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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

Arcoiris Negro


Esta es la historia del fallido intento de suicidio de María, los rumores mal intencionados decían que desatado por una baja pasión, yo digo que quizás, en el fondo; por uno de sus verdaderos  amores  imposibles.

Arcoíris negro

El arcoíris de variados y profundos tonos negros que delineaba la penumbra de aquella noche de tormenta y luna llena, era solamente un reflejo de la inmensa  pena que cubría el alma de María... En medio de los nostálgicos colores oscuros, las esperanzas que antes poblaban su alma, despedían lamentos de agonía propios de la muerte lenta que ocasionan las dolorosas decepciones amorosas...Ella siempre soñó con ser amada por un hombre de verdad. Deseó que el que la traicionó otra vez, volviera para perdonarlo...pero no pudo...sintió coraje por él, después lastima y al final; desprecio. Vio la imagen clara del rostro de aquel poco hombre encarnada en su corazón, y pensó:

"Ya no quiero que formes parte de mi vida,
Como no puedo ni olvidarte ni matarte;
Jamás volveré a pensar en ti.
Este fue el ultimo mal que me  causaste".

María apartó con dificultad las pesadas cobijas de su cama, se acostó sobre ella, dejó salir el suspiro mas profundo de toda su vida, y se cobijó hasta el cuello esperando el efecto mortal de las más de ochenta pastillas acabadas de ingerir. Era como quien cubre, con ritos misteriosos  y litúrgicos, aquellos símbolos humanos de gran valor que al mirarse evocan realidades tan divinas... pero que  ya no han de verse ni usarse más.
Con las últimas fuerzas que le quedaban, levantó sus manos sosteniendo una oscura manta y la echó encima de su cara. Afuera, los penetrantes tintes negros arqueando el seno de esa noche tormentosa, temblaban frente al doloroso gemido de aquella alma desgarrándose por el brutal desprendimiento  de un gran amor arrancado desde el fondo del corazón.
María unió sus párpados cansados...y se abrió la inmensa ventana de sus ojos cerrados; Apareció una dulce luz en donde se movía una entrañable silueta , enfocó la mirada y admiró con profundo silencio a su madre muerta hacía ya veinte años, decorando el cielo: ¡su cielo!... acomodando las nubes que amarraba al infinito con misteriosos hilos que dibujaba con los dedos, luego puso en el centro un gran sol deslumbrante que las hacia brillar y brillar hasta incitarlas a dejar caer una lluvia cristalina, al final; María vio aparecer un colorido arcoíris con gamma de vibrantes colores vivos y bellos, colores que hasta entonces, no conocía.  Su madre, con mirada paciente y tierna,  se acercó hasta la somnolienta ventana de párpados y le dijo:

Benditos sean los brazos que se enredan a otros para no ceder al viento.
Benditos sean los labios que dan besos,
Benditos sean los ojos que encuentran el amor.
Bendita seas tú que lo buscaste hasta morir en el intento.

María quiso abrazar a su madre, no pudo... las divinas imágenes de su cielo se fueron alejando con ella, las nubes caminaron despacio, retrocediendo...iban quedando atrás el colorido arcoíris, el sol brillante y la lluvia cristalina. El arco de profundos tonos negros formado por dolor, tormenta y luna llena, se redujo solamente a una sensación lejana y misteriosa.
Cerraba la mística ventana húmeda levantando sus párpados, se desvanecía la dulce luz diáfana hasta tornarse purpura y después rojiza... abría los ojos entregándose involuntariamente a  la realidad inquisitiva que la eclipsaba: Las pupilas dilatadas en el rostro adolescente que ahora estaba frente a ella tomándola de la mano, disipaba por completo la imagen agonizante de un episodio de arcoíris negro y corazón dolorido que terminaba...
Reconoció esa voz tímida reconfortándola: "Está bien Mamá, estamos en el hospital, le hicieron un lavado de estómago...todo está bien". 

Así termina La historia del arcoíris negro en la noche de la abandonada María. Los que dispersaron malsanos rumores sobre este episodio de su vida, nunca han visto que también nacen arcoíris en aguas que se despeñan.

Taborica

Relatos FM

El Visitante


¡Usted quiere sus obras!, dijo ella, ¡se las voy a bajar! Su vocecita, acompañada de un gesto de su índice, sonaba imperativa en medio del recinto. Había ya traspasado el umbral unos minutos antes, cuando la vocecita al abrirle la puerta le anunció: Pase usted. Yo lo voy a atender con mucho gusto.
¿Por nada del mundo se habría imaginado que la oportunidad de su vida se le estaba escapando cuando ella lo miró, después de haber timbrado el ascensor? Y todavía después haberle dicho: ¿no quiere usted sus obras?
Lo que sí imaginó seguramente es que o bien ella trataba de arrancárselo de encima o que se estaba burlando de una manera irónica, casi sarcástica. ¡Desde luego que quería sus obras! ¿Pero acaso tenía...!
Deben costar carísimas, pensó, y como un rayo pasaron por su mente ediciones de lujo, a la velocidad de la luz circularon las obras maestras del escritor, desde la primera hasta la última. Por un momento se le ocurrió decirle: no tengo dinero, así, directamente, pero se avergonzó al ver la cara expectante de ella. Y, a través de la puerta de cristal, comprobó que el taxi en el que había venido seguía  estacionado delante del edificio y que el chofer conversaba con los guardias de afuera. La desazón crecía sobre todo en su estómago al contemplar la carita desencajada y las maneras afables con que ella trataba de hacerle entender que quería ayudarlo. Pero cómo lo haría si lo que lograba era más bien acrecentar su angustia con su torturante ¿no quiere usted sus obras?
¡Claro que las quiero!, le hubiera gustado responder a él, pero se quedó petrificado como si su lengua fuera un trapo seco que no obedecía a sus articulaciones. Trató inútilmente de urdir un argumento más o menos así Mire señora, yo sinceramente no tengo un centavo  y de buen grado le voy a aceptar todo lo que usted de buen grado pueda darme...
Muy bien señor, habría concedido entonces ella, al tiempo que lo invitaba a sentarse en una banca.  Él, por su parte, había logrado dominar en algo su emoción primera.
¡Siéntese, por favor!, le invitó una vez más la vocecita, yo le voy a dar todo lo que usted quiera.
Pero él no dijo nada, se limitó a mirarla (intranquilamente, ahí, sentado frente a ella), tratando de hacerle entender o quizás queriendo comunicarle por medio de sus gestos, que en realidad no quisiera incomodarla, señora.
Entonces recién se atrevió a decirle lo que antes pensara:
-   Estoy preparando mi tesis ...
-   ¿Qué necesita usted?, le cortó ella.
-   Sus obras...
-   ¡Usted no me ha dicho que quiere sus obras!, se levantó imperiosa de su asiento ella, y él quiso preguntarle cuánto cuestan pero no lo hizo. Más bien pensó qué hubiera hecho otro en su caso, cómo hubiera salido de este trance.
-  ¿Qué necesita usted para su tesis?, la vocecita lo retornó a la tierra, yo se lo voy dar.
Él no respondió. Razonó para sí: ¿Qué se le puede pedir a un escritor? La única respuesta  que se le cruzó por la cabeza en ese instante fue: sus libros, sus cuentos y novelas que le fascinaban, sus ensayos, sus libros de crítica y sus obras de teatro. No quería pensar en el rechazo, así que mejor se quedó callado mientras que la vocecita le insistía: ¡Pídame lo que quiera! Por un momento le saltaron las ganas de mandarla al diablo: ¡Ya no quiero nada!, pero se contuvo. La atenta mirada de los vigilantes ayudó a que las cosas no fueran más terribles y cuando él se dispuso  a salir, hasta luego, inmediatamente ella lo tomaba del brazo y casi le rogaba:
-   ¿No me va a pedir nada?
-   No señora, gracias, mejor me retiro, me parece que la estoy incomodando.
-   ¡Por favor, no se vaya!, suplicó ella con una mueca triste y él quiso adivinar lo que quería realmente. Ella lo contemplaba con una gran angustia en esos ojitos inquietos que bailoteaban como si fueran a salirse de sus órbitas.
-   Me retiro, dijo él con voz más decidida y se aproximó a la puerta.
Afuera el taxista ya no conversaba con los vigilantes, y él temía que partiera con sus cosas y sus apuntes del primer esbozo de su tesis doctoral.
-  Hagamos una cosa, concilió ella, le voy  atraer una hojita y usted me escribe todo lo que desea, ¿le parece?, yo le voy a dar todo lo que me pida.
Por un instante, mientras ella se perdía por la puerta del ascensor, él tuvo una repentina iluminación... Entonces sacó grabadora y cámara y todos sus apuntes, más dispuesto a pedir lo que realmente quería pedir. Más como la entrevista directa le estaba ya vedada de antemano, se resignó a ponerle buena cara  a la vida y hacerle la entrevista a ella. Así se lo manifestó, y mientras se preparaba para tal efecto, ella le dijo: Pregúnteme a mí todo lo que quiera, yo le voy a dar los datos que usted necesita. Entonces más tranquilo, tan tranquilo que pudo acomodar su corbata, secarse el sudor, frotarse las manos y preguntarle, alucinando la cara del Nóbel en la desencajada carita de ella, prendió la grabadora y le hizo una primera pregunta maliciosa. Ella no respondió ni chis ni mus. El conjuntito blanco parecía sonrojarse de vergüenza y angustia, y entonces él decidió darse por satisfecho y no preguntar nada más.
-   Hagamos una cosa, saltó la vocecita gutural. Usted me apunta todo lo que quería preguntarle y yo se lo llevo a él... Se calló un instante y luego quiso saber: ¿Cuándo se va?
-   Hoy, respondió él sin ninguna afectación.
-   Quédese hasta mañana, suplicó ella, y se lleva usted un bonito regalo.
"Me va  a regalar sus libros", quiso explotar él, pero no le dio gusto; no obstante se contuvo, le siguió la corriente. "Tómalo por el lado literario", se dijo y para darse ánimos le habló de la pasión por la escritura que el maestro había despertado en  él... Poesía pura, eso era lo que quería demostrar en su tesis. Luego de un largo soliloquio en que ella lo escuchaba con la boca abierta, él le propuso una mejor y más rápida salida: Mándeme sus respuestas a esta dirección, le dijo, y lee entregó un papelito.
-     ¿No quiere nada más?, insistió ella.
-   No por el momento, muchas gracias, le alcanzó la mano él, y se disponía ya a salir...
-   ¿Se va usted? ¿No me va  a pedir nada más?, a punto de llorar la abnegada mujer no podía creer lo que estaba viviendo.
-   Está bien, mándeme lo que usted considere importante para hacer una tesis...
-   ¡Pero escríbamelo! ¡Dígame lo que quiere que le mande, yo le voy  a dar lo que usted  me pida!
"Présteme quince soles", pensó él, y escribió: una foto, una copia de su artículo sobre la cultura de la libertad y un autógrafo en un ejemplar de un discurso con el cual había recibido un Honoris Causa. Ella cogió el papelito más tranquila, pero apenas leyó lo ahí escrito:¡Nada más!, gritó, fuera de sí, ¡pídame más!
Él la miró con pena y le pidió mentalmente como si elevara una plegaria a Dios:
"Un Diccionario de la Real Academia, una beca de escritor residente, una carta de presentación para realizar su tesis doctoral en una universidad española,  un comentario escrito para su novela, fotos, manuscritos, cartas, discursos, conferencias, souvenirs... Sus obras completas, incluyendo toda la bibliografía acerca de ellas, y finalmente, te pedimos Señor, todo lo que la buena voluntad de esta buena señora considere conveniente darnos, amén".
Pídame más, expiró la vocecita, ya sin ímpetus.
Ese "pídame más" resonó en sus oídos paranoicos  y al final sólo dijo:
- No se preocupe, gracias, para mí esto es muchísimo, y se despidió sinceramente,  y le alcanzó la mano y un beso en la mejilla puso fin a su tortura china.
Al salir, el taxista echaba humo por la boca. Él quiso imaginarse al famoso escritor despidiéndolo del piso sexto y conforme abandonaba el edificio se acordó que no tenía un céntimo. Un airecito extraño, que la brisa del mar le regaló, le hizo pensar que era feliz.
-  ¿A dónde vamos?, le preguntó el taxista.
- ...
Afuera la lluvia caía con más fuerza.

César

Relatos FM

Ocaso de una tarde de verano


El  cálido día de verano está llegando a su fin. Lentamente el sol pierde su brillo infantil mientras se oculta travieso tras unos edificios. Su ausencia es notada de inmediato en la plaza del barrio, señal inequívoca de la inminente vuelta a casa. Las caras largas de los niños reflejan tristeza mientras imploran a sus madres permiso para quedarse un rato más. Ante la inevitable negativa materna lanzan una última mirada al sol reprochándole su huida, soñando con una tarde eterna con amigos, familia, mate y galletitas. Pero no pueden detener la firme marcha del tiempo, ni el advenimiento del ocaso.
-x-
—Qué curioso —pensaba un anciano—, cómo estos niños aman las soleadas tardes mientras nosotros nos sentimos más cómodos en el ocaso, cuando las temperaturas descienden y el ritmo del día se vuelve lento, pero a su vez acogedor. Irónico, casi profético quizás.
—Te toca.
Las reflexiones del anciano fueron bruscamente interrumpidas por su compañero, quien lo observaba con mirada cansina tras unos gruesos anteojos. El partido de ajedrez. Para estos dos ancianos, el clásico del domingo. Habían perdido la cuenta ya de los años en que este ritual se había extendido, aún en días de elecciones, días nublados o hasta con lloviznas. Partidos acompañados por largas charlas acerca de la vida, política, negocios, literatura. La tarde de los domingos los había unido como a hermanos.
—Dale Rodríguez, tus finales no te salvan hoy.
Rodríguez analizaba profundamente la posición en el tablero con su tan típica mirada y una sonrisa socarrona oculta bajo su gastado sombrero, augurando su pronta derrota.
—Rodríguez, mi amigo, esta novela está llegando a su fin —dijo finalmente Marconi, mientras Rodríguez movía un alfil con sumo cuidado. El anciano de los anteojos, Marconi, era un estudioso. Dominando miles de aperturas y variantes estaba muy confiado en sus conocimientos mientras que Rodríguez dedicaba su atención a los finales.
¬—Ay Marconi, para vos el partido es siempre una novela. Se gana con estudio previo, análisis, desarrollo... básicamente, la haces larga. Muchos detalles, muchas variantes, muchos nombres. Un partido de ajedrez debe ser como un cuento. Conciso, rápido. Y es en el final cuando llega la sorpresa, el golpe de gracia.
—Eso lo decís porque nunca estudiaste, jugás de oído —dijo Marconi que, como siempre, se escudaba rápidamente tras Capablanca y Alekhine.
—No, en serio —replicó Rodríguez—. A vos que te gusta el box... deberías saber que en esta batalla entre el lector y un texto, la novela gana por puntos, mientras que el cuento gana por knock-out.
Marconi no respondió. Sabía en el fondo que su amigo tenía razón. Movió su reina. Estaba seguro de que no iba a perder. Lo tenía calculado. Tras unos minutos de silencio, Rodríguez anunció las próximas movidas con su infaltable sonrisa:
—Alfil por B7. Única rey B8. Dama H5... ataque doble, perdés tu dama si jugás bien. Si no, mate.
Marconi se quitó los anteojos, gesto que delataba su sorpresa.
—Igual tendrías ventaja decisiva y mate en cuatro —dijo con resignación concluyendo la jugada de su amigo. Luego miró a Rodríguez, anticipando lo que este iba a decir.
—Knock-out.
-x-
El sol deja ver sus últimos rayos. Los árboles son mecidos suavemente por una brisa tardía. Las madres llevan a los niños del brazo con paso ligero. Rodríguez y Marconi habían sido renombrados escritores en su juventud, en la soleada tarde de la vida, cuentista uno, novelista el otro. Luego de estrechar sus manos como ceremonia de despedida se alejan caminando lentamente en direcciones opuestas, ya pensando en el domingo siguiente, única distracción en las solitarias tardes de verano, antaño pobladas de amigos, risas y reuniones; mas hoy habitadas tan solo por borrosos recuerdos y páginas amarillas de viejos álbumes de fotos.
Las sombras de la temprana noche tienden un manto de silencio sobre la plaza, acallando los ecos del bullicio presente unos momentos antes.
—Curioso, que uno se reconcilie con el ocaso luego de tantos años, extendiéndole amablemente la mano, como si se tratase de un viejo amigo.

