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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM


Gracias por ser así


Podrá pararme a pensar, e intentar recordar cuando comencé a confiar en ti. Rescatar los recuerdos de hace tiempo, cuando te conocí, pero no, hoy no voy a hacer eso.
Lo importante de los que ahora estoy orgullosa es de tenerte día tras día conmigo, sin dejarme solo ni el más mínimo e insignificante momento de bajón.
También podría comenzar a enumerar tus virtudes, los detalles de tu personalidad, las diferencias que la convierten en algo muy especial pero se que mucho que me explaye escribiendo, nadie podrá hacerse ni por asomo una idea de lo increíble que eres.
Pesan las desilusiones, las decepciones pero siempre hay un motivo por el cual seguir y apoyarte, eres una de las personas que haces que me levante con una sonrisa, que solo con  una frase dicha en el momento correcto me anima cuando nadie más sabe hacerlo.
En estos últimos años he aprendido a valorar lo que realmente importa y creo que gran parte de la culpa la tienes tú, sin saberlo me has enseñado que a lo largo de la vida chocas con mil obstáculos, opiniones diferentes que vienen de distintas personas pero de las que al final solo debes quedarte con aquellas dichas por la gente que te quiere de verdad.
Porque solo un verdadero amigo como tú se alegrará y preocupará de tu felicidad.

Alba

Relatos FM


El depositario del miedo


Todo comenzó como suelen comenzar todas las cosas importantes: mucho tiempo atrás.
La tensión se palpaba en el ambiente y cargaba el aire de energía quasi eléctrica que, como si de electricidad efectivamente se tratara, obedeció, sin más, a las leyes de su propia física.
Nadie le puso nombre y nadie le preguntó; a nadie le interesaba. Por otro lado, su soledad no duró mucho; sólo se sabe que, en un momento dado, como alfileres atraídos por un gigantesco imán invisible, los ciudadanos comenzaron a congregarse a las puertas del Congreso.
Primero fue aquel primero; enseguida llegó el segundo, el tercero... no tardaron en ser más de veinte. Como por generación espontánea, una pequeña multitud empezó a tomar forma a las puertas del mismísimo órgano depositario de la Soberanía.
En el interior, Sus Señorías mantenían un acalorado enfrentamiento, enconado por lo irreconciliable de sus posturas. El paro había superado ya el treinta por ciento de la población activa; el rescate económico de la banca simplemente había servido para mantener en el aire el enorme castillo formado por cientos de miles de cargos políticos y de libre designación, sueldos de concejales, alcaldes, diputados provinciales, autonómicos y locales; delegados de gobierno, ministros, consejeros, amigos y enchufados... un sin fin de granujas, golfos y parásitos que engrosaban una lista compuesta por más de medio millón de nombres con sus correspondientes apellidos y nóminas millonarias. Delincuentes con traje y corbata que se adjudicaban millones de euros en concepto de indemnización por llevar a la ruina entidades financieras.
Organizaciones sin ánimo de lucro que Nóos costaban millones de euros, que chupaban sin límite la poca sangre que le quedaba a un país moribundo... Y sólo una cosa les ayudaba y les permitía mantener la sartén por el mango: el miedo.

El grupo que se concentraba a las puertas del congreso comenzó a superar holgadamente el millar. Aun así, y nadie ha sabido explicarlo hasta ahora, no se oía un alma, ni un grito, ni un silbato, ni una palabra más alta que otra; ni un murmullo, en definitiva. Sin altercados, sin piedras, sin consignas y sin autorización, la gente comenzó a llamar y a atraer a la gente... enseguida fueron más de dos mil.
En el interior del edificio, los acalorados representantes seguían discutiendo en términos políticamente correctos. Discutiendo sobre cómo dejar de gastar sin dejar de gastar en sí mismos; sobre qué estertor arrebatarle al Pueblo para mantener un nivel de vida que poco, nada, tenía que ver con la realidad.
Pero, inevitablemente, la Policía del Congreso se dio cuenta de lo que estaba sucediendo fuera, allí mismo. El silencio absoluto, el comportamiento ejemplar pero, sobre todo, el silencio absoluto de la masa que, poco a poco, iba superando los cinco mil individuos, llamó la atención del personal policial, que tuvo que salir a la puerta para asegurarse de que aquello que veían por las pantallas no era Atenas o alguna imagen de archivo.
Inmediatamente se dio la voz de alarma. El silencio fue golpeado por las sirenas. Había que defender, que proteger, a los representantes de la Soberanía de los mismísimos propietarios de esa misma soberanía. Una hilera interminable de vehículos policiales tomó la zona y los aledaños, pero el sonido lejano de más sirenas y de los motores revolucionados, delataba un despliegue que no tenía precedentes. Cuando el primer alto mando policial llegó al lugar, comprobó con espanto que aquello se les había ido de las manos. ¿Cómo era posible que nadie hubiera atajado aquello antes?
Las estimaciones oficiales trataron de quitar peso a la evidencia, pero la realidad mostraba que allí había ya más de diez mil personas. Atado de pies y manos, el jefe de la Policía requirió la presencia del Delegado del Gobierno... Una decisión así tenía que venir desde arriba. Y desde arriba, en helicóptero concretamente, el Delegado fue trasladado al Congreso por ser imposible del todo hacerlo con medios terrestres.
El Delegado no podía creer que aquello estuviera pasando. La televisión y la radios, tan estupefactos como la policía, comenzaron a dar la noticia... Al principio, cuando la confusión alcanzaba hasta a lo que se estaba viendo con los propios ojos, hablaban de cientos, quizás mil o dos mil individuos... pero los helicópteros permitían ver claramente lo que realmente estaba sucediendo.
El despliegue policial para salvaguardar la integridad de los diputados cortó calles, vías rápidas, autovías y todo tipo de transportes públicos. Se cerró el metro y lograron colapsar y detener la ciudad... pero no a la gente que, como atraída por algún tipo de substancia química, poco a poco, a miles, se fueron uniendo.
El delegado del gobierno palideció cuando se le informó de que la masa superaba con creces los cien mil individuos, y que la cifra seguía creciendo de forma incontrolable. Se vio obligado a llamar al ministro del interior, pues era evidente que aquel envite le venía grande tanto a él como a su cargo, ¡y ni tan siquiera un mínimo gesto, un mínimo motivo, un miserable insulto al que agarrarse para iniciar una carga policial que ya no tenía sentido ni posibilidades!
El ministro, enzarzado en una discusión, otra, tan infructuosa, tan intrascendente y tan prescindible como su propia misión, respondió de mala gana al delegado diciéndole que "¡si se trata de una manifestación ilegal, disuelva!" Sólo la insistencia de su subordinado le obligó a salir del hemiciclo y a asomarse a la puerta, desde la que inmediatamente vio que los dos leones que le flanqueaban eran, a todas luces, insuficientes para acabar con tanta carne. El ministro del interior palideció y entró corriendo a dar la novedad al Presidente de su gobierno, el cual, ante la congoja de su semejante, no pudo menos de levantarse y dirigirse a la puerta, seguido de varios diputados, ilustres todos ellos, naturalmente, que vieron algo en la cara de su compañero de filas que les inquietó y les movió a dejar su sagrado asiento y a asomar la cabeza al mundo real.
El resto del hemiciclo enseguida fue un clamor. Diputados que salían con cierta incertidumbre y volvían corriendo, algunos con sonrisas nerviosas, otros, con cara de extrañeza, y otros charlando entre ellos. Todos tratando de adjudicar un nombre políticamente correcto a lo que acababan de ver. Naturalmente, al principio ninguno de ellos fue consciente de la magnitud de la situación, y todos coincidían en que el Problema, con mayúscula, era sólo del presidente y de su gobierno.
Poco a poco, sus señorías, ilustrísimas como no podía ni puede ser de otra manera, fueron tomando posiciones en la parte alta de las escaleras de acceso al edificio, entre los leones que guardaban la entrada, detrás del mayor despliegue policial visto en la historia del país. Todos los diputados habían presenciado alguna vez congregaciones de ese tipo, y todos habían podido irse por otra calle a tomar unas cañas o a reservar billetes para algún viaje sin mayores consecuencias. Algunos incluso presumían ante sus ilustrísimos colegas de haber organizado movimientos sociales similares y claramente superiores en número y en ruido, evidenciando, una vez más, que hablaban sin saber lo que decían.
Mientras, la televisión mostraba imágenes nunca vistas tomadas desde helicópteros: más de trescientos mil ciudadanos, en el más absoluto silencio, formaban una masa humana que iba camino de no tener precedente ni fin. Las noticias eran lo único capaz de acercarse al ritmo que marcaba el crecimiento de la concentración, y enseguida se puso de manifiesto que aquel fenómeno no era sólo cosa de la capital sino que, de forma igualmente espontánea, el Pueblo se estaba uniendo en todas y cada una de las capitales de provincia.
En Madrid ya había, según los cálculos de la gente que se dedicaba a calcular ese tipo de cosas, más de un millón y medio de personas, y era asombroso ver cómo el reguero humano que acrecentaba el número no paraba de crecer. Si el ritmo seguía así, era cuestión de una hora o dos tener a toda la Población enfrente de sus representantes.
Policías de todos los colores, ejércitos, reservistas... todo el personal, disponible y no disponible, fue llamado al servicio, pero la masa no reaccionó, para sorpresa y desagrado de la cúpula, ante la hostilidad del montaje. Facilitó, de hecho, el despliegue ordenado directamente por Jefe del Estado, Presidente, Ministro y Delegado del Gobierno, en una cascada perfecta de Jerarquía administrativa iniciada con las órdenes de aquel que esta vez, y para variar, no estaba de viaje de placer ni de safari.
Como pronosticó aquel que entendía de aquello, dos horas después del plantón de aquel silencioso y anónimo ciudadano, sólo en Madrid había más de tres millones de manifestantes que no dejaron escapar un solo sonido, dando fe de que el mismo ambiente inspiraba la actitud. Allí estaban, en la primera fila, el primer Ciudadano y otros muchos más, a escasos cincuenta metros de sus representantes. Se veían las caras los unos a los otros: unos relajados, tranquilos, sintiéndose seguros ante la contundencia del despliegue. Los otros, con muy poco que perder.
Tras las infructuosas amenazas de rigor, transmitidas por el delegado del gobierno megáfono en mano, se hizo el silencio.
Cuatro filas de antidisturbios armados hasta las cejas se interponían entre el Pueblo Soberano y sus representantes mientras más y más personal, reclutado incluso de empresas de seguridad privada, fue llegando al edificio. Finalmente, y en el silencio más absoluto que jamás nadie hubiera imaginado, que absorbía el ruido de unas sirenas que, sin dejar de sonar, dejaron de oírse, sólo se escuchó el animado cuchichear de algunos diputados que hablaban por el móvil con alguien afín a sus intereses, ajenos a la realidad de lo que les rodeaba y mostrando esa sonrisa cínica de quien, por ignorante, se siente seguro.

Entonces, ocurrió. El ciudadano número uno dio un paso al frente, acortando una distancia que instantes atrás parecía inabarcable. La policía se tensó. El delegado miró al ministro, y el ministro miró al presidente. Nadie dijo nada.
Otro paso hacia adelante. Esta vez la primera línea ciudadana se puso a la altura de la primera línea de policía.
Otro paso, uno más, que obligó a los agentes a retroceder ante la ausencia de órdenes. En ese momento los diputados más contumaces y cínicos dejaron de sonreír y adquirieron una expresión de extrañeza y circunspección.
Otro paso, y otro...

—¡Carguen! — ordenó el ministro, rompiendo un silencio que lo decía todo. Un silencio que chocaba frontalmente contra el frágil muro del hablar sin decir nada en el que se sustentaba su sistema.

En ese momento sucedió: los miembros del dispositivo lo vieron claro. Aquellos hombres y mujeres uniformados vieron que también eran ciudadanos, y sentían la misma química que atrajo a todos los demás.
De repente notaron que se estaban enfrentando a ellos mismos, y aunque no tenían por qué conocer a ninguno de los que tenían enfrente, sabían que toda su gente, que toda su vida, estaba en ese bando, no en el otro. Sabían que cuando finalizasen el servicio tendrían que ir convivir con aquellos a los que estaban llamados a disolver, con aquellos a los que tenían que agredir. No transcurrió mucho tiempo hasta que el primer agente antidisturbios lo vio todo claro y entregó su arma a su superior.
La enorme retahíla de amenazas legales sólo hizo que uno tras otro, los agentes comenzasen a ver a quién tenían que proteger realmente: ¿A aquellos corruptos que únicamente sabían aprovecharse del poder? ¿O a su gente, al Pueblo Soberano que les pagaba, y al que se debían?
Un histórico giro de 180º volvió los cañones y las pelotas de goma contra diputados y gobierno en pleno. No hizo falta un solo disparo.
Fue en ese momento cuando todos vieron claro que el miedo había cambiado de bando, y sólo cuando el miedo sorprendió a los que no lo tenían, las cosas comenzaron a mejorar.

