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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM


Tú y Yo


El abanico de hombres se abrió en un amplio giro, acorralándolo nuevamente en un semicírculo tenebroso. Algunos blandían hachas, otros agitaban cadenas y unos pocos tenían cuchillos centelleando a la luz de la luna. El bosque respiraba pesadamente su aliento de sombras y misterios mientras la luna se iba  desvaneciendo por retazos detrás de los negros nubarrones. El humo de la fogata subió alto en el cielo para ensombrecer el blanco fulgurante de las estrellas que iban desapareciendo ante el avance de la tormenta. Uno de los hombres dió un paso adelante y levantó el hacha a la altura de su rostro enmascarado. Por detrás del arma el joven apresado atisbó los agujeros sombríos de ojos y boca en la mascara teñida por un fétido sudor. El aliento del hombre le llegó como una ola de calor nauseabundo. Quería gritar pero la garganta estaba aprisionada por la soga, gruesa, implacable, haciendo sangrar el cuello. El dolor volvió una y otra vez con agudas pulsaciones. El hacha bajó, aunque buscando otro ángulo más oblicuo, incrustándose en el suelo a escasos centímetros de sus piernas. Entonces, el golpe del arma fue acompañado por una risotada de ése sujeto extraído de las peores pesadillas.
Poco después sus manos empezaron también a sangrar puesto que seguían maniatadas por detrás con cadenas. Aquel líquido, tibio y espeso, comenzó a recorrer sus brazos hasta caer en gotas sucesivas sobre la parte más baja de su espalda, amoratada e insensible por los golpes asestados sin misericordia. Estuvo a punto de gritarles que detuvieran el suplicio porque no lo soportaba más y al mismo tiempo mostrarse dispuesto a revelar donde estaba el resto del dinero pero se contuvo porque sabía que la condenaría también a ella. Una bota, sucia de estiércol y barro, se le hundió en la espalda y otra sobre su cabeza. Gritó tanto como pudo pero se dió cuenta enseguida que era producto de su mente porque no había salido un solo sonido de su boca.
El rostro le quedó hundido un poco más sobre la tierra apilada junto a la tumba abierta para ellos en la parte trasera del cementerio. Enseguida, la lluvia comenzó a caer con una mansedumbre irritante ante tanta violencia. El agua calmó su afiebrado cuerpo y le permitió pensar con claridad por unos escasos momentos. El frío era inclemente. Semejaba a un ser vivo recorriendo cada hendidura de su cuerpo provocándole calambres y espamos dolorosos. Era la noche del segundo día y no daba un ápice por su vida pero en medio del infortunio, descubrió la cuchilla. Era enorme aunque había sido enterrada con tal fuerza que apenas sobresalía la mitad de la empuñadura de nácar. La sombra de los cipreses mantenía oculta el arma olvidada por sus captores. La herida en su cabeza era profunda y manaba abundante sangre entorpeciendo su visión, obligándolo a cambiar de posición con estudiada lentitud porque si descubrían el intento sería el final para él y ella quedaría condenada.
Entonces pudo verla. Estaba en uno de los extremos de la zanja cavada con groseros golpes de palas y azadas abandonadas en el montículo de tierra removida. La belleza deslumbrante, de ojos verdes y cabellera rubia como el sol, de formas armoniosas y sensuales a sus 17 años apenas estrenados, era ahora un cuerpo atormentado, contaminado de barro y sangre. Cuatro hombres la habían violado ante sus ojos y otros dos, que no partiparon, se acercaron después para quemarla con cigarrillos y cortar varias veces la delicada piel con la punta de sus cuchillos, por simple diversión. Uno de ellos con malévola carcajada, le cortó un pecho con un rápido y certero golpe.
Luego, con mirada extraviada y salvaje, gritó con él como si fuera un pendón conquistado en batalla. Los otros aplaudieron, festejando a viva voz, semejando un coro de dementes pautado de drogas y alcohol. El grupo gozaba ese momento con sádica gritería. Asqueado, el joven sufrió su enésima arcada aunque no salió ni siquiera algo de líquido de su estómago. Los habían secuestrado 48 horas atrás y los mantuvieron siempre sin agua ni alimentos. Hacía también mucho rato que les habían quitado las mordazas para aumentar el placer colectivo. Aquellos malvados se divertían escuchando los gritos de ambos y las súplicas de la joven rogando por la vida de los dos, llamando a su mamá con tono lastimero y levantando, a veces, alaridos que terminaban en un ahogado y patético sollozo.  A ella le habían permitido un poco de cerveza caliente que tenía saliva mezclada con restos inmundos de tabaco.
El más joven de ellos, borracho hasta casi la inconsciencia, se lanzó a forzarla con una violencia tal que ella comenzó a gritar pero una poderosa bofetada cerró su boca.
De inmediato quedó pálida y el individuo le vomitó encima. Los otros la emprendieron a puntapiés contra el solitario asaltante obligándolo a limpiar los desechos. Enseguida, el resto del siniestro grupo se dedicó a profanarla por segunda vez. Cuando el último terminó su despreciable faena, sacó de entre sus ropas un minúsculo estilete y se lo introdujo, con satánica lentitud, en las partes más delicadas de la joven.
Ella arqueó su debilitado cuerpo entre convulsiones y quejidos suaves para quedar por fin en silencio. Estaba a punto de morir pero una parte remota de su cerebro se resistía obstinadamente, aferrándose a los últimos hálitos de conciencia. No veía, no podía escuchar y ya no sentía dolor alguno, aunque las palpitaciones de su cuerpo expulsaba sangre acercándola al final de su martirio.
Al otro lado de la tumba improvisada, el joven buscó con mirada torva, la ubicación de los hombres. El que había levantado el hacha sobre su cabeza estaba sentado de espaldas repartiendo el botín entre empujones, carcajadas y cánticos insolentes. El morral descubierto en la carpa, estaba en jirones. Unos pocos miles de pesos guardados por los jóvenes era, hasta el momento, todo el botín de la banda que multiplicaba las torturas para descubrir donde estaba el resto. Ellos descubrieron, desde el principio, el recibo de un retiro bancario del joven, por muchos miles más.
Fue a él a quien se le ocurrió la idea de desechar el hotel y acampar junto al río. La joven se había resistido, al principio, porque sería su primera vez y además ella adoraba la comodidad de una cama mullida, de un baño caliente y hacer el amor en un sitio agradable. Se ilusionaba con escuchar música suave, romántica y disponer del tiempo del mundo para hablarle al oído y prometerle amor eterno entre caricias interminables que alejaran las desgracias que pudiesen amenazarlos. Fue un pensamiento premonitorio, inquietante. Se puso nerviosa pero se sentía, al mismo tiempo, embelesada y con un candor que la hizo más desprevenida, admitiendo finalmente la idea de la carpa levantada en lo más profundo del bosque, lejos del mundo, creyendo que nada podía poner en peligro aquel amor jurado hasta la muerte.
La lluvia cesó repentinamente. El silencio dominó al grupo de atacantes pero al mismo tiempo pareció animar al joven para mover su cuerpo hacia la cuchilla.
Todos los hombres estaban atiborrados de alcohol. Algunos habían quedado sentados contra una tumba, con los ojos perdidos entre las brumas de las drogas y de la orgía desatada como bestias salvajes; otros estaban dormidos, empapados por la lluvia ante la que no reaccionaban.
Hachas, cuchillas y mazas de hierro quedaron diseminadas en torno a las tumbas, pero la cuchilla seguía allí.
Una puñalada de dolor lo cubrió desde la cabeza a los pies, cuando extendió aún más sus castigadas piernas acalambradas desde  hacía mucho tiempo. Poco a poco se fue incorporando y descubrió entonces que la soga en su cuello no tenía nudos. La usaron arrastrándolo entre las tumbas en medio de una catarata de insultos y puntapiés para que revelara donde estaba el resto del dinero. Se quitó la soga con un torpe giró de su cuerpo pero las cadenas en sus muñecas eran un problema mayor.
Atisbó el macabro escenario y la vió otra vez.
Estaba inmóvil, como si fuera una de las estatuas del cementerio. Desde esa distancia no advirtió las heridas que jalonaba aquella imagen que apenas dos días atrás había sido una figura angelical. Por fin intentó ponerse de rodillas pero cayó de bruces. El dolor provocado  por el regreso de la sangre a sus extremidades lo asaeteo como una corriente eléctrica que lo obligó a gritar, desesperado. Se contuvo, temeroso del imprudente sonido, pero todo seguía igual. Las manos continuaban atadas con cadenas en su espalda pero se obligó a saltar sobre el grupo de durmientes tropezando con uno de ellos cayendo pesadamente.
Las anillas se incrustaron profundamente en sus brazos y muñecas donde la carne estaba atrozmente maltratada. El blanco de uno de sus huesos sobresalía como si se hubiese fracturado. Entonces, completamente extenuado, percibió por segunda vez con terror esa cosa viscosa, temible, que le corroía las entrañas como un cáncer. El miedo, rechazado durante horas, volvió para apoderarse de sus nervios. Por eso abandonó la idea de la cuchilla.
Se calmó recordando aquella primera imagen de ella, cuando se habían conocido en una librería donde ambos se refugiaron de la lluvia que no cesó en todo el día. La joven hojeaba libros de poemas, él buscaba novelas de aventuras.
Sus manos se encontraron en torno a un libro muy usado, de hojas amarillentas, con poemas de Paul Geraldy. Ambos sonrieron al leer el título de tres palabras que fueron para ellos todo un hechizo. "Tú y yo"
Entre miradas insinuantes y sonrisas cómplices, abrieron la primera página y también sus corazones para vivir siete días inolvidables. Ella imaginaba su primera experiencia. El también aunque nunca se lo dijo porque temía no ser aceptado pero siempre sospechó que ella lo había adivinado con esa intuición, inexplicable para los hombres, que las mujeres exhiben ante cualquier enigma amoroso.
Con un esfuerzo sobrehumano se puso de pie. Con su cerebro actuando a gran velocidad a fin de no perder la conciencia, dominando el vértigo que experimentaba a raudales, avanzó con decisión porque ya tenía resuelto el destino de su vida y no permitiría que nadie se lo arrebatase.
Tropezó y cayó sobre ella. El golpe pareció reanimar a la muchacha pero se dio cuenta que era un reflejo de aquel cuerpo frío, con una palidez rayana en la blancura de la nieve.
Se acurrucó junto a la mujer amada.
Ella había logrado despertar en él, como ninguna otra, una ternura apasionada y lo enamoró antes de la primera noche. Por eso, lentamente, acercó sus labios entumecidos al rostro de ella como si quisiera protegerla en el umbral de la muerte.
Momentos después, queriendo ocultar la tragedia que se desenvolvía en la tierra, la luna desapareció entre las nubes cargadas de lluvia y las sombras ganaron, incluso, los rescoldos de la fogata. Entonces, toda la escena quedó en tinieblas. Sus labios rozaron los labios de ella y musitó un débil y angustioso perdón porque algo se oscurecía en su mente que estaba llegando a la frontera de la agonía. Ya no podía verla, a tientas descansó su cabeza junto al hombro de la joven hecha mujer entre sus brazos. De pronto, ella movió los dedos de su mano derecha. Fue un pequeño movimiento, un estertor quizá de su humanidad flagelada pero él supo, en los últimos instantes de lucidez, que ella lo llamaba desde los límites de la eternidad para seguir viviendo allí aquel amor juramentado hasta la muerte. Él hizo un arco con su cuerpo en medio de un sufrimiento inenarrable para liberar, hacia delante, las manos aprisionadas a su espalda.
La abrazó como en aquella librería cuando se encontraron con su destino y con las tres palabras que para ellos eran un símbolo de amor y de ternura.
Tú y yo, fue lo último que registró su mente antes de apagarse para siempre.

Alejandro

Relatos FM


La Biblioteca


Cada mañana despertaba con el alba y me dirigía a la misma hora hacia la biblioteca. Eran ya muchos meses repitiendo la misma rutina pero ese día, sin embargo, era diferente. El día anterior, después de una semana, la había vuelto a ver. Estaba radiante, como siempre. Su rostro era fresco como una rosa bañada por el rocío, amplios tirabuzones castaños colgaban enmarcando un semblante suave y níveo, y sus manos, suaves y delicadas, se movían lentamente entre montañas de libros y apuntes. Cada vez que la miraba, un suspiro se escapaba de mi pecho.
   La mañana era fría y neblinosa, y una bruma ligera inundaba las calles de plomo y escarcha dando forma a mi aliento. Esperé el autobús de pie en la parada casi vacía mientras tamborileaba con los dedos sobre mi carpeta. Este apareció como un gran espectro reptando sobre el asfalto barnizado por el rocío. Los pocos pasajeros que esperaban subieron de manera mecánica y se sentaron en las primeras filas. Yo hice todo el trayecto agarrado a uno de aquellos asideros que siempre están demasiado alto y sin perder la sonrisa ni un instante.
   Cuando llegué, ella ya se encontraba en su lugar de siempre. Estaba preciosa. Pasé por su lado con la esperanza de cruzar una mirada pero, como cada día, ella permaneció con la vista clavada en el papel mientras escribía sin parar. Me senté a su izquierda, a unos dos metros de distancia, y desde allí pude percibir el tenue perfume de jazmín y, bajo este, el delicado aroma de su piel cremosa y diáfana.
   Abrí mi libro por una página al azar y fingí leer. Hacía ya un mes que había terminado los exámenes y ya no necesitaba estudiar, al menos no para los exámenes. Permanecía allí, cada día, hasta cinco minutos después de que ella se marchara, buscando la palabra idónea o la frase perfecta para acercarme a ella con una seguridad que no tenía. A veces sentía la certidumbre de que no deseaba encontrar esas palabras, convencido de que si hiciera uso de ellas todo acabaría. Mi fracaso se habría materializado en un instante y ella, incómoda, no habría vuelto a pisar la biblioteca.
   Ese día, ella se marchó antes que nunca, olvidando la hoja sobre la que había estado escribiendo. Se llevó todo lo demás, y solo quedó un folio desnudo sobre la larga mesa de caoba. Yo esperé prudentemente quince minutos para asegurarme de que no había salido al servicio o a comer algo. No volvió. ¡Dios mío! Yo podría devolvérsela al día siguiente. ¡Tenía la excusa perfecta para hablar con ella!
   Me acerqué lentamente con la mirada fija en los rostros de los demás. Me quedé en el asiento contiguo adonde había estado ella y, de reojo, leí las líneas escritas con una caligrafía pequeña y redondeada.

