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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

Recuerdos...


Parece increíble o una historia de esas que se inventan para sorprender a alguien, pero el caso de Alexander Bont Hagith, sorprende porque todos los seres humanos de alguna manera tememos pasar por lo que paso este hombre.
Un día como muchos de los que estaban destinados a visitar el medico por sus frecuentes afecciones gastrointestinales, terminaba en un exitoso examen más que descartaba una enfermedad, sin embargo, Alexander seguía empeorando cada día más, de pronto las medicinas calmaban sus dolores y frecuentes vómitos, pero en tres días volvían con más ímpetu sobre el desgastado cuerpo de Alexander, que con solo 39 años ya parecía un hombre de 60, encorvado y cada día más delgado que le daban una apariencia lastimosa y famélica.
Poco a poco fue perdiendo el apetito sin importar todos los cuidados que su esposa quisiera darle, ya su cuerpo no aguantaba la mínima grasa u exceso de carbohidratos, ya no era el hombre que comía todo tipo de cosas  hasta parecer un carroñero.
Poco a poco fue perdiendo la alegría que todos creían conocerle, ya su hija  y su familia parecían estorbarle, dejo de hablar y de contar cuentos como solía hacerlo a sus sobrinos más pequeños, se convirtió entonces en un hombre casi ermitaño dedicado al trabajo y a su enfermedad cuando lo aquejaba demasiado.
Un día de los tantos que paso enfermo tratando de parecer normal;  En plena reunión familiar miro a todos sin hablar, como si le parecieran extraños y se despidió en el tono menos formal, diciéndole a su esposa que lo acompañaba que por favor se fueran de lugar, todos los presentes se miraron con extrañeza y murmuraron "cada día está peor".
Al día siguiente regreso de su trabajo muy temprano y le dijo a su hija que por favor lo acompañara al hospital pues se sentía muy mal.
Ya en el lugar, la doctora empezó a preguntarle sobre su acompañante y dijo que no la conocía, la doctora le tomo el pulso, la temperatura y todo parecía normal, salió del consultorio y llamo a la mujer que lo acompañaba, entro de nuevo al lugar y mando hacer exámenes de todo tipo. Dos horas más tarde fue internado mientras se establecía que era lo que le estaba afectando.
Su esposa llego a visitarlo y este le confeso que no conocía a la joven que lo estaba acompañado, su esposa ahogo el llanto cuando escucho la confesión,  en ese momento entro la doctora con los resultados de los exámenes, y dio la nefasta noticia, el hombre tenía un tumor en su cabeza que lo estaba acabando lentamente, la mujer se abrazó a Alexander que estaba totalmente  descompuesto y  trataron de darse valor, aunque él sentía estar abrazado a un extraña  ella lo hacía como si fuera la última vez que fuera ver a su amor.
En medio del llanto el hombre le dijo a la mujer ¿Y usted quién es?, la doctora trato de mediar en la situación y de explicarle como si fuera un niño ¡Ella es su esposa! El hombre por más que trato de recordarla, no lo logro y se echó a llorar cada vez más frustrado.
La doctora trato de explicarle a la pareja que la masa podría estar afectando la zona de memoria, pero que con un tratamiento largo podría ir recuperando sus recuerdos.
Ahora Alexander Bont Hagith, era un cuerpo desgastado lleno de enfermedades y un cascaron sin recuerdos. 
Se hicieron muchos exámenes y resonancias con el fin de encontrar una solución para Alexander, mientras tanto el hombre seguía sin recordar y  su esposa lloraba inconteniblemente al verlo en tal situación, sabiendo que no recordaba ni a su hija y mucho menos su gran amor.
La doctora llamo a la mujer y le explico el avanzado estado del tumor y la relación con la memoria, le planteo una solución que podría ser contraproducente sobre todo para ella, en la operación podría quedar alterada la zona de la memoria, es decir, Alexander podría levantarse y no recordar algunas cosas o personas, la única diferencia con el hombre que estaba ahora en una camilla, es que después de la operación, tendría otra posibilidad de vida.
La mujer lloro tímidamente y tratando de calmarse, se limpió las lágrimas de su cara,  y sin pensarlo, dio su autorización para hacer la intervención,  la doctora le pregunto si estaba segura y ella le respondió que nunca antes había estado tan segura de algo; La doctora un poco extrañada le pregunto si es que no le importaba, y la mujer tratando de ser fuerte, le dijo que prefería verlo sano y feliz a seguir con el  hombre que no conocía hace varios meses, un autómata poseído por una masa, que al final terminaría con su vida. 
La mujer se despidió de Alexander, este vez si podía ser la última vez que lo viera, lo abrazo aun sabiendo que él no sentía lo mismo que ella, pero sabía que no era su culpa, que en alguna parte habían quedado todos los recuerdos y era eso lo que ella anhelaba recuperar.
Durante la cirugía Alexander tuvo un paro cardiaco del que salió ileso, cuando termino el procedimiento Alexander pregunto por la mujer que lo acompañaba antes de entrar a cirugía aun sin recordar que era su mujer; El cirujano le entrego una carta y la empezó a leer:
Querido Alexander por si el procedimiento no sale como esperaba, me retiro de la arena, prefiriendo no estar para ver tu cara de desconcierto al ver esta mujer que paso los últimos 30 años a tu lado, acompañándote hasta en las peticiones más oscuras, sabrás de sobra aunque no lo sientas que te amé y me amaste y que fruto de ello tenemos una hermosa hija que estará pendiente de ti, yo también lo hare de lejos con la esperanza de que te enamores de mi aun sin recordarme. Si todo sale como espero, estaré en casa esperándote con una deliciosa cena, sino es así estaré tratando de olvidarte sin un tumor en la cabeza.
Alexander termino de leer la carta y derramo un par de lágrimas, vio como los labios del cirujano que estaba a su lado se movían en señal de que le estaba diciendo algo, pero Alexander no oía, el cirujano seguía hablando pero Alexander se veía aturdido, ¡No oigo! le dijo al cirujano, este lo vio con preocupación.
Alexander entro en una crisis depresiva pos traumática, no quiso hablar, parecía un ente, la cirugía físicamente parecía ser un éxito pero Alexander no respondía a ningún estímulo, el cirujano le paso un par de hojas y un esfero para que se comunicara, pero pasaron varios días sin que Alexander siquiera los mirara, una noche tomo fuerzas para escribir: "Como quiere que escriba, sino escucho, como quiere que escuche si ella se ha ido"
Al día siguiente su hija encontró la nota,  suspiro de tranquilidad y le dijo a Alexander que  ahora su madre tendría una razón para regresar, Alexander esbozo una sonrisa al oírla nombrar, parecía que era lo único que necesitaba escuchar.

Gessel

Relatos FM

EL JOVEN Y EL ANCIANO
                                                 
                                       
Érase un joven al cual los ancianos irritaban mucho.
Cierto día, tras pasar horas intentando cazar una buena presa y harto de tantearla sin conseguirlo, se sentó sobre una piedra, a la orilla del camino, para recobrar las fuerzas perdidas en tan baldío intento.
   De improviso, un anciano, que por allí pasaba, le saludó, preguntándole:
-   Buenos días, hijo mío, te siento cansado. ¿Cómo puedo ayudarte?
El joven le respondió en tono airado:
- No se ofenda, señor; mas no creo que pueda ayudarme a cobrar una sola pieza de caza.
Dicho esto, se levantó para, adusto, continuar su andadura.
Pasado un tiempo, el joven se encontró frente a una encrucijada. Optó por sentarse en una piedra, a la orilla del camino, y meditar.
   Estaba tan inmerso en sus pensamientos que no vio acercase al anciano. Éste le repitió la pregunta que ya le hiciera anteriormente:
-   Hijo mío, te veo compungido. ¿Cómo puedo ayudarte?
El joven, sin poder contener su enojo, contestó:
- No se ofenda, señor; pero su mente no estará lúcida, ni despejada. Por consiguiente, no creo que pueda ayudarme a tomar una decisión correcta.
Dicho esto, contrariado, se levantó de su asiento para seguir su andadura.
Corriendo el tiempo, el joven que, habiéndose dejado llevar por sus irreflexivos impulsos, malgastó el dinero que su padre le había dejado en herencia, una tarde de otoño, apesadumbrado y arrepentido, se sentó en una piedra, a la orilla del camino.
El mismo anciano, conmovido ante el sufrimiento del muchacho, le dijo:
- Hijo mío, te siento muy afligido. ¿Cómo puedo ayudarte?
   - No se ofenda, señor; mas, dada su avanzada edad, no creo sea la persona idónea para darme el consejo que resuelva mis problemas.
   El anciano, sin molestarse por las zahirientes palabras, manifestó:
-   Es verdad que soy viejo, pero no incapaz de prestarte ayuda.
El joven continuó expresando su opinión:
- ¿Es que no se da cuenta que es demasiado mayor para que pueda servir de algo? Estoy cansado de que siempre crea tener solución a mis cuitas.
El anciano miró con dulzura al muchacho, y dijo:
- Hijo mío, creo que no te escuchas cuando hablas; de lo contrario, serías más atento y ecuánime. En efecto, mis reflejos han mermado y mi vista perdió agudeza visual; en consecuencia, mis movimientos son más torpes. Mas no por eso soy ser inservible. Con el paso de los años, he aprendido a obrar con reflexivo, a mirar con los ojos del corazón, habiendo llegado a adquirir esa experiencia que solo la vida intensa confiere. Estas facultades son las que poseo, las cuales pongo a tu disposición, aunque tu desmedida arrogancia las desprecie. Recuerda que, algún día, si consigues alcanzar una longeva existencia, tú también te harás viejo y, al igual que yo, desearás compartir tan rico tesoro con el prójimo.
El joven, avergonzado, comprendió que solo una persona necia despreciaría la sabiduría que el buen hombre le ofrecía desinteresadamente.

