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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM


Pintan Oros


       
Por fin, una mano abrió el pequeño estuche y todo se llenó de luz. Volvía a estar

de nuevo muy feliz y sabía que mi vida daría un nuevo giro. Llevaba mucho tiempo ahí

dentro, metido en esa caja estrecha y hermética. Cuando estás encerrado, todo está

oscuro y no puedes moverte. La tristeza se adueña de ti, y tan solo puedes dormir como

un lirón.

         Unos dedos largos y fríos aparecieron y nos fueron sacando a todos. Nos

colocaron sobre una alfombra verde, que mas bien parecía el escenario de un partido de

Champions League.

         Íbamos de estreno, con nuestro precinto de seguridad incluido, salimos todos bien

colocados, cada uno con los suyos; las espadas con las espadas, las copas con las copas,

y al final los míos, los Oros, los relucientes Oros. Estábamos todos impecables, sin una

arruga, sin una mancha. Nos invadía una satisfacción difícil de explicar.

         Yo soy una sota, La Sota de Oros. Se que no soy gran cosa, y que valer, no valgo

mucho. Pero tengo mi mérito. Hay otras tres de distintos palos, pero no tan elegantes y

resplandecientes, ni con tanto estilo como yo, donde va a parar.

         Nos fueron separando y moviendo de arriba hacia abajo, de adelante hacia atrás, e

incluso aquellas manos se permitieron el lujo de hacernos un carrusel, o una ola, o que

se yo. Estaba mezclado con otros compañeros de la baraja, pero ya no, junto a mis

amigos los Oros. Estaba situado en los últimos lugares, y sabía que mi aparición en el

juego iba a ser importante, e incluso decisiva en la batalla que se avecinaba.

         1



         Comenzó la partida, y solo se veía encima de la mesa y boca arriba, un triste y

solitario basto, el cinco. Que por cierto lo cambiaron rápidamente por el dos. Más

insignificante aún. No debió de gustar mucho. Era la muestra.

         Aquella mano con dedos ya no tan fríos, iba cogiendo cartas del mazo, hasta que

de pronto se oyó una voz que rompió el silencio de la tranquila velada. ¡Veinte en Oros! 

¡Uff.! Que orgulloso me sentía, habíamos cantado en Oros. Veinte puntos más. Todo

gracias a mi rey y a mi caballo, que coincidiendo en una insigne alianza, habían logrado

hacer sonreír a aquel que nos manejaba con tanto acierto. El hecho de cantar veinte en

Oros, te da mucha fuerza y convicción en lo que estas haciendo, porque sabes que el

triunfo esta mas cerca.

         Poco a poco, iban desapareciendo la cartas del montón, y saltando eso si, alguna

con bastante fuerza al mantel verde que había sobre la mesa. Yo estaba colocado entre

el As de espadas y el Rey de copas, dos grandes cartas. A veces cuando te encuentras

junto a estas cartas te sientes más pequeño de lo que en realidad eres. Verte rodeado de

figuras tan importantes, intimida. Y eso que, en algunas ocasiones tu puedes llegar a

vencerles. Aunque en muy contadas ocasiones. Pero ocurre.


      Me fui acicalando, porque sabía que pronto me tocaría salir, mi turno estaba ya

cercano. Me coloqué mi boina roja, me subí el cuello de la camisa estilo Zidane, y me

coloqué bien los pololos, los dichosos pololos. Ya se, ya se, que hay mucha gente que

no acepta de buen grado esta prenda, pero cuando te juegas la vida de esta manera, eso

no importa. Me anudé el fajín, tal y como me dijo el Rey de Oros y le saqué brillo al

estandarte, a nuestro emblema, la moneda dorada. Es mucho lo que significa para

nosotros.
2
         

         Todo estaba listo. Y por fin fui extraído del montón. ¡Ah!. Que suerte, me junté

con otros dos Oros, alguna copa y varias espadas que miraban con recelo. Que momento

más interesante. Como me gustaría ganar en mi baza. Son cosas que pueden pasar, y yo

estaba preparado para todo. La verdad prefiero ser una Sota de Oros, que una hortera

sota de bastos, con ese gorrito con dos alitas que parece que va a echar a volar en

cualquier momento.

         Solo quedábamos cuatro cartas en aquellas manos, y yo sabía que íbamos

ganando. Ahora no podía fallar y defraudar a nuestro líder, el As de Oros. El nos había

instruido, y a él le debíamos todo nuestro respeto, sabiduría y honor. Era algo parecido a

un Jeday.

         Los dedos me cogieron y amenazaron con lanzarme al tapete, pero no, fue otra

carta la que salió antes que yo. A mi, al parecer me reservaban como a los buenos para

lo último, para lo mejor de la partida.

         Era mi momento, me cogieron de una esquina con suavidad, como si de un golpe

maestro se tratase, y fui soltado con firmeza, con energía. Esperaba impaciente la

respuesta del contrincante, unos segundos y se acabaría todo. Estaba pletórico, no podía

creerlo. Haber llegado tan lejos. Siempre había soñado con aquel momento. Todos mis

compañeros se pasan la vida imaginando un desenlace así, y no nos ocurre a todos. Solo

algunos elegidos lo consiguen. Y yo estaba ahí, esperando llegar al fondo de la jugada.

De pronto, saltó junto a mi un as de copas, con todo su señorío y pomposidad, y estaba a

mi merced, parecía increíble. Tenia que seguirme y no lo hizo. Me lo llevé de calle.

Ahora si que sentía las vibraciones del triunfo.

         

3


       
       
         Fui recogido del tapete verde con honores de Rey, y alzado con vítores por los

demás Oros. La mano me hizo descender con gran cariño hacia su montón de cartas

ganadas, sintiéndose muy orgullosa de mi. Supe entender entonces el gran aprecio que

sentía hacia La Sota de Oros.

         Yo se, que en realidad no valgo mucho, pero hoy me habían dado una oportunidad

de "Oro" y la había aprovechado. Ganamos la partida. Y todos hicimos el carrusel, o la

ola, o que se yo.

         Y de nuevo al estuche, pero esta vez contento de haber hecho bien el trabajo.

Bueno yo,  acabo de desnudaros mi alma. ¿Y no me aplaudís?

Ya se, algún día necesitareis de mis servicios, hasta entonces.           

La Sota de Oros

Urbano Madrigal

Relatos FM


"El día del Festín del 28"


Lo primero que debo aclarar, es que el mío, es un pueblo chico. De aquellos en los que todos se conocen y la menor presencia de un extraño es advertida al instante. Aquello de "pueblo chico, infierno grande", me parece relativo. Pero en el caso de mi pueblito, el dicho se ajusta perfectamente a la realidad. El chisme y el control social, son las dos caras de la moneda de cambio corriente en "Villa Angostura".
La historia que voy a relatar acaeció hace ya muchos años, muchos más de los que me hubiese gustado... Ocurrió cuando contaba veinte años. Veinte gloriosos años! Quién los tuviera!! (lástima que uno se da cuenta muy tarde cuando sus años de gloria han pasado...)
Y esos años que han transcurrido, disminuyen las posibilidades de un relato más auténtico, ya que como todos saben, y ni siquiera hace falta que lo mencione, pero como ya lo dije, terminaré la idea... los años hacen que olvidemos cosas, detalles... hacen que los sentimientos relacionados a una cosa vayan desdibujándose... hacen que hasta las convicciones más profundas vayan convirtiéndose en recuerdos ajenos... y hasta en dudas...
En fin, vamos a lo que nos convoca; el relato de la vida de Juan y Milva... dos de las personas... (o debería decir personalidades?) más famosas de Villa Angostura. Y son famosas no por lo positivo que pudieron haber hecho, ni por lo malo. Sino porque lograron, como pocos lo han hecho, sembrar la duda en la Villa, una duda de la que ya no hay forma de salir...
Juan y Milva formaban una pareja... normal. Nada raro, nada de excesos, nada que reprocharles. Él la visitaba regularmente, y durante las horas permitidas. Iban a la iglesia los domingos. Paseaban de la mano, serena y apaciblemente de tanto en tanto, por la plaza de la ciudad. Para nada llamaban la atención... nadie en aquella época podía sospechar que las vidas de aquellas dos personas, pasarían a la historia...
Cada 28 de agosto, se celebra en Villa Angostura, el aniversario de fundación de la ciudad, y la celebración es grande. Y cuando digo grande, es GRANDE con todas sus letras en mayúsculas. La fiesta empieza la mañana del 27, con la celebración de la santa misa. Al mediodía, cada familia, presenta, en una especie de desfile, ante un palco especialmente preparado para la ocasión, y ocupada por las más notables y distinguidas autoridades de la ciudad e invitados especiales, los animales que, como agradecimiento a Dios, y haciendo gala de su corazón desprendido, ofrecerán para la gran comilona que se realizará al día siguiente, y del que disfrutará toda la comunidad. Hasta el último de sus habitantes...
El orador de la "ceremonia" menciona a la familia que está frente al palco, y al o a los animales que ofrecerán para la fiesta de la Villa. Una bandita de músicas tradicionales acompaña el acto. Vacas, ovejas, cabras, gallinas, cerdos y hasta pescados, son ofrecidos para la comilona. Todo es fiesta, alegría, jolgorio.
A unos mil metros del palco, se encuentra el "Matedero de Angostura", lugar al que son llevados todos los animales ofrecidos para la celebración, y en el que los mismos son sacrificados, faenados, y preparados, para la parrilla, la olla, la estaca, o los embutidos que serán  parte del "festín del 28".
En aquel tiempo, los habitantes de Villa Angostura, no pasábamos de tres mil quinientos... Todos nos conocíamos. Todos. Hasta el ermitaño Jonás conocía a todos, y todos lo conocíamos a él. Su historia es larga, tal vez en otra ocación les cuente. Pero ahora no viene al caso. Lo que sí debo decir, porque al fin y al cabo Jonás también es parte de esta historia, es que, un buen día, se cansó de la gente. De la hipocresía, de la mentira, del control, de la esclavitud en que se tienen los seres humanos, (según sus propias palabras) y decidió ir a convivir con su perro viejo, y con las plantas.   
En fin, era el 28 de agosto de 1928. Siendo exactamente, según el gigantesco reloj de la Catedral, las 19:28, una estrella fugaz, la más grande que se haya visto jamás, cruzó el oscuro cielo de la Villa, sorprendiendo a todos, por su luminosidad, y porque, según creen nuestros ancestros, (y por supuesto, nosotros también lo creemos) las estrellas fugaces muy luminosas, no son de buen augurio.
Inmediatamente después del avistamiento de la estrella, el sacerdote de la Villa, y un buen grupo de santularias y santularios, fueron a la parroquia a rezar unos rosarios, para ver si así Dios se apiadaba de las almas de los habitantes de Angostura. Pero nada ni nadie pudo detener lo que ocurrió aquella noche...
En medio de la agitación que produjo lo de la estrella, y de todo lo que significaba el Festín del 28, nadie advirtió que Juan y Milva ni estaban en el Festín, ni en la parroquia... pues los unos pensaban que estaban con los otros, y viceversa.
En fin... muy tarde, ya pasadas las 3 de la mañana, cuando todos iban retirándose a sus hogares para descansar, los padres de Milva se dieron cuenta que la pareja había desaparecido. Dieron aviso inmediatamente a las autoridades. El comisario, junto a sus 5 oficiales, se organizaron para la búsqueda. Los hombres y los jóvenes hicieron lo propio. Toda Angostura buscaba a los desaparecidos. Jamás había pasado algo parecido. Las diferentes versiones acerca de la desaparición misteriosa, empezaron a escucharse por doquier.
Unos aseguraban que habían aprovechado el alboroto para escapar e ir a hacer sus vidas lejos de tanto control ejercido por sus padres... Otros decían que probablemente se trataba de un secuestro extorsivo, ya que Villa Angostura era (y sigue siendo) un pueblo esencialmente rural y productivo, y el dinero abundaba... (y sigue abundando) Otros pensaban que tal vez Ernesto, ex pretendiente de Milva, que hacía un par de semanas había viajado a Manitoba para estudiar, pudo haberse vengado de la pareja, por la negativa de Milva de tener un noviazgo con él... Los más supersticiosos hablaban de que la estrella tenía algo que ver con su desaparición...
Todo había sido registrado en los alrededores. Nadie durmió en Villa Angostura la noche aquella... Todos estábamos exhaustos... En el ambiente se sentía algo diferente, algo mágico, excitante y confuso... tal vez producto del cansancio, de la imaginación, o del reflejo de aquella estrella, que quedaría grabado para siempre en la memoria de los que lo vimos...
Lo cierto y lo concreto, es que al empezar a clarear, a eso de las 6 de la mañana, dos niños en bicicleta, de unos diez años aproximadamente, entraron a la Avda. Central  gritando a todo pulmón, anunciando que habían encontrado a la pareja, en la propiedad de los Biercy, en las cercanías de la choza de Jonás, el ermitaño... a unos ochenta y cinco km. del centro de la ciudad...    
Todos nos movilizamos para allá. Todos. En medio de un numeroso grupo de jinetes, fui a ver lo que había ocurrido. A medida que nos aproximábamos, sentíamos la resistencia de los caballos para seguir avanzando. Fue lo más raro que experimenté en más de sesenta años de monta... No entendíamos lo que estaba pasando... lo cierto es que a unos diecinueve o veinte metros de la entrada a la propiedad (algunos aseguraban que a diecinueve metros y veintiocho centímetros exactamente. Yo no me puse a medir la distancia) los caballos se detuvieron abruptamente. No había fuerza humana que los hiciera continuar... Así que aseguramos los caballos a los árboles más cercanos, y seguimos a pie. El olor a maní recién cortado llenaba nuestros pulmones. Fue el amanecer más raro de nuestras vidas...
La propiedad de los Biercy tendrá unas novecientas hectáreas. Caminamos bastante para llegar a las cercanías de la cabaña de Jonás, que era nuestra única referencia. Sabíamos que estaba casi en el medio de la propiedad. Y efectivamente, en medio de todo aquel enorme campo, lleno de plantaciones de maní, y de piquetes con vacas,  vimos lo inimaginable... Cinco círculos perfectos habían sido formados en la plantación de maní... Fueron hechos no sabemos cómo, ya que las maquinarias de la época en Villa Angostura, no eran capaces de algo semejante... El del centro, enorme, supongo yo que era del tamaño equivalente a una hectárea aproximadamente... aunque como era círculo, no sé la medida exacta. Y los otros cuatro, eran más o menos del tamaño de un cuarto del grande, y estaban ubicados a los costados del mismo, mirando exactamente a los cuatro puntos cardinales... toda la plantación de maní era amarillenta-grisácea... pero las plantitas que habían quedado en cada uno de los cinco círculos, tenían un color violáceo... y en medio de todo aquello... la pareja. Parada, dándose la espalda y mirando al cielo, con la mirada más perdida del mundo...
El pueblo entero observaba aquel espectáculo inigualable. Nadie decía nada, nadie se movía, nada parecía real. Parecía qu estábamos en un cuento colectivo con final infeliz...
La madre de Milva se movió primero, y fue corriendo a abrazarla. Los padres de Juan la siguieron. La pareja no bajaba la mirada al suelo. No hablaban, no oían, no tenían expresión alguna en el rostro. Tuvieron que llevárselos en la única ambulancia del pueblo...
El Comisario fue a casa de Jonás, para averiguar lo que él había visto. Pero lo encontró colgado del techo con su propio cinto. Con la misma expresión que tenían Juan y Milva al ser encontrados... es decir, sin expresión alguna en el rostro...
La pareja no tenía ningún tipo de lesión en el cuerpo. Pero la mente se les había secado, aparentemente...
Nadie supo explicar lo ocurrido. Mucho se habló de que la estrella fugaz, en verdad era alguna especie de nave espacial que cayó en Villa Angostura, y sus tripulantes, volvieron locos a Juan, Milva y Jonás. Nadie supo porqué la pareja se encontraba en ese lugar, aunque las malas lenguas hablan de que fueron a disfrutar de la pasión que solo la juventud es capaz de dar... Otros hablaban de que Jonás sabía algún secreto de la pareja, y que éstos, armaron todo un teatro para deshacerse del viejo sin que nadie sospechara...
Tiempo después, Juan y Milva, sin decir una sola palabra de lo ocurrido, desaparecieron de verdad una noche de primavera. Nadie los volvió a ver... 
Algunos creen que los extraterrestres vinieron a llevárselos para siempre. Otros creen que se escaparon, para no afrontar las consecuencias del horrendo crimen que cometieron con Jonás, y que el motivo del asesinato, era que éste, conocía algún secreto de la pareja. Probablemente el embarazo de Milva, o un aborto, o algo peor... Y que por temor a que Jonás hablara en algún momento, y a la exclusión social, tramaron todo aquello para irse, dejando confundida a la población, y  sin dejar huellas...
En fin... la única verdad en este caso, es que nadie sabe la verdad... nadie... y tal vez sea mejor así...

