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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

El premio



Una vez más la joven del vestido blanco aparecía al amanecer con varios frascos en la mano y el anuncio de que traía un premio para los que lo habían merecido por su dedicación en la jornada anterior...
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El caballero había pasado por esta situación infinidad de veces  desde el momento en que le comunicaron la noticia de haber sido el feliz ganador del premio. Ante cada gestión obtuvo una respuesta enigmática e incomprensible, a partir del día en que al presentarse para recibir su galardón, se enteró de que desconocía la fecha actual, es decir que estaba equivocado en cuanto al mes y el día en que se encontraban, así que tendría que esperar todavía un par de semanas. Pasado ese plazo volvió por su recompensa, sólo para enterarse de que sería preciso resolver un problema con el Registro Civil, porque su segundo apellido no era el que siempre consideró como suyo sino otro, de tal manera que resultaba imprescindible realizar esa subsanación. Regresó un mes después, hecha ya la enmienda, al parecer satisfecho con su nuevo apellido y consciente de la fecha recién aprendida, para tropezar entonces con que quedaba por solucionar un nuevo error: su edad era totalmente incorrecta...
Pero eso no lo desanimó para seguir insistiendo, una vez arreglado tal inconveniente, sólo que fue entonces cuando el asunto pareció empezar a subir de tono, porque ahora se trataba de que el premio no era único sino compartido por varios autores, razón por la cual sería preciso reunirlos a todos para hacer la entrega correspondiente.
Esta vez sí estuvo a punto de protestar, hasta pensó armar un escándalo, pero se contuvo, y haciendo acopio de voluntad se dio a la tarea de localizar al resto de sus colegas, lo que no resultó nada fácil, pues se vio obligado a hacer un gran número de viajes, llamadas telefónicas, largas caminatas. En varias ocasiones tuvo que volver al mismo punto donde había comenzado, entrevistarse con todo tipo de personajes, llevar un diario que era como su cuaderno de bitácora. Ya para entonces algunos de los implicados habían cambiado de domicilio dos o tres veces, otros trabajaban en un lugar diferente de donde lo hacían cuando salió la convocatoria, e incluso hubo quienes ya no se mostraban para nada interesados en ese asunto. De manera que para reunir todos los datos que necesitaba no solamente tuvo que trabajar duro y desplazarse muchísimo, sino también convencer muchas veces a sus interlocutores para que colaborasen.
Pero, en fin, pasado algún tiempo parece que pudo conseguir poner punto final a su empresa...
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Últimamente se sentía muy a gusto entre sus colegas, en una tertulia que ya se había hecho bastante habitual, donde todos recordaban los tiempos en que levantaron impresionantes cúpulas, esculpieron santos, adornaron cornisas, entre anécdotas curiosas y una complicidad inquebrantable. Muy cerca de la puerta, la joven del vestido blanco no parecía muy interesada---
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Después de salir del ascensor, llevando debajo del brazo un abultado file que contenía todos los documentos reunidos en meses de intenso trabajo, atravesó varios pasillos, primero en línea recta, después a la derecha y otra vez a la derecha, para detenerse en la tercera puerta donde fue atendido por una secretaria que lo llevó con otra secretaria que a su vez lo condujo al asistente del director, donde insistió una y otra vez hasta que el propio director de la revista se sintió obligado a atenderlo, a pesar de que tampoco entendía sus razones. El director decía desconocer a qué premio de cuento se refería el demandante, pues en su revista no se había convocado concurso alguno en los diez años que él llevaba de director.
Al salir a la calle, el caballero creyó deambular como una sombra en un laberinto. Se sintió como un ente de ficción, acaso la encarnación de alguno de los personajes de su propia creación...
*****
Pero de repente, se sorprendió cuando apareció alguien que lo llamó por el extraño sobrenombre de El caballero, y le dijo que había llegado el importe de un premio  obtenido en la gaceta literaria. Se preguntó al instante de dónde habría salido este loco, pues ni  era su apellido el que aparecía en el sobre, como tampoco los otros datos que esta persona creía poseer de él (tan equivocado estaba que hasta pretendía estar viviendo en una época diferente de la actual). De sobra sabía que él jamás había escrito  un cuento en toda su vida, ya que siempre fue constructor de iglesias...
Mientras el hombre se retiraba desconcertado, asomaba por el umbral de la puerta la joven con el impecable vestido blanco, empujando un carrito cargado con jugos y los pequeños frascos con los regalos que repartía todas las mañanas, siempre a la misma hora...

Baratario

Relatos FM

Cuestionario


Silencio, hablemos en voz pequeña. Es el tiempo en que las hojas se visten con su sobretodo atardecer. Es el tiempo en el que hombres y mujeres se confunden entre capitanes y marinos aprendices de sus barcos. Y aquí estoy, flotando en alta sábana. Recortando las sombras de mis lágrimas ya sequitas de pañuelos.
¿A dónde vamos? Ya no puedo ver a través de este botón tan flojo. Tomo una lámpara para encender la luna, esa misma que alumbra tu vientre y te pregunto ¿de dónde vienen los niños? Dices que vienen de caracoles que el mar olvida en las costas de los sueños y que es por eso que debemos soñar. Yo jamás hallé mi niño, pero sí un caracol extraño que en su interior tenía palabras: decían tu nombre y me alegré.

Silencio... siento una brisa que proviene de tu respiración cansada. ¡No te bajes de mi barco esta noche! No mientras permanezca el paraíso escudado por soldados, que no sé de dónde vienen, aunque de algo estoy seguro: no han salido de mi mundo del cual hoy me desvanezco. Ni del supra-mundo donde habitan los payasos. De allí descienden los colores y prefiero que sean ellos los guardianes de todo paraíso, si lo hay.
¿Sabés? Una vez fui árbol. Dejé un buen tiempo mi cabeza en un florero y germinó. Entonces miles de pájaros anidan mi conciencia y aunque no lo sepas, sigo alimentándome de trozos de tu cielo y de tu tierra. Porque fui brote, porque soy árbol.
Buceando un poco en la memoria me hice pez... fue terrible ver mi primer barco hundido, sin tesoros, atascado entre dudas abisales desteñidas por corales. Fui ángel, pero no duré... resultó imposible dejar de preguntar para qué estoy y si Dios existe. Preferí volver a viejo dando un paso, punto, otro paso, punto y en silencio.

Si, silencio. Estoy lloviendo. O son notas de nostalgia, tus caricias musicales enseñándome a crear desde las lágrimas. Lloviendo, si... con todo el cuerpo y aún no sé qué hacer con ello. No te bajes de mi barco... es que hallé un alma asustada en un cuenco, un secreto apretujado en una bolsa, cuidadito y bien peinado raya al medio. Un espejo que abre espacios en el muro, una continuación de lo absurdo, un simple espejo, una escalera que refleja miedo. Me queda sólo extraer de mi sarcófago un reloj de vuelta, un tiempo indefinido, un tic-tac bien desprolijo. Temo continuar adelantado y con escasa cuerda.

No te bajes. Esta noche quiero volverme niño, aunque deba recurrir al pez en la memoria. ¿Y si me pongo de rodillas, observo desde abajo, pequeñito, camino hacia atrás, bien pequeñito, me fundo a tu mano y volamos entre cuentos? Aún recuerdo cuánto escribí para cambiar el mundo... ahora me pregunto si todo fue para no existir desdibujado.
¡No!, ¡no por favor! ¡No te bajes de mi barco! Todavía la hoja no presenta rasgos de vejez profunda. Todavía el agua se mueve porque te quiero. Todavía debo continuar corriendo aunque sea en solitario por el camino arrastrado y borrarlo de a tramos, por más que maúlle el desconcierto, por más que sigan rebotando en mi corazón risas burlonas nunca partidas, ¡porque jamás fui hacha! Pero sí espada en letargo que contempla su flor desafilada, esa flor que no deja de pedir tu mano para indagarla, deshojándola por dedo, ¿me quiere o no me quiere? Y me quiere. Pero escondes el último pétalo en un dedal.

Ya es tiempo. Ya puedes dejar mi barco. Los colores se apagaron y las sábanas están en calma. No hay costas, caracoles ni soldados. Han huido los payasos y mi niño. La luna en cortocircuito y todas mis formas son una sola risa. He sido todo lo que pude encender con ésta lámpara, como a tu vientre. Ya no tengo miedo amor. Busco hundirme con mi último barco del otro lado y tan solo me queda una pregunta: ¿Cuándo comencé a ser viejo?

