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III Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 05, 2011, 11:17:53 AM

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Parlamento


Relato de un pie


No hay suficiente con ir dislocando tobillo por las aceras de la ciudad sino que, a modo despectivo y retórico, se nos nombra con una descarada sonrisa como si fuéramos un deshecho carnal; que si hueles que si no hueles, que si ninguno de nosotros somos bonitos, que uñas más feas tienes, y esos dedos que parecen porras de la guardia civil; no se, psicológicamente un pie está muy castigado, trabajamos como el que más y el agradecimiento es nulo.
Si ya es difícil ser un pie, imagina ser el izquierdo, por el amor de dos (derecho e izquierdo)... tengo que escuchar frases como, ¡hoy te has levantado con el pie izquierdo!, ¿acaso alguien se levanta con un solo pie?, ¿Porqué el derecho es mejor que yo?, no se si es xenofobia o "piefobia", pero, lo que está claro es que me siento como el "pietito feo".
No tengo derecho a elegir vestimenta y cuando parece que estoy a gusto con la asignada se decide, por unanimidad y ante notario, cambiar el calzado; calcetines cuando el señor lo desea; cada mañana es una incógnita, cuando se acerca el calor, la mayoría de días me calzan unas menorquinas y a correr que son dos días.
El único compañero de viaje que tengo parece estar enfadado conmigo, cuando yo estoy adelante el está detrás y viceversa; llevamos el paso cambiado, ¿le habrá hablado alguna mente perversa mal de mi o simplemente es un castigo similar al mío?, nunca me ha gustado que me castiguen sin motivo.
De desagradecidos está el mundo lleno y, aún aguantando todo el peso del resto del cuerpo humano, nadie nos pregunta ni se interesa por los lugares que nos gustaría visitar, bueno, que yo sepa, igual se lo preguntan al derecho... como no hay comunicación.
Somos como los taxistas, vamos donde nos mandan, pero sin cobrar, porque yo todavía no he visto un Euro... ya hablaré con el derecho (si me dejan), igual, él es el tesorero, no lo se, me da la impresión que vivo engañado.
Todos los miércoles, como siempre, sin preguntar, vamos a jugar a fútbol; parece ser que toda la culpa es mía...  huy!!!, "he fallado porque era el pie malo", ¿el pie malo?, ¿acaso he envenenado tu sopa o matado a tu caballo?; pero, si ni siquiera puedo hablar, solamente tengo pensamientos, aunque total para lo que me sirve; aunque, lo peor que llevo de estos partiditos es lo de las botas de taco de aluminio que me calzan, realmente... ¿es necesario?. Ni siquiera con algo aparentemente divertido como es el deporte, dejo de sufrir y se castiga mi ego "pezuñil".
Aún tengo recuerdos estudiantiles en mente como cuando a la hora del recreo jugábamos a las canicas a las 11.00 de la mañana, chiva, "pie bueno"... impresionante, pie bueno, lloraba de la alegría, un piropo, a mi, naturalmente fue por equivocación ya que mi acompañante es diestro, lo que me colocaba en el 4º nivel que podía alcanzar un pie dentro de los cuatro existentes:
-   Nivel 1 o preferente: ser un pie derecho y que tu dueño sea diestro.
-   Nivel 2 o compatible: ser un pie izquierdo y que tu dueño sea zurdo.
-   Nivel 3 o simple: ser un pie derecho y que tu dueño sea zurdo.
-   Nivel 4 o decadente: ser un pie zurdo y que tu dueño sea diestro.
El porque de estos niveles es fácil de digerir, todo iba en función de las tendencias del jefe y tu situación corporal.

En verano trabajamos en "Control de calidad": ¿estará fría el agua?, voy a meter primero el pie... eso es, si hay que hacer sufrir este ha de ser el pie... como no se queja.
Y ya no digo cuando vamos a pasear al parque, miedo me da que haya perros, con lo despistado que es Anselmo, mi dueño, corremos peligro de pisar excrementos varios, y te puedo asegurar que no hay nada más desagradable que llevar premio en mi ropa; por mucho que frotes con la arena hasta que no me despojan del caparazón que me envuelve vivo en anestesia permanente.
Odio ir a comprar zapatos, no se porque extraña razón me envuelven en una bolsa de plástico e intentan asfixiarme, pero, no contentos con esto me ponen y quitan calzados que, la mayoría de veces, no vuelvo a ver; ¿que he hecho yo para recibir sufrimiento gratuito?.

Por éstas y muchas más razones, en nombre de todos los pies, y en especial de todos los pies izquierdos, reivindico por nuestro bienestar, exigiendo un trato que se aleje de la esclavitud corporal que recibimos a diario, así como excluir el trato vejatorio dejándonos mostrar nuestros sentimientos, ocultos, pero sentimientos al fin y al cabo, por favor, no nos piséis más, esto es tarea nuestra.

Perdio
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento


FIESTA DE DISFRACES


Mi mujer sigue durmiendo a mi lado. Ahora, tumbado en la oscuridad de mi dormitorio, mi cabeza  casi no logra esbozar  los retazos inconexos de la noche anterior.  Podría haber sido una simple fiesta de disfraces en la que bebí más de la cuenta. Pero sé que ocurrió algo más aunque ahora no logre hilvanar  mis pensamientos con claridad. Sé que sucedió, que insiste en mi memoria como una  vaga sombra. De forma tácita y persistente se presentan las máscaras venecianas de mil colores, sonrisas falsas de arlequín, muecas oscuras y sarcásticas miradas tras las caretas.

Tres días antes había recibido la misteriosa invitación. Una  anónima tarjeta en papel seda recortada con flores de acanto y en elegante letra gótica me invitaba a la fiesta de máscaras. El lugar era la vieja mansión Grander de la colina.
Molina-Guzmán había comprado la hacienda y la había restaurado. Él no era de la ciudad. Llegó haría un par de años y poco se sabía de él. Tan sólo que se dedicaba a la tasación de muebles antiguos y, al parecer, había amasado una buena fortuna en los últimos tiempos. Se había hecho de respetar por todos los de la delegación. Trataba a todos con cercanía cuando acudía a las oficinas  por algo sobre las patentes, algún que otro asunto de catálogos u obras de arte. Era atento y ocurrente así que cayó bien en seguida. Un tono de falsedad, tal vez en sus expresiones, pero no más que muchos otros hombres de negocios. Grandilocuente y afectado, pero a las chicas del departamento parecía gustarles ese gentleman socarrón y engreído.
Era viernes así que sólo tenía un día para conseguir una máscara y una capa. Una capa de seda oscura, especulé. Una buena excusa para mi esposa, cena con los de arriba, le expliqué con desánimo.
Mi mujer no se molestó. Ella también tenía, como venía siendo habitual, una cena esa misma noche con antiguas compañeras de la galería.
Y desde que recibí la invitación a la hora de la fiesta todo pasó como a cámara rápida. De repente me vi a mi mismo en la puerta de la mansión Grander.
Los mayordomos vestían de esmoquin y caretas negras con nariz de pájaro. Con una reverencia, dos camareros me dieron la bienvenida al salón. Estaba bastante concurrido a pesar de que había llegado bien temprano. Las damas cubrían sus rostros con máscaras al estilo moretta con oscuros velos. Vestían largos vestidos de finas  e insinuantes telas. Los caballeros se escondían tras máscaras menos sutiles, blancas en su mayoría, ovaladas y brillantes como el mármol. Sus cuerpos los cubrían con negras capas de seda.
Nada más cruzar el umbral de la puerta sentí que era transportado en el tiempo. Los enmascarados se deslizaban sobre las extensas alfombras como espectros de largas sábanas ensombrecidas o bermejas.  El Claro de Luna inundaba con su piano todas las estancias de la residencia. En sus ecos infinitos y melódicos se adivinaba la inmensidad de sus salones, la profundidad de unos techos imposibles de los que colgaban majestuosas arañas de brillantes. Al fondo, una curvada escalera de caracol se deslizaba hasta la balconada interior de la segunda planta.
La atmósfera parecía recuperar un tiempo ya pasado y casi como en un remoto sueño recordé que  aún estaba en el salón. La pieza musical dio paso a las Valquirias de Wagner o alguna pieza solemne y todo cobró urgencia y horror. La gente parecía lanzarse miradas de recelo y tras las máscaras se podía intuir que en sus ojos se escondían miedos o terrores sin desvelar. Intenté buscar a algún conocido pero en el revuelo de máscaras y túnicas era imposible. Hice el gesto de quitarme el antifaz pero una dama enmascarada posó su mano en mi mano para impedirme el gesto. Algo terrible ocurriría si mostraba mi rostro, parecían insinuar sus ademanes. En sus ojos se apreciaba una inquietud severa. Me tomó de la mano y me condujo a otro salón. Sígueme, parecía decir su cuerpo envuelto en un vestido de gasa violácea que se ondulaba al ritmo de nuestro caminar. Podía adivinar un cuerpo menudo y bien proporcionado bajo la funda de máscara y tela. En la sala adyacente la luz era más tenue y la gente se arremolinaba en círculos, expectante. La música había cesado de repente y las puertas de entrada estaban truncadas y obstruidas con balizas improvisadas de muebles y jarrones titánicos. Miré a mi alrededor y las máscaras de los visitantes parecían haber adquirido una tonalidad distinta. El blanco de algunas máscaras se había tornado de un color pálido hueso, casi cadavérico, que se ajustaba de forma demoníaca a la piel de sus portadores.   La mascarada parecía simular un algo secreto, un misterio que concernía a todos menos a mí. Me sentí como un niño desnudo en mitad de un enjambre de abejas.
Mi misteriosa acompañante se posó el dedo índice en sus labios celestes para indicarme que guardase silencio.  Tras su máscara azulada intuía unos ojos familiares.
Desde una barandilla superior sombras negras con capuchones y con caras enmascaradas o maquilladas gruesamente nos observaban silenciosas. Parecían estatuas que cedían a otros ritmos distintos a los naturales. O espíritus que simulaban ser humanos. Hubo una pausa en la música. La muchedumbre de la sala entera comenzó a girar sus cabezas. Todas las máscaras se tornaron hacia mí. Me observaron un segundo como para comprobar que yo era uno de ellos. Luego, la música arrancó otra vez con cantos gregorianos que resonaron en el  espacio hueco del palacio y la jauría de locos enmascarados dejó de prestarme atención. El corazón me latía con fuerza contra el pecho.
En la alucinación que me embriagaba, como un sopor que emanara del mismo infierno, pude entrever que las máscaras no eran venecianas. Rostros de peces muertos y demonios retorcidos llenaban las caras de los hombres y mujeres de la oscura reunión. Sin palabras parecían comunicarse blasfemias u otros mensajes relativos a la muerte o a la carne. La mujer que me acompañara se despojó de su capa y con sólo una máscara azulada bailó su cuerpo desnudo entre todos los asistentes. Parecía poseída por  una lujuria que era incapaz de detener. Todos comenzaron a imitarla. Todos comenzaron a desvestirse. Una histeria colectiva fue tomando el control de todos los enmascarados.
Me acerqué al mostrador y tomé una copa de vino. Era un vino rojo como la sangre y de un sabor fuerte y textura viscosa. Al poco todos se fueron despojando de sus disfraces dejándolos tirados sobre el mármol como  mudas de pieles secas de monstruos oscuros y brutales. Por el rosetón de la fachada principal la luna se colaba y poblaba los espejos, y multiplicaba los reflejos de las máscaras en las copas de cristal y las pupilas de los asistentes.
El baile de cuerpos desnudos ofrecía una imagen ilusoria y distorsionada. El vino era dulce y perdí la consciencia en varias ocasiones. La chica que me condujera al salón se multiplicaba y se confundía entre las demás. Su rostro ignoto era una mancha azul celeste entre la niebla de cuerpos femeninos. Cuerpos frágiles de pechos firmes y muslos apretados.  En la vorágine del baile vi la imagen de mi propio cuerpo desnudo en el espejo. Un cuerpo patético con una máscara extraña y absurda.
Todo lo demás fue locura y perversión. En mi alucinación creí conocer la voz susurrante de alguna de las mujeres que juguetearon entre mis brazos. Oía mi propia voz que profería blasfemias y palabras desconocidas para mí.
También tuve la certeza de que Guzmán era el mismo Diablo. Y la mansión Grander el mismísimo corazón del infierno.
No puedo recordar cómo  llegué a mi casa. Tal vez todo haya sido un sueño, pensé. Pero aún conservo la máscara, la invitación, los obscuros recuerdos y el inefable rumor de la resaca.
Desperté sobre mi lecho empapado en sudor. Las pesadillas me perseguían. Mi mujer parecía no haber acusado mi ausencia. Me miró y volvió a dormirse. En la silla reposaba mi ropa sudada, mi capa y... no, no veía mi máscara.
Me levanté a vomitar y a esconder la túnica. En el vestidor la luz se había olvidado encendida.  Me acerqué a apagarla. En un diván vi la ropa de mi mujer. Hecha un ovillo.  Vi lo que parecía otra túnica oscura y  mi máscara junto a la máscara azulada que reconocí al instante.

Louis Who
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento


UNAS POCAS LUCES


   A Galindo, el hombre más pálido de Rapaneda le cambiaron la vida unas luces, de esas de colores, iguales a las de los árboles de navidad. Al verlas brillar todas al unísono, tuvo el impulso irrefrenable de tragárselas, despacio, una a una, aunque luego necesitase más de tres días para digerirlas; jamás imaginó que estarían tan sosas.
   Su rostro desde entonces no dejó de cambiar de color, y a cada rato Galindo juraba que la vida tenía un sabor distinto.
   Con el rojo se le venían a la boca los recuerdos agitados del enamoramiento, algo que había enterrado tan hondo que al volver a degustarlo le activó la sangre como un radar, y volvió a pelar la pava con Balbina, una mujerona risueña que tenía un estanco y un bar en el pueblo;  la única soltera aún en edad de merecer.
   El azul le devolvió el paisaje de sus años de escuela, caminando a buen paso por el sendero nevado, sinuoso de aquellos amaneceres en tropel cantando el avemaría,  las bromas de la travesura y el choque alegre de las aguas del manantial que viajaba junto a ellos en paralelo.
   El verde le trajo la envidia de los conquistadores que escalaban montañas y llegaban a la luna, valientes aventureros arrebatados por una locura tan absurda como brillante; y el amarillo los amaneceres sin aliento contemplando el ascenso del sol en el horizonte...
   Por eso Galindo, el hombre más triste de Rapaneda se convirtió por obra de unas pocas luces en un tipo renovado. En poco tiempo hizo el viejo camino hacia la escuela todas las mañanas, aunque con el sonido del río mermado por la sequía; escaló el pequeño monte de su pueblo que las cabras recorrían más de cuatro veces diariamente, y fue el  primero en poner una bandera de victoria en su cima (a nadie se le había ocurrido antes semejante epopeya). Y esa misma tarde, sin esperar a que el cura terminase el responso  por un pobre buhonero que se murió predicando sus telares, se llevó al fraile en el hombro para que le casase con Balbina, que por fin le había dado el sí quiero,  enamorada hasta las trancas de su rostro cambiante, pues decía que le recordaba a los semáforos de la ciudad, alto e imponente y a cada rato distinto.
   Sus cinco hijos nacieron seguidos, cada uno de un color, como una ristra de lucecillas prematuras. Sólo el más pequeño llegó al mundo pálido, con la misma cara de tristeza que su padre antes del atracón. Todos, excepto él se dedicaron al comercio y tuvieron gran éxito, pero solo el descolorido se dedicó a la política, pues tenía la lengua rápida y convencía con su verborrea a todo el que se le ponía por delante.
   A golpe de parloteo terminó ganando las elecciones de su pueblo, aunque todos habrían de recordarle como el alcalde más insulso de Rapaneda, y los más viejos afirmaban fastidiados, que no había hecho nada bueno, ni carreteras, ni centros de salud ni escuelas; pues a aquel apagado alcalde la sobraba carrete y tenía pocas luces.