La Sombra Azul

Relatos FM


En el nombre de Dios


Sabor a metal en los labios, y un gran gris sobre los ojos. Un zumbido continuo y agudo en los oídos. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué había ocurrido? El zumbido comenzaba a despejarse lentamente, y el entrechocar del metal retumbando en el aire trajo a su cabeza, su dolida cabeza, un primer recuerdo: se llamaba Demetrio, lo recordaba. Esto abrió una nueva puerta: su esposa, en su hogar aguardando lánguida y triste su regreso. Una puerta más: su regreso del campo de batalla. ¡Eso es!  Él era Demetrio, un soldado de Dios, un cristiano luchando contra el infiel, protegiendo su tierra. Los infieles, esos turcos selyúcidas, eran cada vez más fuertes. Bajo el mando de su sultán Alp Arslan, eran cada día más y más poderosos, y su extensión conquistando territorios cristianos y bizantinos era imparable. Pronto, Demetrio, tras unos instantes, lo recordó todo.
   El sabor metálico y el zumbido, ambos, eran frutos de la batalla. Recordaba perfectamente cómo abatió con su lanza al primer turco que se cruzó en su camino, atravesándole el cuello y desincrustándolo de la lanza después con su pie. En ese momento, una flecha le pasó cerca de la cabeza obligándole a agacharse y permitiéndole, a su vez, ver a otro turco que se acercaba por su espalda. Demetrio dejó su espalda descubierta al ataque del enemigo, buscando hacerle creer que no había percibido su llegada. El soldado turco, confiado, se acercó presto levantando el hacha con sus dos manos, dispuesto a descargarla ferozmente sobre el incauto cristiano. Demetrio, curtido en más de diez batallas, fue rápido y preciso en sus gestos. Justo cuando el turco descargaba el hacha sobre su cabeza ferozmente, Demetrio se agachó apoyando la empuñadura de su espada sobre el suelo. El soldado turco, pillado por sorpresa y habiendo descargado su golpe con todas sus fuerzas, perdió el equilibrio sobre Demetrio y comenzó a caerse rodando sobre él. Demetrio había calculado bien y, cuando el turco rodó hacia el suelo, con un gesto casi mecánico de su brazo derecho condujo la caída de éste hacia el filo de su arma, atravesándolo por completo desde la espalda y a través de sus costillas. Tras esto, todo estaba algo más nublado, la adrenalina golpeó como un azote en su cabeza dispersando de nuevo su sentido. Recordaba haberse lanzado sobre dos soldados turcos que remataban despiadadamente a uno de sus compañeros; recordaba también haber herido a uno en el brazo del arma y  haber esquivado un tajo que, de haber acertado, hubiera cercenado su pierna derecha; lo que apenas recordaba era de dónde venía aquella maza que impactó en su cara.
Tras recordar lo ocurrido, la niebla sobre sus ojos, el zumbido y parte del malestar se esfumaron. Le dolía terriblemente la herida de la cabeza. Debía de ser profunda y grande, pues no paraba de manar sangre, y eso que, seguramente, llevase un rato inconsciente. La sangre  recorría casi toda su cara, pegándole el pelo al rostro y llenándole la boca, lo cual  dejaba un amargo regusto metálico en sus labios y lengua. Apenas se escuchaba ya ruido de batalla y la mayoría de los soldados estaban muertos o habían huido. Era difícil saber si habían vencido o si los turcos seguirían con su inexorable avance, pero lo que sí estaba claro es que miles de hombres habían muerto hoy ahí. Demetrio se incorporó y, al comenzar a caminar, se dio cuenta de que, de alguna manera, se debía de haber hecho un esguince en el tobillo derecho, pues apenas podía caminar y le dolía terriblemente. La mano del arma también le dolía y, aunque había perdido su espada y su lanza, no le fue nada difícil encontrar una espada nueva entre los montones de cadáveres. Nadie parecía haber sobrevivido. Caminó y caminó durante unos minutos, y pronto una voz sonó entre un grupo de cadáveres. Era una voz que hablaba en una lengua extranjera y que repetía, entre muchas otras palabras, el nombre de Alá una y otra vez. Se trataba de un soldado turco al que habían cortado una de su piernas y que, a juzgar por el charco de sangre de su alrededor y de su color de piel, debía llevar desangrándose prácticamente toda la batalla. Su mirada estaba vidriosa y sus manos y labios temblaban mientras continuaba murmurando. Demetrio se acercó a él, pero este ni siquiera reaccionó. Quizás estuviese ahí de cuerpo, pero su mente debió haber volado hace rato con Alá, pensó Demetrio. Con cuidado, se acercó a él y poco a poco se dio cuenta de que no sobreviviría. La herida en la pierna del soldado turco, lejos de dejar de sangrar, continuaba haciéndolo, y a un ritmo preocupante. Pronto, muy pronto, el soldado moriría. Demetrio sintió pena, la batalla había terminado y en su cabeza ahora no existía el islamismo ni el cristianismo,  tan sólo veía a un hombre muriendo ante sus ojos. Trató de ayudarlo pero no se le ocurrió cómo. Cerró la herida de su pierna con lo que quedaba de su propia túnica y lo recostó en un claro en el suelo, lejos del resto de cadáveres. El soldado turco se fue apagando lentamente, poco a poco, y Demetrio comenzó a rezar encomendando a Dios su alma de infiel. Demetrio no se dio cuenta; ni siquiera notó cómo el soldado turco, al escuchar de la boca del cristiano la palabra de Dios, había despertado de su trance y, casi sin fuerzas, había empuñado una daga cercana que un soldado bizantino había perdido en combate clavándola en el costado de su enemigo con un último suspiro de vida. Demetrio sintió dolor, mucho dolor. El aire de sus pulmones había desaparecido y sentía frio y asfixia. Sus ojos, cerrados en un rezo, se abrieron de repente en un gesto crispado. Mientras un gemido se escapaba de sus labios, pudo ver cómo el soldado turco moría con una daga en la mano que había clavado en su costado. Más dolor recorrió el costado de Demetrio y un hilo de sangre brotó de su boca. Sintió que esto había sido el final para su cuerpo magullado, que este golpe era el golpe que acabaría con su vida. Demetrio se recostó sangrante sobre el suelo a la par que, con gran dolor, se desclavaba la daga. Poco a poco se fue tumbando en el suelo, buscando sentir menos dolor y poder respirar. Su vida se le escapaba a cada suspiro. Entonces, un ruido de caballos cercano lo alivió en su dolor. No sabía quién era, pero sin duda era una esperanza. No se había dado cuenta, pero tenía los ojos cerrados. Entreabrió con dificultad uno de sus ojos a tiempo para ver cómo un par de carromatos bizantinos tirados por caballos paraban cerca de donde él se encontraba. Pronto, las puertas de los carromatos se abrieron y del primero de ellos bajaron dos figuras. Primero bajó una mujer a la que Demetrio inmediatamente identificó: se trataba de la emperatriz Nicéfora, esposa del emperador. A Demetrio le sorprendió verla allí, a una emperatriz. De hecho, pensó que su futura muerte le hacía delirar. Sin embargo, la siguiente persona en bajar del carromato le hizo volver a su cordura. Se trataba de Constante, líder de la iglesia en Bizancio y amigo personal de la emperatriz. Constante era muy severo y justo. Era un hombre de Dios y, según le pareció a Demetrio, era su salvación enviada por el Todopoderoso. Varios soldados que acompañaban el carromato parecían buscar entre los restos de la batalla algún superviviente sin mucho éxito. Una voz cercana a Demetrio le hizo girar lentamente la cabeza hacia otra dirección. Un soldado informaba de la ausencia de supervivientes desde un par de pasos a la derecha de Demetrio. Demetrio, sacando fuerzas de flaqueza, trató de gritar con todas sus esperanzas, pero nada salió de su garganta más que una ensangrentada gárgara. Demetrio se sintió débil tras su esfuerzo, y condenado por no haber logrado llamar la atención del soldado. Sin embargo, la simple gárgara pareció haber llamado la atención del soldado, quien, sorprendido, se acercó a Demetrio y, tras un rápido vistazo a su maltrecho cuerpo, gritó informando a sus superiores de la existencia de un superviviente. Demetrio creyó haber perdido la consciencia durante algunos minutos, pero cuando volvió a abrir los ojos, vio frente a él al arzobispo Constante, quien, con su pálido rostro y su tupida barba, escudriñaba a Demetrio. Demetrio probó a hablar:
—Mi señor, gracias por venir a salvarme —dijo Demetrio con un hilo de voz.
—Hijo mío, —dijo el arzobispo con una seria y profunda voz —poco puedo salvar de ti, pero salvaré tu alma.
—Gracias, padre. ¿Vendrá Dios a recoger mi cansada alma al campo de batalla? —dijo de nuevo Demetrio con un aún más desgarrado y agotado hilo de voz.
—No, hijo, en el reino de Dios no hay lugar para los asesinos, pero yo le hablaré bien de ti cuando me halle junto a él en el cielo. Descansa y prepara tu alma para el infierno, pues Dios no manchará sus ropajes viniendo a un sitio como este.
Tras decir esto, Constante se irguió lentamente, mirando a los ojos de Demetrio fijamente sin ningún tipo de sentimiento. Poco a poco giró la cabeza y se dio la vuelta para marcharse. Demetrio agarró sin fuerzas la túnica del arzobispo, en un último intento de marcharse con Dios quizás. Constante miró a Demetrio mientras el brazo de éste perdía poco a poco fuerza y soltó su túnica. Tras esto, se giró por completo y, con un paso tranquilo, comenzó a marcharse en dirección al carruaje, mientras poco a poco la vida en los ojos de Demetrio se apagaba para siempre.

José Guerrero

Relatos FM


Hijos del odio


Toribia recorre las calles del pueblo seguida del viejo lebrel. Camina despacio, en silencio, como si fuera un fantasma. Lleva unas alpargatas rotas, un vestido raído y una toca de color negro con encajes colgada sobre los hombros. Dicen, que después de tantos años encerrada en la choza, se presentó un día en el pueblo, desafiante, ufana, buscando venganza, como si quisiera desasirse de tanto tiempo de humillación y vergüenza.
Toribia es una mujer anciana. Toribia ya no atrae a los hombres. Pero en sus tiempos, fue una moza guapa y lozana por la que suspiraron los mozos más ricos del pueblo. Pero ella fue a fijarse en un joven honrado y sin fortuna, y rojo para mayor INRI.
Al marido de Toribia lo fusilaron por rojo al acabar la guerra. Y Toribia, cansada de aguantar rapados, palizas y otras humillaciones, se fue a vivir al chozo de pastores abandonado que hay a la subida de las eras, a esperar tiempos mejores. Allí vivió, sola, olvidada, sin que nadie la molestara durante algún tiempo. Vivía de un pequeño huerto y unos pocos animales que cuidaba. Hasta que una noche de juerga, en medio de una borrachera, alguien dijo que podían subir a joder con Toribia.
Aquello fue sólo el principio de lo que vendría después. Porque los hombres tomaron la costumbre de subir hasta la cueva a abusar de Toribia. Y a la mujer, sola y desamparada, no le quedó otro remedio que entregarse a los hombres sin que de su boca saliera una sola queja, ni un insulto, ni siquiera una frase de clemencia.
-Joder lo que queráis –decía resignada-. Pero por lo que más queráis, no me dejéis preñada.
La cueva de Toribia se llenó entonces de hijos. Del fondo de la cueva, surgían siempre unos ojos que brillaban en la oscuridad mientras observaban como los hombres fornicaban con su madre. Hijos que echaban a andar por el camino de las eras y se marchaban de allí apenas cumplían los doce o trece años.
Pasaron los años, Toribia se llenó de arrugas y los hombres dejaron de subir a la cueva. Una tarde de verano, Toribia vio desaparecer al último de sus hijos por el camino de las eras. Entonces, la soledad se apoderó de ella. Hasta que una mañana de domingo, cuando ya nadie se acordaba de Toribia, apareció en el pueblo. La vieron caminar calle adelante, altiva, orgullosa. Cruzó el pueblo, subió a la plaza y entró en la iglesia a la hora de misa. Todos los presentes volvieron sus ojos hacia la entrada y la miraron con asombro:
-Es una roja –dijeron unos.
-Y una **** –gritaron otros.
Pero el cura dijo:
-Es una hija de Dios.
-Que la echen a la calle –pidieron unos.
-Que vuelva a su cueva –sentenciaron otros.
Pero el cura dijo:
-Dejadla en paz.
Desde ese día, Toribia baja los domingos a misa y mendiga a la puerta de la iglesia. Hasta que una mañana, se decidió a caminar por las calles del pueblo a pedir limosna de puerta en puerta.
Entonces, las gentes protestaron:
-Es el diablo en persona. Echémosla de aquí.
Pero el cura dijo:
-Es una hija de Dios. Denle limosna.
Y como el cura es una autoridad del pueblo, la dejaron en paz y le dieron limosna.
Toribia baja ahora todas las tardes al pueblo en compañía del viejo lebrel. Cruza las calles seguida por la traviesa chiquillería que corre tras ella, la llama **** y le tira piedras.
-Soy lo que vuestros abuelos me hicieron –dice-.
Pero los chavales continúan tras ella insultándola y tirándole piedras.
Toribia se vuelve otra vez hacia los niños:
-Un poco más de respeto, chavales, que soy la madre de los hermanos de vuestros padres.
Toribia vuelve a la cueva y llora en silencio. A Toribia ya no le duelen las pasadas humillaciones. Toribia llora porque se siente vieja, sola y cansada. Toribia mira sus manos huesudas y demacradas y no encuentra en ellas ninguna huella de su pasada belleza. Toribia llora por el marido muerto y por los hijos perdidos por esos mundos de Dios.
   Los hijos de Toribia regresan todos los años por Pascua. Llegan cargados de regalos para celebrar con ella el día de su cumpleaños. Se presentan con sus estrafalarias pintas, sus gorros llamativos, sus camisas de colores y sus raras vestimentas. No entran al pueblo. Toman la senda de las eras y suben hasta el chozo donde nacieron. Toribia llora  entonces, los abraza y les dice lo mucho que los quiere.
   Los hijos de Toribia andan desperdigados por todas las partes del mundo. El mayor, el que es hijo del viejo alcalde fascista, vive en una chavola del suburbio de Villaverde y recoge cartones y trapos viejos por las calles de Madrid. El segundo, el hijo de Miguel el Cacique, trabaja como limpiador de cloacas para el ayuntamiento de una ciudad. Tiene un hijo camionero y otro que trabaja en un alto horno. Un hijo que está de guardia civil en el Norte y otro que es terrorista. También tiene un hijo en la Legión Extranjera, excombatiente de la guerra Vietnam, que ahora está de casco azul en Afganistán, y otro que es mercenario y nunca sabe dónde está. Y la más joven, la única chica, trabaja de **** en el barrio chino de Barcelona.
   Toribia extiende un gran tablero a la puerta del chozo y come con sus hijos. Los hijos de Toribia le cantan el cumpleaños feliz. Toribia sopla y apaga las 104 velas con su boca desdentada. Sus hijos aplauden y la besan. Ella llora otra vez, los abraza y les dice lo mucho que los quiere. Ellos le piden que se venga a la ciudad. Pero ella contesta que no, que nadie la sacará ya del viejo chozo, que aquí se quedará, sola, por los siglos de los siglos, escupiendo a la gente sus miserias. Luego, les desea suerte, que sean felices. Besa a sus hijos, les añade un amuleto más al collar que cada uno lleva colgado al cuello, desfilan en orden por la senda de la eras, y hasta el año que viene por Pascua.
Toribia empina la botella y bebe hasta ahogar las pasadas humillaciones en alcohol. Toribia está borracha, sale a la noche y grita sus penas a la luna. Las montañas devuelven el eco de sus voces como si la escarnecieran. Las voces se hacen cada vez más débiles, se apagan, desaparecen, el infierno las reclama. Toribia desciende por la cuesta de las eras y entra en el pueblo. Camina por las primeras callejuelas, escupe al pueblo, insulta a sus habitantes dormidos. De su boca aflora todo el desprecio y el odio que ha ido acumulando a lo largo de su perra vida, desde que era una niña cuando corría feliz por estas mismas calles hasta ahora que anda como sonámbula por ellas, pobre, vieja y humillada. Toribia atraviesa la plaza, baja por el callejón de las Ánimas y llega a las afueras. Cruza por el puente romano de piedra, pero se detiene cuando llega a la mitad. El pueblo sigue dormido allá arriba. Mira el agua, duda, alza los ojos, implora al cielo, piensa en el marido muerto, en los hijos perdidos por esos mundos. Mira otra vez al agua, ve su figura reflejada en el fondo, parece que la esté llamando. A lo lejos, escucha el aullido del viejo lebrel que quedó atado a la puerta de la choza. Se detiene a escucharlo, pero sólo escucha en el silencio los sonidos de la noche: el canto de los grillos, el rumor del agua, las campanadas del reloj dando su última hora... Toribia mira de nuevo al agua y cree que su figura la está llamando desde allá abajo. Avanza, sube hasta el pretil del puente, da un paso más, cae. El agua la arrastra enfurecida, su imagen se confunde ya con la figura que momentos antes quedaba reflejada en el cauce. Su silueta sube y baja, aparece y desaparece. El río la arrastra, la mece, la abraza con sus innumerables brazos, va borrando de su mente todos los años de dolor, humillación y vergüenza. Pero Toribia se afierra con uñas y dientes a la vida. Se agarra con fuerza a las cañas de la orilla, grita desgarradamente, pide socorro. Pero su grito se pierde en la noche y sólo el viejo lebrel responde a su llamada. El agua bambolea su cuerpo sin vida de lado a lado del cauce. Toribia se aleja del pueblo, el agua se la lleva, la arrastra el río en sus infinitos brazos, se hace cada vez más pequeña, desaparece para siempre, hasta que no queda de ella más que su fantasma vagando por las calles y su espíritu ascendiendo en la noche, desvaneciéndose como el humo por encima de los tejados.   
                                         

                                        *   *   *   *   * 
         

El espíritu de Toribia se levanta del río y vaga por las calles del pueblo. El viejo lebrel que la olisquea en el aire se enfurece y lanza al viento su aullido lastimero. Su lamento rasga la noche, las nubes se abren y empieza a llover a mares. El río ruge allá abajo como un lobo enfurecido, se sale del cauce, arrastra a su paso los corrales y pajares de la parte baja como un día arrastrara el antiguo pueblo romano.
Llueve a mares. El pueblo dormita oculto bajo la lluvia. Con la tormenta, se apagan las luces de las calles y queda a oscuras. El viento sopla con un ruido ensordecedor doblando árboles, arrastrando hojas caídas. Por encima del furor del viento se escuchan todavía palabras, voces, gritos, ayes, quejas y lamentos que se pierden en la noche.
Los hijos de Toribia vagan por el pueblo con el féretro de la madre a hombros. Preguntan quiénes son sus padres, exigen explicaciones del por qué de su perra vida, del por qué la condenaron a aquella mísera existencia. Los hijos de Toribia caminan con dificultad, se abren paso entre el viento y la lluvia, salen del pueblo, cruzan el puente de piedra sobre el río y llegan junto a las tapias del cementerio. Allí se detienen, dejan el féretro en el suelo, en el mismo lugar donde fusilaron al marido de su madre para enterrarla junto a él. Allí la entierran, en el muladar donde lo enterraron a él, el muladar donde entierran a los rojos y a los suicidas.
Llueve a mares. El cielo descarga toda su ira sobre el pueblo como si de un castigo divino se tratara. Truenos, rayos, gritos, voces. Gritos y voces que ya no se sabe de dónde vienen ni quiénes las pronuncian. Gritos y voces que se confunden con el ruido de la lluvia en los tejados, sobre las calles, sobre la torre de la iglesia, sobre el olmo centenario... Cuando el reloj del campanario da su última hora.

Comala

Relatos FM


Flor de Jaramago


Solo nos diferenciamos unos de otros en los accesorios: en la ropa, en las maneras, en el tono de la voz, en la fisonomía, en los gestos. Cuanto más se analizan las gentes, menos razones hay para analizarlas. Tarde o temprano se llega a esta terrible cosa universal que se llama la humana naturaleza.

Oscar Wilde

PRIMERA MEDITACIÓN: EL SUBJECTUM ARTIS

Lunes. Un día más, ella llega al descampado en el que suele aparcar sobre las siete y veinte de la mañana. A pesar de que su jornada comienza una media hora más tarde y su lugar de trabajo queda tan solo a unos diez minutos a pie, sabe bien que debe estar allí con esa antelación, cuando menos, si no quiere verse obligada a requerir los prohibitivos servicios del parking que hay al lado. "Misión cumplida", dice para sus adentros en tanto apaga el contacto y activa el cierre centralizado. Ahora puede relajarse durante un rato y rematar las tareas de acicalamiento que apenas ha tenido tiempo de esbozar en su casa.
Ya se está perfilando un ojo cuando la ve cruzar por delante de su coche. ¡Y qué insufrible estampa, la puñetera! Como de costumbre, viene arrastrando esos andares groseros, los pies embutidos en unos calcetines de deporte y calzados, a pesar del terrible frío que hace, en unas mugrientas chanclas; cochambrosas mallas de color rosa; sucia cazadora dorada de adolescente... En fin, otro grotesco conjunto probablemente adquirido en una de las exclusivas boutiques de Cáritas. Su peinado hombruno, el pelo bien atusado –no precisamente con gomina-, ausentes los pendientes en sus orejas,  y ni que decir tiene que desterrado de su tostado cutis el más mínimo afeite... Eso sí, el sempiterno cigarro en una mano, y en la otra, una botella de whisky barato a medio vaciar. Es la mujer del gorrilla de aquellos lares. Un aventajado discípulo de Baco, bribón macilento y de gesto avinagrado, conocido en su hamposo ambiente como "El Copito", por tener todo el pelo cano, debe ser.
Aunque ya la ha visto en mil y una ocasiones, no puede evitar detenerse a contemplarla de nuevo. Siempre la observa como si fuera la primera vez, y embargada por ese mismo íntimo placer en el que acostumbra a solazarse mirando, sumida en la calidez de su confortable habitáculo, el dedo de escarcha que cubre los vehículos que han pasado la gélida noche en el descampado, desafiando, además de las temperaturas bajo cero, toda prudencia por parte de sus propietarios.
La mujer del aparcacoches se va derecha a él, le da la botella para que la sostenga, y sin más prolegómenos, le mete mano en los bolsillos del chaquetón, rebañando algunas monedas, que no deben de ser de mucha enjundia, vista la expresión de asco que le sube al rostro tras una honda calada.
Consumado el expolio, deja al Copito rezongando entre mohines de enojo y resignación, y al joven toxicómano, que desde hace unos días se le ha asociado, haciendo bien poco por disimular su podrida risa. Endereza sus desgarbados pasos hasta desaparecer por entre el claro que han hecho en unas zarzas, y que les da paso a las instalaciones de una piscina pública abandonada, ahora convertidas en improvisada morada.
Solo entonces, ella retoma su tarea, mientras se reafirma en el inquietante deterioro que ha experimentado aquella patética criatura desde hace unos meses acá. Cada vez más consumida, más sucia y entregada a sus vicios, que los serán legión.


SEGUNDA MEDITACIÓN: PREPARACIÓN Y PURIFICACIÓN

Martes. Ya en el descampado, finalizado su ritual de estacionamiento, repara en que, cosa extrañísima, no están merodeando el aparcacoches ni tampoco su inseparable acólito. Curiosamente, aquello le trae remembranza de cómo nunca ha mediado palabra con la mujer de ese atravesado. Ni siquiera cuando, algunas veces, le ha hecho vehementes gestos solicitándole un cigarrillo a través de la ventanilla del coche, pues, de manera invariable, ella le ha contestado negando con el dedo y la cabeza, evitando que sus miradas se crucen. ¿Tanto le cuesta enterarse? Ella no fuma. Y apenas sí bebe en alguna ocasión especial. Es tan diferente a ese triste deshecho. Merecedor de lástima, sin duda... Pero en lo más hondo de su corazón, no puede evitar encontrar a una criatura tan repugnante hasta indigna de exhalar su mismo aire. Sus vidas son tan distintas. Más que eso, antagónicas. Y, siendo evidente que entre ellas se abre un abismo insalvable y hostil, ¿cómo ha lugar a que se atreva siquiera a reclamar su atención? A todas luces, resulta muy injusto que la vida obligue a mezclarse, por más que sea ínfimamente, a gente decente con una chusma que se regocija arrastrándose por el cenagoso fondo de su vil existencia. Solo alcanza cierto consuelo pensando que quizá sea porque, en última instancia, las flores necesitan del estiércol para crecer más bellas. Más bellas... Vuelve a fantasear imaginándose a esa mujer rozagante, bien compuesta, vestida, adornada y hasta con las maneras de una señora respetable. Y, por extraño que parezca, lo cierto es que no le resulta demasiado difícil representársela de esta traza.
En ello está parando su mente, cuando, la protagonista de tales divagaciones, dobla la esquina rápidamente en dirección a su guarida. Pero antes de perderse entre las zarzas se detiene bruscamente, se vuelve, y aunque nadie viene tras ella, endilga a los cuatro vientos un inspirado "joputa", alargando desmesuradamente la "a", como si quisiera hacerla llegar hasta el lugar en el que se encuentra su destinatario para ensartarlo. Entonces ella logra advertir con horror, cómo trae media cara, más que amoratada, negra, y un fortísimo derrame en el ojo. Se arrellana estremecida en su asiento de manera instintiva, mientras se pregunta en qué lío se habrá metido esta vez.   


TERCERA MEDITACIÓN: IGNIS PHILOSOPHICUS

Miércoles. Algo raro está sucediendo al fondo del aparcamiento. Lo siente palpitar. Ya antes de llegar se lo han indicado claramente las luces de unas sirenas. Bonita nota de color en otro día que se vaticinaba de lo más desabrido.
Luego de estacionar, observa que la cancela que debía cerrar el paso a las ruinosas instalaciones de la piscina está abierta de par en par y que la flanquea un camión de bomberos, encontrándose varios de ellos afanados en la delicada tarea de enrollar una manguera. También concurren a la cita un coche de la policía local y otro de la nacional con algunos de sus ocupantes observando displicentemente la maniobra. A continuación, mira a un lado y a otro, y como es de suponer, no halla a ninguno de los habituales cancerberos. Entonces, se le viene inmediatamente a la cabeza la inquietante estampa de aquella mujer con el rostro macerado.
Apenas los bomberos terminan de recoger todos sus bártulos se despiden parcamente de los policías y se marchan. Estos, una vez regresan varios de sus compañeros que, al parecer, han estado rastreando los alrededores buscando Dios sabe qué o a quién, hacen la misma operación. En unos instantes, todo ha quedado despejado y reina la más absoluta normalidad.


CUARTA MEDITACIÓN: DISOLUCIÓN

Jueves. Ni rastro de ese oscuro Copito y de su tembloroso socio. Tampoco de su mujer. En su lugar, ahora una terna de morillos ocupa sus puestos, mostrando una gran disposición, si bien no pueden dejar de aspirar ansiosos a cada momento en los pañuelos que empuñan y que deben estar impregnados con alguna asquerosa sustancia. Ciertamente, allí no se tarda mucho en cubrir las interinidades, se dice ella con una mueca de hastío. Aparte, pronto se da cuenta de que también han reemplazado el precinto que había puesto la policía en la cancela de la piscina por una cadena y un candado. Tan recios como inútiles...
Sic transit gloria mundi. Pero, ¿qué otra cosa cabría esperar sino que vidas tan torcidas terminen corriendo tal suerte, y que a esa pobre perturbada le venga a corresponder el peor resultado en esta ecuación?... Aun así, le cuesta hacerse a la idea de que quizá nunca vuelva a verla pululando por allí. Es curioso lo absurdamente sensible que se puede llegar a ser a la hora de desprenderse incluso de las más efímeras hebras que se descuelgan de la trama de nuestra rutina. Pero no es este gran misterio el que ahora la intriga. ¿Sacaría anoche la basura ese despistado...?, se pregunta en tanto se aplica con destreza unas últimas pinceladas de rimel.


QUINTA MEDITACIÓN: CONJUNCIÓN

Viernes. El pronóstico no ha fallado esta vez. La mañana se presenta lluviosa y ventosa. No obstante, a ella es algo que le encanta, pues le augura un plácido fin de semana disfrutando cálidamente de su acogedor hogar en compañía de su adorable familia. Por otro lado, siente que lo necesita más que nunca. La semana se le ha hecho eterna y especialmente complicada en el trabajo. Pero, al fin, ahora solo unas pocas horas la separan de una auténtica existencia, tan real como aquella misma lluvia.
Ya se dispone a desplegar el paraguas y encaminarse a su anodino quehacer cuando, por entre los coches aparcados, ve a la mujer del gorrilla que viene errando indolente, la mirada al suelo, parece que susurrando una canción mientras gira entre sus dedos una florecilla de jaramago. Entonces ella suspira profundamente sin saber el porqué. En verdad, tampoco es que desee saberlo. Le basta con que le resulte extraño...