Luis Aleixandre

Relatos FM


Saber


Necesito saber que se sabe lo que sé. No logro saber lo que sé. Pero sé lo que ella sabe  y es posible que no sepa más.
La sala de proyección estaba casi vacía. A mí las películas de miedo no me gustan pero aquella noche tenía necesidad de ir al cine. Me había quedado solo, ella me dejó. Cuando bajé por la calle, amenazaba lluvia. Me dirigí al cine de la esquina. Todavía subsistía aquel antro, yo creo que es una tapadera de otro negocio más oscuro aún. Y allí acabé, viendo una película que no quería ver.
Sé lo que creo saber y acabaré sabiendo lo que la ella sabe.
Estaba sentado en una butaca vieja de cuero rojo. Hacía calor y el culo se me pegaba. Éramos tres personas. La silueta del dueño en la cabina se dibujaba con la lámpara del proyector. Era multiusos  y hacía labores de taquillero, acomodador, proyeccionista y de hombre de la limpieza. Con tantas funciones alguna se tenía que resentir, y la limpieza era la sacrificada. Un vagabundo dormía en una de las filas de atrás. Todas las noches pernoctaba allí. Olía a calle y el dueño siempre le ponía en las filas traseras por si venía algún otro cliente.
Necesito saber. Necesito saber. Necesito saber...
Para ser policía no soy muy valiente que se diga. Estas películas en las que aparecen niños y encima se suben por los techos a cuatro patas, me ponen de los nervios. Yo quería disfrutar de una película, necesitaba ver el parpadeo de las imágenes, sentir las sensaciones que un cine de barrio te ofrece. Pero aquellos niños cabrones me estaban jodiendo la noche. Me levanté. El calor me mataba. Quería algo de beber. Toqué en la cristalera de la cabina para captar la atención del dueño. También servía las bebidas. Pagué el refresco y decidí salir del cine, no soportaba más la sensación de miedo.
Acabaré sabiendo lo que no quiero saber, lo sé.
Al salir ya llovía. Me gustó la sensación de las gotas sobre mi cuerpo. Miré hacia el cielo como si estuviera en una ducha improvisada. Agradecí el agua refrescante. Apuré el refresco produciendo el clásico sonido de burbujeo. Lo tiré en una papelera y me apresuré a llegar a casa. Todavía me acordaba de la película y me producía escalofríos. El agua bajaba arrastrando papeles, como en aquella película de Berlanga en el que las banderas desaparecían por una alcantarilla. Seguí bajando la calle.
Es posible que al saber lo que sé, ella ya no quiera saber más.



Escuché pasos detrás de mí. Me giré instintivamente pero los pasos cesaron. Caminé más deprisa. Seguro que todo era producto de la película. Llovía con más fuerza, la sensación ya no era agradable. La calle no estaba muy bien iluminada. Otra vez escuché los pasos, pero esta vez no volví la vista. Aceleré. Los pasos aceleraron. Giré la esquina y eché a correr calle abajo. Las pisadas también aceleraron. Llegué al portal, estaba abierto. Subí las escaleras de tres en tres. Oía voces que me llamaban pero no las escuchaba.
Ya sé por qué ella me dejó, supe todo lo que tenía que saber.
Saqué las llaves, logré abrir con un movimiento rápido. Sentí la presencia de alguien jadeando detrás de mí. Di un salto y alcancé mi pistola que estaba en el recibidor. Un fogonazo alumbró toda la estancia. Un zumbido sordo aturdía mis oídos. Cuando pude restablecer la vista, adiviné en el suelo la figura de un hombre en un charco de sangre. El olor me era familiar. Me agaché hacia él. Con un pequeño resuello de vida y levantando un objeto con su mano derecha, el hombre pudo decir: 
- Aquí tiene... su cartera...se le cayó en el cine.
El vagabundo yacía muerto con un disparo en el cuello.

A veces las apariencias engañan.

Jaffier

Relatos FM

Mi primera vez


Vivía y me crié en el campo, tendría unos trece años cuando empecé a trabajar en un almacén del pueblo, nunca me había acostado con una mujer de verdad, solo con gurisas y todo de apuro, por miedo a que llegara algún hermano  a sus padres.
Era un pueblo chico, solo había un quilombo, donde los domingos llegaba la paisanada a pasar un rato con ella, dejando allí sus pesos.
Un día la dueña de la casa vino al boliche, al verme me dices estoy segura de que tú nunca anduviste con una mujer, andarás montando ovejas o chanchas o alguna yegua, como hace la mayoría de tu edad.
Ven a mi rancho esta noche que yo no te cobrare nada, así vas aprendiendo lo que es estar con una mujer.
Con mucho gusto te voy a desvirgar me decía.
Cuando ella se fue yo contento de que llegara la noche de una vez, cerraría el boliche he iría hasta el lugar indicado.
Yo apurado para que llegara la noche.
Cuando llegué, estaba en la puerta esperando a algún cliente, con un vestido azul largo, con un tajo al costado, desde la rodilla a los pies.
Me saco los pantalones cortos y la camisa, me tiró en la cama, yo estaba muy feliz al fin iba hacer el amor con una verdadera mujer.
De pronto aparecieron dos gauchos de a caballo y venían con mucho dinero, diciendo hecha ese guri para fuera no vez que es un menor, si te agarran los milicos te cierran el negocio.
La cosa fue que me tiraron para afuera con ropa y todo, mientras aquellos hombres retozaban de lo lindo con la gorda, yo me quede mirando un rato.
La gorda desnuda, el vestido azul en el suelo, aquellos hombres se turnaban a cada rato, habrá ganado mucho dinero pero la dejarían de cama.
Tu vení otro día me decía la mujer, te debo la invitación, no te cobrare nada, la que paso ya paso no volvería a repetirse, me repetía.
Aquel espectáculo me dio un poco de asco, agarre mis ropas, caminando con el desaliento, me fui como un pajarito herido, sufriendo el desencanto de la impotencia.
Esa iba a ser mi primera vez con una mujer de verdad.

El Mulato

Relatos FM


El reembolso


    -El siguiente por favor.
     Tras un par de horas en la fila, por fin a María le llega su turno. Al ingresar  encuentra sentado frente a un escritorio, a un hombre corpulento ataviado con traje gris, camisa blanca y corbata torcida, quien con ambas manos aprisiona una torta que se lleva a la boca. Imposibilitado para hablar le indica con un movimiento de cabeza que tome asiento. María le entera la razón de su presencia.
    -Licenciado, venía a que me hicieran válida esta garantía.
    -¿Referente a qué?
    -Mire, hace poco más de dos años adquirí en esta Casa Comercial, un muchacho, con fines de noviazgo y opción a matrimonio. Ni siquiera había cruzado una sola palabra con él, pero el catálogo hablaba maravillas de este chico. Yo, la verdad puse en duda tanta belleza. Los hombres honestos, trabajadores, responsables, cariñosos, comprensivos y sin vicios, ya se extinguieron y tengo mis reservas para creer que alguna vez poblaron la Tierra, por lo que no creí ni en la mitad de lo que me aseguraban. Pero se me dijo, como lo constata la segunda cláusula de esta garantía, que si Roberto no respondía cabalmente a las expectativas prometidas en el contrato de compra venta, me sería devuelto el total del importe pagado. La oferta me pareció ventajosa. ¿Qué podía perder? Si las cosas se daban, encontraría a la persona que me diera la estabilidad anímica que anhelaba, y si no pues podría regresarlo a cambio de mi dinero. Pero desafortunadamente el muchacho resultó una amenaza, tanto para mi tranquilidad emocional como para mi físico, por lo que exijo me devuelvan el importe que pagué, y pasen a recoger a Roberto a mi departamento, a la mayor brevedad.
     El hombre sostenía con una mano la torta y tras limpiarse la barbilla con el dorso de la mano libre, la extendió hacia la garantía.
    -Déjeme verla.
    -¡Cuidado! –la mujer la retiró un poco, evitando que los dedos sucios la tocaran-. Aquí dice que no será válida si presenta raspaduras o enmendaduras.
    -Descuide, conozco lo que dice –se estiró lo suficiente para apoderarse del documento-. Le aseguro que enchiladuras y engrasaduras son válidas.
     Luego de leer algo, soltó la hoja con desdén sobre el escritorio.
    -¿Qué piensa?
     La mujer tuvo que esperar a que el licenciado diera una nueva acometida,  con su voraz mandíbula a la torta y engullera totalmente el bocado, para que afirmara.
    -Tiene todos los sellos y las firmas necesarias.
    -Entonces recuperaré mi dinero.
   -Sí, La Casa Comercial Luna de Miel, siempre le cumple con cabalidad a sus clientes. Pero primero, como parte de un procedimiento de rutina, necesitamos que nos indique en qué puntos falló nuestro muchacho.
    -Ah, pues mire –tomó el documento-. En el inciso "a" me prometían respeto, pero se la pasa lanzándome críticas por mi sobrepeso.
    -¡Ah! Entonces cumplió con el "f", el cual afirma que es sincero.
    -¡Licenciado!
    -Disculpe, no es lo que piensa, me refiero a que ese apartado dice que si en su relación... –suspende la frase, luego poniendo cara de enfadado-. ¡Bah! Qué sé yo de lo que ha ocurrido en su relación. Prosiga, prosiga, sólo usted sabe lo que ha vivido.
    -Bien, el "b" asegura que Roberto es abstemio, y cada tres días llega a la casa con la mirada perdida, caminando como péndulo y oliendo a rayos. La semana pesada todo briago intentó besarme; yo que detesto el olor a tequila, le puse las manos en el pecho, para impedir que cumpliera su cometido, y él se molestó tanto por el desaire, que empuñando la mano hizo trizas el inciso "c" que garantiza la no violencia, al provocarme una hemorragia nasal.
    -¡Aaaaah! –el licenciado hizo un gesto de irritación.
    -¿Verdad que fue un acto horrible?
    -¡No! ¡Qué acto ni qué acto! –escupe algo en el cesto de basura-. El jitomate está rancio. Doña Ramona no sé dónde diablos compra sus verduras, no es la primera ocasión que utiliza jitomates en mal estado.
    -¿Puedo continuar?
    -Adelante, adelante, la sigo escuchando.
    -Los apartados "d" y "e" hablan de que es responsable y que le gusta salir de paseo los fines de semana. De lo responsable nada, tengo yo siempre que andar pidiendo prestado para pagar el agua y la luz, porque Roberto no hace caso; ya estoy buscando trabajo, porque al lado de este hombre una se muere de inanición, y sobre lo de su afición a salir los fines de semana, tengo que admitir que es correcto, pero se va solo y me tengo que quedar en casa aburriéndome a cuatro paredes. ¿Qué le parece?
    -Tiene sobrados motivos para estar molesta –lo dice mientras se enrolla la corbata en el dedo índice-. ¿Tiene algo más que agregar?
    -Por supuesto. Haber, el inciso "f" me prometía sinceridad, creo que no comentaré nada al respecto para evitar sus alusiones personales. Pero el "g", ¡ay! El  "g" dice que es cariñoso y romántico. Pues la verdad sí había serenatas y cenas románticas; había, hablo de tiempo pasado. Existieron esas hermosas demostraciones de cariño, que hacen a una creer que ha encontrado al hombre perfecto, pero esto solamente ocurrió durante el noviazgo porque en cuanto nos casamos todo se ter...
    -¡Aaaaah! –la interrumpió, señalándola con el dedo índice como quien pilla a un niño en plena travesura.
    -¿Qué ocurre? –preguntó María llevándose las manos al pecho.
    -¿De modo que ya se casaron?
    -Sí, hace 6 meses. ¿Hay algún problema?
    -Al contrario, todo se ha disuelto como esta sal de uvas –y vertió un sobrecito de sal de uvas en un vaso con agua, agregando después-. Y la compañía se libera de cualquier compromiso con usted.
    -No entiendo.
    -Lea por favor lo que dice hasta abajo.
    -¿Hasta abajo?
    -Eso he dicho.
    -¿Las letras chiquitas?
    -Sí
    -Haber, dice... Impreso en imprenta multiformas.
    -¡Nooo! –poniéndose de pie caminó en derredor del escritorio hasta ponerse al lado de la mujer.
    -Aquí, haga el favor de leer aquí.
    -Pero, aquí sólo hay unos puntitos.
     El licenciado, haciendo gala de impaciencia le arrebató el documento. Al comprobar que efectivamente sólo se distinguían unos puntitos, movió con dificultad su obeso cuerpo, hasta el sitio en donde se encontraban los cajones del escritorio. Una gota de sudor le corrió de la sien a la mejilla izquierda, mientras se inclinaba para abrir un cajón y extraer de él, una enorme lupa del tamaño de una raqueta de tenis. Volvió a hacer el fatigoso recorrido de tres metros, para poder entregarle el escrito y la lente de aumento, sin pronunciar palabra.
     María movió la lupa de arriba hacia abajo hasta que pudo distinguir letras.
    -Ya está. Haber, aquí dice... "La garantía pierde su vigencia en cuanto el cliente contraiga matrimonio, con la persona adquirida en La  Casa Comercial Luna de Miel". ¡En la torre!
    -Lo siento mucho. Fue un placer atenderle. El siguiente por favor.   

