajar y mis hijos no me obedecen...  -- El nombrado baja la cabeza.
-- ¿Enfermo? haragán que eres y tus hijos siguen tu ejemplo, durmiendo todo el día y de noche salen con las sirilas que bajan de Aster, seres corruptos que envician a los tontos y haraganes como tu... y a otros,  Nuestro Señor vendrá y tomará las medidas necesarias -- lo que sucede aquí, sucede en toda Nova. La he recorrido y me ha entristecido. Nuestra estrella de luz girará cada 20 días, si no habéis cosechado ¿qué comeréis al día siguiente y al otro y al otro? Si no pensáis en vosotros hacedlo por los niños.
No hay moscones que se atrevan a zumbar siquiera y las gentes parecen haber comprendido lo grave de la situación. No habrá viajes por la galaxia y la Ciudad del Jolgorio se cubrirá de sombras. Algunos sobrevivirán a la catástrofe y serán perdonados por el Señor, habrá que adaptarse al deterioro que vendrá,  la estrechez,  los disgustos entre las familias y la sociedad novoína sufrirá. Podríamos salvar algo, todavía, pero tiene razón el Padrecito:
--  Hasta la medianoche del último día aún habrán gentes de este planeta al que creemos conocer con cada uno de nuestros sentidos alterados por el "accidente" ocurrido en el antiguo planeta Tierra y del que nos salvara el Señor, gentes que no ven lo fantástico de la  salvación gracias a un Ser que conoce las leyes naturales y nos ha traído hasta aquí en un acontecimiento sobrenatural.  Hasta la medianoche del último día aún habrá quienes acepten vivir en el más tozudo desacato a nuestro Creador, sois gentes atentas sólo a las múltiples formas del pecado, vosotros que sólo recordáis la fe de vuestros mayores cuando les llega el momento fatal... – el padre nos mira un instante infinito, con la autoridad de su  investidura y la altura del púlpito.
Leves centellas atraviesan la nave en penumbra, creo vislumbrar visiones fantásticas que se desvanecen y en el púlpito, detrás del padrecito aparece la figura de un hombre bastante más alto que Angelillo, éste se arrodilla y reza. El VIAJERO ASTRAL, de Él se trata, lleva una túnica que irradia luz blanca, nace de su cuerpo y sobre su testa un aro brillante. No siento temor y la comunidad reza en voz alta.
-- Padre, que nos habéis honrado con Vuestra Presencia debo confesaros por los pecadores de nuestra comunidad a Juana. Nadie sería tan ingenuo para creer que tu no eres una mujer quemada por la injuria y el abandono de todos los hombres que se han cruzado contigo, sin embargo ¡por los clavos de Cristo! perdida ya cualquier esperanza de salvación eres justamente tu, Juana, la que espera con resignación una señal del Señor ¡y la esperarás hasta el último suspiro de tu alma pecadora!.  De todas las maneras he decidido: como si el tiempo se hubiera detenido no sucederá nada. No seré yo, Angelillo, el que pase vergüenza ante Nuestro Señor. He decidido que nadie morirá en este pueblo hasta que yo lo autorice.
El VIAJERO calla, su Magnífico Silencio nos envuelve en un Manto de Piedad, todos nosotros y los objetos santos que nos rodean quedan definidos  con su sola Presencia. 
Las palabras de Angelillo han dejado a nuestra congregación suspendida, con el frágil cuerpo de la fe en el borde de la vida, amenazados con caer hacia el Maligno pero atada al Cielo por el denso hilo del AMOR del VIAJERO.
Todos nosotros, el planeta incluido, no es más que un experimento de algún trastornado mago de otra galaxia o un científico que desvaría acerca del futuro de los hombres. ¿Por qué no creer que existen otras Novas en el Espacio Infinito? mundos habitados por criaturas inteligentes, incluso de una inteligencia superior. La aparición del VIAJERO me sorprendió, no porque hubiera declinado en mi fe, pero siempre pensé que un nuevo Mesías sería mal tratado por el clero y la población en general como lo fue el primero.
Estoy feliz por tener un buen tema para el siguiente libro, pero el padre Angelillo ha considerado desaconsejable permitirme tal cosa o cualquier otra, es decir, no gozo de sus simpatías. Porque soy mujer, porque no acepto sus visiones catastróficas, porque tengo más fe en los hombres que él mismo. Podría responder por mí fe, aunque podría ser una alteración de la percepción de la realidad, la visión del VISITANTE podría ser una alucinación colectiva.   
Mi propia desorientación, una cadena de emociones que me ha despertado LA PRESENCIA, ¿por qué no? a veces dudo si fue real, aunque en esta dimensión ¿cuál es la realidad? ¿EL VISITANTE existe o es sólo un espejismo colectivo al que nos llevó la vehemencia del padrecito? ¿el temor por el regreso de un nuevo Mesías y las consecuencias de su prédica?
¿Qué hago yo en Nova? He viajado desde Aster confundida en la noche con las siriles que se desvanecen al amanecer. No tengo nada en común con ellas ni con la misión que el Maligno les ha encargado: traer el placer a los varones de Nova.
Entre la congregación, una soprano eleva su voz en una obra que habla del espíritu y la fe, el rito de la muerte convertido en un vuelo del alma hacia Dios que nos salvará por su amor a nosotros. Todas las personas, todas, jóvenes o viejos, hombres y mujeres se toman de las manos, alguien toma mi izquierda y busco la mano de mi vecino y la oración se eleva hasta que perdemos la noción del tiempo y caemos de rodillas ante el VISITANTE, éste levanta sus brazos al cielo y desaparece.
-- ¡Estamos salvados! – los presentes lloran y cantan sin saber la canción.
   