Pelidor

Relatos FM


Viaje Inédito


Hace unos días en el Colegio nos dieron una nota para nuestros papás. Cuando se la entregué a mamá y la leyó, me dijo de lo que se trataba. Resulta que una señora muy rica; demasiado, según me explicó mamá, que había sido alumna de nuestro Colegio, aunque de eso hacia bastantes años, iba a visitarnos porque había sido elegida como la primera mujer española en viajar al espacio  como turista. Por medio de la nota se explicaban los actos previstos para ese día, además de comunicarles la suspensión de las clases de la mañana para que no lleváramos cartera ni bocadillo.
   Por la noche cuando llegó papá de trabajar, mamá le dio la nota y juntos la estuvieron comentando. Yo estaba haciendo los deberes pero cuando les oí hablar del tema estiré la oreja todo lo que pude y me quedé bastante intranquila. Papá era el más enfadado, pero enseguida me di cuenta que a ninguno de los dos le hacía gracia la dichosa  visita. Luego, escuchando atentamente, me pude enterar de las razones de uno y de otro.
   <<No me parece nada bien que por ser rica, despilfarre tantísimo dinero en una capricho de esa naturaleza. ¡Vaya ejemplo para los niños!>>-, decía papá.
   <<Mucho menos considerando la cantidad de niños que a diario mueren de hambre en el mundo>>-, remataba  mamá.
   La verdad es que cuando escuché eso de la muerte de los niños por hambre, se me encogió el ánimo. Hasta entonces, nunca se me hubiera ocurrido pensar que nadie se pudiera morir de hambre, y menos niños que quizás eran como yo; o sea, que muy bien  podrían tener siete años o así, sin embargo  debía ser cierto porque mis papás hablaban muy en serio. Otra cosa que me impresionó mucho fue cuando calcularon las personas que podrían vivir con el dinero que ella se iba a gastar. No se, no me acuerdo de la cifra pero eran muchas, muchísimas personas las que podrían salir de pobres con ese dinero. Tampoco les gustaba que visitara el Colegio, porque pensaban que podía ser un mal ejemplo e insistieron mucho los dos en eso, pues también estaban de acuerdo.
<<Los niños y los no tan niños, pueden creer que todos los caprichos se pueden conseguir a base de dinero y el hecho de no tenerlo les produce frustración. Es un mal ejemplo porque se educa, aunque sea sin querer, en el consumismo y el materialismo>> A mí aquellas palabras, la verdad, no me decían nada, pero escuchándoselas a papá sabía que no podían querer decir nada bueno. A lo mejor era el tono o yo qué se.
   Tras cenar, me fui a la cama muy inquieta. Dormí mal porque soñé mucho sobre  lo que papá y mamá habían estado diciendo la noche anterior. Unas cosas no terminaba de entenderlas del todo y otras me parecían increíbles.
   A la mañana siguiente, mientras caminaba con mamá a solas hacia la parada del autobús escolar le pregunté con mucho cuidado, como si solo hubiera escuchado un poco de todo lo que hablaban. Me regañó por prestar atención a las conversaciones de los mayores cuando debería de estar centrada en estudiar y hacer los deberes. Se enfadó, pero no mucho. Además, me lo fue explicando todo mucho mejor para que lo entendiera; sin embargo, me pidió que no lo comentara con nadie.
   Dos días más tarde; o sea, ayer, se produjo la esperada visita
   Todos los niños del Colegio andábamos muy excitados. A media mañana nos bajaron al patio, a esperar  la llegada de la señora. Tuvimos que aguardar poco porque enseguida llegó  en un coche enorme. También vinieron con ella muchas otras personas. Alguien dijo que eran Autoridades y Periodistas. Había mucho revuelo de gente: Fotógrafos y señores con cámaras de televisión, menudo follón.
   Al principio a ella casi no la podíamos ver porque estaba rodeada de gente mayor. Sería por eso que nos llevaron al salón de Actos, a esperar que le enseñaran todo el Colegio, porque  dijeron que después  pasaría a saludarnos. Tuve suerte y me colocaron muy cerca del escenario,  así la pude ver bien. Todo el mundo estaba muy contento; no sé si era porque íbamos a perdernos todas las clases de la mañana, pero yo estaba un poco preocupada después de todo lo que había escuchado a mis padres.
   No entendía que los otros niños estuvieran tan alegres, sabiendo lo de los niños que se mueren a diario de hambre y todo eso. A lo mejor era que nadie se lo había dicho porque si no, no me lo explicaba. Lo de perder la clase estaba bien pero, ¡jo!, con lo del hambre y la muerte de los niños yo no vivía en paz.
   Mientras esperábamos nos pusieron un documental sobre viajes espaciales. Era muy divertido ver como los señores que iban en la nave se movían como a cámara lenta y no se podían quedar quietos, enseguida terminaban en el techo. Parecía que estaban haciendo payasadas todo el tiempo. Nos reímos bastante, sobre todo cuando querían coger cualquier objeto que estaba como flotando y se les escapaba varias veces.
   Por fin llegó la señora, llevando un enorme ramo de flores que le habían regalado.    Saludó muy simpática y enseguida la acomodaron en una silla en el centro de la mesa. A su lado estaba el Director y varios Profesores. Los fotógrafos y los de la Televisión no paraban de enfocarle desde distintos ángulos. No sé como la señora podía aguantar tanto jaleo en torno suyo, aunque la verdad es que parecía que le gustaba mucho porque no dejaba de sonreír.
   Habló en primer lugar el Director. Nos contó, muy brevemente; bueno,  según él, porque a nosotros se nos hizo un poco largo, la vida de la señora, sobre todo lo relacionado con  su paso por el Colegio. Después algo de su vida particular y terminó ensalzando la heroica gesta que iba a protagonizar.
   Aplaudieron mucho cuando terminó; yo, algo menos.
   A continuación comenzó a hablar la señora. A ratos parecía que se emocionaba. Otros recordaba mucho a una actriz declamando su papel. Luego trató de hacerse la interesante, dando mucha importancia al viaje que iba a realizar; como si realmente fuera una hazaña. A ella le aplaudieron mucho más cuando acabó; todos menos yo, claro, cada vez me gustaba menos aquello.  Me parecía todo muy raro y por momentos me acordaba de lo que había oído y escuchado de boca de mis padres.
   No tuve la culpa de nada o de casi nada. Fue ella, la señora, la que me provocó. Yo ni siquiera alcé la mano cuando pidió que le preguntáramos lo que quisiéramos y viendo que nadie se atrevía me señaló a mí, precisamente a mí. ¿No sé por qué?
   Me puse en pie y enseguida tenía un micrófono delante. Desde siempre mis padres me habían inculcado la importancia de decir por encima de todo la verdad, de no mentir nunca. Pues eso, que cuando la señora me preguntó la  opinión que tenía de su viaje, me acordé que no debía mentir y así, de golpe se lo solté todo:
   << Pues a mí me parece mal, porque según me han explicado mis padres, con el dinero que usted se va a gastar en el viaje; que a ellos les parece que no es más que un capricho, podía evitarse que muchos niños murieran de hambre>>
   Tenía más cosas para decir, pero como noté que se hacía un silencio total, que a la señora se le había borrado la sonrisa de la cara y que todos los Fotógrafos, mas los Cámaras de televisión me enfocaban y en resumidas cuentas que todo el mundo me miraba a mí y que yo no veía a nadie de los nervios que me entraron al ver el desconcierto general, me callé. Ya no dije más.
   Tampoco me hubieran dejado. Unos; los Profesores, me querían sacar de allí a toda costa. Otros; los Periodistas, querían seguir preguntándome. El barullo que se formó fue tremendo. La señora, según me dijeron después, se desmayó. La verdad es que yo no me lo creo del todo. Me parece, que más bien hizo que se desmayaba para evitar otras preguntas,  como al final sucedió porque no dejaron preguntar a nadie tras de hablar yo. De allí se la llevaron en volandas y ya no la volvimos a ver.
   El alboroto fue impresionante y mientras muchos acompañaban a la señora, no pocos me asediaban a preguntas. Yo seguía en mis trece de permanecer callada, entre otras cosas porque estaba asustada del lío que se había formado. Oí muchas cosas, pero quizás lo que mejor se me quedó grabado fue el reproche de una de las Profesoras:<< ¿Te habrás quedado a gusto, guapa?>>
   En medio de aquel desbarajuste, se me acercó una muchacha muy agradable y se ofreció para llevarme a casa. Se lo agradecí infinito.
   Con mucha autoridad me cogió de la mano y abriéndose paso entre todos, alegando la necesidad de llevarme a casa, me sacó de allí. Tenía el coche casi a la puerta y enseguida estábamos  las dos solas, circulando rumbo a mi domicilio.
   Antes de llegar me preguntó amablemente si tenía sed. Y claro que la tenía. Me invitó a un refresco en una cafetería, ya muy cerca de casa. Mientras bebíamos, comenzó a interesarse por las intenciones que tenía al decirle a la señora lo que le había dicho. Quiso saber si era verdad que mis padres me habían hablado así, también quiso que le contara otras opiniones sobre el viaje y sobre la señora que me hubieran comentado mis padres. Lo cierto es que como estaba agradecida a como se había comportado conmigo, no tuve inconveniente en contarle  todo de "pe" a "pa".
Esta mañana mis padres no me han dejado ir al Colegio, dicen que todavía es pronto después de lo que pasó ayer. Antes de incorporarme de nuevo a clase  mi padre quiere ir a hablar con  el Director y con mis Profesores.
   Papá ha madrugado para comprar unos cuantos periódicos. En todos viene la noticia y sobre todo, porque Cris, la joven que tan amablemente me acompañó a casa, es periodista. Ha escrito mucho sobre el tema, incluso en algunos diarios sale mi foto pero la noticia no soy yo, es la señora. Ha cancelado el viaje y ha decidido entregar el importe del mismo a varias ONGs.
   En mi casa, tras haber leído papá la noticia, estamos muy contentos. Lo que no sé, es ¿cómo me recibirán en el Colegio?
   Esta es la historia de un viaje inédito, que ya sabéis como acabó.
   Ahora  falta saber cómo acabaré yo... y, ¡jolines!, un poquito de miedo si tengo.

Terrón de Tierra

Relatos FM


Hambre
                                                                                             

Sentir hambre es horrible, tanto como tener un fusil en el pecho moviéndose inquieto y con ganas de detonarse. Intolerable también es la vergüenza, pero el hambre puede más que la ética y la moral,  produce un dolor ulcerante que arrasa con todo lo imaginable: un alemán bajándose los pantalones, una pistola que comienza a penetrarte sin misericordia y las risas brutales de los franceses que me acusaron  como si yo fuera la culpable, como si yo fuera la que ocupó esta tierra con sus bombas y sus tanques. Todavía recuerdo al soldado que me amenazó con su fusil. Tenía una mirada piadosa y las manos delicadas que empezaron a  acariciarme sin prisa. El hambre me puso sensible y mis pechos se erguían ante el contacto de los dedos que comenzaban a presionar más fuerte, y yo sabía todo lo que me iba a suceder, sabía que el soldado descargaba  su abatimiento de la guerra, una frustración menos sangrienta que la ráfaga de una ametralladora.                                                         
      Yo quería un pedazo de pan, tan solo eso. ¿Es tan difícil de entender? Esos hombres, con el rostro prudente y gestos patrióticos  empuñaron la máquina mientras miraban  al público que pedía justicia y venganza. Mi pelo  volaba por el viento arremolinado que se había desatado y ellos seguían serios, rasurando a las mujeres que no entendían que pasaba. En aquellas calles de Rennes  escuché las peores humillaciones. Las entendí todas, claramente. Eran en francés, estaban repletas de ira, de rabia. Los insultos en alemán, o lo que fueran esos gritos, no los entendía. Ni siquiera veía a los ojos a los alemanes que pisaban Rennes orgullosos de su raza superior, vanidosos por la conquista del mundo. Orgullo era el que  tenía cuando vivía con mi madre. Yo la ayudaba en la casa, compraba el pan, barría el pequeño lugar que teníamos. Orgullosas, mi madre y yo, cada vez que terminábamos de comer el guiso de carne y papas. Orgullosas por que todo se hacía con mucho esfuerzo. Mi madre a veces pasaba hambre, el poco dinero que entraba a la casa era para que yo comiera, para que pudiera ir a la escuela, para que yo no tuviera vergüenza
       Los ruidos de mis tripas parecían tener  música y yo recordaba una bella melodía que me tarareaba mi madre hasta que los gritos en alemán interrumpieron ese recuerdo. De pronto las embestidas comenzaban a ser brutales, y  yo pensaba únicamente en un pedazo de pan. Al soldado si lo miré a los ojos. Observé sus ojos celestes piadosos, transformándose instantáneamente, transmutándose en ojos inyectados en sangre cuando  abrió mis piernas. También vi una mesa de madera. Tenía tres rodajas de pan y un pedazo de queso. El olor de la comida me penetraba el cuerpo, quedaba impregnado en mi piel. Yo quería sacarme el hambre que gritaba, que no se callaba nunca, y el soldado, que dejó en algún lado la sensibilidad de sus dedos, me tomó del pelo y lo sacudió con fuerza al ritmo de sus embates.  Después el pelo se lo llevó el viento, y todos bramaban en francés, gritaban desaforados mientras yo desfilaba por las calles como por una pasarela. Aullaban su desagravio para que yo sintiera vergüenza. Ya lo dije, la vergüenza es menos humillante que el hambre, menos humillante que un  soldado alemán que cuando subió sus pantalones  pidió perdón. Lo dijo en alemán y yo no lo entendí, pero seguramente pidió perdón, no un perdón de misericordia, apenas un perdón en voz baja, como un susurro. 

Martín Calderón

Relatos FM


Choque


Estaba cansada. Llevaba desde las seis de la mañana despierta sin parar de trabajar. Así que cuando aparcó en el hotel se sintió liberada por fin. Le dolían los pies de llevar esos malditos tacones y estaba incomoda por la falda tan apretada que llevaba que la oprimía hasta las rodillas. Al salir del coche cogió su bolso y su equipaje de mano. Ya toda la familia estaba en el Hotel, excepto ella. Se estaba planteando tomarse estas vacaciones desde hacía mucho tiempo, pero tenía miedo de dejar a algunos de sus pacientes con otros médicos irresponsables.
Hacía mucho calor, ya se notaba que era agosto. Precisamente seis de agosto. Ya solo faltaban tres días para su cumpleaños. Como regalo había invitado a toda la familia a pasar esos tres días en un hotel con todos los gastos pagados. Al principio se habían negado a aceptar tal oferta pero tras muchos ruegos y promesas aceptaron. El hotel era precioso. La entrada tenía una rotonda que te guiaba al aparcamiento o al propio hotel o a la salida también. Cuando pasabas esa parte había muchos escalones que te llevaban a la recepción. El exterior estaba totalmente cristalizado y  no se veía nada para dentro. Sin embargo ahora que estaba dentro podía ver perfectamente el exterior. Dentro había mucho espacio y claridad. La recepción estaba justo enfrente así que fue directo hasta allí. Había un chico con el pelo rubio y bien peinado con un uniforme blanco y rojo. Ella llegó y puso el bolso en el mostrador y sacó la documentación. Entonces él levantó la cabeza y tras un primer escáner de ella, le sonrió de una forma que le dio miedo.
-¿En qué puedo ayudarla, señorita?- Dijo él. Inmediatamente Rocío se irguió y le contestó en un tono frío y distante.
- Tengo una reserva a mi nombre y vengo a recoger la llave de la habitación.- Le dijo mientras le entregaba sus papeles. Él tomó la documentación y buscó algo en su ordenador. Entonces se irguió y la miró asustado. Entonces fue a buscar a alguien más.
-Me disculpa un momento.- Se fue y al momento volvió con otra mujer. Esta llevaba el pelo recogido y un uniforme igual al del chico.
-Buenas tardes señorita De la Rosa. Mi nombre es Francisca. Lamento tener que decirle que por un equívoco de nuestro personal se le ha dado su habitación a otra persona. Si no le es mucha molestia la cambiaremos a otra. Como en estos momentos estamos al máximo le podemos solo ofrecer una Suite en el decimo piso. Le puedo asegurar que es de las mejores que tenemos en este Hotel.- Por el tono de la mujer y las miradas que le echaba al joven debió ser el chico, él que se equivocó porque llevaba la cabeza gacha. Esto trastocaba los planes de Roci. Lo que menos necesitaba era alejarse de su familia y que pudieran escabullirse para pagar algo pero no había otra opción.
-Claro no hay ningún problema. – Fue en ese instante en el que recordó que iba a estar en la planta decima. Las alturas no le importaban pero seguro que el ascensor tardaría una eternidad. –Disculpe pero ¿no hay ninguna otra habitación en las primeras plantas?
-No lo lamentamos pero estamos al máximo de ocupación. –Le dijo la mujer y le entregó una tarjeta color oro.
-Muy bien no hay problema – Dijo cogiendo lo tarjeta. –Me podrían decir ¿dónde está la piscina?
-Sí, claro. Yo la acompañaré. -Dicho esto la mujer salió de detrás del mostrador y la condujo por una serie de pasillos hasta un ascensor. –Baje en el ascensor hasta el piso -2 y ya saldrá directamente a la piscina. Permitame su bolso pediré al botones que lo lleve hasta su habitación.
-Muy bien muchas gracias.
Un ascensor, mi gozo en un pozo, pensó. No le quedó más remedio así que subió y apretó el maldito botón. Ya podía sentir el sudor frio bajando por su camisa de seda y metiéndose en su falda apretada. Solo podía mirar a la pantalla que le mostraba que bajaba del piso dos al menos uno. Cada vez que el maldito numero cambiaba se sentía más mareada. Se miró un momento en el espejo y estaba blanca como un papel. Como se las iba a arreglar para subir al piso diez era un misterio. Entonces las puertas se abrieron y tenía tanta prisa por salir que se chocó con un hombre mayor que la tuvo que coger en brazos.
-Está bien señorita está usted muy blanca. –Le dijo.
–Necesita que la ayudemos- Dijo su esposa. Con cara de preocupación. Como si temiera que se fuera a desmayar.
-No, no de verdad muchas gracias estoy bien. Es solo que los ascensores no me gustan para nada.-Dijo mostrando su mejor sonrisa. – Gracias de todas formas.
Salió casi que corriendo hasta la piscina y hasta que no sintió el sol en su piel no estuvo bien de verdad. Pero no podía ir a que su familia la viera así por lo que se quedó un momento tomando aire en una estancia amplia cubierta por una lona transparente. En el fondo se veía la piscina y todas las hamacas alrededor. No se apreciaba bien pero había una vista maravillosa tras la piscina. El sol estaba todavía bien alto en el cielo a pesar de que eran casi las seis y media de la tarde.
Cuando se sintió mejor empezó a buscar a su familia que le habían dicho que la esperarían en la piscina. El sol estaba tan en lo alto del cielo, que le costaba mirar hacia adelante por lo que se puso sus gafas oscuras. Entonces los encontró en una de las hamacas más alejadas. Estaban todas pegadas formando un semicírculo y en el medio estaban sus dos primitas jugando. Salió caminando hasta donde estaban ellos pero de repente un impulso le hizo esconderse e ir por detrás. Tuvo que atravesar muchas hamacas. A la mitad del camino tuvo la sensación de que alguien la estaba mirando. Entonces giró la cabeza a la derecha y vio a cuatro hombres acostados en sus hamacas mirándola muy descaradamente. Todos eran de  su misma edad, unos treinta años. Cada paso que ella daba era observado. Y con cada paso veía una cara diferente. El primero era flacucho pero se veía alto, porque los pies se le salían de la tumbona. El segundo era fuerte, demasiado fuerte para ser natural. Este la miraba de una forma que le deba miedo. La tercera hamaca estaba vacía. El cuarto hombre era uno de los más apuestos. Los ojos de todos estaban tras unas gafas pero su cara era la más hermosa. Y el último era como el primero pero menos alto. Cuando vio al último giró la cabeza hacia atrás para comprobar si los otros la miraban y sí, todos lo hacían. Le llamaba la atención la hamaca vacía y no sabía por qué. Entonces fue cuando se chocó contra algo duro y grande. Y que estaba empapado. Fue tal el impacto que soltó todo el aire de golpe del pecho y se quedó mareada. Fue como un castigo divino por entretenerse con los hombres y no mirar hacia delante. Cuando reaccionó sintió que unas fuertes manos la agarraban por los brazos. Tuvo que levantar la cabeza para verle la cara al tipo. Y que tipo. Dios era enorme aunque ella llevase tacones él seguía siendo más grande que ella al menos unos tres centímetros y era muy corpulento. Tenía los hombros muy anchos y era puro músculo. No se atrevía a bajar la mirada de esos ojazos azules. Hasta que sintió que alguien le jalaba la falda. Entonces muy lentamente fue bajando la cabeza y vio más músculos todavía. A la altura de su muslo estaba Sofía, su primita de cuatro años. La miró y le sonrió y miró al hombre que la tenía aguantada pero este no dejaba de mirarla a ella. Entonces la niña lo tocó y él también la miró y le regaló la sonrisa más hermosa que había visto nunca Rocío. Subió la mirada hasta la de Rocío y la soltó.
-¿Estás bien?- Le preguntó con una voz muy masculina. Ella no supo que decir así que solo asintió con la cabeza.- Para la próxima vez mira hacia delante, tal vez no esté yo para protegerte- Le dijo con una sonrisa burlona en la cara. Una cara que le sonaba de algo pero no recordaba de que.
Entonces supo de quien era la tumbona vacía porque sus amigos empezaron a reírse. Él los miró y como si se tratase de una orden todos se callaron. Ella se separó y cogió a la niña en brazos.
-Bueno, lo siento. Y tranquilo para la próxima vez tendré más cuidado y apartaré las piedras de mi camino para no chocarme con ellas. – Dijo con un tono muy seco. No le gustaba la forma en la que sus amigos se habían reído de ella.- Gracias y con permiso.- Lo bordeó y con la niña en brazos se fue hasta donde estaba su familia que todavía no la había visto. Gracias a Dios no vieron el brutal choque contra ese troglodita. Que era demasiado hermoso para ser real.
Entonces la otra niña, Amanda también la vio y salió corriendo y gritando a sus brazos. Cuando hizo esto toda la familia se giró y la vio. Todos la saludaron y la mandaron a que se cambiara de ropa para que se diera un chapuzón en el agua que por lo visto estaba buenísima.
-Cariño cámbiate para que pruebes el agua que está muy buena. Tu papá y yo acabamos de salir del agua y llevábamos en ella desde la una que llegamos.-Dijo su madre con una sonrisa en el rostro.
-Sí voy a cambiarme solo venía para saludaros y ver donde estaban. Vuelvo en un momento.- Dijo a todos.
-Cuidado no choques con nadie- Dijo su tía cuando ella se había girado. Fui un comentario burlón pero gracias a Dios nadie se rió solo ella. Por lo que nadie a parte de ella había visto el incidente.
Rocío se giró y le giñó un ojo y dijo con una sonrisa burlona enorme:
-Tal vez lo vuelva a hacer, ¿quién sabe?- Su tía le respondió con otra igual. Y todo el mundo se quedó esperando algo más, una respuesta que nunca llegó.

Brisa

Relatos FM

Que mejor para celebrar que el IV Concurso de Relatos Forummontefrio supera las 5000 visitas que, precisamente, más relatos.


"¡Qué Asco!"


Todo está oscuro y hace mucho frío. No veo absolutamente nada y me golpeo constantemente con multitud de objetos aparentemente inertes. Estoy sangrando, creo, a lo mejor es sudor, o las dos cosas. Calmo mi ansiedad y  me detengo un momento para pensar en qué hacer, porque el cuerpo me duele muchísimo a causa de tanto golpe, aunque debido al frío el dolor se minimiza, algo bueno tiene el frío, aunque si no consigo salir de aquí en breve moriré de hipotermia.
He perdido la noción del tiempo pero calculo que llevaré aquí varias horas. Estoy paralizado por el frío. Tal vez si no hiciese este frío lo estaría por el miedo, la oscuridad absoluta me asusta. Estoy resignado a mi suerte, no puedo hacer otra cosa. Lo único que me queda ahora es el instinto de supervivencia innato en todos los seres vivos (a excepción de los suicidas, claro). No pienso aceptar mi destino mortal, tengo que buscar alguna solución, seguir con vida más tiempo ya que a veces las situaciones mejoran solas. Si esta mejora tengo que estar vivo para beneficiarme de ello.
Pero tanta oscuridad y frío me están desquiciando y es imposible controlar la ansiedad que me produce. Lo mejor será quedarme quieto en donde estoy ahora, al tacto aparentemente un rincón, y abrazarme a mi mismo para intentar minimizar el tremendo frío que hace. Imposible, no aguanto en esta posición, las paredes están heladas, me congelo más todavía. Tengo que moverme, si me quedo quieto moriré congelado. Pero si me muevo puedo morir a causa de algún golpe. Lo mejor será establecer una especie de pequeña "zona de seguridad" en la que moverme constantemente sin riesgos de golpes o caídas. Sí, lo mejor será eso, voy a ir de un lado para otro: uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis pasos. Con eso bastará, en esta corta distancia no hay ningún obstáculo. Pero no debo equivocarme, si doy un paso más igual me golpeo con algo o caigo al vacío. Sólo estos pasos y vuelta atrás. Uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis... uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis... Sólo así, moviéndome de un lado para otro lo más rápido pueda me mantendré con vida más tiempo. Pero tengo que pensar en algo que me saque de aquí.  Voy a intentar recordar cómo he llegado hasta aquí, pero no puedo, mi cerebro parece estar igual de contraído que el resto del cuerpo.  Piensa, vamos, piensa; si no lo haces no hay ninguna esperanza. ¿Cómo he llegado aquí? Recuerdo una puerta frente a mí, una puerta que se abrió de repente. Yo estaba dentro de una casa, creo. Sí, era una casa, ¿qué hacía yo en ese lugar? Bueno, eso no importa, tengo que concentrarme en la puerta. Una  puerta se abrió de repente y  una gran luz salió de su interior.  ¡Claro, eso es! la luz me cegó, ahora lo recuerdo, y algo me empujó hacia la puerta. Nada más entrar ya sentí el frío. De pronto oí un fuerte ruido tras de mí, como un portazo. ¡Claro!, fue la puerta que se cerró. Y de repente desapareció la luz y todo se quedó absolutamente oscuro y frío, y a cada segundo mucho más frío.
¿Qué había tras esa puerta, qué hay aquí dentro? No pude ver nada antes de caer tras ella. Tal vez deba caminar muy lentamente y palpar lo que me rodea. Tengo que arriesgarme. Si me quedo quieto moriré enseguida y si sólo me muevo en mi "zona de seguridad" lo único que haré será retrasar mi muerte. Vamos a ver, ¿hacia dónde voy? Aquí detrás hay una pared. Voy a avanzar hacia delante, despacio, muy despacio. Todo parece despejado. Claro, sigo dentro de mi "zona de seguridad". Ya debo de haber salido de ella, pero no toco nada. ¡Ahora sí! He tocado algo frío, ¿será otra pared?.  ¡Uff!, no sé lo que será pero tengo que volver a tocarlo. Es algo que no se mueve, pero no es una pared, tiene volumen. Puedo rodearlo. ¿Qué será? A ver, si no me separo de ella podré saber qué forma tiene. Es circular y parece igual por todos lados.  Voy a seguir, a ver qué me encuentro. Despacio, muy despacio, no quiero golpearme más.
Un momento, creo que huelo a comida. No sé, tal vez estoy delirando, pero juraría que estoy oliendo a comida. ¿De dónde viene el olor? Si como algo conseguiré calorías para mi helado cuerpo y podré aguantar un rato más aquí dentro. ¿Por qué huele a comida? A lo mejor es una trampa. ¡Claro! es una trampa. Quien me haya metido aquí me está tendiendo una trampa, pero no voy a picar, no pienso picar. Me están poniendo un cebo para que pique. Voy a volver hacia atrás. No puedo, estoy desorientado, ¡maldita oscuridad!. Seguiré hacia adelante, muy despacio, muy despacio. ¿Qué es esto? He chocado con otro objeto. No es el mismo de antes, este es más pequeño y está pegajoso... ¿qué demonios es esto?  Esto huele, huele... ¡huele a chorizo!  Debería comer un poco, necesito calorías. ¡No!, es la trampa, el cebo, no puedo picar, a mí no van a engañarme así. Voy a ir hacia atrás, deprisa, para que no salte la trampa.
¡Ahhhh! me he caído, se ha terminado el suelo y he caído al vacío. Me he dado un buen golpe, casi no puedo moverme.  Pero tengo que levantarme, si me quedo quieto moriré en breve.
¿Chorizo?, ¿antes toqué un pedazo de chorizo? Creo que estoy cada vez peor, estoy delirando. No puedo más, no puedo moverme. Un último esfuerzo, sólo uno más. He logrado incorporarme. Así, ¡ánimo! avanza un poco más, ya no puede ir peor. Despacio, muy depacio... ¡Ahhhh! me caigo.
¿Qué ha pasado? qué es esto, ¡he caído a una piscina! Lo que me faltaba, mojarme con este frío. Pero un momento, esto no es agua. ¿qué es esto? Es un líquido denso y huele... huele a comida. Otra vez la comida, estoy delirando. Menos mal que floto fácilmente, pero me siento peor que antes. No puedo más, no me hundo pero no puedo más... me rindo, no voy a poder salir de aquí. Si me desmayo me hundiré y todo habrá terminado para mí. ¿por qué así? sólo me gustaría saber por qué tengo que morir así.
¡Ahhhh! ¡La luz, otra vez la luz! ¡Se ha abierto la puerta, pero no veo nada!, la luz de fuera me deslumbra, ¿qué está pasando? No puedo más, estoy muy débil, no puedo más... no puedo... no pued... no pue... no...





-Mamá, hay una mosca en la sopa.
-¡Qué asco!
-¿La quito?
-No, no, hijo, por Dios. Tira la sopa, comeremos otra cosa. Qué asco de bichos, siempre molestando. A ver qué comemos ahora.
-¡Mira! se está moviendo, no está muerta.
-Trae, por Dios, dame la sopa. Ya está, al fregadero. ¡Qué asco! Y estaba dentro del frigorífico, a saber que más cosas habrá tocado. ¡Qué asco!

