Autor Tema: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío  (Leído 94141 veces)

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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #15 en: Abril 11, 2011, 21:19:09 pm »

MÚSICA CELESTIAL

Mis padres se conocieron al son de una dulzaina y un tamboril festejando a la patrona. Militar mi padre y corista (del coro de la iglesia parroquial) mi madre, hoy puedo asegurar que si el amor no es ciego si ha de ser algo astígmata, porque sus disparidades en el modo de enfocar la vida, no pudieron ser más manifiestas con el paso de los años. Se desposaron cuando ella tenía a la sazón veintiún tiernos años y un nulo conocimiento del mundo, allende los límites del concejo. El tenía ya treinta primaveras. Para dar empaque a la ceremonia, la banda castrense ejecutó con maestría dos piezas de su repertorio y el orfeón obsequió a los asistentes al enlace  con un Ave María y un Aleluya. Se trasladaron a la capital, y poco antes de su primer aniversario colmé de felicidad sus vidas. Si los niños suelen traer, según el refranero popular, un pan debajo del brazo, yo traía bajo el brazo derecho la toga de abogado que mi padre había decidido, que en caso de ser varón iba a vestir, y escondida detrás del izquierdo, una maraca para acompañar boleros.
 Mi madre siempre atenta y vigilante, descubrió enseguida mis inclinaciones artísticas, pero dado que mi progenitor ya había decidió sobre mi futuro y en él no había espacio para veleidades creativas, creyó más prudente no hacer públicas mis tendencias.
 Por eso, cuando se ausentaba del hogar familiar por causa de sus responsabilidades militares, yo podía dar rienda suelta a mis pasiones y al amparo de mi madre y guiado por su altísimo sentido musical, practicar tanto el bel canto, para el que -siempre según el director de la escolanía en la que sin levantar sospechas participaba-estaba dotado, como el baile, para el que yo mismo me sentía predestinado.
El nacimiento de mi hermana pequeña distrajo parte de la atención que mi madre me dispensaba por razones obvias, por eso decidí que lo más acertado sería buscar por la ciudad algún posible mentor dispuesto a ayudarme en el perfeccionamiento de mis, por entonces, limitados conocimientos. Francamente, fue sólo gracias a mi pétrea decisión, soterrada aún, de convertirme en músico, que soportase la agotadora e ingente tarea de rastrear los posibles candidatos. Entre pañal y biberón, comentaba con mi madre mis indagaciones, y ella, solícita como siempre, me aconsejaba guiada por aquel instinto maternal de guarda y protección de su prole, y para hacerme feliz, buscaba en el dial de la radio que presidía el aparador del salón alguna emisora difundiendo los éxitos musicales del momento, y cantando con aquella prodigiosa voz clara y resonante me cogía entre sus brazos y recargaba mi espíritu con su optimismo vital. Terminábamos nuestro dueto cuando los lloriqueos de la recién llegada atraían de nuevo la atención de mi madre.
 Encontré una academia para músicos principiantes cerca de la estación de tren, a distancia nada despreciable para recorrer a pie desde mi domicilio. Atraído por la posibilidad de aprender a tocar el acordeón, que era en único instrumento con plazas disponibles, soporté los desplazamientos estoicamente bajo el frío helador de los meses de invierno, y la canícula más agobiante de los de verano. Mi sufrimiento había obtenido la justa recompensa y si aún no era un virtuoso, bien podía decirse que me defendía con extrema soltura.
Pero el paso del tiempo me había convertido en un púber listo para cerrar ese capítulo de mi vida y empezar otro. No he podido olvidar aquel momento en que mi padre se presentó en el lugar de trabajo de la coral estudiantil, cuando estábamos ensayando con la botella, el pandero, el almirez y las castañuelas, los villancicos que tres meses más tarde formarían parte del repertorio que haría el deleite de toda la ciudad. Se hizo un silencio sepulcral, el autor de mis días infundía  temor y respeto. Con sus buenas costumbres a flor de piel, habló algo con el director del coro y acto seguido el apabullado don Venancio, me concedió la dispensa para salir de la sala, le caían los gotitas de sudor apenas perceptibles por los demás, pero no para mí que sabía de los efectos que la presencia de mi padre causaba en los demás. Cortésmente le di la mano, y él apostilló un hasta siempre que dejó claro el contenido de los susurros de mi ascendiente. En fin, como el  buen hijo que por entonces era, supedité mis deseos a los suyos y salí de allí absolutamente cabizbajo y contrito, aunque mi cerebro decidió recuperar los últimos compases de lo que estábamos cantando y sin que nadie lo percibiese, continué disfrutando de mi ensayo.
Los nimbos que se cernían sobre el domicilio familiar amenazaban con descargar una violenta tormenta, pero nunca hasta el punto de anegar por completo aquel matrimonio. Mi madre se armó de valor y después de meter en la maleta sus pertenencias más intimas, entre las que incluyó la radio, salió de la casa. Nos lanzó un beso al aire a mi hermana Adelita y a mí y desapreció. Él, atónito por lo sucedido, anunció tan sentencioso como siempre que aquel heteróclito comportamiento era lo menos que podía esperar de alguien tan poseído por la depravación artística. Yo fui matriculado como no podía ser menos en la Facultad de Derecho, y mi hermana pasó al internado para señoritas más cercano a nuestra residencia. Aquel gris sempiterno sobre mi cabeza solo dejaba pasar la luz del sol cuando me dedicaba a satisfacer los impulsos de mi corazón, además del acordeón tañía la bandurria, la guitarra, el laúd y gracias a un compañero de ‘La tuna’ había recuperado una cítara y comenzaba mi aproximación a aquel instrumento polifónico con el mayor de mis deleites.  A los ojos del general, denominación utilizada para referirme a mi padre desde el día en que le fue comunicado el ascenso, todo seguía según el plan trazado, mis notas en la carrera eran inmejorables, gracias a mi capacidad de retentiva y a la coincidencia en el disfrute de mi tiempo de ocio con el rector, hombre apasionado de la música  y la danza con el que congenié desde el primer momento en que nos conocimos en un seminario sobre ‘el arte de Talía’ y quien conocedor de mis problemas con él, se convirtió en mi protector y mecenas.
‘Cum Laude’, mis calificaciones sé que fueron motivo de orgullo paterno dentro de su círculo. Yo sé que mi madre se habría sentido feliz con mis notables avances dentro del mundo musical, ya que un día hojeando un periódico francés que alguien había olvidado en la biblioteca, vi su foto sobre un texto en el que se explicaba el meteórico ascenso de la Chanteuse d’opera Mme.Revuelta. Bien por ella, lancé un brindis a aire.
Me encontró trabajo muy pronto en el gabinete de abogados de un buen amigo suyo. El rancio y estirado ambiente vio mis primeros pasos como letrado, circunspectos y titubeantes, nadie ejerció presión sobre mí, pero no llegué a encajar al cien por cien. Me destinaron a pleitos de poca monta, y poco a poco fui sacando provecho de mi situación, leer tantas jurisprudencias, indagar entre tanta documentación procesal me hizo conocedor de los entresijos de muchos negocios. Tomé toda la información posible y creé un estricto archivo de posibles benefactores que a cambio de mi silencio, estuvieran dispuestos a realizar algún que otro favor, conculcaría con ello mis obligaciones para con la ley, pero sería en pro de alcanzar mi sueño: dedicarme en cuerpo y alma a la música.
Así que un buen día hice acopio de todos esos privilegios adquiridos a fuerza de sobornos y abandoné ya no sólo el terruño, sino el país en dirección al sol de Cuba y allí me instalé. Al general le llegaron las noticias de mi partida hacia un lugar incierto, cuando yo ya disfrutaba del sabroso ritmo caribeño. Para él, tamaño dislate merecía un castigo ejemplar, juró vengar su  blasonado abolengo eliminándome del árbol genealógico. Y todo eso antes de saber que yo empezaba a tener mis dudas sobre mis inclinaciones sentimentales. Empezaba a sentirme bien conmigo mismo, a experimentar ese cosquilleo refrescante que me recorría de arriba abajo cada vez que escuchaba una habanera, o cada vez que improvisaba al contrabajo en aquel conjunto de jazz dónde fui aceptado sólo por mi apasionamiento. Entre pentagramas, claves de sol, semifusas y tresillos empecé a escribir la historia de mi vida mientras componía a borbotones partituras, que liberaban tanta fuerza para los demás como paz para mí mismo.
Aquella noche en “El Tropicana” estaba preparado para dar el paso y debutar con la banda. Todo parecía sonreírme hasta que vi un destello dorado en la sonrisa de uno de los clientes que sentado en la barra, charlaba amistosamente con el barman, ese fulgor yo le había visto antes. Cuando clavó su mirada en la mía, sentí la punzada dentro de mi corazón. Se abalanzó hacia mí blandiendo su arma, hubo un gran revuelo, gritos de mujer, ruido de vasos rotos en mil pedazos…apenas recuerdo nada, alguien me empujó y  entre el tumulto, perdí el equilibrio. A partir de ahí no recuerdo nada. Cuando abrí los ojos y le vi allí, inerte y víctima de su propia bala me conmoví. Sólo espero que mi padre aprenda a valorar ahora la música celestial, que sin duda debe acompañarle desde que  su alma haya sido acogida en el reino de los cielos.

Quien tú quieras
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #16 en: Abril 11, 2011, 23:00:48 pm »

LA PAREJA DEL ZOOLÓGICO 
             

Los dos contemplaban ensimismados las aves de la gran pajarera del zoológico cuando, de repente, sus miradas se encontraron a través de plumajes y aleteos. Aquellas aves cautivas parece que les desvelaron el rumbo de sus vidas. Desde ese momento supieron que no volverían a separarse.
 
Cuando salieron del recinto habían vivido el asombro, la timidez, la zozobra, la inseguridad y hasta el espanto. Pero, a propuesta de él,  no cayeron en la vulgaridad de contarse sus vidas. Su encuentro tenía algo de mágico, tenían que conservar el misterio. Sería un juego. Habría pistas, indicios, pero nada más.  Crearían entre ellos un fuerte vínculo sin  compromisos. Nada de direcciones, ni números de teléfono. Serían impedimentos que pondrían a prueba su amor de cada día. Y, por supuesto, respetarían los mutismos, las ausencias, la falta de explicaciones. Únicamente quedaría fijo en su memoria el lugar de sus citas diarias: la pajarera del zoológico.

Y dedicaron el tiempo a conocer la ciudad. No quedó rincón por descubrir, aunque, claro está,  sin fotografías. Frecuentaron selectos restaurantes, lujosos hoteles, exposiciones, museos y maravillosas puestas de sol en el puerto.

 El la confesó que  andaba perdido en conjeturas, sin dar con la razón por la que se encontraba ligado tan desesperadamente a ella. Era verdad que habían desechado las asperezas y las disonancias desde el principio, de acuerdo, pero esto no parecía suficiente como para haber creado ese lazo afectivo tan profundo. Por toda respuesta ella  dijo que, por su parte, tenía ya gastadas todas las interrogaciones, pero que su  situación era perfectamente tolerable. Y se limitó a presentir la noche, llena de luna y estrellas. Una forma de admitir todo o no querer saber nada.

