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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

Desvaríos de un anciano


Hacía tiempo que Andrés no sabía si era de día o de noche: no veía con claridad ya, sus órganos visuales estaban demasiado cansados y afectados por la edad, y no ayudaba mucho la escasa luz que entraba por la pequeña ventana de su habitación;ni sabía  la  fecha  ni  la  hora.Tampoco  sentía  ya,  ni  siquiera dolor, pues había perdido toda sensibilidad, física y emocional; sentir era otro de los placeres que le eran negados. Al anciano siempre le había gustado sentir, pues significaba que estaba vivo.
Le gustaba sentir la caricia del viento en su pelo, el calor del sol sobre su piel, o el agua tibia y  salada del mar Mediterráneo; caricias, ilusión, angustia, desazón,...y hasta alguna que otra espina clavada por el  rechazo de una mujer amada.
      Todo eso extrañaba aquel hombre marchito; extrañaba la persona que fue, y que no reconocía en el espejo ya , que no veía en sus manos y en su rostro  arrugados, en su voz ronca y apenas audible , el claro efecto de años envenenándose a sí mismo con ese vicio llamado tabaco; en su mirada tenue, en sus pálidos y finos labios,...todo era distinto, todo le era extraño, como si ya no se tratara de él mismo, sino de alguien  diferente, otra  persona, otro hombre que había absorbido su verdadero yo, y le había suplantado.
      Añoraba de igual modo el afecto de un ser humano, daba lo mismo quién fuera; habría dado lo que no tenía por tener alguien a su lado, alguien que se preocupara por él, alguien a quien le importara, que le cuidara de verdad, que le sonriera, que le abrazara, que le hiciese sentir querido, alguien, tan sólo una persona...pero no era así. Andrés se hallaba sumido en la más triste, sombría y profunda soledad, esa dañina y sin escrúpulos, que se adhiere a la vida de las personas como un parásito, que se adentra poco a poco, pasando desapercibida al principio para extenderse cual enfermedad y adueñarse del alma de la víctima, e ir  aniquilando su esperanza. Sin embargo, dicha soledad perversa que el hombre tanto temía, se había convertido irónicamnete en su única compañía, y hasta se había llegado a acostumbrar a ella.
      
Igualmente hacía años que le costaba ilusionarse; lo que antes provocaba en él el florecer del  entusiasmo, ya no conseguía sino entristecerle; cualquier pequeña tontería, chiste, broma o payasada le arrancaba una carcajada y la más simple palabra de cariño le hacía sonreír. Ahora, en cambio, los músculos de su cara parecían haber olvidado por
completo cómo hacerlo.   

      En resumidas cuentas, hacía mucho que había dejado de vivir, pues vivir significaba mucho más que respirar, que estar vivo; tan sólo se limitaba a existir, como una caracola vacía  que se deja arrastrar hacia la orilla, sin destino cierto, sin rumbo fijo, dejando que la marea la lleve donde quiera, sin saberlo ni importarle. Andrés no podía saber con exactitud cuándo había ocurrido tal desastre, en qué momento concreto había empezado a morir; pero lo que sí sabía es que fue justo cuando dejó de soñar, pues siempre había sostenido que " cuando dejas de aprender, empiezas a envejecer; cuando dejas de soñar, comienzas a morir ".

De las pocas cosas que aún conservaba, en parte, era la memoria; si le preguntaban qué había desayunado esa misma mañana, difícilmente podría contestar; sin embargo, de su pasado lejano, de su infancia o años mozos, como él solía llamarlo, podía dar hasta el más mínimo e insignificante detalle, sumergirse en un monólogo y contar hasta cansar al oyente.           
     Pero lamentablemente, no tenía  muchas ocasiones de entablar conversación, pues nadie se prestaba a escuchar los  desvaríos de un viejo chocho.
     La única opción que le quedaba, pues, era recordar. Para ello no necesitaba oyente,ni interlocutor,tan sólo a sí mismo. Y  recordaba, sí, recordaba tiempos en que era libre, tiempos en los que su vida tenía algún  valor para él, tiempos en los que se hallaba fuera de los muros de aquel horrible lugar; y  al recordar, Andrés también era libre, y volaba más allá de la residencia en la que poco  a poco se consumía, se apagaba.
     Había tenido una buena vida, pensaba el anciano. No había conseguido todo lo que había querido, pero en fin, ¿quién lo hace? Aunque las cosas no  siempre le habían salido como esperaba, le había ido bastante bien. Había luchado por lograr sus metas, sus sueños, porque igualmente había soñado Andrés, y mucho,dormido y despierto.Y en su lucha había sentido la seguridad de quien sabe que está haciendo lo que debe hacer, aunque el esfuerzo pudiera parecer inútil, y el sueño no se llegara a realizar; aunque muchos no lo comprendieran y le llamaran loco.

Había sido una  persona querida y alegre.Y había sido feliz, muy feliz.

Recordaba también que  había amado, y que, a veces, le amaron a él, de esa manera imposible de olvidar, intensa y  apasionada, como si cada beso fuera el último, como si cada instante fuera el último: se  había entregado en cuerpo y  alma, había dado hasta la parte más ínfima de su piel, de  su ser.

No había sido un camino de rosas su vida, una escalera de cristal, ni mucho menos; tuvo periodos complicados, etapas complejas, y momentos duros; hubo baches, hoyos, en los que tropezó; obstáculos que se interponían en medio, nada fáciles de salvar, que no le permitían proseguir. Pero siempre de los baches salía y los obstáculos superaba.

¿Mas qué era todo aquello....al fin y al cabo?Desvaríos, simplemente desvaríos de un anciano moribundo, nada más que pensamientos vacíos, que siempre conseguían atormentarle pues la certeza de que aquello había pasado y no volvería jamás le hacía sufrir provocando que la melancolía se hubiera erigido como su más terrible padecimiento; pero a un tiempo dichas remembranzas constituían su único consuelo: al recordar los buenos tiempos podía volver a vivir, a sentir la inmensidad y plenitud de las maravillosas emociones que entonces había conocido.

Así, recluido y confinado en aquel gris edificio, en el que entraban muchos más de los que salían, Andrés esperaba paciente, esperaba la liberación del yugo, de las ataduras, de aquel cuerpo que no sentía como suyo, que se había convertido en una fuente de males en los últimos tiempos, en una cárcel; esperaba que acabase la espera, aquella absurda y desgraciada situación en que se hallaba contra su voluntad, pues habría acabado con ella sin vacilación alguna, si hubiera tenido el medio y las fuerzas suficientes para hacerlo; aquello le había provocado cierta impotencia en un principio, al comprobar cómo sería su vida allí, pero más tarde, dicha frustración fue desapareciendo para dar paso a la
resignación, cuando entendió que no estaría obligado a soportarla mucho tiempo.
    Sí, eso lo consolaba. Por eso esperaba paciente: sabía que pronto llegaría el fin, su fin.
Podía escuchar sus pasos,lo podía sentir acudiendo a su encuentro, para el cual estaba más que preparado.
Andrés no tenía miedo. Lo peor ya había pasado, pensaba el anciano.Y lo que hubiera después (si había algo) no podía ser tan malo.

Cuando viniera la Dama Oscura a liberarlo de aquel cuerpo, de aquel lugar, de aquella burda imitación de vida, le estaría agradecido.

Cuando viniera a helar su aliento, a sellar sus labios, le sonreiría.

Y la abrazaría.

Y sería dichoso.

Lys dans le valleé

Relatos FM

Pastel de chocolate y margaritas


Aquella tarde de Agosto mientras removía en un bol los ingredientes para un pastel esperaba a mi amiga Cris a la que aprecio tanto. Y una sonrisa me venía constantemente a la boca al recordarla pues es tan indefensa y al mismo tiempo tan perspicaz. Sin duda una loquita brillante. Casi excéntrica a veces parece que viene de otro mundo por qué está más allá de todo sin embargo su inocencia al acercarse a la gente y su simpatía sin pretensiones no es nada común.
Amante de la literatura y de los pasteles y cafés en sitios con encanto, sitios olvidados, poco transitados donde le gusta desaparecer en el anonimato y abrir el libro que lleve en esa ocasión en su bolso para zambullirse en él y perderse un rato en ese mundo, en ese relato con esas gentes con esos personajes. Y después volver a la realidad, claro.
Le encanta llevar flores en el pelo, paraguas grandes de esos que usaban nuestras abuelas y zapatos planos de cordones...que ahora afortunadamente para ella se vuelven a llevar.
Recuerdo el día que se presentó en un museo en el que habíamos quedado con una capita sobre los hombros, de cuadros...sólo ella podía llevarla sin duda.
Y una mañana de Domingo en la que fuimos a un cementerio de Poblenou para hacer una ruta guiada y se presentó con unos pendientes  de calaveras. Para colmo estaba la televisión y se ofreció voluntaria para comentar la ruta. Luego salió en las noticias.
Esa tarde me sorprendería de nuevo con su estilo.
Seguía absorta en la elaboración del pastel de chocolate con cerezas en almíbar de adorno. Ilusionada en mi labor esperando que le encantara a mi amiga Cris y de repente un trueno me asustó. Miré por la ventana y empezaba a chispear. Se avecinaba tormenta.
No sabía si Cris traería paraguas o si se mojaría o vendría en su peculiar bicicleta con cestilla.
Unos minutos más tarde llamaron al timbre de la puerta y era ella efectivamente mojada pues no traía paraguas, sus ojillos risueños me transmitieron toda su alegría del momento, pues divertida me dijo:
-La tarde que hace y yo con chanclas!
Le hice pasar enseguida y le traje una toalla para que se secara.
El pastel en el horno empezaba a oler divinamente y Cris me contaba apenada que llevaba tres margaritas en el pelo que había perdido sin duda por el camino a correr para no mojarse demasiado...qué pena!
Comimos el pastel, yo aparté las cerezas y comentamos y charlamos de libros y de personajes y...en fin, Cris me recuerda a un personaje, sí, mi Cris es la Maga.
Al día siguiente Cris me contó que cuando se fue de mi casa había un chico esperándola abajo y que tímidamente se dirigió a ella para darle tres margaritas que había ido perdiendo por la calle y el tras ella recogiéndolas.
Cris sin más las cogió y cómo lo acepta todo con esa naturalidad mágica que la rodea le preguntó su nombre.
Me contó que el chico se llama Angel y que le dijo "che, puedes llamarme Boludo si lo preferís".
Cris quiere presentármelo esta tarde y hemos quedado en nuestra cafetería preferida con otra buena amiga, Carol, de la que os contaré otro día.

Cloe Patra

Relatos FM

La muerte de mi amor


Estaba ahí en el funeral de mi amigo, con cientos y cientos de personas más. Todas y cada una de ellas, incluyéndome, nos preguntábamos qué paso con el, con mi amor secreto enterrado.

Los investigadores se encontraban a 20 minutos de donde todos estábamos. A ellos al igual que a mi, les intrigaba la mancha roja del parque, que según dicen los testigos, se encuentra en el mismo lugar donde el cadáver había sido hallado la mañana anterior sin ningún otro tipo de pista.

Yo Elissa MacQuerrie, siendo una de las pocas admiradoras de Marcus, el actual muerto, estaba decidida a buscar hasta el mínimo detalle sobre este asesinato.

-   Eli, vamos a casa – me dijo una tierna voz al oído-, ya no hay nada que hacer.

En ese momento me encontraba sollozando después de un largo lloriqueo. Cuando intenté ver esa borrosa imagen, ya me estaba jalando para llevarme al auto.

Ya en la casa, con el maquillaje corrido, me sequé las lágrimas. Luego me cambié el atuendo negro manchado y salí hacia el parque para ver más de cerca la tan famosa mancha color rubí.

Cerca del parque, uno de los investigadores me dijo que no era permitido que yo, ni ninguna otra persona vieran la única pista encontrada.

-   Señorita, con todo respeto debe dejarle esto a los expertos – susurró mientras yo me ponía al rojo vivo de la furia – Cálmese que esto será resuelto en menos de lo que usted piensa.

Haciendo caso – sin ningún otro remedio – me aleje del lugar de los trágicos hechos.
Mientras iba de camino a casa, me intrigó una mancha negra de tinte rojo en medio del espeso bosque.

Me acerqué con pasos lentos y cortos. Mi sentimiento de furia había sido cambiado por el miedo y el terror al ver más de cerca esta nueva pista. Era una manga de chaqueta. La tinta roja no era tinta sino las manchas del mismo color rubí intenso del pasto cubierto con sangre.

Tomé ésta con una cara de asco y repulsión – seguramente los de mi clase estuvieran muertos de risa al verme-, la metí en una bolsa que tenía, y me senté a recordar los atuendos de todos mis compañeros del colegio que habían traído dos días atrás.

De repente me acordé que ese mismo día había terminado con mi ex-novio Dillan, que al parecer había llevado la misma chaqueta ese día. Dejé de pensar y me dirigí hacia mi carro por instinto y aceleré todo lo posible hacia la casa de él.

Entré a la fuerza y fui sin pensarlo dos veces al cuarto de Dillan. Él estaba sorprendido con mi llegada sin previo aviso.

-   Tú fuiste, verdad?! A que fuiste tú, no es así!?!- lo dije a todo volumen esperando una respuesta.
-   De qué hablas...
-   De la muerte de él !!!! – no quería decir su nombre.
-   ERA MI MEJOR AMIGO!!! – al parecer tampoco quería mencionarlo- Jamás le haría eso aunque me hayas dejado por él.

Después de eso salí con la cara sonrojada hacia donde los investigadores, aunque por mala suerte ellos ya se habían marchado. Me dirigí entonces hacia donde el comisario (también conocido como padrastro del difunto). Él me recibió con calidez la prueba y me fui hacia mi hogar para descansar un poco después de este día tan agotador.

Al día siguiente me escapé del colegio para ganar tiempo. Al rato ya me encontraba otra vez en el parque junto al investigador que tan mal me había tratado el día anterior.

Le pregunte con mala gana si había recibido mi paquete con la prueba. Él me dijo que ni ayer ni hoy había recibido esta pista.

Me acorde que le había entregado la pista al comisario. El padrastro del amor de mi vida. A este le había visto con una chaqueta negra el día en que lo conocí. Él era el típico padrastro malvado según me contaba Marcus.

También me di cuenta de la sonrisa pícara que había llevado ayer en el funeral.

Ahora todo tenía sentido, ya sabia quién era el culpable de esto. Mientras me dirigía de nuevo a donde la policía, me preguntaba qué había pasado con la pista que  yo misma había encontrado.

Al llegar a la comisaria no encontré nada más que un aviso de trabajo.

En ese momento deseé emprender una nueva búsqueda al encontrar una nota del comisario pero fui detenida con una navaja en el cuello.

-   Al menos te encontrarás con tu amado en el cielo – me dijo una voz ronca y cruel.
-   NO TE SALDRÁS CON LA TUYA, PRONTO SERAS ENCONTRADO -  y esas fueron mis últimas milagrosas pala...

Lsastart

Relatos FM

Un amor para siempre


El 28 de diciembre de 1999, Elena me dio el ultimátum: el próximo enero o puerta, que estoy h-a-r-ta (le da por deletrear cuando se pone nerviosa). ¿Sabes que me dijo mi madre el otro día?, no, ¡tu que va saber! Que estoy en barbecho como los campos del abuelo, sin arar y yo no empiezo el nuevo siglo de esta forma. No era ninguna broma, ella ni sabía que era el día de los Santos Inocentes cuando me grito la perorata, que las tradiciones se la traen floja. Bueno, algo habrá que hacer, me dije.

Fui al banco donde labora Honorio, mi amigo del alma. ¿Dinero?, ¿ese es el problema? Pero Jorge, por Dios que tienes un empleo fijo, que eres funcionario, ¡****!, tu pide por esa boquita. Y antes que nada ábrete una tarjeta de crédito, pareces del Paleolítico, ¿cómo puedes vivir de esta forma? Una tarjeta de crédito es un amor para toda la vida, si Elena te deja, que seguro que no, ella no te abandonará nunca, se guaseó. Y empezó mi historia de amor con ella: escasa de peso, fina, transparente casi, fácil de guardar en la cartera. Mi primera tarjeta de crédito. Cuando me la entregó sentí un calorcillo, como si fuera una mascota, algo vivo, protector, que cubriría mis gastos, como un mecenas.   

Cuando terminamos con la hipoteca, eso ya fueron palabras mayores, y lo de la vivienda lo tuvimos solucionado, la fecha de la boda fijada y el viaje de novios proyectado, Elena entró en acción, por entonces yo ya tenia dos tarjetas activas. Empezaron las compras pequeñas, como ella decía, los muebles, las lámparas, el banquete, y similar a la cueva de Ali Baba siempre una nueva maravilla llegaba para engrosar nuestro patrimonio a crédito, sin dinero como dice la publicidad. Elena inauguró su primera su tarjeta y no tardó en aparecer con tres en el billetero.   

Mi mujer, porqué por aquel entonces ya era mi mujer y dejo de estar en barbecho, se enamoró de las tarjetas como no creo que nunca lo hubiese estado de mí. No salía sin ellas, y las devolvía con un buen calentón, vaya que echaban humo. Cuando quise poner coto, estaba preñada y no era el mejor momento, que las mujeres en estas situaciones se vuelven muy susceptibles. Mellizos, niño y niña, nos felicitaron todos: joder, que puntería, tio, y la parejita para más señas. Se recuperó a la velocidad del rayo y corrió con su madre a vaciar unas cuantas tiendas de ropa infantil. Pagaban ellas, claro, las tarjetas.     

No pudo seguir trabajando porqué la guardería para los pequeños costaba más que su sueldo en los grandes almacenes. Tuvimos que vivir con lo que yo ganaba. En esas llegó la crisis y nos pilló de lleno. Nos echaron del piso. Ella me consideró el culpable de todo y se fue a vivir con su madre y los niños, yo con la mía y con las tarjetas fundidas. Ahora las tengo a la vista, pegadas en un corcho, para recordar como acaban esos amores que en verdad duran para siempre, como la maldición que vaticinó Honorio, porqué he calculado que liquidar todas las deudas acumuladas en esos rectángulos de plástico de colores brillantes, me llevará unos 125 años. Me duele dejar esa herencia a los mellizos, pero temo que no habrá mas remedio.     

Roma

Relatos FM

La ronda


No todos los hombres pueden ser ilustres;
pero todos pueden ser buenos.
Confucio.



   En el preciso momento que las nubes ocultaron la Luna y el reloj de la iglesia desbrozaba la última campanada, rubricando la medianoche en la quietud de la plaza, Luciano Santisteban miró hacia el cielo, recordó al cabo Ramírez y notó que una pizca de rencor le ascendía por la garganta, se le diluía en la boca con la lentitud exasperante de un animal receloso y le irritaba los labios con su sabor agridulce. Luego, con la apatía impotente de un esclavo agotado, encaminó sus pasos elefantinos hacia los soportales del mercado, introdujo su mano en el bolsillo de la guerrera, como un deán meditabundo y apesadumbrado, y rebuscó entre los caramelos de fresa, hasta encontrar el cigarrillo que le quedaba. Encendió una cerilla, la acercó al cigarrillo morbosamente y aspiró el humo con vehemencia insaciable y juvenil. <<En verdad no sirvo para dejar de fumar>>, murmuró a la brisa de la madrugada, mientras un trueno vagabundo resonaba en la lejanía, dejando en el viento el estallido desencantado de un bronce brumoso. <<Lo cierto es que no sirvo>>, se repitió unos pasos más adelante, en la soledad rubicunda de la plaza, cuando una tos mefistofélica le atenazó la garganta con la determinación de un asesino.
   Luciano Santisteban, en la monotonía de su ronda, rememoró entonces los cigarrillos compartidos durante treinta años con el cabo Ramírez, y se reconoció en los humos fragantes de su tabaco de picadura mientras batallaba el caballo de espadas en la palestra marmórea de la mesa del casino. Entonces retiraba al rey de oros a los últimos confines del imperio insustancial de su jugada y resistía a las huestes del cabo con la tenacidad inquebrantable de un enamorado despechado, mientras éste, envuelto en su humareda cotidiana, enarbolaba los pendones de la victoria cantándole las cuarenta, le reiteraba los veinte en bastos y le reclamaba hasta las diez de últimas con la avaricia exquisita de un banquero veneciano. Y es que ya eran treinta años de amistad y de partidas de tute los que ambos tenían avejentados al finalizar el servicio. Treinta años barajando reyes y espadas durante atardeceres pretenciosos que ahora Luciano Santisteban sentía inacabados, disimulados en sus rutinas cotidianas de naipes emplazados, cafés y aromas de tabaco negro alrededor del campo de batalla de mármol y que comenzaron cuando aquel bisoño municipal -que un día fue- pavoneaba la inexperiencia de su primer destino soñando furtivamente con un futuro resplandeciente, lleno de solemnes despachos oficiales y reconocimientos sin fin.
   Pero aquel cometido había sido su primera y única responsabilidad. Nunca hubo despachos con antesala ni menciones lisonjeras para el municipal Luciano Santisteban porque ya nunca tuvo la oportunidad de abandonar aquel pueblo que le embriagó con su paseo de álamos blanquecinos escarchados de rocío al amanecer, le serenó el espíritu con sus horas parsimoniosas de refectorio medieval y acabó por ponerle grilletes con la mirada enternecida de la muchacha que luego sería su esposa. A Luciano Santisteban, a la vez que sus ambiciones se le eclipsaban en un futuro lleno de sinecuras siempre por llegar, los días se le fueron engarzando con la insolencia del tiempo, y es que Luciano Santisteban se sentía irremediablemente feliz encadenado a la certidumbre de los besos de su mujer, alegre al envolverse con el susurro de las hojas de los chopos y afortunado teniendo que disputar aquellas reñidas partidas de cartas que le llenaban las tardes libres de servicio. Como un soldado disciplinado Luciano Santisteban sabía que se había aferrado a su nueva existencia con la devoción sobrehumana de un creyente desmedido, y montaba en el tiovivo de sus aspiraciones empequeñecidas con la arrogancia entusiasta de un ulano retador.
   Aunque es cierto que el cabo Ramírez le ayudó cuando le asaltaron sus primeras decepciones de municipal diligente y sencillo. Luciano Santisteban no lo sabía, pero sus aspiraciones primerizas nunca habían abandonado los almenados de su corazón. Y cuando veinte años después le surgieron de los sótanos de su alma, para trepar como insectos diabólicos hasta los panales de su conciencia, notó que le embribaban sus firmezas con las mandíbulas monótonas de lo cotidiano, le enmarañaban sus convicciones con la lógica inflexible de los sueños y le entristecían sus tardes de barajas afables y pueblerinas carcomiéndoselas con la melancolía artificiosa de la añoranza. Pero, como un jenízaro porfiado e inofensivo, el cabo Ramírez estaba allí. Tras años de compartir multas benignas a tenderos codiciosos, amonestaciones indulgentes a zagalones despreocupados y horas inacabables dirigiendo el tráfico desperdigado del pueblo, Luciano Santisteban comprobó su amistad inequívoca cuando descubrió que el cabo Ramírez no temía consumir la hoguera de sus horas para aconsejarle con filosofías inocentes y solapadas, apoyarle con la solidez de la camaradería y demostrarle el valor de su trabajo con la testarudez metódica de un erudito ante un texto indescifrable. Por primera vez Luciano Santisteban ganó repetidamente al tute porque el cabo ordenó a sus reyes que enfundaran sus espadas y a los oros que jugaran a ser plata, y también se tomó más de dos anises porque éste le invitaba generosamente al atardecer intentando que Luciano perdiera aquellas sombras de tristeza que le enturbiaban la mirada.
   Y era por eso por lo que ahora le fastidiaba su guardia, porque el cabo Ramírez no había cedido a la tentación de la condescendencia y ni siquiera en nombre del comprensivo compañerismo había accedido a olvidar el servicio. <<Ya sé que todo el pueblo va a estar en la romería, Luciano. Por eso es más necesario que alguien se quede aquí, aunque nunca pase algo. Y además te toca por turno>>, le había explicado el cabo Ramírez. Pero a Luciano Santisteban aquellas frases le sonaron a autoritarismo extemporáneo y a revancha inmotivada porque se había acostumbrado a la tranquilidad imperecedera de las calles del pueblo, a la benevolencia afectuosa y desprendida del cabo Ramírez y también porque además, como a todo ser humano, le rezumaba en el alma su pozo de egoísmo.
   Luciano Santisteban sabía que el cabo Ramírez tenía razón. Pero caminando por los empedrados solitarios de la plaza, mientras se elevaba el primer cohete en los collados de la serranía, sentía que sus aspiraciones juveniles volvían a treparle por las escarpaduras de la resignación. En la placidez de la noche percibía la escocedura intangible de sus sueños heroicos y juveniles arrastrándole la inconsistencia de sus rutinas anodinas de treinta años de simple guardia municipal. Se le incorporaban de sus criptas como fantasmas desvaídos y becquerianos, censurándole su existencia como si los besos de su mujer, la sombra fresca de los álamos y el remanso de su pequeño pueblo fueran solamente un cruel espejismo de la felicidad. <<Él nadie era>>, y esta idea angustiosa revoloteó por los valles de su pensamiento, cruzó el río de sus certidumbres y llegó hasta el bosque de sus emociones donde se posó sobre el árbol escondido de su rencor, aquel árbol áspero y amargo que guardaba en una de sus ramas la savia de su animadversión hacia el cabo Ramírez y que, unos minutos antes, le había subido hasta la boca con el impulso nebuloso de su impotencia.
   Y fue por esto por lo que, cuando aquella voz suplicante de mujer surgió del zaguán de la casa, cruzó los adoquines tropezando y rebuscó entre los soportales, hasta alcanzarle como un dardo angustiante, Luciano Santisteban presintió que aquella rama caía. Luciano Santisteban, mientras corría en busca del coche patrulla para solucionar el primer apremio verdadero de su vida, comprobó que, en lo más profundo del bosque de su interior, aquella rama se desgajaba y desprendía sordamente sobre la hierba renacida, y que aquel pájaro negro, que eran sus sentimientos de fracaso, se perdía en los cielos despejados de su espíritu, arrastrado por los vientos cálidos de su autoestima. Y, cuando jadeando llegó al cuartelillo, Luciano Santisteban entendió que el destino le había encauzado toda la vida para aquel momento, y se sintió repentinamente un mariscal victorioso, aunque no tuviera ejército ni medallas. Y es que Luciano Santisteban, entre sus preocupaciones por la urgencia, notó que unos deseos enormes de jugarse un amigable tute con el cabo Ramírez de nuevo le asaltaban...

Antístenes

Relatos FM

Sabores


Cocinar es un arte que aprendí por ti; desde que miré tus ojos verdes buscando con insistencia el lugar apropiado para refugiarse de la lluvia y al verte entrar en ese restaurante chino algo surgió en mí interior; no supe si fue tu mirada por sí misma o todas tus actitudes en conjunto pero si sé que tras escucharte ordenar algo en un perfecto mandarín ya comenzaban a brotar sensaciones que hasta ese instante solo había fingido con otras mujeres; pero contigo no.  Era claro que me había enamorado a primera vista.

Rebano la carne y coloco un trozo en la sartén a la previamente unté un poco de mantequilla; en una vaporera con la cantidad exacta de agua me parece escuchar la perfecta sinfonía del líquido con los espárragos que junto a un puré de papa ya listo; serán una maravillosa guarnición y como recuerdo que alguna vez un amigo me aconsejó probar sabores nuevos añadí un poco de queso parmesano al puré; en verdad cruzo los dedos para que todo esto sea de tu agrado.

Un día, por esa amiga rubia con la que siempre conversas antes de ir a trabajar en la tienda de artículos esotéricos; supe que no te agrada el humo del cigarro por lo tanto me abstendré de darle a mi cuerpo ese placer para no incomodarte.

Ya están listos los espárragos y la carne despide un olor inigualable; en caso de que tengas mucha hambre dejaré en la nevera unos cuantos filetes a los que solo les bastará recalentarlos, para guardar los vegetales debo dejar que se enfríen de lo contrario como bien sabes se echarían a perder.


Pongo la carne justo en el extremo derecho del plato, en una esquina del costado izquierdo coloco una porción del puré y en el espacio que resta unos cuantos espárragos.

Sirvo un vino que tenía reservado para esta noche en una de esas copas que me gané en una rifa del trabajo y acomodo todo con la precisión de un cirujano solo para sorprenderte porque te amo y si bien es cierto que la primera vez me rechazaste lo que importa ahora es que estaremos juntos para siempre.

Tocan el timbre ¿Quién podrá ser? Voy a abrir; espero que no te molestes, sea quien sea estoy deseando que tenga una buena excusa para interrumpir nuestra velada.

***

Todo ocurrió demasiado rápido, no hubo disparos ni escándalo que llamaran la atención de los curiosos; de hecho fue una detención relativamente tranquila para los elementos encabezados por el agente Santibáñez quizás esa misma tranquilidad fue la que hizo que cayeran en el descaro de saquear el departamento de alguien acusado de secuestro y con todas las pruebas en su contra.

No hubo un solo sitio de aquella vivienda que no fuera revisado por el comando a cargo de esta misión y ante la displicencia de su líder hubo quienes se dispusieron a consumir los alimentos ajenos alegando entre risas que simple y sencillamente "no habían cenado" y "de todos modos ya no se los iban a comer"; ese era el método de trabajo del agente y su unidad; discreto e impune.
***

   A mí realmente no me gusta cocinar pero por amor uno hace locuras ¿No cree oficial? – Preguntó el detenido al agente Olivera
   Yo no secuestro personas – Contestó secamente el agente
   Era una velada íntima, fueron muy groseros al interrumpirnos –
   Dime lo que quiero saber, no te compliques la vida –
   Esos agentes que envió me metieron a empujones en su patrulla de *****; a estas alturas seguramente ya se comieron mi cena y la de mi novia –
   No me interesa lo que hayan hecho con tu cena; llevo más de veinte minutos preguntándote lo mismo y la verdad ya me cansé de portarme buena gente contigo –

En ese momento y como si hubiera esperado a que el interrogatorio subiera de intensidad; el celular del agente Olivera sonó, era Santibáñez quien tampoco le dio las respuestas que buscaba; maldijo entre dientes ¿A él que le importaba si él y sus hombres habían cenado gratis gracias al detenido? ¿De qué carajo le servía saber que todo parecía normal en su departamento? Eso no era lo que estaba buscando y por lo visto no iba a encontrarlo en su subordinado ni en una víctima en estado de shock; no quedaba de otra que seguir insistiendo con el interrogatorio:

- Era el animal que me detuvo ¿no? – Preguntó el detenido
   Sí, era él; me dijo que le diera las gracias por la cena – Contestó Olivera con cierta ironía   
              De nada –  Contestó el detenido con una sonrisa
   Y ya que ahora estás tan cordial supongo que me vas a decir donde tienes a Esteban Robles ¿No?; Sara te rechazó porque tenía una relación con él y como no tenías pensado aceptar una negativa los secuestraste a ambos –
   Sara no debió rechazarme, desde un principio le di todo lo que estuvo en mis manos pero prefirió cambiarme por ese imbécil y luego cuando todo parecía ir mejor vinieron sus policías a echarlo a perder –
   Por última vez ¿Dónde está Esteban Robles? –
   Pregúntele a sus empleados; estaba delicioso ¿Verdad? –

Quidam

Relatos FM

Manojo de Flechas


Como describió el marco de unos ojos de mujer, volviendo casi corpórea a su musa indefinible, un autor mexicano, en turbulentas épocas de guerra y persecución; así describo los tuyos, apropiándome de su lengua de belicoso talante: un manojo de flechas son tus pestañas.
Un manojo de flechas también las que lucían bordadas en la bandera rojinegra, emblema de sangre y pólvora. Adecuado, coincidente. Uno de los símbolos que recorrió el campo, también en tiempos de impulsos fraticidas. Como los del poeta mexicano; de guerra entre hermanos, de fanatismos, de flores marchitas. Un océano de por medio entre los campos peninsulares y la tierra colorada del hogar amado, de los Altos de Jalisco, de donde partí para alejarme de ti, sólo para ver sustituidas tus negras pestañas por negras banderas, el rojo de tus labios por el de éstas, y las hostilidades en casa de mi patria, que apenas cesaban, por otras en la de su hermana mayor, la que permaneció en la casa paterna al desbandarse la familia.
No empuñé yo las armas a favor de éste o a favor de aquél bando, mientras sembraban un millón de muertos en la lucha por su causa. . Otras causas me hicieron cruzar el mundo. A éstas les debo los horrores que vi; también los heroísmos, lo mejor y lo peor. La certeza de que a un lado y al otro del vasto océano, se muere y se mata por las mismas razones. Debe ser de familia. Como de familia debe ser la belleza de los ojos, los de la chica española, y los tuyos, de acendrado criollismo. Sus ojos que recordaban los tuyos fueron aquello que mantuvo mi cordura, cuando la guerra parecía perseguirme. Suficiente de ti en su reflejo, para que la nostalgia me perdonase la vida; y suficientemente poco para no preferirla a ti.

Jocapu

Relatos FM

La puerta de la Ley


K era un empleado que no se destacaba del resto. Una mañana trabajaba corrigiendo unos informes y de repente, fue llamado por su superior. Le pareció algo inusual, puesto que los empleados nuca dejaban sus puestos: la orden superior era no interrumpir sus tareas bajo ninguna circunstancia. Se dirigió pues a la oficina del supernumerario. Antes de acercarse siquiera al escritorio, el jefe extendió una tarjeta a K:
―Debe presentarse mañana en el lugar que se le indica ahí ―le dijo sin mirarlo―. Ahora... vuelva a su trabajo inmediatamente.
Continuó con su habitual y tediosa labor ―clasificar cientos, miles de infolios, cada uno con un número secuencial―; sin embargo, le pareció que las letras de un informe contable parecían cambiar de aspecto, moverse como un hormiguero ante sus ojos. No era para menos. Como solía hacerlo siempre, la noche anterior escribió desde la diez de la noche hasta las cinco de la mañana. Pero casi estaba listo su relato. Un hombre lee una crónica en el periódico, que narra otro personaje que es leído por otro, y así, ad infinitum, los relatos se van interconectando hasta el final, que no llegan a conclusión alguna, empezando de nuevo. El lector de la historia enloquece, y en el manicomio, intenta hacer un esquema con metros de hojas de papel sanitario, que jamás termina de garrapatear. Simbólicamente, guardaba el manuscrito en una caja, y ésta en otra, y luego en otra más grande, como las matrioshkas. Por pudor, recelaba sus manuscritos; quería la gloria póstuma de un autor anónimo. K. era soltero, vegetariano y escribía con mística sacerdotal.
―Esto es absurdo ―dijo su mejor amigo al leer el relato―. Estás completamente loco.
Pero no le daba importancia. «Todas las cosas comienzan así ―pensaba K. durante sus viajes en tranvía―: con una palabra o suceso en apariencia insignificante:אּ  (Aleph), por ejemplo, es la letra inicial del alfabeto hebreo, con la que Dios comenzó la creación. A lo mejor nosotros no somos sino una de tantas escenas en sus pesadillas.»
Dejaba que la fuerza misteriosa del azar fuera el leitmotiv del relato. Ahora, la noticia de su traslado a otro sitio de trabajo, tras veinte años sin moverse de su puesto en la oficina de patentes, le parecía una prueba contundente de su teoría. Preparó las valijas y un par de libros. Antes de despuntar el día tomó un tren hacia el sur. Tenía solamente la vaga idea del sitio al que debía llegar, en un pueblo remoto; allí debía encontrar un castillo. Por un instante se olvido del futuro, que le parecía, se desvanecía como cera al sol. Camino a la estación se detuvo a ver la nieve blanquear el paisaje. Arreciaba con fuerza; ajustó su sombrero y levantó las solapas hasta casi esconder su cabeza entre su tronco como una tortuga, acosado por el intenso frio. «Si hubiese traído mi cuaderno, al menos podría escribir algo en el vagón durante el viaje», pensó.
Mientas permanecía absorto en la lectura de una novelita metafísica, se detuvo el tren. Preguntó al mozo donde podría encontrar el castillo. Le señaló un punto en el paisaje más allá de la ventanilla: en lo alto de una montaña, un castillo bermejo vigilaba un pequeño pueblo cubierto por la nieve. El castillo parecía tener la forma de la letra Aleph. Con sus dos atalayas inmensos sobre la base triangular de la construcción. K. se apeó del tren y empezó a avanzar penosamente por las estrechas callejuelas sepultadas bajo la nieve. En ninguna casa se percibía el más remoto indicio de luz o actividad humana. Buscó la tarjeta y la miró detenidamente: no se percató de que también tenía la letra sagrada. Llamó a una puerta. Abrió un hombre de barbas grises y ojos negros de lechuza.
―Vengo desde la ciudad buscando un castillo, en el que según esta tarjeta, debo presentarme... ah, olvidaba decirlo: soy K. ―dijo levantando ligeramente su sombrero ante el hombre.
El cochero lo hizo seguir. El recinto estaba vacio; en el centro estaba una carreta atada a dos caballos esqueléticos. Era un cobertizo destinado como cochera improvisada.
―Lo estaba esperando ―dijo el cochero―. Partiremos de inmediato.
―Pero... está nevando con fuerza, y sus caballos no resistirán hasta la cima ―le dijo K. sorprendido.
El cochero a pesar de la crudeza de la nevada, emprendió el camino. El sol apenas podía verse, estaba cubierto por la tormenta inclemente. En el coche, K., presa del cansancio, se quedó dormido. Al despertar estaba recostado contra la inmensa puerta del castillo; el cochero ya no estaba. Golpeó con vehemencia hasta que al fin salió un hombre bastante parecido al cochero.
―¿Quién eres? ―preguntó a K. 
―Vengo desde la ciudad; me ha enviado mi jefe con esta tarjeta ―K. buscó entre los bolsillos, pero no encontró nada―: ¡Juro que traía la tarjeta conmigo! ―gritó con desesperación― Por favor, déjeme pasar: me congelo aquí afuera.
―Lo lamento, pero debes esperar aquí a ser llamado. Todos lo hacen. Nadie puede sobornar a los guardianes, y mucho menos cruzar estas puertas sin autorización ―dijo el guardia escuetamente.   
K., se sentó, pensando de nuevo en las casualidades que lo llevaron a aquella absurda situación. «No tengo nada», se dijo sorprendido, «es justo como si hubiese acabado de llegar al mundo». Desde la distancia, el pueblo, las montañas, el cielo, y todo lo que alcanzaba a ver, se le antojaba fútil y grotesco. Por primera vez, deseaba fervientemente estar sentado en su celda burocrática, en el corazón de la lúgubre oficina de patentes. Poco a poco, se fue acostumbrando a su nueva situación, rápida e inexorablemente. Años después, una mañana, mientras se aseaba en el lago que rodeaba el castillo, vio su reflejo en las aguas: estaba envejecido y frágil; ya no tenía la juventud suficiente para resistir la espera. Pero sin explicarse por qué, continuó ahí, un día más, frente a la misma puerta, igual que veinte años atrás. «Ya no me quedan ni siquiera esperanzas», se dijo.
―Espero que ahora lo comprendas bien ―le dijo el guardián.
Humedeciendo sus labios tumefactos, K, trataba de mitigar su agotamiento. Miró al guardia embozado en su abrigo, sombríos sus ojos bajo el quepis.
―¿Entonces... no puedo cruzar la puerta aunque esa sea mi última voluntad? ―preguntó resignado K.
El guardián negó con la cabeza:
―Esta es la puerta de la ley, recuérdalo; en cualquier lugar es igual ―contestó a K.―Al morir, en unos momentos, es como si jamás hubieras existido. 
Al caer la tarde, mientras K. veía su último crepúsculo, expiró al fin. Inmediatamente, el guardián, lo arrastró hasta el foso que rodeaba al castillo, cerró la puerta y se marchó. La puerta no quedó clausurada definitivamente, pues esperaba la llegada de alguien más. En ese preciso momento, el hombre por el que esperó K. tantos años, despertaba de un largo sueño, en uno de los amplios dormitorios del castillo.
―Vaya, qué horrible pesadilla acabo de tener ―le dijo al guardia mientras se afeitaba―.Soñé que un hombre moribundo aguardaba una cita conmigo.   

Valdemar Quijano

Relatos FM

Nunca supe su nombre


-"La vi, me enamoré, nunca supe su nombre, pero fue el gran amor de mi vida".

Siro siempre tuvo una vida  triste y solitaria. Salió, a los siete años, de su pueblo olvidado de la Alcarria para estudiar, con los frailes Capuchinos, en un colegio de Valencia. Era la única oportunidad que tenía de ser alguien, por eso sus padres lo convencieron, a pesar de ser el menor, para que se marchara. Si en un futuro  decidía  no tomar los hábitos ellos no se opondrían, lo único que deseaban era su bien.
Por los doce años que pasó bajo el amparo de los frailes, sus padres no tuvieron que dar ningún dinero, pero a Siro le costó muy caro. Abandonar su pueblo, los amigos, la familia  fue muy duro. El niño tuvo que renunciar, de un día para otro, a muchas de sus querencias: el azul cambiante de sus montañas; el olor y sabor del pan recién hecho untado con miel; el murmullo del río al caer por la cascada;  los besos de su madre, el pellizco en la mejilla de su padre; las confidencias de los hermanos mayores, a escondidas; las escapadas con sus dos mejores amigos a cazar ranas; las miradas de su prima, que le hacían sonrojar...
Llegó al colegio traumatizado, como gran parte de sus compañeros. Cuando se sentía desfallecer, pensaba en las palabras de su madre: que aprendiera todo lo que pudiera y que, aunque estuvieran tan lejos y solo se vieran una vez al año, siempre lo llevaban en su corazón; sin embargo, estas largas ausencias  puede dejar marcado a un niño de por vida. 
Por otro lado, Siro era un ser muy permeable, por lo que los constantes mensajes de rigidez moral, de la negación de la sexualidad, el ver a las mujeres como la antesala del infierno, seres tentadores y pecaminosos, la censura de los actos más cotidianos, hizo que su carácter fuera cada día más introvertido.
Cuando  decidió renunciar a la vida monacal, en su interior se produjo otra fractura, volvía a quedarse completamente solo. No se planteó regresar al pueblo, allí no quedaba nadie de los suyos, los padres habían fallecido, familiares y amigos de la infancia habían emigrado a las grandes ciudades. Una vez más, sentía cómo todo se quebraba dentro de sí sin poder volver a unirlo.
Un fraile, al verlo tan perdido, le aconsejó que opositara a la administración civil del Estado y,  poco tiempo después, obtenía una plaza de auxiliar en Madrid.
Su puesto de trabajo estaba en Moratalaz, pero vivía en Atocha, por lo que todos los días utilizaba el autobús en sus desplazamientos. Su vida era monótona, apagada y no se sentía con ánimos para cambiarla. Le costaba intimar, sus compañeros lo habían comprometido,  alguna que otra vez, en una cita a ciegas, y el resultado siempre  era nefasto. Un sudor frío le recorría todo el cuerpo y una timidez extrema le negaba poder articular palabra, nunca pasaba del segundo plato.
Un atardecer, mientras Siro miraba extasiado, a través del sucio cristal del autobús, el contraste de las nubes rojizas en el cielo azul, descubrió, en un parque recién inaugurado, a una mujer sentada en un banco. El corazón empezó a palpitarle con un sentimiento totalmente nuevo. Las tardes siguientes, siempre la divisaba en el mismo sitio. Los días ya tenían sentido para él, se conformaba con sólo verla.
Después de un mes, decidió que de esa semana no pasaba el hablar con ella, en el calendario había marcado en rojo el viernes para dar el paso. Lo que nunca se imaginó es que  su jefe de sección lo llamara, a su despacho, dos días antes. Éste le comunicó la orden de un cambio temporal a Alcalá de Henares. No podía oponerse. Lo habían seleccionado porque era el único que carecía de familiares a su cargo. Otra vez el destino machacaba sus entrañas, otra vez los hados se confabulaban para que nunca  pudiera encontrar la felicidad.
Los meses empezaron a correr, pero cada día que pasaba, idealizaba más a la mujer del banco. Durante todo el tiempo, pedía y rezaba todas las letanías y oraciones, que le enseñaron los frailes, para que a su vuelta siguiera allí.
Los seis meses se convirtieron en tres años y cuando por fin recibió la confirmación del traslado no cabía en sí de alegría.
A su regreso repasó una y mil veces cómo la abordaría, qué tema de conversación sería el  adecuado, cómo se haría el encontradizo sin llegar a ser maleducado, qué pasaría si ella resultaba muy tímida, cómo enfrentaría la situación si la mujer lo rechazaba de plano y cómo viviría la hora siguiente si sus vidas se separaban definitivamente. Sabía que le gustaba estar en el parque al atardecer porque siempre que pasaba en el autobús la distinguía a lo lejos; así que se preparó concienzudamente para ese instante: iba arreglado pero de manera informal; compró un sencillo ramillete de flores y cogió un libro.
El otoño estaba recién estrenado. A las siete todavía se podía pasear y no hacía mucho frío. Al bajar en la parada del parque, su corazón le dio un vuelco, miró hacia el banco donde solía sentarse y no la vio, luego se percató de que la vegetación había crecido a su alrededor y apenas se veía una parte de la espalda. De nuevo la esperanza volvió a sus venas. Tuvo que respirar profundamente cinco o seis veces y, cuando se tranquilizó, repasó rápidamente todo el plan.
Por fin iba a conocerla, por fin tenía la oportunidad de acercarse a otro ser solitario, porque estaba seguro de que ella era también una persona invisible para la sociedad, en la que nadie repara. Cuando apenas le quedaba sortear el árbol que la tapaba  pensó en dar marcha atrás,  que todo era una locura, que iba a hacer el mayor de los ridículos, que después de eso no iba a tener la más mínima oportunidad de recomponerse, pero no, no podía retroceder, debía ser valiente por lo menos una vez en la vida. Tenía derecho a ser feliz, a encontrar un ser hecho a su medida, a unirse a otra persona, aunque no la encontrara muy agraciada. Se conformaba con que fuera amable.
Al  terminar de dar los pasos que la separaban de ella, el ramillete, así como el libro, cayeron al suelo. La mujer añorada, idealizada, deseada durante estos tres últimos años no era ni más ni menos que una bella escultura de bronce que, a través del tiempo transcurrido, había sido maltratada y pintarrajeada por vándalos.
Siro se postró de rodillas ante ella y susurrándole al oído, mientras acariciaba su bello rostro, le dijo:
-"No  temas. A partir de ahora ya no estarás sola, yo te cuidaré".

Elia

Relatos FM

El beso


Estamos en Córdoba. Noviembre de 2011. El otoño mantiene humedecidas las calles oscuras y tranquilas de la ciudad. Mientras, yo camino en la noche, cabizbajo, pensativo. Las luces de las farolas me persiguen, me acosan, pero yo las ignoro, simplemente acompaño la mirada a los resbaladizos y mojados adoquines. Era una noche fría, oscura, silenciosa, típica de esta época del año. No estoy seguro, pero tal vez solo me crucé con un par de parejas que paseaban abrazadas mientras se susurraban palabras de amor.
     Caminaba hacia un bar. Quería tomarme una copa..., o dos..., o tal vez tres. Apagado, y con el semblante amortajado, quería abandonarme y olvidarme de mi mismo en una copa. Si, olvidarme de que existo, olvidarme de que vivo, olvidarme del pasado que tanto daño me hizo.
     Camino, mientras una fina llovizna va empapando mi gabardina. Tenía frío. Estaba aproximándome al local de Sangre española, un lugar donde poder pasar el rato a solas o acompañado de quien quieras mientras escuchas algunas sinfonías del mejor pop español.                        Al entrar todo era diferente. El ambiente, mucho mas cálido que en el exterior. Me dispuse entonces a quitarme la gabardina negra que me acompaño todo el trayecto y la dejé en la silla al lado donde yo me senté  apoyando mis brazos en la barra. Me dirigí al chico que había tras la ella y le pedí una copa de whisky. Encendí un cigarrillo. Por un momento miraba un tanto extasiado el humo que salía directamente de mi boca hacia el ambiente mientras pensaba, pensaba y mas pensaba. Reflexionaba sobre mi vida. Si, lo tenía decidido. Iba a poner fin a esta. Hasta este punto hemos llegado. No aguanto más. Ahora solo sería cuestión de planear como, de que manera, donde y cuando. No tenía nada que perder.
     Todo llegaba a su fin. Todo menos la eternidad. Aquí, en esta tierra, todo tiene un límite, incluido el tiempo. Lo físico, lo carnal, lo material, lo que cubre lo mas recóndito de nuestra alma tiene un límite, pero yo quería pasar a la eternidad, liberarme del límite, quería llevar a cabo la famosa frase de Groucho Marx: "Paren este mundo que yo me bajo".
     Mientras cavilaba en todos estos asuntos oí una voz femenina. Una voz que en principio, sin mirar de donde provenía, me sonaba dulce.
-Hola. Disculpa. ¿Tienes fuego? Es que me he dejado el mechero en el coche-
-¡Oh, si! ¿Cómo no?- Respondí yo mientras podía contemplar a una maravillosa mujer que tenía, a mi parecer, un encanto especial que me aturdía. Su pelo era negro al igual que sus ojos, que a pesar de su color, parecían brillar como brilla el diamante pulido ante los rayos del sol. Su voz era penetrante, femenina, hipnotizante. Supuse que tendría alrededor de 35 años, algo más joven que yo.
-¿Estás solo? ¿Te molesto si me tomo una copa contigo?- Me resultó genial la idea que me propuso ella.
-¡Por supuesto que no me molesta, al contrario!- Sonreí. Esta misteriosa mujer había sido capaz de arrancarme una sonrisa a pesar de mi depresión.
     Tenía curiosidad en saber su nombre. -¿Cómo te llamas?- Le pregunté.
-¡Oh, perdón. No me he presentado! Me llamo Elena. Elena Henry. Lo del apellido es porque mi padre era inglés.-
-Ah... Curioso. Yo me llamo Andrés- Fue de esta manera que nos conocimos. Estuvimos como una hora hablando, conversando, escuchando música y bebiendo.
     Por un momento olvidé mi monótona vida para centrarme en la extraña belleza que, de manera natural, emanaba de Elena. Mientras ella hablaba mi atención y mi mirada se fijaban en sus labios, con un perfecto dibujo de carmín color granate que resaltaba con su tez pálida. Llevaba una hermosa falda blanca que le llegaba por debajo de las rodillas, y por encima de la falda una especie de camisa muy femenina, también blanca, que contrastaba con su pelo negro.
     Después de conversar, por el espacio aproximado de una hora, Elena tomó una iniciativa:
-Hace mucho calor aquí. ¿Quieres que demos una vuelta por el centro?-
-Me parece genial la idea- le contesté sonriendo. Ni yo mismo podía creer que sonriese de esa manera.
     Salimos del local. Curiosamente, estuvimos paseando por las tranquilas y húmedas calles del centro pero esta vez sin dirigirnos ninguna palabra, aunque hablábamos con nuestras miradas. Ya no llovía. Por un instante estuve mirando al suelo mientras seguíamos caminando y, de repente, noté algo frío que tocaba mi mano derecha. Era su mano izquierda. Entonces me percaté de su temperatura. -¡Estás helada!- le dije.
-No te preocupes.- Me dijo con una dulce sonrisa. –Estoy acostumbrada. ¡Es que soy un poco friolera!- Siguió sonriendo. Dejó de sonreír. Se puso frente a mí, mirándome fijamente a mis ojos. Esta vez me cogió las dos manos, acercó sus labios a los míos y me besó.
     Nunca antes había sentido algo igual, ni siquiera con otras mujeres. Ella era distinta, no se porqué. Soltó mis manos y sus brazos rodearon mi cuerpo el cual estaba junto a su pecho. Mientras me besaba había dentro de mí como una especie de radiación, algo indescriptible, sin embargo,  maravilloso.
     Miré al horizonte. El cielo se tornaba a un azul cada vez mas claro. Estaba amaneciendo. Después de besarnos ella volvió a mirarme a los ojos. Esta vez me soltó y me dijo:
-Allá donde vivo te esperaré. Pero aún no ha llegado tu hora.-
     De repente, oí el gruñido de un gato que, al parecer, había dado un salto de un tejado a otro acosado por otro gato. Me di la vuelta para mirar la ubicación exacta del lugar donde provenía el sonido. Esta operación duró menos de un segundo hasta el momento de volver la mirada hacia Elena, pero ella, como si de una broma macabra se tratase, había desaparecido, se había esfumado de mi vista. Me quedé parado y perplejo. No entendía nada. Solo sabía que no había sido un sueño, ni estaba borracho. ¡Solo sabía que tenía que seguir viviendo hasta encontrarla. Ella me esperaba. Me lo había dicho unos segundos atrás! Pero... ¿Dónde podría buscarla? ¿Hacia donde tendría que dirigir mis pasos para dar con ella? Estaba confuso. No entendía nada. No sabía bien lo que había ocurrido. Yo la tenía en mis brazos y... Nada. Se esfumó, aún más rápido que el humo de un cigarro. Desapareció. Pensé que tendría que descansar de esa extraña noche. Me marché a casa. Tenía que intentar dormir. Tal vez al despertar no me acordaría de nada, o al menos eso creía yo.
     Al día siguiente decidí dar un paseo por el cementerio de la localidad para pensar y relajarme un rato. A menudo lo solía hacer ya que el cementerio es un lugar tranquilo, que te ayuda a cavilar cuando lo necesitas. Mientras paseaba, un escalofrío recorrió mi espalda y después todo el cuerpo cuando vi lo que vi. Allí estaba ella, y su foto en la lápida. Grabado en ella: "Elena Henry". Murió en 1985 en un accidente de tráfico. Entonces lo entendí todo. Su tez pálida, su temperatura corporal. Había vuelto de entre los muertos para salvarme la vida de un suicidio seguro. Una vez leí que los que se suicidan están atormentados eternamente, y ella lo sabía muy bien. Ahora, me estaba esperando.
-Elena, volveremos a besarnos. Pero aún... no ha llegado mi hora.-       

Noche

Relatos FM

El peso de tu pelo


Le quiero tocar. Si extiendo los dedos. Así, con las puntas largas y con las uñas... no llego. Sigo sin llegar.

Y Luka lo intentaba y lo intentaba hasta que le dolían las manos, los dedos, las uñas y la cabeza. Y entonces se daba cuenta de que había pasado otro día y de que otra vez, no había hablado con nadie. No había mirado a nadie. Porque el pelo de Sofía estaba tan cerca y tan lejos y brillaba.


Junio 1991
Antes de despertarme; antes de abrir los ojos, de saber si la luz está encendida o apagada. Antes de que pueda abrir la ventana y asomarme. Antes sé que mama está sentada en mi cama. Sé que le gusta mirarme. Muchas veces jugamos a mirarnos. Sin pestañear y sin reírnos. Muy serios y a saber lo que está pensando el otro. Pero ahora no le miro, no quiero hablar ni quiero levantarme. Estoy cansado.

-   Luka...

Ya se que me llamas mamá. No quiero levantarme. ¿Sabes que se ven puntitos de luz dentro de mis párpados? Tengo que contarlos, déjame mamá.
Pero mamá ni me deja, ni se va. Nunca se va, no como los otros que se cansan de esperarme.

Mamá me pide que le encuentre veinte de los más brillantes y cuando acabe se los lleve a la cocina. Yo los cuento. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Los más brillantes. Seis, siete, ocho, nueve, diez. Que brillan. Once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve y veinte. Veinte puntos para mamá. Necesito ir a decirle que no sé cómo llevarlos, que están atrapados volando sobre mis pupilas... ¿Cuento diez más? Mamá ha dicho veinte. Igual cuento otros veinte para papa. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.. Ahora brillan menos. A lo mejor si  me levanto y apago la luz... Nueve...

-   Luka...

Ya se que me llamas papá. Te he oído en el número tres, pero tienes que esperar a que los cuente, a que recoja los puntitos y te los lleve. ¿Juntos? ¿Los llevamos juntos? Papá pone las manos y le paso 20 puntos, los de mamá. Pero me los das a mi antes de que lleguemos. Yo se los doy a mamá. Ando detrás de papá por el pasillo en una fila de dos hormigas grandes. Alejandra salta detrás de mi en la cola. No me gusta. No me gusta. No me gusta. Es nuestra cola, es nuestra fila. La de papá y mía. ¿Porqué los demás tienen que estropear todo? Alejandra debería estar sentada en su silla de la cocina, en su sillita de niña gorda, no en el pasillo. No entiendo porqué está en el pasillo. No quiero que esté en el pasillo. ¡No Alex, no!¡No! ¡Mi cola! ¡No tuya! Y papá que no había visto a Alejandra se da la vuelta y se la lleva aupas, mientras mamá viene corriendo y me recoge del suelo donde estoy dando patadas porque no entiendo. Doy patadas y patadas y patadas. Primero contra la pared y luego contra la fila donde ha saltado Alejandra y luego contra mamá que no me deja dar patadas y me quiere dar un abrazo. Me canso y pongo mi cabeza contra su pecho.

-   Luka...

Mamá tiene el pelo más bonito que conozco a parte del de Sofía. Por eso me calmo. Porque mamá me deja que le toque el pelo e intente contarlo si quiero. Mamá no tiene prisa, pero no quiere que lleguemos tarde al colegio. Me lleva hasta la cocina como cuando era pequeño, como he visto a las madres gorila llevar a sus bebés en el zoológico. Yo me sujeto con las piernas colgando en su espalda. Me lleva con cuidado, como si pudiese romperme... que es lo que pienso a veces aunque no lo diga en alto. Los niños no se rompen, solo las cosas. Eso me tranquiliza y me lo repito en susurros, una vez tras otra, para que no se me olvide y porque me hace sentirme bien. Ya no me importa lo que haga Alejandra, ni lo que haga papá. Solo mamá y yo y nuestro paseo de bebé gorila. Aunque yo no sea ni un bebé, ni un gorila. Soy Luka, soy un niño, tengo 5 años, una hermana que se llama Alejandra, una mamá, un papá y autismo.

Junio 2008Con los pantalones de pana y el jersey sabia que  no podía salir a la calle. Estaba lloviendo. Como los últimos tres martes de los últimos tres meses. María dijo ayer en el trabajo que en Abril aguas mil y que no ha parado de llover desde Febrero. No es verdad. No es que María sea una mentirosa, es que está equivocada. Sólo ha llovido los martes en Marzo y Abril, muy poco en comparación con la media anual de los últimos 5 años. María está equivocada pero no se lo dije. No puedo  parar de pensarlo mientras me acabo el descafeinado y mi croissant a la plancha con jamón y queso en el bar de Julián. Dos cincuenta, especial de invierno. Se lo tengo que decir. No se lo dije en el momento porque dudaba si era de buena educación delante de tanta gente como estaba reunida en el comedor de la oficina. Era  Viernes y los viernes es el día en el que hay llenazo en el comedor. Todo el mundo quiere trabajar en viernes y cogerse los puentes y no trabajar los viernes. María los lunes no trabaja porque los domingos descansa y dice que los lunes siempre le cuesta levantarse pronto y anda con resaca. Se lo diré hoy. Lo he estado pensando todo el fin de semana. María, estás equivocada. Puede que le llame a mamá y le pregunte qué le parece. Todavía tengo 3 horas antes de empezar a trabajar. Le voy a llamar. Son las 6, no puedo esperar mas, le llamo. Julián está despierto, mi madre seguro que también. Ella siempre solía despertarme a mi y yo ya estoy despierto ¿Julián, puedo usar el teléfono?

-   Luka...

Y me pregunta porqué no uso mi móvil que está encima de la mesa y llenito de batería. Dice llenito como si el móvil o yo fuésemos un bebé. O puede que lo diga porque nos tiene cariño a uno de los dos. Esa es la otra posible razón. No lo uso porque ayer antes de irme a la cama mire mi saldo. Siempre lo miro a las 9 de la mañana y a las 9 de la noche. Miré el saldo y la compañía ha cometido un error. En la pantalla, bien grande, aparecía el número 9.90. Incorrecto. No puede ser. Mal. Mal. Mal. Deberían quedar 10.15, no 9.90. 10.15. Y tengo que llamarles, pero no abren hasta las  8.30 y son solo las 6. Lo sé porque me ha cogido el contestador automático esta mañana.


Junio 2011
Hoy he visto a Sofía por la calle. Ya no le brilla el pelo. Pero aun le brillan los ojos. Sin embargo, creo que ella no lo sabe.

Ahora sé que no me voy a romper aunque no la vuelva a ver. Cuando acabamos el colegio y me dijo adiós, no lo sabía. Me costó mucho entenderlo. Todavía me cuesta de vez en cuando conseguir que las cosas tengan sentido. Me cuesta más que a la mayoría de los demás. Lo veo en sus caras. No todos. Elena tiene Síndrome Down y a ella también le cuesta, aunque de diferente manera. Yo soy más rápido y normalmente la espero porque sé como se siente y he aprendido que eso le gusta a mucha gente. Que les entiendan. Yo también quiero que me entiendan. Creo que siempre lo he querido. Pero si no lo hacen, ya no me enfado. O lo hago, pero menos tiempo y solo por dentro. Y solo me entero yo y los que están cerca  cuando a veces se me escapa alguna palabra. Y mi madre. Durante el día escribo lo que me irrita, lo que no entiendo, la gente a la que no me gusta mirar y la gente que me mira. Todas las noches llamo a mamá y lo hablamos. Solía llamarla después de las noticias y antes de El Hormiguero; pero el mes pasado cambiaron El Hormiguero de canal y era demasiado complicado. No me gustan las noticias del canal de El Hormiguero, pero si veo las de La Cuatro no sé si me pierdo el principio del programa. Y me agobio y no puedo cenar a gusto porque necesito cambiar constantemente de canal para no perderme nada. Y casi no me daba tiempo de llamar a mamá y cuando le llamaba no podía hablar concentrándome porque necesitaba seguir mirando la televisión para que todo encajara. Ahora hablamos a las 9.30. En punto. Así grabo las noticias y mis programas y puedo hablar tranquilo.

-   Luka...

Me llama Sarah desde la habitación. Ella no es autista. Aun así me quiere.
A Sarah le gusta que le toque el pelo; sobre todo cuando estamos sentados en el sofá, viendo la tele, cuando no importa que me pierda en otras historias, tan simples porque no son mías. Cuando los momentos tienen sentido sin doblarse y el mundo somos nosotros en múltiples combinaciones que, por alguna razón, me tranquilizan.

Le quiero contar que he visto a Sofía. No me gusta guardarme cosas dentro donde ella no pueda verlas. Hemos decidido contárnoslo todo. Lo que nos pasa, lo que nos hace sentir lo que nos pasa, lo que es demasiado grande o demasiado pequeño. No había otra manera. Para que yo le entienda a ella, a sus silencios tan llenos, a sus miradas confundidas, enamoradas, ausentes o intensas. Demasiados matices. No había otra manera. Para que ella me entienda a mi y a mis susurros por dentro en fila india, a mis miradas perdidas llenas de mundo, llenas de sus ojos y sus miradas y sus labios.

- Luka...
Me acerco sin hablar hasta nuestro cuarto y le beso.

Arual Bell

Relatos FM

El atasco


«Deseo verte desnuda, Elena», las palabras de Antonio resonaban en su cerebro, y se oía a sí misma respondiendo «si».

¡¡Piii,piii, piii!!

El pitido de un coche la devolvió a la realidad. Estaba metida en un atasco y no iba a llegar a su cita.

— ¡Vamos, guapa! ¡¿A qué esperas?! ¡Que ya se han puesto en marcha! —le gritó un conductor— ¡¡Mujer tenías que ser!!
Había sacado la cabeza por la ventanilla para que Elena pudiera oírle mejor.

¡¡Piii, piiii, piiii!!

— ¡Será chulo el tío! —pensó Elena.
Y bajó del coche indignada
— Deja el pito en paz, que sólo han avanzado unos metros. ¡Medievo, que eres un medievo! —le gritó.
— ¿Qué me has llamado?
— Claro, con la pinta de neandertal que tienes, no me has entendido.

El conductor hizo ademán de bajar del Volvo gris. Esto último sí lo había entendido.
Por suerte para Elena, en ese momento los coches empezaron a moverse.

— ¿Qué me ha pasado? —pensó mientras subía a su coche—. Yo no soy así. Será el calor y este terrible dolor de cabeza que tengo.

Pero en realidad lo que le pasaba es que estaba nerviosa, muy nerviosa, porque había quedado con Antonio. Iban a estar juntos por primera vez desde que se conocieron.

Salió del atasco y se metió por una de las muchas callejuelas estrechas que había. En cuanto pudo aparcó su viejo y querido Ford Fiesta negro, con el cual se llevaba a la perfección.
Como no conocía la zona, apuntó en  la agenda que llevaba siempre en el bolso, el nombre de la calle.

«Te deseo, Elena. Te deseo mucho».

Esas palabras habían sido las definitivas. Hacía mucho que su marido no le decía que la deseaba. Y ella necesitaba sentirse amada. Sentir otra vez la pasión, el deseo... y Antonio, con su voz susurrante y acariciadora  le prometía eso... y más.


Deambulaba sin rumbo, buscando una cafetería donde refrescarse un poco, pues tenía mucha sed, cuando la vio. Una pequeña librería como las de antes: puerta pequeña, de madera, y unos pocos libros en el escaparate. La fachada era estrecha, de yeso, con algún adorno en forma de voluta. Sin darse cuenta, se había adentrado en el casco antiguo.

—Le compraré un libro, le encantará, y así me perdonará el retraso — pensó.

Abrió la puerta y sintió como si hubiera retrocedido en el tiempo. Era igual que las librerías que visitaba de pequeña con su abuelo. Las estanterías llenas de libros y el mostrador eran de madera. Madera auténtica.
Un olor familiar, largo tiempo anhelado, la envolvió. Ese aroma que ya no se encontraba en las grandes librerías. Olía a libro antiguo.

«Estoy en el paraíso», se dijo.

El suelo crujió bajo sus pies cuando se acercó a una de las estanterías. Una puertecita  medio escondida al fondo se abrió y apareció el dependiente. Era alto, moreno y joven. Vestía un vaquero raído y mocasines, con la camisa por fuera del pantalón. Eso le extrañó a Elena, pues esperaba ver al típico viejecito de pelo blanco, gafas y semblante amable.

La miró muy serio y preguntó: ¿Desea algún libro en particular, señorita?

¡¿Señorita?! ¡¡Si tenía 38 años!! Aunque, desde que se había cortado el pelo a lo garçón  y vestía ropa juvenil, aparentaba menos edad. Para la cita se había vestido con una falda algo corta, un poco más arriba de la rodilla, en tonos grises y naranjas. Y una  blusa ceñida, naranja. Y tacones, claro, Antonio, era muy alto, y ella no quería quedarse muy por debajo de él.
Y cómo no llevaba la alianza ... —¿por qué hacerlo si su marido se la quitó la noche de bodas y no volvió a ponérsela?— ,el dependiente se había confundido. Pero  eso a Elena le encantó.

—Si  —contestó—. Busco El factor humano, de Graham Greene., (se sintió idiota al decir el autor, como si él no lo supiera). Y también algún libro para mí. ¿Le importa si doy una vuelta? Le llamaré si no encuentro algo.
—De acuerdo. Si necesita la escalera, me avisa —le contestó mientras la señalaba.
Elena se sintió defraudada cuando la vio. Esperaba una escalera antigua, y no una de acero inoxidable como la que tenía ella en su casa. Desentonaba tanto en ese ambiente cálido, que estuvo tentada de decir que se la llevara. Pero solo musitó un tímido: Gracias.


Elena empezó a mirar por las estanterías. Encontró varios libros de Greene,  pero no el que ella quería.  Ya pensaba que se iría sin comprar nada. Antonio era muy selectivo con sus lecturas.
Un pequeño libro de tapas color granate le llamó la atención: Eugenia Grandet, Honoré de Balzac.
Si hubiese nacido su hija, la habría llamado Eugenia.

Lo cogió y empezó a leer.
La exquisitez de sus letras, y el ambiente que describían, la cautivaron por completo. Había encontrado un tesoro en esta pequeña librería.

El móvil sonó, tenía un mensaje. Era él.

«Ya he llegado. Te espero impaciente. No tardes».

Elena sonrió. Antonio era como un niño pequeño. Su metro ochenta encerraba un corazón un tanto caprichoso e infantil. Recordó la primera vez que hablaron por Messenger.
La foto que le había mandado no le hacía justicia. En ella se veía un hombre atractivo, maduro, con una sonrisa pícara. «Un caradura, fue el comentario de su amiga Pilar, deshazte de él».
Pero a Elena le atraía el peligro y su vida era muy aburrida, así que no le hizo caso y  siguió chateando con él.
El Messenger le presentó a un hombre que sabía lo que quería y estaba acostumbrado a tenerlo. Y Elena era lo que quería.

«Estoy en un atasco. Tardaré un poquito», le envió. Y siguió leyendo.

«....de día en día sus miradas, sus palabras encantaron a la pobre muchacha, que se abandonó con delicia a la corriente del amor; asía su felicidad como un nadador se agarra a la rama de un sauce que le ayudara a salir del río y descansar en la orilla...»

Esas palabras, esos sentimientos, eran los suyos. ¿Cómo podía ser?

Una voz  interrumpió sus pensamientos.
—Señorita, cerramos en cinco minutos. ¿Ha encontrado todo  lo que buscaba?
—Sí. Me llevo este libro.

«Este tesoro», habría querido añadir.

Pagó y salió de la librería.

Cuando subió al coche, se acomodó el asiento y  siguió leyendo saltándose algunas páginas.

Otro  párrafo la estaba esperando sin ella saberlo:

«El primero, el único amor de Eugenia era para ésta un principio de melancolía. Después de haber entrevisto a su amante durante algunos días, le había dado el corazón entre dos besos aceptados y recibidos; después se había ido, poniendo un mundo entre ella y él. Este amor, maldito por su padre, le había casi costado su madre, y no le causaba más que dolores, mezclados a frágiles esperanzas, sin renovarlas...»

En cuanto lo leyó, le asaltaron todas las dudas.
Hacía un año que se conocían por Internet. Hablaban por teléfono, por Messenger, se escribían, pero... ¿Era Antonio tan maravilloso como le había hecho creer? ¿Se estaba  dejando llevar por una ilusión que no le acarrearía más que disgustos e infelicidad?

Cogió el móvil y escribió: «He cambiado de idea. No voy a ir». Envió el mensaje y lo desconectó.
Sabía que si escuchaba la voz de Antonio rogándole, incluso suplicándole, acudiría a la cita.

Puso el coche en marcha y volvió al atasco.
Los pitidos ya no le molestaban, ni el calor. Había desaparecido el dolor de cabeza.
Ya no tenía prisa.

Natasha Fly

Relatos FM

Los demonios y el rey


En un lugar de Francia, teniéndolo y gobernándolo un señor tirano y cruel, acaeció que un vasallo suyo, hombre pobre, le mató un lebrel que el señor tenía en gran estima. Se enojó tanto de ello el cruel señor, que hizo encarcelar al vasallo en la más recia y fuerte prisión de sus dominios.
Llevando ya algunos días el vasallo allí enclaustrado, el que tenía de él cargo le fue a llevar de comer, como solía, y abriendo sus puertas, las cuales halló cerradas, cuando llegó donde el preso solía estar, no le encontró, sin embargo, halló allí a los hierros y cadenas en los que lo tenían metido, sanas y sin quebraduras de ningún tipo. Teniendo esto como cosa milagrosa, lo fue a contar presto al señor de la ciudad, y fue buscado el preso con la mayor diligencia y pesquisa que pudo ser, mas nunca de él se pudo saber rastro alguno.
Sin embargo, pasando tres días, estando las puertas cerradas como cuando estaba allí el preso, los descuidados carceleros, oyeron dar voces en el mismo lugar donde el preso había estado antes, y cuando entraron a ver quién daba voces, hallaron que era el preso y que daba las voces pidiendo que le llevasen de comer. Y tornó a aparecer aprisionado como al principio le habían puesto: la cara espantable, flaca, sin color; los ojos sumidos, trastavados, teniendo más aspecto y figura de muerto que de vivo. Espantados, los carceleros le preguntaron que dónde había estado, pero él no quiso decir cosa alguna, sino que pidió con gran prestancia que lo llevasen ante el señor de la tierra, porque tenía grandes cosas que decirle y que a él mucho le incumbían.
Sabido el caso tan extraño por el señor, hizo que lo trajeran ante sí, donde ante él y algunos otros, comenzó a contar cosas maravillosas, diciendo que había estado en el infierno y visto los tormentos y penas infernales y que el suceso había pasado de la manera siguiente: tan desesperado se vio en tan estrecha y triste prisión; que había llamado al demonio que lo socorriese y sacase de allí; y que el demonio se le había aparecido en una figura espantable y terrorífica allí en la cárcel donde estaba, y se había concertado con él para sacarlo de allí. Y sin saber cómo, había descendido por unos lugares horribles, tempestuosos, sombríos, tristes y tenebrosos. Y que había visto millares de personas que padecían tormentos gravísimos en fuego y en todo género de tormentos, que los atormentaban demonios infinitos; y que allí había visto todo género de gentes, reyes, papas y duques y perlados, y muchos de los que él había conocido.
Seguidamente le hizo saber que había visto allí a un gran amigo del señor, y que le había preguntado por él y por su vida y costumbres y si era todavía cruel y tirano. Y que él le había respondido que su señor siempre seguía con su costumbre antigua, y que el amigo le había rogado mucho que, si tornase a verle, le amonestase para que enmendase su vida y mudase sus costumbres, y no cargase con tantos tributos y pechos a sus vasallos, porque le hacía saber que le estaba señalado en el infierno silla y lugar donde fuese atormentado, si no había en él una enmienda muy grande. Preguntando después, el señor a su vasallo, en qué forma y hábito le había parecido aquel caballero, respondió que de la misma manera que aquí andaba, vestido de carmesí, y otras sedas; pero que aquel hábito (que así parecía) era fuego terrible que lo abrasaba y quemaba; porque él había querido llegar con su mano a sus ropas y se había abrasado la mano; y así la mostró toda quemada. De tal manera que fue extrañamente espantado el cruel señor.
Después de esto contó así otras cosas espantosas y grandes. Y habiéndolo oído, lo dejó, el señor,  libre ir a su casa.
Tornó el cruel señor a volverse manso y piadoso, gentil y devoto, temeroso de su mortal destino.
Y el pobre vasallo, sabido de que como un hombre puede ser salvado por los demonios de los demás, soltada la cadena y la lengua en la taberna del pueblo un día, contó bajo el aplauso de sus congéneres el resultado de su ingenio, y como el cruel señor, preocupado por sus guerras y por sus perfumes, olvidó que un hermano carcelero tenía , que lo ayudó  a trazar un plan para deshacerse de la cruenta condena y alcanzar la ansiada libertad, que por un mísero lebrel le fue quitada.

David Carrás

Relatos FM

El Fantasma


Apareció de la nada, como una sombra, como un fantasma. Estuvo merodeando por los pueblos cercanos varios días, con su nombre en los labios y ofreciendo una vieja y arrugada fotografía de cuando era niña a los aldeanos, "¿sabe Usted donde puedo encontrarla?", y ante la negativa, con el pulso tembloroso, añadía: "Luli, se llama Luli". Estuvo tratando de localizarla según puso el pie en el país, después del largo viaje transoceánico. Ningún lugareño le vio ni oyó hablar de él hasta mucho más tarde de que se fuera. Se personó de repente, sin avisar, en silencio, temiendo el rechazo, los reproches. Es cierto: cabizbajo, indefenso, llegó a la casa. Hacienda. Sí, de acuerdo, hacienda. Por la mente le pasó, fugaz, la idea de salir huyendo, de escapar, de regresar a España. Los nervios le habían dejado el cuerpo demasiado despierto, demasiado ligero; habría salido volando, como una frágil hoja otoñal, solo de pensarlo. No es así: fue incapaz de moverse: el peso de la culpa y de los remordimientos abrazó sus pies; se enroscó en sus tobillos, trepó por las pantorrillas, las rodillas, los muslos, la cadera; alcanzó el envejecido pecho, la espalda, los hombros; se extendió por los brazos, el cuello, la cabeza; y se acabó depositando en el cansado rostro. Lo único que pudo temer entonces era cómo arrancar las palabras que tenía escondidas tan adentro, cómo decir quién era y, sobre todo, cómo justificar (o tratar de hacerlo) casi toda una vida de ausencia.
Llamó al timbre y esperó. Salieron a la puerta enseguida, se encontraban en el salón. Era un día lluvioso y frío en aquella morada de las tierras heladas. El extraño llevaba sombrero, paraguas negro y un abrigo de fieltro. Oyeron el timbre de la entrada y se preguntaron quién se acercaba en aquellas condiciones climáticas y quién les acompañaría en aquella, hasta entonces, familiar y apacible velada. No es así: era un día caluroso, en las tierras bajas. Un día de pleno sol, las calles estaban desiertas, parecía que fuera a salir humo, en cualquier momento, de la arena, y Luli fue la única que se aproximó a la puerta, el resto de la familia dispersa por la hacienda. Embarazada, con unas flores en las manos manchadas de tierra, se acercó a la puerta. Mientras se acercaba a la verja, trataba de identificar el rostro del desconocido, de encontrar algún rasgo en su cara, en sus ropas, o en el coche del que parecía que se había apeado, que pudiera conducirla a algún nombre y apellido. El extraño le sonaba vagamente, pero era incapaz de identificarlo. Había llegado caminando, desde el pueblo más cercano, sudoroso, varios kilómetros de camino polvoriento, ¿pero no llovía?, ¿pero no había venido en coche? 
-   ¿Qué se le ofrece?
Luli pensó que quizás fuera un viajero desorientado, que lo único que quería era indicaciones de cómo llegar a algún sitio cercano. O quizás fuera un conocido de su marido a quien no lograba identificar. O un amigo de su madre, muerta, un periodista extranjero, un amigo de infancia o de su más temprana juventud, o quizás un compañero del Partido, de los exilios soviético o mexicano. (¿Ya había fallecido Connie?, no, su accidente –si es que lo fue- sucedió mucho más tarde). O algún conocido de los años rusos, cuando fue una niña de la guerra.
Se acercaba al extraño sacudiéndose en el delantal la tierra que tenía en las manos. En lo primero que reparó él fue en su embarazo, aunque antes de llegar a su casa, antes incluso de dejar su país, se lo habían advertido. ¿Cómo lo iba a saber?, si no estaba seguro siquiera si su hija estaba viva o muerta ni dónde podía encontrarla. Al salir de España, lo único que tenía claro era que, si algo la podía conducir a ella, ese algo estaba en México. Embarazada; su hija, embarazada. Le sorprendió la velocidad de la renovación de los ciclos de la vida, se acordó de la preñez de su madre, tantos años atrás, pero la vio tan distinta...
Había estado ensayando sus primeras palabras, había tenido mucho tiempo para hacerlo. Todos los años de dudas, en la distancia, el día en que por fin se convenció de que llegaba el momento de estrecharla de nuevo entre sus brazos y, una vez la decisión estaba tomada, la larga travesía marítima. Pero todo lo que había pensado durante ese tiempo que podía decir no le sirvió de nada.
-   Soy Bolín.
Se le cayeron las flores de la mano, un pétalo se quedó, extraviado, en su abultado vientre, y fue entonces cuando el extraño reparó en la afición de su madre por la jardinería.  Aprovechó para preguntarse en cuántas otras cosas se parecería a su madre. Ella se quedó impasible, como si fuera normal que un padre a quien nunca había llamado "papi" quisiera saber de ella casi treinta años más tarde. Un padre al que conocía por el libro de su madre, siempre reservada en los asuntos personales. Consideró hasta cierto punto lógico que hubiera sido la muerte de Connie el momento que él vio oportuno para acercarse, como si temiera la reacción de su exmujer, y no la de su hija.
Se le cayeron al suelo las flores, las palabras, y una brizna de viento se llevó el pétalo solitario de su vientre, que cayó a sus pies sin que ninguno de los dos lo apreciara. Se quedó unos minutos callada, reaccionando ante la inesperada visita.
A Bolín se le humedecieron los ojos, viéndola a ella tan asentada, tan mujer de su casa, tan estable, a pesar de que ninguno de sus progenitores lo hubiera sido. Creyó que a él nunca le necesitó para nada, y que en todo caso era él, veleta en cualquier aspecto, quien requería de ella su atención y su cariño. ¡Qué va!, quien se emocionó fue Luli, sensible con su embarazo, y el padre recién llegado se mantuvo callado, cabizbajo, esperando el rechazo. Sin embargo, lo que escuchó fue:
- Pasa –su palabra sonó clara, y firme, y el visitante recordó, una vez más, a la recién fallecida madre .
En el salón, donde se le ofreció tomar café y alguna pasta que llenara en el cuerpo el hueco que los nervios y la incertidumbre habían dejado, observó que tenía más nietos, aunque ellos nunca hubieran oído hablar de él. Se preguntó entonces si llamarían a Ignacio abuelo. Su hija entonces no había sido madre todavía, así que jamás se planteó eso; si acaso, el único abuelo sería él, Ignacio era un mito, un soñador, un aviador pro-soviético retirado que vivía a miles de kilómetros de distancia, alguien que desde hacía años solo se comunicaba con Luli por cartas (si lo hacía), un perdedor que mataba sus horas de despecho con el whisky facilitado por el Partido a cambio de escribir o inventar sus recuerdos. No, la biografía de Ignacio fue mucho más tarde, por aquel entonces solo trabajaba en Radio Pirineos, tratando a través de su hermano Paco de conseguir el regreso. En vano. Solo regresó a España en un ataúd, desde Rumanía, para ser enterrado en el panteón familiar. Como si nunca se hubiera alejado de ellos.
- Mi marido ha salido.
- Ya lo conoceré otro día.
- Sí, tenemos mucho tiempo –parece que sonrió mientras lo decía, como si fuera más importante el que les quedaba que el que habían perdido.
Eso no es verdad, Severiano no había salido, estaba allí, escuchó al extraño presentarse, y, es más, según dicen, fue él no solo quien le abrió la puerta, sino quien le ofreció tomar algo. Si ocurrió de esta manera, Luli se quedó dentro de la casa, quizás no había oído siquiera el timbre. Se lo encontró sentado en el salón de su casa, tomando una copa con su marido, charlando tranquilamente, como dos viejos amigos, y fue incapaz de balbucir palabra alguna cuando su marido, hombre rudo y de poco tacto, le preguntó: "¿Cariño, sabes quién ha venido?"
La hija reencontrada pensó en el daño que hacían los malentendidos, los ideales, la fuerza de la juventud, pensó en las familias que había separado la guerra, en el dolor que producía que dos personas cercanas tomaran caminos distintos, opuestos, y pensó en el tío Paco, en Asturias, en la tía Maruchi, musa de Ridruejo, y le vinieron a su mente todos los casos que conocía de oídas, de boca de exiliados, de familias rotas a partir de julio del 36, aseguraban unos, o de abril del 31, como pretendían otros. Y añadió, sin pronunciar la palabra tabú (papá):
-   Estos son tus nietos.
Ante la vida que ella le ofrecía en bandeja, él solo pudo expresar el dolor por la muerte de su madre.
-   La muerte de tu madre fue un golpe muy duro para mí.
Entonces ella no había leído, todavía, la carta de Ignacio. Sí, por supuesto que la había leído. Eran las mismas palabras. Quizás, pero los significados eran radicalmente opuestos. Ignacio vio en su accidente la muerte de un amor apasionado, de alguien tan similar a él que solo pudieron quererse en tiempos de lucha, y que cuando apareció la tranquilidad en sus vidas se vieron desbordados por esta y tomaron rumbos opuestos. Y a pesar de la distancia y del silencio (porque el olvido no llegó a hacer acto de presencia), los rumbos fueron, en cierto modo, paralelos, y sus vidas, y sus muertes, cuando llegaron, a pesar de los años de distancia, también. Eso fue lo que pensó Ignacio, aunque, claro, también sufrió por quien durante tantos años, incluso entonces, consideró su hija.
Bolín, en cambio, vio en la muerte de Connie la desaparición de una amenaza, personal y política. Vio un duro golpe para una hija a quien hacía años que no veía, y creyó que era el mejor momento para que dejaran de ser unos desconocidos. Para decir que había sentado la cabeza y reconducir, en la vejez, su vida.
Entre sus nietos, uno se llamaba Ignacio, y en cierto modo lo encontró normal, o le dolió. Ninguno llevaba su nombre, aunque consideró posible que para eso hiciera falta otra generación que curara las heridas familiares, las de la guerra y las del exilio.
Eso es del todo imposible: el pequeño Ignacio no había nacido aún, ningún nieto había nacido aún, Connie seguía viva (su accidente llegó más tarde), Luli no era más que una recién casada que recogía flores en su jardín, y toda la historia de la visita del padre no fue más que una leyenda de los lugareños, que tanto habían oído hablar del pasado de sus vecinas que no dudaron, entre unos y otros, en escribir, a base de contradicciones, de un conductor extraviado, y un "he visto" y un "me han contado", la página de, entonces, su presente.

Connie García

Relatos FM

La tinta en el agua
                     

Año 1972. Por las calles del barrio de Avellaneda, en Buenos Aires, avanza como levitando una mujer de porte sombrío, de negros cabellos y tormenta en la mirada. No se arrastra, navega sobre el asfalto, y así, veloz, se dirige  hacia su inexorable destino. Por primera vez en varios meses se siente libre. Por fin se cruza con ciudadanos normales, fuera de las batas blancas y más allá de los delirios de Pirovano. Rumbo certero, amable farmacia. Con su condesa sangrienta siente que ya ha expiado parte de su pecado  pero durante un segundo se para y contempla la dicha de la ciudad: la exultante emergencia de la bohemia que se abre paso, la dulce mirada de un hombre al pasar, el brillo de aquella tarde. Cuánta insigne irreverencia y cuánta belleza esconde la vida para algunos afortunados Y sin embargo ella ha de escribir acerca de aquella mujer que bebía sangre de infantes, como si buscara la crueldad más estremecedora para así sentir que su tormento no es pionero. Quien sabe, tal vez podría reunir sus últimos poemas, quizás aún quede algo urgente sobre lo que escribir... Pero inmediatamente se da cuenta de ya no puede poner orden en las palabras, la poesía es caos, y el desorden la ha vencido. Hay quien lleva en las entrañas un escollo para la dicha. Puede que en incluso odie la poesía. Mas la poesía no la odia a ella. Es más, Poesía la quiere para sí. Poesía quiere poseerla, engullirla, hacerla desaparecer entre sus versos. ¿Y el alma?  ¿Podrá salvarla su alma de las feroces palabras?

Pero el abismo es un cielo comparado con su alma.

-   Déjeme ver su cédula de identidad, sin ella no puedo venderle esas recetas.
-   Aquí tiene -  Y Alejandra extenderá su mano para comenzar a rozar así el tránsito.
-   De acuerdo- Y el tránsito le saludará tocando levemente la punta sus dedos.

Ahora, sentada en la cama, lee la etiqueta blanca del tarro de cristal como si fuera el remite de la carta de su gran amor, aquel que nunca fue, aquel que tanto le dolió: Seconal Sodium 100 mg cápsulas.

Los que llegan no me encuentran, los que espero no existen .

Diez años antes, en 1962,  cerca del paseo de las estrellas y bajo la nívea luz imposible de la mañana de Hollywood la rubia más dorada y doliente había usado las mismas perlas mortíferas para tratar de calmar la presión que la violenta noche había colocado sobre su pecho.

-   No entiendo para qué sirve la noche...- Expresó Norma Jean Baker en una ocasión a Ralph Greenson, su psicoanalista de entonces.

Y aquella misma tarde de Junio, en el mismo momento en el que Greenson entendió de una vez que no podía arrancar de las garras del miedo a quien estaba hecha íntegramente de él, Sylvia Plath firmaba el que para ella sería su poema más rotundo

Será allí,  en el 23 de Fitzroy Road, Londres, en la sombría mañana del 6 de Agosto de ese mismo año donde leerá en el diario The Guardian la última noticia que ha impactado a la sociedad norteamericana: Marylin Monroe ha sido hallada muerta en su casa de Los Ángeles. De pronto siente una sacudida en su estómago y mira hacia la ventana. Un fuerte viento agita las ramas de los árboles. Observa como algunas hojas aguantan mientras otras son arrancadas cruelmente y vuelan hacia ninguna parte. Unas se aferran a la vida, otras se dejan llevar por el viento. Y así, de pronto es como se percata de que el dolor nos hace iguales y a la vez diferentes del resto, distintas de aquellas otras, de las hojas que permanecen. Tan mortal y frágil era el frívolo disfraz de la rubia platino como lo es el suyo, hecho de palabra y hondura, de místicas metáforas. También ella se siente de pronto una mujer objeto. Su vida también es una metáfora, como la campana de cristal que ahora se cierne sobre su cabeza. Hace ya más de un año que el amor cerró la puerta tras de sí, y ahora entiende que su sacrificio fue en vano. ¿Acaso una mujer sería menos mujer por entregarse a su verdadero destino y no a su familia?  Sylvia siente que ha desperdiciado su vida en pos de una causa menor, de un talento exiguo. Ha traicionado su destino, la única tarea que le valió algún éxito, porque el resto de su vida ha sido un resplandeciente fracaso. No, la maternidad no es suficiente. El hecho puede parecer terrible y ese es uno de sus más grandes secretos. Ser madre y esposa no era la cuestión, y desde luego no es un mérito suficiente;  sólo se trata de un acto animal, mediocre, natural, algo que cualquier mujer podría conseguir. Pero ella no es cualquier mujer. Durante muchos años ha luchado contra viento y marea por distinguirse. Ella soñaba con desentrañar el alma de cada palabra, y así también hacerlo con su propia alma. Quería descubrir caminos de belleza y de arte, observar cada lugar con el detenimiento mágico del escritor, y descubrir así la vida que entraña cada pequeña muerte. Sabía que sólo las palabras son imperecederas. Ted Hughes, el gran poeta, la ha abandonado, igual que hiciera su padre muchos años antes, e igual que habrá de hacer ella de forma apremiante con sus dos hijos y con lo poco que le queda en este mundo. Pronto cumplirá 31 años.

Quizá te consideres un oráculo,
portavoz de los muertos o de algún dios
Yo llevo treinta años esforzándome
por limpiar de fango tu garganta
y no he aprendido nada.

La primavera de 1941 ha surgido esplendorosa en el sur de Inglaterra. Allí, en el condado de Sussex, la tierra es verde,  húmeda, y ahora despide olores intensos,  como un exultante canto a la vida. Mientras la pisa al caminar, Virginia nota como sus pies se funden con ella, como barro con más barro. Tierra y agua anegan sus últimos pasos. Ella no es presa del tormento, más bien asume con serenidad su destino. A sus cincuenta y nueve años conoce bien a sus fantasmas. Hace días que la confusión reina en las palabras, confunde vigilia con sueño, conceptos con hechos, delirios insostenibles con relatos cotidianos. Normalmente, en esta circunstancia al despertar anotaba aquellos símbolos en su cuaderno; después los traducía a frases que rebosaban genialidad. Palabras que ya venían unidas en el sueño. Pero pagará un alto precio por robar tantas palabras al otro mundo. Los lobos que viven en su mente han despertado de nuevo. No es sólo intuición, sino experiencia. ¿Y qué es la intuición sino un aprendizaje de años? Años, tantos años, que casi han sido un regalo. Virginia siente agradecimiento hacia todo lo que la rodea, nadie es culpable de su desaliento, ni siquiera el propio desaliento es tan malo. Sabe que sin él su creación no hubiese sido tan poderosa.

Ya la oye, la fuerza del agua es una música de antiguas deidades. Es la única melodía capaz de acallar las voces que lidian en su cabeza. Ya la está oyendo,  y la paz se abre camino hacia su pecho. Respira hondo. Ha amado. Ha amado como sólo los seres reales pueden amar. La han amado, tanto que en este preciso instante puede tocar ese amor con su mano. La mano al pecho, y el agua cubre ya sus tobillos. Ha escrito, y sus palabras serán hondas y eternas. Una vida tan bella alienta a la muerte a estar a la altura. Y lo está. Sus pupilas guardan la belleza del instante, el brillo de un segundo. La naturaleza cobra vida, de pronto puede mirar a los ojos de los árboles, escuchar al viento hablar. ¿Qué es lo que dice? Pero el viento no habla el mismo lenguaje. Habla, pero no son palabras lo que exhala. Dulces susurros y un fiero golpe de agua eterna arranca sus raíces de la tierra y la lleva bailando río abajo. Como en un rapto violento, el río posee por siempre a Virginia. Atrás quedan las voces, atrás deja el amor, los largos paseos, las inquietudes y tanto dolor.

Atrás quedarán por siempre las palabras.


"Todo lo que la luz tocaba adquiría existencia. Todo carecía de sombra... Y, a medida que la luz adquiría intensidad, rebaños de sombras aparecían ante ella y se aglomeraban, relegadas sobre sí mismas, formando mil dobleces, expectantes, al fondo".

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  I  Alejandra Pizarnik. "Los trabajos y las noches" 1965.
II  Sylvia Plath. " El coloso" 1960
III Virginia Woolf " Las olas" 1931


Carolina Toledo