Revan

Relatos FM

Las palabras no dichas


Un buen día las palabras no dichas se reunieron en el rincón más oscuro de la biblioteca. Su propósito no era otro que el de declarar guerra abierta a sus acérrimos enemigos, los sinónimos. Fue precisamente éste, Acérrimo, quien inició la discusión, arremetiendo con ímpetu contra diversos sustantivos, verbos y adverbios. Era tal su fervor que pronto se le unió entusiasmado Galimatías y tomó la palabra. No obstante se hizo un lío, perdió el hilo de lo que decía y las demás palabras dejaron de prestarle atención. Inquina se dirigió entonces a la confusa audiencia, elaborando un discurso lleno de perfidia que provocó diversas reacciones: los hermanos Insidioso y Sibilino afirmaban enérgicamente, Pudibundo se puso rojo, Papanatas, el pobre, temblaba de terror, y su primo Oligofrénico no entendía nada, lo cual, por otro lado, ocurría invariablemente. El desconcierto general acabó por sacar a Furibundo de sus casillas (aunque, por otro lado, Barahúnda se lo estaba pasando de miedo): "¡Acabemos con la vulgaridad de los sinónimos! ¡Abajo la jerarquía de los diccionarios! ¡Viva la erudición!", proclamaba con vehemencia. Varias palabras se unieron a la protesta de Furibundo, llevándola cada una, eso sí, a su terreno. Prebenda, Canonjía y Bicoca reclamaban a coro su merecido puesto en el lenguaje publicitario, y arrastradas por la euforia proponían quemar en la hoguera a sus aborrecidos contrapuntos (Ganga, Chollo y Barato) que con su abusiva presencia las habían abocado desde tiempos indecibles al más oprobioso de los anonimatos. Filibustero, por su parte, reivindicaba su protagonismo en la industria del cine; protagonismo arrebatado por Pirata, tan de moda, tan chic, tan en boca de todos. Subrepticiamente, desde el otro extremo, exigía su inmediata consideración, pues ocupaba un lugar prominente en el panorama político, donde no obstante, tremenda paradoja, jamás era pronunciada. Diatriba demandaba justamente lo mismo, pero lo hacía con tantos rodeos y circunloquios que pronto el resto de las palabras no dichas perdieron el entusiasmo. Abulia comenzó a proferir unos bostezos de aúpa que hacían temblar las hojas de los volúmenes más cercanos, levantando a su vez nubes de polvo centenario. Mientras Idiosincrasia, ajena al barullo de hacía unos momentos, seguía inmóvil, barruntando cabizbaja y cuestionándose como siempre su propia identidad, el grupo de palabras conspiradoras comenzó a dispersarse, de vuelta a los respectivos diccionarios de donde se resignarían a no salir en una larga temporada. La última en abandonar el rincón más oscuro de la biblioteca fue Obnubilar, que se alejó trastabillando y con paso indeciso hacia una sección errónea de la biblioteca, como una borracho que regresa a casa con la bruma de la mañana. Durante el efímero lapso de tiempo que duró la conjura ninguna de las palabras se percató de la presencia de una palabra tímida, pequeñita, que las escuchaba en silencio, quieta y en la esquina más apartada, intentando no llamar la atención. Ponerse de manifiesto hubiera supuesto todo un peligro puesto que, en primer lugar, no era una palabra con independencia y autonomía como las otras, sino que portaba consigo, inevitablemente, la engorrosa carga de un apéndice, de un pronombre, siendo más bien dos palabras antes que una. Pero además la palabra en cuestión y su apéndice podían ser consideradas espías, deleznables integrantes de las filas de las palabras usadas y abusadas. Sin embargo esta palabrita ufana y tan particular se creía con derecho propio a formar parte de aquel grupo de confabuladoras, puesto que tenía un carácter ambivalente. Es cierto que en incontables ocasiones era pronunciada con frivolidad, indiscreción y desparpajo, mas sin embargo en los momentos vitales se quedaba atorada en la garganta de los hablantes, teniendo así que pasar por la vergüenza de no llegar jamás a ser articulada. Sí, en definitiva, ella era una palabra no dicha por antonomasia, bueno, una o dos. El resto de las palabras no dichas habían desertado a la menor señal de debilidad, pero ella resistiría y tarde o temprano encontraría los medios para divulgar su uso correcto y evitar su abuso indiscriminado. El rincón más oscuro de la biblioteca volvió a quedar desierto y en silencio, y a nadie le importó que allí se quedara, sola y a ciegas, la palabra no dicha más beligerante, obcecada y testaruda de todas: Te quiero.

Wilma

Relatos FM

De Héroes y de Santos


     Andrés se levantó temprano ese domingo. Su nuera ultimaba la limpieza de la cocina.
     ¬-¿Y Juan? –quiso saber. Desde que estaba en paro, con los subsidios ya agotados, al cerrar hacía ya una enormidad de meses la empresa de construcción en la que trabajaba de albañil, no era raro ver a su hijo por la casa los días de fiesta, aburrido y casi desesperado. Los laborables los ocupaba inutilmente haciendo cola en el Inem.
     La mañana era espléndida, la luz entraba a raudales por la ventana y Andrés aún andaba medio dormido. La claridad le hizo entornar los ojos.
     -Salió. Una faena temporal. Ha de pegar carteles. Pero sólo hoy.
     -Menos es nada – admitió con un suspiro.
     Ella, por lo que sabía, estaba empleada de azafata a tiempo parcial en una empresa de relaciones públicas. Era la única que aportaba algo de dinero, muy poco, sin embargo, a la economía familiar. Andrés a duras penas se sostenía con su exigua pensión. La existencia  les resultaba en extremo difícil.
     -Debería usted ocuparse de Julio –El niño era la proridad, la de todos, de la madre, del padre, del abuelo. Se esforzaban en alejarlo del drama de cada día-. ¿Podrá hacerlo?
     Se lo pidió mientras, en el recibidor, se ponía una chaqueta, agarraba el bolso y a punto estaba de cruzar la puerta.
     -Esta mañana hay una convención en Montjuich –añadió.- De telefonía móvil.
     -Claro. Claro que sí. Yo cuido de Julio, no te preocupes. 
     Andrés se tomó su café con leche, se aseó y ya vestido fue a despertar a su nieto. Dormía feliz, ajeno a todo. Costó despabilarlo, pero le recompensó el esfuerzo con unas risas contagiosas en respuesta a las cosquillas.
     -De pie, señorito, que hoy iremos los dos al parque. Hace un día estupendo.
     Pero al niño le rondaba otra cosa por la cabeza.
     -Esta noche he soñado que yo era Robín de los bosques.
     -¡Caramba! ¿Un bandolero?
     Le rectificó con rapidez:
     -Un bandido bueno, abuelo. Robaba a los ricos para dárselo a los pobres.
     -¡Ah, si, es cierto!
     -Es que la profe nos habla en la clase de historia de la gente que ha hecho algo por los demás. Dice que son santos o héroes.
     -¿Y de quien te habla?
     -De Juana de Arco... -Frunció los labios pensativo-. De un indio que iba en taparrabos...
     Andrés se estrujó su pobre memoria cultural.
     -¿Gandhi?
     -Algo asi, abuelo. Y de otros, pero no me acuerdo de más nombres...
     -No te preocupes.
     -Yo sueño que soy Robín, o Supermán. ¿También son santos o héroes, verdad? Y más divertidos...
     -Si, si, claro, más divertidos, tienes razón. Pero ahora venga, lavate la cara, vístete y tomate la leche con cacao. Quedan unas cuantas galletas para ti.
     Mientras desayunaba dijo el niño:
     -¿Por qué no vamos al puerto? Al parque voy muchas veces. En el puerto podemos subir a un barco. Y jugar a piratas.
     -¿Un paseo en Las Golondrinas?
     -Si, abuelo.
     Andrés se palpó el bolsillo del pantalón en el que sólo encontró unas pocas monedas. Y no disponía de más. Pero no quería disgustar a su nieto. Ya vería luego. Algo se le ocurriría para hacerle cambiar de opinión.  Por ejemplo que había olvidado el dinero en casa o perdido por el camino.
     Salieron de casa a mediodía. En Barcelona se olía la mañana festiva. El metro les dejó en el Paralelo. En el teatro Apolo unos grandes carteles publicitaban una revista musical. En lugar de dirigirse directamente a las Atarazanas, y de allí al puerto, dieron un pequeño rodeo para pasar por las Ramblas. Tal vez allí el espectáculo de las estatuas vivientes o los kioscos con sus pájaros de mil colores, las tortugas y los hamsters harían olvidar al niño la travesía en los barquitos de Las Golondrinas. De la mano enfilaron la antiguamente llamada calle Conde del Asalto, ahora calle Nou de la Rambla.
. Había bullicio, mucha gente, inmigrantes de nacionalidades diversas, bazares chinos y pakistaníes, bares de los que salía un tufillo a comida inclasificable. En los balcones de las viviendas colgaba la ropa lavada y también alfombras para airearse, de esas que venden los marroquíes en los mercadillos. En una esquina un hombre de color exponía sus cd extendidos sobre una manta. Pero Julio no se fijaba en nada de todo eso. Se entretenía, mientras avanzaban, en subir y bajar de la acera, en preguntar sobre los héroes y los santos sin descanso. Su último personaje era el Guerrero del Antifaz, que conocía por unos tebeos que Andrés conservaba en casa. El tema le obsesionaba y aunque su abuelo procuraba conducirlo por los caminos de la historia, y no por los de la ficción, su éxito era muy relativo. Su bagaje cultural era bastante precario, sustentado en unos estudios primarios en una escuela de pueblo y, al jubilarse y enviudar casi a la vez, en una afición tardía y poco selectiva por la lectura.
     -Eres una cotorra, ¿eh?
     Cruzaron la calle San Ramón por la parte baja. Más arriba la prostitución campaba a sus anchas, sin disimulo. Andrés intentò desviar la atención del niño hacia una tienda de electrónica. En cualquier caso tampoco habría atinado en cual era el oficio de esas muchas mujeres que caminaban sin rumbo de un lado a otro o, inmóviles, aguardaban el paso de un presunto cliente. Y nada habría sucedido, todo habría seguido igual que antes, con sus miserias y secretos, si en el mismo cruce, por culpa de un tropezón, a Julio no se le hubiera soltado el cordón de un zapato. Andrés le miraba mientras, con una rodilla en el suelo, su nieto trataba de recomponer el nudo. En cierto momento, sin embargo, desvió la vista, tal vez por la lentitud con la que los dedos de su nieto, aún torpes, se afanaban en atar lo desatado. La desvió sólo un par de segundos, pero más que suficientes para verla salir de un portal del brazo de un hombre, de un desconocido, al menos para él. Se besaron en la mejilla, apenas un roce de los labios, y luego ella, con desgana, recostó la espalda en la pared de un edificio. Fue en ese instante, al volver su nuera la cabeza hacia la calle Conde del Asalto –igual podría haberlo hecho hacia el otro lado-, cuando sus miradas coincidieron y, en suspenso, continuaron la una fija en la otra por un tiempo que a Andrés se le hizo doloroso e interminable. Instintivamente cubrió con el cuerpo la visión de Julio mientras ella se escabullía hacia el interior de un portal.   
     El resto de la mañana no le resultó agradable. Perplejo, confuso, turbado, poco hizo para entretener al niño, aunque él supo extasiarse con un tipo disfrazado de Spiderman que, por unos cuantos céntimos, se encaramaba a una farola. Con ese héroe olvidó afortunadamente el paseo en barca y Andrés se gastó lo que llevaba. Tuvieron que regresar a pie, un regreso que habría deseado que no acabara jamás. ¿Qué decir, que hacer, cómo comportarse al llegar a casa? Le temblaba la mano al introducir la llave en la cerradura del piso. Pensó "ojalá no esté, Dios quiera que aún no haya vuelto", como si esa posibilidad pudiera desvanecer para siempre lo visto escasas horas antes. Pero estaba, sentada en la cocina, con la misma ropa que llevaba al salir, absorta en la contemplación del cielo, o del vacío, al otro lado de la ventana. Cuando se giró al advertir la presencia de su suegro, sus ojos estaban enrojecidos por el llanto. Entonces rebuscó en su bolso y le tendió un billete de veinte euros. Su voz era apenas audible al decir:
     -Que Julio baje al super de los chinos a comprar algo, lo que sea.
     Se quedaron solos, como era su deseo, callados, ella dándole la espalda, igual que antes. Ninguno de los dos se atrevía a romper el tenso silencio.
     -¿Por qué? –preguntó Andrés al fin.
     Contestó sin cambiar de postura. Fue tajante al afirmar:
     -Para comer, para vestir a Julio, para tener lo imprescindible, para pagar el alquiler del piso y evitar que nos desahucien.
     -¿Lo sabe Juan? -Negó con la cabeza. Entonces Andrés añadió-: ¿Te parece justo?
     Se levantó y le miró de frente. Parecía serena, convencida.
     -Sí, porque no se me ocurre otra solución. No hay trabajo, no encuentro nada, Juan tampoco. ¿Qué haría usted en mi caso, que haría si su marido al borde de la desesperación le confiesa que va a robar? No quiero que Andrés tenga un padre en la cárcel. Ni yo un marido preso, no, no lo quiero. Le he hecho creer que he encontrado un empleo de azafata con un sueldo modesto -De pronto se desmoronó, se dejó caer como un fardo en la silla-. ¡Dios, mio ¿Qué otra cosa puedo hacer? Pero no, no sé si es justo –y rompió en sollozos.
     Andrés se enterneció.
     -Son tiempos difíciles –musitó.
     Y no pudo evitar acercarse a ella, abrazarla desde atrás y apoyar su cabeza en la suya. El contacto la calmó.
     -No sabe usted cuánto odio lo que hago, el asco que me da. Por las noches, en la cama, me aparto de Juan. Le digo que son las preocupaciones. Pero es que temo ensuciarlo...
     -Has de dejar lo que haces –le insinuó Andrés-. Ya nos arreglaremos. Dios aprieta pero no ahoga –Ella alzó sus ojos hacia su suegro, que.nunca había visto tanta tristeza en una mirada. Entonces quiso tranquilizarla-: Tu marido no sabrá nada, no sufras.
     -Nunca me vendí más allá de lo que necesitábamos para comer, para el piso y para atender a Julio.
     -Estoy seguro.
     -Si un día supiera mi hijo...
    Su hijo... Pensó en Julio, en su nieto. En sus héroes y en sus santos. ¿Cómo explicarle que tenía uno en su propia casa?  Le fue imposible contenerse. Lloró con su nuera.         

Charul

Relatos FM

El Juguete de Papá


Mi papá, ese señor de gafas que todas las mañanas desayuna en la cocina de casa unas tostadas mientras lee el periódico con la corbata vuelta hacia la espalda para no manchársela, es sin lugar a dudas la persona más importante de mi vida. Vale, sí, también quiero a mi mamá, y si me apuráis a mi hermano mayor, que llevaba unos cuantos años disfrutando de mis padres cuando yo aparecí en esta familia. Pero lo que mi papá significa para mí es algo especial. No tiene que ver con nada de este mundo.
Quizás debería empezar diciendo que es precisamente él quien se encarga de darme de comer, y no es que mi madre no sea capaz de hacerlo, simplemente es que lo hace él. Creo que le gusta cuidar de mí. Se ve que no lo hace como obligación, sino porque le sale del alma.
Son precisamente esas cosas que salen del alma las que más me cautivan. Las que me hacen sentir más querido, y en eso se podría decir que soy un pequeño maníaco. En mí, la necesidad de amor es infinita. Nunca me parece suficiente, como le pasa a mi hermano, ese bellaco que me ha robado la primogenitura, con los dibujos animados. No sé qué puede ver ese cretino en ese aparato luminoso llamado tele. Yo prefiero salir al parque a jugar a la pelota. El balón es mi perdición.
Mi papá es también quien se encarga de jugar conmigo al balón, y me consta que no siempre le apetece, lo sé, lo veo en su mirada cansada cuando yo le miro y luego miro a la pelota, incitándolo. Sin quejarse, coge la pelota y sale conmigo al jardín. Allí corremos y le damos al balón. Creo que soy bueno con la pelota. Soy capaz de golpearla con todas las partes de mi pequeño cuerpo. También me encanta pasear con él. No hablamos apenas, pero no hace falta. Caminar junto a él me hace sentirme feliz. Me aporta la seguridad que necesito y sobre todo es una excusa para estar con él sin mi hermano, los dos solos, juntos. Mi hermano prefiere quedarse en casa jugando con sus consolas de juegos que yo no entiendo, o engullendo sus series de televisión que tampoco entiendo, y eso me proporciona ese tiempo valioso para estar juntos.
Pero últimamente algo ha venido a perturbar el mundo perfecto de mi padre y yo, esa burbuja mullida y confortable que creía inexpugnable. Siempre pensé que no podía haber nada peor que mi hermano, pero me equivocaba. El día que mi papá vino a casa con una caja que resultó ser un ordenador portátil no podía imaginarme que mi hermano quedaría muy atrás en mi lista de amenazas.
Debí haberlo visto venir. Creo no pecar de inmodesto si aseguro que con mis cinco años de existencia puedo jactarme de tener una dilatada experiencia a mis espaldas. Mi papá no lo cree. Él siempre me trata como si fuera un recién nacido, es quizá el único aspecto negativo que podría apuntarle. Ahora puedo apuntarle unos cuantos más, sin duda. Y todo gracias a ese maldito ordenador. Parece que ya no tiene tiempo para jugar conmigo como lo hacía antes. Siempre me da excusas poco convincentes como que no puede en ese momento, que quizá más tarde, que está a punto de terminar lo que está haciendo en el portátil, pero nunca termina.
Yo no puedo hacer más que quedarme merodeando por la casa, incordiando al resto de mi familia, tratando de captar lo que más necesita mi ser: atención, cariño y amor. A veces me recuesto a su lado y lo veo teclear. Miro sus ojos iluminados por la pantalla que no dejan de mirar, ávidos del saber que tan solo el portátil puede proporcionarle. En esos momentos es como si mi mundo se fuera diluyendo. Cómo competir con mi mayor enemigo, esa caja condenada y abyecta que parece tener todas las respuestas. Y para colmo mi hermano ha sido también atrapado en la tela de araña mortal que el ordenador teje alrededor de mi vida, como una viuda negra dispuesta a inmovilizarte en el momento que note tu presencia, para luego devorarte sin compasión. Por eso, yo juro que jamás caeré en sus redes.
Debí verlo venir. Si lo hubiera visto venir, se habría evitado toda la dramática situación que provoqué en un momento de ira irracional. Yo, que se puede decir que soy de lo más calmado, sobre todo para mi edad. Con cinco años se tiene toda una vida por delante, se es muy joven e impetuoso, aunque si tengo que ser sincero, a veces tengo la sensación de haber vivido ya casi la mitad de mi vida. Aun así, nunca me debería haber descontrolado hasta ese punto.
Ocurrió un día que mi padre me había puesto una vez más una excusa para no tener que levantarse de la mesa en la que el portátil se había hecho el rey de la casa, el centro neurálgico de todo lo que se cocía. Mi madre llamó a mi padre a gritos porque el grifo del baño se había caído mientras se duchaba y la había golpeado en un ojo. Al parecer, en la refriega, aparte de empapar todo el cuarto de baño, le había entrado jabón en el ojo bueno y no podía ver nada. Cuando me vi solo delante del detestable artilugio no pude contenerme, y, dejándome llevar por tanto rencor acumulado y encerrado dentro de mí, arremetí contra él con toda mi furia, pateándolo sin piedad, a dentelladas babeantes y golpes secos, hasta que ningún signo de vida quedó en él. Cristales y piezas de plástico saltaron como fuegos de artificio.
Así fue como el incidente de mi madre quedó sumido en el olvido casi antes de ocurrir. Jamás podre olvidar la cara de papá. Desencajada, como si le hubieran asesinado a un hijo. Peor que si yo o mi hermano hubiéramos muerto, pensé en ese momento.
Papá, rojo como un tomate, se dirigió muy serio a la entrada, cogió la correa y agarrándome del collar me dio con ella repetidas veces hasta que casi dejé de sentir el dolor, mientras gritaba «chuco malo» todo el rato.
Ni que decir tiene que estuve una semana durmiendo en el jardín. Una semana fue lo que le duró a papá el monumental cabreo que le provoqué con mi violenta acción, no totalmente carente de amor. Otro ordenador ocupó el lugar del que me cargué, y en mucho menos tiempo del que me hubiera imaginado. Al final mi papá se cansó de tanto ordenador y volvió a jugar conmigo. Salíamos al parque a jugar con la pelota, y también con mi hueso favorito. Es como si se hubiera dado cuenta de que mi reacción solo fue una forma poco acertada de demandar eso que es tan vital para mí como la comida en mi comedero cada noche. Aquello sin lo que no puedo vivir, el amor de mi papá.

Paulino Llantac

Relatos FM

El Día que María Teresa Cumplió Cuarenta


-   Cua-ren-ta a-ños - dijo Mercedes separando las sílabas para remarcar su significado - y es muy posible que todavía no sepa lo que es bueno.
- Cállate... - dijo Verónica - tú no sabes...
- ¿Qué es lo que no sé?; ¿Que siempre anda de mal genio y quejándose de todo?
- Si, pero ella es casada...
- Sí mi linda, pero con un viejo.
- Sí, pero es que nadie puede saber...
- Se nota, corazón. Una sabe cuando alguien no lo pasa bien. Apuesto que nunca ha tenido un orgasmo, por ejemplo.

Se produjo un odioso silencio.

- Quién sabe? - dijo alguien tan sólo para salvarnos del vacío que en ese instante parecía querer succionarnos.

Mercedes - la de mayor edad del grupo de enfermeras de la maternidad - siempre hacía ese tipo de comentarios. "Tienes que tener cuidado de no contarle nunca algo personal", me habían advertido cuando recién llegué a trabajar a la clínica. "Ella es separada-revanchista, de aquellas que el marido las deja con niños y todo; por lo tanto ella ahora se lo come todo, se lo bebe todo y hace todo lo que durante los años de casada su marido nunca le permitió hacer".

Que María Teresa fuese una mujer que no disfrutaba de la vida era algo evidente. Siempre andaba corriendo y pendiente de lo que fuese a decir "él". Ese "él", lo pronunciaba de tal modo que en esas dos letras uno podía obtener claramente el perfil del personaje. Siempre contaba que Diego, era un hombre bueno, pero un poco mayor. Tal vez pudo haber sido el único que le ofreció matrimonio en toda su vida, recuerdo que alguien había comentado alguna vez.

- Esa "güevá" partió sin amor - le había escuchado decir más de alguna vez a Mercedes, en aquella sobremesa que el grupo siempre solía hacer después de almuerzo - yo al menos mientras estuve casada lo pasé "chancho". El Pato era una bestia en la cama...aunque al final igual me cagó el güeón maricón.

Todas nos largamos a reír por lo elocuente de su insólito discurso.

- Es verdad que María Teresa al parecer nunca lo ha pasado bien, pero quien es una para reprochárselo, ella es así y punto - me dijo un rato después Pamela, cuando entramos al baño.

Días después, Pamela esperó que María Teresa se parara de la mesa y bajando la voz como si fuese a dar a conocer un secreto nos dijo:

- Ya que ella nos invitó a todas a tomar las once el próximo viernes para celebrar su cumpleaños, yo creo que podríamos hacer algo especial.

- ¿Y el vejete? - preguntó Mercedes.

- Dice que tuvo que ir a La Serena por razones de trabajo y que no llegará hasta el sábado por  la noche.

- La ocasión es ideal - dijo Mercedes y llenó su rostro con una gozosa sonrisa - tenemos que hacer algo; son cua-ren-ta años. Y luego se puso de pie para dar unos pasitos de baile y entonar "señora de las cuatro décadas". Nuestras risas interrumpieron el tono de sigilo que hasta ese momento tenía nuestra conversación.

Entonces la mesa se llenó de ideas tontas, absurdas, descabelladas e irrealizables. Mezcla de sueños de mujeres frustradas y de voladuras, poco a poco la conversación se fue desviando hacia los típicos regalos fálicos, tan fantasiosos y de mal gusto, como de dudosa  y obvia perversidad. Sólo Pamela trataba de poner algo de orden en la exultante algarabía que el tema nos provocaba.

- Ahora en serio, ¿A quién se le ocurre hacer algo para que María Teresa tenga un cumpleaños verdaderamente inolvidable?.

Y cuando nadie fue capaz de aportar nada serio fuera de una torta, unos bombones o un canastillo de flores, fue Jeannette, esa tímida auxiliar recién llegada, quien comenzó a hablar que su hermano tenía un compañero cubano en la universidad, que tal vez pudiera estar disponible para el viernes a esa hora.

- Todas - incluso Mercedes - nos quedamos calladas, mientras ella daba los detalles de cómo podía operar aquella sorpresa, que tanto éxito ella decía que había tenido en una despedida de soltera, de hace un par de semanas.

Al día siguiente, después que Jeannette nos ratificara que todo estaba listo, sé que todas esperamos ansiosas el término del turno para correr al departamento de María Teresa.

Llegamos - yo diría ansiosas - casi todas al mismo tiempo. En media hora teníamos todo preparado y casi de inmediato nos comenzamos a servir traguitos dulces y panecillos calientes. Luego, nos instalamos en el living a ambos costados de la anfitriona e hicimos un semicírculo, que tratamos que pareciera totalmente casual.

A las siete y diez minutos, y cuando creíamos que nuestros nervios estaban a punto de estallar, el estridente sonido del timbre nos hizo saltar. Jeannette se acercó a la puerta y todas callamos provocando una indisimulable expectación.

Una mano grande y morena, esbelta y musculosa se asomó por el breve espacio de la puerta entornada, sujetando fuertemente un bellísimo ramo de rosas rojas. El silencio se hizo absoluto y toda la atención se centró en el escorzo del vano de la entrada, que poco a poco fue dejando ver la graciosa figura de un joven alto, moreno y de una preciosa y auténtica sonrisa.  Creo que fue suficiente el hecho que nos recorriera con su mirada para que todas entendiéramos lo que allí estaba a punto de ocurrir.

-   Tú debes ser María Teresa, la festejada, toma, las rosas a nombre de todas tus amigas - dijo cogiéndola por un costado y obligándola a ponerse de pie para estrecharla en un abrazo que pareció asfixiarla. En ese instante todas gritamos y aplaudimos como si hubiésemos sentido el abrazo en nuestros propios cuerpos.

-   Me llamo Eduardo, y voy a tratar que este cumpleaños sea para ti algo realmente inolvidable - dijo sosteniendo a María Teresa con su mano puesta por detrás de la cintura.

Bastaron sólo algunos minutos para que el breve espacio de la sala quedara convertido en un improvisado escenario. Cuando Eduardo volvió del baño hasta donde había pedido ir para prepararse, realizó un breve saludo al grupo, tras el cual hizo una señal y Jeannette subió el volumen de la música. El metálico sonido de las trompetas inundó el ambiente de un claro e inconfundible sonido tropical. El joven, pareció concentrarse un instante y luego comenzó a cimbrar su cuerpo como si alguien lo tuviese cogido por las caderas para hacerlo por él. En ese instante, sé que no existía una parte de su cuerpo que no hubiera logrado atrapar toda nuestra atención.

Una explosión de júbilo se produjo cuando en un gesto brusco lanzó su breve chaqueta por los aires. Alguien en ese momento cerró el ventanal, temerosa que nuestra algarabía  alarmara a los vecinos. Entonces, la camisa entreabierta, dejó ver su cuello grueso, ágil y musculoso. La piel morena poco a poco comenzó a mostrar la maraña azabache de su velloso pecho. Sin dejar de marcar el ritmo con todo su cuerpo, se fue acercando a las que estaban más próximas, para que le desabrocharan el resto de los botones de la camisa.  Luego, cuando se desprendió de ella una nueva ovación de júbilo saturó totalmente el ambiente.

Sin embargo, fue cuando la música se hizo más lenta y cadenciosamente sensual que él se  comenzó a acercar directamente hasta donde estaba María Teresa. Ella, que ya había disfrutado tanto o más que todas nosotras, lo acogió abriendo los brazos, sin moverse de su asiento. El joven se acerco hasta ponérsele por delante y se le insinuó con un suave movimiento de su pelvis.

- Sácalo - le ordenó y todas estallamos en un grito histérico y descomunal.

María Teresa se llevó ambas manos a la cara. No sé si por pudor, goce íntimo, vergüenza, o si realmente estaba comenzando a reaccionar por el calor, el explosivo ambiente festivo, o por olor a testosterona con que el hombre parecía haber comenzado a inundar el ambiente.

-   Quítame el pantalón - dijo él con una risa pícara y gozosa.

Sé que en ese instante, la histeria y el éxtasis de todas nos hacía casi irreconocibles. Los dos vasitos de pisco sour que Mercedes nos había obligado a beber antes que llegara Eduardo, verdaderamente nos había transformado y transtornado. Estábamos totalmente entregadas y era él quien ahora gobernaba nuestras vidas. En ese momento, no pudimos dejar de encontrarle toda la razón a Jeannette; en realidad, era todo un profesional.

- María Teresa soltó el cinturón y luego cogió el cierre del pantalón y fue bajándolo por etapas, cada una de las cuales fue premiada con aplausos y gritos. El resto lo hicieron los movimientos del baile. El pantalón fue cayendo lentamente dejando las musculosas y velludas piernas a la vista. Una tanga minúscula, que por detrás se incrustaba entre ambos hemisferios carnosos, se alternaba en estudiados intervalos con una voluminosa protuberancia delantera, ante la cual creo que ninguna de nosotras pudo dejar de conmoverse.       

Entonces el bailarín se puso delante de María Teresa cogió su cabeza con ambas manos y la comenzó a acercar hacia aquella parte de su cuerpo que concentraba todas nuestras  miradas. Ella enloquecida,  puso sus manos sobre sus glúteos y ambos comenzaron un juego de sube y baja de aquella única y última prenda que quedaba por sacar. Mi posición a espaldas del hombre no me permitía ver sino sus musculosos glúteos plenamente descubiertos. Recuerdo que alguien se puso de pie a mi lado, quizás para mejorar su posición. Antes, había abierto una parte del ventanal, tal vez porque consideró que el ambiente era sofocante.

Jeannette bajó un tanto el volumen de la música y Eduardo comenzó un baile que cubría todo el pequeño circuito interno del círculo que lo rodeaba, para volver luego a coger entre sus manos la cabeza de la festejada, cuyo rostro pleno y pletórico de felicidad nos resultaba tan sorpresivo como desconocido.
De pronto, sentí que algo golpeaba contra el respaldo de mi silla. Era la puerta de entrada al departamento, que alguien había empujado desde afuera y que en ese instante se comenzaba a abrir para dar paso a un inmenso canastillo de flores. No sé si me levanté de mi asiento por la sorpresa o por la fuerza con que fui golpeada por la puerta. Cuando el espacio se abrió por completo apareció un hombre recio, maduro, inmenso, cuyo rostro vi descomponerse en forma instantánea.

No dijo nada, absolutamente nada. Quizás fue porque su rostro se desformó tanto que tal vez le fue imposible articular palabra. Como la música seguía sonando, el espectáculo era insólito, grotesco, patético. Dejó caer las flores en un gesto dramático, tiró su chaqueta, cruzó la sala y se fue directo hasta donde estaba el bailarín que ridículamente trataba de cubrir con ambas manos aquella la más impúdica parte de su anatomía. Quizás para él esta parte de su rutina, sí que era una novedad y desconcertado seguía con los pies el ritmo de la música en un absurdo intento de explicar la impronta artística de su presencia en el lugar. El recién llegado se le aproximó sin hacer aspaviento ni dar indicio de lo que pensaba hacer, lo cogió por la cintura lo levantó y comenzó a caminar con él sin tener claro (así al menos parecía) lo que se proponía realizar. El bailarín pataleaba desesperado tratando de zafarse de aquel "abrazo del oso", pero le fue realmente imposible.

En ese instante intervino Mercedes - quizás la única que la situación no había choqueado - tratando de arrebatarle al joven, pero en cuanto se acercó fue lanzada lejos a un rincón de la sala. Aquella fallida acción de la mujer fue la que al parecer determinó la suerte del artista, pues tras ello el hombre se acercó al ventanal, cruzó el balcón y lanzó su desnuda carga al vacío.

Un griterío ensordecedor inundó la habitación, que ya se había llenado de espanto. Tras ello el grupo completo se echó a correr desaforado escaleras abajo, intimidadas por el mar de groserías con que el hombre procedió a castigarlas.

- ¡Fuera de mi casa, zorras malditas!...- dijo y con una inmensa cachetada lanzó a María Teresa - que hasta ese momento se mantenía casi desfalleciente en medio de todo - contra el sofá en donde la socorrimos quienes no habíamos abandonado la habitación.

Después, quedó unos segundos mirando la escena sin saber que hacer, cogió su chaqueta y dando un portazo salió del departamento.

De inmediato nos asomamos al balcón para ver que había pasado con el bailarín. Tendido en el pasto, después de haberlo sacado de los matorrales, las chiquillas trataban de cubrir su insólita, impúdica e inexplicable - para los vecinos - desnudez, con las chaquetas de uniforme de dos o tres de nuestras compañeras.

- Menos mal que es sólo tercer piso - dijo alguien.

- Y que él es joven - dijo otra.

Después de un rato, que observamos desde lo alto la ambulancia que se llevara a Eduardo, salimos del departamento y comenzamos lentamente a bajar las escaleras.

- El hombre no es tan viejo - dijo Mercedes, como pensando en voz alta.
- Y le traía flores, como regalo - agregó alguien.
     - Güeona - masculló Mercedes - no sabe lo que tiene. Luego nos despedimos.

Piñata

Relatos FM

La Peste


   Al caminar por entre los restos descascarados de lo que un día fue un gran hospital, no logro desprenderme de esta parásita sensación de miedo.
   Lo intento, y aún así no logro hacerlo.
   Creo que el terror y la angustia con que se bañaron estas paredes se rehúsan a dejarlas, están adheridas, impregnadas, al punto de ser una especie de pintura invisible que ocupa el lugar de los colgajos de la verdadera.
   Este lugar es un horror.
   Pero el verdadero horror es lo que habita en él. Lo que aquí ha ingresado hace mucho tiempo ya. Lo que se ha padecido en este sitio, y por lo que hoy deambulo sola por sus pasillos.
   Aquí está la Peste...
   Yo lo vi todo, desde un principio, aunque casi nada recuerdo ya. Y hoy, cuando siento más que nunca que mi hora se acerca, que soy la próxima en la lista, no puedo dejar de recorrer estos pasillos y escuchar en ellos los desgarradores ecos de la muerte.
   Sé que en cualquier momento, la muerte puede decidir finalmente venir por mí, y sólo restará unirme a la multitud fantasmal que seguramente ya puebla este sitio. Aunque no los vea, sé que están por aquí; así como en su momento de agonía supe que estaban aquí: sus gritos me lo hicieron saber.
   Pero hoy ya son historia. Parte casi olvidada de una historia para la cual el mundo nunca estuvo realmente preparado.
   Así fue: la Peste salió de la nada misma, o del más profundo de los abismos, nos invadió, nos atacó, nos abrazó, y nadie hasta el día de hoy ha logrado evitar su pútrido beso de ultratumba.
   Al principio surgió como todas las epidemias, unos casos aislados, algunos trascendidos, algunos predicadores apocalípticos, y la estúpida esperanza humana de que rápidamente alguien encontraría la milagrosa cura, y todo volvería a la cómoda normalidad a la que siglos de experiencia humana nos han acostumbrado.
   Pero no fue así. Esta Peste se propagó de la noche a la mañana por todos lados, por entre todos ellos, sin respetar naciones, credos, ideologías, razas o costumbres.
   Uno tras otro, al principio por decenas, luego por miles, y finalmente por millones, las víctimas fueron cayendo sin llegar siquiera a expirar un último aliento de despedida a sus seres queridos.
   Ella se los tragó con una voracidad nunca vista, jamás experimentada, al punto que no hubo científico, médico, chamán o sacerdote que pudiera dar respuesta a la simple pregunta que surgía de todas las bocas antes de la última mueca de fatal agonía: ¿Por qué?.
   Pero no todos tuvimos esa "fortuna" de dejar este mundo sin llegar a contemplar la real atrocidad del sufrimiento que la Peste producía. Hubo aislados grupos que en principio se creyeron inmunes, porque aún exponiéndose no caían ante ella. Pero con el paso de los días sólo vieron estrellarse contra la cruda realidad de un laberinto sin fin a sus absurdas esperanzas de salvación.
   Tan sólo teníamos una breve y paupérrima resistencia mayor que la de aquellos que ya habían pasado al otro mundo.
   Y allí comenzó nuestro verdadero calvario.
   Porque fue realmente terrible ver el padecimiento de otros, sabiendo que cualquiera podía ser (lo sería, y lo fue) el siguiente. Esos vanos intentos de reagruparnos para estudiar este maléfico fenómeno sólo sirvieron para convencernos de la inutilidad de nuestras acciones, lo obsoleta de nuestra "gloriosa" ciencia; y sacar a flote lo peor que la
raza humana lleva en su interior: el egoísmo.
   Cada cual libraba su batalla personal contra un enemigo invisible, al que nadie sabía cómo vencer, pero al cual todos, absolutamente todos, odiaban por haberse llevado a sus seres amados y encaminarse a llevárselos a ellos mismos a una fría y olvidada tumba global: la de la raza humana en su totalidad.
   Lejos de encontrar una cura, los que no caían y tenían "el conocimiento y la sabiduría para guiarnos en esta triste hora", sólo se encargaron de crear lugares como este, enormes mausoleos llenos de gente aún viva (¡aún viva!) y encerrarnos en ellos para utilizar luego la excusa del aislamiento preventivo como infantil método para que ellos pudieran seguir subsistiendo algunos días más.
   Así vinimos a parar a estos gigantescos pabellones mortuorios, simples antesalas del infierno, o el infierno en sí mismo...
   No tengo noción de en qué momento entré aquí, pero siento que estuve dentro de estas horrendas paredes por siempre, como si hubiera sido mi destino desde un comienzo.
   Y los vi caer.
   Uno por uno, en parejas, en decenas, los vi morir ante mis ojos, o los escuché extinguirse en mis oídos, o sentí la fetidez de su pútrida carne días después del deceso, cuando nadie se dignaba siquiera a incinerar sus restos.
   Mientras, desde afuera sólo nos llegaban algunos alimentos, dejados en una sala aislada a la que podíamos acceder solamente por unos minutos al día, siempre herméticamente cerrada desde afuera. Sólo alimentos y medicamentos que todos sabíamos eran pruebas experimentales o simples placebos para mantenernos calmados esperando una salvación que lejos estaría de llegar.
   Y siguieron muriendo.
   Ahora que recorro estos enormes salones, antes atestados de camas llenas de pacientes
que eran atendidos por los propios médicos que habían comenzado a experimentar los síntomas, y al morir estos por las enfermeras, los asistentes o los propios pacientes que aún quedaban en pie, sólo al ver todo esto vacío tomo realmente dimensión de las atrocidades que se vivieron aquí dentro.
    Noche tras noche, vi la estertórea languidez con la que la Peste se los llevaba. Y los que más resistían (¡Increíble maldita ironía!) eran los niños.
   Mientras más pequeños, más resistían. Fueron los últimos en caer, aún ignorantes de lo que realmente estaba pasando, tan virginales frente a la agonía a la que se exponía un mundo que nunca habían conocido en su totalidad.
   Ellos resistieron.
   Aún hoy, con toda esperanza perdida, quedamos esa pobre niña a la que me dirijo a visitar y yo. De entre toda la marea humana de desperdicios pestilentes que dejaron aquí toda esperanza como ante las puertas del infierno de Dante, sólo esa niña y yo quedamos.
   Y sé que ella me sobrevivirá.
   Unos días, unas horas al menos, ella me sobrevivirá. Porque luego de presentar síntomas, ningún adulto logró resistir tanto como los niños. Quizás estábamos demasiado viciados del mundo como para tener alguna objeción ante la parca cuando ésta se nos presentara.
   Pero los niños resistieron más que nadie, y así es como sé que esta es mi hora, mientras subo las heladas y vacías escaleras que me llevaran hasta su habitación.
   No tengo ninguna noción sobre lo que ocurrirá afuera, pero creo que puedo imaginarlo.
   Aquellos que depositaron a sus propios hermanos, padres, hijos y amigos aquí, aquellos que al menos por caridad, instinto de supervivencia, o simple necesidad de
estar en paz con sus conciencias, ellos, hace más de una semana que ya no pasan comida a través del único cuarto que nos comunica con el exterior.
   Quizás se hartaron, tal vez se dieron cuenta de la inutilidad de sus acciones, o simplemente se avergonzaron de ellas. Pero no, en alguna parte de mi ser hay una oculta fibra de mi espíritu que se regocija por creer conocer el final que tuvieron.
   Y me grita.
   ¡Están todos muertos!
   No lo sé, y realmente poco importa ya. Ni a la niña ni a mí nos interesará por mucho tiempo la comida. No moriremos de hambre ni de sed. La Peste se encargará de eso mucho antes.
   Al llegar al pie del primer piso, y contemplar ese pasillo tan opresivo, casi siento tanto terror como para llorar y arrancarme los cabellos. Pero no, el tiempo de eso ya pasó. Lo viví al verlos deteriorarse en las camas de esas habitaciones ahora vacías por las que deambulo.
   Yo ya no recuerdo cuál era mi cama, perdí la noción de eso hace mucho tiempo, o nunca lo supe realmente. Como sea, todas las noches engaño a mi insomnio mortuorio con mis caminatas por el pabellón, terminando en la cama de aquél que aún haya sobrevivido, y al que ya casi nada le queda en este mundo.
   Supongo que esta noche me toca despedirme de esa niña, porque quizás mañana ya no pueda llegar hasta ella.
   Sé, y es inútil negarlo, que la hora se aproxima, y aún con toda esta resignación en el centro de mi alma, no puedo evitar tener que ahogar una y mil veces el alarido de terror que atenaza mi corazón.
   Pero es sólo un lapsus.
   A nadie le importaría eso, porque nadie quedará para dar testimonio de él.
   El mundo, ese mundo por el que pasamos como dueños y señores absolutos, tan déspotas con la naturaleza, tan despreocupados por la supervivencia de otros seres, ese mundo volverá a ser de sus dueños originales, aquellos que nunca debieron dejárnoslo prestado: las plantas, los animales. Y los espíritus...
   Esas camas vacías que veo desde el pasillo al pasar, esos tules hechos jirones, colgajos de una vida que ya no existe, son un triste testimonio de la decadencia humana. Pero al menos, ya estoy cerca de su habitación, y podré llevarme como último recuerdo de este mundo, una visión de humanidad, quizás la última que queda.
   Esta es la habitación. Es la que aún tiene rastros de vida, la menos abandonada, la que menos huele a muerte de toda esta tumba de concreto.
   Pero al acercarme a ella, al buscar la sonrisa esperanzadora por la que fui, el premio al haber sido la anteúltima sobreviviente, sólo me encuentro con un pequeño cuerpo lívido, azulado, carente de vitalidad.
   Muerto.
   Sin llegar a comprender, pero sospechándolo todo, suelto todo el terror que habita en mis entrañas, en un grito gutural que devela mis últimas dudas e inunda absolutamente todo el hospital mil veces maldito, el mundo mil veces maldito...
   La Peste... ¡la Peste soy yo!

Ulises Rodas

Relatos FM

Odile, la viuda Odile


Lo primero que vimos al llegar a esa ciudad fue una marching band tocando música fúnebre de camino al cementerio, una banda desangelada y sin uniformar, a no ser por los sombreros de paja de los músicos y el paraguas con grandes puntillas rosas de la viuda, una negra muy gorda que se protegía del sol y llevaba bien el ritmo.
   A veces, en muy pocos segundos y sin acompañamiento musical, la viuda representaba un monólogo ininteligible para nosotros.
   Al principio, me pareció que asistíamos al rodaje de una película.
   La última vez que me giré, la banda se había detenido unos pasos más allá, los músicos bajaban sus instrumentos y la viuda comenzaba un nuevo monólogo y gesticulaba de forma inquietante.

Cuando se alejaron, entramos en un pequeño burdel transformado en bar ‒la comida era buena y el Diri-Djon-Djon nos sonaba de nuevo a música‒, donde las voces negras de un quinteto acompañadas por un acordeón, se apoderaron de todo.
   El solitario y lentísimo ventilador que colgaba del techo de aquel bar no lograba aplacar el calor, un calor sofocante al que es mejor, mucho mejor, no hacer caso.
   Nos acompañaba un belga barrigón, arraigado aquí desde hace más de media vida, un hombre pequeño con la piel blanca, blanca, la piel más blanca que hubiéramos visto jamás. Se hacía llamar el doctor LeMien, no sé por qué, pues no parecía que fuera doctor en nada, a no ser en estafar a todo bicho viviente, aunque fuera, a veces, por unos centavos tan solo. Un rufián, un paresseux, en fin.
   
Al rato, volvimos a ver aquel cortejo; improvisaba, a la vuelta, una música alegre y llena de ritmo.
   No es un placer delirante ni misterioso, ni siquiera se siente alivio ‒dicen‒, es solo la única manera de que no suceda cualquier cosa.
   ‒ Odile ‒dijo LeMien. Me resistía a llamarle doctor.
   No dijimos nada, tal vez a la espera de que continuara su explicación.
   ‒ [ ... ]
   ‒ Odile ‒repitió‒. La viuda Odile.
   No logramos averiguar qué quería decirnos. Nada, quizá. Y abandonamos el local. Yo traté de apretar el paso.
   El belga barrigón tenía una buena cogorza y sudaba visiblemente. Llegó jadeando. Nos acompañó hasta el mostrador de recepción y esperó que nos entregaran las llaves. Allí se despidió.
   




No se podía esperar más del hotel, un pequeño edificio de dos o tres plantas ‒ahora no puedo recordar‒ sin pretensiones, donde la decoración brillaba por su ausencia. Admitían dólares, naturalmente. Nadie nos molestó, ni siquiera los insectos ‒la tarlatana había cumplido fielmente su misión‒ y dormimos a pierna suelta. Era un hotel armonioso, sí, eso era, armonioso.
   Bajamos a desayunar. El recepcionista ‒tampoco ahora podía recordar su nombre‒ bostezaba. Ignoré, por el momento, las tortas de mijo sin sal y el pesé banan que nos ofrecían. Me limité al pain perdu, que me pareció magnífico.
   Oí cómo alguien hablaba del doctor LeMien. Presté atención a lo que decían: el doctor había sufrido una especie de accidente; aún no se sabía bien si le atropellaron o si alguien le había dado una brutal paliza, en ese caso, seguramente, para robarle. Anoche lo llevaron al hospital.
   ‒ Bueno... ese imbécil de LeMien... tampoco nos hacía ninguna falta. Desde luego, no supone ninguna contrariedad ‒pensé en voz alta.
   Su voz salmódica ‒eso sí lo recordaba‒ me producía un intenso sopor. No volvimos a verle.

Buscamos el viejo prostíbulo reconvertido, el bar donde cenamos a nuestra llegada, pero no lo encontramos. Hubiera sido una buena referencia y yo estaba seguro de poder encontrarlo a la primera. No fue así.
   Nos adentramos largo rato en unas callejas cada vez más siniestras, un laberinto, una trampa. Creo que cerré los ojos. Unos segundos más tarde me pareció ver, como un fogonazo, una instantánea, a una joven vestida de blanco, la misma joven en cada cruce, en cada esquina; siempre la misma muchacha, de eso estoy seguro, lo sé por sus inconfundibles ojos saltones. Una negrita sin voz que parecía guiarnos. Los perros habían desaparecido de esas calles.
   Poco a poco, volvimos a oír una música lejana; la seguimos para  salir de aquel silencioso enredo de calles que empezaba a atemorizarme. No sé si resultó casual, pero fuimos a parar a la puerta misma del bar que tanto habíamos buscado desde el principio, a la puerta de aquel burdel transformado.
   Un impulso me forzó a entrar; nada parecía lo mismo allí: un humo detenido invadía el ambiente y el olor enrarecido, quizá de orines ‒estoy exagerando‒ se mezclaba con él, formando una atmósfera tan densa como infernal; ni siquiera giraba el obligado ventilador en el techo y, por supuesto, ningún quinteto amenizaba aquel escenario. Solo un murmullo de voces apagadas podía oírse, un rumor que cesó en el mismo instante de mi aparición. Me recreaba con todo aquello, a pesar de que solo provocaba mi rechazo; cuando me di cuenta, retrocedí.
   ¿Nos había guiado la negrita de ojos saltones? No sabría responder. Me pareció verla de nuevo, alejada; creo que esta vez sonreía, a pesar de que su semblante mostraba un sentimiento árido. El caso es que no habíamos encontrado lo que fuimos a buscar; sin embargo, algo nos sacó de allí en el momento preciso, casi podía decir que en el último momento.

Había resultado un día muy penoso. Al llegar al porche del hotel, encendí una tagarnina. Olía a griot, arenques y pimientos; también había un fuerte olor a ñame cocido. Yo echaba de menos un dry Martini. Me conformaría, de momento, con... con nada. Subiría a mi habitación, creo que estaba... verdaderamente agotado, necesitaba descansar. Me envolvería en mi tarlatana, necesitaba descansar.





Temblaba como un niño, así pasé la noche, temblando como un niño. Creí que dormiría a pierna suelta, como cada noche, pero no pegué ojo. He soñado con la negrita de ojos saltones y vidriosos, he soñado o la he sentido, pues me ha parecido más una presencia: la he visto. La he visto por las callejas, la he mirado a los ojos, casi he podido sentir su piel brillante junto a mí, en mi cama, la he olido, parecía un animal asustado. Eso ha sido la primera vez, en el primer sueño. Después, se ha colado en una pequeña plaza, la ha cruzado corriendo para detenerse en el centro, para volverse a mirarme, para, de nuevo, salir corriendo. Entre sueño y sueño, a intervalos, la negra bailaba, se movía desafiante. Ha habido más sueños, lo sé, durante toda la noche ‒¡ya lo he dicho!‒ pero no puedo recordarlos todos, solo el último, como una fotografía, donde la negrita, tirada en el suelo, con sus grandes ojos saltones abiertos, mostraba visibles manchas de sangre sobre su vestido blanco. Estaba muerta.
   Temblaba como un niño. No pensaba decirlo pero, ¿por qué no? Me hice pis encima, en la cama.
   Me despertó ‒¿había dormido?‒ la luz del día y la sensación tan desagradable que me producían las sábanas mojadas. Afortunadamente, la tarlatana estaba intacta. Después de una ducha, tiré toda la ropa a la basura.
   En el comedor, servían unas raciones descomunales para desayunar; o eso me pareció. No sabía qué comer, en realidad, nada me apetecía; quizá, lo mejor sería repetir el pan francés ‒pensé‒.

Salimos al porche con la pretensión de iniciar una nueva búsqueda. Todavía era muy temprano para adentrarnos por esas callejuelas enredadas, aún desconocidas para nosotros. Decidí empezar por el viejo burdel y lo encontramos, esta vez sí, sin dificultad. Tuve la tentación de entrar, de comprobar si el recuerdo de la pasada noche respondía a una realidad o se revelaba tan solo como figuraciones mías. Iba a hacerlo cuando oímos, calle arriba, camino del cementerio, la misma música, la misma banda... ¡la misma viuda! del primer día. ¿Cuántas veces se puede enviudar en esta ciudad en apenas cuarenta y ocho horas? Quiero decir... 
   ‒ Odile ‒me pareció oír.
   Me giré sobresaltado. 
   ‒ La viuda Odile ‒murmuré, como una tonadilla.
   La calle estaba vacía y Odile, la viuda Odile, a pesar de la distancia que nos separaba, cruzaba su mirada con la mía, una mirada desafiante, hostil. Casi sin dejar de mirarme ‒yo la sostuve, irremediablemente‒ inició uno de sus perturbadores monólogos; se ayudaba con violentos y amenazadores gestos. Sin duda, se dirigía a mí. Con su paraguas de grandes puntillas blancas abierto ‒esta vez, blancas‒, sin abandonar la procesión, la viuda se movía como una serpiente camino del cementerio.
   Hubiera... No hubo tiempo. Nos vimos en un santiamén en un segundo acto, en mitad de esas nauseabundas calles. Y, de nuevo, la música que nos rescató la noche pasada, me trajo el recuerdo de mi negrita de ojos saltones. Esa música sonaba cada vez más y más cerca.
   Al doblar la primera esquina, las mambosas danzaban al ritmo creciente de guatacas y tambores. Salían y entraban al círculo que ellas mismas formaban en la plaza, donde yacía una negra con su vestido blanco manchado de sangre. Todas vestían así, de blanco, y ceñían un pañuelo rojo en la cabeza. Un chivo temblaba atado al débil palo de un sombrajo destartalado: lucía un pañuelo rojo en su cabeza, como las mambosas, y parecía presentir el final que, muy pronto, le aguardaba.
   La música me aturdía, me apabullaba, lo invadía todo. Todos en esta ciudad, tienen los ojos grandes y brillantes. Y cantan.
   Mientras unos ancianos sacaban platos de comida de una trastienda, un joven negro con el torso desnudo mordía la cabeza a una gallina, se la arrancó. Otro le quitó de un bocado la cresta a un gallo. Bebieron su sangre, que desbordaba sus bocas, la escupían sin remedio.
   Al fin, un muchacho sacó un enorme cuchillo que parecía esconder el cuerpo de la negra tirado en el suelo. Cuando intenté protegerla ‒temí por ella‒, varios hombres me sujetaron fuertemente por los brazos. Entonces me di cuenta que no era la negrita de ojos saltones de mis sueños, aunque se parecía a ella. Despacio, muy despacio, el chico cortó los testículos al cabrito; después de disfrutar con ellos entre las manos, después de sobarlos, se los comió y degolló al animal. Muerto, aún le temblaban los cuartos traseros.
   Vomité. Creo que me desmayé.





Desperté. Desperté en mi habitación con un fuerte dolor de cabeza. No era de extrañar. Alguien me había vendado la herida, después de aplicar algún remedio que, al parecer, no servía para nada.    
   Recordaba todas las escenas, a pesar del dolor y la angustia que padecía en ese momento. No encontré ningún contrapunto apacible que me resarciera lo más mínimo.
   Algún desconocido permanecía en la alcoba, y decidí, por el momento, continuar así, hacerme el dormido. Eran varios, dos, al menos, enseguida me di cuenta, y les oí hablar entre ellos. Por lo que pude escuchar, Odile había hecho de viuda de algún político local, por eso su paraguas llevaba las puntillas blancas.
   ‒ El otro día, enterró a Alhy Romulus Domaine, uno de los hombres más ricos de la ciudad ‒decía uno, con acento francés.
   ‒ Quizá mañana ‒dijo el recepcionista del hotel, le reconocí‒ represente a la viuda de algún extranjero. Entonces llevará las puntillas de color verde, ¡ja, ja, ja!
   ‒ Nadie más puede pagar los servicios de la viuda Odile.
   ‒ ¡Ja, ja, ja!

Ha pasado mucho tiempo. Llevo aquí ‒la verdad, no sé dónde estoy‒ varios meses. Hoy les he oído hablar de mí, "no da más de sí", decían.
   Leo crónicas antiguas que me entretienen. Hoy me han traído una nueva; hablaba de un médico y antropólogo del siglo pasado, muerto en Bruselas, el doctor LeMien. Nunca he oído hablar de él.

Salomé Watson

Relatos FM

Mi Regreso


Necesitaba pegar un salto en el tiempo y volver a mi pasado,  quise saborear de nuevo  algo  de mi infancia y de mi adolescencia y regresé al pueblo donde tuvieron lugar algunos acontecimientos significativos de mi vida. Un lugar especial, rodeado de montañas, de casitas bajas, de veredas y caminos con olor a limpio, de risas, de  inocencia, de veraneo largo y de tiempo sin límite.

Cogí mi maleta y metí mis recuerdos, bien doblados uno junto al otro entre mis zapatillas, mis camisetas, mis pantalones, algo más grandes ya que mi cuerpo había cambiado y mis montones de cremas que me habían ayudado desde entonces a mantener mi rostro joven y terso.

Hacía ya muchos años que no mantenía relación con nadie de allí aunque las noticias vuelan y alguna vez que otra me había llegado información sobre sus gentes y mis amigos. Casi todos habían partido hacía la gran ciudad, a estudiar, a trabajar, a casarse, otros habían muerto, unos de mayores, otros no tanto, amigos que habían jugado con  la droga sin saber que cuando te atrapa, quema tus deseos y te va dejando sin aliento, algún accidente de tráfico o una enfermedad traicionera se los había llevado cuando todavía les quedaba saldar alguna cuenta con la vida, realizar sus últimos sueños, o simplemente amar y tener otra oportunidad para seguir adelante.

Tuve miedo de volver pero debía hacerlo, conservaba las imágenes desvanecidas, me recordaban a las fotos antiguas color sepia, era algo que había quedado pendiente, me dirigí allí con paso inseguro y algo incierto deseando sentir todas esas sensaciones que me habían acompañado desde entonces y que en muchas ocasiones habían salido de mi interior a quemarropa.

Llegué sin hacer ruido, en la soledad más absoluta, desorientada, despistada, en el anonimato, no sabía muy bien con lo que me podría tropezar. Me registré en el hotel dónde tantas veces había estado con mis padres y mis abuelos que pasaban allí los veraneos, siempre en la misma habitación por donde yo correteaba  y revoloteaba entre cama y cama aprovechando si era temprano para terminar con todo lo que habían dejado en la bandeja de los desayunos que contemplaba con  gran deleite.

Mis ojos miraban con asombro, el pasado había barrido  gran parte de lo que había existido pero que yo aún conservaba grabado en mi memoria muchos retazos de lo acontecido.

Recorrí sus calles, ahora perfectamente empedradas, busqué los colmados de entonces, ahora supermercados,  el mercadillo, la librería, la pastelería, la escuela,  la única  relojería, la farmacia  distinta y sin las mismas caras, la vaquería a la que iba casi todos los días al atardecer  con mi  lechera, aspiraba ese olor tan fuerte y tan particular a campo, el bar de debajo de casa ahora moderno y más grande había cogido parte del local de al lado y así todos los establecimientos  por los que pasé habían cambiado su cara perdiendo ese sabor especial  a antiguo.

Me adentré en el corazón del pueblo, alcé la vista y busqué los balcones de sus casas esperando con temor a que las personas que allí habían vivido se asomaran como cuando de pequeños con una voz o con el timbre chirriante de la bicicleta nos llamábamos para salir corriendo y poder hacer un montón de planes.

Contemplaba todo embobada  y sintiendo como un tirón fuerte me llevaba por momentos hacia atrás. Una sensación extraña, conmovedora y  placentera.

Cuánto había quedado de mí en aquel pueblo?, emociones, sentimientos, ilusiones, prendidas en lo alto de los árboles, en los rincones de los callejones, en los peldaños de las escaleras de la iglesia, en el pinar jugando al escondite entre tanta maleza y pinos o simplemente montando en bicicleta, pedaleando como si quisiera cruzar el mundo de lado a lado sintiendo en mi rostro la caricia del viento y la libertad tantas veces soñada.

El tañido de las campanadas de la iglesia me detuvo y en unos instantes vi dibujada delante de mi, mi imagen de antaño y volví a las noches en que regresaba de madrugada corriendo a casa con miedo a ser reprendida por la tardanza, mirando el cielo cuajado de estrellas y la luna sonriéndome desde lo alto de mi adolescencia atolondrada.

Observé con admiración la casa de piedra del año 1800 propiedad de unos amigos de mis abuelos y que había pasado de generación en generación, situada en la gran avenida del pueblo, la puerta principal tenía unas escaleras estrechas que te llevaban a un mirador con una mesa pequeña y dos sillitas, asomándote  podías pasar horas y horas absorta viendo el trajín que discurría en la calle.

La entrada de atrás  daba  a la plaza de la iglesia, era  inmensa y oscura, en las escaleras, muchas tardes  nos  sentábamos para contarnos  nuestros secretos,  nuestras cuitas, nuestros amores mientras dejábamos pasar el calor de las primeras horas   y salir al frescor del atardecer con la mitad de nuestros problemas  resueltos y los planes ya pergeñados.

La casa era grandiosa con una  gran galería de cristales emplomados de colores cuyas vidrieras comenzaban a ras del suelo y acababan en lo alto del techo. Un salón de juegos con una mesa de pin pon  en la que disputábamos  partidos excitantes para ver quién ganaba y así podía elegir pareja, bolos, patines y bicicletas.  Muchas puertas nos adentraban a los cuartos de dormir, un laberinto de pasillos comunicaban extraños pasadizos  por los cuales jugábamos al escondite muertos de excitación y de miedo.

El jardín era frondoso y en ocasiones lúgubre, con altísimos árboles, la vista no alcanzaba a ver la cúpula de muchos de ellos. Allí nos comíamos el tiempo echando a volar nuestras fantasías con cuidado de que no volaran muy altas y se quedaran enganchadas en las ramas. 

Me acerqué a la plaza dónde montaban el "entoldado" de la fiesta Mayor a principios del mes de septiembre. La última vivencia excitante del verano, cinco días de baile desenfrenado, de tiempo sin límite, de manzanas acarameladas, de buscar al príncipe de nuestros sueños o de esperar al que nos había conquistado,  con el aleteo de miles de mariposas circulando por el estómago sin saber que no existen los príncipes  y que muchas veces se convierten  en ranas.

Sentía como mi alma se despegaba de mi cuerpo y volaba, colgando de un hilo, como un globo de color para perderse en el cielo y buscar más evocaciones, más momentos y más lugares que permanecían  anclados en mi recuerdo.

Envuelta en el barullo de las calles y sin saber bien a dónde dirigir mis pasos, me hallé de pronto, como por arte de magia en el embalse, a la salida del pueblo. El  maravilloso paisaje se deslizó ante mis ojos lentamente, la arboleda me envolvió,  pude absorber el silencio reinante y palparlo casi con los dedos. Mis pasos me llevaron sin dirigirlos  a la balaustrada del camino que bordeaba a la presa, me asomé y  miré las aguas en las que tantas veces había nadado, había buceado esperando encontrar algún pecio abandonado  y entonces pude verle, en una especie de neblina,  a lo lejos, que se acercaba.

Mi primer amor, no había caducado. Su pelo negro alborotado, sus ojos color miel, su cuerpo nervudo y fuerte y su gran sonrisa clara y abierta que me enamoró desde el primer instante que la vi  enmarcada en su rostro cuando la pubertad ya había llamado a mi puerta.

Sentí un calor abrasador correr por las entrañas de mi cuerpo y esperé e imaginé sus palabras,   me pareció escucharlas tan nítidas y contundentes,  que me estremecí.

-   Estás igual? Como siempre ...preciosa ... el tiempo por ti no ha pasado.
-   Sigues igual, siempre con palabras bonitas, he vivido una vida que no me correspondía al no estar a tu lado -  le contesté con  ganas de abrazarle.
-   Yo también viví la mía  esperando en algún momento olvidarte. No lo conseguí y por eso he regresado.
-   No has perdido tu sonrisa...... - le contesté intentando sumergirme en el brillo de su mirada y buscar respuestas a tantas dudas.
-   La vida nos ha cambiado, no sé si ha quedado en nosotros algo del pasado, tú que piensas?- se acercó a mí y sentí sus manos despejando el pelo de mi cara que el viento había revuelto.

Le miré aturdida, temblorosa como un pajarillo asustado y excitada. Me aferré a él y pude oler su colonia de siempre, deslicé entre mis dedos sus fuertes cabellos y me acurruqué entre sus brazos.

-   Siempre te quise, fuiste la niña de mis sueños. Pero en aquellos momentos el futuro nos estaba vetado y el destino no jugó en nuestro favor para volver a encontrarnos. – el sonido de sus palabras retumbaban en mis oídos. Tantas cosas tenía que contarle........

Nos sentamos en la escalinata que llevaba al agua y nos relatamos todos los acontecimientos que habían formado parte de nuestras vidas durante todo el tiempo transcurrido.

El sol se fue alejando al igual que nuestras palabras y la oscuridad cayó sobre nosotros, cerré un instante los ojos y al volver a abrirlos ya no estaba a mi lado. La noche se lo había llevado, sin embargo,  sus caricias, el modo de mirarme y el largo e intenso beso que nos habíamos dado, se había quedado grabado en mis labios, con esa sensación de sentirme viva,  me  alejé de allí.

Me fui  sin hacer ruido, tal como había llegado con un montón de sueños revoloteando, me llevaba de vuelta mis recuerdos, algunos de ellos agazapados en el interior de mi maleta, otros me darían fuerza y me alentarían para cambiar el rumbo de mi vida ... y así comenzar de nuevo.


Madrid, agosto 2012

Kiara

Relatos FM

Lazos Rosas, Lazos Verdes


No me siento con fuerzas para abrir los ojos, a pesar de que el sueño hace ya rato que me ha abandonado y soy consciente de que no estoy sola en la habitación. Aun sin poder verle, puedo sentir los ojos de mi amado clavados en mí, inspeccionándome con detenimiento. Probablemente, pienso con una punzada de dolor, está intentando averiguar si aún estoy viva.
Me gustaría poder articular alguna palabra tranquilizadora, pero me siento tan relajada que me resisto a abandonar este plácido limbo en el que estoy sumergida. Abandonarlo significa enfrentarme de nuevo a la enfermedad y al dolor, que se han convertido durante los últimos meses en mis inseparables compañeros.
Finalmente, logro emitir un leve quejido. El colchón se hunde ligeramente cuando se sienta en la cama. Me coge de la mano con suma delicadeza.
"Buenos días, cariño", susurra mi amado. Su voz irradia ternura.
Trato en vano de sonreír y presiono su mano débilmente.
"Tu madre ha venido a recoger a los niños", dice sin cambiar el tono de voz.
Vuelvo a intentar sonreír al pensar en mi madre, y creo que logro un esbozo de sonrisa, aunque no puedo asegurarlo. No sé lo que haría sin la mujer que me dio la vida. Desde que me diagnosticaron la enfermedad se ha ocupado de mi casa y de mis hijos, aliviando notablemente el peso de mis responsabilidades.
Mi amado suelta mi mano y la posa suavemente sobre las sábanas. Se levanta, me da un casto beso en la frente y promete que en unos minutos me traerá el desayuno. Tampoco alcanzo a imaginar lo que sería de mí sin él. No llevábamos viviendo juntos ni seis meses cuando los médicos nos dieron la noticia.
Rememoro, todavía atemorizada, ese momento crucial de nuestras vidas, en el que la felicidad se transformó en desdicha. Recuerdo la seriedad del doctor cuando nos pidió a mi amado y a mí que nos sentáramos. Me había telefoneado hacía poco más de una hora para urgirme a que acudiera a su consulta y, a ser posible, acompañada. Sin rodeos, nos dejó caer la bomba: el resultado de la biopsia no era bueno; había que actuar de inmediato. Me quedé perpleja. Miré, conmocionada, a mi amado. Estaba blanco como el papel y tampoco parecía tener la capacidad de reaccionar ante aquella desastrosa noticia.
"Pero si parecía un bultito muy pequeño.", le dije, con un hilo de voz, al doctor.
"A veces, ésos son los peores", reconoció el médico."No voy a engañarte, Lucía. Es grave, y el tratamiento será agresivo".
"¿Voy a morirme, doctor?", pregunté de pronto, angustiada. Pude sentir la mirada alarmada de mi amado sobre mí.
"Es pronto para hablar, Lucía", repuso el doctor con suavidad.
En ese momento, el ruido producido por mi amado al entrar en el dormitorio, me saca del mundo de los recuerdos.
"¡Venga, perezosa!", me regaña con dulzura. "A desayunar".
Con no poco esfuerzo, abro los ojos lo bastante como para verlo al lado de la cama, mirándome, con una bandeja en la mano, sonriendo. ¡Es tan atractivo!
Apoya la bandeja sobre la mesita de noche y me ayuda a incorporarme. En silencio, me da de desayunar, como a una niña desvalida. Y, como colofón a un sano desayuno, mi medicación, esas pastillas que parecen tan poca cosa pero que le dan algo más de dignidad a mi vida.
Mi amado posa la bandeja vacía de comida sobre el suelo, y se queda a mi lado, acomodándose un poco en la cama matrimonial. Su mirada destila amor. No, definitivamente no sé qué haría sin él.
"Hoy hace dos años que nos conocimos", dice de pronto. "Te tropezaste con ese pobre camarero y la bandeja de cafés calientes cayó sobre mí, dejándome hecho un Cristo. ¿Lo recuerdas?"
Asiento en silencio. ¡Cómo no iba a acordarme del día en que conocí a este hombre maravilloso!
"Estabas tan estresada con dos niños pequeños y dos trabajos...", continúa, con la mirada perdida en algún punto del dormitorio. "Te ofreciste a pagar la tintorería y a pagarme otro café. Empezamos a hablar y ya no pudimos separarnos".
Me mira. Estoy a punto de llorar.
"No te mereces esto", susurro.
"No gastes fuerzas en decir tonterías.", espeta poniéndose en pie. "Ahora intenta descansar otro poco".
Recoge la bandeja del suelo y sale del cuarto.
Mi tremendo dolor físico me distrae del dolor emocional, pero los recuerdos de lo vivido durante estos meses siempre vuelven a mí. Cierro los ojos y me dejo llevar por ellos.
El post operatorio fue traumático. Sabía, después de la infinidad de pruebas a las que me había sometido, que iban a realizarme una mastectomía, y que me arrancaran un seno... bueno, no fue la mejor noticia que se le puede dar a una mujer. Me aterraba no sólo el hecho de verme incompleta, sino de perder al hombre de mi vida, a ese hombre que lo había dejado todo por mí, apostando con apasionado coraje por nuestro futuro en común.
Quimioterapia, radioterapia, hormonoterapia... Palabras asociadas al dolor, al desfallecimiento y al deterioro físico y emocional.
¿Y el miedo asfixiante? ¡Oh, Dios mío, qué miedo a morir! ¡Qué miedo a no poder ver crecer a mis hijos! ¡Qué miedo a perderme mi futuro, bueno o malo, pero mi futuro!
Recuerdo a mi pobre madre rogándome entre lágrimas que le pidiera a Dios por mi salud, igual que hacía ella. Pero yo estaba irremisiblemente furiosa con Dios, no quería saber nada de Él, por abandonarme cruelmente a una más que probable muerte teniendo casi toda la vida por delante, cuando por fin me había encontrado con la felicidad.
Me siento inquieta, los indeseables dolores se niegan a marcharse, y prefieren, cual burladores,  recorrer mi cuerpo débil y escuálido. ¿Por qué no me dejan en paz de una vez?
De pronto, una sensación indescriptible me hace entreabrir los ojos. No sé muy bien a qué se debe, pero me invade un cierto sosiego, una cierta paz, extraña pero benevolente, también inquietante. ¿Qué está ocurriendo?, me pregunto, confundida. Y, de repente, lo veo.
Mi padre me observa desde los pies de la cama. Sonríe, con esa sonrisa pícara y seductora que le caracterizaba, y una especie de halo luminoso rodea su robusto corpachón. Mi alegría es desbordante y la emoción me inunda el pecho. Ni siquiera el hecho de que haya fallecido años atrás hace que sienta ningún tipo de recelo, y mucho menos de temor. Muy al contrario, vuelvo a ser esa niñita que se siente segura y confiada ante la presencia imponente de papá.
De sus labios lívidos y sonrientes no sale una sola palabra, pero, de algún extraño y misterioso modo percibo su mensaje con claridad: "Vive".
Su imagen se evapora tan inesperadamente como había llegado. Ahora estoy confusa. ¿Ha ocurrido lo que creo que ha ocurrido, o ha sido fruto de mi espíritu desgastado y agonizante? ¿O tal vez de mi mente, afectada por la medicación constante?
Sea lo que sea lo que haya sucedido durante esos breves instantes, sea fruto de lo humano o de lo divino, lo cierto es que, de forma casi milagrosa, casi prodigiosa,  restaura en mi ánimo parte de la fuerza perdida, parte de la ilusión de vivir, de salir adelante, a pesar del sufrimiento devastador que asola mis días y mis noches.
Ese momento místico, casi irreal, que estoy viviendo se ve interrumpido por el sonido de la puerta de casa al abrirse. Escucho con claridad la voz de mi amado dando la bienvenida a mis hijos y a mi madre. El alboroto de las voces infantiles se acerca cada vez más, hasta que dos cabecitas rizosas y rubias se asoman a la puerta del dormitorio.
Entran despacito. Saben que no deben correr ni subirse de golpe a la cama.
"Hola, mamá", dice el pequeño.
"Hola, mamá", dice el mayor.
Y me dan un beso. Miro con amor a mis hijos. Sé lo que viene ahora: me contarán, arrebatándose la palabra uno al otro, todas las aventuras que han vivido en el colegio.
Levanto la vista. En la entrada de la habitación, mi madre y mi amado observan la escena. Sus miradas están vidriosas y en ellas se mezclan un amasijo de sentimientos: pena, impotencia, dolor, emoción y, sobre todo, amor.
Y, por primera vez en mucho tiempo, soy consciente de que no quiero dejarme vencer. Estoy donde tengo que estar y donde quiero estar.
Tal vez muera. Tal vez no. Quién sabe. Pero ahora, hoy, en este instante, estoy viva.
Y eso es lo que cuenta.

Luna

Relatos FM

Las Sombras


   ¿Alguna vez te has preguntado qué hay después de la muerte?. Yo puedo responderte, nada. Absolutamente nada. No existe eso de la luz al final del túnel, ni ves a tus seres queridos esperándote. Solo hay oscuridad, todo se funde a negro y se acabó. No esperes que un señor luminoso venga a buscarte y te lleve al paraíso, o en su defecto, aparezca un demonio para arrastrarte al infierno, cosa que en mi caso hubiera sido lo más lógico, no hay nada,  y créeme, no te sientes decepcionado.
Un día normal el despertador sonó a las seis de la mañana, me desperté, hice todas las actividades rutinarias, afeitado, ducha y desayuno. Antes de salir me acerqué a la habitación, le di un beso rápido en la mejilla a mi mujer, estaba despierta, y le susurré: no te olvides de comprar leche. El comentario más romántico del mundo. Un vistazo rápido a la cama de mi hijo, pero sin detenerme demasiado y salgo de casa. Para no volver a entrar nunca más.
No consigo recordar como morí, solo sé que iba conduciendo hacia el trabajo, escuchaba un programa de radio y me reía con las bromas pesadas que hacían a una pobre anciana y de pronto... Todo oscuro. Acababa de morir sin darme cuenta.
Es difícil  describir la sensación de eteriedad, pero es algo así como dejar de estar conectado a la tierra, no hay suelo firme sobre el que caminar, como si la gravedad te hubiera olvidado y te dejara vagar libre. No hay lazos físicos que te unan a nada.
No soy un ente brillante que trasmite paz a los seres que le rodean, mas bien somos una sombra, que provoca cierto malestar a  los que nos acercamos, escalofríos, náuseas y visión borrosa son los síntomas más comunes,  por eso, mantenemos la distancia con los que  todavía están vivos. Sí, he dicho somos, porque somos millones.
Es común encontrarnos a cientos de nosotros agrupados en las terrazas o las azoteas de los edificios, completamente hacinados. La verdad es que no sé porque pero siempre buscamos lugares al aire libre, pero no demasiado alejados de los que aún no han muerto.
El momento más esperpéntico de mi existencia fue el de mi entierro. Primero tuve que tropezarme de frente con mi cuerpo inerte dentro de una caja de pino, eso sí, muy chic. Me enfrenté a las lágrimas de los amigos y compañeros y al terrible dolor que brotaba de los poros de toda mi familia sin poder decirles que no se preocuparan, que no les había abandonado, que estaba a su lado. Sentí la pena que corroía a mi hijo, sin comprender como mi mujer le permitió pasar por este trance, debería haberlo dejado en casa de algún vecino. No pude estar cerca de mi mujer, tuve que conformarme con observarla desde lejos, por alguna extraña razón, es más sensible que el resto de los vivos a mi presencia y cada vez que me acerco le provoco un ataque de migraña, siempre ha sido un poco rarita.
Presencié como metieron mi caja de pino dentro de la tumba y como colocaron los tabiques que me dejarían encerrado para siempre en un zulo de 2m x 1.5m. Irónico, porque siempre me han agobiado los espacios cerrados. Deberían haberme incinerado. Mi madre sufrió un desmayo, demasiadas emociones para un cuerpo tan anciano, por lo que parte de mi familia se arremolinó a su lado tratando de reanimarla, sus gritos, el llanto del resto y las risas de un antiguo compañero de trabajo fueron los sonidos que me acompañaron en mi último momento.
Pasé varias horas vagando por el cementerio, sin saber que demonios me estaba pasando, cuando descubrí a varias sombras iguales a mí. Si hubiera tenido rostro, seguro que hubiese sonreído, feliz por haber encontrado amiguitos. No me hizo falta presentarme, habían asistido a  la escena del entierro, y me estaban esperando.
Quería preguntarles miles de cosas, necesitaba respuestas, pero me di cuenta que el tema de la comunicación iba a ser bastante complicado, no tenía boca, ni lengua, en fin, ni cuerpo.
-No te hace falta-  Me respondió alguno de ellos.
Eso lo oí claramente,  a pesar de no tener aparato auditivo, los sonidos no se escuchaban, se sentían, como cuando golpeas una copa de cristal con agua y sientes las vibraciones.
-¿Alguien puede explicarme de qué va todo esto?- Si hubiese tenido piernas me habría arrodillado implorando
-Eso, amigo, tendrás que descubrirlo tú solito-
-Genial- Estaban dejando claro que no me querían como nuevo miembro de su grupo
Y las sombras desaparecieron.
Ni en el guión más extravagante de la película más absurda de la historia hubiera podido recrear ese momento.
Sin saber que hacer me dirigí al único lugar que se me antojaba seguro. Mi casa.
Al entrar descubrí, horrorizado, que todo había cambiado. Los muebles, el color de las paredes, las cortinas, el pelo de mi mujer y mi hijo había crecido un palmo. Demasiado para un mismo día.
Me estrujé lo que debía ser el cerebro para llegar a la única conclusión con lógica: El tiempo era relativo. Para mi solo habían pasado unas horas, para ellos un par de años.
Salí de la que había sido mi casa y me espanté al comprobar que había el doble de sombras que al entrar. Si seguíamos aumentando de esa forma, íbamos a ser más numerosos que los que aún no habían muerto.
   Me dediqué a pasar las noches en mi antigua casa. Al ser de noche me resultaba más fácil moverme y no le provocaba tanto malestar a mi familia. Me convertí en un especialista en contar. Una inspiración, una espiración, dos inspiraciones, dos espiraciones, tres inspiraciones, tres espiraciones... Así hasta llegar al millón. La idea de que mi hijo dejara de respirar me atormentaba y mi vigilia se basaba en controlarlo. Curiosamente esa era otra de las ironías de mi existencia. Cuando estaba vivo pensaba que lo pero que le podía pasar a mi hijo era acabar teniendo una vida como la mía, ahora me conformo con que simplemente tenga vida.
Alguna que otra noche me paseaba por mi antigua habitación para ver dormir a mi mujer. Me sorprendía que no hubiera vuelto a tener pareja, ¿cuánto tiempo llevaba muerto?, ¿cinco años?, ¿siete?, ¿diez?, esta maldita relatividad en el tiempo no me ayuda nada.
Solo hubo la excepción de los dos tipejos aquellos que intentaron llevarla a la cama. Por supuesto, me encargué de que lo único que obtuvieran fuera un enorme dolor de cabeza. En ambos casos ella reaccionó de una forma muy curiosa. Miraba a la puerta y sonreía, como si supiera que yo estaba con ellos. Esta mujer siempre ha sido muy rarita. Mi reacción puede parecer una cuestión de celos, pero en realidad no era más que mi orgullo masculino.


En mi forma etérea de sombra observé crecer a mi hijo. Casi sin darme cuenta llegó a la adolescencia. Le vi echarse su primera novia y  fumarse su primer cigarrillo. Estuve a su lado el día que se afeitó por primera vez, y por culpa de mi presencia, el pulso le tembló y le provocó un corte enorme en la mejilla, su madre vino corriendo y tan solo dar el primer paso dentro del cuarto de baño, tuvo que correr a vomitar. Demasiado intuitiva la mujer.
Salía de casa cuando empezaba a amanecer, casi igual que cuando estaba vivo, solo que ahora me fundía por debajo de la puerta, y me sumaba a los millones de sombras que se apelotonaban en las azoteas.
Algunos días era la azotea de un edificio de oficinas, otros una terraza de un ático o el balcón de algún piso, pero no demasiado lejos de mi antigua casa.
-Llevas demasiado tiempo aquí-
-Bueno, eso es relativo-
-Tienes que ayudarle- aquella sombra se comunicaba conmigo con un tono que no me gustaba
-Ayudar a qué y a quién-  Realmente no tenía ni idea de lo que me hablaba
-Es increíble, tanto tiempo aquí y no te has enterado de nada. Apuesto a que ni siquiera lo has intentado.-
-Ilumíname con tu sabiduría- Tenía gracia, siendo una sombra.
-Si permanecemos aquí es porque alguien no nos deja marchar. Busca a esa persona.- Y se marcha dejándome con la palabra en la boca.
Supongo que durante meses, que tal vez fueran años,  le estuve dando vueltas a esa conversación en lo que sería mi cabeza, sin encontrarle lógica, hasta que una noche, mientras contaba  las respiraciones  de mi hijo me llegó la iluminación.
Todas las sombras permanecíamos en esta forma porque había alguien que no nos dejaba desaparecer. Para alguien de nuestro alrededor habíamos sido tan importantes que no permitían que nos fuéramos. Al final resulta que tanta cursilada de película romántica  iba a ser verdad. El amor es el mas fuerte de los sentimientos.
   Creo que pasaron meses, porque mi hijo se marchó de casa a la Universidad, para estudiar Geografía e Historia. Si hubiera estado vivo le hubiera gritado que eso era un suicidio, pero su madre lo único que le dijo fue:
-Estudia lo que te haga feliz, hijo-
Es que esta mujer siempre ha sido muy rarita.
Mi hijo cogió todas las cosas que para él eran importantes en su nueva vida, y sobre la mesilla de noche dejó la fotografía de los dos juntos, la que nos sacaron en las últimas Navidades que pasé vivo en la casa de la abuela.
Me quedé helado. Si hubiera podido hablar me hubiese quedado mudo.
No era mi hijo.
La persona que me mantenía en este mundo era mi mujer. Todos los días, desde mi muerte,  había estado  pensando en mí, extrañándome, recordándome, amándome. Y yo apenas había pensado en ella en estos años de muerto, -¿cuánto tiempo hace que morí?-aunque tampoco lo hacía demasiado cuando estaba vivo.
Los millones de sombras somos los pensamientos de esas personas que no dejan que caigamos en el olvido, permanecemos en este mundo mientras alguien piense en nosotros, y  estoy seguro de que mi mujer no me va a dejar desaparecer. Se  tomó al pie de la letra su promesa de  amarme hasta el día que la muerte nos separase.  Eso no me hace nada de gracia. Voy a tener que esperar a que muera para poder  esfumarme de una vez.
Supongo que en todas las relaciones siempre hay uno que ama más que el otro, y en este caso, es ella.
Es que esta mujer siempre ha sido muy rarita.

Lurra

Relatos FM

Crónicas del Inframundo


UNA SEMANA ANTES

Era una mañana gélida del mes de enero y Nat, ya estaba en la oficina. La ciudad, se desperezaba con las primeras luces del día. Un aroma  a café que provenía de la sala de descanso la sacó momentáneamente de su ensimismamiento, necesitaba una dosis de cafeína  para poder afrontar el complicado día que le esperaba. El trabajo la mantendría ocupada, evitando que pensara en su situación personal que no estaba pasando precisamente por un buen momento. Sus jefes el día anterior la habían felicitado por el resultado de un trabajo encomendado ello, supuso una dosis de confianza y autoestima. Era un empleo con fecha de caducidad, pero  después de estar todo un año sin trabajar  Nat, había vuelto a recuperar la ilusión, aunque poco le duraría. La semana transcurrió con mucho trabajo y sin apenas descanso pero al llegar el jueves Nat, empezó a sentirse mal  y por la tarde empeoró aun así aguantó hasta el final de la jornada, al llegar a casa sintió un intenso frío, y un fuerte dolor en la base del cráneo, luego  se desplomo...



Lo inhóspito y extraño de aquel lugar envolvía el ambiente, era lo más parecido a la antesala de la muerte.  Había seis cubículos de cristal que albergaban en su interior almas a punto de ser desahuciadas. Las máquinas constituyan la parte esencial del recinto, el silencio roto sólo por el zumbido de estos artefactos a los que Nat estaba conectada.  De pronto,  sintió una sensación de movimiento, como si nada ocupará un lugar concreto sino que los objetos y el personal se movieran al mismo tiempo, le invadía una sensación de desconcierto a la vez que le aturdía, sólo ella estaba quieta, observó a los otros pero parecían  ajenos a todo lo que estaba ocurriendo, era como si nadie la viera. Había perdido por completo la audición. Empezó a notar un intenso frío como si saliera desde dentro de su cuerpo hacía fuera. Quería irse, salir de allí, pero una descarga de dolor en la parte lateral del cerebro acentuó más su mal estar. El cansancio y la debilidad la vencieron. Durante el tiempo que permaneció dormida aquel espacio sufrió una gran y extraña metamorfosis, transformándose en un ambiente oscuro y terrorífico.
El cambio de turno distaba mucho del anterior, las personas que allí se movían eran como autómatas, habían cambiado su indumentaria. Ernesto Cornesa nombre que llevaba escrito en la solapa del bolsillo, vestía una bata verde y a Nat le recordó el personaje de la película Re-animator, se dirigió hacía una de las máquinas a las que estaba conectada, sin mediar palabra, manipuló el equipo electrónico y con una pequeña linterna observo atentamente las pupilas de Nat. Los sensores distribuidos por todo su cuerpo y el frío que en aquellos momentos le invadía no la dejaban pensar con claridad, se movía inquieta entre las sábanas.  El habitáculo le permitía una visión parcial del resto de las habitaciones. En el cuarto de la derecha a escasos metros del suyo acababan de instalar a una mujer acompañada de su anciano padre quien se sentó junto a su hija, permaneció inmóvil allí durante horas y justo en aquel momento Nat, tuvo una visión. Vio al anciano en el interior de un ataúd con muchos años menos, el ataúd descansaba sobre una rampa de madera ligeramente inclinada y cubierta de césped. Nat, cerró los ojos para que aquella extraña imagen desapareciera pero, cuando volvió a abrirlos  continuaba allí. Se acumulaban las preguntas en su cabeza, la inseguridad y el miedo se habían alojado con ella en aquel sitio, no entendía lo que estaba ocurriendo. Alguien entró en la habitación y la rescató de aquellos pensamientos era una mujer frágil rubia de unos cuarenta y tantos se acercó y le dijo algo al oído, pero Nat no podía oírla, entonces, saco un bloc y escribió algo que le entrego para que lo leyera.
- ¿Cómo se encuentra hoy?
- Me llamo Ruth Onieva y estoy aquí para ayudarla.
Nat le respondió.
- Entonces ayúdeme a salir de aquí, tengo mucho frío.
Ruth escribió:
-Eso no es posible, pero intentaré traerle una manta.

Nat, paso a una segunda fase de dolor, esta vez más agudo notó como si una gran terraza le oprimiera el cerebro. Hay situaciones que no tienen solución no sirven los deseos ni la voluntad. Nat estaba totalmente segura de que aquellas personas la retenían allí para llevar a cabo a saber qué. ..
El sedante estaba ya haciendo su efecto, Nat, se encontraba ligeramente aturdida. Había transcurrido la noche tranquila y consiguió descansar algo. Pronto sería la hora de visita, treinta minutos escasos en los que ella se esforzaba en explicar una y otra vez a su marido y a su madre lo que allí ocurría pero, ninguno de los dos la creía, así que decidió no volver a tocar el tema, ya investigaría por su cuenta. Su estado anímico parecía una montaña rusa pasando de la ansiedad al miedo, pero de esta forma se dio cuenta que lo único que hacía era malgastar las pocas energías que le quedaban, mejor dosificarlas para cuando fueran realmente necesarias. Nat, nunca hubiera pensado  que estaría ante aquel submundo cambiante pero esta metamorfosis  sólo se producía a partir de las doce de la noche cuando se transformaba en un lugar inquietante y tenebroso y a las ocho de la mañana era como si nunca hubiera cambiado el escenario no quedaba ni rastro de aquel inframundo.
Elisendo Fuentes tenía el turno de tarde era una especie de centinela encargado vigilar todos y cada uno de los movimientos de los que allí moraban, nada se escapaba a su retina. Nat espero a que se le acercará, quería saber lo que estaban haciendo con ella, mientras observaba a Fuentes pensó que tal vez, las conversaciones pudieran estar grabadas aun así se aventuró a preguntarle:
- Contésteme por favor, sí o no.
- ¿ Soy objeto de algún experimento?.
- Eres demasiado importante para eso. Le respondió él.
Nat, notó cierta densidad en sus pensamientos a la vez que se ralentizaban, le dolía hasta pensar. Era consciente de que no podía confiar en nadie. Se encontraba débil sin aliento, las fuerzas le flaqueaban. Estaba inmovilizada, atada a algo parecido a una cama, el frío había desaparecido para dar paso a un sudor que impregnaba  todo su cuerpo. De pronto apareció Ruth Onieva,  le susurro unas palabras al oído, pero Nat, no podía oír nada. Ruth de nuevo saco la libreta del bolsillo y escribió.
- No te preocupes, te ayudaré a salir de aquí.
Nat lo leyó, sintió alivio y pensó que no estaba tan sola como ella creía. Miró a Ruth y asintió, ella le devolvió una sonrisa.

De pronto, escuchó un crujido seco, parecía provenir del interior de la pared, era como si algo se abriera paso por un imposible sendero ya olvidado desde las profundidades de espacios inciertos, lentamente se iba acercando, mostrando a través de un enorme boquete sus peludas patas negras era, una monstruosa araña, hecha de goma espuma y cabeza humana. Pasó rozando a Nat, el corazón parecía que se le iba a salir del pecho, pero la descomunal criatura se dirigió hacía el mostrador del recinto dio un gran salto y empezó  a deslizarse sobre la superficie.  Apareciendo de la nada un gigantesco ángel negro desenfundado una espada de grandes dimensiones de un material imposible de describir y con un limpio y certero movimiento decapitó a la araña, ésta soltó un ensordecedor rugido que hizo que Nat debido a la fuerte vibración se estremeciera, la cabeza salió rodando y se desintegró  dejando tras de sí una gran mancha grisácea. Nat, durante unos segundos pudo observar el ángel, justo antes de que desapareciera. Era de una belleza sobrenatural extremadamente alto de cabello negro y largo, unas afiladísimas uñas le sobresalían de sus manos y pies, sus grandes alas negras se desplegaron, su rostro de rasgos perfectos y su mirada misteriosa hizo que por un instante Nat se extraviará hasta el fondo de sus ojos. Tuvo la sensación de que el corazón se le encogía, a la vez que se aceleraban sus latidos mientras se le quebraba el aliento.


Todas las noches se volvían lentas y eternas presididas por un desfile de inquietantes personajes.
La penumbra envolvía el ambiente. Ernesto Conesa (Re-animator) entraba y salia de un habitáculo a otro. Desde una cierta distancia a Nat le pareció ver una sombra, agudizó la vista, y pudo observar como Re-animator se dirigía con autoridad a un anciano de pelo largo y blanco vestido con unos gruesos y extraños ropajes salidos como de otra época. Pronuncio unas palabras, y el aciano se encaramó sobre el mostrador quedando en cuclillas en una postura imposible, bebiendo de un plato repleto de leche igual que si se tratará de un perro. Nat permanecía inmóvil, se encogía y deseaba con todas sus fuerzas que no detectasen su presencia. Tenía que esforzarse y evitar que sus pensamientos se disiparan e intentó concentrarse en cómo salir de allí, al menos sabía que contaba con una aliada, Ruth Onieva,  a la que por cierto, hacía tiempo que no veía. Entre tanto las preguntas se agolpaban en su mente y.. ¿Sí se había olvidado de ella? y si Ruth ¿ya no estaba allí?  la angustia y el desconcierto poco a poco se fueron apoderando de Nat.
La sequedad en su garganta hizo que se despertará. Las paredes, de un blanco brillante absorbían la poca luz que se filtraba desde el exterior, un exterior al que ella no tenía acceso.  Tras los habitáculos de cristal se percibía cierto movimiento, estaban vaciando una habitación Nat, pensó – ya se han deshecho de otro "huesped" -. Observó a su alrededor y le pareció oír un débil pitido ¿estaba recuperando la audición? por lo demás, todo seguía  igual continuaba prisionera de aquellas máquinas con extraños gráficos y luces intermitentes.  Entretanto Re-animator le tomaba la temperatura, colocándole algo parecido a una pinza en su dedo índice, mirando fijamente el monitor que tenía a su derecha, de pronto, Nat sintió una fuerte sacudida desde los pies hasta su cabeza, el brutal latigazo la dejó paralizada mientras quedó sumida en la más profunda oscuridad.
Ruth había comenzado su turno y se acercó a Nat, ésta estaba completamente sedada, le tomó la temperatura y comprobó la tensión arterial, parecía estar todo en orden. Ruth continuó con su ronda pero sus pensamientos se centraron de nuevo en Nat, aquella mujer le caía bien,  parecía tan frágil pero tan fuerte a la vez, era tan distinta a los demás que Ruth se propuso ayudarla.
Nat, recuperaba lentamente  la consciencia, tenía todo el cuerpo magullado, y notaba una gran presión en la parte superior del cráneo, las sienes le latían y tenía la extraña sensación de que el colchón la estaba engullendo. Poco a poco fue saliendo de su aturdimiento para encontrarse de nuevo ante otro misterioso escenario, esta vez varias filas de pequeños féretros presidian la estancia, a  su izquierda estaba el anciano al que antes había visto, ahora arrodillado en posición como si estuviera rezando. En aquel preciso instante una fría ráfaga de aire cruzó la habitación contempló horrorizada cómo una sombra se expandía desde el suelo hasta el techo adoptando una forma que ella conocía muy bien, era la de un ser maléfico alguien que en vida había sido muy perverso y ahora había logrado que su maldad se liberará traspasando otra dimensión. Sintió como una ráfaga gélida acarició su rostro,   pensó  no puede ser, no, esto no es real. Una voz dentro de su cabeza le respondió – Soy tan real como tú-.........

Debedea

Relatos FM

Espejos Nocturnos


Cruzando como un vagón de carga a través de los sentidos, su mirada cansina demostraba desesperación, desgano natural de una caminata extenuante de miles de pasos sin razón.

La noche estaba turbia y fría, los vapores anisados emanaban como nubes danzantes de las alcantarillas. Las casas se mostraban apagadas y al mirarlas de reojo parecían caer a sus espaldas algunos ladrillos enmohecidos. Con toda esa vista mortecina más el silencio sepulcral de las calles desoladas, él creía que no encontraría una botica abierta a esas horas de la madrugada. La resignación entonces lo había atrapado junto a una densa niebla.

Pensó en descansar unos instantes en las escalinatas de mármol del gran edificio Municipal que se alzaba a dos cuadras de allí, pero estaba agotado, agobiado por el esfuerzo en vano, entonces decidió que se tomaría un alivio en la próxima esquina.
Al sentarse en el primer zaguán que encontró dio una mirada minuciosa al panorama que se le presentaba frente a sus ojos húmedos. Observó que la oscuridad se devoraba casi todas las casas, la luna no tenía energías para iluminar el paisaje mas los focos desgastados explotaban angustiosamente con suaves chasquidos que profundizaban la penumbra. Solo el enorme faro antiguo, que adornaba la entrada de la casona de la vereda de enfrente, se destacaba por mantener su lucero con vida. Entonces concentró su vista hacia aquella casa, se enfocó en sus añejos muros de granito, su puerta de cedro macizo, para así poder evadir la crueldad del frío nocturno, su cansancio taciturno y sus tempestades existenciales.

En su distracción de unos cuantos minutos comenzó a imaginarse la vida que se encontraba tras esas paredes magnánimas. Primero analizó la estructura general de la casa, de corte colonial con seis ventanas en el frente, tres de las cuales estaban sostenidas en el piso de arriba, todas con barrotes negro zafiro como la impertinente noche. La forma rectangular de la casa era sólo imperfecta por un pequeño altillo que se divisaba en su parte superior en donde se erguía un techo decorado con tejas romanas y relieves intrincados que no se alcanzaban a distinguir en detalle por lo difuso de la noche.

Por un momento le sacó la vista a la casa y escrutó a su alrededor con el instinto de encontrar algún transeúnte que le oriente, pero las calles estaban tan vacías que solo se escuchaba el murmullo del viento sibilante.

Inmediatamente volvió a observar con detenimiento la antigüedad arquitectónica, pero esta vez se mostró interesado, casi llamado, en mirar una de las ventanas laterales, la única a la derecha de la gran puerta de madera lustrada. La ventana enorme escondía unas cortinas amarillentas que misteriosamente estaban más iluminadas por la intensa luz del faro que todo el resto del entorno. Al contrario que todo el ambiente lúgubre que lo rodeaba, que todas las casas empolvadas por los años, que las calles ennegrecidas y desiertas, las cortinas parecían nuevas, vivaces.

Se dio cuenta que el cansancio junto al sueño se complotaban y lo estaban venciendo, entonces se frotó los ojos enérgicamente con sus manos y siguió mirando la ventana con suma atención. Le pareció por un instante que a través del cortinado se dibujaba una silueta humana, se sintió observado y quitó rápidamente la vista. Miró sus pies temblorosos y sus delgadas manos apoyadas en su regazo para luego inevitablemente volver a observar la ventana. Para su afable sorpresa esta vez vio a alguien, parecía un hombre pero no distinguía sus rasgos. Lo observó fijamente y cruzaron sus miradas como acompañándose en esa noche solitaria, se aunaron unos ínfimos segundos. Pero volvió a desviar su vista de manera errante. Estaba muy agotado y cerró los ojos para descansar unos minutos.

Al abrir los ojos con esfuerzo, desorientado y temiendo haberse quedado dormido por mucho tiempo, volvió en sí, se sentía más descansado ahora. Miró toda la habitación y la encontró radiante como siempre, rodeado del amueblado de pino que tanto le gustaba y con esa pintura celeste que había elegido tan minuciosamente para las paredes. Los cuadros estaban perfectos, cada uno milimétricamente dispuestos, mientras que a la mesa la acariciaba el estupendo mantel de satén blanco. Recorriendo la habitación con la mirada, detuvo su aguda inspección en la cortina amarilla que daba hacia la calle, estaba tan sucia y andrajosa que le causó vergüenza, por lo que atinó a girar la cabeza hacia los lados como para ver si alguien estaba observando tal desarreglo. Se acercó a la cortina, la tocó delicadamente, sus dedos se llenaron de polvo y se sacudió las manos preguntándose cómo había sucedido semejante descuido. Se percató súbitamente que en la calle, entre la densa oscuridad, su potente farol vetusto iluminaba la esquina de enfrente. Corrió con gestos suaves las cortinas inmundas y observó con detenimiento por el ventanal. Agudizó los ojos y vio a una persona sentada en las escaleras de la pequeña casa de la esquina, era un hombre con aspecto cansino y apesadumbrado que lo miraba fijamente. Por un instante levantó su mirada pensativamente unos segundos para luego volver a mirarse con aquel hombre desconocido, tan profusamente, como hermanándose ambos en esa noche fría, apagada y solitaria. En ese instante recordó que era tarde y debía abrir la botica...

Thor

Relatos FM

Pasiones


Desde luego, es algo de lo que no voy a poder olvidarme nunca. Ni yo ni mi compañero  Fuentes, tenga por seguro. La chica no tendría más de veinte años. No sé, los jóvenes de ahora son una cosa que yo no puedo entender, pero bueno, también es cierto que hay cosas que no tienen edad ni tiempo. Hay un escritor, no me acuerdo el nombre, que dice que todo en la vida se reduce al amor y la muerte. Yo en el fondo también pienso que es así.
Bueno, pero usted dirá qué tiene que ver la filosofía en todo esto. Es que yo  pienso que el amor tiene mucho que ver con nosotros, los que somos coleccionistas. Coleccionistas, sí, yo sé que puede sonar raro, pero nuestra afición es una forma de amor. Si no entiende eso, tampoco va a poder entender qué hacíamos en ese tren.
La locomotora estaba en un galpón, un galpón que ya casi no se usa, en la estación de Ingeniero Jacobacci, en el sur. Queda yendo para Bariloche, no sé si usted conoce. Allí el tren del Roca tiene un enlace con otro de trocha angosta, que va hasta Esquel, en Chubut. La máquina estaba allí vaya a saber desde cuándo, ni siquiera pudieron informarnos exactamente. Cosas de los ferrocarriles en este país: fueron un orgullo para todos, pero ahora ya son una ruina, a nadie le importan, ya casi nadie viaja. Aunque le parezca mentira, hay muchas cosas de los buenos tiempos que simplemente se fueron quedando, como apartadas a un lado por el curso de los acontecimientos, sin que nadie se ocupara de ellas ni siquiera para tirarlas. Enormes galpones vacíos, talleres con maquinarias y grúas herrumbradas, miles de kilómetros de rieles por donde ya no pasa ningún tren. Se los van tragando los yuyos poco a poco y nadie se acuerda, menos a lo mejor los viejos que viven cerca de esos sitios olvidados. Pero siguen estando allí, y también las locomotoras. Muchas locomotoras antiguas, algunas que todavía funcionan. O funcionarían, si alguien se tomase el trabajo de ponerlas en marcha. Y eso es lo que hacemos nosotros, los de la Asociación de Amigos de los Trenes. Unos coleccionistas locos, nos dicen.
Seguro que usted no puede imaginarse la emoción que se puede sentir en un momento así. A lo mejor usted también tendrá sus pasiones, pero ninguna es igual a otra, yo sé lo que le digo. La máquina estaba ahí, delante nuestro, después de tanto tiempo. Era una Vulcan Foundry, construida en Lancashire en el año 1914. Una serie de cuarenta locomotoras hechas por encargo para el Ferrocarril Sud, el que después fue el Roca, ¿recuerda?. Uno de esos enormes aparatos negros, casi dieciocho metros de largo por cuatro y medio de alto, imponente. No, no me pida más detalles, podría pasarme una hora hablándole de la capacidad de los cilindros, de los ejes acoplados que se lubricaban mediante cajas individuales, de la capacidad y las innovaciones técnicas de la caja de fuego, pero no viene a cuento. Cuarenta Vulcan clase 11B. Para bajarlas del barco que las traía, era preciso montar una grúa flotante de cien toneladas. Las mandaban enteras, completas, y la grúa las dejaba directamente sobre los rieles que llegaban hasta el andén del Dock Sud. Y allí, estaba frente a nosotros, una de aquellas reliquias, y no cualquiera.
No, claro que no cualquiera, era nada menos que la famosa 4173, la única de toda la serie que funcionaba a carbón. Porque usted se acordará que en aquellos tiempos ya las locomotoras de vapor usaban el petróleo. ¿Usted sabía que durante muchas décadas, habiendo petróleo que es más barato, en la industria se seguía usando carbón porque a los ingleses no les convenía cambiar, porque tenían las mejores minas? Bueno, pero eso no tiene nada que ver con esto, me acordé de la anécdota, nomás. Es que el mundo funciona así, a la voluntad de los que tienen más.
Pero volvamos a la máquina y a cómo sucedieron los hechos. Fuentes y yo habíamos descubierto, por la información de unos amigos, que en ese galpón de Jacobacci había  depositada una Vulcan de 1914. A partir de allí hablamos con los directivos de los Ferrocarriles, hicimos millones de trámites y al final nos dieron la autorización para que la Asociación se hiciera cargo –en concesión, no era una donación ni siquiera- de aquella locomotora que, entretanto supimos, era nada menos que la única a carbón de toda la serie. Nos dieron el permiso para ir a buscarla, hacerla funcionar si podíamos, y trasladarla adonde tenemos nuestro "museo", que aunque es al aire libre y no tiene instalaciones muy especiales, porque es nada más que una explanada donde antiguamente se concentraban los cambios de vía en Retiro, tiene ya más de veinticinco máquinas anteriores a las diesel.
Ya sé que me alargo, señor oficial, pero es que no puedo contarle nada si no le cuento cómo empezó todo. Comprenda usted que hay pasiones que están por delante de todo, sobre todo cuando uno llega a un momento de la vida en la que la mayoría de la gente no tiene ya ninguna. Por eso, le insisto, no comprendo a la gente joven, que todavía puede tener tantos motivos para enamorarse de las cosas, para emocionarse porque descubre todos los días algo nuevo, y sin embargo parece que no se interesa ya por la vida, que no encuentra motivos. Los estaremos educando mal, sin valores, supongo, pero ¿cómo hay que hacer para darle valores a un chico que se pasa el día mirando la televisión?
Vuelvo, vuelvo, no se impaciente. Fuentes y yo no podíamos creer que estuviéramos frente a una Vulcan a carbón. Y mucho menos, que nos costase tan poco hacerla arrancar. Mucho más nos costó conseguir carbón para llenar el depósito, claro. Y el agua, todavía quedan en las estaciones viejas esos tanques de los que cuelga una enorme manguera negra, gruesa como un pellejo de ballena. Era como volver a un pasado que nosotros mismos casi no habíamos vivido. Todavía hubo que hacer un montón de gestiones, para que nos dieran vía autorizada durante todo el trayecto. Salimos para Buenos Aires a la madrugada, porque sabíamos que tendríamos que hacer el viaje lentamente. No porque la locomotora fuera vieja, porque funcionaba bien. Más que nada, por el hecho de que íbamos a tener que utilizar vías por donde podían venir otros trenes, aunque la verdad es que ya no hay mucha circulación en esas líneas. Hicimos un par de paradas el primer día, sobre todo para recargar agua. La máquina resoplaba como un elefante cansado, pero el vapor movía perfectamente los émbolos. Fuentes fue siempre un correcto maquinista, y mientras él controlaba los instrumentos yo me ocupaba de palear el carbón cuando aflojaba la presión. No es un trabajo demasiado agradable, desde luego, pero con esa máquina yo hubiera sido capaz de mucho más, sólo por sentir la sensación de estar llevándola con nuestras manos.
A la noche, estábamos por San Antonio Oeste, hasta los andenes llegaba tenuemente, por primera vez en todo el viaje, el aire salado del mar cercano. Dejamos la locomotora estacionada en un tramo de vía muerta, un poco más allá de los andenes de la estación. Comimos copiosamente en una fonda, y luego alquilamos una habitación en una pensión. Nos costó dormirnos: hubiésemos querido que no terminase nunca aquel día. Pero al fin nos forzamos a descansar; sabíamos que el día siguiente también iba a ser tan inolvidable como ese. Lo que no sabíamos entonces, o no imaginábamos, era por qué.
No hacía muchas horas que estábamos en camino, habíamos atravesado la frontera entre Río Negro y Buenos Aires, más allá de Viedma.  Todo marchaba, valga la redundancia, sobre rieles. La última parada había sido en medio de la llanura, donde sorpresivamente apareció una tolva de agua. La presión de la caldera estaba bajando, y yo me dispuse a palear más carbón. Me puse los guantes de lona, unas antiparras para que el polvo del carbón no me entrara en los ojos.
Antes de empezar, quise que el aire me refrescase la cara, y saqué la cabeza por el borde de la cabina. Entonces la ví a la chica, todavía lejos. No tendría veinte años, ya le digo. Me bastó verla para intuir que algo estaba a punto de ocurrir. Le pegué el grito a Fuentes, y él instantáneamente alargó el brazo y tiró del cable de la sirena  mientras trataba de accionar los frenos. La bocina dio un tremendo pitido, enorme, sorpresivo. Las ruedas chirriaron, patinando desesperadamente sobre las vías de acero. Pero la chica, señor oficial,  sabía lo que quería: eso se lo digo yo. Esperó hasta el último segundo, como para asegurarse. Y entonces dio un paso, y de un salto se subió a las vías.

Jorger Luis Vallejo