 El único contacto con la realidad eran las extrañas llamadas telefónicas que él efectuaba desde cabinas telefónicas. Jamás, de acuerdo con el pacto, ella se atrevió a preguntarle, ni siquiera a insinuarle, nada que supusiera querer saber de su vida. Se limitaba a esperar de pié, a unos metros de distancia.  Aprovechaba la ocasión para embelesarse con su buena figura, sus elegantes trajes, su porte de hombre de mundo… Y entonces es cuando exclamaba hacia su interior “¡Es maravilloso, tengo un amante!”

 A los seis meses, aquella relación volátil presentaba síntomas de haber empezado a agotarse, según manifestó él. Y la propuso cambiar de ciudad. Ella vislumbró una continuidad de su maravillosa aventura. Aceptó al instante y bautizó el proyecto como “viaje a la felicidad”.
Cuando ella preguntó “¿adónde vamos?”, él puso cara de desagrado.
–Ya he olvidado el lugar que me dijiste. A veces me pasa… luego, todo vuelve a la normalidad. Si, ya sé que no debo hacer preguntas pero…
–No te lo he llegado a decir, pero es un lugar maravilloso. Y podría ser simplemente una escala. Lo tengo todo ultimado. Amor, mío, confía en mí. Es lo único que te pido. De todo esto ni una palabra a nadie ¿de acuerdo?

 Cada día sería como una gota de rocío: liviana,  delicada, maravillosa, pero renovándose con cada amanecer…Jugarían al juego de los azares, las coincidencias y los presagios. Y por eso no le importaron los signos de egoísmo o depravación que observara en el comportamiento de su “gran amor para toda la vida”, consciente de que estaba  uniendo su destino al de un perfecto desconocido, al que únicamente llamaban la atención los coches ostentosos y las joyerías.

   Quedaron citados en la estación de trenes para tres días después, a las 18,30 en el
andén número 2. El se ocuparía de todo.
   –Tienes que repetirme las instrucciones. No soy buena para la organización. Y la memoria… a veces…
   –No sigas. Tú eres buena para todo, lo supe desde el primer día que te vi. ¿Por qué crees que me enamoré tan perdidamente?  Déjame darte un beso, uno más, para volver a sellar nuestro mágico pacto. Se perdería el encanto si comentaras algo a tu familia, a tus abogados, a alguna amiga… no sé. ¡No me decepciones! Piensa en nosotros, nada más que en nosotros.
   –Esto es maravilloso. Dependo sólo de ti…
   –Yo también dependo de ti.
 
Repetía las palabras “tengo un amante, tengo un amante”  cuando atravesó el umbral de su casa. Transitó por calles conocidas. Inesperadamente se internó por otra, simplemente siguiendo la llamada del instinto. Leyó el nombre. No le evocó nada especial. Bordeó la tapia de una iglesia y desembocó en aquel gran edificio de ladrillo, una mole que la hizo detenerse a mirar. Era la estación de trenes. Atravesó la puerta principal y se vio en un gran vestíbulo lleno de gente.
Sumergida de lleno en una de sus repentinas lagunas de memoria, en una absoluta nebulosa, a duras penas recordaba que esa tarde debía acudir a la estación. No conseguía concretar el motivo. Un zumbido de ruidos y conversaciones la aturdió de tal manera que corrió a refugiarse en un rincón de la sala de espera.
 
El pánico se apoderó de su maltratada mente al darse cuenta de que no sabía lo que tenía que hacer. Un fuerte dolor de oídos la acabó aislando del mundo. Ocupó un  banco alejado, no quería estorbar ¿Por qué se había puesto ese vestido floreado?, ¿adónde iba?, ¿por qué llevaba ese maletín tan abultado? Miró dentro. Había ropa, un neceser, dos cajas de pastillas ¿Todo eso le pertenecía?, ¿es que quizás debería haber tomado esas pastillas? , ¿y esa gran cantidad de dinero en billetes? Miró hacia arriba como queriendo pedir explicaciones. Aquellas alegorías paganas pintadas en el techo retuvieron por un momento su atención,  pero nada significaron para ella. Su mente era una nube de vapor en la que nada podía quedar fijado.
Un hombre enfundado en un impecable  traje de alpaca gris perla y corbata roja, se palpó  la pistola que llevaba en  la sobaquera, hizo dos llamadas telefónicas y con el maletín fuertemente asido  recorrió por tercera vez el andén, preso de una gran agitación.     
 
Había trazado su plan con tanta exactitud que no aceptaba que el tren estuviera a punto de partir y ella no hubiese aparecido todavía. Aquel absurdo pacto de no intromisión le impedía apremiarla con una simple llamada. Desconocía el número telefónico.
 
Ovillada en un rincón de la sala de espera,  los codos apoyados en aquel maletín repleto de cosas ignoradas, la cabeza entre las manos, ella repetía : “Ya pasará, ya pasará, será como otras veces”. Miró hacia el andén y vio cómo dos hombres se identificaban y abordaban a un individuo con  traje gris de alpaca y corbata roja. Iban camino de la salida.  Vio desfilar por delante de ella a un hombre elegante, de buenas hechuras y un maletín exacto al suyo, pero no pudo relacionar el hecho con nada que la afectara. Si acaso, le pareció que los brazos de aquel hombre colgaban a lo largo del cuerpo con una pesadez de hierro, igual que los suyos en aquel momento.

Amapola
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #17 en: Abril 12, 2011, 16:07:59 pm »


LLÁMAME TÚ

Desde que deduje que el nombre propio no sirve para mucho más que cualquier nombre común,  dejé de usar el mío.
Comencé a emplear el pronombre yo, aún a sabiendas que para el resto de las personas siempre seré tú o él y, en otras ocasiones condicionadas por las normas de uso social, seré usted.  Así que atiendo por tú o usted y me presento como yo.
Fui extendiendo esta forma de nomenclatura a todo lo que me rodeaba, con la convicción de que nuestra vida se simplifica enormemente una vez desechamos la propiedad de un nombre que, en el mejor de los casos, sólo lo usan millones de personas. Es igual que te llames Ana o Andrés, si no eres la única Ana o el exclusivo Andrés. Viene a ser lo mismo que ser ella o él. Yo. Tú. Nosotros. Vosotros. Ellos. Por eso renuncié a llamarme Ernesto, por no ser el único y porque no me diferencia en nada de cualquier otro Ernesto.
También puede ocurrir que dos personas con el mismo nombre sean totalmente dispares, o aún peor, que te hayan adjudicado un nombre que represente una bondad o una virtud de la que uno carece. Así puedes tener una eterna frustración llamándote Paz, Benigno o Remedios, sin que nada puedas hacer para respaldar esa decisión tomada a la hora tu nacimiento.
Evito los nombres propios y si he de usarlos, lo hago entendiendo que deben ser acertados o comuniquen alguna característica especial que diferencie a la persona o cosa. Así empecé renombrando a mis dos perros, los cuales tenían nombres tan comunes y vulgares como la gran mayoría de la población activa de perros, lo sé sin basarme en encuestas,  sólo de oído. Por eso decidí llamarlos Ven y Vete, y lo hice indistintamente, sin asignar la exclusividad del comando a ninguno de ellos.
Esto mismo lo apliqué con la asistenta, cansado ya de que, cada seis meses, pasaran personas distintas cuyos nombres me resultaba complicado pronunciar o memorizar. Ahora es mucho más sencillo, todas se llaman Noysí. Nombre que establecí  basándome en los monosílabos de sus respuestas.
Y los amigos o personas que vienen a casa, son Visitas, así es más fácil decir ha venido Visita, atiende a las Visitas, despide a las Visitas, que saberse una veintena de nombres que, insisto, no los van a diferenciar. Sí es cierto que, pueden convertirse en visitas adjetivadas, para que de esta forma yo pueda corresponder en el trato según su clasificación.  Para esto dispongo  de varios conjuntos de visitas, las hay agradables, incómodas, inesperadas, inoportunas o sorpresa.
Ampliando mis horizontes de desnombramiento propio, en una ocasión que repostaba gasolina en mi coche, me percaté de que ésta era de color verdoso. Al poco tiempo repetí la operación pero con  diferente vehículo, en este caso de gasóleo, el cuál pude comprobar que tenía un color amarillento. Por eso tengo un coche que va con verde y otro con amarillo.
Mis hijos opinan que esto no puede ser bueno y que me estoy volviendo raro.   Lo llevan mucho peor desde que les afecta a ellos. Siempre me ha ocurrido que al querer llamar a alguno,  empezaba pronunciando la primera sílaba de uno de ellos para luego intercalarla con la segunda sílaba de otro y finalmente terminar pronunciando el nombre del que quería. Esto  siempre producía un efecto ridículo en mi persona al exclamar algo así como ¡car..ju..beatriz!. Ahora uno es Espabilao, otro Empanao y la otra Borde. Es posible que deba cambiárselos según vayan creciendo, pero por el momento, son los más adecuados para ellos.
Con mi mujer fue mucho más difícil, de hecho ella sí ha evolucionado con el paso del tiempo en diferentes formas. Primero fue Belleza, luego, tras varios años de matrimonio, su apelativo más común fue Lejana y también Injusta, más tarde abandoné los anteriores nombres y la bauticé como Agotada.
Hubo periodos en que fue Enemiga, otros Aliada, Callada, Remanso, Guerra, Fiesta,  Espía y otros tantos que no podría enumerar en su totalidad. Incluso en el mismo día podía hacer uso de nombres diferentes.
Cuando pasaron las épocas peores empecé a llamarla Amiga.
Y ahora…, ahora hace tiempo que su nombre no ha cambiado, que mantiene siempre el mismo y que lo repito como un mantra.
Ahora se llama Oxígeno.