Candidi

Relatos FM

Analgésico



Cuándo todo había terminado entre Karina y yo lo que menos deseaba en esos momentos era sentir el vacío de su mano, el hueco del dolo con un sin fin de pensamientos fragmentados sin posible respuesta. Buscando el porqué había decidido saltar al rio Lerma embravecido. La noticia corrió de boca en boca como gripe colectiva, hasta llegar a mis oídos. Su cuerpo fue arrastrado por la vertiente del rio hasta quedar a las orillas de una comunidad cercana a Salamanca.
Buscar la manera de bloquear el pensamiento recurrente de su muerte día con día hacía más difícil el transcurso de las horas de trabajo. Pasar de las cuentas del debe y haber al porqué no estas aquí, me tenía totalmente agotado. En dos mundos aunque paralelamente distantes en una parte ínfima se hacían infinitos nudos en el inconsciente precisando encontrar una respuesta lógica para su ausencia. Perdía la noción del tiempo, el transcurso de los días, las estaciones del año. Todo era gris oscuro, una tarta de manzana era insípida, el caldo amargo, las galletitas de chocolate tenían textura de papel de lija en la boca. Era necesario encontrar la cura para el olvido.
Un aviso económico inverosímil llamó mi atención. "Preocupado, distraído, la vida se le torna difícil y las cosas no marchan bien. No se preocupe más acuda conmigo. El Dr. Znichder tiene la solución a sus malestares. No lo dude visítenos pronto. Calle de los Fresnos No. 308 Col. El Duraznal. Horario de 9:00 am a 3:00 pm. Para emergencias llame al 12 34 66 76.
Tomé el teléfono y marqué el número que aparecía en el anuncio. Una voz ronca muy amigable contestaba con un acento extranjero.
- Si, buenas tardes, con quién tengo el gusto. - Con Roberto Dueñas. - En que le puedo servir mi estimado Roberto. - He estado muy preocupado, como si estuviera dormido, podría decirse que en un estado de somnolencia continua, paso los días sin sentirlos... - ¡Oh, a qué se debe su malestar mi querido Roberto!. - Hace unos meses mi esposa... (Enmudeció un momento).  Falleció. La pena me arrastra Dr. - ¡Mmm! Creo saber cuál podría ser una solución, venga mañana a mi consultorio aquí lo estaré esperando.
Al llegar a la dirección el consultorio era una casa pequeña de un piso. La fachada con la pintura roída por el paso del tiempo. La puerta de entrada de madera, carcomida por las termitas se encontraba entre abierta. Dentro del lugar se percibía un olor fuerte a humedad. En el interior, de las paredes colgaban varios diplomas. Me detuve frente a uno que se encontraba al costado de la puerta del consultorio. University of dreams, Munich 1980. Fremont Znichder Mont. Director of dreams. Al lado de este uno más con un idioma que no lograba entender del todo. Lodge von nord Zürich parapsychologe. Geben den maximalen grad anerkennung zu: Fremont Znichder Mont im unserer institution...
Hello, tu debes ser Roberto. La voz del Dr. Znichder provenía detrás de mi. - ¡Oh!, disculpe no lo había visto llegar Dr. - No se preocupe, así suele pasarme continuamente. Bueno este lugar no es un sitio concurrido mi estimado, no todos desean despertar...
- ¿En realidad a que se dedica Dr.? - A la creación, para ser preciso -. (El Dr. entró a la habitación e hizo un gesto para que pasara Roberto) . - ¿La creación? - Así es Roberto, el plano sensorial de la creación. - No me queda claro Dr. - Hay muchos que no entienden por qué nace una flor o por qué oscurece sin embargo dan cierta aceptación al echo como parte de la naturaleza mi estimado, utilizando una áncora para quedarse en una realidad subjetiva. Ahora veamos, recuéstese un poco sobre la cama.
Imagine la orilla del mar usted se encuentra sentado observando el inmenso manto acuífero, ese día el oleaje era calmado y la brisa humectaba su rostro, a lo lejos percibía un coro de sirenas... -Un coro de sirenas doctor. ¿Para qué quiero un coro de sirenas? - Para dormir... -¿Dormir? Si lo que deseo es despertar. - Para despertar, primero se debe estar dormido Roberto...
El agua me daba cierto cosquilleo en la planta de los pies. ¿El agua?. Abrí los ojos y efectivamente las olas del mar me rosaban los pies. Observé a mi alrededor y algunos niños hacían castillos de arena, los adultos bebían cerveza bajo la sombra de las palapas a la orilla de la playa. "Te quedaste un buen rato dormido Roberto". - La voz dulce era la de Karla. ¿Cuanto tenía dormido? - No mucho, después que comiste el cup cake del extranjero te recostaste en la arena. ¿Viste a Znichder? Se acaba de ir, si lo ví, platicamos un momento y menciono que despertarías preguntando por él, ¡que extraño! Vamos a caminar Roberto debes tener un golpe de calor.
Tomados de la mano se fueron caminando descalzos por la orilla de la playa hasta perderse entre un complejo de hoteles.

Juan Certero

Relatos FM

Clara Luz



Érase que se era un pueblo muy triste. Cuando llovía, el agua resbalaba muy lentamente por los cristales, como lágrimas saladas. Y todo porque a sus habitantes se les había olvidado, desde hacía generaciones, preservar un tiempo y un espacio para el amor.
Madrugaban al alba y, de sol a sol, trabajaban la tierra, cuidaban del rebaño o las gallinas, mimaban algún que otro huerto. Pero eran realmente piadosos. Se casaban, parían las mujeres, sepultaban a sus difuntos, cumplían con todos y cada uno de los mandamientos de la Madre Iglesia. De vez en cuando reían, o lloraban, según la ocasión. Tampoco daba la vida para mucho más.
Sólo Clara no podía ver la lluvia resbalar por los estrechos ventanucos de adobe. Había nacido sin luz. Sin embargo, cosa extraña, un instinto interior, acaso innato, la guiaba por todos los senderos de la aldea, sin que jamás llegara a perderse.
Eran Fiestas Mayores. De la aldea vecina vinieron unos cuantos mozos, montados en hermosas cabalgaduras, dispuestos a disfrutar del baile y el buen vino de esos días. Fue Adán quien descubrió, sentadita en un banco de piedra de la plaza, a la muchacha de la mirada ausente. Se le acercó despacito, con paso de caballo en el silencio, y la invitó a bailar. Pero ella se negó. Sus ojos, para siempre anochecidos, no podrían seguir bien el compás. Aquel joven, sin duda, se le estaba burlando.
Habría que esperar a las fiestas siguientes, y otro año, y otro más. Para sorpresa de todos, y de ella misma, sus pies comenzaron a moverse, como alas, impulsadas de un ritmo aprendido en tiempos remotísimos. Comenzaron a verse, es un decir, con más y más frecuencia. Y un día Adán le propuso visitar la Capital del Reino, en busca de un médico excelente que, acaso, pudiera devolverle la visión.
La operación no fue fácil; el proceso, lento. Pero el día que consiguió abrir por vez primera sus ojos a la luz, desde el primer instante se sintió atraida por Adán, como por aquel sol que tamizaba las casitas humildes. Ahora no llovía.
El final de esta historia, sólo puede ponerlo el lector, o el destino.

Luciérnaga

Relatos FM

El capricho de un adolescente



Finalizaba el año 1984 y Osvaldo Morán concluía con sus estudios secundarios. En otras palabras: acababa de dar el paso más importante en su vida de adolescente. En este último año del ciclo secundario, cumplido en el Colegio Carlos Pellegrini, y del cual egresó como Perito Mercantil, sobrellevó la presión de sus progenitores para que siguiera una carrera de grado. Claro, el muchachito no sabía lo que era dar un examen; durante los cinco años de estudio en tal establecimiento educacional nunca conoció una  calificación inferior a los siete puntos. De allí que, con fundamento, su madre le insistía: "Es un pecado que un alumno como vos, no continúe cursando estudios universitarios".

      Sin embargo, quizá por los comentarios de los amigos de sus progenitores, en esas reuniones de larga duración, en las cuales se pasa revista a cuantos conocidos se posee, Osvaldo oyó más de una vez que Arturo, un ex compañero del secundario de su padre, y a quien él quería como a un tío, era un exitoso operador financiero. Mejor dicho, que este metier le había permitido a aquél alcanzar una apreciable posición económica, y luego: un cargo directivo en la compañía donde trabajaba. En tanto, Arturo, para desalentarlo, y así apoyar la postura de los padres de Osvaldo, solía decirle: "Los negocios financieros, no siempre son color de rosa, muchas compañías cayeron en desgracia, averiguá por tu cuenta. En cambio, un título universitario es la mejor arma de defensa, y es la que los autores de tus días, te quieren regalar".

      La cosa es que Alberto, el padre de Osvaldo, que era bancario, que ya le había conseguido la asignación de una vacante en la entidad que él trabajaba, y en la cual era jefe de un departamento, no lograba que su hijo siquiera mostrara alguna pizca de curiosidad sobre las operatorias bancarias. Y menos aún que considerara una carrera universitaria.

      No obstante las reiteradas presiones en pos de que se encaminara por la senda que más le convenía, según el criterio de sus familiares y amigos, Osvaldo, casi rayano en el capricho, realizó las diligencias pertinentes para ingresar a la compañía financiera, donde "su tío Arturo" era uno de los directivos. Éste, a manera de aviso, y mucho antes de tales gestiones, le había advertido: "No sea cosa que a raíz de tu ingreso en mi empresa, se resienta una amistad de larga data con tus papás, a los cuales quiero tanto...".

      La cuestión es que al comenzar el mes de febrero de 1985, cuando el gobierno de entonces proyectaba el Plan Austral y el cambio del peso argentino por el austral, y cuando el reloj marcaba las 9.30, Osvaldo, vestido de elegante sport, salía de su casa en Palermo. En poco tiempo el tren subterráneo de la línea "D" lo acercaría a Plaza de Mayo. Mientras éste cumplía con su trayecto, en la mente de Osvaldo reverdecía el diálogo que mantuviera con su madre durante el desayuno. Tal vez, a manera de un postrer llamado a la reflexión, ella, que era docente, trató de sacarle una promesa: que aprovecharía el transcurso del corriente año para descubrir cuál sería su verdadera vocación. Una vocación que, para llevarla adelante, no necesitaría de un trabajo: era hijo único y su sostenimiento no complicaría el presupuesto familiar.

      En realidad, lo que más parecía preocuparle a Osvaldo, eran otras palabras de su madre, quien llegó a confesarle que su padre, hoy, se sentía desesperanzado con él, y que, aunque no sintiera algo así como la pérdida de un hijo, sí sentía como la pérdida de su mejor amigo. En particular, cuando a modo de conclusión y antes del beso de despedida, su madre le contó algo que, al respecto, y no de modo irónico, le había manifestado su marido antes de partir para el Banco: "Voy a creer en un refrán; un refrán que con mucho desconsuelo supo transmitirme un cliente de Pergamino, y que en aquel momento me pareció exagerado; sin embargo, hoy creo que ese  paisano estaba en lo cierto cuando me dijo: "Los amigos y los hijos son como los jueces, han nacido para fallar".

      En estas cavilaciones estaba Osvaldo cuando la formación subterránea se detuvo en la estación Catedral. Allí superó la escalera y  salió a la avenida Rivadavia. Cuando transitaba por la vereda de la Catedral, comenzó a preocuparse por su inminente presentación en el trabajo. Miró el reloj...: aún le quedaba más de media hora para ello. Caminando despacio, y con el saco en la mano, dado la canícula era agobiante, alcanzó la calle Reconquista, y allí dobló a la izquierda. Siguió por ésta, y al llegar a Cangallo vio la Basílica de La Merced y se dijo: "Voy a entrar... Voy a aprovechar el tiempo de que dispongo para pedirle a Dios que me proteja en mi decisión de trabajar, y para que en mi casa no me sigan mortificando con mi ingreso a una universidad". Al salir, y al ver el atrio, Osvaldo, cuya lectura preferida recaía sobre hechos de guerra, recordó con aprecio a su profesor de historia de cuarto año del secundario, quien en la visita guiada de 1983, le dijo a sus alumnos: "En este atrio, en 1806, don Santiago de Liniers instaló, de manera momentánea, su puesto de comando; y desde aquí mismo, como la munición se agotaba, ordenó cargar a la bayoneta".

