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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

EL AUTOBUS



El maloliente camino del pasillo del autobús me provoca náuseas y el alimento que reposa en mi estómago parece subir a un vagón de la montaña rusa de cualquier parque de atracciones gigante. Aguantando la respiración llego al último asiento del destartalado colectivo, en el que sólo viajan algunas cuantas personas regadas en distintos puestos, cada uno diferente, distantes, entregado cada quien a sus reflexiones.

Un sujeto se levanta, se cambia de puesto, se sienta cerca de mí, el viento y el humo que emana de la boca del motor de la inmensa bestia mecánica me llega a la cara y contamina mis pulmones, desde aquí la Avenida Principal de Las Mercedes es un torbellino de autos que van y vienen, de pronto el sujeto me amenaza: "Te voy a pegar un tiro", sus palabras llegan velozmente a mis oídos y logro articular una pregunta: "¿Por qué?", su respuesta no se hace esperar: "Porque te pareces a un petejota que mató a mi hermano".

Escucho atentamente lo que me dice, mientras el ensordecedor ruído de la caja de cambios del bus inicia la maniobra del chofer; atino a decir: "Yo no he matado a nadie", mientras observo sus manos a la altura de la cintura, acomodándose el revólver, el tipo se sincera: "Mira pana, sabes lo que pasa, a mí me busca la policía porque le metí 2 tiros a un Disip. ¿No tienes nada que pasarme para irme a Maracaibo?".

Su historia me sorprende, el hombre llora y balbucea algunas palabras en relación a su mamá, el viento penetra con fuerza a través de las ventanas polvorientas, algunos vidrios rotos y otros rayados, su chaqueta se infla con la entrada del dios Eolo y su revólver queda al descubierto: es un peine de color amarillo con cerdas negras.

Mi acción es rápida, me paro, golpeo al tipo, toco el timbre y su chillido despierta a una señora que daba tumbos con la cabeza sobre su asiento, el chofer aplica los frenos y su chirrido recuerda la risa de las hienas, la puerta se abre de golpe, salto a la calle, salgo del bus, el sujeto despliega una cascada de vulgaridades y amenazas, corro en dirección a un puesto de Seguridad Urbana, la calma vuelve a mi cuerpo, un cartel anuncia la obra del gobierno:

EL GOBIERNO CUMPLE CON LA COMUNIDAD, PARA ELLO DESPLIEGA UN AMPLIO OPERATIVO DE SEGURIDAD URBANA.

El Pasajero 57

Relatos FM

Numen


Le dolió la primera tecla pulsada, una «u». Pero no lo reflejaron sus mejillas de porcelana ni su carmín intacto. Después vino otra, y otra más. Luego entró en la nube envolvente de su relato y ya no supo a qué tecla correspondía cada chasquido, porque el sonido de lluvia de la Olivetti se contrapeaba con las palabras amontonadas dentro de ella y con las que conseguían escapar de ahí y aferrarse al papel. Se fundieron en un todo ella, sus ideas, la tinta, los sonidos, el olor del caldo de gallina que venía del piso de arriba. Puso un punto, cerró los ojos y dejó escapar el aire mientras el rojo antes fruncido se estiraba en una aliviada pequeña sonrisa. Empujó el rodillo una vez más, liberó así la hoja, la posó sobre la mesa.

Cuando por fin se levantó, estiró sus piernas blancas bajo la falda gris. A saber cuánto tiempo había pasado. Se plantó frente al perchero y dudó un instante, por cortesía, entre el cloché y el canotier, sabiendo en el fondo que ese día elegiría el segundo. Cogió también la capa corta color burdeos, por si acaso; aunque finalmente no la necesitaría. Se dirigió al café, pero no dejó de escribir mientras caminaba.

El café huele a humo y, claro, a café. La dama elige una mesa bañada por la luz adecuada. Después de hacer su pedido, enciende un cigarro con cuidado de no quemarse los guantes. El pianista ya estaba ahí cuando ella entró, pero la distancia entre ellos es tan perfecta, la proporción de mesas que les separaban tan cuidada, la ligera elevación de la tarima sobre la altura a la que se encontraba ella tan adecuada, que le parece que todos esos elementos se acaban de recolocar en su honor. La historia va así: ella se prenda de él, o al revés. El café se va vaciando y las miradas cruzadas cada vez son más evidentes. Al finalizar, él dice algo inteligente y divertido y ella se entrega a una carcajada sin reservas, o al revés. Y todo empieza, tan bonito como pueda ser contado, porque los hechos no tienen nada que hacer cuando compiten con la forma en que son narrados. Tienen que resignarse a ella, tienen la batalla perdida de antemano. Los hechos pasan a ser solo el cuento que se desprende de ellos.

La dama cogió la historia con las dos manos. La abrazó, la besó, la observó mientras la cambiaba de sitio. «Voy a hacer de ti el mejor cuento», le dijo. Se metieron la una en la otra, la dama en la historia y la historia en la dama. Fueron una.

Los nuevos amantes avanzan con ansiedad, con prisa por conocer todo del otro. Con indignación por no tenerlo ya conocido de antes, de mucho antes. Él la levanta por el aire para acercarla un poco más a un cielo que en realidad ya está conquistado. Canta a su oído las palabras más bellas, y ella también canta (mal) y los dos ríen. Al final de otro día juntos, ella llega a casa exhausta por fuera y por dentro, cuelga su canotier o su cloché en el perchero de brazos sinuosos y sigue escribiendo su historia, igual que la ha escrito durante el día, en el café, junto al río, en el parque.

Un día de los de dedos entumecidos, la autora dirigió sus pasos una vez más al café, dispuesta a seguir construyendo su cuento, la historia más bella, tal y como la había soñado durante tantos años. Dispuesta al encuentro, a esculpir el rostro de él con sus palabras, a diseñar los gestos, los silencios, las sonrisas.

Él la ve y corre para encontrarse con su abrazo, pero no llega a alcanzarlo. Antes le interceptan unas personas que venían buscando a quien respondiera a su nombre. Son tres, visten trajes oscuros y no parecen pertenecer a este cuento. Se lo llevan, rompiendo a su paso la música y los silencios, la armonía y los espacios perfectos entre las mesas.

La autora volvió corriendo a su casa. Se sentó en la pequeña mesa de madera, intentó abrir el cajón, la llave se atrancó, la giró con más desesperación. Al fin esta cedió, por tedio. Empezó a repasar las hojas desde el principio, desde aquella «u». Primero las iba dejando en la mesa, pero una se deslizó al suelo accidentalmente y después de ella ya ninguna fue a parar a la mesa. Pasó las hojas con rabia, con furia, con lágrimas en los ojos. Llegó al día de su encuentro y retrocedió un par de páginas. Allí estaba.

El día que se conocieron, antes de entrar al café, el pianista se topa con una escena violenta en el parque. Es héroe sin pretenderlo, muerto de miedo; es asesino horrorizado antes de darse cuenta de que lo es, llora mucho abrazado a una extraña. Las pistas grotescamente evidentes solo le dejan unas semanas de tregua, las suficientes para responder al cuento para el que está siendo reclamado, ya que no hay asesino más torpe que el involuntario.

La autora rompió, entonces, esa escena en dos mitades, y luego en dos más. Rasgó los trozos en diagonal, y después en otro sentido distinto y anárquico, en el que pudo, porque las yemas de los dedos ya le dolían por forcejear con el impasible papel. Destrozó ese episodio letra por letra. Vio la tinta sucumbir a las llamas en su pequeña papelera de metal. Lo destruyó por completo. Releyó el relato y añadió un párrafo para enlazar lo anterior con lo siguiente, para que a su historia no se le vieran las ausencias ni las costuras. Quedó satisfecha.

Fue al café sin guión. Sola de verdad, por una vez. Deseó, con más fuerza que nunca, haber cambiado la historia. Su rostro pasó de la esperanza a la decepción al cruzar el umbral. Mientras el tintineo de un colgante situado encima de la puerta anunciaba su llegada al personal hostelero, ella dirigió la mirada al piano vacío, bañado por una luz imperfecta; a todas las mesas disponibles, todas hostiles —sin él—. Eligió una con desgana, para al instante pensarlo mejor y levantarse, dispuesta a dar media vuelta. Entonces le vio aparecer, como tantos días. Sus ojos se iluminaron de gozo y corrió a los brazos de su estupefacto amado, que retrocedió. Las palabras que él pronunció entonces no hacían falta, ella ya entendió con su mirada. No la conocía, y lo que era peor, no la amaba. Sus ojos ignorantes le dolieron como cuchillos afilados en su pecho. La dama salió corriendo del café, comprendiendo sin desearlo, temiendo que su historia perfecta nunca hubiera ocurrido sino dentro de sí misma.

En casa, descargó su furia en la Olivetti. Primero con palabras, después con lágrimas, por último con los puños. La máquina la retaba con su mutismo y ella la tiró de la mesa, provocando un gran estrépito antes de esconder su cabeza entre las manos. Cuando ya no supo llorar más, pensó. Es peligroso querer dirigir tu historia, pensó. No se puede cambiar lo que se quiera y pretender que el resto permanezca, pensó. Las historias son castillos de naipes, se dijo; nada funciona sin lo anterior, cuidado con no seguir tu guión. Lo bueno y lo malo son amantes opuestos imprescindibles el uno para el otro. Cuidado con salirte de las normas.

Quién fuera musa, pensó también; para no tener que tomar decisiones, para no conocer el dilema, para ser elegida y vapuleada por la vida, para conformarse, para no experimentar la pasión más pura —que es la que nace de la espera y de la suma de decepciones— ni, por tanto, echarla de menos. Para matar al numen o desterrarlo para siempre, para no tener que perseguirlo más. Para huir de musas, de duendes, de cantos de sirenas. Yo jugué a ser Dios, pensó, y me salió mal.

No lejos de allí, en el café, el pianista vio algo que le hizo acabar su canción de forma un poco precipitada, aunque solo un oído experto podría haberlo apreciado. Se dirigió hacia la mesa y, antes de coger el objeto que había llamado su atención, la desplazó un poco, porque le parecía que el mueble no se encontraba en la posición perfecta con respecto a sus sillas y a las otras mesas. Después tomó entre sus manos ese canotier. Pasó sus dedos de pianista sobre la paja y sobre la lazada de color gris perla.

Lo quiso dejar donde lo había encontrado pero no pudo. Creyó recordar, o quiso vislumbrar más allá, escudriñando dentro de sí mismo. No, concluyó, no hay nada más que humo y que las formas obtusas que creamos en nuestra cabeza cuando tenemos demasiadas ganas de encontrar algo. Nada más. Nada, al menos, real. Nada que haya existido.

—Y sin embargo... —musitó.

Y sin embargo.