Liora Mayanne
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento


Una cita perfecta


Aquél iba a ser el día o aquélla iba a ser la noche, qué importaba. Todavía no había amanecido pero a él le daba igual; ni siquiera había dormitado unos minutos, así que la posición de los astros tampoco era muy relevante. Porque aún faltaba mucho para que amaneciera, pero iba a verla, hablar con ella, tal vez olerla, quién sabía, mil cosas. Llevaba horas perfectamente vestido sentado en la penumbra de su dormitorio, junto a la ventana. Hacía ya un buen rato que los coches que cruzaban el horizonte, trazando a velocidad uniforme la gran curva de la nueva ronda de circunvalación, lo hacían de uno en uno y a intervalos imposibles de medir. Los veía aparecer por el este con sus luces blancas y luego se esfumaban en la oscuridad durante un segundo, para volver a materializarse transformados en resplandores rojos que miraba empequeñecer y empequeñecer hasta extinguirse para siempre. Eso era todo. Sin contar lo de dentro de su cabeza, claro. No había puesto música para acompañarle. No había hojeado un libro. Simplemente disfrutaba de la espera contemplando la porción de extrarradio nocturno que le ofrecía su ventana y escuchando cómo su propia voz le recitaba sus mejores deseos. En alguna ocasión le pareció que lo hacía en voz alta, pero no se preocupó de cerciorarse. Lo que sí comprobaba a menudo era la hora. No transcurrían diez minutos sin que se sacara el móvil del bolsillo e hiciera que la pantalla se iluminara en un color azul hielo que le gustaba. Con la misma frecuencia estiraba el cuello y miraba hacia la calle, receloso de que la mala suerte decidiera burlarse de él. Pero todo iba bien ahí abajo. Todavía faltaba un rato para que llegara el momento. La parada del autobús seguía solitaria. Envuelta en la iridiscencia pálida que emitían los neones que alumbraban la publicidad incrustada en la marquesina, parecía un escenario del futuro. En el póster, un tipo demasiado perfecto para pisar La Tierra del siglo XXI lucía unos calzoncillos carísimos, hiperelásticos, de diseño. Esa clase de ***** fashion-light-cool a treinta y seis euros la unidad era lo que les metían por los ojos a los ciudadanos condenados a usar el transporte público a diario. Y también a él, que llevaba toda la noche esperando con miedo su modesto momento de gloria. Toda la noche o toda la vida, sólo él lo sabía. Se sorprendió preguntándose si un equipo de publicistas habría cobrado montones de euros por colocar la **** de aquel modelo exactamente en esa posición. Y en seguida se levantó de la silla. Dio unas vueltas a la habitación mientras se planchaba la ropa con las palmas de las manos y sacudía la cabeza mirando al suelo. Intentando convencerse de que ese tipo de pensamientos extraños era lo que le hacía ser un tío extraño. Se detuvo, hurgó en sus pantalones y el móvil volvió a pintar la habitación de un aire azul desvaído. Ya sólo faltaba un cuarto de hora para las cinco y media. Comprobó por enésima vez que la parada permanecía tranquila y se dirigió al cuarto de baño. Y empleó esos últimos minutos en observar con detenimiento su reflejo, en perder el tiempo al trazar planes de última hora con la esperanza de mejorar su aspecto. Pero cualquier pequeña modificación que aplicaba a su pelo o cualquier recorte en su barba rala le parecía que empeoraban su imagen anterior. Acabó optando por meter la cabeza bajo el grifo y secarse/despeinarse con la toalla. Luego se envolvió en una nube de desodorante y no pudo evitar pensar que todo aquello era innecesario y ridículo. Pero no tanto como abortar la operación a estas alturas. Aunque sólo fuera por no haber pegado ojo en toda la noche, la situación exigía cierta culminación. Así que ahí estaba: sentado en la parada desde hacía unos minutos, medio encogido por el frío que condensaba su aliento en fugaces nubes blancas, cuando escuchó unos pasos que se aproximaban. Buscó una postura natural en el banco de metal o plástico, lo que fuera. Cruzó las piernas de modo indeciso y al instante las separó con un gesto aún más vacilante. Quería parecer tranquilo pero notaba sus músculos tensos como alambres. Mientras se removía sobre la superficie helada se lamentó de que ningún coche hubiera aparcado esa noche en el carril bus; le habría venido bien revisar su apariencia reflejada en una luneta. O tal vez no. Tal vez eso habría aumentado su inseguridad. Sí, probablemente, se dijo. En cualquier caso, dejó de preguntarse sobre esto y todo lo demás cuando se dio cuenta de que los pasos resonaban ya muy cerca. Un segundo después ella aparecía por detrás del cartel anunciador. Iba distraída, rebuscando cualquier cosa en su bolso, y se sorprendió de modo demasiado evidente de ver a alguien en la parada a esas horas. Y dudo, también de manera muy visible, si sentarse en el banco. De manera tan visible que hasta él se dio cuenta de la indecisión de la chica y se sintió todavía más incómodo, estúpido, extraño de lo habitual. Ella optó por permanecer de pie a unos cuantos metros de él, arrebujada en el interior de su abrigo. Vista de cerca le gustaba lo mismo que desde la ventana. En un arrebato de audacia pensó en levantarse y entablar una conversación intrascendente con ella. El frío, las deficiencias del transporte público, lo inmorales que son algunos horarios laborales. Cosas así, para parecer alguien normal. Pero se limitó a permanecer sentado y decir un Hola avergonzado en un momento en que ella pareció mirarle de reojo. No le quedó claro si la chica le había contestado. Sí, una rápida nubecilla de vaho había salido de su boca, pero podía haber sido la materialización de un suspiro de tedio o simplemente su respiración. Y ya no hubo tiempo para aclararlo. El autobús llegó y la chica se escupió algo en la mano y lo tiró a la papelera. Luego subió al bus sin despedirse. Tampoco lo miró desde detrás de las ventanillas empañadas. Él se quedó un rato viendo cómo se alejaba el vehículo. Era bonito, un luminoso oasis de calefacción rodando sobre el asfalto mojado la ciudad oscura y fría. Se preguntó dónde iría. Cuando lo perdió de vista se levantó, se dio unas palmadas en sus mulos ateridos y se acercó a la papelera. No le costó demasiado encontrar el chicle. Aparentemente de fresa ácida y recubierto de ceniza, una cáscara de pipa y una serie de pequeños fragmentos no identificables. Impregnado en saliva fresca y caliente, brillaba a la luz de las farolas. Subió a casa sosteniéndolo entre el índice y el pulgar. Se sentó de nuevo junto a la ventana y se metió la masa en la boca. La masticó. Los jugos y los tropezones se esparcieron por su paladar. Justo antes de quedarse dormido pensó que aquél era el sabor del amor.

Rojo
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento


Siguiendo la pista


Don Cuervo siempre había sido tratado con mucho respeto en el barrio, pero más que por respeto, por temor. Por eso, cuando se referían a él, el Don siempre iba delante. La gente del pueblo decía que no era de fiar, pero no porque fuese conocido por sus fechorías o mala conducta; más que nada era su aspecto físico lo que infundía temor e impresionaba. Lo cierto es que era un tipo oscuro, de apariencia amenazante; siempre vestido de un negro carbón que intimidaba, con su pico siempre bien afilado así como sus garras, capaces de cogerte y no dejarte escapar. Ciertamente, era un tipo que no inspiraba demasiada simpatía. A pesar de todo, la araña Mariana, no se llevaba ni bien ni mal con él, simplemente se llevaba. Eran vecinos puerta con puerta, desde hacía más de una veintena de años, por lo que no les había quedado otro remedio que llevarse bien, aunque no fuera nada más que desde un punto de vista práctico, para lo básico: si un día uno necesitaba un poco de sal o de azúcar por falta de previsión, ahí es donde estaba el vecino realizando pequeños préstamos, esos que se suelen hacer entre vecinos. Que si un día te dejo un vasito de leche para el desayuno porque te has quedado sin, que si al día siguiente me das tú un poquito de aceite para freír el filete porque me hace falta a mí. En fin, que nunca habían tenido problemas de este tipo.
   Así habían pasado años de convivencia, sin más comunicación entre ambos que la estrictamente necesaria. Ciertos días hablaban más que otros, pero siempre cosas sin trascendencia. Este tipo, D. Cuervo, ¡era tan reservado!
   Un día, Mariana se percató de un cambio en su comportamiento. Parece que últimamente ambos se cruzaban con bastante más frecuencia de lo normal. Antes por el contrario casi ni se veían porque el cuervo hacía más vida nocturna. ¿Estaba cambiando D. Cuervo su personalidad? ¿Se estaba volviendo más sociable? ¿Cuál era el motivo de tales cambios? ¿Por qué ese cambio de actitud? ¿Por qué, por qué, por qué....? Mariana empezaba a hacerse preguntas y a cuestionarse a qué sería debido aquel cambio que había apreciado en su vecino. Así nuestra amiga la araña, decidió convertirse  en Merlock Holms y se dedicó a investigarle día tras día durante unos cuantos días.

Día 1_
Mariana decide comprar un cuaderno de investigación. Comienza a tomar notas. A mi primera hora de la mañana se percata de que D. Cuervo entra silenciosamente y de puntillas en su propia casa. Cosa rara, muy muy rara, sobre todo a estas horas.

Día 2_
Mariana se echa a la calle para seguir de cerca a D. Cuervo. Pegada a sus talones, camina detrás paso tras paso, enfundada en una gabardina larga, un periódico bajo el brazo para disimular y una lupa para ir controlando los pequeños detalles, para que no se escapara ninguno.

Día 3_
La persecución de D. Cuervo se vuelve difícil, Mariana empieza a perderle el rastro. ¿Cómo es posible que sea tan rápido? Se pregunta Mariana. Tan pronto le ve salir de casa, como entrar, y volver a salir, y volver a entrar. Y vuelta a salir, esta vez con gafas. Y entrar a los pocos segundos con bolsas en la mano. Y aparecer al cabo de un rato asomado a la ventana como esperando a alguien o algo. Y un segundo más tarde en el jardín, preparado con las tijeras de podar. O se había vuelto hiperactivo, o mucho había cambiado su vecino, ya que antes se tomaba las cosas con calma, no tenía prisa por hacer las cosas, y sobre todo no se dejaba ver mucho durante el día. Es posible sin embargo, que esperara la llegada de alguien a casa, de ahí que se comportara así, de un lado para otro. Y ahora, ¿dónde se ha metido? Ya se le ha vuelto a escapar a nuestra araña.

Día 4_
Mariana piensa que la clave está en la huella. Con este presentimiento, comienza de nuevo  a seguir sus pasos, mejor dicho, sus huellas, de día y de noche, y empieza a darse cuenta de que ¡están por todas partes! ¡Era para volverse loca! Esto de la investigación está resultando más difícil de lo que parecía. Mariana se empieza a desmoralizar y piensa que así no será capaz de hacer ninguna averiguación. ¿Qué datos pueden aportarle unas huellas idénticas esparcidas por todo el jardín, que se mezclan unas con otras y se pierden detrás de los matorrales?

Día 5_
Mariana decide observar minuciosamente las huellas. Tiene una corazonada. Piensa que observando detalladamente las huellas de su vecino el cuervo, encontrará la clave y resolverá el misterio. Encuentra el Primer Hallazgo: una pequeña diferencia, casi imperceptible se podía apreciar entre dos huellas casi idénticas. Una pequeña marca más pronunciada en una de las huellas marcaba la diferencia, estaba claro, como no se podía haber dado cuenta antes. Enseguida pensó en la posibilidad de un hermano gemelo. (Claro que, me parece a mí que Mariana esta vez se ha dejado llevar por su imaginación y por sus apasionantes lecturas detectivescas). Después de unos minutos de reflexión, piensa de una forma más razonable y se dice a sí misma: es completamente lógico y  normal dejar una marca más profunda en la tierra, porque a veces se pisa con más fuerza. Así que descartada la primera hipótesis.
A pesar de todo,  continúa con las sospechas.

Día 6_
Mariana decide seguir investigando. Esta vez piensa que dejar caer alguna de sus elaboradas trampas disimuladamente puede ser una fantástica idea. Así deja caer  unos cuantos hilos por aquí, otros por allá... Sólo queda esperar que D. Cuervo se enrede en ellos y caiga en la trampa. Pasan los minutos y la tela de araña se va haciendo más y más grande alrededor de la casa de su vecino, casi casi hasta envolverla. Mariana ha empapado la tela con un producto especial para hacer que en contacto con el O2, o sea con el oxígeno, fuera aumentando de volumen. De hecho, estaba resultando bastante descarado el proceso de investigación que Mariana estaba llevando a cabo. En fin, nada, que no hay manera de que el cuervo caiga en la trampa que Mariana ha preparado con tanto empeño. Confirmado, el cuervo es más listo de lo que parece.

Día 7_
Mariana decide desarrollar un nuevo método de espionaje. Ahora realizará el espionaje desde arriba, desde las alturas. El plan es una vez subida a los árboles de alrededor de la casa, se colgaría de un hilo a otro y vigilaría a su vecino con unos prismáticos de largo alcance. Pensó que quizás realizando la inspección desde otra perspectiva obtendría mejores resultados. Craso error. A veces D. Cuervo desaparecía del campo de visión y era imposible seguirle.

¡Ya había pasado una semana, y nada! Mariana no encontraba indicios, pruebas, datos, señales, nada definitivo. Así no conseguiría resolver el caso. Había empleado ya todo tipo de estrategias. Todavía había muchos hilos sueltos, digo... muchos cabos sueltos. Ya no sabía que más hacer.

