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III Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 05, 2011, 11:17:53 AM

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Parlamento


EL FETICHISTA DESUBICADO


   Yo no debería estar aquí, señor juez. No soy ningún criminal. Sólo tengo... ciertas manías, pequeños vicios. Me fascinan los zapatos de señora. Pero nunca he hecho daño a nadie. Y menos a una mujer. Si ha leído mi historial ya lo sabrá. Permita que me defienda yo mismo. Mi nombre es Marcelino Pérez, nací en Valencia y calzo un cuarenta y dos. Siempre he sido persona de ley y buen cristiano. La guerra me pilló muy joven y no pude ir al frente. El servicio militar lo hice en Melilla. Algunos compañeros decían que los americanos iban a invadir Marruecos pero yo nunca me lo creí. ¿Cómo iban a declararle la guerra a nuestro Caudillo? ¡Eso no puede ser, hombre!
   Reconozco que siempre he sido una persona sensible y delicada. He huido de la grosería y los malos modales como de la peste. Mi madre tenía una pescadería en el barrio de Benimaclet y jamás soporté ese olor infecto. Siempre volvía a casa con las manos apestando a sardina... Un escenario apocalíptico, creame. Pero en el cuartel fue aún peor. El olor desagradable, la ropa vulgar, el rancho, el griterío... Un horror. Además, el lenguaje de los militares era de lo más soez. Escribí una carta al Alto Mando proponiendo un vocabulario más exquisito y acabé pelando patatas durante dos meses. En fin, señor juez, que le voy a contar del mundo castrense.
   Cuando regresé a casa, mi madre me ordenó que la ayudara en la pescadería. Después de conocer el tufo que desprenden los calcetines sudados de todo un regimiento, el olor a pescado me parecía perfume francés. El tiempo pasaba apaciblemente. Durante el día vendía pescado y marisco y por las noches me entregaba a coleccionar sellos y a la lectura apasionada de novelas como Orgullo y Prejuicio, Madame Bovary o Ana Karenina... Como cualquier muchacho de veintitantos años. Pero un día la portera cotilla de nuestro bloque me tachó de afeminado, relamido y no sé cuantas mentiras más. Le sugirió a mi madre que yo debía casarme y desde entonces ella se obsesionó con la idea. ¿Casarme? Jamás me lo había planteado. Me gustan las mujeres, no me interprete mal, señor juez. Pero nunca había conocido una de esas heroínas románticas aquejadas por la tuberculosis que aparecían en las novelas. Mi madre me dijo que tenía demasiados pájaros en la cabeza y quemó todos mis libros. Me pedía que le diera nietos como quien pide una horchata.
   Seré sincero. La lista de posibles pretendientas dejaba mucho que desear. No había ninguna Ava Gardner, vaya. Al final escogí casi por azar y acabé casado con Enriqueta, la hija del boticario. Sus facciones era corrientes, no era ni guapa ni fea. En la luna de miel cumplí con mis obligaciones maritales. La experiencia me resultó parcialmente agradable pero muy poco higiénica. Un día la acompañé de compras porque necesitaba un porteador. Y ese fue el principio del fin. Ahí empezó mi malsana obsesión. Entramos en una zapatería refinada del centro y para mí fue como visitar el paraíso. ¡Jamás había contemplado tanta belleza y elegancia! Todos esos zapatos de mujer perfectamente alineados en el escaparate, la gama de colores, las formas delicadas... Mi mujer no parecía advertir que yo estaba en éxtasis. Se probaba zapatos uno detrás de otro pero ninguno le quedaba bien. En ese momento reparé que los pies de Enriqueta eran monstruosamente grandes. La verdad es que no me había dado cuenta hasta entonces. Calzaba un cuarenta y tres, un número más que yo. ¿Lo ha oído, señor juez? ¡Mi señora tenía los pies más grandes que los míos! Algo así no debería permitirse en un país civilizado. Seguro que en el extranjero es motivo de divorcio... En fin, fantaseé con la idea de probarme un modelo italiano muy sofisticado pero a la hora de la verdad no se me ocurrió ninguna explicación razonable para la dependienta. Le sugerí a Enriqueta que los comprara con la esperanza de usarlos yo también, pero ella se negó. Me dijo que eran zapatos de fulana. La verdad es que no supe como encajar aquello...
   Me despedí con pesar de la zapatería y desde ese día me obsesioné con el calzado femenino. Cuando iba por la calle mis ojos se desplazaban hacia los dulces pies de la señoras. Mentalmente puntuaba los zapatos en una escala del uno al diez. Mis preferidos eran los rojos, los que tenían largos tacones de aguja y también los que mostraban algún dedo. En cambio mi mujer llevaba unos zapatones que me hacían pensar en botas militares. Cuando hacíamos el amor me imaginaba los zapatos que había visto por la calle durante el día. No ponga esa cara, señor juez. Todos tenemos nuestros caprichos. Lo curioso es que la lencería jamás me ha interesado. Las braguitas, los sostenes... Eso no es nada comparado con un buen par de zapatos de señora. A mediados de los años cincuenta empecé a frecuentar las prostitutas de los barrios de la Malvarrosa y Ruzafa. El ambiente me parecía vulgar pero he de reconocer que esas damas sabían hacer su trabajo. Se lo digo así, entre camaradas, porque creo que usted sabe de lo que estoy hablando... Al principio, las rameras se sorprendían por mis curiosas peticiones pero después entablamos una hermosa amistad. Estaban agradecidas porque siempre les regalaba fantásticos zapatos y mi única condición era que los llevaran puestos cuando me acostaba con ellas. Por primera vez en mi vida, mis deseos ardientes estaban plenamente satisfechos. Era un hombre alegre y sano, de los que van por la calle cantando el Cara al sol. Pero resultó inevitable que Enriqueta advirtiera el enorme agujero que tenía nuestra economía doméstica. Tuve que engañarla. No podía explicarle que gastaba dos mil pesetas semanales entre zapatos y prostitutas. ¡Lo hubiera malinterpretado, señor juez! Le dije que los gastos se debían a mi colección de sellos antiguos que por desgracia había perdido en la Gran Riada del 57. Se tragó la bola pero a partir de ese momento llevó un control minucioso de mis gastos.
   Sin poder comprar zapatos de señora me sentía castrado. Y por eso decidí robarlos. En ese momento no vi otra solución. Lo más fácil hubiera sido asaltar una zapatería pero me gustaban mucho más los zapatos usados. Una vez que empecé mi colección ya no podía dejarlo. Por las noches me colaba en las casas vacías donde sabía que vivían mujeres adineradas y les robaba el calzado. Como los ladrones de los tebeos, siempre llevaba antifaz y un saco para el pillaje. Si hacía falta forzaba puertas o escalaba paredes. Jamás advirtieron mi presencia. En realidad, mis incursiones resultaban muy fáciles. Puede que tuviera una habilidad especial para el hurto... No, borre eso, señor juez. Sólo era suerte... Guardaba mi preciado botín en un armario y siempre que tenía un rato libre acariciaba y lamía mis trofeos. También me gustaba aspirar la fragancia imaginando como sería su antigua dueña. De vez en cuando también me los ponía y fingía que era una estrella de Hollywood. Por favor, no me juzgue, señor juez. Ya acabo... Empezaba a faltarme espacio en mi escondrijo así que decidí centrarme en la caza mayor. Es decir, menos zapatos pero de mayor calidad. Para entonces, la fama del misterioso coleccionista de zapatos era enorme en la región de Valencia. El Levante solía dedicarme una columna diaria en la que condenaba mi perversión. La policía trataba de capturarme sin éxito. No podían imaginar que el depravado coleccionista judeo-masónico era en realidad un apocado pescadero. En esos momentos casi me sentía como un superhéroe americano. Creo que me metí demasiado en el papel y eso fue mi ruina. Me obsesioné con los zapatos de la Fallera Mayor. Tan altos, negros, de una piel satinada... ¡Menuda tentación! Quería poseerlos. Pero un inspector de policía intuyó que me interesaría ese gran trofeo y trazó un plan muy bestia. Ató un cable de alto voltaje a los zapatos de la fallera y cuando fui a cogerlos me quedé tieso, como un pajarito. Dos semanas después recuperé la consciencia en un hospital. Me dijeron que mis fechorías comunistas habían terminado y que me pasaría treinta años a la sombra. Incluso había un sector del Movimiento que pedía el garrote vil. Mi tragedia consiste en ser fetichista en un país de fascistas...
   Y esta es la historia de mi caso, señor juez. Ya ha visto que son pecadillos de juventud. Nunca hubo malicia. Si de algo soy culpable es de revitalizar la industria del calzado valenciano... No, no me estoy burlando de usted, señor juez. Jamás me atrevería. ¿Qué dice? ¿Cadena perpetua? ¡Es un castigo desproporcionado, señoría! No, no me da la gana guardar silencio. ¡Este juicio es una pantomima! Ni silencio ni gaitas. ¡Deje de dar golpes con el mazo! ¡Es usted un fascista de tomo y lomo! ¡Ojalá algún día la justicia de este país no esté controlada por los políticos corruptos! ¿Cómo? ¿Qué me pasaré el resto de mis días sacando brillo a los zapatos de los reclusos? ¿Esa es mi condena? ¡Pues muy bien! Me imaginaré que estoy limpiando los zapatitos de Marilyn Monroe, Audrey Hepburn y Grace Kelly.

Groucho
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento


PARECE PERO NO LO ES


                               Como cada noche el insomnio echó a Andrés a la calle, solo que esta noche no era una más, había decidido que iba a ser la última.
       Sus pensamientos tan inconsistentes como él mismo cambiaban a menudo de posición, de pronto prevalecían los que "tirarse por el puente al río, era lo más acertado";  como los que tenía que haber escrito una carta al juez";  al fin y al cabo esa era la tradición  de los suicidas responsables y, no como otros que lo hacían a tontas y a locas y luego había problemas para reconocerlos, para averiguar sus datos, etc...
       No, Andrés  podía  no ser muchas cosas pero eso sí, responsable al máximo. Precisamente esa responsabilidad para consigo mismo era su sin vivir;  ya que no podía vivir de acuerdo a sus deseos, los más coherente era acabar de una vez por todas.
       Cierto que aunque hijo único, Andrés había nacido con unos cuantos hermanos siameses: el miedo, la apatía, el egoísmo, su fatalismo que se había convertido en una desesperanza crónica.
     
         La luna llena le acompaño hasta  llegar a una especie de mirador que tenía el puente. Le dio la espalda a un banco de piedra que invitaba a sentarse y se abrazó a una farola, que como un centinela iluminaba el escenario de la tragedia.

- A las buenas noches colega, qué tomando el fresco-  Andrés se dio la vuelta sobresaltado y se topó con un individuo sentado en el banco, con una     "litrona" casi llena, y todo su aspecto delataba que se trataba de un "chorizo".

      Pero como no lo había oído llegar, el puente estaba solitario, no  se había cruzado con nadie y, no había tráfico, pues estaba cerrado el mismo por obras de pavimentación.


      El susto dio paso a un cierto enfado tartamudeante,  - no, no... llevo dinero, ni nada de valor así que si quieres pincharme....- tranqui  tronco, que esta noche no estoy de servicio- le interrumpió el "chorizo".
-   Soy Ángel y tú colega.
-   ....Andrés-  sonó la voz apenas audible, mientras pensaba que el nombre de Ángel no le pegaba ni con cola.
-    Te advierto colega, que como no sea con mucha suerte, lo que es ahogarte no te vas ahogar. Con la poca agua que lleva el río, todo lo más es que pilles una intoxicación por contaminación, o te partas la crisma al llegar al fondo.