Cenicienta

Relatos FM

El duende de mi madre


   Según me contó mi madre, que había nacido en 1910, en su época de niña todas las casas tenían un duende y esos duendes fueron los fugitivos de las guerra de los duendes, desertores o vencidos, que buscaron refugio, encerrándose en las casas para no salir nunca. Primero estuvieron aletargados, muy inactivos para  que los buscadores de duendes (humanos o congéneres) no los encontrasen, pero luego de algunos años comenzaron con sus fechorías en el radio de acción de las casas, los galpones, los corrales y el cerco aledaño de maíz o de caña de azúcar.
   Mi madre tenía una particularidad que tal vez haya sido heredada de sus ancestros, ella presentía la muerte. Casi siempre era de alguien cercano porque lo veía aparecer a deshora de la noche hablándole y despidiéndose. Ese contacto sobrenatural la hacía propensa a muchas supersticiones, pero a pesar de esto, era muy religiosa y de vez en cuando asistía a los oficios en la iglesia del pueblo pero no siempre.
   Medio en broma, medio en serio, ella decía que tenía un duende, y aclaraba seguidamente que cuando se levantaba ya tenía su fuego de leña hecho y la pava humeante para desayunar y poder empezar el día. Pero habíamos tomado esto como una frase hecha, que ella utilizaba, para respaldar su capacidad de hacer y hacer, de andar y andar, todo el santo día. Ella tenía la costumbre de hablar sola, eso creímos durante mucho tiempo pero en realidad ella hablaba con su duende. ¿Cuándo nos enteramos? Cuándo oímos la voz que salía de un rincón, de un cesto de mazorcas de maíz esperando para ser desgranadas a mano. No pudimos verlo pero lo oímos. A partir de ese momento supimos que nuestra madre no hablaba sola que tenía un interlocutor en todos sus quehaceres, que era verdad que ella tenía un duende. Pero el duende nos descubrió tratando de escuchar y nunca más lo oímos, sabíamos que se callaba cada vez que llegábamos, que se daba cuenta cuando llevábamos horas escondidos, que nuestra madre cambiaba de conversación cuando aparecíamos y seguía hablándonos a nosotros, como si los interlocutores habíamos sido nosotros desde hacía un rato largo.
Mi madre siguió presintiendo cosas y su presentimiento era más amplio pudiendo decir además del nombre, el día, la hora y el motivo de aquel anuncio de muerte que llegaba interrumpiendo la apacible lentitud del pueblo. Después pasó de presentir muertes a adivinar cosas. Lo que nunca pudimos averiguar es aquello de dónde le provenía ese don o simplemente se lo soplaba el duende.
Creo que ella no se hubiese atrevido a confesar que su conocimiento del futuro le venía de un duende. El duende de mi madre andaba por toda la casa haciendo de las suyas, un poco nos habíamos acostumbrado a tenerlo y a sus picardías,  a veces subidas de tono. Mi madre lo veía y conversaba siempre con él, éste le hacía ciertas tareas y por eso estaba siempre contenta porque gran parte de sus quehaceres eran realizados mágicamente y a la perfección, excepto cocinar. Porque mi madre no dejaba que nadie tocara las cosas de su cocina, ni siquiera el mismo duende.
Mucho tiempo después que ocurrieran estas cosas, me dijeron por ahí que el padre de mi madre, es decir mi abuelo, cortó el árbol del duende del monte para hacer la cuna de mi madre. Dejó secar el tronco, cortó las tablas e hizo la cuna, el duende había vagado por todas partes hasta que estuvo hecha, entonces se estableció debajo de la cuna y es desde entonces el duende de mi madre. Nadie sabe porqué mi madre tenía un duende propio, pero su vida fue siempre feliz, tenía un interlocutor valido para sus largas charlas y comentarios, además seguro que el duende le daba ciertas soluciones a sus planteos entre los cuales se encontraba el vaticinio de cosas que de por si ya era algo de no creer, algo maravilloso. Muchas de esas cosas raras de mi madre eran difíciles de convencerse que las pudiese haber hecho por si sola. Mi madre había dejado de presentir las muertes queridas, de sus parientes y amigos y vecinos, para predecir la muerte de personas poco conocidas o accidentes que seguro iban a ocurrir. Hubo un tiempo en que se hizo muy famosa porque según decía mi tía Catalina, que mi madre fue la responsable de muchos matrimonios porque auguraba hijos, trabajo, y aquellos que no le hicieron caso cayeron en la crueldad del vaticinio como fue el caso de Efraín Jiménez y la Herminia Frías.

-       Tendrán un hijo rubio, muy bueno, hermoso, pero que les hará doler     
               el alma – les dijo –
-   Pero doña...
-   No, no hay forma de cambiar el destino, es imposible, yo solamente veo las cosas, no soy responsable de ellas, por favor, tienen que creer que es así – y les respondía eso, sin agregar más que les diese algo de esperanza-
-   Qué se habrá creído esa vieja, pensará que no nos juntaremos por eso – y se fueron mascullando su ira por el camino de tierra-

Así ocurría siempre. Y todo el mundo sabe en el pueblo lo que pasó con ellos, se casaron, tuvieron el hijo, creció, era hermoso, pero cuando tuvo la edad de hablar, no habló ni escuchó. Miraba el infinito del cielo, perdido en su grave inconsciencia. Y así fue, esos padres se hundieron en el dolor sin límites de no poder hacer nada, y no tuvieron más hijos, ella se fue para siempre abandonando al padre y al hijo. El se perdió en los montes para no regresar nunca, nadie volvió a verlos, dicen que allí están viviendo como pueden. Desde ese caso todo el mundo que llegaba le hacía caso al extremo y no se casaban si había alguna advertencia. Pero acudían a ella muy pocos porque le tenían miedo. 
Cuando mi madre amasaba pan, éste leudaba más rápido y podía amasar varias veces y en mucha cantidad. El horno ardía temprano y cuando intentábamos llegar para ayudarle ya estaba sacando la primera horneada. Era evidente que recibía ayuda de su duende. Mi madre nunca tuvo quién le ayudase en sus tareas, hacía sola los diversos menesteres de una casa de campo. Aparentemente al duende le gustaba más colaborar en la preparación de los dulces, tarea ésta que era muy lenta y en sus manos se hacían muy rápidamente tales como pelar duraznos o membrillos o cuidar las mermeladas de higos y naranjas. Todo el día, mi madre hacía cosas, durante las cuales conversaba y conversaba con su duende tutelar. Nos dimos cuenta que había muchas cosas que el duende las hacía solo, tales como barrer el patio, quemar la basura, y moler maíz en el mortero. Al amanecer estando aún oscuro se escuchaba el ruido de escobas y baldes, tanto en el patio como en el corral de ordeñe, tanto en la cocina como en la galería del frente. Cuando la claridad entraba ella ya estaba sentada en la galería del sur, los pájaros de las jaulas ya tenían agua fresca,  las gallinas estaban comiendo y los cerdos estaban sueltos para buscar parte de su alimento.
A la media mañana era normal que la visitasen las personas que habían perdido algo, ella les decía como podían encontrarlas, estas visitas también comenzaron a ser menos frecuentes porque mi madre les decía otras cosas que no tenían interés en saber.
Las consultas más importantes eran hechas por los vecinos que querían plantar caña o sembrar maíz, especialmente si sería oportuno por el precio o por el clima. Cuando llegaba el mediodía y el sol estaba alto dejaba de atender  sus consultas y se ponía a cocinar.
Un buen día, antes de las fiestas patronales vino a visitarla un joven seminarista, próximo a ser sacerdote, era hijo de doña Imelda Lazarte, buena y servicial vecina que era madrina de una de mis hermanas.