Consulta con la almohada_
Nada mejor que consultar las dudas con la almohada, ya sabéis irse a planchar la oreja, a dormir vamos, para aclarar dudas y sacar conclusiones.
Mariana empieza a pensar...
Razonamiento nº 1: D. Cuervo siempre ha sido un tipo reservado y discreto. Pero ¿quién eran los demás para meterse en su vida?
Razonamiento nº 2: ¿Y si D. Cuervo no estuviera haciendo nada malo? Pensándolo bien nunca había tenido ningún problema con él. En cualquier caso, pensó, esas no eran formas de entrometerse en la vida de su vecino para saber de él.
Razonamiento nº 3: ¿Y si, como dicen, las apariencias engañan? ¿Y si D. Cuervo no fuera tan malo como lo pintan? ¿Y si me hubiera dejado llevar por comentarios y primeras impresiones? ¿Y si estoy equivocada respecto a mi vecino?
Conclusión: lo mejor será hablar directamente con él si realmente me preocupa su actitud. Nada de fisgonear detrás de las puertas, nada de hacer jugarretas para conseguir información. Esta vez hablaría con él, cara a cara.

El día después_
Mariana decide hablar con D. Cuervo. Está frente a su puerta. Observa el timbre. Piensa por unos instantes si será buen momento para llamar. Mira al reloj. 09 AM. Sí, es buena hora. Escucha ruidos en el interior de la casa. Consigue estirar una de sus patitas para llamar. Aparece D. Cuervo a la puerta. Se queda mirando a su vecina unos segundos que a Mariana parecen una eternidad. D. Cuervo pregunta qué es lo que quiere. Mariana se queda inmóvil a la entrada sin saber qué contestar.

Minutos más tarde_
Mariana está sentada frente a su vecino, tomando una excelente taza de café con un delicioso aroma, acompañado con un crujiente Croissant recién hecho y charlando amistosamente.

¡Qué equivocada estaba Mariana! Hablando con su vecino D. Cuervo, conoció a un tipo de lo más sociable y solidario. Le contó como toda su vida se había dedicado a trabajar por las noches, a pesar de que no le gustaba para nada y que por eso no hacía demasiada vida matutina. Ahora que por fin había dejado de trabajar, tenía todo el tiempo del mundo para hacer lo que quisiera. A él le gustaba mucho dedicarse a los demás y ayudar a los más necesitados dentro de sus posibilidades. Además tenía el objetivo de concienciar a la gente del barrio de los distintos problemas de la sociedad.

–Acompáñame –le dijo D. Cuervo– para que veas cómo estamos trabajando. Le enseñó cómo en los últimos días estaba coordinando varios workshops, por lo que necesitaba tiempo, organización y sobre todo mucho movimiento de aquí para allá en la preparación de los talleres y en la organización de los materiales y demás para que todo saliera a la perfección. En el Taller Eco estaba enseñando a reciclar e intentar concienciar a la gente para que fueran más respetuosos con el medio ambiente. Era algo fundamental para la supervivencia de los ecosistemas.  En el Taller MercaSol estaba organizando un mercadillo solidario, recogiendo alimentos para enviar al III Mundo y explicando cómo vivían en otros países. Cualquier otra idea era bienvenida, le explicó.

Así, Mariana empezó a hilar todos los hilos y a entender los movimientos de su vecino. Me parece a mí, que de haberlo sabido antes, nuestra amiga se habría evitado toda esa escenita que había montado. Conoció a un D. Cuervo totalmente desconocido para ella, vio cómo se estaba desenvolviendo con soltura en el barrio y decidió que nunca más juzgaría a una persona sin antes conocerla.
   Se puso manos a la obra y empezó a colaborar en ese mismo instante.

Rosanera
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento


El caballero del viento


El acontecimiento había concitado la atención de todo el país y no fueron pocas las televisiones del Cono Sur que solicitaron formalmente suscribir los derechos para retransmitir tan magno evento a sus respectivos televidentes. Veteranos excombatientes de la RAF habían, incluso, cruzado el Atlántico para estar presentes, como expresión de la deuda de gratitud que sentían hacia Walter Lezama, el mítico aviador de Barranquilla que había conseguido el alto honor de ser nombrado sir por el rey Jorge VI como recompensa por los servicios prestados a la corona británica como voluntario de la legión extranjera abatiendo cazas alemanes en los amenazados cielos de la Gran Bretaña.
   El intrépido Walter intentaría una proeza jamás realizada: cruzar con su avioneta en posición vertical el ojo central del puente de piedra que cruzaba el acantilado del río Cauca a su paso por la Cordillera Central.
   El inmenso gentío que atestaba el pequeño valle clamó como una sola voz cuando vio aparecer a sir Walter Lezama camino de su avioneta con su andar seguro y las gafas de aviador bamboleándose en su mano, mientras la banda municipal de música  de Cali, con su uniforme de gala de las grandes ocasiones, acometía las notas del himno nacional de Colombia y una ola de sentimiento patrio zarandeaba por unos instantes a todos los congregados, incluida la pequeña comunidad de aviadores británicos. Sólo Laura Escobar, la joven y hermosa compañera sentimental del legendario héroe de los cielos de Londres, advirtió, entre tanta manifestación de júbilo, que aquél no llevaba puesta la vieja cazadora de piel de carnero que siempre le acompañaba y que suponía para él una suerte de preciado talismán del que nunca se separaba cuando volaba, pero no tuvo tiempo para elucubrar posibles respuestas a este supuesto descuido porque, de repente, el motor de la avioneta rugió con estridencia y el rotar de las hélices levantó del suelo un remolino de envoltorios de golosinas y confetis de colores entremezclados con el polvo rojizo de la llanura, y, antes de que ella pudiera poner orden en sus pensamientos,  un brillante pájaro azafrán estaba inundando de piruetas el cielo que envolvía las altas cumbres del Nevado de Tolima.
   Desde allá arriba el piloto veía los cuadrados de maizales en la orilla oriental del río Cauca, que,  como culebra de agua, zigzagueaba al fondo del cañón, y en la otra orilla podía contemplar a la muchedumbre apiñada sobre la terra rossa del llano, con las manos sobre la frente a modo de viseras improvisadas, absortas las miradas en las hábiles evoluciones de la avioneta.
   Mientras los vendedores ambulantes llegados de Popayán y Palmira voceaban su mercancía desde sus improvisados puestos de feria, el locutor se desgañitaba anunciando las acrobacias de un guión previamente establecido que el piloto parecía no querer seguir, de tal suerte que cuando aquél anunciaba un rizo, éste ejecutaba un doble bucle; si aquél un picado, éste una barrena..., de modo que, harto de tanta pendejada, el desorientado speaker arrojó con rabia el micrófono contra el suelo y se dirigió colérico hasta el puesto de bebidas más próximo, mientras rezongaba: "este hombre se ha vuelto loco".
   Desde el control intentaban averiguar qué diablos pasaba, a qué venía tanta vaina  gratuita, pero Walter había desconectado la radio y volaba a sus anchas, saltándose a su albedrío el guión acordado para irritación de los organizadores del acto, que no daban crédito a lo que veían, sobre todo cuando el piloto hizo una pasada rasa a un palmo de las cabezas de los espectadores que arrastró tras de sí los toldos de los tenderetes, para algarabía de los mozalbetes y del bobo del lugar.
   Por si la broma no hubiese bastado, y aún no recuperados del susto de la primera acometida, todavía realizó una segunda pasada sobre los desconcertados parroquianos que, esta vez, alertados ya por la extraña conducta del piloto, corrieron despavoridos: unos a buscar refugio en la selva y otros arrojándose a las frías aguas del río.
   Por fin, la díscola nave pareció recobrar la cordura de las aves y se dedicó  a mecerse en el cielo con una cadencia de pájaro leve digna de la más avezada pericia, como correspondía a la conducta intachable de un prócer de la patria, y al cabo el aire de llenó de humo con los colores de la enseña nacional y consiguió arrancar exclamaciones de admiración de los otrora apabullados observadores del llano. A continuación, con humo de color rojo, dibujó un tenue corazón que, al instante, tras un vertiginoso viraje, atravesó como una saeta, dejando a su paso una estela de evanescente humo azulado.
   Como quiera que todo parecía haber vuelto a la normalidad, el afligido locutor tornó a su abollado micrófono y anunció a los circunstantes que el señor Lezama realizaría a continuación la magna gesta de atravesar el ojo central del puente en una pasada vertical, ya que de otra forma era materialmente imposible hacerlo, dada la corta distancia que separaba un pilar de otro.
   El público contuvo el aliento y dejó de murmurar por un instante, el que tardó el aguerrido héroe internacional en situarse en la perpendicular del puente y dejarse caer como una centella hasta el centro del mismo, sólo que, en vez de aproximarse situando el avión de costado, lo hizo en posición horizontal, que es la forma cristiana en que deben volar los aviones.
   "¡Dios mío, se va a estrellar!", fue el comentario común de todos los congregados, especialmente de los pasajeros del expreso que cubría la línea de Cartagena a Cali, que para entonces habían llegado hasta el puente y observaban el evento asomados a las ventanillas del tren, que como imponente oruga de acero bufaba al ralentí varado sobre las bruñidas vías.
   Mas, cuando todos esperaban lo peor, a pocos metros de los pilares del puente, sir Walter Lezama, con una sonrisa de suficiencia y desdén que el público no podía ver, giró noventa grados sobre su eje y la avioneta azafranada atravesó impecablemente entre los imponentes basamentos, apareciendo airosa y elevándose a su vez de forma majestuosa por el otro extremo del estrecho arco de piedra, arrancando alaridos de fervor de cada garganta, mientras cientos de banderitas tricolores ondeaban desde el tren y una lluvia de confetis se desbordaba oscilante, cual torrente de diminutas mariposas tornasoladas sobre el valle bullidor.
   Se había desatado el frenesí, y todos esperaban eufóricos el aterrizaje del piloto y se daban codazos y empujones para ocupar las primeras filas de la pista, al objeto de poder tocar al idolatrado acróbata del aire. La música sonaba más alta y afinada si cabe, como si los músicos se hubiesen conjurado para sacar de sus dedos y pulmones lo mejor de sí mismos, y la chiquillería gritaba y corría de un lado a otro en un carrusel  de fiesta que parecía haber contagiado a todos los presentes, pero, en vez de aterrizar como se esperaba, el piloto sacó una mano a través de la carlinga y, alzando dos dedos en señal de victoria, indicó que ejecutaría una segunda pasada. El público, que momentos antes había padecido la angustiosa desazón de sentir sus corazones encogidos, se dispuso de nuevo a pasar por el trance de sufrir un ahogo dentro del pecho, mezcla de temor y orgullo, e incapaz de soportar tanta emoción.
   De nuevo la avioneta tomó altura, mas, antes de iniciar una aproximación en picado hacia el centro del puente, describió una serie de piruetas que, cual lápiz mágico y ayudado por el rutilante humo amarillo que iba dejando atrás en sus cabriolas imposibles, dejaron prendidas bajo el ardiente cielo unas enigmáticas y entrelazadas letras: H S L, que no tardaron en disiparse en el aire bochornoso del mediodía.
   Pero no hubo tiempo para conjeturas ni elucubraciones, porque la avioneta ya había iniciado su vertiginoso descenso hacia el centro del puente, sólo que esta vez no realizó el esperado giro de noventa grados como hiciera la vez primera: en esta ocasión, ante los atónitos ojos de todos cuantos la observaban, permaneció equilibrada en posición horizontal hasta que se estrelló con el estrépito de cien saurios degollados y un olor de queroseno y azufre que evocaba los infiernos de los cuentos antiguos, en un abrazó mortal que, según contaron después quienes lo vivieron, había hecho estremecer las vías férreas desde Manizales hasta Tulmá.
   Cuando la conmoción del suceso dejó paso al remanso de la mesura, muchos hablaron de vesania; otros achacaron su muerte a la impericia y a un exceso de sobreestima; las comadres propalaron la falacia de una historia de desamor y de que su compañera hacía ya tiempo que había cerrado su corazón al héroe de los aliados, pero sólo el prestigioso oncólogo Saturnino Escobar y su equipo de especialistas conocía el secreto del mal que aquejaba a Walter Lezama desde meses antes de la infausta catástrofe, y esa noche, cuando acompañó a su hija de regresó al hogar y ésta encontró sobre la cama la vieja cazadora de piel de carnero de su fenecido amor, con una nota encima en la que le decía: "hasta siempre, Laura", tuvo la certeza de que la controvertida conducta del piloto  había sido larga y amargamente madurada en soledad. Y no pudo evitar la reflexión de cuán paradójica es la vida, que dota a los héroes de valentía inusitada para con los demás y los priva de la fortaleza suficiente para afrontar sus batallas más íntimas.