      Acto continuo, retomó la calle Reconquista, y después de dejar atrás el Convento de La Merced y el Banco Central de la República, llegó a la cuadra donde se encontraba la compañía financiera. Ésta ocupaba los pisos segundo y tercero de un edificio situado al 300 de la citada calle y sobre la vereda de los números pares. Osvaldo se presentó en la portería del aludido edificio. En ésta le pidieron que se identificara y le preguntaron a qué oficina se dirigía. Como era natural, estaba algo ansioso: esquivó la cola para el ascensor y se lanzó escaleras arriba. Así llegó al segundo piso, donde él trabajaría. Allí detectó, a su paso, oficinas sobre la calle; y sobre el contrafrente: dos toilettes y el office. En este nivel, Arturo, que lo aguardaba, lo saludó con muestras de afecto, aunque con cierto nerviosismo, cosa que no era normal en él. Le hizo traer un café y le dijo que a las 11.00 lo acompañaría a su lugar de trabajo. En él lo presentaría ante quien sería su jefe, y éste, a quienes serían sus compañeros.
   
      A la hora señalada llegaron a la oficina. Arturo abrió la puerta y luego de dirigir su mirada contra el extremo derecho se volvió hacia Osvaldo que lo seguía, "veo que tu jefe está hablando por teléfono, aguardemos un momento", le dijo. Los cinco empleados, que ya estaban en sus puestos, ante el saludo que a la distancia pronunció Osvaldo contestaron sin prestar mayor atención.
      Mientras Arturo hojeaba una carpeta que le acercó a la mano el futuro jefe directo de Osvaldo, éste se mantenía parado a la izquierda de la única puerta que poseía la oficina. En tanto aguardaba, Osvaldo no perdía de vista el escritorio del jefe, situado en el extremo derecho de aquélla, y, a su vez, recorría con la vista lo que sería su segundo hogar: la oficina. Ésta, de unos diez metros de largo, paralelos a la calle Reconquista, y de unos seis de ancho: presentaba dos ventanales rectangulares con vista a la citada arteria, y debajo de éstos se veían dos acondicionadores de aire...
 
      Ávido ya por descubrir el lugar que él ocuparía, proyectó su inquieta mirada en busca de los escritorios. Así, ojeada tras ojeada logró contar seis escritorios medianos metalizados, color gris claro, de los cuales tres se ubicaban de espalda a los ventanales, y los otros tres, con un pasillo central de por medio: enfrentaban a los antedichos. 

      Al consultar el reloj, Osvaldo, que había detenido su mirada en el escritorio del medio -de los tres que miraban a la puerta-, infirió: "Han pasado casi 10 minutos desde las 11.00, y nadie se sentó ahí". En esa conjetura detectivesca se entretenía cuando se oyó la voz de Arturo convocándolo a que se presentara.

      Al instante, Osvaldo saludó a quien sería su jefe, quien con mucha prisa ya se dirigía a una reunión de directorio. Allí, Arturo, que de inmediato seguiría los pasos de su colega, le dijo: "En este instante no estoy en condiciones de contarte nada.  Sólo sé que nos aguarda el presidente de la compañía, y que, a las 14.00 se dará asueto al personal, así que te ruego que vuelvas a tu casa, y, a la noche, yo te voy a llamar por teléfono".

      Recorriendo en sentido contrario el trayecto usado para llegar a la compañía financiera, Osvaldo regresó a su hogar. Claro, volvió sin dejar de preguntarse cuáles serían los motivos del asueto...  Incluso llegó a preguntarse sí esos asuetos no serían parte de una política de personal de la compañía...

      Eran las 21.00 cuando en la casa de Osvaldo sonó la campañilla del teléfono. Osvaldo, que sentado en el living leía con tranquilidad Cartago en llamas, de don Emilio Salgari, se puso en pie de un salto, corrió al lugar donde se hallaba el aparato y levantó el tubo. 
–Hola...
–¿Osvaldo?
–¡Sí, soy yo, Arturo!
–Mirá, querido, nos hemos quedado sin trabajo... Mi presión llegó al cielo.
–¿Qué pasó..., Arturo?
–Nuestra compañía se vio obligada a renegociar unos pagos gruesos, y se va a declarar en quiebra... Confiábamos en que nos renovarían algunos plazos fijos significativos, sin embargo...
–¡Hola, tío, hola...!
–Pip, pip, pip...

Paulo Camino

Relatos FM

Natalie, Matrioska



"Cuando los relojes de la media noche prodiguen
  un tiempo generoso,
  iré más lejos que los bogavantes de Ulises"
Jorge Luis Borges.

Natalie transita la niebla de una calle oscura en una ciudad desconocida, aunque no ajena, y a cada paso inventa a Ucrania como la inventó Shevchenko. Inventa Jarkov. Se mueve con la calma del desterrado, quizá sepa que está en Rosario; aún así puede sentir cierto apego, como Gogol o Kerolenko, por esta ciudad que la adopta.  Es probable que no esté, al menos en su ensueño, ni en una ni en otra de esas hermosas ciudades de horroroso asfalto. Está, no cabe duda, en una mucho más bella, ubicada en una zona intermedia entre aquella Ucrania y esta Argentina, entre Jarkov y Rosario. Está en la ciudad que inventa a cada paso.
La noche tranquila, el aroma que sube del río, confunden a ésta ciudad también con Montevideo; pero no en Natalie, ésta vez, sino en él. Él que también camina lento, como de costumbre;  tampoco se siente intruso (piensa en Benedetti, piensa en Quiroga). Al igual que ella él inventa su ciudad, inventa Montevideo como Onetti inventó Santa María. Para meterse adentro. Para vivir, o simplemente caminar, como Natalie, por ese allí intermedio. Esa ciudad que no es ni Uruguay y no es Argentina. Que es aún más bella y personal.
Se van a encontrar. Es sugerente. Es seguramente inevitable. Porque si bien otra gente camina esas calles, y habita las casas linderas por las que transitan, solo ellos dos viven en ese lugar que van construyendo, con la fantasía que se nutre de la nostalgia, nostalgia que crean los recuerdos de lo vivido, y también de lo soñado.
En el momento que se encuentran les basta mirarse para reconocerse; reconocerse como compatriotas de una construcción imaginaria. Habitan la misma tierra, pueden leerlo uno en el otro. Se hablan en distinto idioma y, aunque no se entienden, se divierten. Quiza sea la particularidad de esa ciudad inédita y ficticia. Lo incomprendido se vuelve un valor en sí mismo y la búsqueda penosa de la comprensión no empaña la vitalidad de los instantes.  Un lugar, sobre todas las cosas, donde nunca es demasiado pronto para decir "te amo".
Allí, una achocolatada puede ser un mensaje de amor. No hace falta el vodka ni la grapamiel. Se embriagan en sus gestos. Se acercan lo suficiente para que sus labios se toquen;  él la besa y, cuando lo hace, descubre una nueva Natalie (si es que sabe su nombre). La va descubriendo de a poco en su ingenua belleza, en el rose suave con su piel, en el alma que se muestran en sus ojos al verlos de cerca y que congelan al tiempo. Piensa que adentro de cada Natalie hay otra, y otra. Como esas ciudades que ambos inventan y las que no, una adentro de otra, y otra, y así. Todas existen.  Pero una, sobre todas, es.
Ambos saben que están allí de paso, y si bien se desean, conocen ese límite que a la vez los seduce y los aterra. Esa especie de teleología del lazo que se crea; esa plena consciencia de que todo acaba, pero que rehúsan pensar.
Mejor volver a aquel primer  beso que inaugura esa ciudad. Le da nombre; la arquitectura se torna singular y se llena de muchos climas. Disfrutan de saber que, de alguna manera, están solos. Aunque sea ese efímero momento los encuentra y congela. Él le está diciendo cuánto la quiere en un idioma que ella no entiende, y a su vez cree escuchar lo mismo de ella aunque no lo puede asegurar.  Quizá también inventa lo que escucha; quizá la está inventando a ella toda, como inventa esa ciudad. Artífice de una historia no correspondida.
Puede, y es probable, que en realidad esté en su casa solo, embriagado en grapamiel, jugando con una muñeca rusa en un papel.

Yamandú Bouvet

Relatos FM

SU EXCELENCIA



Recuerdo mi llana felicidad aquel día, correteando por la calle junto a Juan. Mi primo era un par de años mayor –yo tendría unos ocho entonces-, lo cual en la infancia marca una enorme diferencia. Para mí, sometido a la dictadura de dos hermanas mayores, era como el hermano que no tenía, el referente al que seguir y al que imitar.
-¡Marcos! Para cruzar la carretera dale la mano a tu primo, y os esperáis hasta que os digamos.
Mi padre venía por detrás, junto al de Juan. Aunque en aquella época no había tanto tráfico como ahora –tener un utilitario era casi un lujo; ahora lo normal son varios coches por familia-, la combinación niño/carretera ya era una de las preocupaciones clásicas de los padres, y el empeño de los críos por cruzar solos, usurpando uno de los privilegios reservados a los adultos, otra constante universal. Todavía entonces los mayores nos hablaban de una época reciente en que la práctica ausencia de circulación motorizada por las calles de nuestra pequeña ciudad hacían posibles los juegos infantiles en plena calzada –una de las anécdotas preferidas de mi padre, profusamente repetida, versaba sobre los interminables partidos de fútbol de su infancia sólo esporádicamente interrumpidos por algún solitario coche-, pero mi infancia ya se desarrolló en un paisaje de fuerte industrialización y vertiginosa modernización, al menos para los cánones que hasta el momento había dominado en la vieja localidad del río Besaya.
Sin embargo, aquel día podrían habernos dejado cruzar tranquilamente de calzada en calzada, sin vigilancia, pues la multitud que copaba las calles avanzando en la misma dirección que nosotros había arrebatado el dominio de las carreteras a los automóviles, obligándoles a ceder el paso a los interminables afluentes humanos que desembocaban en la plaza del Ayuntamiento. Cuando llegamos ésta se hallaba colmatada como nunca hasta entonces había visto yo en mi corta vida, y como pocas veces más vería en años venideros. Hombres, mujeres y niños se arremolinaban, hablaban y se saludaban como si fuera algo excepcional su encuentro, a pesar de ser vecinos, familiares, compañeros de trabajo o amigos habituales. Todos afectados por una singular excitación, por un excepcional estado de ánimo, como si la rutina diaria se hubiese visto interrumpida para abrir un paréntesis de tiempo dotado de normas, temporales, pero diferentes a las que habitualmente guiaban sus vidas.
A mis ojos todo aquello desprendía un aire inusual, festivo; una sensación reforzada por el hecho de no entender muy bien a qué se debía tanta algarabía. Y en mi ingenuidad la presencia de una enorme cantidad de policías apostados en todos los accesos a la plaza, frente al edificio consistorial, en los tejados... era un simple elemento más en la puesta en escena, similar a los vistosos soldados que desfilaban en impecable formación en mis películas preferidas, aunque los grises uniformes de la realidad no pudieran competir con los llamativos coloridos de los filmes de capa y espada que luego imitábamos hasta la saciedad en nuestros juegos a la salida del colegio.
No sé cuanto tiempo esperamos allí de pie. Juan y yo jugábamos mientras los mayores hablaban de cosas de mayores. Con los años he descubierto que el tiempo transcurre a diferente ritmo en la infancia que en la madurez, y lo que entonces podía parecerme un suspiro ahora lo entendería como una eternidad... y viceversa.
Mi padre y mi tío conversaban animadamente. Siempre estuvieron muy unidos, en especial en aquella época, aunque luego la vida y sus problemas forzaran un relativo distanciamiento, pero entonces el padre de Juan era como un segundo padre para mí. Durante años pasé tanto tiempo en su casa como en la mía, la de mis padres, de modo que ambas conforman en mi recuerdo un solo hogar sin solución de continuidad. Una sola familia.
Un repentino revuelo sacudió la plaza. ¡Ahí está!, se repetían unos a otros al tiempo que, como una onda expansiva que avanzara desde la cabecera de la manifestación hacia atrás, todos a nuestro alrededor repetían el mismo movimiento de avance, de aproximación al epicentro de aquella conmoción, estirando el cuello para ver mejor a las figuras que asomaban en el balcón del Ayuntamiento. Juan y yo les imitamos, sin saber muy bien qué mirábamos.
Primero habló el alcalde, intentando hacer calla al gentío. Había rescatado para la ocasión su vieja camisa azul que, bajo la chaqueta gris, lucía el rojo emblema del yugo y las flechas. La tela se tensaba peligrosamente sobre un cuerpo que habría engordado unos veinte kilos desde la última vez que la vistiera, en especial sobre la preeminente barriga, amenazando con hacer saltar alguno de los relucientes botones. Desgranó uno de sus plomizos discursos en su habitual estilo engolado, recargado y pseudoépico, mostrándose más emocionado de lo que era habitual en él. Admito que entonces no entendí ni papa, y fui incapaz de atender más allá de la tercera  inacabable oración subordinada; mi edad, sin embargo, me liberaba de la obligación de simular el interés y de la concentración que sí debían mostrar los adultos. Culminó el discurso en un acalorado in crescendo con la presentación del invitado de honor de la jornada, arrancando entre el público una estruendosa ovación. Juan y yo aplaudimos, emocionados de poder participar de aquella alegría colectiva que no comprendíamos del todo.
¡Torrelaveguenses todos...! Sus primeras palabras lograron un solemne silencio que se prolongaría durante el interminable discurso desgranado con aquella voz monótona y aflautada que le caracterizaba. Incomprensible el significado de sus palabras para nosotros y soporífero el tono de las mismas, mi primo y yo desconectamos de inmediato y comenzamos a cuchichear entre nosotros y a jugar de manera más o menos disimulada, pese a las miradas de censura de alguno de los presentes y los infructuosos esfuerzos de nuestros padres por hacernos callar.
El hecho de que ambos nos hubiéramos desligado de lo que ocurría en el mundo de los adultos, sumergiéndonos en nuestra propia realidad infantil, provocó que la violencia, repentina e inesperada, tuviera un impacto aún más brutal en nuestro ánimo.
Absortos como estábamos no nos habíamos fijado en el policía que sigilosamente se había acercado al lugar donde nos encontrábamos, hasta colocarse a espaldas de mi padre y mi tío. Con rostro hierático y la mirada fija en el balcón del Ayuntamiento, se encontraba lo suficientemente cerca como para escuchar el parloteo de mi padre que, en voz baja, explicaba a su hermano algo que, por su gesto de vehemencia, debía resultarle de importancia. ¿Un asunto familiar? ¿Un problema laboral? ¿Algún conflicto hogareño? No sabría precisarlo, ni sé si lo he olvidado o en realidad nunca llegué a saberlo, pero carece de importancia. Lo importante es que, sin previo aviso, el agente lanzó un manotazo contra el rostro de mi padre, alcanzándole con tal fuerza que le hizo caer al suelo. Recuerdo que durante días –quizás semanas- continuaría quejándose del dolor en su oído, hasta verse obligado a acudir al médico. Quedó tumbado, al borde de la inconsciencia, sujetándose el rostro con la mano y mirando alrededor, confuso, sin comprender qué había ocurrido.
Es difícil expresar en palabras lo que aquella imagen supuso para mí. Para un crío su padre lo es todo. Crees que todo lo puede, que todo lo sabe, que todo lo arregla. Y que nada puede dañarle. Luego, cuando crecemos y descubrimos que tienen defectos, que son falibles, nos rebelamos contra el mito caído y rechazamos, despreciamos a quien habíamos admirado, a quien nos negamos a parecernos, buscando otros héroes, otros ídolos, otros modelos más allá de los límites familiares –amigos, artistas, deportistas-, para, al madurar, redescubrir al padre, ya no como un dios ni como un diablo, sino como un hombre. Un hombre en el que nos reconocemos. Pienso en ello ahora, cuando miro a mis hijos. Por todo ello ver con ocho años a tu padre golpeado y humillado es algo inasumible, intolerable. Yo permanecí de pie, junto a mi primo, intentando comprender lo que ocurría delante de mis ojos, temblando de pánico, como si de alguna manera se me hubiera revelado que la realidad que yo creía inmutable, en la que vivía seguro, no era en absoluto tan sólida como aparentaba.
-¡Todo el mundo se calla cuando habla su Excelencia!
El policía sentenció en voz alta y tono amenazante para que el gentío circundante se enterara de lo que había ocurrido, pero sin apasionamiento, como un simple acto burocrático más de su función como agente del orden. Mi tío, lívido, se tensó al recuperarse de la inesperada agresión, y hubo de realizar un esfuerzo titánico por contenerse ante la mirada retadora y despectiva del guardia. Éste permaneció quieto, mirando a su alrededor hasta comprobar que el mensaje había sido comprendido y que no habría reacción indeseada. Después, tranquilamente, continuó su labor de vigilancia perdiéndose entre la gente junto a otros compañeros que a cierta distancia habían fiscalizado la operación. Mi tío ayudó a levantarse a mi padre, aún desorientado y dolorido. Soportamos los cuatro el resto del inacabable discurso de hueca y cursi retórica en incómodo silencio. Para Juan y para mí algo se había roto. Nunca antes habíamos permanecido tanto tiempo juntos sin hablar, sin jugar ni provocar alguna trastada.
El regreso a casa fue un triste contraste con el alegre paseo de ida que habíamos realizado una hora antes. Callados, cabizbajos... Mi tío ensayó con torpeza algunas palabras de ánimo a mi padre, que no apartó la mano de su oído en todo el trayecto. Crucé mi mirada con la suya varias veces, tantas como ambos las rehuimos. Yo porque no acertaba a asimilar el caos de sentimientos que me embargaba, y él... Aún a aquella temprana edad fui capaz de captar la dolorosa punzada de vergüenza y frustración que anidaba en sus ojos. Después de aquel día y durante mucho tiempo evitó referirse al incidente. No es que el suceso se convirtiera en tabú, pero nunca se sintió cómodo recordándolo y en familia evitábamos mencionarlo cuando él se encontraba presente. No por el hecho en sí de haber sido violentado y humillado de aquella manera, sino porque yo, su hijo, hubiera sido testigo de ello.

Peregrino

Relatos FM

Dantesco



— Es dantesco— ha dicho el tipo gordo. Luego se ha peinado con la mano, instintivamente, aprovechando el sudor de su palma para fijarse el pelo al cráneo.
Un personaje repugnante, sin duda,  digno de una matanza cuyo protagonista, está claro, sea él. Pero hay que ser paciente. Hay que ser paciente, civilizado y, sobre todo, práctico. Hay que centrarse.
Ha dicho "Es dantesco" y luego ha clavado sus ojos en los míos. Odio a la gente que utiliza el adjetivo "dantesco" cuando salta a la vista que jamás ha leído a Dante. Tampoco me gusta la gente que clava en mis ojos los suyos, salvo que esté plenamente justificado, y no es el caso.
El tipo gordo continúa, ahora mirando a la cámara:
— Sí señores, es dantesco que este hombre se esté jugando 200 mil dólares a una sola pregunta.
Si vuelve a pronunciar la palabra "dantesco", creo que definitivamente voy a perder los buenos modales. No me gustaría, porque hoy me había despertado muy tranquilo, incluso tierno, y esperaba que el resto del día transcurriera con la misma calma.
Cuando ha dicho "Este hombre" se refería a mí. Me llamo Carlos. Tras doce preguntas acertadas, necesito acertar la decimotercera para llevarme el gran premio de "¿Será usted, por fin, millonario?, el concurso de moda en televisión. Sé que el presentador — ese tipo obeso, húmedo como una culebra— trata de ponerme nervioso, probablemente ya se ha dado cuenta de que utilizar la palabra "dantesco" me saca de quicio. Tiene un minúsculo auricular en la oreja desde el que probablemente le están recordando que no conviene que yo me lleve el premio, que debe hacer todo lo posible para ponerme nervioso e impedir que salga de allí con un sustancioso fajo de billetes.
Ahora ha sacado un sobre del bolsillo de su chaqueta.  La chaqueta tiene dibujos de rombos y las solapas anchas, como de los años 70. Le odio. Enseña el sobre a la cámara, dibuja un arco con su ceja derecha y dice:
— Dentro de este sobre está la pregunta de la que depende el futuro de Carlos, nuestro concursante finalista de hoy ¿Acertará la pregunta? ¿Fallará y echará por tierra todo lo conseguido hasta el momento? Pasamos brevemente a la publicidad y enseguida resolveremos la incógnita. No se muevan de sus asientos ni se les vaya a ocurrir cambiar de canal.
Estoy a punto de asesinar a un presentador de televisión. Lo habría hecho, seguro, si tuviese una pistola a mano. El presentador se llama Chimo, eso no lo había dicho, y  el tiempo que dura la publicidad, lo dedica a escupirse  en las palmas de las manos y aplastarse los cuatro pelos contra su cabeza de pepino. Es lo último que me faltaba por ver. Cuando el regidor del programa nos informa de que quedan 10 segundos para volver a conectar en directo, se ajusta el nudo de la corbata, se seca con un pañuelo el sudor de su fláccida cara de angelote y se acerca a mí, respirando sonoramente,  como un jabalí bufando.
— Tú tranquilo, muchacho—me dice.
Le apesta el aliento. Luego vuelve a arquear la ceja y dibuja frente a la cámara la sonrisa más falsa que he visto en mi vida.
—Estamos en directo— ha dicho una voz en off.
— Bien, pues llegó la hora de la verdad ¿Está preparado, Carlos? — La voz, esta vez, claro, es la de Chimo,  el presentador al que todavía nadie ha asesinado.
Yo digo que sí, que estoy preparado, y saca otro sobre de su chaqueta años 70.
— La respuesta a esta pregunta vale su peso en oro, o lo que es lo mismo, 200 mil dólares. Veamos, Carlos...
En ese momento una rubia platino comienza a gesticular detrás de la cámara. Chimo se pone una mano en la oreja, como tratando de descifrar algo que le están diciendo por el audífono. El público presente en el plató murmura. Por fin, tras unos segundos de desconcierto,  se dirige a la cámara. Juraría que tanto protagonismo le han convertido por unos segundos en el hombre más feliz del mundo.
— Me informan desde Control que el partido entre los Mavericks y los Angeles Lackers está a punto de comenzar, así que no tenemos más remedio que conectar con el baloncesto y posponer el final de nuestro emocionante concurso hasta mañana ¿Conseguirá Carlos responder la pregunta? ¿Fallará y perderá todo lo que ha acumulado hasta el momento? Mañana lo sabremos, ya saben, como cada día, a partir de las cinco de la tarde. Que sean felices. Buenas noches y buena suerte: que Dios bendiga a América.

Trato de calmarme. Chimo me dice que así son las cosas del directo, y que nos vemos mañana a la misma hora, que sea puntual,  insiste.
Salgo del plató y me dirijo al aparcamiento donde he dejado el coche. Mientras arranco, veo a Chimo entrando en su Austin negro. Apago el motor y salgo. Me acerco a su automóvil y doy dos golpecitos con los nudillos en la ventanilla. Él la baja. Huelo la saliva mezclada con su pelo. Ya no arquea la ceja, pero mientras me mira, sonríe falsamente, como si aún estuviese mirando a la cámara. Saco la pistola, hundo el cañón en la papada que le cuelga de la barbilla. Ahora sí que suda como un jabalí. Sonrío. Me mira, con un gesto indescifrable. Puedo oler su miedo. Disparo. Un chorro de sangre deja velado el cristal delantero. Introduzco la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y saco el sobre en cuyo interior está la pregunta que iba destinada para mí. En la radio del Austin suena "Blue Velvet". Abro el sobre. Dentro, otro sobre. Dentro del segundo sobre una cartulina y dentro de la cartulina, escrita en gruesos trazos, la pregunta:

"¿Quién escribió "La divina comedia?"
Entre dientes, y sonriendo con cierta maldad, susurro para mí:
—   ¡Dante!
Y me alejo caminando, calmado, despacito.

Chester Truman

Relatos FM

A veces es tarde



Hoy cumplo 18 años y al fin comienzo a ver la luz. He dejado los porros, las borracheras sin sentido y la delincuencia. No quiero seguir siendo un despojo humano, necesito aprender a valerme por mí mismo. Estudiaré trabajo social.

Dos años después

Francisco sube al estrado ante la mirada de satisfacción de sus padres. Han pasado muchos años de sufrimiento, pero ahora se sienten orgullosos del fruto sembrado hace dos décadas. Su hijo es trabajador social y en su diploma aparece una mención de excelencia. Trabaja en la ONG "El futuro lo escribes tú" ayudando a jóvenes con problemas de adicción.

Paco, como le conocen en el barrio, se encarga de un grupo de trece jóvenes adictos a las drogas y el alcohol. Él mejor que nadie conoce el inframundo yonki. Sabe lo que se siente cuando vas caminando por la calle del Espíritu Santo y los vecinos te miran de reojo, con asco, hasta que tuercen en la próxima esquina. Son ellos, los mismos vecinos que hace siete años le hacían carantoñas y le decían lo guapo y listo que era.

Sin embargo, a pesar de los reveses que la vida le ha dado y los que se ha buscado, Paco tiene un único propósito: guiar a los adolescentes de su grupo por el camino correcto. Para cumplir con su misión les enseñará la misma ruta que él siguió no hace mucho tiempo.

Tres meses de trabajo han bastado para que Francisco vea recompensado su esfuerzo. El Usereño saca en la portada, del 19 de octubre de 2013, a Paco y titula: "Un ángel ha caído". La entradilla de la noticia dice así:

"El trabajador social Francisco Fernández Fuentes, de 20 años, fue detenido por la policía la pasada noche como presunto autor de un delito de inducción al suicido. Según el primer informe policial, Francisco incitó a saltar desde el Puente del Romano a un grupo de trece personas. Todos murieron en el acto como consecuencia de la caída de 50 metros. Un portavoz de la ONG "El futuro lo escribes tú" ha confirmado que los trece fallecidos eran jóvenes con problemas de adicción inscritos en los programas de ayuda social de esta organización. Las víctimas participaban en la terapia impartida por el detenido dentro de la campaña para la desintoxicación de drogas y alcohol. Un vecino, testigo del suceso, declaró que el líder del grupo gritó, mientras era esposado y con una sonrisa de oreja a oreja, "al fin verán la luz, ya no son adictos, ya no son muertos vivientes, ya son libres".

En estos momentos

Son las 4:23 de la madrugada del 19 de julio de 2011. Me despierto excitado, convulsionando, no sé dónde estoy. Entre lágrimas veo borrosa una bata de tela fina, blanca y transpirable. En ella hay un sello del Hospital Universitario del Sur. Ahora me acuerdo, me caí desde un puente.

Una persona abre con brusquedad la puerta e interrumpe mis recuerdos. No le conozco, no le he visto en mi vida. Entra con seguridad acompañado de un médico. Me enseña una placa de la policía nacional y me dice: "Francisco Fernández Fuentes queda usted detenido por tráfico de drogas, robo con fuerza y tenencia ilícita de armas. Tiene derecho a guardar silencio, a tener un abogado privado o de oficio; tiene derecho a comunicarle su detención a una persona y a ser visitado por un médico, aunque esto último ya lo ha hecho". Cierro los ojos, la luz se apaga. ¡Joder! Sigo siendo el mismo yonki y delincuente de siempre.

— ¿Por qué no llegué al final del camino? —pensé a gritos. 
— Porque a veces es tarde —sentenció el inspector de policía.

Dídac Tubert

Relatos FM

ALGÚN LUGAR INVISIBLE



Me acerqué al cuarto donde se hacía la dormida con la cautela torpe de quien pretende ser descubierto. Apenas unos pasos nos separaban mientras dormíamos en aquel piso que llevábamos tantos meses compartiendo. No suelo ser muy atrevido y ella está siempre tan ausente. No fue el deseo lo que me llevó a entrar en su dormitorio, esa podría haber sido la intención hace ya un par de meses, pero no, hoy era algo que estaba por encima de aquello lo que me infligió la valentía que mi frágil espíritu necesitaba. Si acaso ella penaba por lo mismo que yo, algo que no se conoce pero se intuye, como se intuye la lágrima del que simula para no ser descubierto en toda su vulnerabilidad.
Debo decir que ni yo mismo sabía qué quería que pasara, ni podía sospechar su reacción. Pero no podía estar más sólo, solo sin ella quiero decir, podría haber permanecido feliz en soledad durante el resto de mis días de no haberla conocido. Pero existía y estaba allí, tan cerca que dolía aún más fuerte. Al entrar su mirada se acompasó al dilatar fugaz de mi pupila.
Como dos animales que se han estado observando y conocen los movimientos de su atacante. Me tumbe junto a ella sin mediar una palabra. Ella se limitó a hacerme un hueco que parecía llevar esperándome tanto tiempo como yo llevaba necesitándola.
Dos animales lamiéndose las heridas, sin más gozo que el de la presencia mutua, sin necesidades que trascendiesen los barrotes de aquella celda que era el resto de nuestra vida, de todo lo que había fuera de aquel pequeño espacio infinito. Su cuerpo lánguido me tranquilizada con el efecto sedante de las tardes de verano. Me miraba como protegiéndome de algo que nunca me contaría y era mejor así.
Creo que eso fue lo último justo antes de despertarme. De nuevo un sueño, de nuevo ella en mis noches solas. Marta había muerto hacía casi un año y aún era difícil convivir con su ausencia.
Había estado hablando con Fernando, el párroco de la iglesia de la Calle Ancha, esa a la que nunca había ido antes de la muerte de Marta. Le conté que seguía soñando con ella y me refirió con la rapidez de lo ensayado que era algo normal, que a muchos les pasaba.
Yo quería saber si él creía que quizás sueños como los de hoy no eran sueños como tales, sino visitas que ella me hacía para que me supiera seguro, para hacerme saber que desde algún lugar invisible ella me cuidaba. Fernando sonrió entonces con la ternura de un niño, recuerdo que me dijo que era posible y que estaba seguro de que ella, mi mujer, mi compañera, me veía y velaba por mí de algún modo.
Ahora vivo entre el aturdimiento buscado del día a día, ese que me salva de la locura en la que creí caer tras su desaparición y el cerrar de ojos lleno de esperanza, la misma con la que la recogía de casa de sus padres para salir, la misma con la que fuimos a las puertas de aquel ayuntamiento.
De pronto cayó un libro de la estantería del cuarto, abierto boca abajo un pequeño poemario por la página que reza unos versos de Luis García Montero:
"Como la luz de un sueño,
  que no raya en el mundo pero existe,
  así he vivido yo
  iluminando
  esa parte de ti que no conoces,
  la vida que has llevado junto a mis pensamientos..