-   Porque es grave tener contacto con seres malignos – le dijo el aprendiz de cura -
-   No los tengo, ni los he tenido – le contestó muy seria -
-   Monseñor ha oído de sus raros servicios y haceres – continuó el seminarista -
-   No debería creer en cosas raras tu monseñor, hijo.
-   No, seguro que no cree, pero no quiere que sus feligreses se desvíen –le largó el muchacho-
-   Pero anda pensando cosas raras de mí, y eso no está bien en un monseñor –le añadió mi madre-
-   No es eso, señora. Pero Monseñor piensa que no debe propagarse la fe en falsos dioses. Por ejemplo eso del duende y otras yerbas.
-   Comparto plenamente con tu monseñor – continuó mi madre - . Pero yo no creo en duendes, pero aparentemente él si. ¡Eso es grave! ¿Verdad?

Y el muchacho se fue sin despedirse. Después vino la madre del seminarista, la comadre Imelda Lazarte a disculparse con mi madre porque valía más el temor que le tenían que ese determinado parentesco que las acercaba. También vinieron los notables a reclamarle por no haber avisado que moriría el médico y aquello de don Eusebio Villagra que se ahorcó en el calabozo de la comisaría. Ella no dijo nada, no explicó nada, los escuchó y quedó en silencio. Todos por supuesto se fueron pidiendo disculpas sin insistir mucho.
Fue para esa época en que mi madre se cerró en aquello de que no debíamos estar más en la casa, que debíamos hacer nuestras valijas y marcharnos del pueblo. Eso fue para nosotros un golpe grande y nos dolía en el alma. No podíamos dejar tantas cosas y tantos recuerdos. No podíamos dejar los animales, las plantas del jardín, los árboles, los cultivos, todo lo que era de uno, propios, muy propios, habíamos trabajado duro por todo lo que teníamos, había en todo lo nuestro un signo de pertenencia tan grande que cada uno de nosotros decía: mi perro, mi árbol, mi caballo, mis cañas. Se supone que otras manos manejarían todo incluido el cañaveral que siempre nos estaba esperando con sus grandes secretos.

-   Debemos abandonar la casa lo más pronto posible –dijo pausadamente mientras doblaba ropa sobre la cama -

No preguntamos el porqué. Desde que ella se había inclinado por predecir cosas ya no preguntábamos los fundamentos en los que se basaba para sus suposiciones y enigmas.

-   Debemos irnos mañana sin falta – volvió a repetir sin agregar nada más, y entró apresurada a la sala mientras se secaba las manos -

Esa tarde corrí hacia el cañaveral y me perdí en los surcos verdes casi oscuros tan oscuros como la tristeza. Las lágrimas empalidecían mis paisajes. Comencé a buscar al duende entre los árboles del corral, entre los carros hundidos dentro del galpón, entre los arneses gastados, en el pequeño silo de zapallos y mazorcas, entre los tizones ardientes del fogón de la cocina, entre las ristras de ajos colgados de los horcones entre las infladas tripas secas que esperaban ser llenadas algún día, entre las flores que rodeaban la casa, entre las huecos del horno, le gritaba, lo llamaba, le pedía. Le rogaba desesperado. Pero nada de nada.

-   Ven duende. Aparece. Da la cara. Dame una explicación creíble para tanta tristeza. ¡Ven, no seas cobarde!

Pero el duende no apareció ni aparecería jamás. Cuando abandonamos la casa dejamos puertas y ventanas abiertas. Allí quedaban los que cuidarían las pertenencias y sobre todo los recuerdos. Un zorzal comenzó a deshacer las brumas de la aurora con su canto, abriendo los sonidos y empujando el brillo del nuevo día. Nadie salió a las puertas del pueblo dormido cuando arrastrábamos nuestra tristeza.

-Nunca volveré aquí – dijo mi madre y no dio ninguna explicación a nadie -

   Luego permaneció callada hasta que el camión que nos llevaba, luego de haber traqueteado innumerables caminos, y de haber gastado el cuero del silencio en las curvas del amanecer, nos dejó en el lugar definitivo de la vida.

Otoño

Relatos FM

El Poeta del Santuario


Que chiquito es Guadalajara diría mi madre que en paz descanse.

Lo conocí hace 19 años, sus palabras me sonrojaron, yo era solo una chiquilla " con los pelos teñidos entre naranja y amarillo¨, ese día no quería ir a trabajar, la vergüenza de un tinte casero estropeando mi look y dejándome un nido de telarañas en la cabeza, me tenía con la tristeza instalada en el rostro, si que era un nido, No de telarañas si no de ratones!

¡Trozos de pasto seco que en la regadera se caían de tan solo tocarlos!

La responsabilidad de la que siempre me caractericé me obligo a ponerme de pie, y ahí estaba yo frente a un mostrador en aquel trabajo que tanto amé. A mis 16 años fungí como ¨servicio a clientes¨ de la mejor mensajería internacional, ubicada en aquel tiempo en la Calzada Independencia esquina ave Washington. (Abrimos de 9 am a 6 pm) ¨Recuerdo¨.

Ese día pude haber llorado de ver pasar una mosca;  lo vi, llego con su bicicleta,
                           ¨Sin problema deestacionamiento¨

El mostrador estaba lleno, mi sonrisa se había ido de vacaciones,
estaba ahí, instalada -con toda la eficiencia que me caracterizaba-.

La gente esperaba turno, mis manos se movían rápidamente, checaba en el famoso librito ¨SRG¨ los códigos postales para ¨enrutar¨ de manera correcta todos los paquetes.
El silencio se hizo presente, ¨Cosa rara¨ tratándose de las 2 de la tarde, en ese tiempo ¨La hora del corte¨.
El, con su peculiar sonrisa, chuleo entre versos, mi cabello!

Lastima no poder recordar exactamente sus palabras, habló de la tristeza de mis ojos y de la alegría inaudita de mi pelo travieso.
No pude mas que sonreírle, la elegancia y el descaro con que lanzo el piropo no solo me cautivo a mi, sino al resto de los presentes, talvez pensarían que llegaría a ofenderme, pero fue la belleza de sus palabras y la falta de malicia la que logró regresarme la risa.

Nos hicimos amigos, como lo era de todo aquel que lo conocía.
¨Mi personaje favorito¨
Tal vez el no me hacía en este mundo pero sin que el lo supiera, el ya era... ¨mi amigo¨.

Sin que el lo supiera revise mis antiguos poemas, los tenía en una libreta que ¨cuando tuviera la oportunidad ¨Se losmostraría...
Nunca lo hice, los poemas se durmieron!

Mi vida tomó otro rumbo, mientras el y su bicicleta hacían el rumbo!

Quería ser como el...
Conservar la alegría de la vida montando una bicicleta y regalando poesía,
Quería regresarle la sonrisa al dolido.
Quería... Quería y un día ¡Se me olvidó querer!

Escuche la noticia por la radio,
Hice callar a quien estaba a mi lado,
¨El poeta del santuario se fue¨
¨Se fue, aquel que siempre iba y venía"

¡Que chiquito es Guadalajara!
Ayer leí uno de sus poemas
Recordé su rostro, Recordé sus versos.

Que sorpresa la mía después de jactarme de haber tenido la dicha de ser receptora  de uno de sus versos contesta uno de mis contactos ¨foto-bicicleteros¨ Compartiéndome la dicha de ser...

" El Hijo de aquel gran hombre¨

Aquel que partió ... pero que aún va y viene!...


"El poeta del santuario"

Marisol

Relatos FM

EL PINCHADISCOS


    ¿Qué relación puede haber  entre  la música religiosa y el heavy  metal?

    Pues por lo visto, puede ser posible  gracias a una especial sensibilidad y un desdoblamiento de personalidad.

     Pedaleando fuerte llegó al aparcamiento de la discoteca y respetando el sitio destinado a las bicicletas frenó la suya y  aparcó lo mejor que pudo para no estorbar a  las que pudieran llegar con posterioridad y echó la cadena de seguridad a la misma.

     El joven  -de unos treinta años-, rubio con el pelo  algo largo, pero muy cuidado, ojos claros  y  tipo de deportista a juzgar por sus anchos hombros, sus brazos musculosos y su estrecha cintura, patentes bajo su chaqueta de lino negra y su estilizada figura así parecía atestiguarlo.