The Ugly

Relatos FM


EL ÁRBOL Y EL VIAJERO (Una historia muy triste)


   Es otoño y las hojas de los árboles dibujan senderos en mi corazón. Hace frío y, apenas, puedo reprimir el deseo de llorar, sintiéndome herido, tras la fuerte tempestad que me hizo naufragar y me arrastró a esta isla de soledad.
   He viajado por innumerables lugares, convirtiéndome, con el paso de los años, en un enamorado de las cosas pequeñas que encierran, en sus altas torres, los secretos de la vida. He atesorado en el puerto, al que regreso agotado de mis aventuras, la lluvia que mojó mi pelo frente a la catedral de Notre Dame en París,  el silencio de Saint-Germain-des-Près, el sonido del agua de la bellísima piazza Navona y el olor de las flores silvestres de Villefranche. 
   He buceado en mares y océanos, de norte a sur y de este a oeste, rozando los confines del universo, admirando los lugares que, durante mis años de infancia, habitaron en mis sueños, y al regresar, el reencuentro con los míos renovaba mis deseos de nuevos proyectos y ciudades que visitar.
   Recuerdo el último otoño en el que fui feliz. Atravesé un bosque profundo, hasta llegar a un pequeño claro, donde pude ver un árbol en cuyas ramas tintineaban unas bonitas hojas azules. En ninguno de mis viajes vi nada igual y, nunca antes, tuve esa sensación que, por un lado, me decía que me acercara y que, por otro, me pedía que me alejara.
   Pasaron los días, los años y los caminos que dibujaron mi vida, inevitablemente,  me llevaron cerca de aquel árbol de hojas azules. Me acerqué hasta donde las hojas arrojaban sus sombras y pude ver unas ramas rotas, tal vez, por el viento o por alguna tormenta. Sentí, por primera vez, una leve tristeza.
   Desde entonces no viajé más y, poco a poco, aquel bosque se convirtió en el único lugar que quería visitar. El árbol, el azul intenso de sus hojas, ese azul, que sólo había visto en el fondo del mar, me arrastró hasta la más absoluta ternura y me hizo su prisionero. Recuerdo el sonido de sus ramas al pasar por aquel lugar y recuerdo, una vez que, para librarme de calor, extendió sus ramas.
   Hasta aquí fue una historia feliz.  Mientras el árbol de hojas azules crecía y sus ramas se alzaban al cielo, el viajero estaba cada vez más triste. Me ha pedido que continúe su relato porque él se ha marchado allá donde habita el olvido y ha prometido regresar, sólo, cuando cicatricen sus heridas. 
   El joven viajero robó tiempo a sus sueños y podó las ramas rotas del árbol de hojas azules, plantó flores alrededor de su tronco, dibujó mariposas en el cielo y pidió a los pájaros que hicieran sus nidos en aquel hermoso lugar. Él no pidió nada a cambio y, a veces, recibía un gesto de agradecimiento. Bueno, le pedía al árbol que le abrazara con sus ramas y éste, haciendo un ademán de cansancio, lo abrazaba.
   Desde entonces, el joven comprendió que tenía que pagar un alto precio: si dibujaba una flor, tenía un abrazo, si limpiaba las hojas, tenía un abrazo. El árbol creyó que decir gracias era suficiente y que sus abrazos no eran merecidos por el viajero; sin embargo, éste recordaba que lo importante, en la amistad, era seguir el camino que trazara nuestro corazón, que no es fácil pero que debía ser así. El árbol estaba herido y necesitaba que alguien lo cuidara, lo demás no importaba.
   Pasaron varios años y el viajero fue fiel a su ideal y siguió cuidando del árbol de hojas azules, veía crecer sus ramas y, asombrado, contemplaba cómo las extendía para dar sombra a los que pasaban por el lugar, regalaba abrazos azules y hacía brillar sus hojas a la luz de la luna. Sintió, por primera vez, una gran tristeza.
   Al joven viajero le fue negado respirar el viento que nacía entre las ramas, pedía permiso para acercarse y para alejarse. A veces se sentía tan solo que se marchaba y lloraba durante horas, aferrándose a las ideas de que el árbol había crecido aislado en el claro del bosque, que pasó mucho miedo cuando era apenas un brote y que, si su amistad era sincera, debía seguir apostando por él.
   Aunque todos los esfuerzos eran inútiles, las muestras de cariño no cesaban. Cuidaba las ramas, regaba las flores, daba color a las hojas marchitas, le presentaba a grandes amigos que había conocido en sus viajes, no obstante, el árbol fruncía su tronco y le daba la espalda. Sintió, por primera vez, una profunda tristeza.
   El viajero decidió, antes de partir para un largo viaje y con motivo de una gran fiesta, probar la amistad del árbol, teniendo en cuenta que pasarían mucho tiempo sin verse. Pues bien, el viajero le pidió al árbol de hojas azules estar a su lado, bajo su sombra, ese día tan importante. ¿Sabéis cuál fue la respuesta? Si guardáis un poco de silencio, podréis escuchar el eco del no más doloroso que jamás amigo haya escuchado. A pesar de ello, le hizo una segunda petición que consistía en tener la oportunidad de conocer a unos amigos que vendrían de lejos. La respuesta fue igual a la primera y Miguel sintió, por primera vez, una inmensa tristeza.
   Descalzo y pequeño, como una caracola en el mar, se marchó, mirando hacia atrás, con la esperanza de que el árbol moviera alguna de sus ramas y que él interpretaría como una despedida. Tan sólo hubo silencio y el viento atravesó el claro del bosque sin mover una hoja.
   El viajero cruzó el mar, en el barco que construyó, cerca del reino, dónde los ríos transcurren en busca de un sueño pero, esta vez, no miró hacia atrás, sintió, por primera vez, una infinita tristeza y, a la vez, la alegría de haber recuperado su libertad.
      Se marchó, muy lejos, recordando los últimos versos tristes de un poema de Pablo Neruda.  Amigos ¡Hasta la vista!             

Marel

Relatos FM


La amada del mar


Nunca supieron con certeza cuál de los dos la descubrió antes. El buceador inglés afirmaba que había sido él, por el contrario, el submarinista portugués aseguraba que él la había encontrado primero. No obstante, los dos estaban de acuerdo en que era bellísima.
La estatua de mármol, se hallaba aposentada en una zona arenosa entre rocas, como dentro de un fastuoso templo, en una penumbra irisada;  representaba, sin duda, una deidad antigua, seguramente a la Venus romana.
La diosa del amor mostraba en sus labios una suave sonrisa incitante, casi lasciva. Con los párpados ligeramente abatidos, parecía ofrecer una promesa de placer irresistiblemente atrayente. La postura en la que se había representado a la deidad antigua, versión romana de la Afrodita de los griegos, contribuía a acentuar el efecto, entre reverencial y erótico, a medias místico  y a medias provocativo. La mano izquierda, de dulce carne revestida,  se posaba en uno de sus hermosos pechos, de forma delicada, sin llegar a cubrirlo del todo, haciendo que lo que quedaba visible resaltara aún más su perfección redondeada y turgente. La mano derecha, esculpida  con los dedos entreabiertos,  se detenía sobre el pubis ocultando el levísimo promontorio del monte de Venus  con una pose imposible de definir, susceptible de ser interpretada como pudor o como provocación, según quién la contemplaba y el ángulo de visión desde el que lo hiciera.
Precisamente esta dicotomía en la apreciación se podía ejemplificar en los dos submarinistas enamorados rivales; el buceador inglés la encontraba extremadamente pudorosa, mientras que el portugués la veía como una volcánica demostración de consumado erotismo.
Sin embargo, tal contradicción convergía en un mismo efecto: ambos se sentían extrañamente excitados por aquella belleza femenina y marmórea, que se hallaba en una cota de profundidad de 25 metros, en los fondos de aguas transparentes de la bahía, en el llamado Bajo, un abismo submarino en mitad del mar, sin rocas cercanas que pudiesen servir de referencia.
Algunas veces uno de ellos, o incluso los dos, cada uno por su lado, decidían hacer una inmersión nocturna. Como expertos submarinistas conocían la belleza de los fondos marinos en la oscuridad y deseaban contemplar a su amada profunda envuelta en el halo misterioso de las aguas bajo un cielo sin luz del sol.
En las horas de la noche, el efecto que se producía en los contornos acuáticos en que se hallaba la Venus Afrodita  era mágico, en especial cuando no había luna en el cielo y el manto de la oscuridad exterior cubría la superficie ondulada del agua del Mediterráneo. Sin la interferencia del resplandor lunar, el plancton en suspensión brillaba con fosforescencia amarilla de luciérnagas submarinas, los minúsculos organismos se mecían, danzando como en un vals acuático suavísimo alrededor de la estatua, con movimientos ascendentes de columna lumínica, refulgente, brillante. Entonces la silueta femenina se mostraba como una aparición misteriosa, mágica, divina...
Algunas veces ocurría que un banco de bogas, agrupadas en cardumen, la multitud de peces de la misma especie  nadaba con movimientos sincronizados alrededor de la diosa buscando refugio, perseguidas por algunos dentones hambrientos que a su vez buscaban presas. El movimiento del agua revelaba entonces cientos de remolinos y estelas de fosforescencia milagrosa. En momentos así la Venus del mar parecía cobrar vida y movimiento.
Por eso, los dos submarinistas preferían esa hora oscura de noche sin luna para visitarla y adorarla. En aquel mundo de silencio, solamente  roto por el borboteo del aire de las botellas, que ascendía en ingrávidas burbujas con leve rumor, las tinieblas se llenaban de color, gracias a la luz de las linternas que hacían brillar el rosado caparazón de las gambas y de los camarones de ojos brillantes.
Nunca supo ningún buceador de la zona cuál de esos dos extranjeros había descubierto primero esa estatua, tan conocida por los buzos de la zona. Tampoco supo ninguno cuál de los dos perdió antes la razón embrujado por su belleza de mármol. Y menos aún, cuál de los dos atacó primero. Pero sí pudo deducirse sin género de dudas que habían luchado con saña asesina y a la vez suicida ahí, a 25 metros de profundidad, disputándose el imposible amor de aquella estatua de diosa romana.
Lo último que se supo es que los dos cadáveres aparecieron flotando entre dos aguas con los latiguillos de los reguladores cortados, el neopreno de los trajes de buceo rajado a punta de cuchillo y los cuerpos ensangrentados.
A su alrededor, los peces mordisqueaban sus rostros, la única parte de sus cuerpos al   descubierto.
Los encontró un equipo de arqueólogos marinos que navegaban por esa ruta hacia un cercano pecio romano, un navío onerario hundido,  recientemente descubierto, con intención de rescatar lo que se conservara de la carga que transportaba.
Subieron a bordo los dos cadáveres. Después decidieron realizar una inmersión en ese punto concreto. Era posible que aquellos dos hubieran peleado por alguna pieza antigua posada en el fondo marino. Conocían de sobra que los yacimientos arqueológicos atraen  a los buceadores furtivos y que entre ellos son frecuentes las pugnas por hacerse con el botín.
Así fue hallada la estatua de la diosa.
Convenientemente sujeta a un arnés, fue izada hasta la nave, preparada para el rescate de restos pesados.
La magnífica talla de mármol fue depositada en cubierta, en posición horizontal, para mejor equilibrar su peso evitando que pudiese caer con algún vaivén imprevisto provocado por las olas.
Tumbada sobre la tablazón, la diosa parecía complacerse en hacer compañía a los cuerpos de sus dos enamorados, destrozados por la lucha encarnizada de rivales que habían sostenido por su amor imposible.