-PRINCIPIO-

Dama

Relatos FM

#242
UN MISTERIO PARA DOS


La escena parecía sacada de una comedia ligera: un obeso sacerdote avanzando a grandes zancadas, mientras se recoge la sotana con ambas manos y mantiene  un enorme paraguas bajo el brazo. Algunos metros atrás, el monaguillo, cargado de libros y papeles, se esfuerza por no quedar rezagado.
El crimen parecía implicar a cierto personaje allegado a la familia real, así que la sala del Tribunal estaba tan atestada  como una lata de sardinas. Entraron cuando estaban por finalizar los interrogatorios de los testigos.
La noche anterior, y después de tres días de largas meditaciones, había logrado resolver el crimen. Ahora presentaría ante el jurado todas las pruebas que avalaban la certeza de su teoría. Casi podía imaginarse las miradas de asombro del juez y de los miembros del jurado. Sintió el agradable cosquilleo del orgullo y se prometió, que luego de celebrar apropiadamente el triunfo, se impondría a sí mismo las adecuadas penitencias. En el momento en que se disponía a alzar la voz, una mujer, de edad avanzada, se acercó al estrado, causando un gran revuelo.
El juez accedió a escuchar su declaración y la mujer, bajo juramento, expuso una a una, las mismas conclusiones a las que había llegado el sacerdote. De pronto cesaron los murmullos. Todos comprendieron, que sin lugar a dudas, se había demostrado la inocencia del acusado. Éste se llevó las manos al rostro y luego dirigió sus ojos, llenos de lágrimas, hacia la anciana, mientras le daba las gracias en silencio.
Al finalizar el juicio el sacerdote y la anciana, se encontraron a las puertas del tribunal.
— ¡Padre Brown! —exclamó la mujer, con suspicacia —. ¿Qué hace por acá?
—Recibí una llamada del Arzobispo —mintió, bajando la mirada —. Y, mientras pasaba frente al palacio de justicia, recordé que hoy se celebraba esta audiencia.
El sacerdote, todavía sin levantar los ojos, repasaba nerviosamente el borde de su sombrero.
—Los diarios han hablado tanto de ello —continuó— que no pude resistir la tentación de entrar a echar un vistazo.
Luego, sin siquiera despedirse, se dio la vuelta, empujando al monaguillo con su paraguas.  Debía darse prisa. Lo último que deseaba ver en ese momento era la maliciosa sonrisa que, con toda seguridad, ya empezaba a dibujarse en el rostro de esa condenada Miss Marple. 

GRIM REAPER

Relatos FM

Ideas del horno


Sin ser oficial panadero, sin oficio, licencia ni vergüenza; ella distraídamente hurgaba con
dedicación, quizás hasta el centro de su cráneo, su fosa nasal derecha buscando alguna idea que la hiciera decidirse.
El semáforo en rojo da el tiempo preciso para meditar. Detiene el auto justo antes de la gran línea blanca y en esos minutos quietos, donde la atención se relaja y el motor murmura mantras en punto muerto, la conductora piensa. Escarba y excava hasta lo mas profundo de sí ante la mirada curiosa de un niño que la observa con simpatía y asco desde el asiento trasero de una moto.
Ella no lo advierte, está concentrada, seria. Con la punta del índice como señalándose la nariz repta y atrae la idea, la sopesa. Tratando de que no se fragmente la medita suavemente hacia afuera. Remueve primero la cáscara endurecida y superficial que todo razonamiento tiene, al hacerlo arruga la frente como cuando se toquetea algo doloroso en el alma.
Una madre con carro, embarazo y niño se apura por trasladar a los cuatro hasta la otra orilla de ese arroyo de asfalto. Arremete perpendicularmente las rayas, casi saltándolas como si fueran piedras antes que el hombrecito verde del semáforo mude de color. En ese momento, cuando la madre empuja y puja con la vida, el carrito y el chico, mira dentro del auto y ve a una mujer absorta de expresión ida y preocupada que en ese instante retira, ayudándose con el pulgar, un pensamiento acartonado y seco que se estira largamente en una sustancia viscosa.
Coincide que la mujer mirando a la madre siente un alivio de vía liberada, de aire fresco. No puede resistir el brutal y milenario instinto de mirar la punta de sus dedos. Ve claramente su idea, la amasa, la redondea.
La madre cuando alcanza el cordón de la vereda aún lleva un rictus de desagrado en su gesto. El disco rojo torna a verde que, la conductora, distraída y conmovida por sus reflexiones no lo advierte. Acaba de dar a luz una determinación, piensa que sí, que lo va a hacer y que se lo va a decir.
Una bocina asesina de línea de colectivo la despierta. Su mano se aleja del rostro y antes de tomar la palanca de cambios deja su  decisión pegada debajo del asiento.

Platero

Relatos FM

El soñador sonámbulo

(Hubiéramos podido ser héroes)


Paseaba sin tocar apenas el suelo, deslizando mis pies muertos de un castillo a otro de viento y quimera. Este trayecto no duró prácticamente nada, mientras algunas nubecillas en las que comenzaban a verter algunas pequeñas gotitas de lluvia, chocaban en la superficie de un lago, producidos por el bochorno de la madrugada estival. A fin de cuentas, podrían haber trascurrido siglos eternos y no me hubiera dado cuenta que el eje del mundo continuaría rotando impasible sobre los soles, los satélites y las lunas del tiempo. Vivía el sueño sin sueños, la cabeza vacía, el corazón lapidario, un frenesí recatado. Pon fin penetré el través de las densas tinieblas de tu habitación, sin rasgar el silencio. Entonces, rompiendo el cerco que se empecinaba en separar tu noche de la mía, dinamité los muros de la prisión impuesta que encarcelaba la esencia misma de tus ensoñaciones.
   De repente, te despertaste. A mi lado. Junto a mí. Para siempre. No te sorprendiste lo más mínimo lo que había ocurrido entre los dos. No preguntaste cómo, por qué, nada, suspirando, en leves suspiros...

   -Apriétame fuerte, Marcel. Levanta mi vida. Llévame lejos: Donde nadie haya estado jamás- susurraste bajo el cortinaje de la alcoba, que ocultaba la tela rasa los rayos lunares del lecho.

   Tenías la luna en tus ojos. Yo pude ver la luna en tus ojos. Te lo vi en ti. Te vi todo tu personalidad, tus miedos, tus pueriles deseos, tu amor. El brillo, irisado y satinado, que éstos irradiaban y rivalizaba con las estrellas fastuosas en el entero universo; las eclipsaba... Luego nos movimos entre sedosas dunas blanquecinas. El azahar de tus labios se abrió. De éstos brotaron flores que cubrieron mis oídos. Nada existió, entonces. Todo había desaparecido. El mundo, el nuestro, llegaba a su final. Enseguida, nuestras vidas empezaron a cobrar sentido. No me hubiese importado morir durante aquellas horas, como dos amantes. Quizá en algún sitio alguien nos estuviese tejiendo un destino y fueran suyas las risas que escuché. Tú y yo éramos la misma persona. Nuestro entorno mutó y ya sólo vimos lo que quisimos ver. A renglón seguido, fuimos a visitar a un par de amigos a los que nadie había visto desde hace mucho tiempo. Se alegraron de nuestro regreso, que nos abrazaron y dijeron palabras sabias. Alguna de ellas no pude comprenderlas. Estábamos en la cumbre de una montaña ciclópea, en la que vigilaba la chopera. Desde su elevada y escarpada cima, el paraíso estaba más cercano. Como un sol brillante y reconfortante. En ese preciso momento, dijiste algo que nunca podré olvidar: "Éste es el mundo real, el nuestro". ¿Te creí? Lo dudaba. Deseamos construir casas de barro en la orilla de una playa conocida, sobre la que sentimos momentos inolvidables e irreparables, ni siquiera en el recuerdo, del majestuoso ayer. Cavar huequecitos entre las gotas de arena, para filtrar en este escondite nuestro aliento, nuestros suspiros... "¡Eres pasado; eres pasado, pasado, pasado, ¡pasadooooo!...", grité, enronquecido el tono áspero de mi voz, haciendo dúo con la orquestina de las caracolas, que danzaban, y que alocaban su concha en las espumosas olas. Y, de repente, se cumplió mi maldición, la amenaza, mi perdición, tú pérdida: Alguien abrió una ventana, sonó un motor, varias voces, muchos sonidos enemigos. Por sus cristales diáfanos se colaron algunos traviesos haces de luz, que flagelaron la piel de mi corazón, torturando mi consciencia. El horizonte celeste se inflamó primero de rojo albor, más tarde en azul claro de amanecer. Otra vez abriste la boca, y las flores que ahora bostezaste, fueron mucho más bellas que las otras. Los labios de los dos se convirtieron en un único rubí lucífugo. Uno. Uno solo. Sin los pétalos de nuestro amor, que penetraban extraordinarias las promesas de tus labios rosas. Cerraste los ojos. Cerraste los ojos y me empujaste lejos.
   Muy lejos.
   Aquí...

   Desde ese momento, todas las noches quiero soñar este sueño. Contigo solamente; contigo; reinando la frescura de nuestras ilusiones, peregrinando al reino de nuestros deseos.
   Sin...
   ...despertar...
   ...Nunca más...
   Regazo de abrazos.......................................
   De promesas.

