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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

La cosecha del 12


"El supervisor acaba de llegar" le habían dicho hace unos instantes, y sabía que le esperaba una entrevista áspera y desagradable. Se había invertido muchísimo tiempo y material en el proyecto y no se aceptaría nada que no fuera un ¨El plan ha funcionado perfectamente¨. Por suerte, no tenía razón para creer que no pudiera decirlo, pero evidentemente sería presuntuoso empezar con semejante declaración cuando le preguntara como iba todo, y solo atraería el deseo del supervisor de ponerle en evidencia delante de su equipo. Sabía que desde el principio la idea pareció descabellada, demasiado arriesgada y demasiado lenta.

Pero su presentación inicial había logrado convencer a quien tenía la autoridad de aprobar los recursos necesarios, aunque lamentablemente también había logrado crear cierta enemistad entre algunos de los que hasta entonces había creído sus amigos y compañeros, uno de los cuales había logrado en este tiempo subir de cargo, para convertirse en su supervisor, y con ello cualquier discusión que tuviera lugar siempre empezaba con una pequeña muestra de poder, con un intento de hacer ver que la idea original estaba condenada al fracaso desde el principio, como el había intuido en aquellos lejanos tiempos. Indudablemente era otro duelo.

La situación era simple, una predisposición genética, una mutación a la que no se le prestó mucha atención había resultado en la presente precaria situación. La única forma de lograr el producto químico que su cuerpo era incapaz de crear ya era la de ponerlo en la dieta, pero ello implicaba que una especie menor lo produjera en cantidades suficientes como para que fuera factible matando a ese animal e ingiriéndolo absorber el preciado elemento. El dilema era que en cierta medida el producto estaba ligado al desarrollo de inteligencia y cualquier animal al que se le diera podía rebelarse.

La opción de trastocar el genoma propio había sido intentada con desastrosas consecuencias. Lamentablemente los sujetos del estudio habían desarrollado una territorialidad y agresividad excesivas como para poder vivir en los espacios limitados en los que no les quedaba más remedio que habitar. Era la opción que su supervisor había intentando resucitar sin éxito en diversas ocasiones. Sin embargo la cosecha que él había promovido si había logrado grandes resultados, incluso si se consideraba que los primeros animales daban muy poco producto para el peso que tenían, y con inmensos problemas por la conocida secundaria agresividad que también se generaba.

Pero tras decidir destruir el hábitat y toda la manada de su granja y empezar de nuevo, experimentado con especies más menudas había logrado la especie ideal. El problema que se había planteado era muy diferente. Por mucho que fuesen matando solo los seres que precisaban, por mucho que la población fuera creciendo de forma estable, su inteligencia también lo iba haciendo, y en consecuencia el peligro de que llegaran a un nivel capaz de formar una civilización. Una posibilidad que no vieron al principio, pero que precisaba de medidas drásticas, antes de que se les fuera de las manos.

Por ello hacía tiempo se había decidido el día del gran banquete, donde se acabaría nuevamente con esta nueva especie, pero de una forma más productiva. No habría desperdicio. Todos estarían invitados a un festín sin precedente, pero por ello la organización era fundamental. Había que dar tiempo suficiente para que de todos los rincones donde se encontraban pudieran tener tiempo de acudir a la cita. El supervisor consideraba que era un fallo del plan el tener que acabar con todos los ejemplares una vez más, aunque se hubiera pensado mejor y no hubiera producto que se desperdiciase esta vez.

Aun así, existían dudas. Se había dejado pasar demasiado tiempo desde que se decidiera la fiesta. La fecha incluso se había filtrado a quien no debiera, y la posibilidad de problemas no podía ser subestimada. Fue un ataque calculado como empezó su alocución el supervisor, y antes de que pudiera responder nuevo veneno vertió, reclamando que no solamente existía peligro de perder bastante compuesto con tal masiva operación, mas aún remató teniendo en cuenta que algunos de esos animales, más listos y agresivos, no iban a dejarse matar fácilmente, o iban a cometer actos descabellados que les convertirían en inservibles.

Antes de que prosiguiera enterrándole la daga con detalles de como incluso los comensales podían sufrir consecuencias, interrumpió lo que llamó preocupaciones sin fundamento, producto de falta de conocimiento y también de celo, atacando el hecho de que hubieran elegido un supervisor que estaba en contra del programa antes de que este fuera aprobado, algo que no debían olvidar les recordó. Pero la cizaña contra la gran fiesta estaba ya echada, las dudas de concentrarse todos en tan poco espacio, dejando su mundo a su albedrío creaban dudas difíciles de calmar. Era tarde para cambiar el curso de los hechos.

Palabras duras que cayeron como un jarro de agua fría. Todos sabían que su futuro dependía de lo que pasara en el festín, que no podrían criar, como habían intentado pequeñas manadas en distintas granjas, que era el momento de abastecerse hasta la saciedad pues no sabían cuando podrían disfrutar de semejante manjar de nuevo. De alguna forma la naturaleza les estaba mostrando quien mandaba, eran presas de su afán de conquista y expansión. Nadie más dependía tanto como ellos de tal pequeña molécula, tan difícil de cultivar y tan esencial para su desarrollo y su forma última de ser.

Para calmar los ánimos resumió que poco importaba lo que se hubiera filtrado, que poco importaba lo que los animales supieran, que su destino estaba escrito desde hacía ya muchísimo tiempo. No tenían ninguna otra opción, no les habían dejado el tiempo suficiente para representar más amenaza que cualquier otro animal salvaje. El que hubiera pérdidas era insignificante comparado con el tamaño de la manada. Se acercaba lo que ellos ya sabían que era una fecha marcada, el veintiuno de diciembre, y el plato de humanos estaba ya preparado, listo para ser degustado. Solo hacía falta sentarse a la mesa.

Pablo Millares

Relatos FM

El diario


Después del entierro, de arreglar los asuntos de la herencia y de pedir unos días en el trabajo, viajé de Madrid a la pequeña localidad del norte en la que hacía unos días había muerto mi padre de un ataque al corazón. La causa de su muerte para un hombre como él, con sus responsabilidades y los hábitos de vida que llevaba, no es que fuera nada sorprendente, pero me había hecho la pregunta de por qué regresó tan de improviso y sin avisar a nadie, al lugar que le viera nacer hace 58 años, y al que no había regresado desde que saliera a sus 14.
El asunto lo resolví en el viaje de ida en autobús, donde no pude parar de leer, por estar tan cautivado como extrañado, el diario personal que la policía me entregara junto al monedero y el maletín que mi padre llevaba el día de su muerte. No encontré ningún misterio ni nada parecido, él tan solo quiso regresar al barrio donde nació, con la idea de reencontrarse con su infancia, y con la intención de volver a Madrid al día siguiente sin poder imaginar que estaba haciendo su último viaje, y que donde había empezado su vida, iba a terminarla. Pero sí que me impresionó la faceta íntima y desconocida de un hombre que suponía tan poco dado a introspecciones y a pérdidas de tiempo, digamos que diría él, literarias. 
El caso es que a pesar de haber hallado tan prosaica razón en las páginas de su diario, o quizá precisamente por eso, por encontrarme con un padre desconocido, decidí terminar el viaje y llegar hasta el barrio que abandonó al comenzar su adolescencia para no regresar jamás, rumbo a Madrid, con ganas de comerse el mundo, como así parece que lograra si atendemos al baremo de las altas condolencias que recibí el día de su funeral, o a las esquelas laudatorias de los periódicos.
Al llegar a la estación tomé un taxi y pronto llegué a Las Torres, tres altos bloques de edificios que se habían levantado hacía unos 60 años según leí en el diario como parte de un futuro prometedor, y al que los años no habían tratado tan bien como se esperaba si atendía a las fachadas desconchadas, al pavimento levantado, a un aparcamiento lleno de agujeros, y a unos vecinos que no destacaban precisamente por su vitalidad.
Ya en el complejo de los bloques busqué el parque al que se refería mi padre con insistencia, y no tardé en encontrarlo. Con una forma geométrica irregular, poseía un tamaño aceptable y se conservaba como todo lo demás, a duras penas; los setos que lo rodeaban crecían de cualquier manera, de los columpios solo quedaba la estructura, y los cuatro bancos que sobrevivían estaban astillados, crujían con sólo acercarte, y eran todo un cagadero de pájaros. Con todo y con eso decidí sentarme en uno tras limpiarlo un poco, pensando que tal vez fuera el mismo desde el que mi padre escribiera sus últimas palabras, y sonreí convencido de las maldiciones que debió proferir mientras tomaba asiento. Fue como si le hubiera visto usando su inseparable periódico para proteger su impoluto traje. Sentí una nostalgia que no esperaba.
En ese momento llegó una abuela con su nieta para que ésta se entretuviera jugando con la arena, y tras una larga y desconfiada mirada de la vieja, abrí de nuevo el diario para releer las últimas páginas que escribiera mi padre y que tanto me habían sorprendido por mostrarme a una persona completamente diferente a la que yo conocía. Me pregunté si volvería a llorar como ya hiciera en el autobús, y comencé:
   
Todo empezó aquí, sin este parquecito que me vio mal jugar al fútbol junto a mis hermanos mayores y sus amigos, sin esas escaleras que saltaba intrépido hasta que me partí los dientes, sin estos bancos donde escuchaba por las noches las historias de terror más estúpidas pero emocionantes, sin aquel árbol donde intenté robarle un beso a la pequeña María, y que tras fracasar me prometí que nadie nunca me iba a volver a humillar de esa manera ni de ninguna, sin esta arena con la que construí decenas  de cárceles para hormigas a las que luego obligaba a luchar por su vida, sin el basurero de ahí abajo donde cazaba lagartijas que siempre perdían sus colas, sin todo eso, sin mis recuerdos, sin mi infancia, yo no valdría hoy absolutamente nada, aunque nada de esto sepa nadie más que yo. 
   No llegué a futbolista, ni a bombero como aquel vecino por el que suspirara la condenada María, tampoco fui médico ni veterinario, y por supuesto, no alcancé las estrellas como astronauta. Pero, ¿cómo iba a acertar, quién puede imaginarse de pequeño que acabará convirtiéndose en algo tan falto de magia como es, ser un hombre de negocios?
   Dinero no me falta y desde luego tampoco mujeres, he cumplido la promesa del árbol. Sin embargo, los vacíos reconocimientos que se me conceden no sirven para engañarme, sé que algo no está bien y desde este banco lo veo con claridad: fui un niño pobre pero feliz, y ahora soy un hombre tan rico como desdichado. Me revienta cumplir el tópico, me desagrada hasta escribirlo porque es como si lo rubricara, pero lo noto tan cierto, que negarlo es inútil. Todo a mi alrededor ha envejecido mal, salvo el recuerdo, mi infancia posee las únicas risas que aún resuenan sin quedar desdentadas por mi hipócrita vida.
   Mis ex mujeres y mis amantes se pelean por el dinero, no por mí, a mis ancianos padres no les soporto cerca aunque no fueron malos conmigo, de mis hermanos mejor ni escribo, y a mi hijo, a mi hijo no me atrevo a decirle "te quiero", porque no he sido capaz de hacerlo nunca, porque no me creería, y porque tampoco nunca le he dado motivos para que él me quiera a mí.
   Una infancia feliz, dicen, hace a un hombre feliz, no es cierto. Una infancia feliz es una infancia feliz y punto. Todo camino se puede torcer en cualquier momento y toda vida puede estar bien torcida por más recta que parezca.
   Mi abogado me dice astuto, mi banquero hombre brillante, mi médico me adula vendiéndome una salud de roble, mis mujeres me tachan de frío, mis empleados no se atreven a hablarme con sinceridad ni del tiempo, y mi hijo, si acaso me llama, lo hace por mi nombre.
   Pero aquí, de vuelta al barrio que se ha ajado por fuera como yo lo he hecho por dentro, todo recobra la sinceridad que sólo un niño es capaz de destilar. Lo nota mi cabeza que me está viendo cansarme jugando con  la pelota, corriendo tras el bote, acertando con las canicas, con la peonza. Y lo siente mi corazón, que se encoje de dolor ante la imagen de un tiempo perdido que no sólo no vuelve, sino que también me acusa.
   Cuarenta y cuatro años sin aparecer por aquí, y parece sin embargo que el tiempo se doblara para que mi vieja mano y mi mano de niño, se toquen entrelazando sus dedos. Quién sabe, quizá al soltarse, quizá cuando me levante y regrese a Madrid, tenga el suficiente valor como lo tenía cuando saltaba todos los escalones sin miedo, tal vez sea entonces capaz de llamar a mis padres y pedirles perdón, tal vez llame a mi hijo y le diga que le quiero, tal vez... pero no, este dolor que siente mi pecho morirá en cuanto me aleje de mi pasado, y según me acerque al presente, de regreso al éxito aparente, volveré a ser el frío, el don, el jefe.
Aún esperaré un poco para eso, me quedaré sentado un rato más, escribir y recordar duelen, pero parecen un mal necesario... No me encuentro bien, soy un roble enfermo...  La infancia me ha

Una lágrima cayó en el diario, sequé la hoja con cuidado y lo cerré. Noté un dolor en el pecho pero no iba a repetir la jugada de mi padre, pensé que eso sólo ocurre en las películas. La nieta y la abuela habían desaparecido, me marché del parque. Mientras dejaba Las Torres me dije que no sólo había resuelto el motivo por el que mi padre regresara a su primera casa, sino que también volvía con un padre al que querer recordar.

Quirón

Relatos FM

Una simple pluma,
Y una mente única.


Siento el cálido amanecer combinado con el repiqueteo de la lluvia. Secos golpes interrumpen mi sueño, obligándome a iniciar otro día más.
Una pluma descansaba junto a mí, sobre una mesita de noche, manchando aquel amarillento pergamino que hasta hacía poco se encontraba en blanco. Nadie entiende lo que sucedió en realidad.
El sol me enceguece, y aun así lucho por despertar. Anhelo iniciar un día nuevo, cargado de esperanzas y sueños. Otra gota mancha el escrito por lo que con tibieza y frialdad levanto la pluma. Tomo el tarro con tinta y mojo aquella reliquia sin valor alguno. La sangre circula por mis venas tan rápido como surgen de mí las palabras. Sin embargo odio el periodismo, solo me quiero expresar, dejar que al azar mis sentimientos guíen mis trazos, carentes de un fijo destino, carentes de frontera.
''Otra mañana despierto, con ganas de terminar. Si alguna vez quise iniciar eso en mí ya no existe, ya no queda nada. ¿Por qué es todo tan cruel? ¿Por qué se muere mi alma?''
Camino hacia el comedor con la esperanza de comer algo, pero como siempre, olvidé ir a comprar. Hoy sin ninguna duda lo haré, no dejaré que nada sea así como es. Mi mente viaja y piensa en poesía, es por eso que me encuentro solo, nadie jamás comprendió lo que sucede conmigo. Soy perfectamente normal pero con una forma de pensar un tanto singular. Suelo expresarme en rima, pero detesto la poesía casi tanto como las ataduras. La sociedad manipula sin ningún pudor y no debo pertenecer a este mundo, ¿Quién decide lo que está bien y lo que está mal? No seré tan iluso de caer en esos estereotipos.
No era digna de sufrir, ni de triunfar. No era digna ni siquiera de respirar. ¡Solo le hice un favor! Corté para siempre la tortura con la que atacaba su mente... Estaba arrepentida y yo solo le hice un favor...
La tinta azul de mi mesita no era del todo pura, era más bien una solución, impregnada con algo inmoral. Ella me confió todo y nada más le faltó suplicar; aquellas vidas no merecían eso, aquellas vidas no merecían terminar.
Una mujer, un arma y una perfecta coartada. Solo algo falló, un solo error cometió, uno que no seré capaz de cometer. Ella confió. Y ahora ya no tiene otra oportunidad.
Observé mi rostro en el espejo: Canosos cabellos y barba acentuaban el verde de mis ojos que yo vislumbraba rojo. A pesar de todo estaba en paz, le hice un favor al mundo, nada más.
Mi compañera de trabajo, apasionada por la profesión, tenía un único punto débil que yo supe aprovechar. Le presté mi pluma impregnada con esa tinta especial y aquella columna que escribió con ella... Fue la columna final.

Rocío Yazar

Relatos FM

Sin palabras


Querida Sofía:
Por primera vez introduzco el 'emilio' como comunicación. Necesito escribir algo más que frases cortas. Cuando hace tres semanas me traspuse en el sofá con el móvil sobre el estómago, soñaba que estaba en el cine, muy atento a una película subtitulada. El ligero y continuo roce del celular me interrumpió el ejercicio de imaginación. Miré a la pantalla del móvil: "K tal la peli?". No estaba tu número en mi agenda, pero respondí: "Kien eres?". Entonces, se hizo un silencio en medio del silencio. Me incorporé y aguardé a que surgieran de nuevo letras en aquella minipantalla.
"Perdón, me he equivocado". Reaccioné: "No, no... ¡yo estaba viendo una película!", reivindiqué raudo mi derecho a ese diálogo con mi dedo pulgar agilísimo. Contestaste, bromeamos tres o cuatro mensajes más y me citaste en el 'messenger'.
En realidad, querías hablar con tu hermana, pero erraste cuando enviaste el SMS. ¡Qué error más acertado! Todavía no sabía con quién iba a ponerme en contacto a través del ordenador: ni siquiera tenía idea si eras una mujer. Pero un nudo en el estómago ejercía de premonición.
Nos dieron las cuatro de la mañana. Tus ingeniosas respuestas, tu juego haciéndote pasar por un chico de mi misma edad, el que ya escribieras sin 'k'... Todo me cautivó. Me llamó la atención que jamás propusieras que habláramos por el móvil. Yo, la verdad, tampoco lo deseaba. El lenguaje escrito nos resultaba muy cómodo. Hasta que planteaste el intercambio de fotos no me enteré de que eras una chica. Preferiste esa mentira sin maldad con la intención de intrincar el juego íntimo del desconocimiento. En más de un momento me pregunté si era posible que yo me enamorara de un chico.
Cuando ya parecía que nos conocíamos de toda la vida, llegó la noche de ayer. Cuando me propusiste vernos, en una discoteca, me entró miedo. Mucho. Tras ingenuas excusas, acepté. Hasta que llegó la hora de la cita te juro que lo pasé fatal. Me atormentaba que todo cambiara radicalmente, que descubrieras mi defecto y me refutaras. Llevaba el jersey rojo que convinimos que me pusiera, y tú también. Sin saber la razón, me citaste dentro de la discoteca, en medio de un supuesto estruendo de música.
Me temblaban las piernas bajando la escalera. El local estaba abarrotado, pero vi un jersey rojo y tu cara, la misma que no dejaba de mirarme desde el ordenador. Me acerqué con cautela. Cuando me viste, observé cómo te ruborizabas. Si hablabas, no te iba a escuchar; era imposible, aunque podía leerte los labios con precisión. Pero no pronunciaste una sola palabra. Ni yo. Nos abrazamos y seguimos conociéndonos de cerca sin que el ruido exterior nos importara. Sólo necesitábamos algo de espacio y luz para que naciera nuestro amor sin palabras.
Besos, Sofía.

Rafael Rioja

Relatos FM

Chusmeti
Sin más...


Acariciando los lunares de una corbata con un fondo oscuro, se enfundaron en mi piel un río vestido de noches de verano, una calle donde se reflejaba Triana en primera persona y se dibujaba en su perspectiva una Sevilla de ensueño, flanqueada por sus campanarios, sus jardines y la idiosincrasia de su gente. Unos lunares que no pertenecían a la flamenca del Altozano. Ella, simplemente, divisaba el horizonte y presentía el calor de las personas que paseaban por su alrededor. Se trataba, más bien, de una sensación de frescura que se palpaba en el ambiente y que, a través de un camino repleto de miradas llenas de sonrisas, se trazaba una hilera de ilusión en medio de un asfalto de alegría.

   En una primera toma de contacto de nuestros ojos, se evocaba, en cada una de nuestras pupilas, una quimera de hacia ya tres años. Un deseo oculto entre ambos de tan sólo conversar, porque sí es cierto que eso parecía una máxima tentación hacia tu boca. Créanme, no es delito besar, pero tu boca es un pecado constante para mis sentidos.

   Y tras largas conversaciones escuchando tu voz a través del teléfono, imaginaba el roce de tus labios en mi cintura. Esto me hace recordar el placer de un encanto. Tu encanto desde un balcón a través de una mirada sonriente, tu encanto en una sala adornada con cuadros de Botero. Tu encanto pintado en una sonrisa a las siete de la mañana a través de un mensaje. Un arco de un postigo que suaviza con su aceite tus palabras de ilusión hacia mí. Un camino ciego hasta una plaza con muchos recuerdos para alguien que contiene en sus ojos la fragancia de la más fresca sinceridad... un laberinto de siete revueltas entre besos y caricias, adornadas con unos abrazos que me hacían sentir tu calor más próximo. Una llegada y huida de la Inquisición más pura, mientras mirabas atentamente los pasos de quien te acompañaba hacia un azulejo conmemorativo.

Y se hizo de noche, y con ella alguna Estrella se acercó hasta el luminoso ventanal para beber de mi cuerpo un sorbo de lambrusco y llenar de susurros una habitación escasa de motivos decorativos pero con matices tan reales como tu rostro clavado en el espejo apreciando la silueta de una mujer. Como la fotografía de un niño de seis años abrazando la libertad de su tío, entre un marco de pureza blanco, con tintes de dulzura y sabores de pasión.

Aún mantengo la sensación extrema de tu cara cuando caminaba hacia la cocina al encuentro de tu llamada... eso sólo ha sido vivido por ti y por mí... esa sensación de frescura en tu rostro, esa mirada de sorpresa y esas manos en mi piel agarrándose al placer más íntimo sólo ha sido vivido por tí y por mí. 

Sonaba el silencio de la noche y la brisa de las campanas alumbraba el ventanal de madera de la habitación, y mientras caía el rumor del placer a orillas del río, se cerraron los deseos de nuestras almas, se apagaron los sueños en el desván de la vida y comenzó la huida de tu encanto. La pérdida del deseo en el baúl de los desastres y la rutina de un café en el mercado a las siete de la mañana antes de partir hacia la esclavitud de las obligaciones diarias.

No había más. No existió motivo alguno, ni razón ni circunstancia... tan sólo la experiencia del arte de la seducción superficial. La maniobra perfecta del maduro galán con la sapiencia del saber esperar su momento más adecuado y la ocasión perfecta para desenvolver tu encantos y enmascarar tu amor entre caricias y gestos.

   Un gesto, un detalle, una llamada, un mensaje... una respuesta sincera a alguien que nunca preguntó pero que siempre ha estado presente en tu mente, en tus sentidos, en tu alma...en ti. En fin, los lunares que aquélla flamenca no quiso llevar en su vestido no se verán reflejados en tu ventana, pero los encontrarás por las calles... y en tu corbata, claro.
Rocío

Relatos FM

La extranjera


Nací al principio de los años sesenta en un pequeño pueblo andaluz. Aunque la ciudad se encontraba a pocos kilómetros, no solíamos ir mucho, pues mi padre no tenia coche y la carretera de acceso estaba en muy mal estado.
Era una ciudad costera sin embargo yo nunca había visto el mar, había oído eso sí, hablar del turismo que inundaba nuestras playas y ciudades, pero no tenía ni idea de cómo eran los turistas.
En el pueblo les llamábamos extranjeros.
Decían que hablaban en otro idioma, eran muy rubios, con la piel blanca y los ojos azules. Lo que yo no tenía muy claro era eso del idioma, ya que nunca había visto a ninguno. Algunas personas del pueblo, en verano trabajaban en los hoteles y contaban que los extranjeros no hablaban como nosotros, que no los entendían y tenían que comunicarse con ellos por señas. A mí me parecía horrible tener que pedirlo todo señalando y pasar las vacaciones sin poder hablar con nadie, o intentando entenderse por señas.
Yo nunca había salido del pueblo así que, jamás había oído a nadie hablar en otro idioma, por lo que no tenía ni idea de cómo hablaban los extranjeros.
A veces llegaba algún autobús de excursión a la plaza, y todos los niños corríamos para ver si eran extranjeros, pero cuando oíamos que aunque pronunciaban mejor, hablaban como nosotros, seguíamos jugando. 
Como mi pueblo era pequeño, la mayoría de sus habitantes vivían de la agricultura. Era normal que en invierno familias enteras con niños incluidos, se marchasen a los cortijos de los alrededores para la recogida de la aceituna. Allí tenían viviendas para los trabajadores.
La campaña duraba de dos a tres meses, por eso, mientras más numerosas eran las familias, antes terminaban el trabajo y podían volver a casa.
Mi tía partía todos los años con sus siete hijos. A veces los mayores se llevaban también a sus parejas para tener más mano de obra y terminar en menos tiempo.
  Como el cortijo quedaba cerca del pueblo, venían a comprar cada dos semanas y llegaban a casa para visitarnos.
Un año a mi tío le ofrecieron marcharse a una finca más grande. Estaba situada bastante lejos de nuestro pueblo pero le prometieron una buena casa, el trabajo mejor pagado que otros años y la campaña más larga.
Él hablo con su familia y todos estuvieron de acuerdo en marcharse. A mi tía le preocupaba no poder venir a vernos durante toda la temporada, pues al estar tan lejos no tenía medios de transporte para hacerlo. Mi padre le dijo que no se preocupase, nosotros iríamos a visitarlos y de ese modo también conoceríamos la finca.
Había pasado algún tiempo desde que se marcharon, cuando mi padre decidió que al siguiente domingo les haríamos una visita. Yo me puse muy contenta con la noticia, ya que echaba de menos a mis primos y tenía ganas de verles, también era una oportunidad para viajar y ver otro lugar.
Aquella mañana muy temprano fui la primera en subir al taxi, me siguieron mis padres y mi abuela y salimos rumbo a la finca donde se encontraba mi familia.
Cuando llegamos allí, después de casi dos horas de camino, todos nos pusimos muy contentos de volver a vernos. Yo me fui rápidamente con mi prima y los mayores se quedaron conversando.
Ella me enseñó aquella finca tan bonita: tenía un fabuloso jardín delante de una gran mansión en la que vivían los dueños. Al otro lado había una enorme fuente, tenía en el centro la estatua de una sirena y le salía un chorro de agua por la boca. Le seguía un paseo lleno de árboles, y al fondo un estanque con peces de colores.
Al otro lado del jardín había una casa mucho más pequeña que la anterior, en ella se alojaban mis tíos y primos.
Mi prima me conto que era amiga de la niña que vivía en la gran casa, y que lo pasaban muy bien. Todas las mañanas venia un profesor a darles clases. El padre le planteó a mi tío que mi prima también podía dar clases, ya que desde allí no había posibilidad de ir al colegio, pues la finca se encontraba lejos de la ciudad. Mi tío acepto encantado y las niñas estudiaban todas las mañanas. Por las tardes, jugaban en el jardín de manera que pasaban el día juntas.
Sin embargo, lo que más me sorprendió de todo lo que mi prima me estaba contando, fue que la madre de su amiga era extranjera. No me lo podía creer, ella conocía a una persona que tenía que hablar por señas...
Charlando con mi prima y paseando por el jardín estuvimos mucho rato, hasta que mi tía nos llamo para comer. Yo estaba deseando conocer a Bárbara, que es como se llamaba la niña. Después del almuerzo iríamos a jugar con ella.
  Comimos a toda prisa y las dos nos fuimos al jardín a esperar que llegase.
Poco después apareció Bárbara: tenía nuestra edad, rubia con ojos azules y la piel muy blanca. Estaba muy delgada y algo más alta que nosotras.
Mi prima nos presento, era muy simpática y se expresaba muy bien.
Enseguida empezamos a jugar por el jardín con unas muñecas que ella había traído. Llevábamos un rato jugando cuando dijo que nos fuésemos a su habitación, mi prima y yo nos miramos, nos pareció buena idea, y pusimos rumbo hacia su casa las tres.
La mansión era formidable: subimos unos escalones y nos adentramos en un porche con cuatro enormes columnas, una gran puerta daba paso al interior de la casa. Entramos en un inmenso salón lleno de muebles y plantas. De una esquina, nacían unas escaleras con una barandilla, tenía una cabeza de león tallada en la madera a la altura del primer escalón. La escalera terminaba en una especie de balcón que rodeaba todo el salón y tenia numerosas puertas. Una enorme lámpara colgaba del techo alumbrando toda la estancia. Me llamo la atención un piano de cola situado al lado de una ventana, con cristales de colores.
Yo no me imaginaba que existían esas casas tan grandes, me parecía la más bonita del mundo. Supuse que tras una de aquellas puertas se encontraría su cuarto.
Estaba absorta mirando todo aquello, cuando de pronto oí la voz de una mujer desde lo alto de la escalera. busque con mis ojos a la dueña de aquella voz, vi una señora muy alta y recia que vestía una larga bata azul oscuro, llevaba un turbante turquesa cubriéndole la cabeza y parecía que estaba muy enfadada. Hablaba muy rápido y alto. Yo no comprendía nada de lo que decía.  Al verla me quede paralizada, no supe si sentía más miedo por su aspecto o por su forma de hablar. Solo sentí cómo el miedo invadía mi cuerpo y antes de darme cuenta ya estaba corriendo por el jardín camino de casa de mi tía.
Cuando llegue iba muy asustada, apenas si podía respirar por la emoción y la carrera. Mi madre me pregunto sorprendida:
-Pero hija... ¿qué te pasa? ¿Por qué vienes tan alterada?
Yo respondí como pude con la voz entrecortada:
-Mamá...mamá ¡que he visto... una extranjera...!

Maia

Relatos FM

El engaño


Primeramente, tenía que localizar la mancha del pintalabios en el nacimiento del cuello. Era lógico que fuera ése el detalle delator: todas las mujeres comienzan el rastreo de la infidelidad por la inevitable boca de carmín dibujada justo debajo del oído, como quien rebusca en el interior del sobre el sello que no aparece pegado en la parte de afuera. Debía anticiparse. Así que, tras pasear como una media hora, poco más o menos, calle arriba calle abajo, entró en los servicios de una tasca que agonizaba al pie de la avenida, y allí, en la oscura soledad del cochambroso vestíbulo –apenas una docena de baldosas apretadas bajo el lavabo, la taza, el aparatoso secador de manos y la superficie traslúcida del espejo, con una rayita de luz en la bombilla por toda iluminación- había hecho examen hasta del último milímetro de su garganta, en busca de la señal que habría de acusarlo ante los ojos de Sonia. Una vez comprobado que, ni bajo las orejas, ni la barbilla, ni la nuca ni, aún, en el cuello había por qué temer nada, que la blancura que ofrecía su piel era la prueba más irrefutable de su inocencia, pasó a la segunda parte de la inspección, de forma tan exhaustiva como lo había hecho cinco minutos antes. Peinó con mirada escrutadora los pliegues de la camisa y la corbata para terminar de cerciorarse, con una luminosa sonrisa brillando entre las brumas del espejo, de que tampoco allí Sonia podía cogerlo in fraganti. Al salir del reservado, y con un burbujeo de íntima satisfacción dentro de sí, se acercó a la barra y, para celebrar que todo había ido bien, pidió un white label-cola ante los atónitos ojos del camarero: eran las cinco en punto de la tarde.
Mas, apenas avanzados doscientos metros, en medio de la ligera euforia alcohólica, reparó en un segundo imprevisto, inexplicablemente obviado: el perfume. ¿Qué no pensaría Sonia cuando, al abrazarle para darle el beso de bienvenida, reparase en el invisible velo de la fragancia?. Se quedó inmóvil en medio de la acera, pues ahora había acertado a recordar que Elena se echaba, en todos y cada uno de sus encuentros con él, algunas gotas de colonia (¿Elizabeth Arden?, ¿Cacharel?) en rostro y cuello para recibirle, cosa que él le reprobaba con la mayor convicción, no tanto porque pudiera ser una señal que lo delatara ante Sonia, sino porque no era un entusiasta de ese oloroso detalle: cuestión de gustos, aclaraba por toda respuesta. Y, justo aquel día, en una molesta e ilógica casualidad, el perfume resultaba particularmente intenso. Maldijo entre dientes, y, preso de la súbita desesperación que creía haber encerrado en w. c. de la tasca, bajo la superficie grisácea del cristal, calculó la solución más adecuada y sencilla en el menor tiempo posible. Porque, a todo esto, apenas sí estaba a un par de calles de su hogar.
De nuevo tuvo suerte, pues, antes de doblar a la esquina, vió una alargada puerta, rematada por un letrero azulado, en el que se indicaba: "Droguería- Perfumería". Entró. Obviando la figura inmóvil de la dependienta –de quien recordaría más tarde un vago parecido físico con Elena- recorrió las estanterías saturadas de frascos y envases y, tras un breve vistazo, compró la colonia más acorde para hacer frente a su delicada situación; una con nombre francés, de apenas 150 mililitros, cuyo penetrante e inconfundible aroma, tan marcadamente hombruno, era la mejor respuesta para ocultar el enroscado y avieso abrazo de Elizabeth Arden o Cacharel. Nada más salir afuera guardó el tapón en el bolsillo de de la americana y se roció, en una purificadora ducha, hasta dejar el envase medio vacío. Comprobó que el efecto era el deseado, que las expectativas se cumplían y, retomando la pasajera felicidad que el descubrimiento anterior había hecho desaparecer, continuó su caminata, a paso ligero y con el mentón bien alto.
Al doblar la esquina, sintió que una nueva duda salía a su encuentro. Un segundo. ¿Qué era de su aspecto físico?. Sí, de la camisa, la americana, la desdibujada raya del pantalón. ¿No daba todo ello la impresión de que...?. Apoyó su dolorida espalda en una pared de mármol, repentinamente fatigado. El mármol daba entrada a una floristería, en las lunas de cuyo escaparate comprobó si sus miedos tenían razón de ser. Y se encontró con que el desaliño de su apariencia resultaba muy significativo al respecto: lo evidenciaban las innumerables arrugas en camisa y pantalón y el nudo demasiado flojo de la corbata, además de llevar tres días sin afeitarse y que la raya de la cabeza yacía bajo un aluvión de bucles desordenados. Volvió, apresurada, febrilmente, a tratar de restablecer su apariencia normal, sin que el manojo de nervios que le apretujaban manos y corazón jugase en su contra. Así, comprimió con fuerza el nudo, estiró la camisa bajo el cinto, con la el fin de que desapareciesen las molestas planicies de la seda, y pasó la mano, a modo de rudimentaria plancha, por la irregular superficie de su pantalón. Terminadas las operaciones, y como, de algún modo que no se molestó en explicarse, el destino le había guiñado su ojo más cómplice colocándolo frente a la floristería, decidió comprar un ramo de glicinas a Sonia, sus flores favoritas. ¿O eran las orquídeas?. Daba igual, a Sonia le encantaban las flores en general y las sorpresas en particular.
Llegó, por fin, al portal de casa. Antes de entrar, subir las escaleras que conducían al ascensor, pulsar el botón y colocarse, sonriente, impecable (dentro de lo posible) y satisfecho delante de la puerta, con el ramo de glicinas pegado a la espalda, sacó el tapón de la colonia de su chaqueta y lo arrojó al contenedor de la basura. El envase, vaciado una vez más sobre americana y camisa en el tránsito que mediaba entre la floristería y su domicilio, lo había metido en una papelera. Una vez en el rellano, adquirió la ceremoniosa pose de uno de ésos vendedores de puerta en puerta, y apretó el timbre. Al cabo de un largo minuto, Sonia abría la puerta, precedida de su delantal amarillo y un rostro ojeroso y deslucido que denotaba una gran fatiga.
-¡Hola! –exclamó, sin énfasis – No te esperaba tan pronto. Estaba haciendo la cena.
Regresó a la cocina, dejándole con la puerta en la mano. Por una parte, se dijo, mejor así: ni siquiera se había dado cuenta del codo encogido sobre la cintura. Cruzó el salón y se adentró en los azulejos blancos y los humos que nublaban la vitrocerámica.
-Tengo una sorpresa para ti –susurró.
Sonia no se volvió, atenta al chisporroteo de la sartén. Por un instante creyó que, con todo el ruido de la comida friéndose, no le había oído, pero, al poco, su esposa se giraba para mirarle la cara, sin ninguna de las esperadas características que se suelen asociar a un rostro expectante y feliz.
-¿Qué es?.
-Adivínalo.
-Tomás, no estoy para juegos. ¿De qué se trata?.
-Vamos, mujer. Haz un esfuerzo.
Lo único que obtuvo su reclamo fue un murmullo en el que se mezclaban, a partes iguales, el reproche y una manifiesta sensación de pesadez. Escuchó, luego, la respiración subiendo y bajando por la caja torácica, y Sonia siguió sin decir nada.
El ramo de glicinas comenzaba a incomodarle, pues algunas gotas de agua resbalaban por los finos troncos y le humedecían el puño. Se adelantó hacia Sonia, temblando un poco, y con una mirada lasciva, la rodeó por la cintura con el brazo que le quedaba libre.
-¿Qué crees que es?. Dí algo.
-No lo sé, Tomás.
-¿Quieres que te dé una pista?.
Sonia continuó abstraída en la vitrocerámica, ajena a la conversación, a él y al ramo. Tomás no cejó en su empeño y su perseverancia dio, finalmente sus frutos. Tras colocar una tapa sobre la sartén, Sonia se volvió para ceder a la irrefrenable concupiscencia de su marido con un resuello de aburrimiento, quién sabía si por el fastidio de la labor ó por él, en la cara. Tomás mostró su mejor sonrisa, sacando de detrás de la espalda las anhelantes glicinas. Esperó la luz en los ojos, los labios ensanchados en una exclamación de sorpresa, las manos a la altura de las mejillas y la exagerada expresión de felicidad que habría de coronar el evento. Por el contrario, de todo aquello sólo se presentaron el brillo de los ojos –pero no de la clase que él había imaginado-, y la boca redondeada en un ¡oh! más cercano a la indignación que al asombro. Sintió un repentino agarrotamiento en su interior, veía cómo las fuerzas se le iban progresivamente sin que pudiera hacer nada, y comenzó a sudar.
-¿Dónde te has hecho esta mancha?.
Miró en la dirección que las pupilas enrojecidas por el calor de Sonia le indicaban. En mitad de la chaqueta, pero justo en el costado izquierdo y bajo la solapa del bolsillo, de manera que no podía haberlo visto en la primera y apresurada inspección, se erguía una mancha discontinua y oscura como el fondo de un charco. Tragó saliva y, seguidamente, se hizo un par de reflexiones ante tamaño descubrimiento: la primera, cómo no se había percatado antes de tan grave error, y al pensar en ello se sintió ridículamente empequeñecido, y la segunda, en qué lugar de la casa de Elena podía haberse hecho aquella mancha. Hizo un rápido repaso mental por todos los vestíbulos: el salón, la terraza, el cuarto de invitados, la habitación de ella... y concluyó en que en ninguna de ellas podía haberse ensuciado de aquel modo. Se aflojó el nudo de la corbata. Pero no estaba tranquilo, pues el rostro circunspecto de Sonia, la mirada ceñuda y el labio siniestramente curvo hacia la derecha aludían a la chispa de la sospecha, a la alargada sombra del escepticismo.
-Parece aceite... ¿Dónde te has hecho esta mancha, cariño?.
Echó un vistazo en torno suyo. Las baldosas blancas, sudorosas por el vapor, parecían burlarse de él en medio de un silencioso coro de carcajadas. Agudizando su oído –debajo del cual había examinado cuidadosamente que no hubiera ninguna mancha de carmín- escuchaba la misma risa sarcástica en el crujido de la sartén, la luz que salía de la puerta del congelador ó el tintineo mecánico de la gota de agua cayendo del grifo. Agachó la cabeza, abatido, pesaroso, y apenas un par de segundos después, el ramo de glicinas, también él extenuado por haberse mantenido en equilibrio durante toda la escena, se desparramaba delante de los pies de Sonia.

