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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

También se muere en la memoria


La mañana ha nacido lluviosa, ordeno mi habitación, hago un café cargado y tomo rumbo al porche de nuestra pequeña casa de campo. Los niños duermen y sus padres también. Todo es apacible en este otoño dorado.

El rumor de los grillos cesó hace horas y en su lugar el trino de un pájaro toma el relevo. Tomo asiento en mi vieja mecedora y reposo mi cabeza en ella. Cierros los ojos para disfrutar del olor a tierra mojada y disfruto de este bendito silencio que me acompaña.

El olor del café recién hecho me lleva de nuevo a mis desayunos de niña, esos que tan poco tiempo duraron, antes de que estallara la guerra.

Mi amigo Miguel decía: "También se muere en el otoño", y yo añado que "sólo se muere en el recuerdo".

Las imágenes se suceden, los olores reverdecen y mis miedos regresan detenidos en la nada. Las manos comienzan a sudarme como entonces y mis ojos se mantienen abiertos para no ver lo que hace años presenciaron. Pero lo vivido vuelve siempre como vuelve el buen amigo, como vuelve un gran amor después de muchos años que se ha ido, como vuelve la ilusión de aquel primer amanecer que miramos siendo niños al velar el dulce sueño de nuestro primer hijo.

Todo vuelve, los recuerdos vuelven, tus ojos y tus manos vuelven, los llantos vuelven, mis muertos y tus muertos pintados de colores vuelven y reclaman la dicha de la vida y el amor que les robaron. El olor a hambre y muchedumbre, sueño sangre y frío vuelve cuando sin querer los llamas. Cuando todo está quieto callado limpio y en paz, los recuerdos vuelven, vuelven, vuelven.

Regresan, sin aviso, como la muerte y la vida, y mis ojos se mantienen abiertos negando el recuerdo porque saben que todo vuelve para quedarse, hacinado dentro de uno mismo, y se tornan pesadillas difíciles de borrar cuando por fin amanece después de una noche eterna y una larga vida.

Soledad muerte y recuerdos son mala compañía.

Al menor flash con visos de guerra que se presente, aparecen en mi mente mis piernas vertiginosas encaminadas al mismo lugar de siempre, huyendo, huyendo, huyendo.

Regresan ojos inertes mirando a un cielo que les da la espalda, un azul teñido de sangre que cubre nuestras cabezas volando destellos de humo y de ruina. Vuelven bocas que enmudecen gritando al miedo, oídos tapados por el ruido de las sirenas y el sonido de la madera al caer en una fosa.

Mi propio corazón de antaño vuelve y me reclama un aire limpio que entonces no pude darle. Aparecen manos de mujer que tiran de otras pequeñas manos sin futuro y sin salida, pechos secos que imploran la leche de otros pechos, comidos por locas bocas sin dientes ni medida.  Hambre vacío miedo hastío violación y sexo vuelven.

Me revuelvo entre sábanas y recuerdos, y viene a mí la imagen de mi madre, acerada, entumecida y dulce, abrazando en silencio a mi hermana Eulalia, vigilando que no nos pasara nada.

Yo tenía 3 años y hoy quiero llorar igual que entonces pero mis ojos se han secado y no responden, sólo viene a mí un sudor frío que me paraliza y esa imagen que se repite: gente corriendo, bombardeos, respiración detenida, alguien rompiendo el silencio -"Ya se han ido"- , todos nosotros nerviosos encaramándonos unos a los otros intentando salir por un pequeño hueco repleto de grandes arañas negras, grandes y peludas que nos rondaban; y aparece la imagen de padre escoltado perdiéndose en el horizonte y en la nada ... y siento miedo, mucho miedo.


   Buenos días, abuela.
   Buenos días, hija.
   ¿Qué tal has dormido?
   Bien, bien. Gracias. ¿Y tú?
   ¡Como un lirón! Estaba rendida después de tanto jaleo ayer en la fiesta.
   ¿Has desayunado?
   Sí. Me he tomado un vasito de leche con galletas.
Oye abuela, esta noche ponen en la tele una peli estupenda. ¿La vemos juntas?
   ¿De qué va?
   Es sobre un campo de concentración nazi.
   Pues no, no me gustan las películas de guerra.
 Ay, abuela, anda por favor, que a mí me encantan y no quiero verla sola.
 No. No insistas.
 Pues si ves que no te gusta, te vas a tu habitación y listo. Me han dicho que está genial y quiero verla.  ¿Es que te trae recuerdos? ¿Por eso no quieres verla?.
 No me gustan, simplemente.
 Quédate, verás como cambias de opinión, es muy bonita. Se llama La Vida es Bella y trata de lo que hicieron los nazis alemanes con los judíos, no tiene nada que ver con lo que tú viviste en la Guerra Civil Española, abuela. Lo de aquí no tenía importancia, aquello sí que fue duro, abuela. En esta película son detenidos un padre y su pequeño, y llevados a un Campo de Concentración.
Allí, el padre, para que el hijo no sufra, lo convence de que están en una especie de juego en el que ellos eran los protagonistas y que todos los compañeros presos, incluso los soldados que les vigilaban y martirizaban, eran piezas de un mismo puzzle, del mismo juego y que había que llegar hasta el final, aunque a veces tuvieran que sufrir para ganar.

 Un juego  replica la abuela en silencio mientras asiente lentamente con la cabeza fijando sus ojos en el infinito.
 Después detienen a la madre y la ingresan en un pabellón de mujeres desde el que se ve el de su marido y me han dicho que hay una escena de amor preciosa. Creo que el protagonista se las ingenia para llevar un gramófono hasta el micrófono de megafonía del Campo de Concentración  porque sabe que ella también está prisionera, suena en la noche su canción favorita, y ella sabe entonces que es él y que están vivos y se asoma a la ventana, igual que él, y se les caen dos lágrimas como puños de pura nostalgia. Qué bonito. No digas que no te gustan este tipo de películas, abuela.
 De pura nostalgia, sí. Di mejor de soledad, de miedo a no saber qué será de ellos, miedo al sufrimiento, miedo a no poder volver a verse. Miedo, amor y nostalgia, hija.
 ¡Eso! ¡Justamente eso, abuela! ¿Por qué lo sabes?
 Lo sé.
 ¡Quédate conmigo a verla, te va a gustar, abuela, ya verás.
 No, hija, gracias, mejor me la cuentas luego. Yo mejor me quedo leyendo un rato en mi cuarto.

Eva

Relatos FM

Mi particular rosa de los vientos


A veces, cuando la gravedad es capaz de cambiar el punto de equilibrio vital, la sensación de vértigo es, a la vez, placentera y mareante. Mi particular rosa de los vientos me marca el rumbo para, sabiendo donde está el Norte, respirar el Sur. Para girar la cabeza, con el silencio de los ojos cerrados, al compás de los movimientos solares; de Este a Oeste, disfrutando de cada día con una orientación distinta, con un horizonte nuevo.

Atrapando el cielo con las palmas de las manos, arrastrando la energía a la línea de tierra, tomando conciencia de la gravedad. Centrado en el punto sacro, ancestral punto sagrado que nos mantiene la existencia generación tras generación, que nos devuelve a los instintos primarios más puros. Esos que nunca debimos olvidar.

Mi rosa de los vientos está hecha de carne y se va asomando tímida. Florece y se abre, mantiene mi equilibrio y pone en alerta mis sentidos. Es el punto de atención original, el contacto entre mi piel y mis emociones, la conexión del universo exterior con mi mundo interior. El rumbo que se marca con energías de tierra y cielo, con cadencias de mar y aire. El rumbo que nos mantiene en la vertical de lo físico y en la horizontal de lo espiritual.

El rumbo que casa las coordenadas del mundo con las mediciones del hombre de Vitruvio. Al fin y al cabo, la rosa de los vientos que oscila con las direcciones por las que discurre la vida. Aleatoria y arbitraria, con la libertad del ser o los designios de un proyecto vital llamado destino.

La rosa de los vientos es, por ende, la huella del vínculo que antaño me ataba a mí por vez primera a la vida. La misma que hoy se expande redondeada para hacer de oídos y hacer trasvase de sensaciones. El mismo botón al que mañana mi hija también llamará ombligo.

Pilar de Quirós

Relatos FM

Mi amigo Paul


A pesar de anhelar durante meses su presencia y de preparar con ímpetu su llegada, a pesar de nuestras noches en vela pintando a destajo fervorosamente gracias a la absenta, a pesar de toda mi insistencia, no pude impedir la inesperada huida de mi gran amigo Paul.
La convivencia era insoportable y él se sentía retenido, como un pájaro enjaulado.
Paul deseaba regresar a aquellas tierras paradisíacas para retratar sus exóticos paisajes y bellas mujeres. Era feliz allí. Aquí no. Sin embargo, yo lo era con su presencia. Quizá fue mi ansia de que se quedara y retenerle lo que nos llevó al límite.
Los dos teníamos un fuerte carácter y debido a mi insistencia de que permaneciera, las disputas se sucedían una tras otra. Un día, el último de su estancia en Arles, tras una amarga discusión decidimos zanjar nuestras diferencias con unos tragos en la terraza de nuestro estimado café de Arles. Paul se empezó a poner nervioso - No puedo soportarlo. Me voy. No quiero estar aquí ni un minuto más- dijo, y apurando un último trago se levantó para irse. Le agarré del brazo y rojo de ira le zarandee, gritándole: - ¿Qué se te ha perdido en esas tierras? ¡No te irás, te quedarás conmigo!". Finalmente, consiguió soltarse y se fue rumbo a la estación para tomar el próximo tren hacia Paris. Comencé a correr tras él apresuradamente. ¡Maldita sea! Cuando por fin pude alcanzarle, le agarré nuevamente del brazo y el se giró –Estás loco- me espetó. Yo le apunté con una navaja que saqué del bolsillo. – No te irás- le ordené, pero consiguió huir de mi. Tras unos minutos, volví en mí y me desplomé apesadumbrado en el suelo, sin saber que hacer. Lleno de culpa por el incidente de la navaja y por haber perdido a mi amigo quizá para siempre, cogí la navaja y me rebané el lóbulo de la oreja izquierda de un tajo. Me sentía sólo, arrepentido, mutilado, mareado, y sin mi amigo, en aquella noche estrellada de invierno.