Dados

Relatos FM


Por Cuenta Propia


Armando Hierro buscó piezas usadas de aquí y de allá, de distintos artefactos, y trabajó en ellas durante un par de años, hasta que pudo perfeccionar su invento: una modesta máquina de fabricar arandelas. En el patio de su casa construyó un rústico cuartito donde trabajaba todos los días de sol a sol haciendo las piezas que la gente necesitaba. Con el poco dinero obtenido se mantenían él y su familia, sin lujos pero lo suficiente para cubrir las necesidades básicas. Así fue durante otro par de años, hasta que vino la Comisión Interventora y nacionalizó el taller de Armando, no sin leerle un discurso en el que le hacían saber que ya ese taller no sería más una empresa capitalista donde se explotaba al pueblo trabajador, sino que a partir de ese momento pasaba a ser propiedad del pueblo. Lo primero que hicieron fue cerrar el local para hacer un inventario de herramientas y materiales, tarea que les llevó casi una semana, más otras dos semanas para evaluar dicho trabajo.
Pasado ese tiempo volvieron a visitarlo, esta vez para hacerle una propuesta. El hecho consistía en que le permitían a Armando continuar trabajando en el taller, si ese era su deseo, siempre y cuando estuviera dispuesto a aceptar las nuevas normas. Para ello debía leerse un reglamento que le entregaron en el acto. Además le hacían saber que a partir de entonces el taller contaría con un administrador, que sería el encargado de hacer cumplir todo lo reglamentado y cualquier otra disposición que llegara de las instancias superiores, un jefe de personal encargado de chequear el horario de entrada y salida de los obreros, un jefe de almacén, un jefe de producción que tendría la responsabilidad de velar por el cumplimiento o mejor dicho sobrecumplimiento de los planes semestrales, anuales y quinquenales, un contador y dos auxiliares de contabilidad para llevar todos los registros de ingresos y egresos, una secretaria del administrador, una recepcionista, un responsable de emulación que sería nombrado por la administración, una empleada de limpieza, dos guardias y tres operarios. Armando pasaría a ser el jefe de brigada, y su tarea consistía en supervisar el trabajo de los improvisados operarios. Por supuesto para la entrada en funcionamiento de la nueva empresa era necesario construir varias instalaciones aledañas al taller. Así que hubo que esperar varios meses para la inauguración del nuevo local, que era el mismo viejo taller pero ahora rodeado de incontables oficinas.
La inauguración fue con bombo y platillo, en un acto para el que trajeron bien formaditos y uniformaditos a la totalidad de los pioneros de las escuelas locales, e hicieron uso de la palabra cuantos jefes estuvieron presentes. Ahí se supo que el nuevo taller sería conocido como "Arandelas del futuro", y que sería ejemplo en la construcción de las nuevas arandelas revolucionarias.
Durante treinta años estuvo la "Aranfu" (los nuevos tiempos también habían traído un lenguaje nuevo, que entre otras cosas consistía en la abundancia de siglas o de combinaciones de palabras cortadas) sobrecumpliendo el plan de producción de arandelas, primero en un 105 %, al año siguiente un 107, después un 120 y siempre un poco más hasta alcanzar un increíble 160 %, a pesar de los días dejados de trabajar porque había que asistir a un acto o un desfile, o porque había fiesta por el triunfo en la emulación, o porque faltaba materia prima o había que ir a trabajar voluntario en el corte de caña de azúcar.
¿Y qué pasó al cabo de treinta años? Había llegado la hora de corregir un grandísimo error. Los mismos autores de la intervención y que pronunciaron acalorados discursos en aquel entonces, se daban cuenta ahora de que en la "Aranfu" sobraba gente, pues no era posible que la producción de arandelas en ese insignificante taller alcanzara para pagar una plantilla tan inflada. (Claro que el problema parecía resuelto porque le pagaban a cada trabajador por un mes un salario que apenas le alcanzaba para tres días, pero esto lo compensaban los trabajadores robándose alguna arandela y vendiéndola a sobreprecio en el mercado negro. Simple aritmética o la eterna lucha por la supervivencia). De manera que todo el mundo empezó a preguntarse qué iría a pasar con el taller de Armando, como inexplicablemente se conocía todavía después de tres décadas de pasar a ser propiedad del pueblo.
Hasta que al fin llegó el día de la reunión. Después de varias horas de apelar a la conciencia de los trabajadores y a los valores y principios etcétera, se dio a conocer finalmente que había que acabar con el exceso de personal, por tanto en ese momento quedarían "disponibles" (siempre había un eufemismo a mano) la auxiliar de limpieza, uno de los guardias, una de las auxiliares de contabilidad y dos operarios. Pero por el hecho de que había que dejar los más idóneos en cada plaza, el operario más joven pasaría a jefe de brigada, por lo cual Armando quedaba "disponible". Aunque, por supuesto, nadie iba a quedar desamparado. A los que quedaban fuera del taller se les propuso la plaza de criador de cocodrilos o de agente del orden. Como Armando no aceptó ninguna de las dos variantes porque consideraba que a su edad no se sentía apto para ser policía y nunca había estado ni de visita en la ciénaga, le explicaron que le quedaba una tercera alternativa: TRABAJADOR POR CUENTA PROPIA. Lo que quería decir que si comenzaba a buscar piezas por aquí y por allá, tal vez con el tiempo podría construir una maquinita para hacer arandelas en su casa o en un local que alquilara, y sólo tendría que pagar los impuestos correspondientes, además de contribuir con el pago de su seguridad social para garantizar su futura jubilación.
Cuando al día siguiente el portal de la casa de Armando amaneció lleno de vecinos, algunos creyeron que se trataba de una fiesta, pero los comentarios desmentían esa posibilidad. Los familiares y amigos no se ponían de acuerdo en qué podía haberle provocado el infarto, pues no era hipertenso ni le gustaba beber en exceso y hasta entonces había tenido una salud envidiable.
En su tumba colocaron una inscripción que decía: Aquí yace Armando Hierro, que fue fabricante de arandelas y orgullo de nuestro municipio. Muerto de muerte natural.

Insularius

Relatos FM


Cuando el viento habla

 
              El amo y señor del pueblo, sin un respiro, ensañándose con él como una fiera hambrienta, acamando sin piedad las mieses, rompiendo cornisas, desgajando las ramas de los añosos árboles de la alameda y retorciendo sobre los tendederos la ropa recién lavada.
               Un grupo de albañiles recogía sus herramientas apresuradamente. Se levantó un torbellino de papeles, hojas secas y tierrecilla de la obra. Las faldas de Juana se levantaron, así como risitas, silbidos y alguna grosería. Aligeró el paso. Las ramas de los árboles se troncharían de un momento a otro. Los miles de granos de arena apilados se esparcían por el aire, se clavaban en sus ojos, flagelaban sus piernas y la obligaban a cerrar la boca para no masticarlos. Por fin, trabajosamente, llegó a su casa, abrió la puerta y vaya, hombre, no había electricidad.
                Empezaba a oscurecer. La casa iba poco a poco sumiéndose en la penumbra. Juana, a pesar de todo, consiguió acicalarse a la luz de una vela. Voy a llegar tarde— se dijo, mientras se encajaba su mejor vestido y sus zapatos de tacón alto— mis amigos me estarán esperando y ya es noche cerrada. El viento, cada vez más fuerte, ululaba como los perros asalvajados de las montañas que rodean al pueblo. Por el hueco de  la vetusta chimenea se podía escuchar un vibrante zumbido metálico. El tejadillo de uralita del patio se iba a romper de un momento a otro. Crujían las carcomidas vigas de la techumbre, gemía el maderamen del desván y empezaba a descoyuntarse el corazón de

la muchacha de puro miedo. Se caían las tejas de las casas haciéndose añicos sobre las
aceras. Juana, tras los visillos, contemplaba la calle solitaria, sin un solo transeúnte. Sintió un escalofrío por su espalda. La Luna había dejado de brillar, como si le diera miedo asomarse. Vaya nochecita toledana. Si mis padres estuvieran aquí... Pero qué miedo más absurdo ¿seré tonta? la discoteca no está muy lejos. Total, una carrerita y ya está. Me planto allí enseguida. Ánimo, cobarde.
                   Se dirigió a la puerta de la calle. Imposible abrirla. Forcejeó. Ni se movía. El viento empujaba en sentido contrario, como un titán, como un invisible gigante que se burlaba de ella. Pataleó, pegó, arañó, y arañaron su garganta todas las palabrotas que sabía. La tozuda puerta se negaba a obedecerla. Pensó en salir por una ventana, pero recordó al instante que estaban protegidas con rejas bien macizas. Saltaré la tapia del corral. Demasiado alta. Los zapatos de tacón y el bolso podría con dificultad llevarlos en la boca, pero ¿y el estrechísimo vestido? Si se lo cuento a la panda  ni se lo creen. A resignarse. Ajo y agua, o sea, a joderse y a aguantarse. Cenaré cualquier cosa y a la camita se ha dicho. Me pongo mi camisón y a dormir. Y yo qué pensaba pasármelo de **** madre...todos mis planes se han venido abajo. Si al menos pudiera leer, porque, vamos,   no tengo ni una chispa de sueño, este puñetero sueño que no quiere venir.
                  Mientras Juana se lamentaba, el viento se había vuelto huracanado y sacaba redaños y bríos de no se sabe dónde. Cuanto más arreciaba el viento, más crecía el miedo de Juana: Aquel elemento enfurecido repiqueteaba en los cristales de las ventanas y un silbido casi musical penetraba por todas las rendijas de la casa. El crujido de las ramas del viejo membrillero y el ulular del viento entre los árboles de la calle se mezclaban con otros sonidos que en su exacerbada imaginación  creía percibir: Aquello era un concierto, un homenaje al dios Eolo, una sinfonía terrorífica. Los latidos de su corazón eran como el
contrapunto, el acompañamiento de timbales en aquella barahúnda de música concreta, en
aquel fragor de batalla, silbar de balas, crujir de huesos machacados y ayes de moribundos.
                    Se hundía en el pavor. Un regustillo acre ascendía desde su estómago hasta su garganta. La voz del viento sonaba en sus oídos como suenan las ruedas de una carroza mortuoria. Porque el viento—maldita sea—el viento tenía voz. Sí. Estaba segura. El viento tenía voz, una voz lejana, vaga, casi imperceptible al principio. La voz se hacía más clara, se materializaba, se concretaba hasta llegar a tener matices claramente humanos:
— Juana— en un susurro.
— ¿Quién me está llamando?
— Juana—un poco más recio.
— ¿Quién eres?!Por Dios, contesta!
—Soy el viento.
— !El viento? Vamos, anda. Tú eres un bromista. Alguien que quiere asustarme. Déjate de bromas pesadas, quienquiera que seas. Tengo mu...mucho miedo.
                —No temas. No quiero asustarte ni hacerte daño. Vengo por ti. Serás mía. Vendrás conmigo.
                La cabeza de Juana se debatía en un caos de dudas y horror. Sentía tanto miedo que casi no podía pensar con lucidez. Sin embargo, con gran esfuerzo logró sobreponerse del pánico, aunque sólo en parte. Trataba de convencerse a sí misma de que aquello no era real, que se trataba de la broma de un gamberro o de su imaginación. Pero la voz sonaba muy cerca, como si se expandiera por todos los rincones de la casa y los impregnara con su fuerza. No provenía de ningún sitio exacto, sino de todos a la vez, como si saliera de un aparato estéreo, se filtrara por las vigas del techo y se deslizara como una sierpe por el tubo de la chimenea.

—!!Esto pasa de castaño oscuro!!  Si eres un miserable capullo bromista, te voy a descubrir
ahora mismo, y como te encuentre, te vas a enterar de quién es la hija de mi madre, desgraciado !Vaya si te vas a enterar!
               La voz calló de repente. Era una tregua en la batalla, y ella lo sabía. Un pesado silencio ocupó su lugar. Un silencio tan tétrico  como los ruidos anteriores.  Juana, armándose del poco valor que le quedaba, se levantó del lecho. Debía de ser muy tarde, pensó ¿Por qué no regresaban sus padres? El jodido viento debía de ser el culpable. Sus padres habían ido a una fiesta, a casa de unos amigos, y posiblemente esperaban a que amainara, seguro. Encendió una vela y con ella en una mano y el atizador de la chimenea en la otra, se dispuso a recorrer la casa hasta encontrar al intruso. Investigaría. Quizás se tratara de una grabación.
               Buscó y rebuscó por toda la casa. El blanco y largo camisón le daba el aspecto de  personaje de película de miedo, de aparecido de ultratumba. La oscilante vela proyectaba fantasmas temblorosos sobre las paredes y ahora, sin viento que hablara, el silencio se hacía más oneroso. Miró en los armarios, dentro de la chimenea y debajo de las camas. Salió al patio. Ni una brizna de viento apagó la vela. Todo estaba en calma ¿Y si alguien estaba agazapado sobre el tejadillo? ¿Y si miraba en el tejado de la casa? A por él  !Quieta! Es demasiado alto. Ya está. Apiló unas cajas  vacías, y encaramándose sobre ellas, pudo atisbar sobre el tejado. Allí no había nadie. Se disponía a descender, cuando de pronto !fiiiiiizzz! una sombra negra saltó por encima de su cabeza. Soltó un alarido al tiempo que rodaba por el suelo, entre cristales rotos, cajas de cerveza descuajaringadas y demás desperdicios que suelen acumularse en los patios. No se hirió de milagro, pero al incorporarse, un poco magullada, tuvo tiempo de ver como un gatazo negro huía en estampida, posiblemente más aterrorizado que ella !Zape! !Uf ! qué susto me has dado,

minino. Por poco me mato por tu culpa.
                Juana sabía muy bien que los gatos no hablan. El autor de la broma no podía ser un modesto felino. Contusionada, aunque ilesa, prosiguió en su busca, resuelta a encontrar a ese alguien o algo escondido en alguna parte. La vela se había roto. Entró en la casa fue a la cocina y prendió otra vela, resuelta a buscar en la calle. La calle. Era el único sitio donde no había buscado. Abrió la puerta y oh, esta vez se abrió sin dificultad, como si nada. Había cesado el huracán. La calle desierta, envuelta en ominosa oscuridad, descubría a la tenue luz de la vela los restos desparramados de la tormenta.
                  De improviso, el viento comenzó de nuevo a soplar y antes de que Juana pudiera cerrar la puerta una ráfaga de viento huracanado la arrojó al suelo !!Plaf!! La puerta se abrió del todo con tal violencia que levantó cascotes en la pared, los platos de la alacena cayeron al piso para convertirse en polvo, y el viento, que había estado agazapado tras la puerta, escondido como un ladrón al acecho, habló de nuevo:
_!Ja ja ja ja!  Soy el viento. Estoy dentro de tu casa. Tú me has abierto la puerta.
_ !!No, por favor, no, no me hagas daño!! —gritó la muchacha aterrorizada.
                    Un desorden, un caos, un rugido y un vendaval se apoderaron de la casa. Volaron las cortinas, los visillos fueron arrancados de sus rieles, se descolgaron los cuadros y todo el mobiliario tembló. Los papeles, como palomas asustadas, revoloteaban alrededor de Juana.
                   El débil rayo de Luna asomando por el horizonte iluminaba la escena con un misterioso tinte y en aquel ámbito embrujado las cortinas, papeles y visillos parecían fantasmas de brujas ectoplásmicas en la danza ritual de un aquelarre. Y entre el baile de sillas, lámparas, mesas, peroles y sartenes, la risa del viento tronaba como una galerna.
                  Juana, sus rubios cabellos  al viento  y su  camisón hinchado como las velas de

un balandro a la deriva, contemplaba el espectáculo con ojos desmesuradamente abiertos por el estupor. No podía gritar. El terror paralizaba su garganta.
                   Suave y blandamente, Juana se sintió izada del suelo. La puerta se había cerrado de golpe, y en el momento  que su cuerpo ingrávido se acercaba a la puerta, ésta se abrió violentamente unos segundos antes de que ella atravesara su marco. Salió a la calle con la velocidad de un rayo mientras notaba en su piel el roce de una fría y viscosa caricia.
                   A pesar de la velocidad su vuelo era tierno y delicado, como si unas manos cuidadosas no permitieran el menor daño. Siguió volando y volando, cada vez más rápido, cada vez más alto. Sobrevoló la solitaria calle iluminada por la Luna. Continuó elevándose, elevándose. Volaba ya por encima de los tejados, muy por encima del campanario de la iglesia, más por encima, mucho más por encima de las más altas montañas...


                 A través del tiempo una leyenda va tomando fuerza. Dicen, que en las noches de Luna, cuando sopla el viento solano, muchas personas han visto pasar por el cielo una extraña ave blanca, demasiado  grande para ser una paloma y demasiado blanca para ser un águila. Su velocidad es tal, que los testigos dudan entre identificarla con un fantasma, un meteorito o una nave espacial.
                    Los menos fantasiosos de todos, los cazadores, los que dicen la verdad, han desistido de darle caza. Los niños se han fabricado cometas con su forma y todos los años se organizan fiestas y hasta vienen turistas para ver el fenómeno, como ocurre con el monstruo del Lago Ness y el cura párroco realiza aspersiones al cielo, por si las moscas.

                   Las malas lenguas  siempre abundantes dicen que se trata del alma en pena de Juana, la más bella moza del pueblo, que sufre el castigo por escaparse a lomos de una moto de gran cilindrada, abrazada a la grácil cintura de un jinete con chupa de cuero y botas altas. Dicen también que, quizás sufrieron un accidente de tráfico, y dicen y dicen que a lo mejor, ella y su amante secreto cayeron al río y nadie pudo descubrir sus cuerpos. Dicen tantas cosas...
                    Claro. No pueden saber la verdad. La verdad sólo la conocen los locos, los niños, los borrachos y los que a menudo conversamos con el viento.

De Acuario

Relatos FM


Visitantes


El juego no tenía nombre, sólo finalidad: quedar mal. Éramos visitadores que únicamente abandonábamos un lugar cuando el golpe de puerta a nuestra espalda sonaba definitivo.
En cuanto conocíamos a alguien enredábamos la charla hasta verla caer en la pregunta: ¿Dónde estás viviendo?
Entonces ya todo era más fácil; comprábamos unas botellas y nos dirigíamos sin aviso a la dirección indicada.
Cuando abrían, uno, sin darle mucha importancia, explicaba que "veníamos paseando y al darnos cuenta de que ésta era tu calle se nos ocurrió sorprenderte con un poco de ron para animar la fiesta", y el pobre diablo, más desconcertado que feliz, movía la cabeza para invitaros a pasar.
Debíamos prepararlo, lograr que se creyese con viento a favor, entre espumas, confiado.
Cualquiera elogiaba uno de esos cuadros espantosos que hay en casi todas las casas, pintado por algún familiar, atribuyéndole influencias de Renoir, o, en un exceso un tanto peligroso, descubriendo una línea directa desde Velásquez a esa tela. El color de las paredes era siempre el más indicado para el tipo de salón en el que conversábamos, y las cortinas, por supuesto, nunca podían haber sido mejor escogidas. Después adjudicábamos a su particular sensibilidad aquella armonía sin fisuras.
Cuando el anfitrión bajaba la guardia, chapoteando en una charca de orgullo y alcohol, entrábamos en la segunda etapa, la premeditada espina que haría estallar el globo de colores, esponja que bebería de la charca hasta dejar a la víctima en el barro.
¿Dónde está el baño? preguntaba uno, y al seguir las indicaciones tropezaba con la pata de un armario o directamente en la estatuilla de porcelana que recordaba algún aniversario. Los tres entonces nos lanzábamos sobre los restos y maldecíamos, pedíamos perdón, y hasta nos peleábamos mientras fingíamos reconstruir el recuerdo evaporado.
Por lo general sobrevenía el indulto, "no se preocupen, ya estaba medio rota, no la tirábamos porque era de mi abuela, en la esquina venden una parecida, la puedo cambiar sin que mi madre se dé cuenta".
Mientras la calma volvía a su cauce nos abocábamos a acabar la bebida, para poder después ir dirigiendo gradualmente las miradas hacia la estantería donde casi siempre había por error algún añejo.
¿Quedó algún peso? preguntaba uno, y los otros "no, qué va a quedar, si emborracharse en este país cada vez cuesta más caro", y en los rostros la tristeza a goterones, muecas, manchas sin fondo.
Entonces el pobre tipo no podía salvar su botella sin sentirse cruel.
No, por favor, no hace falta, si ya tomamos suficiente, no, no, enserio mentíamos, recuperando los vasos.
A esa altura la premisa era clara: tirar la piedra y huir con la botella. Cualquiera se levantaba y recorriendo los infaltables retratos preguntaba por alguna prima de su edad, dispuesta a ir a los museos, algún concierto, y después de cenar... ya se vería.
No le hagas caso, está borracho, dejemos que hable solo, dentro de un rato vomita y se le pasa.
Siempre y cuando no le de los espasmos soltaba otro, señalando el tocadiscos para poner cualquier cosa que hiciese palidecer los altavoces.
La alegría del anfitrión comenzaba a incinerar sus ángeles. Cometarios parcos, sonrisas abreviadas, reiteradas consultas al reloj, intentos siempre interrumpidos de poner en la balanza la siesta y el volumen de la música, síntomas inequívocos de que el procedimiento funcionaba y en cuestión de minutos ganaríamos la calle.
Perdonen que insista, pero si no es una prima, con una tía me las arreglo, a mi la edad...
Lo que te digo, tomó demasiado, en cuanto vacíe el estómago vuelve a ser un caballero.
Siempre y cuando los espasmos no lo hagan saltar por las paredes.
En ese momento se nos resbalaba un vaso junto a las piernas de la víctima, que solía salpicar su delicada manera de suspender la velada.
Ahí correspondía a quien estuviese más cerca de la botella agradecer el obsequio y rescatarla de la mesa.
Ya en la puerta, alguno opinaba:
Creo que la estatuilla, con pegamento y paciencia, puede quedar decente.
Después nos íbamos, sin disimular las carcajadas, a terminar de emborracharnos, sepultando en la primera papelera el retrato que el "acosador de parientes" había robado.
Lo hicimos muchas veces, no sé cuántas, la noche de mi partida nos echaron a patadas de un caserón. Quizás ellos sigan jugando, aunque ahora, con el tiempo, pienso que detrás de aquella finalidad concreta, burlona, había otra, algo más trágica, que nunca nos atrevimos a confesarnos: ir matando lugares, como quien marca casillas para hundir el barco, hasta lograr que la ciudad fuese, al acabar el juego, un fósil enorme, un circo sin payasos del que tener irremediablemente que huir.

Dolina

Relatos FM


La regla de los valientes


Hace unos días, buscando en una caja vieja, encontré una hoja de papel doblada entre las páginas de un libro. La abrí curiosa por saber lo que estaba escrito en ella, y recordé cada una de aquellas palabras:
"¿Alguna vez has sentido que necesitas marcharte? ¿Alejarte de todo? ¿De tu vida? Yo sí. A menudo tengo esa sensación que me ahoga, esa de no poder más con la rutina, de querer desaparecer sin decir adónde vas, porque ni tú quieres saberlo. Simplemente quieres irte.
Últimamente para mi es una necesidad. Necesito marcharme, huir de mi ciudad. No hablo de huir por cobardía, no. Hablo de huir por cansancio, por estar harta de la monotonía, de lo diario, de lo común. Por la necesidad de no mirar alrededor y ver los mismos edificios, por la necesidad de respirar otro aire alejado de tu vida diaria. Cada día lo mismo, las mismas caras, las mismas acciones...A veces parece que incluso se dicen y escuchan las mismas palabras. En ocasiones la simplicidad que aparenta la vida puede conmigo. Parece que lucha contra mí para hacerme caer y tocar el suelo. Me empuja hacia abajo a la fuerza mientras me grita que sea valiente. Es en esos momentos en los que me gustaría ser de esas personas impulsivas. Sí, he dicho impulsivas. De esas que un día se levantan con ganas de escaparse, de ser otras, de romper con todo, de huir. De esas que se van directas a sacar un billete de avión solo de ida a cualquier parte sin haberlo pensado dos veces, o de las que planean un viaje en tren para esa misma noche decidiendo el destino al llegar a la estación.
Siempre he querido dejarme llevar de esa manera. Poder despertarme una mañana y decir: "hoy no tengo que ser quien fui ayer. Hoy puedo hacer una excepción, la excepción que me libere de por vida. Hoy puedo romper mis propias reglas y crear unas nuevas, o directamente romper con ellas. Hoy cambio de comportamiento". Me encantaría ser de esas personas que realmente se atreven a hacerlo, y pueden decir: "lo he hecho".
Supongo que todos hemos querido eso o algo parecido alguna vez...".
A medida que lo leía, me sentía más orgullosa de mí misma, más feliz, más liberada. Había olvidado esa sensación de ahogo, de agobio. Meses después de escribir aquellos párrafos, decidí que era el momento, que había llegado la hora de ser valiente y atreverse a escapar de la rutina sin previo aviso. Una mañana me desperté y mientras desayunaba pensé en hacerlo, en sacar un billete a alguna parte sin vuelta. Recordé aquella regla de romper todas las reglas, y me aventuré a hacerlo. Cuando me quise dar cuenta tenía en mis manos un billete con destino a Dublín y estaba a punto de subirme al avión. De ese vuelo sin vuelta a casa hace más de tres años, y por ahora, sigo sin tener intención de comprarlo.