     Consultó un reloj de bolsillo que sacó del chaleco -también negro como su pantalón-, lo miró y con paso largo se dirigió a la puerta de la discoteca que parecía serle familiar y  saludó al portero: ¿Qué hay Manu? y sin esperar respuesta  entró en la misma  con  cierta seguridad, bajo la mirada curiosa y un tanto extrañada del público joven y alegre que entraba igualmente al recinto, por lo raro de su atuendo en un sitio como éste.

     Le pareció que llegaba tarde y  se dirigió sin titubear a la cabina del disc-jockey  que también le miró igualmente con cierta sorpresa, al que saludó abiertamente en un tono muy bajo:

     -¡Hola Rístp!, perdona pero he tenido un día muy complicado.  El joven aunque asombrado  por su vestimenta le contestó en el mismo tono:

    -No importa. Y al verle todo vestido de negro, le  preguntó ¿Vienes de fiesta o vas de carnaval?  Al no obtener contestación,  le cedió los cascos y  salió de la cabina donde apenas podían moverse dos personas.

      Nuestro hombre se sentó, se colocó los cascos y procuro adaptar el ritmo a su estilo. Ensimismado   escuchó  la pieza  y eligiendo un nuevo disco lo   sustituyó  por el que sonaba y  ajustando botones  hasta dar con el tono adecuado, empezó a tararear y acompañar la música con movimientos propios de la misma, cintura, hombros, brazos y comenzó a quitarse la chaqueta que dejó sobre la otra silla que había en el receptáculo, después el chaleco  que fue a parar al mismo sitio y por fin el alzacuellos, mientras se olvidaba de la misa de la mañana, de  la ceremonia  de bendición del pabellón  destinado a conciertos y otros actos musicales del verano en la playa, del sermón del entierro de la tarde, del despacho de de visitas posterior de familiares y  amigos del difunto y del rosario  diario de la tarde, pero no así del  ingreso extra que le proporcionaba este trabajo.

     Dejó atrás todas sus vivencias del día aparcadas  y con gran entusiasmo, se metió de lleno en el heavy metal...

       Con él llegaría posteriormente el otro metal, el que le ayudaría a reparar el tejado de la  iglesia de la cual era párroco.

Alba

Relatos FM

LA VALIJA


Estaba sobre la repisa de mi habitación. Era un prisma rectangular de color marrón. Ajada. La miré tanto, que las imágenes aparecieron solas, como las hormigas  antes de una lluvia. ¡Cuántos documentos había guardo en ella! El juicio de escrituración de la tía Celeste, los impuestos de la casa de mi abuela, fotos de mi padre pero  ahora estaba vacía. Esperaba.
Envuelto en un magma  amorfo y movedizo  no sabía qué hacer. Ella me miraba y hasta le descubrí una sonrisa irónica. A su lado había colocado mi ropa. Ordenada  como siguiendo una  ceremonia que no obedecía a nada, quizás, a  estirar el tiempo. Estaba en mi dormitorio, el nuestro,  el de Susana y yo. Me sonaba tan lejano esa palabra: el nuestro. Sonaba como un eco.  Era una burla a mi desesperación.
Fui camino al pasado y pregunté qué nos había pasado. Nuestro matrimonio era perfecto y esa fue la equivocación: No existe. Notaba en Susana cierta incomodidad en la relación. No dejaba que la abrazara y no quería mis besos. Mis dudas crecían y los fantasmas salían de su escondite.
Susana - ¿Qué te pasa?  Respondía con evasivas. El amor se fue disipando como los nubarrones de una tormenta de verano. Las razones de su estado llegaron como un mensajero que trae dolor. La noticia fue el nocaut de un boxeador desprevenido. Ernesto dijo, me tomó de las manos y me hizo sentar. Y comenzó el principio y el final.
No puedo poner palabras a la revolución de la situación. Estaba enamorada de mi vecina Gloria. Tan sencillo. No supo explicar cómo sucedió. No pude articular palabra a lo inexplicable y real. Me pregunto por qué a mí y abrigo la esperanza de un error del destino. Le pedí una tregua para mi pobre comprensión.
Ya pasó el tiempo que habíamos pactado pero fue el pacto del diablo. Ella seguía segura y nada arrepentida. Todavía insiste en que la debo comprender.
Otra vez miro la valija. Ella no cesa de sonreír. Sabe que volverá al mundo, a los viajes.  Apura mi decisión. Tengo que abandonar la casa que será de la "otra". ¿Cómo será? Sopeso las posibilidades. Aún no puedo liberar el torrente de angustia que me oprime. Comienzo a colocar las prendas que tan prolijamente he preparado para un viaje sin historia. La que tendré que escribir solo y de cara al futuro sin Susana.

Corazón de León

Relatos FM

Mariana
Despierto de un sueño en el cual Mariana se iba de la casa.  Abro los ojos, ella duerme, lleva el vestido rojo de la noche anterior. Contemplo a mi compañera tendida sobre la cama y con la cara vuelta hacia mí. "Buenos días, amor". Parece ofrecerme su deliciosa boca entreabierta. Sus dientecillos de porcelana realzan el color de sus labios. El perfil de su rostro se destaca sobre la tela de la almohada.
El aire denso inunda la habitación. Me levanto lentamente de la cama  procurando no causar el chirrido de las maderas, abro las ventanas y me dirijo al baño, cargo el vidrio  que está cerca al lavabo y lo sitúo detrás de la puerta del tocador. Desnudo  entro a la ducha. Termino de bañarme, cierro la llave, me coloco la ropa interior. Mirándome  al espejo abotono  la nueva camisa blanca. Me pongo un pantalón de color plomo y  acomodo  mi corbata. Le comienzo hablar mientras me afeito frente al espejo, ella no responde sigue tendida y con el rostro hacia donde estoy.
Aun percibo lo mismo que hace veinte años, cuando ella se arrojaba a mis brazos, como una niña que buscaba refugio del mundo exterior. Experimentaba una sensación de éxtasis que recorría todo mi cuerpo.
Me siento en la cama, me pongo los calcetines y los zapatos. Me atraen sus pequeñas manos, las acaricio y las juntos, las acerco a mi rostro luego las dejo caer sobra la cama,  mis dedos  exploran  la ruta imperceptible de sus venas.  Presiento que Mariana está sonriendo pero cuando  miro hacia su rostro ella conserva  esa actitud distante.
Voy a la sala, tomo mi maletín acomodo mis documentos de la oficina, después coloco en la tornamesa  nuestra canción favorita, "La vie est rose" de Edith Piaf, regreso a nuestro cuarto. Levanto a Mariana del lecho, la  llevo  hacia la sala, su cabeza se descuelga de mis brazos,  abre la boca, pero no pronuncia ninguna palabra. Nos detenemos, la sujeto por la cintura y bailo con ella. La hago despegar del piso,  sus zapatitos quedan por instantes colgados en el aire, mientras abandona  su cuerpo para que yo la dirija en el baile, sigue mi lentos movimientos, la abrazo  y me apoyo en su hombro, la sostengo por la cintura y la espalda. "Que hermosa balada, es increíble cómo no nos cansamos de oír y bailar la misma melodía". Mis dedos acarician su piel coriácea  y rozo su  pecho triste. De su cabellera  se descuelga un  rizo que ignora  el viento, el sonido de la canción retumba en la sala, le hablo de nuestro futuro y sospecho que Mariana llora en silencio.
Al concluir  la pieza musical, la llevo de nuevo a la alcoba, la siento sobre nuestro lecho, la beso, deshago  los nudos que sujetan el vestido a su cuerpo,  me dejan ver los  senos que ocultaban. Termino de quitarle el atuendo, lo guardo en el ropero junto a otros, le quito los zapatos, los coloco bajo nuestra cama. Ella se encuentra echada  en medio de un desierto de sábanas.
La alzo,  miro su rostro  que emana  una dulce  indiferencia hacia el mundo que la rodea, la llevo al baño me despido de ella con un beso en la mejilla "te quiero Mariana, volveré temprano", dejo caer su cuerpo suavemente en la tina llena de formol, se sumerge, y aparecen gotas de aire que explotan en la superficie, observo a Mariana por última vez, tapo la tina  con el vidrio que acomodé detrás de la puerta del baño, me levanto  recojo  el maletín de la sala  y me dirijo al trabajo.

Fredy

Relatos FM

Un paso cada día por JTJ'san


Cada día es una monedita para la salvación de las almas, todos los días tenemos que luchar, desde que nos levantamos, hasta que nos acostamos, a veces se piensa que hemos vencido, pero no, hasta el último instante, no podemos decirlo.

Estoy sentado, sin muchas ganas de hacer nada, solo mirando hacia la nada.