Marcel Camus

Relatos FM

Hasta mañana


   Antes de prometerse, Rubén era lo que se conoce como un picha brava. En verano se dejaba caer por las discotecas del Levante dos, incluso tres veces por semana; su empleo de temporada, una especie de escuela de surf que apenas contaba con seis alumnos, la mayoría de ellos extranjeros, y en la que él era el único profesor, le brindaba la oportunidad de dar rienda suelta a sus más bajos impulsos. Su única ley moral, decía, era no repetir jamás con la misma. Después, cuando el verano terminaba y llegaba el otoño, volvía a casa y se encaprichaba con alguna chica, normalmente con la que había mantenido un breve contacto por teléfono durante los meses de playa, y hacía todo lo posible para embaucarla. Así conoció, a los 28 años, a Amaia Zárate. Y ahora estamos aquí, diez años después, en la finca de Bellavista, provincia de Murcia, Patricia y yo y unas ciento cincuenta personas más, en su boda.
   Nos han sentado a diez pasos de la mesa de los novios, relativamente cerca si tenemos en cuenta la cantidad de familiares que han venido por parte de Amaia; estamos rodeados de amigos y primos, gente seria, estirada y pretenciosa. La ceremonia ha sido por la iglesia, aunque más reservada que otras ceremonias en las que he estado; casi parecía ser un juego grotesco frente al que todos mirábamos con loable atención. Patricia cree que no, ha sido preciosa, dice, aunque Patricia siempre lo sobrestima todo. Ahora dice que esta finca es algo así como un paraíso, y me mira con ojos abiertos y escrutadores, como si me reprochara algo. Lo cierto es que no está mal el lugar, pero me resulta incómoda la perfección que cubre todos los aspectos apreciables a primera vista. Por ejemplo, estas mesas cubiertas por un mantel: son redondas y grandes, en el centro un ramillete de flores amarillas y fucsias en un búcaro que aparenta ser vetusto, y luego ocho sillas como tronos alrededor de cada una, perfectamente alineadas, perfectamente sobrias. Por un momento siento náuseas, pero me contengo y miro a la orquesta, que se prepara para la actuación al margen de los invitados; esos músicos parecen ser los únicos que entienden de qué va todo. Entre plato y plato Rubén y Amaia se acercan y nos saludan, nos dan las gracias por haber venido y nos palmean la espalda solemnemente, y entiendo que están haciendo todo lo posible para que este día sea memorable.
- ¡Qué buena pareja hacéis, ****! –grita mi mujer mientras los novios se dirigen a otra mesa para proceder al saludo de rigor. Yo no digo nada, simplemente los veo alejarse, veo a mi mujer emocionada y noto cómo la náusea sube por mi garganta; toso e intento relajarme. No tenemos problemas, lo sé, pero estos años han sido como un tiempo añadido; después del empate, alguien quiso que nos diéramos una segunda oportunidad, y ahora todo es tan feliz, tan cuento de hadas. Eso es lo que debe pensar Patricia, y no la culpo. Lo cierto es que son muy cómodas estas sillas, ideales para ver el espectáculo relajado y jubiloso. Ahora tengo que ir al baño, así que me levanto y me disculpo ante mis compañeros de mesa y me voy.
   Los baños son lustrosos, tienen hilo musical y huelen a lavanda. Esos es lo que me ha dicho mi mujer. Aun así he preferido salir afuera, apoyarme en un pequeño muro y mear en la hierba seca. El tiempo parece empeorar por momentos: aunque sigue haciendo calor, se prevé tormenta. Saco un cigarrillo y me siento en el muro. Hace tiempo que todo se ha acabado para mí, y sin embargo, e incomprensiblemente, saco fuerzas suficientes para aguantar los días, el engorroso tedio. "Los hombres más fuertes son los menos", dijo Bukowski alguna vez, aunque ahora dudo si era el poeta estadounidense quien escribió la sentencia. Hasta los pájaros, allá arriba, parecen estar cansados de volar. Cuando conocí a Patricia yo no era así. Quizá ya estaba abocado a convertirme en lo que ahora soy, pero no tenía estos ojos, esta manera de sentir la realidad. A decir verdad, tampoco recuerdo muy bien cómo era antes y poco después de conocer a mi mujer. Creo que me gustaba la música, y si así fuera, ya da igual, porque hace tiempo que no escucho nada. Sé que estoy muerto, porque llevo años sin sentirme vivo, y ahora lo único que hago es caminar con los pies y divagar con la cabeza, y perder una y otra vez –aunque no sé qué es lo que pierdo-. No me apetece acabarme el cigarrillo, así que lo apago contra la piedra y lo arrojo a la hierba, quizá lleve demasiado tiempo ausente, pienso, así que vuelvo a entrar.
   Saludo con la cabeza a mis compañeros justo antes de sentarme, y ellos me responden con una especie de risa torcida que asustaría al más valiente. Has tardado mucho, dice mi mujer, te has perdido el brindis. Habrá otro, le digo, y bebo más cava. Ahora están hablando de niños, creo que incluso han preguntado a mi mujer si esperamos traer familia, pero mi mente está en otro lado. Estos cubiertos me ponen nervioso. ¿Cuántos hay? Los cuento: entre todos suman seis. Los ordeno de mayor a menor, luego los emparejo, luego juego a hacer una pirámide con ellos. El tipo de mi derecha, un primo de la novia que ha venido desde Galicia, me pregunta algo, pero siento sus palabras distorsionadas y no consigo entenderle, y antes de que pueda decir algo apoya su mano en mi hombro y mira a mi mujer, después ríen y siguen hablando entre ellos. Alzo la vista y observo las lámparas flotantes que adornan el cielorraso. Si una cayera encima del tipo que está frente a mí, lo mataría en el acto; puede que si cayesen cuatro o cinco en nuestra mesa, todos muriésemos. Traen el sorbete de limón y bebo; sé que es lo único que me puede salvar, y me tranquiliza saber que después de toda esta parafernalia habrá barra libre. Mi mujer bebe despacio, juntando los labios rojos y succionando sin hacer ruido; en la mesa todos beben de igual manera.
   Sé que toda convivencia es difícil, sé que los días tienden a entrar en una espiral diabólica de rutina laboral y sentimental que puede llegar a desquiciar al más cuerdo; pero pensé que conmigo sería diferente, y a decir verdad creo que lo fue, aunque de manera inversa, porque mi irritación es considerablemente mayor a la del resto. ¿Acaso a alguien le afectan estos cubiertos, estas sillas, las lámparas que cuelgan del techo? Lo dudo; en cambio a mí me enervan sobremanera. Pese a todo, puedo decir que he disfrutado la comida, quizá porque no esperaba más de ella: es comida, por lo tanto quita el hambre. Pido al camarero que me traiga otro sorbete y lo hace en tiempo récord. Todo está milimetrado, como si hubiesen estado ensayando este día durante un mes entero. Debéis sentiros orgullosos, le digo al camarero cuando me sirve, pero no me entiende, y se aleja con la misma diligencia con que ha venido. Acto seguido se levantan los novios, dan las gracias a todos, los invitados piden un beso y la pareja se ruboriza, luego se da un tímido pico y todos aplauden. ¡Que vivan los novios!, grita alguien, pero para entonces yo estoy jugando con las migas de pan que he amontonado en círculo encima de la mesa.
- ¿Después, en la pista –pregunta mi mujer-, me sacarás a bailar?
- Claro que sí –le respondo. – Te sacaré a bailar.
- Tomás y Bego también saldrán –dice señalando con la mirada a la pareja que ha conocido cenando-, lo pasaremos bien.
- Sí. Lo pasaremos bien.
   El señor Zárate se emociona cuando su hija parte la tarta con la tradicional espada. Supongo que estará pensando en su mujer, en lo perfecto que sería todo si ella estuviera aquí, con él, con todos nosotros. La mayoría de las personas se sienten desorientadas cuando pierden a un ser querido; posiblemente las pocas esperanzas que le queden al pobre anciano estén puestas en su pequeña. Creo que es una apuesta a ciegas, estúpida hasta el límite, cobarde incluso, pero sé que hay gente así y que siempre la habrá, entonces no debo preocuparme de manera excesiva, porque sería como golpearte contra un muro.
   Parece que ya sube la orquesta al escenario. Los invitados se hacinan en la pista de baile. Corre, dice mi mujer, o no tendremos sitio. Me levanto desdichado y tiendo la mano a mi esposa, que se despide con cierta altanería de las dos parejas que quedan en la mesa. No es que antes, cuando era joven, bailara mucho, pero siempre he tenido sentido del ritmo, y me considero una persona ágil, por lo que no doy muestras de torpeza a la hora de moverme acrobáticamente con mi pareja; he de decir, incluso, que se me da bastante bien, y aunque suene arrogante, todos a nuestro alrededor nos miran celosos. Sé que esto hace feliz a mi mujer. Pobre, si supiera que lleva viuda tantos años. Agarrado a ella, mientras huelo el aroma de su pelo, sé que se siente vacía porque no puede darme el hijo que, según ella, necesito. Te quiero, acierto a decirle a la oreja cuando la música me concede la ocasión. Ella me besa en los labios, luego se distancia poco a poco sin quitar la vista de mis ojos. Te quiero, me dice.
   Cuando llegamos al hotel mi mujer me dice que ha sido un lindo día. Yo también lo creo, le digo. Mientras ella se desviste en el baño, yo me despojo de la corbata, me suelto los botones de la camisa y suelto un largo suspiro. Ha sido un buen día, me digo. Pienso, cuando me recuesto en la cama, en el lugar donde se ha producido el banquete, y me lo imagino desierto, con todas las lámparas que colgaban del techo apagadas, con las suntuosas sillas puestas del revés encima de las grandes mesas redondas. Todo está llegando a su fin, como ayer, como mañana. Cuando Patricia sale del servicio se mete en la cama y hacemos el amor, quizá como nunca antes lo hubiésemos hecho. Antes de apagar las luces me dice: hasta mañana. Hasta mañana, le digo.

Jonan Arrizabalaga

Relatos FM

Abandono



Lucía sabe que lo va a dejar. Su mirada lleva escrita el abandono, aunque Manuel no lo quiera leer. Todos saben que lo va a dejar. Pobre Manuel. Pobre por ser el abandonado, pobre por no haber sido jamás querido por Lucía, pobre, sí, pobre por no haber removido, ni una sola vez, la pasión de su mujer. Lucía lo mira conmovida, siente lástima, la misma que sintió cuando se casó, la misma que sintió cada noche cuando se entregó a sus brazos, encuentros cada vez más ficticios, la misma que siente cada vez que se acerca. Ahora se miran, y los ojos de Lucía se enredan en el desconsuelo, como si una araña hubiera caído sobre su retina y tejiera su mirada con hilos de tristeza. Sin embargo, no solo ella siente tristeza, Manuel también, y contiene las lágrimas, y traga varias veces porque los nervios le han atascado la garganta, y suspira moderado deseando que hoy tampoco sea capaz de dejarlo. Lucía se acerca, y el abandono sale de sus ojos, y Manuel se aleja unos pasos evitando, por todos los medios, que se apodere de él.
La mujer que habla por los ojos no quiere pensar. Otras veces se propuso el abandono, muchas, pero en ninguna de ellas fue capaz de llevarlo acabo. La memoria le traicionó y todos los recuerdos le taparon la boca, la envolvieron persuasivos y borraron las letras de sus ojos.
Tres años de noviazgo y siete de matrimonio, todos cargados al lomo de Manuel que arrastró de ellos, complaciente, regalando, con sus formas, el corazón a puñados. Un hombre ejemplar, un buen hombre, un hombre capaz de satisfacer las ilusiones y deseos de cualquier mujer, sin embargo, Lucía no lo quiere, nunca lo quiso y el tiempo, por desgracia, no jugó en su favor. Por eso esquiva el pensamiento, y aprieta los ojos con fuerza intentando que los recuerdos no borren su mensaje.
Manuel la mira, sí, la mira porque la ama, porque es su mujer y fue capaz de conseguir lo que más quiere. Recuerda cada momento a su lado: tantos y maravillosos. Recuerda todos los besos que le dio, recuerda como sus dedos hurgaron en su cuerpo, recuerda su olor y la suavidad de su piel le estremece el alma. Aún la adora, aún vibra cuando la siente cerca, aún...Pasaría toda su vida junto a ella, pero sabe que lo va a dejar.
Lucía avanza unos pasos, pero Manuel ya no puede retroceder porque la pared del dormitorio está detrás. La araña continúa su trabajo, aún queda más tristeza por tejer. Lucía extiende sus brazos y se los ofrece a Manuel. Entrelazan las manos, se regalan caricias, las últimas, las que sellaran la despedida. Se abrazan, lloran, suspiran. Manuel la rastrea como un animal, sabe que lo va a dejar y necesita disfrutar lo que jamás volverá a tener. Lucía se deja. Sin romper el momento se quita una pinza del pelo y permite que Manuel lo acaricie. Ahora llora, llora más, sabe que Manuel es bueno, y sabe que ya lo va a dejar. Maldice su suerte, por lo bajo, maldice no ser capaz de amarlo, maldice lo inoportuno de la vida. Llora y se deja acariciar. Se miran. Por primera vez desde que unieron las manos, se miran y Manuel lee los ojos que tiene enfrente. Los dos vuelven a llorar. ¡Ya está bien! El hombre abandonado ofrece una sonrisa forzada mostrando su aprobación. El amor es tan grande, el amor entiende de sacrificio, esta sonrisa es el mayor sacrificio que ha hecho Manuel.
Lucía abre el armario y llena dos bolsas con su ropa, no necesita más, todo se lo dio Manuel y ahora todo se lo deja. Solo quiere su vida, la que sacrificó por pena, la que se enredó en un remordimiento atorador, la misma que hoy vuelve a ser suya. Se ha quedado sola en la habitación. Manuel ha preferido salir y no ser testigo del abandono. No es capaz de ver como cierra la puerta y su cuerpo desaparece tras la madera, fuera de su hogar, ajena a lo que un día llenó de voces y vida, lejana, ya, de unos años convertidos en recuerdo.
Lucía se marcha. Con una bolsa en cada mano sale de lo que fue su casa. Solo lleva ropa, unos cuantos trapos que le pertenecen, solo equipaje, porque los recuerdos no los quiere, los ha dejado entre las paredes que abandona, todos allí, recogidos, encerrados, desahuciados y obligados a ser revividos a cada momento por Manuel que los revolverá a su antojo. El tiempo les ofrecerá algo de paz, podrán estar tranquilos y solo, en fechas señalas, serán recogidos por su amo. Manuel se queda con lo suyo, todo lo dio, y ahora todo le vuelve, los recuerdos también.