Miguel Ángel Amado
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Estuve en el cielo

Vivo en la capital de una ciudad latinoamericana desde hace quince años momento en que mis padres me trajeron a vivir en la capital del país contando solamente diez años de edad; desde pequeño me enseñaron a vivir acorde a la doctrina católica acudiendo a estudiar en una escuela de esa religión continuando después mis estudios hasta que a los veinte y tres años me gradué de abogado en una de las universidades de la capital, mi nombre es Ernesto García, soy un joven saludable, alto, delgado y de pelo negro, me caracterizo por ser una persona amable y caritativa con todas las personas que conozco ganándome por este motivo el aprecio y la amistad de todo el que me trata y me conoce profundamente.
Después de un año de haberme graduado de abogado ya poseo un bufete en el que trabajan varios de mis compañeros de estudios adquiriendo en ese tiempo una amplia reputación en la ciudad y una prospera posición económica; en el trabajo se me presenta la oportunidad de llevar un caso de uno de los hombres más ricos de la ciudad nombrado Raúl Leiva amigo mío que es propietario de varios negocios en la ciudad, en una conversación que mantengo con él me informa:
"Ya lo conocía a usted de la misma iglesia a que yo acostumbro a acudir todas las semanas, lo he visto contribuyendo generosamente en la iglesia y he oído comentarios sobre las obras de caridad que usted patrocina, me gustaría que me ayudara en una obra que pienso realizar pronto."
¿De que se trata? Le pregunto.
"Existen muchas personas adictas a las drogas en la ciudad que anhelan volver a ser la mismas personas que fueron antes de caer en ese vicio; aspiro recoger a un buen numero de ellos para llevarlas a una clínica que quiero abrir con la condición de que se ciñan al reglamento que pienso implantar allí."
¿Cuál va a ser ese reglamento?
"El que decidan implantar los médicos que van a trabajar conmigo para poder erradicar ese vicio."
¿Cuál sería mi contribución en el caso que quisiera ayudar?
"Lo que usted considere que puede contribuir sin que se afecte económicamente."
"Bien, voy a entregarle cien mil dólares para poder sentirme participe de esa buena obra." Le digo sonriendo entregándole un cheque por la cantidad que había ofrecido.
A partir de ese día empiezo a sentir por las noches la presencia de un ser que se me aparecía en mi habitación a menudo que me decía:
"Quiero hablar contigo no tengas miedo no te voy a perjudicar en nada."
Esto hacía que me levantara aterrorizado para trasladarme a otra habitación donde volvía a quedarme dormido sin que me volvieran a molestar; en otras ocasiones trabajando en la oficina se me aparecía dirigiéndose hacia el lugar en que estaba sentado con la intención de hablar conmigo haciendo que me dirigiera hacia un lugar donde estuvieran presentes otras personas por el miedo que tenía a esas apariciones.
Transcurrido un año de esa conversación ya habíamos devuelto a la sociedad cincuenta personas que con nuestra ayuda habían erradicado el vicio que tenían; con el objetivo de celebrar este acontecimiento con la presencia de esas personas y las máximas autoridades de la ciudad me llama Raúl para decirme:
"Esta noche vamos a ofrecer en la iglesia una misa para dar gracias por todo lo que hemos logrado con la presencia de varios medios de comunicación que van a estar presentes, quiero que como uno de nuestros benefactores estés allí." ¿Puedes estar en la iglesia a las ocho?
"Seguro Raúl a esa hora estaré presente." Respondo.
A las siete de la noche ya vestido para acudir a la cita me encamino al garaje de la casa a recoger mi auto  apareciendo la figura que siempre se me aparecía diciéndome:
"Hoy hablaremos."
Aterrorizado me introduzco en mi auto, sentándome al volante me dirijo a la iglesia aún temblando por le experiencia sufrida; ya conduciendo mi auto por las concurridas calles con el objetivo de acudir a la cita en la ocho calle del sur de la ciudad y la ochenta y siete avenida veo un auto que se dirige hacia el mío a toda velocidad estrellándose contra el que yo manejaba."
Siento que algo dentro de mi se separa de mi cuerpo sintiendo yo un bienestar desconocido mientras me elevaba hiendo a parar a un lugar amplio e  iluminado donde soy recibido por el mismo ser que veía hacía años, que me informa:
"Bienvenido al lugar que te ganaste por tu forma de comportarte en la tierra, quise hablar contigo en varias oportunidades y no me lo permitiste, solamente aspiraba pedirte que nos ayudaras a conseguir que la tierra fuera un mejor lugar para vivir; solo queríamos que cooperaras en conseguir que otras personas  hicieran la misma labor que tu hacías por el bien de los demás, eso era todo lo que queríamos decirte, disfruta de la vida eterna si quieres quedarte te la has ganado."
A partir de ese momento quedo libre para moverme hacia donde deseara, todo era bienestar y alegría donde quiera que me dirigía o con quien tratara; no existían los vicios o las bajas pasiones que acostumbran dominar a algunos de los habitantes de nuestro planeta sintiéndome bien y contento en todo lo que hacía no sucediendo lo que a veces me pasaba en la tierra en que el aburrimiento y la soledad embargaban mi ser sin saber que hacer o donde dirigirme, en pocas palabras era feliz y disfrutaba de todo lo que realizaba como nunca había disfrutado mientras vivía en mi ciudad; me parecía imposible que no existiera el cansancio y la falta de sueño deseando estar todo el tiempo disfrutando de lo que me había tocado en suerte.
De pronto todo acaba sintiendo un sueño profundo hasta que pierdo el conocimiento.
Empiezo a oír voces a mi alrededor en que se daban opiniones de mi estado de salud empezando yo a recuperar el conocimiento.
Después de unos días recupero mi salud encaminándome a realizar el trabajo que acostumbraba a hacer todos los días, en un momento de descanso que tuve reflexiono:
¿Estuve en el cielo o fue un espejismo causado por el accidente que sufrí? "Considero que la respuesta es afirmativa, no encuentro otra explicación; de lo que si estoy convencido es de seguir por el mismo camino que me señalaron llevando la vida a la que estoy acostumbrado porque merece la pena actuar de esa forma viviendo en paz con Dios y con tu conciencia hasta que te llegue el momento de tener que rendir cuentas ante los que te juzgarán por tu forma de vivir y actuar."

Intelectual
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Ómnibus


Cuando ya está a diez metros respiras aliviado. Los asientos vacíos te devuelven el alma al cuerpo. Podrás descansar el trayecto que te lleva a la ciudad, caer en la somnolencia de los ómnibus que tanto te entristece. Eres el primero en la cola, el primero en pagar mientras adviertes cierta mirada en el conductor. Estás turbado, mas no es el momento. Detrás de ti, como fieras, se deshacen por alcanzar los sucios pedazos de plástico. Le pides permiso a un señor con cara de vendedor bohemio, para sentarte al lado de la ventanilla. Delante un muchacho bien vestido resiste la perorata de un negro borracho, que, ahora lo adviertes, tiene el cráneo hundido en el mismo centro, donde una asquerosa cicatriz lucha aún por cerrar. Eso te impresiona; sigues los torpes movimientos de la cabeza que semeja una boya golpeada, y quedas atónito al ver cómo aquel hoyo se remueve al compás de sus agitadas respiraciones. Sientes miedo a que se voltee y te sorprenda mirando su mollera como un estudiante de neurología, retiras los ojos y piensas cómo pudo sucederle algo así: un accidente quizás, un golpazo en una riña, un tropezón desde sus propios pies. Pegas el rostro al cristal, cierras los ojos y te duermes ligeramente cuando ya el ómnibus comienza a tomar velocidad. Te despiertas de súbito, quizás estaba recostado a la ventanilla de un ómnibus cualquiera cuando le sucedió eso, piensas. Es una premonición, lo sabes, ya otras veces te ha ocurrido así, el ómnibus va a chocar, habrá varios muertos, mas no te encontrarás entre ellos, sino que quedarás con el cráneo aplastado igual al negro, que ya agarra al muchacho por los hombros y lo sacude como si fuera su mejor amigo. Desde atrás escuchas el rugido de un camión, tu cuerpo se eriza esperando el impacto. No ocurre nada. Pero estás temblando inevitablemente; y es ahora cuando vez venir la rastra inmensa cargada de combustible —como en las películas—, o de boniatos —como en la vida real—, y saltas de tu asiento para detenerte detrás del conductor, quieres gritar, ponerlos a todos sobre aviso, pero temes al ridículo, por eso cuando la rastra se acerca sólo atinas a agarrarte con fuerza y cerrar los ojos. Tampoco ocurre nada. Respiras, aunque no aliviado, sólo lo harás cuando tengas los pies en el asfalto, te dices y ves cómo las luces de la circunvalación se acercan. Por eso ahora desciendes en la primera parada, no vas a quedarte para cuando el conductor pierda el timón y el ómnibus choque contra un poste. No te importa caminar hasta el otro extremo de la ciudad, son apenas tres kilómetros, y al menos estás seguro sobre tus piernas. Ves el ómnibus diluirse, al fin le juegas una trastada al cabrón destino, piensas e imaginas cómo un jeep se adelanta en cualquier esquina, o un tren fantasmal lo impacta en el crucero. Ahora caminas lentamente, sin apuro, cuando la luz de las bombillas se desvanece ante tus ojos. En la oscuridad percibes las rojas luces traseras por última vez. Luego, cómo algo inesperado, sientes el tropel de los pasos, las voces rudas y provocativas, el golpe en la cabeza.

Estragos
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento


SUSPENSE EN EL SÓTANO O EL DILEMA DE UN PADRE


" Es medianoche. El novio de mi hija se ha marchado y ella decide dormir en el sótano. De pronto, la puerta lateral cruje... "
LISA tenia dieciséis años y Jonny dieciocho. Habían estado " saliendo juntos " durante año y medio. Mi mujer y yo no aprobábamos del todo esas relaciones, pero Jonny nos gustaba y pensábamos que su compañía era conveniente para Lisa en muchos aspectos, lo mismo que la de nuestra hija para él. La ayuda que uno al otro se prestaban para superar los traumas de la adolescencia hizo que estuvieran muy unidos. ¿ Qué pueden hacer los padres en un caso como éste, excepto tratar de mostrarse contentos ?
   Pero se pasan todo el día juntos – me dijo Marion -- ¡ Es como un mini matrimonio !
   Esperemos que no sea exactamente así – respondí pesaroso.
   Bien, pero no pueden resistir eternamente. Y no podemos sentarnos a esperar que ocurra.
   En primer lugar, no sabemos que pase nada o vaya a pasar. De todas maneras, Jonny estará ausente todo el verano, trabajando en un campamento, y puede que eso enfrié las cosas.
Poco tiempo después, Marion se fue a pasar unos días a casa de unos parientes y se llevó a nuestros hijos más pequeños con ella, dejándonos a Lisa y a mí solos. El sábado anterior a la incorporación de Jonny al campamento, él y mi hija se fueron a pasar el día a las montañas y no volvieron hasta medianoche. Jonny entró a despedirse y le encontré un poco nervioso al darme la mano.
Iba a sentarme a ver una película en la televisión y le pedí a Lisa que se quedara conmigo, pero me dijo que estaba exhausta y que pensaba irse directamente a la cama. Cinco minutos después bajaba con su mejor camisón. " Creo que voy a dormir en el sótano esta noche, papá ", me dijo. " Arriba hace calor y el aire acondicionado no funciona bien ".
Acepté con un protocolario " buenas noches ", pero algo me decía que su actitud era un poco rara. Lisa nunca dormía en el sótano, a no ser que alguna amiga se quedara a pasar la noche.
Minutos más tarde, creí oír el crujido de la puerta lateral, que conduce directamente al sótano. Salí por la cocina y comprobé la cerradura. No tenía echada la llave. Yo estaba seguro de haber corrido el pasador.
Volví al televisor rumiando esa especie de conversación mental entre el yo y el otro yo que todos los padres han mantenido alguna vez. La razón y el cariño se enfrentaban con el miedo y la sospecha. El dialogo en mi interior se desarrollaba poco más o menos así:
   Otro yo.: Tú sabes muy bien que oíste cómo se abría la puerta.
   Yo.: No estoy seguro.
   O.Y.: Si Lisa no ha salido, entonces es que alguien ha entrado ¡ Y tú sabes quién ! Él está abajo con ella. En ese " nido de amor ". ¿ Te acuerdas cuando le pusiste ese nombre ? ¡ Qué gracioso !
   Y.: No creo nada de eso.
   O.Y.: Por supuesto que sí. Ya le has visto cuando ha entrado a darte las buenas noches; no podía mirarte a los ojos porque sabía que iba a volver. Vamos, baja y péscalos in fraganti.
   Y.: ¿ Qué ? ¡ Tú estás loco !
   O.Y.: Bueno, por lo menos vamos a escuchar desde lo alto de la escalera. ( Se dirigen hacia la escalera del sótano ).
   Y.: Ves. ¡ Ni un ruido ! Yo me vuelvo a ver el resto de la película.
   O.Y.: ( después de un rato ): Has estado mirando la pantalla y no te has enterado de una sola palabra. ¡ Yo voy a bajar a ver lo que pasa !
   Y.: Te mato. No quiero que montes una horrible escena y que arruines para siempre mis relaciones con mi hija.
   O.Y.: Por lo menos podrías asomarte a la calle a ver si su coche está aparcado por aquí.
   Y.: ( espiando por la puerta principal ): Ves, no hay ningún coche.
   O.Y.: Seguro que lo ha dejado más lejos. Si te acercaras un poco podrías mirar por el tragaluz del sótano y verlos.
   Y.: ¿ Espiar a mi hija ? Bueno... un vistazo solamente. No, no veo nada. Ahí no hay dos cuerpos.
   O.Y.: ¿ Ah, sí ? ¿ Por qué está entonces la puerta abierta ? Ella la ha dejado así para que él no haga ruido al entrar.
   Y.: ( suspirando ): Volvamos y pensemos con calma.
   O.Y.: ( que me mira desde detrás del televisor ): No puedes dejarla que se salga con la suya.
   Y.: ¿ Por qué no ? Yo me salí con la mía cientos de veces cuando era niño y no pasó nada.
   O.Y.: Entonces apruebas que estén ahí, haciendo el amor, bajo tu propio techo.
   Y.: El hecho de que él esté ahí no significa que estén haciendo el amor. Y si es así, ¿ qué ? Quizá me sentiría más tranquilo si ella tuviera veinte o veintitrés años. Pero Lisa es muy madura para su edad. Tal vez esté ya preparada.
   O.Y.: Tú no eres de los que se amedrantan ante un problema. Harías mejor en bajar y arreglar este asunto.
   Y.: Pero ¿ qué es lo que puedo decirles ? Es su vida, y todo lo que hubiera podido hacer para influir en ella ya está hecho. ( Apago el televisor ).
O.Y.: ¿ Te vas a dar por vencido ?
Y.: Así es. Voy a darte un tranquilizante, y yo me voy a la cama.
TODO eso fue hace años. Un día, recientemente, Lisa vino a vernos a casa.
   Lisa – le dije --. Tengo que preguntarte una cosa. ¿ Te acuerdas cuando tenías dieciséis años, aquella última noche, antes de que Jonny se fuera al campamento ? Os fuisteis a pasar el día a las montañas y, cuando volviste, dijiste que querías dormir en el sótano.
Mi hija se puso a pensar.
   Ah, sí – dijo finalmente --. Me acuerdo.
   Jonny estaba contigo abajo, ¿ verdad ?
   Si. Habíamos pasado un día tan maravilloso que nos resistíamos a que acabara. Por eso le dije que volviera y que pasaríamos la noche entera juntos.
   ¿ Te diste cuenta de que yo me imaginaba que él estaba allí ?
   Por supuesto. Sólo se quedó unos minutos. Decidimos que, si tú no ibas a sentirte cómodo, era mejor que se fuera,
Pensé confesarle que les había estado espiando por el tragaluz del sótano, pero no pude.
   No hubiera pasado nada – me dijo Lisa --. Simplemente hubiéramos dormido uno en brazos del otro. Nunca hicimos el amor. Habíamos decidido que no estábamos preparados para ello.
   Quieres decir que en todo ese tiempo...
   Así es. Eso fue lo que vosotros me enseñasteis ¿ no ? Responsabilidad. Hay que tener confianza en los hijos, papá.
Tarde unos segundos en encajar la respuesta.
   Casi siempre la tuve, querida – le dije --. Menos una vez, creo. 