Solo juntas las palabras hablan

Relatos FM


Ratón de biblioteca


Sentado en su sillón de siempre, con la manta sobre las rodillas, don César escucha, ora sus voces interiores, ora aquel roer continuo y monótono. Al fin calla el parloteo de la memoria y el anciano  cae en la cuenta
—Es un ratón y está devorando mis libros.
La majestuosa biblioteca lleva hasta el techo sus estantes de caoba  En lo alto están colocados esos libros que dejan a la vista sus lomos de  piel y oro, iguales e impolutos, son libros nada o poco leídos, pero que dan prestancia a toda biblioteca que se precie; más abajo se encuentran las grandes obras de la literatura, leídas y olvidadas hace mucho; más a mano queda la enciclopedia, los tomos de la carrera y diversas publicaciones de consulta; en los anaqueles que restan se guardan los libros más recientes y los más apreciados, esos que se releen con frecuencia buscando reavivar una emoción o confirmar un recuerdo; libros recosidos, pegados y vueltos a pegar, que lucen orgullosos sus vendajes de papel adhesivo, muestra irrefutable de su valor, al menos del que le concede don César, que de ellos se viene nutriendo hace tantos años y que ahora, en la vejez, apuntalan su mente confusa y dolida.
Cuando el anciano comprende que hay un ratón hurgando en sus libros, sonríe benévolo; el pasado le asalta de nuevo y le trae a la memoria los cientos de ratones destripados en el laboratorio, el lugar donde ha transcurrido su vida, toda su vida. Porque cuando no estaba allí físicamente, su alma y su mente sí lo estaban. De ahí su confusión y su apatía; próximo a la ceguera, sujetándose una mano con la otra para amortiguar su temblor, don César  no  vive ya. No supo hacerlo nunca fuera del laboratorio y ahora es tarde para empezar. Otros ocupan su lugar y viven su vida. Él solo mira correr los días ajeno a todo, perseguido por su fragmentada memoria que le trae siempre el mismo cacho de vida; ese inquietante recuerdo... ¡Ah!, puede que el ratón se esté comiendo parte de sus apuntes, habría  que evitarlo, pero la sola idea de levantarse y remover libros le fatiga. Dejémosle, piensa, quizás está vengando a sus hermanos, pobres cobayas sin protagonismo. Sí, es justo que se meriende esos papeles,  una parte de ellos le pertenece por derecho de herencia. El viejo se adormila acunado por el roe-roe incansable. Naturalmente sueña con ratones, los del laboratorio: unos bichos astutos que han reventado a mordiscos las paredes de sus jaulas y corretean en manada por las mesas, los armarios, las cubetas, trepan por las ventanas  cerradas, vuelcan probetas  y tubos...Él está parado en la puerta, asombrado por aquella insurrección de cobayas. Pero ¿quién hay a su lado? Es Charo, que grita aterrada mientras brinca sin parar. El profesor trata de calmarla, pero es inútil, esa muchachita risueña  no soporta los ratones.
Fue la única vez en que don César se vio abandonado por su bien equilibrada razón; cuando conoció a Charo. No era en absoluto una  belleza, como lo era Amparo, y sin embargo le enloqueció. Aunque sólo durante un tiempo. Muy poco tiempo. Amparo era una mujer hermosa al estilo clásico: grandes ojos obscuros, frente amplia, nariz recta, labios finos; un perfil de moneda era el suyo. Nunca la miró sino como se mira un cuadro bien acabado  o una puesta de sol. Se puede admirar lo bello sin amarlo, sin que esa hermosura trastoque nuestra vida. Y sin embargo Charo... ¿Por qué sus ojos, convertidos en rendijas chispeantes cuando reía, le alteraban de aquel modo?  ¿Por qué  ese deseo incontrolable de morder aquella boca siempre fruncida? ¿Por qué el afán de acariciar su pelo corto y  rizado?  Charo parecía jugar con la vida, reírse de ella. Él en cambio se la tomaba muy en serio, aprovechaba cada minuto con disciplina espartana  y no recordaba cuando fue la última vez que rió. Charo perdía el tiempo, volaba de una cosa a otra y parecía orgullosa de su inconsciencia. Don César aún movía la cabeza, incrédulo, al recordar la emoción que le producía la presencia de la muchacha y se miraba así mismo en aquel tiempo; danzaba alrededor de ella como  perro que mueve el rabo y hace zalemas a su dueño. Poco habría durado pareja tan despareja, si hubiera llegado a serlo. Y el daño habría sido grande, al menos para él. Pero no hubo lugar. Charo se apartó del investigador entre aburrida y asqueada –de modo que lo que hacía allí dentro, durante tantas horas, era ni más ni menos que destripar ratones...o peor, hacerles enfermar o pasar miedo y hambre- .La  cara contrita de la muchacha al compadecerse de los ratones, era un poema, un precioso poema que don César se habría comido de a poquitos, con fruición y embeleso. En cambio, Amparo no hizo ni un solo gesto de desagrado cuando tuvo que coger al bicho para inyectarle. Ni aún la primera vez Había nacido para eso, sus ojos ensimismados no miraban al animal, veían  la preparación sobre el cristal, el microscopio, las pruebas, la investigación...Fue su alumna preferida y luego su mejor ayudante. La más precisa y también la más lógica en sus deducciones. Una lástima que  imaginara, soñara amor, donde sólo había  preferencia y admiración por su  trabajo. Obsceno. Eso le pareció siempre a don César el amor desmedido y violento que ella llegó a sentir por él. Hasta los insultos llegó cuando se vio rechazada.
—No tienes alma, ni sentimientos, no eres más que una máquina   
En sus largos silencios, don César hablaba mucho con Amparo y le recriminaba aquella reacción propia de personas irreflexivas, cuando ella siempre reflexionó tan perfectamente.
—Tu me habías destinado a la ciencia y ya ves, con ella me quedé, y solo. Tú también te fuiste, dejaste tus labores a medias, nadie pudo sustituirte del todo. Eso no fue serio Amparo, parece mentira, mujer, no podía esperar eso de ti...
Amparo debió dominar una pasión tan inconveniente. Pero no lo hizo, se empeñó en mezclarlo todo. Se dejó zarandear por las emociones hasta el punto de proponerle robar espacio al trabajo para entregarse al amor. Así como si uno pudiera dejar la condición de científico, como se deja en el perchero la bata blanca del laboratorio. Bien que se lo explicó.
—Estás confundiendo la admiración con el amor, yo sólo soy tu profesor, el director de tu tesis y de estas investigaciones. No puedo ser tu amante.
Y quedó claro que su aprecio e incluso su afecto hacia ella, nada tenían que ver con el sexo. Después de aquella escena tan desagradable, pareció aceptarlo. Al día siguiente a aquella petición dislocada volvió al trabajo impasible, reconcentrada, pálida, callada, muy triste. El peligro había pasado, él extremó su delicadeza. Y su distancia.
Pero  no había contado con los caprichos de aquella chiquilla....
Fue por entonces que a Charo se le puso en la cabeza visitar el laboratorio. Y allí llegó con su nariz respingona y su pelo de muchacho, despreocupada, alegre y tan apetecible que la turbación, el deseo contenido de don César fueron evidentes. Mil veces se ha repetido ya que no fue culpa suya si Amparo reaccionó de aquella manera, dejándolo tirado en mitad de aquella investigación tan importante. Le abandonó a él, a su director, sin miramiento alguno por los problemas que le creaba. No sólo de trabajo sino incluso de conciencia. Esa era la prueba evidente de que lo que dijo sentir por él era obsesión y un turbio deseo. No amor, no se perjudica a la persona amada.
Don César se remueve inquieto en su sillón, incluso agita una mano ante su cara, como si tuviera que espantar una mosca impertinente. Pero no se trata de una mosca sino de una escena, un recuerdo que vuelve una y otra vez y que se niega a ingresar al olvido donde tantas cosas más importantes marcharon, dejando un oprobioso vacío en la mente del anciano. Y es tal su desesperación que ha llegado a pedir a un Dios en el que no cree, que aparte de él ese cáliz.
  Quizás al verse rechazada,  Amparo dio por seguro que el único amor de su profesor era la ciencia, tal vez idealizó su entrega, su  dedicación sin límites. Y entonces llegó Charo...Claro que, don César lo sabía muy bien, todo era consecuencia de una bajada de serotonina, una deficiencia en la química del organismo de Amparo. Ya no estamos en los tiempos del romanticismo en que la depresión y la tisis se confundían con el amor.
Pero ante los impecables razonamientos del viejo, repetidos hasta la extenuación durante tantos años, se interponía siempre aquella visión de escalofrío. Amparo en el suelo del laboratorio, desnuda, blanca, fría, asombrados los ojos, entreabierta la boca. .
La pesadilla vuelve una y otra vez, nítida e inmisericorde. Todo vidrio, metal y ratones, y en el suelo, Amparo, convertida  en estatua de sí misma. Perfecta, también en la muerte. Y aquel olor a almendras amargas...
—Cianuro, cianuro...

Cuando Antonia entra en la habitación para limpiar, aun continúa la sentida letanía del viajo – cianuro, cianuro...- Pero lo que la mujer oye, después de dar los buenos días y comentar que ya se está yendo el frío, es el continuo roer en la biblioteca.
—   ¡Ay don César, que por aquí hay un ratón!
Antonia pone el oído y mueve con sigilo algunos libros, al fin, privado de su abrigo, el causante del ruido sale de estampida, pero la mujer es más rápida y le cae encima con la escoba. Luego lo echa sin aspavientos a la basura y pone sobre las rodillas del anciano el libro dañado.
—Mire, mire el destrozo que hizo el  bicho.
Es el primer tomo de su  vieja enciclopedia. Al comienzo del libro hay un agujero dentado, casi redondo. El ratón se ha comido un  buen  trozo de información. El correspondiente a las palabras alma, almacén, almanaque.
—Ella dijo que yo no tenía alma, quizás tuvo razón, se la comieron los ratones...

Max

Relatos FM


De mayores


A Quino le costaba darse cuenta del lento pero constante distanciamiento familiar hacia él durante el transcurso de este último medio año. No lo terminaba de aceptar, pero los acontecimientos ocurridos lo mantenían meditabundo y abstraído, sin entender demasiado bien el cómo y el porqué de esa realidad tan rara.
La relación con Tucho y Pacho, los dos gemelos de dieciséis años, se había enfriado notablemente tras el paso de la enseñanza secundaria al bachillerato, incluso sin traslado de colegio; sus actitudes, en cambio, si ofrecían una alteración respecto a él y a sus padres; tal vez en ello hubiera influido el nacimiento de Belencita, la nueva y reciente incorporación a la familia. De un tiempo a esta parte habían dejado de jugar con él y tampoco se divertían juntos por las tardes o en los fines de semana deambulando por las orillas del río o en los parques de la ciudad, ellos ejerciendo siempre de hermanos mayo-res evitándole los conflictos típicos de este mundo de vivencias. A Quino le apetecía su-poner que ese alejamiento se debía a la diferencia de edad, seis años, y a la condición de adolescentes adquirida con la ascensión al nuevo estatus estudiantil mientras el seguía inmerso en la categoría de niño.
Se hallaba, sin saberlo, entre las dos aguas de su complejo presente: ni caso por arriba ni por abajo.
Ya era capaz de defenderse solo y no precisaba las ayudas de antes; era un orgullo ese tipo de independencia, sí, pero a veces se consideraba aislado y apartado del amor paterno-filial que imperaba cuando todavía lo consideraban el benjamín. Un dilema que aún no le absorbía el pensamiento, aunque persistía en la instintiva percepción de fijarse en los detalles de las circunstancias que, paulatinamente, iban sucediendo a su alrededor.
Quino, lógicamente, prefería arrimarse a sus hermanos, aprender con ellos y exa-minar el grado de aventura de su inquietud, reconocer de buena mano los pros y los con-tras con los que se enfrentaría un lustro  más adelante.
Pero los hermanos no eran de su mismo parecer ni se establecían en la misma lí-nea de aprendizaje; les estorbaba el menor en sus salidas con la nueva pandilla a la que dejaron de llevarle tras las primeras discusiones con los jefes. Sobraban sus comentarios inadecuados y demasiado infantiles para los integrados en el siguiente escalafón de la vida juvenil. No era aceptada su compañía en el dormitorio otrora compartido y donde los secretos actuales se consideraban verdaderos tesoros vedados a su curiosidad. Tam-poco se convertía ya en cómplice de planes traviesos o situaciones comprometidas para los tres tanto en el entorno íntimo como en la calle. Quino era un crío y ellos habían tras-pasado esa linde con su inclusión en el bachillerato, pórtico de entrada a la hombría re-presentada en los chavales del curso superior, verdaderos hombrecitos con su masculini-dad muy  patente en fuerza e intenciones, con elevadas convicciones y gustos; también una etapa de potenciales peligros por asimilar que los adultos presagiaban y los jóvenes no veían, no deseaban admitirlos.
Quino refugió el desahogo a su aparente soledad en el vacío de su habitación y, poco a poco, se volvió más introvertido y taciturno ante el desdén de unos hermanos amigos que se burlaban de él y repudiaban su contacto. También los padres reconcentra-ban su apego por la descendencia en la chiquitina de meses, Belencita, una ilusión tardía llegada cuando ya nadie la esperaba y que se constituía como la receptora de su futuro.
En la anochecida de un sábado, mientras se aburría con sus compañeros de corre-rías en el parque próximo a la ribera, observó como de un caminito que terminaba en una chopera a ras de agua salía un grupo de muchachos mayores mirando en todas direccio-nes, como buscando elementos humanos que pudieran llamarles la atención o preguntar-les acerca de sus intenciones en ese lugar y a esas horas. Tucho y Pacho iban con otros tres colegas ataviados con unas pintas muy particulares y de más edad. Quiso ir a salu-darlos, pero apenas unos segundos después de su aparición se largaron corriendo en di-rección opuesta. Quino estaba seguro de que uno de sus hermanos le había visto y no hizo nada para ir hacia él.
Esa misma noche Quino tuvo su primer disgusto. El propio Tucho se acercó al sa-lón donde el menor y el padre veían un encuentro de fútbol por televisión, le tocó en el hombro y le anunció, en el plan agradable de los buena armonía disipada,
- Ven, Quino, sube a nuestro cuarto, queremos enseñarte una cosa . . .
y Quino voló tras él por el pasillo, despreocupado, ¿qué podía temer de sus hermanos si su relación había ido e iba hasta la fecha por una senda de completa compenetración?
   No terminó de dar dos pasos en el interior del dormitorio cuando sintió un tre-mendo empujón de Pacho, escondido tras de la puerta, que lo lanzó a una de las camas donde Tucho, después de echar el pestillo a la cerradura, se puso a horcajadas sobre él y le tapó la boca con una mano para evitar sus voces e inmovilizarlo. Quino se liberó de la sorpresa inicial en un santiamén y comprendió de qué iba a tratar el asunto de la llamada al aposento fraterno. La sudadera de Tucho olía a humo de tabaco y sus dedos también, y estaban sucios de tierra. Fue Tacho quien, pausadamente, al más puro estilo de las películas de buenos y malos, le dijo al oído,
- Tú no nos has visto esta tarde, ¿entendido?, ni se te ocurra decirle nada a papá o a mamá, ni a nadie, o te la cargas ¿vale?, y si nos vuelves a ver cuando estés solo o con alguien ni te acerques a donde estemos, no nos conoces, ¿te ha quedado claro o necesitas que te lo expliquemos de otra forma? . . .
y apartando a Tucho de su pecho lo incorporó para sentarlo en el borde del colchón, y cuando parecía que Quino iba a decir algo, una especie de disculpa o de afirmación de lo requerido, le cruzó la cara con dos bofetadas a derecha e izquierda que enrojecieron el rostro del niño y dispararon sus ansias de rebelarse y pedir ayuda a pleno pulmón; sin embargo, Tucho lo volvió a agarrar de la pechera del pijama y, sin contemplaciones, ai-radamente, le gritó
- ¿Ha quedado claro? . . .,  ¿sí o no? . . .
- Sí .- Contestó únicamente Quino, las lágrimas en las mejillas y la rabia mal contenida que le impulsó a gimotear y comportarse entonces como lo que no le agradaba aparentar en ese momento; sería peor contar ese episodio, o delatarles por lo otro, y recibir entonces una paliza cuando menos prevenido estuviera, su hermano hablaba muy en serio, y la violencia de sus actos no presagiaba una posterior disculpa o un arrepentimiento al día siguiente. De todas formas él no había observado nada que pudiera comprometerlos, no los había visto fumar y eso no era problema suyo, allá se las apañaran cuando la madre se enterara, porque seguramente que olería sus ropas y lo adivinaría enseguida. Y quizás guardasen un paquete de cigarrillos en la habitación y ella lo encontraría, o él, y así podría vengarse dejándolo al descubierto.
- Ahora vete, y recuerda: calladito está más guapo.- Una frase copiada a la abuela y pronunciada con muy mala intención.
   Quino, asustado y lloriqueando, se dirigió al cuarto contiguo a soltar todo el resto de furia sobre la almohada de su lecho. Se sucedieron muchos interrogantes sobre el comportamiento de sus hermanos, nunca habían actuado así con él, no lo comprendía. Cinco minutos más tarde fue al aseo, se lavó la cara y corrió a reunirse con sus padres, que ya le llamaban para cenar. El pequeño comió poco y con el semblante agachado, temeroso de las soslayadas advertencias enviadas a cada rato por los gemelos. El padre se mostraba ajeno al conflicto entre sus hijos pendiente del partido y la madre atenta al descanso de la peque a través de los pequeños transmisores colocados a la vera de la cuna y encima de la mesa.
   De ahí en adelante Quino rehuyó cualquier intromisión provocadora en la coexistencia con sus hermanos y éstos se mostraban muy hoscos hacia él.
   En la siguiente semana los gemelos se volvieron retraídos al máximo y pasaban casi toda la tarde encerrados en su cuarto de mutuo acuerdo. En el pueblo había ocurrido un suceso muy extraño y las gentes andaban alteradas y expectantes ante unas sospechas no muy bien definidas.
   El ambiente doméstico no se alteró; los cuidados hacia el bebé primaban sobre los inadvertidos problemas del resto de parentela. En las calles se oían comentarios y detalles sobre la presencia entre ellos de un asesino pedófilo y pocos chiquillos andaban sin el amparo de algún adulto. En el colegio Quino no se relacionaba con sus hermanos, lo mismo que en el hogar; los momentos de reunión familiar se constituían en trances silen-ciosos, agobiantes, cortados con monosílabos a preguntas carentes de interés y armonizados por las noticias comarcales a la escucha de algún dato importante sobre las pesquisas policiales para localizar a un secuestrador de niños.
   Durante el recreo del lunes se acercó un chaval desconocido, un grandullón del instituto, al porche bajo el que se protegían de una fina lluvia los alumnos de una clase de primaria; fue directamente hacia Quino, y sin ningún miramiento le espetó,
- ¡Oye tú, quiero hablar contigo ahora mismo!- Para cogerlo a continuación de un brazo y conducirlo a la fuerza varios metros, hasta una esquina donde no podían verlos- ¿Le has contado a alguien lo que viste en el río?
Quino temblaba de miedo y no pudo articular palabra; el muchachote de marras era uno de los que iban con sus hermanos aquella tarde casi olvidada, vestía la misma chamarra y con manchas de barro en las mangas; presentía que si no hablaba le daría un puñetazo, pues lo tenía sujeto contra la pared y en clara disposición de atizarle a la menor oportuni-dad.
- No . . ., no he dicho nada, yo no vi nada, . . ., te lo juro.
- Pues eso, tú no has visto nada, pringao, así que ya sabes . . .- Para dejarlo marchar no sin antes soltarle una colleja dolorosa a modo de aviso. Unos ojos clavados en su nuca no le perdieron de vista hasta adentrase en el corredor del sector de la E.S.O. Quino estaba muy confundido y cada vez entendía menos el lío en que lo habían metido sin tener culpa.
   Con  la primavera ya instalada la comarca sufrió el azote de varios días sin parar de llover; ello, unido al deshielo de la nieve en las sierras cercanas, produjo un incremento del caudal del río que se desbordó en varios puntos a su paso por la localidad. Al bajar el nivel quedaron parcialmente expuestos los restos del cadáver de una niña mal enterra-da en un paraje oculto entre los chopos de la orilla. Pronto se identificó el cuerpo como el de la niña desaparecida un mes y pico antes, Maruca, una joven de catorce años dismi-nuida psíquica.
   Los pormenores que salieron a la luz pública sobre la muerte de la chica pusieron de manifiesto que había sido agredida sexualmente por más de una persona, y posteriormente la habían estrangulado y golpeado en la cabeza hasta fallecer. Se interpretaron de diferentes formas las declaraciones de algunos testigos a los investigadores de haber visto en las cercanías, y sobre esas horas, a cinco chavales que corrían asustados, como si huyeran de algo o de alguien.
   Un nudo de terror y de asco se instaló en la garganta de Quino que ya fue incapaz de tratar cara a cara con sus hermanos.
   Un desafiante dilema, de trágicas consecuencias, se iba apoderando de su inocente voluntad.

Erramún

Relatos FM


Picaresca en el camino


      Pícaros y picaresca en el Camino de Santiago, haberlos, haylos. Y si no, atentos a esta historia.
      Oscar quería vivir una experiencia inolvidable que marcara su vida. Por eso decidió que aquel verano recorrería el Camino de Santiago en bicicleta. De modo que preparó todo lo necesario y se dirigió a Roncesvalles junto con su novia, su hermana y su cuñado en la furgoneta de este último.
      Se había propuesto hacer el camino en diez días y ya había planificado cada etapa. Acostumbrado a hacer deporte, estaba preparado físicamente. Para él era un reto personal y estaba convencido de que sería capaz de llevarlo a cabo.
      Tras obtener la credencial en la oficina del peregrino, se despidió de su novia, su hermana y su cuñado y emprendió el camino, no sin antes escuchar de nuevo que tuviera cuidado, que no perdiera de vista sus pertenencias, en fin, lo normal en estos casos.
      Comenzó, pues, a seguir la flecha amarilla, de las miles que a partir de ese momento le marcarían la ruta correcta. Se encontró con muchos peregrinos en el camino y al atardecer llegó a Puente la Reina. Con las manos y las piernas algo doloridas, atravesó el casco antiguo, cruzó el río Arga por el famoso Puente de la Reina y llegó al albergue, en el que, por suerte, quedaba una litera libre. Desde allí llamó a su novia y a sus padres, para contarles las aventuras de su primer día en el camino.
      A la mañana siguiente reemprendió la marcha. Las etapas del camino se iban sucediendo. Nájera, Burgos, Carrión de los Condes, León... Oscar hacía el camino solo, pero tanto en el camino como en los albergues, sobre todo en los albergues, entablaba conversación con el resto de peregrinos. Algunos hacían el camino para cumplir una promesa, otros por motivos religiosos o espirituales y otros, como él mismo, para hacer deporte, a modo de reto personal.
      Habían pasado seis días y Oscar ya estaba en la etapa que le llevaría de León a Rabanal del Camino. Pedaleaba ya a pocos kilómetros de Rabanal cuando empezó a sentir unas fuertes contracciones en la musculatura abdominal, ¡que le entraron ganas de hacer de vientre, vaya! Así que, dejo la bici apoyada en un árbol y se dirigió hacia unos altos matorrales situados a unos metros del camino.
       Satisfecha su perentoria necesidad fisiológica, volvió al camino, aliviado, pensando en que ya sólo le quedaban cuatro etapas, cuatro días, para llegar a Santiago. Pero...¡OH, sorpresa! La bici no estaba donde la había dejado. Contrariado, se puso a mirar en todas direcciones. No podía creer que alguien le hubiera robado la bici. Bueno, la bici y todo lo demás. Todas sus pertenencias, incluidos el dinero y la documentación, estaban en la bici. También la credencial del peregrino, con los sellos de las etapas del camino.
      Aturdido, Oscar siguió el camino a pie hasta la ermita del Bendito Cristo de la Vera Cruz. Sentados en el exterior del templo, a la sombra, había dos peregrinos. Les contó lo que le había sucedido y estos le prestaron un móvil para que pudiera llamar a casa, porque también le habían robado el móvil.
      Su padre y su novia recorrieron los 400 y pico kilómetros que separaban su pueblo de Rabanal para ir a buscar al frustrado peregrino.
      Allí acabó la aventura de Oscar, a 245 kilómetros de Santiago, a cuatro etapas de la ansiada meta.