Raser
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #18 en: Abril 12, 2011, 19:06:09 pm »

EL ABRIGO MARRÓN

Te vi entrar, enfundado en aquél abrigo de lana marrón que te acompañó cuando te graduaste. Siempre dijiste que te sentías importante con él puesto. Levantaste la mirada y me viste al fondo del local.  Todavía no entiendo por qué temblaba al ver tu figura acercarse a mí. Tal vez porque en mi fuero interno recordaba cómo cuando éramos más jóvenes, yo había soñado con que el dueño de aquella boca, que ahora me sonreía con tanta franqueza, me hubiera permitido besarla.
Recuerdo tu cara fría, helada. Recuerdo como un escalofrío recorrió mi espalda con el roce de tu mejilla al besarme. El silencio lo invadía todo y yo solo podía pensar en el gran secreto que me tenías que contar. Si por un momento hubiera conocido lo que sé ahora de ti, jamás hubiera quedado contigo en aquella cafetería de mala muerte. Hubiera huido de ti como si me persiguiera la propia muerte.
Pero te admiraba demasiado. Habías logrado todo lo que te propusiste y la posibilidad de volver a verte después de estos años hizo que corriera a tu encuentro.
Después de casi cinco años viviendo fuera del país te habías dignado a llamarme. Si bien es cierto que nunca mantuvimos relación alguna, más que la de la simple amistad, de forma ilegítima en mí interior despertabas algo. Y ahora estabas aquí, frente a mí. Sonriéndome y hablándome como si ayer mismo hubiéramos salido de la facultad.
El penetrante aroma que despedía la taza de café que tenía delante, no conseguía erradicar en mis fosas nasales la fragancia que había aprovechado a aspirar cuando te acercaste para saludarme. Mis sentidos estaban tan embargados por tu perfume que apenas si presté atención al principio de la conversación. Asentía de manera automática a cada razonamiento tuyo sin plantearme siquiera la posibilidad del equívoco en ellos. Andaba perdida en la inmensidad de las estrellas gemelas que brillaban en tu rostro. Y desaparecí.
Viajé a lugares donde podía navegar por tu piel a gusto. Fui capaz de llegar a sentir el tacto de tus manos trepando sobre la piel desnuda de mi espalda, y hasta pude llegar a sentir tu respiración sobre mi cuello. Ya no estaba allí, en aquella cafetería. Mi mundo era otro. El mío estaba contigo en aquel lugar de mi sicología que creí superada hacía tiempo. Pero allí estaba, perdida entre los vapores de mis propios acaloramientos. Solo hizo falta el roce de tu mejilla para hacerlo resurgir de su escondite y hacerme rememorar mis viejas fantasías de graduada.
Sin embargo aquellas fantasías habían madurado. Ya no deseaba que me quitaras la ropa en el vestidor de la tienda donde te compraste ese abrigo que llevabas puesto en el café varios años después. Como si supieras más de mi misma que yo. Pero me da igual. Ahora es otra ensoñación la que alimentará mis fantasías en las largas noches solitarias de mi vida. En ese momento estás tú, estoy yo, está la taza con el café en el suelo. Mi espalda contra la pringosa mesa donde tomábamos café hace un instante. Tu abrigo cubriéndonos de las miradas. Pero nadie nos mira. El bullicio del local continúa y nadie se percata de nuestra arrebato incontenido. Y me pierdo en la quimera de esta ensoñación sin apenas percatarme del exterior.
Te oí llamarme por mi nombre un par de veces. Descendí del mundo al que me había elevado tu olor, estrellándome de bruces con la cruel realidad: El café seguía encima de la mesa y no derramado por el suelo. Tú y yo, sentados frente a frente, no nos habíamos dado a complacer nuestros más bajos instintos primarios. Tú me mirabas curioso con aquellos trozos celestes y me sentí estúpida al darme cuenta de que llevaba media hora removiendo una taza de café que se había quedado helada.
- Irina, ¿te has enterado de algo de lo que te he dicho? – Creí escuchar. Y tu voz me arrastraba a regañadientes de mis ensoñaciones eróticas.
- Pues la verdad es que no mucho. Perdona, tengo la cabeza en otro sitio.
- Se nota. – Dijiste mientras señalabas mi café. - ¿Te pido otro?
- Creo que no. ¿Qué era eso que querías contarme?
Me contaste cosas sobre cierto descubrimiento en no sé qué sitio de Centroamérica. Hacía mucho que solo me dedicaba a la investigación de laboratorio y lo que me proponías más parecía un suicidio que una investigación de campo. Me explicaste tus planes y sus ideas. Desarrollaste ante mí tu exposición de manera clara y tus ojos no paraban de brillar en ningún momento. Igual que el día que compraste ese abrigo.
- Vale, ¿Pero por qué me lo cuentas? Sabes que soy rata de laboratorio.
- Tú me traes suerte, - Te miré atónita, ¿Qué te traía suerte? Ahora sí que sería yo la que te desnudaría y empujaría tu cuerpo sobre la mesa.- Solo he hecho otra cosa importante en mi vida aparte de esto y fue comprarme este abrigo para una reunión de la que dependería mi futuro. Tú me trajiste suerte al escoger el abrigo y quería que me dieras tu opinión sobre esto. – Echaste un vistazo a tu reloj. – Mejor  si cenamos, ¿no?
Me arrastraste por varias calles del centro cogiéndome del brazo. No parabas de contarme tus aventuras durante estos años en los que no nos habíamos visto. Tu voz resonaba en mi cerebro como en una bóveda vacía, y yo me dejaba transportar hacia las localizaciones que describías con tanta intensidad mientras mis pies intentaban seguir el ritmo de tus andares. Pero a pesar de tu desenvolvimiento en el arte del diálogo y la disertación se te olvidó contarme algo esencial. Algo que quizás hubiera cambiado mi forma de proceder contigo.
La noche caía sobre la urbe. La temperatura del aire bajó drásticamente. Comencé a sentir el frío colándose por los bajos de mi falda. Me apreté contra la manga de tu abrigo buscando algún resquicio de calor. Era curioso. Después de tantos años olía igual que el día que se compró. Noté como zafabas suavemente tu brazo del aprisionamiento al que le te tenían sometidos los míos, y cómo me rodeabas los hombros inmediatamente después con él, apretándome contra ti. Por un momento mi cuerpo volvió a temblar bajo tu abrazo al recorrerme un escalofrío la espalda. Sé que te diste cuenta en el momento que me frotaste el brazo intentando que entrara en calor.
- La verdad es que esta noche está haciendo más frio que de costumbre. Quizás sea mejor que cenemos en el restaurante del hotel. Me han dicho que no se come mal.
Ni siquiera respondí, inmersa en el calor de tu abrigo. Realmente todo me parecía bien mientras estuviera el mayor tiempo al resguardo de tu presencia. Quería aprovechar cada segundo y archivarlos en mi memoria, para después entretejer mis fantasías cuando volvieras a desaparecer de mi vida. Porque desaparecerás, eso es seguro. Te desvanecerás como siempre haces y solo me quedarán estas pequeñas perlas de tu esencia que acaparo con devoción en la profundidad de mi etérea inconsciencia.
Te seguí por las calles de la ciudad hasta alcanzar la fachada del hotel. De tu hotel. Desde el cual veo hoy como el sol empieza a dibujarse por encima de los edificios y me pregunto donde han quedado ya mis fantasías. Tal vez se encuentren en la calidez de esas sábanas que veo como medio cubren tu cuerpo exhausto, con la piel brillante y el cabello revuelto.
No puedo conciliar el sueño. Te observo desde este rincón de la habitación y siento la necesidad de volver a introducirme contigo entre las sabanas. De perderme de nuevo entre esos brazos que me levantan como si fuera una pluma. Sin embargo aquí me tienes, sentada en esta esquina. Notando como la piel de mis muslos está más suave, o quizás no. Quizás yo la siento así por la complacencia que invade mi cuerpo. Y a pesar de ello no cedo, no regresaré al calor de tu cuerpo. Se te olvidó contarme algo.
Me levanté y vi tu camisa en el suelo. Cielo, sigues siendo tan descuidado como siempre. Aún recuerdo como tenías la habitación del piso que compartíamos y los gritos de Juan, siempre maniático de la limpieza. Tú y yo nos reíamos. Pobre Juan, al final terminó transigiendo y ya no gritaba. Se dedicaba a cerrar la puerta de tu habitación cuando pasaba por delante y a mirarte con cara asesina, la cual terminaba transformando en una sonrisa de resignación. Recordé su cara y sentí lástima de todos los berrinches que se había cogido. En el fondo me puse a recoger la habitación por él, no por ti.
Sin querer la vi, sobre la silla sobre la que ahora me siento, junto a un montón de papeles de tu expedición. La imagen descubrió algo en mí que no pensé.
Es muy guapa, la verdad es que en el fondo la envidio. Su imagen impresa en la foto me miraba con aquellos ojos esmeraldas que serán eternos en mi memoria. El pelo recogido en una coleta y su rostro henchido por la dicha de un descubrimiento, se veían cubiertos de polvo. Allí, arrodillada en el suelo, sujetaba una estatuilla en aquellas pequeñas manos enguantadas.
Sentí envidia al ver la dedicatoria rubricada con un rotulador negro.  “El amor de mi vida”. Por un segundo deseé ser ella. Ser tu acompañante en esas aventuras incesantes que recorres por el mundo. Quise ser yo la que te mostrara aquella pieza arqueológica desde la imagen amarillenta de la fotografía. Hubiera sido tan feliz ocupando el lugar de aquella mujer.
Pero no me siento culpable, ni engañada porque no me lo contaras. Solo confusa. Confusa por el sentimiento y ternura con que me has hecho vivir esta noche. Descubriéndome lugares en mi anatomía que no creí tener. Pero también me fue revelado que el amor platónico que te profesaba no era tal. Había descubierto que solo quería poseer algo que de joven se me negó, o me negué. Seguramente lo segundo.
Quizás sí debería sentirme culpable, tan criminal como se puede sentir una actriz ignorante al descubrir la autenticidad del escenario en el que se desenvuelve su actuación. Ella me miraba desde la fotografía. Pero su mirada no era para mí, era para ti. La dulzura de su sonrisa era un regalo para tus ojos, no una condena para los míos. Por unos segundos el silencio se hizo más perturbador. Ya no oía tu respiración. No escuchaba nada y mi cabeza dio algunas vueltas incontrolables dentro de la noria de sensaciones que embargaban mi cuerpo. 
A sí que me marcho. Si, ahora. Antes de que despiertes. Como si solo hubiera sido un sueño. Acaso es posible que no pasara y todo quedara dentro de mi imaginación y de la tuya. Es posible que tu cuerpo no lo hubiera estado acariciando con estas manos y las tuyas no me hubieran sujetado con fuerza. Podrían haber sido un pequeño sueño todas las horas que pasé en tus brazos respirando el mismo aliento de tus pulmones.
Aún no sé si dejarte esta carta. Puede que no sea buena idea, pero no me resisto a ser una quimera en tus sueños. Yo no tengo una imagen que regalarte. Ni un ídolo precolombino que mostrarte cubierta de polvo. Sólo soy una rata de laboratorio. “Una rata que me trae suerte”. No puedo dejar de sonreír al repasar esta última frase tuya en mis recuerdos.
Resulta mucho más difícil de lo que pensaba poner fin a estas letras. Quizás por cierta imposibilidad psicológica al intentar desprenderme de ti, de alejarme atravesando la blanquecina puerta de esta habitación. Tampoco quiero quedarme para averiguar si mis recelos son ciertos, pero me cuesta terminar de escribirte. Poner punto y final a una carta que no quiere ser de despedida ni de rencor; solo del fin de un amor hermoso que he atesorado en mí desde que te marchaste después de comprarte aquel abrigo.
El orgullo me puede. Pero tú ya sabías que era orgullosa. Eres hermoso, pero no me has pertenecido nunca, más que en mis ensoñaciones solitarias.

Irina Weimar
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #19 en: Abril 12, 2011, 19:16:08 pm »
Me tomo la libertad de publicar las palabras que nuestra amiga Charo Cervera a publicado en nuestro perfil de facebook:



Montefrío tiene savia, tiene esencia...Sabor a añoranza, gente que vive en calma, gente que llena con su presencia. Tiene sabor a historia, a valores ya perdidos en otros pueblos donde lo antiguo ya no es experiencia. En Montefrío sigue siéndolo, lo antiguo es ciencia, su historia siempre está presente, sus mayores siempre nos enseñan.. Montefrío es la más grande.. Su cultura, la conservación de sus costumbres, el orgullo humilde de su existencia. No nací en Montefrío pero corre sangre por mis venas, no nací en Montefrío pero con todos vuestros respetos también me siento Montefrieña.


Que arte tienes Charo, ¡¡Un abrazo!!.


PD: El certamen continua siendo publicado en los principales medios de difusión literarios nacionales e internacionales.

http://www.escritores.org/index.php/recursos-para-escritores/concursos-literario/4344--iii-concurso-de-relatos-forum-montefrio

http://www.guiadeconcursos.com/concursosliterarios/?p=895

www.deconcursos.com (requiere registro)

http://clubdelrelato.com/login (requiere registro)

http://grou.ps/unionhispanoamericanadeescritores/talks/1964767

http://feeds.feedburner.com/cruzagramas_concursos_literarios

http://www.elmultiverso.com/
Se trata de un foro privado de gente aficionada a escribir relatos.

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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #20 en: Abril 13, 2011, 13:10:35 pm »

UN FORASTERO MUY APROVECHADO


 La voz enérgica del pasajero, ordenó al cochero detener el carruaje. Desde la ventanilla había visto un  pueblo situado en la falda de una nevada montaña. Aunque hacia mucho frío, solamente una chimenea lanzaba al aire una densa columna de humo. Al trote se dirigieron a la plaza principal. Una vez allí abrió la puerta y se apeó. Era un hombre muy grueso, de corta estatura y una reluciente calva que intentaba disimular debajo de un sombrero negro de ala ancha adornado con una pluma de faisán de vivos colores. Vestía ropa cara y elegante. Unas gruesas cadenas y unos voluminosos anillos de oro colgaban de su cuello y adornaban los dedos de sus manos.
 El aspecto del pueblo era deprimente. Las paredes de las casas estaban ennegrecidas por las partículas de carbón que, durante años, habían sido transportadas por el aire desde las minas cercanas. Los habitantes llevaban ropas modestas, muy gastadas por el uso, pero limpias. Sus caras reflejaban tristeza. Se respiraba la pobreza. Las minas habían dejado de funcionar por falta de dinero para comprar herramientas y maquinaria y los campos no se cultivaban por falta de semillas. La mayoría de los hombres que estaban sin trabajo, pasaban las horas sentados en los bancos de piedra de la plaza, aprovechando las pocas horas de tibio sol que había durante el invierno;  mientras, las mujeres, se encargaban de cuidar a los niños, de adecentar sus modestas viviendas y de cocinar sus escasos alimentos.
 Mandó a su cochero a hablar con la gente. Él mismo se acercó a preguntar a los hombres de la plaza. Quería saber qué hacían allí a esas horas del día. Enterado de la situación que padecía el pueblo, se encaminó hacia el Ayuntamiento, donde pidió ser recibido por el alcalde. Un ordenanza le abrió la puerta del despacho y, después de anunciarle en voz alta, le invitó a pasar. Tras una mesa enorme de madera, un hombre sentado en un pequeño trono aparentaba estar muy interesado en los documentos que estaba leyendo. Cuando se levantó para saludarle, vio que era un hombre de edad avanzada, alto y delgado. Tenía la piel muy blanca, que contrastaba con un abundante y rizado pelo negro, lucía unas largas patillas que le cubrían prácticamente todo el rostro y vestía con sobria elegancia.
Cuando ambos se hubieron sentado uno frente al otro, el forastero expuso el motivo de su visita, que no era otro que su deseo de invertir grandes sumas de dinero para que volvieran a funcionar los campos y las minas, crear puestos de trabajo y traer de nuevo la alegría y la riqueza. La exposición fue tan buena y abundante en detalles que, a los pocos minutos, el alcalde ya estaba convencido de la bondad del nuevo empresario. En ese mismo instante, el alcalde se comprometió a poner la mitad de lo que costase hacer funcionar todo nuevamente. Lo que desconocía era que la intención del supuesto inversor era no arriesgar absolutamente nada de su dinero en  la operación y hacerlo todo solamente con el que pusiera el propio Ayuntamiento.
 Se encargó personalmente de negociar con los arruinados dueños de tierras y minas para comprárselas a un precio ridículo, pero que a los propietarios les solucionaba, al menos, parte de sus numerosos problemas y les ayudaba a aligerar algo la carga de las  abultadas deudas contraídas, algunas ya vencidas hacía tiempo.
 Hizo venir de la ciudad a sus más estrechos colaboradores para que le ayudaran. Adquirió por cantidades irrisorias negocios que habían tenido que cerrar obligados por la falta de actividad. Construyó una escuela a las afueras. Reabrió la taberna y en un espacioso granero montó una tienda con todo lo necesario para la vida diaria.
 En unas semanas había contratado a todos los hombres para cultivar las tierras y trabajar en las minas. También había cogido algunas mujeres para trabajar en la escuela como cuidadoras de los niños, cocineras, limpiadoras y maestras, y a otras como taberneras y para atender la tienda.
 La escuela y los lugares de trabajo estaban bastante alejados del pueblo; además los caminos eran muy duros para caminar sobre ellos, durante el invierno por la nieve y el frío y en el verano por el asfixiante calor. Por ese motivo estableció un sistema de transporte público con precios baratos para que lo pudiera pagar todo el mundo. Compró unas viejas carretas de madera tiradas por caballos, las pintó para que parecieran nuevas y eligió, entre los más jóvenes, a los que demostraron mejor aptitud para ser carreteros. Aprovechaba al máximo la capacidad de las carretas, que siempre iban llenas hasta los topes. Por la mañana temprano llevaban a los hombres al trabajo y, cuando regresaban, recogían a los niños y a las mujeres para llevarlos hasta la escuela;  cuando finalizaba la jornada lo hacían al contrario, primero la escuela y luego los campos y las minas. A los niños les dejaban en la plaza, al lado de la fuente, y a los hombres, curiosamente, les paraban siempre en la puerta de la taberna.
 Todos estaban contentos: los hombres y mujeres porque habían vuelto a trabajar, el alcalde porque había devuelto a su pueblo la actividad y la esperanza y el actual dueño de todo porque había cerrado satisfactoriamente el círculo del buen negocio. Había contratado a los trabajadores por salarios de miseria que luego gastaban en su transporte, en su escuela, en su taberna y en su tienda; lo poco que les pagaba, de nuevo volvía a él. Se había hecho el amo del pueblo sin poner ni una sola moneda de su bolsillo.

TXEMA CHANTAL
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #21 en: Abril 13, 2011, 18:21:05 pm »

Stendhal

El joven pintor miró nervioso el blanco lienzo. Llevaba mucho, muchísimo tiempo esperando ese momento, esa oportunidad. Agarró con fuerza el pincel. Podía notar como toda la furia, toda la rabia encerrada en su interior brotaba bulliciosa, recorriendo todo su cuerpo, deslizándose por sus venas, hasta llegar a las puntas de sus dedos, sin llegar a fluir todavía. Cerró los ojos y se acercó al lienzo, mientras mojaba la punta de su pincel en un poco de pintura. Lentamente, acarició con la suave yema de sus dedos la fina tela, mientras el ritmo se le aceleraba. Abrió los ojos, se alejó un poco y respiró hondo. Dio la primera pincelada. La observó desde la lejanía. Estaba demasiado nervioso, podía notar como el pincel le temblaba con vigor en la mano, intentando taponar, hacer presión ante el gran cauce que se atisbaba. Volvió a mojar el pincel. Se acercó y cerró los ojos. No, no podía volver a ponerse barreras, no podía permitir que los sentidos le turbasen, que le embriagasen las formas y los colores. Debía ser él, Él, en su estado más puro, sin las limitaciones de su cuerpo. Ese cuadro, ese en concreto, tenía que salir de su alma, que cada pincelada, cada caricia de color, fuera desde lo más profundo de su cuerpo, desde donde dormía toda la belleza de su interior para acabar toda directamente en el lienzo, en su gran obra, en su plan maestro. Dejó, pues, que su cerebro se apagara, para encomendarse todo a lo más hondo de su maltrecha alma, a su auténtico ser. Dio la segunda pincelada y la tercera y la cuarta, casi sin darse cuenta. De repente una imagen le inundó el cuerpo, la pudo notar como si estuviera aún allí. Él, con seis años. Su primera gran obra, su primer gran trabajo, una casa con una nube, la calidez del hogar familiar, rodeada de una de las más mágicas expresiones de la naturaleza, se encontraba en el suelo, completamente destrozada, rota, llena de polvo y suciedad, perturbada por un homo aún habilis que tenía como compañero de clase, un semi-civilizado ser, ciego, que ni siquiera podía excusarse en estar turbado por las formas de la carne. Conforme más veía, más sentía, más pinceladas de rabia daba. En un momento, un gran cauce de imágenes, completamente caóticas, le abordaron, atacándole. Recordaba, por ejemplo, los golpes de sus compañeros, retro evolucionados con el paso de los años, incapaces de ver más allá de un centro al área, desfogando la frustración de no poder quitarse la venda de los ojos. Siguió pintando, con más fuerza aún. El pincel corría con frenesí, salpicándole pequeñas gotitas en la cara, fundiéndose en un solo ser. Recordó, entonces, cuando tenía quince años, los reproches de sus padres cuando les dijo que no quería estudiar derecho, que no había magia ni armonía ni en libros ni en leyes, que él quería ser pintor, ser artista. Habían pasado años ya, pero seguían reprobándole, mirándole mal, avergonzándose delante de sus familiares, aquejados de esa perniciosa ignorancia que da la fe ciega en los sentidos, en la razón. Las imágenes de sus hermanos le llegaron en ese momento. Habían sido educados como sus progenitores, en base a la educación moderna, culto a la pragmática, a la eficiencia, a la lógica, al dinero, a lo tangible, en definitiva, despreciando todo aquello que salga del baremo de la razón. Había vivido toda su vida exasperado, con esa desesperación que tiene el que ve, el que sabe, pero no quiere ser escuchado, el que quiere enseñar pero nadie quiere aprender a su alrededor, el que ha visto la luz y, por ello, es tildado de loco, de enajenado. De repente, el pincel cayó de sus manos. Ya estaba, no podía exprimirse más, no podía dar más de sí, había puesto todas y cada una de las gotas que tenía dentro.
La gente iba y venía por la larga sala. Era la segunda vez que exponía sus cuadros y esta vez tenía guardada una gran sorpresa. Ahí estaban todos. Sus hermanos, sus padres, sus abuelos del pueblo, todos sus conocidos. Había invitado hasta a antiguos compañeros de colegio, a todo aquél que lo conociera. Y habían ido todos. Contemplaban, unos, los cuadros expuestos, hacían comentarios entre dientes, otros, mientras rebañaban el catering y, todos sin excepción, le miraban y sonreían con condescendencia. No le iban ahora a considerar un triunfador, no podían llegar a comprender lo que les rodeaba, desde luego, pero la mayoría estaban sorprendidos. Podía oler el agrio perfume de la envidia en el ambiente. La mayoría, incluso hasta los más incultos, los más ciegos, los más insensibles, podían reconocer la belleza en sus cuadros. No era una belleza en estado puro, ni siquiera una belleza por aclamación. Era, más bien, belleza relativa, desorientada. Nadie sabía por qué, pero aquellos cuadros eran bellos, hasta los feos en imagen y estética. De repente, el joven artista llamó la atención de los presentes, mientras avanzaba a su última obra, tapada con una suave cortina de terciopelo azul, intentando incrementar el misterio hasta límites humanamente posibles.
-   Queridos presentes.- dijo con voz clara y acaramelada, intentando parecer amable, sin maldad ninguna.-Les he traído a todos aquí con un único fin, mostrarles el estado puro de lo que nos rodea. He aquí mi última obra, mi mayor trabajo.- dijo señalando el terciopelo.- Ante ustedes, Stendhal.
El pintor descorrió la cortina con un ágil movimiento. Al hacerlo, un sonoro grito de exclamación se masculló en la sala. Era, con diferencia, la cosa más bella que habían visto todos y cada uno de ellos. Sin discrepancia, no sobraba nada, no faltaba nada. Una armonía perfecta de colores, de formas, de texturas, que danzaban por el lienzo sutil, pero de manera cuasi divina, luminosa, alzándose por la sala, golpeándoles con la mayor de las furias. De repente, el corazón de los presentes comenzó a acelerarse, tanto que llegaba a oídos del sensible artista, de manera arrítmica, en una serenata anárquica y violenta. Pudo ver como el público a su alrededor comenzaba a sentirse mareado, confuso. Algunos mascullaban cosas inteligibles, otros señalaban a los lados, como embriagados ante tanta belleza, hasta que,  sin oposición, comenzaron a desmayarse, cayendo como piezas de dominó, unos detrás de otros, unas detrás de otras, amontonándose en un caótico tumulto. El pintor sonrió, contemplando la escena. Lo había conseguido. Ante ellos, le había mostrado la belleza en estado puro, el alma de un pintor torturado en un cuadro, que con cada reproche y risa, había conseguido que la belleza más pura le encontrara y no se fuera de su interior jamás. Miró a los presentes, amontonándose enredosamente, demostrando que, con la vista adecuada, predispuesta, uno puede llegar a admirar hasta la belleza del azar y el caos.

Txus Pinedo
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #22 en: Abril 13, 2011, 18:32:07 pm »


APRENDIZAJE

Recuerdo cuando me enseñaron a ser pobre. Empezó todo un día de abril del 53, iba a cumplir tres años de edad. Mi padre, pastor de rebaños ajenos, después de cobrar una deuda antigua y el jornal de una semana, se marchó para siempre de casa. Se llevó todas sus cosas y nos dejó sin una perra. Mi madre, sola sin dinero, ayudaba en las tareas a las vecinas que lo precisaran u, ocasionalmente, en la casona de los ricos del lugar,  a cambio de comida. Si había suerte, le daban alguna cosa para que nos cocinara el único plato de ese día.
Apareció por La Casa del Pino y demás pedanías que conforman La Dehesa de Letur, un harapiento indigente, que con un saco al hombro y pregonando su lastimera mala fortuna, iba casa por casa, rogando una limosna.
Una mañana, se acercó el pedigüeño con su cantinela al umbral sin puerta de nuestra casucha:
—Dad algo a este pobre segaor al que una hoz sacó un ojo.
Llamó a mi hermano, mayor que yo, que junto a la entrada estaba pendiente de unos cepos colocados en un pequeño vertedero y, que si había suerte, podían mitigar, en poco, nuestra hambre lobuna.
—Zagalico, dame algo que soy un pobre inválio.
—No tenemos nada.
—Lo que os haiga quedao del desayuno.
—No hemos desayunado, señor.
Entonces, yo, cogiendo una patata, el único comestible que había en nuestra vacua alacena, corrí hasta él y se la di.
—¿Esto me das?—Gritó como un ogro mirándome furioso con su ojo sano.
—Es lo único que hay en casa, señor.—Le dijo mi hermano temblando de pánico.
—¿Con quién vivéis?
—Con la madre, que está fuera buscando comida.
Se rascó la barba y dijo:
—Bueno, pos ya la ha encontrao.—Entró y sobre la mesa vació el saco de las limosnas que al hombro traía. Lo partió todo en cuatro porciones iguales, recogió una, y salió diciendo:
—Lo bueno de ser pobre es que como te acostumbras a no tener na, cuando tienes, no te importa dar.
Volvió, una o dos veces por semana, durante cuatro meses. Mi madre que nunca llegó a verlo, desechaba la inicial desconfianza, nos decía que aquel hombre era un ángel que el cielo nos enviaba, el ángel de los pobres.
El hombre cada día estaba más arraigado en el lugar. Ya todos le conocían por su nombre: Dionisio. Dionisio, además de pobre, era un consumado artesano. Carpintero, herrero, albañil, zapatero, lañador, talabartero, relojero...No había nada que roto, averiado o echado a perder por un mal uso no supiera reparar y estirar su vida útil unos meses más. De manera que Dionisio, pasado el tiempo, no pedía, sino que regalaba su trabajo y recibía regalos  de los vecinos. Pero no cambiaba trabajo por regalo, que eso hubiera establecido una relación amo - siervo, empleador - empleado o servicio - cliente; no, Dionisio ayudaba a quien lo necesitaba y a él le daba algo aquel al que le sobraba, sin relación alguna de causa - efecto.
Una tarde, muy calurosa, del mes de agosto, mi hermano y yo sentados al fresco en el interior de nuestra humilde casa, vimos recortarse en el umbral la inquietante silueta de Dionisio.
—Zagalicos, darme un poquico de agua.
Se levantó mi hermano y corrió hasta él con el botijo.
—¿Puedo pasar a descansar un ratico al sombrío?
Sin esperar la positiva respuesta de mi hermano, entró y se sentó junto a la mesa. Como otros días, sacó sus limosnas del saco, las partió en cuatro porciones, cogió la suya y la volvió a meter en el saco. Pero, después, no se fue. Se despojó de la boina, pasó la mano por la cabellera, ya algo rala, y dijo:
—Zagalicos...—Hizo una corta pausa, se notaba que le costaba hablar—.Todo en la vida se acaba, por eso he venido a despedirme de vosotros: los pobres más dignos de toos los del lugar.
—¿Y por qué se va?—Preguntó mi hermano.
—Me tengo que ir.
—¿Pero por qué?—Insistió, con saña infantil, mi hermano.
—Mira, zagalico, no lo vas a entender, ¿tú sabes que aquí hubo una guerra?
—Sí, se lo oí al padre.
—Pos en esa guerra yo perdí el ojo. Al final, cuando ya se acababa,  estando en el hospital, me sacaron y me llevaron a un batallón de trabajo. Hace seis meses que salí. Catorce años de fatiga, miseria y humillación. El carpintero de Letur, no sé como, se ha enterado de que fui rojo y estuve preso,  lo va pregonando por La Dehesa, por lo visto le molesta que haga gratis su trabajo. Los vecinos, por miedo, ya no quieren que me acerque a sus puertas, ni a ayudar ni a pedir, y los civiles, desde hace una semana, no me dejan quieto. Me tengo que ir a otro lao.
Yo corrí hasta la cama que compartíamos mi madre, mi hermano y yo; de debajo saque una  caja de madera en la que guardaba pequeños, e inútiles, objetos, y busqué lo más valioso que, hasta entonces, había creído poseer: una moneda de perra gorda. Volví a la mesa y se la di.
—Para que puedas comprar cosas allí dónde vas.
La cogió, la miró sonriente y desordenándome el rizado cabello con una de sus grandes manos, me dijo:
—Zagalico, tú, ya sabes ser pobre. Nunca será desgraciado por no tener algo. 
Se fue, no lo volví a ver. Un día de la semana siguiente, arreglado el papeleo, mi hermano y yo ingresamos en un Hogar del Auxilio Social y mi madre se fue a Barcelona, a emplearse de criada.
 
Blas Villegas
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #23 en: Abril 13, 2011, 23:02:27 pm »

El vuelo del canijo
 

Justo cuando el encargado de la limpieza entraba en el edificio de oficinas, se oyeron los ecos de una discusión subida de tono varios pisos encima de él. A continuación se escuchó un gruñido y después un grito agudo y lleno de terror. Entonces un cuerpo pequeñito y regordete, gritando histérico y agitando los brazos como loco, cayó desde diez pisos de altura por el hueco de la escalera y se estrelló contra el suelo del vestíbulo. El golpe retumbó en todo el edificio y provocó un silencio sepulcral en todas las oficinas. El de la limpieza se quedó paralizado mientras miraba el cuerpo del director general aplastado contra el suelo, junto a su fregona y su cubo.
Enseguida empezaron a asomarse cabezas por las barandillas de las distintas plantas de oficinas y aparecieron algunos empleados en el vestíbulo. Se oyeron los primeros murmullos y las primeras preguntas. “Es el jefe”. “¿Qué ha pasado?”. “Dios mío, se ha matado”.
La gente empezó a formar corro alrededor del cuerpo y los murmullos llenaron de ecos el vestíbulo, abierto muchos pisos por encima. Entonces un empleado se asomó desde la cuarta planta y les gritó a todos: “¿No lo habéis visto ninguno? Vaya golpe, diez pisos nada menos. Y cómo volaba el canijo. Chillando y moviendo las manitas así” e hizo gesto de volar con los brazos. Las voces de abajo, en el corro, intensificaron su volumen y de los ascensores y las oficinas de las plantas cercanas apareció más gente aún. Alguno dijo: “Yo lo he visto justo cuando pasaba por la tercera. Y es verdad, movía las manos así, como un pajarito”. Hubo nuevos murmullos de polémica, y alguno de carcajadas, mientras los ascensores no dejaban de abrirse y de traer gente de otras plantas. Uno que se había agachado delante del cuerpo del director dijo: “Joder cuánta sangre ha soltado el condenado, con lo canijo que es”. Y otro añadió: “Ya ves, ha puesto perdido el suelo. Incluso las paredes, mira”.
Entre los variados grupos que se iban formando con los recién llegados, los cuales intentaban sin éxito ver el cuerpo del director, se oyó preguntar: “¿Pero alguien sabe qué ha pasado?”. Desde el otro extremo del vestíbulo se oyó: “¿Cómo? ¿Que lo han tirado? ¿Al canijo? ¿Pero quién?”.
En ese momento se abrió un ascensor y apareció un tipo grande, con barba, encogido con aspecto angustiado. Se quedó parado nada más salir mirando hacia donde se arremolinaba la gente. Entonces algunas personas se volvieron y empezaron a gritar: “Es él, es él”. Otros caminaron en su dirección y le dieron la mano y palmadas en la espalda diciéndole: “Ismael, tío, qué campeón” y “Así se hace, sí señor”. Ismael siguió sin moverse, con la boca entreabierta y gesto traumatizado.
Del fondo del vestíbulo algunas voces preguntaron: “Pero, ¿de verdad ha sido Ismael?”, otras: “Qué dices, es imposible, si es un buenazo”, y también: “Joder, con lo quemado que le tenía el director últimamente, hasta tú hubieras hecho eso”, y por último: “Yo lo que creo es que Ismael se ha terminado cansando de que el canijo se tirase a su mujer, y punto”.
Mientras tanto Ismael se había refugiado en un rincón, rodeado de gente que le atosigaba a preguntas y consejos, y lloraba sentado en el suelo.
Se escuchó en ese momento una voz por encima del murmullo que llenaba el vestíbulo y se vio a un tipo gesticular exageradamente mientras hablaba: “Que sí, que sí, teníais que haberlo visto. Ismael le plantó cara y el canijo se acojonó y empezó a decirle de todo. De todo, no os podéis imaginar qué cosas tan fuertes le decía el enano. Ismael se ponía cada vez más rojo y más rojo hasta que estalló, claro, y entonces lo cogió de la chaqueta y de los huevos y lo tiró por encima de la barandilla. Y cómo chillaba el canijo, y cómo movía los bracitos”. Otro confirmó al momento, señalando el cuerpo aplastado del director: “Sí, sí, mira. Si se ha quedado con la postura de los brazos y todo”. Un tercero gritó: “No te rías, ****, que es muy serio”.
En ese momento llegó la policía y sin ninguna contemplación empezó a dispersar a la gente: “Todos a sus oficinas, ya los iremos llamando para tomarles declaración”. Por todas partes se escucharon voces de decepción y protesta, pero al rato el vestíbulo se quedó vacío y en silencio. Sólo permaneció Ismael, llorando en el rincón. También estaba el de la limpieza, mirando todo sin inmutarse. Un policía se le acercó: “A ver, ¿no hemos dicho que todo el mundo fuera?”. El hombre enseñó una fregona y un cubo: “Sí, sí, ya, pero cuando ustedes se vayan, alguien tendrá que limpiar la sangre, ¿no? ¿O la van a limpiar ustedes? Y por cierto, qué gritito más mariquita daba el tipo mientras caía desde arriba. Y qué movimiento de brazos tan ridículo. Para grabarlo, era para grabarlo”.

Almus
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #24 en: Abril 14, 2011, 22:42:47 pm »

Marta

¿Hora de la muerte?
Es lo último que escuchó, luego corrió tanto que perdió la noción del tiempo.
La tragedia había empezado mucho antes, cuando sus padres decidieron formar una familia; lo que ellos entendían por tal: marido, mujer e hijos.
Ella y sus hermanos, nacieron y vivieron de forma convencional; no se preguntaron si existía otra forma de ser familia hasta que sus vidas no respondieron al modelo tradicional, único que conocían. ¿O sí respondieron a ese modelo?
Marta era la mayor, luego llegó Antonio y finalmente Paco, estuvieron unidos mucho tiempo, hasta que dejaron de parecer hermanos.
Ella era estudiosa y se implicaba en lo que hacía, sabía sentir el dolor de los demás desde pequeña (nunca entendió que otros no lo sintieran, era lo natural), aspiraba a casi todo y su fuerza de voluntad no tenía límites.
Antonio era muy poco decidido, no tenía aspiraciones y le faltaba valor; desconocía la palabra empatía; le complacía pensar que era bondadoso.
Paco, el pequeño, aprendió de los dos, se construyó su propio mundo y descartó cualquier compromiso que no fuera consigo mismo.
Cuando Marta aceptó estas características de sus hermanos, había pasado mucho tiempo… era la mayor y los quería y protegía, también se sentía querida.
Desconocía que ahí estaba la trampa, en ese cariño, en esa necesidad de cariño.
Estudió Historia y sus éxitos académicos fueron constantes, quiso compartirlos con su familia, pero no lo entendieron, mejor, no superaron sus celos.
Antonio, fruto de su escasa personalidad, se conformó con mínimos, estudió lo justo, sus éxitos fueron nulos.
Paco, quería progresar ya, se puso a trabajar siendo un niño, no estudió; no tuvo éxitos.
Los tres hicieron lo que quisieron, sus padres entendieron que así debía ser y les dejaron elegir; agradecieron esa libertad, pero… sólo al principio.
Marta, la única mujer, era  guapa, lista y la que mejor sabía vivir.
Antonio, el mayor de los varones, vio usurpada su posición, estaba en un segundo plano (ganado por sus méritos), que le parecía injusto y humillante; si era tan bondadoso ¿cómo la suerte no estaba con él? pensaba.
Paco, mucho más hostil, mostraba indiferencia para aplacar su malestar ante una situación que, también, entendía humillante.
Se negaron desde siempre a compartir los éxitos de Marta, quién necesitando compartirlos se buscó su propio espacio.
Entonces la llamaron altanera y poco familiar.
Era la más familiar, pero poco a poco se fue quedando sola.
No entendía qué pasaba, se sintió culpable mucho, mucho tiempo.
Ellos se agruparon en su sentimiento de inferioridad, devastador para Marta a quién aislaron, casi por completo.
No sabían que la estaban haciendo fuerte, tanto que resistió las dificultades que le fueron surgiendo como ellos no hubieran sido capaces de resistir nunca.
Marta se quedó ciega en un accidente y consiguió remontar y vivir con alegría, sin ayuda de sus hermanos; no se la brindaron y cuando la pidió se la negaron.
Entonces, la llamaron autosuficiente.
Tenía muy buenos amigos que despertaban la envidia de sus hermanos.
Sus novios tampoco fueron admitidos nunca.
Así era en general la relación entre los tres, insidiosa o inexistente.
Con los años empeoró; su madre murió  joven, y a partir de ese momento aún se enfrió más la relación entre los tres.
No es que no eran amigos, es que no se comportaban como hermanos de Marta,  quién aprendió poco a poco a prescindir de ellos.
Entonces la llamaron de nuevo altanera y orgullosa.
No se dieron cuenta de que sus insultos ya no le afectaban, ellos la hicieron fuerte, es lo único que les debía.
Su padre era su familia, pero tenía su propia vida.
Cuando éste enfermó, comprobó que sus hermanos sólo lo eran porque así estaba escrito, no tenían nada que ver con ella. Había cumplido cincuenta años.
Su padre, acostumbrado a vivir su vida, tuvo que depender de los demás, de Marta especialmente; Antonio, con el fin de seguir siendo bondadoso, hacía lo justo; Paco directamente no se ocupaba.
El malestar fue en aumento, hasta que el cansancio de Marta, la tristeza por el deterioro de su padre y el comportamiento de sus hermanos, consiguió un alejamiento doloroso para su padre y definitivo para ellos.
Estaban juntos cuando les dijo adiós, pero su padre sabía que no era cierto, ni estaban ni estarían nunca juntos, su última mirada fue más elocuente que cualquier palabra.

La sensación de tristeza y soledad le invadió irremediablemente, su padre, su último refugio, se había ido para siempre.
Ella sabía que no era cierto, que le acompañaría, pero ese abrazo tan necesario, en ocasiones, sólo lo podría recordar.
Sus orígenes compartidos desaparecieron para siempre.
ooo
La pregunta surge inevitable ¿por qué llamamos familia a quien nos lastima tanto? ¿por qué no somos nosotros quienes elegimos a nuestros familiares?
El término familia lo usamos como unión, como núcleo en el que somos queridos y en el que nos ayudamos; cuando no es así, será porque ésa no es nuestra familia, la nuestra es aquella que nos quiere y a la que nosotros queremos.
Aunque parezca una obviedad, las emociones nos traicionan y no acabamos de aceptar que aquellos que comparten nuestros genes, no siempre son nuestra familia, más bien pueden ser nuestros enemigos más feroces, por fantasmas contra los que  no podemos luchar, porque son suyos no nuestros.
Marta lo consiguió con sus amigos, ellos la conocían y supieron ayudarle, nunca estuvo sola desde que comprendió quién era su verdadera familia.
Antonio y Paco quisieron que estuviera en el entierro de su padre, no lo hizo, él estaba con ella, no necesitaba mostrar a nadie su tristeza.
Ellos le lloraron públicamente, porque así lo dice la tradición y necesitaban sentir la aprobación de los demás para convencerse de que eran, de que fueron buenos hijos.

CARANDARN
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #25 en: Abril 15, 2011, 20:51:13 pm »

Escenas de café

Asomarse por la puerta de un café y otear unos instantes su interior siempre tiene algo de descubrimiento, análisis, elección. Primero las mesas de la esquina, junto a las ventanas. La mesa predilecta, aquella mesa… Todas ocupadas. La segunda opción estaba en la pared opuesta, si no, una tras los pilares principales. Siempre un rincón en donde ser observada sin sentirse desprotegida. Es curioso, no le incomodaban las miradas de la gente. Pero, ¿una mesa descubierta, entre todas, en medio de la sala?
Eso jamás.

“Un café con leche grande, por favor, gracias”.  Se había molestado en resaltar “grande” puntuar, darle énfasis. Pero la taza siempre se quedaba en un mero “mediano”. Ningún estanque de leche manchada y azúcar. Nunca suficiente para confundir al hambre.

La mujer le sonrió tras la barra y ella identificó el gesto. Un “me alegro de volver a verte”. La había reconocido, se acordaba de ella, de ella… en otras circunstancias. La niña enérgica con vestido salpicado de flores en un día lluvioso. Dos cafés y un ¿té negro? ¿té verde? ¿té rojo? - le había preguntado entonces. Venía con aquella chica tan rubia que sostenía en sus brazos dos rosas como se acuna a un niño. Y aquel hombre alto, fuerte, tórax tenso bajo una camisa de hilo. Todos leían en esa mesa, la mesa…
Acababa de quedar vacía. Pero ella no iba a moverse, sería estúpido; trasladar sus cosas, el libro, los papeles. Sentarse allí afanada en reconstruir qué situación lejana, posicionarse con rictus solemne. Desde el extremo opuesto observaba el tablero vacante, como en un ofrecimiento hacia futuros clientes. Remoto tantear la cifra de los que ya habrían pasado, habrían bebido, habrían conversado y escrito una página de su propia historia. No lo sabría. Ni si quiera tenía curiosidad alguna. Sólo existía para ella una determinada disposición de sillas y codos. De platos y cucharas. De sobres de azúcar vacíos.

Desde el parcial espectador de la memoria, los contempló a los tres. El hombre gesticulando con las manos, sentado justo en frente de ellas . La chica rubia junto a la ventana acercándose la taza a los labios y a su derecha la niña, que fumaba un cigarro tras otro. Que ya no era tan niña, que tuvo que saber estar en ese lugar y ese momento. Desenvolverse. Y las rosas, esas dos rosas que comenzaban a palidecer sobre la repisa de madera.

No le fue difícil rescatar esa sensación de inmovilidad: No había podido tocarla. En ese momento no había podido tocarla. Había sacado del maletín de caña un libro de poesía y había cedido los suplementos culturales de sus periódicos. Todo parecía tan serio. Llovía. Llovía ferozmente y ella deseaba levantarse. Habría querido entonces levantarse y gritar que no había tiempo, tiempo para mirar caer toda esa lluvia. Tiempo para Jodorowsky o para la grabación por cámara estática.

Apenas habían transcurrido semanas y ahora sola. Otra vez tabaco, café, libro, pero sola. Veía a la niña aún revolviéndose en la silla vacía, queriendo agarrar por la muñeca a la chica rubia, que estaba tan seria, tan inmersa en la conversación sobre una película que ella no había visto. Y la lluvia, la lluvia golpeando el escaparate de aquella heladería. Y el tiempo, el dichoso transcurrir del tiempo

Un intento
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #26 en: Abril 17, 2011, 13:18:07 pm »

Un berberecho

Al igual que Gregorio Samsa encontrose una mañana al despertar convertido en un monstruoso insecto (este Franz se ve que le daba al porrón sin alegría alguna), esta misma tarde he despertado yo de la siesta transmutado en ber-berecho. Y juro que después de comer me acosté sobrio, nada más que un par de tintos con gaseosa para acompañar la chuleta empanada, los dos hue-vos fritos, los pimientos verdes y rojos, las patatas, el queso, la menestra, el revuelto de ajetes, la ensalada y los ganchitos. Y así sigo, hecho todo un berberecho, un berberecho sin concha, o sea de lata, de lata de berberechos, a tamaño natural, como son los berberechos corrientes. Así me hallo.
Lo primero que se me ha ocurrido hacer ha sido palparme la entrepierna para comprobar que efectivamente soy un berberecho y no una almejita ma-cha, pero por más que me la buscaba (la entrepierna) no había forma de en-contrarla, y entonces ha sido cuando he caído en la cuenta de que los berbe-rechos no tienen entrepierna, y me ha dado un sofoco de la hostia: ese sofo-co cruel que a uno le entra cuando íntimamente sabe que está tonto perdido.
Más tarde, y con mejor criterio, he comprobado que mi cuerpo se ha re-ducido a berberecho hacia arriba y no hacia abajo o por los flancos, ya que me hallaba posado sobre la lila almohada y no en mitad del colchón o a los pies de éste. Menos mal —he pensado—, porque con el edredón y la manta encima me hubiese asfixiado sin remedio ni gloria. Todo el mundo sabe que un berberecho común raras veces soporta estoicamente el peso de un edre-dón y una manta, que enseguida se agobia y desespera hasta sucumbir entre grandes toses y pequeñas convulsiones. Después de todo, he tenido suerte.
Luego me he puesto a considerar los inconvenientes que mi nuevo estado me va a traer a partir de hoy, pero qué ****, son tantos y tan condenada-mente abrumadores que mejor dejarlo y pensar en otras cosas, como por ejemplo en las ventajas que conlleva eso de despertar molusco lamelibran-quio. Mas tampoco le hallo grandes ventajas a esto de ser berberecho, de manera que ya estoy empezando a deprimirme y a pensar seriamente en el suicidio como única salida. Única y complicada salida, desde luego, porque vamos a ver, ¿cómo se suicida un berberecho? ¿Cuál es el punto vital de un berberecho? ¿Qué dice la Historia Natural al respecto? Joder...
La verdad es que ha sido horrible. Y lo es, si lo pienso. En mis tribula-ciones estaba yo esta tarde, sobre mi almohada, cuando oigo que se abre la puerta del dormitorio y veo que entra mi hermana, que es un marujón, en bata y con el maquillaje de la boda a la que fue ayer, maquillaje de esteti-cién, claro, si no de qué iba ella a conservarlo en la jeta. La oigo decir:
—Anda, pero si no está, ¿cuándo se ha ido este golfo, que no lo he visto irse, a este golfo?
Y va y se pone a ordenar mi ropa, amontonada sobre la silla, canturrean-do. Yo quería gritar desde mi almohada una de las muchas cosas que a uno se le ocurren gritar cuando despierta y descubre que es un berberecho, pero estaba seguro de que no iba a poder articular palabra, ya que los berberechos no hablan, no emiten sonido alguno, al menos yo nunca he oído decir nada a un berberecho, si bien es verdad que, con las prisas de la vida moderna, tampoco me he parado a escuchar a ninguno. En realidad, mi relación con los berberechos se ha limitado siempre a abrir la boca y zampármelos sin más miramientos. Sin embargo, yo, el berberecho que era yo, hablé, habló, dije:
—Toñi, Toñi, soy un berberecho, ayúdame... —al tiempo que brincaba como una pulga sobre el lila de la almohada, con una agilidad que me ha sorprendido sobremanera.
Mi hermana se me quedó mirando y me dijo que no me preocupara, que ella me ponía encima del teclado del ordenador y así, a saltitos por el mundo plástico del alfabeto, podría trabajar. La verdad es que tiene su encanto, pero estoy rendido, estoy que echo las túrdigas, si es que un berberecho cuenta con túrdigas, claro, que creo que sí. Mi hermana, tan marujón, me ha prepa-rado una camita con gasa en una caja de pastillas Juanolas, donde descansa-ré y dormiré hasta mañana, a ver cómo despierto, que lo mismo me despier-to berenjena, o caspa...

Cucurucu
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #27 en: Abril 18, 2011, 10:08:39 am »

El gamusino

El gamusino me mira.
No se mueve del fondo de la jaula, la figura se pierde en esa esquina de sombra, pero sé que no está dormido. Me mira.
A Iván le aburre que me detenga aquí, que siempre lo traiga al zoológico. Él prefiere el parque de atracciones, donde su madre lo sube a la montaña rusa. Y el novio de su madre también se monta en la montaña rusa. Sé que al menos los tigres y los elefantes le gustan, pero no el gamusino. Tira de mi manga impaciente y si alguna vez intentó lanzar una avellana le regañé. No porque esté prohibido. El animal bastante tiene soportando el encierro como para que además lo insulten con avellanas.
Describir a un elefante es fácil. Grande, gris, orejas, colmillos y trompa. El gamusino escapa a las descripciones. Jamás lo he visto bien, siempre escondido en su rincón umbroso. Escucho un movimiento de miembros, un gruñido ocasional y, a veces, el latigazo de un rabo. Otras fieras tienen una placa en varios idiomas detallando su anatomía, su alimentación, dónde fueron cazados y hasta sus ritos de apareamiento. Me cuesta imaginar al gamusino apareándose, da la impresión de que no hay más ejemplares sobre la tierra. En cualquier caso su descolorida placa solamente deja leer “Gamusino”. Cuando me he cruzado con un empleado del zoo le he preguntado por él y ninguno sabe decirme nada. Una vez busqué en los despachos a algún jefe o director capaz de darme un poco de información. Sólo encontré oficinistas despistados e ignorantes. Además, aquel día Iván tenía jaqueca. No he vuelto a intentarlo. Posiblemente el gamusino llegó a su jaula antes que el director a su puesto. A veces se me ocurre que todo el parque se levantó alrededor suya, que lleva agazapado en la esquina más tiempo del que el hombre lleva en el mundo. La idea es absurda pero divertida y cuando Iván no se revuelve me da tiempo a pensar en muchas cosas mientras nos miramos.
Hay una cosa que la sombra no oculta: el brillo de sus ojos. A veces se lo señalo al chico; dice que no ve nada, pero yo sé que no quiere reconocerlo delante de mí porque le da miedo. Él, que se ríe de su padre porque evita subir a la montaña rusa, se asusta de la mirada del gamusino. Hace años que visito el zoológico, he asistido a aparatosas reformas. Quedan pocos animales en jaulas, la mayoría ronda en recintos abiertos, hasta los peores carniceros se han olvidado de los barrotes, sustituidos por fosos imposibles de franquear. Nada indica que el gamusino sea peligroso, creo que incluso en libertad escogería un rincón oscuro para mirarnos. Pero ni así me atrevería a acercarme demasiado. Pensando lo que pudiera ocurrirme de quedar a su alcance he consumido noches en vela.
Cuando salgamos del parque iremos a MacDonald´s. He intentado acostumbrar a Iván a otra clase de restaurantes, a uno muy bueno cerca del mismo zoológico. Nada que hacer. El fin de semana podemos ir perfectamente tres y hasta cuatro veces a la hamburguesería. Lo estoy malcriando pero su madre hace igual y con mayor éxito. Cada viernes que lo recojo viste alguna camiseta carísima que el novio de su madre le ha regalado. A mí me costaría el sueldo de medio mes comprar una de esas camisetas. Y el sueldo del otro medio es para la pensión. Aun así me acuso de ser un mal padre, bien porque no le dedico atención, bien porque le consiento caprichos, bien porque en el poco tiempo que compartimos le obligo a ir una y otra vez a aburrirse frente a la jaula del gamusino en la que se niega a ver nada. El brillo de esos ojos se dirige exclusivamente a mí, burlón, despectivo y cargado de reproches.
Un prisionero.

El cazador
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #28 en: Abril 18, 2011, 16:07:53 pm »

El número trece

El número trece se retrasa y hace frío en la calle. Mario espera en pie junto a la marquesina con las manos metidas en los bolsillos de su chaquetón de pana marrón y el rostro encogido por el aire frío que azota la ciudad en esa mañana gris de primavera. Se ha levantado muy temprano, no pudo dormir demasiado en toda la noche. La excitación ante la cita de hoy con Eva, aunque tan solo sea para estudiar en la biblioteca, puede más que todo el cansancio acumulado en tantos días de a penas dormir para estudiar para los exámenes de evaluación.
   Desde que a principio de año coincidieran en unas prácticas, Mario ya no pudo sacársela de la cabeza. Había hecho lo posible por coincidir con ella siempre que había podido: en clase, por los pasillos, en los descansos para el café o para fumar un cigarro… Habían sido meses de infructuoso acercamiento hasta que hacía a penas una semana, durante una pausa para fumar en una tarde lluviosa de estudio, se habían quedado solos bajo el pequeño soportal de chapas oscuras que enmarcaba la puerta de entrada a la biblioteca de la facultad. Ella le había mirado divertida y tras encender un cigarro comenzó una conversación trivial sobre las vacaciones de semana santa. A pesar de los nervios iniciales Mario se había repuesto y parecía haber salido bastante airoso del paso, además de haberle sacado una preciosa información sobre el deseo de Eva de encontrar a alguien con quien poder comenzar una relación duradera. Alguien con quien poder planificar unas vacaciones... Quizá por su educación o simplemente por lo que habían visto y vivido, ambos preferían una relación estable. Algo que hacía de aquella mujer un ser perfecto a los ojos de Mario.
   En los siguientes días había indagado por su cuenta. Su tremenda inseguridad y carencia de autoestima le había llevado siempre a dar pequeños pasos sobre seguro. Preguntó disimuladamente a personas cercanas a Eva hasta que solo un par de días antes alguien de su entorno le había dado la clave para obtener la cita por la que ahora aguardaba. Le había comentado que Eva tenía serios problemas con una de las asignaturas y por casualidad, él era todo un experto y había sacado unas notas impresionantes. Evidentemente se ofreció para ayudarle sacando la conversación, disimuladamente y como quien no quiere la cosa, a la salida de la biblioteca.
   Desde ese momento, la concentración en los exámenes se había resentido, e incluso su estado físico ya que apenas tenía hambre o sueño. Por fin, hacía tan solo dos días se había concretado la esperada fecha. Habían quedado para estudiar juntos en la biblioteca municipal, sería la ocasión perfecta para pasar el día juntos, compartir mesa, un café, la comida y quién sabe si la intención de volver a verse. Habían quedado en aquella parada a las diez y veinte, pero Mario llevaba ya más de media hora allí esperando a pesar de que solo eran las diez. Sin duda por la emoción, los nervios y la ansiedad hacían que los minutos desde que se había levantado a las ocho de la mañana pasaran muy lentamente. Se había duchado, afeitado y perfumado. Había escogido la ropa dándole mil vueltas y rebuscando por todo el armario, había desayunado… y aún así, tan solo eran las nueve y cinco. Ya no sabía que más podía hacer, las agujas del reloj de la cocina parecían no querer moverse, como si en ese preciso momento le quisieran hacer la puñeta. Intentó leer los apuntes de la asignatura en cuestión pero a las pocas palabras su atención se diluía en divagaciones sobre como sería la cita, como sería una hipotética relación o como sería una vida con Eva. Luego ese bonito futuro se había diluido y los miedos afloraron con vehemencia. El rechazo asomaba tras la puerta como un antiguo enemigo al que nunca se logra vencer. Se imaginó entonces rechazado, avergonzado por una risa ridiculizadora. Se vio, en un momento y en un lugar que solo se encontraba en su enfermiza imaginación, repudiado por Eva. Ella le miraba y se reía con grandes risotadas ante su ridículo intento. Entonces fue cuando comenzó a enumerar sus defectos, repasándolos en voz alta con saña, sin piedad consigo mismo. El pelo rebelde e imposible de peinar, los ojos demasiado juntos, las cejas excesivamente pobladas. Nunca, jamás en toda su vida le había dicho guapo. Ni siquiera de pequeño, cuando era todavía un niño. Lo más parecido había sido “mono”, algo que sonaba más como “no te digo lo que pienso realmente por no ofenderte”. Además no tenía un cuerpo atlético, ni siquiera hacía deporte. Era más bien delgado y debilucho, aunque no por ello y por alguna razón que no comprendía, se le notaban los abdominales. A él no. A las chicas les encantaba la famosa tableta de chocolate que lucían modelos y deportistas de élite. Sin embargo él no parecía tener nada que ofrecer en el aspecto físico. ¿Y en el resto? Tampoco lo creía, realmente sería un verdadero milagro que alguien como Eva se fijara en él.
   Su moral todavía se levanto y se volvió a derrumbar unas diez veces más antes de salir de casa. Por el camino a la parada lo volvió a hacer unas veinte veces más o menos. Tantas como escaparates y personas se había cruzado. Una mirada, un reflejo distorsionado…cada vez un pequeño defecto o una ligerísima nota positiva. Intentaba no caminar encorvado, no abrir demasiado los pies, ni demasiado poco, no gesticular de forma excesiva, ocultar sus manos de uñas roídas, no abrir demasiado la boca al sonreír para que no se vieran los defectos de su dentadura o las imperfecciones de su boca.
   Todo ese cúmulo de detalles le hacía dudar, notaba una ligera opresión en las sienes y un nudo en el estómago. Incluso pensó en varias ocasiones en olvidarse de todo y volver a casa. Tres de ellas estando ya en la parada.
   Logró distraerse un rato escuchando la conversación de dos señores de edad avanzada. Discutían sobre médicos, pensiones y paro. Ya no estaban para arreglar el país pero sí para practicar el deporte nacional, el debate estéril. Cada vez que se acercaba un autobús perdía el hilo de la conversación y sentía una fuerte punzada en el pecho luego se esparcía como una ola cálida por todo su cuerpo dejándolo adormilado o cansado, pero el dichoso trece no llegaba. Comprobó su reloj e incluso preguntó la hora a una señora para ver si la suya estaba mal o qué pasaba. Todo estaba en su sitio excepto el número trece, que se retrasaba ya cinco interminables y desesperantes minutos. Había comenzado a sudar debido a la tensión, lo cual no le ayudaba nada y le hacía sentir más inseguro si era posible algo así. Además, en la biblioteca haría calor, y él quizás sudara demasiado, puede que se le formaran rosetones bajo las axilas, puede que se le resbalara el bolígrafo de las manos o comenzara a oler mal y Eva sintiera asco al estar a su lado, quizá no quisiera volver a verle. ¿Quién querría estar junto a alguien que suda como un cerdo? Debería haberse traído el desodorante o una muda en la mochila. O incluso traer menos ropa aunque pasara frío en la calle. Estaba sudando a pesar del frío y sentía las manos húmedas dentro de los bolsillos del chaquetón de pana. Entonces lo vio. El número trece asomaba por el fondo de la avenida con su silueta brillante y enorme destacando sobre los turismos y las motos.
   El tramo que le restaba por recorrer no era de más de cien o ciento cincuenta metros en los que Mario contuvo inconscientemente la respiración e incluso dejó de sentir los latidos de su corazón. Como si todo se detuviese a su alrededor, incluso el sonido del tráfico y las voces de la gente. Por fin se paró frente a la marquesina y comenzaron a bajar los pasajeros: dos señoras, un niño, otra señora ya mayor a la que le costó bajar la última escalera, un tipo trajeado con bigote y cara de pocos amigos, dos chavales de unos quince años con los pelos de punta y otro hombre de mayor edad que el anterior y con chaqueta azul de punto y pantalón gris de pana. Ni rastro de Eva. Echó un vistazo al autobús a través de los cristales pero no estaba. ¿Se habría olvidado? ¿Habría perdido el autobús? Cansado y un tanto abatido se sentó en el banco aprovechando el hueco dejado por los dos viejos de antes y esperó al siguiente, tardaría una hora. Se sintió cada vez más tranquilo porque por un lado no se sentía muy seguro de si mismo ese día, también, por otra parte, un poco más deprimido y enfadado, sobre todo consigo mismo por haberse hecho ilusiones, por haber pensado que una mujer como Eva pudiera interesarse por alguien como él. El trece pasó de nuevo exactamente una hora y diez minutos más tarde que su predecesor. De él solo se apeó una mujer de unos treinta con un niño pequeño. Se levantó y comenzó a caminar de vuelta a su casa, cabizbajo, derrotado, y con mirada perdida en algún lugar de un sueño que nunca podría cumplirse. Estaría solo para siempre. Lo mejor sería irse de allí y evitar a todo el mundo, sin duda cuando se supiera lo que había pasado sería el hazmerreír de la facultad. Debería marcharse de aquella ciudad, incluso de aquel país, a un destino lejano en el que nadie le conociera y en el que pudiera pasar de puntillas por la vida sin que nadie se fijara en su insignificante persona.
   De pronto, cuando no había avanzado ni siquiera una manzana en su recorrido, sintió como si un rayo le atravesara. Sintió algo en su interior que le obligó a parar en seco y a girar sobre si mismo. Entonces la vio. Eva, desde el otro lado de la calle, gesticulaba y hacía aspavientos con los brazos para llamar su atención. No se la oía, a pesar de que sin duda estaba llamándole a voces, por culpa del ruido del intenso tráfico y las obras de la calle. Una sonrisa afloró a su rostro, Eva había acudido a la cita. Le observaba desde el otro lado de la calle infestada de coches mientras le pedía con la mano que la esperara, y miraba a los lados moviendo la cabeza de forma que su hermoso cabello moreno se agitaba suavemente sobre sus hombros. Era perfecta.
   Entonces, en apenas unas décimas de segundo, ocurrió todo. Antes de que pudiera siquiera gritar. Un vehículo rojo que esquiva un cascote que salta de la zanja propulsado por la máquina sin lograrlo; la señora que lo conduce pierde el control momentáneamente e impacta con una pequeña moto que en ese momento le adelantaba por su derecha sin previo aviso y a gran velocidad. La scooter sale despedida contra el borde de la acera, rebota y cambia su trayectoria rectilínea por otra en curva en la que gira en el aire sobre si misma con furia mientras su piloto cae en la acera en postura tan acrobática como dolorosa. Eva apenas la ve venir, siente el sonido sordo y gira la cabeza para ver que está ocurriendo. Mario da un paso al frente y alza el brazo derecho en un intento vano por avisarla. A la pobre chica tan solo le da tiempo para levantar su mano para interponerla entre la moto y su cabeza. Es, por supuesto, inútil. El golpe es tan brutal como letal. Mario cae de rodillas sobre la acera con la boca abierta intentando seguir respirando mientras las lágrimas templadas y saladas le resbalan por las mejillas. La gente se arremolina en la otra acera, no ve lo que pasa, pero el impacto de la pequeña moto contra Eva sigue gravado a fuego en sus retinas. Al cabo de un rato llega la ambulancia y tras unos intentos de reanimación se llevan a su amada en una camilla tapada con una lona plateada. Adiós, Eva.

David
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #29 en: Abril 18, 2011, 19:53:41 pm »

EL COLECCIONISTA DE NADAS

Se levantó con la certidumbre de que algo le faltaba. Miró alrededor y comprobó que sería inútil esforzarse  por encontrarla. Le pareció que  mejor  hubiera sido, no haber intentado abrazarla  y así no llorar su partida. En sus años mozos, ya había adquirido varias nadas. Sus colegas ya le habían dibujado  con adjetivos desmesurados lo valiosa que era. Sin dudarlo, vendió las  joyas que la mujer del prestamista, sin reparos camino al Don, despilfarró.
Muchos fueron los dardos en forma de consejos que recibió; para que desistiera de hacerse a ella.  Cuando en la tienda de subastas fue el primero en ofertar  -ante la envidia  del gremio-, se sintió el hombre más feliz del mundo, de hecho pensó que ya podría dar por finalizada la búsqueda.  La cubrió con su abrigo y se dirigió a desafiar  la soledad fantasmal en la que ha vivido, desde que su mujer lo encontrara con una de las meretrices  venidas de Alcalá. Ya en la sala de su casa, la invitó a un café. El viejo coleccionista no podía creer que estuviera bajo su techo, apaciguando  noches de hastío y desvelo. La miró fijamente y observó  que era un poco más pequeña de lo imaginada, es más, su rostro no era tan perfecto como decían los viejos del café Volga, tampoco  tenía los hoyuelos marcados. Para dar calor a la conversación,  le hizo un vago comentario, ella sonrió tontamente, a la vez que buscó donde posar la taza.  El apasionado se acercó, tanto que sintió el aliento  de ella. Cuando quiso abrazarla, la nada hizo lo que por naturaleza acostumbran hacer: se esfumó ante sus ojos. Los viejos del Café Volga comentaron luego, que al  iluso sólo  le quedaron: el aullar del perro del faquir y una taza con el carmín de unos labios que nunca  besó.
                                                                                                                     
ALBERTO FABRAL                                                                                           
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