Pikón
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

El procedimiento


El capitán Retama casi no lo podía creer. Un despacho, frío y húmedo, pero despacho al fin. Una estufa de leña para templar los blancos días invernales. Una  cafetera que humeaba varias veces al día, con achicoria sí, pero caliente, que parecía revivir su cuerpo aterido. Un gran ventanal, que abocaba al pequeño patio de la prisión de San Gervasio, por donde deambulaban espectros humanos enfundados en harapos, tiritando bajo la severa mirada de los carámbanos de hielo que crecían en los tejadillos. Y un teléfono y la seguridad de las tres comidas al día, del economato del cuartel cercano, que le libraba de las penurias del racionamiento y del abuso del estraperlo. Y su autoridad, emanada de las tres estrellas que lucía en la bocamanga,  que se habían constituido en una especie de seña de identidad, respetadas por militares y civiles, eclesiásticos y seglares en la España de 1940, segundo año triunfal.

Al capitán Retama aún le turbaban los recuerdos de la cercana guerra. El frente del Ebro, donde sirvió en un pelotón de infantería, ascendiendo en el escalafón por el simple reemplazo de los caídos de rango superior. Todavía se despertaba de madrugada creyendo haber escuchado el tableteo de una ametralladora, temiendo que el centinela hubiese claudicado y que los rojos se encargaran de él. Aún llevaba infiltrado en el alma el olor de la sangre vertida, de las vísceras desparramadas, de la muerte extendiéndose como un espectro por los áridos campos de España, reclutando a tantos y tantos jóvenes, sólo condenados por la fatalidad, sentenciados por culpas y ambiciones ajenas.

Como le recorría un escalofrío al recordar el inicio de aquella contienda, su intención de alistarse para defender la legalidad frente a los facciosos. Y cómo, de la noche a la mañana, su pueblo fue tomado por las tropas nacionales y él obligado a incorporarse a sus filas. A partir de ahí su cerebro se perdía en un desiderátum de arengas, condicionamiento, violencia y sinsentido, con una respuesta tan solo humana: supervivencia.
Tres largos años de penurias, de noches en blanco, de miedo y frío, de infligir muerte o perecer, de sobrevivir.  Y ahora, tras la paz, renuncia a los ideales, adaptación, alivio...paz al fin. Y noches en las que poder dormir. Y paz. Y un sustento seguro. Y paz.

Un empleo al mando de un pequeño penal en medio de ningún sitio, sólo acompañado por el frío castellano y el miedo, mezclado con el respeto de aquel pueblo llano que lo contemplaba desde la distancia afectiva, con el temor que inspiraba su uniforme, como un tótem de autoridad y respeto.

El sargento Simeón Culebras era su lugarteniente. Zafio, bruto, encallecido por años de arengas e instrucción; su casi analfabetismo le impedía acceder al paraíso de la oficialidad. Pero buen hombre, tocado por la indulgencia que se mama en los campos resecos de la España mesetaria, preñada de esfuerzo y hambre. Y fue él quien se lo presentó, un frío día del inacabable invierno del año 40:
-El preso Ernesto Torres, mi capitán. Era director de un colegio antes de la guerra, buena gente. Rojo, muy rojo, eso sí;  y no se le ocurrió otra cosa que promover una revuelta contra el Generalísimo, y firmar un panfleto infame. Ya ve usted...

El bueno de Torres comenzó a compartir largas tardes invernales con el sargento y el capitán, mitigando el aburrimiento del penal con su conversación, dicharachera, plagada de anécdotas, unas ciertas, otras extraídas de los cientos de libros en que había bebido, hasta los clásicos exprimió en busca de inspiración, poblando el universo de los militares de ingeniosa imaginería, seduciendo sus primarios cerebros con la perspicacia de la sutileza, con el venenillo de la curiosidad. Las tertulias se hicieron adictivas. Algunos cigarrillos y una copa de coñac-que raspaba la garganta como la lija- eran la recompensa del profesor, junto con la avidez de su reducido auditorio y el ratito de calor lejos de su celda. Al poco se incorporó el páter. Don Nicanor Aparicio era severo, preconciliar se diría después.  Un cura castrense, casi más lo segundo, con rango de comandante, que no le importaba invocar cuando no podía imponer su tesis por la fuerza de los argumentos. Y con Torres sucedió lo inevitable: el choque de concepciones, tan diferentes como el cielo y la tierra, tan dispares que casi parecían complementarse, degeneró en sesiones turbulentas, de elevado tono, rayano en las amenazas. Pero acaeció lo lógico, no por ello frecuente; que la discrepancia fraguó en respeto. Y el "páter" y el "profesor rojo" se temían en la misma medida en que se respetaban. Hasta que llegó el día.

-Mañana trasladan a Torres a Madrid. Al Consejo de Guerra.
El capitán Isaías Retama miró con incredulidad al sargento Culebras.  Y sólo acertó a susurrar, casi como un ruego:
-¿Mañana?
El sargento asintió bajando los ojos. Ambos sabían que las sentencias de los consejos de guerra de entonces eran extremadamente duras. Las más duras.
Cuando acabó la tertulia de aquella tarde, con dosis doble de coñac barato, ninguno de los dos tuvo el cuajo de despedirse del profesor.

Torres volvió a los dos días. El Consejo había sido corto, insultantemente breve. A él le dieron la ocasión de exponer su defensa al final, ante tres uniformados somnolientos, cargados de condecoraciones y con ganas de acabar con el trámite. "Un profesor comunista más... que tedio, por el amor de Dios... ¿pero cuántos de éstos hay en España?"

La sentencia tardó en llegar, tanto que casi parecía que las tertulias la habían obviado. Pero vino, y no se separó un ápice de las previsiones del capitán Retama. De sus peores pronósticos. Los peores.

-¿Para cuando es, Culebras?
-Para el amanecer del día 28, mi capitán.
-¡****! Dentro de nueve días. ¿Y quién se lo dice a ese pobre hombre?
-Yo se lo diré. –El páter se postuló como el más adecuado de los presentes, entrenado en una ceremonia tan antigua como afligida: "Te van a dar garrote, hijo mío. Encomienda tu alma al Altísimo y confía en Dios".

Los nueve días se fueron consumiendo como una acelerada cuenta atrás en la vida de Ernesto Torres. El profesor asumió su destino como una consigna, la de demostrar a sus únicos testigos la superioridad del "racionalismo científico y social" –así lo llamaba él, ante la incomprensión de los soldados- frente a las convenciones piadosas.
Y cada día se despedía un poco de sus amigos. Con resignación, investido de inevitabilidad, hasta con cierta elegancia. Y es que en los momentos críticos cada quien reacciona como le dicta ese cerebro tan influenciado por su propia historia y, ocasionalmente, motivado por argumentos espurios, como la huella que se deja en aquellos con los que un día se convivió.

Parecía que jamás le alcanzaría, pero el día llegó. El amanecer del lunes 28 se mostraba inclemente, frío y lloroso, vengativo con el sinsentido. La noche anterior Torres declamó su testamento a sus amigos, compendiado en una sentencia: "Sólo soy culpable de pensar". Y esa frase atormentó a sus contertulios la noche entera, alejando de ellos el sueño, ése que ya había abandonado al profesor, quizá para siempre.

La habitación donde se recluía el garrote vil no era más que un cuartucho angosto y húmedo, con la pared ofendida de desconchones mohosos y el suelo resbaladizo, de color indefinible. Allí reinaba el aparato infame, como un rey déspota y temido, vengativo e injusto, en espera de una nueva víctima a quien devorar. Una bombilla anémica colgaba del techo, vergonzosa por colaborar en aquella ceremonia, no por repetida menos dramática. Sobre todo su conclusión, ese crack que produce el tornillo al romper las vértebras del ajusticiado y que, una vez oído, no se olvida jamás.

Culebras oficiaba de operario del garrote, el capitán Retama era la autoridad ordenante, el páter presenciaba la ejecución salmodiando por lo bajo y el médico de la prisión, el comandante Belinchón, firmaba el parte de defunción del condenado, que junto con la rúbrica del capitán Retama oficializaban el cumplimiento de la sentencia.
En un cuartito anexo, que comunicaba con la cocina de la cárcel, descansaba un ataúd de madera basta, que el carpintero del pueblo había traído en un carro el día anterior y que esperaba con paciencia a su definitivo huésped.

Pero ese día volvió a suceder. Las seis y media de la mañana es una hora poco tempestiva para alguien que trasnocha en compañía de los efluvios espirituosos. Y se volvió a dormir, una vez más. Los tres militares aguardaron los quince minutos que marca la cortesía no escrita, sabiendo que el comandante Belinchón no aparecería y casi percibiendo en la lejanía sus inefables ronquidos etílicos, solo interrumpidos por breves paradas respiratorias que delataban, como un chivato, sus excesos nocturnos.
Y mientras aguardaban y mascullaban las quejas, fue surgiendo la idea. Quizá en un cerebro o quizá en los tres al tiempo, como una sinfonía de humanidad, de inusual rebeldía, discordante con sus biografías. Retama se puso al mando, como no podía ser de otra manera. Con rapidez envió al sargento a la cocina, a expoliar la despensa de despojos animales con los que rellenar el féretro hasta completar los cuarenta kilos escasos del profesor rojo. Culebras claveteó con saña la tapa y el páter le cedió al reo la guerrera que portaba encima de la sotana. Unos pantalones caqui aparecieron como por arte de magia y Torres simuló un soldado más, que salió de la penitenciaría acompañado por el padre Aparicio y con la cabeza cubierta por una gorra al menos dos tallas grandes.
El féretro fue portado por dos soldados y custodiado por el sargento Culebras hasta el cementerio civil del pueblo, donde se inhumó sin ceremonias ni distintivos.
A las diez y media, cuando apreció el comandante médico Eusebio Belinchón, el capitán Retama le estaba esperando con la indignación pintada en su rostro. El parte de ejecución estaba firmado, a falta de la rúbrica del médico. Que  no rechistó antes de garabatear su nombre y dar media vuelta pudoroso, aunque sin ápice de vergüenza.

El capitán Retama, el sargento Culebras y el padre Aparicio vivieron tres días en un estado casi insoportable de angustia. Pero el tiempo pasaba y la sensación de haber hecho justicia se sobreponía a la delictiva. Y la imagen  del bueno de Ernesto, libre y vivo, se fue imponiendo en los conscientes de los militares, cada vez más persuadidos de haber obrado con rectitud.
-No será  legal, pero es justo. Y nosotros no servimos a la ley, sino a la justicia.
A Isaías Retama le parecía mentira escuchar en su propia voz esas palabras, insólitas semanas antes. Y lo más sorprendente es que el páter Aparicio asentía serio y el sargento falto se adhería con cierto entusiasmo al argumento salvador, a su coartada moral.

"¿Qué nos ha hecho Torres?" A veces el sueño le sorprendía contrapesando la honradez y la limpieza del profesor rojo frente al condicionamiento oficial, las cotidianas arengas, la uniformidad imperante.

Y no tardó en suceder. Esta vez fue un joven poeta de Orihuela, tísico e incisivo, descreído y melancólico. El garrote parecía que aliviaría sus penas, que le redimiría de una existencia indigente. Pero eso sólo lo parece hasta que se acerca el verdugo; en los momentos postreros el código que todos llevamos impreso en nuestros genes nos aferra a la vida, por desdichada que pueda parecer. Y el poeta lloró con lágrimas amargas, con la pesadumbre de la injusticia, la congoja del miedo y el desespero de la inevitabilidad.
Fue el páter esta vez. Quien indultó al poeta y rellenó el ataúd que llevaba su nombre con los despojos secuestrados de  la despensa. Y Culebras el encargado de hacer incurrir al matasanos en su querencia etílica, intento que no resultó arduo, y que le proporcionó al médico varias horas extras de sueño, a costa de una botella de güisqui  que el capitán reservaba para un acontecimiento.

Y tras el poeta llegó un escribano miope de ideas avanzadas, como él mismo las calificaba. Y luego un estudiante de derecho que había quemado un cuartel de la Guardia Civil. Y un antiguo comisario de una checa de Madrid. Y un requeté tímido y retraído, de ojos hundidos.
En todos los casos el Consejo de Guerra vomitó idéntica conclusión. Y en todos ellos el procedimiento de los militares de la penitenciaría fue idéntico. Féretro lleno de carne, entierro rápido sin señas, doctor –convidado previamente por el sargento Culebras- durmiendo la curda y bronca posterior del capitán,  con firma inmediata del parte de defunción.

Y así una y otra vez.  Hasta que los tres actores fueron asumiendo su papel de última instancia, como si de un tribunal de amparo se tratara. Hay que decir que no todos los presos fueron indultados, de hecho hubo algunos que no se libraron del incisivo tornillo. Pero cuando existía una duda razonable, el tribunal de sus conciencias se mostraba magnánimo con el reo, permutando la pena capital por el destierro definitivo.

Entre 1940 y 1948 los tres militares del penal de San Gervasio indultaron a treinta y cuatro condenados, cuyas tumbas  aún se pueden contemplar en el cementerio civil que se abre a pocos cientos de metros de la prisión.
Pero fue en la navidad de 1948. Un sindicalista de la CNT conmovió al páter, más allá de su desafinidad, y el indulto llegó por la vía de la carne de cerdo y el coñac de garrafa. Pero el anarquista decidió que su lucha proseguía en suelo patrio, y no tardó en caer en manos de la Guardia Civil.

Destapar el contubernio fue casi un juego de niños para la jauría de sabuesos que asolaron San Gervasio durante varias semanas. Las confesiones no tardaron en aflorar, con la exculpación de un perplejo comandante Belinchón, que nada entendía.

El capitán Isaías Retama, el sargento Simeón Culebras y el capellán comandante Nicanor Aparicio fueron pasados a garrote vil un amanecer del mes de abril de 1949, cuando la primavera comenzaba a colorear los  cerezos del cementerio de un precioso color rosa.

Dr. Paulov
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Persona perdida dentro de ti


   Te despiertas en lo que parece ser un bosque. Hace frío. Lo primero que ves son las copas de los árboles que hay sobre ti, nada recargadas, por lo que la luz del cielo se te hace insoportable y giras el cuello hacia la izquierda. Tu mirada da entonces con un austero caserío de paredes blancas y escasas ventanas. Sabes el nombre de todas las cosas, pero no recuerdas el tuyo. Te percatas de que no tienes información sobre ti guardada en la memoria, salvo que eres un ser humano y que te encuentras sobre la faz de La Tierra, más concretamente en algún bosque.
   Te incorporas a duras penas. El suelo está lleno de hojas secas, sobre las que colocas las palmas de las manos para tomar impulso y poder levantarte. Tienes el cuerpo agarrotado. Te cuesta moverte y te duele especialmente la cabeza. Tu mano derecha se dirige al centro del dolor y sientes un coágulo viscoso. Colocas la mano frente a tus ojos y compruebas que se trata de sangre. Probablemente, piensas, he resbalado y me he dado un golpe. Miras hacia el suelo, a tu alrededor, y detectas, en una roca, una mancha de sangre que confirma tus sospechas. Pero no te preocupa demasiado. El problema reside en que no sabes qué hacer, adónde ir, y resuelves encaminarte hacia el austero caserío al no contemplar otra opción más viable.
   Durante los cien metros que te separan de la casa, tratas, de nuevo, de recordar algo, pero resulta del todo inútil, por lo que decretas no volver a intentarlo. Tarde o temprano, lo recordaré, supones. Miras hacia atrás y ese ángulo te permite reparar en que estás en una cordillera ondulada, plagada de vegetación y sin más señales de vida humana que algunas, muy pocas, casas y cabañas dispersas, todas ubicadas muy lejos.
   Ya estás en la puerta del caserío. En principio, no parece estar habitado: el exterior está muy descuidado y no escuchas ninguna voz, ningún ruido. No obstante, decides probar suerte y golpeas la puerta con los nudillos, a pesar de sentir, segundos previos, un escalofrío que recorre tu cuerpo y te hace desconfiar. Nadie responde. Das media vuelta y te fijas entonces en la ropa que llevas puesta: unos vaqueros corrientes, unas botas robustas de color marrón oscuro, un jersey blanco de lana y una cazadora negra. Seguramente, piensas, estaba practicando senderismo. Pero, ¿sin mochila ni compañía? Algo no me cuadra. Te buscas en los bolsillos (¿cómo no se me ha ocurrido antes?, piensas) en busca de alguna identificación y, de paso, de algo de comida. Nada de esto encuentras. Sin embargo, en uno de los bolsillos interiores de la cazadora, tocas un objeto que te resulta extraño. Lo extraes: es una pistola. Su imagen te espanta y, apresuradamente, la guardas en el mismo bolsillo. Al instante, supones que la tendrás por si te topas con algún animal salvaje durante la práctica del senderismo.
   Entonces, alguien abre la puerta de la casa. Te vuelves y tu mirada da con un hombre mayor, de unos sesenta años, muy alto y delgado, y con el pelo rubio, canoso en los laterales. Sostiene una escopeta, apuntándote.
   - ¿Puedo ayudarte en algo? -te pregunta, con recelo.
   - Sí, por favor. Mire, me he dado un golpe en la cabeza y me he desmayado. Y, cuando me he despertado, no recordaba nada.
   - ¿Tienes amnesia? -te interrumpe.
   - Sí, eso parece. Fíjese, tengo sangre -le dices, mostrándole la cabeza-. ¿Podría dejarme pasar?
   - No, no me puedo fiar de ti, lo siento.
   - ¿Podría, al menos, llamar a una ambulancia?
   - No tenemos teléfono.
   Así que no vive solo, piensas. Tal vez sean más amables los otros inquilinos. Pero no sabes cómo preguntarle si podrías hablar con ellos sin resultar impertinente.
   - Mire -le dices-, no soy una mala persona.
   - ¿Cómo lo sabes? -te contesta.
   - No sé, supongo que ese tipo de cosas se saben, se sienten.
   - No puedo dejarte entrar, ya te lo he dicho. A dos kilómetros por ahí -te indica, señalando una dirección por un camino ancho, aunque casi imperceptible-, tienes otra casa. Aunque tampoco ellos tienen teléfono. Por aquí, nadie tiene.
   - ¿Ni móvil?
   - Difícilmente se encuentra cobertura. No sé si ellos tendrán móvil. Yo tengo, pero ni me molesto en encenderlo. Seguramente, ellos tampoco. Cuando queremos llamar a alguien, vamos al pueblo, que está a quince kilómetros en esa misma dirección. Ahora, adiós.
   - Perdone, ¿dónde estamos?
   - En la sierra de Madrid.
   Ha cerrado la puerta. Miras hacia la vereda que te ha indicado. Escrutándola a conciencia, se pueden adivinar surcos de ruedas de coche. Ese hombre podría haberte llevado al pueblo. Aunque no has visto ningún automóvil aparcado. Tal vez con la siguiente casa tengas más fortuna. Al menos, no parece que tu situación física sea grave: ha dejado de sangrarte la herida y el dolor no es muy intenso. La siguiente casa sólo está a dos kilómetros. Pero, ¿y si no hay nadie o tampoco acceden allí a socorrerte? Quince kilómetros ya es una distancia considerable. Además, te mueres de sed. Pero no tienes alternativa. Emprendes la marcha por la vereda.
   Se aproxima un coche. Quizá haya suerte y sus ocupantes te lleven hasta el pueblo, donde te podrá examinar un médico, e incluso tal vez alguien te conozca y comiences a llenar el agujero de tu memoria. Te echas a un lado y, cuando el coche llega a tu altura, se detiene. Tan sólo lo ocupa una mujer de alrededor de cincuenta años, de aspecto urbano, con ojos azules y una brillante, tierna mirada.
   - ¿Te has perdido?
   - Pues sí, verá...
   - Sube.
   Eso haces y le cuentas lo que ya le habías explicado al señor del austero caserío, que si tienes amnesia, que si te has golpeado, que si necesitas ayuda... Ella acelera y te va diciendo que no tiene teléfono, pero que, primero, te llevará a su casa para desinfectarte la herida y darte algo de comer y beber y, después, te acercará al pueblo. Aceptas y le das las gracias. Te pregunta:
   - ¿Por qué no llevas una mochila o algo?
   - No sé. Supongo que llevaba una y que la perdí... Es que no recuerdo nada. Nada de nada.
   Como habías sospechado, detiene el coche en el caserío donde has estado hace unos minutos.
   - ¿Ésta es su casa?
   - Sí, ésta es, efectivamente.
   - Entonces, tengo que decirle algo: antes le he pedido ayuda al señor que vive aquí y...
   - Ah, no te preocupes -te interrumpe-, no le hagas caso. Es un cascarrabias. Es mi marido. Pero tú no te preocupes, en serio, que vienes conmigo. ¿Cómo te llamas? ¡Ay, qué idiota! No lo recuerdas, perdona. Yo soy Clarisa.
   Así pues, bajas del coche y sigues a Clarisa hasta la puerta de entrada de la casa. Te fijas en algo que antes había pasado desapercibido para ti: hay un gato, tal vez montés, bajo una de las pocas ventanas de la fachada principal, muerto. No le dices nada a Clarisa. Ella abre la puerta empleando una enorme llave antigua y entráis.
   No hay recibidor; la puerta da directamente a un salón, grande y rústico, con paredes de piedra, una lámpara exuberante y una chimenea encendida que te hace entrar, poco a poco, en calor. Hay pocas sillas, pero el sofá es muy largo, concebido para más de cinco personas. Junto a éste, una lujosa mesita de cristal de casi la misma longitud. Clarisa te invita a sentarte en el sofá, pero prefieres hacerlo en una silla y, además, sin quitarte la cazadora: no quieres importunar durante mucho tiempo.
   - Voy a traerte agua y un poco de sopa del mediodía -te dice.
   Tú le esperas, deseando que no aparezca el hombre. Escuchas, a duras penas, una conversación desde, probablemente, la cocina. Clarisa le está pidiendo a su marido que sea bueno contigo, que, pobre de ti, necesitas ayuda. Supones que el marido ha cogido la escopeta, porque escuchas la voz de ella rogándole que la deje allí.
   Aparecen ambos en el salón. Clarisa pone, sobre la mesita de cristal, a tu altura, un vaso con agua, un plato con sopa y una cuchara.
   - Él es Tomás.
   - Un placer -le dices.
   - Sí, hola -masculla él como respuesta.
   Se sienta en el sofá frente a ti y Clarisa, tras quitarse el abrigo, operación que aún no había llevado a cabo, se sienta junto a él. Tomás te observa con desconfianza y tú procuras no cruzar con él la mirada, con el fin de evitar la incomodidad que origina en ti. Te bebes todo el vaso de agua y comienzas a tomar la sopa. Está deliciosa.
   - Así que -comienza Clarisa-, no puedes contarnos nada... Es una pena. Aquí casi nunca tenemos visita y estaría bien que pudiéramos charlar sobre algo.
   - A mí también me gustaría -dices tú, mientras sigues tomando la sopa-. Pero ustedes sí que pueden contarme lo que quieran. Yo les escucharé con mucho gusto. Por ejemplo: ¿hace cuánto tiempo viven aquí?
   - Tutéanos, por favor -señala ella, y tú asientes-; y no, no vivimos aquí. Vivimos en la capital. Pero nos gusta venirnos aquí siempre que podemos.
   - Y, ¿a qué os dedicáis?
   Clarisa mira de reojo a su marido, que está ejecutando una mueca que pareciera informar de su desaprobación ante cualquier respuesta demasiado específica de su mujer, y ésta te contesta:
   - Bueno, a esto y a aquello. Vamos, yo a nada. Sólo trabaja él. Tenemos -continúa, desviando poco sutilmente la conversación- dos hijos y una hija. Uno de ellos está emancipado ya, tiene su trabajo, su casa, su novia. Se van a casar pronto.
   - Enhorabuena.
   - Gracias. Y los otros dos -prosigue-, están en la universidad. La verdad es que son muy buenos hijos los tres. Yo aún soy muy joven, pero ya estoy deseando tener algún nieto; sobre todo, porque Tomás ya mismo será un venerable anciano y va siendo hora de que alguien le llame abuelo.
   Clarisa ríe afablemente y mira a su marido, a quien parece no haberle gustado el comentario. Se produce un silencio durante el que piensas en lo agradable y cordial que es aquella mujer.
   Te has terminado la sopa y estás bebiendo, de un solo trago, el vaso de agua. Tomás, que está muy pendiente de ti, se percata.
   - ¿Has acabado? -te pregunta, y tú asientes-. Entonces ya es hora de que te llevemos al pueblo.
   Asientes de nuevo. Clarisa mira, en primer lugar, a su marido y, luego, a ti.
   - No hay prisa, ¿no? -dice- ¿Quieres algo más?
   - No, muchas gracias.
   De nuevo, se produce un silencio, esta vez muy incómodo. Para romperlo, preguntas:
   - Y, ¿qué tal se está aquí, en plena naturaleza? La verdad es que yo no sé dónde vivo, pero tengo la sensación, no sé por qué, de que soy de la capital también.
   - Aquí se está de maravilla. Ojalá pudiéramos vivir aquí siempre. Aire puro, tranquilidad... Si mi marido no estuviera tan liado en la ciudad... Pero estamos pensando en venirnos a vivir aquí indefinidamente cuando se jubile. Arreglaremos la casa, haremos un huerto, lo cuidaremos... ¿Verdad, Tomás?
   Él ni se inmuta. La mayor parte del tiempo tiene los ojos clavados en ti y apenas mira a su mujer. A pesar de todo, te cae bien, relativamente. Entiendes que desconfíe de alguien que aparece en un lugar tan alejado de la civilización sin mochila ni memoria y que llama a su puerta pidiendo auxilio, porque, aunque no recuerdas nada, conservas intacto el sentido de la lógica. Sin embargo, tampoco tildarías de extravagante el comportamiento de Clarisa. Ambas aptitudes se te antojan razonables ante tal coyuntura.
   - Ahora, cuando te llevemos al pueblo -continúa ella-, vamos al médico, y después...
   Dejas de oírle. Sigues escuchando su voz, pero dejas de oírle, porque has visto a un hombre fuera de la casa, junto a la única ventana del salón, mirándote con expresión de asombro. Te extraña tu reacción: no te has asustado. ¡Conoces a ese hombre! Al instante le has reconocido. Te hace señas. Con los brazos extendidos y las palmas abiertas hacia arriba te está mostrando su estupor, te está pidiendo explicaciones. Coloca los dedos de una mano de tal manera que dibuja una pistola, y la agita, simulando varios disparos. En ese mismo instante, lo recuerdas todo sobre ti: quién eres, cuántos años tienes exactamente, cómo son tus rasgos faciales y la razón por la que vas a vaciar el cargador de tu pistola en el pecho de Clarisa Martín y en el rostro Tomás Arteaga.

Senecio Klee
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Un paso cada día por JTJ's


Cada día es una monedita para la salvación de las almas, todos los días tenemos que luchar, desde que nos levantamos, hasta que nos acostamos, a veces se piensa que hemos vencido, pero no, hasta el último instante, no podemos decirlo.

Estoy sentado, sin muchas ganas de hacer nada, solo mirando hacia la nada.

Me levanto y camino unos pasos, abro la puerta y me dirijo a un lugar sin dirección, mi corazón; estoy feliz, respiro profundamente y aprovecho el instante, mi corazón palmita rápidamente como el trote de un caballo, lo mejor es que este lo hace solo, sin la ayuda de nadie, solo de Dios, pero mi alma que no se mueve, invade mi cuerpo hasta los mas confines rincones y me llena de más alegría, porque es ahí donde vive Dios, esta no muere con mi cuerpo, en cambio mi corazón sí.

Hay que dar un paso cada día, para que el corazón aguante y el alma viva para siempre...

Salgo de mi habitación y doy varios pasos, lentos pero seguros, respiro nuevamente, pero esta vez, no siento paz sino angustia, estoy solo, se siente la quietud y la soledad, pero  tengo que ser alegre y optimista a pesar de las circunstancias.

Bajo las escaleras y doy un paso pos cada una de ellas, son doce en total, hasta que me topo con el gato de la casa, es blanco con manchas negras, lo tomo entre mis manos y lo acaricio de arriba hacia abajo y viceversa, este se acomoda en mis pies y lo dejo un buen rato, hasta que siento pasos, el gato sale disparado hacia el comedor y los pasos que antes oía lejanos, ahora se aceran cada vez más, son pasos de mujer, los percibo delicados y suaves, hasta que veo el rostro de mi mujer, me da un beso en la mejilla derecha y me dice que el desayuno esta listo, pensé que estaba en el mercado, pero no; mire el reloj de pared y confirmo que eran las nueve de la mañana, entonces corroboro que me levante tarde.
Me siento en mi silla de todos los días y desayuno rápidamente, le doy gracias a Dios y a mi esposa por los alimentos preparados y me en camino a buscar el perro para pasearlo, le puse la correa y abrí la puerta, le dije a mi mujer que ya vendría y esta me dijo, que no me tardara.
Me gusta pasear, estoy viejo y uno de los pocos gustos que tengo es salir a pasear, un paso y otro paso, el perro a veces me jala y apresura mi caminar, pero cuando paro, este también lo hace.
Hay otros contemporáneos de mi misma edad que son amigos míos, pero a esta edad la soledad siempre esta presente.

Todos los días hago lo mismo, un paso cada día...