Me levanto y camino unos pasos, abro la puerta y me dirijo a un lugar sin dirección, mi corazón; estoy feliz, respiro profundamente y aprovecho el instante, mi corazón palmita rápidamente como el trote de un caballo, lo mejor es que este lo hace solo, sin la ayuda de nadie, solo de Dios, pero mi alma que no se mueve, invade mi cuerpo hasta los mas confines rincones y me llena de más alegría, porque es ahí donde vive Dios, esta no muere con mi cuerpo, en cambio mi corazón sí.

Hay que dar un paso cada día, para que el corazón aguante y el alma viva para siempre...

Salgo de mi habitación y doy varios pasos, lentos pero seguros, respiro nuevamente, pero esta vez, no siento paz sino angustia, estoy solo, se siente la quietud y la soledad, pero  tengo que ser alegre y optimista a pesar de las circunstancias.

Bajo las escaleras y doy un paso pos cada una de ellas, son doce en total, hasta que me topo con el gato de la casa, es blanco con manchas negras, lo tomo entre mis manos y lo acaricio de arriba hacia abajo y viceversa, este se acomoda en mis pies y lo dejo un buen rato, hasta que siento pasos, el gato sale disparado hacia el comedor y los pasos que antes oía lejanos, ahora se aceran cada vez más, son pasos de mujer, los percibo delicados y suaves, hasta que veo el rostro de mi mujer, me da un beso en la mejilla derecha y me dice que el desayuno esta listo, pensé que estaba en el mercado, pero no; mire el reloj de pared y confirmo que eran las nueve de la mañana, entonces corroboro que me levante tarde.
Me siento en mi silla de todos los días y desayuno rápidamente, le doy gracias a Dios y a mi esposa por los alimentos preparados y me en camino a buscar el perro para pasearlo, le puse la correa y abrí la puerta, le dije a mi mujer que ya vendría y esta me dijo, que no me tardara.
Me gusta pasear, estoy viejo y uno de los pocos gustos que tengo es salir a pasear, un paso y otro paso, el perro a veces me jala y apresura mi caminar, pero cuando paro, este también lo hace.
Hay otros contemporáneos de mi misma edad que son amigos míos, pero a esta edad la soledad siempre esta presente.

Todos los días hago lo mismo, un paso cada día...

JTJ'san

Relatos FM

Yo, santa... ¡Para nada!


   Las niñas estaban solas como todas las tardes desde que que la pequeña Yolanda tenía memoria. Su madre había ido a trabajar a la panadería desde temprano y ella como buena hija se había encargado de que se levantara, se vistiera y se dirigiera al negocio de su tío. Su madre nunca había sido alguien en quién confiar. Ante los ojos de Yolanda ella era floja, un tanto mantenida y le gustaba la vida fácil, lo que le había dado otra hermana de un padre diferente que tampoco pudo conocer. No era que su madre se dedicara a la vida nocturna, más bien le costaba establecer límites, lo que convertía la mirada de Yolanda, en sus 15 años, en un fuego iracundo atroz. Aún así ella seguía actuando para su papi, que era el apodo que le había puesto a su tío (15 años menor que su madre, pero que era el que realmente mantenía a aquella familia).
   Sus zapatillas blancas, el hermoso vestido color durazno y su cabello impecable la adornaba mientras seguía con la mirada a todas aquellas personas que no conocían pero que iban a la fiesta del pueblo por la comida y bebida gratis. Ni siquiera su madre se había preocupado en ayudarla a prepararse para el evento, lo único que le quedaba era la resignación: callarse y esperar.... y lucir bien, por supuesto.
   En la fiesta había una banda de varios amigos, mucho mayores que ella pero que parecían interesantes. Llevaban un rato tomando y también los acompañaba una mujer en los tragos. Para Yolanda ver a una mujer tomando era cosa nueva. Todavía recordaba con toda claridad cuando su abuelita le había dicho que si ella, siendo mujer, bebía de la botella de ron de su tío, iba a morir. Cuando le empezaron a salir las muelas del juicio el doctor le recomendó enjuagarse las encías con un traguito de ron, y un día que no soportaba el dolor y acudió a este remedio sintió cómo una minúscula gota resbalaba por su garganta: el final, el adiós. Llorando hacia sus adentros fue hasta donde estaba su madre y su hermana, se despidió de ellas y después de un rato de inmensa frialdad que dejaba entrever rastros de inestabilidad en el firme rostro de Yolanda, su abuelita le preguntó de una vez por todas "Ya dime qué te pasa, no te podemos ayudar si no sabemos." y Yolanda perdió su temple, lloró y lloró a voz viva y a grito hondo. "Si estás embarazada no te preocupes, ya veremos qué le hacemos. Tu tía Mary se acaba de casar, ella podría cuidar al bebé" Yolanda negaba con la cabeza. "Entonces? qué tienes?" su madre completó la escena entre abuela y nieta gritando "Si estás embarazada vete haciendo tus maletas, no se a dónde te me vallas pero aquí no vas a estar" . Yolanda respiró antes de contestar "No es eso..." trató de volver a respirar, pero las lágrimas se le salieron directamente del nudo de la garganta. Entre un berrido y otro gritó "Me voy a morir"
-   ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué hiciste Yolanda?
-   ¡Es que me estaba enjuagando como el doctor me dijo pero me pasé una parte del trago!!
   Risas, burlas, risas y carcajadas y a ella nada le explicaban. Las personas que ella quería se estaban riendo y festejando su muerte, entonces tal vez estaba bien y ya no molestaría a nadie.... se quedó en frío, en shock. La abuelita fue por la botella, la abrió y le dio un sorbo. Yolanda trató de detenerla pero ya era muy tarde: su abuelita estaba cometiendo suicidio enfrente de ella.
-   Mi niña, esto no te mata, te alegra. ¿Quieres probar bien?
-   No... - respondió rápidamente mientras se iba taciturna a la cama que todas compartían (su madre, su hermana y ella) y contemplaba la pared.
   Tiempo después comprendió su estupidez riendo y volviendo a llorar de su ineptitud, pero aparte de eso jamás había vuelto a tomar en su vida, ni a acercarse al alcohol. Para ella seguía siendo veneno... y ahora ahí en esa esquina de la fiesta estaban esas personas raras de las que hablaba el radio (cuando su papi lo ponía, por que ella sabía que eran aparatos caros y no querría jamás, ni por casualidad, romperlo), los que iban en contra de las reglas y eran lo peor de lo peor... ¿por qué no? Yo, santa ¡para nada! se dijo Yolanda a sí misma.
   Llegó la hora del baile, estaba completamente tensa y además, tenía la horrenda regla, hacía mucho calor, el vestido le picaba y ya quería quitarse las medias. Lógicamente, su cara no decía nada y se limitaba a sonreír hacia su papi  y hacia la gente del "público". Al terminar la primera pieza, vinieron los chaperones: aquellos que quería su papi que ella conociera para, tal vez-quizá-seguramente-obligado, más adelante, casarse. Pero estaría bien, llegó el primero. Un chico alto, guapo, el traje hacía el 90% del trabajo por él. Era moreno, ojos cafés y olía a.... olía extraño. ¡El siguiente!
   El segundo, aquí la cosa iba mejorando: era moreno y castaño pero sus ojos eran azules, de un azul profundo y hermoso, Yolanda brillaba hasta que vio el guiño que le había lanzado a su amigo en una de las mesas detrás de ella. ¡Next!
   El tercero y el último era muy sencillo, demasiado, pero tenía algo de nobleza en su actitud insegura y también mucho mucho respeto hacia ella. Bailaron toda la noche y en la primer oportunidad intercambiaron direcciones para empezar a escribirse. ¡Prohibida cosa aquella! ¡Infamia el ver la calamidad de unas cartas de amor entre amantes tan jóvenes! ¿Dónde iríamos a llegar con las diabólicas nuevas máquinas de los hombres?
   Time goes by.... y Yolanda respondió aquella noche que no quería casarse, que quería estudiar, y fue mandada a la Escuela Bancaria a empezar su entrenamiento de secretaria. Ya quería trabajar, le urgía darle a su madre y a su hermana algo mejor que comer que papas cocidas o un bolillo de pan con media rebanada de jamón. Ella ya era muy delgada, el tiempo de los 5 años desde los 15 hasta los 20 había ensanchado sus caderas, angostado su pequeñísima y bien amarrada cintura y le habían dotado de senos. Ahora era una secretaria dentro de Sears, le daba a su madre el dinero de su ganancia y nunca veía ni un quinto. Yolanda tranquila y sin reclamos, era mejor que la vieran blanca, pura y sin mancha.
   Mientras tanto, por las tardes a la hora de la comida el galante caballero perenne en sus cartas vagabundas se presentaba a sacudir su sombrero ante el sol de la plaza del jardín frente a la  oficina carcelaria de Yolanda. Ella salía corriendo, despavorida cuando le veía, como si le hubieran amarrado un cuete al cabello y después lo reprendía por dejarse ver. Ella lo regañaba y él la besaba ¡En público! Indecoroso, aventurero, atroz si alguien se llegara a enterar quién es aquél hombre del impoluto bigote cuyo pañuelo se asoma bajo la solapa mientras brillan sus zapatos de cuero negro ante el sol que rebota de la fuente. El mismo chico de sus 15 años, una nueva carta, un nuevo día. Ahí nada pasaba y aquél secreto ya llevaba años germinando.
   El turno de Yolanda acabó, evadió a los jefes y salió hacia la calle a tomar un autobús. Dentro del autobús con su bolso sobre sus piernas se rasgó su media derecha. Un hoyo empezaba a arruinar su atuendo. Necesitaba correr hasta su casa. Tapándose con su abrigo la rodilla desaliñada ella apuró el paso una vez el autobús la dejó en su destino. Llegó a su hogar, le dio el sobre con su quincena a su madre que aún se encontraba en pijama, botó su bolsa en la pequeñísima mesa y se desapareció en la habitación.
   Papi es el responsable de la familia, un tío que se encontraba en el baño justo cuando Yolanda pasó hacia la recámara común. Papi vio el sobre con la quincena que le había entregado a su mamá. Papi vio otro sobre asomándose del bolso. Sonrió con complicidad, sacó un billete más y tomó el sobre. No hay dinero dentro, sólo hay tintas. Palabras de amor y una verdad que no se podía decir: una propuesta de matrimonio. Papi estaba feliz pensando que tal vez fuera de alguno de los jefes del trabajo de Yolanda. Yolanda salió y papi tenía en su mano el sobre. La cara de Yolanda bastó para quitarle la sonrisa a papi  del rostro.
-   ¿Quién es él?
-   Reyes...
   Papi se levantó, sacó el cinturón y tremenda golpiza agravada por haber puesto las manos ante los golpes de la hebilla. Sus instintos de supervivencia de Yolanda sólo conseguían hacerlo enojar más y su cara ya estaba colorada de la ebullición de la sangre, escupía, blasfemaba y lanzaba patadas a Yolanda, la que ahora era putita ante los labios de papi.
   Yolanda salió a la calle casi ensangrentada, herida del corazón. Después de tantos años y de tanto trabajo ahora ya no tenía familia. Había defraudado a la única persona que la importaba. Papi la odiaba. Pero en ese momento Reyes llegaba con serenata y un anillo a la calle en donde Yolanda miraba hacia la nada. Un secuestro era legal por amor.
   Yolanda abandonó todo lo que antes había amado y dejó de trabajar. Yolanda y Reyes se casaron y tuvieron 4 hijos, uno de ellos murió en un accidente, los otros tres también han tenido hijos. Sus nietos eran hermosos, una alegría del mundo, un brillo casual que todavía Yolanda veía asomarse entre las redondas lágrimas en la mejilla de Reyes cuyo cáncer arrebatará su cansado aliento en un fuerte sentido de piedad. Yolanda también se va, con la insulina de Reyes: manos unidas, dedos entrelazados, la lágrima del adiós y una eternidad en la mejor compañía. Gracias vida, gracias mi amor dice la tinta sobre el blanco papel en el buró.

