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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

De lo que en la cama halló


Madrid. 16 de septiembre de 1631

Bebed otro trago y escuchad lo que he de contaros, que no han de faltar en la Villa y Corte chanzas y chascarros como el de don José Pelayo, marqués de Villacarneros, hombre que fue de noble condición, pero que ahoga ahora, sucio y con harapos, el penar y la vergüenza en mi taberna, rumiando entre vinos aquella frustrada noche de amor con Luduvina, hija de don Edmundo Pacheco, militar de los Tercios, y que dio lugar a este gatuperio.
Hace un año rondó la casa de la tal Luduvina el marquesito, pues andaba de ella enamorado hasta los huesos. Pero hete aquí que, enterado de los devaneos, don Edmundo apartó del pecado de la carne a su hija en la noche que los dos iban a encontrarse.
Cuando dieron las completas trepó Pelayo hasta la ventana, cuya reja había manipulado la doncella. Halló el marqués —que achispado por el vino venía— poco preámbulo para el amor: apenas ropa femenina y unas nalgas tersas y sin vello que le esperaban en la penumbra para saciar su sed, y que el ardiente don José no dudó en probar bajándose a toda prisa las calzas, sin esperar arrumacos ni más coqueterías. Allá fue, os digo, todo hombre, dándose mucho sofoco por el calor y el peligro de ser sorprendido.
Pero antes del acto se empeñó el ardiente noble en besar a Luduvina encontrando, no la cara angelical de la muchacha, sino el gesto sorprendido de un efebo pisaverde, y que había aceptado las monedas del militar a cambio de dar un escarmiento al marqués.
A punto estuvo don José de desenfundar la toledana y hacer pincho al chico ―hablo del acero, no me malinterpreten vuesas mercedes―, pero la oportuna intervención de don Edmundo evitó convertir esa misma noche al noble, además de en sodomita, en criminal.
Corríose pronto la voz por Madrid y sus mentideros, exagerando el hecho y dando por cierto que hubo acto.
Aquí tengo la prueba, en forma de hombre hecho piltrafa, al que hiere la coplilla que unos y otros canturrean para escarnio del pobre aristócrata, borrachín y desdichado:

"De lo que en la cama halló, cató.
Mas como ni siquiera preguntó,
poca hembra gozó.
Perdió pues el marqués,
de la noche al día,
título, presencia y gallardía"

Laura Sainz

Relatos FM

Llorona


Apenas tres cuadras distaban las tapias del manicomio y su corona de focos, sol maléfico de medianoche.
   Sobre la puritita linde entre la oscuridad y el haz luminoso de una farola macilenta, la única en muchos centenares de metros a la redonda, aquella mujer lloraba en silencio. Su dolor era lánguido, como si administrado a dosis. Parecía una tristeza de siglos, aprendida a sobrellevar en una rutina que no anulaba su hondura.
   --¿Por que lloras, mi chamaca?
   --¡Ay, mis hijos...!
   --¿Qué les pasó, m'hija?
   --Están muertos...
   Descalza, apenas la cubría un camisón que un día debió ser blanco, ahora tiznado por los verdes y grises de la miseria.
   --No se me apure... --un vahído estuvo a punto de tumbarme, pero logré recomponer mi eje de gravedad--. Un hombre siempre se emborracha por una pena, aunque parezca alegre. Así que hacemos buena pareja, mi chamaca.
   Intenté abrazarla por la espalda para cazar sus pechos, pero se escabulló con una ligereza diríase que alada.
   --Pinche gachupín... --masculló entre lagrimones.
   --¡Órale m'hija! ¡Qué mal carácter! Si yo solo la quiero arrullar...
   La miraba fijamente y ni mi ebriedad podía menguar el brillo de aquellas pupilas oscuras, suma en intensidad de todas las noches, donde el resplandor de la farola reverberaba como única estrella en un fulgor sublimado. Pero apenas me concedió un instante de tamaña belleza, para sus ojos no había más querencia que esa oscuridad que todo lo engullía bajo su manto de petróleo etéreo.
   Me arranqué gatunamente para meterle mano y logré palpar una nalga fría como el hálito de la madrugada. Se revolvió, blandiendo un rictus que ya hubiera deseado para sí la Gorgona.
   --¡Pinche gachupín...! --masculló entre lagrimones.
   Su ira contenida no me provocó sino hilaridad. Tuve que entrar en el oasis de luz para apoyarme en la farola, de otro modo hubiera caído al suelo entre la risa y el mareo. Y me repuse con el tiempo suficiente para atisbar un vuelo de tela hundiéndose en la noche exterior.
   Salté tras su estela, pero la mancha clara del camisón se desvaneció conforme perseveraba en la huida. Chinga a tu madre, pensé. **** chilanga.


Eran las primeras horas de mi quinto cumpleaños en México, donde todos mis sueños se habían ido al garete y todas las edades se habían acumulado sobre mi frente en poco más de sesenta meses. Ese era el bagaje de mi pobre casa; una chabola, como quien dice, en una mugrienta ciudad perdida de esta ciudad devoradora de hombres.
   "Pinche gachupín". El insulto que otros decían a mis espaldas, aquella mujer me lo había espetado en plena cara. Y a pesar de los pesares, su furia contenida, tan teatral, seguía dándome risa.
   A la puerta de la ciudad perdida me encontré con mi compadre Marcelo, que llegaba pior que yo. A veces salíamos juntos a las cantinas, otras coincidíamos de regreso. Buen hombre, Marcelo, me decía para mí. Traicionero como todos los chilangos, pero buen hombre.
   --¿Quí húbole, güey?
   --Pos que estamos de vuelta y contentos. ¿Y usté, güey?
   --Pos bien... como que casi me chingo a una chamaca.
   --¡Órale güey! ¿Pos cómo fue?
   No estaba yo para contar mucho, así que abrevié:
   --¿Sabe, güey, que pa'mí que estaba loca, que se había fugado del manicomio? Nomás llevaba encima un caminsoncito y era bien linda, más morena que güera, alta y pálida...
   Eructé bruscamente y a punto estuve de echar allí la cruda. Pero Marcelo tenía prisa por conocer el desenlace de la historia.
   --¿Y qué pasó? ¿No quiso chingar la pendeja?
   --¿Pos sabe qué? Lloraba todo el rato y dis que por sus hijos, que estaban muertos, y se fue corriendo.
   Marcelo se envaró como el palo de la bandera que preside el Zócalo. La cara sonrosada se le había empalidecido, como si hubiera perdido la sangre por los poros.
   --¡¡¡La Llorona!!! --exclamó mientras se persignaba.
   Caramba, la Llorona. Sí, algo había oído de ella, pero ¿tan tontos eran estos chilangos que aún creían en cuentos para espantar niños?
   --¿No la tocaría, güey? ¡Quien toca a la Llorona está maldito, sus manos lo destruyen todo!
   --Vamos, güey... No me salga con esas...
   Intenté ponerle una mano en el hombro, qué otro gesto mejor entre camaradas, pero huyó despavorido hasta la puerta de su casa, para allí encerrarse.


Putos chilangos; atajo de estúpidos. País de *****, subdesarrollo mental es lo que hay aquí. ¿Y dicen que somos de la misma raza? Qué más quisieran ellos...
   Todo esto pensaba al acostarme, la del alba sería. Y como aquella maldita chilanga había lanzado al vuelo mi lujuria, me dispuse a invocar al dios Onán para calmar mi prurito.
   Fue la última vez que pude tocarme el miembro, reducido a cenizas bajo la presa incandescente de mi mano.

Pancho

Relatos FM

Rebeldía


   El día había amanecido gris. Desde la cama podía contemplar el cielo cubierto de nubes. Aquel gris plomizo de sombra y llanto me oprimía el corazón. Me hubiera gustado que algún rayo de sol penetrara entre aquella tupida masa de nubes, se posara en el alféizar de mi ventana y me aportara una brizna de alegría, de la cual andaba escasa. Me encontraba enferma. Me dolía la garganta. Era como si una inmunda garrapata me arañara las cuerdas vocales y me impidiera la emisión de la palabra. En el fondo de mi pecho sonaba un desafinado concierto de grillos que me vulneraba el ánimo.
   Mi madre se había marchado a su trabajo y, a pesar de que la noche anterior habíamos discutido y yo me había encarado con ella, antes de irse entró a mi habitación y, como si ya me hubiera perdonado, me trajo un vaso de leche caliente. Me rogó que no fuera a clase ese día y que permaneciera en la cama. Por la tarde iríamos a la consulta del médico.
   ―Estos resfriados que se te agarran al pecho, no me gustan nada. Quiero que te vea el médico.
   Yo, que siempre me oponía a cualquier iniciativa suya y le rebatía toda propuesta rebelándome contra ella, en aquella ocasión, accedí. Ignoro a qué razones obedecía mi conducta. Quizá era la gravedad de mi estado. Hubiera sido un error llevarle la contraria. Me pesaban los párpados y me dolía todo el cuerpo. No tenía ganas de nada. Necesitaba cuidados, mimos y descanso para soslayar la enfermedad.
   Creo que mi madre había disuelto un analgésico en la leche porque comenzó a entrarme un gran sopor que me proporcionaba bienestar.
–Me quiere –pensé―.No entiendo por qué discuto tanto con ella.
   Enredada en un incipiente propósito de la enmienda, inusitado en mí, cerré los ojos y me entregué al sueño. No sé cuánto tiempo permanecí dormida y relajada. A este período de sosiego y calma sucedió otro mucho más agitado:
   Caminaba por un frondoso prado verde cuajado de alegres flores silvestres. Comencé a formar un ramillete para regalárselo a mi madre. Ya era hora de hacer las paces con ella. De súbito, en la lejanía, recortado sobre un cielo azul turquesa que invitaba a ser feliz, atisbé la inquietante silueta de un ogro que, habiéndose percatado de mi presencia, caminaba hacia mí con el ingrato propósito de causarme perjuicio. Pensé que quería devorarme. Aterrada, comencé a correr en dirección a una casa lejana en la que había pensado refugiarme y pedir protección. El ogro tenía una talla superior a la mía y podía correr a mayor velocidad que yo. Deduje que si alguien no me salvaba iba a darme alcance en cualquier momento. El miedo laceraba mi alma y maltrataba todo mi cuerpo. De pronto, tropecé. Caí de bruces en aquella alfombra verde salpicada de arco iris en los colores que le aportaban aquellas diminutas y vistosas florecillas. El ogro me dio alcance. No sé si grité, pero lo cierto es que me estremecí y me agité en el lecho con una energía visceral.
   ―¿Qué te pasa, Olga? ―masculló mi padrastro que se había introducido en la alcoba y que desprendía un insoportable hedor a alcohol y a tabaco.
   ―Estoy enferma y he tenido un mal sueño ―susurré entre sollozos.
   ―No temas, pequeña, yo velaré tu descanso.
   Se sentó en la cama y tomó una de mis manos y con la otra comenzó a acariciarme el rostro.
   Una placentera oleada de calma inundó mi ser. Aún me pesaban los párpados. La fiebre me invitaba al sueño. Embelesada por el sosiego de las caricias, me dejé conducir por las olas del sueño. Cuando me desperté, estaba completamente desnuda. Mi padrastro se agitaba sobre mí intentando penetrarme. Comencé a forcejear para escapar de aquel horror. Entonces, aquel mal hombre me abofeteó con tanta violencia y furor que me desmayé. No pude sentir lo que sucedió después.
   Cuando me volví a despertar, me encontraba bañada en sudor, en lágrimas y en semen. Estaba sola en el lecho. El violador se había marchado. Me dolía mucho la cabeza, tenía el alma destrozada y el cuerpo mancillado. Sentía unas enormes ganas de vomitar. Corrí al baño y arrojé en el wáter aquel amargo miasma que pugnaba por salir de mi cuerpo. Lugo me vislumbré derrotada, humillada, forzada, violada, enferma y herida y sólo tuve aliento para meterme en la bañera y darme una ducha tibia. El agua me reconfortó y me dio fuerzas para vestirme, hacer la maleta a toda prisa y salir de casa.
   ―Mi madre tiene la culpa de todo lo que ha sucedido por haberse unido a un hombre lujurioso, borracho y mala persona. Los odio a los dos. Ahí se quedan. No volveré a pisar esta casa ―reflexioné.
   Detestando pensar en mi tragedia para eludir el dolor y el fracaso, me dirigí a la estación del tren y, como si fuera en pos de la felicidad, compré un billete para la capital de España. Allí, lejos de mi odiosa familia, pensaba buscarme la vida.
   El cielo continuaba cubierto. La túrbida luminosidad del medio día desdibujaba el paisaje hasta extremos insospechados. Me subí al tren con el anhelante deseo de alejarme de mi tierra y de mi casa. Un vagón renegrido y tibio me acogió en su interior. A través de las ventanillas, no se podían contemplar las lejanas montañas ni los olivares cercanos. La opacidad de la niebla era tal que no se veía más allá de diez o doce metros. A medida que el tren se alejaba de la ciudad, la niebla se iba despejando. Parecía diluirse en las cornisas del aire. De ese mismo modo, deseaba yo que se diluyera mi pena. Mis ojos, heridos por el llanto, intentaban retener las lágrimas en el cristal traslúcido que rodeaba mis globos oculares. Mis pupilas intentaban fotografiar la perplejidad de los parajes ignotos en la profundidad del lagrimal. Cuando el tren atravesó los entrañables parajes de Despeñaperros poblados de vegetación autóctona, mi corazón exhaló un profundo suspiro que desahogó las aguas fecales que aquel pervertido había derramado en mi interior y, como por ensalmo, ocurrió el milagro. Comencé a olvidar aquel suceso que me había estado desgarrando las entrañas. Sin embargo, quedaba en mí una huella de tristeza que no conseguía eludir.
   El tren se acercaba a su destino. Los suburbios de la metrópolis agarrotaron mi pecho. No podía concebir cómo en aquellas chabolas de adobe, latón y viejas maderas podían refugiarse seres humanos. La inesperada visión de tanta miseria flageló mi alma con un látigo de angustia que me instaló de nuevo en los lúgubres valles de la melancolía. Después, el paisaje devino más amable y me anunció que la estación estaba cercana. El tren aminoró su marcha. La locomotora dejaba escapar negros chorros de humo que se elevaban hacia el cielo intentando mancillar la luz con su pegajoso hálito. La máquina se desinfló en un prolongado murmullo. El último suspiro del tren sonó como un rugido sordo, como un lento silbido que entumecía el corazón de la tarde.
   Sorprendida por la extrañeza de lo desconocido, bajé del tren y, desorientada, recorrí aquel ámbito nuevo para mí. La estación era una amplia extensión a cielo abierto y a campo acotado que hablaba de distancias y de líneas perdidas en la lejanía del horizonte. Comencé a respirar el aire fresco del atardecer que para mí venía incrustado en la dualidad: Por un lado me traía vientos de libertad, por otro, por el hecho de sentirme sola en aquel lugar que no me recordaba mi tierra, me traía aires de nostalgia. Preferí beber los vientos de la libertad como si fueran un poema de Neruda antes que persistir en la nostalgia de mi patria chica. Una cabina telefónica me brindó la ocasión de contactar con las amigas que iban a acogerme en su hogar hasta que yo adquiriera solvencia económica para tener el mío propio. Algunos teléfonos no tramitaron mi llamada. Afortunadamente, el de mi amiga Clara respondió. En la dulzura de su voz, percibí la emoción que experimentó al escucharme a través del hilo telefónico. Amablemente me indicó la dirección de su casa y el itinerario que debía seguir. Aquella noche y las siguientes me sentí arropada por mi amiga del alma y por sus compañeras de piso. Acaecidos algunos días, cuando me hube familiarizado con el entorno, comencé a buscar trabajo. Las cosas en Madrid no resultaron tan fáciles como yo esperaba. No había acabado los estudios, no poseía experiencia sobre ninguna actividad, no estaba avalada por nadie, carecía de currículo, además era demasiado joven.
   ―Acabe sus estudios, señorita, si quiere encontrar trabajo ―me decían todos.
   Una de aquellas tediosas jornadas llenas de apatía y de ausencia de actividad, Clara me dijo que había llamado mi madre, pero que ella, que conocía mis deseos de permanecer alejada de mi  familia, le había colgado.
―Bien hecho ―repliqué.
   Algunos días después. Cuando de nuevo llamó mi madre camuflando la voz y usurpando otra personalidad y Clara me dejó el teléfono, mi primera reacción fue colgarle. Pero su voz quebrada por el llanto y sus dolientes súplicas conmovieron mi corazón y, aunque con gran desconfianza y frialdad, le otorgué el don de escucharla. Pensé que mi madre me quería y que en esos patéticos momentos, preocupada por la muerte de mi padrastro, me necesitaba. Por esa causa decidí volver. Además me animaba la certeza de saber que no me iba a encontrar con aquel violador. El destino, encarnado en un accidente, se había encargado de hacer justicia y le había robado su vida para que no volviera a hacer daño a los demás. Finalizado el sepelio y acabados los funerales y las misas por el descanso de aquel mal nacido, mi madre me dijo que me quería, que deseaba tenerme cerca y que, juntas, podíamos encontrar la paz y la felicidad. Me rogó que me quedara en casa y acabara los estudios. Yo, que hacía mucho tiempo que no la había escuchado hablarme de este modo, me emocioné y accedí  a sus ruegos porque además era lo que necesitaba. Sabiendo ella que me entusiasmaba viajar, me invitó a programar viajes y excursiones que siempre había deseado realizar. Una noche, cuando dormía la placidez de un sosegado sueño que coronaba una jornada de plenitud como, desde aquel día, fueron todas las que viví junto a ella, la oí entrar en mi aposento, retirar las sábanas y besarme con ternura las mejillas. Luego acarició mis senos que despuntaban hacia las alturas enredados en ese entrañable deseo de amamantar la vida. Después tanteó mis muslos y hasta tuvo la osadía de rozar el ondulado vello de mi pubis, hecho que me produjo un estremecimiento que intenté disimular. Después, palpó mi vientre y descubrió mi secreto. Sintió el pálpito de una vida nueva que latía en lo más profundo de mi ser. Este descubrimiento le produjo una inquietud tan grande que, después de emitir un lacerante suspiro, osciló de un lado a otro sobre sus temblorosas piernas y se desplomó en el lecho.

Verde mar

Relatos FM

Omnipotente


Dícese que un día un hombre partió de estas tierras. Éste había estudiado hartamente el mundo y, en dicho estudio, había llegado a la conclusión de que ese, su mundo, debía ser la creación de alguna mente superior. Atinó varias teorías, pero todas con la base en un ser que marcaba el presente, el futuro y había marcado el pasado. Un ser que todo lo dominaba.
Su marcha fue larga y exhaustiva, y causó gran conmoción dentro de su universo. Muchos nombres recibió el peregrino, tantos como los hijos de Israel, mas yo he decidido llamarlo Acárito.
Acárito caminó desde el sur al norte, en busca de este ente que todo lo creaba. Llegó a los confines de los mares, a los limbos de las montañas. Penetró bosques olvidados, ciudades infestadas. Cada metro que recorrió, lo recorrió por segunda vez y, a veces, por tercera.
El mundo se le acababa, pero Acárito seguía fiel a su misión. Originalmente lo movía la insana curiosidad. Luego, ésta fue remplazada por un sentimiento de obligación, creado por su creciente reputación. El hombre que busca la energía del mundo, le decían. Pero en estos días, ya cincuenta años pasados desde que abandonó su pueblo, el sentimiento que reinaba en su corazón era el de desprecio. Desprecio a este ser que era conciente de su búsqueda, mas nada hacia para aliviar su martirio. Olvidó la maravilla que lo rodeaba, los cerros, el jugar de la luz entre las nubes, el olor de la mañana, la alegría de la vida. Abandonó el amor por el mundo que lo había inspirado. Se sentía abandonado. Sólo él había tenido la devoción de dejar todo, abandonar su mundo para buscarlo. Acárito lo había ideado. Sin él, el mundo, ignorante y atropellado, seguiría expirando sin la noción de su más honrado habitante.
Los días ya no pasaban, se repetían satíricamente. Acárito se hallaba vacío. Su corazón albergaba el abandono que germina ante muerte de la esperanza. Sus pies fluían densos por el polvo del camino. Con sus brazos rendidos al costado, su mirada se clavaba en el horizonte interminable. Ese que él había terminado, para volver sin nada.
Pero su mente nunca albergó pensamiento de muerte ni de capitulación. Incluso ahora, renunciando ya a la banalidad del comer y el beber, se impulsaba con el suspiro del viento en su espalda. El viento que lo guiaba.
Y dícese que así, Acárito, el peregrino, el que nunca para, el creador de los caminos, el amparador de los viajeros, el que toda flor conoce, el clérigo del dios de los pensamientos, el que viaja y nunca duerme, el que no conoce patria, el que es habitante del mundo, el que sus nombres son más que las letras del Corán llegó, a sus 1001 años, ante la presencia tan buscada.
Lo vio lejos, sentado, o tal vez acostado,  plácido en un violento escribir. Un lechoso fulgor irradiaba de su mente. Creando, no había duda.
Con lentos y sigilosos pasos, Acárito se aproximó a su dios. El viento soplaba nervioso. El dios no debía ser perturbado.
Cuando se paró a sus espaldas, éste todavía no le dirigía mirada alguna, pero sabia de su presencia, Él sabía.
El libro en las manos del dios tan anhelado maravillaba por su extensión. Mas el dios estaba en las últimas páginas.
El terror se apoderó de Acárito. ¿Era él, el perturbador del imperturbable, el que causaría el fin? ¿Su obsesión lo transformaría en el ángel del Apocalipsis?
Tembloroso, estiró su mano. La negra tinta recorría los últimos renglones vírgenes. Algo debía hacer.
Con el viento aullando, la tierra quiso temblar. El mar, distante, se batió en loca cólera contra la invencible costa. El mundo lloraba, mientras Acárito estiraba su lenta mano.
Finalmente, a un suspiro de su dios, tomó coraje y, mientras la pluma describía su movimiento, Acárito apoyo su temblorosa mano en el hombro de su Dios, y mi puño, triste, lo desvaneció todo en estos tres puntos...

Jorge Julio

Relatos FM

Siempre lo has sabido


Bill se había levantado pensando. Bueno, se había levantado, se había bebido un trago de vino que quedaba en un vaso de la noche anterior, y entonces ya sí se había puesto a pensar: "Antes se podían hacer hogueras en la playa, aparcabas donde te daba la gana y si había que meterse siete en un coche no había problemas. Eran mejores tiempos. Cualquier tiempo antes de casarme eran mejores tiempos", pensó pellizcándose los ojos y separando los párpados. Le gustaba sentir fresco el ojo. Bill decía que levantarse los párpados despegándolos dos o tres veces seguidas equivalía a lavarse la cara con jabón. Cuando se mudó tiró todos los tabiques. Quería libertad, toda, incluso visual. Siempre había querido tirar algún tabique a martillazos, pero cuando empezó con uno se aburrió y llamó para que otros lo hicieran. Estaba bien eso de descargar adrenalina, pero muy pronto le dolió el brazo y le costaba respirar. Tenía que dejar el tabaco. O dejar de tirar tabiques. Bill miraba las paredes y pensaba con agrado que ninguna discusión había rebotado en ellas. Eso era lo mejor que tenía aquella casa: nunca habían escuchado una pelea ni una voz más alta que otra. Por lo menos, desde que él estaba. Lo que hubiera ocurrido antes se la traía al fresco. Desde la cama veía la cocina, el salón y todo lo demás. Los platos de hacía varios días estaban por medio con restos de comida. De hoy no pasa, se dijo, pero no se levantó. Estiro la sábana hasta el cuello y metió la nariz dentro para aspirar profundamente. Le gustaba cómo olía su cuerpo. Nada de colonia ni gel. Le gustaba cómo olía antes de ducharse cada mañana. Tenía que cortarse las uñas de los pies. Notaba que estaban largas porque las sábanas no llegaban a tocarle los dedos. Por eso le dolían los pies al caminar. También tendría que ser hoy, de eso estaba seguro Bill: hoy sería el día de los platos y las uñas. Sin duda alguna. ¿Qué haría antes?, ¿los platos o las uñas?, se preguntó. Tiraría una moneda al aire. Miró alrededor, pero no había ninguna moneda a la vista. Vio la radio. La encendería, y si la primera canción era country, los platos; si era pop, las uñas. La emisora solía poner country a esa hora y se puso a rezar para que no lo fuera. Era mucho mejor lo de las uñas. De la calle empezaba a llegar el ruido de los coches. Todos los días a la misma hora se formaba el mismo embotellamiento. Pero eso a él no le importaba. Aunque a veces sí que le gustaría que le importase. Eso significaría que tenía algún sitio al que ir, o que tendría algo que hacer. No era bueno estar todo el día sin hacer nada. Tenía que conseguir un trabajo. Pero hoy no. Hoy eran los platos, y las uñas, y si salía alguna otra cosa, quizás también, pero tendría que ser dentro de la casa. No tenía mucho ánimo Bill esa mañana. Se distrajo lo suficiente para olvidar lo de la radio y se levantó. Lo primero que hizo fue chocar con la pata de la mesa que estaba junto a la cama. Era una mesa baja que arrastraba de acá para allá según la necesitara. Por eso no estaba acostumbrado a su presencia y ya se había golpeado con ella muchas veces. Algunas noches se la llevaba junto a la cama para poner el tabaco y el cenicero. Y ahora, por culpa de la maldita mesa, se había acordado otra vez de las uñas cuando ya había conseguido olvidarlas. Había tropezado con el dedo gordo y el dolor era insoportable. Empezar mal el día es una *****, dijo en voz alta. Si eso te ocurre a las seis de la tarde no pasa nada, pero empezar mal la mañana era muy distinto. Se asomó a la ventana. Escuchó la sirena de una ambulancia y sacó la cabeza mirando de lado a lado. El sonido rebotaba en los edificios y al pronto no supo reconocer de dónde venía. Venía de la derecha. Se había levantado algo embotado, pero poco a poco empezaba a recobrarse. Había varias botellas tiradas, pero pensó que no serían todas del día anterior. Ahora mismo no se acordaba. Estiró una pierna y luego la otra hasta que apareció la luz de la ambulancia en el fondo de la calle. Los coches se apartaban como podían, que no era mucho, y la ambulancia se atascó en mitad de la calle. Los tíos de los coches son tontos, pero más tontos son los peatones, pensó. Varios coches intentaban subirse en la acera para dejar pasar el vehículo, pero algunos de los que iban andando no se apartaban, no se daban ni cuenta, parecía que no iba con ellos el asunto. Siempre que Bill veía una ambulancia pensaba en cuánto faltaba para que él fuera dentro. Esperaba que mucho, pero cada día faltaba uno menos. Se tocó la cara. ¿Cuánto hacía que no se afeitaba? Dos o tres días, calculó. No mucho. No tendría que preocuparse por eso hoy. Aunque quizás más tarde... y dejó el pensamiento en el aire, por si acaso. Le gustaba ocupar su mente con actividades, llenar el día le hacía más feliz, pero cuando no las cumplía se sentía luego desdichado. Aunque no siempre. Otras veces pensaba "bueno, puedo permitirme el lujo de dejarlo para mañana". Podía pensar una cosa u otra según le pillara. De haberse casado sí estaba arrepentido. Cada día le dedicaba una o dos horas al tema. Volvía al pasado y pensaba en lo rápidamente que saldría del bar donde conoció a Sue. Saldría disparado, pensaba continuamente. Disparado. Le gustaba pensar que corría más que los coches, que los trenes y que los aviones. El motor de Sue era un motor de tecnología espacial inversa: daba energía eterna en dirección contraria. No se acordaba del teléfono de nadie, pero sí del de Sue. Por más que quisiera borrarlo de su memoria no podía. Ni de su número de carnet. Pero al menos no recordaba su cumpleaños. Aunque eso no lo había recordado nunca, así que no contaba como olvido. Todos los olvidos, para ser contados, tenían que haber sido conseguidos a posteriori, sino no valían. Sue era morena. Cuando terminaron conoció a algunas morenas, y le daba aprensión acercarse a besarlas, porque cuando estaba muy cerca sólo les veía el pelo y le recordaban a Sue. Y Bill quería olvidar a Sue. La verdad es que le importaba una ***** Sue, pero no se la podía quitar de la cabeza. Eso le desconcertaba: "Si no me importa una *****, ¿por qué no puedo olvidarla?" Y era verdad que no le importaba nada en absoluto. Ni lo que hacía, ni dónde estaba ni nada de nada. Pero no la olvidaba. Abajo, la ambulancia estaba atravesada sobre la calzada, intentando encontrar un hueco por donde pasar, pero el camino que había escogido entre los coches que habían comenzado a apartarse se había taponado porque los de delante no podían moverse. Uno llegó a rozarse con una farola y Bill se imaginó el grito de fastidio del conductor y sonrió. El sonido de la sirena era estridente. Si Bill hubiera sido el conductor le habría bajado el volumen, si es que aquello tenía volumen, porque no hacía más que poner nervioso a la gente. Se imaginaba al hombre, o a la mujer, que también podía ser una mujer, pero él siempre se imaginaba un hombre allí dentro, tumbado, amarrado muriéndose mientras un idiota no se apartaba, y todo dependía de eso. No podía soportar la idea de estar allí metido y que se muriera por un idiota. A los idiotas no deberían darles el carnet de conducir. O por lo menos, deberían poner una prueba donde uno estuviera en un atolladero y tuviera que apartarse para que pasara una ambulancia. Rodearía al idiota de otros idiotas, o de actores haciéndose pasar por idiotas y a ver cómo reaccionaba. Si lo hacía bien varias veces, se le podía dar el carnet. Si no, no. Todo lo demás se aprendía con la práctica, pero si no sabes apartarte cuando tienes que hacerlo no lo aprenderás nunca y alguien morirá. Y ese alguien podía ser él. Se volvió hacia la habitación y miró las botellas para ver si quedaba algún resto en alguna. Por desgracia, estaban todas vacías menos una de cerveza. De todos los restos, el peor es el de cerveza, pero aun así, fue a por él rápidamente para no perderse nada de lo que ocurría en la calle y volvió a la ventana. La ambulancia seguía allí. Se la bebió de un trago porque no estaba como para paladearla, abierta y caliente. Fue a dejarla junto a una mesa y vio detrás de una de las patas una botella de whisky donde aún quedaban al menos tres o cuatro dedos. La cogió y se fue de nuevo hacia la ventana. Al llegar, la uña del dedo gordo golpeó suavemente contra la pared, pero lo suficiente para que una punzada le recorriera el pie y le hiciera poner una mueca de dolor. Parecía que el dedo latía solo como si tuviera un corazón maltrecho que se esforzara como nunca por no morir. Igual dentro de la ambulancia había un dedo enorme entubado haciéndose una transfusión. Se imaginó la escena y sonrió. Hasta la ventana llegaba el ruido de la sirena y los bocinazos de los coches. Era ensordecedor. Creía que los peatones estaban tan aturdidos escuchando todo ese jaleo tan temprano que nadie podía hacer nada. Bill pensó que era el fin del mundo.

Monster

Relatos FM

De pequeño, los cuatro elementos y un caballo


Recuerdo aquel día. Domingo a los diez años volviendo de visitar a los abuelos. Llovía. Llovía como solo llueve cuando eres un crío. Gotas enormes ametrallaban el capó, el techo, los cristales del coche. Mi hermano mayor y yo en el asiento de atrás, cada cual escrutando el mundo exterior a través de su ventanilla, separados por lo que parecían kilómetros de tapizado y silencio, cada cual buscando por su cuenta refugio en la tormenta exterior por muy raro que pueda sonar. A través de los riachuelos caóticos que surcaban el cristal se veía el cielo negro distorsionado, oscilante, casi en estado líquido, y los campos verde oscuro casi gris oscuro y los rayos amoratando las nubes y el viento enroscado en las ramas de los árboles pelados y el agua turbia acumulándose y arremolinándose y burbujeando enloquecida a lo largo del arcén. No era el Paraíso pero eran imágenes y sonidos mucho mejores que los que ofrecían los asientos delanteros. Todos esos gritos e insultos y amenazas y manoteos y golpes sobre el salpicadero multiplicados por dos. En aumento de intensidad, en aumento de fuerza, en aumento de violencia, superando sin esfuerzo el rugido de la lluvia al arreciar. Ni siquiera la furia de la madre naturaleza era capaz de acallar la furia desatada dentro de aquel Renault 5 aquel domingo y el sábado previo y seguro que el lunes posterior y en verdad cualquier otro día. No había nada que hacer al respecto. Y nunca habría nada que hacer. Eso pensé, lo recuerdo bien. Y mientras lo pensaba vi un caballo atado a un poste campo adentro, a unos cincuenta metros de la carretera, un caballo negro y perfecto, exactamente el caballo que un niño de diez años imaginaría si nunca hubiera visto uno antes y fuera un niño incapaz de imaginar resplandecientes y limpios y tranquilos caballos blancos. Allí estaba, una sombra encabritada recortada contra la lluvia y los relámpagos, brincando, coceando, esparciendo barro contra el cielo roto, una criatura aterrorizada, abandonada a la intemperie y a merced de los cuatro elementos, la lluvia estrellándose contra su lomo oscuro y brillante de noche y electricidad y todo ese miedo inyectado en sus preciosas pupilas en aquel preciso instante en que se cruzaron con las mías mientras el coche aminoraba para coger una curva. Fue un impulso. Puse la mano en la manivela y abrí la puerta. El aire y el frío y el agua invadieron el interior del R5 y el veloz río de asfalto ya se disponía a acogerme entre sus rugosidades recién lavadas. Luego rodaría por él arañándome la espalda y los codos y se me romperían los pantalones pero no importaría porque enseguida me levantaría con la fuerza inquebrantable de los niños y correría hasta el caballo y le acariciaría la crin empapada y el hocico envuelto en nubes de vapor desesperado y los dos nos entenderíamos solo con mirarnos y nos sentiríamos menos perdidos. Pero mi hermano me agarró del bolsillo trasero en el último momento y me metió dentro del coche y cerró la puerta así que está claro que nada de eso llegó a ocurrir. Me quedé en el asiento de atrás mientras el coche seguía su rumbo hacia lo de siempre y las dos caras y las cuatro manos de los asientos delanteros se volvían hacia mí, dedos crispados, muecas horribles, nudillos, dientes, ¿estás loco? ¿Es que quieres matarte?, y el caballo negro empequeñeciendo más y más en la distancia al otro lado de la luna trasera, solo, bajo el diluvio, hundiéndose en la tierra deshecha, relinchando sin ruido en medio del viento de tormenta, con todos esos flashes de luz cegándole a cada segundo desde las indiferentes alturas, pero luchando, luchando y luchando como un poseso contra aquella cuerda que lo mantenía atado a la nada.

Rojo

Relatos FM

El regreso


Tenía deseos de volver al terruño donde vi la luz del sol por vez primera para contemplar la copiosa arboleda preñada de claridad y de frutas, las dos palmas que custodiaban  el palacio de techo de guano, pintado de oscuro por el humo que desprendía  aquella vieja lámpara "chismosa" y piso de tierra donde nací, pasar la mano por la piel temblorosa y fría de la tinaja y beber el agua fresca a través de los hilos líquidos  que salían de los pinchos  del jarro de aluminio, perfumar mis pies con el polvo del camino que tantas veces me llevó al arroyo donde el ritmo musical de la corriente al chocar con las piedras me llenaba de alegría el alma , bañarme en la poza honda  donde al caer desde una palma una yagua  cambiaba el color del agua , contemplar  la escuela donde aprendí a poner mi nombre y embriagarme con el olor de la tiza , el borrador, la libreta y el lápiz,... y después de las 10 am sentado en el taburete  y en aquella mesa sin mantel saborear  aquel plato de harina con boniatos  con la grasa detenida en el borde  y después en la segunda vuelta observar la grasa de la leche  hacer un fiesta de burbujas  al unirse con la grasa que se había quedado dormida en el borde del plato , estrechar  en un cariñoso abrazo a mis amigos de la infancia  y comentar con ellos algunos de los secretos  infantiles de nuestra estancia en la escuela.
   Regresé y saboreé el mismo plato de harina con boniatos pero sin la presencia de mi madre, se iluminaron mis ojos con la claridad de la escuela y sentí  el mismo olor de la primera vez  en mi etapa de adolescente , no encontré la poza honda donde me bañaba, ni el arroyo con su orquesta de música instrumental  que llenaba de alegría mi sensible corazón por que los cosecheros de arroz  lo habían represado por todas partes, el camino aunque era el mismo había cambiado de lugar, pasé la mano por la piel de la tinaja  pero el jarro con pinchos no estaba y el agua tenía la misma frescura , el palacio se mantenía pero con el guano limpio  y el piso con brillo y sustituida aquella lámpara chismosa  por un bombillo de luz eléctrica. La arboleda la habían desbrozado,  eliminando todos los elementos  que la convertían en un oasis  entre la loma y el arroyuelo, para sembrar el terreno de guayaba enana y fruta bomba  por ser los productos de más demanda en esos momentos.
       Las dos palmas que custodiaban el palacio de guano  fueron victimas  de la electricidad por un trueno que las devoró, aquello me llenó de tristeza el alma  pero  esta fue mayor todavía cuando cada vez que preguntaba por algunos de mis amigos de la infancia  cada respuesta era como un grito de dolor  ¿ Que fue de Ramona de  la que tu vivías enamorado de ella como un loco pero nunca le dijiste nada ¿ -Ramona después de noviar varios años con  Vinicio, este se la llevó una noche en la yegüita de su papá y ahora está hecha una pasita , con la cabeza llena de canas y 7 barrigones  más dos; una hembra y un baroncito que a los pocos meses de nacidos murieron sin saber todavía el motivo de la muerte.
   ¡Y de Pipo que me cuentas?
   -Pipo por lo díscolo que era  y por su oficio de desmochador de palmas, con esa osadía que lo caracterizaba  cambiaba de una palma a otra sin utilizar las trepaderas pero un día la habilidad le falló y cayó al suelo hecho un guiñapo  humano y unos días después falleció.
   ¡Y de Garbanzo  que me dices! .
   -El que vivía en la casita que estaba pegada a la línea del tren; otra desgracia, cuando regresaba del trabajo por la línea no se percató que el tren venía en esa misma dirección  y le pasó por arriba  pero no todo son desgracias al resto de nuestros amigos de la infancia  les ha ido muy bien, Y tú que me cuentas de tu vida. –en otro oportunidad hablamos de mi vida  ya que pienso regresar pronto por que estos momentos vividos aquí serán imperecederos para mi .
no sabía que me iba a emocionar tanto el regreso al terruño donde nací.

Larama

Relatos FM

Mosto y Chocolate


Las campanas del pueblo sonaban tristes. Eduardo miró hacia el campanario y adivinó unas cuantas palomas que se posaban en pequeños rescoldos. La mañana corría fría. Todos estaban dentro ya. Eduardo pasó y se sentó en el último banco de la iglesia. Recordó a su abuelo: él era perfecto. Tras la pequeña misa y los besos de despedida Eduardo arrancó el coche y entonando música vana llegó a su casa en la ciudad. Le dolía la espalda terriblemente y su ánimo le pesaba en los pies, los cuales se arrastraban lastrados por la tarima.
Las hojas ámbar crujían tibias. De cuando en cuando una boina clavada sobre un saliente de la verja negra del parque dejaba que el aire se metiera dentro de ella, desde abajo, quedándose suspendida por momentos, vaciándose después para seguir clavada de roja felpa en el vértice de la verja del parque. Aquella mañana el sol calentaba los antebrazos desnudos de los obreros, que arremangados subían el andamiaje despacio. Sin prisa. Eduardo sonreía mientras sostenía entre sus dedos la cortina del salón. Miraba como la boina bailaba y comprendió lo de aquella tarde. De repente, un maullido sordo hizo que soltara el visillo. Bruno restregó su lomo contra la pierna de Eduardo, desde una de sus orejas hasta el último tramo negro de pelaje pardo del rabo. Eduardo volvió a sonreír, no se podía creer lo que acaba de descubrir después de tantos años.
De pequeño el mosto le sabía a chocolate. Todas las tardes su madre le preparaba unas tostadas de chocolate caliente untadas con esmero y un vaso colmado de mosto casero. Mientras ronchaba las crujientes tostadas veía el paisaje frente a la casa blanca de ventanas azules de sus abuelos, donde pasaba todos los veranos. Los viñedos se colocaban en filas perfectas, por donde él pasaba todas las tardes con su bicicleta lo más rápido que le alcanzaban los pies. Eduardo no comprendía muy bien el trabajo del campo, nunca llegó a comprender cómo aquello que hacía su abuelo por placer podía dar dinero a la familia. Todos admiraban el trabajo del abuelo. De hecho, sus tíos y primos le imitaban y también trabajaban la tierra.
Una de aquellas tardes de verano, como siempre, su abuelo colgó la boina en la estaca de la primera viña, se dirigió al grifo del porche y lavó a conciencia sus agrietadas manos. Después tomó asiento al lado de su nieto lleno de restos de chocolate por toda su cara. El abuelo era feliz allí y ahora.
–Eduardo no comas tan deprisa, te va a doler el estómago. –Mientras terminaba de regañarle entre sonrisas secaba sus mojadas manos en la pechera de su camisa de lino.
–No abuelo, con el chocolate nunca me duele la tripa.
–Bien Eduardo. –Y un suspiro se escapó de su último aliento vespertino.
La madre de Eduardo salió por la puerta, recogiendo con una de sus manos la cortina para poder pasar de lado con una bandeja llena de pastas y un gran zumo de naranja. 
–Toma papá. – dijo posando la bandeja en la mesa de piedra blanca–. ¿De qué estabais hablando?
–De que Eduardo de mayor se encargará de estos viñedos ¿eh Eduardo? –y subiendo las cejas miró al pequeño que negaba profundamente con su pequeña cabeza– Bien Eduardo. Éstos son los lazos de la existencia. Mis lazos.
Veinte años después, en la ciudad, Eduardo sostenía, tras su arduo viaje al funeral de su abuelo, la taza de café cargado. Las hojas ámbar crujían tibias. De cuando en cuando una boina clavada sobre un saliente de la verja negra del parque dejaba que el aire se metiera dentro de ella, desde abajo, quedándose suspendida por momentos, vaciándose después para seguir clavada de roja felpa en el vértice de la verja del parque. Eduardo al ver la boina perdida de cualquier transeúnte lo comprendió: su abuelo no quería que él siguiese sus pasos para que comprobara lo duro del campo, tampoco que hiciera lo que su abuelo amaba. Su abuelo quería que Eduardo le mantuviera vivo, regando aquello que él amo hacer, a lo que él se dio, lo que él fue. "Los lazos de la existencia" La existencia entre ambos.
Eduardo dejó el café carbón sobre la mesa y se dispuso a escribir su columna semanal:
<<Los tópicos nos comen y degradan. Todos tenemos ciertos prejuicios negativos sobre ciertas actuaciones, olvidando los lados bellos de éstas. Yo siempre quise ser periodista, y a ello me doy ahora. Mi abuelo siempre quiso trabajar en el campo, y aquello fue lo que vivió entonces. Todas las tardes él me hablaba sobre la belleza del campo para que compartiese su amor por el rojizo paisaje. Toda la vida me molestó que él quisiese que amara los viñedos y no la escritura, él no tenía derecho a hacerme aquello, o eso me decía todo aquel al que se lo contaba. Ayer mi abuelo murió, y sólo entonces comprendí por qué lo hizo: al igual que yo escribo para perpetuar mi ser en esta vida, para ser eterno y que todos recuerden mi trabajo, el trabajo que yo amo hacer, del mismo modo, él quiso que yo regara sus viñedos. >> Eduardo.

Asinela

Relatos FM

Un origen legendario


Eran tiempos muy lejanos, aquellos en los que el Diablo obtuvo su renombre de ser malvado. De ser una bestia despiadada capaz de hacer lo que sea por extender el mal.
   No se le ocurrió otra cosa que crear un sirviente enorme con poder para destruir, en venganza, la obra más preciada de Dios: su creación, su mundo. Ese mundo en el que habitaban Adán y Eva, felices y fieles el uno al otro, ignorantes de las oscuras fuerzas que los vigilaban. De las maldades capaces de destruir paisajes o corromper almas como si se tratase de un simple juego de niños.
   Colosum se llamaba la bestia a la que envió. Grande como el Everest y fiero como un lobo salvaje. Surgió de la tierra como si fuese parte de ella y, con sus dos piernas y brazos descomunales, comenzó a arrancar montañas y árboles como si no hubiese un mañana, por el puro placer que le proporcionaba la devastación del mundo. Los animales huyeron despavoridos, viendo como su gran imperio era destruido. Entonces, cuando la destrucción se hizo evidente y el mundo tembló ante la ira del demonio, Adán y Eva decidieron tomar cartas en el asunto. ¡Ese era su lugar! ¡Ese lugar repleto de maravillas y fantasías lejos de la corrupción! ¡Tenían que hacer algo!
   -Con mis ojos que todo lo ven, puedo observar lo que se cierne sobre mi gran creación -comenzó el omnipresente Dios-. Vosotros sois mi esperanza, pues, debilitado como estoy tras esta gran acción, no creo que sea capaz de afrontar la ira de esta criatura abominable. Vosotros sois pues, la esperanza que se respira en el aire, esa esperanza que nunca se pierde y en la cual se deposita toda la fe. Os doy por lo tanto, los poderes angelicales de mi Arcángel Gabriel, aquel que posé mi humanidad. Con estos grandes dones, deposito en vosotros y en vuestro amor, toda mi fe y confianza. Usadla bien.
   Y dicho esto, esa voz que tronaba entre las revueltas nubes precedió a un silencio total capaz de erizar el vello del ser más valiente.
   Adán y Eva se dirigieron una mirada repleta de fe y amor y, de la mano, volaron hacia el malvado Colosum que los provocaba enseñando unos colmillos afilados como katanas.
   Ambos, notaban una energía pura y divina vibrar en sus venas, como si fuese un torrente de aguas cristalinas llevadas por la pendiente. Esquivando con gran velocidad el descomunal brazo del ser, atacaron a sus sangrientos ojos y cegaron su visión para siempre. Pero Colosum no se rindió, sino que se enfureció aún más y, con su olfato tan fino como el de un sabueso, localizó a los molestos insectos y dirigió unas enormes manos hacia ellos. Adán esquivó, pero Eva fue lenta por su inexperiencia y se vio atrapada entre unas zarpas gruesas y rugosas tan fuertes como las mandíbulas de un hipopótamo.
   El hombre, aterrado, se escondió tras una roca y pensó en la solución para salvar a su amada, pero la bestia no le daba tregua y se vio obligado a seguir sus impulsos. Usando sus poderes, se impulsó con sus musculadas y poderosas piernas, y voló alrededor de la cabeza del demonio, confundiéndolo y enfadándolo de tal forma, que tuvo que servirse de ambas manos para tratar de atraparlo. Fue entonces cuando soltó a la inocente mujer y ésta pudo volar libre de nuevo.
   Ambos humanos volvieron a encontrarse y esta vez, mirándose confiados, iniciaron un ataque conjunto en el que dejaron que todo el poder de su interior reventara y saliese dirigido a Colosum. Fue una pena dejar que esa sensación pura y divina saliese de sus cuerpos, pero el esfuerzo fue recompensado, pues el demonio cayó inerte con un gran estruendo levantando polvo en varios kilómetros a su alrededor. El sonido que produjo su caída no fue un sonido cualquiera, sino un estruendo tan grande como si la cúpula celeste y las más profundas esferas de la tierra se rasgaran por completo.
   -¡Lo hemos conseguido! -Exclamó Eva, emocionada.
   -Sí -contestó Adán-. Lo hemos conseguido gracias al poder de la cooperación. La cooperación y el trabajo en equipo pueden llevarte a la meta que te propongas. Es una sensación de unión y confianza que vale la pena experimentar, que te llena el alma. Un poder capaz de conseguir lo que sea y eliminar barreras altas e impenetrables.
   La mujer asintió emocionada y lo abrazó feliz consigo misma.
   -Sabía que lo conseguiríais -interrumpió una estruendosa voz entre las nubes-. Es la unión la clave de la victoria. El punto débil del Diablo. Su gran perdición. Tuve fe en vosotros y no me arrepentiré aunque los años pasen y el viento se lleve los indicios de esta batalla. Es esta la razón, por la que haré de estos huesos, un monumento indestructible y legendario.
   Tras eso, un resplandor iluminó el interior de la bestia y tras años y años, a pesar de la descomposición del cuerpo y los increíbles fenómenos meteorológicos, los huesos de Colosum perduraron. Fueron enterrados por la tierra siendo el núcleo de una nueva montaña. Una montaña hermosa de orígenes prehistóricos. Una montaña nacida de la cooperación de dos increíbles personas. Esa montaña hermosa y enorme que recibió el nombre de Montefrío, la cual fue habitada por humanos ajenos a su gran leyenda, pero destinados a protegerla.

Lady M

Relatos FM

Salvador


Despierto. Pongo el disco de Morrisey que me regaló Cristina. Mate amargo. Media hora de elipsis. Oh mi amor, te extraño, nada me completa más, me dolés en todo el cuerpo; y te deseo, y te destrozaría con los dedos como gilletes y te ataría de un piecito para que no te vueles, globo, globito hermoso.
   Salgo a recorrer la ciudad. Veo el samba en los ojos de una negra, veo la silla en la que te sentarías ahora mismo, cruzándote de piernas. Y hablarías de Camus, de Breton, de nosotros. Pero no, no estás. Te busco y no aparecés como siempre entre mis milanesas. Desapareciste. Freno en un bar y almuerzo sin vos. Sigue mi caminata como en éxodo eterno. A media tarde me dirijo a la dirección que me dio su tía. Luego de tres semanas me he decidido. Timbre.
— ¡Que sorpresa!
— Hola ¿Como estás?
— Muy bien. Pasá. Que lindo verte. — Cristina habla como si el tiempo fuese irreal.
— Permiso, ¿no estás ocupada?
— No, para nada. ¿Querés tomar unos mates? — me dice con extrema naturalidad mientras continúa con sus tareas de hogar.
Hablamos sin demasiada hondura, con el miedo vistiendo las palabras. Sin embargo nos vamos a la cama y luego nos dormimos con un último Lucky a medias y nos despertamos cerca de las nueve. Ella prepara té. Tu risa me recuerda un personaje de Bukowski que desearía olvidar, es decir, desearía olvidarte, o desarmarte, deconstruirte de a pedacitos, por un lado tu sonrisa (directo a la basura, siniestra), luego tu inteligencia y tu amabilidad y tu lascivia, después las manos de gilletes (creo que también a la basura, o a una canción, o a un primer plano), y así seguiría con los restos de tu amor, tu gata, tu sexo, hasta que desaparezcas y puedas renacer.

II

Caminamos unas cuadras y luego tomamos un taxi. Nos dirigimos a un bar al aire libre en el Pelourinho. Me gusta. Me gusta la sensación que recorre mi cuerpo. Extraño Buenos Aires, pero Salvador juega conmigo. En una mesa, dos jovencitas comienzan a besarse mezclando su saliva y una de ellas agrega sus lágrimas. Creo que prefiere los besos con sal. Las luces del bar generan buen clima y la bebida también es buena. Siento que el entorno provoca excitación en Cristina. Ángel, ninfa, demonio, carne, recorrido exasperante hacia el placer supremo, noble y sucio; me invitás al naufragio, a la locura, al desenfreno, me torturás en un viaje de pieles, ésta es tu escena de presa transformándose, mutando hasta la tristeza infinita del final. Nuestra conversación se basa en recuerdos. Revuelvo sensaciones de púber. El secundario en Flores y ella: ella, estudiante de Letras; ella y su desparpajo, ella y la sensualidad en la piel, la mirada perdida en el mar, los discos de Jobim, el olor del café madrugando. Se me acabó el trago. Otro más. Y otro para ella, por favor. Ahh y su imagen en la cama, su vaivén, y otra vez las manos de gilletes cuando volás porque yo no quiero que vueles, no, quiero tu vaivén acá abajo, mío, mío, con tu voz y tu olor a esa marca de cremas para piel, y te quiero imaginando nuestras caras mezclándose.
— Quiero caminar hacia el mar. ¿Vamos? — Su voz es seca. Vuelvo.
— Sí, claro. Te acompaño.
   Bajamos por la Rua Fonte do Boi hacia la playa. Enciendo un Lucky mientras caminamos. Ella no fuma, nadie habla. Al llegar vemos unas mujeres danzando frente a su diosa. La imagen de Yemayá las observa desde un mar que ruge. El sol entra en las aguas y mi brazo se desliza por la cintura de Cristina. Siento su calor. Nos recostamos sobre la arena mientras el fuego alumbra los cuerpos de las Orishas. Flores, collares y pieles, el universo hecho danza y mujer, y comienzo a rozarte, a invadir tu mapa; te descubro viajando desde el África hacia mi sexo. Negra, tu vaivén vuelve, el ritmo, un tambor. El fin.

III

   La arena de ayer se me hace carne ahora. Combate mis entrañas. Estoy aquí y hay nubes, o allí y la sed se adhiere a nuestra piel como en un sueño. Ya son ocho semanas de mirar paredes, de discos, y salir a emborracharnos; de estar bajo sus órdenes. Entonces la estoy viendo. Camina igual que siempre. Habla igual que siempre.
— Te quiero presentar a alguien. Te va a dar vuelta. Estoy segura. Le comenté sobre tus guiones y está interesado. - Habla igual que siempre y sin embargo la escucho como si estuviésemos dentro de una habitación con paredes de humedad.- Se llama Marcelo, ya está por llegar. Cena con nosotros, ¿no te importa, no?
— No, está bien.
Quince minutos más de Luckys y llega Marcelo. Seré amable. Es decir, seré lo más amable que pueda.
— ¡Hola! Subí, subí. Ignacio te espera. — su calidez me obliga a sonreír.
— Boa noite! ¿Cómo está mi Cristinita?
— Muito bem. ¿Te preparó té?
   Marcelo bebe el té. Él me escucha. A su vez, me escucho hablar sobre el guión que vengo preparando hace ya un tiempo. Cristina se acerca silbando Beatles y se sienta en el sofá, a mi lado. Empieza una conversación que no logro asimilar completamente. Hay algo en el bahiano que me distrae y no puedo reconocer qué es. La escena nace sencilla: "Desplazamiento de objeto deseado". ¿Quién no desearía poder ser otro? Hay personas que a través de los años perseveran en la idea de presentársenos como fantasmas. Caminan a nuestro lado y sentimos la inmensidad del dolor. Nuestra sangre fluye agitada y posamos nuestros ojos en un vidrio. Es el amor de muerte.

IV

   La Casa-Estudio se asoma al mar. Allí desembarca con sus ventanales. Marcelo incendia el lugar. Al entrar siento su mirada, su piel, sus labios; la magia y la potencia voluptuosa de su trópico. Algo dentro mío empieza a modificar su ritmo. Sus gestos, sus palabras anuncian tormentas, huracanes. Allí voy con mi carpeta. Él bebe cerveza. Suma un plato con maní. Silencio. Me mira. Lo veo mirar. Me pide el guión y lee. Saborea las palabras. Se excita. Marcelo juega con las hojas en sus dedos. Sus labios modulan cada frase en silencio. Su cuerpo sigue el compás de mi relato. Cerveza. Suspenso. La pausa es infinita. Estoy por entrar en un abismo y mis manos bordean la pana del sofá. Cristina, dónde estás. Marcelo vuelve a leer de principio a fin. No lo soporto. Cristina vení. Levanta la vista y veo en sus ojos el mar que se desborda. Pretexto jaqueca. Taxi.

V

Pasaron muchos días. Van gastándose mis zapatos en un ida y vuelta hacia el mar. Voy en busca de consuelo, de inspiración, no lo sé. Los silencios de Marcelo, los silencios de Cristina, todos los silencios comienzan a hacerse falta de aire, de vida; casi no respiro. Pienso en el abandono, en la capitulación. No puedo esperar más. Se acaba el deseo. No puedo pensar, no me permito sentirlo. Otra vez me entierro en la soledad del final. Veo el inicio del derrumbe, me ciego. Apocalipsis. Ahora. ¡Ya!
   Todavía es de mañana. Fue una noche muy larga, quizás la noche más larga del año. Desde el bar puedo divisar la playa. Fumo y T. S. Eliot sigue sobre la mesa en su Asesinato en la Catedral. Permanezco inmóvil. Veo la figura de Marcelo recortándose en la puerta y su anónimo ejército de glamour rodeándolo. Me abraza y percibo su mirada nuevamente ardiente.
— La historia tiene mucha potencia, mucha luz. Conseguí el dinero para filmar y quiero que comencemos mañana mismo en mi casa. Te espero.
   Marcelo se va sin dejar lugar a mi respuesta. Tiene el control. Vuelvo a casa y Cristina sigue en silencio. Mi asombro me mantiene sumergido debajo de cualquier palabra. Otra vez Morrisey mientras preparo el mate y me tumbo en la hamaca y la imaginación se mezcla en la ansiedad del sueño.

VI

Todo se encuentra en el lugar preciso al entrar a la Casa-Estudio. Como sometido a un orden superior, se respeta cada línea del libro que entregué. Acción. Con goce intenso veo fluir una escena tras otra. Preparo gin tónic y veo manos, veo rostros, veo el juego que se inicia y no se detiene. Puedo observarlo todo, moldearlo todo, destruir cada cosa que se crea y formar mundos de belleza inigualable. De pronto mi ojo se detiene en la unidad que forman Marcelo y Cristina, ya no recreando sino creando algo que se me presenta ajeno. Son sus miradas, sus palabras, sus movimientos los que trazan eso que no podía ver, que se me ocultaba, eclipsado por la dirección que le imponía a la realidad. Otra vez el abismo, mis manos se disuelven, me veo caminando rumbo al mar y allí, tendido entre las piedras, estoy listo para el fin.

Alejandro Pajura

Relatos FM

Un narrador ubicuo



I
Tarde en la noche mientras bajaba por la falda de una montaña, volvía a casa el doctor B***. Abruptamente apareció frente a él la figura de un hombre que levantándose como una sombra del ya oscuro camino, le dijo:
−¡La bolsa! O el Diablo aclarará cuentas contigo esta noche –dijo el asaltante.
Esa misma noche, matizada por ardientes tragos de alcohol y poseído por la  enorme fuerza de Hércules (No precisamente por las espinacas), celebro Jeison como si fuese la última noche de su vida y en compañía de su mujercita. Fue éste el Edén comprado con aquel botín; del cual, un octavo terminó en las manos de la madre de Jeison, y de allí paso luego a las cuantiosas cifras de las pequeñas loterías urbanas.
− ¡Cómo ganaré si nunca juego a la lotería! –pensaba para sus adentros la madre; tan segura, como de que Dios existe. Era difícil adivinar su edad, pero ya se veían luces blancas en los bucles de su cabello.

II
Fuimos ondas en el agua producidas por un impacto (el nacimiento), como ondas viajamos veloces en radios distintos y a través del rio –pensaba el narrador tumbado sobre la pradera–. Al norte de él se veía una casucha sobre una montaña, detrás la civilización. Pensaba en lo fantásticas y casi fabulescas narraciones de Wilde y en esa otra forma intemporal de narrar de Dylan. No menos le daba vueltas en la cabeza las incertidumbres en los cuentos de aquel argentino. Mientras, el viento hacia susurrar las hojas de los arboles, y de los arboles caían levemente las hojas que sonaban como olas de cascabeles arrastradas por el viento. Se oían en la tarde, y en la noche también. Asimismo pensó también, en la utilidad de sus pensamientos y se olvido de ello después. Después salió hacia una Junta de accionistas, y luego escribió:
La historia realmente no comienza por allí, pues en Brooklyn Jeison ya había disparado sus primeras pistolas. Allí el color blanco de su piel contrastaba con la piel negra de sus compañeros. El nuevo y pequeño mundo puede mover a usanza del azar a cualquier individuo por todo su territorio: así fue como el cuchillero resulto en un pequeño pueblo Colombiano de más de cuatrocientos sesenta años (Detalles podría referir del por qué y las razones de esta traslación; pero son datos de otro cuento).
"Tal y como un rayo cayó a la tierra (igual de notorio), y como un rayo se fue (igualmente desapercibido), paréceme necesario contar que en el leve transcurso de este destello, Jeison disfrutó del eterno verano en esta nueva latitud, así como de los caudalosos ríos, de la vida silvestre, y del suelo pantanoso, fue un Romeo de diversas mujeres, aunque sin romanticismo. Pareciera que las puñaladas, en esencia, son iguales aquí que allá, sin embargo mucho pudo perfeccionar aquí; la técnica de acertar puñaladas a otros cuerpos. Amplió sus ambiciones en el vandalismo; se dio cuenta de que su naturaleza no era mediocre. Por tales razones se ganó rápidamente el respeto de sus copartidarios.
Después de varios disparos que retumbaron en un callejón (quisiera referir detalles precisos del espacio y el tiempo del lugar; para hacer así más agradable el cuento, pero los desconozco) sólo quedó un muerto, cartuchos de bala y agujeros en las paredes. Y quedamente también se quedó Jeison tendido en el suelo, dos balas entraron y salieron de su cuerpo sin comprometer gravemente alguno de sus órganos, luego refirió él que se hizo el muerto ante los agresores, y, mientras tanto, esperó, no sin afán, la ambulancia: ya que soy menor de edad −pensó− no tendré compromisos con la ley.

III
»A Jeison, ya mayor, su cansancio lo obligaba (por obvias razones) a pensar en la pronta muerte. Su incesante necesidad de cumplir con su destino jamás lo dejo pensar en sí mismo. De igual forma el narrador. Jeison era alto, de rostro pálido y ojos negros, nada singular había en su pensamiento, sin embargo, sintió que debía pensar, no en la muerte que a todos les llega, sino en el "posible después" de ella. Creyó que: de existir otra vida después de la muerte Dios era bondadoso y tendría un lugar para los distintos pecadores que son los hombres. De no ser así, no habría más existencia y tampoco le preocupaba entregar de nuevo y ahora su maltrecho cuerpo. Intuía y deseaba ¡aunque no acertó! que viviría de 10 a 15 años más.
»El postrero narrador de este cuento también vivía entregado continuamente a sus anhelos. Del mismo modo Jeison. Ambos respondían positivamente a las necesidades que obligaba su propia vida. Ambos deseaban tener éxito en lo que hacían –eran felices–, aunque debo decir, que el narrador sí deseaba en ese entonces vivir mucho más que Jeison, era apenas lógico; el dolor acumulado por unidad de tiempo era menor.
»Una noche, mucho antes de lo que había previsto él mismo, se encontró horizontal; viendo las estrellas −me gustaría decir que era la primera vez que las veía−, desangrándose lentamente, ese halito vital que llamamos alma se disponía a abandonar su cuerpo. No sé exactamente cuántas puñaladas fueron. Sé que miro un punto fijo en el cielo, tal vez una estrella, sé que derramo alguna lágrima (aunque imaginaría, pues no tenía ese miserable hábito del llanto) y sé que sonrió; pues ya todo aquel cuento había terminado.

V
El narrador intentó en la primera parte, relatar con base en estos hechos, una historia policiaca o criminal, se ayudo de una vieja canción irlandesa en aquella frase que menciona al "Diablo". Luego pensó que no conocía ni un solo relato realmente bello en este género criminal. Luego pensó en darle un poco más de belleza a la narración y equivoco creyendo que, repitiendo palabras, se asemejaría el texto a la cadencia de una melodía. Luego se sintió avergonzado por querer relatar (o más bien Hurtar) los sucesos de quien algún día compartió sus días con él  −¿por qué ha de ser tenido en cuenta ahora si antes no lo fue? –Se preguntaba el narrador– ¿Por qué, para qué? –.
El narrador Pensó de nuevo en el cuento, pensó que la mejor historia sería él mismo y pidió a ese otro narrador que lo incluyera en la historia, pero resulto un fracaso al considerar que la suya no poseía ni un poco de dolor para hacerla interesante. Entonces, el narrador se sonrío igualmente, pues ya todo aquel cuento había terminado.

Juan David

Relatos FM

Destino


Muy de mañana me levanto, realizo un poco de ejercicios, me ducho, me rasuro, me visto, desayuno mi vaso de yogurt con frutas y voy al patio delantero de la casa a fumarme mi primer cigarrillo del día, poco después entro al baño y salgo apresurado al trabajo. Mis hijos han salido para el colegio unos minutos antes, yo les sigo atrás rozándoles los talones. Paso por la tienda del barrio, compro la prensa y una media cajetilla de tabacos. Cruzo la calle y tomo, con prisa, la buseta que me dejará no tan cerca del trabajo. Una vez que estoy sentado en el último asiento del bus abro el periódico, y leo: "Una piedra mata a dos personas". Acompaña a la crónica algunas fotos donde se puede apreciar un bus de transporte público con el parabrisa destrozado; más adelante, la noticia indica el lugar del accidente e identifican vagamente a las personas fallecidas. Mucha gente sube y baja del transporte sin percatarse de lo que me ocurre... estoy nervioso y miro con preocupación por la ventana esperando que de un momento a otro cualquier poste de energía eléctrica golpee contra mi asiento. Los carros pasan veloz por mi lado, algunos rebasando peligrosamente por el costado izquierdo... nadie parece saber lo que ha ocurrido.
De súbito me doy cuenta de que mi parada quedó lejos. Apresurado toco el timbre de parada, bajo del bus y casi trotando voy camino al lugar de mi trabajo. Por el camino voy pensando en lo que ha sucedido. ¿Por qué? ¿Qué o quién tiene la culpa? ¿Es el destino? ¿Por qué...? Mientras voy meditando, sin encontrar una explicación de estos hechos, un vehiculo pasa raudamente por mi lado rozándome los hombros. Grito algunas palabrotas al chofer y me olvido momentáneamente en lo que estaba pensando. Un poco nervioso retomo mis cavilaciones pero el susto me hace poner los pies sobre la tierra. <<Cinco centímetros de desvío y ya no estaría preocupado de absolutamente de nada>>.
Llegó atrasado al trabajo y observo una gran cantidad de gente alrededor de un vehículo estacionado. Al acercarme veo algunas caras conocidas. Son algunos colegas que murmuran lo acontecido. Tratando de desviar la atención de mi retardo les digo torpemente: <<Estamos retrasados, compañeros... vamos a trabajar... >> Antes de terminar mi pensamiento, me cortan la frase indicándome que unos choros habían robado cosas del interior del carro de un compañero. Escucho a los compañeros quienes dan muchas y variadas versiones de lo acontecido. Otros recuerdan hechos parecidos. Alguien de más allá se lamenta por lo ocurrido recordando una situación similar que le había tocado vivir. El perjudicado llamaba incesantemente por el teléfono celular para que gente de la aseguradora se haga presente en el sitio de los hechos. <<La gente y sus variados problemas...>> pienso, mientras me adentro a mi lugar de trabajo.         
Sentado frente a mi computadora abro mi correo a ver si tengo agradables noticias. Nadie me ha escrito ni me ha enviado ningún mensaje. Cierro mi correo y reanudo con las tareas pendientes del día anterior. Avanzo lentamente con mis obligaciones y cuando estoy a punto de terminar decido abrir nuevamente el correo. Esta vez encuentro algunos mensajes. <<Espero que sean buenos...>> me digo. Abro el primer casillero y me encuentro con una foto donde se ve a dos hombres con apariencia de investigadores o naturistas, no tienen ni una remota facha de cazadores, les acompaña un fiero animal: un cocodrilo con la boca abierta y entre sus mandíbulas se halla cruzado un pedazo de tronco sacado de algún árbol cercano, la fiera parece estar viva; luego sigue una fotografía donde al parecer han despellejado al pobre animal y a un costado se han colocado una pierna, un brazo, una parte de la columna vertebral y junto a esta macabra escena se amontona una cantidad apreciable de carne putrefacta. Las escenas nos hacen creer que el cocodrilo ha devorado a un pobre ciudadano. Se me erizan todos los pelos del cuerpo, me quedo mudo al ver tan siniestro suceso... me pongo a pensar quién podría ser ese pobre infeliz... comparto el correo con algunos amigos... Reviso nuevamente este correo y me convenzo que todo es un montaje, mientras tanto ya me pegué un gran susto. Abro los otros casilleros y no encuentro nada agradable. Miro el reloj y son casi la hora de partida. Apresuro mi trabajo y termino mis deberes atrasados. Me siento aliviado de haber concluido con esas tareas. Siento que puedo ir tranquilo a mi casa.
Afuera de la oficina la calle esta obscura. Enciendo un cigarrillo y saboreo un poco de mi libertad mientras dejo que el humo vuele por sobre mi cabeza. La gente pasa apresurada por mi lado. No encuentro a nadie conocido. No saludo con nadie. Sigo con mis pasos a la parada del autobús. Una señora con un niño en sus brazos mira su reloj y se nota en su proceder una gran preocupación. Algunos estudiantes pasan conversando animadamente y se alejan entre bromas y risotadas. Un oficinista se detiene a esperar su bus de turno, lleva suspendido una funda negra en su mano izquierda y con su brazo derecho apresa contra su axila un cuaderno. Doy unas últimas bocanadas a mi cigarrillo y me apresto a tomar mi colectivo. La buseta está llena. Mucha gente va de pie. La señora con el niño han logrado que un buen ciudadano les ceda su asiento. El caballero se sostiene a duras penas mientras busca en su chaqueta una moneda de veinte y cinco centavos. El ayudante del chofer del colectivo apremia para recibir el pasaje, al tiempo que grita que los pasajeros se acomoden en la parte de atrás. Con dificultad logro llegar hacia las últimas bancas donde, por lo regular, está un poco despejado. Estoy a punto de agarrarme de la barra horizontal cuando escucho un sonido estrepitoso e inmediatamente soy lanzado hacia los asientos delanteros, y me golpeo la espalda y los brazos. Escucho los reclamos al chofer y me integro a los insultos. El chofer trata de justificar su frenazo indicando que otro carro se había cruzado con el semáforo en rojo. Las cosas se tranquilizan y continuamos el viaje en medio de varios murmullos. El ayudante del chofer alza el volumen de la radio y se escucha por los parlantes una vieja canción ranchera. La gente calla y ensimismada continúa con sus propios pensamientos. Yo también hago lo mismo con los ojos cerrados.
Una hermosa chica sale de su casa. Arreglar su cuarto y preparar su almuerzo la había retrazado un tanto. Los minutos perdidos fueron suficientes para que su transporte pasara antes que estuviera lista. <<Mala nota... esperaré el siguiente colectivo...>> Otro bus de la misma cooperativa no pasaría sino dentro de algún tiempo; pero la suerte estaba de su lado, no muy lejos divisó la buseta de la competencia. Se encaramó en dicho transporte que se detuvo apenas había levantado su mano. Los asientos delanteros estaban ocupados así que le toco meterse al fondo. Sacó su cuaderno de anotaciones de la Universidad y repasó la lección del día. Hacía mucho calor y trató de abrir su ventana... ¿Pero quién abre las ventanas de las busetas? <<Ni modo...>> Continuó revisando las lecciones y minutos después se percató que el pasajero que ocupaba el asiento detrás del chofer detenía el vehículo para quedarse en su destino. Ni corta ni perezosa tomo apresurada sus cosas y se cambió de lugar. El lugar estaba fresco y le ayudó a revisar con mayor comodidad sus lecciones. Al poco rato se quedó profundamente dormida. Para siempre las lecciones quedaron atrás... Ya nada tenía valor... Su tiempo se había terminado.
Sus padres y hermanos no se explican lo ocurrido. Las lágrimas vertidas no devolverán su gracia, su frescura, su sencillez y su carisma. ¿Cómo culpar a una roca? ¿Cómo pedirle una explicación a Dios? ¿Quién puede consolar su dolor? ¿Por qué?
Sus amigas y amigos la recuerdan, sus compañeros la extrañan. Su perrito olfatea de aquí para allá y no localiza su aroma. Su perfume se ha ido lejos, muy lejos, se fue para no volver jamás.
Su presencia estará en las mentes de quienes la amaron, de quienes disfrutaron de su vida. Ya no serán más las risas, los cantos, los sueños y las fantasías... una piedra caída de lo alto se lo ha llevado todo...

Emilato

Relatos FM

La piedra 


María la miró tirada en el pasto con una piedra en la cabeza y pensó en Alicia, su hija recién nacida, quien en ese momento estaba  disfrutando de la tibieza y suavidad de las blancas sábanas en la cuna de madera que construyó José con sus propias manos. No podía creer lo que estaba viendo y se preguntó mil veces por qué.
Nueve meses antes Eusebia  había llegado a la casa grande de Argentino, de origen desconocido tenía en su semblante algo que inspiraba confianza a la mujer de la casa. Poco a poco la joven empezó a ganarse la simpatía de todos y pasó a formar parte de esa familia patriarcal. Se encargaba de los quehaceres domésticos y lo que más le apasionaba era cocinar, colocar la olla llena de humeante ensopado en el centro de la mesa le permitía todos los días ver, acercarse y sentir el perfume a hombre de Federico.
Pasa el tiempo, Eusebia y Federico se encuentran a escondidas. Ambos sabían que su amor estaba prohibido, pero no obstante sentían la imperiosa necesidad de estar juntos. Los hermanos de Federico advirtieron una que otra mirada  pero nada más, son niños y el pudor no les permitía pensar en nada que no sea una amistad entre los grandes.
Un día Eusebia se levantó muy temprano, somnolienta, desganada, con arcadas y ojeras. Tenía dudas nada más, esperó la roja señal mensual más que nunca, con una desesperación que intentaba callar para que nadie en la casa la percibiera.
Una idea extraña comenzó a surgir en su mente; tendría que engañar a la doña,  se dará cuenta de que algo pasa cuando su vientre empiece a ancharse. Qué hacer se preguntaba sin cesar, nerviosa.
La oportunidad llegó una mañana cuando la enviaron a la carnicería de don Striker a comprar achuras. Pidió un trozo de hígado que le servirá muy bien para su propósito.
Lo que temía llegó una tarde calurosa. Estaban sentadas bajo el viejo roble tomando tereré, cuando  Julia le llamó la atención diciéndole que esta engordando. Estas palabras sonaron como un golpe fuerte en el oído de la joven. Asintió diciéndole que tratará de comer menos y que está un poco hinchada porque justo es la fecha de su regla. Buscó un paño, lo pasó por el trozo de hígado y le mostró, como señal de que estaba diciendo la verdad. Logró engañarla y desde ese día no se habló más del tema. Todo siguió su rumbo como si nada pasara.
Federico, apenas un niño, no comprendía la situación de su joven enamorada y la falta de atención en él lo atribuyó a la comprensión de que no podían seguir así. En seguida otras cosas le interesaron olvidando pronto el asunto.
Para Eusebia, en cambio, cada día que pasaba era un martirio. Algo estaba creciendo dentro de ella y no contaba con el apoyo de nadie en esa casa que empezó a odiar. A quien contarle su desesperación, su dolor, su pena. Dónde iría si se llegasen a enterar. No tenía a nadie, a nadie.
Una mañana de octubre, bien temprano, se dirigió al arroyo con un atado de ropa para lavar. No advirtieron sus ojos llorosos de dolor y algo más.
Pasa el tiempo, la joven no regresa a la casa, las personas del lugar empezaron a buscarla minuciosamente por todos los alrededores.
María se levanta y mira a Alicia, está durmiendo plácidamente. Decidió salir  a colaborar con la búsqueda. Una corazonada le guía al costado del arroyo. Sus ojos desorbitados observaron la escalofriante escena; sangre por doquier, Eusebia miraba sin ver, sus ojos vacios de expresión. Más allá una hermosa nena de ojos azules con una piedra en la cabeza.

Xiomara

Relatos FM

Donde existe lo inexistente



-¿Dónde estoy?

Oscuridad. Negrura implacable. Nada...

-¿Qué es este lugar?
-Estás en el Mundo de la Inexistencia.
La voz habla. Su sonido, indescriptible, simplemente suena.
La voz es extraña. No corresponde a hombre ni mujer, niño, adulto o anciano.
-¿Quién eres?
-Me llaman Dios. Qué ironía, ¿no? Precisamente el hecho de encontrarme aquí prueba que Dios no existe, es decir, no existo

Silencio...

-¿Quién... soy?
-Oh, eso no importa. Tu edad, tu sexo, tu nombre... Aquí, en el mundo de la Inexistencia, eso no es relevante. Aquí lo único importante... es tu existencia.

La oscuridad se disipa. Penumbra.

-¿Existo?
-Técnicamente no, criatura. Estás muerto.
Esto no es extraño. Ya lo sabe.

Claridad.

-¿Y cómo es que sigo pensando?
-Porque te recuerdan...

Luz. Blancura implacable. Todo...

-Los recuerdos son poderosos. Ya no existes, y sin embargo, sigues existiendo.
-¿Qué es este mundo?
Pregunta porque quiere saber. Pero en realidad, ya sabe lo que pregunta.
-Donde existe lo inexistente. Lo formado por los recuerdos de los que existen de verdad. Mientras te recuerden, piensen en ti, existirás sin existir.

La luz aumenta. Haría daño si tuviese ojos. Pero no tiene nada. Solo su extraña existencia.

-¿A ti te recuerdan?
-La verdad, sería difícil recordar a alguien que jamás ha existido. Más bien podría decirse que piensan en mí. Jamás he tenido una existencia propiamente dicha. Pero ya ves que aquí sí existo. Aunque puede que algún día todos dejen de pensar en mí. Entonces no tendré lugar en este mundo.
-¿Y qué pasará cuando me olviden, cuando dejen de recordarme?
-Desaparecerás.
Ya lo sabía.

Silencio atronador...

-¿Hay otro mundo después de este?
Extraño. Eso no lo sabe
-No lo sé, criatura. Todavía no he salido de aquí.

La luz sigue aumentando. Es difícil imaginarla más potente, pero sigue creciendo.

-¿Tardarán en olvidarme?
-Eso depende del afecto que te tuvieran, de lo que hiciste para que te recordasen... En cualquier caso, cuándo desaparecerás de aquí, nunca lo sabremos. En el mundo de la Inexistencia las dimensiones como el espacio y el tiempo, son relativas. Todo depende de cómo las imaginen.

De nuevo, silencio penetrante.

-¿Te apetece ver el resto de este mundo, criatura?
-Adelante, muéstramelo.

De repente, la luz se convierte en un remolino de colores. Colores de todas las intensidades y tonalidades. Colores invisibles para el ojo humano e incluso colores de los cuáles se desconoce su existencia. Colores nuevos.

-¿Te gusta?
-Sí...

En medio del energético tornado, surgen olores. Olores agradables, aromas sensacionales, aromas cotidianos. Olores indetectables para el olfato humano. Y millones de aromas por descubrir. Olores nuevos.

-¿Qué tal?
-Me encanta...

Entre los colores y aromas, el tacto es estimulado. Texturas lisas, ásperas y suaves, calientes, frías y templadas, sólidas, líquidas y gaseosas. Texturas demasiado ínfimas para ser detectadas por la piel humana. Y texturas desconocidas por completo. Texturas nuevas.

-¿Y ahora?
-Mejor todavía...

Sabores. Una tormenta de sabores. Fuertes, suaves, cremosos, salados, amargos, dulces, ácidos, picantes... Sabores que no saben a nada en el paladar humano. Y sabores que nunca han sido degustados. Sabores nuevos.

-Veo que disfrutas.
-Como nunca...

Sonidos y ruidos. Acordes, escalas, notas sin relación alguna. Suaves tonos estruendosos en la desarmonía más armonizada de todas. Alturas, frecuencias e intensidades fuera del alcance del oído humano. Y timbres jamás escuchados. Sonidos nuevos.

-Deléitate ahora con esto.
-...

Sensaciones ajenas a la vista, el olfato, el tacto, el gusto y el oído hacen presencia. La criatura inexistente es envuelta en sensaciones imperceptibles para el ser humano. Sensaciones nuevas.

-¿No te parece sensacional? Acabas de experimentar sensaciones imaginadas. Puede que existan, o puede que no, pero ¿te das cuenta de lo grandioso que es el ser humano? Esas sensaciones, que han sido creadas en sus mentes, aunque realmente no existan, se manifiestan aquí. Y los que no existimos, podemos disfrutar de esas sensaciones.

Éxtasis. Absorción en las sensaciones. Relajación. ¿Descanso?

-¿Te ha gustado?
-Mucho...
-Pues atento a esto.

Un mar de pinturas. Cuadros y lienzos, bocetos, garabatos, formatos digitales. Los observa todos, detenidamente, disfrutando. Esculturas. En mármol, piedra, madera, metal, materiales extraños, hologramas. Pequeñas y descomunales. Simplistas y extrañas. Las estudia todas, sin prisas, gozando con ellas. Melodías, música, en todos los instrumentos posibles. Canciones, con todas las voces posibles. Con letra o sin ella, simples tarareos, e incluso curiosos ritmos sin más. Los escucha todos, entregándose al deleite. Todos los tipos de estructuras. Edificios, iglesias, ermitas, catedrales, castillos, torres, pabellones, extrañas viviendas... Pasea por ellas, por todas sus habitaciones, sin saltarse un solo detalle. Platos gastronómicos, simples y originales, escasos y abundantes. Comida con colores y formas insospechadas y atrevidas. Degusta estos platos, con parsimonia. Danzas y coreografías. No ve a nadie porque no hay nadie, pero visualiza los bailes, sin personas, con simples siluetas. Danzas animadas, con piruetas y sin ellas. Coreografías extrañas, calmadas, flexibles. Como un espectador, presta atención a los variados movimientos.
Muchísimas más obras artísticas le deslumbran. Las disfruta, con regocijo.
Historias. Millones, trillones, infinitas historias. En todos los idiomas, sean vivos o muertos. En todos los formatos: libros, revistas, folios, documentos informáticos, películas, juegos, actuaciones, o simplemente ideas que le desbordan. Pequeñas historias, grandes, abismales... Tristes, alegres, graciosas, simples, complejas, comprensibles, extrañas, amorosas, violentas, realistas, fantásticas, didácticas, interesantes, aburridas... Se baña en ellas, se enriquece. Las lee todas, las ve todas, las asimila. Las siente. No solo eso. Las vive. Todas y cada una de ellas. Adopta todos los papeles y personajes posibles de todas las historias que se le presentaron, sumergiéndose en ellas.
Las historias, más todo el arte anterior, son infinitas. Y aun así, termina de disfrutarlas. Las memoriza todas. Los trazos y tonalidades de los dibujos y pinturas; los bordes y dimensiones de las esculturas; los acordes y ritmos de las melodías; las paredes y techos de las obras arquitectónicas; los ingredientes y sabores de la comida; los pasos y movimientos de las danzas; la trama, los personajes, el escenario y el tiempo de todas las historias. Ya sabe que las dimensiones son relativas en este mundo.

-Curioso, ¿no? Auténticas obras de arte, recordadas e imaginadas por los que realmente existen. Todas ellas están aquí.
-¿No son recordadas más personas?
-Por supuesto. Miles de millones. Más, me atrevería a decir ¿Quieres conocerlas?

Sin darle tiempo a contestar, aparecen personas. También sin cuerpo. Sin género definido. Sin un nombre real. Algunas de ellas deslumbrantes, otras tenues, y otras casi apagadas. Conversan, uno por uno, con tranquilidad. Hablan de todo y nada a la vez. Miles de millones de personas es un número demasiado pequeño. Más bien infinitas personas. Y de nuevo, termina de hablar con todas. Termina conociéndolas a todas como si llevasen toda la "vida" juntos.

Luz. Blancura impecable. Todo...

-¿Hace mucho que están aquí?
-Bueno, el tiempo es relativo. Alguno llegaron hace mucho, y probablemente se irán después que yo. Otros llegaron después que tú, y ya se han ido. Hay algunos desgraciados que ni siquiera pasan por este mundo al morir. Y otros como yo, que nunca existieron de verdad, y sin embargo, han existido o siguen existiendo en este lugar. ¿Es lógico pensar que si nadie te recuerda es porque probablemente nunca llegaste a existir?

La luz disminuye. Claridad.

-¿Tú recibiste a todas estas personas, como has hecho conmigo?
-Las recibí, y me quedé con ellas hasta el final.
-Pero eso significa...
-Sí, ahora mismo estoy con esas personas también. Me imaginaron benevolente, omnipotente y omnipresente. Eso es lo que creo que debo hacer ¿Podría ser ese el sentido de mi inexistencia?

Penumbra.

-Vaya, me temo que te están olvidando.
-¿Tan pronto?
-Quién sabe ¿Cuánto tiempo hace que moriste?
-Pero si fue hace... ¿un momento?
-Aquí el tiempo es relativo, ¿recuerdas? Has experimentado todas las sensaciones posibles. Has contemplado y disfrutado todas las obras artísticas "existentes". Has conversado, uno por uno, sosegadamente, hasta conocerlas bien, con todas las personas habitantes en este mundo. Todo esto puede haber ocurrido en un momento. O puede que lleves aquí toda una eternidad.
-Ah, es cierto...

Silencio.

-¿Esto es... real?
-Míralo como quieras. Estás en este mundo, tienes conciencia. Puede decirse, en cierta manera que, aunque no exactamente, existes. Quizás esto, por poner un ejemplo es, incluyéndome a mí, una ilusión de tu mente, producidos por los delirios antes de tu muerte. Quién sabe si esto es un sueño, o quizás una historia más de las que has visto hace... ¿un momento? Solo lo sabrás cuando te olviden y desaparezcas. O puede que para entonces ya sea demasiado tarde.

La penumbra es más densa.

-¿Qué hay después de esto?
-¿Otra vez la misma pregunta? No lo sé, criatura. Todavía no lo he comprobado por mí mismo, puesto que todavía no me han olvidado.

Apenas queda luz... La extraña voz se hace más débil, al igual que su extraña existencia.

-¿Me voy ya? ¿Estoy desapareciendo?
-Eso me temo.

La voz es casi inaudible.

-Adiós, criatura. Ha sido un placer estar contigo en este peculiar mundo, disfrutando de tu... inexistencia...

La voz desaparece. Silencio.

-Hasta nunca...

Dice no saber qué hay después. Pregunta qué hay después. Pero en verdad sabe perfectamente qué hay después. Dice no saber qué hay después porque no quiere creer lo que sabe. Pregunta qué hay después porque todavía tiene esperanza de estar equivocado.

Oscuridad. Negrura implacable. NADA...

Danieru

Relatos FM

Lucia


La puerta del patio estaba sin llave. Joaquín entró silenciosamente para que ella no lo escuchara. Se acercó al mueble viejo del comedor que tantas veces lustró su madre los domingos cuando le hacía pasar el trapo a las copas una por una y el renegaba un poco de mañero no más, porque disfrutaba muchísimo las charlas a solas con su madre en este ritual de los
domingos mientras su padre dormía la tradicional siesta.
Apoyó el brazo con cuidado en el viejo mueble y de allí la observó. Lucía tenía el cabello recogido con un lápiz a lo china, como siempre. Su espalda se veía dorada del sol de las tardes de verano, al contraste furioso del amarillo de su solera estampada. El aroma del ajo dorándose en la sartén lo cautivó y lo volvió a trasladar a esos tiempos en que la familia se reunía para comer todos juntos una vez en el día. Como extrañaba a su madre!! Lo que daría por volver a tenerla. Pensó en su viejo que le había hablado por teléfono esta tarde desde el geriátrico y se prometió a si mismo no retrasar mas esa visita prometida.
Ahora el aroma comenzaba a ser mas intenso y ya podía descubrir lo que cenarían.  Bifes a la criolla y ... habrá hecho puré? Seguramente Lucía lo había cautivado con su puré nieve esa primera noche que comieron juntos en la casa de ella. Que le pondría? Nunca quiso preguntarle para que no dudara de su calidad de chef. Al fin y al cabo esa era su profesión. Todo el día cocinaba para extraños miles de recetas que estos saboreaban como el mejor manjar, pero nunca había logrado ese puré nieve de Lucía.
Ya hacia bastante que convivían. Ni cuenta se dieron cuando tomaron la decisión de unirse. Fue tan natural después de vivenciar este amor intenso que mutuamente se sentían. Ninguno de los dos tenía registro del día o el momento en que ambos quedaron unidos para siempre.
Se preguntaba como podía estar tan concentrada en la cocina que no había notado su presencia. Tomo la decisión: hoy se lo diría. Ya la había tomado en realidad cuando salio del restaurante, pero todos los recuerdos y este tiempo observándola confirmaron aun más su pensamiento. Se acercó lentamente a la cocina y la abrazo muy fuerte. Ella sintió sus brazos protectores y se amucho en su cuerpo. Lentamente se dio vuelta y lo miro a los ojos diciéndole: - Al fin te decidiste a entrar, que hacías tanto rato.
Él con un gesto de asombro le contestó: - Me sentiste?
-   Desde el día que te conocí, amor mío. Desde ese día te siento. Tu presencia nunca me puede ser indiferente, aun sin verte
Joaquín volvió a abrazarla y a besarla. Y sus manos se deslizaron por el cuerpo de su amada levantando el vestido. Ambos se unieron como si fuera la primera vez. Terminaron en su cuarto con la pasión que los invadía desde el día que se conocieron. Exhaustos de placer se quedaron en silencio. Joaquín la abrazó y le dijo:
-   Te casarías conmigo amor?
Ella solo sonrió. Levantó su cabeza y apoyo sus labios sobre los de él como si fuera un ángel. Beso suavemente su pecho y volvió a sonreírle.
Se levantó y desapareció del cuarto. Joaquín quedo fumando un cigarrillo y pensando en su amada. Le pareció mucho tiempo y decidió buscarla en la cocina. La mesa estaba puesta. Los bifes a la criolla, el puré nieve. Todo en recipientes conservando el calor. Un vino tinto y una copa de esas que tantas veces limpió.
Dijo suavemente su nombre y no obtuvo respuesta. Se acercó a la puerta del patio y estaba entreabierta. No había rastros de Lucía. Caminó por la casa y no encontró más nada. Ninguna ropa, ningún objeto que la recordara
Apoyando su cabeza sobre el viejo mueble del comedor grito una y otra vez:
-   ¡No debí proponerle matrimonio! ¡Fue cortarle sus alas! Lucia ángel mío regresa!
Miró por la ventana. El solero amarillo flameaba en el tendal de la vecina. Miro las fotos de los portarretratos y se vio solo, ya no estaba ella en sus brazos, ni riendo a su lado. Miro hacia el cuarto y pudo ver la cama de dos plazas abierta de un solo lado. No sentía su perfume. Entró al baño y en el botiquín no estaban sus cremas ni su lápiz labial rojo que tanto lo seducía.
Todo volvió a ser como antes. La vieja casa de sus padres se hizo más grande en ese momento. La sonrisa de su madre lo observaba desde un portarretrato sobre el piano. No supo mas que hacer, solo atino a decir:
-   Traela a casa por favor!
Y cayo en un profundo sueño, un sueño que nunca seria tan hermoso y real como el de haber tenido a Lucia.

Bahía Blanca