Nayra

Relatos FM

ENCUENTRO FUGAZ



Algunas nubes grises se posaban ya sobre la tarde, avisando la caída del agua. Como tantas otras veces, el hombre se dirigía hacia el parque, a sentarse en aquel solitario banco que en los días de lluvia despedía un olor a madera mojada.
La razón era clara y sencilla; un hábito que formaba ya parte de su vida, y por el que hacía mucho había dejado de preguntarse el porqué.
Era una apacible tarde de agosto, época en la que solía reinar un vacío nostálgico en la ciudad, la época de mayor silencio urbano. Pero él jamás dejaba la ciudad, y menos cuando llovía. El parque al que ya casi llegaba, una plaza más bien, había tenido igualmente momentos de mayor esplendor, donde el ambiente se endulzaba con risas de niños y voces jóvenes. Ahora, en cambio, parecía apoderarse del lugar una sombra lúgubre y fría, aun en los días más calurosos.
Se sentó al fin. No acostumbraba a llevar reloj, puesto que le parecía que medir el tiempo le hacía aún más insignificante. La existencia ya de por sí era rápida, casi imperceptible, y la idea de cronometrar el tiempo que quedaba para el final se le antojaba más bien absurda e innecesaria. Con parsimonia, las primeras gotas cayeron sobre el suelo. Las gotas, pensó el hombre, infinitas, libres, me producen envidia. Pertenecen a un mundo cambiante y veloz, pero nada puede destruirlas, nada las hace terminar. Del cielo a la tierra en un ciclo sin fin, maravilloso.
Aunque en su mano sujetaba un paraguas, normalmente no lo utilizaba. Que el agua me aporte parte de su eternidad, al menos. El sonido de la lluvia se apagó en cuanto se oyeron los primeros pasos. Pasos femeninos, de tacones. El hombre podía imaginarse las gotas temblando ante el poder de aquellos pasos. Tal vez sí hay algo que pueda vencerlas, pensó. Sentado con tranquilidad, esperó al ansiado momento. Cada vez más cerca, sabía que ya no quedaba nada. Mirando a sus sucios y empapados zapatos, notó ya la presencia de la mujer. Cuatro pasos, era exactamente el tiempo que ella tardaba en pasar por el banco. Y como cualquier otro día de lluvia, la mujer llevaba aquel inmenso paraguas negro, negro para tal vez hacer contraste con aquella piel pálida y traslúcida. Cuando la mujer pasaba taconeando, el hombre levantaba ligeramente la mirada para fijarse en la negrura de aquella figura. Una sutil mezcla de maldad y tristeza, una extraña fuerza que irradiaban sus ojos y su boca. Algo a medio camino entre la crueldad y la empatía. El hombre, cada vez que se encontraban, pensaba en la muerte. Una serie de pensamientos negros, fríos y lluviosos como la plaza se desencadenaban inevitablemente en su mente. Una especie de ráfaga de viento gélido que se arremolinaba en torno a su garganta para ahorcarlo.
¿Sería esa mujer la que se habría llevado consigo las voces felices de antaño, la que habría absorbido cualquier impronta de calor? Cuando el hombre la observaba, sus ideas acerca de la fugacidad de la vida se tornaban todavía más contundentes. La muerte al acecho, más vigorosa cuando el cielo se apaga en gris en días como aquél. Y sabe quién soy, y qué pienso sobre ella.
Ya había desaparecido cuando el hombre se levantó. Notó en seguida que el agua que caía estaba más fría, como siempre que pasaba la mujer. Nunca miraba atrás cuando se marchaba, a pesar de que notaba siempre una afilada mirada de amenaza.
La muerte me vigila bajo este desolado manto de fría y gris lluvia, consciente de mi insignificancia, pensó el hombre mientras se alejaba en dirección contraria a la de ella.

Bruxel

Relatos FM

SEIS GRANOS DE CAFÉ


Se abrió la puerta del ascensor y con un arrastrar de pies entró Giovanni en la quinta planta del banco, todo ceño fruncido. Con cada pisada que daba se reafirmaba en su decisión, y para cuando se irguió junto a la mesa de la señorita Rita Penneta, ofuscado como una cabra, los argumentos que guardaba en esa cueva con eco que tenía por cerebro habían alcanzado la condición de irrefutables. De teoría científica, habría asegurado de ser algo más leído.

   Vengo a por mi dinero -eructó.
   ¿Tiene usted cita?

   La voz de la señorita Penneta sonó preclara en ese cubículo minúsculo que era su compartimento. Giovanni, que a estas alturas ya rozaba el principio científico, se sintió profundamente molesto por ese tonito. Y esos labios pintados de rojo. Y, en última instancia, esa ausencia de apéndices carnosos en la entrepierna.

   Claro que no. Es mi dinero, ¡faltaría más! Lo puedo sacar cuando quiera.
   No sin cita previa –afirmó convencidísima Rita.

   Giovanni resopló ofuscado.

   Bueno, lo que sea. Que alguien me atienda.
   Ya lo hago.
   ¿Tú? ¿La secretaria?

   Rita rechinó los dientes.

-   Soy la encargada –dijo saboreando cada sílaba.
-   ¿Es que no hay hombres aquí? –insistió en su cerril empeño Giovanni.
   Los hay. Y están ocupados atendiendo a otros clientes. Si no está de acuerdo, puede marcharse y venir en otra ocasión. El ascensor está al final del...
   ¡Ya sé dónde está el ascensor! He venido en él, ¿cree que soy idiota?

   La encargada no se atrevió a responder.

   Bueno, da igual – dijo resignado-. Atiéndeme tú misma, no tengo toda la mañana. Mi dinero.
   Número de cuenta, por favor.
   ¡Y yo que sé! –esputó-. Búscala tú. Está a nombre de mi mujer, así que aparecerá como mía. Con el documento tiene que ser suficiente.

   La señorita Penneta se relamió como un perro ante un hueso por enterrar.

   ¿A nombre de su mujer? Pues entonces es ella la que debe venir, no usted. No es su cuenta –añadió con un escalofrío de puro placer subiéndole por las pantorrillas.
   ¡¿Que no es mi cuenta?! Por supuesto que sí. Estamos casados, así que es tan mía como suya.
   Lamento informarle que se equivoca –dijo reclinándose sobre la taza de café.
   ¡Qué demonios...! Quiero ver a un hombre. Él lo entenderá todo. 
   Como ya sabe, mis compañeros están ocupados. Y le dirían lo mismo que le acabo de decir. No es su cuenta. Fin de la discusión.

   Aquello fue el colmo. Una mujer sentada en la silla que un hombre debía ocupar. Ella y sus dos pechos. Negándole sacar su propio dinero. Suyo y todo suyo. Y, para más inri, poniéndole fin a la conversación. Un punto final como un sombrero. ¿Cómo se atrevía? Apuntó con el dedo índice a aquella usurpadora y exclamó:

   Te estás metiendo en un problema muy gordo. Dame mi dinero ahora y no tendré que hablar con tu jefe.
   Puede usted hacerlo. Está en su oficina. Pida cita previa, y le atenderá.

   Y encima con recochineos.

   Abrió la boca para decir algo inteligente, y al no encontrarlo, usó la única virtud con la que la naturaleza había pretendido redimir una creación con tan poco tino: la fuerza bruta. Golpeó la mesa con el puño cerrado con tan mala fortuna que la taza de café voló un instante por los aires y cayó de lado, derramando el brebaje sobre folios, bolígrafos y encargada (que no secretaria).

   Con un grito más de sorpresa que de dolor, la señorita Penneta se levantó de su silla para descubrirle a Giovanni el mapa marrón que había dibujado el café sobre su pantalón.

   ¿Está usted loco? -gritó Rita mirándose las piernas como si le sorprendiera encontrarlas justo debajo de las caderas.
   Así aprenderá a no burlarse de mí.

   Y, sin más, Giovanni y su enorme reloj de bisutería abandonaron el banco, dejando un leve aroma a disolvente en el ambiente y a la señorita Penneta frotándose la mancha de café con un pañuelo de tela.

   Hecha una furia, la señorita Penetta montó en su coche lo mismo que una bruja en su escoba y condujo camino a casa. Tan distraída estaba maldiciendo en lenguas propias y ajenas que no reparó en el ciclista que circulaba a su derecha, y para cuando apartó los ojos del manchurrón, objeto único de su atención, bicicleta y ciclista ya estaban estampados contra el capó.

   Como consecuencia del atropello, Guido, que así se llamaba el infeliz, arrastró sin mucha dignidad una escayola tosca durante más de tres semanas, y a la que hacía cuarta caminaba ya con cierta gracia pero extrema lentitud. A la porra la bicicleta –decidió. Tanto es así, que el autobús se convirtió en su medio de transporte favorito. Allá se dirigía un día cuando, de súbito, oyó como una trifulca en la distancia. Niños, supuso. Pero el rumor se acrecentó y pronto pudo distinguir con claridad ladridos de perro. De perro mediano, en principio. Pero los ladridos se aproximaron y diríase que el perro mutara hasta convertirse en un leviatán de proporciones bíblicas, a juzgar por ese trueno descomunal que tenía por ladrido.
   
   Ya los transeúntes huían despavoridos de las fauces de la bestia, pero Guido apenas podía caminar. Renqueó unos pasos en dirección al autobús, y desesperado, optó por la única solución que encontró viable: cargarle el muerto a otro. Agarró por la chaqueta a una mujer de aspecto ensimismado que escuchaba música a través de unos auriculares tremendamente aparatosos, y lanzando su peso hacia delante, interpuso su cuerpo entre su deseo de supervivencia y la monstruosidad canina que le olfateaba ya los talones. El alarido fue esperpéntico.

   A modo de obsequió se encontró Ana con una mano desgarrada e inútil y una baja forzosa de dos semanas. Bohemia de nacimiento y pintora por vocación, pronto descubrió que unos dedos inermes no servían para sostener pinceles pero sí para descorchar botellas. Que una pintora inservible era una pintora muy triste. Y para ahogar la tristeza se cogía Ana unas cogorzas de aúpa. En una de esas estaba cuando, atormentada y deshecha, maldijo su mala suerte, su mano inservible y su botellero bien poblado, y con la zurda lanzó como pudo la botella por la ventana.

   Pero para mala suerte la de Félix, gato panzudo y socarrón, que dormitaba en la ventana del tercero izquierda. Cuando la botella se estrelló a pocos centímetros de su cola, lanzó el minino un bufido histérico, y sin una pizca de elegancia, se precipitó al vacío. De esto, Ana ni se enteró. Quién sí se enteró fue Pablo, dueño del malogrado animal, quién, alarmado por el ruido, salió al balcón para encontrarse a su mascota despatarrada en la carretera.

   Tres meses de terapia intensiva necesitó Pablo para superar la repentina marcha de su compañero de piso, y por aquello de la recuperación, acabó una noche en la casa de María, igualmente atormentada y un poco descocada de tanto ansiolítico. Barritas energéticas y panfletos espirituales poblaban la casa, donde reinaba una gata persa remolona y altiva. Mientras María preparaba unas bebidas, la gata, llamada Lola, fue a ronronear a los pies del joven. Y tres meses de terapia se vinieron abajo al primer maullido.

   Intentó apartarse el algodón de feria de las pantorrillas con un aspaviento. Tras ello, un bufido. Pero nada. Hartísimo y acongojado, Pablo acabó por asestarle un puntapié al animal justo cuando María salía de la cocina con una copa en cada mano. La última de esa noche.

   A la mañana siguiente llegó María con las ojeras de un violáceo aterrador al centro de salud en el que trabajaba, y cuando se le plantó delante Miguelito en busca de su eterna dosis de metadona, a Ana le faltaron bocas para negar con una rotundez impropia en ella. Y tan pancha se quedó.

   Miguelito, normalmente manso de puro cuelgue, salió como una exhalación de la consulta de Ana, y a cada segundo se le erizaba un nuevo vello en la nuca, pensando que pasaría el día sin nada que llevarse a la boca. A la boca de la aguja, claro está. En la calle lo recibió un sol de justicia que sintió anclado al cogote y un barbullo de voces. Miraba a un lado y otro, como quien busca a un niño perdido. Desesperado, cegado de necesidad y sudoroso, se dirigió hacia el primer transeúnte que vio frente a Cafetería Pascuala, y ni corto ni perezoso, le puso en el cuello la navaja de soldado que llevaba en el mugriento pantalón.

   El hombre, panzudo y rojo como un tomate, abrió mucho los ojos y la boca como si con la apertura de todos sus orificios corporales fuera a tragarse al repentino atracador y quedarse tan contento.

   Un destello dorado del reloj que asfixiaba la muñeca del gordo y Miguelito lo tuvo muy claro. Como si descubriera súbitamente que estaba siendo desvalijado, el gordinflón cerró los puños con mucho ahínco y trató de lanzarlos contra aquel enclenque ratero. Nada. Probó con las piernas. Tampoco. Y sin más recursos, se desgañitó ridículamente en plena calle.