Janeidith
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Las profesiones


En épocas de crisis, o sea casi siempre para la gente humilde, o en las otras, que a veces existen aunque no se note, es curioso observar como hay personas capaces de ser felices trabajando, aunque todos sabemos que el trabajo es una maldición divina, llámese el dios Dios o Jehová o Alá o Visnú.   Por ejemplo hay empleados que dicen ser felices trabajando doce horas en una oficina siniestra, como las que aparecían en "La Codorniz" q.e.p.d., sin ventanas y con luz eléctrica toda la jornada y aguantando a un compañero, o lo que sea, que fuma, otro que habla continuamente de fútbol y un tercero que en su día fue fan de Aznar, que ya hay que tener ganas de ser fan de algo,  y algún tercero defensor acérrimo de la llamada feista nacional que recuerda los pases de Manolete, de Arruza, Antoñete o el malherido José Tomás, vecino mío por cierto. También hay terroristas que trabajan de terroristas y son considerados héroes por sus vecinos y por las chicas más guapas del barrio, que suelen ser muchas aunque llevan el pelo a lo garçón. Había una vez un apoderado de banca que proclamaba a los cuatro vientos estar enamorado de su mujer y de "su" banco; la esposa según referencias estaba como un tren,  o sea para mojar pan, el banco era como todos o sea de los que dicen que no cobran comisiones y sí las cobran. El filósofo zamorano Agustín García Calvo, bestia negra para los falangistas de un tiempo fenecido, dice que el trabajo para que sea trabajo ha de ser algo duro, que cueste un razonable esfuerzo, incluso que esté mal pagado. En lo último no hay problema; casi todos los trabajos del mundo,  menos los de los señores Botín, nieto del descubridor de la Cueva de Altamira y Francisco González descubridor del BBVA, están bastante están mal pagados. Entre los que también están mejor pagados se encuentran por lo visto los de un tal Bono,  los de los políticos, reyes aunque estén en el exilio como Constantino de Grecia y Simeón de Bulgaria que incluso fue presidente democrático de su país, que ya es rizar el rizo a la cosa de la política. También dicen que están bien pagados los detectives y los espías de España en Mogadiscio, aunque eso es un trabajo arriesgado y bastante inútil por cierto Pero a lo que vamos. Y lo que vamos es que según apostilla el antiguo docente represaliado por protestón y siempre defensor de la causa republicana, el trabajo ha de ser una maldición divina, pues de lo contrario no tiene gracia. Así, por ejemplo, hay estafadores que dicen que se divierten trabajando y a veces es incluso creíble, es que las estafas dan mucha risa o a traje regalado no le mires el forro que diría Camps, o sea que ganan el pan con el sudor de la frente de los demás no con su propia frente. Trabajar debe molestar, valga la redundancia. Y es cierto que no tiene gracia que un señor gane mucho dinero divirtiéndose y otro gane poco sufriendo demasiado, o con un pico y una pala de sol a sol. Es decir que un trabajo en el que alguien pueda ser feliz es raro, raro, como decía aquel señor de bigotito ridículo. Pero siempre hay gente rara hasta en el trabajo, como decía el torero- que esa es otra- "El Gallo" cuando le presentaron a Ortega y Gasset y preguntó quien era aquel señor tan educado y al explicarle en que consistía ser filósofo puso cara de circunstancias y dijo en ese español tan académico de los matarifes: "Hay gente pa´tó". Por ejemplo sin ir más cerca el ser torero es una profesión en la que la gente parece ser feliz, al menos eso es lo que denotan sus trajes de colorines, unos gorros que nadie sabe de donde han salido, aunque la última moda es hacer el paseíllo con barretina como Dalí, y una coletita lacia, generalmente sucia  y bastante fea. Porque anda que hay tener ganas y amor a la profesión para ir por ahí matando animalitos de color oscuro que no se han metido con nadie sólo para ser ricos, quienes los matan no los animalitos llamados "Victorinos" loa cuales van a morir impunemente para beneficio de toreros, ganaderos, ayuntamiento y Esperanza Aguirre. Luego, lógicamente,  las señoronas de mantillas tiran claveles reventones o prendas íntimas a los heroicos matadores (de toros), pero eso corresponde al capítulo de los absurdos. Claro que es mucho peor la profesión de toro que, aunque se críen en las dehesas y tengan una vida regalada como dicen los también heroicos defensores de la matanza, van a las plazas engañados, tal vez creyendo que van a jugar con trapos rojos y a poder sacar las tripas a los caballos y luego resulta que cuando más entretenidos se encuentran mirando a los tendidos y a los claveles reventones de las señoras, llega el torero propiamente dicho,  generalmente pobre y escaso de bachiller, le clava una espada de acero en medio de los dos cuernos, y la gente de los tendidos, de sol o de sombra, aplaude y dice que eso es arte de aquí a Lima, excluyendo a Canarias donde afortunadamente ya no creen que eso sea un arte. No olvidemos lo famoso que se hizo Agustín Lara escribiendo aquello de "Granada tierra ensangrentada en tarde de toros..." para oprobio de Granada, de la tierra y de los mismos toros, objeto de un negocio vil donde los haya.  Hay trabajos como el de verdugo que no me digan a mí que es para dar mucha felicidad; sin embargo los verdaderos verdugos, esos que tienen seguridad social y plan de pensiones y van a misa los domingos y fiestas de guardar, con su esposa e hijos naturalmente como hacía Franco después de firmar las sentencia de muerto de aquellos que podrían corromper a las nuevas generaciones, dicen muy ufanos que los de su profesión existen para mantener el orden social, y al parecer se sienten muy satisfechos con su trabajo, sobre todo en unos Estados llamados Unidos, lo cual parece un verdadero sarcasmo pues en algunos de esos estados hay actores colocados de gobernadores como ya lo fue en su día Ronald Reagan, emigrantes llegados en camiseta pero que luego quieren imponer su autoridad como hacían los césares en el circo romano. Esos verdugos hacen incluso horas extras bien remuneradas, porque a veces tienen que averdugar a varios súbditos que han sido muy malos y no tienen tiempo de hacer nada más que eso. No tiempo tienen para leer el Marca que allí se llamaría Mark o algo parecido. Hombre, a decir verdad, la profesión de verdugo no parece difícil y las oposiciones deben ser bastante facilitas, aunque se deban aprender las nuevas técnicas como ya hacen los terroristas admirados por sus vecinas de más arriba (de este escrito). Incluso parece que esas oposiciones son incluso más fáciles que las de diputado o carterista, sin que queramos comparar a los diputados y los carteristas, aunque aún no sabemos donde está el dinero que se han llevado muchos diputados a lo largo de la historia .Durante muchos años en España, sin ir más lejos, hubo miles de verdugos aficionados, es decir que no cobraban sueldo por su verduguez, que a veces hacían el  trabajo gratis y se llevaron por delante a muchos compatriotas, a unos por ser rojos, a otros por cuestiones de lindes o por un quítame allá esta novia, todos motivos muy encomiables para actuar de manera tan drástica. Luego un juez quiso poner todo eso en claro y vino un político europeo con barbita llamado Mayor Oreja, que fue ministro de algo y se gastaba una pasta del Estado en polis en su chalet de Villanueva de la Cañada. Hubo un general bajito, o sea el mismo Franco de más arriba, que ejercía de verdugo a distancia, quiere decirse firmando las penas de muerte mientras desayunaba en un palacete que al parecer era pardo, aunque luego la sociedad haya sido tan aviesa que no ha concedido una pensión de orfandad a su hija única que tiene más de setenta (años). Como es lógico las faenas de ese militar bajito, como las de los toreros, fueron muy aplaudidas durante cuarenta años, incluso tenía peliculeros que hacían películas para poder ver al verdugo desayunando o estirando la mano o inaugurando pantanos, que era otra de sus profesiones, algunas eran películas cortas y se llamaban NODOS, otras eran más odiosas todavía, largas y soporíferas pero llenas de patriotismo que es como son las películas que hablan de dictadores, verdugos, insurgentes y similares.

        Un buen trabajo, un trabajo feliz, es el de nadador porque dedicarse todo el día a nadar y luego, además, ganar premios, subirse en banquetas de tres cuerpos, tener novias hermosas y viajar gratis en Iberia hemos de convenir que es un excelente trabajo. Y además te pagan por eso y puedes escribir libros de memorias, como los tenistas despeinados. Otro buen laburo es el de futbolista, que con la cantidad de niños y otras personas que andan dando patadas a una pelota por todo el mundo el que un tío alto, generalmente sucio y sudón, dé las mismas patadas en un estadio y meta goles en una cosa que se llama portería, tiene que ser el colmo de la felicidad porque, encima, un señor que suele llamarse Florentino se lleva aparte a los más goleadores y les da millones de euros, a veces incluso en dinero negro o al menos azul marino y les proporciona una cena con Paris Hilton que vista de cerca no vale nada y dicen que es algo borrachita, como las hijas de Bush el que declaró una guerra ilegal hace años aunque luego se da golpes de pecho en una iglesia de Texas al lado de una bibliotecaria jubilada. Pero es que los futbolistas, además, con esas tontadas hacen felices a muchas personas humanas, tales como  hombres, mujeres y militares sin graduación, como se decía antes, que después de ser felices trabajando de trabajadores, de terroristas, de toreros, de políticos, de filósofos y hasta de bancarios van a pasar su tarde tan ricamente a los estadios, unos por ser socios de esa otra fiesta nacional también considerada como un arte o pagando a crédito las entradas,  a ver como son las patadas de los futbolistas felices o a insultar a unos señores de negro que esos, seguro, no son ni siquiera felices aunque tienen una profesión que posiblemente hasta les guste: los hay de dos tipos, uno de los de negro, el principal de la jugada, está corriendo por el campo como un loco con un pito en la mano como Manolo Morán en aquella película titulada precisamente "Manolo guardia urbano", otros más delgaditos vestidos con una especie de frac  con pantalón corto andan corriente alrededor del campo con una banderita, bueno, de risa.  Una de esas personas, que se llaman aficionados o forofos y que suelen llevar una bufanda de su equipo aunque sea el mes de julio, una vez que ganó ese equipo, que no es suyo ni nada, una especie de campeonato que se llama Champions League, que es ya es llamarse, dijo que había sido el día más feliz de su vida.

         Bueno, pues así es la vida. O sea feliz para algunos, aunque hayan de ganarse el pan con el sudor de su frente.

Mítico
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Persiguiendo anticiclones