       Pero  bueno, es que este tipo que había aparecido como un fantasma, leía también el pensamiento.
-   qué te hace pensar que quiero suicidarme.
-   Porque tienes cara de aspirante a cadáver colega.
      Andrés se hubiera reído, si no fuera por la situación tan ridícula que creía estar viviendo. Pero que suerte la suya, después de haber conseguido reunir el valor suficiente para acabar con todos sus problemas, resulta que se encuentra con un "chorizo" que en vez de liarse a  navajazos con él, y cumplir como corresponde a un profesional que conoce su oficio; éste le estaba invitando a compartir su cerveza;  y lo que es peor  con sus razonamientos prácticos le estaban minando su cada vez más flaca decisión.
           Mientras Ángel hablaba, liaba un porro con mucha parsimonia y Andrés escuchaba con asombro toda una serie de razones, de verdades tan lógicas; lo veía tan claro ahora, toda su desesperanza estaba sólo en  él, en su mortal aburrimiento. Lo más fácil siempre es echar la culpa a los demás, tenía tanto miedo del miedo. Andrés no recordaba haberle dado a nadie la oportunidad de acercarse a él, encerrado en su caparazón, no había dejado que el dolor hiciera mella, pero tampoco el amor, la amistad, la alegría.

      Ángel terminó de liar el porro, le dio una calada y se lo ofreció a Andrés, que aceptó sin titubear.
-   Sí colega, la vida ya se ocupa por si sola de ponernos obstáculos, de dejarnos sin avisarnos y es tan corta que cuando nos equivocamos no siempre tenemos la oportunidad de volver a empezar. Bueno no quiero entretenerte más, que te suicides bien colega- Ángel se alejaba por el puente.
-   Oye amigo, espera me vas a dejar así, ¿quién eres tú?
Ángel  se volvió –nunca somos lo que parecemos, eres libre Andrés, de ti depende lo que hagas con tu vida. Si dejas de atenazar tu capacidad de amor, de darte a los demás, encontraras tú propio camino, hay tanta gente que necesita tú tiempo, una sonrisa, una palabra amable, un poco de afecto...- diciendo esto, Ángel desapareció de la vista de    Andrés.

       El Sol empezaba tímidamente a salir cuando Andrés volvía a su casa .Con una  sonrisa de oreja a oreja, -sus labios no estaban acostumbrados a estirarse tanto-, por   primera vez, se sentía feliz,  a gusto en su propia piel, tenía tantas cosas que hacer.
       Al lado de un contenedor de escombros de las obras, Ángel refunfuñaba consigo mismo. –Paso por tener las alas plegadas, por estos pantalones que parecen que los han cosido conmigo dentro, por estos pelos de punta. Pero  no pasó y me quejaré al comité, que eso no estaba recogido en el estatuto. No pueden obligarme a beber y fumar esas porquerías que llaman cerveza y porros.
Una especie de niebla se llevaba a Ángel, en el suelo quedaron la ropa, y dos libros pequeños, azules de páginas casi transparentes:
   "DICCIONARIO DEL PERFECTO  PASOTA"
  "ESTATUTO DEL PERSONAL ANGELICO"

Zarco
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Un año más el certamen vuelve a pulverizar nuestras espectativas. La cantidad / calidad de los relatos que estamos recibiendo es impresionante. Por ello, desde forummontefrio volvemos a pediros disculpas a todos los que no habeis visto vuestras obras publicadas aún. El proceso es algo lento, pero como dijo el caracol, todo se andará.

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Crónica de una muerte que nadie anunció


                         Una noche, en la que dormía muy decididamente despreocupado de las obligaciones de la vida mundana, en mi sueño, alguien vino, y me habló. No sé por qué me eligió, quizás porque: todos los que a esa hora descansaban, tenían imágenes más austeras, mientras que yo...
   Volviendo al tema. Mi sueño cambió su rumbo, y una figura nebulosa, me describió su crónica post- mortem. No me dijo, si era hombre, o mujer, su estado civil, o procedencia; ni siquiera su nombre, sólo me dio detalles precisos, sobre lo que habré de narrar.
     Lo último que realizé en esta vida: fue subirme al techo. No recuerdo, por qué circunstancias lo hice, y mucho menos recuerdo, las de mi accidente. Lo que sé con certeza, es que al caer mi cráneo, impactó de lleno contra el suelo. El dolor fue instantáneo, pero fugaz. Los sentidos de mi cuerpo se anularon, y unas sensaciones, ocultas hasta ese momento en mi mente, se abrieron para que pudiese; oír, y palpar aquella oscuridad. 
      La primera impresión que tengo: es que estoy en un lugar, lleno de personas que hablan a mí alrededor, que tocan mi cuerpo, y luego me depositan dentro de una caja. Allí permanezco mucho tiempo. Mi sentido de tacto mental, me decía que mis músculos, se estaban poniendo muy tensos. Sin embargo, no me incomodaba.
     El tiempo transcurre, y mi audición mental, me advierte que estoy en otro sitito; y que hay gente que conozco. Pero una de ellas, cree que logra engañarme. Mi hermana llora con amargura, y no entiendo su razón, ella me consideró un estorbo, y ahora la herencia, quedará en sus manos. Pero también hay lágrimas de sinceridad, aunque no logro comprenderlos, pues según lo que oigo, la apacibilidad que hay en mi rostro, debería transmitir, paz, y no dolor.
         En ese lugar, la temperatura era muy baja, sin embargo no tenía frío, y la rigidez de mis extremidades, me daba un beneplácito jamás experimentado. Luego de esto, mi sentido de tacto mental, se apagó. Únicamente quedaba mi audición, y esta comenzaba a irse. Sólo escuché, el ruido de una tapa cernirse sobre mí, y unos pasos que me conducían hacia algún lado.
         Para finalizar, siento un millón de manos que me aplauden, y voces que corean mi nombre. Al fin, y al cabo, no me querían tanto como decían: apenas me dejaron en aquel sitio, todos se fueron, y mi sentido de audición mental, quedaba exánime. Pero de repente, apareció la voz de mi conciencia, pero su timbre era pálido, como si sólo fuese a durar unos minutos. Me dijo que la paz, por fin había llegado. También me explico de qué manera, mis ojos comenzaban a hundirse en mi cara: como si quisiese dormir para siempre. ¡Sí, sí, es eso!, como cuando era adolescente, y entraba en esos estados de depresión, en los que solamente quería dormir, y no despertar jamás.
      Ahora tengo la seguridad, de que lo he de logar.

Jose Rivas
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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La visita de Evelyn