El padre Angelillo podría haber desistido de las obligaciones clericales por su avanzada edad, el habitual cumplimiento de éstas nos ha asegurado que el padre no sólo desea seguir en sus funciones sino que su fe no se ha  resquebrajado. Es, lo que se dice, un manantial de fe.
Ante la ELEVACION del VISITANTE:     
-- Podéis imaginar que ya estáis preparados, y que por eso estuvo aquí Nuestro Señor para perdonaros - continúa nuestro pastor - os prometo que en el último día  nadie va a subir al lado del Santo Padre.  Me ocuparé personalmente de que seáis cribados como calzoncillo de ostentar. Continuareis de este lado, donde os pesen los pies y me aseguraré que Nuestro Señor, en su infinita bondad no vaya a perdonaros.
Permanecimos petrificados, hasta aquellos que tenemos entumecidas las articulaciones; un rumor: el padre Angelillo está loco, no hay constancia de acontecimiento que avale esta idea. Salvo este sermón delirante.
Podríamos pensar, que este malhumor de Angelillo tenga origen en la resistencia del obispo por concederle el traslado a Castilla, su tierra natal.  El padre Angelillo ha proclamado que en su congregación nadie morirá y que dada su calidad de líder y precursor él también, como intrépido veterano de nuestra comunidad desafiará y derrotará a la muerte y que vivirá eternamente para continuar hostigándonos.
En la comunidad no se le atribuye particular importancia al hecho que declama el padrecito, se trata de un indicio irreversible. Las autoridades laicas de nuestra congregación realizan llamadas al obispo, al portavoz del obispo, a la sirvienta del obispo y las respuestas llegan con las mismas lacónicas palabras: "No hay declaraciones".
Y secundado por el comisario, amenazado de por vida a la ex-comunión (y en este caso es mucho decir) resuelven recluirme – incomunicada – en una ignota celda.
Llega el momento en que a la comunidad le preocupa que trascienda nuestra inmortalidad.  Pudiera ser una situación existencial privilegiada por la ausencia de la muerte, se comprenderá que algunos ciudadanos no deseamos que el resto del mundo sepa de nuestros pecados ni del motivo de nuestra inmortalidad sin pagar derechos de autor.
Solicito que el padre Angelillo me visite en la cárcel. Angelillo se presenta y me reitera su decisión:
-- Como responsable de tu fe, hija mía, te aseguro que no existe motivo alguno de alarma. 
-- Padre, como ministro de Dios ¿no es alarmante el hecho de que nadie esté muriendo?
-- ¿Hija mía, has abandonado nuestra fe?
--  No, Padre
--  El VISITANTE me autorizó a continuar con mi prédica, relevante para nuestro Señor, para mi como su representante, para tu comunidad  y mientras pienses así no podrás publicar más.
El padre Angelillo logró alejar a las gentes peligrosas – como las escritoras - de su congregación.

María de los Ángeles

Relatos FM

Sicopatía


Porque al abrir la caja surge un sin número de jirafas grises, tan tristes y malhumoradas que es mejor cerrarla de nuevo, antes que algo pueda suceder y no haya manera de arrepentirse luego –  nunca he sabido qué puedo esperar de ellas –. Es así entonces que decido recostarme pesadamente en el respaldo de la banca, totalmente abandonado en mi descanso. Por ahora tan sólo quiero mirar el pasto, sin esa molesta intromisión de la costumbre, de la simpleza impostergable de lo que acaba siempre por suceder, y, sobre todo, sin esa preocupación constante por mantener las jirafas en orden. Qué más da si por ahora tan sólo las dejo acomodarse como puedan. Ya vendrá el momento en que haya descansado por completo, cuando deba entonces preocuparme de nuevo por la caja. Mientras tanto me conformo con estirar un poco las piernas, aspirar el fresco atardecer que empieza a anunciarse entre los árboles y esperar, tan sólo esperar. En todo caso las jirafas también deben descansar un poco, ya que esto no sucede a menudo – francamente no sé por qué. Desde hace mucho no había reparado en el cansancio de todo esto –, y no sé cuándo podré volver a disponer de un instante así. Pero felizmente no hay por qué preocuparme por ello precisamente ahora que he decidido olvidarme por un tiempo de todo. Al fin y al cabo deberán venir, tan insospechadas como siempre, esas horas de constante agitación, el placer desmesurado, el regocijo invaluable de haberlo hecho de nuevo, para evidenciar una vez más esa dura admisión de lo irrevocable, las noches en vela que debo asumir de pie frente a la ventana. Pero esta tarde he decidido que nada importa tanto como yo. De manera que no pretendo ocuparme de nada más – He dejado la caja en mi regazo sin notarlo, sin esa tensión constante en mi mano empeñada en asirla con fuerza –. Y, sin embargo, un niño se ha acercado de pronto corriendo tras su pelota – la madre conversa despreocupada al otro extremo del parque –. Es justo el inconveniente que tanto temía en el apacible suceder de esta tarde, acaso el único instante en que debía descansar – las jirafas han comenzado a andar sigilosas de un lado a otro dentro de la caja –. El niño se ha aproximado demasiado y camina resueltamente hacia mí, al parecer con la intención de recuperar la pelota que acabó bajo mi banca, cerca de mis piernas. Se detiene un instante y se ajusta el pantaloncillo con la respiración entrecortada. Parece haberse olvidado por completo de ella y mira mi caja con incómoda curiosidad – las jirafas corren ahora excitadas y se atropellan entre sí –. Entonces comprendo que mi tarde ha sido mancillada, y que no hay más remedio que levantarme con desgano y permitirle al niño que tome su pelota. Pero el pequeño no deja de examinar con atención la caja que ahora he resguardado fuertemente bajo mi brazo. No pretendo responder a ninguna pregunta indiscreta. El niño parece complacerse en escrutarme y poco a poco he comenzado a perder la calma – las jirafas luchan por salir y golpean la caja con violencia –, sobre todo ahora que he debido ponerme en pie y no me ha quedado más que observar detenidamente, con esa pasividad exasperante que me crispa la piel, la mirada atónita del niño que intenta comprenderlo todo y que finalmente parece compadecerse de mí. Entonces surgen los segundos imprevistos de siempre, el momento indescriptible en que acabo por sucumbir a la tímida proposición de un gesto vago, al asalto de un leve temblor de labios, a los ojos ineludibles del niño que termina por imponer su horrenda voluntad. Y es siempre así que logro comprenderlo todo y no me queda más que contemplar al niño que se acerca lentamente a mí – aprieto los dientes con fuerza, en un feroz intento por no gritar –, con la intención evidente de hacerme perder el control. Y surge entonces el horror inenarrable de esa pequeña mano que toma mi brazo con dulzura, de la triste sensación de haberlo perdido todo una vez más. Porque es el niño que camina cabizbajo y resignado el que me arrastra suavemente hacia la calle, sin que yo pueda hacer algo por evitarlo, para llevarme allá donde siempre acabo por volver, donde todo empieza y vuelve a acabar, allá lejos de tanto, de la tarde que me excluye a cada paso, de la gente que termina siempre por evadirme la mirada; y, sobre todo, de la madre que sonríe complacida a la distancia.