Daniela Bustamante

Relatos FM

Legado de libertad


La niña se levantó sobresaltada de su cama. Al pie de ésta y con sus plantas descalzas, se desperezó jalando los brazos con fuerza hacia el lado contrario del centro de su pecho. Tardó 2 minutos más en reconocer los sonidos que venían del otro lado del cerro más próximo de donde se encontraba en ese momento.
Cuando tenía un año menos que el que ahora tenía, su padre solía llevarla a conocer los terrenos que decía pertenecerles.
"No tengo más legado que darte, que el de enseñarte a reconocer la inmensidad de la que eres parte por el solo hecho de haber nacido en este lugar".
Solía sentarse sobre la zona más alta de ese cerro lleno de vida a contemplar el paisaje que se alzaba a kilómetros de lejanía, kilómetros que eran incontables, pues la belleza se extendía más allá de lo que alcanzaban a percibir sus jóvenes ojos.
Se perdió por un momento al recordar la sensación del aire cálido tocar su cara y mover su cabello ralo, pero un estruendo más la trajo de vuelta a la realidad. Se calzó sus zapatos desgastados y salió del refugio.
No podía ver más que un acumulo de tierra revolotear por todos los terrenos vecinos. El cerro se había ido, el viento soplaba en direcciones encontradas sofocándola y los ruidos no cesaban, provocándole una sensación de mareo al momento en que éstos tocaban sus tímpanos.
Se transportó nuevamente a su lugar favorito, dónde se miró a si misma tomada de la mano de su padre. No lo había visto desde hacía ya algunos meses. Había prometido volver pero sabía que no lo haría. Era tan pequeña pero su corazón se sentía longevo y conocía la verdad.
Había visto llorar a su madre por noches seguidas y cuando le preguntaba qué era lo que sucedía, ella se limitaba a abrazarla y a besar su cabello.
¡BAM!
Un estruendo más golpeó su cabeza y cada línea de pensamiento que había estado vagando en su mente hasta ese momento, sin embargo, esto le provocó recordar más a su padre y su partida.
"Regresaré cuando por fin nos sea de vuelto lo que por derecho nos pertenece. Quizá no lo comprendas ahora, pero un día sabrás lo que significa que yo haya elegido hacer esto."
Se llevó su pequeña y regordeta mano a la cara, en el exacto lugar donde él la había besado por última vez.
Vio la destrucción que se manifestaba ante sus ojos sin realmente mirarla. Dolía ver su hogar tan diferente. Se sentía lejano. No podía reconocer lo que veía porque la esencia de cada cosa se había manchado de ese ambiente sombrío y resentido.
Caminó unos pasos alejándose de su refugio sin percatarse de lo que estaba haciendo. Oyó la voz lejana de su madre llamando por ella pero no volvió pues estaba ensimismada en sus pensamientos, deseando ver a su padre una vez más, buscando con repentino desenfreno los sentimientos que llegó a tener en esas tardes de verano con el sol en su rostro y la brisa de los árboles metiéndose entre sus poros. Quería encontrarse con la felicidad una vez más.
Los gritos de su madre eran cada vez más fuertes pero ella ya no estaba en ese mundo, se encontraba muy lejos de ahí y muy cerca del lugar a dónde se había marchado su padre.
Y ella lo sabía.
Otro estruendo esta vez más fuerte. Y otro más que se sintió tan cerca que le erizó la piel.
"Elisa, ¡vuelve!"


Una mujer corría a los brazos de una niña de menos de 6 años mientras unas manos más fuertes la detenían al ver la causa perdida.
Un estruendo más y oscuridad.
Elisa estaba en lo más alto de aquél cerro sintiendo el aire mover su cabello ralo y la brisa de los árboles humedecer sus mejillas resecas por el sol. Respiró profundamente sabiendo a lo que se refería su padre cuando le hablaba de aquella libertad.
"Hija..."   
Lo miró. Lucía tal como lo recordaba.
"¿Ya es hora de irnos?"
Su padre le sonrió
"Ahora eres parte de este lugar, jamás tendrás que volver a irte de aquí."