Barb

Relatos FM

La lluvia sobre Granada


El sonido de cajones y guitarras inundaba las calles de la ciudad. Con su música, creaban un ambiente animado y flamenco, como no se podía encontrar en otro lugar. Esto, acompañado de las grandes plazas repletas de terracitas y las estrechas callejuelas pintadas con los infinitos colores de los velos, mantas, espejos y narguiles, expuestos en la pequeñas tiendecitas turísticas, típicas de ahí. Y, en todo su esplendor, se alza imponente la Alhambra, el precioso palacio árabe construido en el siglo XIV, lleno de belleza y misterio.
Granada. Había estado enamorada de ella desde la primera vez que fui.  Era pequeña, tenía apenas 8 años. Barcelona era mi ciudad natal y, a pesar de no haber salido nunca de Europa, había visitado numerosas ciudades en el continente. Pero ninguna llegó a fascinarme tanto como Granada. Fue su luz, su historia, fue su color, fue su gente, sus aromas y sabores, su ambiente animado, fue su belleza y su capacidad de hacerme soñar, lo que me atrajo irremediablemente. Fui ahí con mis padres y mis dos hermanas. Recuerdo una tarde en la que pasamos cerca de uno de los locales típicos en la zona. Su dueña nos llamó la atención para que nos acercáramos. Amable y extrovertida, nos invitó a que por la noche acudiéramos ahí a una fiesta, donde gozaríamos de la maestría de los mejores bailaores y bailaoras y compartirían con nosotros su arte. La mujer fue muy convincente, pero mi padre, después de hablarlo un rato, rechazó la sugerencia. Fue muchos años después cuando supe que era porque bailar no era precisamente una de sus habilidades destacadas. Aunque lo lamenté, imaginé que esa ciudad tendría una infinidad de lugares tan o más interesantes que aquél, y que, por lo tanto, no era tan grave. Mis expectativas se cumplieron nada más doblar la esquina y llegar a la Calle de la Calderería Nueva, más conocida como "La Calle de las Teterías".  Emanaba encanto, sabor, embrujo de siglos que se había conservado en ese lugar de forma impasible tras el paso del tiempo. Todo allí invitaba a agudizar los sentidos para disfrutar al máximo del entorno único que me rodeaba, a hacer volar la imaginación y trasladarme a siglos pasados. Fue entonces cuando alguien propuso que fuéramos a un mirador en el mismo barrio del Albaicín, desde donde se apreciaba todo Granada, espléndida y majestuosa. Al llegar me acerqué a contemplarla, fijándome en cada casa, cada detalle, mientras el atardecer acaecía sobre ella. Aspiré el fresco aroma de ese lugar, que me llenaba, me embrujaba. A mi lado, un apasionado guitarrista llenaba la atmósfera de un cautivador sonido, que fluía de sus manos con una naturalidad inverosímil. Cada nota que dimanaba del mágico instrumento me recordaba a una gota de lluvia, inundando las calles de mi ciudad favorita. Y, como por arte de magia, empezó a llover de pronto. Poquito, lentamente, como si el cielo anaranjado que se veía desde aquel lugar y la guitarra se hubieran puesto de acuerdo para tocar al mismo ritmo esa embriagadora melodía. Desde ese día, la canción jamás ha abandonado mi mente. En ese instante, inventé para ella un nuevo título, que solo yo conocía. A partir de  entonces se llamaría para mi "La lluvia sobre Granada". Me prometí que algún día aprendería a tocarla y la tocaría en ese mismo sitio.
Y aquí estoy ahora. Enfilando la ligera cuesta que conduce al mirador, con la ilusión cobijada en la funda de la guitarra. A punto de cumplir más que una promesa, un sueño. Noto que algo moja de pronto mi rostro. En el suelo, poco a poco, van apareciendo diminutas manchas oscuras. Alzo la mirada al cielo, que me regala cristalinas lágrimas que recorren mis mejillas. Si fueran reales, serían lágrimas de alegría. La lluvia acompañará mi canción. La lluvia sobre Granada.

Mérida

Relatos FM

Claro  & Obscuro


Era tan común y cotidiano parecía ser parte de la rutina de cada día, de alguna manera podría decir que estaba tan acostumbrada a interpretar estos claros obscuros, que resultaba de alguna forma natural y parte de ella misma. Se podría decir que sus sentidos los percibían de una manera casi instintiva, parece increíble que hasta las cosas más difíciles se puedan volver parte de uno y tornarse cotidianas, hasta el grado de formar parte de nuestros instintos.

Pese a como había mencionado era un acto automático y podría decir que instintivo, eso no evitaba que cada que tenía que analizar este cumulo de claro obscuro, invariablemente sintiera un vuelco en el corazón y una gran sensación de vacío, de miedo desesperanza pero a la vez y arbitrariamente podía  sentir la calidez de la fe y esperanza.

Todos los días se enfrentaba a esto, sin embargo esa sensación de vuelco en el corazón la acompañaba siempre y tenía la certera sospecha de que jamás desaparecería.

Pero hoy particularmente hoy, sentía a cada instante una gran sensación de incertidumbre y miedo, y a diferencia de anteriores experiencias por más que buscaba en su corazón no sentía fe ni esperanza sino solo vacio, y miedo.

Poco a poco trato de hacer lo que instintivamente sabia hacer, miro este cumulo de claro obscuro, sabía que era mucho más complejo que no solo eran radiografías, eran mucho más que estudios, era dar o quitar esperanzas y sueños. 

Durante un rato analizo estos claros obscuros  y la duda la asalto pero al final la razón tomo el control y le indico que esta vez era  obscuridad lo que tendría que enfrentar y que como en ocasiones previas tendría que encontrar la vía menos dolorosa para explicar que la obscuridad había tocado sus vidas.

Pero como se explicaría a ella misma que esos claros obscuros que tenia frente sí misma y a los que ella misma había catalogado como obscuridad; le estaban dando un veredicto...

Efectivamente ella lo sabia... esos  estudios inequívocamente le  mostraba que tenía cáncer y como se lo podía explicar a ella misma y darse esperanza de que todo estaría bien.
Nada más difícil que tener que explicarte a ti mismo tu veredicto y enfrentar la oscuridad.
Cerró los ojos y pensó, esta no soy yo...

Andrómeda Fénix

Relatos FM

Miopía


Las últimas navidades habían hecho aumentar considerablemente las posesiones de Nina. Begoña le proporcionaba a su única hija todo cuanto ella pudiera desear. En fin, Nina era, sin duda, una de las miles de niñas consentidas que ni se imaginaban cuán perjudicial era la situación en la que vivían.
Una de las múltiples tardes de despilfarro que conformaban su semana, Nina, aunque involuntariamente, le hizo pasar a su rica madre la mayor de las vergüenzas para su clase social: cuando fueron a entrar a su joyería preferida, la hija no se percató de la hora que era y su madre, siempre distraída, acompañó a Nina adonde ella quisiera. Justo cuando se disponían a cruzar la puerta automática de cristal que daba paso al establecimiento de lujo, ambas chocaron con ella, pues ésta no les dejó vía libre debido a la hora que era. Madre e hija cayeron torpemente en medio de la acera y pudieron observar cómo la poca gente que pasaba por allí a esas horas, no sólo no les ayudó a levantarse, sino que las miraban con desprecio y se burlaban de ellas. Esto causó la llamada inmediata a su chófer para regresar a la mansión y olvidar lo ocurrido cuanto antes, pero habría algo que Nina no podría olvidar: las caras borrosas de la gente, los vehículos, las tiendas, todo lo percibió aquel día distorsionado y no lograba comprender por qué. En su cabeza de niña mimada cubierta de largos cabellos dorados y brillantes debido a un carísimo tratamiento de peluquería no se abarcaban temas como enfermedades o defectos físicos. Si algo le dolía, era porque su colchón no era capaz de adaptarse a su delicado cuerpo (y así derrochaban miles de euros en colchones); si se encontraba alguna pequeña herida, sin duda se  trataba del resto de algún caro potingue a base de plantas de los que se aplicaba y, que según su madre, convenía no retirar y si alguna vez tosía o estornudaba era porque la doncella no había retirado todo el polvo ( y así invertían muchísimo en nuevas doncellas e indemnizaciones a las que despedían por no tener razones para hacerlo) y con estas creencias educaba Begoña a su hija, consiguiendo crear a una niña convencida de que si algo fallaba, la culpa la tenía otra persona u otro hecho ajeno a ella misma.
Un día, después de que Nina le contara a su madre que había empezado a verlo todo borroso y con dificultades, Begoña volvió a mentirle con otro de sus burdos embustes. Le aseguró a su hija que todas las personas del mundo empezaban a ver las cosas borrosas a cierta edad; pero que, por  supuesto, la culpa no era suya. El problema era de todas las cosas que nos rodean: era el mundo el que se había vuelto borroso. La causa era sencilla; un  suave terremoto continuo y apenas perceptible estaba en curso desde hacía décadas.
Los ingenuos pensamientos de la niña no dudaron ni un segundo de las afirmaciones de su madre y no se percataron de que, en el caso de que la absurda idea de su progenitora fuese cierta ¿cómo es posible que antes sí que pudiera verlo todo perfectamente? ¿Acaso los ojos de un niño pequeño eran capaces de adaptarse al movimiento de vaivén, permitiendo una correcta visión? Y si lo hacían ¿por qué llegada una cierta edad dejaban de hacerlo? No tenía sentido; pero Nina, como siempre, la creyó.
La madre le inculcaba estos pensamientos a Nina, pues su extraña costumbre de valorar a las personas por el grado de singularidad que sintieran por sí mismas, así se lo dictaba.
Begoña llevó a Nina al oftalmólogo –mintiéndole, como siempre- y comprobó lo que ya sospechaba: Nina padecía una miopía incipiente, por lo que debería comenzar a usar gafas. Eligieron las de la marca más cara de la tienda y compraron un estuche cubierto de rubíes, capricho de la pequeña.
A la salida del establecimiento, Nina se sentía confusa y reclamó a su madre la absurda explicación.
-Escucha hija. A partir de ahora vas a ser la niña más especial del mundo, la única que verá todo con claridad. Con estas gafas, que sólo tienes tú, vas a ser la niña con mejor visión de todo el planeta.
-Sí, mamá, eso ya lo sé; pero ¿por qué?
-Tus gafas tienen un mecanismo de ultra visión- no utilizó bien el término pero qué importaba- que envían unas ondas muy poderosas hacia donde tú miras que detienen el movimiento del terremoto continuo en el momento en que mires.
-Bien.
Nina no solía alegrarse tras las explicaciones de su madre, ella lo que hacía era enfadarse cuando ésta no le proporcionaba una respuesta satisfactoria que le hiciera sentirse especial.
Fueron pasando los años y Nina seguía mostrándose ciega ante la realidad, aunque poco a poco fue descubriendo su propia necedad.
Begoña debía  de tener mucho cuidado y procurar que su hija no viera a nadie que también usara gafas, pues esto echaría por tierra todo su esfuerzo en conseguir que Nina se sintiera tan única como especial.
Desde el momento en que la hija empezara a usar las gafas, la madre tuvo que preocuparse de numerosos aspectos de la vida la Nina: fue a su colegio privado y acordó pagar la cirugía láser a cada niño que usara gafas, aumentando la suma en los casos en que se negaran, como soborno. Contrató a tres agentes especiales para que siempre que salieran de casa les acompañaran varios metros por delante para evitar que Nina se cruzara con alguien que usara gafas. En el caso en que la niña recordare haber visto a alguien con gafas en su colegio o por la calle antes de comenzar a usarlas, Begoña lo negaba todo, asegurándole que se trataba de un sueño o de una imaginación. El hecho de que a Nina la fuera prohibido ver la televisión supuso el golpe final para ella: lo que la despertaría de su estupidez y la devolvería al mundo sensato.
-Sólo lo hago porque no me parece una buena influencia para ti. Antes había más programas interesantes y educativos; pero ahora nada me parece adecuado ni lo suficientemente bueno para tu educación.
Esta vez no logró convencerla. Nina no se dejó engañar y se preguntaba por qué su madre le mentía de esa forma, puesto que seguían emitiéndose exactamente los mismos programas- fueran o no educativos- que anteriormente la mujer sí le había dejado ver.
Como Begoña confiaba en su hija, no pensó siquiera en que una tarde de ausencia bastaría para que la desobediencia se uniera a la curiosidad y a la cordura para abrirle los ojos a la niña.
Fue pulsar el botón de encendido del televisor y Nina no pudo reaccionar. Se quedó pálida. Le pareció que la misma televisión se burlaba de ella y la menospreciaba. Tristeza, rabia, impotencia, insignificancia e incluso odio; todo se mezcló en su interior y salió en forma de lágrimas. Ya no se sintió especial, ya no era única: no era nadie, sólo lloró. Lo hizo durante horas, acompañada por esas personas aparentemente tan inocentes; pero que habían hecho tanto daño.
Cuando llegó Begoña, Nina ya no estaba. La buscó desesperada por la enorme mansión. No apareció. Nunca lo haría. Begoña encontró el televisor encendido y lo comprendió todo; dejó de buscar a su hija para siempre.
En la televisión se emitía un programa dedicado a entrevistar a gente con miopía, que usara gafas.

Sonia

Relatos FM

Pasión Compartida


Cada noche, con la primera fresca, mis labios devoraban su piel rugosa. Acostado sobre la hierba húmeda, ella me correspondía con dulces caricias que se derretían lentamente sobre mi lomo. Cada uno de sus gestos borraba todo signo de temor, calmaba el picor de las heridas que marcaban mi cuerpo maltrecho. Sus manos agrietadas llevaban a mi paladar aquel sustento que derretía con la saliva. Después, guiaba mi boca al encuentro del manantial donde me amamantaba hasta calmar toda mi sed. La contemplaba callado mientras tanto y atisbaba en sus ojos el placer. Una vez saciado, lamía su cara y susurraba alguna cosa en muestra de mi eterna gratitud. Disfrutaba tanto de su compañía que en el transcurso del último roce ya ansiaba nuestro próximo encuentro.

En acabar conmigo, repetía el mismo ritual con todos y cada uno de mis compañeros. No hacía distinción de aspecto, de color, de olor, de tamaño, ni tan siquiera de sexo. No le importaba el tiempo que pasara, sus tiernos movimientos no denotaban prisa alguna, ni tampoco que alguno pudiera sobrexcitarse en la espera, ella tenía atenciones para todos. Se empleaba con una energía inagotable. La felicidad brillaba en su cara al ver en la nuestra una tranquilidad y una satisfacción que aportaba algo de sentido a nuestro vagar, una débil luz a nuestra oscuridad. Finalmente, aunque colmados, el desánimo se cernía sobre el jardín cuando ella se despedía hasta el siguiente día.

La espera hasta el reencuentro se hacía tan larga que en algún momento de mi existencia decidí seguir sus pasos por el día. Solía agazaparme frente a la clínica a la que acudía todas las mañanas, a sabiendas del riesgo que suponía para alguien de mi especie. Estaba acostumbrado a esquivar los continuos zarandeos y las amenazas de la muchedumbre que por allí pasaba. Sin embargo, mi resistencia se veía recompensada cuando la volvía a ver. Siempre vestía el mismo harapo negro y sus cabellos alborotados custodiaban un rostro al que se le advertía el largo pasar del tiempo. Después de permanecer unos minutos dentro de aquel centro, salía sujetando dos bolsas de importante tamaño. En alguna ocasión, mi torpeza hizo que me divisara, pero antes de que pudiera acercarse ya había huido por alguna callejuela, confiando en que me hubiese confundido con otro.

Con algo más de discreción la seguía por un itinerario que difícilmente cambiaba. Por la mañana recorría descampados, casas abandonadas, alguna obra y jardines, donde su fiel clientela la esperaba con ansia. Tal y como lo hacía con nosotros, aplacaba la sed, el apetito y el abandono de aquellos necesitados con sus deliciosas atenciones. Mi paladar se deshacía al ver en aquellas caras ese cúmulo de sensaciones, lo que me tentaba a hacerme pasar por uno de ellos. Nunca lo hice, sabía que aunque fuésemos muchos, ella podría diferenciarnos perfectamente.

De vez en cuando, con rubor e impotencia tenía que ver cómo su labor era increpada por algún vecino molesto que no dudaba en imponerse con violencia o con llamar a la policía. Ella, indefensa y asustada, huía arrastrado su petate, con el amargor de haber dejado a medias su labor. De los que no la recriminaban recogía el azote del silencio, la marginación y la burla. No puedo comprender como el ser humano era capaz de repudiar a un corazón capaz de reconfortar a tantos.

A la hora en que el sol brillaba en lo más alto del cielo, se guarecía en un bloque de pisos situado cerca de nuestro hogar. El portal del edificio estaba completamente destrozado, atestado de vidrios rotos, escombros y un hedor a putrefacción que envolvía toda aquella zona y que casi me hacía perder el sentido. Deambulando por allí debía extremar mi cuidado. No sólo tenía que preocuparme de sortear jeringuillas o cristales de botellas, sino que además debía ser prudente con la gente que por allí acechaba. A uno de mis compañeros le cortaron el rabo unos jóvenes del barrio. El único motivo, el puro divertimiento, la fascinante sensación de someter al débil a las garras del poder, el aplastamiento como emblema del miedo. Tras divisar aquella triste realidad donde habitaba mi sustento, regresaba al jardín.

Una de aquellas tardes, con la primera fresca, nuestra impaciencia parecía desbordarse ante la idea de no reencontrarla. Agitábamos con violencia nuestra cola, como si se nos escapara la vida. Cuando llegó al jardín, me percaté de sus torpes movimientos al andar. Observé sus pómulos salpicados por el color morado y sus labios donde lamía los rastros de sangre de un profundo corte. Sin embargo aquellos golpes no mermaron la alegría de su semblante al repartir el pienso que devorábamos y el agua cristalina con la que refrescábamos nuestros gaznates. Tras una sesión de mimos más larga de lo habitual, se perdió entre las sombras mientras las lágrimas surcaban su rostro marchito. La pesadumbre de haber consumido nuestro último encuentro se adueñó de mí y comencé a llorar desconsolado.

Así fue. Al día siguiente no apareció ante la puerta de la clínica veterinaria, ni tampoco pasó a dar de comer a otros callejeros como yo. Aquel día no recibió ninguna mirada de rechazo, ni nadie la echó a empujones de su jardín. No entró al portal donde apenas subsistía, ni se mezcló con el hedor que la embriagaba. No fue nadie a preguntar cómo murió o quien la mató, ni mucho menos a despedirla. Nadie pensó en si tendría algún enser por reclamar. Sólo los gatos acudimos a decirle el último adiós. Sólo en nuestras mentes vive aún su recuerdo. Sólo en nuestra piel caldea aún su ternura.

Rafalé y Olé Guadalmedina

Relatos FM

La boda de los idiotas


Hay que ver cómo va pasando el tiempo y que poco consideramos lo que ocurre a nuestro alrededor. Muchas veces nos paramos a pensar en nuestra pubertad como si hubiera sido ayer y otras veces no recordamos lo que hemos comió hoy. Sin embargo conseguimos plasmar los males ajenos.
Cuando Federico anunció el día de su enlace matrimonial, jamás pensé que esta fecha nupcial serviría para descubrir al amor de su vida. Y sin anestesia.
  El párroco Don José Martín, lucía un enorme mostacho canoso con el que trataba disimular una cicatriz. Es el cepillo blanco más inmenso que jamás vi. Vestía con sotana negra y apoyaba sobre su nariz unas gafas cuyos cristales eran más gordos que mi dedo pulgar. No era muy alto y tenía muy poca masa muscular. Me dije a mi mismo, este cura ha tenido que ser producto de un mal polvo. Era un mediopolvo con toga, un poca chicha.
Federico que es un tío muy listo y muy fino, quiso que el mediopolvo diera la misa de su enlace. Yo sé por qué eligió a Don José Martín, para ahorrarse un dinerillo en flores. Federico será muy fino, pero es la mar de encogido.
    Tubo en secreto su noviazgo y no consiguió que nadie conociéramos a su novia hasta el día de su boda. Sé que no es celoso porque siempre nos presento a sus rolletes. Sus motivos tendrán para ocultar ahora a su nuevo rollo, bueno eso no, a su novia.
Don José Martín, como ya he comentado, posee una ceguera descomunal y Federico se comprometió a aflorar toda la iglesia para la unión nupcial. Cuál fue mi sorpresa al entrar al templo sagrado, dicho adorno que estaba situado junto al altar, se componía de un ramo de claveles blancos a cada lado y el resto de la iglesia no tenía ni una sola planta aromática. Yo que era el padrino de la boda me preocupé, encontré un sentimiento irrisorio hacia mi amigo Federico. No conforme, me acerque a tan bellos claveles para experimentar si desprendían al menos algo de aroma. Efectivamente desprendían un olor bestialmente exagerado a claveles, lo cual me sorprendió.
Don José el mediopolvo caminaba sobre sus pasos muy lentamente hacia donde yo estaba, extendió su mano para saludarme y tan solo podía alcanzar mi vista la yema de sus dedos que asomaban por la manga de la sotana. Al extenderle yo mi mano, lentamente la introducía dentro de la manga de tela negra a la vez que el mediopolvo olfateaba tan intenso olor a claveles. Yo creo que desde ese mismo momento, desde la puerta de entrada ya se podía percatar uno de que apestaba sin necesidad de meter las narices en las flores.
Tras darme Don José algunas instrucciones, este giró sobre sus pies y caminó hacia la sacristía. Aún me encontraba solo, junto a un ramo de claveles, observe que Don José quedó contento con los adornos aflorados, lo que me dio que pensar, ¡claro! como este, el mediopolvo, esta cegato, pues pensó que el resto de la iglesia estaba acicalada por el exagerado olor que desprendía dos simples ramos de claveles.
  No quedó impune mi curiosidad y me puse a investigar a tales claveles. Estaba temiéndome que Federico hiciera algunas de sus bromas, ¡increíble! me quedé estupefacto cuando descubrí que, entre los claveles había escondido un ambientador automático que desprende el aroma cada veinte segundos. Me temía algo parecido ya que a Federico no le gustan las flores y menos aún, comprarlas.
  Si no hay más sorpresas debe de estar a punto de entrar la novia, pensé.
   Así fue, cuando todos estábamos colocados en nuestro sitio, dio comienzo la ceremonia. Por fin voy a conocer a la mujer que tanto ocultó Federico y que ahora debe camuflarse bajo un velo blanco. Sonó la marcha nupcial, a los pocos segundos miramos todos hacia tras al sentir el chirrido del portón eclesiástico. De pronto, surgió lo inesperado, no podía creer lo que mis ojos estaban viendo. Cuatro hombres de negro con gafas oscuras y de la misma altura, marcaban el paso por igual y mecían sobre sus hombros a ritmo de la melodía conyugal, un féretro. Colocaron el sarcófago ¡a mi lado! delante del altar. Los hombres de negro se ubicaron muy bien formados detrás de Don José Martín, alias el mediopolvo.
Federico me miró, yo le miré, me encogí de hombros como diciendo ¡que cojones pasa aquí! Mi amigo se acerco aún más al féretro y coloco sus manos encima de tan brillante madera, dijo en voz alta dirigiéndose a mí, ¡te voy a dar la satisfacción, el gusto y el honor, para que abras tú este ataúd! Sentí por mi cuerpo un escalofrío, un acojone que no entendía nada, ¡pero si yo he venido a ser el padrino de una boda, que cojones pinta aquí una caja pintada de barniz!
Miré a Don José Martín el párroco, el mediopolvo, el poco chicha este que esta con la mirada fija al féretro y sin mediar palabra. Seguro que este pastor de ovejas descarriadas sabe algo. Me armé de valor y abrí el féretro con ayuda de Federico, el muy cabrón mantenía su rostro austero, apenas pestañeaba. Yo que soy poco creyente me sorprendí tanto al ver lo que había dentro que grite ¡Dios mío! ¿Pero esto qué es?
Federico giró sobre sus pies y se puso cara a los invitados a los cuales gritó, ¡hasta ahora he encubierto el rostro del amor de mi vida, ha sido para vosotros como si no existiera! ¡Ahora va a vivir entre nosotros! ¡Aquel que le haga daño o intente seducirla, ocupará su sitio! (señalo al féretro). ¡Eugenia!, ¡levántate de donde nunca debiste estar y casete conmigo! ¡El muy cabrón tenía a su novia dentro de un ataúd!
Jamás volví a ser el padrino de bodas de ningún otro amigo, es más, dejé incluso de entrar a las iglesias.

Dámaso

Relatos FM

El futbolista brasileño


Yo era un simple camarero en un crucero de lujo llamado Prometheus, concretamente un miembro de la tripulación destinado a la atención de los pasajeros VIP. Servicio personalizado al cliente. Mi misión consistía en satisfacer todos sus caprichos una vez sentados a la mesa. ¡Privilegios de la gente rica!
   Tuve la oportunidad de conocer al famoso Luisinho, el astro de fútbol brasileño, considerado por entonces como el mejor jugador del mundo, quién una vez firmado el contrato de su vida con un club de nivel internacional, disfrutaba de unas merecidas vacaciones en el Índico.
   De hecho coincidí con él en tres ocasiones.
   La primera oportunidad cuando fui el encargado de atender su mesa durante la cena de bienvenida, la tradicional gala que suele celebrarse la primera noche a bordo de los cruceros, mientras se navega hacia el primer destino de la travesía. Luisinho, vestido de Armani, estaba sentado entre un bella modelo alemana que respondía al nombre de Bettina, la cual no se separaba de él ni a sol ni a sombra, un magnate griego vestido de rigurosa etiqueta con esmoquin negro, que se había unido a la corte de aduladores del futbolista, y un alto ejecutivo italiano junto a su compañera sentimental, una hermosa morena llamada Isabella, que habían hecho lo imposible para lograr un asiento en la mesa del jugador carioca.   
Tras las oportunas presentaciones, charlaron sobre trivialidades. Una vez servido el primer plato, el vino corría a raudales, lo cual contribuyó a que el coloquio fuera ameno y animado. Recuerdo que la tertulia fue así:
-¿Sabéis la historia de Prometeo? –preguntó el magnate griego.
Todos negaron con la cabeza.
-Según la mitología griega, el titán Prometeo al reparar que los hombres vivían como animales en oscuras cuevas y cazando de forma primitiva, se apiadó de ellos. Les enseñó a reconocer las estrellas, la agricultura, la medicina y a trabajar los metales. Pero sin duda el regalo más preciado que les hizo fue el fuego para que se calentaran. Con eso empezaba la civilización, la esperanza de un futuro mejor... Pero Zeus, dios supremo del Olimpo, se enfadó y se vengó del pobre Prometeo castigándolo por el atrevimiento de ayudar a la humanidad sin su permiso.
-¿Cuál fue el castigo? –se interesó el italiano.
-Lo encadenó en la cima de un monte, donde el sol lo abrasaba por las mañanas y el frío lo congelaba por las noches –dijo el heleno en tono melodramático-. Además, durante el día un águila le devoraba las entrañas que al anochecer se le regeneraban para continuar su tortura a la mañana siguiente. Su castigo debía durar eternamente, pero Hércules pasó por allí de camino al jardín de las Hespérides y le liberó disparando una flecha al águila.
Luisinho, objeto del deseo de la legión de busconas ávidas de fama rápida que intentaban atraparlo a cualquier precio, harto de la perorata banal de los comensales, decidió acabar con el aburrimiento de la velada añadiendo con su peculiar verborrea:
-Este barco es fantástico. Viajo en una suite de lujo. Me ha costado un pastón, pero ha valido la pena. Tiene un balcón panorámico, jacuzzi, ordenador con conexión de banda ancha a Internet, tele de alta definición, hilo musical y... champagne francés.
-Eres un hombre afortunado –manifestó Isabella esbozando una sonrisa.
-No me puedo quejar –repuso él halagado.
Entonces dispuesto a seguir acaparando la atención de los comensales empezó a explicar anécdotas divertidas de su vida privada con insultante frivolidad y ostentación de virilidad, como la ocasión en que su entrenador le pilló in fraganti jodiendo con una adolescente en el vestuario o cuando en una juerga con una pandilla de amigos, bajo los efectos del alcohol y la coca, sufrió un esguince en el menisco de la pierna derecha al lanzarse sobre él varias mujeres a la vez.
   -¿Queréis saber más cosas? –preguntó Luisinho exultante.
   -Cuenta, hombre. Cuenta –le animó el italiano, el típico latino de sangre caliente.
            -Hay sitios donde no pago nada. Los dueños dicen que siempre soy bienvenido.
      -¡Caramba! –musitó Bettina.
      -Dicen que mi presencia da prestigio a sus locales y fomenta la clientela.
      "¡Vaya con el crack! ¡Cuánta modestia!", pensaba yo atónito aunque impasible, respetando las normas de la compañía que prohibía confraternizar con el pasaje.
      -¿Y ahora qué planes tienes? –preguntó el millonario griego con cortesía.
      -La semana pasada me compré un Ferrari amarillo. Estoy pensando en cambiar de modelo porque no me gusta el color.
      -¿Te lo puedes permitir? –preguntó la modelo alemana, una ninfa rubia de gran belleza y al mismo tiempo una fulana de las caras, como pude averiguar más tarde. La clásica afrodita dispuesta a pasar la noche con cualquier famoso con tal de aumentar su cotización.
      -Claro que sí. ¿Quieres que hablemos de cifras? Pues al mes gano tanto como un profesor en veinte años –agregó el virtuoso futbolista sin ápice de humildad.
      -¡Ostras! –exclamó ella con un mohín de perplejidad.
      -Sí, preciosa. He firmado un contrato de ocho millones de euros por temporada, o sea, dieciocho mil euros diarios. Para que te hagas una idea, cada vez que me levanto de dormir tengo seis mil euros más en mi cuenta corriente.
      -¿No salías con una artista británica? –inquirió Isabella con sarcasmo y morbo.
      -La Sybil, sí. Me deshice de aquel pendón la semana pasada porque estaba harto de sus celos –contestó el fanfarrón-. No me dejaba vivir tranquilo. Siempre detrás de mí, sospechando de todas... Un verdadero incordio.
      Aquel futbolista carecía de moral y de ética, y en lo referente a dignidad no iba demasiado sobrado. Quizás incluso ignoraba el significado de tales términos.
      -¿Debió suponer un mal trago, no? –añadió Bettina con sibilina picardía y velada insinuación en tanto los ojos le brillaban de lascivia.
      -En absoluto –replicó el astro carioca notando unas cosquillas en la entrepierna. Hizo una pausa y, sin que su expresión reflejara el más mínimo atisbo de azoramiento, alegó guiñando un ojo a la rubia-. Siempre hay material de recambio y sin inhibiciones sexuales.
      Supongo que aquella mala pécora estaba dispuesta a ser calificada de furcia a cambio de tener la vida resuelta. Un revolcón con un jugador que estuviese forrado y... a vender exclusivas en algún programa de televisión para sacar tajada del asunto. Y en el caso de quedar embarazada, un documento de paternidad la acreditaría a recibir desde entonces una generosa cuota de manutención, suficiente para darse la gran vida.
      Transcurrieron dos días. El crucero iba viento en popa. Nada parecía presagiar el aciago destino de aquella singladura.
      Sabíamos que la costa de Somalia, infestada de piratas, era una zona peligrosa para la navegación. El segundo turno de pasajeros estaba cenando cuando el capitán del Prometheus, al enterarse de la aproximación de una embarcación ligera con potentes motores, para evitar una oleada de pánico a bordo, adoptó una decisión muy arriesgada: todo el mundo tenía que encerrarse en su camarote y aguardar con las luces apagadas. A las diez se produjo el ataque de los piratas somalíes, cuya ambición crecía con el paso del tiempo y ya no se conformaban en capturar barcos pesqueros o petroleros, sino que también se atrevían a secuestrar cruceros abarrotados de turistas. Los corsarios, armados con fusiles semiautomáticos Kalashnikov AK-47, se acercaron al buque disparando a discreción. Entonces el capitán autorizó al personal de seguridad que hiciera uso de las armas de fuego para plantar cara a los bandidos somalíes que habían conseguido fijar una escalera con un garfio en la amura de estribor. Cuando estaban ya a punto de subir a bordo, se escucharon diversas ráfagas. Durante unos instantes el combate resultó feroz. Parecía que había estallado una guerra.
      Yo era el encargado de controlar el pasillo donde se hallaba la suite de Luisinho. Al escuchar los disparos, salió de su camarote amedrentado como un energúmeno y exigiendo explicaciones. Decía que había pagado mucho dinero por aquel viaje y que tenía derecho a saber qué estaba ocurriendo. Yo no deseaba originar un altercado y traté de calmarle apelando al sentido común. Le rogué que cesara de armar jaleo, insistiendo en la necesidad de mantener la serenidad entre los pasajeros dada la delicada situación por la que estábamos atravesando. Se escabulló en el interior remugando improperios.
      Los agentes privados de origen israelí del Prometheus se encargaron de impedir el asalto y abortar el abordaje de media docena de piratas somalíes, mientras los miles de pasajeros permanecían a oscuras en sus respectivos camarotes. Para repeler el ataque, los miembros de seguridad no solamente utilizaron armas, sino también las mangueras antiincendios. Finalmente, los asaltantes se dieron por vencidos y se alejaron en busca de otra presa más indefensa.
      El incidente se saldó con dos heridos leves. Un balance satisfactorio.
      La tercera ocasión que coincidí con Luisinho, no sé si fruto de la casualidad o por voluntad del caprichoso azar, fue debido al accidente sufrido por el crucero en un islote. Abrumado por las peticiones de los pasajeros alucinados con las espectaculares vistas de un volcán cuyas laderas aparecían cubiertas de exuberante vegetación y ríos de lava solidificada que llegaban hasta el mar, el capitán dio la orden de aproximarse tanto como fuera posible para que todo el mundo pudiera fotografiar a su antojo al coloso que custodiaba como un inmutable centinela los tesoros naturales de la isla. Al acercarse en exceso, el arrecife coralino abrió una brecha bajo la línea de flotación del buque. Al comprobar que se habían inundado diversos compartimentos y que el Prometheus no tardaría en irse a pique, el capitán hizo sonar la sirena cinco veces. La señal de peligro. Luego dio la orden de evacuación. El sistema de megafonía se encargó de transmitir el fatídico mensaje.
      Desde que el navío empezó a escorar, durante el caos y la confusión de aquellos dramáticos instantes, Luisinho sufrió una profunda metamorfosis, como si su valor se hubiera esfumando de repente. De un pletórico deportista, arquetipo de triunfador, ufano de sus éxitos, se convirtió en un atolondrado botarate obsesionado sólo en salir con vida de aquel apuro. Cuestión de supervivencia.
      Aquella situación límite puso de manifiesto su naturaleza mezquina y cobarde. Con una desvergüenza impropia de un ídolo de masas, Luisinho demostró una conducta ruin y deleznable. Seguro que debió sobornar a alguien de la tripulación pues fue de los primeros en subir a los botes, haciendo caso omiso a las instrucciones de los oficiales: "las mujeres y los niños primeros". Pero ya se sabe, las ratas suelen ser las primeras en abandonar un barco que se hunde.
      Es obvio decir que yo fui uno de los últimos en subir al bote. Una vez arriado de sus respectivos pescantes, se alejó del naufragio. Pero hacía falta remar, una tarea que corresponde a los hombres debido a su fuerza muscular.
      -Échanos una mano con los remos –le pedí.
      -¿Estás loco? –replicó el pusilánime futbolista-. Tengo las manos delicadas y me saldrían ampollas.
      Confieso que aquel cretino me sacó de mis casillas. Estuve a punto de arrearle un mamporro. ¡Menudo estúpido!
      Poco después me vi obligado a arrojarme al agua para rescatar a un hombre que se estaba ahogando. Al tener la ropa mojada resbaló varias veces de entre mis manos, pero finalmente conseguí arrastrarlo hacia el bote. El jugador carioca ayudó a subirlo a bordo, pero era necesario practicarle la respiración artificial enseguida.
      -¡Venga, espabila! Hazle el boca a boca –le espetó un anciano con vehemencia.
      -¡No me jodas! –protestó el brasileño con un ademán grotesco-. Parecería que estuviese morreando a un tío. Ni pensarlo, no soy maricón. Me da asco.
      He aquí la tendencia de la sociedad moderna a crear ídolos de barro, como la rusa Anna Kournikova, una tenista considerada la reina del glamour, que nunca ganó un torneo o el mencionado Luisinho, un jugador de fútbol rico y famoso, pero que la última singladura de un crucero se encargó de demostrar que sólo era un crápula grosero y un miserable presumido... Juzguen ustedes mismos.

David

Relatos FM

Bajo Tierra


Roberto se levantó de la cama, y ésta, enseguida, desapareció por una ranura que se abrió en la pared.
Por una pequeña rampa, el joven se deslizó a la planta baja, donde estaba la ducha solar. Le quedaban cuatro rayos de sol. Calculó que tenía para cinco meses.
Se dio una ducha de sol.
De la pared, al apretar un botón, salió un estante con dos cajones. Roberto sacó de uno de ellos la ropa de trabajo: una camiseta roja con un pantalón del mismo color y unas zapatillas del color de la carne, que se pegaban a la piel. Del otro cajón cogió unas píldoras y una botella con agua.
Se tragó cuatro píldoras de color verde con un poco de agua. En la botella ya quedaba muy poca agua. Era una suerte que trabajara en el departamento de limpieza del agua, en el pozo 33. Así su dosis diaria era mayor que la del resto de la gente. El agua siempre había sido escasa, pero hace un año las dosis que se suministraban eran cada vez más pequeñas.
Recordó haber visto un anuncio en su lugar de trabajo que pedían héroes para la búsqueda de agua en las profundidades de la tierra. Los que se prestaban a estas misiones eran gente muy necesitada. Vivian en las zonas más bajas de la tierra. La mayoría estaban medio ciegos y sus huesos deformados. Se les pagaba a sus familias con una subida de planta, donde podían vivir en condiciones mejores. También tenían doble dosis de agua si tenían niños.
Roberto había nacido bajo tierra y lo que conocía del mundo  exterior era lo que le contó su abuelo, ya fallecido. Sus relatos se le quedaron imborrables en su memoria.
Su abuelo le habló de extensiones de campo que en primavera se llenaban de flores de muchos colores y hierba muy verde. El sol no se compraba como ahora, estaba en el cielo. Iluminaba los campos, las montañas y los ríos, que bajaban con fuerza hasta el mar.
El mar era como una gran piscina. La gente iba de vacaciones a bañarse y a tomar el sol en las playas.
El niño abría mucho los ojos y la boca, asombrado con todo lo que le contaba el abuelo. Por la noche se imaginaba el mar, las montañas, los bosques, la luna, las estrellas, el sol, la nieve y muchas cosas más.
"La nieve caía del cielo y se amontonaba en el suelo. Te podías deslizar por ella con unos esquíes. Los niños hacían muñecos de nieve y los adornaban con bufandas."
"El mar estaba muy frío y te podías bañar en él. Las olas llegaban a las playas y producían un ruido como de cascanueces., al contacto con las conchas y piedras."
"Había noche y día. Por el día, el sol era el rey del cielo. Por la noche, salía la luna. El sol se escondía en el horizonte y el cielo se incendiaba con colores calientes." 
"La comida no eran píldoras. Comíamos autenticas delicias. Aún puedo saborear los pasteles de chocolate, las galletas que mi abuela hacía rellenas de nata. Las salchichas, hamburguesas, te encantarían las hamburguesas. A todos los niños les gustaban las pizzas, los espaguetis, la lasaña, la tortilla de patatas..."
El abuelo siguió enumerando deliciosas comidas durante un buen rato.
Su nieto escuchaba atentamente y parecía saborear cada manjar, pues su abuelo no escatimaba en detallarle cómo era y el sabor que tenía.
El abuelo se callaba cuando llegaba su hija del trabajo. A ella no le gustaba que su padre llenara la cabeza del pequeño con historias del pasado. Todo eso ya no existía y no volvería nunca.
El abuelo no compartía el pesimismo de su hija, decía que un día podrían volver a subir a la superficie y vivir como antes. Murió sin ver realizado ese sueño.
Antes de morir, su nieto, agarrándole la mano, le prometió que un día subiría a la superficie y esparciría sus cenizas en el campo.
"Mi teoría es la siguiente: la tierra tiene un núcleo, de donde parten todos los nervios que sostienen todo el ecosistema. Uno de esos nervios o varios deben ser reparados. Si esto se consigue todo volverá a ser como antes."
El abuelo tenía muchas más teorías como la anterior sobre cómo restablecer el orden perdido. La hija decía que eran autenticas chifladuras. Pero a Roberto le parecían ideas llenas de imaginación y muchas podían ser ciertas. El nieto era tan soñador como su abuelo, por eso se llevaban tan bien.
"Yo me crie en un pequeño pueblo. Mis padres tenían una granja con gallinas, patos y cerdos."
Roberto se reía mucho cuando su abuelo imitaba los sonidos de los animales. Lo que más le asombraba era que las gallinas pusieran unas cosas blancas. Y los humanos se comían esas cosas. El abuelo hablaba de una comida hecha con huevos y patatas fritas. Decía que era un manjar delicioso.
Unos días antes de morir, el abuelo le dijo que los humanos estábamos bajo tierra por culpa de las guerras.
"Los hombres destruyeron el mundo. Se peleaban por trozos de tierra, igual que los niños pequeños cuando otro niño quiere quitarle sus juguetes. Un día, inventaron una potente bomba y un loco apretó el botón y... El aire era irrespirable. Sólo los que teníamos mascarillas pudimos aguantar hasta que pudimos refugiarnos bajo tierra. El gobierno había construido unos bunkers, que pronto se quedaron pequeños, pues había mucha gente, y se construyeron las siete plantas, como ahora las conocemos. Nosotros vivimos en la tercera planta, somos afortunados. Pero los que están en la 5ª,6ª y 7ª planta, viven peor y mueren antes."
Gracias a su abuelo su nieto había conseguido un buen trabajo. Estaba bien pagado con dosis de píldoras, rayos de sol y agua. Tenía sus riesgos, porque a veces se producían desprendimientos, pero Roberto trabajaba en una zona muy segura, lejos de las zonas de tierra más inestable.
Desde hace dos años se había independizado de su madre. A su padre no le había conocido. No pudo salvarse cuando el mundo fue destruido. Su madre apenas le había contado gran cosa de él. Sólo que fue piloto comercial. Su madre había sido azafata en uno de sus vuelos y allí se conocieron. Cuando estalló la guerra lo llamarón para luchar, y murió en combate.
Con su madre no hablaba mucho. Siempre estaba seria y enfadada. Su vida no le gustaba. Su madre trabajaba en el departamento de crianza. Allí se ocupaban de las parturientas. El número de niños que nacían había disminuido mucho. Las condiciones no eran muy favorables y la gente prefería abortar a tener un niño.
Roberto salió de su cubo. En el exterior, miles de cubos se encontraban flotando en el aire. Varios tubos transparentes surcaban el espacio, girando lentamente. Se detenían a las puertas de los cubos, si su inquilino iba a salir.
Los más afortunados circulaban en las bolas voladoras.
Roberto se metió en el tubo 13. Estaba atestado de gente que se dirigía a sus trabajos. Se dejo llevar por la cinta transportadora hasta el elevador. Subió a la 4ª planta. Estaba saludando a los compañeros, cuando un ensordecedor ruido les sorprendió.
Todos preguntaban qué había sido eso. Alguien gritó que la tierra se estaba moviendo, que había que salir de allí. Un temblor más fuerte tiró al suelo a la gente. El cubo se resquebrajaba. Roberto saltó a uno de los tubos y corrió. Sólo pensaba en su madre.
El pánico se había adueñado ya de todos.
Los tubos estaban colapsados de gente.
Roberto consiguió llegar al tubo 2, donde trabajaba su madre. La zona estaba destruida. Muchas personas caían al vacío y otras se agarraban a lo que quedaba de tubos y cubos, para terminar cayendo, al cabo de unos minutos, si no eran rescatados.
Roberto subió por una rampa hacia la1ª planta. Entonces se acordó de una de las teorías de su abuelo.
"Algún día se podrá salir a la superficie, sólo hará falta, por precaución, colocarse un casco en la cabeza y una mascarilla. Yo tengo las dos cosas; están en el túnel 2, al lado del elevador de rayos de sol."
Roberto se dirigió a ese sitio y encontró un casco y una mascarilla. Iba subir a la superficie cuando alguien le cogió del brazo...
-Roberto, despierta. Tienes que ir al cole. ¿Pero qué haces con el casco de la moto en la cabeza?
-Mamá, he soñado con el abuelo. Vivíamos bajo tierra y comíamos píldoras...

Lorens Canillas

Relatos FM

Gallito de oro


De que era un gallo guapo, gallito de oro,  puedes  aseverarlo, incluso jurar por la mismitica Virgen   , lo otro fueron las circunstancias , como te  dijo el Duende en la galera.  La mano invisible que te empuja,  y ya no puedes echarte atrás, como si el fierro buscara  la carne o viceversa, y el publico sediento de sangre. Que no se conforman con la  muerte de los pobres animalitos, que están hecho para pelear,  .pero  tu cerebro es más grande , y debe permitirte razonar, que no naciste  para matar a otro hombre- aunque lo mates como siempre han hecho los hombres  desde que el mundo es mundo.
Pero ahora eso no te importa sino llegar a casa , después de tanto tiempo  y poder abrazar a tu mujer, a tus hijos,. Que a veces la vida se divide en un antes y un después, y sin embargo el gallo esta ahí , tu  hermano le curó las heridas preparándolo para la revancha,  porque así está escrito,  un gallo ganador no puede retirarse mucho menos si hay un muerto de por medio,
Todo sucedió sin que pudiera predecirse, la valla, los gallos, las apuestas, el dinero que corre cuando la sangre se enardece, y es otra vez la voz que dice
----No pagó, **** ese gallo está untado.
---- Yo no necesito untar a mi gallo- respondes enardecido que fue una pelea limpia- lo que pasa es que el tuyo se acobardó.
Pero el otro no entiende de palabras, y salen a relucir las armas blancas, un machete afilado, una cuchilla que se entierra con fuerzas en la carne del provocador.
--- Mi gallo estaba limpio- rematas con la voz llena de rabia que no viniste a buscando reyerta pero si se presenta, uno no puede andar haciéndole ascos a la muerte.
Mataron  a Juanito el  Loco se regó en el barrio, ya para entonces estabas preso que el que a hierro mata a hierro muere, y no hay justificación si se le quita la vida a un hombre.
Y aunque han pasado dos  años el rencor sigue latente sobre todo si el otro dejó un hijo que siguió sus pasos, y ahora se juega veinte mil pesos a su gallo contra el tuyo. Que finalmente el que gané se lo lleva todo, y hasta dejaran zanjada esa vieja rencilla, es la única forma de calmar a un difunto que anda reclamando venganza.
Tienes que pelear tu gallo- te dicen los socios del barrio- De todas formas si no lo haces él vendrá por ti que lleva mucho tiempo esperando este momento.
Gallito, gallito fino, gallito de oro,  como los gladiadores de aquella película,  Ave Cesar ,los que van a morir te saludan, los gallos salen a darlo todo  en la valla, que si él rival no acepta, si  no aprovecha la oportunidad de matar,  entonces se recuperan,  señor de la muerte matando al contrario ,como ahora quiere el contrario que tú  mueras gallo de por medio, venganza, o ganas de joderte la existencia
.---¿ Y si no aceptó la pelea? – indagas.
---- Sería fatal para los dos- responden los amigos, que a ninguno le gusta ponerte ante tamaña circunstancias-- Matar  o morir. Esa ha sido siempre nuestra historia, y si los gallos lo hacen sin chistar a nosotros no nos queda otra alternativa que seguir su ejemplo.
Matar, es otra vez la voz del  Duende - Matar es sencillo,  lo difícil, es  poder cargar con esa culpa.  Los gallos matan, y luego duermen tranquilo y hasta se pavonean al día siguiente con su canto mañanero. Pero los hombres, los hombres saben que  después de ese paso no es lo mismo
--- Mira Jesús, yo siempre te he considerado un buen muchacho- es ahora el  Jefe del  Sector de la Policía quien toca a tu puerta para advertirte - Pero se dicen muchas cosas por ahí y ninguna es buena.  Si necesitas de mi ayuda no dudes en buscarme, pero no vuelvas a embarcarte que no vale la pena.  Y eso lo digo por los dos. Que ya hablé con el otro porqué  es hora de que alguien ponga fin a esta historia.
Ojalá, fuera tan fácil, eso lo sabes no ahora que te dieron tu primer pase, que te pasaron al correccional con internamiento, sino desde que te trancaron en el Combinado del Este a donde llegaron  las amenazas, proferidas en tu ausencia.
---- Mejor hubiera sido que le hubieran dado cadena perpetua, porqué cuando salga yo lo voy a estar esperando. y lo voy a matar como un perro pero primero mi gallo va a vengar la muerte de aquel otro gallo causante de esta historia.
Y después de unos días junto a la familia, la mujer que te ruega, que te suplica no hagas caso a la gente, ya bastante tus hijos y yo hemos sufrido con tanta separación, estás decidido a olvidarlo todo, a no aceptar  ese reto a donde se te va la vida  que para eso llevas tu gallo, y delante de todo el mundo. la valla en pleno apogeo lo levantas para que todos lo vean.
----Este es mi gallo  pero no voy a pelearlo,ya  hay demasiada sangre de por medio. Doy por perdido este encuentro , quiero que todo se quede en el pasado.
------Es demasiado tarde para arrepentimientos- te dice el hijo de Juanito-  mis muertos están pidiendo esta revancha para dormir en paz. Tal vez tú no eres culpable por la sangre derramada, que cuando dos hombres se buscan con ganas uno de los dos tiene que morir.  Pero aquella noche tu gallo estaba untado, untado porque la mano que lo espueló estaba vendida. Así que no tienes otra alternativa que pelear este gallo para que finalmente se haga justicia pues de lo contrario esta guerra nunca va acabar.
¿El gallo untado? Sí, claro  por eso es la mirada huidiza de tu hermano el cuerpo que le tiembla cuando para te diga la verdad lo  sostienes  con fuerza  por  la pechera
----¿****, dime qué es mentira? Dime, que no mate de balde, que mi gallo ganó en buena lid.
Pero tu hermano no responde, que las piernas le tiemblan y su rostro anuncia culpabilidad. .
---- Hijo de **** quítate de mi vista, ****.
Y cuando salen a la valla guapos, y enardecidos gallitos de pelea, espuelas buscando  al contrario, ya para ti carece de sentido porque otra vez estás en prisión en donde el Duende, que también tiene sus muertos te dice:
-----No es que tengas que cumplir tantos años, sino que ya no podrás dormir tranquilo el resto de tu vida, que si los gallos olvidan los hombres tenemos buena memoria sobré todo a la hora de arrepentirnos de los pecados.
Y como en una película los gallos se enfrentan en la valla, y son sus espuelas buscando herir al contrario,  el revoleteo de alas, el grito del  gentío,  tu gallo que avanza decidido a matar, que es un gallo valiente, un gallo fuerte, un gallito de oro, pero tú  te metes en el medio, y paras la pelea a pesar  las protestas de los apostadores, de la canalla que ruge enloquecida.
--- Ya estamos en paz, muchacho- dices mirando frente a frente al hijo de Juanito el Loco- Esta pelea la perdí yo, como perdí la otra que tuve con tu padre aquella tarde. Aquí está mi pecho para que me mates, si es que con el tiempo que llevo cumpliendo  en la cárcel no te es suficiente.
Todos hacen silencio, no se escuche ni el zumbido de una mosca, tú das la espalda, despacio sin apuro, que ya todo está dicho, y si tienes que hacerle compañía al difunto que cayó por tu mano, ya no te importa Lo que no puedes permitirte, lo que no puedes aceptar, es que otra vez  tengas que matar por un gallo que estaba untado, no importa si tu gallo es  bueno, fuerte, valiente, gallito de oro.
Y aquí estás frente a la Empresa en donde te han ubicado como soldador, - por tu buen comportamiento de dieron la libertad condicional. Ha pasado un año  desde el encuentro en la valla, y los galleros te han vuelto la espalda, y hasta en el barrio se comenta que la prisión te ha ablandado. Que la pelea estaba ganada de antemano, solo que le cogiste miedo al hijo de Juanito el Loco.
Pero a ti no te afecta lo que diga la gente, y mucho menos las disculpas de tu hermano, que para ti el asunto  ya está terminado, aunque sigas cuidando a tu gallo, a tu gallo campeón, que ahora en la jaula como si extrañara la valla  entona su canto, y por eso lo sacas, y lo acaricias como cuando iba a comenzar una pelea para decirle desde lo más profundo de tu ser.
---¡ Gallito valiente, gallito fuerte, gallito de oro!

Tirso de Molina 200

Relatos FM

Al amanecer


El destino no reina sin la complicidad
secreta del instinto y la voluntad.
                                  Giovanni Papini.


Siete hombres reunidos en la penumbra de una habitación medio en ruinas, devastada, acribillada, una habitación que destila en cada palmo, en cada esquina, por cada agujero, el fuerte olor de la muerte. El eco de sus voces pende inquieto en mitad de la noche. Discuten. Maldicen. A ratos callan, sobresaltados, aguzando temerosos los oídos al creer haber escuchado algo. Suspiran aliviados y de inmediato retoman el crispado en-frentamiento con el susto todavía en el cuerpo. Nadie duerme esa noche gélida y fatal, imposible pegar ojo. Salvo un tenue reflejo de claridad que en el tercer piso donde se encuentran logra colar a duras penas una de las farolas de la calle, la oscuridad se ha adueñado orgullosamente de la estancia, dibujando sus siluetas deambulando con ner-viosismo por ésta. Enzarzados en plena discusión uno de ellos pretexta entre sollozos el porqué de la inconveniencia de que fuera él a quien le tocara ir, despertando así una pila de furiosos reproches.
     ―¡No digas bobadas, Zoran, por favor! O acaso no sabes que todos los aquí pre-sentes tenemos hijos y esposa que dependen por entero de nosotros.
     Avergonzado, Zoran se cubre el rostro con sus temblorosas manos y farfulla unas pa-labras, palabras que parten del corazón y que apelan al miedo como disculpa a su co-barde comportamiento.
     ―Pero qué te piensas, ¿que eres el único? Nosotros también estamos asustados: muy asustados. Nadie aquí quiere hacerse el héroe, pero no nos queda otra, sólo pretendemos sobrevivir, y para conseguirlo tenemos que estar preparados para cualquier cosa y dis-puestos a todo.
     Zoran estalla en llanto, concitando así una atmósfera de silente incomodidad que su-me a cada hombre en el frío seno de sus pensamientos. Tal y como lleva Milo desde el inicio de la reunión; inmóvil, callado. Encajando cada propuesta, cada excusa, cada la-mento. Escuchando a sus compañeros con aire reflexivo, mirándoles de hito en hito en-tretanto la noche va consumiéndose anticipando el momento decisivo.
     Sólo Milo, joven ingeniero químico recién llegado a la treintena, casado desde hace tres años y con un niño pequeño de apenas uno, parece mantener la compostura. Al con-trario que sus agitados compañeros, que, fervientes creyentes musulmanes todavía se aferran a la esperanza de un milagro, él es plenamente consciente de lo complicado que lo tienen. Muy complicado. Demasiado. Sabe bien que la cosa pinta fea, mal, que sus opciones son reducidas por más que pretendan algunos dejar abierta una posible salida a un conflicto que ya llevaba tiempo agazapado, emboscado, un conflicto construido con los mimbres del odio racial y religioso de la población serbia. Y también sabe Milo que esas escasas opciones pasa por apañárselas ellos mismos, sin esperar a una ayuda inter-nacional que a buen seguro no vendrá en su auxilio. Aunque se esfuerza por rechazar un pensamiento tan pesimista, resulta difícil ignorar que los últimos acontecimientos han mutilado las pocas esperanzas que les quedaban enteras, intactas, y que por tanto están sentenciados, perdidos, porque mientras permanezcan invisibles al resto del planeta y con la suerte siempre dándoles la espalda todo se reduce a una desalentadora elección: elegir entre el fuego o las brasas.
     ―¡No! ―exclama bruscamente Milo, exaltado, reaccionando ante la propuesta que acaba de surgir de boca de uno de los siete. Tan brusco y fuerte que por momentos ha avivado entre los hombres el temor a ser descubiertos―. No pienso echar a suertes nada ―añade, en un tono más suave para tranquilidad de todos.
     En modo alguno se muestra dispuesto Milo a que de nuevo le corresponda al maldito azar, frívolo, caprichoso, casi siempre injusto, dirigir tanto su destino como el de su fa-milia. Un azar que en realidad no es más que el fruto, el retoño de un sucio complot en-tre asesinos. El anhelo de un destino siempre indolente con ellos. Un incierto futuro or-questado a voluntad de unos monstruos.
     No. Ni hablar. Adelanta, pues, su fantasmagórica silueta al centro de la habitación y declara, rotundo:
     ―Iré yo.
     Desconcertado se queda el grupo ante el repentino, brusco, inesperado anuncio del joven Milo. Sin embargo nada alegan en contra de su firme determinación de ser él, el menor de todos, quien, al amanecer, ponga en juego su vida. Un aguijonazo de vergüen-za se suma al alivio experimentado al escuchar la valiente decisión que prorrogará sus míseras vidas, al menos, otro día más.
     Suerte, le desean, acogiendo en sus corazones la ciega esperanza de que, por una vez, por una sola vez, por una maldita vez, también atienda a sus peticiones, también atienda a sus súplicas.

Ignoras qué hora puede ser pero sospechas que pronto amanecerá. Cuarenta, cuarenta y cinco minutos, todo lo más, piensas.
     Hace semanas que montas guardia en tu casa, rodeado de basura y sin apenas comer ni dormir. De noche, incapaz de conciliar el sueño, deambulas impaciente entre tus pro-pios excrementos, fumando un cigarrillo tras otro, esperando.
     Pese a encontrarte a un centenar de metros de distancia del Bulevar Mese Selimovica, o Sniper Alley (Avenida de los Francotiradores), como ha sido tristemente rebautizado, aun así te llega con cierta nitidez el grave ronroneo de los generadores eléctricos. Sabes bien que en cuanto se acallen el silencio traerá consigo la total oscuridad, puesto que, privadas de alimento, las pocas farolas que hayan logrado resistir el regular acoso de proyectiles y cascotes cegarán su parpadeante ojo de luz, enterrando el Bulevar en las ti-nieblas durante unos minutos, el tiempo que tarde la noche en abrir sus puertas al ama-necer.
     Un ladrido lejano pero potente, sentido, afligido, te arranca violentamente de tu enso-ñación. Aplastas la humeante colilla olvidada entre tus dedos bajo tu bota y empuñas el rifle, tu eficiente y letal rifle semiautomático Zastava M-76, que descansa fielmente en tu regazo. Entonces te alzas del roído colchón y en dos pasos te plantas delante de la ventana. La mira telescópica no ofrece, por ahora, ningún objetivo.
     El ronco rumor de los generadores eléctricos todavía es audible, pero por poco tiem-po, porque en el negro horizonte ya comienza a insinuarse el albor de un nuevo día. Dos cigarrillos, calculas. Quizá tres.
     Te tiras nuevamente en el colchón y acurrucas el rifle sobre tus piernas para así te-ner libres ambas manos. Acostumbrados tos ojos a la oscuridad no necesitan luz alguna que guíe tus pasos.   
     Un par de cigarrillos más tarde la llama de tu mechero vuelve a cincelar un pequeño boquete en la negrura. Según ladeas la cabeza para prender el siguiente cigarro, último en la estimación de tiempo hasta el amanecer, tropiezan tus ojos con algo. Una moneda. Una moneda de plata. Permanece allí donde cayó por última vez la tarde anterior, mo-mentos antes de ponerse el sol. La recoges y te la guardas en el bolsillo sin experimentar el más mínimo sentimiento de arrepentimiento o culpa.
     Fumas, fumas y aguardas pacientemente hasta que la claridad de otro día clonado del anterior bañe tu cara.

Despunta el día y los avisos por megafonía se reanudan, tanto los que anuncian los pun-tos de abastecimiento que el gobierno bosnio ha establecido como los que advierten del peligro que acecha en las alturas: «¡Pazi-Snajper!», «¡Cuidado-Francotiradores!».
     Una sonrisa cruel trepa a tu rostro.
     Dos nuevos participantes entran en juego.
     Un hombre mayor y un chico joven, de unos treinta años, que, empujados por la de-sesperación, han abandonado sus escondrijos. No van juntos, cada uno esconde su ra-quítica silueta en puntos distintos del Bulevar; detrás de un bloque de cemento el viejo y al abrigo de un carbonizado autobús de línea el chico.
     Apostado en la ventana introduces una única bala en el cargador y, lentamente, con mimo, desamartillas el arma. «Bien, cucarachas, juguemos, musitas. ¿Quién de los dos será el afortunado? ¿A quien libraré hoy de su miseria?».
     Por medio de una macabra y arbitraria selección has abatido ya a muchos, sin em-bargo esta última semana en lugar de disparar al buen tuntún sobre todo bicho viviente (perros y gatos incluidos), has resuelto divertirte un poco. Incorporar una nueva y atrac-tiva emoción al juego. Estimular el rutinario día a día.
     Sin soltar el rifle metes una mano en el bolsillo del pantalón y la cierras alrededor de la moneda de plata. Un siniestro hormigueo te recorre la espina dorsal al hacerlo. En el curso de extraer la moneda y hacerla rodar previamente por los nudillos, rito preliminar que forma parte de la diversión, dos sombras se mueven en el Bulevar.
     Una pausa en la cadena de mensajes gravados difundidos por megafonía parece ser un momento tan bueno como cualquier otro, ha debido de pensar una de las dos som-bras, porque, en cuanto se crea el silencio, el viejo, un humilde musulmán y profesor de universidad jubilado, asoma la cabeza por encima del bloque de cemento. Va descu-briendo las facciones de su flacucho rostro poco a poco; lo primero que emerge es una cabellera rala, canosa, seguida de unos ojos grandes, aterrados, una nariz fina, des-cansando sobre un lecho de pelo, y finalmente unos labios que se mueven arriba y aba-jo, nerviosos, rezando compulsivamente. Mira a un lado y a otro y lleva a cabo su plan, simple y arriesgado; se incorpora y con decisión se lanza en torpe carrera con el fin de alcanzar el extremo opuesto del Bulevar. Al descubierto, exponiéndose sin el menor escudo al fuego de los francotiradores, no ambiciona el viejo más que llegar al codi-ciado punto de reparto de víveres. Del mismo modo el chico joven, aprovechando tam-bién el parón en los comunicados como si ello hiciera crecer las posibilidades de éxito, se arma de valor y sin más prescinde de su protección y se entrega a un loco sprint, con-virtiéndose, igualmente, en un blanco perfecto.
     Tú lo observas todo con una maquiavélica sonrisa incrustada en tu mugriento sem-blante, recreándote con la desesperación de aquellos infelices que para ti no representan más que un puñado de alimañas que hay que exterminar. Sin embargo no puedes demo-rarte demasiado en tu tarea exterminadora, tienes que darte prisa, puesto que alguien se te puede adelantar; obviamente no eres el único francotirador de la zona.
     Así que sin conceder más tiempo asignas mentalmente un lado de la moneda a cada uno (cruz, viejo, cara, chico) y la lanzas al aire con un golpe de pulgar, igual que se ha-ría en un inocente sorteo entre amigos. La moneda de plata surca el aire con un cen-telleante vuelo y aterriza de nuevo en tu mano. La abres y descubres complacido el fallo del Destino.

     «Bueno, susurras, al tiempo que guiñas un ojo y acaricias con tu dedo índice el ga-tillo del arma, parece que ya tenemos ganador».

Fire

Relatos FM

Lo peor es el niño


   Acabo de llegar. Atravieso las brillantes baldosas sin pereza. Sólo el silencio acompaña mis menudos pasos. Todo está limpio. Demasiado limpio para mis nervios. En la entrada no hay nada que merezca la pena. Todo impoluto. Se diría que nadie vive aquí. Continúo mi estrecha vigilancia. No tengo más remedio.
   A la izquierda la puerta me atrae con su luz de rendija. Me asomo. Nadie. Es una falsa alarma. Se han debido dejar la lámpara de sobremesa encendida. Entro siguiendo ese halo de luz y recorro la pequeña y, a  la vez para mí, gran estancia. Cuadros, reliquias, diplomas, librerías. Es gente culta y, por la luz, gente también  olvidadiza. Sobre la mesa, una pluma sobresale del borde con algunas cuartillas. Han debido salir inesperadamente. Tengo más pruebas de que han salido aprisa. Me voy de aquí. Nada de esto podría interesarme. Continúo por el pasillo casi a oscuras. El canto de algún pájaro me hace caminar con más desorden. Si hay pájaro, no deben estar lejos, los víveres entonces deben estar seguros. Las notas del triste pajarillo me hacen andar con más aplomo y optimismo. Atravieso una puerta de cristales. El salón se adivina amplio. En esta casa deben vivir al menos cinco o seis personas. Desgraciadamente, la jaula está en la terraza y el pájaro, doblemente encerrado, en la jaula y tras la puerta infranqueable de aluminio. Mala suerte. Me conformaré con escuchar su canto con la esperanza de encontrar alguna vez la puerta abierta.
   En el salón no guardan los manteles. Ya lo he averiguado en sus cajones. Ni una miga. Sólo papeles que a mí nada me importan y recuerdos de viajes que seguro todavía están en la memoria del mayor viajero de la casa.
   Continúo el paseo de reconocimiento buscando el mejor rincón para intentar pasar desapercibida. Creo que se oyen golpes. Mientras no enciendan luces, yo seguiré mi marcha.
   Este debe ser el cuarto de baño por la mezcla de olor del desinfectante con el perfume. Difícilmente encontraré aquí lo que busco. Unas gotas de agua hacen que al dar la vuelta me resbale. Salgo cuanto antes de allí.
   Otra puerta abierta. La colcha que descansa sus bordes en el suelo me reclama. Debe ser el dormitorio de los padres o el más grande. Es cómoda, limpia y de gran colorido. Estoy cansada. Hoy he corrido mucho. Me parece excesivo y peligroso para mis circunstancias. El cabecero de la cama tiene un pequeño estante. Sobre él reposa una caja de terciopelo rojo. Puede ser un joyero. ¡Es inútil que mire en esa caja! Por más joyas que tenga no me sirven de nada. Está claro que aquí no encontraré lo que busco... Perezosamente, me deslizo por la colcha hasta que mis pies tocan el suelo y sigo mi camino a oscuras por el pasillo negro.
   En la siguiente puerta un aroma de menta y fresa me hace ilusionarme inesperadamente. Huele a chicle, a azúcar deshecho en caramelo, a golosina pegajosa de feria... Por cierto, ¿dónde está la cocina? No he reparado en ella. Y ya se están acabando las puertas. Este debe ser el cuarto de los niños o del niño, que eso nunca se sabe, y está desordenado, ya lo veo. ¡Bien! Eso me beneficia para camuflarme en cualquier rincón con sus juguetes. Tendré paciencia. Otra vez se oyen golpes. Y pasos. Y las luces se encienden. Voy a esconderme antes que me descubran como intrusa y se acabe mi historia sin comer las perdices. ¿Qué es eso? ¡Una sirena! He debido accionar algún juguete con alarma. ¡Pues qué bien! ¡Lo que faltaba! Un niño amante de los cables. ¿Y ahora qué hago? Nunca se sabe lo peligroso que para mí puede resultar eso. Me quedaré atrapada en cualquiera de sus trampas. Mejor me voy de aquí. Alguien viene corriendo. Escucho la carrera en el pasillo largo. Pero ¿a dónde puedo ir? Ya está. No iré dando vaivenes. Lo he pensado mejor. Me quedo. ¿Dónde escapar ahora? Sólo faltaba que tuviera problemas con un niño. Eso sería el colmo para mi carrera. Jamás un niño y yo podremos ser amigos. Ellos son como son. Nunca llegaríamos a entendernos. Un niño, ya se sabe,  siempre es niño. Quiere saber, está despierto, busca, observa, investiga a gatas por los suelos. Él será para siempre mi enemigo.
   Ahora debo esconderme, por esta noche al menos. Es él. Ya viene. Ha encendido la luz. Creo que no me ha visto. ¡Menos mal!  Ha parado la alarma. Sus botas son enormes. Debe calzar un treinta y uno por lo menos. Una de las lecciones que recuerdo con detalle es el cálculo del pie de un humano pequeño. Era un tema difícil porque los chicos nunca se quedan quietos y en cualquier momento te esperas lo peor. Creo que ha visto algo. ¡Dios mío! Estoy contando los segundos con miedo. Que se vaya a cenar. Si me ve, estoy perdida. No podré atravesar otra vez el pasillo a duras penas. ¡Uff! ¡Menos mal! Ya ha apagado la luz y se va. He de salir de aquí. Buscaré de una vez la despensa. Caminaré despacio. Mientras tanto, tiempo tienen de sobra de preparar la mesa, de cenar y después ya en el sofá, de reposar la cena. Es el mejor momento que puedo aprovechar. Debo llegar a tiempo antes de la limpieza aunque sé que son demasiados los pasos que me quedan. Y demasiado esfuerzo para mí. Creo que el piso de al lado es más pequeño. Tiene una distribución inmejorable, pero ya me cansé de no encontrar nada que llevarme a la boca. Esa familia siempre come fuera. De aquí, sin embargo, a mediodía me llega un olorcillo que alimenta. ¡Ánimo! Con suerte en una hora llegaré a la panera o, sin ella, al cubo de basura.
   Lo peor es el niño. Si no fuera por él no me arriesgaría a buscar más viviendas. En el tercero, me ha dicho una vecina que cocinan de miedo y en el quinto, que hay una abuela que siempre tiene la despensa llena. Ese es, sin duda, el mejor sitio para instalar mi casa, con mi comunidad que espera. Podría ser un lugar importante para echar mis raíces. El mejor hormiguero del barrio como el que se forjó mi prima, la hormiga Filomena. Lo peor es llegar hasta allí. Ya sé. La receta de siempre: Con trabajo y paciencia. ¿Y quién es el insecto animoso que se sube en ascensor hasta el quinto? ¿Y luego quién salva la ranura para no caer por el abismo de su hueco si estás sin alas como la mayoría de las hormigas neutras? Eso es trabajo de enanos, o de chinos o de hormigas gentiles, fecundas y hacendosas que siempre están dispuestas a conseguir la meta. Lo siento. Aquí me quedo. Viviré en el primero. Tiene una gran cocina y una mejor despensa. Llamaré a las demás por si quieren quedarse.  Lo peor es el niño...

Destino

Relatos FM

Sombra


No me importa comer de la basura, de las sobras que él deja. No me importa que no me conozca, que nunca me haya visto. No me importan incluso sus amantes furtivas, las que le piden dinero mientras se visten, las que desaparecen tras la puerta. No me importa su ausencia en las vacaciones ni las visitas de sus pocos amigos. A cambio, solo una cosa quiero: que en las noches, cuando él duerme, yo pueda acostarme junto a él.
Tras la cortina, bajo el sillón, dentro del armario, en todos esos escondites que he escogido con cuidado cuando él no está, sigo con la mirada los pormenores de su vida. Es así como sé que trabaja mediocremente en una oficina y siempre dice que renunciará un día de estos, que odia a su madre, que lleva una vida solitaria, que escribe por las mañanas y bebe por las noches, que llora los fines de semana y que no deja de arrancarse los cabellos, uno por uno, cuando está aburrido. Conozco todos sus movimientos, sus pensamientos, sus voluntades. Cada gesto, cada índice, cada postura, son claros para mí. No hay nada que yo no sepa.
A veces juego a hacerme presente con pequeños detalles: escondo su par de calcetines favorito detrás de la lavadora, dejo abiertas de par en par las puertas de su armario, cambio de lugar los cuadros que tiene en la sala. Él solo se rasca la cabeza, pensando seguramente que debe estar volviéndose loco o se excedió en la bebida la noche anterior. Sé que, por más inverosímil que sea el cambio, él lo habrá olvidado en una semana.
Conozco su vida mejor que cualquiera. Conozco su sueño, centímetro por centímetro, los rictus, expresiones, balbuceos y gemidos; su sueño alcohólico, húmedo, triste, onírico, agitado. Sé cuándo acercarme, cuándo acostarme a su lado, cuando tocarlo y cuando dejar de hacerlo. Sé también esconderme cuando él despierta, en medio de la noche, sobresaltado. A través de mis labios, del calor de mis manos, me introduzco en sus sueños, los transformo a mi antojo, haciéndome presente allí, sin pudor alguno, mostrándole los caminos de la felicidad. Su rostro estupefacto se muestra agradecido de encontrarme, y con gesto tímido me da la mano y se deja guiar. En las mañanas, a través de esa pequeña rendija del armario, observo cómo garrapatea en su libro de anotaciones los sueños de la noche anterior, donde me describe de todas las formas posibles.
Hace poco oí que pensaba cambiarse de casa. Se lo dijo a una amante pagada. Le dijo que ya estaba cansado de la rutina. Yo escuché con angustia esa declaración, como si fuera una sentencia a muerte. Pero, con el tiempo, he aprendido a vivir con la idea de la mudanza, y tengo la firme convicción de que, cuando llegue el momento, me introduciré no sé cómo en una de sus maletas, para que así me lleve consigo.

Gavino Múzquiz

Relatos FM

¿Cada cuánto lloran las gallinas?


-¿Cada cuánto lloran las gallinas?,-
-yo que voy a saber hombre, no ves que estoy durmiendo,-
-¿y los gansos vuelan o se aparean con los patos de pluma blanca?,-
- qué te está pasando, la verdad ya me estoy cansando de tu actitud, sino tienes sueño ve y sales a dar una vuelta por el parque, pero lo que respecta a mí déjame en paz, mañana tengo que levantarme temprano para ir a rezarle al santísimo en las butacas,-
- jajajaja ¿sólo por eso tienes que madrugar?, definitivamente hay mucha gente que no tiene nada mejor que hacer,-
- eso a ti qué te importa, son cosas mías, y si no te gusta es tu problema,-
- ¡huy!, pero no se me ofusque, tan sólo era  un comentario, -
-como te dije, si no tienes oficio es mejor que te vayas de aquí,-
- ok, ya me voy, iré a caminar un rato, veo que el aire está más fresco cuando abro las ventanas.
Salí al parque y todos estaban durmiendo, el camino estaba despejado y los amantes clandestinos se revolcaban como animales detrás de las estepas camufladas, era muy común verlos ahí y más a esta hora: hombres con mujeres, niños con niñas, hombres con hombres, señores con niñas y ancianos con adolecentes; en los temas sexuales todo se vale un día entre semana a la una y media de la mañana. Nunca he entendido ese falso pudor que envuelve a esta sociedad trastornada, tanto misterio para un asunto tan simple, bueno, no voy a desgastarme buscando cambiar los antiguos hábitos de la humanidad.
Decidí tomar un par de piedras y jugar con ellas mientras transitaba sin destino, siempre lo hacía cuando iba rumbo hacia la escuela allá en el año 86 en las abismales avenidas de San Vicente de Chucurí.
En la orilla de enfrente,  dos ratas hurgando entre la basura, dos animalitos inocentes despreocupados de toda la absurda situación que gobierna a este planeta circular. Cuánto me hubiera gustado haber nacido rata, vagar por donde me diera la gana e infectar a cualquier estúpido que me cayera realmente mal, ¡pero no!, a la caprichosa existencia le dio por inmiscuirme en esta revoltosa y violenta masa de seres humanos.
Una cosa me entristeció mientras deambulaba en la noche; una bolsa con un feto muerto a la sombra de un árbol moribundo,  un niño que no fue niño y que mucho menos llegó a ser hombre, ¡vaya suerte la de algunos!, vivir sin conocer lo que es la vida y morir ignorando los pergaminos de la muerte. Lloré mi mala suerte por unos cuantos minutos y entré a un hotel que en su entrada colgaba un letrero que decía cerrado, no estaba de muy buenas pulgas y con una piedra oportuna rompí de un solo golpe la ventana, el dueño detrás de una repisa me miró un poco deslumbrado, pero no más, bastó una picada de ojo para que me dejara seguir sin mayor inconveniente.
Cuando entré al cuarto todo estaba destruido, la cama sólo tenía tres patas, la mesa de noche se encontraba admirando el salir de la mañana, un hoyo del tamaño de un cajón miraba ensimismado la apertura de un retrato delincuente, la alfombra estaba hecha trizas, llena de mugre y de mocos de algún flemático virulento. La verdad no me daban muchas ganas de dormir, el sueño se había escapado en el mismo momento que me dio por ingresar.
Miré un poco por las cortinas, la vista no era de las mejores que podía encontrar, daba hacía un agujero enorme colmado de cadáveres de quién sabe qué animal..., parecían huesos de perros pero así como eran de perro podía ser de gatos, tal vez de lince o de algún otro depredador desprestigiado. Así es la vida, horrible y desbarajustada, y más en el cuarto de un hotel de falsa defunción.

Zien