Amsun

Relatos FM


Los Pomares


Cuando irrumpían los Pomares su presencia lo eclipsaba todo. Eran un acontecimiento en sí mismos. Elegantes, correctos, divertidos, sofisticados, distinguidos, cultivados, sensuales, ingeniosos... No sólo encarnaban el matrimonio perfecto sino que cada uno de ellos por separado cautivaba a cualquier interlocutor posible, hombre o mujer, infante o provecto. No se vio nunca pareja igual.

Contarse entre su círculo íntimo, aunque jamás quedó claro quién conformaba ese círculo íntimo, se convertía en un salvoconducto para casi todo: encontrar mesa en un restaurante de moda, conseguir asientos en la final de un torneo de tenis, asistir a una corrida de José Tomás, recibir información privilegiada sobre cuándo vender determinadas acciones en bolsa o en qué valores invertir sin riesgo... No había nada que los Pomares no pudieran hacer por sus amigos.

Sus fiestas eran antológicas. Aparte de ocupar las páginas centrales de las revistas del corazón, concitaban a numerosas personalidades: deportistas, empresarios, políticos, intelectuales... Duraban más de veinticuatro horas. Sus fiestas. Comenzaban, por lo general, un sábado a media tarde. A esa hora llegaban las familias con hijos, los más entrados en años, los convalecientes, es decir, todos cuantos por cuestiones de intendencia o salud no podían trasnochar. 

Pero lo mejor de las fiestas de los Pomares sucedía bien entrada la noche. Podía ocurrir cualquier cosa: una breve actuación de Julio Iglesias, una intervención del 'Circo del Sol', un número de magia a cargo un reputado prestidigitador, un monólogo improvisado de Antonio Banderas... Nunca se filtró el menor adelanto, pero todos los invitados tenían una certeza: los Pomares les dejarían, una vez más, con la boca abierta.

Hasta donde se sabía, los Pomares llevaban toda la vida juntos. Él, Andrés, químico de profesión, prefería no aburrir con detalles sobre su trabajo, tal y como se disculpaba al ser preguntado a este respecto. No soltaba prenda, pero su reticencia, educada y creíble, se aceptaba sin reversas.

Hasta donde se sabía, ella, Rosa, vivía de las rentas del marido y de la cuantiosa fortuna heredada de sus padres, marqueses de Azcara. Hasta donde se sabía, en realidad bien poco, gozaban en plenitud de los beneplácitos de la fortuna.

Ni las emergentes estrellas de la canción, ni los fulminantes hacederos de un obsceno capital, ni las casas con mayor abolengo del país hicieron sombra a los Pomares. Imposible competir con ellos, tan exquisitos, tan refinados, tan selectos... Los Pomares reunían tantas virtudes que ni siquiera podían suscitar envidia entre sus conocidos.

Jamás palabra pronunciada por los Pomares desentonó. Hasta su dicción, clara, rítmica, merecía un aplauso. El de los Pomares resultaba un caso insólito. Digno de estudio. Merecedor de una tesis doctoral, una serie de televisión o una superproducción de Hollywood. Para preservar el testimonio de que un matrimonio tan agraciado era posible.

Lástima que un día su felicidad se viera truncada. Un día cualquiera, porque todos los días amanecen siendo un día cualquiera, aunque en su transcurrir queden sellados por una huella indeleble que los convierte en distintos, un día cualquiera sonó el timbre de la mansión de los Pomares. No esperaban visita.

Abrió una de las doncellas. Se encontró con un muchacho de unos quince años, aseado, de rostro cariacontecido, vestido con unos vaqueros y una camiseta de 'Héroes del Silencio', un grupo de rock bizarro, varias tallas más grandes que la suya. A la sirvienta le pareció que las deportivas que calzaba tampoco se ajustaban a su número. Torció el gesto.

-   Residencia de los Pomares, ¿qué quiere?
-   Vengo a ver a mis padres.

El anuncio de aquel joven dejó estupefacto a los Pomares. No obstante, consintieron en recibirle en la biblioteca, que era donde despachaban los asuntos burocráticos. Cuando la doncella los dejó solos, se fue amasando un silencio compacto, espeso, viciado. Nadie se atrevía a quebrarlo. Tuvo que hacerlo el más joven de los tres.

-   Papá, mamá, hola.

Los Pomares se miraron horrorizados. ¿De dónde había salido aquel ser? ¿Por qué osaba interrumpir de esa grotesca manera la plácida existencia de aquel matrimonio? Los Pomares se miraron contrariados. Se separaron, de forma instintiva, unos centímetros. Él tomó la palabra.

-   ¿Y de quién dices tú que eres hijo?
-   Soy vuestro hijo, papá.

El muchacho lo afirmó con convicción pero sin emoción alguna, como quien informa de que está listo para salir de excursión al campo.

El rostro de los Pomares se desencajó. Ella reconoció en los ojos y las cejas del muchacho la impronta de su marido. Él, por su parte, estaba seguro de que aquellos labios carnosos y esas orejas perfectamente delineadas confirmaban el legado de su mujer. La distancia física entre ambos cónyuges se ensanchó.

Salvo el año y medio que estuvo Andrés en Siberia, supervisando la construcción de una fábrica de nitrato, los Pomares nunca se habían separado. Claro que en año y medio bien podía Rosa haberse quedado encinta y haber dado a luz a escondidas. Claro que en año y medio Andrés tuvo tiempo suficiente para dejar embarazada a otra mujer. Los Pomares se miraron atónitos. Un atisbo de indignación apareció en sus rostros. Esta vez fue ella quien intervino.

-   Pero  ¿por parte de quién eres hijo?

El muchacho no pestañeó, como si llevase esperando esa pregunta desde que se le cayeran los dientes de leche.

-   Soy vuestro hijo. Creo que no necesitáis saber más.

Resuelto, el muchacho se retiró de la biblioteca. Los Pomares ya no se atrevían a mirarse. De un plumazo se convirtieron en extraños el uno del otro. Evitando el contacto visual, él preguntó.

-   ¿Qué hacemos?
-   De momento, le diré a la doncella que le prepare el cuarto de invitados.

El muchacho gastaba unos perfectos modales que pudieron comprobar los Pomares durante la cena. Aunque trataba de incitar a los que consideraba sus padres a que participaran en la conversación, todas las propuestas temáticas recibían la callada por respuesta. El muchacho, inaccesible ante el desánimo, formulaba preguntas, argumentaba ciertas aseveraciones, emitía juicios frívolos sobre cuestiones frívolas. Daba igual. Los Pomares se habían enrocado en un aislamiento digno de anacoretas.   

Decidieron, sin consultarse previamente, dormir separados. Andrés cogió algunos enseres y se instaló en otro de los cuartos de invitados. Cuando se fue a acostar, se cruzó por el pasillo con el muchacho.

-   Que descanses, papá.

Rosa estaba tomando un baño en la piscina. La doncella esperaba su salida albornoz en mano. El muchacho se sentó en el borde, se descalzó con parsimonia y metió los pies en el agua. Ella se violentó, saliendo pronta y ruborizada. Emprendió con paso decidido el camino hasta su dormitorio.

-   Hasta mañana, mamá.

Los días se sucedían con el latido propio de una tragedia que está a punto de acontecer. Rosa decidió que desayunaría, comería y cenaría sola en el salón de té. Andrés al que pilló desprevenido esa decisión, tuvo que comer a solas con el muchacho, aguantando con cierta dificultad la compostura. Después de alabar lo sabroso de las viandas, anunció con cierta solemnidad:

-   Papá, llevo tres semanas con vosotros. En este tiempo, bien lo sabes, he tratado de no importunar lo más mínimo, pero necesitaría algo de ropa. De momento, me he apañado tomando prestado prendas tuyas que encontraba en el cuarto de la plancha, pero si no es mucha molestia, me gustaría disponer de algo más moderno y más acorde con mi tamaño, sobre todo en cuestión de calzoncillos.
-   Basta. Le diré al mayordomo que te acompañe a algunas tiendas. Compra lo que consideres necesario y oportuno.

Fue la última vez que coincidieron a la mesa. A partir de entonces, Andrés determinó desayunar, comer y cenar en su despacho. Si los Pomares necesitaban comunicarse, utilizaban de intermediarios bien al mayordomo, bien a la doncella. Además, dieron la orden de no recibir llamadas ni visitas de conocidos. Vivían confinados en su propia casa.

Sólo un suceso alteró la fría calma que reinaba en la mansión. Un día cualquiera, como se suceden los días que en apariencia despiertan anodinos, sonó el timbre de la casa de los Pomares. No esperaban visita. La doncella abrió la puerta y se encontró con una joven enjuta, con rostro asustado y enfermizo, de edad indeterminada.

-   Residencia de los Pomares, ¿qué desea?
-   Vengo a ver a mis padres.

La doncella no pareció extrañarse. Tampoco lo hizo la primera vez que presenció aquella escena. Al fin y al cabo, a ella no le pagaban por juzgar situaciones sino por atender los requerimientos de sus señores. Estaba muy a gusto con ellos y no entraba en sus planes elucubrar sobre los acontecimientos que en los últimos tiempos habían perturbado la quietud de aquel hogar.

Cuando se encontraron en la biblioteca, donde recibieron a la joven, los Pomares lucían un aspecto muy desmejorado. A Rosa le sorprendió el desaliño en la barba de él y lo arrugado de unos pantalones que ignoraba hubieran ocupado alguna vez espacio en el vestidor que antaño compartían. Andrés reparó en que las cejas de su mujer, lejos de estar perfiladas, se espesaron agrestemente, y detectó estupefacto que sus uñas estaban mordidas. Ninguno de ellos olía a perfume.

La doncella cerró la puerta con excesivo tacto. Un silencio viscoso iba humedeciendo el espacio de la estancia. Andrés parecía absorto en sus zapatos y Rosa dejó que su mirada vagase perdida por los lomos de los libros. La joven, amedrentada, hizo de tripas corazón para abrir fuego.

-   Soy vuestra hija.

La muchacha trató de acallar el hipo que surgió nada más pronunciar la frase. No pudo. Ella se sentó en uno de los butacones que presidían la habitación, como combada por un peso invisible que no atinara a soportar erguida. Él se atusó el pelo, aunque terminó alborotándoselo.

Fue entonces cuando los Pomares contrataron mis servicios. Tengo la mejor reputación del país como detective privado, y garantizo una absoluta discreción. Querían saber de dónde habían salido aquellos dos supuestos hijos. Me pagaron una fortuna para rastrear su pasado y conocer todos los detalles al respecto.

Los Pomares propusieron al muchacho y a la joven irse a estudiar fuera de España, a cualquier lugar que les apeteciera, pero a ninguno les motivó la sugerencia y declinaron con decisión la oferta.

No eran en modo alguno conflictivos. Al contrario, resultaban atentos, cariñosos en la medida en que se les permitía serlo, sensatos, correctos... Los hijos que cualquier matrimonio hubiese deseado criar... cualquier matrimonio excepto los Pomares. Andrés y Rosa sólo los veían como una contrariedad, un problema, una hecatombe.

De hecho, la catástrofe no tardó en sucederse. Fue una tarde anodina, como transcurren las tardes en las que las horas se desgastan sin provecho alguno, cuando la joven, aprovechando que los Pomares habían coincidido en la sala de musculación, propuso algo.

-   ¿Qué tal si vamos los cuatro al teatro?

A raíz de aquello, ella y él tuvieron varias reuniones en el cenador del jardín para estudiar posibles maneras de encarar la situación, en espera de mis informes. Lo más espinoso sin duda fue articular las excusas pertinentes de cara a sus amistades. Desaparecer por completo del panorama social como se vieron obligados a hacer resultaba de lo más molesto.

Las evasivas no podían sucederse hasta el infinito. La gente especulaba, los rumores adquirían tintes cada vez más rocambolescos y las maledicencias parecían titanes sangrientos e irrespetuosos. Los mentideros hacían con los Pomares su agosto. Hubo hasta columnas de opinión exigiendo una explicación, detallada y convincente. Un matrimonio como los Pomares no podía esfumarse sin previo aviso. No era protocolario, ni cortés, sino una vulgaridad hiriente, de mal gusto.

Ella expuso la posibilidad de anunciar que habían comprado o adoptado al muchacho y a la joven. Así atajarían lo farragoso de presentarse en familia con dos miembros más, tan talluditos. Él prefería pergeñar una historia más melodramática, por ejemplo que los niños eran los hijos de algún pariente que había muerto de manera repentina, dejándolos por único título el de orfandad. No llegaron a ningún acuerdo. 

Después de varios meses dedicado en exclusiva al caso, terminé mi trabajo. Me recibieron en la biblioteca. No me anduve con rodeos.

-   Señores, ambos hijos son suyos.

Los Pomares no reaccionaron de ninguna manera especial, así que no pude saber si aquella noticia les cogió por sorpresa o la conocían de antemano.

-   No sólo eso. He encontrado otra media docena de hijos suyos en distintos lugares del país.

Los Pomares permanecían impasibles. Él, incisivo, cortante, se dirigió a mí.

-   ¿Puede quitarlos de en medio?

No daba crédito a la pregunta. Creí haber entendido mal su requerimiento.

-   ¿Cómo dice?
-   Que si los puede eliminar.
-   Señor Pomar, soy detective privado, no un matón a sueldo.

Andrés frunció el ceño, se mesó la barba y le espetó a su mujer:

-   Te dije que hubiera sido mejor abortar. Pero no, tú tenías que empecinarte en dejarlos abandonados a las puertas de los conventos.
-   Pobrecitos míos, Andrés, por lo menos han vivido todos estos años...
-   A saber en qué condiciones.

No volví a saber de ellos. Mejor dicho, me enteré de que se mudaron al extranjero. Ignoro si finalmente acogieron al muchacho y a la joven como lo que eran, sus hijos. La verdad, no me importa. No es asunto mío.

Fabián de Montalvo

Relatos FM


Canciones de ida y vuelta


En vano emigro
y me aseguro mi exilio.
En todos los cielos hallo una luna creciente
y el silencio terco de las estrellas.

(Abdellatif Laabi)

Varias noches han pasado desde mi llegada, noches hermoseadas por la luna argéntea, silenciadas por la brisa amable del mar entre eucaliptos. Sin embargo, nada ha cambiado, ninguna cosa he conseguido más allá de sentir un miedo atroz, un atragantamiento de las palabras que antes fluían libres, que brotaban de mis manos y se clavaban en las páginas con la conciencia limpia.
Me llamo Ayman, que quiere decir afortunado. Nací en Algeciras hace ya tanto tiempo. Mi madre me decía que el nombre de mi ciudad, como mi sangre y su memoria, eran árabes. Al-Yazirat, que significa isla verde, junto al río de la Miel. Todo allí era afectuoso para un niño. Yo pasaba las tardes entre Getares y San García, vigilando el azul del agua y el cambio caprichoso de los vientos; jugando a la guerra entre los búnkeres olvidados de otras guerras y posguerras sin olvido posible; atento al monte rocoso que me miraba fiero desde la orilla y al peñón vecino, dos columnas de Hércules patrullando el Estrecho. Tenía suerte de vivir en ese enclave, límite incierto entre dos mundos que eran míos.
Pero no quiero ahora hablar de eso. Todos mis recuerdos de entonces están dulcificados por la distancia y la inocencia, embellecidos en unos versos con los que no habré de pasar a la historia, pero sí me ayudan a vertebrar la existencia que me ha tocado en suerte o por desgracia.
Lo que hoy quiero contar fue, seguro, más producto de la casualidad que de otra cosa. Como ya he dicho, la vida me era grata. Estudiaba en un colegio cercano a la tienda de mis padres, donde vendían té y pastas de almendra, y chebakia para el ramadán, que yo tenía la oportunidad de degustar todo el año. Mi madre me dejaba amasar la harina y la manteca, y ella escanciaba con mesura la esencia de vainilla y el agua de azahar, y luego enhebraba la masa y la doraba en el aceite y Salma y yo la adornábamos de nueces y de miel. Éramos moderadamente felices, pues no es la felicidad pródiga y dadivosa para entregarse en exceso, que así el hombre se confía y se piensa ilimitado, y luego sufre, al descubrir el engaño.
Llegó entonces una carta inesperada, con malas noticias de Azemmour. El tío Ahmed estaba enfermo. Esas eran las palabras, aunque todos sabíamos que ya estaba muerto, pues siempre se quejaba de un malestar interno al que nunca fue capaz de darle nombre. Hay cosas que, escritas, duelen mucho, y es imposible luego borrarlas con un gesto. La tía Aixa nos llamaba a su lado, pues el pesar es menos si se reparte.
Madre dejó todo preparado. Marcharía sola. Salma lloró un poco, pero era el momento de crecer. Cuando alguien muere, es preciso que aquel que lo despide crezca. Serán sus propias lágrimas las que fertilicen la tierra en que sus pies descansan, ablanden los senderos por los que caminar.
Padre nos dejaba entonces bajar hasta la playa casi todos los días, si así se lo pedíamos. Ahora con más razón, pues él también estaba triste y no quería que lo viéramos sollozando en su pañuelo. Salma se quitaba los zapatos, se mojaba los dedos y sonreía. Sus dientes eran tan blancos como la espuma del mar, su rostro oscuro resplandecía bajo la luz del sol de todos los otoños.
Una tarde, mientras jugábamos, se acercó un muchacho. Marcábamos en la arena la rayuela, con el canto de una concha, y su sombra oscura y recortada borró por un momento los contornos del tablero. «Cómo te llamas», le pregunté. El niño me miraba fijamente. Luego suspiró tan fuerte que pensé que lloraba.
Pero era tarde. El sol bajaba lento y rojo entre los árboles y era hora de volver.
Esa noche el sueño no llegó tan fácilmente. Veía al niño de la playa, el temor en sus ojos. Cavilé que el sentirse asustado es mucho más terrible e importante de lo que había imaginado. Yo no sabía hasta entonces lo que era el miedo. Sin embargo, después de ver sus ojos, me habría de acompañar hasta el final de mi vida como una sombra, como una mancha de tinta indeleble y oscuramente trágica.
Ese día, después de las tareas, volví a buscarlo. Salma me gritaba para jugar con ella. La marea subía muy deprisa y las olas borraban la rayuela, una y otra vez, con una insistencia desalentadora. «Dibújalo más atrás», le decía. Porque yo no podía perder el tiempo en chiquilladas.
El niño se acercó. «Tengo hambre», me dijo muy bajito. Sus ojos estaban rojos por el llanto. «¿Estás solo?», le pregunté. Pues si un niño llora es porque se ha extraviado y no sabe volver. Pero volver era imposible a esas alturas. No siempre regresar es tan sencillo.
Aquel niño, que podía llamarse Rashid o Hassan y que venía de mucho más allá del Rif, caminando y en furgoneta y en barca y luego a nado, había perdido todo. No sabía dónde acudir. Se asustó al ver llegar la zodiac de la Guardia Civil, batió los pies con fuerza, se agarró a un trozo de madera, llegó a la costa, y lloró por el hambre y por la desolación. Entre las dunas, con su vegetación punzante y aromática, vigiló los camiones, sus compañeros de viaje subiendo con los pies cansados, con la cabeza gacha, resignados a volver a Marruecos a los pocos días. Su madre no subió.
Rashid o Hassan se quedó entre las rocas. No hacía frío, pero pasar la noche al raso no puede ser agradable. Las sombras alrededor, los ruidos de las olas, las nubes dibujando fantasmas sobre las huellas de las barcas y los juegos recién abandonados de los niños felices.
Ese día el profesor me riñó por mi falta de atención. Yo pensaba en Rashid o Hassan todo el tiempo, en volver a la playa y aguardar su sombra en la rayuela.
Por la tarde había olas muy altas. Salma no se acercó a la orilla. Cantaba sentada en una piedra y su voz se perdía hacia el Estrecho. «Quizás madre te escuche», la animé. «Tengo a papá y tengo a mamá, siempre conmigo, hasta en el sueño».
El niño ya no estaba. Sobre la arena aún se veía la huella de su cuerpo pequeño y anguloso y una mochila sucia, con una chaqueta vieja y un libro de canciones infantiles.
Por la noche descifré las palabras, de derecha a izquierda, saboreando cada pausa, enlazando con cuidado las vocales, geminando las consonantes al detectar una shádda. «Endi baba, wa endi mama, doma miyo h'tah fil nom». Era la misma canción que Salma entonaba en la playa cada tarde, para que mamá la oyera. Porque los niños son iguales a una y otra orilla del océano.
***
Los años han transcurrido, lentos, concienzudos. Su pie de gigante ha aplastado algunos sueños y me ha lanzado lejos a cumplir mi destino. No tengo queja de mis pasos, que bien se han conducido. Estudié, viví, sentí. Me dediqué a la escritura, que es un modo hermoso de aferrarse a la tierra, como la vegetación punzante y aromática se agarra a la duna y sobrevive con lo poco o lo mucho que las nubes destilan. Pero cada tarde, asomado a Getares, pensaba en aquel niño oscuro y suspirante, y lo imaginaba nadando en el Estrecho, de vuelta a casa, burlando el faro de Punta Carnero, atragantándose en las lágrimas, temblando en su niñez. Seguramente el regreso no fue fácil. Seguramente nunca regresó.
Pero yo sí que he vuelto. Nada hay en Azemmour que me reclame. Aun así, dirijo allí mis pasos, con mis poemas bajo el brazo y el pelo blanco como la cumbre del Toubqal. La gente me conoce. Mis retratos adornan las crónicas culturales. Soy un escritor famoso. Mis palabras están hechas para acariciar los oídos, para sanar las heridas, para acercar las orillas y rescatar a los náufragos.
Paseo junto al río Oum Rbia, que quiere decir madre de la primavera; atravieso la muralla, de piedra caliza; camino por la ronda, vigilo los bastiones ruinosos.
Con mis pobres palabras quisiera describir cada casa, la blancura cegadora de sus muros, el añil insolente de sus puertas, su aire portugués, su hermosa decadencia; sus ventanas con celosías que ocultarán los ojos de los niños y la verdura olorosa de los huertos; la sinagoga en el mellah, con la tumba del santo; las calles intrincadas del zoco, donde me detengo a mirar los sacos de pistachos y de dátiles, las especias olorosas, los artesanos vendiendo sus tajines y braseros. Toda la luz se reúne por sus calles que descienden de la medina al río; todo el viento se convoca en su playa de dunas, igual a las de allá, con su vegetación aferrada, punzante y aromática.
Me siento en la arena. Vigilo el trajinar de los niños jugando entre las olas. Sus dientes son tan blancos como la espuma del mar, su rostro oscuro resplandece bajo la luz del sol de todos los otoños.
Con mano trémula esbozo algunos versos. «El viento descompone mi camisa, y yo sigo buscando entre las conchas la sonrisa perdida y el reflejo del viento».
Cerca, un niño delinea una figura conocida, una rayuela parecida en todo a la que Salma y yo recorríamos cada tarde, ella más torpemente porque era pequeña y no sabía qué sería del futuro. Me acerco con curiosidad y mi sombra oscura la recorta. «Cómo te llamas», me pregunta. Y yo suspiro fuerte pero no le contesto. Temo que ahora me interrogue si necesito algo, si me he perdido y no sé cómo volver, pues tampoco los hombres, aunque crecidos, conocen los caminos de regreso.
Ahora, en la quietud del riad, rumio a duras penas algunas reflexiones. Nací en Algeciras hace ya tanto tiempo. Aquí también me siento como en casa. Una primavera dulce agita suavemente las dunas de El Haouzia. Sin embargo, las palabras brotan torpes, con dolores de parto. Pienso en el niño de la playa trabajando en el alfar, cociendo taârijas, decorando ánforas, mezclando tintes, sumergiendo el pincel en jofainas coloreadas de añil y ocre, de púrpura y azafrán, que, al caer de la tarde, si Alá se lo permite, escapará a las arenas a dibujar mandalas y rayuelas, buscando algún resquicio inextricable por donde huir al laberinto de su vida.
***
La noche ha caído sobre Azemmour. Las estrellas vigilan en la playa a un hombre solo que ha olvidado el dulce mecanismo del llanto. Junto a las olas, un murmullo de espuma y de pies que se alejan. Una barca maltrecha los espera. Pero hoy, en la otra orilla, no habrá nadie que asista a sus naufragios.

Marco Aurelio

Relatos FM


Camino hacia la nada
 

    Dejaba  atrás un camino incierto de sombras y dudas, una esperanza marchita que sombreaba su corazón. Allí estaba ella, en medio de la nada, dejándose acariciar por la brisa que entraba por la ventanilla del autobús y dibujando con su dedo líneas furtivas en el cristal.  Un muro invisible de indiferencia que se trazaba entre ella y su vida. Y ahora, ¿adónde?, ¿qué camino seguir?, ¿ cuál sería el rumbo que la brújula del destino le marcaría.  Mejor no pensar, simplemente continuar, dejarse llevar, proseguir su camino en autobús a través de carreteras mal trazadas detrás de la muralla de cristal que la separaba de su propia vida.
    Cerró los ojos y pudo ver las últimas escenas de la noche anterior, aún  tenía el miedo en el cuerpo y la sangre helada le punzaba en el corazón como miles de cristales de hielo que se quiebran y te hieren sin piedad. Sin querer, una lágrima se desprendió de sus ojos y acarició suavemente su mejilla. Los gritos retumbaban en sus oídos como ecos lejanos de pesadilla, instintivamente, se llevó las manos a los oídos.
   Abrió los ojos y pudo retornar a la realidad por un momento, contempló con indiferencia  a los restantes pasajeros, escuchó retazos de conversaciones mezclados en un murmullo sordo y de nuevo fue transportada a sus recuerdos.
     Él era su vida, ¿cómo vivir ahora?, sentía la culpa atenazada en sus entrañas, pero no, no más culpas, no más miedos. Había tomado una decisión y debía seguir adelante, ni un solo grito más, aquel fue el último golpe que para siempre se perdería en el olvido. No merecía sus lágrimas ni su amor.  El tiempo en el que ella había sido feliz, la vida transcurría como en una burbuja rosada que volaba  sacudida por el viento cálido en  el rojo atardecer, hasta que fue disuelta y convertida en el polvo de la nada. Después todo fue una pesadilla de reproches, llanto, golpes y dolor.
     Miró de nuevo a través del cristal y vio volar un pájaro, así se sentía ella, libre como un pájaro, volando por el horizonte, surcando un nuevo cielo y vislumbrando  una esperanza  lejana pero cierta.   Acababa de renacer, sí sentía la fuerza y la determinación en su interior. Iba a salir adelante, tenía un nuevo mundo por descubrir ante ella que llenaría con nuevas esperanzas e ilusiones.  La vida seguía, había que caminar aunque no se supiera bien  el destino.
   El  autobús giró levemente, las primeras urbanizaciones se divisaban en lontananza, el destino estaba próximo, pronto lo alcanzaría.   Cada vez se acercaban más, estaba allí, era su  nueva vida.  El autobús paró y ella se levantó de su asiento con una sonrisa en los labios y una emoción incontenible en el corazón, se deslizó entre la gente, bajó del autobús y empezó a caminar con paso y firme y resuelto hasta que fue embutida por la niebla de la mañana  y desapareció confundida con la nada.

Caminante

Relatos FM


Para alumbrar su camino


Trabajaba en el almacén más grande que había, en mi pueblo.
Rosolino era el encargado general del establecimiento.
Fue mi maestro, quien me enseño a trabajar, en dicho comercio.
Yo tendría unos doce años de edad.
Recuerdo esa noche oscura. (Oscura como boca de lobo) Como se suele decir en nuestra campaña.
Era un crudo invierno y de vientos arranchados, del sur.
Serían cerca de la diez de la noche, cuando mi compañero me dijo.
Ándate nomás, yo me encargo de cerrar.
-   Tené cuidado, la noche está muy oscura. No te vayas a perder.
-   ¡Que me voy a perder! Estoy acostumbrado, siempre hago el mismo camino, ya me lo conozco de memoria.
Tenía como referencia el monte de los Pizornos, pasaba por el costado de él y salía derecho a mi casa, no tenía como perderme.
Salí del comercio, me enfrente a la noche, pase por el alambrado de la cancha de fútbol. Enseguida venía el monte. ¡Pero de ande yerba!
No veía ningún monte, solo aquellas aquella oscuridad, ninguna estrella para indicarme el camino, me parecía ver algo, solo el chistido de una lechuza parada en un poste, sin moverse de aquel lugar.
Tal vez me entró el miedo. No sabía ni por donde andaba.
Fue la noche más oscura de mi vida.
Seguí adelante, cuando de pronto me di contra el alambrado.
Respiré aliviado.
Estoy en los campos de mi casa. (Me dije). Marchaba más seguro, firme y con la convicción, de que estaba en mis dominios.
Pase el alambrado y apuraba el paso deseando llegar.
De pronto, una perdiz levantaba vuelo de entre mis piernas, temblaba todo mi cuerpo, parecía que me ahogaba mientras caminaba inseguro, mis ojos querían lagrimear, pero yo me decía los machos no lloran, como me enseñaba mi padre y me aguante firme, hasta que caí en una de las cañadas de la estancia, de don Nicacio.
Si grande era el miedo que tenía, fue peor el susto que me llevaba, primero la perdiz ahora  el agua fría de la cañada.
Y aquella lechuza que seguía por allí, como burlándose de mí, quieta sin moverse.
Me senté, trate de tranquilizarme, mire para todos lados.
Entonces entre a razonar, ya más tranquilo. (Pensé. Si estoy en los campos de la estancia, debo de estar cerca de mi casa.
Fue entonces cuando alcancé a distinguir, la luz del candil que mi madre siempre ponía en noches oscuras, en la puerta del galpón, hasta que yo llegara.
Cuando me vio llegar, mi padre salió a mi encuentro.
-¿Que le pasó? Me dijo en cuanto me vio, mojado y embarrado.
-   Me perdí en la oscuridad. En vez de entrar en nuestro potrero, entré en los campos de la estancia y caí al agua de la cañada, no le dije nada lo de la perdiz, porque ya conocía su contestación.
-   No me diga que se asusto por una perdiz, canejo, así que solo dije.
-   Lo único que yo sentía, era esa lechuza que me chistaba de vez en cuando, a ellas no le tuve
-   miedo, pero a la oscuridad sí.
Al otro día me compró un farolito chico a keroseno, me dijo.
-   Para que en noches oscuras de su vida, tengas con que alumbrar su camino.

El Pardo

Relatos FM


El Pacto de los Pájaros


- ¡Castigado! – le gritó su madre mientras con su dedo índice le señalaba el camino a su habitación.
Ya le había advertido al niño que si cuando volviese de trabajar no había recogido todos los juguetes que había desperdigado por el salón, se quedaría castigado. Y no era ese cualquier día para quedarse castigado en la habitación. Ese día era el momento más esperado por todos los chicos y chicas de su colegio. No se hablaba de otra cosa. Era el estreno más esperado en televisión de los nuevos superhéroes de dibujos animados que venían anunciando en todos los sitios desde hacía semanas.
   El niño, cabizbajo y abatido, rogó a su madre que le perdonase, que le trasladase el castigo al día siguiente, que haría cualquier cosa que le pidiese. Sería limpio, bueno, ordenado, amable; sería el niño más envidiado por todos y al que todas las madres querrían tener como hijo. Pero no bastó. Ni los ojos acuosos a punto de llorar, ni los morritos de cerdito, ni el gesto más mohíno hizo cambiar a la madre de actitud.
   Pero la madre no iba tampoco a consentir que se quedase tan tranquilo jugando en su habitación a los videojuegos o entretenido con cualquier juguete electrónico. Así que le desconectó todo y le dejó allí, solo, sentado encima de la cama con la cara más triste que nadie jamás había visto en un niño. Le cerró la puerta y se oyó cómo las pisadas se alejaban de la habitación a través del pasillo en dirección a la cocina.
   No se lo podía creer. Al día siguiente, todos sus compañeros de colegio estarían hablando de aquellos dibujos animados que estaban a punto de empezar y que él se iba a perder por estar castigado. Sería el hazmerreír de la clase, no tendría nada que decir, tendría que escuchar a todos sin saber de qué iba el tema. Sería horrible, sí, el peor día de su vida. No, su vida se había terminado. Nadie querría acercarse a él porque no tenía nada que decir de la serie de moda.
   Pero de pronto, mientras se miraba las zapatillas de estar por casa, oyó una vocecilla. El niño saltó de la cama de un brinco y empezó a mirar en todas las direcciones para descubrir de donde venía esa vocecilla de duende. Y allí lo vio. Un pajarillo estaba gritando en la ventana mientras daba patadas al cristal con sus delgadas patitas. El niño le miró incrédulo a través del cristal un momento y el pájaro dijo:
- ¡Abre ya la ventana, que estoy esperando!
El niño, con ojos como platos de grandes y la boca abierta de par en par, abrió la ventana. El pájaro entró en la habitación revoloteando y se posó sobre la cama.
      - ¿Es que no pensabas abrir nunca o qué? ¿No sabes que tienes que abrir la ventana? – gruñó malhumorado el pájaro   
   - ¡Un pájaro que habla! – exclamó el niño alucinado
   - Perdona, yo no soy un pájaro – dijo con retintín -, soy un gorrión.
   - ¿Un gorrión?
   - ¡Sí, qué pasa! Un gorrión. Si hubiese llamado a tu ventana un búho, un águila o un loro, no pasa nada. Pero como soy un gorrión, ya no molo. ¿Y no sabes que tienes que abrir la ventana cuando estés castigado?
   - No, ¿por qué? – preguntó el niño que miraba al pequeño gorrión que se había tumbado en su cama y bebía agua de una botella minúscula que había sacado de una diminuta mochila que llevaba a la espalda.
   - ¿No sabes el trato? – resopló el gorrión haciendo una pausa -. Los pájaros hicimos un pacto con los niños hace cientos de años. Nosotros nos encargaríamos de ayudaros un poco cuando estuvieseis castigados, para que no os aburrieseis. Por eso, cuando los niños estén castigados deben abrir la ventana para que podamos entrar. Pero muchas veces las ventanas están cerradas y no podemos ayudaros.
   - Yo no lo sabía.
   - Bueno, pues ya lo sabes – refunfuñó -. Vamos a ver qué tengo aquí para ti.
Y empezó a mirar en el interior de su mochila, en la que era imposible que cupiese nada más grande que una miga de pan. El gorrión  mascullaba entre dientes:
- Una alfombra voladora, un perro que cuenta chistes, un cohete para ir a la luna, una capa de hacer invisible... ¡aquí está lo tuyo!
   El niño, que había estado boquiabierto con las cosas que el gorrión parlanchín decía tener en su mochila, se sobresaltó con emoción cuando oyó aquello.
   - ¿Qué es, qué es? – gritó excitado
   - ¡Un libro! – Y el gorrión vio la cara de decepción del niño al oírle -. Pero no es un libro cualquiera. Es un libro especial para niños castigados.
El libro, que no ocupaba más de una pestaña, se hizo grande en cuanto el niño lo tocó.
   - Pues ya me voy – dijo el gorrión -. Tengo mucho trabajo hoy. Hay bastantes castigados hoy. No te preocupes por devolverme el libro, en cuanto lo acabes, desaparece solo.
   - ¿Y por qué dices que es especial el libro?
   - Porque cuando acabes de leerlo por arte de magia dejarás de estar castigado. Como ves, las páginas del libro están pegadas, y sólo podrás pasarlas si vas resolviendo lo que el libro te pregunta. Si aciertas lo que te pregunta, puedes pasar a la siguiente página; si no, te quedas castigado. Cuando acabes el libro, tu castigo se acabará.
   Y del mismo modo como apareció, el gorrión salió por la ventana batiendo sus alas a toda velocidad, dejando al niño con el misterioso libro entre sus manos. El libro, de pastas rojas y sin titulo, reposaba lleno de intriga entre los dedos del niño. Éste respiró hondo, se armó de valor y abrió la primera página del libro. En ella apareció un acertijo: "Sólo por cielo y por mar, hasta mí podrás llegar". El niño discurrió durante unos minutos y finalmente llegó a la solución:
- Una isla
El libro aceptó la respuesta dada por el niño y le dejó pasar a la siguiente página, que como por arte de birlibirloque se había despegado. La siguiente página le pedía al niño que enumerase trece cuentos. "¡Trece eran muchísimos!", pensó el niño. Cerró los ojos y comenzó a recordar los títulos de los cuentos que su abuelo le contaba en la cama antes de quedarse dormido cuando era mucho más pequeño. Y así comenzó a nombrar con voz firme y pausada: La ratita presumida, Pulgarcito, Hansel y Gretel, Peter Pan, la Cenicienta, El gato con botas, la Bella Durmiente, El Mago de Oz, Pinocho, el flautista de Hamelín, Juan Sin Miedo, la cigarra y la hormiga, Caperucita Roja. 
- ¡Lo logré! – exclamó el niño mientras pasaba a la siguiente página del misterioso libro, que le recibía con otro acertijo.
"¿Qué será, qué habrá de ser, que cuanto más grande se hace, menos la podemos ver?". El niño tardó unos minutos en acertar que se trataba de la oscuridad, y el libro así se lo confirmó dejándole pasar de página. La siguiente página del libro le decía: "Blancanieves está cenando con los enanitos. Lo que les va a servir a continuación es lo mismo que lo que tardará en hacerlo".  El niño tardó mucho tiempo en responder. Pensó, pensó y pensó hasta que le salía humo por la cabeza. Pero no se le ocurría nada. De pronto, una lucecita se iluminó en su cabeza.
- Siete segundos.
El libro aceptó la respuesta dada por el muchacho. Efectivamente, los enanitos habían terminado de comer el primer plato, y Blancanieves les iba a servir a continuación siete segundos platos. Y lo haría en siete segundos de tiempo. Lo había descubierto.
El libro, en la página posterior, le preguntaba: "¿Qué es, qué es, que vuela y no tiene alas, corre y no tiene pies?". Al instante, el niño acertó con una exclamación:
- ¡El tiempo!
El libro apuraba sus últimas páginas mientras, al igual que decía el acertijo, el tiempo pasaba volando en la habitación del niño. La emoción erizaba la piel del niño que no podía parar de leer las páginas que pasaba a gran velocidad, resolviendo acertijos y enumerando las cosas que el libro que había traído aquel pequeño gorrión en su mochila le preguntaba para dejarle continuar. Así, el libro le dijo que se inventase la historia más corta que pudiese. El niño pensó durante un breve instante y contó lo siguiente:
-  Había una vez una princesa que tenía miedo a la oscuridad hasta que un día una hormiga le dijo que si llegaba hasta el jardín en mitad de la noche, se le quitaría ese miedo. Lo hizo y al llegar allí halló una vela mágica que nunca se apagaba. Así nunca volvió a temer a la oscuridad.
Al libro le gustó el brevísimo relato que el niño había inventado y le permitió pasar de página, donde le esperaba, cómo no, otro acertijo: "Si me nombras, desaparezco". El niño se quedó pensativo durante un tiempo, dándole vueltas a la cabeza en busca de la solución. Paseaba de un lado a otro, se movía de aquí para allá. Pero nada, no resolvía el acertijo. "¿Qué cosa desaparece si la nombro?", se preguntaba el niño. Y cuando no se oía nada en la habitación donde el niño pensaba, se le ocurrió:
-   El silencio.
Y así, el libro llegó a la última página donde decía:
"Enhorabuena. Has terminado el libro y tu castigo se ha terminado. Has sido capaz de imaginar, inventar, recordar y discurrir. Lo has hecho tú solo, sin la ayuda de nadie, sin aburrirte. Mereces que tu castigo se acabe. Pero recuerda, que para ello no has necesitado televisión, ni videojuegos. Sólo has necesitado recurrir a los viejos cuentos de siempre, a tu imaginación. Muchas veces más te castigarán, y ahora ya sabrás cómo superar el tiempo que estés encerrado. Pero lo realmente hermoso sería que no esperases a estar castigado para inventarte un cuento, para leer un relato o jugar a los acertijos, si no que lo hicieses libremente, cuando te apetezca. Y ahora, crece pero no olvides".
Y así, el libro desapareció entre sus manos dejando entre los dedos del niño un polvo suave y blanco como arena de playa. En ese instante, la puerta se abrió. Era la madre, que preguntó:
- Bueno, ya se ha terminado tu castigo. ¿Te has aburrido? ¿Se te ha hecho largo?
- ¡Ya se ha pasado toda la tarde! Ni me he enterado. Se me ha pasado volando.
- ¿Qué asestado haciendo?
- No me creerías, mama, seguro.
La madre y el niño salieron de la habitación y fueron a la cocina, donde la cena les aguardaba. La madre, extrañada, no entendía por qué su hijo estaba sonriente en vez de triste y abatido por el castigo. Pero lo cierto es que el niño estaba realmente feliz y nadie sabía explicar el motivo. Y de esta manera, aquel niño nunca volvió a aburrirse, y dedicó sus ratos libres a escribir cuentos y a inventar acertijos para ver  si luego sus amigos los adivinaban.
Así que niños, ya sabéis. Siempre que estéis castigados, en cualquier lugar del mundo, en cualquier circunstancia, dejad abierta la ventana de vuestra habitación para que los pájaros puedan cumplir el pacto de ayudaros a no aburriros. No vaya a ser que os vayan a visitar y se encuentren con la ventana cerrada y pasen de largo, dejándoos solos y aburridos. Aunque, después de haber escuchado esta historia, ya sabéis cómo no aburriros nunca jamás en la vida.

Alanum

Relatos FM


Sonrisa nueva


Mark no soñaba con ver la luz del Mediterráneo. Vivía sus sueños en todas partes, porque iba directamente a por ellos, vivía enamorado. De mirada valiente, serena y educada, conseguía como pocos conservar las virtudes del niño que vamos perdiendo de vista en nuestro interior.
La única vez que vio el mar, disfrutó tanto como quien ha visto la noche de San Juan en el puerto de Santoña. Apenas se subió a una barca de pedales, y con el palo de la sombrilla en la mano se creyó Pedro de Valdivia conquistando Chile mientras llenaba sus pulmones. Sin embargo, el teatro no era su fuerte cuando se trataba de ganarse la vida. Él lo sabía bien, pues para su espíritu libre y sincero, las sonrisas de plástico eran hambre para mañana.
Aunque en su inocencia imaginara la selva tropical como un lejano pozo insalubre, y ni siquiera se le pasara por la cabeza que el mar era cálido en las costas del sur, gozaba y sufría de un elevado juicio, como pocos, y dominaba el tráfico de sentimientos que lo rodeaba. Como lo hacía con discreción, no faltó quien le diera pan para calmar su sed.
Mark se quedó en esa ciudad de primaveras quietas y silencios de plomo. Baja a la calle, cruza y entra. Ben lo saluda por el cristal. Le tenía mucho cariño, pues Mark llenaba sus mañanas de optimismo y energía. Mark andaba por la cuerda floja entrando cada día por la puerta de atrás a la cocina. Al calor de las freidoras se gestaba su complicidad, refugiando sus confidencias en el ruido de la nevera. Esa cocina de luz blanca era su casa. El cariño sobrepasaba a veces la puerta, también sus voces y acentos, y provocaba ternura en unos clientes casi inexpresivos. Pocos olían tal fraternidad, pues no la reconocían en sí mismos, pero alguna vez se les escapaba con la forma de una sonrisa que no podían acallar si el pan tardaba demasiado en salir.
Esta tarde fue Berkan el que entró. Su prosodia y gracia natural llenaron el local mientras se decidía con inocencia por un falafel, y su amigo, desde la puerta, le discutía tan importante determinación. Aquel día, por primera vez desde que llegó a la cuidad, Berkan no fue invisible, y despertó en Ben una ternura que él manifestaba abiertamente, pues llevaba tiempo esperando una oportunidad como ésta para sonreír.  Era un soplo de brisa fresca, bromeaba más rápido que Ben, y él reía y movía la cabeza a los lados cada vez que le superaba con su desparpajo. Mostrando su sonrisa de admiración, le enseño a pronunciar "ajo", que ninguno de los cuatro decía bien.

La temperatura del local cambió tras la visita de Berkan. El estómago de Mark se contagió de felicidad. Cubrió la cabeza de Ben con el delantal y empezó a hacerle cosquillas. Ben consiguió darse la vuelta y lo abrazó. Después de que Mark intentara escurrirse, acabaron riendo los dos agarrados. Ben abrió la mano cubrió suavemente la nuca de Mark.
Aunque uno soñara con las Indias y otros hemisferios, y el otro no supiera usar un ordenador, nunca se separaron.
Berkan había llegado a la cuidad en los días grises y dorados de octubre. Como una rosa roja en un fotograma de cine mudo, se le veía venir en todas partes, sobre todo cuando menos necesitaba destacar. Inoportuna era su notoriedad, al contrario que Mark, cuyo tatuaje en el cuello, aunque verde y amarillo, no le sacaba del anonimato.
El invierno llegó cuando lo esperaban, cuando Berkan observó por primera vez que su acento había cambiado. Las largas noches lo cubrieron con un manto cálido y le hicieron sentir seguro. La actividad frenética de los días anteriores se acumuló en sus rojas mejillas de invierno y afilaron su mirada y su sonrisa a la hora de cenar. Estrenando un paso ligero pero decidido, Berkan mostró su sonrisa de ojos, reservada para las ocasiones especiales que durante el otoño no había tenido, y al fin entró en el local.

Álvaro Torre