Aledith Coulddy

Relatos FM

LA FAROLA ROTA


Voy caminando, obligando a mis pies a dar un paso después de otro, sintiendo de nuevo ese sabor amargo conocido en la boca. Mis pasos me llevan por calles comerciales, desiertas hoy domingo, repletas de escaparates enrejados, letreros luminosos apagados y farolas encendidas, todas menos una, una que tan pronto como arreglan rompen a pedradas, que nunca llega a lucir dos días seguidos. Ya pasé otras veces por estas calles y ya vi esta farola encendida y rota al siguiente día. La veo abollada, salpicada de cristales rotos en su base, dejando sin luz una esquina, y pienso que me parezco un poco a ella. También yo soy como esta farola, tan pronto empiezo a irradiar luz ocurre algo que acaba con esa luz rota en multitud de pequeños cristales, como trocitos de ilusión, porvenir imaginado, futuros amaneceres, sueños de eternidad, y desamor, sobre todo desamor.
Dicen que el amor es así, empieza como rayos de Sol y acaba como tormenta gris con rayos y truenos. Ojalá ese fuera mi caso: el fin del amor, pero no lo es, mi problema es, y siempre ha sido, el desamor, antes siquiera del amor.
Yo nunca he sido muy guapo, pero tampoco feo del todo, siempre he sido gordito y bastante vergonzoso, aunque a pesar de mi vergüenza he aprendido a valorarme y a lanzarme sin red a la conquista de un nuevo amor siempre que he tenido ocasión; pero siempre me he dado de bruces contra el suelo. Intento no emocionarme en exceso al principio, trato de ser precavido, pero de nada me sirve la intención, ya que en cuanto veo una puerta entreabierta allá que me cuelo como perro sin dueño buscando unos brazos donde descansar, lo que me ha costado más de un desengaño, como el que ahora llevo arrastrando como bola de presidiario, pesada, fría, que me impide caminar y que me resulta imposible de soltar, aunque sé que sólo yo tengo la llave para dejarla atrás.
Mira que trato de cuidar de mi mismo, que intento no dar un paso sin estar seguro de adónde me lleva el camino, que no me quiero enamorar, que sé cómo acaba siempre la cosa, que sé que acaba antes de empezar.
Ya me ocurría en la adolescencia, cuando mis más febriles amores, con los que soñaba de noche y a los que dedicaba poesías de día, acababan cuando ellas me decían que era un chico simpático y bueno y que querían ser mis amigas, sólo eso, mis amigas. ¡Qué duro resulta! Aceptar una amistad de alguien a quien uno quiere dedicar su vida, de alguien a quien se desea besar, agarrar de la mano y coger en brazos. Así, la misma chica que quería ser mi amiga se besaba apasionadamente con el vecino guaperas del barrio, haciendo realidad con él las fantasías que yo guardaba para ella.
Así pasó mi adolescencia y mi juventud, sofocando los empujes de mi virilidad con amores imaginarios durante enfermizas tardes de soledad.
Ahora que ya soy adulto nada ha cambiado, aunque intento ser más cuidadoso cada vez, no doy un paso adelante hasta no estar seguro de ver en la otra persona algún tipo de señal, unos ojos de mirada tierna, una expresión de interés, una conversación espontánea donde tenga la certeza de que se me toma en cuenta. Trato de no dar un paso en falso, pero es inútil, siempre acabo con la luz rota, como esta farola que observo ahora. Esta última vez me cuidé más que nunca de no encenderme sin motivo, esperé a que se interesara por mí, a que me pidiera una cita, esperé incluso a salir varias veces con ella antes de emocionarme, pero de nada sirvió, no sé cuál será el motivo, supongo que tengo una buena entrada, pero que luego me desinflo a los ojos de ellas, el caso es que, como esta farola, mi luz no brilla mucho.
Y me pregunto, ¿por qué siempre rompen la luz de esta farola y no la de otra cercana? Supongo que porque al verla ya abollada, deforme y descascarillada por las pedradas, se muestra ya predispuesta y acostumbrada a recibir los proyectiles que acabarán con la ilusión de la luminosidad. De la misma forma que, tal vez, yo esté ya predispuesto a acabar mis amores antes de empezarlos, de tal manera que el amor ya se ha acostumbrado a enseñarme su fulgor sólo cuando se marcha, como quien observa, en la noche oscura, como única referencia, las luces traseras de un coche alejándose en la niebla.
Imagino que a esta farola le hubiese gustado ser como las demás, emisoras de luz sin contratiempos, orgullosas de llevar a cabo su cometido sin problemas, de la misma manera que yo miro como otras personas consiguen en poco tiempo y casi sin esfuerzo lo mismo que yo he buscado durante tantísimo tiempo y que sólo me ha dejado cicatrices, cristalitos clavados en el corazón, recuerdos de amores unilaterales.
Esta farola tiene por dentro la energía suficiente para dar luz siempre que se la enrosque una bombilla, al igual que yo tengo la capacidad de dar amor siempre que alguien me abra su corazón y toque el mío, aunque cada vez me resulte más difícil, aunque cada vez piense más en el dolor de la pedrada y el apagón que en la satisfacción y la claridad de la luz.
Ahora aquí, con el dolor del apagón obligado tan presente y cercano, me resulta difícil creerlo, pero sé que, como a la farola, dentro de un tiempo volverán a encender mi luz. Barrerán los cristales de la base de la farola al igual que el tiempo irá apaciguando mi sensación de desamparo y soledad, tal vez pinten de nuevo el hierro de la farola de la misma manera que la ilusión volverá a nacer en mí, quizás arreglen los bollos de su cima como se borrarán en mí los recuerdos de estos días aciagos. Entonces volverán a poner una bombilla en lo alto de ella de igual forma que alguien volverá a mirarme con ojos entornados mientras sus pupilas brillan con la promesa de nuevos amaneceres. Al igual que la luz en la farola, volverá a brillar en mi la luz del amor, que me hará creer, como hasta hace unas horas, que encontré a la persona que el destino tenía guardada para mí, que todo el camino andado hasta ese momento cobra sentido al mirar unos ojos que iluminan mi futuro, que la vida es maravillosa, pues me tenía guardado el regalo de una luz inigualable que acabará con todas las oscuridades pasadas.
La energía que vive dentro de mí volverá a dar luz, como los cables del interior de esta farola volverán a iluminar una bombilla.
Ahora me resulta difícil pensar en la luz, sumido como estoy en la oscuridad, pero sé que la única manera de acabar con esta situación, la única, es volver a encender la luz, puesto que la oscuridad no es más que la ausencia de luz. Sé que me va a costar un trabajo enorme, como siempre. Sé que este amor que hoy se acaba y que apenas llegó a comenzar me parece el más importante y auténtico de mi vida, como siempre. Sé que me va a parecer mentira el poder abrir los pulmones para respirar después de haber tenido el pecho lleno de este amor que aún siento en mi interior.
Miro esta farola, que tiene como única finalidad en la vida dar luz, para eso se concibió y no sirve para otra cosa, y pienso en mí, en la finalidad de mi vida, que quizás sea el que mi luz sea apagada cada vez que se encienda, o quizás sea que se apague varias veces hasta que quede por fin encendida de una vez para siempre, de cualquier forma, tanto si es lucir para siempre como si es apagarse cada vez que se encienda, necesita ser encendida, con lo cual llego a la conclusión de que soy igual que esta farola, cuya misión en la vida es dar luz, iluminando con ella el camino de los que, como yo, sepan apreciarla, no de los que la apaguen a pedradas.