Hola a todos, permitan que me presente. Mi nombre es Tomás Til. Soy de una región española llamada Andalucía, conocida mundialmente por la belleza de sus mujeres y por la locura de sus hombres. ¡Qué podemos hacer si ellas nos quitan el sentido! Perdonen si no les doy más detalles respecto a mi procedencia, ya que no tiene mayor importancia para el desarrollo de la historia que quiero contarles.
   Todo comenzó cierto día, cuando una nube de ideas atravesaba mi cerebro. No es que sea yo un filósofo ni nada por el estilo. Sin embargo, de vez en cuando, me da por pensar. La mayoría de estas ideas se perdieron como ocurre siempre. Pero una de ellas comenzó a ganar fuerza, y mis neuronas no permitieron que se marchase. Aquella idea se repetía sin cesar en mi mente. "Quiero ver el sol." Me decía a mí mismo. "Quiero ver el sol."
   Tal inquietud me hizo levantarme de la cama, corrí las cortinas y abrí la ventana. Fue una gran decepción encontrarme rodeado de oscuridad. La noche aún no se había evaporado. Pero no volví a reunirme con las sábanas, en su lugar me dirigí hasta el armario para vestirme. Pasé por el cuarto de baño con el propósito de acicalarme, y a continuación, me marché a la calle. La ciudad estaba desierta, pues todavía dormían sus moradores. Fui hasta un parque cercano y me senté en uno de los muchos bancos vacios. Allí aguardé con mi paquete de Chesterfield a que llegara el amanecer.
   El sol comenzó a despuntar en el horizonte y mi corazón se llenó de gozo. Allí sentado pude contemplar como un nuevo día nacía. Miles de pájaros surcaban el cielo acompañando las luces del alba. No había una sola nube, un inmenso lienzo azulado lo cubría todo. Todo menos la melancolía de dos ojos tristes. Yo sin embargo estaba alegre. Nunca vi un sol tan hermoso como el de aquella mañana. Pero conforme pasaba el tiempo, comenzó a crecer en mí un desasosiego. No quería que el sol se fuese jamás de mi lado, quería perseguirlo allá donde fuese. Me aterraba pensar en la noche oscura.
   Después de mucho pensar, me levanté de aquel banco frío y busqué un taxi. No tardé en encontrarlo.
_ "¡Taxi!"
El conductor frenó su marcha, abrí la puerta y subí a su interior.
_ "Lléveme al aeropuerto más cercano."
Mientras el taxista se dirigía al destino elegido, desde la ventanilla del coche mi mirada permanecía fija en aquella inmensa bola de fuego que flotaba en las alturas. Los rayos de sol me habían hechizado, no podía despegar mis ojos de él.
   Entré en el aeropuerto y fui directamente a comprar un billete.
_ "Buenos días señor. ¿Qué desea?" Me dijo la recepcionista.
_ "¿Cuál es el primer avión que sale hacia América?"
_ "América es un continente. Salen muchos aviones hacía allí. No puede ser más explícito."
_ "Yo sólo quiero ir al oeste, me da igual el destino."
   La mujer de la recepción me miró como quien mira a un loco de remate. Pero debería ser andaluza, pues pronto asimiló la situación.
_ "Dentro de treinta y cinco minutos sale un vuelo hacia Buenos Aires."
_ "Estupendo, deme un billete."
   Pagué con tarjeta, pues debido al viaje en taxi había agotado todo mi dinero en metálico. Me dirigí a continuación a la salida de embarque, allí me preguntaron por mi equipaje. Todo el personal quedó confuso al oír que no llevaba ninguna maleta.
_ "¿Vas a cruzar el Atlántico y no llevas equipaje?" Me preguntó un guardia civil extrañado.
_ "Así es." Dije yo simplemente.
   A pesar de sus dudas, no puso ninguna pega. Eso sí, me registraron a fondo.
_ "Piiiiiiii. ¿Qué es eso?"
_ "Son mis llaves."
_ "Piiiiiiiii. ¿Qué es eso?"
_ "Es mi reloj."
   Después de tres o cuatro "Piiiiiiiii" por fin me dejaron subir al avión. Afortunadamente, mi pasaje era de ventanilla, por lo que pude mirar el sol durante todo el trayecto. Cuando el avión aterrizó en Buenos Aires, bajé de éste; sellaron mi pasaporte y me dirigí de nuevo a la recepción. Esta vez era un hombre de unos cincuenta años el que me atendía.
_ "Buenos días. ¿Puedo ayudarle en algo?" Me dijo.
_ "Me gustaría saber los vuelos más próximos."
_ "Allí tiene una pantalla donde aparecen las llegadas y las salidas."
   Me dirigí sin dilación a dicha pantalla. En dos minutos salía un avión hacía Caracas. Cinco minutos después salía otro hacia Quito. El tercero se dirigía hacia Dublín. El cuarto, que fue el que llamó mi atención, salía para Sidney dentro de veinte minutos. Corrí de nuevo hacia la recepción y saqué un billete para Australia.
   Lamentablemente, aquel fue un viaje distinto, ya que las borrascas se sucedieron durante toda la travesía. Fueron muy pocas las veces que pude contemplar el astro solar. Aquel viaje me hizo planificar los próximos destinos. Antes de elegir los siguientes vuelos estudiaría con paciencia los mapas del tiempo. Ahora perseguiría al sol siempre buscando anticiclones. Es cierto que perdería valiosos minutos en aquellas averiguaciones, pero sin duda merecía la pena. Al llegar a Sidney me dijeron que cuarenta minutos más tarde salía un vuelo para Ciudad del Cabo. Investigué el estado de la atmósfera y todo parecía indicar que no habría nubes que me impidiesen ver el sol. Fue un viaje espléndido. ¡Qué luz!
   Desde la capital sudafricana tomé un pasaje para Nueva York. Dicho vuelo fue muy entretenido. Uno de los pasajeros aseguraba que había visto un arma a bordo del avión. Dicha arma estaba en poder de un enigmático personaje, el cual la ocultaba debajo de su chaqueta. El pasajero con trazas de detective convenció a tres hombres que viajaban en ese vuelo, entre ellos a mí, para reducir a aquel energúmeno antes de que secuestrara el avión. Pues esa era la conclusión a la que había llegado nuestro amigo. "Nuestras vidas están en juego." Afirmaba constantemente. Trazamos un plan para atraparlo y no poner en peligro al resto del pasaje. Dos de nosotros y yo lo inmovilizamos, mientras tanto nuestro líder arrebató la pistola al supuesto secuestrador. Fue una tremenda cagada, pues resulta que aquel individuo pertenecía a la seguridad personal de la compañía. Aquella vez, al llegar al aeropuerto norteamericano, la policía estuvo más de una hora interrogándonos. Mis tres cómplices no tuvieron mayores problemas en explicar la causa de su viaje a Nueva York. Para mí fue más difícil convencerlos, ya que no comprendían el propósito de mi viaje.
_ "Yo sólo estoy persiguiendo al sol."
   Creían que tenían delante de ellos a un maniático peligroso. Al final dejaron que me marchara, pues ni si quiera tenía intención de entrar en su fabuloso país. Desde Nueva York marché hacia Pekín. Con las prisas, me dieron un billete de pasillo, en vez de ventanilla. Por lo que estuve levantándome constantemente para echar vistazos fugaces. A las azafatas no les importó mi conducta, pero no así a mis compañeros de viaje, que estuvieron quejándose todo el camino. Era una pareja de yanquis, que se disponían a ver la muralla china. Menos mal que no comprendía nada de lo que decían, pero os puedo asegurar que se les veía muy enfadados. Al bajar del avión, tanto la mujer como el hombre repitieron muchas veces la palabra "fuck". Yo sonreía, y eso parecía enfadarles más aún.
   Desde Pekín tomé un vuelo a Londres. El aeropuerto de Heathrow era un hervidero de personas, de cientos de nacionalidades distintas. Sinceramente, fue agradable estar de nuevo en suelo europeo. Aunque hay muchas diferencias culturales entre las distintas naciones, incluso dentro de los mismos países, os puedo asegurar que me sentía como en casa. Desde aquí embarqué en otro avión destino a Ontario. Esta vez me aseguré de viajar junto a la ventanilla. El sol parecía correr cada vez a mayor velocidad. En Canadá fue la primera vez que me recibieron con un "good afternoon". 
   Desde Ontario viajé hacia Tokio. El aeropuerto de la capital nipona era espectacular. No tuve mucho tiempo para disfrutar de sus instalaciones, pues tomé un vuelo hacia El Cairo veinte minutos después de aterrizar. Mi preocupación era cada vez mayor, el sol quería dejarme atrás, pero yo se lo impedía. Desde el cielo contemplé la ciudad egipcia, una urbe inmensa. Incluso pude ver las pirámides de Gizeh. Allí estaban las tres las tumbas: Keops, Kefrén y Micerino me daban la bienvenida.
   El siguiente destino fue Méjico D.F. Allí la amalgama de colores era infinita. En el siguiente vuelo, que se dirigía desde la capital mejicana hacia Bali, conocí a Lupita. Una belleza mexicana con el pelo moreno y una sonrisa enorme en los labios. Gracias al idioma, pudimos conversar durante gran parte del trayecto.
_ "Tengo ganas de visitar España, dicen que es muy linda." Me decía.
_ "Tú sí que eres linda." Pensaba yo.
   Le expliqué el propósito de mi viaje y al contrario que el resto, le pareció una idea genial. Incluso me dijo que algún día ella también perseguiría el sol de anticiclón en anticiclón. Luego la conversación se encaminó hacia otra dirección.
_ "De pequeña me diagnosticaron una enfermedad insólita que sólo tenemos cinco o seis personas en todo el mundo. Se conoce como "Síndrome de Valderrama."
_ "¿Es grave?"
_ "No, grave no es. Puede resultar molesto, pero no es peligroso."
_ "¿Y de que se trata si puede saberse?"
_ "Siempre me despierto enfadada."
_ "Pero eso me ocurre a mí muchas veces."
_ "Ya. Sin embargo, a mí me ocurre todos los días. Claro que el enfado suele terminar en cuanto me tomo un café."
   No tuve una idea clara de aquel extraño síndrome hasta que lo experimenté en primera persona. Y es que debido al cansancio, Lupita se echó una pequeña siesta. Era delicioso verla dormir. Tenía la cara de un ángel celestial. Luego despertó y llegaron los demonios.
_ "¡Qué **** miras con esa cara de burro!" Fue el saludo que me dedicó al abrir los ojos.
_ "Por favor azafata, puede traerle un café a mi acompañante."
_ "A ti quien te ha dicho que soy tu acompañante. Yo no acompaño a una ***** como tú a ninguna parte."
   Menos mal que la azafata llegó pronto con el café, pues cada vez eran más fuertes mis ganas de arrancarle la cabeza a aquella enferma.
_ "Ha sido un placer conocerte." Me dijo al bajar del avión. "Toma, este es mi número de teléfono. Si pasas algún día por Méjico llámame y tomamos algo."
   Me entregó una tarjetita que tiré a la papelera en cuanto se dio media vuelta. Era una preciosidad, pero os puedo asegurar que pagaría dinero por no tener que despertarme junto a ella cada mañana. No creo que pudiera aguantar más de una semana de insultos matutinos. No fueron los únicos problemas que tuve en la ciudad indonesia, ya que el próximo vuelo hacia el oeste salía dos horas después. Era mucho tiempo, pero no podía hacer otra cosa, sólo esperar.
   El avión que tomé desde Bali se dirigía a Moscú. Desde aquí tomé un nuevo vuelo hacia Paris. Y de París tomé rumbo a Los Ángeles. No quería pisar suelo estadounidense otra vez, pero si no cogía ese vuelo, tendría que esperar varias horas para tomar otro avión que cruzara "el charco". A pesar de todo, no me pusieron ninguna traba al aterrizar. Allí me encontraba yo, en La Meca del cine, pero sin tiempo para poder visitar la ciudad de los sueños. Me dirigí de nuevo hacia la recepción del aeropuerto. Una hermosa mujer con una larga melena rubia me saludo cordialmente.
_ "Hello, can I help you?"
_ "Quiero un billete para Hawai."
   Sólo tuve que esperar unos minutos para embarcar de nuevo, sin embargo, el sol continuaba su eterno viaje. No estaba dispuesto a darme ningún descanso. El avión despegó cuando los últimos rayos se perdían en el horizonte. El cansancio hacía estragos en mi fatigado cuerpo. Llevaba muchas horas sin dormir, por lo que el sueño comenzó a invadirme poco a poco. Yo luchaba por mantenerme despierto, no quería que mis ojos se cerrasen. Pero fue en vano.
   Desperté cuando el capitán anunciaba la llegada a Hawai. Debido a la lluvia caída durante la tarde, al aterrizar el avión derrapó en la pista y realizó varios trompos antes de parar por completo. Todos los pasajeros gritaron aterrados. Pero no fue el miedo lo que invadió mi alma, sino una melancolía desbordante que oprimía todo mi ser. El sol ya no seguía iluminando mi cielo. Todo era oscuridad, la noche había llegado. 

Fidencio Barrenillo
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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"DESTINO MARCADO"


Apenas faltaban unos meses para que se casara con un noble acaudalado al que no amaba ni amaría nunca, en un matrimonio de conveniencia arreglado entre dos familias.
Fue en esa época crítica, allá por los Difuntos, cuando comenzó a escribir su diario. Para este propósito rescató del desván de sus abuelos no un libro cualquiera, sino un mamotreto con centenares de páginas en blanco de casi un palmo de grosor y lomos de madera que más parecía un taco para apuntalar las ruedas de algún carro. En realidad este diario sólo merecía ser calificado como tal en sus primeras hojas, pues pronto mutó – bien por obra y gracia de su autora, bien porque el objeto había cobrado vida propia - en algo bastante diferente, una colección desordenada de dibujos, anotaciones y frases sueltas que ella plasmaba llevada por los embates de su inspiración. No sabía por qué comenzó a hacerlo, quizá por necesidad, o desahogo, como una especie de exorcismo de todos sus futuros desastres conyugales. Pero el caso es que se sorprendió a sí misma al revelarse como una aguda escritora y, sobre todo, retratista de excepción. En realidad dominaba cada disciplina, y de esto podían dar fe sus pocas amigas, únicas privilegiadas que pudieron disfrutar de su inspirada arte.
Comenzó por apuntar en su libro notas dispersas, recuerdos de infancia, junto con dibujos. Nada de particular. Se pintó a sí misma de niña, con el ogro de su padre y su débil madre, anulada por este, en segundo plano. Pronto hizo hueco a todos sus allegados, a la gente con la que había compartido su aún corta existencia, hasta llegar al presente. Y este presente lo encarnaba el que iba a convertirse en su marido, al cual retrató con las vísceras – en una imagen feroz pero al mismo tiempo extraordinariamente fiel - como un sapo antropomorfo de grasiento pellejo. Al terminar lo incluyó en una suerte de "bestiario", junto a otros dibujos de su padre.
La riqueza del libro fue creciendo como un árbol de ramas que se desarrollaban prodigiosamente, poblándose de personajes de toda índole, hasta encontrarse en él reflejado todo el pueblo. Sus dibujos comenzaron a adquirir un tono más real, que es lo mismo que decir sombrío, sin dejar de parecerse nunca a sus modelos auténticos. Y había también paisajes, casas, rincones naturales... Un verdadero catálogo espléndido de la villa, un rico retablo con todas sus gentes y su descripción, ora humorística, ora despiadada de los mismos. Había madurado en un mes a velocidad de vértigo, a través de sus pequeñas obras.
Y no sólo había sitio para la realidad; también cabían sus lúcidos sueños, que modelaba al despertar con todo el detalle del que era capaz. Poco a poco se fue convenciendo de que nadie en la comarca había sido capaz de forjar un tesoro tan hermoso y personal como el suyo, y le invadió el orgullo.
Pero al orgullo siempre le seguía la pena. ¡Qué desperdicio, casándose con el noble no podría desarrollar su carrera como pintora, escritora, ilustradora...! Quizá había nacido en una época equivocada, pero ¿qué podía hacer ella? Sólo le quedaba resignarse. Resignación, eso era lo que había heredado de su madre.


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Era incapaz de controlar sus náuseas cuando, casi a diario, venía el noble a visitarla. Este la veía manejándose a todas horas con su libro, y se reía de ella con un tono paternal que le ponía enferma. El libro se había convertido en la magna obra de su vida adolescente, y él lo despreciaba. Era una proyección de lo que iba a significar su existencia de esposa abnegada, aniquilada, sin ocupación ni aficiones más que ser buena madre y compañera para su amado.
Se encerró en su mundo. Se veía menos con sus amigas, apenas cruzaba palabra con su madre, y con su padre, cuando lo hacía, era para discutir agriamente. Y el tema de discusión siempre era el mismo, su libertad contra la imposición. El padre le recordaba entre gritos que aquella significaba la única oportunidad de su familia de superar la pobreza. Su deber estaba antes que su voluntad; ella creía que esta era una exigencia únicamente reservada a reyes y príncipes, pero por desgracia se equivocaba; a ella también le correspondía enterrarse en vida por la causa.
Una noche tranquila de marzo soñó que su único hermano volvía triunfante del campo de batalla. Fue algo muy nítido. El hermano llevaba dos años combatiendo en el sur de Europa, y ella anhelaba volver a verle algún día, quizá para la boda, pues era la única persona a la que de verdad admiraba. Por supuesto, anotó todo esto por la mañana nada más despertar, aún con el regusto de la dulce noche que había pasado. Y para su asombro sólo dos días después su hermano apareció por la puerta de la casa, entre los vítores de los vecinos.
Un par de semanas más tarde la fiebre le asaltó con mucha fuerza, y le obligó a guardar cama durante largo tiempo. Un día, entre temblores, vio en un delirio a una de sus amigas en peligro. La amenaza era incierta, velada, como un telón de fondo en el que se movían unas ondas oscuras y turbulentas que la engullían. En cambio, el rostro de su amiga aparecía claramente perfilado suspendido en el caos, implorando auxilio con expresión de horror. Despertó con un grito de la pesadilla, súbitamente y nadando en sudor, pero ni aun así se privó de anotarla en su diario junto al retrato correspondiente. Tres días más tarde, en una inundación causada por el deshielo, el río enloquecido arrancó un puente en el momento en que su pobre amiga cruzaba, arrastrándola para siempre.
Ya en abril tuvo una visión extraña en una especie de duermevela. Creyó ver cruces de madera, como de una iglesia o un cementerio, bailando de un lado a otro, saltando y chocando entre ellas hasta astillarse. Al día siguiente se desencadenó una fuerte tormenta de nieve, y a continuación un vendaval que trajo consigo una asombrosa lluvia de cruces sobre la villa, que nadie fue capaz de explicar. Al leer el diario las amigas no terminaban de creerse aquellas anotaciones que como profecías eran realizadas antes de que sucedieran los hechos.


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Faltaban apenas cuatro días para la infausta boda. Era toda tristeza. Recluida en su habitación pasaba las páginas de su libro distraídamente. Se detuvo en un dibujo de su prometido. Concentró todo su odio en él, en sus formas redondas, en su sonrisa torcida, en todo su mantecoso ser, le odió hasta la extenuación, hasta el grito, hasta derrumbarse...
Al ir a cerrar el libro se cortó la yema de su dedo con el canto de la hoja, y una pequeña gota de sangre, sólo una, cayó sobre el dibujo.
Le dio en toda su cara.
Entonces otra visión, brutal, fugaz, le vino a la mente.
Y sonrió.

Harry Haller
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente