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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

Unos minutos de mi vida


          Esta es mi historia, una de  tantas que he tenido en mi vida. Uno de los muchos episodios que me ha tocado vivir. Eran los años de una España arruinada. Diezmada demográficamente, dónde el hambre y la extrema necesidad eran la realidad cotidiana, mi realidad  y también la de una gran parte de la población.
          Reinaba la autarquía, una política económica basada en la búsqueda de la autosuficiencia y la intervención del estado, que fijaba los precios agrícolas y  obligaba a los campesinos a entregar los excedentes de nuestras cosechas.
          En este contexto, y en lo que sucedió en Jaén en otoño del 36, tiene lugar esta historia que cambiará mi vida para siempre.
          Otoño de 1936.
          Todo está oscuro, en silencio. Mi padre no me deja encender la vela pequeña por miedo a que los dirigentes locales del Frente Popular llamen a nuestra puerta. Mi padre sabe que  hoy llamarán a muchas.
          De repente alguien llama. Me dice que me vaya a mi habitación. Obedezco. Oigo voces abajo, pero no puedo entender nada. Se cierra la puerta. Hay alguien mi casa. Mi padre me llama y me indica que Juan, "el pastor", está aquí, que van a ir a su casa.
          Tenemos que ocultarlo, ellos van a venir a por él. Mi padre me dice que no tenga miedo, pero lo tengo, estoy temblando y me castañean los dientes. Me dice que pase lo que pase no diga nada, que no hable, que no conteste a ninguna pregunta. Dice que me quede inmóvil. Eso es lo que llevamos días practicando, pero ahora no me parece tan fácil.
          Juan finalmente se oculta en una trampilla que hay en la cámara de mi casa, un sitio muy pequeño, dónde guardamos las cosas de mi fallecida madre.
          Se oyen muchos pasos fuera. Miro a mi padre. Sé que son ellos. Su semblante es frío, está desencajado. Su mirada está clavada en la mía. Lo único que pronuncia es mi nombre: "María". Yo no aparto mis ojos de los suyos. Tengo miedo.
          Abre la puerta. Allí están ellos. Gente del pueblo, de nuestro entorno. Todos personas conocidas para nosotros. Los miro. En sus miradas veo odio, odio hacia mi padre, odio que no logro entender. Tengo mucho miedo.
          Ellos hablan. Pero yo no escucho nada. Sólo quiero que mi padre me abrace, me consuele y me diga lo que tengo que hacer. Empiezan a gritar, a dar golpes, a tirar nuestros muebles. No puedo contenerme. Empiezo a sollozar. Temblando me abrazo a la pierna de mi padre, de mi salvador. Necesito que él me consuele.
          De repente sacan a Juan. Le están pegando. Su labio sangra. Le miro a los ojos. Él también tiene miedo. Lo sacan fuera, a la calle. Juan grita. Mi padre me coge en brazos y me abraza. Dos de ellos le dicen que me suelte, que me deje en el suelo. Él no quiere.     
          Me abraza más fuerte de lo que nunca lo había hecho antes, me dice con voz muy fuerte, casi gritando, que me quiere, que me quiere más que nada en este mundo. Ellos me agarran, tiran de mí, me separan de mi padre. Forcejeo, grito, lloro. Miro a mi padre. Él está igual que yo. También llora. Me mira,se arrodilla en el suelo y llora. No dejamos de mirarnos. Pierdo la noción del tiempo, del espacio que me rodea. Oigo un trueno espeluznante. Se me paraliza el corazón. La sangre... Los ojos de mi padre se abren mucho, se paran en ese momento...
          ¡Dios mío! Mi padre cae al suelo, cae con sus ojos abiertos. Dejo de llorar y corro hacia él. No entiendo lo que pasa. Le abrazo allí, rodeada de esos hombres que ahora me miran. Miro mis manos, están llenas de sangre, la sangre de lo  único que me quedaba en este mundo, la sangre de mi padre.
          No comprendí hasta pasados varios meses que me había quedado sola, que mi padre había muerto ese día, delante de mí. Me acogieron unas vecinas hasta que una tía  de Madrid me recogió y me trasladé con ella a la ciudad.
          Pero nunca he sido feliz. Mi historia es triste. Marcada por la muerte, primero de mi madre y después, la de mi padre.

Veleta

Relatos FM

El hombre del recto juzgar


Allí se encontraba Jairo. Se encontraba en la terraza de su edificio frustrado con aquella frustración del hombre "fuerte y frio" queriendo llorar o tal vez solo ser abrazado. Pero Jairo era demasiado inteligente para ello. El sufre de esa angustia desconsolada del incomprendido. De aquella angustia del que es diferente y por lo tanto angustia personal y comprendida solo por sí mismo.
Jairo, Jairo Niño como era su nombre completo, desde pequeño siempre había tenido un don, tal vez un castigo, excepcional. En él era posible la respuesta sobre el fundamento del conocimiento. Su nombre no refleja eso. Nosotros una sociedad dispuesta al conocimiento extranjero y a nombres muchas veces desconocidos al pronunciar, no nos suena, al escuchar, que un tal Jairo Niño de la respuesta al problema que ha dejado tan absortas a mentes brillantes de la historia.
El problema sobre el juzgar ha sido problema capital de la humanidad. Al menos, así lo es para gran parte de los pensadores durante más de 6000 años de la humanidad. ¿Cómo determinar aquello que es bueno o aquello que es malo? ¿Cómo saber de antemano qué es productivo y qué no lo es? Ello solo es un problema de juzgar bien. La pregunta capital es: ¿Cómo se desarrolla el buen pensar?
Era pues Jairo Niño la respuesta a tal importante pregunta. Jairo nació como lo hacen todos los niños, en un hospital y con dos padres biológicos. Hasta allí, nada especial. Sería más que pomposo y limitaría con lo extravagante desarrollarle a un niño una tomografía (FMRI, EEG o todas aquellas siglas que resumen un complicado aparato para observar fisiológicamente el funcionamiento del cerebro) para observar su proceso neuronal. Más aún, dando por entendido que pudiésemos  darnos por enterados la manera que piensa un ser humano desde los resultados de tales aparatos.
Además de ello, Jairo era hijo de una familia clase media que lo único que le importaba era un hijo sano. Después de ello todo sería alegría. Así, desde los primeros minutos de vida el talento de Jairo pasaba desapercibido de todo el mundo mientras su madre lo tenía en sus brazos, su padre tomaría un café desabrido como todo café de hospital y su médico, feliz de terminar pronto, se prepara para encontrarse con un nuevo amor.
Luego, en la infancia de Jairo todo fue alegría y se le tomo como un niño de bastante inteligencia, bastante astuto para relacionarse con los otros y muy bueno al practicar los deportes. Para la familia, tanto como para su profesor, hombre ya cansado de la vida por todos los años en que los estudiantes le quitaban su energía vital misma, Jairo era un niño excepcional. No obstante, no dejaba de ser oculto el gran don de Jairo.
Cuando Jairo jugaba al fútbol sus compañeros muy inteligentemente se atrevían a decir: "él, sí sabe qué hacer con el balón". Tal vez, ellos eran los únicos que lo habían notado. Ese era el talento de Jairo, a saber, siempre juzgaba correctamente. Dicho de otra manera, sabía qué debía hacer en ese momento para hacer lo correcto.
Así, en él se escondía uno de los grandes secretos del mundo: lo correcto está vinculado al mundo.  Este hombre era incapaz de juzgar incorrectamente. Todo juzgar de Jairo se vinculaba a un orden universal y lógico y por lo tanto siempre correcto.
Así, Jairo ya adulto no demoro en triunfar rápidamente. Siempre sabía hacer lo correcto, por lo tanto siempre todo le era de provecho. Ahora, este es el punto que lleva a la angustia de Jairo en una terraza. Él siempre juzgaba de forma correcta, más aún, era incapaz de juzgar de manera incorrecta y esto le creaba un vacio infranqueable con las personas a su alrededor.
Es decir, en él se vinculaba todo lo bueno y era dado de manera natural. En él se daba la prueba absoluta que lo bueno, productivo y correcto no dependía de los sujetos y la manera en que ellos lo miraran. Jairo era la muestra viviente que ser bueno, productivo y correcto era la forma natural de todo ser humano. Por lo tanto, todo tipo de mal juicio y por lo tanto todo mal, daño al otro o a la naturaleza y lo incorrecto o irracional solo surgía de anomalías de los sujetos en su aparato cognoscitivo. Jairo era la prueba de que todo hombre que juzgaba mal era un hombre que se enfrentaba a su naturaleza. 
El problema que se le presentaba es simple. El juzgaba correctamente, aquello que es bueno, productivo y correcto. Él era lo natural, él era el hombre con el orden natural y cósmico de las cosas. Por el otro lado los otros. Siempre los otros, qué problema. ¿Qué hacer con los otros surgimiento de toda desdicha humana? Jairo al igual que todo humano está en el mundo y solo puede ser EN el mundo. Por lo tanto su relación con los otros es necesaria. Pero tal relación no era posible. Él, Jairo, era lo natural mientras todos los otros con sus juicios errados eran las anomalías de la naturaleza. Seres inferiores a él. Para él era como si un ser humano se rodeara de perros.
La distancia entre Jairo y los otros siempre había existido pero nunca había sido tan grande como ahora. En este momento se sentía vacio y solo en el mundo. Más aún, ahora que amaba. Él era mejor que los que los rodeaban. No obstante, en algo era igual  a ello, en el sentir. ¿Qué clase de juego de la naturaleza era ese? Si aquel hombre se encontraba un peldaño más arriba de los otros, ¿Por qué hacerlo relacionarse con ellos de forma tan profunda? ¿Por qué darle la capacidad de entenderlos en esa manera tan profunda? La respuesta era simple. Jairo nunca dejo de ser humano, uno especial sí, pero humano finalmente.
En esta humanidad encontró el amor y en ella se sintió completo. Pero el amor no es solo querer es vivir y este vivir es tomar decisiones conjuntas. En estas decisiones conjuntas deberían juzgar los dos de tal manera que las dos partes se sientan satisfechas. Así, es el amor, se trata de dar derechos y razones en bien de mantener la relación querida. Sin embargo, recordemos que Jairo tiene la incapacidad de juzgar incorrectamente. Mientras sus congéneres, su amor, juzgan muchas veces de manera incorrecta.
Así, al contrario de las otras relaciones que se dan entre seres humanos donde alguna de las partes simplemente puede dejar lo que juzga correcto en bien de la pareja y entregarse a un juicio incorrecto, Jairo no tenía esa capacidad. De esta manera, el don se volvía un defecto horrendo, monstruoso, él no podía relacionarse ni con su amada ni con nadie.
Ello se debe porque las razones de los sujetos siempre son correctas para ellos. Una posición contraria solo critica su forma de vida. Solo mediante el duro choque con la realidad los sujetos son capaces de observar lo correcto.
Sin embargo, Jairo no contaba con ese tiempo. Aunque estuviera en lo correcto, no podría hacer ver a su amada o a sus congéneres la verdad de las cosas. Aquello era ofender su presunción de naturaleza humana, cuando ellos, eran sólo la anomalía de una naturaleza más completa. 
Así, Jairo tomo la única salida posible. Una vez más obro como debería obrar, como lo obligaba su correcto juzgar. De la misma manera en que Nietzsche lo afirmaba, en mi parafraseo,  "el hombre al observar su naturaleza, no duraría más que el hijo de Lessing". Dicho de otra manera, el hombre al observar la naturaleza de sí mismo, no hará otra cosa que escapar de este mundo, de llegar a ese momento de paz absoluta donde se encuentra la inconsciencia.
El se encontraba en el momento donde el vértigo se unía a la paz. Ya se sentía libre antes de haber caído, de momento, todo no le parecía tan horrible y si sentido como lo era unos minutos antes. Así, de esta manera, llego al momento más lucido de la naturaleza humana. El juicio más recto que puede alcanzar la naturaleza humana basándose por el instinto más primitivo que tenemos, a saber, el de la supervivencia.
He ahí, esclavo, como siempre lo fue, de su recto juzgar, su incapacidad para labrarse un destino propio. Ahora, el don se tornaba más castigo. El gran Jairo, el hombre con ningún juicio incorrecto en su vida, no podía escapar de su juzgar. Su correcto juzgar no le daba espacio a ningún espacio de libertad, él era incapaz de juzgar incorrectamente. Él, como nadie lo sabía y lo sabrá, era más esclavo que ninguno de la naturaleza humana.
Así, descubrió, que si el correcto juzgar es la imposibilidad de ir contra la naturaleza humana, preferiría ser menos humano, menos racional. Sin embargo, no lo podía dejar de ser, era su naturaleza. De esta manera, tenía que volver a vivir, más bien sobrevivir, porque ese era el más correcto de los juicios. Así, reza pues el más correcto de los juicios, a saber, "no importa lo que suceda, sobrevive un día más".   

Camilo Forero

Relatos FM

Metamorfosis

       
Combustión. Mi cuerpo comienza a elevar su temperatura mientras ella me agarra y me conduce por un estrecho pasillo. Cada gota de sangre que recorre mi sistema circulatorio es, por segundos, un grado más caliente. Mi piel transpira y sus poros escupen excitados con este preludio. Cruzamos la puerta que separa el baño del pasillo. Aquí hace mucho calor. La incandescencia de mis entrañas empieza a exteriorizarse con el rubor de mi palidez; y comienza a hacerse visible cuando ella queda totalmente perfecta, totalmente preciosa, totalmente desnuda...

      Mi estómago se convierte en la prueba orgánica de la teoría del Big Bang. Mi corazón, al contrario que el universo, se contrae y se dilata a un ritmo frenético. Y comienzo a notar cada latido, cada bombeo de sangre, en el extremo más tenso de mi lujuria, mientras mi cerebro abandona su regencia solo por curiosidad. Intento mantener intacta mi humanidad para reprimir mi instinto animal. Una dualidad que siempre creí exagerada y que ahora entiendo. Lentamente me desnudo...

     Ella se mete en la bañera y se sumerge casi entera. Espectáculo tan bello. No puedo evitar mirar la parte de sus pechos que sobresale en la superficie. Esas curvas tan sinuosas, tan hermosas, tan deseables, impregnadas de brillos que el agua matiza.
Intento mantenerme cuerdo. Reto casi imposible, ya que me hundo en una gratificante locura y toda mi savia carmesí entra en estado de combustión. Lo noto. Ella también lo nota y sonríe. Entro en el agua y me muevo de forma que encajemos y podamos estar cómodos. Me sumerjo hasta el cuello. Y disfruto del parón momentáneo que la vida me ofrece. Una tregua con la tediosa rutina. Un paréntesis dentro de la racional y moral cordura. Una sobredosis de placer inyectada directamente al córtex cerebral. Una última puerta abierta a la más dulce y sensual de las demencias. La violenta necesidad de ser físicamente uno y no medio. Entonces ella cierra lentamente sus ojos y suspira con profundidad. Mi erección ha llegado a su punto más extremo. El tiempo se detiene. El agua se enfría. El espejo se desempaña. Y yo me dedico únicamente a mirarla. A saciar el hambre enferma y obscena de mi imaginación. A fantasear con un mundo pequeño donde el minutero es estático y donde solo impera la pasión infernal de los sentidos. Un mundo escondido en su cuerpo...

      Las cadenas de la sensatez se aflojan lo suficiente como para poner mi mano sobre su muslo. El calor de su carne hace obvia mi debilidad y empiezo a acariciarla. Ella, sin abrir aún los ojos, se mueve lentamente. No puede estar quieta. Su cuerpo empieza a tomar el control. El mundo tangible comienza a ganarle el pulso al mundo de las ideas. En este instante solo la materia es primordial. Solo el deseo es esencial. Solo la locura. Agrando el margen de mis caricias y aumento su intensidad. Empiezo a usar también la otra mano. Su cuerpo cada vez se estremece con más fuerza. Tanta agua comienza a sobrar. Con cada vaivén de su cuerpo sale más líquido de la bañera. Sigue sin abrir los ojos. Su cara es una exhibición de muecas irrefrenables que no hacen sino embellecer su rostro. Su boca se abre y exhala el aire ardiendo que su cuerpo no necesita. Su lengua humedece sus labios y luego ella se los muerde hasta dejar marca. Yo no resistiré mucho más. Mi cuerpo entero palpita y mi concentración se trastorna. Mi percepción hasta entonces de la realidad se distorsiona por completo. Mis manos cada vez quieren abarcar más y más secciones de carne. Las correas que me atan a la razón se aflojan casi por completo. Mi mano derecha busca voraz la cavidad más cálida, oscura y desquiciante de su anatomía. Una cerradura viva que anhela tragarse entera la llave que la abre, y dejar libres las maravillas. Mi mano diestra encuentra su objetivo y con una macabra delicadeza acaricio suavemente sus labios inferiores. Ella deja de contonearse para retorcerse agitadamente entre soplidos cada vez más sonoros. Introduzco dos de mis dedos completamente. Por fin abre los ojos. Comienzo a buscar violentamente por su interior como si fuera a encontrar el secreto de la creación. Como si la muerte, entretenida, me presionara a acabar pronto mi tarea, porque su barca estuviera esperándome. Ella desesperada intenta agarrarse a lo que puede. Pero sus manos húmedas resbalan sin lograr afianzarse. No deja de gemir. A veces incluso grita. Tanto que su voz se desgarra y su garganta se irrita. Yo, sumido en mi propia embriaguez lasciva, no hago más que aumentar el ritmo y la velocidad de mis dedos. No hago más que subir el tempo a la melodía que componen sus jadeos. Ya no queda casi agua dentro de la bañera. Está toda fuera. Mojando el exterior de nuestro pequeño y repentino mundo.

      Al fin sus manos encuentran donde cogerse. Mi pelo. Con fuerza sus manos tiran de mis cabellos en todas direcciones. Esto solo hace que enloquecerme más y más. De repente despierta en mí un ansia caníbal y hundo mi cabeza entre sus piernas. Ella vuelve a cerrar los ojos y su cara es la de un ángel al que Dios ha bendecido con sexo. Mi instinto animal me hace morder y lamer descontroladamente. Succiono, hasta la extenuación, todo el néctar de su estimulado deseo. Sus manos siguen apretadas en torno a mi pelo. Su garganta sigue cantando al compás marcado por su lívido. Y yo succiono más y más néctar... Hasta que me detiene.

         Ella me mira y sonríe sofocada. Me aparta con cuidado hacia un lado y sale de la bañera. Yo quedo inmóvil, a la espera. Con una toalla se seca entera. Mi lengua sufre pequeños espasmos eléctricos. Una vez seca, ella me mira. No sonríe. Su mirada es extraña. No logro descifrar su significado. Me ofrece la toalla. Estoy fuera de mí. Salgo de la bañera y decidido me acerco a ella. Esto no ha acabado todavía. Tan sólo es el interludio operístico de una puesta en escena salvaje. La miro fijamente. El primer acto son sus ojos. La obra entera es la inmensidad. La toalla cae al suelo mojado. Mi espíritu está drogado por completo. Colocado con una contradictoria mezcla  a base de furia, deseo, lascivia, sudor, cariño y anhelo. Y una dosis no ha sido suficiente. Necesito más. Por ello beso su boca con dulzura. Tranquilo. Legándole a sus sentidos el sentimiento incoloro que recorre mi columna y mi organismo. Placer.

       El fin se hace certeza absoluta en este momento. El valor de la vida se multiplica por segundos y en paralelo el temor al último estertor crece. El temor a no disfrutar. A no sentir la feroz vorágine de algo tan físico y espiritual a la vez. De algo tan hermoso. De este don que otorga la condición humana. Me mira de nuevo. Entiendo ahora su mirada. Al igual que yo, ella necesita más. Necesita llegar hasta el final. Necesita continuar con este espectáculo dedicado a la muerte. Esta obra cuyo tema principal es la vida. Ahora vuelve a sonreír.  Mi mente se excita otra vez y mi cuerpo lo demuestra. Ella se arrodilla. Los planetas se alinean frente a su cara y la gravedad los empuja hacia su boca. Ella, con gusto, acoge entre su paladar y su lengua mi órgano más sensible. Lo saborea impaciente  mientras crece dentro de su boca. Entre pequeños mordiscos mi locura queda bien tensa. Su saliva quiere mojarla toda. Y lo hace. Poco a poco. Hasta que dentro de ella despierta algún tipo de instinto primario que la empuja a devorarme.               Es lascivo. Es obsceno. Es hermoso. En mi cerebro se queman fusibles. Mi cuerpo es pura electricidad. Mi alma atraviesa los muros de la percepción en pos de una realidad menos objetiva. No puedo dejar de mirarla...

      En este preciso instante diría que soy eterno. ¿Importa lo más mínimo que no lo sea? Lo dudo. No es el hecho lo que me colma. Es la sensación. La incontrolable reacción de mi mente. De mis sentidos. La abstracción del ser. El aire empieza a faltarme. Se acelera el ritmo de mis latidos. Este acto llega a su fin. Mis labios se retuercen. Mis mejillas se sonrojan. Mi pulso se descontrola. Yo pierdo el control. Estoy dejando de existir. Me estoy desvaneciendo. Siento que me voy a descomponer en miles de partículas que a su vez se dividirán en otras cientos de miles. Mi conciencia se disuelve. Algo va a estallar. La apoteosis. No puedo respirar. No se qué soy. No se qué pasa. No se qué hago. No se nada. No... se...
      Despierto. Vuelvo a existir. Me siento liviano. Pulcro. Respiro. Abro los ojos. Ella es preciosa. En su piel unas gotas resbalan. Blancas. Absorbiendo todos los colores del espectro lumínico. Ella sonríe. La vida fluye por mis venas, por mis pulmones y por mi cerebro. El animal de hace unos segundos vuelve a someterse al hombre. Sin embargo las cadenas de la cordura no presionan tanto. La razón ha quedado resquebrajada. La locura dormida en mis labios. Y la conducta humana moral y socialmente aceptable agoniza en el suelo encharcado. El espectáculo ha llegado a su final. Está pieza, esta oda a una muerte lenta, acaba su último acto. Y yo estoy vivo.

   Entonces ella me besa.

     Y así quedamos. Abrazados. Pegados. Desnudos. Dejando de ser dos medios para ser uno entero. Quedando completa la metamorfosis.

Cristian

Relatos FM

El sonido de los pájaros


   Como un alma en pena caminó hasta el centro del parque. Ambos, húmedos y desola-dos. Sólo era observado por los pájaros que esperaban, como costumbre, que les lanzara algunas de las migajas que cargaba en una pequeña bolsa. Esa vez no lo hizo. Los pája-ros se comían las migajas y, sin decir gracias, se iban de ahí en busca de otra fuente de alimento o diversión. Por esa razón no se las dio, no quería que se fueran, no quería es-tar solo ni un día más. La tarde era esplendida y daba tristeza no disfrutar cada momento de ella hasta la muerte del sol. En ese parque y en esa banca había vivido las tardes de sus últimos veinte años, todas soleadas, sin una sola nube gris que se asomase por el cielo, nunca. Desde hacía veinte años esos pájaros comían de sus migajas y se largaban. ¿Qué pasaría por sus pequeñas cabezas en ese momento? Seguro creyeron que se había vuelto loco.
   En las mañanas no hacía nada. Se sentaba en una sala a ver pasar recuerdos: personas, olores, sonidos y situaciones que habían significado algo para él en un pasado no deter-minado, pasaban una y otra vez en frente de sus narices. En ciertos momentos entraba a uno de eso recuerdos desde un ángulo opuesto a como lo había hecho anteriormente, pe-ro aquél día que se negó a darle de comer a los pájaros, ninguna de esas imágenes hizo su desfile. Fue la mañana más desolada de su vida. Esperó durante una eternidad a que se asomara uno solo, el más miserable, una situación incómoda o un olor desagradable. Nada. Durante ese martirio, sus sentidos no recibieron el más ínfimo estímulo. Tal vez fue esa desolación tan injusta la que le empujó a comportarse de tal manera con sus asi-duos visitantes. Pobres pájaros.
   Esa noche tampoco lo acompañó la rutina. No salió corriendo del parque en cuanto se escondió el sol  ni esquivó el tumulto de almas que corrían siempre, igual que él, asusta-das y en distintas direcciones, y tampoco se encerró en su habitación. Ese día no, ese día se  hartó de todo eso. ¿Habitación? Bueno, hay que darle algún nombre a esa cueva pe-queña y oscura en la que difícilmente cabía acostado. No ha habido sitio más silencioso. Usualmente, en las noches, mientras estaba allí, recordaba las cosas de la mañana y el sonido que hacían los pájaros en la tarde, pero esos pájaros sólo hacían sonidos mientras comían, de lo contrario se quedaban estáticos, observándolo con sus inmóviles ojos. Sa-bía que esa noche no tendría nada para recordar, por eso se quedó en el parque. Su pri-mera y última noche en el parque.
   Tuvo que sentir algo de arrepentimiento, al menos antes de comprenderlo todo. Está claro que eso estaba escrito. En estas tierras no pasa nada sin que alguien antes lo anun-cie, ese era su premio o su castigo.  Nadie, hasta ese entonces, había visto como era una noche en el parque, no porque estuviese prohibido sino porque nadie quería ser el pri-mero. Él tuvo la oportunidad de serlo, y no sólo eso, ha sido el único. Siempre hemos creído que es mejor no enterarse de ciertas cosas, la salida más fácil será hacernos los desentendidos, los desinteresados. Al principio, sintió algo muy liberador y refrescante, pero cuando miró de cerca la realidad que los demás habían siempre evadido, quedó es-tupefacto. Mientras avanzaba la noche, aquél lugar se llenó de horrorosos sonidos, la humedad aumentó y una espesa niebla cubrió todo. En menos de un segundo el cielo se despejó y el sol empezó a mostrarse mientras los pájaros se congregaban en torno a su banca. Ya era de tarde. 
   Un segundo devastador en el que descubrió que aquellos pájaros eran los sueños que nunca alcanzó a cumplir, y que él, en efecto, era un alma en pena.

Sar Inn

Relatos FM

El tiempo te demostrará lo contrario


   Un joven llamado Ismael tenía una historia de vida sumamente ultrajada debido al bulling. Fue víctima de maltratos psico-corporales ya que para sus pares, por su obesidad, no podía pertenecer al grupo de los populares en la secundaria. No era muchacho de complexión grotesca sino tenia rasgos finos entre ellos, nariz puntiaguda y ojos azules marinos tapados por un enorme mechón de pelo que los ocultaba; pero de todos modos, la crueldad de quienes lo rodeaban, opacaban su íntegra belleza.
   Mucha de las jóvenes lo maltrataban cuantiosas veces diciéndole que nunca lograría un físico atractivo para ellas ni mucho menos conseguir alguien con quien comprometerse. Su  personalidad se puede asemejar a la de una esponja: podía absorber desmedidamente todas aquellas críticas que se le presentaran sin poder defenderse. Aún en soledad repetía las mismas frases que escuchaba acerca de su aspecto. Desde que tuvo memoria, Ismael ha venido trayendo el mismo problema escolar estirándose a la secundaria. Teniendo entonces 16 años, su padre Fabricio le aconsejó por tercera vez que concurra al gimnasio. Las dos veces anteriores no duró ni una semana por haber estado bajo las humillaciones de su entrenador asimismo de los transeúntes. Sólo decidía buscar refugio en su laptop, con la que podía escapar de esa situación caótica que lo amordazaba psicológicamente minuto a minuto. Encontró un blog denominado ´´mi apariencia nueva es el reflejo de mi esfuerzo ´´. En él había publicaciones de diversos casos de personas que decidieron demostrar que una persona podía lograr su cometido tomando diversas técnicas. Ismael habló con su padre sobre el blog y Fabricio no hizo otra cosa que echarse a reir y justificó su carcajada hipotetizando: ´´ si en cinco años, no logró lo que se propuso, mucho menos lo irá a hacer ahora´´. Por su puesto es un dicho que desdibujó sus ideales a futuro.
    Ismael se fue descontento a su cuarto como la mayoría de las veces, y publicó en las redes sociales que iba a concurrir a un gimnasio físico culturista – donde también aceptaban aficionados y aprendices- ; y demostrarles a sus pares que cambiaría radicalmente su forma de vivir. No era raro que a los cinco minutos de la publicación encontrase más de diez personas invadiendo con mensajes cargados de cinismo, entre los que escribieron, una joven llamada Noemí, muchacha quien tenía profundamente enamorado a Ismael.
    Al día siguiente , al entrar al colegio secundario, se armó un descontrol y tumulto ya que los comentarios y las agresiones hacia él desorbitaban hasta el más paciente alumno. Nuevamente la sensación de inferioridad y angustia poblaban la conciencia del joven. Hasta que en un momento exclamó :´´¡esto lo voy a hacer para demostrar que yo no soy un perdedor![...]´´ . Aún así siguieron burlándose diciendo que el gimnasio era una misión imposible.
    Al salir del establecimiento, fue al gimnasio y se anotó. Conoció a un joven de casi la misma edad que él y que poseía los mismos problemas. De todos modos, habían mantenido contacto por el blog. Ambos se hicieron grandes amigos, juntos relataron sus problemas de vida, desamores, proyectos y sobre lo más importante: vencer la obesidad.
   En diciembre, al terminar las clases, ya habían pasado dos meses en el gimnasio y aún sus colegas no reconocían su esfuerzo. Algunos se admiraban al escuchar que había perdido 12 kilos, mientras otros decían que sólo era suerte y que los iba a volver a recuperar al terminar las clases debido a la ausencia de compromisos y salidas. En aquel instante, Ismael no debía  materia alguna, por lo que le servía de herramienta para defenderse de algún desvergonzado que gritaba ´´¡ en diciembre te comerás hasta el plato y los de la facultad lo notarán!´´ para lo que él respondía ´´por malvado, vos en diciembre te quedarás con materias y no tendrás noción de lo que es una facultad[...]´´ . Por lo que se escuchaba, aparte de perder peso, paulatinamente ganaba confianza en sí mismo e imponía un poco más de respeto ante sus adversarios. Sabía muy bien  que las palabras se las llevaba el viento y que sólo valdría la pena demostrar todo lo que quería con resultados físicos, por ello dejó pasar el tiempo.
    La promoción de Ismael aprovechó el verano para reunirse sucesivas veces en un club donde había piletas. En enero Ismael y su nuevo amigo de gimnasio decidieron ir a la misma pileta para ver cómo sus entrenadores hacían demostraciones de clavados. Noemí en un momento quedó impresionada por las demostraciones de aquellos. Ismael se acercó por detrás, le tocó el hombro a la bella joven y dijo: ´´él es mi entrenador, voy a ser así algún día´´. Ella al quedar obnubilada por el cuerpo esbelto del entrenador, solo pudo decir, sin girar su cuello: ´´nadie va a llegar a ser como ellos´´. El muchacho quedó decepcionado por su acotación, no sólo por lo que le dijo sino porque ni siquiera tuvo la decisión de mirarlo a la cara.
    Habían pasado tres meses más, y en abril Ismael por amor decidió ir a la misma universidad de Noemí. El amigo fiel del gimnasio le dijo que era muy arriesgado, no solo porque la elección no estaba en sus verdaderos planes, sino que corría riesgo de que Noemí no le diera importancia necesaria al joven. De todos modos, quería establecer contacto con una de las muchachas más aclamadas de toda su infancia, y, nada más ni nada menos que de la secundaria.
    Era abril 12, cuando Noemí se sentó en uno de los bancos para escuchar la charla de inicio del ciclo lectivo. Ella estaba acompañada de otra amiga quien miraba fijamente a un muchacho que se sentó en diagonal. Lucía un cabello ondulado peinado hacia atrás, castaño claro, ojos azules y camisa blanca con la que se podía ver enormes músculos torneados. Noemí  hablaba con un muchacho por teléfono quien había conocido en la pileta y era precisamente uno de los entrenadores de clavados.
-   ...Noemí, por favor,  solo son falacias, todo se logra con práctica, hacelo primero con un colchón y luego en la pileta, verás que tu cuerpo comienza a ganar coordinación....-
-   Como odio que seas ingenuo, no me gusta que te alejes de mí, quiero que estemos siempre juntos para que me enseñes más, no creo volver a encontrar nadie como vos...-
   La amiga de Noemí le cerró la tapa del celular.
-   No podés estar atrás de un solo muchacho, no puedes presionarlo, no te creas que todo lo que ves es perfecto y único...-
-   ¡No te hagas la filosófica conmigo!...-
   Unas horas después el mismo joven que estaba sentando en diagonal se sentó al lado de la amiga de Noemí. Comenzaron a dialogar y en un intercambio de palabras, ella le comentó que su amiga estaba perdidamente enamorada de un entrenador que había conocido en una pileta de natación en verano. Este joven, le dijo que conocía a aquel entrenador ya que se había ejercitado con él. En el ínterin,  Noemí se acercó, echó una mirada intensa al joven y decidieron ir juntos al salón de clases.
-Da la casualidad que estudiaste con este entrenador...- Dijo la amiga
-Yo con los entrenadores tengo mala experiencia...- Acotó Noemí
-Ellos ya están comprometidos, por ese motivo, no quieren contacto con mujer tan bella como lo sos vos...[...], debes dejar tus caprichos de lado, y pensar que hay gente que sí te quiere, más allá de que tenga un cuerpo fuera del estereotipo masculino que tienes en mente...-
-¿Qué insinúas con esto bonito?, nunca ha sido tu caso...-
   En un segundo, el muchacho guiña el ojo y la besa. Luego en frente de todos dijo
- Yo aprendí que el tiempo te demostrará lo contrario-
Luego de que ella reconociera que no era una persona nueva en su vida exclamó
-¡Ismael! ¡cómo pude...!-
-¿Ahora ves lo que es maltratar al otro y rebajarlo sosegando todo tipo de fantasía?, ¿ahora me vas a volver a decir que no puedo lograr ningún cometido?...-
   Su amiga no salió del asombro, ya que ella también había quedado asombrada por su belleza. Noemí no sabía cómo remediar tanto dolor durante mucho tiempo grabado en el pecho de Ismael. Sólo a él le quedaban dos opciones: conquistarla definitivamente y salir con ella por doquier con su nueva apariencia o alejarse de ella para que escarmiente de sus acciones  y encontrar un nuevo amor.
   En contra de la marea, es decir, antagónicamente a lo que le aconsejaban decidió estar con Noemí, salir de su caparazón y comenzar una nueva vida enseñando también al resto de sus conocidos que pudo obtener todo lo que quiso y cerrar la persiana a tantos mitos como el de no poder alcanzar  objetivos luego de haber intentado innumerables veces y después de haber fallido durante muchos años.

Avilpole

Relatos FM

Seda y Percal


Se sentó en el tocador tras ponerse el caro y suave pijama de seda. Era una de las prendas más apreciadas de su guardarropía, lo adquirió en uno de sus múltiples viajes – esta vez a la India – y fue todo un capricho. Le tenía tanto aprecio, que no lo usaba salvo en ocasiones como la de hoy, en las que se sentía especialmente rara, a punto de sufrir una de sus – cada vez más frecuentes – crisis existenciales.
Comenzó a desmaquillarse.
Esta noche más que nunca, necesitaba sentirse mimada, acariciada, que su cuerpo sintiera la agradable sensación del arrullador y cálido tacto de la seda.
Se untó la leche limpiadora, se aplicó el tónico, cogió la crema hidratante  y masajeó, la cara, el cuello y el escote.
Sintió que el espejo la examinaba, la imagen que le devolvía era fría y extraña, la de una mujer ajena a ella.
Observó alrededor de la boca uno finos surcos, que enmarcaban la comisura de sus bonitos labios.
¡Arrugas! Estaba segura de no haberlas visto el día anterior (...) Con un par de sesiones de relajación desaparecerían – se dijo – Seguro que era a consecuencia de la jornada estresante que había tenido. Decidió probar con la crema antiarrugas.
A la hora del almuerzo, después de un fugaz piquislabis, había aprovechado el tiempo libre y se adentró en uno de sus lugares de culto, la catedral de la moda, los grandes almacenes de la ciudad; donde se surtía de lo más novedoso y chip de la temporada.
Su particular cueva de – Alí Baba –  las palabras mágicas eran "tarjeta visa".
Allí encontró – casualidades de la vida – a su compañera de colegio y amiga de la infancia, Teresa.
Soltando un grito mientras pronunciaba su nombre, Teresa se apresuró a abrazarla sonriente y efusiva, llamando la atención de los demás clientes.
Avanzaba hacia ella, bamboleándose dentro de un holgado vestido estampado, horrible a todas luces, -pensó-.
La reconoció enseguida, a pesar de no haberla visto en ocho o diez años...? ya no recordaba cuando fue la última vez que visito el pueblo.
Se miró detenidamente en el esquivo espejo y descubrió unas incipientes arruguitas alrededor de los ojos, rasgados y almendrados.
Al final tendré que pasar por la cirugía plástica – se dijo – algo a lo que se había estado resistiendo, pero era obvio que tendría que claudicar. Era el precio que había que pagar por el paso de los años.
Su amiga no tenía patas de gallo, lo notó cuando la besaba de una manera exageradamente cariñosa. Nunca fueron intimas  íntimas.
Teresa siempre había sido extremada en todo, en su manera de reír, en sus gestos, en el vestir, en su trato con la gente... en su peso. ¡Claro! Por eso no tenía arrugas por el sobrepeso.
Sintió alivio, no podía creer que una pueblerina con claros síntomas de obesidad, luciera mejor piel que ella.
Decididamente hoy no había sido un buen día, el encuentro con Teresa había trastocado la rutina de su vida diaria, en la que se sentía segura y a salvo.
No le gustaban las sorpresas, ni los cambios imprevistos.
Había conseguido lo que se propuso. Al finalizar los estudios primarios, salio del pueblo, hizo una carrera, consiguió un trabajo fijo. Conducía un coche flamante, era propietaria de un pisito coqueto y acogedor, que contenía todas las comodidades imaginables.
Disponía de dinero y tiempo libre para viajar en vacaciones a algún lugar exótico, además de alguna escapada de puente o fin de semana.
Su amiga se mostró encantada con el casual encuentro y le recriminó cariñosamente, que no le diese su nueva dirección y teléfono, la última vez que se vieron. Ni siquiera pudo invitarla a su boda.
Teresa hablaba sin parar con su habitual desparpajo y simpatía.
Mientras tomaban un café-al que fue incapaz de negarse- le explicaba divertida, entre sorbo y sorbo. Que era madre de tres preciosos niños, el más pequeño, un bebé al que no habían buscado, pero que llegó como una bendición.  Su vida era un no parar, las veinticuatro horas dedicada por entero al cuidado de la casa y su familia. Que su marido se había vuelto un poco excéntrico, la agasajaba con piropos y regalos sin venir a cuento y eso le parecía muy raro; no era muy lógico después de nueve años de casados-reía abiertamente- Pero era el amor de su vida.  No tenía  tiempo de ir a la peluquería.
Seguía hablando y hablando sin parar, dando detalles de sus hijos y de su existencia cursi y monótona, en un pueblo rural que avanzaba a pasos de tortuga.
Se levantó, se palpo los muslos, el vientre, los pechos... suspiró aliviada, todo estaba en su sitio. Comparar su enjuto cuerpo con la flacidez inminente de su amiga, le hizo sentirse mejor.
Se mantenía en forma y admitía no sin sentir un poquito de falsa modestia, que a sus cuarenta y dos años, resultaba atractiva y podría pasar por siete u ocho años menos, - si es que ella alguna vez confesara su edad - .
Nunca quiso tener una familia; no quería perder su juventud y belleza entre pañales y cacerolas.
Sus pensamientos volaron a la adolescencia, aquel verano en que sus encantos se revelaron en su totalidad  y dejo de ser una niña.
Los paseos por la carretera con las amigas, entre ellas Teresa y una corte de chicos pretendiéndola, a los que desdeñaba, sin darles un poquito de esperanza.
Al final todos acababan bromeando, charlando y riendo con la simpática y despreocupada Teresa.
¡Estúpida Teresa, sin metas, sin aspiraciones sin ningún sentido de la estética!
Tubo pretendientes, claro está y alguna pareja más o menos estable, a los que no le daba tiempo de conocerla realmente.
No, ella no necesitaba a un hombre en su casa; Tenía a su disposición una a legión de admiradores, que acudirían si quisiera con un chasquido de dedos.
Era consciente de su belleza, fue la más popular del instituto, una de las más atractivas de la universidad. Los hombres se volvían a mirarla cuando con paso seguro y estudiado contoneo, atravesaba  el último local de moda.
Su reflejo en el espejo le recordó la última vez que estuvo en el pueblo en las fiestas locales.
Teresa le explicaba con todo lujo de detalles, como había transcurrido este año la programación. El concurso de cocina, en el que ella presento una receta novedosa, extraída de internet. La elección de la reina de las fiestas, en el que había sido parte del jurado, de lo que se sentía orgullosa y como novedad, un concierto de un cantante de moda de segunda fila, al cual, tuvo la oportunidad de saludar personalmente.
Dejo de prestarle atención, fingió escucharla pero no la oía, por su mente pasaron los lejanos días de visita a su pueblo.
Las mismas fiestas repetidas cada año, una y otra vez. Esas fiestas tan deseadas y esperadas en su niñez y que ahora no significaban nada para ella.
No entendía como Teresa conservaba intacta la ilusión, por una celebración tan hortera y chabacana.
Ella había vivido noches de baile, a la luz de la luna en la cubierta de un transatlántico, en brazos del hombre más atractivo del mundo, había divisado Paris desde la torre Eiffel, había paseado por Manhattan, asistía regularmente a conciertos de cantantes consagrados, de los que era harto difícil conseguir entradas. Hasta había participado en un safari.... Pero siempre regresaba sola.
Cogió el cepillo y se aliso el pelo, una y otra vez, de manera mecánica, sin percatarse como los cabellos muertos resbalaban por el pijama de seda.
Afloraron a su memoria, los vestidos elegidos cuidadosamente para la ocasión, comprados en una tienda exclusiva, asegurándose así que ninguna lugareña coincidiera con ella. El bronceado bien marcado, dejando patente que disfrutaba de playa, algo de lo que carecían en ese pueblo del interior.
Las maletas repletas, el coche brillante. Dispuesta a deslumbrar a todos los solteros y no solteros, que se cruzaran en su camino, y comprobar la cara de envidia de  las féminas.
Aunque a ella solo le interesaba la opinión de una persona. El atractivo, nuevo médico, sustituto del anciano Don Pedro.
Lo conoció en las vacaciones navideñas y se enamoro perdidamente de él.
Desplegó todas sus artes de seducción.  Lo buscaba a diario, procurando quedar siempre que su trabajo se lo permitía. Él decía que no tenía horarios,  un médico rural estaba de servicio las veinticuatro horas.
Fueron pocos los días vacacionales y escasos los momentos compartidos, apenas unos cafés, unas copas en el único pub decente del pueblo, cortas charlas interrumpidas siempre por alguna inoportuna jovencita, en busca de una absurda consulta, a las que atendía de una manera amable y cercana. Sin ninguna sospecha como era obvio, de que la consultante de turno solo pretendía coquetear descaradamente con él.   
Ahora venía a por todas, dispuesta a poner toda la "carne en el asador" era su momento.  Conquistaría al que todos estos meses le había robado el sueño. Pasaba horas enteras en la oscuridad de su alcoba fantaseando.
Soñaba con pasear por la calle mayor una tarde de primavera, cogida de su brazo, viendo como él saludaba orgulloso a los viandantes. Compartir una película pasada de moda, en el cine de verano, recostada en su hombro, mientras ambos buscaban sus labios, inducidos por las tórridas escenas de amor. Sentarse una tarde de otoño en un frió banco del pequeño parque, con las manos entrelazadas, escuchando el silencioso dolor de las hojas al caer....
Era  consciente de la envidia y rumores que levantaría.
Sería la comidilla de la vecindad y eso lejos de molestarla, le hacía sentir cosquillas en el estómago.
Desde luego nunca pensó en regresar a su lugar de origen, pero si tenía en principio, que pasar alguna temporada allí, lo haría.  Lo convencería de que valía mucho, para desperdiciar su vida y su carrera en aquel medio rural.
Se arreglo con esmero, con los nervios a flor de piel como si fuese el momento de enfundarse el vestido de novia -  ya casi tenía en mente como sería el diseño -.
Después de la procesión haría su triunfal entrada en el casino, donde todo el mundo indefectiblemente, acudía a tomar una hidratante y reparadora bebida, después del absurdo, recorrido  por calles polvorientas y recalentadas,  por el insoportable calor de agosto.
Se miró y remiró en el armario de luna, propiedad de su difunta abuela en el que el espejo devolvía la imagen un poco distorsionada.
A pesar de ello, le pareció que estaba irresistible, nunca se había sentido mejor.
Estiró el corto vestido, se ajusto el sujetador, dejando que sus pechos insinuantes emergieran lo justo, deseando que la mirada del joven médico, se posase en ellos.  Salió con paso seguro y decidido a la conquista de su gran amor.
La voz de Teresa la devolvió a la realidad. Su marido acababa de colgar, había terminado antes de lo previsto las diligencias que les habían traído a la ciudad y no quería perder ni un minuto más en este caótico y ruidoso ambiente que  se respiraba en la capital. A pesar de que le había prometido una cena romántica, en un restaurante precioso. Habían decidido postergar la celebración y regresar al hogar.
Me ha prometido resarcirme con creces, -bromeó pícaramente-
Entre risas y besos, Teresa se despidió como llegó, ruidosamente, llamando la atención de todos los presentes.
Se metió en la cama tras tomarse un somnífero y decidió olvidar el incomodo encuentro.
Entre el sueño y la vigilia, haciendo vanos esfuerzos en no reproducir el doloroso recuerdo que la atormentaba, apareció en su mente, el momento crucial de su entrada en el casino.
Allí estaba ella, Teresa, con sus eternos vaqueros y sandalias planas, fiel a su forma de vestir, contrastando con su vestido de diseño y los altos tacones, creándole serias dudas, de cuál de las dos estaba fuera de lugar.
Allí estaba ella, simpática, ocurrente, sencilla, cercana.
Allí estaba ella... y su prometido el joven doctor.

Besana

Relatos FM

La condición humana de una cornada


La inquietud le había surgido al finalizar la lectura de Siempre sale el sol, donde Ernest Hemingway narra las peripecias de unos amigos que viajan del París de 1925 a Pamplona para disfrutar de las fiestas de San Fermín. Había quedado profundamente impresionado por la manera en que el autor supo entrelazar la violencia, el sexo y el alcohol para crear una historia que, en la superficie, le pareció un vano intento de elevar la naturaleza del hombre a la del toro, convertido, por la atrevida prosa del autor, en el símbolo de la virilidad masculina. Llegó hasta imaginarse que estaba presente cuando uno de los acompañantes de Hemingway había tomado a un toro por los cuernos mientras cruzaba el ruedo ejecutando una carrera acrobática. Le parecía estar contemplando la imagen varonil de quienes, al enfrentarse a las bestias con sus lujosos vestuarios y sensuales movimientos, hacían vibrar de emoción a mujeres que llegaban a la infidelidad conyugal con tal de agregar un torero a la lista de sus acompañantes en el lecho. Le intrigaba –en realidad, no había comprendido al autor—el contraste que emanaba de la comparación entre la virilidad excesiva de la bestia y la impotencia relacionada con los hombres de cierta edad. Amante como era del buen vino, los excesos de su consumo eran un complemento natural al sexo y la violencia que permeaban la obra. Todos los elementos de la historia tenían la aventura de común denominador. Los pasajes de su lectura fueron luego el centro de varias conversaciones durante las reuniones que sostuvo con sus amigos en los siguientes fines de semana. El bar, donde siempre dominaron los temas del deporte, la política y las faldas, fue transportado milagrosamente a una calle de Pamplona, aunque ninguno de los eruditos en tauromaquia jamás había visto un toro salir de la pantalla del televisor. 
   No le resultó fácil convencer a la esposa de la inocencia de lo que él consideraba una breve merecida escapada. Ella consideraba que un viaje a un lugar distante seis mil kilómetros, en compañía de unos hombres que ella tildaba de mujeriegos y borrachos, carecía de sentido. Le argumentaba que, si el motivo eran los toros, México presentaba una alternativa más cercana y menos costosa que la lejana Pamplona. Pero él continuó insistiendo y hasta rogando. «No es lo mismo», le decía, «porque el libro relata los sucesos en Pamplona y yo quiero seguir los pasos de Hemingway en las fiestas de San Fermín».
   Fue en ese momento que la esposa lo sorprendió revelándole que ella también había leído el libro y lo interpretaba desde otro punto de vista: «Tu visión de la obra es errónea, querido, porque no se trata de una "oda al hedonismo" ya que el propio autor la calificó de "tragedia", afirmando que el verdadero héroe de la novela era la tierra.» Un silencio pegajoso descendió sobre los esposos. La mujer, que hasta ese momento había sido una ignorante para él, tenía reservadas sus mejores municiones para el final: « ¿quieres saber mi opinión? Pues coincide con la crítica, que la considera un reflejo del espíritu de la llamada "Generación Perdida"; es decir, de ese grupo de notables escritores norteamericanos que residieron en París y otras ciudades europeas durante los años entre el final de la primera guerra mundial y la gran depresión.» Contemplando al boquiabierto marido terminó su humillante discurso con una oración cargada de despecho: «Por supuesto que desconoces que a este grupo pertenecen, además de Hemingway, otros ilustres escritores como Faulkner, Pound, Dos Passos, Steinbeck, Fitzgerald... ¿quieres que siga? Veo que nunca sospechaste que, mientras tú desapareces los fines de semana en el bar de la esquina, tu ignorante esposa se enriquece el espíritu con la buena lectura...» Y se marchó rumbo al dormitorio balbuceando algo que el atónito esposo no acertó a escuchar. Lo que la enfadada esposa había expresado para rematar su osadía era el peor de los insultos: «La lectura de una novela completa no te borra tu condición de incipiente diletante.»
   A Pamplona llegaron la víspera del comienzo de las celebraciones. Era un cálido 5 de julio. Un taxi los condujo del aeropuerto, situado a unos seis kilómetros de la capital navarra, a un hotel de dos estrellas situado cerca de la plaza de toros. Esa noche ni se molestaron en acostarse. Amanecieron ebrios en el Parque de la Taconera. Cuando despertaron golpeados por el sol, no recordaban cuándo ni cómo habían llegado al lugar. Como el hotel donde se hospedaban estaba a apenas un kilómetro de distancia, decidieron andar, mezclados con un público formado por los noctámbulos y los que comenzaban a salir a las calles. Después de tomar un baño y descansar unos minutos, decidieron unirse al casi millón de personas que albergaban las mismas intenciones de disfrutar al máximo las famosas fiestas. 
   Dos días después, con las bestias pisándoles los talones, corriendo por el encierro detrás de sus compañeros de aventura, cuestionaba la decisión tomada al calor de una discusión sobre la relación directa entre la tauromaquia y el machismo. Pasando la curva que lo adentraba en la calle de Mercaderes, comenzó a ejecutar una forzada voltereta en cámara lenta. Cerca del pavimento recordó que, en uno de los pocos pasajes que había leído en el que llamaba su libro favorito, Don Quijote y Sancho son atropellados por un tropel de toros y vaqueros camino de una feria. «Para mí, no hay toros que valgan», había respondido el hidalgo caballero a la exigencia de echarse a un lado. Luego tuvo una visión borrosa de su esposa en brazos de otro hombre. La relación que había originado el viaje daba paso a una contradicción debido a que los cuernos del bovino son el símbolo de la infidelidad conyugal. Cuando despertó en el Hospital de Navarra sintió vergüenza de su fugaz ilusión. No era justo haber dudado, aunque fuera en circunstancias tan especiales, de la fidelidad de la esposa comprensiva que, al final de varios días de discusión, había accedido a apoyarlo a realizar su anhelada aventura. Ignoraba, sin embargo, que cornada y cornudo formaban parte ya de su condición humana.

Ismaelillo Oriental

Relatos FM

Anastasia


Baco es un perro obeso de piernas cortas, de pelaje blanco con manchas negras, quijada salida con colmillos sobresalientes, orejas pequeñas caídas hacia adelante, cola diminuta que batía de alegría, mirada estúpida y ladridos fuertes, propiedad de Anastasia, una solterona magra, de estatura como de un palo de escoba y medio, que vestía faldas de lino floridas que le llegaban hasta las pantorrillas y sacos de lana de colores oscuros. Ana, como la llamaban sus amigos de la adolescencia que pasó hace cuarenta años o como luego la llamó el celador de su edificio, el único humano con quien hablaba, sin contar al tendero, que la visitaba todos los sábados en la noche luego de terminar su jornada de vigilancia; se paraba frente a la puerta del apartamento número doscientos que parecía un muladar, sonaba el timbre, riiiiing, y salía anastasia con la falda subida hasta las tetas, mostrando su pierna peluda para parecer más erótica, un ósculo baboso y una mirada coqueta que lo invitaban a seguir a su litera donde todas las noches se posaba para descansar su tibia, su peroné, su fémur, su cúbito, su radio, su húmero y sus otros doscientos largos huesos, mientras Baco ladraba de ira encerrado en la cocina buscando una salida para morderle el culo al copulador sabatino; ella, había estudiado filosofía en Francia hasta el día en que se cansó, empacó en su valija de viajes su ropa y en baúles de ébano sus libros, compró un tiquete para volar en un avión de la Air France que la trajera a este paraíso de bala y hambre, para entregarse a la vida ermitaña y encerrarse en una cabaña puesta en una montaña escarpada de los andes entre columnas de libros, Nietzsche, Kant, Sócrates, Descartes, Sartre, el brujo de otraparte y otros desocupados, de donde la expulsaron sus vecinos los campesinos y el párroco, fuera sacrílega o arderá entre sus libros demoniacos.                 
Ana abrió sus ojos de golpe, amaneció, otro día oscuro, lloverá, pensó, con el pijama puesto, caminó a la cocina, escoltada por Baco, a preparar, como todos los días, agua de panela, ponía un taburete frente a la ventana y miraba a las aves, palomas, torcazas, unas se apareaban, otras comían arroz podrido, luego apuntó con su mirada a la montaña verde, el teleférico llevaba una hora detenido por una avería, sus ocupantes tenían cara de pánico, rasgaban el silencio matutino con gritos que Ana se imaginaba porque no podía oírlos, de repente, recordó su viaje a los campos de caña; el cortero madruga, se pone un overol y un trapo rojo en la testa para que lo cubra del impetuoso sol, afila su herramienta, se mete entre la plantas y comienza su trabajo, mueve su mano, taja la primera caña, dos, tres, cuatro y así hasta conseguir un montón, que cargarán las mulas pacientes hasta el trapiche que espera famélico la caña que devorará con sus dientes, para escupir bagazo y guarapo, el primero enciende la hornilla donde hervirá el guarapo hasta tener el color y la viscosidad del caramelo para verterlo en un molde del que saldrá un paralelepípedo denso que viajará en un camión hasta la tienda del tendero donde lo comprará Anastasia que luego lo pica, lo sumerge en agua y lo pone al fuego hasta que se derrite y lo bebe en una totuma; Baco ladra suplicando su paseo matutino, llueve fuerte, se pone una capa impermeable y unas botas de caucho, ata una soga roja al cuello de Baco, y salen de su hogar, saluda con ternura a su amante mientras Baco amenazante le muestra sus dientes. Ana lleva en su diestra la correa de Baco y en su siniestra una porra para defender a Baco. Ana hablaba con su perro como si fuera un amigo mientras el cuadrúpedo olía el suelo y se meaba en los hidrantes, todos los transeúntes siempre la miraban con asombro, ella, rimbombante, continuaba con su charla,  despreciando las miradas despectivas de los peatones. Hacía poco tiempo que a Ana la calle le causaba horror, sabía que unos sujetos la perseguían, funcionarios de la perrera municipal, un rumor de que Baco tenía rabia había alarmado a la gente que exigía el sacrificio del animal. Temerosa miraba para todas partes con los ojos desorbitados esperando darle un porrazo al primer osado y se aferraba a la soga de la que tiraba Baco. La avenida era ancha, los coches pasaban corriendo, había un puente de cemento por el que se debía cruzar, Ana estaba cerca del lugar, los tipos se acercaban dando unos pasos largos y sonoros, Ana apuraba su andar, sus botas rechinaban al contacto con el asfalto, Baco tiraba, tiraba y tiraba con vigor, quería alcanzar una bolsa repleta de comida rancia, Ana giró su cabeza y en ese descuido, de su mano mojada salió la correa de Baco saltando de lado a lado, y batiendo su cola diminuta con la lengua afuera corría por la avenida y un bólido casi invisible aplastó a Baco y en la lejanía lanzó una bocanada de humo a la atmósfera.
Ana corrió hacia la mole de carne que hacía diez segundos le llamaba Baco, derrumbada frente a los restos, lloraba sin consuelo por la muerte de su único compañero que desde hacía siete años alegraba su vida.
La sirena de una ambulancia que arribaba gemía sin cesar, los persecutores tomaron de los brazos a Ana la loca la que casi empelota acosaba al celador, que estaba arrodillada abrazando el collar de un perro que nunca existió y gritaba rogando el regreso de Baco su perro imaginario, eran un par de enfermeros del manicomio que estaban esperando poder encerrarla hasta el fin de su vida en un cuarto blanco, dominada por inyecciones sedantes y doblega por una camisa de fuerza, llorando la muerte del irreal Baco.
       
Teo

Relatos FM

Cuando un gallego se va al sur


Fue cosa de que llegara mi última noche en el sur. Despatarrado me encontraba como si a palos me hubieran molido, en el sillón de la recepción del hotel, aguardando a que Lara, la recepcionista del turno de noche, despachara a una pareja de jubilados alemanes que la atosigaban a cuestiones que sonaban de lo más variopintas.
Quería presentarle a la chica mis agradecimientos por el trato recibido durante el mes entero de lamentaciones que iba durando mi estancia en Nerja. Unas lamentaciones con las que le taladraba los oídos y con un solo fundamento: la insoportable calor que me había topado desde el momento mismo de pisar asfalto en el aeropuerto de Málaga. Ignorante no soy y bien sabía que de temperatura no andaban escasos en la Costa del Sol, pero también soy hombre de natural dispuesto y me aventuré convencido como estaba de que una poca más de calor de la que venía acostumbrado en La Coruña no me haría mal ninguno, sino quizá todo lo contrario.
Mas mis aires de gallardo pronto se desvanecieron como espejismo en el desierto. Al primer paseo junto a la playa creí que la muerte misma me llevaría de pura asfixia. Era media mañana y caía el sol tan a plomo que a chorro encharqué de sudores camiseta, pantalones y ropa interior, y anduve brincando como saltamontes de sombra en sombra desesperado por huir del mal que el cielo me arrojaba. Cuando a la playa acudía como bañista, brasas pisaba en vez de arena, y el agua del Mediterráneo, si bien se me presentó transparente y fresca y no congelada como venía habituado del Atlántico, repleta la hallé de medusas, y cuando no me picaban para hacerme escocer, alerta debía permanecer para que no se me arrimasen como abeja a la flor. Así que me tiraba mis buenas horas huyendo del sol cual vampiro, agazapado en la terraza del hotel, bebiendo agua como una esponja y saliendo de debajo de la paz del hormigón blanco sólo para refrescarme en la piscina, donde montones de turistas, la mayoría ingleses y alemanes, parecían hasta disfrutar de la calor a pesar de las insanas marcas rojas que el lorenzo les dibujaba por toda su pálida piel.
La quietud sólo la hallaba entrada la noche, cuando mil veces bendije al inventor del aire acondicionado, sin el cual me hubiera resultado de todo punto imposible conciliar el sueño, pues la calor ha de ser en el sur como grillo o centinela, que también de noche trabaja.
Antes eso sí de retirarme departía con la pobre Lara, y era vez que empezaba por tratar un tema, vez que caía en relatarle mis penurias. Con gracia escuchaba ella cómo un gallego echaba de menos la tristeza de las nubes y la lluvia, a la vez que no comprendía cómo no me contagiaba de su natural alegría, fruto en parte, aseguraba, del buen tiempo.
Pero parecía empresa difícil la despedida. Los alemanes hablaban un mal inglés y eran duros de sesera como recua de bueyes, así que cuando los despachó me encontró Lara hojeando una revista y más metido en otros asuntos que en el que en verdad me había llevado allí. Fue como gallo en la mañana cuando me habló desde su mostrador:
—Llevas tiempo esperando, José.
—Sí.
—Te marchas mañana.
—Eso parece.
—Sí que pasa pronto el tiempo.
—Bah...
Hablaba ella con acento andaluz, mas no quiero transcribir los ceceos y los vicios típicos de tan honorable región de nuestra geografía, pues de hacerlo pecaría de inexacto y hasta quizá de soberbio, amén de que yo provengo también de un lugar donde no pocos vicios se dan en el habla.
Me encaminé al mostrador y le mostré una buena sonrisa. No saldrían de mi boca la última noche poco menos que sapos y culebras.
—Tendrás la maleta hecha.
—Tengo.
—Y prisa por regresar a tu tierra.
—¿Para qué engañarte?
—Con sus nubes y sus aguas y sus fríos.
—Morriña siento de todo eso.
—Sí que eres tú raro.
—Los raros habéis de ser aquí.
Aproveché una pausa para cumplir mi cometido y darle las gracias por sus simpatías y sus atenciones, sin las cuales el viaje hubiera sido poco menos que un tormento.
—No hay de qué. Encantada lo he hecho.
—Se agradece.
—Aunque dudo que por aquí vuelvas a aparecer.
—De decirte que sí te mentiría.
—Espero que algún buen recuerdo te lleves.
—¿Acaso algún buen recuerdo he dejado yo?
—Alguno, sí.
—Pues ya me dirás cuál.
—Eso no se dice.
Observé a Lara, que a los ojos no se me dirigía y como de sopetón había perdido la sonrisa y el tono alegre en la palabra.
—¿Sucede algo?
—¿Qué habría de sucederme?
—Pareces contrariada.
—Son cosas mías.
—Bueno sería que me lo contases.
—Soy yo más de escuchar que de hablar.
—Justo es que te escuche yo, sea sólo como compensación.
—No te preocupes.
—Tarde es para eso.
Alzó por fin la vista. No me había percatado hasta entonces del verde que escondían sus ojos como los verdes montes de mi Galicia; ni tampoco, quizá porque no lo había mostrado, de lo penetrante que podía resultar su mirada.
—¿Hablarás, pues?
—No debo.
—No todo van a ser deberes en esta vida.
—Cierto.
—¿Entonces?
—Poco sentido tendría ahora que te marchas.
—Puede que precisamente por eso tenga más sentido.
No soy yo hombre de adivinar excesivos pensamientos, y menos en las mentes femeninas que a menudo se me antojan complicadas como cuadrar el círculo, pero muy mal debía de apuntar mi intuición si no tenía medianamente claro a qué se refería la chica.
—Prométeme que hablarás.
Calló unos instantes.
—Prométemelo.
Entonces dijo sí con la cabeza y aguardé a que se arrancase. Fue una delicia darme cuenta como me di de que nunca agarraría aquella maleta ni tomaría vuelo alguno para regresar a La Coruña. Andalucía me había atrapado para siempre.

Baraja

Relatos FM

Negra realidad


Estaba a punto de explotar, me encontraba al borde del desquicio. La capital me desbordaba con toda esa solemne suntuosidad, con aquellas sólidas moles de hormigón que no encerraban más que celdas donde minuto a minuto miles de mentes seguían pudriéndose, expulsando a la atmósfera toneladas de tormentosos pensamientos que acababan conformando la lúgubre campana gris que cubría la ciudad. No necesitaba nada de aquella mugre maloliente. Me había tocado vivir en una civilización repugnante, donde el respeto había sido sepultado bajo millones y millones de ladrillos, tuberías y alcantarillas.
Hacía años que no quedaba nada, la estirpe humana había reducido la ciudad a edificios, asfalto, humo y alquitrán. El día a día se hacía terrorífico, insoportable. Los trayectos de casa a la oficina y de la oficina a casa me mostraban cada vez nuevas consecuencias de la represión policial. Las calles desiertas casi por completo no eran síntoma de tranquilidad o sosiego, sino fruto directo de la brutalidad gubernamental y de la labor férrea e impasible de la clase política. Todas las pancartas, todo el griterío ciudadano había sucumbido bajo la dictadura de la austeridad más exacerbada, bajo un tiránico reinado de mentiras prolongadas durante años. La palabra "confianza" había perdido todo su valor, y el término "democracia" hacía tiempo que formaba ya parte de la Historia. Desde que cuatro buitres empezaron a tomar decisiones por cuarenta millones de ciudadanos, la nación entera quedo sumida en un estado de putrefacción. Buena parte de la población perdió su empleo, encerrándose en barracones cada vez más hacinados y mustios. Las fábricas cerraron, los almacenes se derrumbaron y los centros comerciales quedaron reducidos a cenizas. Los barrenderos dejaron de recoger los cadáveres congelados de los mendigos y ya nadie quería salir a la calle. Las aceras estaban cubiertas de basura y sangre seca.
Ni siquiera podíamos soñar, no lográbamos vislumbrar un atisbo de luz al final del túnel, porque hacía tiempo que lo habían tapiado sin miramientos, con una doble capa de hormigón, cemento y engaños. La esperanza del pueblo era su peor enemigo en la carrera del poder.

El señor del mediterráneo

Relatos FM

Rosas para San Antonio


   Sonó el teléfono y me sobresalte, era ya un poco tarde y no había quedado con nadie, pero ví el nombre de mi hermana en la pantalla del móvil y como había estado casi todo el día con elle, pensé que quizás se le había olvidado decirme algo.
    Aquel día maravilloso en el que me había sincerado con mi familia y volvía a sentirme feliz y con ganas de vivir, iba a cambiar para siempre, supongo que así no lo olvidaría jamás.
   -Dime....-dije con buen humor, esperando que ella me contestase cualquier cosa que había pensado, pero en cuanto oí su voz, supe que algo no iba bien, pero nunca imagine la noticia que iba a darme ese día.
   -La abuela ha muerto- dijo intentando no llorar.
   No podía creerlo, mi hermana quería a mi abuela con locura y no podía estar bromeando, me quede quieta, paralizada, con el teléfono pegado a la oreja y sin poder reaccionar.
    Volví a verla detrás de un cristal después de muchos meses sin verla, la miraba fijamente y me preguntaba donde estaría ella ahora, porque aquel cuerpo era su imagen, su envase, pero ya no contenía nada. Sentía su amor y su espíritu a mi lado mientras yo recordaba momentos vividos con ella. 
    Después del velatorio, su cuerpo sin vida llego a la iglesia, escoltado por todos sus hijos y nietos que viajaban en caravana detrás del coche fúnebre. El ataúd donde descansaba su cuerpo se situó delante del altar.




   En las primeras filas, su gran familia, sus amigos y más atrás todo el pueblo en silencio quiso despedirse de ella.
   El cura habló del misterio de la muerte, mientras lo escuchaba con la cabeza cabizbaja, encontraba sentido a lo que decía y mis lágrimas se iban derramando sin poder evitarlo.
   Cuando terminó con el sermón y se retiró a la sacristía, una enorme fila de gente se fue acercando al altar para dar el pésame a sus hijos, algunos se abrazaban entre lágrimas, otros simplemente les daban un beso en señal de condolencia.
   Ella quiso ser incinerada, así que después de la misa, su cuerpo salio de nuevo por el pasillo de la iglesia, acompañado por sus familiares más cercanos que entre lágrimas se preparaban para despedirse definitivamente.
   Ya solo quedaban sus hijos y algunos de sus nietos, pero no estaban dispuestos a dejar que este ultimo viaje lo hiciera sola, así que de nuevo, como en peregrinación siguieron al coche que transportaba sus restos de vuelta al tanatorio para que el fuego hiciera desaparecer para siempre el cuerpo que había contenido su vida, su alma...
    De regreso depositaron los ramos y las coronas de flores y esparcieron sus cenizas en la tierra, sobre la tumba donde descansaba su padre. Una gran lapida y San Antonio la custodiaban, ella adoraba aquella imagen y a él le rezaba siempre y le pedía por toda su familia. El no le falló nunca y ella tampoco lo haría.  Ese fue su último deseo.

Isabel de Rodrigo

Relatos FM

Corazón roto y especias


   Se sentía destrozada, pero no daban bajas por tener el corazón roto. Así que otro día más en el restaurante, fingiendo que no se sentía muerta por dentro, que no necesitaba más un abrazo que el mismo aire que respiraba. Al menos hoy no había mucho trabajo y podía cocinar tranquila. Unas diez reservas únicamente. Si seguían así terminaría perdiendo su trabajo...

   Pero no le importaba: él la había dejado. Ese cabrón presumido de melenita al viento y  ático de pijo, ese bastardo embaucador que cualquiera querría tener de amigo, ese fanático del conformismo especializado en innovar. El mejor hombre que había conocido, y no había sabido conservarle. El problema era que no podía culparle de forma objetiva; según sus propias palabras, había sido sincero con lo que sentía. La magia había desaparecido, y seguir con ello no sería sino dinamitar las posibilidades de seguir siendo buenos amigos. Pero para ella él era aún culpable de los cargos de haber roto sus sueños.

Tal vez, simplemente no habían cuajado: eran demasiado diferentes. Para él, sólo había sido salir con una amiga, para ver si funcionaban bien juntos; comprobar si el deseo, la pasión y la amistad podían abrir paso al compromiso. Pero ese "lo dejamos", ese "tenemos que hablar", significaban para ella decir adiós a la boda de sus sueños, a sus tres hijos con los ojos azules de su amor perdido, a las vacaciones en la playa, a dejar de trabajar en este restaurante de *****  y así sólo cocinar para él, para su familia y sus amigos. A la ***** el feminismo, quería ser suya y que él fuera suyo, y nada más. Su castillo en las nubes ya no existía, y la caída a la realidad había hecho mil pedazos su fantasía, en la que se hallaba metida desde hacía diez meses.

   Lo malo es que siquiera estaba deprimida. Por eso sí que se podría haber librado de unos días de trabajo, una visita al psicólogo y ¡bum! Hartarse de helado y conformismo frente a su pantalla plana de treinta pulgadas. No. Simplemente estaba triste, pero ni había perdido las ganas de vivir ni tenía miedo de salir a la calle ni nada. Sólo tenía una sensación de soledad que no podía justificar sin sentirse ella misma un poco culpable. Así que se decidió a preparar un plato especial para una pareja que había ido al restaurante. Habían pedido a la carta, saliéndose del menú establecido para ese martes. Sacó de su mochila sus paquetitos de especias, conseguidos celosamente en el rastro de Madrid a lo largo cuatro años, uno por uno. Con ellos era capaz de crear la magia que hacía de guarnición a los platos y que, por más que le pesase a su jefe, era lo que daba caché a ese restaurante escondido en calles secundarias de la capital.

   Incluso las cosas más pequeñas se le hacían imposibles de superar. Con Pavarotti de fondo, la cocina siempre le había parecido una delicia, no importaba cuantas horas cocinase, siempre podía pensar que cocinaba para él. Pero ahora, ahora había perdido su motivación. Los pies le dolían y estaba cocinando para unos extraños, no para el amor de su vida, y no podía usar de aderezo sino lágrimas. Tuvo que hacerse a un lado, asqueada mientras la olla crepitaba lentamente. Se tapó la cara y cerró los ojos para contener las lágrimas, como la primera vez que había cortado cebolla, siendo una cría. Ese hombre, el que antes fuera su amante, le había robado también las ganas de trabajar, de hacer bien lo único por lo que le habían pagado en su vida. Estaba tan desmoronada que no le quedaba sino dejar esa ciudad, ese trabajo de ***** y recuperarse; o sino, correría el riesgo de destrozarse a base de no dormir y llenarse de alcohol y tranquilizantes cada noche. Pero hasta que hablase con su jefe ahí debía estar: triste, necesitada de un abrazo, entre lenguas de fuego y comida cruda; rodeada de cuchillos que le gritaban ideas a su desgastada mente.

   Dejó el fuego al mínimo y fue al servicio. Trató de vomitar sin lograrlo, en parte por timidez y en parte porque no había comido nada en dos días. Ya no le quedaban ni lágrimas, sólo muecas horribles que le hacían parece mayor en la imagen que le mostraba el espejo. Quería gritar, quería huir, quería no volver a tocar una sartén en su vida, para no recordar los masajes que él le hacía mientras estaban desnudos cocinando, no hace tanto, pero para ella, hacía demasiado que tuvo que tocarse a sí misma para recordarlo.

   Al cabo de un rato, inútil su intento de vomitar, salió del servicio y echó una ojeada, desde la barrera de la puerta de servicio, a la pareja que había pedido a la carta. El hombre le resultaba familiar. Era guapo, pero no demasiado, la mujer no tenía interés para ella, parecía muy vulgar. Le dieron ganas de salir e increparles por pedir cosas fuera del menú. A ella le pagarían lo mismo, al fin y al cabo; y ellos no le reconocerían ni el sabor ni el sentimiento que son fruto del esfuerzo de los cocineros. Malditos snobs presuntuosos. Además habían pedido su vino favorito, un vino, que con los recortes de sueldo, ella ya no podía permitirse casi nunca. Invocó a los dioses de la cirrosis y volvió a su cocina, donde el fuego debilitado hacía que la salsa se fuera haciendo poco a poco.

   Definitivamente debía abandonarlo todo. Ella había dependido demasiado de su relación con él, pensaba mientras echaba lentamente  un condimento. Jamás permitiría que fueran sólo amigos. Sólo amigos sonaba en su mente como poner trabas al amor. Ella prefería que la hubiera asesinado, pues al menos en los homicidios hay pasión, mientras que su pragmático "sólo amigos" le sonaba en su cabeza a conformismo, a condescendencia, a la muerte de un insecto, así de insignificante. Se había prometido no llorar, pero se le hacía cada vez más difícil. Se enjuagó las lágrimas con una mano y se llenó los ojos de especias. Al menos ahora no lloraría por él, sino por el picor, pensó amargamente.

   Era incapaz. Una estúpida adolescente de treinta años sin fuerza de voluntad. No podía odiarle. Tampoco odiarse a sí misma. Nadie le había puesto los cuernos al otro, nadie estaba en una posición de inferioridad de cara a los demás. Simplemente se sentía como una *****, traicionada y hastiada por no poder dejar de quererle. Mientras metía la cabeza debajo del grifo para que el agua limpiase sus ojos y refrescase sus ideas, se dio cuenta de que no le quedaba sino romper con todo.

   De vuelta a su tarea, vio que la salsa estaba empezando a crepitar, pese a lo leve del fuego. La movió para evitar que se pegase y la probó. Sabía que su gusto era bueno, pero no podía disfrutar de su esencia, tenía la boca demasiado entumecida. Dudó un segundo, pensó en la pareja y rebuscó entre sus botes de especias, de colección antigua, peleados a base de puja en los tenderetes del rastro, como si de trozos de una civilización perdida se tratase, y encontró el que sin duda le daría lo que necesitaba. Aquel que le haría volver a disfrutar de su trabajo por un segundo, hacerle olvidar a su amante perdido, al hombre que le había hecho olvidar a todos los otros haciéndose al tiempo inolvidable a base de caricias y mentiras.

Aderezó la salsa a su gusto, luego echó un poco más, puesto que sus gustos eran comedidos. Llevaba demasiado tiempo conteniéndose. Llevó la cuchara de madera a sus labios, pero no se atrevió a probarlo.

   Unos minutos después, su gorro, su uniforme blanco, inmaculado salvo una mancha de su manga que ningún detergente era capaz de borrar, estaban tirados en el suelo. Ella había salido, únicamente con mochila que siempre llevaba encima, que sólo llevaba dinero y pasaporte. Se había visto obligada a abandonarlo todo, a huir a un lugar donde ni amigos ni familiares podrías buscarla. Un lugar  que ni uno entre mil alumnos de secundaria supieran distinguir en un mapa, alguno sin tratado de extradición ni letreros en inglés. Un destino donde la sombra de su amante no fuera a buscarla, donde nadie supiera su nombre ni llegasen periódicos españoles. Esperaba que, antes de que se dieran cuenta de que se había ido, antes de que se hubieran dado cuenta de lo que hubiera hecho, ella ya estaría volando hacia allí.

   En el avión lavó compulsivamente sus manos, con miedo incluso a olérselas. A oler ese sabor del último plato que había preparado. Tal vez no fuese él, pero esa cara le era muy familiar, y no podía asegurarlo porque no llevaba las gafas cuando le vio a través del ojo de buey de la puerta de servicio. Tal vez fuera él, que acudía a su restaurante como cada martes, aunque esta vez, sólo como amigo. Pero cocinar para él ya no era motivo de orgullo sino de vergüenza, de derrota.

   Con auténtico pánico se secó las manos, temiendo que parte de ese guiso hubiera traspasado su piel y se hubiera metido en sus venas. No sentía nada, así que la posibilidad era remota. Haberle matado, usando una especia metida en uno de esos frascos del rastro, de buen sabor pero que bastaba un poco en una salsa para acabar con dos personas, le llenaba de remordimiento. Pero debía romper con todo, dejar de ser ella. Jamás volvería a cocinar para él ni para nadie. Tal vez su avión se estrellase y no tendría que vivir con esa carga. Era posible que hubiera cometido ese delito contra su amante. Con suerte, ya estaría muerto.

Roslac

Relatos FM

No hay justicia


Verá usted señorita, me han mandando aquí, pero yo creo que no me podrán ayudar. Vengo muy nerviosa, a mi hermano le han quitado el piso, bueno; el está en prisión, es esquizofrénico. El pobre, ¿qué va a ser de él?
Señorita, vera usted, es que no hay justicia. El no es que haya  matado a nadie, no,  sólo le disparó. Le disparó al guarda. Ya ve usted, que yo lo conocía  y se lo dije: "Juan, pero si te deben todos, no le cortes el agua a mi hermano, espera que recoja la cosecha y verás como te paga". No me hizo caso, le cortó el agua, y perdió la cosecha. La cosecha señorita, lo único que tenía, a lo único  que se dedicaba con su enfermedad.
Ya he visto el piso en venta, un anuncio en un escaparate, yo no quiero ni ir allí, y mire que nosotros tenemos las llaves y todo. Me da tanta pena mi hermano. Cuando salga, que le queda un año, ¿dónde vivirá? Le han quitado todo, hasta una pequeña herencia que le dejó una tía mía, como era el más desgraciado. Cuatro años de prisión y los ahorros de toda su vida. No hay justicia.
Mira que si han entrado, ¿qué habrán hecho con sus cosas? Si no están,  ¿quién las habrá cogido? Nosotros, que somos siete hermanos, no hemos vuelto allí desde el día en que lo detuvieron, se quedó todo revuelto, sucio y ensangrentado.
No, no es que allí le disparara al guarda, es que lo hirieron al llevárselo, se resistía, claro, había perdido la cosecha y no podía seguir pagando el piso. Pero había llegado a un acuerdo con el banco, hay recibos de un año después de perder la cosecha, y como lo encerraron y usted sabe que los bancos no entienden de nada, pues se lo han quitado.
No hay justicia. Lo registraron todo, todas sus cosas revueltas. El escribía sus impresiones, tenía montones de cuadernos, como diarios creo yo, a ver, era su escapatoria; eso y lo de los sueños. Y allí se quedaron todos, ensangrentados. Ya le digo, no hemos vuelto a ir desde entonces.
El pobre está pagando más que si lo hubiera matado, pero si fueron sólo unos cristalitos que le rajaron el párpado, serían de las mismas gafas. Si lo hubiera querido matar, lo habría matado, digo yo, ¿no? Ya ve usted, si le disparó a un metro. Pero claro, el otro dice que con ese ojo no ve.
¿Es que no pueden entender que él está enfermo?, pues no lo ven. No lo medican en la cárcel ni nada, ahora dicen que tiene cero de minusvalía, no puede ser. Mire usted, ya no es ni su sombra, está entristecido, hundido. Yo no voy  a verlo casi nunca, ni mis hermanos, para qué, si salimos peor, y no sabemos que decirle. El abogado le dijo que lo sacaría de allí, cogimos al mejor, lo dijo mi padre. No, pero si va a salir, dentro de un año, pero mi hermano ya no es lo que era.
El abogado nos ha sacado el dinero, el muy sinvergüenza. Hace unos meses nos dio todos los papeles y dijo que dejaba el caso. Para qué vamos a buscar otro, si son todos iguales, ahora dice que mi hermano no es esquizofrénico, si eso no se cura, ¿verdad señorita?
Lo peor fue el día del entierro de mi padre, porque mi padre murió hace cinco días, por eso voy de luto, lo llevaron esposado, lo tuvieron allí cinco minutos, sólo cinco minutos. Que era el entierro de su padre, no era un perro el que se había muerto. Yo no lloraba tanto por la pérdida de mi padre como por él. Al verlo así sin expresión ninguna en la cara, que tristeza, que desilusión, yo creo que mi madre, que murió hace dos años, se la llevó todo esto y a mi padre seguro que también esto le ha acelerado su enfermedad, ha sido tanto por lo que  ha pasado, menos mal que no se ha enterado de lo del piso. Ay, qué va a ser de él
Cuando he visto el anuncio en el escaparate me ha entrado una flojedad en las piernas que no sabía qué hacer, fui al Ayuntamiento y me dijeron que viniera aquí, pero ustedes no me podrán ayudar, ¿verdad? No hay justicia señorita.
Yo voy a explicarle lo que quiero. Verá usted, lo que yo quisiera es que lo trataran ahora que está controlado, que lo vean psiquiatras, asistentes sociales, psicólogos, quien sea, y que esté allí, no cuatro, sino catorce años si es preciso, lo que haga falta, pero que lo controlen porque yo no me puedo quedar con él cuando salga, mi casa es pequeña, tengo tres hijos y a mi no me pueden hacer responsable de él, porque claro, yo puedo saber lo que hace de día, pero de noche, dormido, ya dormido, no se lo que puede hacer. Si yo también estoy dormida no sabré qué hace en sus sueños, de eso no me pueden pedir cuentas, usted me entiende. Él todo lo hace dormido, y yo tengo una hija de dieciséis años, compréndame usted. El guarda tiene otra de la misma edad, iba con la mía al colegio, y esa niña siempre ha sido muy mujer para su edad; las ropas, los gestos, usted ya me entiende, y le cortó el agua, siempre diciendo mentiras de mi hermano, el pobre, es un hombre como otro cualquiera aunque  esté enfermo.
La casa de mis padres la van a vender mis hermanos, es de todos, él no se puede quedar allí, a todos nos hace falta el dinero, tenemos familias y ya sabe usted, las cuñadas, los yernos, ellos no lo comprenden. Ay señorita, dónde irá cuando salga. Si al menos tuviera la herencia que le dejó mi tía, podría convencer a mi marido, pero así, y luego, lo que le digo ¿cómo lo vigilo cuando duerma? Se lo han quitado todo, al otro lo creyeron y decía sólo mentiras, sólo mentiras, y esa niña, que tenía miedo dice ahora.
   Señorita usted cree que si hablo con el juez podría quedarse en la cárcel para siempre. No hay justicia, no hay justicia señorita.
La funcionaria que la escuchaba y asentía pausadamente le corroboró lo inadecuado de ese servicio a su demanda. La mujer, enlutada y confusa se alejó de su mesa.  Tras unos instantes de parálisis inexpresiva, la chica tomó un bolígrafo y  anotó en su estadillo, la fecha, el nombre de la usuaria y en el objeto de la consulta.

Clara Lyon

Relatos FM

La multiplicación de los panes y los peces


Esta es la receta: a una sopa instantánea o mejor, a un sobre de risotto soluble se le añade un quilo de arroz previamente sofrito con varios dientes de ajo y una pastilla de Avecrem. De esta forma, con un euro se consigue un primer plato para seis personas.
Para el segundo se descongela una bolsa de croquetas, se juntan todas en una y a esa bola majestuosa se la añade harina, sal, se pinta con huevo y se mete al horno.
El postre se confecciona con un bote de melocotón en almíbar. Se mezcla  ese jugo con clara de huevo a punto de nieve y la espuma se coloca como lecho. En el centro mismo del plato se coloca la mitad de cada fruta. Parece un sol color azafrán entre la niebla.
Una comida de tres platos para seis personas por tres cincuenta euros en total, no por cada uno.
No entiendo que critiquen estos adelantos de los platos precocinados y las latas de conservas, si es lo mejor que hay. Cuando yo era joven todo se preparaba desde el principio y esto no quiere decir que había que pelar y trocear las hortalizas sino que primero, unos meses antes, se sembraban.
Las crisis a unos les afectan más que a otros. Hay que hacerse a todo y al mal tiempo ponerle buena cara. Nosotros con cuarenta euros comemos durante diez días. Solo hay que calcular para darse cuenta de que un mes nos sale por ciento veinte a los seis, y bien sanos que estamos.

La ropa de la pila del mercadillo, así no nos da tiempo a aburrirnos, cuando nos cansamos renovamos el vestuario. Eso sí, la anterior la vendemos. El jabón lo hago yo con aceite que deshecho de la cocina, y el mejor lujo, el baile, para no perder comba.
Lo que no hemos podido es ahorrar porque tenemos otra filosofía: disfrutar del día a día y mañana ya se verá.

Didascalia

Relatos FM

Carne en salsa


-Se ha ido – les digo, pero se comportan como si les hablara en un idioma inventado. Ninguno de los tres hombres ennegrecidos de carbón que tengo frente a mi es capaz de reaccionar. Son como tres cervatillos cegados por los faros de un coche. No pestañean, no se mueven de la puerta, casi podría jurar que no respiran, y hasta ahora ellos eran los únicos que noche sí y noche también se animaban a poner los pies en este bar.
-Manuel se ha ido y no va a volver – repito, y enseguida siento un alivio en los huesos por los golpes que ya no voy a recibir.
-Y eso, ¿qué significa? – pregunta el mayor de todos.
-Significa que a partir de ahora esto dejará de ser una pocilga. Una ronda de chatos de vino para celebrarlo - respondo. Y, aunque preferiría quemarlos en una hoguera, les invito a que ocupen sus taburetes de siempre.

Como soldados que se reconocen cobardes ante la ausencia de su general, los tres hermanos de mi esposo se sientan a la barra. No se atreven siquiera a mirarme. Lejos de la mina necesitan una luz que los guíe, y Manuel ya no está.
-Pero, ¿no te ha dicho dónde se ha marchado? – pregunta el pequeño -. Porque a nosotros no nos ha avisado de nada.
-Por mi como si se ha ido de cabeza al infierno – contesto.
-No digas eso, mujer – dice el mediano -. Él te quiere. A su manera, pero te quiere.
No sé si reír o llorar, no sé si escupirle a la cara o clavarle un cuchillo en la garganta. En lugar de eso, le pongo ante sus narices un cuenco de carne en salsa.
-Y esto, ¿qué es? – pregunta.
-Tendréis hambre, supongo – le digo, mientras sirvo también otro par de raciones de carne a sus hermanos.

Les veo comer, con las cabezas hundidas en los platos humeantes. Engullen como bestias. Me recuerdan a mi esposo y he de reprimir una arcada.
-Buenísima, cuñada – dicen -. Muy jugosa.
Espero a que terminen y les sirvo otro cazo a cada uno. Ni un segundo levantan los ojos hacia mi. Quizá ahora sientan vergüenza por todas las veces que me vieron sangrando a sus pies y no hicieron nada, por todas las veces que un simple gesto de Manuel les hizo callar.

-Estará bien – dice el mayor -. Es como un gato, siempre cae de pie – añade mientras elimina los restos de su plato con un trozo de pan. Y cuando lo dice tengo que pellizcarme para no soltar una carcajada. Si él supiera como se desplomó mi marido, hace unas horas, con un simple golpe de rodillo en la cabeza.

-Sí, es un hombre duro de verdad – apostilla el pequeño sin ver la tímida sonrisa se dibuja en mis labios. Sonrío cuando pienso en la sorpresa que me llevé al comprobar que, después de todo, Manuel resultaba de lo más tierno al contacto con el filo de mi machete.

-Bueno, esté donde esté, parte de él se ha quedado con nosotros – remata el mediano señalándome. Y, ahora sí, ahora no puedo evitar reírme, reírme con ganas, reírme como hace años que no reía.

-Qué razón tienes – le digo. Y antes de que puedan cuestionar mi risa, antes de que hagan el amago de sentirse saciados, antes de que piensen en levantarse y salir para siempre de este bar, llevo el puchero hasta la barra y les digo:
-¿Un poco más de carne en salsa?

Caulfield