Amacio Valdo

Relatos FM

Retrato de un asesino


(Dedicado a las familias de Nadezhida, Yekaterina y María, tres componentes del grupo Russy Riot. Para que el impuesto y corruptible poder no pueda jamás condenar nuestra libertad de expresarnos.")


      Pedí disculpas a Dilyara. Asintió carialegre. Fijando sus enormes pupilas azules. Cuadré con cierto descaro mi chaqué tras un ligero empujón hacia delante. La sobrina del alcalde Serguei Sobianin, quitó bruscamente la mirada de mis pantalones como si le invadiera cierta vergüenza desde esa perspectiva. Apocada, declinó hacia las copas de champagne, luego, nítidamente, a trompicones, sus ojos concluyeron perdiéndose en el fastuoso cristal que ofrecía una magnífica panorámica de las hermosas cúpulas del Kremlin. Las magias parecían construidas para obligarnos a contemplarlas. Tal vez sabedores de que el destino no juega con segundas oportunidades. Aunque para mí, la plaza roja y el centro de Moscú apenas seducían y representaban la magnificencia falsedad del universo soviético. La seguí observando al detalle mientras me alejaba hasta la entrada del aseo. Su tez genuinamente lechosa, aquellos apetecibles sonrosados labios carnosos y una larga melena rubia ondulada cayendo sobre los enclenques tirantes de un vestido largo, plateado, tremendamente ceñido. Desde el exuberante aseo alicatado en mármol podía divisar cualquier movimiento en el 02. Encontré a un amigo acompañado de una hermosa mujer de obvios rasgos orientales y a la que nunca había visto por aquí. Una mujer así no pasa desapercibida. No lo saludaría. Afortunadamente tampoco se percató de mi presencia. Por un breve lapso se me pasó por la cabeza la disparatada idea de advertirle pero no debía levantar sospechas. Hasta entonces arrastraba la opresiva sensación de haber influido en su destino. Haber roto definitivamente cualquier esperanza de felicidad del triste adinerado banquero alemán que previamente pagó a un detective para averiguar que su recatada mujer lo engañaba con un jovencito tenista sudamericano. Tras interminables noches de callarse, palpar los infiernos del querer y saborear el amargor de su rabia; decidió recurrir a mí. Los maté en pleno acto e hice que pareciera un simple robo. Abrazados, rebozados en un charco de sangre jamás presencie tanta ternura y complicidad en una pareja. Hans, aunque no se llama así, me llamó después llorando para decirme adónde me ingresaba el resto del millón de euros. Ahora podía constatar que en el mundo nadie ni nada merece perdón ni pena. Lo único importante era cumplir con las tareas asignadas. Atiborrarme de mucho dinero en esta única vida que poseo. Preparada la sofisticada detonación; una elaborada reacción de compuestos químicos escondidos cinco horas antes cuando alquilé una habitación desde tramada identidad, ya sólo había una cuenta atrás y disponía de diez minutos para abandonar el Hotel.     
      El gélido viento barría la nieve de las aceras, de tal modo, que no quedó el mínimo rastro de mis pisadas. Abrigado, con sombrero, bufanda, lentillas y una ligera mascarilla que me puse contrarreloj en el ascensor, mudando mi rostro original para no ser reconocido desde las tres videocámaras de recepción. Fui distanciándome con una celeridad suficiente para no propiciar miramientos. La noche se impregnaba del arrebatado murmullo de transeúntes entrecortando el letal silencio y noté mi corazón más cerca. Palpitando brusco, loco, rápido, libre, retroalimentándome de un sensitivo extraño cóctel de adrenalinas que me producía un placer inmensurable. En eso estalló la planta 11 del Ritz por los aires. Una gigantesca bola de fuego se adueñó del edificio fundiendo poco a poco su férrea estructura y la gente asustada gritó mirando el cielo. Sonreí. Marqué mi móvil y dejé un mensaje: ¡Está hecho!

Calzando Lomas