                     15 de julio de 2011
   
Esta noche no he podido dormir, como casi todas, por lo que he llegado a esta biblioteca muy temprano. No puedo dejar de pensar en ese chico tímido que cada día se sienta a mi lado. Su cara es hermosa, sus ojos negros me abrasan el corazón cada vez que me mira y su piel tostada parece invitarme a su cuerpo.
He alargado mi estancia aquí todo lo que he podido, e incluso he racionado la comida para pagar unas semanas más de alquiler. Pero ya no puedo más. Estas serán mis últimas líneas en esta ciudad y en esta biblioteca donde me he dejado el corazón. Mañana por la mañana vuelvo a mi ciudad, donde me esperan otras bibliotecas vacías y tristes.
Hasta siempre, mi amor.

   Salí corriendo agarrándome el pecho para evitar que mi corazón saliese disparado. En la carrera, tiré mis libros y un par de sillas, pero pude alcanzar el papel con sus últimas palabras escritas. Al salir, solo me esperaba la calle solitaria. Una racha de viento gélido estremeció mi alma. Ella no estaba. Se había marchado para siempre.

Antoniotg

Relatos FM

Un Malentendido


Era la primera vez que hacía un viaje así. En realidad, era la primera vez que tomaba un tren. Hasta entonces, el carro o los pequeños barcos para ir a las aldeas cercanas, y alguna vez la moto, si su hermano o algún primo de confianza accedían a llevarla. Pero ahora el tren, como las señoritas. Y dos trenes, además, con cambio en Madrid. ¡Madrid! No se atrevió más que a bajarse al andén, sin alejarse de la puerta de su vagón y siempre del brazo de su hermana, mientras su hermano Martín averiguaba qué tenían que hacer para cambiar de tren. ¡Qué barbaridad, qué grande, cuánta gente, todos de un lado para otro! ¿A dónde irán, qué estará haciendo cada uno? Desde pequeña le habían enseñado que las ciudades grandes son peligrosas, sobre todo para las señoritas, y que ella estaba mucho mejor en su casa del pueblo, mirando al puerto y hablando sólo con los conocidos. Pero no podía dejar de imaginar historias sobre cada uno de los que pasaban a su lado: el portaequipajes, el señor con sombrero, la aldeana (que no es como nosotras, claro), el grupo de soldados que les miraron de reojo, pero no les dijeron nada.

Es verdad que después, por la ventana, vio el cúmulo de ruinas por las que pasaba la vía, y vio también a personas famélicas que, desde los montones de escombros y basura, miraban pasar el tren. Algunos pasajeros les arrojaban algo, comida o algo así. Caramba, allá en el pueblo no se ve tanta pobreza. Claro que estos deben ser rojos y se lo tienen merecido. Pero no pudo quitárselos de la cabeza hasta que se durmió en plena Mancha.

"Hija, cierra la boca, que pareces una paleta". Su hermana mayor tenía razón (era más sensata y, además, ya había viajado a Santiago una vez), pero... ¡qué luz, qué sol, qué colores! La estación era más pequeña que la de Madrid, pero muchísimo más bonita, sin comparación. Hasta la gente parecía más agradable. Martín buscó y encontró rápidamente a su flamante cuñado, un militar apuesto y simpático que les llamó por su nombre y les besó en la cara a modo de saludo. Ambas enrojecieron y su hermano, con aire campechano, explicó que allá en Galicia no se besa a las mujeres que no son de la familia. "Bueno, pero vosotras sí sois de la familia, ¿no? Además, no estamos en Galicia".

Desde luego que no estaban en Galicia. Estaban en Sevilla y era la primavera de 1943. El cielo azul, las macetas de flores, las casas blancas y amarillas ("color albero", explicó el militar), el calor... Su cuñada Gloria les tenía preparada una habitación en su casa, pequeña pero acogedora, en un barrio luminoso y amplio. Enseguida les presentaron a sus amigos, casi todos primos más o menos lejanos. ¡Dios mío!, ¿cómo acordarse de tantos nombres? ¡Tan alegres y sonrientes! Y qué tonta se sentía cuando decía algún galleguismo y todos se reían, o cuando no entendía un chiste, a veces ni siquiera lo que estaban hablando. Parecían realmente contentos.

Del grupo destacaba el primo Leopoldo, al que llamaban por una mezcla de diminutivo y apellido, Poldo Contreras. Poldo adoptó a las dos hermanas. Día sí y día también aparecía por la casa, en la que entraba como si fuese suya, con flores, bombones o cualquier otra cosa. A Neli le parecía que traía esas cosas para ella, aunque también atendía a su hermana. "Naturalmente, es un caballero", pensaba. Poldo conocía todo en Sevilla. Sobre todo iglesias y tabernas; al principio les daba vergüenza, pero, con él al lado, nadie las tomaba por lo que no eran. Al contrario, ese hombre parecía llevarse bien con todo el mundo y, junto a él, todo eran amabilidades y sonrisas. Por la mañana, Neli ya se levantaba esperando que llegase Poldo, con algún regalito (según su cuñada, era de la rama rica de la familia) y anunciase el plan para la tarde, diferente cada vez. "Hombre, primo, para el carro, que las vas a marear", decía su cuñada. "Uy, no, si nosotras estamos encantadas" (Neli enrojecía hasta las cejas, Poldo la miraba y se reía). "¿Ves? Nada, no se hable más, esta tarde vamos a San Isidoro, que el párroco nos va a enseñar una de las iglesias más bonitas de toda Sevilla, y luego os invito a algo en la Alfalfa".

Así, un buen día, Neli se dio cuenta de que, si pensaba en su pueblo y su casa, en la ría y el orballo, en el cielo siempre gris y los hombres reservados, en su propio idioma ("dialecto", le corregía siempre su hermana) cerrado y oscuro, no quería volver. Ella quería quedarse allí, donde siempre lucía el sol, donde la gente contaba chistes por la calle, donde las mujeres podían salir y entrar, y hablar con un hombre en público sin que nadie les critique, donde no había habido casi guerra (Poldo les dijo, serio por una vez, que no toda la ciudad era así, pero que él no iba a enseñarles cosas feas) y donde hasta el racionamiento no parecía tan grave. Sobre todo, ella quería que todos los días viniese aquel hombre, con sus trajes impecables, y la llevase a alguna parte, o que sólo se quedase hablando con ella, y que le contase los cotilleos de los sacerdotes y de las personas que conocía, y que le tomara de la mano, y que la besara en la boca.

Ya está. Iba a casarse con él. Es verdad que sólo le conocía de unos días, pero también su hermano se había casado con apenas unas semanas de noviazgo. ¿No podía ella hacer lo mismo? Sus padres habían muerto y no tenía que darle explicaciones a nadie. Aun así, se lo contó a su hermana. Ella le escuchó muy seria y después se quedó callada un largo rato. "No sé qué decirte, Neli. Yo creo que te estás precipitando un poco". "No, Niña, estoy completamente segura. Esto es lo que yo quiero". "Bueno, si es así, creo que deberíamos hablar con Gloria". Su cuñada le escuchó también en silencio. Al principio, intentaba disimular una sonrisa casi condescendiente pero luego se puso seria. "¬Espera, vamos a ver, ¿es que él te ha dicho algo? ¿Ha intentado propasarse o algo así?" Neli volvió a ponerse colorada. "No, no, de ninguna manera, no se lo hubiera consentido, qué te crees. Además, siempre hemos estado las dos juntas, ¿verdad Niña? Nunca nos hemos quedado solos", dijo ya casi susurrando y bajando los ojos. "Bueno, bueno, no te enfades, es que nunca se sabe. Pero, venga, sigue". "No, si ya está todo" y, en un arranque, miró a los ojos a su cuñada, "Que me he enamorado, ya está dicho".

Gloria ya no estaba sonriente ni seria. Estaba triste. Miró a la Niña, que tenía cara de preocupación y también de ansiedad.

—¿Y esto se lo habéis dicho a vuestro hermano?
—No, se lo acabo de contar a la Niña y hemos venido directas a contártelo a ti.
—Pues... no sé cómo decirte... si ya sabía yo que esto no podía ser bueno... mira que se lo he dicho mil veces, y nada. Es que es así desde pequeño, qué le vamos a hacer.
—Pero bueno, ¿qué pasa? ¿No tendrá novia?
—No, no es eso... Verás, Neli, mi primo Leopoldo tiene plaza reservada en el Seminario para el curso que viene. Va ser sacerdote.
—Pero, ¿y las flores?, ¿y los regalos? ¿y las visitas? ¿y ese venir aquí todos los días a buscarnos? ¿y todas las cosas que nos cuenta?
—Él es así, Neli. Haría lo mismo por cualquier persona que viniese de visita, hombre o mujer, joven o viejo. No soporta ver gente triste a su alrededor y, desde pequeñito, siempre ha estado inventando cosas para que todos nos divirtiésemos. Pero también desde niño ha querido ser sacerdote. Nos disfrazábamos con velos y nos arrodillábamos ante esa mesa mientras él se vestía de cura y jugábamos a misas. Siempre ha sido así. Nosotros le conocemos y ya nos hemos acostumbrado pero, claro, visto desde fuera... la culpa es mía, tenía que haber hecho algo antes...

Neli ya no le escuchaba. Apenas veía lo que había a su alrededor. Salió corriendo hacia el baño.

Su hermano se las arregló para que se marchasen en un par de días, que ella pasó sólo mirando por la ventana. Su cuñada se encargó de hablar con Poldo Contreras: "Se ha quedado de piedra. Ha querido verte, pero me parece que es mejor que no". "Claro, es mejor que no". Luego, el tren de vuelta. Se durmió de nuevo al salir de Madrid y, cuando despertó, llovía. Una lluvia fina, débil. Seguramente en Baiona orballará.

Arlanza

Relatos FM


El efecto de los rayos gamma en los capullos


Mi trabajo consiste en la observación y el análisis de los comportamientos humanos en las instituciones públicas de pequeñas comunidades. Formo parte de un experimento social pionero, financiado por un misterioso mecenas multimillonario que guarda celosamente su identidad, pero gasta alegremente su dinero buscando modelos válidos para reinventar esta sociedad nuestra, que hace agua por todas partes. El actual modelo de mundo se está viniendo abajo, y lo que se derrumba con más estrépito es la economía.  Le llaman crisis, pero en realidad es un saqueo practicado por cualquiera que tenga acceso a una pequeña parcela de poder y carezca de conciencia.  Aunque lo económico sólo es la punta del iceberg, lo que más se ve; en realidad lo que se está desmoronando es una manera de vivir y de enfocar la realidad.
Yo soy una modesta investigadora de campo; voy por ciudades y pueblos para detectar individuos afectados por el síndrome de Juanillo. Ya saben a lo que me refiero, es eso de "si quieres conocer cómo es Juanillo, dale un carguillo". Estudio las reacciones de los individuos cuando acceden a pequeñas cuotas de poder.  Voy, convivo, observo y redacto un informe, que se incorpora a los resultados globales de nuestro equipo. He de decir que, entre muchas personas estupendas y muy honradas, siempre hay alguien que es el garbanzo negro del puchero. Estos especímenes suelen aglutinar a su alrededor a otros que le son afines, porque necesitan el apoyo de su grupo para medrar y sentirse seguros. Si, si, ya sé que este es un trabajo muy raro, pero yo estoy encantada porque me ha enseñado mucho sobre la naturaleza humana y además, aporta información valiosísima para el objetivo global de nuestro trabajo.
Es necesario conocer cómo actúa la gente cuando tiene a su alcance la posibilidad de aprovecharse de los demás y de estafarlos. Sin que les pase nada, claro, porque la impunidad la garantiza la propia estructura social. 
Nuestro objetivo es conocer cómo actúan estos depredadores humanos, para aislarlos y poder hacer realidad el modelo de mundo que nos merecemos. Hay que estudiar bien la personalidad de ciertos individuos sin escrúpulos, porque son los que impiden que vivamos  en un mundo más sensato.  Buscamos aterrizar en la realidad una sociedad mundial donde se priorice el bienestar de todas las personas y el respeto por el planeta y sus distintas formas de vida. Donde sea más importante el ser que el tener.  Donde la injusticia no sea consentida ni se acepte con hipocresía que media humanidad muera de hambre.  La pobreza no es un problema de escasez, sino de injusticia en el reparto. 
El lema de nuestro trabajo es "hay que reinventar el mundo, porque este modelo ya no funciona".
Además de buscar "Juanillos" y de neutralizarlos convenientemente, también tengo la suerte de conocer grupos humanos completamente diferentes a la norma general. Por ejemplo, cuando descubrí en un lugar de China a una población que parece tener el secreto de la felicidad desde hace milenios.
Los habitantes de este lugar conviven sin apenas conflictos. Todo el mundo tiene lo necesario y nadie acapara los bienes. Las mujeres mayores son las más respetadas y escuchadas de la comunidad, además de ser las encargadas de impartir la justicia. Actúan con sentido común y me maravilló ver la sensatez y la ecuanimidad con que resuelven cualquier problema. Allí comprendí que el dogmatismo feminista es tan tonto y tan limitador como cualquier otro tipo de dogmatismo y que eso era algo que aquellas mujeres habían aprendido desde hacía siglos.
Este lugar ha sobrevivido milagrosamente durante siglos gracias a estar situado en un enclave de muy difícil acceso; incluso hoy en día,  sólo se puede ir en jeep y se tarda en llegar entre cuatro y cinco agotadoras e incómodas jornadas de viaje. Esto es algo estupendo, porque disuade a los turistas de ir a curiosear y a los funcionarios chinos de intentar imponer las normas del gobierno de turno.
Su organización social es completamente diferente a la del resto del mundo. Mujeres y hombres tienen el mismo rango social desde hace cientos de años, pero no es un matriarcado, no, que va. Eso sería un patriarcado pero a la inversa, y ninguno de los dos modelos sirve. Su organización social, sus valores, su forma de vivir no se basa en el predominio de un sexo sobre otro.  Eso sí,  los conceptos (afines a la naturaleza femenina) de nutrir, proteger y ayudar a crecer la vida son lo más importante y  se aplican en todos los ámbitos sociales, lo que produce unos resultados extraordinarios. Ni violencia,  ni explotación ni abusos de ningún tipo. 
Las personas sonríen habitualmente, los niños están sanos y son cuidados y protegidos por todos los adultos, sean o no familia.  Los animales no son tratados con crueldad y la naturaleza es respetada en todas sus formas. La comida es sana, el dinero es considerado un bien más y no el más importante, y la gente muere de vieja o por algún accidente, ya que apenas existen enfermedades degenerativas, neurológicas o cardiovasculares. 
Sus normas son sencillas: absoluta libertad individual que sólo se limita cuando entra conflicto con el bien común. El reparto de bienes se hace con justicia (es impensable que nadie acapare o especule) y todo el mundo tiene lo necesario para vivir dignamente. Nadie ejerce el poder sobre nadie, ni en el ámbito público ni en el privado. Han comprendido que el bienestar individual está conectado con el bienestar de la comunidad, y cuidan y protegen ambos porque saben que son interdependientes. Vaya, que son felices y viven y mueren felices.  Y es que aplican el sentido común para vivir y organizar su mundo. Justo lo contrario que sucede en esta sociedad nuestra, supuestamente más avanzada. A mí me ha tocado últimamente hacer un estudio que me dejado con la moral por los suelos. Una vez más, compruebo que cuando un grupito humano accede a una pequeña cuota de poder, se le va la chaveta. Y siempre hay alguien que capitanea esta chaladura, que suele terminar con enriquecimientos indebidos y que deja tras sí un rastro de cadáveres. En este caso concreto, la instigadora de todo el mal es una mujer. Paso  a hacer una breve descripción .
Localización. Una pequeña localidad de la comunidad levantina; ocupa un territorio diminuto, ya que prácticamente es una barriada de la capital. Pero tiene ayuntamiento propio y, lógicamente, una clase política propia formada por concejales, grupo de gobierno, oposición, funcionariado y adosados varios.  Ahí empieza la historia: nombramiento como concejal de un amiguete, y agitación en el grupito de colegas de toda la vida. Al principio, proyectos interesantes y creativos y buena voluntad para llevarlos a cabo, y enseguida a una del grupo, (la Torta) se le dispara las ganas de utilizar el poder de su colega en beneficio propio. Y empieza a maquinar. Mueve sus hilos y usa las tácticas, tan viejas como el mundo, de dividir, malmeter y envenenar.  Maniobra en la sombra, que es donde se siente cómoda y donde piensa que no la van a pillar.  Su estrategia es parecida a la de esos insectos que salen con la oscuridad y que mientras hay luz se esconden en sus rendijas.  Por cierto, en la época que nos ocupa, esta mujer contaba que estaba sufriendo una invasión de cucarachas en su casa. La vida manda señales y a veces emplea un lenguaje muy irónico.

Retrato robot de algunos personajes.

La Torta  (llamada así porque su nombre real es sinónimo de bollo de panadería) ya había intentado años atrás escalar hacia el poder por medio de su matrimonio, pero no salió bien y se divorció y ahora su ex es una de sus presas preferidas. En el nombramiento de su compañero y amigo vio su segunda oportunidad y decidió aprovecharla. Le adula y pelotea sin rubor, pero le critica y se burla de él en cuanto se da la vuelta.  Ridiculiza su condición sexual y su desmedido afán de protagonismo.

El Rey León. El flamante y reciente concejal. Simpático, amanerado y vanidoso. Excesivamente vulnerable a la adulación. El ego inflado como un enorme globo.  Tardó poquísimo en dejarse convencer por la Torta de que el despilfarro va con el cargo. Lo resumió en un "porque yo lo valgo".

El pájaro Cuco. Otro componente del grupo. Le llamo así porque actúa igual que el cuco, ese pájaro que aprovecha el nido ajeno para poner sus huevos. Su lema es: "Trabajar cansa". Admira y trata de imitar la figura del "listo" que consigue una vida cómoda sin dar golpe,  gracias a aprovecharse del esfuerzo de los demás.

El Espermatozoide nervioso. El nombre se debe a su apariencia escuchimizada y a su carácter nervioso. Siempre sigue a ciegas al que más manda, por eso acepta dócilmente que en su departamento se haga lo que dice la Torta.  Es el más jovencito de la pandilla, pero ya tiene cargo directivo y sueldo en consonancia. Le gustan los toros y el prototipo del latin lover made in spain,  casposo por dentro y vestido de marcas por fuera.

No les voy a aburrir con el relato de las maniobras de esta pandilla. Seguro que se lo imaginan; desgraciadamente,  son especímenes muy comunes que abundan por todos lados. Apoyaron un proyecto de formación,  pero sólo para presentarlo ante la corporación municipal y quedarse con la dotación económica del mismo, una vez fuera aprobado. El proyecto nunca se llevó a cabo. A la persona encargada de realizarlo, una profesional muy capacitada, le hicieron la vida imposible. Ya no les interesaba, así que pasaron del trato afectuoso y considerado a la agresividad verbal y el acoso laboral. Ese  mobbing tan inesperado y tan a lo bestia, le costó la salud y el puesto. La buena noticia es que ahora se ha incorporado a nuestro proyecto y se siente feliz.
Y otra buena noticia al respecto de esta pandilla: que ya no pueden hacer más daño, porque su partido no ganó las última elecciones y porque además los recortes económicos por la crisis han frustrado las expectativas personales de la Torta, las ínfulas del Rey León y la capacidad de saqueo y caradura de todos.
Claro que está por ver si en la nueva corporación municipal no hay grupitos parecidos a éste. Lo más seguro es que sí, porque el efecto de los rayos gamma (los rayos del poder)  afecta e infecta a muchos y no hace distinciones entre ideologías. Son neutros, como el rayo lásser, que puede curar o matar según cómo se aplique. Lo malo es cuando los rayos gamma los manejan los capullos. Ahí está el quid de la cuestión.

La víctima de estos "Juanillos" que he mencionado descubrió un sistema muy eficaz para neutralizarlos: hacer un retrato robot sobre ellos y publicarlo en el periódico local. Inmediatamente fueron reconocidos por la gente del pueblo, lo que les disuadió de continuar con sus trapicheos. Es un excelente sistema éste, se lo recomiendo para todos los casos que ustedes conozcan, que sin duda serán muchos. Hagan una descripción ajustada a la realidad de sus capullos particulares y pónganle una pizca de ironía.  Suele ser suficiente para que desistan de maquinar nuevas fechorías. Recordemos el cuento de "El traje del emperador", en el que la observación en voz alta de una niña tuvo el poder de devolver el sentido común a todo un pueblo.

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Ya estoy preparando mi próximo viaje; vuelvo a ese lugar del que les hablé antes. Necesito sentir de nuevo que es fácil hacer las cosas bien y comprobar con mis propios ojos que este mundo SÍ tiene arreglo.
Lo conseguiremos cuando cada uno se nosotros se ponga manos a la obra para hacer que reine el sentido común, aunque sea el menos común de los sentidos. Eso sí que es hacer una pacífica y esperanzadora (R) Evolución.

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Solesson Obi

Relatos FM


Deja la música entrar


La música viene de la sala al final del pasillo. Un pasillo largo, mal iluminado, ancho y de techos altos, propio de construcciones antiguas, de principios del siglo pasado, erigidas con maderas nobles, con ventanas monumentales, con puertas anchas e infranqueables, pesadas e inamovibles.

Edificios viejos, con vida e historias. Con entretechos llenos de ratas, de diarios viejos, de recuerdos oscuros, de baúles, de viejas ropas, de secretos.

Edificios viejos, con historias espeluznantes sobre sus rincones, sobre sus áticos, sobre sus subterráneos, sobre las viejas habitaciones clausuradas en el tercer piso, sobre las torturas a los alumnos cuando se portaban mal, sobre los asesinatos en tiempos de guerra, sobre los golpes, las varillas, los abusos. Miles de historias. Miles de cuentos. Pocas certezas.

Pero esa música viene de la sala al final del pasillo. Del fondo del tercer piso, de una vieja sala clausurada muchos años atrás. El tercer piso no se utiliza más que como taller, para las clases de orden manual, para cortar, aserruchar y martillar maderas, y construir lámparas y otras porquerías que quedan relegadas al fondo de los closets de algunos alumnos y algunos padres, aquellos demasiado sentimentales como para largarlos a la basura apenas llegan a sus hogares.

La sala al final del pasillo tiene unos tablones de madera cruzando la puerta de lado a lado, y la cerradura ha sido removida. Sólo hay una cadena vieja asegurada con un viejo y oxidado candado. Nadie se preocupa de lo que hay detrás de aquella puerta, excepto los alumnos. La curiosidad es enorme en los niños. Aquellos alumnos que pasan los recreos corriendo por el pasillo del tercer piso, jugando a las escondidas, al paco y el ladrón o pateando una bola de diarios envuelta en una media. Algunos dicen oír cosas tras la puerta, ecos del pasado, martillazos, golpes, hasta risas. Pero la puerta esta tapiada, y sólo pueden pegar las orejas e imaginar.

Hasta un viernes, en días cercanos al final de las clases, en el que ya no necesitaron más de su imaginación.

¡Vengan todos, la puerta de la sala prohibida está abierta! – reverberó un grito por el pasillo, rebotando en la madera.

Los niños corrieron, subieron las escaleras de dos en dos, y tres en tres, exaltados, respirando con dificultad. Era lo que habían esperado por meses, años. Formaron un círculo junto a la entrada.

   ¿Entraste?
   ¿Estás loco? Nunca entraría ahí solo.
   ¿Y qué hacemos?
   Entremos todos juntos, así es más seguro.
   ¿Seguro?
   Sí, somos hartos, ¿qué podría pasar? Si alguien tiene un accidente otro corre y avisa.
   ¿Y si hay un maldito fantasma?
   No seas estúpido.
   Te lo digo, un fantasma no se asustará de ver un grupo de niños.
   Cállate cobarde.
   Vamos, entremos, no pasará nada. Seguro el conserje anduvo revisando algo y olvido cerrarlo. Quizás no tengamos otra oportunidad.

La puerta estaba entreabierta. Los tablones de madera estaban quebrados, trizados, como si las hubiesen sometido a un golpeo constante hasta la fractura. Una seguidilla de patadas, o alguna herramienta pesada podrían haber logrado el objetivo. Los 7 alumnos se detuvieron frente a la puerta, amontonados, y el que iba a la cabeza avanzó lentamente hacia la habitación abandonada, con la mano derecha en alto dispuesta a empujar poco a poco la puerta y entrever que es lo que había del otro lado. Comenzó a empujar, abrió bien sus ojos, acercó su rostro al espacio entre ambas puertas y echó un vistazo. Eran las 12 con 17 minutos.

A las 16: 30 horas, varios padres preocupados esperaban en la entrada del colegio. Sus hijos no aparecían. Minutos antes, el conserje caminaba apresuradamente hacia la oficina del inspector general y estos, acompañados por el director, subían raudos las escaleras hacia el tercer piso.

Una música débil y aguda provenía del final del ancho pasillo. El pasillo de madera, mal iluminado y de techos altos. El antiguo pasillo levantado por obreros y monjes más de un siglo atrás.
Caminaron los tres en silencio, con los ojos bien despiertos. Se miraron los unos a los otros, nadie sabía porque aquella puerta al final del pasillo se encontraba abierta.

Cruzaron el umbral. El inspector emitió un leve quejido. El director vomitó sobre el suelo cubierto de aserrín. El conserje se quedó impávido, silencioso, y retrocedió unos pasos, pero al darse vuelta encontró la puerta cerrada, tapiada por fuera. Las cadenas y el candado en su tradicional lugar.

La habitación al final del pasillo era amplia, enorme, de techo alto, con ventanas monumentales, con varias mesas, con viejas máquinas de carpintería, con viejas herramientas de trabajo. Y sobre la mesa de centro, uno de los 7 jóvenes estaba sentado, con las piernas cruzadas y con los ojos bien abiertos.

El aserrín había sido desparramado para cubrir el suelo pegajoso. Había minúsculos trozos de hueso y piel por todos los rincones. Las herramientas aún goteaban. Los dientes de los serruchos, los martillos, un viejo taladro manual, todos aún goteaban. No había cuerpos, sólo restos desperdigados por la vieja y amplia sala. Un olor putrefacto. Una oscuridad y un hedor agobiantes.
El niño dirigió a ellos su rostro y movió su cabeza en 45 grados primero a la derecha, luego a la izquierda. Entonces abrió la boca.

   Muchas cosas pasan en un viejo colegio. Compañeros que golpean a otros compañeros, profesores que abusan de los alumnos, y gente encargada de protegerlos que sólo mira para otro lado, que finge no ver las cosas horribles que suceden justo frente a sus ojos. Pues que así sea. Si nada han de ver, entonces, ¿para que los necesitan?

Su sonrisa deformó su rostro y con su cabeza indicó, sobre un costado de la mesa, una bandeja de madera con 12  pares de ojos.  Luego levantó sus manos y mostró en ellas un destornillador largo y una espátula, ambos viejos y oxidados, reliquias de la derruida aula.

   Estuvimos practicando, - hizo una pausa mientras sonreía irónicamente – ya verán...

Los 3 adultos se vieron rodeados por los otros 6 jóvenes. En silencio, se dispusieron alrededor de los mayores y los tomaron de los brazos. El niño sobre la mesa dio media vuelta y  encendió la radio. Viejas canciones, tonadas de los años en que aquella sala tenía aún sus puertas abiertas, antes que los progenitores de estos niños o que los mismos profesores hubieran siquiera nacido.

Abajo, el grupo de padres esperaba inquieto en el hall del colegio. Estaba todo en silencio. Algunos alumnos paseaban por los pasillos del primer piso, pero no podían encontrar a ningún profesor o adulto que trabajase en el lugar. Sólo niños y nada más.

Ender

Relatos FM

Diario de una superviviente


Amanecer

     Aquella mañana de húmedos relentes y olores nauseabundos desperté aturdida, había tenido una pesadilla terrible, cuando desperté me encontraba sola, como siempre, como las últimas semanas, escondida en una oscura grieta subterránea, esperando el ansiado momento para huir de allí en busca de mis hijos.
     Escuché, durante días, lamentos animales y humanos que en el exterior se entrecruzaban, estertores de muerte que me rodeaban y me buscaban.
     Una filtración en la roca me suministraba el agua para poder sobrevivir, y salía de allí únicamente para buscar alimento cuando caía la noche. No veía la luz del día ni tampoco quería verla, en los cielos se formaban vaporosos anillos concéntricos que sembraban el silencio.
        Justo el día que los niños paseaban con mi marido ocurrió todo, y la catástrofe nos separó, tal vez para siempre, no quería ni pensar en la idea de que hubieran muerto. Maldije a toda la raza humana, siempre supe de lo que eran capaces, era un desenlace previsto por sus numerosos capítulos bélicos, por su mucha ambición y el poco respeto hacia sí mismos y a su entorno. Escuché un estruendo terrible, como nunca me hubiera imaginado, después la tierra tembló y todo fue envuelto por el fuego, las personas cayeron muertas, los animales, las plantas, todo se desvaneció y se escuchó un eco repetitivo, un eco venido del infierno que se repetía en mi interior cada vez que intentaba dormir.


Nubes rojas

Céleres los recuerdos se aglutinaban en mi mente, el hambre fortificaba mi deseo de valentía, tenía que retar a mi fortuna todas las noches, buscando alimento para consumir y guardar para no morir de inanición. Tenía que comportarme como un macho valeroso y hacer frente a todas las criaturas o amenazas que salieran a mi encuentro, pero siendo una pobre hembra asustada, aunque me sobraban agallas para hacerlo, haría cualquier cosa por reunirme con mis hijos y nada me podría detener excepto la muerte.
      Mis compuestos ojos estaban doloridos todavía por los primeros fogonazos estroboscópicos que precedieron a la gran explosión. Tenía un ligero dolor en el abdomen. Una de mis extremidades estaba afectada por una caída fortuita pero conservaba intacta mi capacidad de supervivencia.
     Ya no se escuchaban los lamentos exteriores, eso significaba que pronto empezarían a formarse los mantos de nubes rojas que formaban la enigmática noche. Una noche densa, tiznada de rojo oscuro, un arrebol sanguíneo que todo lo cubría dotando a los paisajes de una macabra apariencia.
     El silencio sepulcral era quebrantado por lejanas sirenas que no dejaban de sonar, sirenas programadas por los soldados para proclamar el toque de queda diario que nadie detenía, era el momento de salir.


El cadáver

     Toda mi vida se reducía a luchar o morir. Salí de aquel refugio y comencé a caminar lo más rápido que pude, ya no escuchaba aullar a los lobos, ya no había gritos ni voces, sólo las sirenas. Me iba agazapando entre las sombras, entre los bultos del camino, por si algún depredador salía a mi encuentro, pero nada ocurría. Avanzaba metros y más metros, y sentía cómo el aire se iba haciendo más y más irrespirable, debía encontrar algún recodo subterráneo para guarecerme, los ojos comenzaron a escocerme, mis piernas flaqueaban, de repente encontré una construcción de hormigón semi-sepultada en la tierra y me introduje en ella por una pequeña abertura.
     Se trataba de un bunker, descendí por la pared, en su interior había una pequeña lamparita de gas que todavía funcionaba, empecé a reconocer todas las cavidades, los rincones, pero ni rastro de comida. Caminé un poco más y encontré entre los escombros a una persona tendida en el suelo mirando hacia arriba, tenía la boca abierta e iba vestido de soldado. No se movía, por lo que sospeché que estaba muerto. Recorrí su cara, desencajada por la muerte, recorrí su cuerpo, y lo único que encontré fue pólvora de sus cartuchos y cuero de unas botas que ya habían sido mordisqueadas por las ratas, aquella fue mi única comida esa noche.
     Las plantas exteriores estaban muertas, sus frutos, descompuestos o envenenados, el agua de los manantiales llena de cadáveres que habían muerto al beberla. Las probabilidades de sobrevivir se disminuían cada día más, debía encontrar ayuda, la suerte tarde o temprano se acabaría terminando y no tenía más plan que huir hacia cualquier parte buscando un resquicio de esperanza.


El extraño animal

Durante todas las noches rojas debía caminar un breve recorrido y ocultarme lo más pronto posible, no aguantaba la hostilidad del ambiente, era como si se hubiera contaminado con algo mortífero e invisible. Pero por más que caminara, en cualquier dirección, todo era desolación, no había vida humana ni animal, ¿acaso yo era la única superviviente del planeta? los vestigios anunciaban una lontananza apocalíptica sobrecogedora y si mi suposición era cierta, más me valdría haber muerto como los demás.
     El dolor de mi abdomen se iba haciendo cada vez más y más insoportable, la idea de encontrar a mis hijos muertos me sobrecogía, me parecía mentira, que una raza que llevaba tantos millones de años sobre la Tierra se viese amenazada por unas condiciones atmosféricas adversas, cuando nosotros siempre hemos sido especialistas en encontrar microclimas para garantizar nuestra reproducción, cuando nosotros hemos vivido siempre en las peores circunstancias, contra pronóstico y sin recursos de ningún tipo. Algo en mi instinto me decía que habían lugares no tan castigados por la hedor invisible, lugares donde la vida sería posible y donde los supervivientes nos debíamos reunir.
     Temía encontrar algún gorrión o una avispa, alguna lagartija u otra fiera que acabara con mis pretensiones, pero lo único que encontré, fue el animal más extraño que jamás había visto, un conejo, pero no era un conejo normal y corriente, tenía dos cabezas y estaba muerto. Me quedé tan sorprendida por aquella visión que no me di cuenta de que una nube tóxica me envolvió y tuve que caminar durante veinte minutos sin respirar para alejarme lo suficiente de allí. Mi tiempo se acababa y seguía sin vislumbrar una salida.


El hallazgo

     La noche se disolvió como a soplidos por el día, busqué otra oquedad donde poder respirar sin peligro, allí me oculté y decidí dormir. Estaba agotada, necesitaba descansar un poco, debía gestionar mis energías, tal vez fuese mi último descanso pero debía hacerlo, supuse que al despertar sabría si había hecho bien.
     Pronto el sueño vino a recoger todas mis incertidumbres y ruegos. Era un sueño vivo, palpitante, muy luminoso y vivificador. Un sueño aventurero donde yo era la protagonista y donde no había lugar para la tragedia. Proyecté la visión onírica de mis deseos más profundos, disfruté plácidamente de una estancia en un paraíso surreal, pero no duró mucho, un agudo ruido proveniente del exterior me hizo recobrar la consciencia, era como un crujir de algún material plástico. Me incorporé lentamente no exenta de pánico e intenté asomarme a ver si veía algo con la suficiente prudencia para no ser vista por nada ni por nadie. El sonido persistía, agudo y claro, era intermitente, parecía proceder  de detrás de unas rocas. Me acerqué sigilosamente, todo apuntaba a que por fin había encontrado a un ser vivo. Cuando vi lo que era me llevé un sobresalto, era mi marido, estaba mutilado e intentando comerse una bolsa de plástico.
     Presentaba heridas en uno de sus segmentos torácicos, tenía un espiráculo dañado, respiraba con dificultad, le faltaba una pierna, ¡pero estaba vivo!. El pronoto que cubría su cabeza estaba seriamente dañado, pero igualmente nos abalanzamos el uno contra el otro y enroscando nuestros miembros hicimos desesperadamente el amor.
Una ordalía de sentimientos me sacudió y los dos nos sinceramos, él me dijo que nuestros hijos estaban vivos y yo me sentía renacer. Decidimos pasar el día a cubierto para que sus heridas sanaran un poco y emprendimos la búsqueda más tarde, guiados por el rastro oloroso de los excrementos de nuestras crías. Por fin estaban cerca, mis plegarias eran respondidas con milagros. Cuando la rojiza noche volvió a gobernarlo todo mi marido y yo corrimos abrazados por el valle impulsados por la pasión de unos padres que darían la vida por sus hijos.


La legión nómada

     Nuestros instintos nos guiaron a través de un caos indeterminado, por terraplenes, lodazales, simas y veredas, adscritos a la vigorosa desnudez del dolor interior y subordinados por la tremenda naturaleza de los hechos. Llegamos a una zona boscosa donde nuestros sensores nos indicaban movimiento en muchas direcciones, aquello nos inquietó, pero el rastro del olor que seguíamos era claro y persistente. Seguimos caminando sin temer ya los ataques de ninguna bestia, y nos adentramos en una zona tupida por encinas y abedules, árboles enormes y muy juntos, columnas de madera ornamentada cuyas copas cubrían los cielos. De repente nos detuvimos, nos sentíamos observados, contuvimos la respiración y sensibilizamos nuestra percepción al máximo, corrieron segundos  de incómoda alarma. A los pocos segundos de permanecer expectantes, observamos un grupo de supervivientes como nosotros, salir del interior de un árbol por un agujero y caminar en grupo en la dirección a la que nos dirigíamos.
     Mi marido se adelantó y trató de llamar la atención de uno de ellos con aspavientos y ruido de las rocas, al momento advirtieron nuestra presencia y fuimos rodeados por treinta curiosos desconocidos.
     Bastaron unos segundos para cerciorarnos de que eran de los nuestros. Nos aceptaron en su grupo, nos incluimos con ellos, juntos estaríamos más protegidos.
     Después de unos minutos de comunicación itinerante ellos sabían de nosotros que buscábamos a nuestros hijos y nosotros sabíamos de ellos que eran la avanzadilla de vanguardia de un gran ejército. Llegamos ordenadamente al borde de un acantilado de gran altura, allí pensaban descansar un buen rato, pero cuando dirigí mi mirada al fondo de aquel desnivel de tierra, quedé asombrada por una instantánea magnífica que volvió a llenar mis moléculas de energía y esperanza, kilómetros de monte eran cubiertos por las huestes aliadas, miles y miles de compatriotas unidos y preparados desfilaban en la rojiza penumbra, ¡por fin habíamos dejado de huir! El hogar se encontraba más cerca.


El nuevo mundo

     Buscaríamos esas tierras que nuestros sentidos nos anunciaban y lo haríamos sin descanso, esas tierras donde se podría respirar sin temor, donde la lluvia germinaría los pastos, donde las flores crecerían y nuestros hijos, ajenos al selectivo exterminio serían libres y dichosos.
   Ya no me importaba tanto encontrar a mis hijos, podría alumbrar a cientos de ellos, tenía que ser optimista y darme cuenta del tremendo papel que nos tocaba desempeñar. No podíamos dejar nada a la azarosa suerte, teníamos que controlarlo todo. Debíamos aprender a organizarnos y evolucionar, a soñar con emprender nuevos proyectos arquitectónicos. 
     Cuando llegáramos a la primera acampada buscaría mi cópula, por mi marido o por quien fuera, yo como todas las demás, debía garantizar apresuradamente mi descendencia y también la de mi raza.
     Alumbraría tantas vidas como me fuese posible, y moriría con la dicha del deber cumplido. Pero nos quedaban muchas lecciones que aprender; un lenguaje más completo, una jerarquía, educar desde la niñez en disciplina y sacrificio, como las hormigas, debíamos ponernos manos a la obra cuanto antes. El año de nuestras vidas era demasiado efímero como para madurar los conocimientos adquiridos, por tanto debíamos legarlos de alguna manera, permitir que las generaciones venideras edificaran sus conceptos a partir de las ruinas de los nuestros. Sólo de esa forma se construiría la escalera hacia la evolución. Una evolución necesaria, pues a estas alturas, ya habíamos constatado que nuestra raza, era la única superviviente de todo el planeta, ningún ser vivo poblaba la tierra, ninguna otra vida que no fuera la nuestra, había llegado nuestra hora, después de trescientos cincuenta millones de años  por fin el mundo era de nosotras, las cucarachas.

Heberto  De  Sysmo

Relatos FM


Clasificados


Méndez es uno de esos personajes fijos en el escenario de un bar, pero del que nadie recuerda cuando irrumpió en la obra su papel. Siempre pensamos que es amigo del otro, viejo conocido del camarero o un vecino del barrio. Pero lo cierto es que basta preguntar al resto de parroquianos para constatar que nadie sabe nada de él. Un buen día, desaparece su perfil en el aire y pueden llegar a pasar años hasta que a uno, en plena distracción del juego de cartas, se le ocurre decir:
Oye, ¿alguien sabe algo de Méndez?
Con el transcurrir de los días, me fui ocupando en los ratos muertos de su figura lánguida y endeble, hasta el punto de que llegado el presente que me ocupa, a uno de los muchachos se le ocurrió que bien podría dedicarle unas líneas de despedida. La parroquia estuvo de acuerdo.
El Cairo es un bar de toda la vida, justo a la salida del muelle. Por la mañana ejerce de cafetería para los trabajadores de las consignatarias, los funcionarios del puerto y los agentes de aduanas. Por la tarde es nuestro turno, los de siempre. Jugamos al mus, bebemos carajillos o infusiones, según los permisos médicos, discutimos sobre fútbol y política, leemos mil veces la prensa, dejamos, en fin, pasar la vida sin pena ni gloria. No consentimos que la sonoridad de sus pasos nos cause duelo o zozobra.
Somos jubilados, viudos, solteros, divorciados, gente despistada, tipos solitarios que no tienen nada mejor que hacer con el resto de su existencia. Hombres que viven en casas frías y vacías a las que solo van a dormir y asearse. El resto del tiempo, todo es la compañía de unos con otros.
Méndez era un caso raro, debo admitir. En El Cairo todos nos conocemos y una presencia puntual no nos causa revuelo. La curiosidad surge cuando la presencia aleatoria se torna repetición y más aun, uno de los nuestros. Nuestro hombre era, en pocas palabras, un viejo callado, que llegaba sobre las cuatro todas las tardes, ubicaba el porte cansado sobre un taburete roído al final de la barra y consumía de tres a cuatro coñacs, mientras repasaba los anuncios clasificados del periódico. Parecía un funcionario de algún registro perdido en un sótano. Era escrupuloso en el cumplimiento de su horario y hasta que la aguja pequeña del reloj no tocaba las nueve no se levantaba y salía cubriéndose con el sombrero y sin dar las buenas noches. Dejaba el periódico sobado y cada anuncio clasificado escrutado, analizado y descartado con una cruz roja.
Méndez era así, un personaje adusto, serio, de gesto apagado y tez macilenta. Daba igual que fuese invierno que primavera, siempre lucía gabardina. A mi me recordaba a esos espías atormentados que salen en las películas, cuya única misión consiste en citarse en bares con agentes dobles que nunca aparecen. Será por eso que comencé a ensimismarme con su personaje, a interesarme por sus costumbres, a elucubrar hipótesis sobre su rutina de hombre olvidado. La presencia constante le torna a uno en invisible. Por eso, el mejor sitio para ocultar un tesoro es el escondite más evidente. Desde luego si Méndez era un espía, tenía que estar pasándolo muy mal, porque o bien su contacto había muerto o a nadie importaba ya aquel viejo de sombrero de ala ancha y gabardina negra.
La observación me regalaba pocas novedades. En cuanto arribaba se hacía con la primera copa de coñac. Siempre aposentado ante la barra, con las piernas cruzadas. Su ocupación favorita era el periódico. Primero la sección de anuncios clasificados y después, abatido y en retirada, el crucigrama, las ocho diferencias y el jeroglífico. Una vez, imbuido de mi papel de detective, me hice con algunos periódicos atrasados y repasé los anuncios clasificados. En la sección de Contactos, localicé, rodeado en rojo, la siguiente señal: "Seré el de la gabardina negra. El Cairo, 244".
Hace dos días Méndez trastabilló al bajarse del taburete. Pasaba un poco de las cinco de la tarde, el sol ejercía en el exterior. Creo que sólo yo lo vi. El Coñac, pensé. Miré su cara desencajada, la boca muy abierta y la mano que trataba en vano de agarrar el pecho del que parecía querer desprenderse un trozo. Asió la mano sobre el mostrador, pero no consiguió anclarse. Sus ojos desvaídos me encontraron en la mesa del ventanal antes de desplomarse contra el suelo. La ambulancia llegó enseguida pero tarde. Un sargento de la guardia civil de aduanas le practicó al instante un masaje cardiaco que no encontró latido de respuesta.
Mientras todos se arremolinaban entorno al cuerpo fulminado y aseveraban sobre la brevedad de la vida, yo me hice a hurtadillas con el periódico abierto por la página de contactos, delante de la copa de coñac a medio beber. Rodeado en rojo, con el corazón en un puño, pude leer, el escueto anuncio que lo aclaraba todo: "Fin de la historia en El Cairo 244".

Dombodán

Relatos FM


El Hombre


El hombre camina lentamente por las calles húmedas; observa detenidamente las casas simples con las puertas abiertas, con la gente saliendo y entrando por ellas, tendiendo la ropa o regando las plantas sin el más mínimo miedo.
   Nadie retrocede, ni siquiera un paso, ni siquiera un palmo, todos parecen ignorar su presencia, eso es raro. Quienes antes le temían ahora circulan a su lado como peatones. El hombre se inmiscuye, se introduce entre las multitudes que caminan por las sucias veredas.
   Se pierde, eso es perfecto, eso es nuevo para él. Está asombrado, y mueve su cabeza contemplando cada rasgo de lo que lo rodea, de quienes lo rodean. Nunca tan cerca de sus antiguos enemigos. Camina bajo la luz del sol; sale de la calle bajo los tibios y dorados rayos y va hacia el parque.
   En un momento, se siente cansado, y una ola fugaz de emociones estrepitosas recorre velozmente su cabeza, pero no desaparece. Con la velocidad que vino, se  adhiere la ola a las paredes de su cráneo, y aún más profundo, echa raíces en su mente, perturbándola. Sus sienes laten, su cabeza duele, su cuerpo tiembla y transpira. Las ideas surgen, algo nuevo, pero también surgen cosas jamás sentidas antes, sentimientos de ira, envidia, codicia, odio y otro tumulto de sensaciones indivisibles, indescriptibles sacuden su cuerpo violentamente.
   El dolor, el pavor es demasiado para el muchacho, que ya no puede mantener alta  su cabeza y la apoya en sus rodillas y sostiene con fuerza sus sienes, esperando que esa locura mental se detenga de un momento a otro. Ya no lo soporta, y de la nada sale un agudo grito, tanto sea por dolor como por miedo, miedo a lo desconocido, miedo a lo nuevo.
   El grito persiste por un buen rato en el parque, y todos los que del mismo disfrutan plácidamente voltean y miran la encorvada y reducida figura, que desesperada se encuentra  sentada en un banquillo verde bajo la fresca sombra de los pinos y hayas que adornan el verde espacio. Hasta que al fin, los ignora, tanto a quienes lo rodean como a quienes se introducen en su mente, ignora esos sentimientos, que se disuelven tan rápidamente como a su cabeza llegaron. La curiosidad resulta, ya, ser más grande que el miedo en sí.
   Se incorpora y con la frente nuevamente erguida, se dirige hacia ningún lugar específico, está ansioso por conocer. Y así el hombre anduvo y recorrió, conoció y exploró, con asombro y decepción las virtudes y tragedias de este mundo.  Entró a bares pulcros y a tabernas inmundas, el alcohol probó, y vaso a vaso vació una botella de dulce licor dorado.    Enloqueció.
   Descansó, relajado en un montón de hierba suave, algo que siempre había disfrutado. El hambre le atacó y entonces enfiló a restaurantes y cafés, total, era uno más, ya no se destacaba en absoluto.
   Nunca había tenido tantas libertades, pero algo lo perturbaba, esos extraños sentimientos no desaparecían, se sentía atado a una variedad de cosas estúpidas y sin sentido.  Aún así, se dedicó a conocer, a disfrutaría ese momento.
    Salía nuevamente de un bar, cuando miró al horizonte y vio el rojo del  ocaso escondiéndose tras él. Ya casi no quedaba tiempo, sería peligroso continuar allí. Se encaminó, entonces , en frenética carrera a los densos bosques que aún rodeaban la espesa masa de metal y concreto, alejándose así más y más de las tentaciones, de los altos edificios , de la acelerada gente y los ruidosos autos, y acercándose  a los árboles, a lo puro, al silencio.
   Se mantuvo de pie en el linde del tupido bosque  y  esperó pacientemente. Por  fin, el sol se ocultaba junto a su último destello. El cielo cambió a un negro profundo con brusquedad sorpresiva y un cuerpo libre  y peludo se precipitó felizmente hacia los árboles.
   Corrió entre las hojas al amparo de la luna que iluminaba sus sedas, resplandecientes en plateados sobre grises. Su hocico volvió a hurgar en la tierra, aliviado, el olor de las hojas, de la tierra, del bosque y de la vida inundó sus sentidos y su mente, ya había cambiado. Toda turbiedad, todo sentimiento insano  había desaparecido con la luz de la luna. Eso era libertad.
   Se acercó a un grueso roble que crecía rodeado y sostenido por pequeños y delgados arbolitos y se ovilló entre sus raíces gruesas que sobresalían de la tierra. Pero algo asaltó su mente antes de que sus ojos ámbar se cerraran: todo volvería a comenzar el próximo amanecer. 

Micerino

Relatos FM


Zeus advierte de la caverna llamada averno


De la mística antigua Zeus dijo; "La cosecha humana tendrá una parte de la maldad  de la deidad  que en la cueva  de oscuridad  mora, llamado así el mismísimo averno que al fondo del paraíso  humano alcanza  la deidad de la maldad".    Baal rechazó  el bien hacer de mi ser y  en su voluntad sólo da instrucción de maldad diciendo de si, al que obedezca la maldad de inmediato  en si cosechará el poder.   Sólo que de si no señaló, que hasta que deje hacer  al que lo siga  en su encadenarse al reino de maldad.  A Baal y a otros dioses Zeus dijo,"Baal sembrarás la semilla de maldad del hacer y harás la ponzoña, que hiere el alma humana y serás la crueldad que se desplace y a mi no  te consagrarás".  Dicho ello Zeus lo hizo invisible  a los ojos de algunos y también  le retiró poderío  en una parte al que sabía ultrajar la pureza humana, ello sabía la altura del padre de deidades que  sería su hacer  y de inmediato llamó séquito de si.  Que destruir debía el hacer de aquel que quería vencer en maldad, sobre la madre tierra y en su ira Zeus que el más allá habita  dijo;"No será entronado  el dios de la maldad  en mi servidumbre.  Así ningún ser será destruido sin mí consentir  e hizo  en la deidad de la altura y en la de media altura, la raza dedicada  a la exterminación de la innobleza del alma, que en la deidad del mal se congracia en Baal.  Que sus cuernos  desplaza moviendo, para detectar el mal  en el corazón  y seguir con su poder para saber sobre quien  posee su deshumanizador hacer, ello es lo hecho  en el mal sembrador  del cierzo.   Que al corazón desalienta  y poderes da, al que embauca  y al que mentiras trae, con ello siembra el camino del dolor  que sobre otros en brevedad pasa".
Voces de la altura  traen el decir; "Ser que sirve a Baal  se eterniza y algún día  en el reino de la destrucción llegará su hora. Su dolor poco servirá allí al dios que deshumanizó su ser, para no seguir  el mundo de bondad que la deidad posee".   Así también se han oído las voces, que el viento trae a la memoria humana, que de si cuentan; "El sembrador de la semilla de maldad, es un ser que sobre si entronó maldad en el trono del corazón, ello vosotros no deben hacer que el a otro reino sirve".  Debes saber dijo de la altura un viejo sabio, que poderes tenía  y ha bien sabía  que el corazón posee trono, que limpio sirve al más allá del día que conoces y su existencia  lejana  crees de tú hoy. 

Así  el sabio  que a Zeus encarnaba dijo, prueba  tengo que el corazón posee trono de mi en su  alma llamada y entre vosotros el corazón es el umbral del más allá, de tú sabiduría  del hoy.  De  ello  preguntó ¿sentiste la campana que era el corazón que tañía  para avisar de lo destinado a tus seres amados y no supiste como sabias?  Ello es en exactitud la dote del fuego, que Zeus da  para encender el corazón humano con la eterna llama del amar,  que reside  en cercanía del  trono de la deidad del buen hacer.  Ese trono pertenece a Zeus, que de su deidad deriva  capacidades a otros de su raza, como se dijo de Cristo su hijo, que no entendiste  de su altruismo como fulgura  hoy en la sublimidad. De ello dijo Zeus;"Lo que de mi imperio viene, en cada amor que sientes  tiene presagio del trono, que en lo alto  del cielo mora  y aún crees vacío en tú limitación".

De los amores trajo ese viejo presagio en su sabiduría pero, Baal presagia de si en el odiar  y ello   recuerda la  altura  a la humanidad vuestra, que de el dice;"Es sembrador de toda maldad y el cierzo esparce en la voz de la dimensión, al que en su alma le oye.  Ello es el espino que atraviesa al mal hacer humano, que sabe su hacer de  la corona que  dejó la divinidad  entre el campo de mortandad".  A Baal enjuicia su sabiduría la cueva llamada averno, que a la maldad en si se abre, ello por  orden de exterminadores  de la raza hecha de Zeus, que a la maldad encierra  en la cueva de oscuridad.  Cuyo umbral que lo cierra es la lápida, en que se halla escrito ¡Los no traspasados a bondad aquí yacen! ello es la orden de Zeus a los exterminadores, que de si  gravan  a fuego en la lápida,  que era el corazón  endurecido e incierto al buen hacer, que tras si algunos dejaron.

Otros dioses  exterminadores  del mal, la lápida que sobre la cueva se hallaba la custodiaron para los que allí van, no salgan del mundo de endurecidos corazones, que traen a la memoria las empedradas lápidas.  Que al hoy recuerdan los campos de mortandad, que vosotros bien saben  del existir de lápidas llenas de yoes, que correr al bien  querían y les rigió la codicia y la crueldad.  ¡Así empedrada quedó el alma! dicen las voces  de deidades que en lo alto y sostienen de si, que al ser empedradas las almas es  el avistar en Baal, que el mal sabe ejercitar.  Ello bien sabe  el olimpo de deidades, que Baal caza almas que en piedras las convierte endurecidas, que deshechizar sólo el bien puede ello conjurar.  Ello ocurre  en la caverna que al sol yace incierta, que guardianes posee del más allá, con ello detiene  que la lápida no sea removida y sólo se abra  al que con dolor entrega su alma  allí ha habitar.

¡A donde pertenecen! claman voces de lo alto y a ello se aúnan las humanas vuestras, la voz del más allá  dice;"Sólo allí va el que la maldad dejó en si encierzar y no le deja ver el bien, de su deidad de bondad a vosotros y entre vosotros.  Aquello sabe el que invisible a ojos humanos  dirige, en su maldad para dejar yacer después empedrada el alma cobijada  entre el averno, las almas empedradas  que allí van, destruidas no son  por la deidad de Medusa.  Que sobre ellos rige no dejando su visión ciega, de lo allí a ver de Aserpientada, que es el antiguo nombre de     Medusa en Zeus hoy".  Con sus nueve víboras, que se levantan como su cabello y sus ojos poseen  el poder de hechizar  de su deidad y su cuerpo, con una cola endurecida de escamas  se arrastra en la oscuridad  de su alma.  Allí también habita el minotauro,  que en su bestialidad  enfureció más a Zeus  en su vejez, que  con servidumbre de deidades  a ellos acorraló para no dejar salir de la cueva del aberno  del ayer.
De la voz en Zeus es dicho;"El averno se encuentra en el fondo  de toda alma,  que abaja  su ser moral".  A ello voces que el viento mece dijeron tenues;"El averno  que desean olvidar  al fondo del alma  impura habita  y la maldad allí desemboca".  Aquellas voces son de los guardianes y  de la altura supieron, de su poderío que envuelve el aire y  de allí a la realidad vuestra, que son seres que adormecidos a ellos existen.   De ello han dicho; Han cuidado tu ser y en el umbral custodian el desembocar del bajo paraíso  en ti,  que ello el aberno es.   De ello habló el viejo sabio, que no oculta su saber  y siempre está más cerca de lo visto en ti.  Que dijo de si los guardianes en si, poseen las llaves del reino del alma humana, que corazón a su umbral llama.  Allí puso Zeus los dioses, que guardan el reino humano y marca poseen de a quien pertenecen vosotros si en el bien o al  mal.  Que ellos en el más allá de vuestras limitaciones, ven  la parte oculta de vosotros lo que creen que nadie ve  y nadie sabe.

De ello señala Zeus, hay dimensiones que separadas son en una deidad y disociar el hoy puede de allí Mortandad, que va a la carne vuestra y a la dimensión  que pertenece, allí graba el bien o el mal hecho entre las tres dimensiones, que posee vuestra carne perecedera.  De ello recuerda Zeus  a vosotros, que el aberno abriga a creaturas que su dimensión, hasta la sexta dimensión vuestra abarca.  Ello hace de si Aserpientada  la Medusa  del hoy, que hace su regir sobre  algunas lenguas mujeriles, que hábiles son al herir  en el decir.   El minotauro en si,  allí también  habita  y hasta la cuarta  dimensión rige la humanidad, con ello el dios Baal hoy ya aprisionado  allí.  Tiene su hacer  incierto  entre algunos, que probar deja el hado de la humanidad  y hasta la tercera dimensión posee en su llegar, con ello los más abajados en su existir moral son los que Baal  en su séquito quiere capturar.

Que en encierro a su maldad mora en la caverna del averno, cuya lápida grabó Mortandad que servidumbre da de si a Zeus, dejó en si una gran huella el insublime umbral que de empedrar habla a vuestra humanidad a los que en bajeza de si siguen a la deidad de Baal.  Ellos son los hijos de la desobediencia, en si llamados los que al mal han partido y ha vosotros desean  entre ellos.   Zeus ha permitido a sus campanas, separarse  del unísono tañir de la grandeza cuando se negaron  al buen hacer en si, sus campanas luego en el mal suenan a Baal.   De Zeus el cielo oyó en si; "Tomaré  lo que un día di a la cristalinidad del alma, que ello es la campana  del señor que soy, en el más allá".  Que desheredo de mi del bien al que maldad hace a otros de su raza y huérfano marchará con el corazón empedrado al averno de su cobijar.

Eolina

Parlamento

Celebramos las 10.000 visitas recordando que el plazo de recepción de relatos ya ha finalizado. A lo largo de los próximos días continuaremos subiendo las obras presentadas. Acto seguido se iniciará el arduo proceso de lectura/deliberación por parte del jurado.

:clap:
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Relatos FM

Noches secas


   Como cada noche, poco antes de recostarse sobre un mullido lecho de plantas y hojarasca, Eros deambuló ensimismado por su jardín, dejando que sus pensamientos se escurriesen, libres, haciendo a su mente soberana de nada en absoluto. Esta práctica era mucho más un ritual que una costumbre, y de tan depurada como los siglos la habían vuelto, el estado de abandono de sí mismo en que Eros se encontraba al acabar su paseo nocturno acercaba el aspecto de su semblante al de cualquiera de las lombrices que cavaban bajo sus pies: tan inescrutable como una esfinge, y al tiempo tan natural como la lluvia en otoño.
   Naturalmente los dioses moran planos de realidad completamente ajenos a nuestro tiempo y a sus caprichosas reglas, de modo que cuando Eros, luego de su vagar sempiterno, se abandonaba al sueño, ningún ser conocido dejaba de sentir el cálido latido que las cuatro letras de su nombre despertaban en sus corazones; ¿de qué otra forma podría conciliar un dios las responsabilidades eternas que su condición le acarreaba con las exigencias de su vida personal?
   No será aquí donde se ponga en duda la sabiduría del cosmos, conque perded cuidado de lo que las costumbres de Eros puedan ocasionaros, y volvamos a su jardín la noche en cuestión; llevaba un buen rato dando vueltas alrededor de un frondoso y aromático laurel cuando viró lentamente y retomó la marcha, en dirección al lecho. En ese momento su mente ya estaba vacía por completo, depurada de excrecencias y ajena a sus sentidos, y su consciencia, sintiéndose huérfana de repente, se aferraba a la sensibilidad de su propio organismo: la tensión en sus músculos al andar, el húmedo frescor en su piel, la respiración apacible... y cómo no, el ardiente pálpito de su sexo, hirviendo a la misma temperatura que la sangre en sus venas, y crepitando al mismo compás que los latidos de su corazón. Esta percepción, como las llamas devoran el oxígeno a su alrededor, disipó a las demás en muy poco tiempo, y se mantuvo con firmeza durante el resto del trayecto. Para cuando Eros llegó al jergón y se arrellanó en él, dispuesto a abandonarse al sueño, sus pupilas eran como de lava, y todo cuanto había en su interior ardía con más intensidad que dentro de las legendarias fraguas de su padrastro Hefestos. Todo excepto su mente, que como cuidadosamente había procurado, permanecía desierta e ignoraba cuanto ocurría a su alrededor; pues no era otro el cometido del ritual que cada noche celebraba, con cuerpo y mente como únicos comparecientes, sino el de convertirse en una inflamada pira de deseo, del más puro y genuino deseo; y del mismo modo en que los animales, siervos sumisos de sus propios instintos, ejecutan aquellas tareas que les son inherentes con mayor naturalidad y valor que los humanos que les emulan, ¿qué mejor forma para Eros de encender la llama del deseo y consumirse con ella que dejar la mente en blanco y ser él mismo? Cerró entonces los ojos, y bostezando como una sima profunda, se durmió.
   Estaba sentado detrás de una mesa metálica frente a una puerta, en una habitación de paredes blancas y desnudas, con una planta de plástico en un rincón. A un lado, sobre la mesa, descansaba una pila de carpetas archivadoras, y junto a esta, en el centro, un montón de papeles, mecanografiados con una letra minúscula, y colocados en perfecta simetría con las rectas y ángulos de alrededor. Sin la menor resolución o entusiasmo, pero sin poder evitarlo en modo alguno, Eros comenzó a revisar los papeles, uno a uno, comparando los datos que contenían, y a depositarlos en otro montón a medida que acababa con ellos. Poco a poco empezó a ser consciente del polvo que se depositaba en la planta del rincón, y en el suelo, y sobre la mesa, y sobre su cabeza y su espalda, y del ritmo al que esto ocurría. Cuando quiso darse cuenta, el gris metálico de la mesa había sido suplantado por un gris moqueta, y el montón de papeles revisados, tan alto como la pila de carpetas, todavía era más pequeño que el montón original. De repente, pero sin que esto le ocasionase el menor sobresalto, sonó una especie de timbre intermitente, procedente de algún rincón incierto. Eros depositó los papeles que tenía entre las manos sobre el primer montón, se levantó de su silla, volvió a colocarla en su lugar, y salió por la puerta.
-   Gris moqueta... ¿qué cosa será una moqueta? –se preguntó Eros mientras se reclinaba-. Doy gracias al cielo, que al menos esta noche me he despertado antes de pasar frente al espejo del pasillo. ¡Juro por la sangre que me nutre, que si vuelvo a ver esa faz de atontado, me corto el cuello aquí mismo, y que el resto de especies se perpetúen como puedan!
-   Querido hijo mío, no digas cosas de las que puedas luego arrepentirte –dijo Afrodita, subiendo el camino hasta los pies de la cama de su hijo. Ya era por la mañana, y todo era luz alrededor-. Sabes bien que es tu destino incendiar los corazones de todo ser vivo; así pues te ruego que atiendas a tu cometido con el fervor que corresponde, y honres así a tu madre para siempre jamás.
-   Responded entonces por qué quien abriga fuego suficiente para prender millones de romances en el mundo entero, no puede quedarse para sí un triste rescoldo en sus horas de descanso. ¿Madre, qué es una moqueta?, ¿y la tasa anual equivalente?
-   Hijo, tus palabras parecen producto de una maldición perversa, pero bien sabes que tus sueños no son obra de Morfeo o de su padre. Así pues, ¿a quién podemos recurrir para poner solución a tan arduo trance?; ¿por qué no destierras ese anhelo, que cada noche hace que la herida te escueza más y más por la mañana, y con él esa especie de ritual, que cada día se revela más y más estéril?
-   Madre, no sabes lo que me estás pidiendo... –ahora la voz de Eros, aunque apenas audible entre el gorjeo de los pájaros del jardín, resonaba en el corazón de su madre, presa de la desesperación-. Porque cuando descanso sin haberme revestido de mi propia naturaleza, esto es, sin encontrarme prácticamente ahíto de ardor, en el transcurso del sueño llego a comprender los términos y palabras que manejo, y con estos los objetivos de mi incesante quehacer frente a esa mesa de metal. Al menos de este modo puedo descansar en la ignorancia. Madre, ¿existe algo peor que ejecutar la más infame de las tareas, siendo además consciente de que es esta completamente inútil? ¡Por Zéus, que alguien me diga qué es el producto interior bruto!
-   Hijo mío, la congoja me inunda, y desespero al ver tan hondo sufrimiento en la carne de mi carne, pero en verdad pareces estar perdiendo el juicio: ¿por qué anhelas tan profundamente la ignorancia en el sueño, si luego no tardas en llorarla durante la vigilia?
-   Madre, ¿desde cuándo la pérdida de memoria es una virtud?
   No bien pasó un parpadeo desde que Eros y su madre comenzaron su charla, cuando Artemisa, en busca de algún cervatillo en que hundir una de sus poderosas flechas, estuvo lo bastante próxima como para escucharles. Justo en el punto en que hemos dejado su conversación, Artemisa reanudó su marcha con una piadosa sonrisa, y dijo para sí:
-   ¡Cuán fácil resulta para un rico quejarse de aquello de que cree carecer! Después de una eternidad repleta de ardorosos romances y húmedas fantasías, penan por sus noches secas. ¡Que prueben mi eternidad de virtud y castidad...! Quizás así entiendan por qué sonrío mientras descanso en el lecho, y por qué cada día me levanto con estos bríos imparables.

Porcellino Rosso

Relatos FM

Relato 1

Siempre he creído en la búsqueda de un fin superior a uno mismo; al menos a las limitaciones intrínsecas y circunstanciales de uno mismo. No me fío de los que pasan por la vida de puntillas, concentrando sus energías en remarcar su individualidad a través de idénticos caminos. Llámenme prejuicioso, aunque les advierto que en el trato soy exquisito. Me gusta el dinero, el lujo y enviar a dormir a ese yo bien entrado el amanecer. Pero distingo demasiado bien la hipocresía y la falta de talento; un eterno lastre.
Pensaba en estas cosas (ya saben, sin conciencia física de formar exactamente estas frases) mientras me alejaba del puerto de Santander con el que sería uno de los últimos envíos de trigo a Cuba. Era consciente de que aquellos días de pura ociosidad a cambio de un trabajo mecánico dejarían de resultarme satisfactorios en algún momento, pero también de que no llegaría a constatarlo. Las continuas pugnas entre proteccionistas y librecambistas mantenían en vilo al país. El precio del trigo se había disparado mientras algunas regiones exigían la entrada de pan extranjero; unas por hambre, otras para bajar salarios y contrarrestar las pérdidas de su industria. Mientras, en la isla preocupaba el azúcar y cómo venderlo a Estados Unidos. Sí, era innegable. La rutina cambiaba.
Mi papel en los acontecimientos es pequeño. No soy un hombre de letras ni versado en política. Mi sitio desde hace un tiempo es el mar y ya va siendo hora de que reconozca que, a efectos prácticos, yo también paso por el mundo de puntillas; por mi propio cosmos, que es peor. Ni todo el océano puede ocultar ese rincón de mi ser que no deja de repetirme que nada es suficiente.
Llegados a este punto, permítanme preguntarles: ¿nunca han pensado en cómo hablaría realmente Plutarco consigo mismo? Para un no coetáneo cuesta imaginar el diálogo interior de grandes hombres del pasado como algo natural, identificable en las expresiones de nuestro tiempo. Pero yo tengo una teoría. Cualquiera que no pertenezca al género de los flageladores o las beatas sumisas es capaz de expresarse mentalmente con entereza y franqueza, razonamientos estúpidos y formulismos aparte. El motivo de este paréntesis no es otro que buscar la simpatía del lector y que reconozca, si la tiene, su propia búsqueda en la mía.
Confieso que soy débil. Por mucho que la soledad no deje de acompañarme, en mi imaginación he hecho el amor sin inhibiciones, pero con toda el alma. También he paseado a un cormorán aficionado a la absenta con correa y he recorrido Bután sin sufrir mal de altura ni padecer del estómago. En la realidad, no soy otra cosa que un suicida emocional.
Empieza a llover y me fuerzo a levantar la vista. Mientras, el puerto empequeñece. Volvía a girar la rueca despiadada y caprichosa que me trajo a este lugar.



Epílogo

-   Es tarde y la presión te puede; lo noto. La de las eternas preocupaciones y las impuestas para huir de lo cotidiano.
-   No hace falta ser un gran observador para notar eso.
-   Vamos, no claudiques tan rápido. Sabes que la única diferencia es que piensas unas pocas horas en el concurso y cambias de nombre el motivo para castigarte.
-   De nuevo, no eres un gran observador.
-   Y de nuevo caes en la obviedad. Soy tú. Si fuera mejor observador no tendría esta conversación contigo porque ya habrías encontrado la salida.
-   ¿Aún crees que existe?
-   Sé que no se encuentra en esa odiosa costumbre tuya de disipar tus sentimientos entre líneas, dejándolos caer lo más imperceptiblemente posible por miedo.
-   Me gustaba más hacerlo con miradas; aún lo intento.
-   Como a todos. Pero no puedes buscarlo donde todos.


Receptáculo

Decido devolver al antihéroe al agua. Por mucho que me esfuerce, su mezcla de melancolía y pedantería no resulta creíble. Le veo como un ser que carga cajas para internarse en otra existencia, pese a que su capacidad es muy superior. Pero, ¿quién lo va a comprender?
Vuelvo a cuestionarme la utilidad de la sinceridad; cuánto debe haber de ella en un relato lo más original y ficticio posible. Y de nuevo retorno al punto de partida. Si no soy capaz de abstraerme lo suficiente, cómo voy a abstraer a alguien que me lea desde la más infinita distancia. Así que al carajo. Si alguien saca utilidad de estas palabras, que sea yo.
Hace unos meses hice balance de mi vida hasta una fecha concreta y el nivel de cabrones, resentidos e inútiles que he dejado que se cuelen en ella es alarmante. No les importa el talento, la esperanza o la entrega. Sólo adquirir un trofeo al que chupar la sangre cuando, haciendo gala de sus supuestas cualidades, no se pliega a sus deseos; los de ellos, que se sitúan por sus propios actos en una posición objetiva de inferioridad. Maldigo las innecesarias luchas de egos y a los individuos que sólo saben defenderse y reaccionar a sus mierdas a través de la crueldad con el prójimo. Dios no hará nada por poner las cosas en su sitio, pero confío en que una losa casi imperceptible os acompañe hasta el final recordándoos que pudisteis elegir y tenerlo todo, y no fuisteis más que cobardes incapaces de enmendar vuestros errores. Porque así será; os quedan muchos años y jamás repararéis parte del daño. Sois la mejor representación del egoísmo.
Casi continuamente percibo la sensación de mi propio fracaso, de los sueños que vuelven a torcerse, pero sigo sin perder mi capacidad de asombrarme. Y siempre habrá quien, aunque sea por un momento, mirará lo que le rodea con la misma curiosidad y fascinación que yo. Vuelvo a hacer balance, ahora fijándome en todos los prismas. Sigo aquí, soy un superviviente. Disfruto con la ansiedad del que se cree en su último día, percibiéndolo todo más y mejor que quienes fluyen en una cómoda cotidianeidad. Sé que me marcharé, que las cosas nunca serán fáciles por mucho que lo desee. Pero llegaré a lugares y estados que la mayoría ni siquiera concibe, porque ya he vuelto de los peores rincones de mi mente en la más cruenta soledad. Las mejores sensaciones son mías, me pertenecen por derecho y quien quiera compartirlas aprendiendo conmigo no se arrepentirá jamás.
Intenté escribir una historia impactante, poco convencional y con personajes carismáticos, lo prometo. Pero como a veces me puede el pasotismo, me dije que para qué ocultarme tras todo eso.

Ms. Endurance

Relatos FM

Sin palabras


   Nos quedamos sin palabras y el silencio se hizo eterno. Nunca me lo tendría que haber dicho, no hubiera hecho la pregunta y todo sería diferente. Lo pude perdonar, por un rato, porque no me quedaba otra, no hay más opciones ni más personas, desde que estamos acá no hay mucha gente con quien hablar. Dos mil ochocientas personas, quien diría que en un pueblo de dos mil ochocientas personas no encontraría a más de tres o cuatro con quien mantener un diálogo interesante. Quitando a los niños y a las viejas sordas no quedan muchos.
   De todas maneras yo me lo busqué, me podría haber vuelto a la ciudad cuando cerró el negocio, podría haber vuelto con Laura, pero no lo hice, ella tenía claro para que volver siempre había querido estudiar medicina, la enfermedad de papá me había hecho regresar al pueblo, a ella nunca la dejó irse. Era tan importante para él que sigamos con el negocio, que aunque ya había cursado dos años de la carrera de Arte, me quedé para acompañar lo que para Laura sería un calvario. Después de 15 meses de dura agonía falleció papá y seis meses después los Furlan ofrecieron comprarnos el negocio, ese era el gran temor de papá, que terminara en manos de los Furlan, pero a nosotras no nos manejaba la culpa sino el sentido común y la oferta era generosa para un negocio tan poco lucrativo y aburrido como el nuestro. Con ese dinero Laura podría instalarse en Buenos Aires comenzar a estudiar y buscar un trabajo medio tiempo. A mi por otra parte me habían ofrecido trabajo en la taberna, bien pago, tenía la casa de papá y la tranquila vida de pueblo me sentaba bien. La carrera de Arte había comenzado a resultarme aburrida, los docentes demasiado pedantes, y sus seiscientos cuarenta estudiantes; aburridos y mediocres, muy diferente a la gente de la taberna. Me gustaba pasar el rato allí. En la taberna, estaban todos borrachos, nadie era verdaderamente persona y me di cuenta que no me gustan mucho las personas. Las varias veces que alguna situación se habría tornado violenta, mi condición de mujer, joven y bonita me había resguardado de cualquier daño.
   El venía Todos los jueves, le decían Rocco, nunca supe si era su nombre o algún apodo. Se juntaba allí con sus amigos del colegio y al rato, ellos también, estaban todos borrachos. Rocco, que bebía moderadamente, se aburría cuando sus amigos comenzaban a dejar de ser ellos mismos, entonces venía a la barra y charlábamos largo rato. Así nos quedábamos todos los jueves hasta las dos de la mañana, charlando sobre agradables banalidades que sin darnos cuenta se convertían a veces en profundas verdades. Alguna vez me enteré que daba cursos de filosofía medieval entonces comencé a ir a sus clases que me resultaban apasionantes. Y así transcurría mi vida sin mayores sobresaltos. La taberna por las noches y la filosofía medieval por las tardes, clases y lecturas.
   En la taberna todo era distendido y alegre, las noches que venía Rocco, tenían para mi un cariz especial, hablábamos, distendidos y risueños sobre bueyes perdidos hasta el amanecer. En las clases las discusiones muchas veces se volvían acaloradas y nuestras disquisiciones retoricodialécticas, en muchos casos, dejaban afuera a los demás que, lejos de molestarse, disfrutaban y se nutrían de nuestro "show". Resultó ser que, sin saberlo, yo tenía muchos pensamientos controvertidos que muchas veces a Rocco le costaban digerir. Todo era, quizás una cuestión de moral y la mía era bastante cuestionable, teñida de demasiados visos personales. La de él por otro lado, era una moral que seguía la tradición, una moral práctica y correcta, que se enmarcaba siempre en el punto de vista teórico.
   Se desesperaba al sentir que no lograba hacerme entrar en razón, Su razón, acotó alguien alguna vez, uno de los que nunca hubiera creído que entendiera o escuchara lo que decíamos los demás.
   Así transcurrieron los meses que no llegaron al año. Los lunes discutíamos filosofía. Los jueves nos reíamos de todo. No solía tener muchas otras relaciones, los clientes de la taberna, mis compañeros de filosofía, y una rigurosa llamada de Lura por semana, para cerciorarnos ambas, que estábamos bien.
   Para mi aquello era suficiente.

   Un día apareció una nueva integrante en el grupo de estudios, Rocco me la presento:
-Mi novia una amiga, una amiga mi novia
   No volvió a ser lo mismo desde entonces. Rocco tenía una novia, hacía tres años que estaban juntos y repentinamente había decidido interesarse por la filosofía medieval. Era bailarina y daba clases en el instituto para niñas, era una mujer realmente hermosa, de aire misterioso y movimientos etéreos. Se llamaba Celeste, como el cielo.
   Las discusiones filosóficas se volvieron menos apasionadas, monótonas quizás, los jueves a la noche Rocco comenzó a beber, no llegaba a estar borracho pero tampoco resultaba interesante. Hasta que una noche nos quedamos sin palabras. El lunes yo no fui al grupo de filosofía, el jueves él no vino a la taberna, a la semana siguiente tampoco fui al curso. Pero él sí apareció el jueves siguiente en la taberna, tenía un aspecto extraño. Algo había sucedido pero no me dijo nada.
   El tiempo siguió pasando, y todo fue cambiando para volver a ser igual. Rocco dejó de beber y yo volví a apasionarme por la filosofía medieval.  Pasó el tiempo, alrededor de un mes. Un lunes, nunca hablábamos a solas los lunes, me retuvo en la puerta mientras el resto de mis compañeros se retiraban, esperé pacientemente hasta que el último se hubo alejado los suficiente. Rocco palideció de repente y lo que quería decir no parecía fácil de expresar, finalmente me lo dijo rápido y sin rodeos, Celeste falleció en un extraño accidente.  –Cuándo– Hacía algo más de un mes atrás.
   Le tome la mano, le di mis condolencias, y un abrazo reconfortante. Con determinación me fui alejando, pero el paso se alentaba conforme la distancia aumentaba y Rocco me detuvo gritando mi nombre, me di vuelta sin acercarme, solo lo miré desde lejos y a contraluz, él dio un paso hacia mi pero se detuvo allí donde el reflejo del sol me impedía ver su cara, me acerque lo suficiente y no dijimos nada.

   Rocco la beso. Pasaron la noche juntos.
   El lunes ella no apareció en la clase de filosofía.
   El jueves él volvió a la taberna, se besaron y pasaron la noche juntos, a la mañana siguiente él preguntó
- ¿Vos sabés que le pasó a Celeste?

   Lo miré fijamente y en silencio, no sabía como decirle que sí.

Sarai

Relatos FM

Mi Doble


No la merecía. Me agobiaba, me mataba, lamía mis intestinos carcomidos con lengua de lija y agujereaba mi hígado con pico de águila. Me envenenaba el alma. Sus garras de felino rebotado arañaban mi piel, dejando en ella unas heridas sangrantes que no lograban cicatrizar por más sal que les arrojaba, y pulverizaban la placidez que había conocido en épocas pasadas. No podía soportarlo. ¿Qué hacer? No lo sabía, pero mi espíritu de conservación me indicaba que definitivamente tendría que librarme de ella.
Llevaba tres años enquistado en la agonía, a merced de una racha de mala suerte que ensombrecía descaradamente mis sentimientos, los fustigaba, y hacía que el infortunio y el desasosiego más implacables me siguieran como compañeros de viaje los siete días de la semana. A todas partes. Invadían mi intimidad mañana, tarde y noche. ¡Fieles servidores que tenía que aguantar! Recuerdo como si una sombra perversa y completamente perniciosa me desobedeciese constantemente y, aparte de no separarse de mi cuerpo más que cuando se fundía con la oscuridad de mi dormitorio, me privara de la libertad que todo individuo necesita, obrase con mala intención y después me culpara, como único presente en el momento y el lugar elegidos, de los dispendios, destrozos o agresiones que se sucedían a mi alrededor. ¿Por qué a mí, una persona que se esforzaba en su trabajo, cumplía su horario y satisfacía con creces sus objetivos semanales? ¿Por qué a mí, un tipo afable y atento con el prójimo? Aún hoy, ¡pobre de mí!, no sabría resolver esa cuestión. No estaba preparado para ello. No solamente el jefe se mostraba indispuesto y enojado conmigo, eran también mis familiares, mis amigos, todos mis vecinos y conocidos los que cambiaron el concepto que se habían formado sobre mi persona, excelente en días de gloria, por otro nefasto cuya causa no llegaba a comprender con claridad. Habría puesto la mano en el fuego, aun sin conocer la razón que me inducía a hacerlo, porque el colgante que me había regalado mi chica, Marlenne, hacía cuatro veranos, y que para más detalle llevaba grabado su nombre, tenía mucho que ver en la sucesión de calamidades que se empeñaban en colaborar con toda su energía en malear mi vida y meterme en el saco de los más odiados del barrio. Sin embargo, sabía que aquel castigo tenía un período de caducidad previamente establecido y esperaba con ansiedad su breve desenlace.

Siempre se ha rumoreado que, por increíble que nos parezca, todos tenemos un doble que podría residir en mundos totalmente distintos, tal vez opuestos, al nuestro. En otras épocas, planetas, dimensiones o, incluso, universos paralelos. ¡Ahí es nada! No sé si por suerte o por desgracia, más bien me decantaría por lo segundo, el mío me había tocado bien cerca. Cada mañana, cuando el sol se desperezaba y me hacía acariciar mis últimos sueños con unos dedos que perdían sensibilidad a medida que mi mente se refrescaba, intentaba controlarlo. ¡Mi viva imagen! Los mismos rasgos marcados, la misma barba de cuatro días, cuando la tenía, los mismos ojos saltones y, cómo no, las mismas expresiones, cansinas algunas veces, voraces otras, pero siempre repetitivas a esas benditas horas. Tenía hasta los mismos tics que yo, las mismas costumbres y los mismos horarios. Todo igual. ¡Virgen Santísima... qué pesadilla! ¿Estaría aún dormido cuando lo veía? Algunas veces me pasaba un tiempo sin cruzármelo, horas enteras quizá, días incluso. Pero, desde luego, no era lo más habitual. La regla general era verlo de buena mañana con los labios caídos por un lado e intentando encontrar una razón para continuar el día por el otro; o por la noche al acostarse, más contento que unas pascuas, porque vivíamos uno junto al otro en unas viviendas cuya diferencia más notable la marcaba la iluminación. Nos separaban unas paredes de ladrillo, muy delgadas, como en la mayor parte de los pisos que se construyen hoy día. No sé quién, supongo que sería obra del propietario o del antiguo inquilino, había instalado una pantalla de televisión en la que podía vigilar sus movimientos. Era consciente de que se trataba de una violación de su intimidad, sí, de una obscenidad si nos ponemos en lo peor, pero la idea me resultaba atractiva y casi me acostumbré a observarlo. Sólo cuando vi ese monitor moderno y ultrasensible me di cuenta de que aquel tipo desaliñado y ojeroso era mi doble.
   No sé en qué invertiría el resto de su tiempo, pero normalmente utilizábamos el baño a la misma hora. La pantalla, mi chivata personal, así me lo indicaba. Se lavaba la boca con las mismas ganas que yo, es decir, ningunas. Hacía sus necesidades con igual cadencia e incluso calzaba mis mismas zapatillas y vestíamos la misma ropa. Con lo que siempre me ha fastidiado que copien mi indumentaria... ¿La compraría también en la misma tienda? ¡Qué obsesión! ¿Acaso carecía de personalidad y le costaba decidirse por las prendas que adquiría? Se apoderaba de mi gusto a la hora de comprar las toallas, porque..., él también debería tener un monitor que le ofreciera imágenes de mi casa para controlarme, igual que yo a él. Tal vez, como a mí, le resultase divertido hacerlo. Hasta nuestras salidas de fiesta coincidían, porque cuando me levantaba con resaca lo encontraba en idénticas condiciones a las mías. No era tonto y me daba cuenta enseguida. Si me encontraba fastidiado por la fiebre o algún constipado desagradable e inoportuno, él también lo padecía. Engordábamos o adelgazábamos siempre en la misma época. Claro, por algo era mi doble... ¡Ay, mi doble! Comprendo. Y qué cerquita lo tenía. Hasta nuestras amantes se parecían..., ¿teníamos el mismo paladar en cuanto a mujeres se refiere?, y la mosca cojonera que revoloteaba por mi casa era la misma que desangraba sus insoportables zumbidos por la suya. Estábamos tan cerca... y sin embargo, ¡qué extraño!, no lo encontré nunca en el rellano de las escaleras, en el ascensor o en la calle. ¡Qué cosas! Siempre en casa.
   El caso es que cuando no se entregaba a la pantalla, ni me acordaba de él. Pasaba las horas en mi trabajo, mirando la tele o leyendo un libro en casa y me alejaba de su recuerdo. Gracias a Dios. Sin embargo, a veces me aburría y acudía a contemplar lo que hacía. Seguía sus pasos hasta donde me permitía el monitor. ¿O él me seguía a mí? ¿Me querrá imitar? ¿Se estará mofando de mí? No es de recibo, ¡no señor!, que haga constantemente lo mismo que yo. Es antinatural. Una ley que se cae por su propio peso. Una cosa es que nuestro parecido físico raye lo surrealista y otra bien distinta que tengamos los mismos movimientos y las mismas necesidades. Las mismas formas de disfrutar. Aunque algunas personas se pasan la vida buscando a su doble sin encontrarlo, la mayoría ni lo intentan, simplemente les da igual. Pero a mí, ¡Dios, qué castigo!, me había tocado junto a mi casa. ¿Habré hecho algo malo en otra vida para que me asignen un vigía de semejantes características? ¿O lo habrá enviado la Providencia para que, al verme reflejado en él, me dé cuenta de mis propios errores? No lo sé, pero había veces que me sentía agobiado y controlado. Vigilado.

Una noche cualquiera de un día cualquiera invité a Marlenne a cenar en un restaurante argentino. Buen vino y magníficos asados, excelente ambiente y mejor música. ¿Una copa?, ¿por qué no?, deliciosa... ¿Otra?, está bien... El calor del alcohol nos desinhibió y nos curtió de una capa de sensibilidad y deseo que poco después nos llevaría a bailar un tango. Genial. Pero bebimos más de la cuenta. A la salida, alguien que llevaba la lascivia creciendo en su rostro le soltó un piropo punzante y doloroso a mi chica. Una desfachatez por su parte. Una indecencia. La falta de respeto me hizo perder los papeles y discutí con aquel tipo, que aún saboreaba la impudicia en sus labios. Sus palabras me acuchillaron el alma. Me enfadé mucho y mis nervios, barnizados de combustible, se incendiaron en un pis pas. No llegué a las manos con él porque el portero de la sala relajó el ambiente y bifurcó nuestros caminos en sentidos opuestos, pero faltó poco para que le soltara un puñetazo y le partiera la nariz como a un boxeador vencido. Volví a casa de malhumor, mi novia intentando serenarme con una cohorte de susurros sin precedente en nuestra relación. Subimos, cerramos la puerta y nos servimos una copa. La última –dijo ella, tan comedida como siempre, mientras repartía su ropa por el sofá y se afanaba en desabrochar los botones de mi camisa-. Me besó, la besé, y una cálida caricia llevó a un apretado abrazo que culminó en una sesión de amor sobre las sábanas blancas de mi cama. Cuando hubimos rematado la faena empecé a sentirme indispuesto. Claro, la bebida... Me disculpé ante la muchacha y me fui. Salí al pasillo. Al final, la puerta del baño abierta. La luz, no alcanzo a comprender el motivo, permanecía encendida. Seguí caminando hacia el excusado y lo vi. Mi doble se acercaba a mí con tanta calma como yo a él. Nos miramos sagaces y, como gatos ariscos y escurridizos, recelamos el uno del otro. Los dos hacíamos, como siempre, los mismos gestos. De una manera casi mecánica. Dios mío..., ¿tan parecidos somos? Encendí la luz del corredor y él hizo lo propio en su casa. Al mismo tiempo. Me permití conjeturar por primera vez en mi vida que la cámara de vídeo grababa mis imágenes para ofrecérmelas en el monitor a través de un circuito cerrado. ¿Será ésa la explicación, seré espectador de mis propias actuaciones y aún no lo sé? Es posible que así sea. Los cuatro focos que alumbraban el pasillo fileteaban mi sombra en un claroscuro que variaba según tamaño y distancia. Entré al baño y comencé a orinar. Mientras lo hacía, giré mi cabeza grasienta a la izquierda y me di cuenta de que mi doble hacía lo mismo. ¡Desvergonzado! Me observaba. Lo observaba. Me lavé las manos y me sequé con la toalla. Hasta entonces no me había dado cuenta, seguramente porque el colgante lo utilizaba solamente para ocasiones especiales y lo primero que hacía al llegar era colocarlo en mi mesita de noche, pero cuando tenía a Marlenne entre mis brazos no me lo quitaba hasta que ella me dejaba en casa para irse a la suya. La amaba y era una especie de homenaje que quería brindarle. Muy gratificante para mí. Mi doble apretó la mandíbula y su labio superior se contrajo al ver bailar el trofeo de mi novia en mi cuello. Su mirada se acortó y se concentró en la mía, escueta y trémula, sus puños apretados y su mentón mojado por la baba que caía por la comisura de sus labios gruesos y amoratados. Cerré los ojos, respiré profundamente y me di cuenta de que lo seguía en sus movimientos. Una bocanada de aire me quemó por dentro y sentí la hiel desfigurar mi estómago. Ulcerarlo. Llevó su brazo hacia atrás, cogió impulso y dio un tremendo puñetazo a la pantalla, que como un relámpago se hizo añicos, estalló en decenas de piezas de un puzzle que pulverizaba mi propia figura. Sentí un dolor agudo en la mano. Miré mi puño y lo encontré ensangrentado, como el suyo, y su imagen se desvanecía a medida que los trozos de vidrio caían al suelo. Me volví a lavar las manos y coloqué una tirita en mi herida. Cuando quise observar lo que quedaba de pantalla, vi un retazo de aquel tipo pegajoso. Unos de sus ojos no dejaba de observar el mío. El derecho. Despegué el último trozo de cristal de la madera y me fui. Siete años de mala suerte me esperaban a la salida del baño.

Segundo Sereno

Relatos FM

El tío Alfredo


   Esta mañana mientras desayunaba escuchando las noticias, vino a mi mente una historia que creía olvidada ya hace tiempo, la historia del tío Alfredo. Mi familia supongo que como la mayoría, es bastante corriente, por eso no es de extrañar que las andanzas, de mi "peculiar" pariente, quedaran tan bien registradas en el anecdotario familiar.
   Alfredo era el hermano menor de mi abuelo, o sea, el tío de mi madre. Como estaba soltero y no tenía mayores compromisos, no era raro encontrarlo en casa de mis abuelos de visita. Un buen día el tío Alfredo desapareció. Al parecer había vendido el pequeño apartamento en el que vivía y se había marchado sin avisar. En un primer momento todos se preocuparon, pero al final concluyeron que ya aparecería, era joven y seguramente estaría buscando aventuras. No se equivocaron, unos meses después, regresó. Era pleno invierno y hacía mucho frío, por lo que no se sorprendieron al verlo llegar con gabardina y sombrero(a pesar de que aquel no era exactamente su estilo). Mis abuelos estaban tan felices de que hubiese vuelto que no repararon en su  extraña actitud, se le veía muy nervioso y nada más entrar en la casa se dirigió a las ventanas a correr las cortinas. Su visita fue breve, dio unas explicaciones un tanto inverosímiles sobre su situación, besó fuerte a la abuela, abrazó al abuelo, colocó en las manos de mi madre (que por entonces apenas era una niña) una caja de golosinas y se marchó. Tuvieron que pasar de nuevo varios meses para que volviera. Ya había entrado el verano y el calor se hacía notar, por eso esta vez la gabardina y el sombrero sí llamaron la atención de mi abuela, que empezaba a sospechar que algo no andaba bien. La visita fue más breve aún que la anterior, se puso al día más o menos sobre la familia, plantó dos besos a la abuela, abrazó fuerte al abuelo, volvió a dejar los caramelos en las manos de mi madre y se largó. Su vida empezaba a ser un misterio. Mi abuelo se exprimía la cabeza intentando adivinar en que podía estar metido, si tendría problemas con la ley o con el juego o si tal vez solo estaba pasando por una crisis de nervios. Otra vez pasó mucho tiempo antes de que regresara de visita. Estaba muy desmejorado, había adelgazado y se le veía más pálido y nervioso que las veces anteriores. Esta vez no se escaparía sin dar respuestas, aseguró el abuelo a su mujer. Y así fue. En cuanto cruzó el portal le ordenó contarle de inmediato los líos en los que andaba metido, que no se preocupara, que fuera lo que fuera él le ayudaría. Pero el tío Alfredo parecía no querer soltar prenda, así que al abuelo no le quedó más remedio que acudir a su viejo método de la infancia...sacudirlo. El tío Alfredo habló, pero lo que les confesó los dejó con la boca abierta.
   Al parecer, llevaba un tiempo trabajando como espía y había conseguido reunir información sobre gente muy importante de la política y de otros ámbitos. Por este motivo la CIA (nada menos) lo estaba siguiendo, quien sabe con que intensiones, bueno, seguramente no muy buenas, aclaró. Así que solo podía visitar a la familia de vez en cuando, escondido bajo la gabardina y el sombrero para así no ser reconocido. Mi abuela incapaz de resistirse ante tal comentario, aclaró que sin ánimo de ofender, intentar pasar inadvertido en pleno verano con gabardina y sombrero no era muy propio de un espía profesional. El tío Alfredo se la quedó mirando un momento, como si aquel comentario no fuera con él y después de un silencio un tanto incómodo prosiguió con su relato. Les explicó que por esta razón no podía tener un domicilio fijo, así que vivía un poco aquí y un poco allá. Extrañaba su antigua vida pero no podía hacer nada para recuperarla, estaba demasiado "metido en el ajo", según dijo. Mi abuelo se había quedado mudo y lo observaba muy serio. Después de escuchar atentamente toda la historia, concluyó que su hermano pequeño se había vuelto completamente loco, pero no hizo ningún comentario al respecto. Se limitó a darle un fuerte abrazo y a pedirle que se cuidara y que por supuesto volviera  pronto a visitarlos. El tío Alfredo aseguró que así lo haría, besó fuerte a la abuela, abrazó de nuevo al abuelo y entregó los caramelos a mi madre. Así como llegó, se fue. Mis abuelos preocupados, lo vieron marchar. Iba andando nervioso, mirando para todos lados, girándose de vez en cuando para comprobar si le seguían, en un momento dado, cuando ya estaba a bastante distancia de la casa le vieron esconderse detrás de un árbol, fue entonces cuando el abuelo ya no aguantó más: —¡Está chiflado! —dijo mirando a mi abuela con los ojos muy abiertos, a lo que la pobre no tuvo más remedio que asentir con la cabeza.
   Aquella fue la última vez que le vieron. Lo buscaron por todas partes, familiares, amigos, vecinos, hasta la policía, incluso dieron un aviso por la radio. Nada. Pensaron que seguramente en algún ataque de locura se habría arrojado al río o simplemente desorientado se habría marchado lejos, quien sabe a donde.
   Esta historia regresó a mi mente como les contaba, esta mañana escuchando la radio y es que si bien antes solo había reparado en ella por lo extraño de tener un desaparecido en la familia, esta vez vino a mí, por motivos diferentes. En las noticias hablaban de secretos de estado, de escuchas, de "wikileaks", de pactos, entonces me acordé de la triste historia del tío Alfredo y reflexioné seriamente sobre ella ¿Estaría tan loco como parecía? ¿Y si tal vez... solo tal vez, contaba la verdad? Quien sabe, de todas formas, la verdad, se fue con él aquella tarde que se marchó disimulando.

Ana María del Valle