   Aquí le entró el pánico a Miguelito, y de nada sirvieron sus amenazas y bravuconadas varias. El hombre parecía haberle cogido cierto gusto a eso de gritar. Finalmente, embotada de tanto chillido y actuando por voluntad propia, la mano de Miguelito hundió el puñal en el cuello hasta que algo sólido, áspero, detuvo la hoja. Al momento, cesaron las voces, y tan sólo se escuchó un trastabillar de pisadas corriendo hacia una calleja más bien estrecha. La sombra de Miguelito se perdió al doblar la esquina.

   Allí estaba la pobre víctima, agarrándose la garganta como para asegurarse de que, efectivamente, era suya la sangre que le calentaba los dedos, tratando inútilmente de contenerla piel adentro. Pronto los movimientos de las manos fueron errados y el pensamiento, desacertado. Pensó en lo bien que había defendido ese reloj de bisutería barata que con tanto orgullo llevaba siempre en la muñeca. Pensó en lo bonito que estaba el cielo. Y pensó en ese olor tan denso y espeso que flotaba en el aire, un olor matizado, pardusco, escamoso, que le bajaba por esa garganta abierta y le apretaba el estómago. Olor a café. Y pensó: ay, ¿qué no daría yo por un café ahora mismo?, ¡con qué ganitas me lo tomaría!

   Ya apenas si oía o veía más allá de su propia confusión. Pero ahí seguía, enquistada, esa ansia incongruente e inoportuna por tomarse un café. Sólo había olor, todo era olor, él mismo era olor.

   Allí, tirado en el suelo, se moría Giovanni. Y no pensaba en Miguelito. Ese Miguelito al que María le había amargado la existencia. Una María cabreada como una mona de pensar en su pobre Lola, aún gimiente, tras el puntapié de ese insensible de Pablo. Y ese Pablo traumatizado por el repentino deceso de su preciada mascota. Todo por culpa de Ana, borrachuza debido a una mano inepta que ya no le servía. Mano que no habría sido disminuida de no ser por la mala baba y el oportunismo de Guido, achacoso tras el atropello. Porque atropellado fue por aquella distraída Rita que se restregaba la mancha de café en el pantalón con cara de escepticismo. Y una taza de café que nunca habría aterrizado en el regazo de la encargada si Giovanni no hubiera dado semejante manotazo sobre la mesa.

   Pero lo dio. Y Rita se manchó. Y Guido fue atropellado. Y Ana, mordida. Y Pablo quedó huérfano de su gato. Y María tuvo que curar a la suya, algo condolida. Y Miguelito se quedó sin su dosis de metadona. Y Giovanni, pobre, tonto y, a estas alturas, moribundo Giovanni, conservó el reloj pero perdía sin remedio la vida.

   Y en una última chispa de conciencia, la descarga final, pensó:

-   Me muero por un café.

   Pero Giovanni jamás sabría hasta qué punto tenía razón.

JOHN ANDY

Relatos FM

La playa



La playa ofrecía un paisaje desolador, era pleno invierno y la escalofriante temperatura llegaba hasta los huesos. El viento azotaba la costa, llevando consigo una bruma salada que humedecía el rostro y los labios. Caminaba por la costa, por esa breve franja en donde la arena está húmeda y ofrece una firmeza suficiente para no hundirse, mirando hacia el infinito cielo y pensando. Aprovechaba para pensar sobre todo, y un poco sobre nada también; necesitaba aclarar mi mente y buscar inspiración. Estaba estancado en mi nuevo libro, y un recreo a la mente nunca viene mal. El horizonte difuso se fundía ente una especie de niebla matutina, y solo podía vislumbrarse la silueta de un pequeño barco pesquero a la lejanía, que parecía levitar en el avasallante gris.
Me fui acercando a una especie de escollera o muelle, con la esperanza de tener un poco de reparo del bravísimo clima y poder prender un cigarrillo. Con un nulo éxito en mi propósito decidí trepar la elevada construcción de piedra, para observar mis solitarias huellas sobre la arena. Al trepar las mohosas rocas pude observar una figura humana, sentado sobre las piedras, entre las olas que rompían y estallaban estruendosamente. Esta sombra fantasmal recortada contra el perpetuo mar llamó mi atención, parecía extraída de un cuento fantástico, una milenaria criatura expectante por las almas de los condenados. Trepé a la escollera, y me acerqué cautelosamente, tomando precauciones para no resbalar en las enmohecidas y húmedas rocas. Pude ver al anciano a pocos metros, la barba entrecana, espesa y recortada prolijamente, llamaba la atención por sobre las rusticas vestiduras. Gorro de lana negro, polera blanca y un sobretodo azul con corderito beige encima. Unas brillosas botas hasta las rodillas, casi cubrían por completo los gastados jeans azul marino. Al llegar a su lado, no se sobresaltó ni le intrigó en absoluto mi presencia, solo me miró con unos profundos y perpetuos ojos celestes, que parecían estudiar lo más profundo de mi alma. No emitió sonido alguno, solo giró nuevamente su cabeza a donde debería estar el horizonte. Supuse que debería sentarme, lo hice respetuosamente, mientras lo observaba. Tenía una caña de pescar en sus manos, tremendamente larga y vigorosa, aunque desde un par de metros ya era imposible divisarla por la neblina reinante.
-Buenas...- fui lo único que atiné a decir. Debía hablar bastante fuerte para que mi voz pudiera ser oída por sobre el estruendo del mar y el tempestuoso viento invernal.
El arrugado anciano se limitó a asentir con la cabeza. Pude verlo más detalladamente dada la proximidad, el rostro arrugado y reseco denotaban los castigos de la intemperie. Tenía manchas de sol en las mejillas, y su nariz un tanto enrojecida, en la cual podían observarse los pequeños vasos sanguíneos, como raíces de un poderoso olmo. Sacó una petaca de plata del bolsillo interior izquierdo del sobretodo, le dio un violento y artístico sorbo. Frunció levemente el seño, como avisándome que no se trataba precisamente de agua, y estiró el brazo convidándome. Le dí un pequeño sorbo que calentó mis entrañas, ayudando por un instante a disimular el insoportable frio de mediados de julio.
-¿Hay buen pique?- intenté romper el hielo, me intrigaba sobremanera el curioso personaje que tenía frente a mí.
-La verdad que no me interesa, ni siquiera tiene carnada el anzuelo. La pesca es un complemento, un recurso argumentativo, ¿comprende?- la verdad que no entendí mucho lo que me quiso decir, pero le dije que sí de todas maneras.
El tipo parecía la viva encarnación del más famoso personaje de Hemingway, "El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas en la parte posterior del cuello. Tenía cáncer de piel, las manos llenas de cicatrices, todo en el era viejo excepto sus ojos, eran azules, alegres e invictos"
-Pero... Yo supuse que sería un fanático. Si no le interesa la pesca, ¿Por qué con tan tremendo frio está acá?- Se me ocurrió preguntarle.
-Por la belleza, la perfección, el increíble ambiente melancólico del cuadro.- Me dijo mientras sostenía un melón imaginario en sus manos. -Mire, yo era director de cine, y me quedó la manía de prestar atención a la escena, a la ambientación y la luz y todo eso. Cosas que a uno le quedan, locuras de la vejez.- Viejo loco de *****, encima borracho.
-Trabajé en la playa por primera vez hace muchos años, allá por los ochenta, fui asistente de dirección en un par de películas horribles. ¿Conoce "Los bañeros más locos del mundo"? bueno, yo trabajé en esos largometrajes.-
-¡¿En serio me lo dice?!- no pude ocultar mi entusiasmo, crecí con esas películas, y son un grato recuerdo en mi memoria. Tendría seis o siete años cuando iba al cine con mi hermano a verlas. El tipo no parecía muy orgulloso de esos trabajos.
-Sí, esas basuras marcaron mi carrera para siempre. Luego de eso nunca más pude hacer un trabajo serio. Lo bueno fue que me enamoré de la locacion, de este escenario. Es hermosa la playa, y tiene una carga emotiva tremenda. Los grandes espacios abiertos generan en el espectador una intimidad especial con el personaje, sumado a una melancolía incomparable. Una playa desierta remite a los temores mas profundos del alma, la soledad, el desamparo, lo pequeño del ser humano frente al mundo.- Se estaba posesionando, dejó de observar el más allá mientras hablaba, para mirarme fijamente con fruncida cara de viento en contra.
-En fin, hice un par de trabajos under y algunos cortos, pero nunca fui tomado como un director importante. Me fui quedando sin laburo y decidí mudarme acá, todo es  mucho mas tranquilo, y uno tiene tiempo para pensar, para reflexionar sobre las cosas... sobre lo elemental, sobre la vida-
Yo me limitaba a oír, de la misma manera que se escucha a un profesor, a un doctor cuando nos da un diagnostico, con una mezcla de admiración, respeto y a la vez temor. Su voz era ronca, áspera y sufrida, curada por el frío, el alcohol barato y el tabaco de pipa; pero a la vez firme y decidida.
-Era allá por el ochenta y nueve, cuando mi mujer falleció. Pobre Marta, tenía tan solo cuarenta años, quien iba a creer que se pudiera ir tan joven. Le agarró una enfermedad muy jodida que me la robó en apenas un año y algo. Lo sufrí muchísimo, imagínese, aun hoy la recuerdo como si estuviera aquí.- Su cabeza estaba baja, miraba con ojos extraviados el mango de la caña. El volumen de su voz había bajado un poco, como si no quisiera que nadie más lo oyera excepto yo y el mar.   
-Estaba en el funeral de Martita cuando todo se me reveló en la cabeza. Yo estaba parado afuera fumando un cigarrillo, al volver a entrar y abrir la puerta, lo teatral y dramático del interior de la casa de sepelios me llegó. Era un salón largo y obscuro, con sillones de cuerina pegados a lo largo de las paredes. La iluminación era amarillenta, casi color ámbar, dándole a los presentes un aire fantasmal y un poco pictórico, antiguo y atemporal.  Al fondo, en el medio del salón estaba el féretro inclinado hacia delante,  con la parte superior destapada como si fuera una momia egipcia. Una luz blanca sobre Marta la iluminaba como si fuera un ángel, como si el señor la estuviera llamando. Ese fue el instante en que el cerebro me hizo un clic. Decidí hacer el mejor trabajo de mi vida para ella. Comencé a planear la obra maestra, la opera prima de mi carrera. Cuando me sobraba tiempo libre del trabajo en el kiosco, me dedicaba a escribir, a buscar escenarios, idear escenas y tomas. Completé carpetas enteras con anotaciones y comentarios, fotos, apuntes. Me estaba trastornando un poco, lo reconozco. Mi habitación parecía la del tipo de la película "Una mente brillante", las paredes llenas de notas, imágenes, recortes de diarios y esquemas pegados. -
La tempestad y el viento arreciaban, hice una especie de cuenco con las manos y lo acerqué a la boca con la intención de que el aire cálido expedido pudiera devolverme la sensibilidad a mis extremidades. El viejo, al verme cagado de frío, volvió a sacar el licor y me convidó. Di un pequeño sorbo.
-¡Vamos! Tome como un hombre.- Me gritó el anciano casi iracundo ante mi supuesta falta de valentía. Me vi obligado a repetir la acción, casi por orgullo. Parecía Kerosene. Una vez satisfecho prosiguió.
-Fue ahí cuando me di cuenta de mi error, la obra maestra de mi vida no iba a aparecer nunca, porque la vida es la única obra maestra. De ahí en más la viví como una en película. Primero simulaba que mi existencia era la de un agente secreto, espiaba a personas en los bares, iba caminando por la calle y me dedicaba a seguir a alguien con cara de actor. Después cambié de trabajo, conseguí laburar en un remis de una agencia cerca de casa. Simulaba ser un conductor normal, hasta que algún doble agente subía al auto con un maletín, entonces yo le decía la contraseña secreta -El pájaro está en la jaula-.El tipo aparentaba desconocer el código, pero seguramente estaba siendo espiado, por eso cancelaba el encuentro. Otras veces perseguía un auto entre el tráfico de las avenidas, algún auto negro medio sospechoso era fruto de mi análisis y espionaje exhaustivo. Luego de  varios escapes a alta velocidad y maniobras riesgosas llegaron un par de multas y me echaron.- El tipo hablaba de lo más tranquilo, pausado, con palabras claras y expresadas prolijamente, como si siguiera un libreto. No dudaba, ni pensaba demasiado las palabras, como si ya hubiera pensado varias veces ése mismo momento, o como si ya hubiese contado mil veces lo mismo anteriormente.
-Después durante un tiempo tuve un maxi quisco en casa, al principio funcionó bien y vendía bastante. En esa época ensayaba una comedia, pero tomé la precaución de instalar una cámara de seguridad para registrar los momentos mas destacados. Contaba chistes a los clientes, e incluso practicaba graciosas acrobacias. Simulaba pisar una cáscara de banana y caer estrepitosamente, o apilar latas de arvejas para luego tropezarme y tirar la pila a la *****. La gente experimentaba emociones mezcladas, algunos reían a carcajadas, pero otros me miraban como pensando "este viejo esta medio gagá". Comprobé que mi efectividad como comediante no era la mejor.-
Frunció la boca, como si se arrepintiera de esa faceta de su vida. Sacó un arrugado y pobre atado de cigarrillos del bolsillo interior de su sobretodo y me convidó. Decidí aceptar para evitar otra reprimenda. Extrajo luego un encendedor a bencina, la llama luchaba contra las  inclemencias del clima, pero se las arregló para encender ambos cigarrillos.
-El karate tampoco tuvo mucho éxito. Había llegado a un arreglo con un vecino físico culturista  para que actuara, yo no le cobraba las galletitas y a cambio él ofrecía sus escasas facultades histriónicas. Cuando había clientes el pretendía asaltarme, pero lo abatía con certeros golpes de artes marciales. El público no acompañó la propuesta teatral. Me deprimí, estuve mal un largo tiempo. El local se vino abajo, y no tenía ni ganas de levantarme de la cama. Pasé unos meses bastante complicados amigo, no se imagina. Estaba ahí tirado, y no tenía a nadie que me levantara el animo, que me ayude. Sin embargo, es como dijo Balzac, "En las grandes crisis, el corazón se rompe o se curte". Comprendí que debía ponerme de pie y reponerme por mí mismo, me di cuenta que nadie iba ayudarme.-
El viejo adoptó inconcientemente otra postura, o quizás era parte de su actuación, irguió levemente su torso y sacó pechó. Festejé su forma de pensar con un comentario de apoyo, que pareció no oír. Pensé en palmearle la espalda o poner mi mano sobre su hombro, pero seguramente lo tomaría como un acto poco masculino.
-Finalmente comprendí que mi tarea era inútil, mi pensamiento distaba mucho de la realidad. Entendí por qué la gente siempre dice que las cosas buenas pasan solo en las películas. Acepté definitivamente que la vida no es una comedia, ni una aventura de espionaje, y mucho menos una vibrante aventura de peleas callejeras. La vida no nos tiene sucesos fantásticos preparados en cada esquina, ni momentos de excitación y heroísmo. Llegué a la triste conclusión de que la vida es solo un drama, una tragedia, ya que al personaje principal lo espera siempre el inevitable final de su muerte. La vida acarrea una desdicha constante y eterna, la única manera de luchar contra eso es saber cuando darle un cierre dramático a la historia. Hay que saber cuando la novela no da para más, y cerrarla antes de arruinarla.-
No sabía que decirle a este anciano loco, quería calmarlo un poco, hacerlo cambiar de parecer. Lo único que atiné a decir fue una estupidez. -Pero no sea tan drástico, hay que reponerse y seguir adelante. Todavía queda mucho por vivir.-
-Mire, yo no quiero pasar mis últimos años internado en un asilo, o en un hospital. No sería un buen final para la película. Ya tengo el final perfecto, tengo todo listo, hasta preparé el guión. Solo necesitaba un público, un espectador.-
Dicha esas palabras el anciano hizo una escueta pausa, me miró con sus tristes y neblinosos ojos, no emitió palabra, ni siquiera un adiós, y se arrojó al agua. El embravecido mar lo engulló en un profundo abismo de espuma y niebla. El silenció reinó en la soledad, el estruendo producido por el abatimiento de la marea ya era parte de mi. Me puse de pié, le ofrecí al pobre tipo un minuto de silencio y me fui.

Caminando por la playa de regreso a mi morada, mientras aun me preguntó si esta historia la viví o fue producto de mi insana imaginación, puedo afirmar que verdaderamente comprendo al sabio anciano, la vida no es más que una tragedia.
Observé desde la escollera mis pisadas marcadas en la arena húmeda, y el embravecido mar, el retrato mío en esa inmensa locación era una espectacular escena final para la película del viejo. La cámara baja lentamente, y hace primer plano en una petaca de plata traída por las olas. La imagen se desvanece.

Contrera Mariano

Relatos FM

Carta a Samuel



Querido Samuel acá me encuentro intentando a través de lapicera y papel lograr transmitirle un bosquejo de mi vida en estos momentos. Sigo solo, aunque no podría ser de otra manera, la soledad es solidaria pero por momentos se comporta algo distraída. Amigo mio como extraño nuestras conversaciones, los cigarrillos y el café, ese ambiente que solo nosotros dos podíamos lograr, con el humo danzando en nuestros rostros como si fuera un aura visible que inmortalizara cada conversación.
Nunca me olvido cuando en alguna de nuestras incontables conversaciones usted me dijo "los arquitectos de los incas fueron los extraterrestres", recuerdo ese momento como si fuere ayer, usted en ese momento exactamente largaba el humo por la nariz. Tengo que confesarle que hará unos días atrás me encontraba con un conocido tomando un café en casa y lo parafrasee con su teoría sobre los incas y Gumersindo quedo bastante sorprendido con ese pensamiento suyo.
Ya que le escribí sobre Gumersindo me gustaría contarle sobre el. Lo conocí hace aproximadamente un mes atrás cuando iba camino a realizar una de esas sesiones que tratan a uno de mantenerlo con vida, caminando observe un pequeño cartel donde decía "vendo libros usados", me llamo la atención era una casa algo antigua y deteriorada con un jardín bastante seco y desértico, no dude en tocar el timbre y bueno salió, me mostro todos los libros y termine comprando una edición del año sesenta de Guerra y paz de Tolstoi y nos quedamos conversando un largo rato, pero todavía es un conocido. Sin embargo el me agrada y de vez en cuando nos juntamos  y creo que en algún futuro de los tantos que existen recibiré a Gumersindo en mi hogar como un amigo. Tengo que contarle querido Samuel que desde hace un par de semanas sufro de deseos de morder lo que sea, es bastante raro, puede ser supongo ataques de nervios o ansiedad, pero no es un simple capricho de morder y listo, si no de morder con fuerza, de que los dientes se quiebren o incrusten en lo que sea. Últimamente termino mordiendo la almohada o alguna fruta, no se preocupe amigo mio supongo que son deseos efímeros bastantes raros que a la larga desaparecerán. Pero hay momentos donde no puedo escaparle a ese "deseo" es como si me llevara y redujera en una esquina y no me dejara otra opción que morder. Unos días atrás me encontraba en casa de Gumersindo degustando una diplomática copa de un malbec al natural como siempre, y el igual y creo que esa es una de las cosas que me gustan de Gumersindo, que saborea y disfruta el vino con respeto, no lo desvirtúa con hielo. Era una noche agradable y ese deseo de a poco y lentamente comenzó apoderarse de mí, al comienzo trate de ignorarlo, pero resulte ser un iluso, era imposible yo era David y el Goliat que con el correr de los minutos se hacia cada vez mas gigante y lógico no dure ni un round. Repentinamente mientras estaba en el sofá de frente a mi anfitrión comencé a ponerme nervioso, los dedos de mi mano derecha se movían sin ninguna sincronización adecuada, mientras con mi mano izquierda sostenía la copa en el aire como si sostuviese un recipiente de orina y Gumersindo hablaba de un libro de Borges (no recuerdo cual) estaba distendido y alegre mientras intermitentemente fumaba sin cesar, yo no aguantaba mas quería saciar ese deseo querido Samuel y recuerdo que por unos instantes lleve la copa de cristal a mis labios y sentí que era cuestión de segundos en destrozarla y saciar ese deseo molesto y hasta estúpido, pero por suerte una brisa de sabiduría no me dejo caer en la tentación y al instante le pregunte a Gumersindo si podía pasar al baño, el me miro extrañado, frunció el seño y me dijo "adelante" estoy seguro que le molesto que lo interrumpiera con algo que no tuviera nada que ver con su tema de conversación. Deje la copa en una mesita de vidrio que tenia junto a mis pies y me dirigí a paso ligero al baño. Al entrar ya el deseo era incontrolable, apretaba fuertemente mis dientes y sentía una sensación pequeña de satisfacción en mis mejillas y comencé paranoicamente a buscar algún objeto que saciara mi estúpido deseo. Lo primero que vi fue un jabón verdoso, luego un dentífrico flaco pero no me convencían, hasta que di con una inocente toalla floreada algo amarillenta, no dude un segundo mas y la tome, con una mitad hice un pequeño bollo que lo introduje en mi boca, mis dientes desaforados como un león cuando huele sangre se incrustaron rápido y fuerte en la pobre toalla, estuve aproximadamente alrededor de dos minutos mordiéndola y llenándola de baba hasta que ese deseo de a poco comenzaba a neutralizarse, luego y me avergüenzo de esto querido amigo la volví a colgar en su lugar. Soy consciente que no es nada agradable esto que le estoy contando querido amigo, pero verdaderamente es algo raro y molesto que me toca vivir aparte de las "sesiones". Cambiando rotundamente de tema querido amigo, hace unos días atrás cuando volvía de la casa de Gumersindo de tomar café, encontré en el canasto de la basura de una casa un cuadro de Molina campos, la verdad me sorprendí muchísimo y a la vez me puso feliz, nunca me eh encontrado nada, ni siquiera un clavo oxidado, y encontrar a mis cincuenta y cinco años un cuadro bellísimo de Molina Campos en perfecto estado posado en un canasto de basura me llena de felicidad. El cuadro es mediano, con los bordes de madera de olivo pareciese porque tiene como fibras con dibujos muy vistosos, sobre todo en los ángulos. Hablando de la esencia del cuadro sale un gaucho con una barba imponente, sombrero y pañuelo, facón, cinturón negro  y bombacha, y unas botas con unas intimidantes espuelas, y en su mano izquierda lleva consigo una guitarra apoyada verticalmente sobre el lomo del caballo. Es una sagrada trinidad, el gaucho, el caballo y la guitarra juntos en ese cuadro. Querido Samuel ese cuadro es mi gran portal al deleite del bienestar físico y algunas ocasiones mental. Cuando me detengo a observarlo siento como si brisas de paz entraran en la habitación, y eso me ayuda a seguir con las sesiones. Sigo aceptando lo que me toca día a día querido amigo, aparte estas sesiones me han hecho reflexionar mucho sobre la vida y como usted me dijo una vez "Los que comprenden la vida, no le temen a la muerte".
Querido Samuel voy a ir despidiéndome, demás esta decirle que deseo verlo pronto y antes de terminar con esta carta quisiera contarle que ya se me ah empezado a caer el pelo y pronto quedare pelado, se lo cuento para que no se sorprenda si hay fortuna del destino que nos veamos nuevamente, seguimos en contacto y me encantaría tener el honor nuevamente de verlo antes que sea demasiado tarde.

Un abrazo

Su amigo Ricardo.

Bautista Lorenz

Relatos FM

El experimento



Siempre había sido fea, como lo demostraban las fotos; por más que cada vez que podía le rehuía a las cámaras. Lo peor llegó con la pubertad, pues en vez de desarrollarse, dejó de crecer. Para peor, la varicela y el acné le habían dejado unas cuantas marcas en la cara que no le ayudaban en nada a mejorar su aspecto.
Era una mujer extremadamente menuda, sin formas femeninas y con rasgos faciales muy pronunciados debido a la delgadez.  Esto la agobiaba, pero le era imposible engordar, pues además de que comía muy poco, parecía no asimilar nada. Para colmo de males, si algún problema la preocupaba, bajaba de peso y ella misma se desconocía cuando se miraba en algún espejo, cosa que habitualmente evitaba con todas sus fuerzas. A eso había que sumarle una innata timidez y una enorme inseguridad, lo que hizo que se volcara de lleno en su único amor: la investigación científica. 
Siempre fue una estudiante aplicada y brillante, por lo que entró en la Universidad antes de cumplir los 18 y se inscribió en todas las asignaturas que pudo. Siempre se sentaba detrás intentando pasar inadvertida, jamás levantaba la mano para hacer una consulta y resolvía sus dudas con los libros.
Se recibió de bioquímica y microbióloga con pocos meses de diferencia y con las mejores notas en ambos cursos, por lo que consiguió sin problemas y a la primera entrevista, un puesto de investigadora en una gran empresa de nutricionismo. Le dieron una oficina con un pequeño laboratorio privado y salvo unas cuantas directivas empresariales a seguir, la dejaron hacer a sus anchas. Su trabajo le encantaba pues le permitía ser creativa: le daban algunos productos casi terminados y ella se encargaba del toque final de la presentación: densidad, sabor, color y textura. Como era muy rápida y efectiva, le sobraba tiempo para investigar por su cuenta.
Sus experimentos personales se centraban en su mayor obsesión: la delgadez. Se esforzaba al máximo por conseguir una fórmula que les permitiera a las personas como ella, desarrollar la musculatura y lograr un cuerpo más atractivo. Era perfectamente consciente que su conformación física tenía bases genéticas, pues sus padres también eran muy menudos, pero no cejaba en su empeño y seguía buscando lo que ella llamaba un "potenciador músculo-esquelético".
Como era una animalista convencida, se negaba a experimentar con animales, por lo que la ratas que le daban para su laboratorio, en vez de ser inoculadas con diversos virus, bacterias y el consabido antídoto o con productos en prueba para controlar los posibles efectos de los mismos en organismos vivos, solo recibían de su parte una esmerada alimentación y mucho cariño.
La última pareja se la habían dado hacía unos pocos meses y los bautizó de inmediato: Ying era un macho malhumorado que cuando menos se lo esperaba, la mordía. Por el contrario, Yang compensaba la agresividad de su compañero, prodigándole todo tipo de mimos y haciéndole infinidad de carantoñas.
Se había acostumbrado a meterla en el bolsillo de la túnica a la mañana y la ratita era su única compañía durante todo el día, pues su natural retraimiento la llevaba a limitar el contacto con sus colegas al mínimo imprescindible. Su amiga roedora solo asomaba el hocico del guardapolvo a pedirle mimos, comida o que la dejara en su jaulita para hacer sus necesidades.
Lógicamente, cuando conseguía algún progreso y creía tener "su" fármaco a punto, experimentaba consigo misma, cosa que nadie más que ella sabía, porque estaba absoluta y terminantemente prohibido hacerlo. Pero después de 3 años, solo había logrado unas cuantas indigestiones y una erupción cutánea que le provocó un prurito muy molesto y que además de tardar muchísimo en curarse, le dejó algunas cicatrices que no se podía quitar con nada.
Pero esta vez estaba segura de haber conseguido la fórmula perfecta: un tónico que lograría que la multiplicación y el desarrollo de las células musculares se acelerara controladamente, mediante la estimulación de  la producción de una determinada enzima de crecimiento y vistos los ingredientes, sin prácticamente ningún efecto colateral.
Tan convencida estaba de su éxito, que se planteó hacer una excepción y darle a sus ratitas el futuro medicamento, ya que en ellas se apreciarían el crecimiento muscular mucho más rápidamente que en sí misma. Pasó toda la tarde en una lucha interna, donde pugnaban su amor por los animales y su necesidad de resultados visibles lo más inmediatos posibles. Sin tomar una decisión aún, guardó sus formulaciones bajo llave y se fue a su casa a consultarlo con la almohada.
Ganó su instinto de superación, así que en cuanto llegó a su oficina a la mañana siguiente, entró decididamente en el laboratorio, preparó las dosis y se las dio con un cuentagotas. Luego estuvo el resto del día observando a la pareja, midiendo sus constantes vitales y controlando que no se presentaran efectos secundarios. Cuando finalizó la jornada, se quedó un rato más y al fin se fue a su casa feliz e ilusionada como hacía mucho tiempo no lo estaba.
Al día siguiente fue la primera en llegar a trabajar y cuando entró precipitadamente en el laboratorio, se llevó una sorpresa mayúscula al ver la jaulita cerrada, pero vacía. Buscó a Ying y Yang por todos lados. Dio vuelta todo en su despacho y en su laboratorio particular y puso patas para arriba las dependencias más cercanas. Sus compañeros la miraban sin poder creer que hiciera tanto escándalo por unas ratas perdidas, pero la dejaron hacer sin comentarios, porque nunca la habían visto tan exaltada.
Cuando ya desesperaba de encontrarlos, notó algo extraño: la ruedita de ejercicio se movía sola. Sin poder creérselo, abrió la jaulita y mientras tanteaba el suelo, sintió el característico mordisco de Ying. Sacó la mano espantada, cerró la puerta y se quedó atónita mirando como la rueda giraba sin cesar.
Perdió la noción del tiempo, jamás supo las horas que estuvo mirando la jaula, observando una y otra vez  lo que su mente se negaba a aceptar. El serrín se movía solo, las semillas de girasol se elevaban, se pelaban y luego desaparecían en el aire, mordisco tras mordisco y a cada rato oía el ruidito que siempre hacía Yang royendo los barrotes, hasta que ella la sacaba para meterla en su bolsillo.
Completamente incrédula, revisó la formulación una y otra vez, buscando una explicación. Se recordaba a sí misma que existían muchos medicamentos que había sido descubiertos por casualidad. El caso más famoso era el del "citrato de sildenafil", más conocido como Viagra, que originariamente se concibió como un vasodilatador para la angina de pecho.
Cuando terminó su jornada, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para dejar sus notas y la observación de la jaula. Al ponerse el abrigo, sin fuerzas ni ganas de irse a casa, se dio cuenta horrorizada que su mano derecha estaba transparente. Era la que le había mordido Ying y en ese momento asumió que había conseguido el mayor logro de su vida: había descubierto la fórmula de la invisibilidad, pero... ¡era contagiosa!

Sany MG

Relatos FM

CORAZONADA



Cuando Rosalía recibió la noticia (sería poco menos de las dos de la tarde) ni por un segundo se atrevió a dudar de que era cierto-según me confesó tiempo después.
Yo estaba con ella en ese momento. Apenas apagó el celular, adiviné en su rostro que algo terrible había sucedido: una incertidumbre en la que, sin embargo, mi única certeza era que se trataba de nuestro menor hijo.
-   ¿Qué ha pasado? - le pregunté, procurando no alterarla más, fingiendo una serenidad que nunca tuve.
Ella miraba al vacío, como si estuviera hablando consigo mismo, tan extrañada, como yo, de sus medias palabras. De pronto nos miramos (parecía que estábamos actuando) sin importarnos la gente que bajaba o subía por la avenida donde nos habíamos encontrado.
Su voz, su media voz se quedó flotando en el absoluto silencio un buen rato.
Yo me imaginé lo peor. Pero no me atrevía a insistir con Rosalía (en realidad, jamás lo había hecho).
Recordé esa mañana: como nunca, me había despedido de mi hijo con un beso, y otro más antes de que subiera al micro para ir al colegio. Recordé su sonrisa...
Es increíble – me decía a mí mismo - las infinitas formas en que inconscientemente arrastramos y hacemos crecer una mala noticia sin querer darnos cuenta (o aun dándonos cuenta) de que la realidad terminará por imponerse inexorablemente ante cualquier ficción que nosotros creemos para contrarrestarla, para consolarnos...
Bien intuía yo que no era una simple llamada del colegio; o al menos que no era precisamente eso lo que Rosalía intentaba ocultarme.
¿Qué es lo que le habían dicho? No le reclamé que me aclare las cosas. Pero inmediatamente tomamos un taxi. Respondí a la inquisitiva mirada del chofer indicándole la dirección del colegio, al tiempo que Rosalía y yo nos sentamos atrás. Y como si hubiera advertido tal vez nuestra premura, el taxi amarillo voló desde Independencia a Salaverry, donde el tráfico atorado detuvo sus ímpetus.
Escuchando angustiados los bocinazos que aturdían la calle, Rosalía y yo nos cogimos de las manos tratando de infundirnos confianza. Cuando por fin el taxi salvó el atolladero, salió por La Marina y empezó a trepar el puente San Martín, yo me puse a pensar en Sebastián, sin soltar las manos de Rosalía. Curiosamente, desde que habíamos decidido separarnos por mutuo acuerdo (o por mutuo disenso, como decía ella) manteníamos una relación mucho más equilibrada de la que aparentábamos cuando vivíamos juntos. Ciertamente era el niño el poderoso nexo que nos mantenía unidos y ahora... No podía concebir mi existencia sin él...
¿Por qué tenía que ser yo siempre tan dramático? ¿Qué me hacía pensar trágicamente? Durante todo el trayecto me interrogué en silencio mirando a Rosalía sin soltarle las manos, sonriéndole hipócritamente, hasta que al fin llegamos al colegio. Ella, ni bien se detuvo el taxi, se desprendió de mí y entró casi volando a la dirección (el portero nos esperaba ya con las puertas abiertas).
Al pagarle al taxista, descubrí en sus ojos una mirada de comprensión, de infinita ternura (me acordé de que había apagado la radio disimuladamente cuando percibió nuestra preocupación) que interiormente le agradecí muchísimo. Necesitaba en verdad esa fuerza: o si no ¿qué me mantuvo firme en una insólita tranquilidad a atravesar el portón de rejas negras?
Correspondí al saludo del portero con una ligera inclinación de cabeza y hasta con una mueca de sonrisa que no podía considerarla hipócrita. Me detuve en la entrada a la Dirección. Decidí esperar a Rosalía afuera; y sin pensarlo siquiera, me senté en las graditas en las que muchas veces encontré a mi hijo jugando con sus amigos, cuando yo llegaba tarde a recogerlo.
No podía concebir nuestra vida sin él... Recordaba tantos y tan gratos momentos que habíamos disfrutado juntos, que ya no pude evitar el llanto...
Traté de distraer mi pensamiento en otras cosas, cuando de repente oí detrás de mí una voz, sí, una voz que le devolvió la existencia a mis sentidos:
-¡Papi, el otro niño fue el que comenzó a tirarme las piedras!
Era Sebastián. Se acurrucó en mi vientre como un ángel plegando sus alitas, llorando como nunca antes lo había visto llorar, como si me estuviera pidiendo perdón.
Le acaricié su pelo suavemente, comprensivo, como diciéndole pero sin decirle: "No te preocupes hijo, ya todo ha pasado."
¿Qué es lo que había pasado? Lo observé detenidamente y no parecía tener un solo rasguño. Su uniforme azul - plomo lucía impecable... Y, aunque un poco extrañado, me sentí feliz. Decidí que mi hijo era el mejor hijo del mundo, y seguí acariciándolo...
Escuché simultáneamente el timbre de salida y el rumor infantil de las dos y media de la tarde, y le agradecí a Dios de que todo volviera a la normalidad.
A los pocos minutos salió Rosalía de la Dirección. Exhibía una cara mucho más desencajada que con la que había entrado. Intenté sonreírle, pero ella nos miró negando con la cabeza, llorando en silencio, como si estuviera a punto de desmayarse. Me dio la impresión, al verla ahí, parada, en la puerta de la Dirección, de que en cualquier momento se iba a deshacer en mil pedazos.
Pero cuando vi entrar desesperadamente a otra mujer, más angustiada aún, gritando como loca, entonces recién comprendí todo.   


COCODRILO AZUL

Relatos FM

LA MISMA CANCIÓN



Me subí al 125 como siempre, a la vuelta del trabajo, y como siempre, estaba repleto. Mucha vejentud ahí arriba, figurita repetida de todos los días al acercarse el ocaso.         Sin muchas alternativas acomodé mis manos en el fierro del ómnibus y divisé, sorpresivamente, un líquido viscoso parecido a leche recién ordeñada alrededor de mis pies.
Hábilmente me corrí unos centímetros a la derecha y me dispuse a mirar el paisaje mundano de todos los regresos; iglesias barrocas, supermercados de plástico, edificios estáticos y autos en movimiento.

Al darme cuenta de que una mujer dejaba su asiento me acerqué ingenuamente hasta el lugar y lo tomé, frente a la vista espantada de una sesentona que se mantenía en forma física.
No me di cuenta de quién estaba sentado al lado, aunque en realidad tampoco lo sabía: una muchacha de apenas veinte años, espigada, bajita, de pelo lacio y ojos marrones. Estaba escuchando su música en un Mp3 parecido al mío y cebaba mate cada vez que del ómnibus descendía gente.
Quedé asombrado al ver que su mate era idéntico el mío; y el mío no es un mate para nada ordinario, sino de esos recubierto con vidrio por dentro y costuras de hilos por afuera para sostener al cuero. Atiné a ponerme mi reproductor de música, y me gustaba imaginarme que estábamos escuchando al mismo intérprete o quizás hasta la misma canción. Entonces aquel infierno atiborrado de gente se había vuelto un plácido purgatorio, observando disimuladamente la belleza de aquella niña.

A pocos minutos subió una dama a vender medias y nadie le tomó ni un par siquiera. Más adelante un ciego pidió limosna mientras deambulaba por el ómnibus. Yo estaba decidido a no darle nada, pero al menos le prestaba mi mirada. Era mi política frente a esos casos. Ella, en cambio, dejó su termo en el piso y buscó monedas en su mochila, que, a decir verdad, era muy diferente a la mía, aunque yo ya le veía los mismos tipos de cierres y compartimentos.
Cuando el ciego pasó por nuestro lado no oyó el ruidito de las monedas y siguió de largo hasta que mi brazo, cual si fuera una barrera para detener la marcha de los autos, lo paró en seco.

Entonces surgió el milagro; ella me entregó sus monedas y yo se las di al ciego que ya se retiraba. Sentí haberme enamorado por unos segundos. Me regaló una sonrisa de agradecimiento por el endeble acto y volvió a su posición.
A mitad de camino y con la carga emocional -leve aunque intensa por instantes- en la que estaba viviendo, saqué el celular para enviar un mensaje y rocé su antebrazo desnudo; fue la segunda sensación de enamoramiento.
Al fin me pidió permiso para salir al pasillo y se lo negué con el rostro, pero no con mi cuerpo; la deje huir junto a otros pasajeros, tres paradas antes de la mía.


Más allá de aquellas sensaciones, mi remordimiento era el de no podido dialogar con ella; hablar de su mate, de sus estudios y de la música que le gustaba. Yo estaba comprometido, no sé con qué ni con quién, pero lo cierto es que lo estaba y esa fuerza me retrotraía al querer avanzar sobre sus ojos.
La vi a punto de descender y noté el cierre de su mochila abierta, colgada de sus hombros, y fue la excusa perfecta para apurar el paso, bajarme con ella y decírselo.
La seguí media cuadra hasta que la alcancé. Allí le hablé pero no escuchó, así que decidí tocarle el hombro, a lo que se sacó el auricular de su oreja izquierda y atinó, apenas, a decirme un gracias que quedó suspendido en el aire. Pero al instante creí sentir que me devolvió con un ínfimo suspiro su gratitud, reflejada, ahora, en su eterno rostro blanco.

Caetano

Relatos FM

ANONIMATO



Recién cumplidos los 80 años se preguntará por la mujer de su vida. Ya será uno de los grandes escritores del planeta. La candidatura al Nobel lo habrá convertido en personaje célebre casi de la noche a la mañana. Ahora la podré encontrar, se dirá ante el espejo del baño, ajustándose la dentadura postiza y la corbata, ahora soy una figura pública. Ahora sí, ****, ahora sí. En dos semanas se adaptará a la lógica y repentina aparición de enemigos, ex esposas, ex amantes, ex hijos incluso. Como si hubiese esperado esos instantes toda la vida, sobreactuará una pose de anciano feliz para las cámaras de una rueda de prensa internacional. Más tarde las muchachas periodistas le brindarán tragos y adulaciones. De repente una de ellas sacará de su bolso el The New York Times. Él no comprenderá ni una de las palabras en inglés, pero sí la ridícula foto de la primera plana.
-¿Y esto?, preguntará nervioso, mirándolas.
Ellas congelarán la risa y no sabrán qué responderle. Entonces él recordará que nunca le preguntó el nombre a la señora del parque. Pero esto ocurrirá después.
La mujer de su vida lo había descubierto antes que la Academia Sueca. De adolescente ocultó sus libros como si estuviesen censurados. Después se acostumbró a leerlo en cualquier sitio; en inmensas colas a la entrada de los cines; bajo apagones, a la luz de una vela; caminando; de pie entre miles de cuerpos sudorosos dentro de cientos de guaguas ; en el trabajo; embarazada, luego de acostar a la niña.
El viejo autor, solo en casa, en calzoncillos y chancletas, cuando escuchó la sigilosa noticia radial, de las manos se le resbaló el vaso de agua con azúcar. Se sintió rodeado de gente que aplaudía su desnudez, sorprendido in fraganti. Respirando la humedad de un cuarto sin teléfono, televisor o computadora con acceso a redes, arrastró los pies hasta la sala, preguntándose al unísono por amigos, parientes, mujeres hartas del Dúo Literatura y Pobreza, y pensó en el hijo, su hijo único, y en la última vez que se dirigieron la palabra. Entonces, derrumbados los huesos sobre un sofá de más de un siglo, se dedicó a marearse oyendo cómo la onda lejana de una voz, algo escéptica, leía sin énfasis, un largo currículo. El viejo autor no entendía cómo, si nunca montó un avión ni gozaba de agente literario, y se encogió de hombros hasta vestirse y salir de la casa.
Cruzó muchas calles, apurándose, aunque sin rumbo, con la mirada fija en ningún sitio, como en shock. Lo detuvo el cansancio y la conciencia de no saber dónde estaba. Enfrente tenía un parque rodeado de flores rojas. Una niña que armaba su propio ramillete y cantaba una canción, hizo silencio al verlo, después corrió hacia un árbol. Recostada al tronco, sentada sobre la tierra, una mujer lloraba delante de algo. El viejo, al acercarse, se dio cuenta de que era un libro abierto al que le bastaban pocas hojeadas para volverse pedazos.
-Perdone, señora, ¿puedo ayudarla?, ¿le pasa algo?
La señora rió negando con la cabeza. A primera vista su rostro no tenía una edad clara. Podía tener treinta, cuarenta o cincuenta años, cuando más. Dejó caer el libro sobre la saya y se secó ambas mejillas.
-No se preocupe, señor, es que me emociono... El riesgo de ser una lectora empedernida, ¿no?
-¿Y es tan bueno...?
-¿El libro?
La niña le dio una de sus flores a la madre.
-Gracias, mi cielo. Muy bueno, señor.
Una llovizna sirvió para que se protegieran bajo el techo de una parada inhóspita. La niña bañó las flores robadas. Cuando se sentaron, la señora declamó un párrafo que hablaba de la lluvia.
-¿Lo ha leído? –se interrumpió.
El viejo se encogió de hombros.
-Empiece ya –ordenó y le puso, con un recelo exagerado, el libro sobre el pantalón-. Es genial, genial... único. Lea la primera oración.
El viejo hojeó con pánico. Halló páginas amarillentas, gastadas y sucias en los bordes, líneas y párrafos subrayados.
-Al menos sirven para aforismos.
-¿Cómo?
-Nada, nada, leía en alta voz.
Había esquivado una sensación de pena. Temió no haberse mirado al espejo antes de salir. Sintió que si se comportaba amable y sonreía, su cara iba a semejar un cúmulo arrugas sonrientes.
-¿Sabe qué? –dijo ella, de nuevo con los ojos humedecidos-. Solo me queda un sueño: conocer a este hombre extraordinario.
-¿Quién?
-¿Quién va a ser?: el autor.
-Ah.
Cuando escampó, la niña hundió la nariz en las flores.
-¿Sabe cómo lo imagino? –continuó ella.
-¿Cómo?
Con una mano se cubrió la risa.
-Un poco mayor, claro, pero tan... Estoy segura de que me encantaré cuando lo vea. Porque algún día lo voy a ver, sí, ya verá.
-¿No lo conoce?
-En la contraportada de este libro hubo una foto, pero la niña... sabe como son los niños, la rompió.
-¿Lo ha visto?
-En vivo no. Ni una vez. Es que ni lo ponen en televisión. Le juro que no sé ni qué cara tiene, pero no me importa. Amo todos sus libros. Eso me basta.
El viejo no sabía qué decir.
-No lo conozco, pero debe ser hermoso.
-¿Cómo lo sabe?
- Lo siento aquí –se tocó el pecho y le fijó una mirada tan convincente que parecía irreal-. Sin pensarlo me casaría con él.
-¿En serio?
La señora se mordió los labios antes de echar otra lágrima y asentir con rapidez.
-Me lo leo sin descanso desde el Pre, hasta mi niña se sorprende.
El viejo comprendió que probablemente estaba hablando con la mujer de su vida.
-A lo mejor no lo conozca nunca –dijo ella.
-¿Por qué?
Suspiró:
-Sueño tanto con tenerlo así, como a usted, cerca, aunque sea unos minutos... quizá es un hombre ocupado, serio... no sabría ni qué decirle... supongo que tontería más tontería... jaja... es sólo un sueño incurable.
La niña avisó que venía la guagua. La señora le tendió una mano al viejo y al abrazarlo le soltó:
-Fue un placer conocerlo, mil gracias por haberme oído un rato.
Él respiró profundo.
-El placer fue mío.
-El libro –advirtió la niña.
-¿Cómo se me va a olvidar?
El viejo pensó que la mujer de su vida estaba loca. « ¿Por qué no escogió a Gabo, a Vargas Llosa, por ejemplo, o a Hemingway?»
La guagua dio un frenazo antipoético. Minutos después la niña bajó corriendo del vehículo, le entregó su ramillete de flores y le dio la espalda sin oír gracias.
Luego del motor y el humo, regresó el silencio. El viejo cerró los ojos imaginando una historia de amor inverosímil. Debió permanecer allí sentado un par de horas, antes de la publicidad, las cámaras, las ovaciones, las entrevistas, los paparazzi extranjeros, las primeras planas, los dossiers, la enjundia de los homenajes, las demasiadas loas. No le importó tanto el futuro. No quiso saber si sus gestos ahora tendrían valor fotográfico. Hundió la nariz en las flores rojas y alguien, con medio cuerpo escondido detrás de un árbol, le disparó varios flashes. Al viejo le dio gracia el susto. Su corazón era un indocumentado adolescente con ganas de comerse al mundo. Oscurecía. 

Django