El enésimo gorila
El golpe de la puerta disimuló el bufido de Esteban al desplomarse en el asiento trasero del taxi.
—9 de Julio y Viamonte —indicó, procurando una postura más cómoda.
Buscó el reloj bajo manga del saco, sin prestar atención a la ciudad que desfilaba al otro lado de la ventanilla. Treinta minutos hasta el centro, calculó.
—Adivino que no es la primera puerta que sacude esta mañana —en el espejo retrovisor, los ojos del taxista no denotaban rastros de bronca.
—Perdone el portazo —se disculpó Esteban, apoyando un brazo en el respaldo del asiento delantero—. Si le sirve de consuelo, la puerta de casa se llevó la peor parte.
—No se preocupe. Estoy acostumbrado: la gente anda innecesariamente nerviosa.
—Concédame que es difícil conservar la calma—Esteban procuró una justificación aceptable—. Uno se la pasa corriendo, de problema en problema. Y cada problema suma un poco más de presión, de nervios. En algún momento, inevitablemente se termina explotando.
El taxi tomó Libertador y se detuvo en el cargado tráfico de la avenida. Si la mano venía así, el viaje iba a tomar no menos de cuarenta minutos.
—Un tiempito atrás —el taxista le ahorró cálculos inútiles —, a usted lo habría puteado de arriba abajo por cómo cerró la puerta. Engranaba por cualquier boludez. El prototipo del calentón. Ahora, en cambio, usted me convierte la puerta en giratoria y yo, como quien ve llover.
—Si me pasa la receta, agradecidísimo.
Esteban se arrepintió de la frase soltada sin pensar, temiendo un tedioso rosario de lugares comunes y consejos de autoayuda.
—No es tan complicado, vea. Es cuestión de encontrar alguna cosa que a uno lo frene, que lo obligue a contar hasta diez antes de decir o hacer algo de lo que se arrepentirá diez minutos más tarde. —El taxista apuntó el índice derecho hacia el centro del parabrisas —Yo tengo este monito.
Unido por un hilo dorado a una sopapita adherida al vidrio, bailoteaba un gorila negro, de ojos brillantes y saltones y largos brazos cruzados sobre el pecho. Bailando al son del tránsito, interrumpía la visión de la avenida. Feo, concluyó Esteban. Era muy feo el bicho ese.
— Yo me calentaba por cualquier cosa —el conductor pareció esperar que Esteban terminara de contemplar al mono —. Desde chico, eh. En el jardín me trompeaba por un caramelo. Mis amigos me echaron del equipo de fútbol por mis peleas con árbitros y rivales. No me duraba una novia, cansadas de pasar vergüenza por mi culpa. A un jefe le revoleé una engrampadora por la cabeza. Decidí laburar solo y, como siempre me gustó manejar, me compré este taxi. No fue solución: no había día que no me puteara con alguien o que bajara enloquecido para moler a palos a algún colectivero. Harto de mí mismo, empecé a estudiar psicología, menos por vocación que buscando una solución a mi locu...
El chofer giró abruptamente el volante ante la súbita cercanía de un camión de mudanzas (cercanía que Esteban no entendía ni tan súbita ni tan cercana como para justificar semejante maniobra).
—¡Pero la p…! —la puteada no alcanzó a abandonar la boca del taxista.
Recobrada la vertical, Esteban se sorprendió de postura del tachero: el cuello tenso y la respiración agitada, sostenía con suavidad el monito, acariciándolo con la punta de los dedos. Tras varios segundos sin moverse, exhaló un largo suspiro y volvió a tomar el volante con ambas manos. Buscó a Esteban en el espejo.
—Perdone el volantazo —se permitió una corta sonrisa—: hay gente que no debería manejar. En fin, le contaba de la facultad. Resultó no ser lo mío. Aprobaba una materia de cada tres. Mis compañeros se creían la reencarnación de Freud y los profesores parecían pacientes escapados del manicomio.
El automóvil avanzaba lento, entre una masa compacta de vehículos. Esteban resignó sus esperanzas de llegar pronto a destino.
—Me tocó una materia donde estudiamos la percepción errada de la realidad. Como cuando uno está seguro de haber visto algo que en realidad no vio, o cuando apostaría haber escuchado de alguien una frase que esa persona jura no haber pronunciado. Entre unos cuantos ejemplos, el profesor solía comentar uno en particular: resulta que un par de psicólogos repartieron pelotas de básquet y remeras blancas y negras entre sus estudiantes, y los filmaron haciéndose pases entre ellos. Proyectaron la filmación a un grupo de personas, indicándoles contar sólo los pases entre estudiantes con remeras blancas. Ahora bien, en medio de la filmación un estudiante disfrazado de gorila se mezclaba con los demás, gesticulaba a la cámara, pegaba saltos. No pasaba para nada desapercibido. La cuestión es que la mitad de los espectadores, de tan concentrados contando pases, no había notado al gorila. Es más, cuando le señalaban al gorila, algunos incluso sostenían que era un video diferente.
“Llegado el examen, leo en la hoja que repartía el profesor que el único punto consistía en desarrollar un ejemplo de este tipo de fenómeno. Y especificaba que se podía usar el caso del gorila invisible. Fui a lo seguro y describí ese experimento con pelos y señales: nombre de los profesores, cantidad de alumnos, colores de las remeras, porcentaje de los que no notaron al disfrazado. Terminé con la mano acalambrada”.
“Fui a buscar la nota seguro de aprobar. El dos que acompañó a mi apellido me dejó frío. Simplemente, no podía ser. Mis nervios crecían avanzaba lenta la lectura de las calificaciones. Todavía retumbaba en el aire la última nota – un siete que martillaba mi cerebro – y yo ya encaraba por el pasillo central hacia el frente del aula.
“—Quiero revisión de parcial —dije, con voz de pocos amigos —Registro 151356”.
“El profesor rebuscó entre una pila de papeles y me entregó mi examen. Di vuelta las hojas una y otra vez: no encontré una sola corrección”.
“—Disculpemé profesor. ¿Me puede decir en qué me equivoqué?”.
”Por toda respuesta, apoyó su índice sobre la pregunta del examen. Leí. Desarrolle un ejemplo de error de percepción (NO es válido el caso del gorila invisible). Su dedo subrayaba el NO que abría el paréntesis y que clausuraba cualquier protesta de mi parte”.
“—Supongo que dio con su propio gorila invisible. Véale el lado positivo: tiene un ejemplo inédito para el recuperatorio”.
“No pudo decir nada más: la trompada que le encajé lo arrojó a él detrás del escritorio y a mí fuera de la universidad. Salí puteando a diestra y siniestra: al profesor, a mis compañeros, a mí mismo, al **** gorila. Al llegar a la calle, me tropecé con un vendedor ambulante que terminó desparramado sobre la vereda entre un mar de peluches”.
“El pobre tipo se encogía contra las baldosas, sus brazos estirados hacia mí, intentando protegerse el rostro y el pecho. Me asustó el odio que debían lanzar mis ojos, la violencia de mis puños apretados. Ese hombre tenía una única certeza: yo iba a machacar su cabeza contra el piso hasta cansarme”.
“Toda mi bronca fue aplastada por una vergüenza y una culpa inéditas en mí. Balbuceando una disculpa, lo ayudé a pararse y empecé a juntar muñecos”.
“—Deje, deje, don —me rogaba —. Yo me ocupo”.
“Manoteé el primer muñeco a mano, saqué unos pesos del bolsillo y se los alcancé al pobre tipo. Salí prácticamente corriendo. Un par de cuadras después, me metí en un bar y pedí un café. Pensaba sobre qué hacer con mi carácter de *****. Así, no podía seguir. Me interrumpió el mozo quien, tropezándose, volcó su bandeja sobre mi camisa. Me levanté decidido a acogotarlo, con la necesidad de acogotarlo. Justo antes de abalanzarme sobre él, algo en el piso llamó mi atención: el peluche que había manoteado yacía recostado sobre la pata de la mesa. Era un gorila. Como el del experimento, como el del examen. Tenía que ser una señal. No podía ser casualidad que, de entre todos los muñecos desparramados sobre la vereda, justo hubiera agarrado un gorila. Debía de significar algo. Y si no significaba nada, yo tenía que lograr que significara algo. Me había servido para huir del vendedor ambulante: debía servirme para escapar de mí mismo. Fueron pocos segundos, menos de los que lleva contar hasta diez, con la mirada clavada en ese gorila. Cuando me volví hacia el mozo, mi necesidad de violencia había desaparecido. Un alivio enorme me invadió. Pagué por el café que no había tomado y salí. Al día siguiente, lo primero que hice fue pegar el gorila ahí, justo donde usted lo ve ahora. Desde entonces, cada vez que estoy por explotar, el gorila me hace contar hasta diez.”
Remató la última frase accionando la luz de giro: llegaban al centro. Esteban aguardó que el taxista agregara algo, que rematara su historia con una invitación a seguir su ejemplo. El hombre, concentrado en el tráfico, no quebró el silencio que él mismo había inaugurado momentos atrás.
¿Y si él también necesitaba un gorila? ¿Si la solución a sus portazos pasaba por, en palabras del tachero, encontrar alguna cosa que lo obligase a contar hasta diez? ¿Si la clave para apaciguar su carácter era un peluche donde encerrar sus arranques de ira? Claro que no podía andar por su casa con un peluche horrible a cuestas. Muchos menos, arrastrarlo a cada reunión de trabajo. Debía encontrar algún objeto - lo más disimulado y elegante posible, claro - que tuviera sobre él el efecto que el monito apoyado contra el parabrisas sobre el taxista.
Esteban cavilaba sobre qué podría servirle (¿una lapicera, un anillo?) cuando alguien golpeó el vidrio de su ventanilla.
— ¿Me compra, don? Para su pibe —junto a un rostro perforado por huellas de varicela, la mano del muchachito (unos quince años, le calculó Esteban) sacudía una jirafa verde.
Esteban estaba a punto de negar con la cabeza, cuando notó que el taxista lo observaba. Por la mente de Esteban desfilaron la compresión del tachero ante su portazo, el experimento del gorila, sus gritos innecesarios de cada día y – sobre todo – la pasión con que el taxista había narrado su historia. No podía despreciar esa pasión, volverla inútil.
— ¿Cuánto cuesta la jirafita esa? —preguntó, buscando la billetera en el saco.
— Sesenta pesitos.
Un robo. Literalmente, un robo. Esteban retuvo un instante su mano dentro del bolsillo. Sería un robo, pero también un desplante al taxista. Además, sesenta pesos no le cambiarían la economía. Revisó la billetera: dos billetes de cien y uno de cinco. El muchachito andaba corto de cambio. La ilusión de un escape elegante duró poco.
— Le pago yo al pibe y lo sumamos al precio del viaje —terció el taxista, el dinero exacto ya listo en la mano derecha —. Paro el reloj acá —agregó, oprimiendo un botón rojo en el taxímetro —y cerramos el tema. Total, faltan dos cuadras nomás hasta Viamonte.
El muchachito aprovechó el silencio de Esteban y agarró los billetes que le extendía el conductor, quien seguía haciendo cuentas.
— El viaje son sesenta y cinco. Sesenta del muñequito. Ciento veinticinco, entonces.
Esteban le alcanzó dos billetes de cien y guardó el vuelto sin prestar atención, mientras trataba de atajar la jirafita que el muchacho le arrojó a través de la ventana.
Acomodando el muñeco bajo el brazo, se bajó del taxi. Caminaría las dos cuadras. Mientras cerraba con cuidado la puerta, creyó oír que el taxista le deseaba suerte.
Acodado en la barra de la parilla, el muchachito recorría los pocitos de su cara. Venía lento el choripán.
— Acá tenés lo tuyo — escuchó. Algunos billetes rozaron su antebrazo.
— Es más que lo de siempre — se extrañó el pibe. Su socio no solía errar en las cuentas.
— En vez de uno de cincuenta, le metí uno de cinco en el vuelto —explicó el taxista, mientras procuraba la atención del gordo que revisaba la carne. — Es lo que siempre te digo, pibe: nadie ve al gorila.
Josepele