Giovanni Drogo

Relatos FM

Hidrópico


Yo no conozco el amor y te amo. Vos, en cambio, sos todo lo contrario: conocés el amor y por eso no me amás. Qué difícil se me hace. Qué difícil.  ¿Sabés cuál es el mayor problema? Que tiendo a olvidarte todos los días. Que todo me recuerda a vos pero nada me es suficiente. En vano se fatiga ahora mi espíritu al saber que fuiste un amor ambulante. Que ibas por ahí, por allá, por acá, por todos lados, en busca de algo que no me pertenecía, dando algo que no supe cómo aceptar. Me sonaba a caridad, a  limosna. Era eso, ¿verdad? Lo cierto es que nunca te pedí nada que no me pudieses dar. El Olimpo, la estrella de Belén, la espuma de los mares, sé que poseías. Que nuestros corazones  latiesen con admirable y sepulcral simetría. Pero te negaste tres veces y el gallo que solía despertarnos se murió sin ver la luz del sol.
Antes de eso, antes mí, hubo otros; después de mí también los habrá. Ya los hubo. Están acá (allá). Sabés muy bien dónde buscarnos; levantás una piedra y plaf, como por arte de magia ya tenés en la palma de la mano a un tipo con las ojeras por las rodillas. Ése soy yo. O, al menos, como el tonto que soy, quisiera serlo. Porque ya no me basta con leer historias de otros. Quiero algo mío, propio. Decirte Amor. Escribirte Amor. Pero sé que no es Amor lo que te ofrezco. Es simplemente una palabra que se pronuncia igual que Amor, que se deletrea, que piensa igual que Amor. Y de qué me sirve. De qué te sirve, me pregunto. Si las palabras en sí no valen nada.
Pero lo peor siempre es lo otro. Cuando no te reconozco. Es decir, estás, sí, pero dónde, cuándo, para qué. Para satisfacerme no. Por supuesto.  Estás ahí donde sólo hay vacío. Estás en la ausencia de las cosas, donde no puedo oírte, verte, sentirte. Y precisamente es deseo de oírte lo que tengo, deseo de tocarte, de sentirte. Qué terrible figuración la tuya, pero cómo culparte por un crimen que no cometiste. Y sin embargo, sin darte cuenta, estás delineando mi figura sobre el suelo.
Mas te confieso que hubiese prefiero tanto aquella otra versión. No sabés cuánto. Si tan sólo los rumores hubiesen sido ciertos, de alguna manera podría yo haber aceptado que eras una mentirosa y no una mentira. ¿Notás la diferencia? Es lo que más duele. Eso y las múltiples puñaladas, la indiferencia solapada de orgullo. Ahora me muero de hipotermia y no hay nadie a mi lado; porque así como me lo diste todo, me dejaste  sin nada. Y, para peor, desconozco lo que busco en este soliloquio en el cual mis pies se funden con el fango de tus recuerdos vanos. ¿Nuestro pasado? Ese que dejaste tantas veces abandonado. ¿O es algo más cándido? Tal vez el concierto para piano de Chaikovski, Las sinfonías que oyeron juntos Mozart y Beethoven. ¿O acaso será la estadística de los dioses y al hombre detrás de éstos? ¿La noche intemporal que se abre como rosa? Aunque lo más seguro es, quizás, que no busque nada y tan solo aguarde por una sonrisa tuya, por el roce de tu mano, aquí en el fango que me nubla la vista y me dificulta el tacto.
¿Por qué nunca pudimos dejar de ser ese gran cliché que todavía somos? Me rindo. Lo que tuvimos fue, por momentos, más mío que tuyo. Que concluya este círculo vicioso por el cual corro. No queda mucho por hacer y sí bastante por decir y callar.
Ya es una anécdota que no recuerdo. En serio, no la recuerdo. No recuerdo estar viendo tu silueta siendo consumida por el horizonte, allá a lo lejos. No recuerdo que mis manos trataran de aprehender el halo de tus pasos (¿o eran los míos?). ¿De qué me serviría? ¿Tan estúpido crees que soy? Si hoy estoy aquí, recordando algo que no puedo recordar, es simplemente porque al destino le gusta jugar con sutil ironía. Lo único que deseo es que mis memorias —las auténticas— persistan en algún distante futuro. Y no es preciso que sea el mío. Recordar algo que nunca sucedió es sencillo; lo difícil es olvidarlo.
Por mi parte, como actor de reparto, sólo me restar volver a cometer los mismos errores, de tropezar con diferentes piedras. De seguir bebiendo el agua de mar que es todo amor.

Rigoberto de las casas

Relatos FM

El ermitaño


Yo Siempre reflexioné en el porqué, la vida de los hombres
pudiera resultar extraña. Fue la llegada de "Inocencio" a
Sabanilla que me hizo pensar así.
Cuando apareció, levantó un "rancho" en los límites del poblado.
Al principio, los comentarios  lo señalaban como si estuviera
fuera de la ley por alguna razón. Venía una vez a la semana al
pueblo a pie. Era un hombre fuerte y de cierta apariencia.
Caminaba erguido, pero a veces se balanceaba de un lado,
como si una pierna no lo ayudara del todo.
El resto de la semana no se dejaba ver. Había sembrado un
pequeño huerto que atendía con celo. Era muy trabajador, pero
escueto al hablar, poco comunicativo. Creo que mi padre fue
uno de los pocos  que pudo arrimarse a él con más frecuencia.
Si usted se acercaba al rancho por la mañana, sentía
el olor a café traspasando las paredes de tabla de palma y lo
veía luego, sentado en un taburete al lado de la puerta
disfrutándolo, en un jarro carcomido.
Fueron años sin dar razón a nadie, sin que se le conociera una mujer que acompañara su soledad. Nunca dijo donde había nacido, ni porqué llegó hasta aquí, nada. Siempre atendiendo el huerto, cultivando sus hortalizas. Tampoco se vio en una fiesta, ni siquiera en las del patronato, que eran sagradas para todos nosotros. No era bebedor, solo habituaba a tomarse una tacita con aguardiente en ayunas todos los días.
Se alimentaba con la  leche de una chiva que soltaba a pastar
por los alrededores y con vegetales que ligaba con trozos de
carne salada.
Había algo de violento en "Inocencio". Muchos le temían por lo
callado que era, pero jamás se le vio matar un ave, maltratar un
animal, salir de cacería o apresar un poco de aire antes de
morir. Hay que haber padecido muchas cosas para escoger  esa
clase de vida. Una vez estuvo en la iglesia, pero no entró. Se
quedó parado en la puerta. Se le notó silencioso, con la mirada
vaga. Era como si algo le impidiera hacer lo que dentro, todos
hacen.
Resulta desconcertante saber que un hombre solo vive, solo
ocupa su tiempo, comiendo, durmiendo y sembrando sin
asomar una sonrisa aunque fuera vaga, sin que un aguacero le
hiciera pensar en una esperanza para el futuro, sin estar al
tanto de poder recibir unas letras del hijo olvidado o de algún
pariente que quisiera saber que hace después de tantos años
alejado de ellos. Los hombres como "Inocencio" deben haber
sufrido golpes duros en el pasado. Resulta imposible conocer
más de alguien que no quiera  hablar con nadie.
Cuando murió, los curiosos registraron su rancho. Nada
encontraron. Ni una carta, ni un libro, ni un papel que dijera su
procedencia, o tuviese anotado alguna señal de algo que lo
hubiera obsesionado toda la vida.
Hasta estuve por dudar si papá inventaba lo que sobre las
historias de este hombre se habían tejido con el tiempo.
Al final supimos que había perdido toda su familia en un
incendio fortuito siendo él un niño, teniendo que enfrentarse
solo a la vida y que la primera novia que tuvo, lo abandonó sin
saber porqué. Era mucha la tristeza que cargaba su alma.
El día que lo encontraron muerto estaba boca abajo tirado sobre
Un camastro. Todo estaba ordenado a pesar de ser un lugar mísero. La ropa mugrienta colgada en las paredes, un caldero, el azadón, la tinaja aún con agua, su cuerpo descarnado por el ambiente. Había muerto, al parecer, hace dos días.
Lo enterraron enseguida. Un hombre así, tan solitario, quien lo
iba a velar más tiempo. Por lo menos, debe haber quedado
agradecido que los vecinos de Sabanilla, le cavaran una tumba
Sin conocerlo siquiera.

Oguegon

Relatos FM

Manu


Las risas se escuchaban aún al fondo del pasillo mientras Manu permanecía tumbado en el suelo, notando como la sangre salía de su labio, el costado le dolía y cada intento por respirar parecía rasgarle todo el pecho. Las lágrimas empezaron a caer por sus pálidas mejillas, sin permitirle ver con nitidez. Buscó a tientas sus gafas, encontrándolas completamente rotas. Su mochila y sus libros cubrían el mojado suelo del instituto, algunos de ellos prácticamente destruidos.
Como pudo, se fue de allí sin echar la vista atrás. Sabiendo que su padre no habría llegado aún del trabajo, se dirigió al parque a las afueras del barrio, donde no podrían encontrarlo. Se sentó en un viejo banco hasta que de pronto, vio llegar a un amigo de su padre, y decidió esconderse. Así que se metió dentro de la cabaña abandonada que colindante al pequeño estanque.
Al entrar, no pudo evitar estornudar debido al polvo acumulado durante años. Era un lugar sucio, descuidado, oscuro y húmedo. Se acercó a una esquina y pudo comprobar que no era el único inquilino de aquel refugio, pues las arañas se habían apropiado del rinconcito al que Manu se dirigía. Así pues, no tuvo más remedio que buscar otro. A pesar del frío, permaneció allí acurrucado sobre su propio cuerpo amoratado y sin parar de llorar, pensando en el sufrimiento que día tras día tenía que aguantar.
"¿Por qué no me dejan en paz?" se preguntaba. "Yo no tengo la culpa de ser diferente. Yo no elegí mi color de piel ni el sitio dónde nacer".
Una mezcla de dolor, miedo, rabia y tristeza lo invadió. No había un solo día en el que Manu no tuviera que aguantar las burlas ni las palizas de aquellos que supuestamente eran sus "compañeros", una detrás de otra, todos los días igual. Habían sido muchos golpes desde que llegó al barrio, hacía ya cinco años, pero eso no era lo que más daño le hacía.
"Prefiero mil veces que me peguen a que me insulten y se metan con mi familia", pensaba cada vez que contenía las lágrimas al recibir las burlas. Y es que, no satisfechos con pegarle cuando se les antojaba, también su madre, su padre, sus abuelos... e incluso el perrito que tenía habían sido víctimas de aquel continuo acoso.
Estuvo dándole vueltas a la cabeza hasta que el sueño le venció y quedó profundamente dormido. Cuando despertó, la noche ya había caído. Al darse cuenta de la hora, corrió hacia su casa rezando porque su padre no le regañara por llegar tan tarde, y mucho menos le pidiera explicaciones de dónde había estado. Por suerte, su padre aún no había regresado, así que hizo sus deberes, comió lo primero que encontró, se duchó y se fue a su habitación, a esperas de que llegara otro día tormentoso de su vida.
Así se pasaba los días. Sin amigos, solo y con moratones en todo el cuerpo. Su padre, se pasaba el día trabajando para que a él no le faltase de nada, pero no se daba cuenta de que lo que Manu necesitaba, era lo más importante: su cariño y su tiempo. Su madre había muerto de cáncer cuando él tenía sólo tres años, por lo que cada día se repetía que estaba completamente solo.
A mediados del curso, entró una niña nueva en su clase. A él le llamó la atención aquella piel tan blanca, ese pelo rubio y bastante largo, aquellos ojos azules y esa sonrisa de oreja a oreja que le hizo sentirse tan bien. A pesar de no tener nada con qué compararlo, Manu creyó haber experimentado algo parecido a la felicidad. No sabía exactamente que provocaba aquella niña en él, pero lo que tenía claro es que no podía demostrarlo, para evitar darles un motivo más de burla a sus "compañeros".
-   Esta es Saray. – la había presentado la maestra. – Se acaba de mudar al barrio y espero que seáis buenos con ella.
Al igual que Manu, Saray también se había fijado en él desde el primer momento: tan tímido, callado, asustado... tan diferente a todos los demás "falsos hombrecitos" que la perseguían por todo el recreo desde el primer día.
En las primeras semanas, los dos niños hablaban a escondidas, en los ratos en los que Saray podía escaquearse de sus cansinos perseguidores y a Manu lo dejaban por un momento tranquilo, claro que esas ocasiones era muy escasa, pero con el tiempo se hicieron muy buenos amigos, confiando el uno en el otro y contándose todo cuanto les pasaba, todo, salvo una cosa. Manu se callaba su problema con los "compañeros" por vergüenza.
-   ¿Por qué siempre eres tan callado y nunca hablas con nadie de la clase? – le preguntaba continuamente Saray, a lo que éste se limitaba a encogerse de hombros y cambiar de tema.
Los insultos y palizas continuaron, y Manu presentaba cada día un moratón nuevo, pero los ocultaba tan bien que ni su mejor amiga sospechaba nada, hasta que un día, cuando salía de clase...
-   ¡Ey! ¡Chocolate!
Manu giró la cabeza y efectivamente estaban allí, dispuestos a reírse y burlarse otra vez de él. En el mismo segundo que los vio, echó a correr sin rumbo, sólo con la intención de que no lo cogieran. Corrió hasta sentir como las piernas se le quedaban sin fuerzas y el pecho le ardía en buscar de oxígeno. Encontró n aula abierta y no dudó en refugiarse allí, cerrando la puerta lo más deprisa que pudo y echándose sobre esta con las pocas fuerzas que le quedaban. Los niños, al otro lado, comenzaron a empujar la puerta. Manu, como no le quedaban fuerzas, cayó al suelo permitiendo que esta se abriera, y enseguida se halló rodeado.
-   Así que huyendo de nosotros, ¿no? – preguntó el cabecilla en tono burlón.
-   No huía. – contestó Manu intentando ocultar el temblor de su voz. Sentía como la sangre se le helaba por momentos y el miedo se apoderaba de él.
-   ¡Mira cómo tiembla la gallina!
Todos le rieron la gracia, y desuñes se abalanzaron sobre el pobre Manu, que sin poder hacer nada, sentía como los puñetazos y patadas chocaban contra su ya amoratada piel. Ya apenas le dolía, simplemente suplicaba que lo dejasen intentando inútilmente evitar las lágrimas, para que no continuaran burlándose de su debilidad. Aunque lo suplicaba con todas sus fuerzas, fue en vano, pues siguieron hasta cansarse.
En ese mismo momento, Saray pasaba por el pasillo en busca de un libro que había olvidado. Oyó un jaleo de gritos y golpes, que cesaron de inmediato. Entonces, pudo ver salir a varios niños de su clase de un aula, pero no le llamó mucho la atención hasta que del mismo sitio oyó a alguien sollozar, un llanto salido de un alma rota, destruida. Corrió hacia allí para averiguar a quien pertenecía aquella tristeza, y cuando entró, se quedó paralizada.
-   ¡Manu! – gritó al reaccionar y correr hacia su amigo. - ¿Pero qué...? ¿Así que esto es lo que tanto escondías?
-   ¿Lo sabías? – preguntó Manu avergonzado y sin fuerzas para hablar.
-   No sabía lo que era, pero sí que algo había. ¿Por qué no me lo has dicho antes?
-   Saray, eres la primera persona a la que le caigo bien sin fijarse en mi color de piel o de dónde soy. – confesó mirándole con unos ojos llenos de lágrimas. – No quería que me dejaras de hablar si te enterabas de que soy un perdedor, un débil...
-   Tú no eres nada de eso Manu. Eres mucho mejor que todos esos estúpidos. Vales mucho más que ellos, que sólo saben pegar y asustar. Y sobre todo, eres muy valiente. – le dijo Saray de corazón, provocando que a Manu le volvieran a caer las lágrimas, pero esta vez de emoción.
-   Gracias... - le agradeció intentando sonreír, aunque le dolía la cara a causa de los golpes.
-   No me las des. Pero tenemos que hacer algo.
-   ¡No! – dijo Manu asustado, volviendo a su cruel realidad. – Se enfadarán y me pegarán más.
-   No puedes dejar que te asusten. No es justo. Vale que eres diferente de piel, pero no por dentro.
Manu bajó la cabeza, avergonzado por los elogios. Saray le ayudó a levantarse y se ofreció a acompañarlo a casa. Por el camino el silencio se hizo presente, cada uno pensaba en lo que debía hacer. Manu, dudaba si quedarse callado o no, pero saber que contaba con el apoyo de su amiga le animaba. Ella, pensaba en cómo ayudarlo para que dejara de sufrir. Al llegar, se despidieron con un cálido abrazo.
-   No olvides que estoy contigo. – le dijo mientras lo abrazaba. – no te voy a dejar solo.
Al día siguiente, Saray espero a la salida, cuando Manu se quedó sólo recogiendo varias cosas. Esperó en el pasillo, observando bien lo que pasaba. Al cabo de un rato, el mismo grupo de chicos que el día anterior, hizo acto de presencia, entrando a buscar a Manu. La niña no lo pensó dos veces y corrió en busca de la maestra.
Entró gritando en la sala de profesores, y después de conseguir llamar la atención de esta, la llevó lo más rápido que pudo hasta la escena, encontrando exactamente lo que esperaba. Manu estaba tirado en el suelo mientras los otros lo golpeaban a placer, le insultaban, escupían y lo humillaban sin consideración. Al ver aquello, la maestra reaccionó impulsivamente: tenía que ayudar a aquél pobre muchacho que yacía en el suelo. Se abrió paso entre los agresores y levantó a Manu, refugiándolo tras ella y enfrentándose a los animales que seguían con las burlas.
En el segundo en que Manu pudo ver los ojos de la maestra, sintió una dulzura que no había visto nunca, una mirada llena de calor que le hizo recobrar el aliento a pesar del dolor que tenía por todo el cuerpo, sobretodo en el pecho, donde había recibido una fuerte patada.
Después de aquello, los niños fueron llevados al director, quien tras hacer unas llamadas los expulso definitivamente del centro.
Manu nunca volvió a sufrir aquel maltrato. Su padre, quien fue informado de la tortura que había vivido su hijo durante tanto tiempo, empezó a dedicarle más tiempo. Saray estuvo desde entonces a su lado, siempre con él y su amistad se fue haciendo más fuerte a medida que pasaba el tiempo. Los demás niños y niñas de su clase se iban acercando a él, con lo cual Manu tuvo más amigos. Y al fin, después de todo el sufrimiento que había tenido, descubrió el verdadero significado de aquella palabra que todos tenían en la boca siempre, y que él nunca había podido utilizarla, porque después de todo, por fin pudo afirmar que era feliz.

L.R.M

Relatos FM

Puntos suspensivos


-Es hora de actuar- se dijo a si misma, estaba nerviosa como siempre antes de hacer lo que debía hacer al escuchar el ruido de los pasos que se acercaban, oculta entre las sombras escondió el llamativo cabello casi blanco bajo la capucha de la sudadera, los pasos de quien se acercaban se extendían por toda la húmeda calle, sintió el filo de su navaja, solo para saber que ella haría todo el trabajo, para saber que estaba ahí aunque realmente jamás la había utilizado,  finalmente su victima llegó, pasó apresuradamente por enfrente de ese callejón envolviéndose un poco mas con su abrigo blanco, la alcanzó a unos pasos del farol obligándola a detenerse sujetándola del brazo izquierdo y manteniendo firmemente la navaja frente a su cuello, a una distancia segura, si no hacia ningún movimiento brusco, pronunció el "dame todo lo que tengas" que marcaba el protocolo, pero antes de que el ritual se completara. La victima hizo un movimiento brusco al oírla e intentó  darse vuelta entre el cruel abrazo, Anika sintió con horror el acero que se hundía en la yugular de su victima, cortándola como si fuera de mantequilla, dio un salto hacia atrás alejándose mientras veía a su presunta victima desplomarse en la calle, huyó ¿Qué mas podía hacer? no le importó que la capucha se desliara hacia atrás en su cabeza, no vio ese cabello casi blanco que se manchaba de sangre al igual que su abrigo, se detuvo bajo la luz de un farol a cierta distancia y volvió la cabeza para ver ese cuerpo cubierto de sangre mientras se convulsionaba, y remprendió su loca carrera sin detenerse hasta no llegar a esa mísera habitación que le servía de casa, estaba temblando, cerró la puerta tras de si y comenzó a llorar amargamente haciéndose un ovillo en el frio suelo.
Han pasado casi 11 meses después de aquella fatídica noche... ¿fue fatídica realmente? Al parecer nadie dio importancia al asunto, nadie mencionó nada por los alrededores ni en las noticias y a causa de ello se había reformado, ahora llevaba una vida que se podía llamar decente, no robaba mas, tenia un trabajo y tampoco veía a esos que al ver su espanto solo se habían reído de ella, había recorrido el camino que la alejaba de esa vida para no volver. Sentía frio el ambiente estaba húmedo por la lluvia que hace poco calló y la calle mojada estaba resbalosa, amplificaba sus pasos, era un ruido horrible, seguro podían oírlo a una calle de distancia, definitivamente era una pésima noche para traer tacones, aceleró el paso, y trató de cubrirse mas con su abrigo blanco, de pronto cerca de un farol sintió una mano que se aferraba a su brazo y algo metálico muy cerca de su cuello, y luego una voz dijo: "dame lo que todo lo que tengas" esa voz, era sumamente familiar para Anika, sin pensar en nada intentó darse la vuelta para ver a su atacante, tenia que comprobar que eso no era mas que un estúpido disparate, sintió un dolor punzante por la fria y afilada hoja de acero que se le había enterrado en el cuello, la ladrona retrocedió de un salto, espantada y, sin quererlo, agrandando la herida, calló al húmedo suelo, haciendo un vano intento por contener la sangre que salía a borbotones mientras su atacante huía, su abrigo blanco se teñía de rojo lentamente igual que su alvino cabello tirada en el suelo vio a esa figura detenerse bajo un farol que iluminó su cabello casi blanco, sus ojos pálidos que estaban desmesuradamente abiertos observando a Anika con horror mientras la atacaba una convulsión que no era mas que un espasmo previo a la muerte.

Andras

Relatos FM

Cuento Mudo


Se sentó en el cómodo sillón de mimbre desgastado, palpó el apoyabrazos derecho, esperando encontrar sus anteojos, cosa que no sucedió. No permitió que ello lo desanimara, más aún, tubo que hacer un esfuerzo para relajar el semblante y alisar con los dedos la línea formada entre sus cejas. Dio un suspiro y se incorporó, de todos modos había olvidado el diario sobre la cama de su habitación así que debía recogerlo junto con el estuche de sus lentes. Ya en su habitación encontró el diario, arrugado, sobre el adredón color morado, pero sus lentes no se encontraban juntó a él, ni tampoco en la mesa de noche, ni sobre el escritorio, ni en la biblioteca. Ya cansado, suspiró por segunda vez, reteniendo el deseo de arrojar el diario por los aires y patear alguna cosa que provocara un gran estruendo, descargando la frustración de no poder realizar una simple tarea como leer las noticias. Pero no lo hizo. No encontró nada que lo satisficiera si lo rompía, ninguna maldición lo suficientemente específica para que al pronunciarla representara su enojo. Tomó el diario y volvió a dirigirse a su ya no tan cómodo sillón de mimbre, iba a limitarse a observar e interpretar las imágenes y los titulares.
Antes de intentarlo un punzante dolor en la sien lo hizo estremecerse, sabía que se incrementaría si leía sin sus gafas. Dobló el diario, lo llevó de nuevo a su habitación, sobre el adredón morado y por tercera vez se acomodó en el incómodo sillón de mimbre.
Él abrió los ojos. Des pues de todo lo que había, o mejor dicho, no había pasado, ya no sentía deseos de leer las noticias, ni de buscar sus lentes que no estaban sobre su cama, ni sobre la mesa de noche, ni sobre el escritorio, ni en la biblioteca. Mas aún sentía el enojo, el deseo de escuchar algo partiéndose, algo roto, de ver algo atravesando el espacio y cayendo al suelo, sin protección, sin cuidado.
Juan observó a su abuelo desde el sillón de mimbre continuo. No se había levantado, aun cuando hacía rato había expresado el deseo de leer el diario. Sino que simplemente había cerrado ambos ojos y cruzado las manos sobre su falda, pensando.
De pronto Juan lo vio incorporándose decididamente, notando, antes de perderlo de vista, una ligera línea entre sus cejas. Se había dirigido a la cocina, Juan lo siguió con la mirada. Al volver, tenía un vaso de vidrio entre sus manos, vacío. Antes de que su nieto pudiera decir algo, antes de que se percatara de lo que pensaba hacer, el vaso estaba atravesando la habitación hacia la ventana, enfrente del juego de sillones donde había estado sentado hace un momento. El vaso no fue lo único que se rompió al impactar contra la ventana, también lo hizo la ultima, produciendo ambos estallidos, un fuerte sonido, seguido por el repiqueteo de los vidrios cayendo al piso.
Juan estaba petrificado, se quedó unos momentos en silencio, para luego ver como su abuelo volvía a acomodarse en el sillón junto a él, sin decir palabra. Juan volvió a mirar la ventana rota, luego a su abuelo, luego la ventana otra vez. Antes de volver a la lectura de su libro juró ver una sonrisa asomándose en la boca de su abuelo que volvía a tener los ojos cerrados.

Juana Depie

Relatos FM

Empezó con Flapy


Me llamo Emi, de Herminia no de Emilia, y soy maestra en un colegio de monjas de mi ciudad, y cuando estoy de buen humor digo que he cumplido los cuarenta. Lo que si puedo decir es que estoy casada, tengo dos hijas con la suficiente edad para vivir su vida aún vivien-do en mi casa, y mi marido me sigue diciendo todos los días me quiere. Hoy eso podría consi-derarse un paradigma de la felicidad hogareña, pero no siempre había sido así.
Hasta hace tres años la situación era la misma pero con una enorme diferencia. Mi marido ama a los perros y yo no los soportaba. Durante años Dani había intentado con la complicidad de las chicas que yo aceptara un perro en casa, pero no lo habían conseguido nunca, aunque habían utilizado todos los medios para conseguirlo, incluido el chantaje emo-cional.
- ¡Pero mamá, una casa sin perro no parece un hogar! – decía una y otra vez Maria en un tono de voz de angustia chantajista.
-  Es verdad, mamá – remachaba lastimosa Herminia – no sólo papá quiere un perro. ¡Nosotras también! Además lo necesitamos pues esta casa parece vacía sin un pobre animalito a quien mimar... - y estaban claras sus dotes interpretativas.
Dani ya no insistía personalmente, pero ante estas peticiones añadía.
-  Por las niñas podríamos hacer un esfuerzo... ¿no crees? – y seguía como si la cosa no fuera con él - ... y no tendrías que preocuparte de atenderlo, ni de bajarlo a la calle, ni de su comida, ni de asearlo, ni nada de nada del perro. Ya me encargaré yo de todo.
Pero yo no cedía, y durante mucho, mucho tiempo, se mantuvo el estira y afloja has-ta que hace como unos tres años mi familia se aprovechó de un período en  que baje la guar-dia convaleciente de una fuerte gripe, que me mantuvo en cama una semana, y el triunvirato venció mis defensas.
De regreso del ambulatorio de recoger mi alta médica cuandoDani, como el que no quiere la cosa, me dice sin darle importancia.
- Me ha llamado Sergio para ver cuándo hacemos otra merienda en su casa, pues ha-ce tiempo que no vamos...
Sergio es un primo hermano mío, que tiene una casa en el campo y que además de su profesión cría por afición labradores retriever que él mismo prepara y lleva a concursos caninos. Sin darme cuenta caí en la trampa, al preguntar qué más había dicho Sergio.
- Poca cosa – contestó Dani indiferente – que como desde el cumpleaños de Miranda no nos hemos visto, nos invita el domingo.
- Sólo eso – dije intrigada – algo más te habrá dicho.
- Poca cosa más – repitió mi marido con indiferencia – me ha dicho que Miranda ya ha empezado el colegio y que Baffy tuvo cachorros hace seis meses. Los había vendido to-dos... pero le devolvieron uno la semana pasada y lo ha guardado para mí, si aún lo quere-mos... un perro que vale más de ochocientos euros... ¡De regalo!
- ¡Eso si que es una gran noticia! - grita Maria desde la cocina saliendo con las ma-nos llenas de salsa de tomate – los perros del tío son estupendos y muy tranquilos...  ¡Es un chollazo!
- Cierto que es una buena ocasión – corta Dani frenando el entusiasmo de María – pero hemos hablado de eso mil de veces y sabes lo que opina mamá de tener un perro en casa. ¡Qué más quisiera yo!
- Pero un labrador es el mejor perro de compañía que hay, y de confianza de donde viene... – protesta María guiñando un ojo a su padre.
-  Desde luego, pero ya sabes lo que piensa tu madre...
-  ¿Por lo menos podremos ir a verlo, no? Y ya decidiremos si nos lo quedamos. ¿Qué te parece mama?
- Ya veremos – respondí sin negación – ahora estoy muy  cansada y quiero echarme un rato. Vosotros veréis lo que hacéis.
Tumbada en la cama me di cuenta demasiado tarde que  con aquel, vosotros veréis lo que hacéis, había abierto el resquicio en mi coraza que tanto tiempo habían esperado los tunantes y ahora se iban aprovechar de que no me quedaban fuerzas ni ganas para discutir. Y menos para luchar contra ellos. Entonces me dormí, tal vez por comodidad, y cuando desperté era demasiado tarde.
El estaba allí. Junto a mi cama. Sentado, con el hocico levantado como  husmeando a su enemigo, permanecía erguido con sus ojos fijos en los míos. Era guapo el condenado, de color blanco canela, de pechera limpia y con la trufa negra de las grandes razas. Me gustó el animal, que seguía quieto y erguido.
Cuando me incorporé con un gesto de protesta, mi marido se acercó.
- Le hemos dicho a Sergio que el fin de semana se lo devolveremos, que es para ver que hace en casa un par de días. ¡Sólo van a ser tres días! ¡Lo prometo!
Yo sabía que si dejaba que el perro se quedara en casa un solo día sería suficiente para hacer imposible su marcha, y por tanto decidí cortar por lo sano, pero cuando iba a abrir la boca asomó por la puerta Herminia que al ver al perro se arrodilló abrazándolo emociona-da.
- ¡Es precioso! ¡Que pasada de perro! ¿Cómo se llama? ¿Es para nosotros? No me lo puedo creer. ¿Y tú que dices mamá? Si está aquí es porque has dicho que si. ¡Esto es genial! ¡Una pasada!
Herminia parecía un torrente arrollador que se preguntaba y contestaba al mismo tiempo sin dejar de estar abrazada al perro, que sin embargo no apartaba la mirada de mí co-mo si percibiera que el meollo de la cuestión era yo. Seguía con la  mirada fija en mis ojos y cuando alargue la mano para acariciarle la cabeza se relajo y acabo lamiéndome la mano lige-ramente.
Dani y María se hicieron guiños de complicidad mientras Herminia seguía con el ro-sario de preguntas que parecía no tener fin.
- No me habéis dicho como se llama, ni si es para nosotros. ¿Es el del tío Sergio? ¡Porque este no es un barraquero como llama el abuelo a todos los perros que se le acercan! ¡Es fino, fino, de los caros!
Corté el río de palabrería de Herminia aparentando una seriedad que no sentía, con-testando como si estuviera enfadada.
- Eso pregúntaselo a esos que lo han traído, que están como si estuvieran esperando una sentencia de muerte. Ellos te dirán que ha pasado, pero que conste que sólo van a ser tres días – yo no estaba muy convencida de lo que decía, pero no podía echar por la borda años de oposición – después el perro volverá a su casa, y por cierto, ¿Cómo se llama?
- Flapy – contestó rápido mi marido cruzando una mirada con mi hija – se llama Flapy, y no es un perro... es una perra.
Y así empezó todo. Ni que decir tiene que Flapy no se marchó a los tres días, ni a la semana, ni al año. Se quedó y se hizo el ama de todo antes de un mes. Se apoderó de una parte del sofá, frente al televisor, como si nadie pudiera disponer del sitio más que ella, y sólo con amenazas se bajaba gruñendo por lo bajo. Cuando por la mañana se hacían las ocho y por la tarde las siete, empezaba a remolonear y a dar vueltas en la entrada esperando que alguien la sacara a la calle. Era su hora y Flapy no necesitaba reloj para saberlo. Dormía en la alfombra junto a la cama de María un día y al siguiente se acostaba en la alfombra de Herminia, sin mostrar preferencia más por una que por otra. Al poco tiempo Flapy y yo empezamos a acep-tarnos la una a la otra y sólo después del verano nos convertimos en buenas amigas como consecuencia de su  embarazo. Resulta que al irnos de vacaciones Daniel le pidió a Sergio que tuviera a Flapy en su casa hasta nuestra vuelta y no hubo ningún problema por su parte. A la vuelta recogimos a Flapy y nuestra vida siguió su rutina hasta que un mes más tarde me dice Dany un día.
- ¿Te has fijado lo gorda que está Flapy? ¿O son figuraciones mías?   
- Pues ahora que lo dices, María me dijo la otra tarde que no le diéramos de comer tanto a la perra, que estaba engordando demasiado – miré a Flapy que estaba plantada delante de los dos y termine afirmando convencida - y sí parece que está engordando demasiado.
Demasiado. Y muy rápidamente. Flapy estaba preñada. El veterinario lo ratificó y contando fechas no había duda que durante su estancia en casa de Sergio se había quedado embarazada. Y menos mal que fue allí, así al menos sabíamos que el padre era un perro de raza, de su raza, y a lo mejor algún campeón de concursos.
Al cabo de un mes, cuando llegué a casa, encontré a Dani y a Herminia en plena faena de parteros. Flapy había empezado a parir a las cinco de la tarde y eran las ocho y lleva-ba paridos seis cachorros, y a las diez había expulsado tres más, de manera que cuando vino el veterinario que habíamos avisado sólo pudo ver que no quedaba ninguno por parir. Comprobó que la camada se encontraba bien y se fue después de cobrar cien euros por la visita, dejándo-nos sin saber que hacer con nueve nuevos inquilinos en casa. Al preguntar a mi marido que pensaba hacer con ellos y decirme que no lo sabía, le dije sin pensar bien lo que decía.
- Mi tío Pepe, que siempre ha tenido perros, se quedaba uno de cada camada y los demás los ahogaba en un barreño de agua.
- No seas burra mujer, no seas burra. Algo pensaremos.
- Pues hay que pensar deprisa pues de los nueve, cinco son hembras – dije sin creer lo que estaba diciendo – y si de cada camada de ellas salen igual, dentro de un año tendremos veinticinco hembras y dentro de tres años llegaremos a tener mas de seiscientas pariendo to-dos los años, sin contar los machos que les hayan acompañado en cada parto – la risa nerviosa que me provocó la ecuación matemática llenó la casa y Daniel me miró asustado.
Al día siguiente, en el colegio, sor Sofía, que era la subdirectora, se acercó a mi me-sa al verme atareada con unas cuartillas llenas números y logaritmos que parecían absorber-me.
- Parece muy atareada Emi... ¿puedo ayudarle en algo? – dijo solícita.
- No hermana, no es nada. Estoy repasando un trabajo, pero lo terminaré en casa, no se preocupe. Son cosas de machos y hembras...
- ¿Cómo dice...? – la monja debió pensar que trabajaba demasiado.
- Nada sor, nada, cosas mías. No haga caso. Y gracias por preocuparse...
Los números y cifras pensados por encima el día anterior resultaron sobre el papel escandalosamente aterradores. La progresión matemática llegaba a miles de bichos corretean-do por la casa en menos de tres años, y bocas y bocas que alimentar sin manos suficientes para atenderlos. Era tremendo el caos en mi cabeza.
Cuando llegué a casa la encontré vacía. Ni Flapy, ni perritos, ni familia.
Cuando volvieron me dieron la noticia. Sergio se quedaba a Flapy con la camada en su casa hasta que se destetaran, y poco a poco los iría vendiendo como si fueran suyos, al cin-cuenta por ciento de lo que sacara.
Me pareció estupendo, y desde entonces las vacaciones de verano nos la paga Flapy. El año pasado fuimos a Cancún, este año hemos ido a Canarias y el que viene queremos ir al Caribe.
Definitivamente, nuestra suerte empezó con Flapy. ¡Viva Flapy