Pirracas

Relatos FM

No le pido más



Que cuando el amor no es locura,
no es amor
(P. Calderón de la Barca)


Amiga mía:

Sí. Esta carta es para usted. Me  gustaría  poderle seguir a usted ese ritmo de pasos alegres que lleva cuando la veo caminar solita siempre por "la ruta del colesterol" , ¡qué guasa tiene la gente de aquí!. También lo llaman "la senda de los elefantes" porque en una película de Tarzán – de las de nuestro tiempo – llamaban así a un sendero que recorrían fúnebres los paquidermos viejos para ir hasta un paraje lejano a dejarse  morir. Eso ya no es guasa, es mala leche, ¿no?  porque ni yo ni usted –calculo- pensamos morirnos en los próximos años.  Usted me saluda con un gracioso giro de cabeza y un cuarto de una  sonrisa tan  tierna que a mí me da alas y yo le digo "¡ Buenos días!" y me toco la visera de la gorra a modo de saludo. Pero cuando le voy a decir alguna gracieta que la frene,  ya está usted a cien metros por lo menos y sólo la detendría con un megáfono y un grito de "¡Alto a la Guardia civil!" Pues ese trocito de sonrisa de usted,  ya me tiene cavilando toda la mañana y a la vez que me anima, me inquieta y me sacude las pelusillas del alma.

La llaman "enfermedad de los escaparates", sabe usted,  pero en realidad no tiene nada que ver con los cristales ni con el comercio ni con la decoración ni nada de nada. Parece ser que es por culpa de la falta de  riego de la sangre en los remos -  en las piernas, perdone usted -   y lo cierto es que apenas doy unos centenares de pasos me entra un dolor de los de verdad sobre todo en la pierna derecha, de la rodilla para arriba, que me obliga como mínimo a detenerme con cualquier excusa para que fluya el riego y se me calme el apuro. Y me voy parando en cada esquina, en cada semáforo y sobre todo en los escaparates para disimular. Una vez llegué con apuros a una cristalera de la avenida y me deje caer  " de manos" sobre el poyetillo con la cara cerca del cristal   fingiendo que miraba,  sin atención, con el resuello perdido. ¡ Que apuro! Las mujeres que pasaban me miraban raro, por el reflejo de la luna del escaparate las veía yo observarme un poco revueltas hasta que una comentó al pasar como si yo no la oyera "¡Mira ese menda,  la atención que le pone al género!" y  caí en que me había parado ante la vitrina de una corsetería. Di un respingo que hasta se me notó y arrastrando la pata me perdí por la primera bocacalle hasta que pude sentarme ya bien lejos de bragas y sostenes. Porque yo estaré bien jodido de las piernas, de la vista y la circulación pero "viejo verde" si que no soy.

Mi Loli de mi alma – ¡ en gloria esté! –,  que es la única compañía y conversación que soporto en estos paseos matutinos, me anima, empuja y me susurra consejos para que las ingenie para abordarla a usted porque a ella no le gusta que yo siga tan solo casi treinta años después de ...  O eso parece porque me extraña que con lo celosa que fue en vida se haya vuelto ahora tan desprendida como me dice. Quizás se siente un poco culpable por haberme dejado sólo tan joven y con una niña de trece añitos, mi Carmela. Los primeros años yo sólo tenía vida, brazos y ojos para mi hija pero luego, cuando se casó y se fue de casa, la soledad empezó a agobiarme.  Ella quería que yo me fuera a vivir con ellos  pero andaban siempre como caracoles con la casa a cuestas – Zaragoza, Mérida, Medina del Campo.. – y a mi me cuesta una barbaridad vivir lejos de esta  bahía que me dio de comer y de esta playa donde la sigo a usted cada día con los ojos sin atreverme, sin poder  darle alcance.
Usted no debe de ser de aquí. Ese acento con el que  usted  exclama "¡¡Buenos días!!" pegando un petardazo sonoro con la be y arrastrando las dos eses por  lo menos media hora cada una,  no me es común ni cercano;   además no me suena su cara y yo las tengo muy vistas a todas. No he sido mujeriego pero me gustan las hembras y las encuentro bonitas a  todas. Cuando no me llaman la atención el pelo o los ojos, aprecio una expresión,  un mohín apenas  o una manera de andar o la curva de unas caderas pero lo cierto es que siempre encuentro algo bonito en las mujeres que observo  con disimulo,  o eso creo, porque yo no soy de piropos ni de acosar.
A usted la vi por primera vez hace tres años, no se me olvida, allí junto al eucalipto grande del Castillito. Eran las ocho y trece minutos. Ese día era – hubiera sido, perdón - el cumpleaños de  mi Loli, en Abril,  y andaba yo en no sé que peleillas imaginarias con ella cuando apareció usted por detrás del chiringuito con ese chándal verde que tanto le va y su eterno libro bajo el brazo. Hasta mi mujer se dio cuenta de que se me iban detrás los ojos – "¿Te gusta, verdad, satirón?", me dijo susurró en broma -  y yo ni le contesté porque me puse en pie sin perderla de vista, me atusé nervioso el pelo y hasta creo que hice el gesto de meterme la  camisa por dentro del pantalón.  Usted no perdía detalle y cuando pasó por mi lado, sin detener la velocidad de la marcha me miró a los ojos y me lanzó un "¡¡Buenos días!!" al que apenas  pude pergeñar respuesta. Cuando pude articular un saludo claro ya estaba usted bastante lejos de mi pero creo que me oyó porque me pareció adivinar un asentimiento de cabeza. ¡Malditos nervios y maldita pierna! Mi Lola me decía  divertida"¡Síguela, hombre!" pero yo ya  la veía perderse por la parte del paseo marítimo que hace cuestecillas y sabía con seguridad que para alcanzarla antes de que se hubiera olvidado de mi saludo yo tendría que coger al menos dos taxis: uno para ir y otro para volver. Me volví a sentar aturrullado en el banco de madera con el corazón botándome un poquillo en el pecho y mi mujer, en un oído,  muerta de risa "Míralo él que parece un colegial de doce años" y me recordaba la angustia y  los nervios que pasé en el baile del Parque Calderón  para sacarla  a bailar por primera vez hacia casi medio siglo. ¡ Qué tiempos!
Desde aquel día  acudo cada mañana con la precisión de un dibujante de meridianos a verla pasar y saludarla no sea que se olvide de mí. Aunque truene o sople el Levante molestoso ahí estoy, junto al eucalipto gigante,  diez minutos antes de "nuestra cita" porque sé que a usted no hay agua ni viento que la hagan cambiar de planes. Sólo en Diciembre fallo como unas dos semanas – de Nochebuena a Reyes – porque mi hija se empeña que me vaya con ella y mis nietos a pasar las fiestas y no encuentro forma de negarme aunque de buena gana no iría.  Usted también falta  una temporada allá por mediados de septiembre pero yo sigo viniendo durante esos días por si acaso. Cuando nos reencontramos en el paseo a mi me parece que su sonrisa es  ese día un poquito más abierta y sus eses  al saludar se alargan mas de lo normal. Yo he intentado "pegar la hebra" alguna vez en esos primeros días con la excusa de la bienvenida pero  me aturrullo  y cuando me sale la primera palabra después del saludo rutinario ya se me pierde usted más allá de la segunda escalera. Este año, tras las fiestas,  probé a situarme más adelante  para ver si encontraba una ubicación más propicia y llegaba una hora antes  para que me diera tiempo a llegar al siguiente banco, a la siguiente curva o hasta el templete donde finaliza el paseo marítimo. El problema siguió igual pero pude comprobar que usted interrumpe su ruta  si el tiempo lo permite con media hora de lectura – si no fuera así, a cuento de qué iba a cargar cada día con el tocho -  justo en el último banco del paseo: se orilla usted a la derecha, junto a la retama de los gatos, y allí con el sol en la cara se sumerge en la lectura. Lo sé porque la he vigilado desde abajo, desde la playa sin atreverme a subir. Luego continúa su paseo y vuelve  a su casa por una ruta distinta y por eso no volvemos a tropezarnos. Yo, al principio,  la esperaba horas y horas hasta que me desengañé. Pero sigo sin saber dónde vive usted. Ni con quién. Pero como la veo siempre sola me la imagino viuda, lo siento.
Yo no soy de palabras de boca. Decía en vida mi Lola que la enamoraron mis cartas, que debía ser el único marinero  - después fui contramaestre y patrón de altura – que en su tiempo libre escribía a su mujer. Desde el barco, desde Cabo Blanco, desde Canarias, desde "el moro". También escribía al dictado a la familia de los demás y eso y la lectura, que también he leído lo mío,  me ha dado cierta soltura epistolar.
Ya que no puedo darle alcance caminando – esto de las piernas, me dijeron,  sólo puede ir a  igual o a peor –  y que mi lengua no es tan atrevida como mi letra, sólo me queda la posibilidad de intentar que usted lea esta carta y se decida a regresar por una vez por el mismo camino que vino y, tal vez, si usted no tiene compromiso u otra cosa que hacer,  acceda a sentarse un rato junto al hombre que lleva saludándola con la gorra y  el corazón desde hace más de tres años. No le pido más que eso, unos minutos de conversación bajo la sombra de un eucalipto. Le propongo compartir nuestras soledades y dejar que el tiempo diga si puede haber algo más. Para ello me he  levantado temprano y  he dejado esta carta entre las maderas del banco verde en el que usted se sienta hoy. Seguro que la verá y que sabrá quién soy. Si no la encuentra y no la lee hoy, fíjese que día más señalado, será que no está de Dios  que lo haga., pero mañana por la mañana iré a mirar si la carta sigue allí y si se ha estropeado o me la han robado, pondré otra. Soy tímido pero cabezota. Además, la Loli no me dejará en paz mientras no lo consiga. 
Con el mayor respeto y la más grande esperanza- no locura -  reciba un cordial saludo de

Chano.( El hombre de la gorra)
14 de Febrero de 2012.

PD: Si lo de usted es sólo cortesía, si a usted no le apetece hablar conmigo ni mañana ni ningún otro día – que Dios no lo quiera – bastará con que me retire el saludo uno o dos días. Mi gorra, mi corazón y yo entenderemos y nos buscaremos otro eucalipto fuera de su ruta para descansar.

Tazacorte

Relatos FM

¿Qué hemos vivido por encima de qué?



   La perversidad viste de traje y corbata. Yo llevo una toalla anudada a la cintura. Tú luces un albornoz descuidado. Una asimetría inversa sucede con los sueños. ¿Fuimos jóvenes? Perseguíamos una vida apacible, unos empleos estables y un hogar colmado de travesuras.
   Hubo otro tiempo en que nuestras aspiraciones eran otras. Los bailes, la arena en los tobillos, nuestras carcajadas. ¿Te acuerdas? ¡Qué preguntas hago! Claro que te acuerdas. Te hablo de nuestra juventud. Aunque resulta que fueron nuestros mejores años, a veces pienso que nunca fuimos realmente jóvenes. Nos obsesionamos con que nadie nos hiriese jamás. Tardamos en desenterrar la raíz de aquella filosofía. Sólo podíamos evitar el daño que nos hacíamos el uno al otro y cada uno a sí mismo. No te sientas responsable. Nos dejaron concebir ilusiones que no podíamos asumir. ¿Somos copartícipes de nuestros anhelos rotos?
   No somos culpables. Es la malicia trajeada y sus privilegios indebidos. ¿Trajeada? Yo también llevaba traje. ¿Lo recuerdas? Mi uniforme era el de ellos, pero nunca pertenecí a su grupo. El estilo de mi corbata siempre desentonó. Era nuestro pequeño acto de rebeldía. Tú elegías los colores.
   Escúchame, por favor. No saltes. Tienen su legalidad cruel. Se apropiarán de nuestras últimas miserias. Debe, sin embargo, haber algo y lo quiero descubrir contigo. Sé que hay algo. ¡No saltes!
   De repente, con todo patas arriba, abandonas tu arrebato suicida. Nos abrazamos. Respiramos un mismo alivio. No lo vuelvas a hacer, te reprochan con tono paternalista. Son los mismos que nos inculpan. ¡Qué cinismo! ¿Qué hemos vivido por encima de qué? Son los que nos han asaltado mientras nos duchábamos en nuestra propia casa. ¿Quién se creerán para recriminarte nada? ¡Malditos cretinos! No lo vuelvas a hacer, te susurro al oído.
   Seguimos juntos, pero nada de esto impide que nos desahucien. Su burbuja. Sus reglas.

Juanito Achak

Relatos FM

¿GALLEGUITA, HAS PODIDO OLVIDARME?



Estaba rodeado de soledad en mi departamento de Buenos Aires con vista al parque, cuando repentinamente pensé en volver a ver a la galleguita, al leer en Internet las bases de un concurso de relatos de amor. Era promocionado por una Agencia de Turismo cuyo premio para los extranjeros, consistía en un pasaje de ida y vuelta a España, para los tres cuentos seleccionados como ganadores.
La galleguita era el apodo que le habíamos puesto los muchachos que vivíamos cerca de ese parque, a una simpática chica con la cual yo había tenido un corto, pero fogoso romance de adolescente. Sin embargo, su recuerdo, a pesar de haber pasado tantos años, era parte de una melodía que todavía fluía en torno de mí.
En realidad, había sido una relación fugaz, porque en cuestión de días había partido para radicarse con su familia a España. En la despedida me prometió llorando que me escribiría cuando llegara allá, pero nunca más supe de ella. Había sido un amigo de aquella época de mi juventud, que se había dedicado con bastante éxito a la escritura, el que me había revelado hacía sólo unos días que la galleguita era nada menos que una muy popular y renombrada escritora española.
Yo sin saberlo, había leído algunos de sus libros e inmediatamente ese mismo día, ingresé en Internet para conocer algunos datos de ella. Allí vi varias de sus fotos actuales, donde si bien los años habían pasado dejando algunas huellas, seguía teniendo todavía aquellos rasgos atractivos de su juventud, que tanto me apasionaban. No encontré indicios de alguna relación con nadie, más allá de las fotos con sus colegas y premios recibidos por su exitosa obra literaria. Fue allí cuando me enteré de ese concurso de cuentos de amor, donde formaba parte de los miembros del Jurado y ello me alegró muchísimo, incentivándome a participar en ese concurso literario.
Como sólo soy un escritor aficionado, al principio se me ocurrió recurrir a mi amigo para que me ayudara a redactar el cuento. Pero esa idea la deseché inmediatamente, porque comprendí que eso sería una falta total de ética.
Por lo tanto, me dediqué con mis limitaciones, pero con mucho fervor, a escribir un relato de amor para ese evento, con el objetivo de lograr llamarle la atención a la galleguita.
Pensaba que si lograra que me recordara, seguramente lo seleccionaría para que yo pueda viajar y de esa manera, nuevamente nos volveríamos a ver. Ello me daría la loca posibilidad de reanudar aquel romance trunco que tanto ansiaba en mi vida solitaria.   
Se me había ocurrido una idea genial para llamar su atención. Mi relato rememoraría el anochecer de aquel cálido domingo de primavera, cuando fuimos a pasear por el parque, bajo un decorado de árboles con aroma a eucaliptos. En esa tenue oscuridad, nos sentíamos como flotando en el deseo, mientras nos inspiraban las mudas representaciones de erotismo de las parejas que surgían solitarias ante nuestros ojos, bastante alejadas de los focos de alumbrado.
Esa noche en un banco olvidado entre las penumbras y bajo la luz de la luna, habíamos tenido una relación pasional que yo jamás en mi vida la podría olvidar y pensaba que ella tampoco, porque para ambos, había sido la primera vez.
Después de redactarlo, estuve estudiando detenidamente como podría hacer para que entre tantos cuentos presentados, ella me recordara inmediatamente  y fijara su mirada en él.  Entonces, después de pensarlo muy bien le puse de título: ¿Galleguita, has podido olvidarme? y para rematarlo, de seudónimo utilicé directamente mi nombre de pila.
Luego de terminarlo, con mucha satisfacción remití el cuento por mail de acuerdo a las bases del concurso. Estaba confiado que cuando ella leyera ese relato de amor, recordaría todo aquello y la impactaría. Por otra parte, estaba plenamente convencido que el cuento no era del todo malo, porque con las palabras había resucitado al redactarlo, todo mi corazón ardiente de aquella época.
La incertidumbre de la espera del fallo me carcomía el alma y la duda me hacía preguntar que pensaría ella. Me desvelaba el pensar que significado tendría aquel recuerdo de nuestra juventud y que emociones pasarían por su espíritu cuando transitara silenciosamente la lectura de aquel cuento. ¿Me vería a mí, como yo la veía a ella en el recuerdo después de tantos años?
Cuando observaba el parque desde mi departamento, tenía la impresión de ser perseguido por una infinidad de sensaciones invisibles que incansablemente me rondaban, acechaban y perturbaban. ¿Querría ella seleccionar mi cuento para que yo viaje a España a reencontrarme con ella?
Para agravar mi angustia me enteré por Internet que los organizadores del certamen, habían informado que el fallo se postergaba treinta días, debido a la enorme cantidad de cuentos recibidos.
Al mes siguiente tenía más ansiedad que nunca de enterarme del resultado y por fin, en el portal de las noticias literarias logré conocer el acta del concurso. Fue allí que estupefacto, pude verificar fehacientemente que mi cuento no figuraba ni entre los tres premiados, ni mencionado tampoco en la lista de los veinte preseleccionados.
En ese estado de abatimiento y depresión fui a ver mi amigo escritor, con la esperanza que él con su experiencia, encontrara una respuesta. Le mostré el cuento explicándole en detalle toda la historia de lo ocurrido.
Mi amigo lo leyó con mucho detenimiento y me ratificó que realmente el cuento era muy bueno, pero luego de leer las bases del certamen, sonriendo me señaló un pequeño detalle que yo no había tenido en cuenta. Evidentemente yo no estaba al tanto de los chimentos sobre los escritores famosos y seguramente esa habría sido la causa de aquella indiferencia.
Entre los miembros del Jurado estaba también designada la pareja de la galleguita, que era una joven y bella escritora española, muy conocida en el ambiente literario, de la que ella estaba completamente enamorada.

Aliver

Relatos FM

La nueva pira



Se ha regado por todo el mundo a través de voces la situación en la que hemos caído, es una vergüenza que un país europeo como el mío vea tanta desgracias. Es un rasgar de túnicas antiguas cuya belleza alguna vez sus dueños creyeron eterna. Duele más por la falta de costumbre, en los países tercermundistas al menos viven ya casi como tradición en la inmundicia sobre la que se revuelcan. Yo por mi parte estoy bien. No me quejo. Tengo trabajo y mi nivel de vida es prácticamente el mismo de siempre, por mala fortuna no para todos es así. Con esta crisis he visto a muchos de mis conocidos tocar fondo, pierden sus casas y pelean por conseguir lo más básico, en especial, comida. No sé que hacer frente a esto, nadie puede hacer nada. ¿Cierto?
¡Maldito día de perros! En la planta nos despidieron a casi todos, antes del recorte se sumaban casi cuarenta empleados en la compañía, ahora solo quedan cinco, cinco personas realizarán el trabajo que hasta ayer hacíamos treinta y ocho personas. Sé que la situación anda mal. Confió sin embargo en encontrar trabajo pronto, no soy selectivo en exceso, me acomodo en cualquier lugar, eso me facilita mucho las cosas. Me dan risa los ilusos que salen a cazar el puesto de presidente, deberían darse cuenta que hay ciertas cosas imposibles en la realidad. No tardaré más de uno o dos meses en encontrar algo estoy seguro, ya he visto los clasificados y trabajo si hay, no sé porque tantos se quejan por el desempleo.
Casi seis meses sin trabajar, al principio mis conocidos, amigos y familia me apoyaban mucho, traían comida a mi despensa, palabras de consuelo a mis oídos incluso algo de dinero a mis bolsillos. Ya no más. Se alejaron en pasos pequeños, sin darme la espalda, empezaron a caminar hacia atrás hasta alejarse de mí por completo, así las visitas se hicieron cada vez más esporádicas, las ayudas más y más minúsculas, hasta que cesaron de manera definitiva, se cansaron de ayudarme o quizá no pudieron seguirlo haciendo. Tampoco son ricos, pero creo que están bien y eso es ya tranquilizador. Sirve un poco, sirve de algo, aunque no a mí. No me queda remedio, hoy voy a entregar la casa al dueño, sino me desalojaría. Prefiero salirme por mi propio pie. No puedo pagar la renta, me es imposible. Me da tanto miedo y sobre todo vergüenza.
Han pasado apenas tres meses, tres meses de hacer de la calle mi hogar. Vendí mis muebles y el dinero me sirvió para sobrevivir por un tiempo pero muy poco. Fui encontrando a otros como yo. Vamos en aumento. Pululamos en las avenidas y callejones, arrastrando mugre y recuerdos, nos vemos y reconocemos, nos reunimos y casi no hablamos pero sufrimos, en ello estamos todos de acuerdo. Hemos formado una especie de asociación. No, no es asociación, nosotros no somos como ellos, somos una hermandad. Y ahora hemos de demostrar de lo que estamos hechos. Nada hay que perder, excepto la desesperación. Ya no me duele el orgullo porque en el proceso de mi aniquilamiento dentro de la sociedad lo perdí. Nada me ata. Ni nadie. Si los demás me han olvidado no he de ser yo quien habrá de recordarlos. Perdido. En medio de los míos me voy, sin pena ni dolor. Ya no siento nada. Si el infierno existe, en él he vivido yo.
En la plaza principal de la capital del país, se vio llegar por cada calle de acceso a  pequeños grupos de hombres, parecían sucias hormigas, era domingo por la tarde y se congregaron tres mil ciento cuarenta y nueve vagabundos, a la salida de misa de las siete cada uno de ellos se apretó más al lado de su vecino, formaron un solo cuerpo, el cuerpo se mojo entero con gasolina y se prendió fuego. Las llamas amarillas subían con lentitud al cielo, aquellos pobres se retorcían perdidos en muecas de dolor, se transformaron en un enjambre de gusanos inseparable, los observadores eran incapaces de desviar la mirada llena de terror y asco hacia otro lado. El humo se levanto al vuelo llevando consigo el olor a carne chamuscada. Tal vez en lo alto de las montañas lejanas un ama de casa supusiera que alguien cocinaba un puerco o lo medio cocinaba. No tardo en reunirse a los espectadores un batallón enorme de la policía, sus órdenes eran muy claras, levantar los cuerpos, lavar los pisos y aquí no ha pasado nada. La aclaración que hicieron a los transeúntes y pocos medios que presenciaron el acto sobraba, de todas maneras la hicieron, gritaron muy claro a todos, su fría seguridad en mano: Señores, nadie sabe nada. Y nadie lo supo, en efecto.   

Llanto

Relatos FM

El encargo


                                                                                                     
Despiertas sobresaltado,  lleno de dolor, con las sábanas mojadas, erecto como el obelisco de Marianao. Entonces recuerdas que es el sueño de siempre, donde sales corriendo de un callejón y sangras de una herida en el hombro. Sin armas para defenderte. Cruzas la calle sin mirar los autos y te lanzas por la entrada de un restaurante momentos antes de que tres disparos mellen la puerta principal, la misma por la que acabas de salir volando hacia el otro lado. Caes delante de la rubia del traje rojo, imponente con su cuerpo, su pelo, sus ojos. Te quedas babeado, sin quitarle la vista a sus piernas difíciles. Te levantas atropellándole los zapatos. Hechas una ojeada a la calle y la encuentras vacía, demasiado sospechosa.
La rubia extiende su mano y la tomas, comienzas a sentir una pequeña erección que los pantalones no van a resistir. La acompañas desconfiado, hay tres tipos cayéndote atrás por un motivo que no conoces. Te arrastra hacia lo que parece ser la bodega del restaurante, no logras entender, ni siquiera cuando te besa mientras se acomoda en un barril con las piernas abiertas que tus manos sudadas, temblorosas, tratan de tocar. Disparos y gritos estallan en el salón cuando ya los dedos se inundan de humedad. La miras con ojos de bestia asustada, aguantando las ganas de morderla y vuelves a correr.
Entras por una puerta que nunca has visto y de nuevo en la calle. Subes las escaleras de un edificio donde en las noches de domingo hay un departamento que siempre tiene la luz encendida. Llegas hasta el y no te da tiempo a abrir la puerta, los extraños ya estaban esperándote. Disparan desesperados por el odio y caes con el cuerpo adolorido, baleado. Sientes que una mano cercana palpa la frialdad de tus huesos, pero...
Despiertas sobresaltado, lleno de dolor, con las sábanas mojadas, erecto como el obelisco de Marianao. Dejas caer los pies en la frialdad del suelo, te levantas, caminas descalzo por la habitación y prendes la radio por esa obscena manía de esperar alguna noticia. Vas hasta la cocina a preparar café, y mientras se esfuma de la cabeza esa pesadilla de la que eres victima hace algún tiempo, recuerdas que hoy llega el encargo que pediste en aquella tienda de juguetes. Esa tienda que desde entonces todos los días te ha hecho saber que estas lejos de tu tierra.
La señora que atendía aquella mañana preguntó si te sucedía algo, y le dijiste que no, sin mirarla, sin percibir el perfume que llevaba puesto. Escribiste los datos de tu encargo en un papel que revisaste mil veces para no perder ningún detalle. Te aseguraste de que podían cumplir con lo que pedías y esperaste con mucha paciencia.
Hoy en la cancha va a rodar el balón, las gradas repletas, los cánticos, y tú aquí de suplente. No podías cambiar el turno de trabajo sin antes tener que aguantar la rabieta de tu jefe. El encargo debe llegar antes de irte a trabajar, así que estiras las piernas y sacudes los huesos. Escuchas en la radio que en el norte de Japón hubo un terremoto, pero no percibes los detalles, al fin de cuentas no estás allá, debajo de las piedras con el cuerpo destrozado, esa no fue la realidad que te tocó vivir. Terminas el café tratando de imaginar la emoción que sentirás cuando abras el paquete. Reunirte con tus amigos es la única ilusión que has tenido desde que llegaste a este país, eso y el fútbol. Una pasión que no viste llegar. De buenas a primeras te encontraste en el bar de la esquina viendo los partidos junto a los demás y llorando y sufriendo las derrotas, también junto a los demás. Y justo ahora que el equipo te necesita, que tiene posibilidades de ganar la liga, tienes que irte a trabajar.
Tu situación ya no tiene arreglo, así que te vas al baño a cepillarte los dientes. Examinas tu vieja sonrisa y notas que la has perdido un poco, pero estas seguro que cuando aparezcan tus amigos por esa puerta, las cosas van a cambiar. En realidad los extrañas mucho. Hace más de un año que saliste de Cuba para llegar acá, y no te ha ido mal, pero eres un hombre acostumbrado a irte de parranda la noche entera y beber cerveza hasta el cansancio, y sobre todo ligado a la compañía de esos amigos que ya están por llegar. Por eso te apuras. Te queda muy poco tiempo antes de irte a trabajar. Así  que vas al armario y encuentras una camada de trajes, todos oscuros. Los observas con seriedad y al final coges cualquiera. Te cambias despacio, sin notar la gran diferencia que existe entre un traje Armani y tú uniforme de guardia de seguridad.
En la cacha el juego ya debe haber comenzado. Tienes ganas de encender la radio  pero hace tiempo juraste que cada vez que no pudieras ir a la Bombonera, bajo ninguna circunstancia, ibas a conocer el resultado hasta que repitieran el partido en la televisión. Para vivirlo como si fuera en vivo, para llorar cuando las cámaras enfocaran a la hinchada desbordada en el graderío, y gritarle culero al árbitro.
Te pones la camisa. La abrochas hasta el final. Lo piensas varios segundos y la desabotonas lo suficiente para que se vea la camiseta azul y amarilla. La del club que aprendiste a amar desde que llegaste.   
Miras el reloj de la pared, sabes que estas atrasado y el encargo que pediste aun no llega. No puedes seguir esperando por más tiempo. Quieres aguantar unos minutos por si puedes ver a tus amigos antes de irte a trabajar, pero no das más con la desesperación, ni con ese reloj que está a punto de convertirse en una mina antipersonal a medida que avanzan las manecillas. Te cagas en la madre de la encargada de la tienda, ella te había asegurado que el encargo iba a llegar temprano, que tus amigos estarían plásticos y sonrientes en la puerta de tu casa para recordarte desde ese momento, aquellos tiempos cuando estabas en Cuba y todo era difícil.
No vas a esperar más. A menos que quieras quedarte en el paro, tienes que salir corriendo para el trabajo. Ya se te hizo tarde y no podrás ver a tus amigos, ese encargo que tuviste que pagar a plazos, con negocios inventados y personas peligrosas. Lo único que sabes es que va a valer la pena. Por eso cierras la puerta y sales de la casa.

La calle está completamente vacía. Las tiendas tienen colgados en sus vidrieras los carteles: Estamos para la cancha. Hoy ruge la  12... Caminas apurado. De vez en cuando te llega el sonido lejano de la transmisión del partido pero no logras a escuchar bien. Te quedan pocos minutos. Tu jefe no va a perdonar esta tardanza. Echas a correr a la misma velocidad con que lo hacía el Tigre de la Malasia. Hasta que llegas a una calle que solo existe en ese sueño que te ha estado estremeciendo todos los días, y sientes un escalofrío que te recorre el cuerpo, como si fuera un camión despachurrándote las piernas.
Aprietas el paso y no quieres mirar atrás, sabes por culpa de ese sueño de *****, que hay tres tipos vestidos de negro persiguiéndote. Quieren acabar con esa pequeña llama que a veces no cabe en tu pecho. Entras al restaurante apurado por los disparos. Pasas de largo a la rubia del traje rojo que siempre te espera con las piernas abiertas. Tu solo quieres correr, abrazar a esos amigos que extrañas hasta para ir a mear. Llegar al trabajo. Y las circunstancias no lo permiten, porque llegas a la entrada de ese maldito edificio. La única salida posible. Y vuelve a suceder. Los tres tipos disparan antes de que abras la puerta. Caes. Entonces  vuelves a sentir una  mano fría que entra en tu carne...
Despiertas sobresaltado, lleno de dolor, con las sábanas mojadas, erecto como el obelisco de Marianao. Solo que ahora, mientras aguantas la esquizofrenia con que suena el despertador, entre las lágrimas, el sudor y el semen derramado, recuerdas que es el sueño de siempre, y después de que este se disipa, también recuerdas que hoy llegan tus amigos en el encargo que pediste unas semanas atrás en aquella tienda de juguetes.

TITAN