Philipp

Relatos FM


Siesta Key, o el reducto donde los 70's nunca pasaron


   Llegó finalmente la noche, tras eternas horas de calor bochornoso e irritante. Se encendieron parpadeantes luces de neón en los locales de mayor renombre, haciendo sombra a aquellos de menor tamaño. La música sonaba a ráfagas pausadas, como si la letra intentase mandar un mensaje secreto entre estribillo y estribillo. El libre albedrío desmedido reinaba a pie de calle, y de vez en cuando se hacía el silencio para repentinamente volver a ser quebrado con sonoros e intensos aplausos. Si bien la pequeña isla era bulliciosa durante el caluroso día, de noche parecía que la actividad se multiplicara vibrantemente hasta a alcanzar un punto ciego de diversión sin retorno...
Siesta Key es aquel paraíso emblemático del cual los americanos del sur del país hablan excitadamente, recordando epopeyas alcohólicas de proporciones épicas y playas de arena blanca bañadas por aguas color turquesa.  Una pequeña isla descubierta por cartógrafos europeos cuyo entramado multicultural reúne gente de muy diversas nacionalidades. Pequeña ciudad del tamaño de un pueblo, diminuto refugio ajeno al paso del tiempo, que permaneció estancado en aquella maravillosa época que yo no llegué a vivir. Los setenta y sus corredurías de calle y farolas multicolor, faldas arriba y pañuelos floreados sobre el pelo.
   Me coloqué mis viejas Rayban de cristal verde oscuro para refugiar mis ojos enrojecidos de los despiadados y violentos rayos de sol. El viaje desde el Norte había sido largo y no había conciliado sueño decentemente en un par de noches. El calor era agobiante en hora punta, y humedecía pesadamente el cuerpo de cualquier persona que osara salir a la calle sin la protección de una buena sombra en aquel recóndito rincón del Golfo de Méjico, en Florida. En contraste, el dejo salado de la brisa amenizaba el ambiente, dando un respiro del bochorno pegajoso. Pedí un mapa en recepción, pero una mujer con acento sudamericano me explicó con una amplia sonrisa, llena de maltratados dientes, que no me haría falta.
   La pequeña ciudad, estaba compuesta por una bulevar principal de dos direcciones, con locales de ambiente y pequeñas tiendas de ropa y comida a ambos lados. Un extremo de la céntrica avenida desembocaba directamente en la playa, que se exhibía lejanamente, como si fuese un tenue espejismo. El otro finalizaba en un cruce de direcciones de muy mala indicación donde era perversamente fácil perderse. De aquí, se podía acceder a la autovía, por donde aquella misma mañana yo había entrado. Mi hotel, estaba en el extremo más cercano a aquel difícil entramado de caminos, dispuestos como si de un laberinto fortuito se tratase.   
   Nadie parecía conocer el término edad en aquel lugar. Sentados en bancos, reían grupos de gente entrados en años, ataviados con sombreros de color claro para proteger sus canas y cabezas pelonas del sol. Momentáneamente me fijé en un grupo especialmente ruidoso, que hacía que la palabra carcajada se quedase corta. Su estilo de vida era un Carpe Diem adaptado. Una brusca contradicción;  Vivían el momento anclados en viejas tradiciones. Un olor dulce y embaucador delató a aquella ruidosa banda de viajeros del tiempo extraviados. Se pasaban unos a otros aquel mal disimulado cigarro de liar, ofreciendo animosamente a los peatones.
Contemplaba fijamente cada particularidad de aquel paisaje, demasiado poco decadente para estar inmerso en una atmósfera y ambiente prácticamente extinguidos. Viejas glorias, dinosaurios del jurásico Beatle-maníaco anclados en una forma de vida indiferente a las prisas, aglomeraciones, preocupaciones, intranquilidades, nerviosismos, ansiedades o estrés de cualquier tipo, disfrutaban día a día de unas placenteras vacaciones. No dejaban de atravesar el bulevar furgonetas sesenteras descoloridas. Viejas Volkswagen, llamadas "Van" en inglés, de extendido uso por cantantes aún no reconocidos para atravesar el país en frenéticas giras que relanzarían a algunos hacia la vorágine del estrellato. Pasó por aquel lienzo de asfalto bordeado de destartalados edificios una de simpático aspecto. Aquella furgoneta, pintada de color amarillo claro y con flores estampadas en los laterales, portaba un grupo de risueñas mujeres dentro, y prolongadas tablas de surf atadas sobre la baca. La copiloto sonrió al grupo que seguía fumando y riendo sentado en el banco. Llevaba un pañuelo sobre el pelo castaño, cayendo éste desordenadamente sobre sus delicados hombros. Fue una visión fugaz, pues la vieja Volkswagen cruzó rápidamente, dando sus neumáticos a parar en el pequeño parking que había besando la arena.
   Los bares eran presa de la diversión más vibrante. El bullicio reinaba en cada uno de aquellos locales de extravagantes características. En el último de ellos, tuve que tomar un descanso para cubrirme un poco del sol de mediodía. En este había parejas comiendo, fumando cigarrillos en la terrazas, o bebiendo superlativas jarras de cerveza rubia. Parejas de todo tipo. Chica joven con hombre mayor. Mujer mayor con chico joven. Dos hombres compartían una copa de vino mientras el otro deslizaba su mano disimuladamente en el bolsillo del pantalón del otro. Un hombre negro,  de aquellos que las primaveras dejan huella en la piel arrugada, tocaba una especie de ukelele y compartía su perrito caliente con un pequeño chimpancé, que se sentaba al otro lado de la mesa y no dejaba de aplaudir al compás de la melodía. Me senté en la barra, llamando a un camarero de tez oscura, bronceada como si estuviese bañada en aceite de coco. Era un tipo gordo, de andar patizambo que muy poco delicadamente se acercó y guiñándome un ojo preguntó:
- ¿Qué va a tomar, forastero? – Vestía una sudada camiseta de tirantes a rayas grises y beige. Tanto la frente como las mejillas de su cara estaban húmedas.
- Un whisky. Con tres hielos y dos rodajas de limón por favor- Su contestación fue una mirada ofendida, pero torpe y lenta- Por favor- Repetí ante su poco disimulada desgana.
-De acuerdo, sin prisas forastero. ¿Tienen que ser dos rodajas de limón? Cuánta preocupación por conseguir la perfección en una **** bebida – Murmuró con gesto de desaprobación. Cortó poco habilidosamente dos rodajas de limón, y metió los tres hielos en el vaso, que después llenó aquel whisky de color pardo rojizo- Serán cuatro dólares.
   Le acerqué cinco conciliador, y permití que se quedara con la propina. Se le iluminó la cara de gesto bobalicón, y siguió con su andar patizambo a la esquina de la barra donde continuó su animada charla con un par de viejas cotorras, que mataban el rato con un juego de mesa y discutían por las evidentes trampas que se hacían la una a la otra, robando fichas y cambiándolas obstinadamente de lugar. Yo me divertía con el vaso de frío tacto entre mis manos. Bebía poco a poco, lo devolvía a superficie estable, lo zarandeaba. Una vez terminado, metí uno de los hielos en mi boca y lo mastiqué. Conservaba el dejo de la bebida. Tenía aquel sabor a madera de los whiskys de buena añada, pero dejaba un regusto final demasiado amargo. Me giré considerando las posibilidades de acabar la avenida que seguía igual de concurrida y bulliciosa, y tocar finalmente el océano.
   La playa se presentó educadamente, sin llenar demasiado mis zapatos de granos de arena en una primera tímida toma de contacto. Me descalcé cuidadosamente. La superficie ardía violentamente. Recorrí lo más rápidamente posible la distancia hasta la orilla. Daba botes y pequeños saltos, aún a riesgo de parecer una maltrecha y ebria bailarina de ballet que ha olvidado los pasos. Pronto llegué al agua, inexplicablemente fría en contraste. Aquella inmensidad que se extendía ante mí con su infinito horizonte de olas me asustaba. Mi cuerpo sufrió un estremecimiento suave, y sentí un sudor frío bañando mi nuca, de seguro ya quemada por el sol. ¿Cuántas vidas se habrían perdido en aquella infinidad de color claro? ¿Sería yo una de ellas si me adentraba demasiado lejos?  Intenté apartar estos pensamientos de mi mente, pero a partir de ese momento no dejé mirar de reojo el calmado pero traicionero oleaje.
   Anduve un buen rato junto a la orilla. Caminaba sin prisa alguna, siendo objeto de un trance sosegado y placentero, percibiendo el constante rumor de las olas contra mis mojados tobillos. No parecía que mi mente estuviese considerando el hecho de tarde o temprano deshacer el camino andado. La playa no estaba muy transitada. Pocas personas descansaban sobre toallas en la arena, blanca como una masa uniforme de nieve, y no muchos bañistas se divertían en el agua color turquesa. 
   Mantenía la mente dispersa, descentrada, hasta que oí un grito detrás de mí y del tibio oleaje emergió a pocos metros una cabecita rubia, decorada con unos envidiables ojos verdes. Sonreía entretenida, chapoteaba delicadamente con los pies. Removía la arena con las manos debajo de su cuerpo. Era preciosa y se exhibía presa de un estado de felicidad no amenazada por ningún dilema, cosa que acentuaba su atractivo.  Su pelo de color claro, como las superlativas cervezas que bebían en los bares, caía graciosamente sobre su frente, y se deslizaba por sus mejillas, llegando incluso a tapar sus pechos, ocultos tras un bañador negro. El océano permanecía en calma. Reposaba apacible, aliado con la inverosímil profundidad de aquellos vivaces ojos. Su boca era pequeña, pero peculiar por la carnosidad de unos labios que blandían una sonrisa como mejor arma. Había caído ante el hechizo de aquella mujer caprichosa, que pretendía hundirme sin más razón que su entretenimiento, como si fuese yo un barco pesquero lleno de tripulantes poco acostumbrados a batirse con tormentas de alta mar. En aquel refugio de los años setenta, donde aún sonaban  delirantemente Pink Floyd, los Rolling Stones o los Beatles, donde las flores y las furgonetas con forma de submarino amarillo seguían de moda, donde se reunían firmes opositores al cambio y los  antagonistas de los estandartes modernos residían en su pequeña isla protegida, yo había encontrado una sirena.  Una sirena tan juguetona como peligrosa.  Tan peligrosa como cautivadora. Tan cautivadora como seductora.
- Hola, forastero –Dijo, sacándome de un intenso diálogo interior - ¿Te vas a quedar ahí embobado?- Sonreía ligeramente, dibujando una mueca de burla en su pequeña boca, al darse cuenta de mi fragilidad física y psíquica ante su encanto.
- Hola –Balbuceé por fin, librándome momentáneamente de la lentitud de mis pensamientos. Parecía que tenía la boca llena de pegamento o crema de cacahuete, y pesaran las palabras. Solo conseguí murmurar inseguramente- ¿Eres una sirena? Me han dicho que hay muchas por aquí. Suelen parar a tomar copas en el bar de al lado. Donde el negro viejo con el ukelele y el mono.
- ¿Parezco una sirena?- Divertida, se incorporó dejando entrever no una cola, sino dos sinuosas piernas llenas de curvas que desaparecían en el agua a la altura de las rodillas.
-Empecemos de nuevo, ahora que estoy fuera de peligro. Me llamo Heinz Daniel. No soy de aquí, soy poco más que un forastero perdido -Suspiré, alzando la vista hacia el cielo y meditando la obstinación de mi siguiente paso- ¿Cómo te llamas?- Sonreí ingenuamente, sin poder ofrecer una defensa justa a un ataque tan brutal para mis sentidos.
- Si dijese mi nombre a todos los extranjeros extraviados, ¿Qué clase de sirena sería? – Rió tímidamente, dándose media vuelta atisbando el horizonte, aquel mar de agua limpia y cristalina, que solo veía su calma quebrada por el romper del oleaje. Se zambulló, lanzándose al favor de la primera corriente, y en un estado entre pasmado y aturdido observé como se alejaba mi sirena, sin oposición de la suave marejada.
   Volatilizados mis reflejos y anulada mi capacidad de reacción, no pude seguirla. Me dejé caer sobre la arena, dando mi espalda contra ella. Quedé allí recostado, mirando al cielo azul, no empañado por una nube si quiera, espiando las gaviotas detrás del oscuro cristal de mis gafas...

Heinz Daniel