Anubis

Relatos FM

Secretos de amor


CARTA 1
Querido hijo, Marco:
La vida siempre ha sido para mí como un viaje eterno en tren, un tren al que te suben sin pedirte permiso y con un destino incierto. Cuando sientes que tu viaje tiene sentido, que te has encontrado a ti misma o que has encontrado la realización te das cuenta que la vida te ha dado el pasaje para el último viaje: cuando sientes que la vejez ha visitado tu cuerpo y va a quedarse en él las cosas empiezan a tomar otro significado. La simpleza de las cosas empiezan a tomar importancia y lo que antes era importante ahora no lo es.
Hoy he cumplido sesenta y cuatro años, y tú mi pequeño de casi cuarenta años te la has  ingeniado para que cada cumpleaños aparezcan menos velas  ya que para mí un cumpleaños sin torta y sin velas no celebra con suficiente emoción el inicio de un nuevo año, de un nuevo viaje. Te agradezco que mi cumpleaños sea una celebración que no hayas olvidado ni dejaras pasar. Bien sabes que te adoro y que mi nueva familia, la tuya, nos ha agregado casi cuatro miembros más, tu esposa y tus tres hijos, haciendo nuestros cumpleaños una eterna fiesta casi nacional por los invitados y las comidas. No sabes cuánto extraño nuestras humildes y sencillas tortas.
Sabes que con mucho sacrificio logramos que entraras a la Universidad y con otro tanto que hicieras su especialización en España, lo que siempre quiso hacer su padre y mi pequeño lo consiguió. Luego cuando regresaste nos sentimos tan orgullosos de ti que no tengo palabras para describirlo y aún hoy, después de casi quince años de tu título, me parece que fue ayer que te despedimos en el aeropuerto.
He sido bendecida con muchos hombres en mi vida, con mi padre al que amo aún después de muerto, con mi amado esposo y por ti, mi adorado Marco. Nos hemos realizado ambos contigo porque no solo eres bondadoso, eres leal, buen amigo pero sobre todo eres humilde no andas pregonando tus logros ante todos, a pesar de tener con qué hacerlo. Eso me gusta, eso es lo que más amo de mi esposo, su capacidad para desaparecerse ante las cosas que hace para que los demás no sepan lo maravilloso que es poder contar con esa gente en este mundo de intereses perversos.
Me siento particularmente nostálgica, debo reconocer que hace mucho que lo estoy pero hoy más, tal vez sea porque es un día nublado, llueve y parece que hasta la naturaleza también lo está. Las gotas de lluvia golpean suavemente los vidrios de las ventanas de mi habitación mientras escribo sentada frente al computador. He decidido contarte aquello querido Marco de lo que no he querido hablarte durante estos años porque aqueja mi alma. Te pido por favor que lo leas cuando estés tranquilo y solo en tu habitación, aunque tú decidirás cuándo lo harás porque esto que voy a contarte es solo nuestro, nuestro pequeño secreto. Son tres cartas y esta es la primera.
CARTA 2
Querido Marco:
A pesar de que mi infancia fue algo triste hay algunos acontecimientos que recordaba con alegría, aquellos que me habían marcado de un modo particular como: mis primeros zapatos de patente negros debajo del árbol blanco con ramas pintadas y sin hojas, la primera subida a un tren con mi madre antes de dejarnos, mi única celebración de cumpleaños, mis quince años con mi padre, y una pequeña torta blanca hecha por los vecinos de la cuadra, cuando me gradué y por supuesto cuando le conocí. Sin embargo, cada vez que me siento al atardecer en mi porche a mecerme en la silla de madera lo único que llega a mi mente es su rostro, su sonrisa, la calidez de su piel y por supuesto aquellas miradas que aún me hacen sudar frío.
Debo reconocer también que en tus rasgos los ojos de tu padre están presentes, sus largas pestañas y por supuesto las pecas sobre las mejillas, cerca de la perfilada y pequeña nariz.
Cuando niña mi madre nos abandonó al saber a tu abuelo enfermo de cáncer así que apenas con diez años me tocó librar la lucha con él ante ese dragón come vida que es esa enfermedad. Tuve que hacer de todo, vendía periódicos en las esquinas, limpiaba las casas de otros hasta que un hermano de mi padre me ofreció otro trabajo: llevarle los libros de su bar y como la paga era buena, lo acepté. En ese sitio vi muchas cosas horribles, presencié como las jovencitas se vendían por dinero o por droga mientras huían de su realidad, la pobreza y la ignorancia de pensar que ese era el único camino.
Decidí estudiar, lo que sabía lo aprendí ayudando a mi padre mientras pudo trabajar así que trabajaba hasta casi la madrugada y luego corría para asistir a la universidad. Muchas veces me dormía en las clases pero lo que sabía me ayudó a avanzar rápidamente y conté con ayuda de muchas personas que ante mi tenacidad y deseos de superación no me abandonaron. Cuando casi estaba en mi último año, una mañana de septiembre en el estacionamiento de la universidad, lo conocí. Casi me atropella porque venía distraída pero desde ese día no se apartó de mí.
Tu padre estudiaba para ser médico y ese año era el último. Trabaja en el Hospital Central donde logré ingresar a tu abuelo y gracias a su ayuda lo mantuvimos vivo por casi seis meses más. El día que murió tu padre estuvo con él, ayudándolo a que pudiera verme antes de partir. Cuando llegué a verle ya respiraba con dificultad así que solo pudo bendecirme y entregarme a tu padre para que cuidara de mi. Tu padre le prometió hacerlo y le juró que no me dejaría sola nunca, nunca más. Debo decirte que lo cumplió.
Sus padres no estaban muy de acuerdo con nuestra relación, porque bien sabes que tengo la piel morena y el cabello lacio y negro parezco más una indígena que una chica blanca, como ellos la querían para su hijo. Pero tu padre dejó todo, hasta su especialización en España por mí, por nosotros. Con mucho esfuerzo cómpranos nuestra casita en las afueras de la ciudad y tuvimos que vender el auto, que fue lo único que conservó de ellos, para completar la inicial.  Trabajamos muy duro, muchas veces no teníamos qué comer pero nos acostábamos juntos y eso era el mejor alimento, nuestro amor.
Tu padre era mayor que yo casi siete años, así que cuando descubrí que estabas en mí le esperé en casa con una cena y al llegar celebramos nuestro maravilloso logro: tú. Días después recibimos una carta de la embajada de España donde le notificaban que le habían otorgado una beca para su especialización por ser ciudadano español, teníamos escasamente ocho meses para los preparativos.
Durante varios meses hice todo lo que pude por cumplir con los papeles que necesitaba y cuando los tuve listos, un domingo en la tarde un amigo abogado nos visitó para que firmara los documentos que tenía que enviar. Tenía ya casi nueve meses de embarazo. Lo esperamos sentados en la mesa de la cocina luego que llegó y escuchó todo lo que tenía que decirle el abogado se levantó de la silla y viendo por la ventana, que daba al patio apoyado en el fregadero, le dijo que no firmaría y que se encargara de darle la gracias al gobierno pero que no podía dejarme sola en este país. El abogado le dijo que iniciaría los preparativos para solicitar la ayuda, pero no aceptó. Recuerdo que le dijo: ─ No puedo dejar mi corazón, la razón de mi existencia, alejada de mí. Lo siento. Además pronto llegará nuestro hijo y no puedo dejarla sola.
El día que naciste estaba lloviendo, a cántaros. Tómanos un taxi, era  casi media noche. El pavimento estaba mojado, muy mojado y mientras íbamos de camino tu padre solo estaba empeñado que me concentrara en respirar. Cuando aparecieron las primeras contracciones fuertes le dijo al chofer que se apresurara y justo ahí vi las luces que le alumbraron por la espalda, miró las luces también y se lanzó sobre mí apretando mis manos.
Al despertar estaba en el hospital, fue muy difícil tu nacimiento porque estaba herida tenía mis piernas con fracturas y unas costillas pero gracias a tu padre tú naciste. Esa mañana cuando estaba en la habitación contigo a mi lado tu padre llegó con su camisa llena de sangre, su rostro con moretes y sonriéndome te besó en la cabecita y luego en mis labios, aún estaban tibios. Dijo acercándose a mi oído, casi como un susurro: "─ Solo quiero que sepas que estoy bien y que vendré por ti cuando tu hora llegue. Sé que harás de él un hombre de bien. Háblale de mí porque estaré con ustedes cuidándolos y ayudándoles". Eso hice, siempre estuvo con nosotros, siempre presente. Sé que no debí ocultarte todo esto, pero así fue que pasó, por eso siempre hablé de él como si estuviera vivo, para que aprendieras a conocerlo a través de mí. Tu padre murió el día que naciste, hijo mío.


CARTA 3
Amado hijo:
Sé que mi mentira fue muy grande y que tal vez no llegues a perdonarme, pero tal vez ahora que eres padre de tres hermosos y amorosos hijos reconozcas que somos capaces de hacer cualquier cosa para que no sufran. Eso hice mantuve vivo a tu padre para que no sufrieras más de lo necesario, pero debes reconocer que muchas veces sí estuvo con nosotros.
Mis días están contados, lo sé. Mi enfermedad es silenciosa, cariño, pero sigue ahí solo esperando llevarme cuando sea mi hora, por eso quise hacerte esta carta con mi puño y letra, aunque este algo irregular pues mis manos tiemblan mucho.
Debes buscar al abogado de los Villalobos, quien te hará entrega de un dinero que tu abuelo guardó en un banco español para ti y antes de morir se lo notificó a tu tía Lisa, eso hace apenas unos meses. Si tu tía Lisa aquella dulce mujer que te dio cobijo cuando estudiaste en España, en Madrid.  Búscale y pregúntale, dile que he muerto y que necesitas lo tuyo para tu familia. Eso mi querido Marco, es parte de la herencia de tu padre y a la que tienes derecho. A veces el orgullo nos hace ciegos y con la edad nos volvemos tercos cariño, respeté la decisión de tu padre de no recurrir a ellos pero ahora ya no tiene sentido, ambos han fallecido y tú puedes darle buen uso a ese dinero.
He soñado con tu padre muchas veces, muchas veces he despertado viéndole a mi lado, sonriéndome y besando mis labios. Debo reconocer que estos detalles tal vez hagan que te sonrojes, pero hijo soy mujer así como tú eres un hombre y ves a tu esposa con ese brillo especial que solo un hombre enamorado tiene al sentirse correspondido. Así, mi querido Marco, así con ese brillo que tú tienes tu padre me miraba todos los días al despertarnos uno junto al otro en nuestra cama y no quise deshacerme de ella porque siento aún su olor al dormir.
Anoche sentí su olor, cariño y la tibieza de su piel cerca de mí. Sé que viene por mí pronto, por eso te pido que no sufras por mi partida, piensa que solo así tus padres que tanto se aman podrán estar por fin juntos. Lo he extrañado tanto en mi cama como no tienes idea, así como sé que lo hiciste tú mientras estabas separado de tu amada esposa.
Te amo pero es hora de que me vaya, él ya vino por mí. Ten la seguridad que no estaré sola nunca más, como lo prometió.
Amor  recuerda que estaremos contigo cuidando de ti, siempre.

Agnes Vega

Relatos FM

Venganza


Se masturbo mirando los hombres desnudos que aparecían en su televisor. En la tarde su madre lo molesto por su vestimenta, su padre la noche anterior lo regaño fuertemente por su voz tan afeminada. Limpió su semen con el papel higiénico que trajo con anticipación, se tiró a su cama y descansó. Pensó en Jorge el hombre que conoció en la fiesta del último viernes en el bar el Dólar. Cuando lo vio por primera vez le pareció interesante, además su cuerpo estaba bien trabajado, recordó como se le acerco:
– ¿Me puedo sentar?
–Claro –apago su cigarrillo.
– ¿Cómo te llamas? –coloco sus caderas bien formadas en la silla.
–Juan Carlos –lo requiso con sus ojos– ¿y tú?
–Jorge Alberto –miró hacia la pista.
Los labios se unían y los cuerpos juntos se difundían con la música, en la pista de baile los hombres disfrutaban de la fiesta que cada quince días programaban.
– ¿No vienes mucho por acá? –pregunto Alberto, sus labios pintados combinaba perfectamente con su camisa roja.
–Es la primera vez –le sirvió un trago a su acompañante–. Me trajo Julio. ¿Lo conoces?
–Si –Jorge tuvo una relación con él, pero lo había dejado.
Juan Carlos conoció a Julio en la universidad, los dos estudian Enfermería, desde que empezaron semestre se llevaron excelente. Julio le confeso que era homosexual, Juan se alejo un tiempo, pero los días le dieron las fuerza suficiente para  reconocer que era gay. Busco a su amigo y hacia dos meses llevaban una relación.
– ¿Y dónde está?
–Bailando con un amigo –respondió con celos.
– ¿Y tienes algo con él? –se apresuro a preguntar Jorge. Si lo había dejado por éste se las pagaría.
–Claro. Somos compañeros.
–Que lastima.
– ¿Por qué?
–Eres atractivo –se iba a vengar.
–No, es cosa tuya –evadió la mirada.
–Es de verdad.
En la pista se seguían moviendo los cuerpos, era imposible reconocer a alguien en esa multitud de piernas y manos alborotadas.
– ¿Porque no salimos? –se acelero, pronto iba a acabar el tecno que se escuchaba.
–Claro –Jorge era llamativo.
–Que te parece el próximo viernes a las 4.
– ¿Dónde?
–En Plaza Sasemo  –se tomo el trago– primero vemos una película que se estrena el viernes y dicen que es buenísima –toco con su pierna el muslo de Carlos– y después vemos que hacemos.
–Me parece estupendo –lo despidió con una sonrisa coqueta.

Cuando el reloj de su cuarto marco las tres, Juan Carlos se levanto. Apresurado fue hasta su closet, saco los pantalones que hacia un par de semanas le había regalado su compañero y la camisa blanca que tanto le gustaba, se arreglo. Después se rocío con su perfume traído de España, tomo las llaves del carro de su padre y salió de su casa.
La carrera 21 estaba desalojada, así que manejo el carro a una velocidad desbordante, se pasó dos semáforos, aunque sabía que le quedaba mucho tiempo, pero la velocidad lo emocionaba tanto como el sexo.
Al entrar al centro comercial Plaza Sasemo, miró su reloj, se entero que eran las 3:30, decidió entrar al supermercado. Espero escasos minutos a que acabaran de registrar el mercado de dos señoras que no debían tener más de 50 años. Juan miró los jeans y las chaquetas de estudio F que traían las señoras, comprobó que el dinero podía comprar todo, menos el estilo. Después pago su bebida energética.
Subió con lentitud por las escaleras eléctricas, en cada piso se detenía en el balcón, se quedaba unos cuantos minutos viendo pasar los carros, las personas, el mundo. En el tercero no se atrevió a entrar al sentir los sollozos de alguien.
En el último piso lo esperaba Alberto.
– ¿Cómo estás? –pregunto Alberto fingiendo alegría. Estaba muy elegante.
–Muy bien –toco sus manos suaves–. ¿Hace mucho llegastes?
–No, hará cinco minutos.
– ¿Y que película vamos a ver? –no le gustaba mucho el cine. Pero le interesaba Alberto.
–Maria llena eres de gracia –vocalizo descomunalmente. Había escuchado muchas críticas positivas respecto a esta película. Señalo un afiche.
Entraron en la sala de cine numero tres, Juan se sorprendió al verla por primera vez, sus escasos puestos la hacían ver hermosa. No le presto atención a la película. Disfruto mucho tocando las manos de Alberto.

En El Gran Bar entraron. Sergio conocía desde hacia varios años a Alberto. El bar acababa de abrir, sonaba el famoso Poema Tango de Jorge Luis Borges. Sergio lo entono con alegría, sentía que el tributo al tango le llegaba al alma, su voz llenaba el bar y sus 57 sillas parecían disfrutarlo. Jorge era uno de los clientes que más lo visitaba, iba dos o tres veces semanales, podía pasar horas hablando de cine con el dueño y esa noche, el saludo llego acompañado de una alabación a la película colombiana que acababa de ver.
Se sentó con Juan Carlos en la barra, lo presento como un gran amigo y conocedor de las artes.
"Yo no se nada de eso "pensó Carlos.
Sergio arremetió.
– ¿Y cual es el arte que mas le atrae?
–La literatura –lo dijo, porque recordó que su padre era un gran lector.
–A mi la verdad lo que mas me atrae es la pintura.
–Qué bueno –habló seguro– yo casi no conozco de pintura.
Sergio hablo de Obregón, Botero y por supuesto de Picasso, Picasso es un Dios, dijo, sus pinturas tienen todo el aire de intelectualidad que un humano busca en las artes. Juan Carlos lo sorprendió la delicadeza de su lenguaje, él que sólo sabia de la novela de la tele o de los Simpsons pensó.
El blues y  el jazz destrozaron los oídos de Juan Carlos, no entendía como podía sobrevivir el bar con esa música tan asquerosa, tan llenas de acordes y tan falta de palabras. Se alegro cuando Alberto se despidió. Sergio le dio un paquete.

– ¿Demos un paseo?
–Claro, por mi encantado.
El auto Mazda color azul se alejo de la ciudad. La oscuridad de la noche le encantaba y las manos suaves pero fuertes de Alberto lo emocionaban. Con una mano en el volante y otra en el cuerpo de su acompañante pasaba las curvas densas de la carretera. Los labios pedían a gritos otros labios, y su cuerpo quería otro cuerpo. Cerca de las nueve el Mazda estacionó en un extremo de la carretera.
– ¿Seguimos o nos quedamos acá? –pregunto Carlos. Su mano izquierda se entrelazo.
–A mi parece bien por acá –miro de reojo la carretera.
–Me encantas –arremetió mirando con insistencia los ojos claros de Alberto. Se acerco–. Me gustaría tirar contigo.
–A mi también. Hace cuanto sales con Julio –sintió que su corazón se comprimía.
–Creo que dos meses. Pero no hablemos de eso.
–Acaso, no lo quieres.
–La verdad no. Pero no hablemos de eso –trato de besarlo.
–Si es un hombre perfecto –metió la mano en su chaqueta.
–Yo solo estoy con él por la compañía –rió–. El que verdaderamente me gusta eres tú.
–Lo dejarías por mi –saco un objeto de su chaqueta.
–Claro.
Los labios de Carlos buscaron de nuevo los de Alberto esta vez los acepto, al cerrar los ojos sintió un fuerte dolor en su abdomen.

Tauro 5513