Y la que me armó Evelyn con lo de don Lucas es de no creer, y encima mi vieja va y se la agarra conmigo. Es así, siempre termino pagando el pato yo, sin comerla ni beberla. Lo que pasa es que los gringos se desubican, se desubican. El gringo  te escucha "Sudamérica" y tira por la borda todas las creencias: ahí ya no son más ni positivistas, ni cientificistas, ni ateos, ni laicos. Sudamérica es para ellos una mezcolanza exótica que los embelesa. Es casi como un solo país para ellos, dirigido por militares corruptos, con indios pobres explotados, magia y romanticismo. Digamos que uno dice que es argentino y el gringo te contesta que él tiene un amigo mexicano, o que le gustan las enchiladas, o que se leyó todo García Márquez. ¿Qué diría un inglés si cuando dice que es inglés le salgo conque tengo un amigo sudafricano o que me gusta Heminway? Diría lo mismo que digo yo, "¿qué tengo que ver con Heminway o con García Márquez, qué se yo lo que son las enchiladas o lo que pasa en Sudáfrica?" Y Evelyn no es una excepción, yo sabía, yo lo sabía, pero como es una chica inteligente y habla castellano como los dioses, pensé que un poco se salvaba. Pero no. A veces le digo, "sos divina, lástima que seas gringa" y se ríe pero, bromas aparte, se lo digo en serio: el problema de ella es que es gringa. Traerla al barrio de visita es un peligro, se desubica, no entiende. Sabía que algunas cosas no le iban a cerrar, por ejemplo, que acá todo el mundo se besa y ella, encantada, que besito aquí, que besito allá. No va que pasamos por la pizzería y un par de morochones le dicen no sé que guarangada, mejor que no escuché bien. Y ella, en la luna, va les sonríe y se les pone a hablar con el acentito,  ¡y los cosos cómo estaban!, y ella se acerca ¡y los besa! Un besito así nomás, está claro, pero estos tenían un par de porrones encima y se le fueron al humo y me tuve que meter. Decí que uno era no sé qué de don Battaglia, el de la pizzería, que separó y ahí quedó todo. Cuando nos íbamos ella los saludaba y me retaba a mí, que no exagere, decía. Se desubica, es gringa. Para ella todo el que anda dando vueltas por la calle es un descendiente de una raza bravía que todavía lucha. Yo no te voy a decir que no hay indios en este país, como dicen muchos, no voy a ser tan ignorante. Pero ella no entiende, ve un morochito de ojos  rasgados y ya sabe que es un chozno de Tupac Amarú, o de Moctezuma, porque para ellos somos todos lo mismo. No tiene nada que ver si los abuelos son calabreses o andaluces, ni le va ni le viene, o en el peor de los casos a lo mejor es un sobrino nieto de Pizarro, o hasta del mismo Colón. O un descendiente en línea directa de Hernán Cortés y Marina, y andá vos a explicarle dónde queda México. García Márquez, a veces creo que García Márquez tiene la culpa de todo. García Márquez, Alejo Carpentier, el realismo mágico, los escritores del boom, ellos todos. Los libros de García Márquez deberían estar prohibidos en gringolandia, en Europa y en el hemisferio norte: del Ecuador para arriba, prohibido leer a García Márquez por pernicioso. Te juro que harían un bien, porque como no lo entienden, entonces es peor. Si a Evelyn le explicás que doña María te tira el cuerito para curarte el empacho, ya te anda preguntando asustada si es porque naciste con cola de cerdo; le digo que me curaba la insolación con un plato de algodones embebidos en querosén y no sé, ya te está viendo a Remedios la bella yéndose al cielo con las sábanas. Se cree que los de acá estamos esperando que ella se vaya a dormir para salir a jugar al fútbol aéreo ese que juega Harry Potter, con las escobas voladoras. Un día le dije, "acá los únicos que se vuelan son los morochos de la esquina con la falopa". Mejor no le hubiera dicho nada, porque si le decís es peor, la embarrás. Toda la ciudad está hecha un desastre, pero este barrio ni te cuento. Cuando yo era chico era un lugar bien, jugábamos en la calle, íbamos caminando hasta la escuela que queda pasando la avenida muy tranquilos. Pero ahora es cualquier cosa, capaz que te matan para sacarte la bicicleta o unas zapatillas viejas, y si no tenés plata peor, te la dan de la bronca. Pero la que me hizo con lo del viejo don Lucas, ahí sí que se pasó de castaño oscuro y ahora ya empezó a cargosear de nuevo. Le dije mil veces que si no se deja de joder la mando a pasear, y te juro que la dejo, la dejo, y me va a doler, porque yo a la gringa la quiero. Don Lucas es un viejo adicto del barrio, no quiero decir falopero que es una palabra fea. Don Lucas trabajaba en los ferrocarriles y era conocido por todos como una buena persona, de chico charlábamos con él siempre de fútbol. Era más o menos alcohólico, como todos esos viejos, vino en las comidas y todas las tardes meta vermouth, grapa o un fernet en el club, pero borracho nunca lo vi. También fumaba como un murciélago, pero eso, también, todos. Lo de las drogas fue culpa de los médicos, de grande. Un día estaba acomodando una mercadería en el montacargas, hizo un mal esfuerzo y se jodió feo la espalda. Estuvo internado y después los médicos le recetaron no se qué inyecciones y unas pastillas para que se tome solo en la casa. Lo operó uno de esos matasanos carniceros y quedó igual o hasta peor. Se moría del dolor, el pobre hombre, y se la pasaba de médico en médico, y que más inyecciones, y que más pastillitas. De esto hace como veinticinco años y él todavía no cae en la cuenta de que es adicto: dice que le duele la espalda.
Un día habíamos ido al gimnasio y nos lo encontramos en la puerta del club. No va que el viejo me ve y me empieza a abrazar y a contarle a la gringa historias de cuando yo era chico y él me venía a ver jugar al básquet, y ella que no le entendía un carajo porque el viejo habla en esa medio lengua pastosa y no tiene ni un diente, ni postizos tampoco. Evelyn lo miraba como si se hubiese encontrado con el mismísimo José Arcadio Buendía y los fundadores de Macondo. El viejo hablaba y hablaba y se daba manija, yo le daba corte porque es un viejo buenísimo y lo adoro; pero de repente veo que el culo le empieza a repiquetear y a dar como saltitos en el lugar: se había tomado una pastillita para la espalda. Me dí cuenta y le dije a Evelyn: vamos gringa que se hace tarde. Pero ella nada, alucinada, los carozos abiertos como pantallas de cine, como uno de esos mocosos que ven por primera vez una mina en bolas. Dicen que hay gente que no sabe tomar, yo digo que hay los que no se saben falopear; porque algunos faloperos se la dan y después se quedan tranquilitos en su rincón gozándola con la voladura, pero están los que te hacen unos números de circo con bombos y platillos, y el viejo por desgracia es de estos últimos.  Yo lo vi que se empezó a despegar más del piso, rebotaba como pelota vasca, y de nuevo le dije lo mismo: vamos gringa. Y entonces el viejo se fue, lo que se dice, al reverendo carajo, se empezó a trepar por los ventanales, parecía el hombre araña, pero sin los hilitos. Evelyn tenía la boca abierta como para tragarse la llanta de un auto y el viejo don Lucas iba de mal en peor; el bufetero se acercó enojado, podría haberle roto todos los vidrios, pero don Lucas es un hombre ya mayor y me dio no sé qué de que  lo vaya a lastimar. El viejo pegó un salto y se trepó por la pared, el bufetero lo seguía desde el piso y Evelyn empezó a los gritos, ¡look at that, look at that!, decía. Don Lucas saltó de una pared a la otra, ahora ya no parecía más el hombre araña, parecía uno de esos moscardones chocando contra los vidrios; el bufetero ya largaba espuma por la boca porque don Lucas le dejaba  la marca de las suelas en las paredes y hasta le tumbó un poco de revoque grumoso del cielo raso; y ahora sí saltaba libre y se había olvidado de la gravedad.
A todo esto, ya se había reunido medio barrio en la puerta del club y la miraban a Evelyn como si estuviera loca de remate. Imaginate vos el cuadro, más como es ella alta, flaca, muy rubia, tetona, y a los gritos en inglés. Yo no sabía para dónde agarrar; si hacer bajar a don Lucas, frenar al bufetero, o hacer callar a Evelyn. Me subí a una mesa y le rogué a don Lucas que se bajara, pero el viejo estaba en plena voladura, desbocado, ya ni se reía, y hacía un ruido raro como de turbina de avión. Desde la mesa vi por los ventanales a doña Petrona, una vecina amiga de mi mamá, que me miraba dura, y no quiero ni pensar lo que andarían diciendo de Evelyn. Por ahí el bufetero se metió detrás del mostrador y no se de dónde se me metió en la cabeza que tenía guardada una escopeta. Fue entonces cuando me decidí y me elevé yo también; me sentía tan estúpido como Mary Poppins en la casa del tío Albert, cuando cantan la canción esa de la risa; ahí Evelyn sí que se volvió completamente loca y, cambiando de repertorio, empezó a gritar, "¡oh, my God, oh, my God!", decía, lo que al principio medio me confundió porque así grita a veces cuando cogemos. Y a todo esto doña Petrona ya estaría en el teléfono chusméandole mi mamá la vergüenza que le está haciendo pasar el hijito. Después de un par de fintas pude agarrar al viejo que estaba ya completamente del otro lado, pobre, eructaba, hacía unos sonidos guturales que nunca había escuchado; lo abracé y nada más que con el peso de mi cuerpo que me favorecía lo fui bajando despacito. Ya en el piso, me dio miedo de que se me desplomara, pero gracias a Dios no pasó nada, aunque todavía emitía esos ruidos ventriculares de sapo legüero. El bufetero se quedó en el molde, pero todos me miraban con una sonrisa medio socarrona por el papelón. Un muchachón  enorme, no sé bien si el nieto, o el sobrino nieto, fue el único, el único que me dio una mano y se lo llevó agarrándolo de la cintura. A todo esto Evelyn seguía gritando, "¡oh, my God, oh, my God!" como una total trastornada y todos nos miraban. La sacudí un par de veces y al final le pegué una cachetada. Entonces sí que reaccionó. Me miró a los ojos furiosa y se largó a llorar. Quise abrazarla, pero no se dejó y salió corriendo; en la esquina paró un taxi y salió para el lado del centro. Volví a casa tardísimo, exhausto y preocupado por la gringa. Como al pasar, mamá me dijo que en la hornalla había una olla con ravioles y que me los calentara si quería; clavado que ya sabía todo. Evelyn llegó como a las doce de la noche, todavía tenía el rímel corrido de llorar, pero se la veía mejor. Comió unos ravioles que le recalenté sin decir una palabra, pero cuando le pedí disculpas y la quise acariciar me sacó la cara sin hablarme. Después nos fuimos a dormir, yo no pegué un ojo por los nervios, pero la condenada gringa roncó toda la noche como un aserradero. Tres días después, ya en el aeropuerto, mamá me dio el beso más frío de su vida; a Evelyn en cambio la abrazó y besuqueó toda como si hubiese sido la nuera ideal que había estado esperando desde el día en que nací, vaya uno a entenderla. Por un par de semanas la gringa actuó como si todo hubiese vuelto a la normalidad, pero ahora ya empezó a cargosear otra vez y no me extrañaría que la muy desubicada le haya contado a la hermana o a alguna amiga. Por eso yo digo: andá, andá a explicarle vos a un gringo, qué les vas a explicar si no entienden nada.

Amargo y Sin Leche
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL NUDO EN EL PAÑUELO
                   

Cuando se dio cuenta de que tenía un nudo en el pañuelo se intranquilizó, pero no como en otras ocasiones. Esta vez muchísimo más. En esta ocasión la intranquilidad le producía angustia. Últimamente notaba que la memoria le fallaba y por ello tenía que recurrir a ciertos trucos. Cada vez soportaba menos los olvidos. Los, a su juicio, indicios de decadencia le afectaban cada vez más. No bastaba con tener una agenda que nunca se lleva encima y que además había que acordarse de consultarla varias veces al día. No, cuando la importancia de algo que había que hacer era grande era necesario recurrir a algo mucho más efectivo, decía. El truco del pañuelo era el que utilizaba desde niño para acordarse de que algo importante tenía que hacer, pero ¿qué era lo que tenía que hacer en esa mañana? No podía acordarse. Hizo un esfuerzo y luego otro. A ver, se dijo, no es algo que tenga que ver con los bancos, ni con Hacienda, ni con la secretaría de la fábrica en la que trabajo, ni con pedir hora para el médico, ni con recoger un pantalón del Corte Inglés, ni con recoger del colegio los niños que no tengo, ni con llamar por teléfono a alguien para concertar una cita. Nada, que no podía recordar la causa que le hizo hacer el nudo la noche anterior antes de acostarse. Sin embargo su intranquilidad iba creciendo a medida que avanzaba la mañana. De una forma punzante sentía que en aquella ocasión el nudo en el pañuelo había sido hecho por algo muy, muy especial. Por algo cuya ejecución de ninguna forma podría demorarse al día siguiente. Había dormido tranquilo confiando como siempre en el pañuelo, que nunca salía de su bolsillo, pero en aquella mañana, a medida que corría el reloj, se preocupaba cada vez más. Decidió entrar en una cafetería y pedir un café. De momento, pensó, dejaré la mente en blanco. Hasta que salga de la cafetería voy a pensar en otras cosas. Mejor en nada, añadió. Dedujo que le interesaba estar más tiempo que otros días con el café. Decidió que ese día le convenía alargar el recreo matutino. Así que después de hojear el periódico se dedicó a observar a todos los clientes tratando de aventurar quienes debían ser felices y quiénes no. Una vez hecho el escrutinio, viendo que el divertimiento no daba para más, se entretuvo con un ejercicio mental al que muchas veces recurría cuando estaba solo y quería alejar los fantasmas: si me permitieran elegir a una de las chicas que hay en este momento en la cafetería ¿a cuál escogería? Le gustaba mirar a las chicas y cuando veía a una preciosidad le gustaba imaginarse que vivía con ella en un paraíso, que ella estaba muy enamorada de él y que la gente les envidiaba. Nada más que eso. No era una cuestión de deseo, ni de arrechuchos de viejo verde ni tampoco vendería el alma al diablo por volver a una esplendorosa juventud. Se trataba simplemente de un puro goce estético, de imaginar una vida que se justificara con el continuo placer de un deleite continuo puramente visual. Cuando decidió a la que escogería, aquél día tuvo que elegir solo entre tres, se dio cuenta de que ya hacía rato que había terminado el café por lo que decidió irse y ya en la calle, de nuevo le vino el sobresalto. De nuevo la zozobra. Estaba igual: seguía sin acordarse de nada. De pronto pensó que podía llamar a su mujer para preguntarle, pero tal posibilidad la rechazó después de considerar las dos posibilidades que se le presentaban: o bien no tenía ni idea de lo que se trataba y le decía que la había despertado, o bien sí que lo sabía y no se lo decía para que aprendiera, por desmemoriado. Ella, que era muy dormilona, era así. Además no había que desestimar la bronca que se llevaría, que se daba por descontada en ambas posibilidades. Luego, pensó que podía ir a una adivinadora de las que echan las cartas. Lo de las cartas no lo tenía muy claro pero lo de las rayas de la mano sí, desde que en una ocasión una gitana les pronosticó, a un amigo y a él, un accidente de coche mortal y se cumplió en el caso de su amigo. En su caso no, afortunadamente. Dicho y hecho; así que fue. Cuando la adivinadora se dio cuenta de que la pregunta requería una respuesta concreta e inmediata y de que, por lo tanto, no se podía ir por las ramas como de costumbre, le dijo que no tenía un buen día, que volviera otro, y que por si fuera poco la bola de cristal no estaba bien limpia y no tenía zumo de enebro en ese momento (es bien sabido, le dijo, que las bolas de cristal se limpian con un cocimiento que contiene entre otros ingredientes el zumo de enebro). Le preguntó que si el tarot servía y le dijo que solo para casos de dinero. Le preguntó luego que si las rayas de la mano podrían decir algo, pero le contestó que para los olvidos no sirven. Así que se marchó, después de perder treinta euros en el intento, con una oscilación instalada en su cabeza: ¿y si no es para tanto? ¿y si lo es? ¿y si, no? ¿y si, sí? sí-no, sí-no, sí-no.... igual que el péndulo de un reloj de pared en el interior de una casa aburrida, por la tarde y con un cielo totalmente encapotado. ¡Nada, nada de nada! Comió como Santa Teresa: sin comer en él. Después de devorar el menú del día no hubiera sabido decir qué había comido si se lo hubieran preguntado. La tarde, con la comezón interior, no fue mejor que la mañana. Su trabajo lo desarrolló de una forma mecánica, de oído, sin leer partitura alguna. Siguió así, sin acordarse de algo que probablemente ya quedaba poco tiempo para hacerlo. Quizás solo unas horas. Quizás ya se habría terminado el plazo. Además temía llegar a casa pues su mujer se lo notaría y le diría, de mal genio, que siempre estaba igual. Así que una vez más hizo un gran esfuerzo pues se dijo que lo que se suponía que tenía que hacer, la causa que había hecho anudar el pañuelo, tenía que salir del anonimato forzosamente; así que cuando salió por la tarde de la oficina, para que se le soltara todo de una vez, decidió tomar una copa en el bar en el que había tomado el café por la mañana. Había más chicas a esa hora pero no seleccionó ninguna esta vez. Su cabeza estaba para menos frivolidades que por la mañana. No solía tomar copas, y menos fuera de casa, y quizás por eso decidió pedir un whisky muy bueno. El mejor que conocía. Le sentó muy bien y como fue así pidió otro. Empezó a ver las cosas de otro color. Ya no le interesaba la felicidad de los clientes, ni la longitud de la minifalda más corta del establecimiento. Ya podía olvidarse a ratos de lo que le mortificaba. Una paz interior intentaba invadirle y ya empezaba a no pensar en nada cuando pidió la tercera copa de lo mismo a la que siguió la cuarta y así cuando salió por fin del establecimiento eran casi las diez. Era tarde. Decidió coger un taxi y cuando estaba a punto de hacerlo otro taxi lo cogió a él, fue un descuido, y después lo cogió una ambulancia y desde la ambulancia llamaron por el teléfono a su esposa. En el listín de su teléfono móvil aparecía María. Llamaron a María pero no era ella; no obstante les dio el teléfono que buscaban. Cuando Marta llegó al hospital ya no había nada que hacer. Se quedó sentada en una silla contemplando a su esposo y a la vez observando la cesta en la que habían guardado todas sus pertenencias: además del pañuelo anudado, las llaves de casa, unas monedas, el teléfono móvil y en una carterita el carnet de identidad, una tarjeta de crédito y un billete de veinte euros. Era todo lo que llevaba encima, le dijeron. Al ver estos objetos, que en esas circunstancias transmitían una angustiosa nostalgia, rompió el llanto que hasta ese momento había logrado, más o menos, mantener confinado. El pobre, dijo en voz alta entre sollozos, se había olvidado un año más de mi regalo de cumpleaños. ¡Y eso que le había hecho un nudo en el pañuelo que era como ponerle una etiqueta en la memoria! Lo pasaba muy mal cuando se daba cuenta de que se le había pasado la fecha, le dijo a María su mejor amiga que allí estaba, a su lado.

OONA
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento


Jodido perro


El habitáculo del ascensor tiene el espacio justo para dos o quizá tres personas. No más. Aunque el espejo intente hacer que el espacio parezca mayor, es en vano. Uno entra en un ascensor y se empequeñece hasta empatizar con una sardina en lata. Aquí han fumado, piensa ella mientras aprieta el botón del cuarto. Las puertas se cierran de golpe. Las máquinas hacen ruido para elevar la cabina. En la pantalla del panel de botones, los números desfilan: 1, 2, 3.
La luz se apaga. El ruido de máquinas cesa repentinamente y el ascensor se para en seco. Ella y el carro de la compra, con el pan, las lechugas, las manzanas, los pepinos y las pescadillas se quedan atrapados entre el tercer y el cuarto piso. No puede ser, piensa, tenía que ser justo ahora. Nunca es un buen momento para quedarse atascada en un ascensor, pero para ella ahora es un mal momento porque el pobre perro estará desesperado ya que es su hora de salir a la calle. Aporrea las puertas y grita, ¿Hay alguien ahí? ¿Oigan? Me he quedado atrapada en el ascensor. Nadie contesta.
Pasan los minutos. Va camino de la media hora. Se sienta en el suelo a esperar porque no puede hacer otra cosa. Tiene demasiada edad incluso para ponerse nerviosa. Solo piensa en el perro. El dichoso perro al que no puede ni ver. Su hija se ha ido de vacaciones y le ha dejado al animal para que lo cuide mientras está fuera. Trató de oponerse pero no hubo manera. A veces te miro y pareces que vayas a abrir el hocico y te pongas a charlar como una persona, le suele decir mientras le pone la comida en el cuenco.
El pequeño espacio empieza a agobiarla. Las paredes parecen empezar a menguar en la oscuridad. Respira con dificultad. Se asfixia. Un bombero grita desde el otro lado de la puerta, No se preocupe señora, enseguida la sacamos.
El aparente ataque de pánico deviene en un ataque al corazón. La sirena de la ambulancia resuena. Por el cristal ve la luz naranja que se refleja en los edificios mientras el médico utiliza el fonendoscopio. Piensa en el perro. Mueve los labios debajo de la mascarilla de oxígeno y dice en un hilo de voz, Cuando llegue se habrá meado en la alfombra del salón. Jodido perro.

Joe Bell
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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La Esperanza varada


Año de nuestro señor 2009

La Esperanza, a 23 de junio...

Llevo varios meses a la deriva, nadie gobierna mi nave. Mi tripulación quedó lejos de aquí. Volví a enrolarme en el barco de mis necesidades más primarias, la búsqueda incansable de mi destino. Anoche todas mis enmohecidas ganas de seguir adelante encallaron en los arrecifes de la bajeza más insultante.
Sentado en el cada vez más pequeño camarote bajo el puente de este montón de madera correosa y descolorida, escribo la crónica del que probablemente sea mi último viaje. La sal ha oxidado mi sonrisa, el agua encharcó mis pulmones y mi corazón está lleno de carcoma.Únicamente el ron es capaz de diluir mi ansiedad, ron que guardo en la rancia despensa y de la cual hoy saqué la última botella.
Mirando por la claraboya observo como el viento agita el velamen negro, roído y echo girones, gracias al sol, en una danza fantasmagórica que parece echar de menos la bandera bucanera que abrazaba el asta hoy desnudo y quebrado por la postrera tormenta que sufrió mi embarcación.
Hoy más que nunca necesito sentir el aire en mi rostro, la caricia de la infancia y el abrazo de las melodías antiguas, pero los quebrantos del casco desgarrado por mi incapacidad de virar a estribor y los finos corales, me sacan del trance. Noto como las olas golpean fuertemente contra el cuerpo magullado de mi Esperanza, mientras se desangra, mezclando su brea con el agua del mar que se empeña en hundirla sin darle tregua.
Durante este éxodo forzoso me he encontrado con buenos marineros, que sin saberlo han cogido el timón de mi vida y la han hecho más soportable. Pero la oscuridad que ilumina mis ilusiones ha sido demasiado espesa para poder licuar toda la desidia que fluye por mi riego sanguíneo. No he sido capaz de achicar toda la tristeza que inunda las bodegas de mi optimismo.
Navegué los últimos días bajo la línea de flotación, lo que sin duda anunciaba el apocalipsis de mí travesía. Hoy, aquí sentado, con la única compañía de las húmedas páginas de mi cuaderno de bitácora, el cual narra aventuras de otros tiempos, sigo garabateando, con las pocas fuerzas que me quedan, el final de este pirata...

Er Killo de Kadifornia
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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TE CONOZCO MEJOR QUE TÚ MISMA


   ¿Qué haces? ¿Estás loca? Suelta esa cuchilla, estoy segura de que no vas a ser capaz de cortarte las venas por mucho que lo estés pensando. Lo sé porque te conozco mejor que tú misma.
Así, muy bien, eso es, eso es, déjala encima del lavabo.
   Échate a llorar si quieres, eso sí que se te da bien. No sé por qué te quejas tanto. Eres una de las personas más importantes del país, aunque el gran público no te conozca. Eres la asesora personal de un ministro, le escribes los discursos. ¿No te acuerdas de aquella vez que los periódicos dijeron que aquellas palabras habían sido la causa de que el gobierno mantuviera el poder cuatro años más? Todos elogiaron a tu ministro, pero aquellas palabras eran tuyas, te llevó escribirlas toda una semana –la que se suponía que debía de haber sido tu semana de vacaciones-. Mientras lo escribiste, acariciabas a Ramiro, el gato persa al que le das todo tu cariño.
¿Qué pasa, te quejas porque ya no eres joven?
Sí, vale, ya se han pasado los domingos de resaca y botellita de agua; pero es porque se han diluido en un trabajo fenomenalmente pagado. Eres de las pocas personas que pueden permitirse quince días de vacaciones en cualquier lugar del mundo sin hacer tambalear su economía. Tuviste que huir de aquella espiral de alcohol y desenfreno que envolvía a toda tu pandilla, tuviste que huir de ella el día que te ofrecieron ser una asesora independiente de uno de los hombres más poderosos del país. Ahora sonríes, ¡cómo somos las mujeres!, ¡capaces de llorar y reír en menos de un minuto! Y sé que sonríes porque sabes que aquel trabajo te llegó de rebote, de casualidad. Sí, recuerda que todo fue porque a la lectura de tu tesis fue aquel amigo de tu director, aquel que jugaba al golf con el ministro de economía. Acabó enamorado de tus planteamientos y aún más enamorado de los ojitos que le pusiste. Sí, no te hagas la tonta; recuerda cómo le miraste durante el banquete que tuviste que pagar a los miembros del tribunal (comida a la que se autoinvitaron unas pocas personas de más; la excusa fue celebrar que ya eras doctora).
   Aunque tengamos algunas diferencias –yo soy zurda, tú diestra; yo no salgo casi nunca y tú procuras hacerlo siempre que puedes...- te conozco mejor que tú misma. Por eso te gusta que hablemos cada vez que estás deprimida, porque soy la única que te comprende, la única que sabe que te importa un pito ser una triunfadora en el mundo del trabajo (algo, que reconocerás, es aún más difícil en la selva de lobos en que se ha convertido el cosmos político). Solo tú y yo sabemos que tu problema es Javi, que él es el que te hace estar deprimida. Verle en la tele te ha vuelto loca (allí le llaman Javier Zabalza). Y es peor aún, le descubres en todos esos carteles que abrigan las marquesinas (donde le presentan acompañado de su grupo, "Los Rajaos"). Por eso querías suicidarte. Pero te aseguro que ningún hombre vale tanto.
   Lo vuestro duró poco más de dos meses (o como dice en una de sus canciones, "duró lo que dura un charco de lluvia en el umbral, en el umbral de tu portal"), pero te marcó de por vida. Y mira que todo empezó de una forma muy tonta, que fue algo tan absurdo que solo sería propio de un relato de un escritorucho de tres al cuarto. Josefi, esa maldita amiga tuya que nunca te ha querido, te ofreció ir a verle al backstage durante un concierto. Yo creo que lo hizo porque quería ir con una amiga más fea que ella al lado, para que destacasen su melena ultrarrubia y sus piernas de estatua griega, esas que llevaba embutidas en su "putifalda" de quinceañera. Porque te lo digo en serio, ya es hora de que pases de ella, que no te ha dado más que disgustos. Ella es la que hace que sigas siendo una chica gordita y con granos, aunque ahora estés metida en un cuerpo de la talla treinta y ocho y tu cutis parezca de piel de melocotón. Quizás ese sea otro de los problemas que tienes, que eres incapaz de darte cuenta de que ahora estás buena, que ya no eres la chica que, en plena adolescencia, fue rechazada cuando se ofreció al guapo oficial de la clase por medio de una carta escrita durante la hora de física y química (enviadada durante la aburridísima clase de filosofía). El régimen semivegetariano y la hora diaria en el gimnasio han hecho milagros en tu cuerpo, pero tu mente sigue perteneciendo a la empollona de la clase que solo destacaba por sus dieces (y no porque saliera con ningún chico guapo, que es lo que a ti te habría gustado).
   Josefi quizás sea un poco culpable de eso, porque es incapaz de lanzarte un piropo más allá de "esos pendientes son muy monos", mientras que tú sabes que se te lanzaría al cuello si no le dices lo guapa que va todos y cada uno de los días.
   Pero volvamos al tema de Javi (el nombre con el que pocas llamáis a Javier Zabalza). Las dos os enamorasteis platónicamente de él a los veinte años, cuando compartíais pupitre en la facultad. Fue una de las cosas que os unió. Por eso, cuando ella te dijo que tenía aquellas entradas -porque le habían mandado hacerle una entrevista al líder de otro de los grupos que tocaba en aquel festival-, os pusisteis a dar saltitos, como cuando estudiabais periodismo.
   ¿Quién te lo iba a decir entonces? Ella iba a colarse como reportera en Rolling Stone y tú ibas a ser la mejor asesora que iba a tener el ministro de economía. Quizás tu poder sea lo que hace que aún no te haya abandonado, porque su objetivo en la vida sigue siendo cazar un buen marido. Desde luego que su madre hizo con ella un trabajo eficiente, porque no acepta a ningún chico cuya cuenta corriente no tenga ceros grandes. Eso sí, su chabacanería acaba logrando que ninguno de los que ella quiere para sí dure más de dos días en sus brazos (y en su cama). Quizás se cumpla con ella la frase que Woody Allen suelta en Annie Hall: "no me enamoraría de nadie que pudiese enamorarse de mí"(o algo parecido, nunca he tenido buena memoria, como bien sabes desde niña).
   El grupo de Javi ni siquiera era el plato fuerte de aquel concierto. Según te enteraste poco después, le contrataron a última hora para rellenar una baja. Pero a ti y a Josefi os dio igual. Mientras ella hacía la entrevista, Javi –vuestro Javi- se acercó a ti y te preguntó quién eras. Estaba claro que estaba coqueteando. Siempre has sido de las que te han gustado los que no te hacen ni caso, los que son un reto para ti; pero esa vez te deshiciste como un cubito de hielo al sol. Él babeaba por ti, se le notaba. Quizás una de las razones para enamorarte fue que siempre le habías visto como algo inalcanzable o quizás fuera porque querías demostrarle a la perra de Josefi que, por una vez, ligabas más que ella.
   Aquella noche ganaste un novio infiel y perdiste una mala amiga (que solo recuperaste cuando Javi te dejó). El primer mes fue algo magnífico, quizás porque estabas de vacaciones y tus jefes no te presionaban, quizás porque los hombres tardan un mes en fijarse en otra o quizás porque el destino tenía preparado aquel regalo envenenado para ti. Solo sé que después empezaste a no poder dedicarle más que las noches y que él se volvió más distante. Eras capaz de aguantar su indiferencia, y por eso no le montaste el numerito. Pero cuando Josefi te dijo que le había visto con otra en una cafetería, "sobándola como un pulpo", no pudiste aguantarlo. Quizás ahora le perdonarías, quizás.  Pero lo peor fue lo que hiciste aquella tarde. Sí, ya sabes, no te hagas la tonta, eso de registrar sus cajones. Sabías que ibas a encontrar algo, pero no esperabas que fueran aquellas esposas forradas en piel de oso de peluche rosa –aquellas que tú te habías negado a comprar con él-, junto con las fotos de una ultrarrubia de bote. Sus mil disculpas supieron a engaño y ahí sí que tú has sido siempre una experta, para eso trabajas entre políticos.
   Sabes –las dos sabemos- que Josefi solo vino a decírtelo para demostrarte, una vez más, que ella tenía una vida amorosa mejor que la tuya. Esa ha sido siempre su forma de ser: "solo te quiero a mi lado cuando pueda pedirte algo o cuando pueda demostrarte que la vida me va mejor que a ti".
   Estoy segura de que esa cuchilla con la que estabas a punto de hacer una tontería ha llegado a tus manos, no solo por culpa de Javi y por la presión en el trabajo, sino que también ella ha tenido algo que ver.
   ¡Qué fácil era todo cuando tenías seis años! Entonces lo único que te podía deprimir era que se te rompiera una muñeca o que no pusieran Candy-Candy en la tele porque estaban emitiendo un partido de fútbol (o el campeonato del mundo de atletismo).
   Claro, que encima de todo lo que ya tienes, está tu madre. Reconozco que tiene que ser un coñazo aguantarla. Nunca ha valorado lo que haces. Parece más preocupada que tú en que encuentres un marido. No te lo metió a machamartillo de pequeña, como a Josefi, pero lo intenta hacer ahora. Para colmo, se empeña en repetirte, cada vez que la llamas, que no entiende por qué estás haciendo un trabajo de hombres en lugar de buscarte "una cosita más femenina". Y eso que no te has dedicado a obrero de la construcción (que encima ganarías muchísimo menos). Se está haciendo mayor y cada vez está más pesadita la pobre. Y encima sabes que, como eres hija única, te va a tocar cargar con ella en cuanto le empiecen los achaques. Y eso sí que te puede dar la puntilla; porque si algo te hace sobrevivir es poder aislarte del mundo en tu ático. Tienes cientos de novelas para el fin de semana y te traen a casa todos los periódicos nacionales y algunos locales. Eso es lo que te permite estar en pijama desde la noche del viernes hasta la mañana del lunes. La comida a domicilio hace que todo sea, además, mucho más fácil.
   Quizás lo de esta mañana haya sido ya demasiado: lo de ver en el periódico que Javi se va a casar con una que tiene cara de paleta te ha hundido del todo. Las carnes empiezan a conocer íntimamente a la gravedad y tienes miedo de quedarte sola, tienes la impresión de que ese fue tu último barco. No sabes si temes la soledad porque la va a destrozar tu madre o porque existe ese famoso reloj biológico del que hablan en las series de la tele. Solo sabes que te asusta. No te preocupes, yo estaré aquí cada mañana para que hables conmigo, para que te desahogues, para que grites, para lo que necesites. Lo llevo haciendo desde que la memoria te permite recordarme y lo haré siempre. Sabes que, desde el otro lado del espejo, soy la que mejor te comprende, la única a la que no puedes engañar, la persona que te conoce mejor que tú misma.

Pablo Bazo
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Donde habita mi corazón


    Olisqueo incesantemente el aroma del tomillo entremezclado con el de la jara. Me relaja pensar que por mucho que cambie el mundo esta sensación la tendré siempre junto a mí. Cierro los ojos y recuerdo momentos de mi niñez correteando con mis amigos por los peñascos del Teso. Ahora todo reposa en el más absoluto de los silencios. Los chavales estarán en sus casas con el dichoso ordenador o jugando en el bar a las máquinas. ¿Es posible que en sólo diez años todo cambie tanto?

     Abro los ojos y una amalgama de colores palpitantes se agolpan en mi retina. Es complicado prestar atención a una única cosa. En el horizonte, entre los pinos y las encinas está la Sierra de Carpurias. Serena y majestuosa se enorgullece de los tesoros que alberga. El Castro Romano es uno de los más visitados de toda la comarca. Justo al otro lado se ve una chopera enorme y junto a ella el río Eria corre incesante bordeando Santa María hasta encontrarse con mi pueblo, Morales. A mis pies se extienden todas sus casitas y huertas. Las personas parecen hormiguitas caminando de un lado a otro. En la plaza distingo pequeños corrillos que, aunque desde aquí no puedo ver ni sus caras, sé de buena tinta que le estarán haciendo un traje a medida a más de uno. Hoy es domingo, y eso se nota en las calles. La misa ha terminado hará una hora y las calles respiran alegría y bullicio. Normalmente ahora en el verano nos reencontramos todos los "forasteros" con los que viven aquí todo el año. Es un momento que espero durante muchos meses.  Pero mi abuela ha ido a la Iglesia y a mí no me hacía mucha ilusión que digamos. Así es que me he puesto mi chándal y mis zapatillas y he subido a la montaña para hacer ganas de comer. Es un paseo interesante. No sólo por los mosquitos que te comen viva o por los espinos que te taladran la piel, sino por las bodegas excavadas en las paredes de roca. Son dignas de ver. Pero como pasa con todas las cosas cuando te acostumbras a ver una rareza te acaba pareciendo insignificante. Por eso aprovecho los primero días para dar una vuelta por todos los recovecos. Pero con calma, que después de estar un año entero entre atascos, polución, marabuntas de gente atropellándote sin piedad, las largas esperas en las paradas del metro.... una necesita un período de adaptación para enfrentarse al paraíso. Creo que un adicto a la ciudad jamás sería capaz de apreciar ésto. Es triste pero a veces pienso que es nuestro mejor antídoto para no ser invadidos y destruidos. Y, a lo tonto, ya son las dos. Es la hora oficial de la comida en casa de la Señora Amancia. Vamos, que voy a llegar tarde. Ponle veinte minutos de bajada rápida y ya tenemos la primera bronca de las vacaciones. Me ha cocinado pollo de corral y, según mi abuela, tiene que ser comido en su punto justo. Vamos, ese punto que tiene justo a las catorce horas. A la par que me voy torciendo los tobillos con los malditos pedruscos me voy temiendo lo peor. Como si a un Real Decreto se debiera, aquí todo el mundo se va a casa a la misma hora. Me toparé con todos los vecinos que hace mucho que no me ven y se puede hacer eterno. Así que cuando entro en la primera calle cojo un atajo. Es una reguera que hay entre varias casas que une el Barrio de Arriba con el de Abajo para desaguar en los días de tormenta. Me cercioro de que no haya moros en la costa y me cuelo en la calleja, por llamarlo de alguna forma. Cuando era pequeña la recorría a diario con una pequeña jarra de cristal hasta la bodega para coger vino fresco para la comida. Ha cambiado mucho desde entonces, hay muchas piedras que dificultan el paso pero no me queda otra. Pronto estoy en el Barrio de Abajo. Corro hasta el molino y me meto entre las huertas y en un suspiro estoy en casita. Entro corriendo y allí está mi abuela sentada en el escaño del colgadizo. Tiene cara de pocos amigos. Sin decirme ni esta boca es mía se levanta y va a la cocina. Ya había puesto todo sobre la camilla. Y la verdad, es que el pollo ya no ahumaba. Bueno, en cualquier momento me caería una buena. Pero como ya me conozco todas las jugadas me adelanté.
- He estado en el Teso y pasé por la bodega nuestra y por el atajo del Barrio Arriba – Me sorprende que sólo llevo unas horas aquí y ya tengo el acento pegado ¡pero bien pegado!
- ¿Y el pollo tiene la culpa de que tu tuvieras ganas de pasear? Que esto no es Madrid. No hay atascos.- Vale, esa no la veía venir. Esta mujer no cambiará nunca.

     La comida estaba buenísima. No me entraba nada más, ni siquiera podía beber agua. Me levanté y fui a la fregadera a lavarme las manos. Las tenía pegajosas, señal de buen pollo, o eso dicen. Me puse los guantes y ¡a recoger toca!  Mi abuela se fue a dormir la siesta. Yo acabé con la cocina hasta que todo quedó lo suficientemente reluciente como para poder irme. Entré en mi habitación y me puse el bañador.
-   ¿Piensas ir andando al río? – Al oír eso me dejé caer sobre la cama.
Salí al corral y subí las empinadas escaleras de madera hasta la panera. Entré, pero todo estaba tan oscuro que no veía ni por dónde andaba. Encendí la luz y ahí estaban todos los trastos de una vida entera. Y, entre ellos, mi bicicleta. Estaba llena de porquería. La bajé como puede y la llevé cerca de la pila para darle un repaso. Le hinché las ruedas y le engrasé la cadena. ¡Ya estaba lista! Abrí el portón y salí con mi mochila al hombro hacia La Plaza. Allí estaban todos esperándome con caras de pocos amigos.
-   ¡Chicos no me di cuenta que tenía la bici en la panera!
Como si no hubieran oído nada comenzaron a dar pedal. El sol pegaba con todas sus fuerzas en nuestra cabeza así que el paseo se convirtió en un castigo. Después de tres largos kilómetros llegamos al río de Vecilla. Estaba lleno de gente y casi no teníamos sitio ni para dejar las bicis. Nos hicimos un hueco como pudimos e instalamos el campamento base. Extendimos las toallas y sacamos las cartas para echar unas partidillas. Hace años hubiéramos dejado todo tirado en el suelo y hubiéramos corrido hacia el agua, pero la edad lo cambia todo. Tras perder unas diez veces seguidas me tumbé observando cómo jugueteaba el viento con las hojas de los chopos. Siempre me ha encantado ese sonido. Es muy relajante. Por un momento me dio la sensación de no tener a nadie a mí alrededor. Hasta que alguien escurrió su pelo sobre mi cuerpo y me hizo volver a la realidad. Creo que me meteré en el río. Lo mejor es hacerlo muy rápido para no notar el frío. El agua está corriendo todo el año y jamás se calienta. Y, prueba de ello, son mis dientes castañeando. Nadé un rato y salí a secarme. Después de unas largas charlas y de horas cotilleando, el sol se empezó a ocultar tras las montañas. La suave brisa veraniega se convirtió en un vientecillo del norte bastante frío. Recogimos las toallas, las chancletas, las cartas, los balones... y nos subimos a las bicis ¡Me encantaba el camino de vuelta! La puesta de sol tras Carpurias es preciosa. A lo lejos, se puede ver como nuestro pueblo se va quedando lentamente en penumbra. Las golondrinas empiezan a sobrevolar nuestras cabezas y los grillos acompañan nuestra conversación. Al fondo ya vemos el cartel de nuestro pueblo, Morales del Rey. Tenemos que cenar rápidamente y cambiarnos porque por la noche hay verbena. Son las fiestas de San Pelayo, el patrón de nuestro pueblo. Y es que aquí no hay tiempo para el despiste. Constantemente tienes que estar lista para lo que venga. ¿Conocéis unas vacaciones mejores que las nuestras?     

Margarita Rosales
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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LA META


Dejó que sus palabras flotasen en el aire. Se detuvo unos instantes y el sonido de su voz se paseó enérgica, convincente  y poderosa. Se imaginó cambiando el tono de su discurso por otro inesperado, por palabras incoherentes y que hubieran quebrado toda la magia del momento. No lo hizo, tenía que seguir adelante,  el poder era su meta y debía continuar. Hacía tiempo que sólo vivía para eso, para seguir subiendo peldaños, cada vez más altos y difíciles.
Sus palabras fueron ocupando, con una lenta cadencia, su lugar en los oídos de las personas que asistían al discurso. Palabras  con la tonalidad exacta, que se reforzaban entre la gente, imponiendo esos momentos en los que la emoción hacía que nadie se atreviera a respirar. Dejándoles el placer de creer que habían ganado ellos también.
Miraba a la multitud que se agolpaba, que constantemente  le interrumpía, enardecida, estallando en aplausos. Tenía los ojos fijos en unas hojas de letras invisibles, aunque las palabras salían de su boca bien aprendidas para no dejar el más mínimo resquicio al error, conocedor de  qué era lo que la gente esperaba. Se sentía al borde de un abismo sin fondo al que era capaz de saltar para resurgir de él fortalecido y abarcarlo todo. Capaz de obligar a la multitud a aplaudir, a estar pendiente de todo cuanto hacía porque él era su líder, su guía.
Hablaba y movía las manos como si se tratara de un director de orquesta que hace sonar los instrumentos a una orden suya.


Su mujer lo miraba desde la primera fila. Fijaba la vista en su rostro, como hipnotizada. Ella le conocía desde hacía muchos años,  pero asistía emocionada y a la vez compasiva al derroche de energía que había en él y esas ansias de victoria que le hacían aparecer a sus ojos como un hechizado que sigue un camino perfectamente marcado, pero desconocido. A veces pensaba que la hubiera abandonado de no ser un instrumento más para sus objetivos, algo decorativo que necesitaba que lo acompañara en muchos de sus actos.
Miraba su frente llena de pequeños puntitos brillantes que corrían como estrellas por ella. Sólo perdía sus estudiados movimientos para recolocarse las gafas que,  debido a algunos ligeros movimientos de cabeza,  se le habían bajado, aunque hasta ese movimiento parecía calculado. Al final él apoyó las manos en el atril, como si quisiera descansar todo el peso del cuerpo en los brazos y dio por terminado el discurso y entonces, con un pañuelo inmaculado, se secó el sudor de la frente.
Sus ojos la miraron pero ella sabía que no la veía, como tampoco veía a nadie, mientras la gente, con el pulso alterado, prorrumpía en aplausos y gestos de júbilo. Las banderas se movían frenéticas, agitadas por brazos emocionados. Repentinamente,  se quitó las gafas, levantó los brazos y ante la aclamación general abandonó el escenario.
Cuando subió al coche,  que le esperaba a la puerta,  martilleaban en sus oídos los gritos de la enloquecida multitud que lo ensalzaba.


¿Quién podía esperar aquel cambió de vida tan  radical?  Él siempre había sido uno más en el pueblo, sin destacar, con su trabajo, su familia y sus aficiones..., nada más. Un trabajador afiliado a un sindicato y que ocasionalmente colaboraba en los trabajos de la alcaldía por ayudar a un amigo. Ella lo quería así, con su rutina y su mediocridad, no necesitaban nada más y sabía que sólo de esa manera podrían volver a ser felices.
Pero le conocía bien, sabía que en su interior se ocultaba un ansia real de destacar que siempre había ocultado como un embrión congelado esperando el avance científico que le permitiera desarrollarse. Y un buen día,  la oportunidad inesperada: ¿por qué no ir en la lista de candidatos en el pueblo? No iba a salir porque estaba colocado demasiado atrás, él sólo rellenaba un espacio que nadie quería. No le pareció mal y aceptó ocupar aquel puesto final de la candidatura. La victoria fue  inesperadamente amplia y salir elegido, como en otras ocasiones, una casualidad que daba posibilidades a alguien que, sin ella, hubiera tenido una vida monótona, rutinaria y, posiblemente, feliz. Ella le conocía y le quería con sus miedos y sus problemas, con las diarias pequeñeces que siempre habían formado parte de sus vidas.

Sus compañeros descubrieron en él un hombre trabajador y brillante que supo aprovechar la oportunidad que tenía cuando gracias a su tenacidad y a la fortuna pudo colocarse en un buen lugar dentro del partido.  Asumió el trabajo que cada vez fue una carga mayor. Cada noche, en un despacho improvisado en una habitación de su piso, se sumergía en las profundidades del trabajo político buscando remedios e ideas para cada nuevo problema  o proyecto que surgía.  Buceaba entre colosales textos para encontrar soluciones. Había estudiado la teoría de los grandes pensadores y encontrado en ellos su camino. Ella le conocía y sabía de su sufrimiento cuando surgía alguna limitación que suplía con la férrea disciplina del trabajo. Cuántas noches le veía salir del despacho desencajado, agotado por el esfuerzo realizado sin descanso, algunas veces satisfecho por haber conseguido progresar en la dificultad. Ella sabía que aquellos pasos de gigante eran  pasos malditos,  era  testigo mudo de su lucha interior por ganar unos peldaños y colocarse un poco más arriba.  Fue el escudero fiel que soportó sus caprichos y  el mal humor de su señor recogiendo del suelo, una y otra vez, los instantes de desamparo para mantenerlo en la línea de flotación. Para ella fueron días de trabajo, desesperanza y silencio para luego verlo resurgir de las cenizas cuando estaba delante del público. Sin fallos, hechizador. Era un estudio milimétrico y, él, un matemático de la palabra.
Hacía tiempo que se había dado cuenta de que ya no podía ayudarlo. Los dos lo sabían. Y había aprendido a vivir a su lado y con su ausencia,  rota sólo por los instantes en que entraba en su habitación y él la miraba con indiferencia. Estaba casi segura de que en muchas ocasiones se odiaba a sí mismo y a todo lo que lo rodeaba, de que nada le importaba salvo esos escalones invisibles que cada día le acercaban un poco más al poder máximo a que podía aspirar. Ella lo miraba salir a hurtadillas de su despacho como un ladrón nocturno, sin decir nada, en busca del aire freso del pasillo. Llegó a reconocer algunos momentos de tranquilidad por las notas de alguna música que atravesaban la casa y llegaban a sus oídos. Entonces caminaba, ligera, hasta su lado y le hacía compañía unos instantes hasta que se quedaba dormido. Después, como un acorde disonante, sin ruido,  desaparecía como si fuera un fantasma que traspasaba las puertas. Ya sabia en aquellos momentos que tenía una amante pero no dijo nada y lo acompañó en el camino.
En esos instantes se preguntaba si la quería o era simplemente costumbre. No le pidió que eligiera entre ella y su trabajo, estaba segura de su derrota.

Él se abría paso entre los demás con el fanatismo de los creyentes ante su último día. Había oscurecido el camino de cualquier otro compañero hasta llegar a ser el primero. Había estudiado todo de forma apasionada, había conocido todos los entresijos de la política para moverse  con el silencio de un cazador felino entre ellos, devorando en su escalada los días y las noches, amistades e ideologías, placeres y tantas cosas que en otro momento significaron algo importante. Fuera de su despacho una sonrisa humilde escondía su locura.
Ella asistió a todas sus luchas acudiendo a su lado en todas las victorias, desde su entrada en el consistorio de aquel pueblo hasta el momento en que podía llegar hasta lo más alto.
Él esperó rodeado de sus colaboradores hasta que el recuento de votos le dio la victoria. Se situó ante sus incondicionales que bramaban entusiasmados por el derroche de retórica. Su palabra les permitía hacer un hueco a sus ilusiones. Había empleado muchos años  para llegar hasta allí y en ese momento ejecutaba el discurso con elocuencia, sin errores ni vacilaciones.


¿Dónde había quedado todo por lo que empezó: sus ideas sencillas, ayudar a sus amigos y sacar adelante los problemas del pueblo con su trabajo? Sólo ella había comprendido que todo ese camino era una loca carrera hacia el precipicio. Después de aquel discurso se marchó sin decir a nadie dónde iba, ella lo esperó paciente y ansiosa en su casa, caminando por la soledad de sus habitaciones. Le seguía queriendo, habían trazado muchas rutas juntos y deseaba verle aparecer en cualquier momento, que entrara y se sentara a su lado para compartir cualquier problema, pero las luces de la mañana hicieron trastabillar sus esperanzas.
Cuando sonó el timbre de la puerta estaba sentada sola, en la cocina, con una taza de café y percibía lejana la ligera música que salía de la radio. Escuchó en silencio las palabras de un colaborador de su esposo.
Las noticias fueron seguidas de manifestaciones de consuelo que sonaban vacías y repetidas, incluso algún intento de ternura que, debido a su frialdad, no llegó a consumarse.

Después de saberse ganador, había tomado la mejor habitación del mejor hotel de la ciudad y se había encerrado en ella. En su interior  había sonado una pieza musical una y otra vez, siempre la misma. Los empleados del hotel sabían de quién se trataba y que estaba solo. En ningún momento dejó de haber alguien cerca de su puerta. Algunas veces se habían oído sus palabras entre la música, como si diera una charla al vacío, a un público que le aclamaba, pero que sólo existía en su mente. Había decido dirigirse a un nuevo público que lo esperaba como si fuera una deidad
Algunas personas que se encontraban en la calle le  vieron abrir la ventana y atravesarla, como si estuviera seguro de que podía caminar sobre el aire.


La  noticia no  causó en ella ese instante de desesperación que los mensajeros habían previsto y simplemente advirtieron tristeza, el semblante de la pena. Les acompañó y,  pese a sus consejos,  insistió en ver lo que quedaba de su marido. Apenas estaba reconocible, tumbado boca arriba, desfigurado y sin ropa. No le hubiera importado llorar, pero las lágrimas no quisieron desbordar la linde de sus ojos. Sintió dolor y cariño. La expresión de su marido seguía siendo la misma, la de un hombre sencillo. A pesar de que tenía los ojos cerrados y la cara desgarrada  parecía  preparado para afrontar un nuevo reto.
Se dio cuenta en ese mismo momento, quizá lo supo desde siempre, que nada le detendría en la busca de nuevos objetivos donde cautivar a alguien. Se dio la vuelta y sintió que salía de un pesado sueño, muy largo, conforme caminaba,  despacio y sola,  buscando la salida de aquél edificio de azulejos blancos.

   Pocos días después, un inspector le entregó los papeles encontrados en la habitación del hotel y que su marido había estado escribiendo la noche en que murió. Con una letra firme se podía leer el mitin de un dios ante el público que lo esperaba.

Ítaca
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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La mujer perfecta


Cansado de mi vida de bolero, decidí escoger de una vez por todas a una de las dos mujeres de mis desvelos y descansos. Por un lado, Adela, la mujer cuyo costado me ofrecía el reposo del guerrero; tierna, dulce, amorosa, sosegada, la mejor madre posible para mis hijos. Por otro, Rita, el afán del aventurero; apasionada, exuberante, imprevisible y excitante. Pero las dos tenían su lado oscuro, Adela era indecisa hasta la caricatura, dependiente e indefensa ante el miedo que casi todo le infundía. Rita era ciclotímica, de una tendencia irresistible a provocar situaciones disparatadas y además era completamente inviable sentirse seguro con ella.
  Me resultaba imposible renunciar a cualquiera de las dos. Mis plegarias de ayuda por fin obtuvieron respuesta: una lámpara maravillosa y un genio permisivo. Invertí mis deseos en lograr una combinación de los mejores atributos de ambas.
  Como la cara es el espejo del alma, mi modelo –y el nombre- fue el rostro de Adela, que era más agradable y suave. Sin embargo el cuerpo, siempre fogoso y dispuesto a la acción y a la pasión, fue el de Rita. El talante explorador que hacía de la vida una celebración perpetua también era de Rita, pero la empatía y la propensión a la caricia, a la palabra de apoyo y al aliento, eran patrimonio de Adela. De Adela también pedí el respeto y la admiración sincera, la calma, la constancia y el gusto por crear atmósferas cálidas. De Rita, su capacidad de perpetua renovación, su libido, su disposición al frenesí. El apoyo incondicional de Adela y el estímulo incesante de Rita. Los viajes de Rita y el hogar de  Adela.
  Conseguí por fin a la mujer perfecta para mí, el ideal femenino que siempre soñé. Hermosa, valiente y comprensiva. Adela era apasionada, pero provista de una ternura infinita. Era segura, ardorosa, comprensiva, resuelta, candorosa y un acicate constante para mis afanes. Por otra parte, los peores atributos de las dos se habían unido y habían evolucionado con nuevos matices en Rita, que se volvió desbocada, caótica, posesiva, celosa, autodestructiva, apática, desmesurada y melancólica.
  Caí enamorado hasta los huesos de Rita.

Silvestre
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Aquella historia


Allí estaba aquella historia. Aquella vieja, arrugada y expectante historia, sentada en el escalón, quinto, del olvido. Tenía los ojos tristes y soñolientos, los iris desvaídos y las órbitas desvencijadas. No se atrevía a conciliar el sueño por no perder la ocasión, por temor a pasar inadvertida a la vagabunda  inspiración de algún poeta errante, o de un viejo marino, que justo en ese preciso instante pudiera requerir de sus servicios.
Era una historia sin musas. Las musas se marchitan siempre al amanecer, y ella no era una historia noctámbula, ni siquiera de atardecer púrpura o grisáceo.
Esta historia no podía tener musas porque las musas, como todo el mundo sabe, sólo abren sus secretos en la noche, pululan bajo la luz de la Luna o de las estrellas regándolo todo con sus polvos mágicos, imperceptibles y lánguidos, como mucho, hasta el rayar de la aurora, sobre el filo suave de esa luz incrédula y ambiciosa que baña los tejados desde abajo como para mostrar las vergüenzas que ocultan las sombras durante todo el día. Pero nunca, nunca, a eso de las doce del mediodía, aunque algunos ignorantes todavía piensen que las historias de musas y sirenas se inventan al calor de un licor en la barra de un bar de barrio. También hay quien las confunde con una especie de vampiros, pero el que te succionen el cerebro –salvo en casos excepcionales- no supone ningún riesgo para el común de los mortales, que apenas hacen uso de él ni lo echan en falta en sus interminables jornadas sentados ante sus televisores.
Sí, es cierto que hubo un tiempo en que algunos autores las identificaron con propensas sacerdotisas del amor remunerado, con policoterras de a tanto el rato, válvulas de escape para la frustración de los amantes no correspondidos. Y estos les dedicaban canciones y sonetos, y hasta cuadros les pintaban los pintores, pero no, no eran musas ni lo serían en ningún caso. Cualquier parecido entre las dos subespecies no es más que un guiño travieso de la Madre Naturaleza.
Pero volviendo a lo nuestro. Allí estaba ella, aquella historia sin musas que nadie hasta entonces había querido contar, con su color pálido y su mirada suplicante hasta el límite de lo ridículo, extendida en el horizonte como una novela no escrita, sin personajes buenos ni malos, sin dramas ni romances imposibles. Por no tener, ni siquiera tenía protagonista. El autor, fuese quien fuera, debería comenzar aquella historia dejándose las venas en una transfusión de literatura pura, cargada de sentimientos encontrados, de vivencias y delirios íntimos, de soledad y misterio a manos llenas.
Aquella historia, anémica y desolada, carecía de todo y me miraba, como si yo, en mi pobreza, pudiera alargar la mano y ponerla en pie, así, sin más. Y luego sujetarla para que diera sus primeros pasos, titubeantes, amargos, esperanzados...
Me miraba y no decía nada. Seguramente porque nada podía decir por sí sola. Porque, probablemente, necesitaba dar respuestas a preguntas que nadie formulaba. O tal vez, y eso era lo que menos importaba, porque no tenía nada que contar. ¿Cuántas narraciones, bulos y leyendas habían salido de aquel pozo pestilente y maldito sin más enjundia que la de un simple chiste verde? ¿Cuántos autores a lo largo de los tiempos no habían derramado litros de tinta sobre las blancas alas de una novela prescindible y apática?
Sin embargo, aquella historia no lloraba su destino, no se lamentaba amargamente. Quizá tampoco sabía llorar o quizá se le había acabado el llanto, después de tantos siglos de espera, desde el mismo inicio de los tiempos, o más –quién sabe cuánto llevaba allí, desparramada-.
El caso, amigos míos, es que sonó el timbre y salimos todos en tropel, dejando el aula solitaria, con la pizarra garabateada de polinomios y raíces cuadradas, mientras en aquel rincón, en el ángulo oscuro, sentada en mi pupitre cubierto de polvo, aquella historia me dirigió una última mirada, suplicante y desesperada, y yo, desde el umbral de los sueños, junto a la puerta, le guiñé un ojo y pasé de ella.

Jorge
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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En construcción


Un sonido seco y violento llamó nuestra atención durante la cena. Venía del segundo piso de la casa. Detuvimos los cubiertos y nos miramos entre sí esperando que alguien especulara sobre lo sucedido. Segundos después mi madre intervino mientras tomaba con el tenedor un poco de espagueti.
- Allá arriba está Germán. Si algo ha pasado, él nos avisará.
Seguimos cenando. En la mesa estábamos mi madre, mi padre, el abuelo, Clara y yo. Teníamos la costumbre de comer en la mesa, juntos, nada de cenar en el sofá o las habitaciones. Clara, la esposa de mi hermano Germán, tardó un poco en acostumbrarse; después encajó a la perfección en nuestra rutina familiar, o al menos simulaba bien.
Al terminar la cena mi padre se apresuró a buscar la escalera de madera que estaba en el patio. Subió al segundo piso y tardó unos diez minutos en bajar.
- Miré por todos lados y no vi a Germán. Sólo los materiales de la construcción, su colchoneta y su linterna.
Mi hermano Germán quería hacer su casa sobre la nuestra. Había estado ahorrando desde que consiguió un buen trabajo como ingeniero hace dos años. Cuando no estaba en la oficina se lo pasaba frente al computador haciendo planos, esquemas y redes desconcertantes que me hacían ver como un ignorante, sobre todo si Germán intentaba explicarme esos asuntos sin que yo se lo pidiera: "Pero si es fácil, acá es equis, acá es ye, este lado es positivo, este otro negativo." A mi me invadía una ira terrible y silenciosa como un cáncer que procuraba apaciguar dándole puñetazos a un costal de boxeo que instalé en el patio. Todas las noches reventaba a golpes aquel saco una o dos horas según el nivel de mi rabia.
Mientras los obreros construían la casa, mi hermano y Clara vivirían con nosotros. A mi madre le fascinaba la idea de tener a su hijo mayor tan cerca: "Mira, cuando termines la carrera levantas tu casa en el tercer piso", me decía medio en broma, medio en serio. Yo lo que quería era largarme pronto de esa casa pero no tenía el dinero y, lo que es peor, tampoco poseía la suficiente fortaleza espiritual para estar lejos de mi madre. Germán desconoce esa tara en su vida y por eso arma una casa en el segundo piso; yo, que sí sé, sigo dándole al costal por las noches.
Como el barrio era inseguro y la construcción apenas empezaba, Germán, que estaba de vacaciones, cuidaba los materiales. Subía al segundo piso apenas se ponía el sol y bajaba al amanecer. Todas las noches se armaba con una colchoneta, linterna, un radio y montones de frazadas para protegerse del frío y los mosquitos. Clara subía a veces por la madrugada con una jarra de café caliente y bajaba junto con mi hermano por las mañanas.
Al abuelo nunca le gustó la idea de Germán: "Carajo, muchacho, no puedes estar toda la vida bajo las faldas de tu madre". De todas formas sus opiniones poco o nada eran tenidas en cuenta: estaba viejo, sordo, y la memoria le fallaba. Su deterioro fue implacable luego de la muerte de la abuela. Poco a poco se fue alejando de todo contacto exterior y limitó su espacio a esta casa que de todos modos era la suya. Pronto, empezó a disputarla con mi madre. Decía que ella y su esposo se la habían robado, pero que ahora estaba empeñado en recuperarla. Las veces que el abuelo pedía a gritos que nos fuéramos yo sentía que teníamos el deber de hacerlo, que mi madre era una vividora y que mi hermano no podía repetir lo que mis padres hicieron hace años. Nosotros ignorábamos los gritos del abuelo pero podíamos respirar el desasosiego que causaban en la casa.
Por las noches mis padres y Clara veían tres novelas seguidas, cosa que los mantenía entretenidos por un largo rato. Frente a la tele nueva (que era de Germán) había un sofá en el que los tres se acomodaban casi sin moverse, comentando los pormenores de la trama o sus opiniones al respecto. Mi abuelo se dormía luego de cenar y yo, presa del ocio, lavaba los platos, recogía la mesa y, finalmente, salía al patio a darle golpes al costal.
Entonces lo vi. Al principio creí que era un perro negro echado en nuestro césped o tal vez más materiales de construcción. Poco a poco la imagen real apareció; para cerciorarme encendí la luz de la terraza y, en efecto, no era ni lo uno ni lo otro. Llamé a mi madre con una voz que apenas si pude reconocer como mía. Le señalé lo que vi.
Era Germán, desparramado en el césped. Mi madre abrió la puerta desesperadamente y se echó a sus pies; sobre él se abalanzaron enseguida Clara y mi padre. Intentaron hacerlo reaccionar por si las dudas pero era evidente que estaba muerto. Parecía un muñeco agitado frenéticamente por Clara. Mi padre lo cargó hasta su cuarto; mi madre iba tras él llorando mientras hablaba por teléfono.
El médico a quien mi madre llamó apareció como a la media hora. Auscultó el cadáver de Germán sin prisa, conciente de que estaba muerto y que el tiempo no haría la diferencia. Expidió el certificado de defunción y dijo desconocer la causa de la muerte: "Es mejor hacerle una autopsia", dijo. Mi madre se negó a que acuchillaran a su hijo.
El velorio fue al día siguiente. La casa estaba repleta de personas que con rostros de tristeza, real o fingida, nos ofrecían sus condolencias. El féretro se encontraba en la sala rodeado de mucha gente que yo no conocía. Por la madrugada mis padres habían llevado todos los enseres de la sala hacia el patio, de tal manera que muchas más sillas pudieron ser acomodadas en la casa. El abuelo pasó la mayoría del tiempo sentado, medio dormido, tomando tinto como un adicto. Mi padre y mi madre eran los anfitriones de una fiesta que no desearon ofrecer. Yo tenía ganas de darle trompadas al costal y morirme luego.
Clara se fue de la casa por la mañana. No quiso asistir al velorio ni al entierro: era de esperarse. Tampoco se despidió de nosotros, sólo dejó una nota en la que manifestaba que regresaría pronto por sus cosas. Estaba destrozada; había apostado su vida a la misma causa de Germán y perdió cuando el juego apenas empezaba. Alcancé a verla en el momento en que tomaba el taxi: tenía los ojos rojos, hinchados y sin maquillaje. Parecía no haber probado bocado ni dormido en semanas. Quise decirle algo reconfortante y que no sonara tan hipócrita pero me detuve; preferí verla partir. Tuve la fugaz idea de irme junto con ella y casi de inmediato pensé que era una locura. Para Clara fue fácil irse, ella no pertenece a la familia, no logró acostumbrarse del todo a vivir con nosotros durante el tiempo que pasó aquí, que igual fue poco. El implacable paso de la costumbre le fue ajeno. No será recordada, ninguno de nosotros la extrañará; será para nosotros una imagen difusa que aparece al lado de Germán durante sus últimos días.
Cuando todas las personas se fueron, cenamos. Esta vez sólo éramos tres en la mesa: mi madre, mi abuelo y yo. Mi padre subió al segundo piso a cuidar la arena, la piedra caliza, el cemento y el resto de cosas de la construcción: "Alguien tiene que hacerlo, eso no se puede perder" atinó a decir. Así que mi madre le sirvió la cena en la cocina antes que a nosotros y mi padre subió al segundo piso en construcción antes del anochecer.
Mientras cenábamos, volvimos a escuchar aquel ruido que se cernía sobre nosotros desde anoche. Mi madre y yo corrimos directo a la terraza en donde encontramos a mi padre en el mismo lugar y posición en la que ayer estaba el cuerpo de Germán. Como hiciera anoche Clara, mi madre agitó el cadáver violentamente y yo me estremecí por dentro. Luego ella echó a correr al interior de la casa. Arrastré el cadáver de mi padre hasta su cuarto.
Mi madre no llamó al médico esta vez: "No dejaré que me quite plata por auxiliar a un muerto", sentenció. Ella misma examinó a mi padre: le quitó la ropa hasta dejarlo en calzoncillos y lo miró como la doctora que no era. A las dos de la mañana terminó de revisarlo: "Sin heridas o moretones. Se murió de repente y cayó", dijo convencida.
Con mi padre hicimos algo diferente. No queríamos otro velorio ni curiosos que extrañados se preguntaran por la sucesión de muertes en nuestra familia. Lo dejamos desnudo en el cuarto hasta averiguar qué era lo que estaba pasando. Como no sabíamos por dónde empezar optamos por realizar lo evidente: durante la mañana mi madre y yo fuimos al patio y, desde abajo, intentamos ver qué había en el segundo piso. El abuelo caminaba arrastrando los pies por la casa, como un zombi, con una jarra de café en una mano y un pocillo en la otra. Desvariaba. Invocaba a gritos la presencia del espíritu de la abuela, de Germán y de mi padre, les ordenaba hacerse presentes de inmediato. Esta vez mi madre le gritaba que se callara, que por su culpa la desgracia habitaba entre nosotros. Ninguno de los dos cedía; al final ambos guardaron silencio y yo pude intuir lo que vendría.
Mi madre subió al segundo piso. El abuelo y yo escuchamos el mismo ruido de las noches pasadas mientras cenábamos. Lo que aconteció luego hace parte de lo inevitable. La noche siguiente yo estaba dentro cuando escuché al abuelo caer. Antes de subir me había entregado las llaves de la casa y me hizo prometerle que cuidaría a los muertos que desde ahora la habitan.
De esto hace ya una semana. Los cuerpos de mis padres reposan en la que fuera su cama matrimonial; al abuelo lo senté en el mecedor que está en la sala. Lamenté mucho que Germán estuviese enterrado, hubiera querido tenerlo frente a su computador. Aunque el olor que expiden los cadáveres es repugnante yo permaneceré aquí. Su presencia en casa me reconforta, es como si esta vez estuvieran de mi lado. No hay disonancia, un inmenso vacío me cobija.
Ya no me ejercito durante la noche. Por las mañanas salgo al patio y golpeo durante horas el costal de arena hasta hacer sangrar mis nudillos. Procuro no pensar, dejarme llevar por el agotamiento hasta que la noche llegue.
Algunas veces intento ver lo que hay en el segundo piso. Subo a una silla y salto para poder observar mejor; al parecer, todo sigue en orden.

Roberto Matías
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Más que un lugar


Marcos decide hoy salir de la oficina antes del horario normal, incluso del que ha venido todavía siendo más normal últimamente desde que ha habido recorte de personal y le ha obligado a asumir varias tareas de una compañera, despedida después de más de diez años de servicio en la empresa.

No soporta más estar encerrado entre cuatro paredes, rodeado de estanterías llenas de carpetas apiladas en formación militar y expedientes abiertos, desparramados sobre su mesa como en una operación de la misma índole que las carpetas.

No había ido aún a almorzar y por la hora que era ya no podía seguramente tomar el menú ejecutivo en ningún restaurante de su zona habitual, próxima al polígono industrial, donde se asienta su empresa hermanada con varias decenas más en un espacio abierto pero ya casi aglutinado por la gran ciudad. De hecho, la ciudad ya está rodeada de zonas residenciales, modernas, pero impersonales, que han tenido que construirse en las dos últimas décadas para acoger una gran demanda poblacional, la mayoría foránea.

La noche anterior había tenido tiempo de ver el capítulo de una serie televisiva que se desarrollaba en un barrio popular; hacía algunas semanas que no lo había hecho, disfrazado como siempre con su inseparable bata y conectado a sus preciadas pantuflas, todos adultos y resignados a pasar, ellas al cubo de la basura y él al grupo del medio siglo.

Decidió atravesar la ciudad para ir al otro extremo, donde terminando la universidad su familia pudo completar el pago del piso que durante varios años habían estado habitando. En ese piso, en el barrio que lo acogía había venido Marcos al mundo y en ambos desarrolló tanto física como químicamente su cuerpo y mente. Durante casi veinticinco años, casi la mitad de su vida, quedó marcado por los avatares de unas décadas en las que el país y a través de él sus ciudades, pueblos y barrios, con sus gentes, vieron llegar el desarrollo.

Cuando encontró su media naranja, que lo acompaña en cuerpo y alma desde entonces, junto a su hijo calcado a imagen y semejanza de su padre, que es a su vez a las de su abuelo, por eso los tres se llaman también Marcos, dejó el barrio, que guardaba su casa, su escuela, su cine, su tienda de golosinas y tebeos, las casas de su pandilla y el lugar de heridas de guerra donde acudían a patear balones a medio inflar; su bar de copas y besos con su pandilla ya de joven. Todo en unas calles a la redonda, donde la identidad no se recogía en un carnet sino en la de las personas que en ellas vivían la vida a golpe de día a día.

A ese lugar dejó de volver cuando sus padres decidieron regresar al pueblo que los había visto nacer y crecer, vendiendo el pequeño piso y con ello vendiendo la herencia de Marcos y de su hermana menor aún soltera, que decidió también volver con sus padres al lugar que no la había visto nacer ni crecer.

Marcos bajó del coche, después de haber atravesado la ciudad, en el corazón mismo del barrio, la plaza donde los mismos árboles seguían en pie de guerra contra la marea de automóviles que la rodeaban de un lado y de otro. Encontró con suerte un buen lugar para aparcar, allí donde hacía algunos años atrás no era necesario poner un tiquete perecedero, que marcaba el tiempo que podía permanecer el vehículo aparcado sin ser incomodado por la autoridad competente.

Esa plaza, que recordaba a la de cualquier pueblo de provincia, había sido el sitio neurálgico de donde salían las calles de su barrio; dos de ellas empezaban y terminaban en el barrio; las otras dos las conectaban a la ciudad. Hoy día había quedado en medio de la gran metrópoli y a pesar de todo, tras un tranquilo paseo por aquellas calles que lo vieron crecer, con casi la misma personalidad.

Esa personalidad la hacen hoy día, todavía, varios de los hijos y los nietos de sus antiguos vecinos y amigos; gentes de otras ciudades y lugares que decidieron dejar sus identidades, para completar la de esta ciudad que también supo despertar a tiempo, encontrando en el barrio el lugar perfecto para aprovechar esa oportunidad, y en los últimos años gentes dispares, de otras latitudes que buscan lo que los de ésta han venido buscando desde que tienen existencia.

Todavía está el bar restaurante de la calle principal, donde con una amabilidad casi perdida le sirvió en una mesa una joven con el color de la piel diferente a la suya pero parecida a la de su abuelo, que recordaba tenía curtida por el trabajo en el campo de sol a sol durante toda su vida. El local había cambiado un poco su aspecto, pero guardaba todavía ese aire de antaño que le transportaba a otro espacio.

El café no podía dejar de tomarlo en el bar donde con su pandilla rompía etapas. Estaba allí, aunque con otro nombre y servido por el hijo del dueño, dueño que había sido testigo de esos cambios en el barrio. El hijo no lo reconoció porque su padre no quería que fuese camarero como él y lo apartaba del bar constantemente.

Sin duda el barrio había cambiado en apariencia, varias casas habían dado su paso a construcciones más modernas y de algunos pisos, pero se seguía respirando el arte de la vida, esa que estas gentes viejas y nuevas le siguen dando para que en unas cuantas calles, que confluyen en una plaza de pueblo, su nombre e identidad no mueran nunca.

Todo esto sin duda también haría cambiar a Marcos, que a partir de ese día consideró que él pertenecía aún a ese lugar, de donde quizás no debiera haber salido.

En su camino de vuelta no regresó a la oficina, fue directamente a su casa para mirar en la noche con su familia las fotos que guardaba de la época cuando vivía en el barrio.

Las sensaciones de la tarde con las de ahora recordando cada instantánea le  conmovieron; en su familia sirvieron las fotos para reír y mofarse de las ropas y aspecto del cabeza de familia, como de los personajes que lo acompañaban o salían en cada fotografía.

Marcos comprendió del todo que los suyos eran de éste otro lugar que los vio nacer; que recordará sólo para él el suyo, como algo que es más que un lugar.

Antusas
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente