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III Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 05, 2011, 11:17:53 AM

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Parlamento

La vida secreta


""Nunca antes su literatura alcanzó tan alto vuelo.""- Termina de leer su último escrito y dilata una sonrisa de satisfacción. Desde hacía años estaba diseñando un cuento donde una situación ridícula provocara espanto.

-   Casi nadie se avergüenza de reír en las películas cuando alguien pierde el equilibrio sobre una cáscara de plátano, o le lanzan una tarta a una señora a la cara –– recuerda un comentario que un día le hizo a su mejor amiga -. La ficción genera menos culpa. Alguna vez escribiré algo donde el lector se percate de su crueldad mientras ríe. ¿Cómo lo haré? No sé, quizás confundiendo el escrito con la realidad. Seguro se puede, el lenguaje también es resbaladizo......

Recoge los pocos folios que son su cuento, los pone en la parrilla de la bicicleta sin mucho cuidado y sale rápido hacia la casa de su amiga.

-   ¡Lo logré! –– Se dice.

El viento es fuerte y está en dirección contraria. Le espera un viaje agotador; pero no importa, a ella le encantará. Es bella, inteligente, simpática......

-   Su único defecto es que no está enamorada de mí –– sonríe.

La imagina: cuando llegue lo recibirá con una sonrisa...... Sólo escribe para visitarla. Quizás ya hubiera abandonado aquella afición, si a ella no le gustara leer sus historias.

Dobla la esquina sin mirar. Pedalear es un ejercicio monótono y cuesta conservar la atención. Después de escribir el cerebro se queda con inercia de creación y acuden multitudes de pensamientos originales.

-   Cuando me den un premio la invitaré –– piensa - . Es lo menos que puedo hacer por alguien que siempre ha creído en mí. Estará a mi lado. ¿Cómo irá vestida? De negro, tal vez. A ella le queda muy bien el negro.

Ante sus ojos está el asfalto y la rueda de la bicicleta; pero no los ve. Su mirada está perdida. Las imágenes que le llegan de fuera son un mero fondo donde ocurren disímiles situaciones imaginarias.

-   Cuando digan mi nombre–– continúa, sin percatarse de que pasa el primer semáforo-. No, mi nombre no.

Por fortuna estaba la luz verde.

- Me inventaré un seudónimo. ¿Cuál? Tal vez Walter Mitty. Me encanta ese cuento. Cuando digan mi seudónimo, ""Walter Mitty"", ella se levantará y comenzará a aplaudir.

Llega al segundo semáforo, esta vez en rojo. Desde un camión suena el claxon.

-   La ovación será tan grande que casi no podré escuchar lo que digan de mí.

Vuelve a avisar el conductor del camión.

- Ella me abrazará y me besará. ¡Cuánto he esperado este momento! Me besa, por fin me besa y se acerca a mi oído...... ¿Qué me dice? No la oigo.

El claxon suena desesperado. Si no se percata, será demasiado tarde.

-   Es halagadora la ovación; pero prefiero oírla a ella. Tanta gente mirándome. En sus ojos al fin se ha borrado la compasión, por primera me admira y ya, me admiraría sin tener que hacer nada, me quiere porque soy yo, incluso veo amor... ¡Me ama!

El camión frena en seco. Walter Mitty sube las escalerillas de la tribuna. Los neumáticos suenan contra el asfalto. Ella lo mira, sonríe, no deja de saludarle. Está eufórica. Las personas se detienen ante lo inevitable. El público aplaude. Los transeúntes acomodan sus rostros para el espanto. Nadie queda indiferente. Los aplausos crecen. El sonido del claxon se acerca y persiste hasta el oído. Sólo el golpe en la cabeza interrumpe la ovación. El cuerpo sale hacia un contén. La bicicleta sigue hacia el frente y los papeles son levantados por el viento. Si hubiera valido la pena escribir aquella historia, tal vez él mismo se hubiera burlado diciendo: ""Nunca antes su literatura alcanzó tan alto vuelo"".

Walter Mitty
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento


Letras para la ilusión


Miraban los dos corazones el mismo cielo perdiéndose y buscándose en esa inmensidad  preñada de estrellas y luceros. Soñaban que soñaban y en sus sueños se encontraban. Dos corazones unidos por una ilusión...separados por miles de kilómetros. La noche los iba envolviendo y el silencio ganando momentos para la magia. La emoción; la impaciencia; la ansiedad; la inquietud... todo tenía que esperar; otra noche, otro día y otro más.
Para él: la justicia, el consuelo, la responsabilidad, la paz del alma. Para ella: la ilusión, la esperanza, la alegría, la vida. Para ambos: la respuesta, la palabra, otra nueva cara del  amor. Pasa las noches Juan pensando cómo será en esta nueva experiencia. Los caminos, construidos de miseria y pobreza entre surcos de esperanza, se pierden serpenteando más allá de las montañas. El tiempo pasa lento, como dando una nueva oportunidad para no perderse nada. El agua es más cristalina y los bosques más altos. Donde ves que no hay nada es donde comienza todo; y dicen que las sonrisas no esperan... llegan y te hablan. El sueño de nuevo se apodera de tanta ilusión, y se deja llevar y se pierde envuelto en palabras inventadas; en miradas clavadas en ojos que sin conocer han formado parte de su vida y así se aleja y se pierde para llegar más allá de donde nunca creyó.
Bashira se encuentra como siempre, mirando por su ventana, su mundo. Ha terminado su jornada. Hoy, como todos los días, ha despedido a la noche y ha saludado, antes de quedar dormida, al nuevo día que esplendoroso sabe llegará. Ha ayudado a sus hermanos y dado de comer al ganado, es lo que su padre espera de ella. Hoy también estaba alegre por poder llegar a la escuela y reunirse con sus amigas. Ha sido el de hoy un día especial, ha llovido mucho en el poblado, y el agua con su fuerza ha destruido el pequeño puente que la separa de la escuela. Bashira sabe que tras subir dos lomas y atravesar el viejo cañaveral – 3 kilómetros que le darán la oportunidad de volver a ver el nido de un Pinzón vulgar construido con esmero y tesón - que dejó ayer, tendrá que vadear el riachuelo, y mojarse hasta la cintura para ganar la otra orilla. Pero está contenta, sabe que sus libros no se mojarán. Los pondrá en alto, sobre su cabeza, más cerca del cielo y así avanzará. Sabe Bashira que así llegará... Se siente inquieta, mira a sus compañeros y también en ellos observa caras de alegría. Todos sueñan con abrir la puerta de la vieja escuela, hecha de maderas sobrantes y suelo de barro, y poder salir corriendo al encuentro de aquellas personas que también este año llegarán desde muy lejos.
El profesor Jousef, un hombre joven, prisionero voluntario de la aventura y fiel a sus principios que todos los días le dicen que su camino y seguramente también su felicidad como respuesta a tantas preguntas, está allí, junto a aquellos niños que desde sus silencios y entre juegos, encierran tras sus miradas de ilusión, desbordadas e inmensas ganas de aprender. Son las 12.00, ya es la hora. La mañana ha transcurrido muy lenta, unos cantos, una lectura rápida del viejo texto (que los niños se van pasando de mano en mano), y por fin ya se siente el alboroto.
Jousef los mira a todos y cada uno de ellos, y entiende aquella justificada alegría. Él lo sabe bien. Él también fue niño y sabe lo que significó aquél día. Se abre la puerta y los niños salen corriendo, gritando, saltando. Bashira no es de las que más rápidas, pero no por ello deja de correr. Mientras va corriendo dejando tras de si la escuela por aquellos pedregosos caminos, va divisando como en el horizonte van apareciendo las siluetas de aquellos grandes vehículos que casi, de no haber sido por tantos sueños hubiera olvidado, que uno tras otro, van levantando nubes de polvo tras de sí. Llega el momento, los niños van quedando apostados a ambos lados del camino, quieren hacer la mejor representación de bienvenida que jamás ningún viajero pudo soñar. Se miran las caras y cómplices en la alegría se sonríen. Alguno lo piensa mejor y vuelve a cambiar de lado del camino. Mientras en el poblado, también la gente se va arremolinando en torno a la entrada. Todos quieren festejar y saludar a los visitantes. Vienen de lejos y quieren, porque así lo aprendieron de sus antepasados, agradecer la visita como mejor saben. Una sonrisa, un abrazo; alimentos para el cuerpo (líquidos, azúcares, mantequillas, pan, leche, miel...) y también alimentos para el alma: hospitalidad, paz y sobre todo bondad y sinceridad en el agradecimiento.
Los vehículos se acercan tambaleándose y zigzagueando entre los surcos del camino. Hace poco ha llovido y la tierra aún está blanda. Hay que esquivar las piedras caídas de las montañas próximas. Ya están aquí. Van pasando entre las atentas miradas de los niños. Los coches han aminorado la marcha. Algunos niños, rebeldes a las consignas recibidas, hacen esfuerzos por no abalanzarse sobre los vehículos. Van pasando uno tras otro y desde las cabinas saludos y sonrisas que son recogidas y respondidas por esos niños que hoy también son felices. Es ahora cuando toca correr tras los coches. Algunos, imitando a gacelas, van campo a través ganando metros en esa especial carrera. Todos se abrazan, todos celebran tan ansiado momento. No hay distinción para la emoción de mayores o pequeños. Hay emoción en la vida por vivirla y sentirla. Las puertas de los vehículos van dejando al descubierto la carga llegada de tan lejos. Juguetes, medicamentos, ropa, herramientas y material escolar. Aquellas personas comienzan a descargar las cajas y paquetes, mientras, todas las miradas quedan clavadas en  Bashira. Ella está sola, apartada. Todos la miran y ven que de su cara ha desaparecido la sonrisa. Alguien que llegó con la caravana al verla distante, se acerca hasta ella y le pregunta acariciando su pelo: ¿Qué te pasa? ¿Porqué estás aquí sola y con lágrimas en los ojos? Sin saber responder, ella saca del bolsillo una raída fotografía que guardaba como preciado tesoro. En la foto, el hombre reconoció a Juan, compañero de la anterior expedición, como daba un beso en la mejilla de la niña mientras le entregaba un libro. Fue entonces cuando el hombre comprendió el porqué de tanta tristeza. Bashira esperaba otro libro de manos de Juan. El la enseño el amor por las letras y el maravilloso y mágico mundo que ellas encierran. El hombre, conmovido le preguntó. ¿Tú eres Bashira, verdad? Ella asintiendo con la cabeza dijo – Si -. Fue entonces cuando el hombre, sin quitarle la mirada de los ojos le dijo: Juan este año no ha podido venir, él tenía tanta ilusión como tu por llegar. Me hablo de ti y me dijo que  te entregara estas letras guardadas entre las hojas de este pequeño libro. El hombre alargó su mano y le entrego el libro. Al abrirlo Bashira vio una pequeña nota y comenzó a leer...
"Querida  Bashira, no he podido ir, pero ves como nos unen las letras, ellas han viajado miles de kilómetros entre las páginas de este libro. Esa es la magia de los libros y las letras. La magia que hace posible que aún sin estar quien las escribió, siempre llegan para cambiar lágrimas por la alegrías; letras que llegan para hacer realidad los sueños. Ahora que me estás leyendo yo también me siento bien. El año que viene si iré y te llevaré otro libro, que también te hablará de vida y de sueños. Un beso. Juan"

Loboviejo
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

CADA MAÑANA


Amaneció muy deprisa aquella noche, como si el sol necesitara con urgencia que todo despertara de su letargo. La niña había permanecido desde el comienzo de la oscuridad, sentada en un sillón de terciopelo rojo. Los ruidos aun no eran cotidianos, ni tan siquiera la anciana a la que acompañaba cada noche y de la que decían era la madre de su padre, había abierto los ojos.
¡Amaneció tan deprisa aquella noche!
Ella hubiera deseado que nada rompiera sus pasivos pensamientos de elucubraciones mágicas, pero el sol fue cruel y apareció más ligero que de costumbre.
Por la ventana entreabierta penetraba ya aquel olor a pan caliente recién hecho de la panadería de enfrente y no tardó en oír el ruido de la llave al entrar en la cerradura de la puerta. Su madre, como cada día bajaba al piso donde cada noche dormía ella acompañando a la anciana, para arrancarla del sueño profundo en el que la creía sumergida. No tuvo tiempo de fingir estar en su cama y recostó su cabeza en el brazo del sillón de terciopelo rojo, para que la creyera dormida. Agitó su hombro y repitió la misma frase de cada día. A su progenitora no le extrañó encontrarla allí medio recostada ni nunca le preguntó si es que había pasado mala noche o tenía algún problema. Pero esto a ella no le parecía raro, era algo muy común en su madre que entendía tener bastantes problemas ya como para voluntariamente añadir otro más.
Le horrorizaba aquel instante, luchaba y se resistía silenciosamente, pero aquella lucha terminaba con un despertar fingido que no existía realmente. En pocos segundos ya estaba vestida con su uniforme y se esforzaba por recordar el juego del cordón de sus zapatos para que terminara en una perfecta lazada. Más tarde, subía las escaleras hasta donde vivían sus padres. La taza de leche humeaba sobre la mesa. Era el primer placer que recibía cada mañana.
Su hermano la incomodaba constantemente para provocar el matinal altercado, poniendo como excusa que no encontraba sus enseres escolares y que donde se los había escondido. Ella no oía nada. Veía mover sus labios amenazadores y los gestos comunes que siempre repetía. La escena concluía cuando la madre la obligaba a buscarlos y siempre los encontraba en los mismos sitios, bajo una silla o junto al camión de juguete que nunca recogía.
Aun era demasiado temprano pero la prisa era la mejor virtud de la que siempre alardeaba su madre y los empujaba a los dos hacia la puerta para que comenzara su propio tiempo.
Ella, como cada día, como una niña obediente, como una niña, se guardaba en el corazón el anhelo de que algún  día, su madre le diera un beso de despedida. Algún día. Pero nunca ocurrió y entonces traspasaba la frontera a otro mundo, recogía su pequeña maletita y comenzaba a caminar lentamente hacia la escuela, por las calles empedradas repetidas.

Las otras vidas
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Subíos al tren


La mujer que lleva zapatos rojos lleva también un bolso pequeño y guantes blancos como una mañana de invierno. El tren es negro y su vestido, negro también; la estación es gris, al igual que el día: llueve. La mujer que lleva zapatos rojos tiene el pelo corto y un largo cigarro entre sus labios carnosos.
Corazón de tango, bailando al son de sus zapatos rojos, entra en la estación. El humo del cigarro se confunde con el de la locomotora, y sus ojos bucean a través del tiempo.
Así, adquiere una postura majestuosa, enigmática.

Las chicas de zapatos negros caminan a su alrededor, con bolsos grandes y sin guantes, pisando este mundo con incertidumbre.
Ella sobresale de las demás.
Ella es... Esperanza. 

Los violines, al son del Bolero de Ravel, acomodan sus pasos. Ella ríe y deja entrever un cuello ansioso de ser mordido. En brazos de la soledad vendió su alma al diablo. Ahora, parece inalcanzable.
Gasta su tiempo y su dinero; y su juventud se evapora con el humo de todos los cigarros que aún no ha fumado. Fuma las noches, las sábanas, los besos, la culpa... Y llora. Pero no lo admite.
Melancolía es lo que besa las manos de los hombres de la estación. La tristeza es la camisa de fuerza que ata sus cuerpos, ciegos sus ojos en busca de alguna oportunidad de encontrar la felicidad.

Ella les observa y suspira, y en tanto que sus quejas van al aire, la locomotora ruge como boca incendiada y desatada. Levemente sorprendida, pasea su mirada hasta el tren, que parece a punto de emprender la marcha.

Mira a los hombres, invitándoles. Subíos al tren, susurra. Hay trenes que solo pasan una vez.
Pero nadie escucha.
Venid conmigo, lograremos juntos vuestros sueños.
Una chispa prende en sus corazones. Alzan la mirada. La mujer de zapatos rojos les mira sonriendo, con una mano extendida. De fondo, el humo.
Entre el humo, fantasmas. Miedo y Cobardía.
Un nuevo rugido de la bestia amenaza tormenta. La mujer de los zapatos rojos se encamina hacia el tren, ofreciéndoles la última oportunidad. Ellos bajan la mirada y ella cierra los ojos, despidiéndoles con sus pestañas de hilo.

Adiós.

La chica que lleva zapatos rojos, y lleva también un bolso pequeño y guantes blancos como una mañana de invierno sube al tren, que emprende la marcha. Una última calada de su cigarrillo es lo único que queda de ella. Un vano recuerdo que mancha sus memorias.
El tren ya se ha ido.
En la estación, miedo.
Tan solo era un sueño.
Sus corazones se desintegran como polvo que nunca existió. Sus cuerpos se astillan como la madera de las fábricas. Las cuencas de sus ojos lloran arena del desierto.
Cobardes, cobardes, cobardes, graznan los cuervos.
Ella se volvió inalcanzable; la oportunidad que tuviste y dejaste escapar. 

Kime
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

La finca


      Saturnino tenía casi tanto de pez como de humano. Su piel dejaba entrever un enrejado de venas azules que le daban el aspecto de una hueva de pescado. Hasta cuando hablaba, en extrañas ocasiones, inflaba los carrillos acompañando sus palabras de imaginarias burbujas de aire. Su pelo, amarillo como el aro que corona el labio superior de una dorada, más que descansar sobre el rosado cráneo, parecía estar hecho para protegerlo de las rocas del mundo exterior a modo de casco. Hasta cuando se desplazaba por la portería de la finca, su escueto reino, parecía que nadaba más que anduviese. Saturnino era un pez pero no de los que nadan libremente entre las olas y sufren las tormentas de los mares. Saturnino era un pez de pecera, temeroso, de labios rojos como los peces tropicales y de ojos vulgarmente saltones, de color azul, que empequeñecían tras unos cristales de círculos concéntricos.
       La finca se encontraba en el barrio de Salamanca y su propietario, Don Manuel Laiseca, había acogido a Saturnino hacía muchos años, cuando, después de una noche de tormenta, se lo encontró dormido y envuelto en una manta bajo la lujosa marquesina de cristal que coronaba la entrada al edificio. El niño tenía diez años y lloraba. Era alemán. Al parecer, los padres, como más tarde el propietario descubriría, decidieron partir de viaje sin él. El nombre del niño salía de sus labios rojos como una suerte de sonidos rasposos y nasales que arañaban la garganta y que Don Manuel decidió transformar en Saturnino. En un acto de compasión, el dueño del edificio decidió adoptarlo y lo cedió para su educación en los quehaceres de la portería a la viuda de un brigada de Jaén, quién, desde que éste se fugara con una boliviana de veinte años, llevaba, ella sola, todo el peso de la comunidad. El niño se adaptó con rapidez y silencio a su nueva vida. Había cambiado a una madre con una guitarra en una mano y un cigarrillo de marihuana en la otra por un amasijo de huesos que arrastraba con desidia la fregona y la escoba por las escaleras del edificio, dibujando chorreones de desilusión por las baldosas de mármol blanco. Pero, al menos, su cama estaba asegurada y la comida también.
       Esa mañana, Saturnino se pasó por la cabeza el peine de hueso que encontró abandonado en el aseo de uno de los apartamentos que su protector tenía en régimen de alquiler. Ahora mismo tenía todos los apartamentos ocupados. Él era el encargado de enseñarlos a quien viniese a verlos. Gracias a Dios que a nadie le gustaba el bajo en el que él vivía. La humedad y la oscuridad  de la vivienda, eran la única garantía que le permitía seguir considerándola su casa. Nunca encendía la luz. El dueño ya era bastante generoso por permitirle, desde hacía tanto tiempo, vivir en el edificio. No quería hacer gastos. Y siempre se lavaba con agua fría. Excepto en Enero. La casa de Saturnino estaba  situada bajo el nivel del jardín, que ocupaba una gran parte del patio de manzana. Lo único aceptable que la vivienda le ofrecía, consistía en la visión del verde de las hojas del romero y del césped, y alguna que otra flor que una primavera generosa colocase en las ramas bajas del hibiscos amarillo. Conservar el jardín, atractivo añadido de la finca, era otro de sus cometidos y del que se encontraba especialmente orgulloso.
       Cuando acababa su trabajo en la portería, no acostumbraba a charlar con otros compañeros del barrio. Bajaba a su casa, tomaba un libro entre sus manos y aprovechaba para leer hasta que la luz se escapaba por los barrotes de la ventana. A partir de las ocho y media o las nueve de la noche, en verano, jugaba a adivinar a quien pertenecían los zapatos o los bajos de los pantalones que correteaban por delante de su ventana. Conocía a todos los inquilinos por estos detalles y casi nunca se equivocaba. Llevaba cuarenta años en la portería, veinte desde que muriese la viuda, y casi nadie había oído su voz. Solamente Don Manuel tenía tal privilegio. Los demás, solo conocían de Saturnino el color rosado de su cada vez más despoblada coronilla cuando asentía servilmente ante cualquier orden o sugerencia, y los globos de sus ojos, que miraban inquisitivamente a todo aquel que intentase penetrar en su portería sin dar las consabidas explicaciones.
       Su vida era más que tranquila hasta que aquella mañana, tras colocar su peine de hueso en el armarito del cuarto de baño, dio por terminado su aseo personal y abrió su pequeña portería. Allí estaban. Eran una pareja de recién casados que habían leído en un periódico de segunda mano que en esa finca se alquilaba una vivienda. Saturnino se quitó las gafas, limpió los cristales y se los ajustó de nuevo. No daba crédito. "¿Alquilar el bajo? Pero... ¿Ustedes saben en que estado se encuentra la vivienda? Es un pozo de humedad y negrura". Saturnino no estaba acostumbrado a pronunciar tantas frases seguidas y jadeó. "¡No importa! El propietario se ha mostrado muy amable y ha decidido afrontar todos los gastos que conlleven la reforma del apartamento en caso de que lo alquilásemos". La chica le recordó a su madre por un momento. Habían pasado tantos años...Era terca y le obligó a descolgar el manojo de llaves que pendía tras los cristales de una vitrina y, presidiendo la comitiva, Saturnino, cabizbajo y confundido, inició la marcha hacia su casa. De nada le valió que no encendiese la luz, el día le jugaba una mala pasada, dejando que los rayos de un sol desconocido para él, atravesase con descaro los barrotes de la ventana trazando heridas amarillentas sobre las losetas del suelo. Hasta las manchas de humedad fueron la excusa oportuna para decidir cambiar el color de las paredes. No había nada que hacer. "Si, el alicatado del baño está en mal estado, pero es la habitación tan pequeña, que el dueño a buen seguro no pondrá ninguna pega en sustituirlo por otro". La chica encontraba solución para todo. Saturnino nunca había tenido motivos para mentir, pero se encontró abocado a ello y le dijo a la chica que tendría que consultar ciertos detalles con el dueño. Pidió que volvieran al día siguiente y, tras acompañarlos, aún desconcertado, hasta el portón de entrada de la finca, los despidió.
       Desde aquella noche en que su madre le diera el último beso y lo abandonase, Saturnino nunca había vuelto a sentir miedo. Se encontraba a salvo en su portería. Pero ahora, una garra atenazaba su garganta y le impedía respirar. ¿Qué haría él si su protector le abandonaba? ¿Qué sería de él? Nunca había salido de la finca. A lo más a lo que se había atrevido en esos cuarenta años había sido a ir al supermercado de al lado para hacer la compra. Desconocía que más allá del Hospital de La Princesa, un inmenso jardín, mucho más grande que su cuidado patio de manzana, renovaba el oxígeno de la gran ciudad día tras día. Don Manuel estaba muy mayor y la muerte de su mujer y los disgustos que su hijo le había dado a lo largo de su vida, habían ido mermando sus fuerzas y su ilusión. Hacía más de una semana que no lo veía. Vivía en el cuarto y una señora cuidaba de él ya que su hijo había acabado abandonándolo a su suerte. Saturnino reconocía que la relación que mantenía con Don Manuel, no era la de un padre y un hijo, pero la generosidad con la que éste se había portado con él desde que lo encontrase tiritando de frío aquella mañana, justificaban a ojos de Saturnino cualquier comportamiento. Temblando de miedo, como aquella noche de hacía cuarenta años, el portero se rindió al sueño.
       A la mañana siguiente, Saturnino se despertó con los ojos enrojecidos por el llanto. Cuando acabó de peinarse y se disponía a abrir la puerta de la casa para atender la portería, dos muchachos jóvenes con monos azules aparecieron con un carrillo de mano pidiéndole que desalojase la casa que iban a comenzar a trabajar. Pero... ¿Cómo que desaloje la casa? Los muchachos le aclararon que ellos solo cumplían órdenes y que si tenía alguna duda, que hablase con los nuevos inquilinos del apartamento. Saturnino se encerró en el cuarto de baño y, sentándose en la taza del váter, se tapó la cara con las manos y pidió a ese dios lejano del que hablaban los sacerdotes de las misas televisadas del canal uno, que le hiciese pez de verdad y que permitiese que el agua de la cisterna lo trasladase al mar o a donde fueran las colillas y los papeles y la porquería. Solo quería irse. Desaparecer. Se fue encogiendo poco a poco, hasta que sus manos parecieron palillos de hacer bolillos y su cuerpo un pollo de esos que en el Caprabo deshuesan por Navidad. ¡Salga usted, hombre! Aquí hay un señor mayor que le está esperando. Los muchachos hablaban con amabilidad y Saturnino no encontró más solución que salir. Echó una mirada de besugo a lo que había sido su hogar durante muchísimos años. Todos aquellos que a nadie le había gustado su humedad y su oscuridad. Cuando salió, se encontró con Don Manuel que le esperaba apoyado en su bastón frente al ascensor. "Saturnino, acompáñame al tercero, por lo visto a la señora de García le ha entrado un ratón por el patinillo y no para de gritar. ¡Ah! Y a ver si pones más empeño en el tema del alquiler del apartamento. Me llamaron ayer los nuevos inquilinos contándome que pusiste muchas pegas". Saturnino no podía creer lo que estaba pasando: él se iba a quedar en la calle y a su padre legal le importaba poco que esto ocurriese. Sin poderlo remediar, en cuanto Don Manuel salió del ascensor, Saturnino le preguntó por su futuro. Don Manuel no le contestó, dirigiéndose, con toda la rapidez que sus piernas de trapo le permitieron, a la vivienda de la señora de García. En vez de llamar al timbre, sacó una llave de su bolsillo y la introdujo en la cerradura. La vivienda estaba vacía. No había muebles. Solo unos visillos de lienzo blanco que se movían gracias al aire que entraba por una rendija de la ventana, y que permitían que el sol entrase arañando el parquet del piso. "¿Por qué no le ha alquilado este piso a los recién casados, Don Manuel?"-  Saturnino sentía que por primera vez sus lágrimas discurrían, no por una piel de escamas, sino por una piel de verdad, cálida y receptiva. Y sus manos, lejos de permanecer pegadas a su cuerpo, como aletas, en actitud de obediencia, se izaban al aire como las velas de un barco, preguntando y esperando respuestas. "Por que en este piso vas a vivir tú, Saturnino" - Don Manuel hizo un alto antes de continuar."Llevas demasiados años a la sombra. Y demasiados años cumpliendo con tu deber sin la más mínima queja, y, lo reconozco, no todo ha sido un camino de rosas. Siempre te he tenido a mi lado. Y nunca me has hecho sentir con tu actitud que te debía algo más que un simple apartamento lleno de humedad. Tú has sido más hijo para mí que mi propio hijo; nunca me has abandonado. Ya es hora de que te demuestre mi agradecimiento y, si mi vida se alarga un poco más, mi amor también". Don Manuel justificó sus lágrimas aludiendo a sus incipientes cataratas y a la luz rojiza que la mañana lanzaba, como lenguas de fuego, a través de la ventana.
       Saturnino sonrió desacostumbrado, enseñando una hilera de dientes perfectos, cuidados.
Los operarios de azul subían sus enseres. Cuando Don Manuel los vio, con un gesto de desagrado acompañado de un balanceo de bastón, indicó a los jóvenes que sacaran todo de allí.  "Tendremos que comprar algunos muebles Saturnino, estos huelen tanto a humedad que se diría que han formado parte más de una pecera que de un apartamento." Los ojos de Saturnino se asemejaban a pequeños océanos contenidos. Don Manuel salió de la casa antes de que las lágrimas aflorasen de nuevo a sus ojos. Nunca había visto a una persona tan agradecida por tan poco. Mientras esperaba el ascensor recordó que desde que Saturnino apareció en el portón, nunca le había tocado, y mucho menos abrazado. ¿Habría echado de menos a su madre? Seguro que si, que lo haría cuando a la salida del colegio viese como todos los niños eran recogidos por las suyas. Se volvió despacio y empujó la puerta que había dejado entre abierta. Los visillos estaban descorridos y Saturnino con los brazos en cruz se encontraba pegado al cristal, sintiendo el calor del sol. Un vapor extraño se desprendía del cuerpo del alemán, como el que sale de la ropa húmeda cuando se coloca la plancha sobre ella. De haber tenido una cremallera en el pecho, Saturnino la hubiera descorrido para secar también su corazón al sol.

Lokita
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

ESPLÉNDIDA REALIDAD


Cuando vi que se abalanzaba sobre mí, no tuve más que retirarme con cierta gracia, y ver cómo torpemente, mi atacante arremetía contra cada mueble de la sala, y cómo lue-go caía sobre éstos, sufriendo todo el daño que pretendía causarme.
Mi capitán, con intrépidos movimientos, forcejeaba con el otro, obligándole a someterse a él, y de rodillas éste le suplicaba clemencia.
   Mi doncella más fiel, me confortó agarrándose a mi brazo, y con fuerza y deci-sión la acerqué a mí. Mi esposa, más reposada y tranquila, contemplaba la escena junto a la ventana, con la mirada perdida, y con ese movimiento leve pero constante en su pierna derecha. Sentía verla así. El médico de palacio la había tratado todo lo humana-mente posible. Discutí con él, cuando sus ocupaciones se lo permitía, sobre cada posible cura a sus dolencias, sobre los paliativos que mejorasen su condición, y sobre los reme-dios, mágicos o naturales, que él pudiese conocer; pero siempre me respondía con una inexpresiva carencia de recursos, que yo, condescendiente, achacaba a su falta de tiem-po.
   La miré de nuevo, y no me devolvió la mirada con la intención que yo esperaría. Debía hablar con ella. Su voz siempre me calmaba.
   Ahora, con el esfuerzo vencido, el primer atacante me observaba desde el suelo, abstraído de todo. Uno de mis soldados lo levantó y lo llevó a sus aposentos, mientras que otro se me acercaba con ánimo increpador. Mi capitán cedió la custodia del segundo atacante a uno de mis sirvientes, que lo sostuvo de mala gana, e se interpuso en la osada intención de aquel soldado.
   Dejé a un lado a mi doncella de forma educada, para protegerla del insensato que me gritaba, con el desconocimiento del ignorante que no sabe cuán férreas pueden ser las consecuencias de hablarme así, a su Rey
   Así que mi capitán se interpuso entre él y yo, y aguantó la primera embestida de aquel energúmeno. Luego, con mi mano en su hombro, cedió el paso y me enfrenté a aquél.
   -¿Sí? –y la corte, a mi alrededor, se mostró expectante. Incluso, el resto de la guardia, se detuvo en sus quehaceres y se fijó en nosotros.
   Pero no me dijo ni una palabra, sólo intentó agarrarme del brazo, el muy insolen-te, y tuve que zafarme con toda la fuerza que mi cuerpo me permitía. Mi capitán se ade-lantó de nuevo, pero una mano en su pecho, fuerte y decidida lo detuvo, la mía, así que concedí la conversación que aquel soldado quería mantener conmigo y dispensé a mi protector de su función, por ahora.
   Me llevó a una estación contigua al gran salón, donde los infantes que vivían en palacio, y que acudían a la escuela católica de la Hermana Dolores, dejaban sus dibujos, representando una irrealidad a la que no estaba acostumbrado; a veces con cierto gusto, a veces, con cierto estilo, eran dibujos alegres, llenos de colores, paisajes de campiña, montañas, ríos y castillos, y formas geométricas, curvas, círculos. Me gustaba aquel lugar. Quizá por eso fuimos a hablar allí.
   Me preguntó por los motivos de la pelea, y no tuve menos que censurar su falta de delicadeza y su indiscreción. Si el Rey la quería, si el Rey las permitía, quién era él para detenerla.
   Así que me amonestó –y agradezco que lo hiciera, y aclararé a qué se debía esto-, sobre la inconveniencia de celebrar "disputas" dentro del salón del palacio, y de lo peligroso que eran dichos enfrentamientos, tan cerca de los súbditos que habitaban mi palacio; y pensé en mi padre, mis hermanos, y mi esposa.
   No tuve, como digo, más remedio que coincidir con él, y estuve de acuerdo en cuidar de no permitir este tipo de arrebatos en mi presencia, y en la de mis seres queri-dos, a pesar de lo acostumbrados que, supongo, estarían por su condición de nobles gue-rreros.
   Sonreí y él sonrió, y el pacto de no agresión quedó fijado sólo en algunas esca-ramuzas en el jardín real, y siempre bajo la supervisión del ejército, de mi propio médi-co, siempre atento a todo, para prevenir desmanes de este tipo; porque también estoy para proteger, para cuidar de todos, aunque sea uno más.
   A veces veo a mi padre por aquí, y cada vez que me lo encuentro por el pasillo, no deja de contarme sus dubitativas y oportunas batallas, que han llenado de sucesos ese día, desde que se despertó. Son sucesos que cambian día por día; también alterno con mis hermanos, que a veces me parecen sólo visitantes de palacio, que van y vienen, y de los que apenas recuerdo sus nombres, cuando, de improviso, se han ido.
   De todas maneras, debo decir que en la soledad del reinado está mi fortaleza, ya que nadie osa dudar de mis palabras, cuando las digo desde lo alto de la montaña más alta, la que se me ha concedido por mi pureza de sangre, y a la que nadie se atreve a subir, por miedo a caer despeñado a una palabra mía.
   Con ese infundido respeto esa noche dormí plácidamente, y recibí la visita de Conchita y Belén, mis dos adorables doncellas, que rendían su cuerpo a mis placeres más reales. No era sino después de la media noche, una vez abiertas con maestría sus ataduras de cuero, y forzada la cerradura de su cuarto compartido, cuando aparecían por turno, para hacer de las suyas, debajo de mis sábanas. Cuando todo acababa, les acari-ciaba el rostro, su bello rostro, a veces pálido a pesar de todo, a veces vacío, pero siem-pre con esa mirada lasciva y húmeda, que yo tanto adoraba de mis niñas.
   No deben pensar que le era infiel a mi esposa. Cuando hacía el amor, siempre era con ella, porque ella era la única que estaba en mi corazón. Sólo para ella era el ali-mento del que a veces me privaba. Se lo metía cada día en su plato sin que se diera cuenta, y luego, cuando quería, se lo comía. No necesitaba su agradecimiento, sus ojos, como ya dije, aunque no los tuviese sobre mí, se encontraban con los míos al menos una vez al día, y esa oportuna comunicación, más allá de la distancia de nuestros cuerpos, era lo único que me llenaba de paz. Guardaba su mirada en mi corazón cada noche, an-tes, durante y después de la visita nocturna.
   Al día siguiente volvía a buscarla, a mi querida compañera de palacio que siem-pre está en el gran salón. Cuando todos desayunábamos, ella, habitualmente en su ven-tana, me esperaba. Me sentaba a su lado, a contarle las novedades del reino, y le hablaba de los nuevos comerciantes, artistas y navegantes que habían llegado, y de las noticias de mi guardia, y de nuestros triunfos en tierras lejanas, y también le hablaba de la fami-lia, y de que algún día Dios nos concedería la debida descendencia. Un heredero de san-gre, sería el bien más preciado para mí, porque no sólo sería un hijo, sino también una parte de su alma, a la que tanto amaba.
   Y la dejé sola de nuevo, e informé a mi capitán de la protección que le debía, y se lo dije también a todos los que trabajan en mi palacio, sobre todo a los de las batas blancas, a todos, para que le muestren el respeto que se merece.

Laimor
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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El reloj

Contempló el reloj con indisimulada satisfacción: su esfera blanca, su anillo reluciente, sus agujas afiladas. Nunca antes había tenido uno, y ahora que lo lucía en su muñeca sentía una orgullosa sensación de trascendencia. Se había ajustado la correa de cuero con el celo de un gladiador, y en el momento de abrocharse la hebilla no había podido evitar un gesto de solemnidad. Ahora el reloj pendía caprichosamente de su brazo de hombre a medio terminar, como una bandera ondeando en un mástil.

No había querido probárselo delante de nadie; ni siquiera de su tío, que a fin de cuentas era quien le había hecho el regalo. Aquél había sido un momento largamente esperado, y como tal concernía únicamente a él y a su intimidad. Lo miró apartando el brazo unos centímetros, colocándose frente al espejo, metiendo la mano en el bolsillo, cruzando los brazos como tantas veces había visto hacer a su padre. Se preguntaba si debería cambiar de muñeca. Después de todo, ¿quién había dicho que el reloj debía llevarse en la izquierda?

Se tumbó en la cama y lo acercó al oído. Tic tac. No pudo reprimir una sonrisa de satisfacción al escuchar la cadencia armoniosa de las agujas del reloj. Se lo quitó y lo colocó cuidadosamente sobre la mesa. Se sentó frente a él y lo acercó de nuevo al oído: Tic tac. Tic tac.

Salió de su habitación y cerró la puerta con la mano izquierda, admirando el brillo que la luz del sol producía al reflejarse en la esfera. Bajó las escaleras apoyándose en el pasamanos y se sonrojó cuando se mezcló con los invitados de la celebración. Se preguntó qué efecto provocaría su nuevo estatus, e instintivamente le sacudió una sensación de inseguridad.

Pronto descubrió, aliviado, que el reloj pasaba desapercibido para casi todos. Algunos invitados le paraban para felicitarle, y él sonreía dócilmente. Otros le pasaban la mano por la cabeza, y él respondía saludando con la mano. La mayoría de invitados le decían que ya era todo un hombre; él aprovechaba para detenerse y fingir interés mientras cruzaba los brazos con determinación. Las mujeres le daban dos besos y algunas, las menos, le pellizcaban la mejilla. Desde luego, él prefería el saludo de los hombres, que le tendían la mano con solemnidad. No se cansó de estrecharla con fuerza, lamentando profundamente no haber optado por colocar el reloj en la mano derecha. Decididamente, debía reconsiderarlo.

Nadie le había preguntado por aquel nuevo reloj, pero él disfrutaba de su recién estrenada seguridad. Tan sólo lamentaba no tener ocasión de quedarse un momento a solas para disfrutar una vez más del disciplinado tic-tac de las agujas. Ya tendría tiempo de hacerlo.

Todos le esperaban en el jardín. Allí le aguardaba, un año más, su pastel sorpresa, como desde luego ya sabía. Así que se dirigió hacia fuera con paso decidido. En el pasillo se dio de bruces con su tío, que llevaba alguna copa de más.
-   Vaya –le dijo–, ya veo que llevas puesto el reloj. ¿Sabes por qué te lo he regalado?
Se encogió de hombros y sonrió educadamente, sin saber muy bien qué decir.
-   Para que no olvides que el tiempo se mueve, que la vida avanza sin parar, y que tu juventud no durará para siempre. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
-   Claro –respondió, algo cohibido–, lo entiendo.
Su tío le miró con ternura y sonrió.
-   Está claro que no – le espetó–, pero con eso ya contaba.
Un viejo amigo de la familia apareció oportunamente en ese momento y se llevó al tío pasándole el brazo por la espalda, como se lleva uno a los borrachos. "¡Qué lejos nos queda la juventud!", le oyó exclamar mientras se alejaba por el pasillo, y todos rieron al unísono.

Aquella breve conversación le había incomodado, pero el agradecimiento por el regalo bastaba para conservar el repentino sentimiento de simpatía que le sugería la figura de su tío. Aprovechando que casi todos los invitados se hallaban ya en el jardín, se quitó rápidamente el reloj y se lo puso torpemente en la muñeca derecha. Se lo acercó de nuevo al oído y escuchó los pasos lentos y seguros de las manecillas. Tic tac. Tic Tac.

Justo en la puerta que daba al jardín se encontró con su abuela, que luchaba por mantener encendidas las once velas del pastel. "¡Demonio de niño!", gritó, quejumbrosa, al advertir la presencia de su nieto.
-   ¿Pero tú que haces aquí? ¿No debías estar fuera con los demás?
-   No te preocupes, abuela –le respondió–, fingiré que es una sorpresa.
La abuela dejó el pastel sobre la mesa con un gesto de contrariedad. Miró a su nieto unos segundos y al momento se percató de la novedad.
-   Así que ya eres un hombrecito de verdad – concluyó, chasqueando con la lengua.
-   Cada año sacáis el pastel al jardín, no era muy difícil saberlo – se excusó él, con cierto descaro.
-   Veo que ya no hay sorpresas para este señor que lleva reloj de persona mayor.
-   Es que soy una persona mayor – protestó, cruzándose orgullosamente de brazos como había practicado ante el espejo.
La abuela sopló las velas del pastel que aún no se habían apagado y se volvió nuevamente hacia él. Ya no tenía que inclinarse para mirarle a la cara.
-   Escúchame bien, entonces. El que te han regalado es un bonito reloj. Un reloj de hombre –remarcó¬–. ¿Y sabes para qué te va a ser útil?
-   ¿Para aprovechar al límite mi juventud? – respondió con sorna, recordando las palabras de su tío. La abuela negó lentamente con la cabeza y le cogió de la mano.
-   Para recordar que la infancia ya se fue –dijo sin pestañear–, y que nunca debes mirar atrás.
Con la lección aprendida, esta vez se adelantó a la pregunta de su abuela.
-   Ya te entiendo, abuela. Sé lo que quieres decir.
La abuela dejó escapar un mohín de perplejidad y farfulló algo entre dientes.
-   Lo que yo digo: demonio de niño.
Ella encendió por segunda vez las once velas del pastel y lo miró con una sonrisa.
-   ¿Listo para fingir la sorpresa?


El pastel había tenido el éxito habitual: todos habían comido su porción y la abuela tuvo oportunidad de lucirse con una segunda e incluso una tercera tarta, preparadas para la ocasión. Por lo demás, él había fingido la sorpresa con una convicción inquietante, y todos habían alabado su buen trazo cortando las porciones. Aunque pasaban de las nueve de la noche, el sol seguía luciendo con timidez. Los últimos rayos del día se filtraban a duras penas entre los cipreses que flanqueaban el jardín, tiñendo de naranja la copa de un sauce solitario. Él contemplaba la puesta de sol sentado en la escalera de la entrada. La luz se consumía en el patio poco a poco y a medida que los invitados se iban marchando el silencio recuperaba su espacio. Se dio cuenta de que ya era capaz de escuchar el movimiento de las agujas sin necesidad de acercarlo al oído. Tic tac. Tic tac.

Su madre se acercó sigilosamente y, sin decir nada, le tomó la mano. Observó atentamente el reloj y sonrió. No le preguntó por qué lo llevaba en la mano derecha. Tampoco le atribuyó un significado especial ni le ofreció un consejo. Se limitó a sentarse junto a él y ambos contemplaron juntos el ocaso. Había sido una tarde agradable, se dijo él, mirando de reojo su flamante reloj. Y, sin embargo, por primera vez en su vida le sacudió una desconocida sensación de inquietud. Tic tac. Tic tac.

Conrad Kurtz
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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La hermandad del huevo: George, el Águila


                               Como un cometa, éste, sacudió el final con la punta de sus cabellos.

Había una vez un pollito que nació de un cascarón tan blanco como la nieve. Pero, a diferencia de los demás, lo primero que vio al romper la patinada cáscara blanca, fue una majestuosa Águila Calva atravesando el holgado cielo azul. El gallito creció como los otros, mas no gustaba de piar o de correr tras los gusanos o granos de maíz. Su dieta resumíase a sueños, simples y ensimismados sueños. Cuando él, perturbado ante tales pensamientos, mirábase en el estanque, encontraba un águila que también con los ojos fijos, llena de confusión, lo miraba. Y es que él se sentía grande, poderoso, de engarfiadas garras, pico afilado y macizo.

Una tarde de aquellas, George, el gallito, abandonó para siempre su hogar. Subió a lo más alto de un acantilado y lanzándose al vacío, deseó volar. George había entrenado muchos meses para tal desafío, como veía que hacían aquellas aves a las que admiraba. Así que, ocurrió algo que tal vez parezca increíble, George, el gallito soñador, voló. Sólo agitó sus alas y cual si fuera una de aquellas águilas a las que buscaba parecerse, George,  simplemente voló.  Desconcertado, entonces al ver que sus alas lo sostenían, sonrió como nunca antes al ver que sus sueños se hacían realidad. Dando giros y haciendo piruetas hasta muy entrada la tarde voló, y voló sin detenerse. Aquel día y los siguientes, George probando sus alas, alzóse sobre desiertos, cañadas y bosques. Ya cansado, se posó en lo más alto de un abeto, siempre imitando a sus ahora congéneres. Él se sentía uno de ellos, pero le faltaba algo más. . .  y era tener descendencia.
 
Una tarde de aquellas, mientras George aguardaba el crepúsculo, sobre los escarpados de una zigzagueante montaña, vio pasar una linda dama águila. El gallito águila voló hacia ella cortejándola. Ésta al principio, quedó sorprendida ante el singular hecho, pero George, el águila, era tan persuasivo, tan guapo y tan galante, que finalmente terminó consintiéndolo como novio, y luego, aceptándolo como su compañero.

Un año después, sobre una gran peña, nacía una pollada de aguiluchos. Eran bellos. El pico del  papá, las alas de la mamá; soñadores como el papá, dulces como la mamá. George y Angelín, éste era el nombre de su esposa, alimentaban con dedicación y esmero, podría decirse: codicia,  perseverantemente a sus hijos. Atiborrándolos con serpientes pequeñas, sabandijas, tiernos roedores,  hasta que, como sucede, ellos inexorablemente crecieron. Recuerden: Como George era descendiente de un gallinero, era muy querendón, así que el mismo les enseñó a cazar y volar y no se olviden también a soñar. . . Ya grandes, un buen día con las lágrimas en los ojos, George, el águila, supo que era el momento de dejarlos partir. Los vio alejarse a quien sabe dónde. De todas formas, él sabía que la vida tenía un inicio  y un final, aunque nadie supiera a ciencia cierta lo que había en medio. George y Angelín, su esposa, desgañitaron hondamente por ellos, pero la vida tenía que seguir.  Y mientras el llanto quedaba en casa, con las jóvenes águilas,  la alegría y el futuro marchaban.

II
George, el Gallito, de cariño, por parecerse mucho a su padre, era el menor de los dos, y a pesar de que amaba mucho a sus padres, no se sentía satisfecho con lo que era: un águila. Él sentía, muy hondo dentro de sí, que era algo más, pero no sabía qué. Un buen día,  mientras volaba pacífico sobre una  granja, vio a la vida transcurrir, nacer  y morir  allí.  Y preso de una extraña sensación de curiosidad y nostalgia, engendrada desde muy en su interior, muy en sus adentros, sobre aquella "tierra", como si  ésta lo atrajera o a ella perteneciera: se aproximó.

George el aguilucho, exploró a aquellos singulares y lejanos 'parientes' tras el cerco; luego, se aproximó a un manantial  para observarse, pero al hacerlo  vio  que se parecía mucho a aquellos pollos. George, desconcertado, sintió descubrir que lo que quería en realidad era ser uno de ellos. Un rutinario pero aguerrido gallo, y corrió hacia aquel lugar que lo llamaba.

Atento, y por un resquicio de la alambrada, entró en la granja.  El sitio le pareció tan familiar y acogedor. . . que aspiro hondo. Unos minutos después, ya estaba escarbando la tierra, refunfuñando, kikiriqueando, desgajando, ferozmente, gusanos por la mitad, engullendo semillas y granos. Sí, era lo que tanto había buscado: le encantaba  esta vida casera. Le encantaban los gusanos blancos, gordos, con una franja púrpura en medio. Adoraba los moteados granos de maíz, recorrer el cañaveral triunfante, el canto mañanero que había entonado  aquel día, ese cacaraqueo remoto que resonaba dentro de sí retador y exultante. . . Entonces, todo volvió a empezar.

Karen Hansen   Clement 
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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SALÓN ROXY


Oscura la noche envolvía los cerros del gran Valparaíso, ciudad puerto donde como postales detenidas en el tiempo podemos encontrar muchos salones de baile que a la vez son lugares de encuentro para dejar atrás lo que nos hace monótonos y mecánicos.
Entraban a la casona antigua de dos pisos; algunos solos otros en parejas; se distinguían por ir muy arreglados.
Las escaleras crujientes recordaban el paso de los años de la gran casona el olor a cigarros, comida y humedad acompañaban cada peldaño.
Al llegar al segundo piso el volumen de la música y las luces de colores situaban inmediatamente en el salón Roxy.
Gran pista de baile que se engalanaba en las noches.  Al son de la música los bailarines invitaban a sus damas.

Un señor mayor muy bien peinado y de chaqueta blanca; hoy no puede bailar pues se ha dañado un pie.  Sentado con un vaso de vino blanco, solo puede observar; su compañera una dama mayor de expresión dulce esta pendiente de atenderlo y de que se sienta a gusto.
Se divisa una mujer de edad mediana con un amplio escote, fuma y se ve inquieta muy atenta a la puerta de entrada. Esta esperando a su habitual compañero de baile; ha pasado tiempo suficiente y si el no aparece deberá tomar un baile con el profesor, a parte de pagar sería un poco indecoroso ya que ella es una conocida bailarina de tango, ya dejo de ser una alumna.  Mientras fuma se mordisquea una uña que le molesta.

En el escenario una mujer esta con sus ojos cerrados cantando un sentido bolero, su voz es algo ronca y pegajosa.  Su voz atrae como un imán a las parejas que salen a disfrutar de escuchar y sentir sus cuerpos junto a su acompañante.  Todos entregados a la cadenciosa música que llena hasta el último rincón del salón.

Entra una solitaria mujer que calza tacos altos de color negro, se desliza con elegancia por un costado del salón y se sienta sola.  Sus movimientos son felinos y sagaces; le traen un vaso de whisky que ella bebe a sorbos muy cortos mientras se sienta piernas arriba y desliza su falda hacía atrás dejando medio muslo al descubierto.

El sonido del piano y el bandoneón hacen un cambio abrupto en el salón, invade un tango arrabalero que es del gusto en el puerto de la ciudad de Valparaíso. Armoniza muy bien con el apasionamiento de sus gentes; las mesas quedaron vacías nadie pierde esta ocasión de bailar tango. En tres minutos todos son diferentes, sus rostros expresan gusto, sensualidad; ahí son todos iguales amantes del baile no se ven distinciones de clases ni ánimos ni de ningún tipo.  Todos los barones sacaron a las damas a disfrutar de la sensualidad del tango.


La mujer de tacos altos y negros era como arcilla en las manos del hombre que la había sacado a bailar; sus rostros eran placenteros de intimidad como si se conocieran de antes.  El la lanzaba lejos de su cuerpo y luego la acercaba a su cuerpo llegando a quedar frente con frente, pecho junto a los pechos y con la pierna recorría la pierna de él hasta el muslo, dónde él la presionaba más aun; el calor y sexualidad se respiraba entre ellos.  Ellos sienten y se entregan a este placer.

El hombre mayor de chaqueta blanca, los observa mientras fuma y bebe su tercera copa de vino blanco.  Se ve reflejado en el bailarín de tango; hoy no puede bailar sin embargo ha sido por décadas sin discusión el rey del tango, apelativo que se gano por tantos concursos ganados en Chile como en el extranjero; es respetado y querido por ello.  Su rostro refleja una leve sonrisa, esta recordando cuando las mujeres hacían fila para bailar con el rey; la fama los campeonatos ganados le hicieron llevar una vida dedicada a perfeccionarse en estos salones y sin darse cuenta se vio entrampado por las luces y la fama, la popularidad; que es halagadora y agradable.  Así fue como su matrimonio no aguanto estar en un último lugar y él se convirtió en un soltero a sus 65 años.  Si bien tiene una pareja de baile, eso no es lo mismo.  Mientras observa a la pareja de la mujer de tacos altos y negros por sus mejillas caen las lagrimas.

En otro costado la mujer de amplio escote esta totalmente entregada al baile en los brazos del profesor.  Su acompañante no llegó; ella lo llamó por teléfono y se entero que el no asistiría porque esta con su familia.  Ella se entristeció y esto la hizo decidirse por bailar con el profesor, ya no importa que opinen los demás.  En estos momentos ella se encuentra excitada en los brazos del profesor, y lo esta disfrutando; después vienen los días de soledad en casa. La mujer sella con un beso apasionado el término del baile.

La mujer de tacos altos y negros esta en un lugar oscuro en un juego de placeres con su acompañante bailarín; besos, mordiscos, abrazos.  A quienes les toca pasar por ahí hacen como si no los vieran, nadie se hace problema.  El hombre tiene sus manos por debajo de la falda de ella, mientras sus bocas se reconocen.  Ceso el tango, ella se dirige al baño se arregla su peinado se pinta los labios; sale y se despide de la mano de su acompañante y lo deja ahí sentado.

Vuelve a cantar la mujer de voz ronca y pegajosa, esta vez esta despidiendo a los bailarines; pronto cerrará sus puertas el salón Roxy.  
Toman sus chaquetas, abrigos, chales, carteras y cada cual como llego se empieza a retirar.  Algunos toman sus autos otros se deciden a bajar a pie por el cerro.
La noche empieza a ladrar.

Pantera blanca
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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La cita


Eric jugó con los picos de la camisa hasta dejarlos debidamente colocados fuera del cuello del jersey. Conforme con el resultado, acercó la cara al espejo del baño y se retocó el flequillo, tratando de ocultar los despoblados que habían empezado a aparecer en el nacimiento de la frente. Respiró hondo y salió fuera, a sentarse en una de las mesas pegadas a la cristalera.
El recuerdo que tenía del café no se correspondía con aquel sitio atravesado por el sol. Todas las mesas estaban vacías y en la barra dos hombres de corbata hablaban de plazos de entrega.  El café que recordaba era un lugar de humo y de luces de coches estrelladas contra el cristal.
Pero, ni siquiera, que el lugar no hiciera honor al recuerdo, le restaba emoción al hecho de estar esperando a que apareciera por la puerta la chica de la que tanto hablaba. ¡Cuántas veces había hablado de ella! ¡Cuánto tiempo! ¡Más de diez años desde la última vez! ¡Ahí mismo! ¡Y ella era la que se había puesto en contacto con él! ¡Su Eva! ¡La chica de la Serie de las diez!
–Yo conozco a la protagonista  – Se arrancaba orgulloso –La chica morena. La  más guapa. La del piercing en el ombligo. La acompañaba a los casting. La noche antes de que se marchara a rodar nos besamos en el Café de la cristalera.
Un pinchazo tibio en el estómago le hizo apartar la taza. Fue entonces cuando se abrió la puerta y supo que ella había llegado, pero, al levantarse, descubrió que aquella mujer no era la chica del piercing en el ombligo.
Hacia él se acercaba una cara hinchada, de pelo lacio, y unas piernas gordas. Un cuerpo redondo oculto en un jersey negro y ancho que bajaba más allá de la cadera.
– Estás guapísima –Mintió cuando ella llegó hasta la mesa.
–¿De verdad? – Contestó Eva,  levantado las cejas a la vez que dejaba caer una carpeta de piel sobre la mesa.  – Tú tampoco tienes mal aspecto, aunque hayas perdido pelo.
Entonces Eric se pasó la mano por el flequillo antes de besarla en la mejilla. Como ella no movió la cara al ser besada, él pasó un brazo por su espalda invitándola a que se sentara.
–La una y cuarto. Habrá que picar algo ¬–Dijo, una vez sentados.
– No quiero comer nada –Contestó Eva, y se recogió el pelo lacio detrás de las orejas.
–Una ración de jamón, al menos, para acompañar las cervezas –insistió.
–No quiero cervezas – dijo Eva acompañando su negativa con una mirada hierática –Un cortado es suficiente.
Eric se acercó a la barra y pidió dos cortados. Antes de girarse con los cafés y regresar a la mesa, respiró hondo.
–Bueno...tienes tanto que contarme ¿Has vuelto para rodar algo?
Eva apartó el café que Eric le había dejado delante. En su lugar colocó la carpeta de piel y sobre ella dejó apoyadas las palmas de las manos.
–Llevo aquí casi un año.
–Casi un año –repitió Eric, y se refugió en un sorbo breve de café.
Eva le clavó los ojos y repiqueteó con los dedos en la carpeta de piel. Él bajo la mirada hacía la carpeta y descubrió que tenía las uñas sin pintar y mordidas.
–Hubiera llamado antes. Pero ya sabes –descansó las manos en la carpeta – No creas. Me he acordado mucho de ti.
–La primera siempre la tomábamos en este sitio.
Al decirlo buscó sus ojos, pero ella miró hacia la puerta aunque no entraba nadie y volvió a bajar la mirada.
– ¿Qué llevas en la carpeta? –Preguntó para recuperar su atención.
–Algo de lo que quiero hablarte y que es importante para ti ¿Tienes seguro de vida?
Eric levantó súbito la cara.
–Me dijeron que te casaste y que tienes un crío –abrió la carpeta y sacó unos impresos que puso delante de él. –Si yo fuera madre no dejaría de querer al hombre que asegurara el futuro de la familia ¿Cómo se llama?
–Javier... el niño se llama Javier –le molestaba la luz que entraba por la cristalera y se llevó las manos a la frente, apoyando los codos en la mesa –En septiembre cumple dos años.
–Échale un vistazo a la oferta. Es solo para íntimos. No vas a tener ni que pensártelo.
– Un seguro de vida – dijo mientras pasaba páginas del impreso sin detenerse en las palabras escritas en él – No sé, Eva, nunca me lo había planteado.
–Ya veo...eres como todos –levantó la voz y le arrebató el impreso. – Eras tú el que decías que quería una chica para siempre. Formar una familia, cuidar de ella ¿No te das cuenta? Puedes morirte en cualquier momento. Un coche en dirección contraria y se acabó.
–Perdona Eva. No sabía que vendías seguros. Déjame verlo –Eric alargó el brazo para recuperar el impreso.
–Yo no vendo seguros. Yo actúo. Estoy echando una mano a una amiga –rebuscó decidida en el bolso y sacó una pluma –No puedes decir que no. Trescientos euros al año y estás asegurado por ciento ochenta mil.
–Trescientos euros. ¿Todos los años? –se esforzaba en leer rápido.
–Me habían dicho que te marchaban bien las cosas –Contestó Eva a la vez que posaba la pluma al lado de la taza de Eric.
Él dejó el impreso al lado de la pluma.
– Tengo que consultarlo.
Al colocarse el pelo lacio detrás de las orejas, forzó una sonrisa que quedó en mueca.
–Estas cosas, si se hacen de corazón, no se consultan.
   Ella se marchó antes de que se enfriara el segundo café. Poco después de que desapareciera, Eric vio, a través de la cristalera, como los dos hombres de corbata se despedían con un apretón de manos. Entonces se levantó. Puso diez euros encima de la mesa y salió, dejando vacío el Café de la cristalera.

Bosie
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Hombre orquesta


Una prole de instrumentos musicales bien anudados le recorren todo el  cuerpo, como
una segunda piel, y el sonido se superpone a la carne y a los huesos, quienes callan con  resignación.
No es muy alto, más bien contrabajo, y a cada paso que da el ritmo lo engulle todo,
ensordeciendo lo que le rodea.
-¡Vete con la música a otra parte!, es la frase que más veces escucha al cabo del día, palabras que retumban en su interior como un gong descorazonador. Empujado por su espíritu abnegado, recorre las calles interpretando un solo que le desgarra, improvisando conciertos en solares, inventando marchas nupciales para parejas que nunca se conocerán, poniéndole banda sonora a su ostracismo. Agota las horas perdidas de la noche vagando por la ciudad y se le amanece entre do re míes y fa so la síes. Cuando llega la hora de volver al barrio lo hace apesadumbrado, con el trombón palpitándole sobre el pecho y los platillos temblándoles en la espalda, sabedor de que los vecinos le obsequiarán con cubos de agua arrojados con premeditación desde el vacío de las ventanas, atascando la boca de su tuba y borrando las partituras que encuentra rebuscando en los contenedores de basura del conservatorio de música.
Pero el hombre orquesta no se desanima tan fácilmente. Tan pronto como ha secado sus
instrumentos al sol, una marabunta de notas y compases agrietan el silencio hasta romperlo en pedacitos. Con la llegada del otoño, las gentes de aquí y allá se llevan las manos a los oídos,acusándolo de ser el responsable de las interminables lluvias, otorgándole al hombre orquesta un poder creativo desmesurado. Agazapado tras la sordina de su trompeta, haciendo oídos sordos a los improperios de los demás, va esquivando los charcos mediante rimbombantes piruetas que a punto están de empaparle, subrayando el suspense con un acertado redoble de tambor, imaginándose el rey del escenario. Cuando llega a casa no hay familia que le espere, sólo tres tristes tigres adormecidos en el cuarto de baño que parecen haberse tomado al pie de la letra aquello de que la música amansa a las fieras.  Mientras tira de la cadena del váter suena un scherzo y piensa que ojalá le devorasen sus mascotas, pero para colmo de males los
felinos son vegetarianos hasta la médula.
Un presagio de marcha fúnebre va envolviéndo a la casa y todas las puertas se cierran en un desconcierto de chirridos, desafiando a su inquilino y pareciendo decir:"hasta aquí hemos llegado".

El hombre orquesta decide echarse al cuello las cuerdas de su aguerrido violín y dedicarle un réquiem a su propia existencia.  La música es el menos molesto de los ruidos, le recuerda el tic tac del metrónomo con forma de Napoleón. Un último adiós al mundo -se dice-, mientras observa a través de la ventana como nadie repara en su trágico fin, hasta que doblando la esquina un bamboleo de femeninas formas le devuelve unas repentinas ganas de vivir.
En menos que canta un gallo se pone en la calle y se construye un marco de incomparable bucolismo gracias al rasguear enternecido de los dedos en el ukelele. El hombre orquesta ha perdido la cabeza por una mujer, mujer orquesta, por supuesto, quien le mira con un continuo pestañeo de acordes acompasados. Ella es virgería pura, mil curvas que se niegan a ocultarse tras el traje de instrumentos musicales, un prodigio del saxo opuesto. La armónica sonrisa se adivina detrás de la harmónica y unos ojos como punteos de guitarra eléctrica hacen que al hombre orquesta se le temple todo el cuerpo, desde el clavicordio a la mandolina. Él  la invita a interpretar un dueto en su casa y ella acepta. Suben las escaleras, tocan y se dejan tocar,  y ella demuestra ser toda una experta en lo referente a encabalgar el estribillo con el  ritornelo,colocando un scherzo en la punta de la lengua y dando al traste con las formas preliminares.
El hombre y la mujer se quitan la orquesta que llevan a cuestas y se acuestan, mientras la música cesa a ritmo de caricia y las puertas vuelven a abrirse con un leve ronroneo, sin molestar. Unos días después,  el yo te beso-tú me besas  torna en compromiso, se juran amor eterno y lo pregonan a bombo y platillo con los tres tigres y una mosca como testigos.
Los días pasan como trenes de alta velocidad,  llevándose por delante todo rastro de tristeza, y la pareja se abandona el embeleso más tronante sin atender a lo que sucede fuera de esas cuatro paredes. Los vecinos, aturdidos por el exceso de románticas tonadillas ejecutadas al unísono, van abandonando en tropel el edificio, carentes de toda sensibilidad, hambrientos de un pretendido silencio que les dé a sus existencias cierta sensación de estabilidad.
Era menester que de tan fecunda jácara no tardasen en brotar melifluos frutos.
Así que, unas semanas más tarde la mujer orquesta le pide a su hombre orquesta que afine el oído y le susurra el cantar de los cantares:
-Estoy embarazada.

La algarabía más estentórea irrumpe en la casa, los tigres se despiertan y aplauden a su amo, quién entre lágrimas pergeña una sonrisa que se le sale de la cara por los dos lados, incontenible. Tras nueve meses como nueve sinfonías de Beethoven la mujer orquesta deslumbra  con su más esplendorosa composición al hombre orquesta, quien ya  sueña con enseñarle a su recién nacido todos los secretos de los ritmos musicales, las propiedades de cada instrumento y las diferentes cadencias al cantar. Pon torrón torrón, interpretan sus nudillos nerviosos sobre la marmórea mesa de la sala de espera, pon torrón torrón. La puerta se abre como a trompicones y un doctor cuya pálida piel se confunde con el blanco de su bata irrumpe en la habitación. El hombre orquesta se levanta bullicioso y una pregunta se le dibuja en el ancho rostro.
-¿Niño o niña?
El doctor se mete las manos en los bolsillos y baja la vista hasta la punta de los pies, pero acto seguido sube con los ojos y busca al padre.
-Gemelos...los dos sordos.

Pharaon de Winter
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Billy el Niño

Por fin se habían reunido después de tanto tiempo. Allí estaba el viejo Michael J. Turner, el líder del grupo, sheriff retirado del que no se había oído hablar en mucho tiempo, y estaba también Tequila Joe, el borracho Joe, un hombre que nunca rechazaba un trago, una apuesta o una buena pelea. A estos dos los acompañaban los gemelos Scheffer, siempre callados, siempre quietos, los más lentos a la hora de hablar y los más rápidos a la hora de desenfundar. Los había reunido a todos el joven Jimmy Griffith, Smallie Griffith, que contaba con tan solo diecisiete años la última vez que se reunieron juntos, y que durante el tiempo en que se separaron pasó a ser el más famoso cazarrecompensas de todo el oeste, quedándole aún unos meses para cumplir los treinta.
   Efectivamente, habían pasado casi trece años. El viejo Turner se había retirado a una pequeña granja con su familia, los gemelos Scheffer eran propietarios de un almacén de armas y de Tequila Joe se decía que la mitad del año la pasaba viviendo con los indios, quienes le habían aceptado como a uno de ellos. El único que se mantenía en activo era Smallie Griffith, al que no se le borraba la sonrisa de la boca y al que nunca le encanecía la melena rubia, todavía joven, siempre joven. La ciudad de Wood Valley había sido tomada por un grupo de forajidos fuera de la ley, unos veinte en total, pistoleros casi todos de poca monta que habían asesinado al sheriff y a su ayudante y habían llegado a controlar toda la ciudad. Vivía allí con su marido la hermana pequeña del joven Griffith, y decidió pedirle ayuda a éste, que no había llegado a ver mejores hombres que los que había conocido tanto tiempo atrás.
   Los primeros en atreverse a entrar al saloon y pedir algo fueron los gemelos Scheffer, James y John, altos y estirados, siempre rígidos, con la cabeza bien alta, ambos vestidos de chaleco y sombrero marrón, y ambos luciendo un fino bigotillo negro. Inmediatamente se dieron cuenta de que no eran bienvenidos. La gente del lugar no se atrevía a pasar por allí y el local estaba ocupado por pistoleros únicamente, que en cuanto vieron a los hermanos se acercaron a ellos y trataron de intimidarlos a base de insultos y amenazas. Los Scheffer nos se hicieron esperar mucho para tirar de revólver, matar a cuatro personas y herir a otras tres, que se alejaron de allí como pudieron. A los hermanos no llegaron a tocarles un pelo de la ropa, ni les rozó ninguna bala, así que se miraron, sonrieron, enfundaron y pidieron un chupito de tequila para cada uno.
   La noticia de los hermanos Scheffer no tardó en llegar a oídos de Pitt, el Cojo, un cowboy vestido de bucanero al que todos tenían miedo en aquel lugar. Pitt el Cojo era el jefe de la banda de forajidos que había invadido Wood Valley, un pirata sanguinario del que nadie sabía cómo había llegado hasta el Viejo Oeste, siempre con un pañuelo azul a la cabeza y con una pata de palo en el lugar de la pierna derecha. Pitt no era muy alto pero era fuerte y rudo, tenía barba y un pendiente de aro en la oreja derecha, y a pesar de encajar tan poco en aquella región, en aquel momento era el que mandaba. Sabiendo desde el primer momento a la clase de vaqueros a los que se enfrentaba, Pitt el Cojo decidió acabar con aquello cuanto antes, citarlos a todos para batirse en duelo y así comprobar quiénes eran verdaderamente los mejores. Pitt el Cojo no tenía miedo a nada, era un gran pistolero y lo sabía, no había muchos hombres mejores que él, y no creía que entre sus nuevos rivales estuviera alguno de ellos.
   Así que a la caída del sol quedaron todos en el centro del pueblo, duelo de pistolas de cinco contra cinco, ni más ni menos. En el centro, Pitt el Cojo se enfrentaba al viejo Turner, al que todavía le quedaba cuerda para rato. A la derecha de Turner, los hermanos Scheffer se batirían en duelo con un oriental y con un moderno cowboy vestido de aventurero australiano. A la izquierda de Turner, Smallie Griffith medía su revólver con el de un vaquero calvo al que le faltaba un brazo y tenía media cara picada, apenas podía distinguírsele el ojo derecho. Más a la derecha, Tequila Joe se enfrentaba a un indio apache, por extraño que pueda parecer, y aún más al borracho Joe, amigo de los indios desde hacía ya muchos años.
   En ese momento las cinco parejas se miraban a los ojos, esperando el más mínimo gesto del contrario para poder disparar. Todo el pueblo estaba observándolos desde el exterior de sus casas. Allí estaban el barman y el herrero, las chicas del saloon y el dueño de la tienda de armas. También la hermana de Smallie Griffith, vestida de animadora de instituto americano, su marido, otro indio, y sus amigas, también animadoras. Los demás habitantes del pueblo eran todos indios y algún que otro soldado de la Segunda Guerra Mundial. Además de ellos, también estaban presentes el resto de miembros de la banda de Pitt, todos ellos vestidos de guerreros clon de la Guerra de las Galaxias.
   Tequila Joe se frotó los ojos. No había bebido nada aquella mañana. O bueno, había bebido, pero no tanto. No tanto como para estar presenciando un espectáculo como aquel. Su contrincante indio ya rozaba con los dedos la culata de la pistola, que era una Magnum del .357, todavía no inventada en aquella época. Bajo este panorama nadie se decidía a desenfundar, pero la tensión se mascaba en el ambiente. En lugar del típico matorral, se les cruzó a los pistoleros un folio de papel, un gigantesco folio de papel, tan grande como un carro de caballos, que pasó levantando polvo y viento, y al final se fue como si nada. El viejo Turner no comprendía nada, pero tampoco se despistaba. Estaba completamente atento a su enemigo y no le perdía de vista. Pitt el Cojo, igualmente, no se preocupaba por nada de su alrededor, solamente acariciaba su preciada pistola del siglo XVII.
   Y de repente apareció un dinosaurio como caído del cielo, y todos pudieron verlo acercarse en el horizonte. Un Tyrannosaurus rex, el auténtico tiranosaurio, se acercó al grupo corriendo como la auténtica bestia que era. Fue entonces cuando la población de indios y animadoras de aquel estrafalario pueblo que era Wood Valley echó a correr sin mirar atrás, todos se alejaron de allí sin perder un solo segundo, incluidos los soldados clon, y finalmente quedaron los diez duelistas como los únicos defensores del valle. Unidos por la causa común, aquellos diez hombres no tuvieron que hablar mucho para decidir que resolverían sus diferencias en otro momento, se encararon todos a aquel gigantesco monstruo y dispararon a una. Pero las balas, como era de esperar, no hacían nada en la coraza escamosa que cubría al reptil, por lo que aquellos disparos sólo consiguieron enfurecerlo aún más. De un coletazo, el tiranosaurio derribó la casa que tenía más a mano. A pesar de esto, ninguno de los hombres se echó atrás. A pesar de sus diferentes objetivos, de su diferente edad y de la mitad de ellos no distinguían entre el bien y el mal, si había algo que lo tenían todos en común; ninguno era un cobarde.
   Los hombres de Pitt el Cojo fueron los primeros en caer. De donde vino el dinosaurio los tenía más cerca a todo ellos, así que no tardó mucho en atrapar al primero entre sus fauces. Ese primero en caer fue el oriental que se enfrentaba a James Scheffer, el karateka chino, al que sus artes marciales poco pudieron ayudar contra el gigantesco animal. El tiranosaurio ni siquiera se molestó en comérselo, lo zarandeó entre sus mandíbulas y después lo lanzó por los aires, evidentemente muerto. Seguidamente aplastó de un pisotón al aventurero australiano, y el indio, intentando huir, acabó también entre los dientes del lagarto gigante. Igualmente lo lanzó por los aires y fue a por su siguiente objetivo, parecía que no tenía hambre, no quería alimentarse de ninguno de los hombres, sólo quería matarlos uno por uno.
   Del grupo de los forajidos sólo se salvaron de la muerte el hombre manco, que se escondió dentro del saloon, y Pitt el Cojo, que se alejó de allí como pudo, a trompicones por la arena, hasta que llegó a agazaparse detrás de unos barriles. Evitaron el ataque los cinco miembros de la banda de Turner, a pesar de que Smallie Griffith tuvo que esquivar un malintencionado coletazo en el último momento. Tequila Joe consiguió situarse detrás del monstruo y en un momento de despiste se subió encima de su cola, trepo por su lomo y llegó incluso a mantener el equilibrio por encima de su cabeza, pero el que había sido desde siempre rey de los dinosaurios no iba a dejarse dominar tan fácilmente, se abalanzó contra una de las casas del pueblo y de un cabezazo estampó al borracho Joe contra uno de sus muros, dejándolo en un estado lamentable, debatiéndose entre la vida y la muerte. Con una furia insaciable, el tiranosaurio se dio la vuelta y se dispuso a atacar al resto de los hombres de Turner, metidos en los edificios o resguardados bajo los postes y las vallas. No tenían mucho que hacer frente al descomunal reptil.
   Y sin embargo, sí que tuvieron una última oportunidad. En el mismo instante en el que la bestia se lanzaba sobre ellos, apareció un enorme guerrero del espacio para salvarlos, un robot del mismo tamaño que el feroz dinosauro, más alto aún quizás, equipado con una imponente coraza metálica roja, misiles en los puños y cascos en los pies, un auténtico defensor del bien y la justicia llegado en el momento justo. Cogió y al tiranosaurio del cuelo y estuvo forcejeando con él durante un buen rato, mientras todos los observaban boquiabiertos. Los empujones del uno contra el otro fueron derribando las casas del pueblo sin ningún esfuerzo, y ninguno se dejaba vencer a pesar de todo. El robot gigante lanzó al dinosaurio por los aires, que cayó al suelo y se volvió a levantar para lanzarse a por él. Lo embistió con todas sus fuerzas y a pesar de ello no logró derribarlo, el robot consiguió agarrarse y los dos continuaron dando vueltas.
   Alrededor de ellos volaban helicópteros y avionetas, y los iban siguiendo varios tanques, además de animales de safari y caballeros medievales. Tequila Joe, malherido, Pitt el Cojo y el resto de cowboys contemplaban la escena boquiabiertos. Y justo en el momento en el que todo empezaba a volverse extraño y fantasioso y las explicaciones perdían sentido, en ese momento sonó una voz desde lo alto de los cielos:
   - ¡William, a cenar! ¡Recógelo todo!
   Y entonces y solo entonces todo empezó a tener una razón de ser. La gigantesca mano del todopoderoso y omnipotente dios William, Billy el Niño, comenzó a llevárselos a todos uno por uno; y cayeron el robot y el dinosaurio, y los aviones y los helicópteros, las animadoras y los soldados, los indios. Tequila Joe siguió pensando que estaba borracho y Smallie Griffith se temía la llegada del apocalipsis, pero el Michael J. Turner, juguete viejo, supo perfectamente lo que ocurría. Se dejó agarrar y se dejó llevar al limbo de los muñecos, a la caja, con todos los suyos. Con los que ya estaban dentro y con los que estaban fuera, con los enormes monstruos y con los pequeños soldados, con los hombres y con las mujeres. Una vez que acabó el juego, todos y cada uno de ellos fueron a la misma caja.

Elegancia
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

NO ES ORO TODO LO QUE RELUCE


        Lo nuestro duró, como diría Joaquín Sabina, lo que duran dos peces de hielo en un güisqui

on de rock. Y nunca mejor dicho, porque Sabina entiende del amor un rato largo.  Porque tú

llegaste como el gordo de Navidad el día 22 de diciembre, pero no te hiciste pesado, no, ni nos

tocó el gordo contigo ni siquiera la pedrea. Simplemente ocupamos nuestras noches de insomnio y

mutuo aburrimiento, tú en la búsqueda de llenar momentos baldíos, yo, con mi soledad por

bandera y encontramos un atisbo de cariño,  por los caminos imprevisibles de Internet con sus

oscuros objetos de deseo.

Y todo comenzó en aquella noche perdida de invierno, noche fría y oscura, pero mira por donde las

flechas que Cupido lanzó fueron atravesando los circuitos de ambas computadoras. Y creamos una

historia de fantasías recorriendo los senderos del entendimiento. Hablábamos horas y horas, hasta

la madrugada. Y no veas los reproches de mis hijos cuando me veían en soseída con el ordenador

venga chatear, sin descanso, casi diría que comía y todo sentada ante la pantalla, esperando tu

llegada, por supuesto. Yo diría que estaba como a esa gente que le falta una droga y necesitaba mi

dosis diaria. Tenía el mono. 

Y todo parecía tan perfecto, demasiado perfecto para ser verdad, porque hoy en día, con los

tiempos que corren es difícil encontrar el amor por una computadora. Y aunque la ciencia avance

que es una barbaridad nunca se puede estar seguro de que con los medios a nuestro alcance, sea

todo de color de rosa. Y al  principio lo fue: maravilloso, etéreo, inolvidable y hasta increíble.

Porque en un par de semanas aquello desbordó todo lo imprevisible, éramos como almas gemelas

que se encuentran a través de los circuitos. Coincidíamos en casi todo: lectura, grupos musicales,

aficiones y hasta en eso del baile, que a mí todo hay que decirlo me chiflaba, y que no lo hacíamos

ninguno de los dos nada mal.

Entonces, como vivíamos relativamente cerca, pensamos que lo mejor era conocernos in situ y

llegó el tan ansiado momento de aquel día memorable que quedaría inscrito en los anales de mi

historia personal, en el que íbamos a vernos cara a cara y te dije unos días antes:
-   No vayas a venir con una flor en el ojal para que te reconozca.

Pero no hizo falta, nos habíamos intercambiando ya multitud de fotos en todas las posturas

posibles, así que no fue nada difícil localizarnos.  Y te confieso que no me caíste nada mal e

íntimamente creo que yo también te hice tilín, porque puse mis mejores armas al servicio de

aquella cita a ciegas: maquillé mis sensuales labios de rojo pasión, me puse mi super body de color

negro que es tan sensual, según los hombres, me calcé mis tres cuartas en zapato y puse algo de

colonia cerca del alimento de la vida. Et voila¡ Allí estaba tu mujerona esperándote.  Y al fin se

cumplieron nuestras expectativas porque ahora eras de carne y hueso, podíamos tocarnos, vernos

bien cerca, abrazarnos, porque ya sabíamos casi todo el uno del otro, no había secretos ocultos ni

nada que no conociéramos bien de sobra de la vida y milagros del oponente.  Ó eso creía yo

entonces.

Pero del color de rosa se fue tornando nebulosa gris que no dejaba entrever lo que ocurriría casi un

mes después, ya que tú fuiste como aquel emperador, creo que de ascendencia romana,  que llegó y

dijo: 
                                           Vini, vidi, vinci.

  Viniste de forma casual, viste el percal que se te ofrecía y venciste a las primeras de cambio sin

ninguna clase de resistencia.

-   Eso es suerte y a los demás que nos quiten lo bailao.

Pero lo más escabroso del asunto es que para ti quizás solo fui la tía interesante del Chat, alguien

con quien hablar, pasar el rato y demás zarandajas que incluyen estos sitios.  Pero lo que no sabes

ni me gustaría confesarte es que para mí fuiste algo más, eras la panacea del hombre casi perfecto,

porque cariño mío eras tan completo, ¡ay señor! que completo eras:

  Profesor de inglés con plaza fija, aunque a mí nunca me dijiste ni una sola palabra que

corroborara que eras docto en ese idioma. Pintor aficionado, me comentaste también y por lo que

deduje yo, porque tu pisito de soltero estaba plagado de cuadros por doquier de todos los tamaños

y colores con tu rúbrica bien visible. Señor separado con un hijo independizado, aunque lo de la

independencia lo entendía yo más bien poco porque el muchacho se presentaba en los momentos

más inoportunos porque como tenía la llave de la vivienda, pues hala, como Pedro por su casa.

Además tu coche era su coche y en más de una ocasión tuve que ejercer incluso de taxista

particular tuyo, para llevarte y traerte cuando salíamos de marcha, porque claro el niño lo

necesitaba más, y como a un hijo, aunque este independizado, calce un cuarenta y cinco y tenga ya

más de treinta añitos siempre seguirá siendo nuestro niño, pues se les permite todo. Eras también

cariñoso y romántico (varios días) y buen conversador sobre todo porque siempre tenías una

palabra dispuesta y unas disertaciones intelectuales sobre cualquier tema que a veces me dejabas

impresionada. Vamos, que tenías buen palique para engatusar a quien se te pusiese a tiro (léase mi

persona).  Bueno, en casi todo eras la irrefutable perfección,  porque por lo que me mostraste

después  no vayamos a tirar cohetes por tan poca cosa. ¿Se podía pedir algo más? No, ni por

asomo.

Pero cosas del destino saliste como alma que lleva el diablo, yo no sé que pasaría por tu cabecita y

de pronto ya no llamabas, no contestabas al teléfono, ni a los mensajes tan chulos e insinuantes que

te mandaba, todo sin un por qué, sin un más ni un menos te hiciste el longui. Y para colmo dejaste

de entrar en la página de contactos por si acaso te encontraba. Pienso que cambiaste tu nick para no

ser localizado. Y el Messenger, por donde tantos buenos ratos habíamos pasado quedó silenciado

para los restos. Hijo mío, me dejaste anonadada y sobre todo atónita ante tal cambio de actitud,

Pero ilusa de mí, aún espero con ansia el momento en que ibas a plasmar mi delgada figura que te

volvía loco, en uno de tus cuadros para colgarme en la pared. Y ahora me preguntó yo:

¿Pintarías algo de verdad o aquellas imágenes que llevaban tu firma eran replicas compradas en el

todo a cien de la esquina de tu calle?

Porque yo en ningún momento vi por parte alguna la brocha gorda. 

Y todo terminó...... en la barra de aquel bar con un cafecito bien caliente. En aquel bar donde me

citaste para darme los motivos de tu ruptura pero que aún estoy esperando, porque por allí no

apareciste ni a las cuatro, ni a las cinco siquiera, que fue hasta la hora que te esperé. Y mucho rato

lo hice, porque el plantón fue de órdago. Pero es que aun me quedaba un resquicio de esperanza,

tonta de mi. 

Y como llegaste te fuiste, un día frío del mes de enero, el diecisiete para ser más exactos, porque

esas cosas no se olvidan, fue el día de san Antón, jornada especial porque en las iglesias bendicen

a los animales (burros incluidos), para que tengan una vida más longeva y feliz. Quizá fuiste a

pedir indulgencia por tus pecados. Vamos, que llegaste a ser como el del chiste que salió a por

tabaco y aún le están esperando. No se te volvió a ver el pelo ni todo lo demás

  Y ahora, después de tantos días sin ti, tantas horas vacías de palabras, tantas madrugadas de

veladas solitarias, esperando una llamada que no llega, una señal inequívoca  de que aún me

recuerdas, al fin me desencanté y ahora si puedo hacerle caso a mi abuela, mujer sabia donde las

haya que desde que comenzó este tinglado tan inverosímil no paraba de comentarme solapada y

machaconamente cada vez que me veía chateando:

-Niña, que esas cosas tan modernas no pueden traer nada bueno. Tú hazme caso a mí, y échate un

novio como dios manda, como toda la vida lo hemos hecho.

Pero como siempre, no hacemos caso de la voz de la experiencia, y aquí me quedé, compuesta y

sin novio, ahora, a mis taitantos años, con un cruel desengaño a mis espaldas y para vestir santos.

¡Qué remedio!

Por eso, donde quiera que estés, si llegas a leer esta misiva, que por cierto colgaré en Internet con

nombre y apellidos, si te paras a mirar estas líneas preñadas de desenamoramiento y un pelin de

venganza, solo te diré que mis noches no están ahora llenas de soledad, porque ya encontré un

sustituto, no tan docto como tú, pero un verdadero hombre en todo el sentido de la palabra. Y

ahora nos dan las doce, y las una, y las dos y las tres, e incluso hasta el amanecer, y no

precisamente mirando la luna, contando estrellas ni disertando sobre temas banales que como he

comprobado no llegan a ninguna parte. Por eso, no hay mal que por bien no venga.

-   Good bye, y que te vaya bonito, como diría la canción. I love you?

-   No hijo, no, que te love tu abuela.   
                                                                                         

Hyzan
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Radionovelas


Lo primero que se me vino a la memoria cuando encontré aquellas cartas en el fondo del baúl de mi madre, el que siempre llevó con ella a cada casa que estuvo, fue la radio de la vecina Carmela, la misma que firmaba las misivas. Era un aparato de los años cincuenta, un armatoste rectangular con dos botones plateados, el dial repleto de lugares que me resultaban desconocidos: Roma, Valencia, Paris, Lyon... y una palabra exótica, que después supe que era la marca, Telefunken, y que me atraía como un imán. Te-le-fun-ken.
Lo recuerdo con claridad porque fueron muchas las horas que pasé frente a esta radio.  En casa no teníamos, y mi madre, todas las tardes, se iba con la vecina Carmela para escuchar la novela de Ama Rosa. Siempre le decía lo mismo, que mi aparato receptor se ha averiado y lo mandé a reparar. Cada día la misma excusa. La vecina Carmela sabía que mentía, pero no decía nada, ahora entiendo su actitud.
Entonces no podía ni imaginarlo. Quizás porque sólo tenía doce años, quizás porque eran una época gris y a las niñas no se les explicaba nada, y mucho menos lo que no tenía explicación lógica o religiosa, que para el caso era lo mismo.
Mi madre era una mujer hermosa, cuando se arreglaba un poco parecía una artista de cine, los ojos grandes, la nariz altiva, los labios rojos como un clavel reventón. Mi padre apenas le hacía caso, tampoco entendía por qué prefería estar con sus amigotes en la taberna en vez de con nosotros. Odiaba tener que ir a buscarlo, me asomaba a la puerta y le miraba con todo el odio que podía concentrar en mis ojos casi adolescentes. Se hacía el remolón, sabía que mi presencia allí indicaba que la comida ya estaba preparada. Había sido él mismo quién había dado instrucciones precisas a mi madre para que lo avisara cuando apartara el arroz del fuego, no le gustaba pasado. Aún así se demoraba, se tomaba su tiempo para apurar el vaso de vino y de soslayo me dedicaba una sonrisa de superioridad. Yo esperaba en la puerta con los puños apretados.
Nunca tuve claro de donde surgía el odio que sentía hacia mi padre, no era un mal hombre, nunca nos hizo daño. Quizás intuía que era el culpable de nuestra pobreza, el jornal nunca llegaba completo a casa, buena parte se quedaba en la taberna del Tomás.
Muchas acompañé a mi madre en aquellas visitas que, al principio, se limitaban al horario de la radionovela, pero que con el tiempo fueron alargándose, a veces nos anochecía junto al receptor de radio, aunque ya hacía tiempo que ninguna lo escuchábamos. Yo jugaba con mi muñeca de trapo, el único dispendio que se permitieron los reyes magos ese año, una muñeca con ojos de fieltro y falda de cuadros, la llamaba Josefina, y me gustaba jugar con ella a las maestras. Mi madre y Carmela charlaban sin descanso, como si cada día fuera el último que se iban a ver. A veces prestaba atención a su conversación, tenía la sensación de que utilizaban un lenguaje cifrado que sólo ellas podían entender, así que pronto me aburría y continuaba explicándole la lección a Josefina, ayudada de mi pizarra.
Mi madre siempre intentó ocultar que éramos pobres, de ahí que aquel aparato de radio inexistente siempre estuviera en reparación o que desmontara los vestidos mil veces para volver a coserlos y que parecieran nuevos. Ahora me duele su ingenuidad, cómo disimular algo tan evidente, cómo evitar que nos miraran por encima del hombro, que no nos invitaran a merendar en ninguna casa porque sabían que no podríamos corresponder.
Todos menos la vecina Carmela, ella era distinta, su puerta estaba abierta para nosotras, de par en par. Sólo había que apartar aquellas cortinas recias, de color pardo, que evitaban que se colaran las moscas, para entrar en un mundo ficticio lleno de voces sugerentes que sufrían por amor, la ficción que nos permitía evadirnos de una realidad que no nos gustaba demasiado.
No consigo recordar si alguna vez vi algún gesto, alguna señal, que me hubiera llevado a sospechar algo. Carmela, aún siendo una mujer de carácter fuerte y gesto adusto, solterona para el pueblo, ya había cumplido los cuarenta y no se le conocía ningún enamorado; siempre se mostró amable con nosotras. Nos ofrecía las sillas de anea, junto a la radio, mi madre se sentaba muy solemne los primeros días, como una reina sin trono; yo prefería el suelo, estaba fresco y, con suerte, conseguía localizar alguna hormiga con la que entretenerme, la seguía con la mirada, buscando desesperada alguna miga de pan que se hubiera caído en el reciente almuerzo, hasta las hormigas pasaban hambre.
Conforme cogió confianza mi madre se iba relajando, se olvidó de su postura envarada, cruzaba las piernas, reía, lloraba y suspiraba, ya sin vergüenza alguna. Carmela la miraba mucho, sí, eso sí lo recuerdo, fijamente, como si quisiera ver a través de su piel. El cutis de mi madre era rosado y se encendía como la yesca cuando bebía un poco del vino quinado que le ofrecía Carmela. Al principio lo rechaza dos o tres veces antes de aceptar, luego ella misma se levantaba, iba hasta la alacena y servía para las dos, en el mismo vaso, así no tienes que fregar tanto Carmela, le decía. Y Carmela sonreía, y su gesto adusto se esfumaba como por arte de magia, se le ablandaba la mirada, como si de pronto no fuera una solterona, sino una niña enamorada.
¡Ahí está! Sí que había pistas, sí que las recuerdo, la memoria no es un camino recto, zigzaguea en el espacio y en el tiempo, nos marea llevándonos por recodos, nos hace esperar años, pero finalmente los recuerdos se muestran.
Mi madre y Carmela estaban enamoradas, nunca supe si fueron amantes, quizás eso es lo de menos, las dos están muertas y yo casi soy una anciana. Y no sé si hago bien leyendo las cartas que encontré en el fondo de su baúl, pero son tan hermosas, tan trágicas, como aquellas radionovelas que escuchábamos cada tarde, en casa de Carmela.

Lucille
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Intervalo


Inmediatamente después de morir, Charles A. Bucklekoff se apeó y recorrió las calles de aquélla llamativa ciudad. "Bienvenido" le dijo un hombre petiso y barbudo, cubierto de seda azul. Esta es la ciudad en donde a usted le tocará vivir hasta la nueva asignación de vida.
Charles lo miró sin sorpresa, estaba convencido de hallarse en un sueño producido por un coma o por alguna sustancia medicinal que le pudieran haber colocado en algún hospital, por algún motivo relativo a su salud. No recordaba haber sufrido accidente alguno, pero había muchas probabilidades de que todo este delirio fuera parte de eso. Además, estaba acostumbrado a tener sueños en los que era capaz de moverse a voluntad y hasta ser consciente de estar soñando. Siguiéndole el juego, respondió:
-   "Cómo no...¿y el señor es...?"
-   Soy, sí- respondió el enano- si hay algo que soy, es ser.
Charles rió. El enano también, pero su risa empezó a tomar fuerza, y Charles, disgustado, se alejó caminando con pasos cortos y veloces.
Siguió caminando y se negó a escuchar los ecos de las carcajadas de aquél ser. "Esta es mi mente y aquí hago lo que yo quiera" se dijo.
A pocos pasos de allí había un parque de diversiones, o eso le pareció. Se dijo: -Si hay uno de esos toboganes rápidos, entro- Desde pequeño había querido hacerlo, pero el vértigo no se lo había permitido nunca, hasta aquél momento. En efecto, al mirar hacia su izquierda pudo ver un gigantesco tobogán al que decidió subir.
-Es extraño- se dijo- que no lo haya visto antes. Y luego agregó:
-Claro que es extraño: es un sueño-
Pagó la entrada para el Parque, un hombre vestido de oficial de policía le cobró. –Sólo dos cosas debo decirle antes de que suba: primero, el tobogán es más alto de lo que parece, por lo tanto el viaje puede resultarle largo. Segundo, no puede bajarse antes de tiempo.
Charles lo miró, desde los ojos azules detrás de los anteojos, extendió el dinero en las manos del oficial y entró en un ascensor de hierro. Vio allí a un anciano que sostenía el periódico debajo del brazo, y tenía una boina azul de paño. No lo miraba; parecía dormido.
El viejo no se inmutó cuando el ascensor comenzó a elevarse, y se entretuvo mirando a través de dos ventanas que parecían haberse abierto a la par de sus ojos. El cielo, en efecto, tenía el color de éstos. Charles lo saludó y le preguntó si era empleado del parque.
-Claro que lo soy- el viejo tosió al decir esto- desde hace más tiempo del que podrías concebir en tu cabeza.
-Desde ya...- rió Charles- por supuesto. Usted está aquí desde hace tanto que para entonces el cielo y la tierra todavía no se habían formado-
Y se puso de espaldas al hombre, reflexionando sobre lo que acababa de decir.

Pasaron varios días dentro del ascensor. Charles los sintió largos, demasiado extensos para un sueño. Estaba preocupado, y por primera vez desde que había pisado aquél lugar, asustadísimo. Se mordía los labios para no hablar; se rehusaba a dar lugar a una respuesta del hombrecito.
Tenía miedo de darse cuenta de dónde estaba, o de cómo estaba. No se le ocurrió que estaba realmente muerto hasta que dejó de ver y de verse. No estaba ciego. Ni estaba.
No estuvo un tiempo pero quería mirarse; se sentía mirar pero nada podía ver, nada lo tocaba y nada oía, pero percibía sin sonido los pensamientos: -"He dejado de ser" - se murmuraba en el silencio. "Has dejado de ser", le murmuraba el silencio alrededor.
Sabía que el hombrecito estaba ahí. Imaginó que se reía agudo, maldito y agudo como días atrás en la entrada del parque aquél enano se había burlado de él. Supo que se sentó, aunque no había dónde ni con qué sentarse. Descansó, porque finalmente su silencio se apiadó de él y dejó de susurrarle lo que él ya sabía. Y los silencios de alrededor tampoco le quisieron decir cosas repetidas, porque ellos ya eran repeticiones de ausencias y de cosas no dichas.
Supo que se despertó cuando le pareció que sus pensamientos eran arrastrados por una brisa que lo calmaba, que le quitaba la ansiedad. Y no pudo oler la brisa pero sintió que era de limón. Amaba el limón, pero ahora ya no podía degustarlo, ni verlo crecer en un árbol, brillando amarillo y medio verde, esperándolo. Esperando un futuro que tampoco ahora existía, porque sin cuerpo ni sentidos, no cabía en sus pensamientos proyección alguna de futuro.
Charles; ¿Era aún Charles? Se sentía ser y sentía elevarse pero sospechaba que ya no era. Supo que ya no era, pero; ¿Cómo podría no ser? ¿Cómo podría haberse borrado sin haber borrado el recuerdo de la planta de limón del fondo de la casa de su abuelo? ¿Quién lo había borrado olvidándose de borrarle la conciencia?
Si conciencia era, y recuerdos eran lo único que tenía, aprendería a seguir siendo con eso y a pesar de eso. Pasaba parte de sus pensamientos ordenando recuerdos. Ya no le preocupaba el hombrecito, porque si allí se encontraba, a él nada le cambiaba. Y si era el culpable de todo lo que le estaba pasando, tampoco tenía sentido preguntarlo a sí mismo. Además, no se permitiría llenarse los pensamientos de cosas sin respuesta, corriendo el riesgo de borrarse lo único que realmente era suyo, lo único que había tenido preguntas, respuestas. Lo único que verdaderamente había sido alguna vez.
Primero ordenó recuerdos dispersos de la niñez. Ciertas caras, caricias, melodías de cuna, canciones del jardín de infantes, y de nuevo el limón en la planta de su abuelo. Le llevó bastante, en términos de esfuerzo, ponerlo todo en orden. Finalmente pudo armar un cuadro bastante uniforme. Pero cuando se disponía a pasar de etapa, otro recuerdo llegaba y debía hacer encajar las piezas nuevamente, dándose cuenta de que las iba olvidando, de que se le iban perdiendo a medida que las buscaba con más esfuerzo.
Se había subyugado a su propio no-ser, aceptando que era posible dejar de existir. Era tanto más difícil pensar en no-ser, y sin embargo, esta fue la alternativa que le pareció más justa, más real. ¿Qué era real?: que él ya no era.
Pero siguió siendo, convencido de haber perdido el cuerpo, el sueño, las ganas. Viajó en el ascensor y nunca dejó de subir, eternamente, y aún siendo, sintiendo y recordando, siguió pensando que era nada. Aún cuando le asignaron una nueva vida y salió del ascensor, sin comprender qué eran las manchas que veía, qué eran los olores que no sentía, qué fueron esos rumores inaudibles y esa presión en la cabeza. Supo que tenía frío, y supo que alguien lo había tapado con una mantilla. Sintiendo tan agradable sensación, decidió olvidarse del enano, del ascensor y de que alguna vez se llamó Charles A.Bucklekoff. Al menos hasta la próxima vez.

Sahara
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente