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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

El asadito


El gordo Alvarez sudaba. Cualquiera hubiera dicho que sudaba inusualmente para ser finales de Abril, pero eso sería porque no lo conocían. El gordo Alvarez se pasaba el día sudando, todo el año, y tenía mucha masa corporal para sudar. Para peor, la jornada laboral había sido dura, casi como todas y siempre con horas extras. El problema no era la cantidad de laburo, que era mucho, si no que desde arriba les habían insistido en que eran tiempos difíciles, etcétera; y, también, en mejorar la calidad porque las quejas se estaban propagando fácilmente. Mientras se lavaba las manos no quería pensar en ello, sus compañeros terminarían la tarea, de fondo se oían sus risotadas, algunos gritos aislados y la radio. Él, como todos los sábados, tenía una cosa más importante. La carne, bien fresquita, se la habían traído temprano; no sabía como se lo hacían aquellos para aparecer con primera calidad. A veces, creía que comían mejor que los jefes, esos que no se acercaban a la peonada. Se enjuagó la cara varias veces y se despachó un escupitajo amargo y verde. Subió el volumen de la radio porque ya empezaba la transmisión.
Cuando salió a la noche oscura y estrellada Palito Diaz ya estaba preparando todo para el fuego, el Flaco tenía arte hasta para esto, che. Cual manos de escultor en arcilla, hacía los cucuruchos de papel, apilaba las ramitas y las piñas, ponía arriba la parrilla y luego dejaba el carbón, nunca abundante, encima. Palito Diaz decía que un fuego bien hecho era importartísimo (así lo decía) para un buen asado; y lo hacía con un cuidado tal, que uno se terminaba creyendo sus palabras. El gordo Alvarez comenzó a salar las tiras de asado mientras Palito acometía el chimichurri esencial.
Miranda y el Pocho Gomez llegaron a toda velocidad, derrapando por la gravilla. Miranda se encargaba de las achuras, las blandía como un trofeo, siempre cumplidor. Desde hacía un tiempo los de la carne les habían dicho que de las achuras se encargaran ellos, no se sabía bien por qué pero tampoco se molestaron en preguntar; total, a cinco cuadras había una carnicería donde Miranda tenía arreglo. El Pocho Gomez se cortó unas morcillas frías, un salamín, un trozo de queso y unas rodajas de pan para ir picando; a Miranda el olor de madera quemada ya le hacía entrar hambre. Alguien preguntó como iba el partido y el Gordo Alvarez informó feliz el empate y que iban quince minutos de juego; algo loable para un equipo que no conocía la victoria hacía trece fechas. Algo así pensaron sus compañeros intentando disimular las sonrisas, a lo cual el Gordo los invocó a sosegarse, que él ya sabía lo que estaban pensando y que, aunque no los viera, las carnes (sic.) de la nuca no era grasa inútil si no más bien sensores. Palito Diaz desparramó las brazas y acomodó el fuego a un costado para limpiar la parrilla; el gordo ordenó la carne y las achuras según la intensidad de calor. Miranda repartió Particulares Treinta para todos, había llegado desde la casa diciendo que los otros ya venían, porque estaban acostando a los últimos; el crepitar del fuego se mezclaba con los grillos y algún que otro perro a lo lejos.
El vino llegó con el Puma García; conocido, también, como el tinto o esponja García, en honor de los troles de novi que se metía entre pecho y espalda. Habría que ver si la damajuana venía aferrada a su mano o viceversa. El puma era un somellier desperdiciado, porque le gustaba más la cantidad que la calidad; las malas lenguas decían que en la mesita de noche tenía un pingüino en el sitio del vaso de agua. El gordo Alvarez era el único que lo tomaba con un trozo de limón, y el tucumano Miranda con Paso de los Toros; brindaron por nada. Palito Diaz le preguntó al Puma García si iba a poder hacer algo por su hermana, que por ese entonces quería adoptar, y sabía que el Puma estaba conectado con gente del hospital. García lo tranquilizó repitiéndole que ya estaba en eso y que cuando saliera algo ya le avisaría; Palito sonrió aliviado y lo palmeó en la espalda como agradecimiento.
Miranda y el Pocho Gómez aprovecharon un gol de la contra para meterse con el club del gordo, Alvarez los paró en seco alegando que de clubes grandes era hincha cualquiera, que los que éramos de club chico teníamos los huevos bien puestos; Gómez le dio la razón porque estaban condenados a sufrir, Miranda se cagó de la risa y el gordo lo mandó a la concha de la lora, generando que el Pocho y el Puma sumaran sus risotadas. A la final, todos querían que ganara el mismo.
Alguien dijo que ese mundial era de Argentina y todos lo celebraron, aunque otro se lamentó que no lo llevaran al Pelusa, parecía ser que el pendejo la rompía, por supuesto que la rompe, en que mundo vivís, che, se exaltó otro que tenía a los cebollitas como el futuro del fútbol argentino. Vamo' a ganar el mundial con huevos pronosticó uno, sino acá hay una matanza, sentenció el Perro Gávila blandiendo su •38 uniéndose al grupo, que lo recibió con sonrisas irónicas. La carne se iba haciendo y las brasas crepitaban al caer de la grasa.

Gutierrez y el Tano Luconi completaron la mesa. Al Tano lo embromaban porque no sabía distinguir entre una Hereford, una Shorton o una Aberdeen Angus; ellos tampoco.
Miranda preguntó por una morocha de culito lindo, Palito Diaz apuntó con ironía que se notaba que no estaba su esposa, la bomba tucumana, antes de que Gutierrez le informara a Miranda que la morocha se había ido. Valía la pena la turrita aseguró Miranda buscando la complicidad del Tano Luconi; uy! la que te cae si te llega a escuchar tu jermu, azuzó Palito; no embromés, che. Los solteros siempre se las arreglaban para organizar una comilona sin las minas de los casados, los cuales sotto voce lo agradecían. Para ellos después de Dios, la familia y la patria, lo mejor era: el asado, el fútbol y los amigos, sin rango de importancia.
Atacaron con ansia las achuras, pequeña delicia animal para algunos; mezcolanza de todas las sobras desagradables, para otros. Viendo en especial al gordo Alvarez y a Gávila parecía que les importaba un carajo si era sangre, pezuñas o vaya a saber qué. El brindis y las felicitaciones al asador fueron una antesala a un clásico de ese tipo de reunión: la ronda de chistes gallegos. El repertorio  siempre era nuevo y únicamente García acusaba descontento, aunque otros del grupo también tenían al padre inmigrante.
La siguiente damajuana dejó pasó a la carne. Las tablas de madera chorreando jugo eran una explicación de por qué las achuras no eran más que un entrante apetitoso, que nadie podía negar so pena de incurrir en desacato a los comensales. Se notaba que los costillares eran de animales pequeños aunque muy sabrosos.
Hablaron de caza, de pesca, de autos, de mujeres, no tenían forma de ponerse de acuerdo. Y comían. Al Gordo las gotas de sudor le iban trazando caminos por la redondez de su cara, según se hinchaba o no la mandíbula al masticar. La carne se deshacía, sin ninguna resistencia, en la boca para fortuna de los que andaban con el comedor desacomodado; como era el caso de Gutiérrez: que tenía una sonrisa solamente de muelas y solitarios premolares, pobre. Había quienes disputaban sobre la zona que era más propicia para la caza; mientras otros, los menos,  sostenían que la caza no era un deporte. Sobre la pesca, cada uno también tenía su opinión, y el punto álgido transcurría por saber si la carnada debía estar viva o muerta; lo incuestionable era la laguna de Chascomús. El Tano Luconi, como era de esperar, defendía a rajatabla a Fiat, aunque todos preferían el V8. Las mujeres eran más una visión machista de un texto para la cama, que un tratado sobre las posibilidades del sexo débil como seres humanos. Lo único que no suscitaba discusión era la política, porque simplemente no interesaba discutirla, ni siquiera la mentaban; porque todos pensaban igual, su ideología era incuestionable e impenetrable; ellos eran la política y listo. Era algo tan evidente como que: el dulce de leche era argentino, o que ese era el mejor país de América. Para algunos: el árbol no les dejaba ver el bosque; para otros: el bosque no les dejaba ver el árbol.
La mesa larga de madera, con los ocho comiendo alrededor, podía ser una propaganda de Oliviero Toscani sobre el país de la Holando Argentina.
El final del partido sentenció el empate, y el Gordo lo festejó como una victoria, es cierto que tenía una alegría que contagiaba.
El ruido de las turbinas de un avión que sobrevolaba sus cabezas ensordeció la conversación. Gómez siguió el recorrido del avión mientras se qitaba restos de asado con la ayuda del siempre fiel escarbadientes; sabía que, a esa hora y en ese lugar, sólo podían ser los cornudos de la aeronáutica.
Quizá fue Gávila quien trajo las cartas, aunque todos estaban prestos para echarse unas faltas y un quiero vale cuatro, alegando que: vendría bien después de semejante morfi. Palito Díaz miraba al Gordo Alvarez, con su musculosa blanca grisácea manchada de grasa, pensando que el Gordo era un tipo macanudo, no sin razón; más allá de que él lo creía porque jugar con el Gordo era sinónimo de as de espadas y treinta y tres de mano. Palito barajaba como un croupier al que no le hace falta el moñito. Alguien escuchó el teléfono, pero fue Miranda quien se levantó, a regañadientes, a atenderlo. La noche, fresca y oscura, invitaba al descanso y a compartir. Gávila, ajeno al grupo, pensaba en Dios. Miranda volvió enojado diciendo, entre improperios, que era un trabajo urgente, que era ahí al lado, que era importante, y la madre que los tiró a todos juntos. A Miranda, como a los otros, le molestaba más la cena interrumpida que el trabajo en sí.
El Gordo Alvarez -frotándose la panza-, Palito Díaz, Gávila y García, que mojaba el pan en el vino, se mofaron porque habían zafado del encargo. Miranda, el Pocho Gómez -calzándose la camisa-, el Tano Luconi y Gutiérrez -que se peinaba cuidadosamente- se lo tomaron con calma. Subieron al Falcon, cargando los cañónes, y se fueron al grito de: el último cola de perro.
Algo habrán hecho, pensó el Gordo Alvarez, todavía con el sabor de la carne en la lengua; mientras Palito le tiraba agua a las brasas, García servía más tinto, y Gávila repartía otra mano.


Nota: Victor Basterra: "Esto no tiene gusto a nada conocido, no tiene olor a nada conocido, no tiene textura a nada conocido, entonces esto no es carne vacuna, esto es carne humana". Sobre el llamado "bife naval" que se daba para comer en la ESMA. Pág. 358 de Lo pasado pensado, Felipe Pigna, Planeta, 2006.

LMCB07-06.

Mumo

Relatos FM

Frente de Sangre


Valle del Ebro. Agosto de 1938.

El polvo y el calor flotaban en el ambiente. Sería un día de verano normal y corriente de no ser por la guerra. Una guerra civil, una guerra de ideologías, una guerra de hermanos. Por desgracia, una de tantas...
Era casi un novato en el frente. Las manos aún le temblaban al coger el fusil, y tenía el presentimiento de que no dejarían de temblarle ni aunque lo empuñara cien años más. Aún no se había "estrenado", como llamaban los más sádicos a los que mataban a algún enemigo por primera vez. Ni por suerte tampoco había visto morir a ninguno de sus compañeros. La verdad es que desde que llegó la situación era más o menos tranquila, pero para él eso no era un alivio, ya que sabía que antes o después iría a peor.
Era mediodía. Probablemente sería jueves, pero había perdido la noción del tiempo así que no podía saberlo con seguridad. Se encontraba resguardado del calor a la sombra de un árbol y mirando fijamente al horizonte, reflexionando en silencio. Cuando la muerte ronda cerca, y ciertamente lo hacía por aquellos campos, la gente comienza a recapitular acerca de su existencia, de lo que han hecho bien y mal, de las cosas que se dejan sin hacer, de los momentos felices y de aquellos que desearían poder cambiar. Pensaba en todo eso. Y pensaba también en las pequeñas cosas que tenía antes de llegar allí, cosas en las que antes ni se había parado a pensar pero que ahora necesitaba más que a su propia vida: la comida casera, un chato de vino con los amigos, la partida de cartas de los domingos en el bar del pueblo y, por encima de todo, el no tener miedo a todas horas. No pudo evitar derramar una lágrima.
Pensó también en sus padres, y mucho. A pesar de la tranquilidad aparente, los pensamientos negativos no abandonaban su mente. Se decía a sí mismo que no volvería a verlos, así que sintió la imperiosa necesidad de despedirse de ellos.
El tráfico de vehículos en el frente era continuo, unos salían y otros entraban. Es por esto que habían instalado una caja de cartón a modo de buzón, para todos aquellos que quisieran enviar alguna carta a sus seres queridos. Diariamente el buzón se vaciaba y las cartas salían en uno de los últimos camiones del día. Tomó papel y lápiz y se dispuso a escribirles él también una carta.
"Queridos padres
Os escribo desde el frente para daros una noticia, una no muy agradable. Si llegáis a leer esta carta significará que habré muerto. Sé que ésta será probablemente la peor carta que recibiréis en la vida, y no puedo ni imaginar la tristeza que os puede causar, pero prefería que os enterarais de mi puño y letra en lugar de hacerlo a través de cualquier patán sin cerebro ni corazón que os cuente las cosas a su manera, o lo que es peor, que nunca lleguéis a saber qué ha sido de mí.
Mis últimas horas las he vivido con una sensación de intranquilidad constante. Apenas he podido dormir. Intento mantenerme ocupado tanto tiempo como sea posible, para de este modo evitar que malos pensamientos vengan a mi cabeza.
Llevo ya casi una semana a la espera. Hasta el momento en el que escribo estas líneas, no he podido comprender aún qué hago aquí y por qué me trajeron. De momento la situación está tranquila, pero no sé cuándo cambiará. No sé si el enemigo estará cerca o no, pero a veces se escucha ruido a lo lejos, por lo que creo que se encontrarán a escasos kilómetros.
Nada más llegar, nos dieron una charla sobre lo que hemos venido a hacer en este lugar. Desde aquel día sólo he oído de labios de los generales palabras como: valor, orgullo, victoria, aplastar al enemigo,... ¡Mentira! ¡Todo mentira! Se comenta que aquí hemos venido a morir por "la causa", a servir de ejemplo a los demás. Habrá gente a la que eso le reconforte, pero a mí me da igual. ¡Que no os engañe nadie! ¡La guerra nunca está justificada!
¡Ay, lo que daría yo ahora mismo por estar allí en el pueblo! ¡Por no haber oído hablar de esta guerra! ¡Por no haber pisado nunca un campo de batalla! Sin embargo me encuentro aquí, rodeado de desconocidos, la mayoría tan temerosos como yo, pero me siento sólo, muy solo. Porque aquí seremos muchos, pero estamos todos solos.
Hablamos entre nosotros mientras compartimos algún cigarro. Hablamos de nuestra vida anterior, algunos cuentan anécdotas divertidas para relajar el ambiente, otros buscan consuelo. Me he dado cuenta de que cada uno tenemos algún motivo que nos da fuerzas y que nos hace desear volver a casa sanos y salvos. Para algunos es su mujer o su novia. Para otros son sus amigos. Para mí sois vosotros.
Sois las personas que más quiero en este mundo, y por eso quiero daros las gracias por todo lo que habéis hecho por mí, por todo el amor que me habéis dado, por haberme educado bien y por haberme convertido en un buen hombre. Y me gustaría pediros un último favor, y es que no estéis tristes por mi muerte... Alegraos, porque eso significa una cosa: que ya falta un día menos para que esta **** guerra acabe.
Os quiere y os querrá siempre
Vuestro hijo".
Terminó de escribir, levantó la cabeza y vio al teniente acercarse a ellos. Malas noticias. Eso sólo podía significar una cosa: la tranquilidad había acabado. El oficial les dirigió unas palabras de ánimo para infundir valor en sus corazones, para que lucharan sin descanso hasta el final y para hacerles entender que el sacrificio que estaban a punto de realizar estaba justificado y tendría su eco en la eternidad. Más pamplinas absurdas que ni se molestó en escuchar...
Antes de prepararse, le dio la carta a uno de los compañeros que quedaban de guardia, para que la echara al buzón en caso de que no regresara. Las lágrimas brotaban abundantemente ya de sus ojos, no podía evitarlo. Su compañero se percató de la desesperación que sentía y le dio un abrazo que, por extraño que le pareciera, le hizo sentir mejor. Era la primera vez desde que estaba allí que sentía afecto por parte de alguien. Aunque sólo fuera por un instante, sintió que volvía a pertenecer a este mundo.
El discurso del teniente acabó y todos ocuparon sus puestos. En su mente sólo había una idea que se repetía con fuerza una y otra vez: "volver sano y salvo, volver sano y salvo,...". Se secó las lágrimas y se dispuso a coger el fusil y a empuñarlo, quién sabe si por última vez, para intentar matar a gente a la que ni siquiera conocía y por un motivo que ni entendía ni le importaba.

ícaro

Relatos FM

La montaña siempre concede una segunda oportunidad


Braun dio un traspié y, sin poder hacer nada por evitarlo, se hundió en la nieve virgen. Tenía todos los músculos del cuerpo doloridos, y el agua se filtraba por sus ropas, llegando hasta su piel y quemándola a consecuencia del frío extremo.
Por unos instantes, creyó que no podría seguir caminando. Estuvo tentado de abandonar y dejarse llevar por su suerte. La pena lo embargó de nuevo y no pudo reprimir el sollozo que luchaba por salir desde hacía días. Lloró hasta quedarse sin lágrimas, como no lo había hecho en su vida, sin importarle quién pudiera oírle o verle, porque estaba solo, completamente solo; pero esta vez de verdad.
Hacía dos días que  había dejado atrás a Greil; su compañero de aventuras, camarada y mejor amigo. Sus sollozos y lamentos habían cesado de resonar en la montaña, un amanecer extremadamente frío. Los balbuceos de su compañero seguían repitiéndose sin cesar en su cabeza: había pasado los últimos instantes de su vida llamando a su mujer e hijos hasta el punto de acabar delirando y viéndolos junto a él. Los esfuerzos de Braun por mantenerlo caliente habían sido en vano. Llevaban muchos días a merced del viento y la nieve; muchos más de los que un hombre corriente puede soportar.
Ante el fallecimiento de Greil, el joven e inexperto Braun se vio de lleno sumergido en su peor pesadilla: la soledad. No había palabras para describir el sentimiento de desamparo que la gran montaña causaba; la niebla era tan espesa que solo alcanzaba a ver unos metros delante de él, hallando siempre montañas y más montañas de nieve.
A pesar de no haber llegado a reconocerlo nunca, echaba de menos los ánimos de Greil, acompañados de unas palmadas en la espalda asegurando que todo saldría bien, convencido de que la montaña les daría una segunda oportunidad y que saldrían con vida. Ahora, su única compañía era el viento gélido que, por las noches, le jugaba malas pasadas susurrando su nombre y riéndose de él. El mismo viento que se había llevado la vida de Greil que, igual que él, se había sentido capaz de coronar cualquier montaña. Pero el objetivo de Braun distaba mucho ahora de alcanzar la cima del Everest. Solo deseaba deshacer el camino y encontrarse con un grupo de rescate que hubiera salido en su búsqueda.  Aunque, si sus fuerzas le abandonaban antes de tiempo, anhelaba que su muerte fuese tan dulce como la de Greil, junto a sus seres queridos; junto a su amada Celdra. Necesitaba saber que tenía su perdón antes de morir, no podía partir en paz con aquel sentimiento de culpa. Necesitaba saber que, a pesar de todo, seguía amándole.
No supo cuánto tiempo permaneció así, pero la noche cayó sobre el Everest y Braun seguía tumbado en la nieve que, a esas alturas, ya le había cubierto por completo. Aquella noche no soñó.
Una sensación cálida en la nuca despertó a  Braun por la mañana. El joven abrió los ojos, poco a poco, sin poder creer lo que estaba sucediendo; los rayos de sol se filtraban tímidamente entre las nubes bañando su cuerpo entumecido. Una sensación de paz se apoderó de él, pues hacía muchos días que no veía el sol. Pero entonces, un sonido hizo que su corazón se acelerara, sacándole de su ensueño; la risa atronadora de un hombre resonaba en la montaña. Una risa que Braun reconoció al instante. Sin previo aviso, unos fuertes brazos lo asieron y lo depositaron de pie sobre la nieve. Braun levantó la mirada y las lágrimas resbalaron por sus mejillas mientras observaba el rostro sonriente de su amigo, al que creía muerto. Éste apoyó una mano en su brazo mientras le decía: ¬
—Recuérdalo Braun, la montaña siempre concede segundas oportunidades.
Sin más dilación rodeó sus hombros, para ayudarle a caminar, y se dirigió hacia una cabaña que la niebla había hecho invisible la noche anterior. La puerta se abrió y muchas caras lo recibieron sonrientes: allí estaban sus seres queridos. El fornido Greil lo acompañó hasta un banco cerca de la lumbre y lo dejó allí, despidiéndose de él con una sonrisa. Los presentes fueron acercándose uno a uno y se sentaron a conversar con él. Braun les abrió su corazón confesándoles aquello que siempre había escondido y reprimido, sincerándose con ellos para descubrir que, a pesar de todo, lo seguían queriendo tal y como era. Cada vez que alguien se levantaba, Braun echaba una ojeada esperanzado, buscando el rostro de su amada Celdra, pero no parecía ser el momento, todavía. Tras despedirse su padre, muerto hacía años, Braun observó unos instantes el alegre crepitar de las llamas. Se sentía feliz y en paz a pesar de que algo, en lo más profundo de su mente, quería advertirle que aquello no era real. Pero prefirió ignorarlo esta vez, atreviéndose a hacer lo que siempre había evitado: desoír la lógica para dejarse llevar por su corazón.
Fue oscureciendo y pocos quedaban ya por acercarse. Lo habían hecho su madre, sus hermanos, sus amigos y todas aquellas personas a las que amaba y que había dañado, a causa de su carácter y su forma de ser. Solo quedaba una mujer en la cabaña. Ésta lo miró desde lejos, sonriéndole, y Braun no quiso dejar de devolverle la sonrisa: algo que tantas veces había reprimido. Celdra se sentó a su lado sin decir nada y se abrazó a él, con fuerza. Ante aquello, Braun lanzó un sollozo y se escondió en su pecho, balbuceando disculpas que emergían de lo más profundo de su alma. Celdra lo tranquilizó, asegurándole que le entendía y que nunca había dejado de quererle, ni dejaría de hacerlo. Fueron pasando las horas y los dos permanecieron abrazados sin necesidad de decir nada. Braun deseaba que aquel momento no terminara jamás, pero el sueño fue apoderándose de él, gradualmente, hasta que tuvo que tumbarse en el banco, recostando la cabeza sobre las rodillas de su mujer. Ésta le aseguró que estaría junto a él hasta el final: que jamás lo abandonaría. No dejó de susurrarle palabras tranquilizadoras mientras le rozaba suavemente el rostro. Poco a poco, su voz fue apagándose, pero sus caricias no cesaron: tal y como había prometido.
Braun se sintió en paz, entonces. En paz consigo mismo y con el mundo. Pero no era una sensación de felicidad como la que cualquiera de nosotros puede sentir cada día, sino algo más puro; una señal indicando que estaba preparado para emprender un viaje sin retorno.
A la mañana siguiente, y tras días de intensa búsqueda, los escaladores perdidos en el Everest fueron hallados muertos. El cadáver del experimentado Greil Mausabun yacía en el interior de una cueva y Braun Tor, su compañero más joven, junto a la cabaña del guarda, no muy lejos del pie de la montaña. Cuando los miembros del equipo de rescate los encontraron, no dieron crédito a sus ojos. La muerte por hipotermia era lenta y dolorosa. A pesar de haber consolado a sus familiares asegurando lo contrario, quienes entendían de aquello sabían que los hombres habrían sufrido. Y eso no cuadraba de ninguna forma con las expresiones de paz y serenidad que mostraban ambos escaladores.
Era un hecho sorprendente que muchos no alcanzaron a comprender. Tan solo  algunos lo hicieron, pero su opinión de viejos chiflados no fue tomada en serio. Éstos estaban plenamente convencidos de que el viaje hacia el más allá de Greil y Braun habría sido cómodo y placentero, pues la montaña no era cruel con los que la respetaban y admiraban. Incluso era capaz de conceder una segunda oportunidad a aquellos que lo desearan con toda su alma.

El dragón lector

Relatos FM

Las dificultades actuales, no pueden romper a la pareja

      
   Escribir un relato en estos tiempos de crisis que todo el mundo habla y la sufre, "Crisis"."Crisis" por abajo y "Crisis" por arriba;  parece pecar de excesivo optimismo;  "porque donde no hay harina todo es mohína".Y además el tema debe estar relacionado con la pareja; con el hombre y la mujer.
   Pero nunca, debemos olvidar que las grandes gestas de heroísmo se han escrito en las grandes dificultades, que es donde se gestan los grandes héroes. De eso nos pueden hablar nuestros abuelos, nuestros padres—el que tenga la suerte de tenerlos vivos—y yo mismo que soy un abuelo y, estoy viviendo una segunda juventud, más placentera y sosegada que antes, porque nunca han faltado ni faltaran las complicaciones a las personas y a la pareja.
   Los chinos en la traducción de nuestra palabra "Crisis" dan dos significados a la misma: "Conflicto o Dificultad" y "Oportunidad" pero los que deciden libremente andar el mismo camino, sin anillos, ni argollas ni ninguna atadura a la persona, no necesitamos esa segunda oportunidad, porque tenemos un proyecto de vida para desarrollarlo con la persona elegida.
   Muchas gentes desperdiciamos nuestra vida esperando "la gran felicidad", sin prestar atención a las muchas felicidades más pequeñas que son las que salpican su recorrido en la vida diaria. Tendríamos que vivir cada día como si fuera el último y habría que añadir la recomendación de vivir cada día como si fuéramos a permanecer en la tierra para siempre. Porque el AMOR debe ser la última meta más alta a la que tendríamos que aspirar todas las personas en este mundo.
   Nuestros padres y nosotros mismos, que somos hijos de la guerra, que sufrimos en nuestras propias carnes la carencia de alimentos y la  ausencia algunas veces de nuestro padre que tenía que emigrar a tierras extrañas para poder alimentarnos malamente, y nos vimos abocados a ir al comedor de Auxilio Social y las Cartillas de Racionamiento y, a no tener una ropa de recambio, tener que estarte en la cama para  que la lavaran, ya que era el único sayo que teníamos y así  poder estar con ropa limpia.
   No tuvimos un sitio para jugar, pero sí teníamos nuestro ingenio para crear espacios de felicidad con cualquier cosa, porque sabíamos que las mejores cosas de esta vida son gratuitas. Todavía me vienen a la cabeza los bombardeos, la sirena y refugios; muchas veces comí entre el ruido de las sirenas y los llantos de los heridos de la metralla.
   El ser humano, tiene un gran poder de adaptación y los pobres siempre se han adaptado fácilmente a todo, con sacrificios y resignación, a sabiendas que después de una gran tormenta viene siempre una  gran calma.
   De todo esto nuestros antepasados nos han dado muchos ejemplos y han sabido vencer grandes dificultades, aún mayores que éstas que atravesamos ahora.
   Sabemos que la felicidad no es florero que lo colocas donde uno quiere, pero sí podemos crear en los tiempos difíciles situaciones que mitiguen los malos momentos, e insuflar a la vida un optimismo moderado, para hacer frente al tiempo actual. El vino y el optimismo moderado, le viene siempre bien a la salud.
   La felicidad, no consiste en tener muchas cosas, sino en valorar lo que se tiene. Es sabido lo de aquel sabio frente a un gran escaparate de lujos y muchas cosas que llamaban la atención, cuando dijo: "Ahora al ver todo esto, me doy de cuenta, de lo que no necesito."
   La generación mía no pudimos ir a la escuela, muchos a una corta edad se ponían a guardar animales y otros iban a casas para desempeñar tareas de mayores, solamente por la comida que les sobraba; otros de aprendices en todas las profesiones que existían, sin cobrar nada, solamente por  aprender un oficio para hacerle luego frente a la vida. Cuando se moría un familiar nos ponían un brazalete negro en el brazo en señal de luto o porque tenían una victima o un muerto en la guerra en uno u otro bando, daba igual.
   Los mayores no se entendían, pero nosotros los chiquillos, jugábamos con todos sin distinguir de colores rojos o azules. Cada vez que hablaban los mayores era de muertos y se odiaban, y entre ellos se fusilaban, pero ellos no se ocupaban de que nos moríamos de hambre,  eso tan importante para nosotros, ellos no le hacían caso.
   La vida, como las palabras tiene varios perfiles, que la realidad es única y que nadie sabe la verdad, ni tampoco como van a cambiar las cosas, sin para bien o para mal.
   Yo no pierdo de vista la realidad de la vida y sus ciclos de bonanza, ni veo al lector ese rostro desconocido que me está leyendo, que me está hablando sin yo poderle responder y quizás no le guste este escrito o no esté de acuerdo con lo que escribo. Siempre cuando se escribe hay que tener presente el destinatario, quién me va a leer y cómo, pero no hay que confundir lo ameno con la ligeraza, la sencillez tiene que tener brillantez para enganchar al posible lector.
Lo que se escribe hoy "son hojas del otoño" que tienden a tener una vida efímera, porque la aspiraciones de la gente humilde  nunca han sido muy grandes.
   Pero quiero y deseo, que la situación de crisis que vivimos no rompa la paz social y crispe a la sociedad, porque afecta a todos los estados, a unos más y a otros menos, pero saldremos de esta crisis fortalecidos, estoy seguro y nos servirá de acicate para valorar  ese tiempo anterior de bonanza.
   Empezaba este relato corto con la palabra crisis que otros llaman dificultades, es igual, pero crisis o dificultades han existido siempre en el mundo, y no faltarán nunca.
   La palabra crisis que algunos la tienen siempre en la boca, crisis espiritual, crisis de valores, de ética, crisis industrial, crisis económica, pero parece que se quiere olvidar la otra crisis del mal trato a la mujer, de género, esa lleva instalada muchos años entre nosotros y no hay forma de erradicarla. Ahí, si quiero poner el acento, porque sería lamentable que la crisis económica se cebara en el matrimonio o la pareja, para acentuarla y que la mujer pagara las consecuencias, los platos rotos. Solamente en el año pasado ha habido más de cuarenta y cinco  mujeres asesinadas, sin contar las que sufren el mal trato diario, en lo que va del 2010 se acerca a esta cantidad. Eso, si es una gran" Crisis" y hay que cortarla de raíz
   No podemos meternos cada uno en su agujero y aislarnos, sino buscar soluciones entre todos para encontrar un remedio a este problema,  aunque resulte difícil, creo que es mucho más fácil que el económico, ya que depende de nosotros mismos  solucionarse, si hay que echar mano a la familia, a los amigos, formar un grupo, aunque sea reducido con los parientes y la familia, incluso en la calle, porque en ella la convivencia es intensa.
   Hay, momentos en la vida en que todos necesitamos palabras de aliento y apoyo que nos ayuden a reflexionar sobre los nuevos desafíos y dar sentido a nuestra vida, mensajes que nos devuelvan la esencia de lo que verdaderamente somos: seres humanos.
   A veces, cuando buscamos repuestas para comprender lo que sucede, estas respuestas aparecen de la forma más inesperada: una conversación casual, un aviso publicitario, un mensaje por correo electrónico, una carta o la oportuna llamada telefónica de alguien que nos quiere y nos anima a seguir adelante.  Es entonces, cuando la palabra  le da sentido a la vida, nos reconforta, nos esclarece y nos ayuda en nuestro camino.
   En  la vida se nos presenta diariamente una serie de complicaciones que la pareja debe afrentar con coraje y valentía, crecerse en las dificultades y hacer frente  a ellas  sin acudir a la desesperación y, al mal trato entre ellos; ya que aunque  los contratiempos sean grandes, el tiempo se encarga de rebajar la tensión y tenemos que ver los problemas de hoy como si fueran viejos, como si hubieran perdido actualidad. Estas reflexiones, pueden ser inspiradoras y ayudarnos a disfrutar de una vida más plena.
   Te invito a recorrer en el recuerdo otras  situaciones iguales o parecidas a
éstas y, tal ver en esos recuerdos encuentres esa repuesta que estás buscando hoy, o ese mensaje de tranquilidad necesario, para no rendirte y seguir confiando en que todo es posible y las cosas que te agobian hoy, tienen solución entre la pareja y el calor de tus hijos.
   Porque a lo largo de nuestra vida, la tuya y la mía, buscamos el modo de realizar nuestros sueños y alcanzar nuestros logros. No podemos entregar la cuchara ante cualquier dificultad, sino crecernos y  luchar para vencer nuestras discordias y defender nuestra paz familiar.
   Las cosas siempre tienen solución por muy difícil que se vean, y nunca hace falta recurrir a las voces y a la mala convivencia, porque la felicidad hay que elaborarla día a día, como vamos haciendo la vida desde que nacemos.
   Aquí, podríamos ilustrarla con la anécdota de mendigo invidente que estaba sentado en la vereda con una gorra a sus pies y un cartel escrito con letras grandes que decía."Por favor, ayúdeme. Soy ciego."
   Pasó por allí un creativo publicitario se detuvo y observó que había muy pocas monedas en la gorra. Sin pedirle permiso dio la vuelta al cartel, tomó un bolígrafo y escribió otro anuncio. Luego volvió a ponerlo a los pies del ciego y se marchó. Por la tarde el creativo publicitario pasó por el lugar y observó, con beneplácito, que la gorra estaba llena de billetes y monedas. El ciego reconoció sus pasos y le preguntó si había sido él quien había tomado el cartel, y que había escrito.

   -Nada que no sea tan cierto como tu anuncio, aunque con otras palabras-, sonrió  y siguió su camino.

El ciego nunca lo supo, pero en el nuevo cartel se podía leer:"HOY ES PRIMAVERA Y YO NO PUEDO VERLA"
   Eso mismo nos pasa a nosotros que tenemos muchas posibilidades de ser felices y no lo vemos, no sabemos  gozar de  los encantos de nuestra tierra y de lo mucho que tenemos nosotros, con lo poco que tienen  otras personas en este mundo.
   Julio Iglesias, tiene una canción "Yo canto a la Vida, yo canto al Amor" buscando la convivencia sin rencor, porque la igualdad no va ni debe ir  contra los hombres, sería un atentado contra la persona. Tampoco se trata de callar al hombre y que piden las mujeres, sino buscar la felicidad, que sin darnos cuenta la llevamos bajo el sombrero.
   Una cosa que más le gusta a mi mujer, a mi pareja, que todos debemos practicar es el gozo que nos ofrece la Naturaleza, como nosotros hicimos ayer tarde, que nos obsequió el tiempo con un tibio sol este loco invierno de frío, mucha agua y algunas veces nieve, que nos trae recuerdos de nuestra juventud, de un pasado remoto, de nuestros primeros bailes, y lo primero que me viene a la memoria, aquel cosquilleo de la sangre, que sentíamos, desde la necesidad del roce de la piel; otras veces con las manos para hacer manitas, buscando siempre el roce que nos producía escalofríos de los sexos, pero siempre con la carabinas o el acompañante, ya que por aquellos tiempos no nos permitían ir solos, y teníamos que aprovechar cualquier ocasión para darle un beso a la novia; eran tiempos de inocencia, de caras coloradas, y primaveras encendidas.
   Luego vinieron otros tiempos, con otras libertades, otras preocupaciones, y otros latidos del corazón.
   Ya hemos paseado un rato, el día va declinando, ya hay poca gente, nuestras manos se entrecruzan con ternura y cariño, que hace más sólida nuestra unión, gracias al tacto de tu mano femenina.
   Ella y yo, queriendo detener el tiempo, el mundo y el AVE de la vida. Así hoy, recuerdo los primeros paseos, como hoy, nos sentábamos aquí, en este mismo banco, a soñar despiertos, a tantearnos, a descubrirnos, siempre bajo la atenta mirada de nuestro acompañante.
   Ahora, volvemos a pasearnos por el mismo sitio y sentarnos donde antes, pero ya no es lo mismo, ya no  es para mirar el mañana, sino para contemplar la historia de nuestras vidas, sus baches y sus caídas, las fatigas con sus  hondonadas y sus charcos.
   Hemos vivido nuestras vidas, y nos hemos comido los años, y los años nos y han dejado nuestros cuerpos un poco deteriorados, "chuchuríos" dirían otros, pero tenemos nuestros recuerdos de que fuimos adolescentes, con mucha fuerza en nuestros sueños, y decidimos compartir el camino, hacer el mismo recorrido, y aquí estamos gozando este día. Nos hemos sentado tras un largo paseo, y volvemos hacer hoy un repaso de una etapa de ese largo camino que es la vida, sabemos que lo han hecho y recorrido también juntos otros muchos, y que recorrerán mientras el mundo sea mundo. Pero con las mismas ganas, que empezamos el primer día, mirando siempre en la misma dirección y estando unidos ya sin apasionamientos, sin esa fogosidad de la juventud y locura, pero con la serenidad y la aceptación de los vaivienes de la vida; prestándonos el apoyo mutuo que hemos conseguido, en esa larga marcha que hace bastante tiempo que emprendimos.
   No queremos ocultarlo, queremos demostrarlo con nuestra actitud tan natural, tan reciproca y compartida, para que sirva de ejemplo a esta sociedad tan dividida y tan crispada en los momentos actuales.
   Queremos dar las gracias al destino, por la dicha de estar juntos y de estar vivos. Y por el simple, sencillo y maravilloso placer de vivir.
   Ya repuestos del esfuerzo y el cansancio, después del largo paseo, de esta tarde suave y maravillosa y habiendo recuperado las fuerzas y relajados, estamos frente a frente, pero hoy te recuerdo con aquellas facciones tan bonitas de nuestra juventud, y se está apoderando de mí una ternura, una ternura de muchos años de convivencia, de experiencia, que se traduce en cariño, confianza y tranquilidad después de muchos años de responsabilidades y prisas compartidas.
   Los dos hemos llevado el trabajo con cansancio y ternura, porque la ternura tiene miles de caras, y muchos más pies, y estos son también ejemplo para vivir y compartir nuestras vidas y que son la mejor manifestación  de confianza.
   Ya hemos consumido muchos años, ya somos mayores, nos duele esto, eso y aquello, ya estamos como el Otoño, con las hojas caídas, pero estamos vivos y tiesos, con arrugas, pero el paso del tiempo también le afecta a las flores y las plantas, pero pronto vendrán otras primaveras con su luz y colorido, que nos harán soñar como en los primeros años nuestros.
   Queremos que nuestro placer de vivir espante el dolor, y que no se nos deshaga entre los dedos, que sea la alegría permanente nuestra, y a ser posible de los demás que nos rodean. Qué  vivir cada día para nosotros sea un placer.
    Hay que mantener la ilusión con los años que tengamos, que no se instale en nosotros la rutina; la prensa nos habla diariamente de personas que tienen cerca de 80 años y desarrollan diariamente una labor digna del mayor elogio y mantienen las mismas ganas; tenemos ejemplos recientes, como a José Saramago que a sus 74 años le dieron el Nóbel de Literatura, a Toni Lebranc, que con la disminución física hace su papel en "Cuéntame como Pasó" y a la gordita María Galiana, que después de jubilarse como profesora ha descubierto su faceta de artista.
   Hay muchas personas jóvenes que parecen viejas y viejos que parecen  jóvenes, eso depende de que quieras mantenerte activo. Todos los mayores somos un valor activo, que la sociedad debe aprovechar sus  conocimientos  para transmitir  los oficios y las tradiciones para que no se pierdan. La "Crisis "no se puede llevar por delante la paz, la  serenidad, la experiencia y la alegría, ni esconder tampoco la risa. Tenemos que ser valientes, luchar con tenacidad y ganas de superación, y decirle a todos los que nos hablen de la dichosa "Crisis".

Que no me quiero enterar,
No me lo cuentes, vecina,
Prefiero vivir soñando
Que conocer la realidad.


                     Jalcasa.

Juan Álvaro

Relatos FM

Mientras atardecía


Los últimos rayos de luz se escurrían sinuosamente por debajo del cierre semi echado del bar. No necesitaba mirar las oscuras caras de los presentes, podía sentir sus asustados ojos en mi espalda. Parece ser que el único que no tenia miedo era yo. Con una simple mirada fugaz al camarero, su temblorosa mano alzó la botella de Jack Daniel´s hasta rellenar por cuarta vez el vaso que descansaba en la barra a escasos centímetros de mi mano izquierda. ¿O era la quinta vez? "No es necesario que te asustes", le dije con una tranquilidad impropia de mí. Ni siquiera fue capaz de mirarme. Con cada palabra que pronunciaba podía sentir como crecía el miedo de los que allí me acompañaban. A veces podía sentir, o al menos eso creía, como el silencio era brutalmente interrumpido por acelerados latidos del corazón de alguno de estos pobres infelices. ¿O acaso son ellos los felices? Sí, eso tiene bastante más sentido.
Una mujer de unos treinta y cinco años, que se encontraba agazapada contra la máquina de tabaco, sujetaba con firmeza la cabeza de su pequeña contra el pecho, sumida en un sollozo mudo pero incesante mientras parecía contemplar, obnubilada, el techo de la habitación. Por momentos sentía la extraña necesidad de consolar de alguna manera a esa mujer. Decirle que todo iría bien. Que iba a poder seguir disfrutando de su pequeña. Sin embargo, ¿Para qué mentir? Nada va a salir bien. De hecho nada salió bien, por lo que ahora mismo ese nada ya no tiene solución ni sentido.
Es extraño. Y no es propio de mí. De todos los que allí se encontraban en el bar, seis o siete más el inmóvil camarero, pálidos y afásicos como muertos en vida, solo uno fue capaz de captar mi atención y por tanto imagino que interesarme. Fue aquel joven ciego. Probablemente estuviera igual de asustado que los demás pero...joder, ¡**** sollozo! No puedo ver así a una mujer. "Deja de preocuparte, dentro de poco podrás salir de aquí con tu hija" le dije. "Todo va a salir bien", proseguí. Mientras mentía a esa mujer aproveché para tantear con mi mano izquierda el bolsillo interior de mi chaqueta en busca del mechero. Tras buscarlo en tres de los cuatro bolsillos de la americana, conseguí finalmente atraparlo en el último de ellos, y con un suave chasquido encendí el cigarrillo que reposaba entre mis labios. Me encanta la primera calada de un cigarro. Pero tengo que dejarlo...bueno, más bien debería haberlo dejado. Aunque ahora ya no importa. En ese momento, comenzó a sonar a través del hilo musical "Grace" de Jeff Buckley. Siempre me gustó esa canción.
Ese chaval... "Oye tu...el ciego, ¿Como te llamas?". "D...d...Diego". Diego. Diego. "¿Crees que ser ciego es un castigo Diego?". El chico pareció sorprenderse ante esta pregunta. Abrió la boca para contestar pero no logró expulsar sonido alguno. Sus cuerdas vocales se habían helado fruto del pavor que le inundaba. "Acaso no crees que es mayor castigo amar lo perdido o no poder dejar de pensar en el olvido. Querer tocar, acariciar, besar... y sin embargo no poder ni respirar. Querer oír de nuevo esas palabras que una vez te susurró al oído y que hicieron estallar tu corazón en un mar de llamas de las que ahora solamente quedan tristes e inertes cenizas". Una lágrima comenzó a deslizarse suave pero incansablemente por mi mejilla. "Eso sí es un castigo Diego".
Lentamente, con un movimiento parsimonioso, casi enervante, fui levantando la mano derecha en la que sujetaba un revolver desde antes de lo que puedo recordar hasta que con el cañón logré acariciar el hueso temporal derecho de mi cabeza. Los últimos compases de "Grace" se mezclaban en el aire con el humo de mi cigarro. Y cerré los ojos un instante. Y allí estaba ella de nuevo, esquiva e inalcanzable. Y por un momento volví a ser...feliz. E, intentando que esa imagen me acompañara por siempre, concentré todos mis esfuerzos en poner fin a este sufrimiento apretando el gatillo.

El último romántico

Relatos FM

El nieto


En el interior de una pequeña habitación, sobre el fondo, contra un rinconcito que daba cobijo a la humedad trasluciendo bellas obras de arte con aroma a pobreza, se encontraba el mayor tesoro que alguien podría encontrar
Arrinconado, aislado, estaba el himno a la protección, es decir esa cosa material que representa algo puramente vivo, como es en este caso el recuerdo de su abuela.

Ese pedacito de trapo ya oscuro como las manchas que adornan la pared, con unas flores armónicamente bordeadas, ese bordeado que incita pasar el dedo suavemente una y otra vez como si poseyeramos una medalla de oro en nuestras manos, en un intento de acariciar la calidez humana que hay detrás. Ese pedacito de trapo que supo hacer de conciliador de sueño, ese camisón con olor a su abuela que buscaba en las noches cuando su mano en ese entonces solo podía ser capaz de sostener el sueño. Estaba allí, aún estaba allí, como esas buenas cosas que esperan en su lugar de origen, como un enamorado experto y cansado volvería a su primer amor , en esa habitación oscura, ahora completamente abandonada, el pedacito de trapo esperaba.

Julio se arrimo lentamente sobre el suelo, como si avanzar lentamente fuera la mejor manera de cuidar que nada cambie de lugar por un absurdo imprevisto, o tal vez porque había pasado tanto tiempo que había dejado de lado el recuerdo que ahora necesitase mas espacio para venir, más espacio de la distancia a la que ahora se encontraban, que seria un metro, o mas precisamente y como realmente importa unos tres pasos, que hace unos setenta años atrás hubieran sido muchos más, aunque igual de torpes, dado a la firmeza del equilibrio que se gana y se pierde a través de los años.
Ahora estaba ante su cobijo, su canción de cuna, el recuerdo de su abuela, su piel de hoja seca, su sonrisa de sol, y sus ojos húmedos de invierno, celestes o grises tal vez.
El amor, la paciencia...su abuela. Abuela de pocas palabras, solo las justas, solo las que su alma necesitaba en su momento para sentir que era comprendido, solo las que necesitaba ahora para marcharse, y así, sosteniendo el camisón es sus manos temblorosas, sonrío por ultima vez quizás, pero de la mejor manera, el nieto.

María Bet

Relatos FM

Al otro lado


El amor puede surgir de muchas maneras, adoptar infinitas formas. Puede ser la cristalización de una larga amistad, ¿por qué no? o acaso un incendio repentino provocado por un cruce de miradas, o por la simple primera visión del ser - el que será - amado desde ese instante. Este es mi caso.
Un buen día apareció y ya no pude apartar mis ojos de ella. Nunca intercambiamos una palabra. Soy un hombre lleno de obsesiones, de miedos, creedme, es difícil imaginar cuántos, así que me limité a contemplarla una y otra vez, y seguí haciéndolo a escondidas durante meses. Era mi fijación silenciosa.
Ella me correspondía a su manera, o al menos ese era el espejismo con que yo, pobre, me daba por satisfecho. Apenas me había formado una imagen suya y ya la había idealizado sobre los débiles cimientos de mi ingenuidad. ¿Quién sabe? Acaso al conocerla en persona habría perdido todo el encanto.
Sin embargo, existía un obstáculo entre nosotros. La persiana de la habitación. Odiosa barrera que separaba nuestros mundos. Yo siempre a un lado, ella siempre al otro, dentro de su marco, como un óleo que sólo permite ser admirado pero ¡ay! del que ose tocarlo. Cómo llegué a aborrecer esa persiana ciega, que me impedía mirarla a gusto, ver qué hacía, cómo se encontraba, con quién hablaba. Cuando caminaba por la calle, solía mirar hacia arriba y ahí estaba la persiana que alejaba su vida de la mía.  Cerrada a cal y canto, o como mucho entreabierta, pero siempre sin permitirme ver sus luces, sus imágenes. Salvo por pequeños momentos de claridad, dentro de la habitación, sellada esta por las persianas, habitaba un deseo secreto. Pero, sí, ella sabía bien que la observaba.
Cuando la persiana se encontraba echada hasta abajo yo gustaba de crear fantasías con esa mujer que había al otro lado. Veía su cuerpo en la habitación oscura, intuía su silueta de formas irresistibles. La imaginaba en su habitación tumbada en la cama, a sus cosas; esperaba a que la barrera se abriera hasta la mitad y me dejara vislumbrar al menos un poco de lo que hacía, sentada con un libro, o moviéndose, o de pie con el teléfono, o esperando a alguien, siempre bien vestida, siempre guardando la compostura. Hablaba con gente, a veces se veía a otras personas junto a ella. Intentaban aprovecharse, seguro.
¿Reparaba en mi presencia, en que la vigilaba desde la distancia? Quiero creer que sí, pues a veces quería distinguir sus ojos bien abiertos por entre las rendijas, mirando hacia mi posición. Pero aquella persiana era el símbolo de su inaccesibilidad.
Una mañana (recuerdo aquel viento helado y feroz) la persiana se abrió casi por completo, pero ella no estaba. Fue, supongo, mi única oportunidad de admirarla en su completo esplendor, y la perdí. Hay más ventanas en la casa, desde luego, pero pertenecen a otras habitaciones, dan a otras calles y recovecos, y a ella nunca la he podido encontrar ahí. Tras aquel nuevo fracaso me volví a esconder, y no he podido superarlo hasta hoy.
A este lado yo, en mi páramo, mi mundo frío y hostil; al otro lado ella en el suyo, alegre, pequeño, acogedor.
Maldita sea esta persiana, mi persiana, mi habitación...
Apenas me quedan fuerzas ya para abrirla... ¡Si al menos me hubiese atrevido a salir alguna vez de aquí!

Vincent Moon

Relatos FM

Los "osos problema"



(Ilustración 1)
 
Por si en el transcurso de mi fantástico viaje en trineo por la bahía de Hudson tenía la mala suerte de toparme con un feroz oso polar (Ursus maritimus), un oso pardo (Ursus arctos horribilis) o un oso negro (Ursus americanus), en la oficina de turismo de Montreal un amable funcionario me entregó la guía "Prevención contra los ataques de animales; forma oficial de proceder en cada caso". Mientras me servía diligente la segunda tortita con Trempettes, el amable funcionario canadiense me reveló que aunque los ataques de oso eran muy habituales en aquella época del año no tenía por qué preocuparme, pues los osos eran animales nobles y Canadá un hermoso y gran país. Brindamos por ello y salí pitando hacia el aeropuerto.
La avioneta que había contratado tardaría cuatro horas en llegar a Churchill, lugar donde había decidió comenzar mi fantástico recorrido, así que aproveché el trayecto para ojear la voluminosa guía. Ésta empezaba recomendando al turista que por nada del mundo dejara de visitar los increíbles géiseres y los glaciares Estuardo - Precio de la entrada: 25 dólares canadienses-. Después había una serie de recomendaciones gastronómicas (como las Tremppetes) y hoteleras (sobre todo en St. Paul, Winnipeg, etcétera) que eran muy interesantes pero que ojeé sin prestar mucha atención porque mi idea era dormir y cocinar al raso.
La segunda parte de la guía constaba de una serie de recomendaciones generales (servían para cualquier tipo de oso e incluso para zorros, lobos o armadillos) y de carácter preventivo. En primer lugar las autoridades recomendaban no guardar comida o basura en envases que no fueran herméticos, ya que su olor podía atraer a numerosos animalillos. Tampoco era aconsejable salir de la tienda durante la noche o para hacer la siesta. A ser posible, recomendaban viajar por los bosques canadienses en grupo, conversando en voz alta o cantando. Armar alboroto era todavía más importante si se viajaba en solitario. Si ése era el caso recomendaban introducir piedras en una lata vacía y llevarla colgada al cuello como sonajero. También aconsejaban silbar, hablar con uno mismo o llevar la radio o el equipo de música a todo trapo. Ante semejante escándalo, las autoridades aseguraban que el 99% de bichos huía a toda velocidad. Sin embargo, eran frecuentes los encuentros inesperados, bien porque el oso era sordo o estaba dormido o bien porque andaba distraído jugando con sus cachorros. Según la estadística estos encuentros eran especialmente incómodos, por lo que si el turista se encontraba en esa situación era muy importante que mantuviera la calma y siguiera al pie de la letra las recomendaciones incluidas en la tercera parte de la guía.
Lo primero que el turista debía hacer en estos casos era reconocer a qué especie pertenecía el oso, pues según el tipo de oso las recomendaciones podían variar sustancialmente. Con el oso polar y con el oso negro no había ningún problema: el oso polar es blanco y el oso negro es negro, aunque entre los osos negros existían «osos canela» que podían confundirse con el oso pardo. La mejor opción según el folleto era poner en práctica algunos conocimientos de zoología y de taxonomía animal. Entre las diferentes opciones la que parecía más adecuada era fijarse en su tamaño corporal y en su nariz: el oso pardo o grizzli es más grande que un oso negro y tiene la cara aplanada y la nariz afilada (ilustración 1). El oso negro, además de más pequeño, tiene la nariz más abultada.
Cuando el turista tenía al oso perfectamente identificado, la siguiente norma recomendaba vencer el pánico inicial y no echar a correr. El significado de la, a primera vista, insensata recomendación partía de la constatación de que cualquier oso corre mucho más que cualquier turista (pueden alcanzar los 55 km/h, algo menos que un caballo), por lo que era absurdo salir pitando. Además, un estudio realizado por el prestigioso doctor Xandrí advertía que obligar al oso a correr era una de las cosas que más lo cabreaba, por lo que concluía que a mayor velocidad del turista mayor era el cabreo del oso. La ecuación que ilustraba este hecho tenía en cuenta las dos variables: la velocidad del turista (Vt) y el cabreo del oso (Co)
Vt = Co   
Como la relación entre la velocidad del turista y el cabreo del oso es lineal: esto es, si el turista corre el doble (o el triple), el cabreo del oso pasará a ser el doble (o el triple), pasamos a:
Vt=k*Co (donde k es una constante)
Y :
Vt=e^Co (esto es e elevado a Co)
Por tanto:
       Vt=k*e^Co
Si bien la guía recomendaba subirse a un árbol, el turista debía tener en cuenta varias opciones: el árbol debía de ser grueso y alto, ya que el oso podía troncharlo; si el atacante era un oso pardo había que trepar a más de cuatro metros, no se sabe si porque tienen vértigo o porque les es imposible mirar más arriba. En cambio, si el atacante era un oso negro no era recomendable encolomarse a ningún árbol porque el oso negro es un gran trepador. Y como los osos no se marean, tampoco recomendaban dar vueltas al árbol como un energúmeno.
          Una vez que el turista había conseguido reprimir el pánico sin salir despavorido, y con el oso junto a él, la segunda norma aconsejaba tirarse al suelo y adoptar la posición fetal. Esta curiosa y original defensa estaba avalada por numerosos experimentos realizados con osos y turistas. Los tantos por ciento variaban según los tipos de turista, que iban desde maoríes hasta sicilianos, y según el tipo de oso, en este caso blanco o pardo, pero más o menos los resultados eran parecidos: alrededor del 60% de los osos estudiados mordisquearon durante un rato al turista y luego se marcharon o se echaron a dormir, frente al 34% que lo devoraron brutalmente. Sólo el 5% de osos se mostró indeciso. El 1% restante (todos ellos osos pardos) se acercaron a soplarles en las orejas. El estudio también aseguraba que las probabilidades de sobrevivir aumentaban hasta el 80% si el turista le susurraba cosas bonitas y dulces al oso. Las expresiones recomendadas eran "osito bueno", con un 45% de aceptación (por parte del oso polar), y "osito guapo", con un 38% (para el oso pardo).
Ahora bien, si el atacante era un oso negro bajo ningún concepto había que hacerse el muerto, pues estos osos son animales carroñeros que adoran una comida fácil. Según un estudio del Instituto de Psicología Animal de la Universidad de Montreal (MUIPS), el 98% de osos negros se habían sentado sobre el pecho o la espalda del turista (a veces durante horas) a la espera de que llegara algún compañero para compartir el festín.
Y como último recurso, si el oso atacaba la guía recomendaba pelear. Había entonces que tomar una actitud agresiva y retadora, gritando y haciendo uso de cualquier arma que se tuviera a mano, como palos o latas de Coca-Cola. En tal caso era improbable que se sobreviviera al ataque, pero según varios veterinarios se habían dado casos en los que durante la agresión el oso había muerto de un ataque al corazón.
            Las páginas finales de la guía incluían un póster a color de un osezno de oso polar jugando en la nieve y un silbato de plástico, esto último sin especificar bien para qué.           

Lamentablemente, tengo la impresión de que el oso que me acaba de atacar diez minutos después de haber comenzado mi fantástico viaje en trineo alrededor de la bahía de Hudson debe de proceder de Alaska, territorio de los Estados Unidos de América, porque nada más detener el trineo para ajustarme el gorro el bicho ha salido entusiasmado desde detrás de un matorral y se ha abalanzado famélico sobre mí. Ni el Smells Like Teen Spirit de Nirvana que atronaba por los tres altavoces incorporados al trineo ni la inmovilidad absoluta que he mantenido en todo momento ha impedido que me arrancara el brazo de un zarpazo. Sin embargo, he conseguido mantener la calma y, pese al insufrible dolor (y, todo hay que decirlo, a que el oso estaba algo roñoso), he logrado identificarlo. Se trata sin duda de un oso polar.
La perfecta posición fetal que he adoptado entonces de inmediato tampoco ha conseguido apaciguar a la bestia lo más mínimo, igual que el montón de palabras bonitas y dulces que le he susurrado cuando me ha hincado el diente. El póster a color del adorable osezno jugando en la nieve que he logrado desplegar mientras me despellejaba vivo tampoco ha parecido amansarlo (ni despertar en él el más mínimo instinto maternal), y mucho menos que le haya pitado al oído con el silbato de plástico repetidas veces, acción que para colmo ha atraído a más plantígrados: dos osos pardos, tres osos negros (uno quizá es un oso pardo joven) y otros dos osos polares.
Mi última opción es pelear, pero como tengo sentados encima a dos osos negros después de un esfuerzo titánico sólo he logrado pellizcarle en el labio a uno de los osos pardos que me estaba soplando en la oreja y darle una patada a una piña... o les da a todos un ataque al corazón o dudo que pueda fotografiar los increíbles géiseres y los glaciares Estuardo.

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  La interacción entre osos y humanos ha llevado a la creación de los llamados "osos problema", osos que se han acostumbrado a la presencia humana, sobretodo de turistas.   
   Fuente Wikipedia:
A : cabeza de un oso blanco
B : pata delantera   C : pata trasera
D : cabeza de un oso pardo
E : pata delantera   F : pata trasera
G : cabeza de un oso negro   H : pata delantera   I : pata trasera

Enano lácteo

Relatos FM

Tierra santa


-No, esta noche no duermo en casa me quedo en el hospital...si, pero es que no me gusta que se quede mi hermana, ya sabes como es...mira, no voy a discutir eso ahora, ella está casada, la niña, el trabajo, el marido...si,si,si, lo sé, lo sé Joaquín, pero es que no puedo...mi madre se está muriendo, cojones, deja de pensar en ti por una **** vez en la vida...Oye, mira, lo siento, es que estoy muy nerviosa...lo siento...si, sé que tú también lo sientes...no te preocupes....Si. Salgo ahora, ya te avisaré cuando llegue...Si...sabes que yo también. Venga, adiós.
Colgué el teléfono con un suspiro y lo guardé en el bolsillo exterior del bolso.  Estaba lista para salir. En baúl de la entrada, hice una parada para coger las llaves que estaban, como siempre en la cestita verde. Me miré al espejo que había justo delante y éste me devolvió una imagen bastante desagradable. A penas si me había peinado. Llevaba una coleta baja recogida con una gomilla roja. Las ojeras estaban empezando a tomar un color indefinible, verdesmarrones. Me había puesto un pantalón negro, ancho y fresco, chanclas de cuero y una camiseta negra también. Al menos tuve el detalle de adornarme el pecho con un collar rojo. En el espejo, una foto de mis padres colgaba suicida de una de las esquinas. La miré de lejos, pero no la cogí. Me quité las gafas para limpiarlas. Una lágrima estuvo a punto de salir pero la retuve. Me giré y salí, cerrando la puerta con ganas. Mientras echaba la llave, en  la acera me encontré a la vecina.
-Ay, Rosario, ¿cómo está tu madre, hija? Es que no te veo por aquí y no sé nunca a qué hora pasarme por tu casa, para no molestarte.
-Bien, Carmen, bien.
-¿Vas ahora para el Hospital? Tengo aquí una cosita que me gustaría darte, para que se la des a ella, sé que le haría ilusión.
-Ahora no puedo entretenerme, Carmen. Como me retrase más, me quedo sin aparcamiento.
-Ay, hija, si es solo un segundo.
-Bueno, pero dese prisa, por favor. – Encendí un cigarro.
Carmen entra en su casa y antes de que le de tiempo a volverse a quitar las gafas para volver a limpiarlas, ya está allí de nuevo, en el marco de la puerta.
-Toma, hija, es un poco de arena de Tierra Santa. Tu madre iba a venir al viaje pero ya estaba muy malita y no se atrevió. Se la traje a escondidas. Toma también esta estampita. Es una vista de Jerusalén. ¿Te gusta? – No contesté – Yo sé que tú no eres mucho de estas cosas...pero a ella le gustará.
Cogí las cosas y las metí en el bolso.
-Gracias Carmen, ahora me tengo que ir.
-Ay, quiera Dios que la tengamos pronto aquí. La echo mucho de menos, ¿sabes? Son muchos años viviendo juntas, ya sabes, las dos enviudamos tan jóvenes...- Empezó a llorar.
- Me tengo que ir, Carmen. Se las daré.
Me di la vuelta sin dejar que terminara de hablar. Eran las ocho de la mañana. La calle estaba ya hirviendo, como si el frescor de la noche pasada hubiera solo sido un sueño, uno muy lejano. Crucé la calle para ir al estanco, salí rápido, sin dejar que nadie tuviera ocasión de preguntarme por mi madre, pero en la puerta me topé de bruces con José.
-Rosario, hija. ¿Cómo está tu madre? Quiero ir a verla pero me ha dicho Carmen que está muy débil y no quiero molestarla. Pero me acuerdo mucho de ella, sobre todo por las noches. Siempre nos sentábamos todos en tu puerta, a tomar el fresco, y ella siempre nos animaba a todos, con sus chistes. – Sacó un pañuelo de tela del bolsillo con una mano mientras con la otra se subió las gafas para secarse las lágrimas. Se le cayó el bastón. Lo recogí.
- José, tengo mucha prisa.
-Ay, niña, es que ya somos pocos y ella...bueno, tú sabes que yo por ella siempre he tenido una debilidad. – Empezó a gimotear. Un hombre mayor, con gafas, llorando. Lo dejé con la palabra en la boca.
-José, tengo que irme, como llegue más tarde me quedo sin aparcamiento.
Lo dejé allí, en la acera, llorando. Llegué al coche y me subí. Puse la radio  sin ponerme el cinturón ni mirar salí del aparcamiento. Un coche que venía bastante rápido dio un frenazo inesperado dada mi diligencia y empezó a tocar el claxon enfurecido. No le hice caso y salí de mi calle.
Las noticias hablaban de economía, de primas de riesgo, de puntos, de valoraciones, de quiebras, de paro. Al menos eso creo, porque no conseguía escuchar nada. Cambié el dial. Radiolé. La canción favorita de mi madre empezó a sonar. Cambié rápido el dial y volví a los problemas económicos.
Tardé menos de lo habitual en llegar al hospital pero fumé como si hubiera conducido 500 km. Era muy extraño, porque no había casi tráfico. Al llegar al hospital me enteré de que era fiesta, el día del Corpus, creo. Me lo dijo la chica de recepción al llegar. No sé qué le hizo suponer que me importaba.
   Las personas enfermas no entienden de días de fiesta-, dije. La dejé con la palabra en la boca.
Me encaminé hacia el ascensor. Se abrieron tres a la vez. Elegí el que iba vacío. Al llegar a la cuarta planta. El olor me revolvió el estómago y recordé que no había desayunado. Busqué la habitación 432. La puerta estaba cerrada. Eso significaba que los médicos ya habían entrado. Las charlas con los vecinos consiguieron su objetivo, que yo llegara tarde. Empecé a pasear por el pasillo y el olor a café me llevó hasta el final del ala, justo delante de una entrada restringida. Allí estaba mi hermana, con su marido, tomándose una tila. Cuando me vió, se echó corriendo a mis brazos.
-¡¡Ay, Rosario, Rosario!! Que mamá está muy malita.- Empezó a moquear automáticamente. Su llanto no tenía ningún tipo de proceso in crescendo. Yo no sé qué vamos a hacer, Rosario. ¡Qué pena tan grande!
-Bueno Lucía, relájate.- Intenté calmarla, apartándola, sin mucho éxito, porque mis palabras solo consiguieron ponerla peor.
-¿Que me relaje? – Gritó - ¿Que me relaje?- insistió- ¿Tú sabes la noche que hemos pasado? ¿Tú sabes la noche que hemos pasado, eh?, ¿lo sabes?
Supuse que el hecho de que repitiera la misma pregunta tres veces era porque pensaba que no, que no sabía el tipo de noche que se pasaba en un hospital con una enferma terminal de cáncer de páncreas. Pero sí que lo sabía, claro que sí. Mi padre murió de lo mismo, solo que ella era aún  muy pequeña y no se enteró de nada.
-Lucía, por favor...-intenté calmarla, de nuevo, sin éxito.
-Ni Lucía ni nada, ****. Que parece que no te enteras. ¡Mamá se está muriendo, Rosario! ¡Se está muriendo! ¿Y tú me dices que me relaje? ¿No tienes corazón o qué?
-Necesito un café.- Fui hacia la máquina pero cuando abrí la cartera, descubrí que no tenía cambio. –Julián, ¿me dejas 40 céntimos?
Lucía me miró, como quien mira al mismo diablo y se fue.
-Desde luego, Rosario, eres increíble.
Nos quedamos mirándonos unos segundos. Interminables.
-¿Tienes o no?- Insistí.
-Toma 50.
- Gracias.
-De nada.
Se fue. El pasillo estaba lleno de familiares que esperaban tras las puertas cerradas a que los médicos salieran con sus promesas de mejora o sus noticias de muerte. Saqué el café. Cortado sin azúcar. Me senté en una silla de plástico verde. Estaba aún caliente. Julián había estado sentado allí. Me quité las chanclas para sentir el frescor del suelo en las plantas de los pies. Saqué el móvil y empecé a leer las noticias. Un grito ahogado inundó el pasillo. El paciente de la 438 había firmado el finiquito. Guardé el móvil y fui en busca de mi hermana. La encontré abrazada a Julián.
La puerta de la habitación de mi madre seguía cerrada. De repente, del ascensor empezaron a salir señoras con bandejas. Iban a repartir los desayunos. Mi madre llevaba ya varias semanas siendo alimentada por una sonda.  A mi madre y a mi nos encantaba desayunar en el patio. Tostadas con aceite, papochas, como las llamamos allí. El olor del pan me recordó que no había desayunado.
-Me muero de hambre. –dije.
-¿No has desayunado?- preguntó Julián.
- No, no me ha dado tiempo.
- La otra noche tampoco cenaste. Hemos visto el bocadillo en la papelera de la habitación. –Dijo mi hermana  mirándome fijamente sin mirar.
- Si, bueno...lo siento. No es que no me gustara es que mamá pasó una mala noche, estuvo hablando mucho, muy inquieta. Bueno, ya lo sabes, lo que te dije.
- No, no me dijiste nada.- No, no se lo había dicho. Ahora tendría que dar explicaciones. -¿Qué pasó?
-Nada, bueno, ya sabes, con la morfina...le subieron la dosis, porque sufrió una angina de pecho y ...
-¿Una angina de pecho? ¿Y no me llamaste? – Caja de pandora abierta.- ¿Y te quedas tan tranquila, Rosario? Es que, eres increíble, de verdad yo no entiendo de qué **** vas.
- Lucia, cálmate. –Julián, le susurró algo al oído.
-Puedes compartir lo que quieras conmigo, Julián, somos todos familia, ¿no?- dije yo, mirando fijamente al café, ya frío.  Lucía empezó a llorar, otra vez.
-Mira Rosario, yo no quiero saber nada, no me quiero meter en vuestras cosas pero tu madre...
-Tú lo has dicho, es mi madre, no la tuya.
-Pero también es la mía, cojones, Rosario. –Lucía moqueaba ya como una niña de 7siete años.
-Mira, voy a irme a desayunar. No aguanto el olor de este pasillo y tengo ganas de vomitar.
-¿No vas a esperar, por lo menos, a que salga el médico?
No contesté.  - Carmen me ha dado esto para mamá.- Le dí la estampita y la botellita de arena. –José también me da recuerdos. Se ha puesto a llorar nada más verme.
-Es que José quiere mucho a mamá. Todos la quieren, todos la echan de menos. Ni si quiera quieren salir a sentarse en la puerta, a tomar el fresco, como llevan haciendo toda la vida.
-No ha hecho mucho calor, de todas formas. Este verano está siendo raro.
- ¿Eres de piedra, Rosario?- preguntó mi hermana.
- No, soy humana. Por eso tengo hambre. Llevo el móvil, saldré del hospital, no me gusta el pan de las tostadas de aquí. Llámame en cuanto sepas algo.
- No te entiendo. – Dijo Lucía, con la mirada perdida.
-Que no desayunaré aquí, que si tardo, es por eso.
-Te ha oído. – Apostilló Julián. –Espero que te arrepientas de tu actitud.- Doble apostilla.
- Te sentaría bien una tostada a ti también, Julián. Hasta luego.
-Tiré el café en la primera papelera que me encontré. El pasillo estaba lleno de carros con bandejas vacías, llenas, medio llenas, medio vacías. Las señoras de la limpieza cargaban bolsas de basura, arrastrándolas por el pasillo. A través del color verde podía ver gasas ensangrentadas. Mi respiración empezó acelerarse. Tenía la garganta seca. Entré en el ascensor sin saludar. Salí de él sin despedirme y empujando al médico que se había quedado como hipnotizado mirando los números que indicaban las plantas. No me disculpé. Atravesé corriendo el hall del hospital y llegué a la calle. El calor era insoportable. Miré a un lado y a otro, buscando un banco vacío. Me senté y encendí un cigarro. Luego otro. Otro. No sé cuántos fumé. El teléfono sonó. Era mi hermana. Lo miré fijamente durante unos segundos. Dejó de sonar. Delante de mí vi salir y entrar mucha gente en el Hospital. Unos iban riéndose, con globos que felicitaban por el nacimiento de un nuevo miembro. Otros, con maletines, ajenos a lo que pasaba a su alrededor. Gente coja, en silla de ruedas, gente llorando, viudas de negro, niños asustados, madres protectoras. Médicos fumando en la puerta. Ambulancias que devuelven a pobres ancianos a sus rincones de soledad. Monjas con hábitos imposibles acompañando a alguna anciana. Amigos esperando el nacimiento del primer hijo de la pandilla. El teléfono volvió a sonar. Era Julián. Lo dejé sonar. Encendí otro cigarro. Mi hermana volvió a llamar.
- ¿Si?
-Rosario...-gimoteo.- Rosario, Rosario...
-¿Si? No oigo nada. ¿Quién es?
-Rosario, mamá...mamá...
-Mire, no s quién es. No oigo nada. Creo que se ha equivocado.
Colgué. EL estómago me rugía como nunca. Me levanté del banco, apagué el cigarro en la papelera, apagué el teléfono y salí del hospital.
-¡Hombre Rosario!
-¿Qué pasa, Martin?
-Pues nada, aquí, en la lucha. ¿Lo de siempre?
- Si por favor, ¡tengo un hambre!
- Oye, ¿te queda mucho para terminar el trabajo por aquí? Me dijiste que estarías con una suplencia de un par de semanas, y llevas ya tres meses con nosotros. Qué buena suerte, ¿no? Aunque hay que ver, que no te hemos visto ni un día vestida de médico, ¡****! ¡Con lo bien que tiene que sentarte a ti la bata!
-No, ya no me queda mucho. De hecho, creo que hoy será mi último día.
-Vaya hombre, ¿no me digas?
El bar estaba lleno de miradas perdidas, manos que movían infinitamente cafés cortados y negros, paquetes de pañuelos vacíos. Era como un muro de las lamentaciones, como el de Tierra Santa. Como el que mi madre nunca llegaría a ver.

María

Relatos FM

Bucles


Nunca había tenido la inquietante sensación de que se estaba equivocando ya desde el primer momento en el que le asaltó la duda; sabía que iba a hacer algo que le iba a comprometer hasta el último pelo, pero nunca hasta aquella tarde (en la que, con el fin de hacer tiempo y calmar los nervios, ya había dado buena cuenta de 3 bolsas de gominolas y 2 revistas insustanciales) había tenido la absoluta certeza de que se dirigía a cometer una barbaridad y de que no estaba rectificando rumbo.
"Dindondín, pasajeros del vuelo 75621 con destino La Boca de Lobo embarquen por puerta F", y ya había cometido el mayor error de su vida. Y lo sabía de antemano. Y, sin embargo, caminaba hacia aquel camino oscuro y aciago, sin saber muy bien por qué. Caminaba porque la inercia la empujaba, caminaba porque ya iban tres veces que aguantaba y ya no podía más, caminaba porque los árboles en Madrid no huelen a árbol, caminaba porque los sueños y la realidad nunca habían estado tan difuminados. Porque la vida, como aquellas patatas que venían en una lata verde, tenía instantes de los que no se puede escapar y de los que siempre se quiere repetir. No era el destino, era una sentencia impuesta desde el primer momento como condición, y ya está. Punto y seguido, y seguido, y seguido...
Subió al avión y se perdió en un mar de tiempo inexacto, suspendido entre el cielo y el suelo, sin más que hacer que dejar la mente vagar por donde quisiera perderse. Cuando se dio cuenta, atravesaba las puertas tras las que una multitud esperaba a sus seres queridos, conocidos, obligados. A ella no la esperaba nadie: no quiso regalar la verdadera hora de su llegada por asegurarse un plan B, una oportunidad para escapar si tenía miedo, pero es que no lo tenía: no se puede temer lo que ya se conoce, se sabe y se anhelaba de algún modo ficticio e irreal.

"Las cosas no son como deberían ser", pensó para sí. Deseó que el mundo fuera blanco o negro, bien o mal, y que desapareciesen los matices de la faz de la Tierra. Deseó la ley del Talión y la justicia vertical y sangrienta. Deseó una condena por blasfemia y otra por adulterio. Todo eso deseó, con tal de que la culparan y encarcelaran de una vez, con tal de dejar de vivir en incertidumbres, silencios velados y cintas que sujetan lo irrefrenable.

Pero no iba a suceder, y lo sabía. Nunca podría exculparse porque no era presa de un destino omnipotente, porque estaba escribiendo su destino desde la primera pulsación en el teclado de aquel jueves por la tarde. Nunca podría alegar eximentes porque había atado perfectamente todos los cabos antes de echarse a andar su particular camino a la perdición y no había dejado nada al azar: había preparado hasta el último minuto para que aquello sucediese, e inevitablemente iba a suceder. Y se encogía de hombros interiormente, resignándose a hacer lo que tanto deseaba. Y no dejaba de odiarse por ello, de pensar en los eucaliptos a los que había dejado de encaramarse para comer de otros frutos, de otros seres, de otras ramas menos nobles.
 
Ella nunca fue un buen koala: nunca quiso subir al árbol, pero no le quedó más remedio que hacerlo.

Tanthalas

Relatos FM

La estatua de Estigia


¿Por qué teméis a la Estigia y a sus tinieblas,
nombres vanos, material para los poetas, y a
los peligros de un mundo imaginario?
Ovidio

A Sandra Milena Espinosa Orozco

Lo repito, nunca me acosaron visiones... femeninas y sí, es verdad. Luego de luchar durante muchas noches, de no haber podido vencer los tormentos por medio de la meditación, sucumbí. Un deseo súbito se apoderó de mí y me arrastró a cometer la bajeza de aparearme con una bestia. Mientras triscaba el ganado sobre el pasto, una cabra se convirtió en el cáliz de mi simiente pues dentro de su estrecha y succionante vulva permanecí hasta vaciar el líquido de mis genitales. Después de haberme saciado, arrepentido por mis actos pecaminosos tomé una daga y allí mismo corté la garganta del rumiante y escuché de modo indiferente sus vagidos semejantes a los de un infante clamando piedad. Una vez desangrado el mamífero, preparé una pira para santiguar el nombre del señor en busca del perdón.

Cuando el crimen fue puesto en evidencia ante la orden religiosa y concluyó el proceso bajo un juicio amañado, se decretó por unanimidad la muerte para el infeliz.

-Tu arrepentimiento no basta. Serás juzgado según lo marca el libro sagrado. Y como la costumbre antigua estipula, la sentencia es ineludible, morirás lapidado, confirmó el párroco.
El monje, un diestro escultor, horrorizado al escuchar la sentencia, se hincó frente el estrado y rogó que se le absolviera la pena capital si es que era capaz de esculpir durante un día con su noche una obra maravillosa capaz de venerar a Dios. Cierto el jurado sobre la imposibilidad de la tarea, asintió a la petición. No obstante, implacables, vaticinadores de lo ulterior, como a un mártir que aborda a una multitud de enemigos, mostraron al penante la zona donde se alza el muro de los suplicios.

Querido lector, eso fue lo que pasó en el juicio, sin embargo, el monje, temeroso de confesar so pena de morir excomulgado, mintió, pues cuando él sintió que a través de la flagelación y las súplicas no había encontrado consuelo. Con cuchillo en mano, degolló un carnero, y así de la misma manera inmoló a otro, pero al no servir de nada, una vez que afilaba el resplandeciente puñal para descabezar a la cabra copulada, el animal habló: "Espera monje, no me ultimes pues en un problema futuro podré ayudarte".

Dada la consigna, el monje se dirigió a su atelier y allí parado frente a la masa blanquecina del mármol deseó sacar las figuras arrancándolas mediante un conjuro por la pura magia de su visión. Tomó el mazo, el cincel y consciente de la imposibilidad de su empresa arrojó los instrumentos al piso y anheló gozar del ingenio de Dédalo para escapar por los aires. Era tan grande su angustia que maldijo su destino que encontró injusto y como un merodeador nocturno recorrió el taller de un lado para el otro. De pronto, balidos sucesivos procedentes de los corrales se diseminaron por el monasterio hasta llegar a oídos del monje. Éste se acordó de la proposición emitida por la cabra, así que fue por el cáprido y a escondidas lo llevó a su atelier, la colocó en su catre y le exigió que cumpliera con lo pactado. El animal sin inmutarse empezó a mordisquear la colcha a lo que el monje desesperado llevó sus manos estremecidas a su cabeza y en eso el súcubo escondido bajo la apariencia del rumiante tomó la forma de una mujer de ojos de almendra oscura, larga y ondulante cabellera azabache y abrió su nueva boca para anunciar: "Yo te exoneraré de la muerte, a cambio, utilizarás tus dotes artísticos para esculpirme en la piedra".

El súcubo, de nombre Estigia, se despojó de sus telas mostrando su figura exquisita que expuesta al sol proyectó sombras sorprendentes sobre la pared, y empujado el monje por una fuerza invisible a fin de ser iluminado puso en movimiento sus manos de hacedor.

Mira a la serpiente que rodea mi tobillo con sus aros, obsérvala bien, para que puedas plasmarla con fidelidad. Y no olvides colocar al búho en mi hombro derecho, además, enfatiza el tamaño de las moras regadas sobre mis pies. Con este trabajo quedarás absuelto, y como escarmiento para los hipócritas, todo aquel de falso corazón que me observe prendado quedará, pero hay de aquel que me exponga en público pues la sombra caerá sobre él, así enfatizó el demonio. Y una vez concluida la estatua, en su chapa, un relámpago hendiendo el firmamento trazó cómo inscripción la advertencia previamente acentuada.

Durante la presentación de la estatua, una calma siniestra reinó en la reunión, pero al final, el monje fue exonerado de toda culpa de la forma más misteriosa que uno puede imaginar. Nadie sabe nada del prodigio y tan fuerte fue el halo oscuro sobre las artes usadas para elaborar la estatua que los monjes rehuyeron emitir comentarios al respecto.

La estatua de Estigia dejaba apreciar una sublime figura femenina revestida con la trábea diáfana que delante de ella, entre sus muslos desnudos, sostenía la cabeza de un desdichado mientras ella con dulzura le extraía del hirsuto cabello espinos de zarza. La estatua fue un trabajo excelso pues todo aquel que la veía observaba en ella una labor del cielo. Incluso el Obispo de Antioquia reconoció la obra como un milagro ensalzando al monje diciéndole que la mano del señor pesaba con fuerza sobre él.

Vale la pena decir que bajo la orden del abad se mostró la estatua de la Estigia en la nave principal de la ermita de la Veracruz y al día siguiente de la presentación el abad fue encontrado desmembrado a la vera del túrbido río Medellín.   

Grozny

Relatos FM

Diálogos


La primera vez que hablé con Horacio yo tendría unos sesenta y pico de años. Acababa de fallecer mi mujer y lo recuerdo más que nada por eso, porque de no sentirme tan solo ni se me hubiera ocurrido seguirle la corriente.
Llamó a la noche, para decirme que la había conocido a Marta, que lamentaba mi pérdida y todas esas cosas que se dicen en momentos así. Yo estaba devastado por la reciente viudez, por lo que ni se me ocurrió preguntarle de dónde la conocía. En vez de eso le seguí la charla.
Terminamos hablando como una hora y se hizo realmente muy ameno. Le conté anécdotas de mi matrimonio, le hablé de nuestros hijos que vivían en Europa, de cómo sentía que una parte de mí había muerto con ella.
No sé por qué lo hice, nunca me sentí cómodo hablando de mi vida con desconocidos. Pero como ya dije, mi reciente soledad me había afectado mucho, y necesitaba algo a qué aferrarme. Cualquier cosa.
A partir de allí empezamos a entrar en contacto bastante seguido. Hablábamos por teléfono dos o tres veces por semana, nos mandábamos cartas, porque ninguno de los dos sabía usar la computadora, y él me visitaba de cuando en cuando para darme alguna sorpresa.
Pero nunca cuando yo estaba. Porque Horacio tenía una sola regla: nunca debíamos vernos, bajo ningún motivo. El no me buscaría y yo no debía buscarlo a él. Era muy insistente sobre eso y se enojaba cuando yo quería intentar un acercamiento. Yo imaginaba que se avergonzaba de su apariencia por algún defecto físico o algo por el estilo, y por eso no querría que lo viera. Con el tiempo dejé de intentarlo.
Como decía, él venía a mi casa, pero sólo cuando yo no estaba. Sucedía cuando por algún mandado debía ausentarme algunas horas, y a la vuelta encontraba cosas que Horacio había dejado para mí. La primera vez recuerdo que fue un libro de Bukowski que anhelaba leer pero no lo encontraba en ningún lado (yo se lo había dicho en alguna de nuestras diversas charlas), y me sorprendió mucho llegar y encontrarlo encima de la mesa del living.
Después me fui acostumbrando a esas cosas, al punto de tomarlo como algo natural y sorprenderme en caso de que no hubiese nada extraño cuando yo volvía.
Otra de las veces que más recuerdo fue al regresar de una de mis visitas al médico (que con el correr de los años se hicieron habituales), y encontrarme con una caja de habanos Cohiba, mis favoritos, que Marta siempre me había prohibido, aduciendo que eran malos para mis pulmones (tenía razón, por supuesto).
Yo no los compraba después de enviudar como una cuestión de respeto hacia mi fallecida esposa, algo que hablándolo con Horacio él se encargó de menospreciar completamente.
Se lo agradecí mucho por teléfono e insistí en verlo o ir a su casa para retribuírselo, pero se mostró férreo en negarse. De todas maneras al otro día le envié una botella de Bianchi 1887, el mejor vino que pude comprar.
Fueron corriendo los años y cada vez pasaba más tiempo adentro de mi casa comunicándome con Horacio. Llegamos a un  punto de hablar todos los días, con picos de dos o tres horas sin ningún esfuerzo. Tocábamos todos los temas: política, fútbol, salud, música, literatura. Horacio demostraba un conocimiento asombroso sobre todos ellos y muy a menudo dejaba en ridículo mis opiniones. Las cartas no eran tan frecuentes pero no las abandonábamos. Por lo menos dos o tres veces al mes le escribía.
Al cumplir yo los setenta y cuatro algo había cambiado. Mi enfermedad avanzaba velozmente y, según el médico, no llegaría a los setenta y cinco. Se lo comuniqué a Horacio, quien se despachó con un maravilloso monólogo sobre la vida y la muerte, sobre nuestras acciones en la tierra y sus consecuencias y sobre el próximo paso. Al cortar el teléfono rompí a llorar.
Ya lo tenía decidido. En realidad lo venía pensando hacía varios días. Sabía que no me quedaba mucho tiempo, y bajo ningún aspecto quería morirme sin ver a Horacio en persona. Ningún defecto físico o lo que fuera a encontrarme me impediría ver cara a cara a la persona más importante en mi vida de los últimos diez años.
Al día siguiente me puse mi mejor traje, anoté cuidadosamente la dirección a la que enviaba las cartas y tomé un taxi. Por supuesto, a Horacio no le dije ni una palabra. Sería una sorpresa. Yo estaba convencido de que por más que protestara al final me lo iba a agradecer.
El taxi anduvo como media hora. Era una dirección casi en las afueras de la ciudad.
"Llegamos" me avisó el chofer cuando se detuvo en una angosta calle de tierra en un barrio bastante humilde. Estábamos detenidos frente a un gran terreno baldío cubierto de yuyos y un montón de desperdicios de diversa índole.
"Es un baldío", observé.
"Es la dirección que me dio", objetó el taxista.
Chequeé los datos a ver si eran correctos. Calle Matheu Nº 467. El conductor me aseguró que no había otra calle Matheu en toda la ciudad. La casa que seguía tenía el número 469. La anterior, el 465. No había error.
Pedí al hombre del taxi que me esperara un momento y bajé a hablar con los vecinos. Pregunté en las dos casas que flanqueaban el terreno pero no conocían a ningún Horacio, y en ambas aseguraban que ese terreno había estado vacío por lo menos los últimos cincuenta años.
Me sentía muy desorientado. La cabeza me dolía y creí que iba a desmayarme. Volví al taxi y le pedí por favor al chofer que me llevara a la central del correo.
Creo que el taxista me hablaba pero en realidad lo adivinaba porque veía como sus labios se movían. Era incapaz de escucharlo. Todo me daba vueltas.
Pregunté en la mesa de entradas del correo sobre las cartas enviadas a la dirección de la que acababa de venir. Un empleado pidió mis datos y desapareció unos instantes. Al rato volvió con una caja llena de sobres sin abrir.
Me puse a revisarla desesperado. Eran mis cartas. Las que le había mandado a Horacio. Y debajo de ellas, la botella de Bianchi, herméticamente cerrada.
Me informó que había más cajas en el depósito. Le pregunté si no habían podido entregar ni una sola de las cartas. Me dijo que según el registro informático absolutamente todas habían regresado.
Con el corazón palpitando y haciendo grandes esfuerzos por no caerme salí del correo y fui a la empresa de teléfonos, que no estaba muy lejos de allí. Llegué diez minutos antes de que cerrara, pues ya eran casi las ocho de la noche.
Estaba como abombado, con dificultad para respirar y sin poder pensar claramente. ¿Cómo pudo Horacio contestar mis cartas durante todos esos años si la dirección a la que las enviaba no existía, y de hecho todas habían regresado sin ser abiertas al correo?
Mi cabeza era un torbellino de ideas que se anulaban mutuamente, y mi cara debió reflejarlo, porque el empleado de la telefónica me ofreció un vaso de agua antes de preguntarme qué necesitaba.
Acepté, y un poco más repuesto le dije que quería saber los datos de una línea de teléfono. Sonrió, me dijo que no habría problema y me solicitó el número de teléfono del qué quería los datos.
Abrí la boca para contestar y en ese momento me di cuenta de que no lo sabía. Tantos años, tantas llamadas telefónicas, y nunca se me ocurrió preguntárselo. Siempre me había llamado él.
Por más que parezca una obviedad, nunca me había percatado de ese detalle. Nunca lo pensé, nunca se me ocurrió. Ya dije que todo lo que sucedió lo fui tomando como algo natural.
Maldita soledad.
No recuerdo con que excusa me levanté y abandoné el lugar. Casi dando zancadas llegué a la calle y tomé un taxi a mi casa. La noche lo cubría todo y no dejaba ni ver las estrellas.
Yo no podía parar de pensar. Recordaba que en todas nuestras charlas Horacio nunca hablaba de su vida ni de nada que tuviera que ver con él. Hablaba de temas generales, me preguntaba cosas, opinaba. Pero nunca decía nada que pudiera darme pistas de quién era. Diez años hablando casi a diario con una persona y resultaba ser para mí un perfecto desconocido.
Atravesé la puerta como un rayo, con el corazón a punto de salirme por la boca y todos mis nervios en estado de tensión. Sudaba como hacía años que no me pasaba, tenía las manos completamente frías y no podía dejar de temblar.
Recorrí la casa de punta a punta para ver si había algo extraño, una señal de Horacio. La vi al final del recorrido, en el living.
Encima de la mesa ratona había un papel escrito a mano, era la letra de Horacio, aunque su escritura no mostraba la prolijidad habitual, sino que parecía como garabateada a las apuradas o alterado por algo.
Tuve que hacer grandes esfuerzos para mantener mi mano quieta y poder leer la nota. Decía: "Te dije que no me buscaras. Ahora tenemos que hablar".
Fue lo último que vi. La luz estalló dejando todo a oscuras. Un fuerte ruido se oyó en la cocina, y luego pasos que se acercaban. Sentí un aliento helado soplándome la nuca.
Horacio estaba allí.

Ignacio Cañones

Relatos FM

Vida Acuática


En previsión de evitar la tortura de estos últimos meses, he dejado una nota en la pecera por si el experimento fallase suplicando mi liberación pero sin aclarar de dónde provengo.
Durante cierto tiempo desgraciadamente fui un pez. Sí, un pez pequeño, de los que además ustedes pescan. La explicación sobre las diferentes transformaciones que sufrí por un desafortunado accidente, siendo transferido a un pez de un mar al que ustedes denominan Mediterráneo, resultarían incomprensibles para los conocimientos científicos terrestres. Mi supervivencia en dicho emplazamiento –quizá en otros océanos hubiese sido peor– resultó horrenda. Escuálidos, peces mayores y otros depredadores, fueron peligros que debía eludir en todo momento. Un día, huyendo de una hambrienta pintarroja, me acerqué peligrosamente a la costa lanzándome una ola al hueco de unas rocas con apenas agua. Quedé atrapado y comencé a asfixiarme. Cuanto más aleteaba más cercano veía mi final. Las extraordinarias leyes del azar permitieron que un joven espécimen humano me observase impasiblemente durante el tiempo necesario para mantenerme vivo y luego, justo antes de convertirme en masa inerte, me colocara en una bolsita de plástico que había llenado con suficiente agua marina para continuar mi asfixia no mortal hasta su próxima decisión. Desde el recipiente de polietileno, y a pesar de mis distorsionadores ojos, pude contemplar mi traslado a un primitivo vehículo y luego, cuando éste se detuvo, un violento transporte hasta ser introducido en una ineficiente construcción que en aquel momento supuse debía ser su hogar. Una vez dentro, el niño me trasvasó a una pequeña pecera redonda donde estuve inmerso, durante indeterminado tiempo, junto a una cegadora lámpara que casi siempre estaba encendida. En aquel encierro intenté salvar la vida infinidad de veces, porque la violenta imaginación del zagal le hacía creer que era un ballenero y yo la ballena, y en aquella pecera tuve que hacer malabarismos para evitar ser arponeado por agujas hipodérmicas. La furiosa embestida del niño con sus continuas estocadas fallidas y nuevamente el azar, provocaron que lámpara y pecera cayesen juntas con el consiguiente efecto que produce un voltaje elevado en el agua. Entre asfixia y electrocución casi palmo, pero ese desagradable aporte energético permitió el intercambio de cuerpos aunque no de mundos, o sea, retorné a mi estructura original y el pez... ¡a saber! Afortunadamente, el niño había echado a correr por el estropicio formado y yo escapé desnudo en sentido contrario sin que me viese nadie escondiéndome poco después. Ahora que estoy solo en este incómodo cubículo, probaré un método para desencadenar los flujos de energía multidimensional que permitan, una vez más, el intercambio, pero esta vez de mundos.
No sé lo que ha ocurrido... Noto cierto aturdimiento... Lo veo todo distorsionado... ¿Estaré en mi planeta?... ¡Un momento, observo algo!... "Por favor, retórnenme al mar".

Hormiélago

Relatos FM

Sin Perdón


La Brigada Especial llega a la escena del crimen y se encuentra con un espectáculo dantesco: sobre una mesa, sucia y vieja, yacen los restos de un libro sin vida: sus hojas, desmembradas y cortadas a pedazos, se desparraman por todas partes; el lomo aparece desgajado, y el hilo que unía sus páginas, cuelga, inerte, por el borde de la mesa; se pueden ver algunos trozos quemados...otros parecen empapados en un líquido grisáceo que ha emborronado las letras...
-¡Ha sido una carnicería!...acabaron con su vida de un modo atroz...tuvo que sufrir mucho,
¡averiguaremos quién ha hecho esto!- dijo, paseando la mirada, el jefe de la brigada.
Y, acto seguido, comenzó a dar órdenes a su cuadrilla: por aquí se veía a un agente tomando fotografías, por allá, otro buscaba huellas de los culpables y, un poco más lejos, un tercero recogía muestras para su posterior análisis; la actividad era frenética y exhaustiva, ningún indicio se descuidaba, ningún cabo quedaba suelto, todo estaba a merced de la eficaz labor de aquella brigada.
-¡Jefe, aquí hay algo interesante!-
Honesto León se acercó hasta su ayudante y vio lo que éste le mostraba: en un rincón, entre los pies de un armario, se apreciaban algunas palabras escritas en el suelo, a golpe de punzón.
-Traducción...mensaje...extranjero...medios de..., pero, ¿qué es todo esto?- le dijo a su superior.
A éste le fue suficiente un breve periodo de reflexión para sentenciar lo siguiente:
-¡Creo que pudieron ser sus últimas palabras antes de que lo cogieran!...¡Si, nos da los nombres de sus asesinos!...¡las malas traducciones, las nuevas tecnologías, los extranjerismos, los medios de comunicación!¡Todos son los autores materiales que quisieron acabar con lo que él realmente representa!,¡es un ataque en toda regla al idioma castellano! Pero...¡ nunca habían llegado tan lejos!, ¡extremaremos la vigilancia!- y, satisfecho por lo rápido que iba el caso, sonrió para sus adentros.

Tábita Sindórimgen

Relatos FM

El Círculo del Hechizo Blanco


   El repiqueteo de los caballos sobre la tierra húmeda se abatió sobre el bosque, sobreponiéndose a cualquier otro sonido. El destacamento avanzaba al galope por un viejo camino que serpenteaba y se adentraba en la espesura, perdiéndose de vista tras una curva. La lluvia, que había caído sin parar desde hacía dos días, había dejado charcos de agua que se mezclaban con las piedras y el barro.
   — ¡Haremos un alto en media hora! —gritó el capitán. Era un hombre fornido y de rostro severo. A diferencia de los otros jinetes, no llevaba casco y su cabello, largo y gris se le apelmazaba en la espalda.
   Espoleando a su caballo añadió con la autoridad del que está acostumbrado a dar órdenes:
   — ¡Hasta entonces no bajéis el ritmo y, por todos los santos, mantened la formación!
   El grupo era precedido por dos soldados a caballo, que portaban el estandarte imperial, compuesto por el característico ojo negro sobre el fondo escarlata. Tras ellos, el capitán y otros seis jinetes cabalgaban en formación triangular, creando una zona protegida en el centro, donde viajaba el Conde Paradas en un alazán de color negro rojizo, más alto que los demás caballos. El destacamento tomó la curva con determinación y continuó la marcha. La lluvia dejaba poco margen de visibilidad, haciendo que la senda se difuminara en un vapor grisáceo delante de ellos.
   El capitán se pasó la manga por la cara en un intento de secarse los ojos y aguzó la vista para ver mejor. A unos ciento cincuenta metros distinguió un obstáculo.
   Durante unos instantes le pareció una roca, o incluso un animal que había caído en desgracia en mitad del camino. En cualquier caso, aunque no ocupaba toda la anchura de la senda, les obligaría a romper la formación.
   — ¡Paso ligero! —ordenó, mientras levantaba el brazo con la palma abierta—. ¡Hay algo en el camino!
   El destacamento se puso al trote con destreza, manteniendo la formación. Poco a poco, lo que parecía una roca fue tomando forma, hasta que no hubo ninguna duda de que se trataba de un hombre sentado bajo la lluvia.
   Iba cubierto con una capa negra, que a juzgar por lo mojada que estaba, debía pesar una tonelada y llevaba una capucha que conseguía cubrirle el rostro al completo. Tan solo se veían sus manos apoyadas en dos bultos que debían ser sus rodillas.
   Cuando estuvieron a unos metros del encapuchado, el convoy se detuvo bajo las órdenes del capitán. Éste se apeó del caballo y, acercándose al desconocido, sacó su espada con un movimiento seco.
   — Estáis obstruyendo un destacamento imperial —bramó sin rodeos, al tiempo que clavaba la punta de la espada en el suelo, a escasos centímetros del extraño—. Exijo que os apartéis en seguida. De otra forma tendremos que pasaros por encima.
   La capucha se movió hacia arriba y por ella asomaron dos ojos sin el menor signo de miedo. Cuando habló, su voz sonó profunda y vibrante.
    — Hasta ahora, nunca ha sido delito disfrutar de la lluvia en un camino público, Capitán Yesser— dijo con tranquilidad.
   — ¿Cómo demonios sabéis mi nombre? —el capitán comenzó a mostrarse nervioso—. ¿Quién sois?
   — Mi nombre no tiene la menor importancia, capitán —dijo el extraño y se puso en pie de un salto. Era bastante más bajo que Yesser—. Por favor, os ruego que le ordenéis a aquel jinete que no desmonte del caballo —advirtió, señalando a uno de los soldados—. Sólo a vos se os permite pisar la tierra para hablar conmigo. Ni siquiera el Conde, ese que tenéis tan bien escondido ahí, debería decir una sola palabra en estos momentos.
   El capitán giró la cabeza y vio a uno de sus jinetes con una pierna fuera del caballo. Se había quedado congelado ante las palabras del encapuchado. Yesser hizo un gesto y le ordenó que regresara a su posición, al tiempo que se volvía de nuevo al hombre de la capucha.
   — ¿Cómo os atrevéis a darme órdenes? No voy a decíroslo de nuevo: apartaos del camino ahora, o sufrid las consecuencias.
   El capitán Yesser se preguntó por qué el Conde Paradas no intervenía. Era la máxima autoridad, y lo conocía lo suficiente como para saber que le gustaba meter las narices en todos los asuntos, sean cuales sean. Nunca desaprovechaba la ocasión para afirmar su poder, para dar una orden o para sacar a la luz su altanería y orgullo. Quizás en esta ocasión estuviera cansado, pensó, y había decidido dejarlo todo en sus manos. Tanto mejor; él era el responsable de la seguridad del destacamento, y se encargaría personalmente de ello.
   El hombre de la capucha no se movía.
   — Me iré cuando haya dado el mensaje que he venido a daros, capitán —Sus ojos brillaban tras la capucha. Era difícil apreciar cualquier otro rasgo de su rostro.
   Detrás, los caballos parecían inquietos y los jinetes cuchicheaban entre ellos.
   — El conde está cans...
   — El mensaje no es para el Conde, capitán, es para vos —lo interrumpió—. El Conde no me escuchará.
   Yesser estaba cada vez más nervioso. Nadie se atrevería a saltarse la autoridad del Conde para darle un mensaje a un subordinado; ¡mucho menos hacerlo en sus propias narices!
   Miró hacia atrás desconfiado, esperando que el Conde Paradas se adelantara en su caballo y tomara las riendas del asunto. Apenas podía verlo entre la formación triangular de los jinetes. No parecía que fuese a hacer nada al respecto.
   — Decidme pues lo que habéis venido a decir y marchaos —ordenó finalmente.
   La voz del extraño sonó firme y autoritaria.
   — El Círculo del Hechizo Blanco ha visto durante décadas la opresión de vuestro imperio sobre el pueblo, el abuso de poder, la esclavitud a la cual sometéis a los débiles. Ha aguantado pacientemente vuestras transgresiones y conspiraciones, vuestras guerras y victorias, vuestros saqueos y vuestra avaricia. Durante años, habéis tomado de la tierra y de las vidas humanas a vuestro antojo, para saciar vuestra sed de poder y riquezas —Su voz sonaba cada vez más alta—. Por todo ello vos, capitán Yesser, llevaréis este mensaje al Rey: dentro de diez noches, cuando la luna haya menguado hasta desaparecer, el tesoro de las arcas reales será robado en su totalidad, asestando un golpe mortal al poder del imperio, y causando con ello una guerra que acabará por destruirlo. En su lugar, se erguirá un nuevo monarca, mas no de sangre real, que reinará con mano de hierro y corazón de carne. El Círculo del Hechizo Blanco así lo profetiza, y así se cumplirá. Que el cielo y la tierra sean testigos de mis palabras.
   El capitán Yesser lo miraba pálido de terror. Se había quedado petrificado. Hacía siglos que nadie hablaba del Círculo del Hechizo Blanco, y la mayoría lo consideraban una mera leyenda.
   Se giró de nuevo en busca del apoyo del Conde. El hombre de la capucha habló de nuevo.
   — No me estáis escuchando Capitán. Como bien os he dicho antes, el Conde no me escuchará. Porque está muerto.
   Los jinetes ahogaron un grito de terror detrás del capitán, mientras se apartaban hacia los lados, deshaciendo la formación. En ese momento, Yesser pudo ver al Conde Paradas, que se hallaba erguido en su caballo. Su cabeza colgaba del cuello hacia un lado. Sus ojos vidriosos y sin vida confirmaban las palabras de aquel hombre extraño.

Nico