Peana

Relatos FM

El regreso


Hace una semana que perdimos la gran batalla final. Al menos, en ese momento, nosotros pensamos que era el final de todas las batallas. Nos dejamos la piel, nuestro prestigio de batallón invicto y casi tres mil hombres. Y todo, en apenas un par de días. Todo hacía presagiar que mi (al menos hasta entonces) prometedor futuro en el ejército se iba al traste.
A veces es difícil explicar las derrotas. Casi les doblábamos en número. Sobre el papel, encima del mapa, con escuadra y cartabón,  nuestra estrategia (estrategia que yo diseñé, y lo digo sin un ápice de modestia) era impecable. Teníamos el armamento más moderno, conocíamos el terreno palmo a palmo, pulgada a pulgada. Contábamos con el factor sorpresa, lo que viene a ser el mejor de los factores posibles. Incluso controlábamos el tiempo, el tiempo climático, la meteorología: las borrascas, los anticiclones y los vientos. Y ni el más débil de nuestros soldados conocía el significado de la palabra miedo. Todo parecía, en fin, a nuestro favor. Tanto que, al principio, pensé que si al enemigo le quedaba algo de sentido común, no tardaría en rendirse, parecía lo más sensato. Todo, ya digo, jugaba a nuestro favor. Pero perdimos. Y lo peor es que no sabría dar una explicación de los motivos que nos llevaron a la derrota. Lo más fácil sería decir que son cosas que pasan, quizá eso me dejaría más tranquilo. Pero lo cierto es que, precisamente, esas son cosas que no deberían de pasar jamás.
Creo que si ahora volviese a comenzar la batalla en las mismas condiciones, les daría a mis hombres las órdenes exactas que nos llevaron a morder el polvo. Y si comenzáramos mil veces la misma batalla, otras tantas veces repetiría idéntica estrategia. Y no es tozudez. Eso es lo que me come por dentro: no tengo nada de lo que arrepentirme. A veces un fallo sirve de excusa, pero tengo que decir que llevamos nuestro plan a raja tabla, al pie de la letra, sin fisuras, y no sirvió de nada. Y eso es lo más demoledor de todo.
─ Creo que ha llegado el momento de retirarse─ me había comentado en plena contienda el teniente, cuando aún nos asemejábamos a un batallón, aunque fuera maltrecho y ya definitivamente disgregado.
─ Se hará cuando yo lo ordene─ respondí tajante.
Lo cierto es que en ese momento yo sabía que las palabras del teniente estaban en lo cierto, pero resulta inadmisible que un mando inferior lleve a cabo una sugerencia de retirada a su superior inmediato en el fragor de la batalla. Si cedes una vez ante un mando inferior, estás perdido. Basta ceder una vez y tu reputación caerá en picado. No nos engañemos: en el ejército, el verdadero enemigo está un escalafón por debajo de ti, esos son los que te vigilan, los que te observan: los que quieren verte caer para ocupar tu posición.
Al teniente le segué la cabeza de un sablazo, era lo que procedía después de su atrevimiento. Por si fuera poco, la sugerencia de retirada la hizo a oídos de una parte del batallón, soldados en su mayoría, lo cual era una manera de retarme públicamente, de ponerme en evidencia. De ahí a la insurrección, solo hay un paso. De no haberle decapitado en ese momento, mi prestigio hubiese quedado seriamente tocado. Y la cabeza del teniente rodó como una pelota de cuerda: irregularmente, a saltitos. Desde entonces, nadie volvió a sugerir la posibilidad de retirarnos.
Y así, teniendo a raya al batallón, con una estrategia aparentemente infalible, con el mejor armamento y todas las estadísticas inclinadas de nuestro lado, topamos broncamente con la derrota. Cosas que pasan, supongo. Y entonces, tocaba volver.
Yo no había imaginado otro regreso que no fuese el desfile en el paseo de la victoria. La verdad, solo estaba preparado para una vuelta triunfal, no concebía otra manera de retornar a casa.  Incluso durante toda la batalla, guardé en mi maletita el traje de gala impecable, recién planchado que tenía previsto lucir en nuestra entrada victoriosa a la ciudad. El traje lo quemé, por supuesto: sería una incongruencia regresar de la derrota con el uniforme impoluto.
El regreso con la derrota a cuestas siempre es amargo, y más aún cuando no sabes cómo te recibirán. Ignoraba entonces si  esperaban mucho o poco de nosotros, porque durante la batalla estuvimos completamente incomunicados. De cualquier forma, cuando ya veíamos nuestra ciudad en el horizonte, dispuse a los soldados (una docena de efectivos) en tres filas de a cuatro, para hacer una llegada mínimamente armónica. De los doce soldados, al menos la mitad mostraban heridas severas, pese a lo cual se mantenían dignamente sobre sus caballos, hecho que por un momento casi llegó a emocionarme. Luego, cuando atravesamos las puertas de la ciudad, me extrañó que ninguno de nuestros mandos se acercase a recibirnos, siquiera fuera para reprimirnos o interesarse por el número de bajas. Fue aquel hombrecillo enjuto que caminaba con una botella de vino quien se acercó a mi caballo.
─ ¿Y ustedes? ─ me preguntó con una voz áspera.
─ Busco a los mandos─ le dije ─ ¿Dónde está instalado el campamento?
─ ¿Campamento? Aquí hace tiempo que no hay rastro de campamentos. Señores, no sé qué clase de broma es esta. La guerra terminó hace un mes.
Y se marchó riendo y dando tragos de su botella de vino.
Un mes, hacía un mes que la guerra había terminado, justo el tiempo que nosotros habíamos estado luchando en el campo de batalla ¿Acaso nuestros contrincantes también ignoraban que la guerra había terminado? ¿Porqué o por quién habíamos estado luchando entonces?
Lo peor es que no fui capaz de preguntarle a aquel hombre quien había ganado la guerra. Tal vez, porque no fuese a tomar en serio mi pregunta. O porque, en realidad, tampoco importaba ya mucho a esas alturas. Les expliqué la situación a mis hombres, les di las gracias uno a uno por los servicios prestados y me despedí de ellos.
Fue un par de días más tarde cuando me enteré de que la guerra no la había ganado nadie. Por lo visto, sellaron  un pacto entre los mandos para el reparto de tierras, origen de la contienda. Y no me supo mal del todo. La derrota en nuestra batalla pasó inadvertida. De hecho, oficialmente ni siquiera consta en los archivos militares, como si nunca se hubiese producido. Sin esa derrota, mi currículo sigue inmaculado. Y me permite, a estas alturas, mantener catorce flamantes medallas colgadas del pecho de mi uniforme.

José Manuel

Relatos FM

PESCADOR  DE  RIO


El primer tirón fue suave, como si una palometa dientuda y bocona se hubiera tragado la carnada, luego sintió en la mano unos roces suaves, como si acariciara la piel de un niño, supo entonces que era un pez grande, muy grande, uno de esos que ya no existen, que son fruto de la imaginación de los pescadores más viejos.
Tomó la línea en su mano, se puso el dedal de tripa para proteger sus dedos, supo por instinto que eso no era suficiente, que el pez era mayor que todo lo que él conocía y que no tenía ninguna posibilidad de ganar.
Como cuando se juntó con la Julieta, sabiendo que ella era demasiado hermosa para un pescador,  que tarde o temprano  se marcharía y le dejaría los hijos y él sufriría.
Como presentía, la Julieta se marchó a la ciudad en compañía de un comprador de pescado y su madre se hizo cargo de los tres niños, ya no hubo más felicidad en su vida y ahora supo, contra toda lógica, que esta batalla contra el pez también  estaba perdida de antemano.
Para que el primer tirón fuerte no le rompiera los dedos  ató la línea a la punta de un remo, luego lo colocó cruzado debajo del asiento y apoyó todo su peso de hombre grande sobre la madera, pensó en lo tonto que era,  luchando contra el destino, por un momento se le ocurrió cortar la línea, rendirse, decirle al pez que no lucharía más, que había perdido tantas batallas que una más no le afectaba el alma
La línea empezó a moverse hacia su derecha y el bote  se tornaba hacia la costa, no entendió que estaba pasando hasta que miró el remanso que se formaba en medio del río.
Atinó a tomar el remo que estaba debajo del asiento, lo desató y se ató la línea al brazo, tomando ambos remos comenzó a remar con desesperación, sintió los tirones suaves pero precisos del pez en dirección al remanso.
Sabía que debía cortar la línea, entonces remaría hacia la izquierda y saldría del medio del río, tomaría rumbo  a su casa y esa noche jugaría con sus hijos, olvidaría este pez inmenso como ilusión de pescador viejo, quizás soñaría con él y nunca sabría lo que es luchar de nuevo  contra el destino, como lo hizo con la Julieta, aun sabiendo que la lucha era inútil.
Sin embargo no cortó la línea y se esforzó para remar con método, como le enseñó su padre, El pez advirtió la maniobra inteligente del hombre y aflojó la línea, se quedó muy quieto, como si no existiera, él supo que estaba pensando la próxima movida como si fuera una jugada de ajedrez.
Supo por instinto de pescador lo que venía a continuación, el tirón inmenso, que el final se acercaba, que uno de los dos debía perder.
Pensó en sus hijos y en la Julieta, en lo tonto que es uno cuando no acepta su destino.
Arrolló la línea a sus dos brazos, se puso de pié en medio del bote y dio un tirón hacia arriba con toda la fuerza de su corazón...

Totoi

Relatos FM

SIN ESPERAR LA NAVIDAD


Faltaban cinco días para la Navidad cuando entró en la habitación de su hermana discapacitada, la besó y le dijo: «Mumi, voy a una fiesta. Regreso temprano». Ella no comprendió, pero sonrió al reconocer su voy y sentir los labios en su tibia mejilla. Pasada la media llegó la horrible noticia. Muchos, incluyendo a mi esposa, afirmarn que los filólogos han encontrado vocablos como viudo, huérfano y hasta divorciado, pero que no han podido darle nombre a quien ve partir a un hijo para siempre. El nuestro, de apenas veinte años, nos dejó con el pesebre sin Niño y el arbolito sin terminar.
   La proximidad de la festividad religiosa, celebrada por toda la cristiandad, casi obliga al reproche cuando recordamos dos pasajes bíblicos. El primero comienza con la sagrada familia viajando de Nazaret a Jerusalén para la celebración de la Pascua. Jesús solo tiene doce años. El Niño permanece en la ciudad sin que sus padres lo supieran. Lo encuentran tres días después y, a pesar de su naturaleza divina, la Madre le reprocha por la angustia que sintieron mientas lo buscaban. Imagino la felicidad que sintieron con el rencuentro. (El nuestro estaba sin vida cuando apareció sin haberse perdido.) En la parábola del hijo pródigo, el joven descarriado regresa a casa de sus padres cuando tuvo hambre después de haber dilapidado el dinero que le había entregado su padre a petición suya. No solo lo perdonó, sino que organizó una gran fiesta para celebrar su regreso (El nuestro, que no hubiera nunca pedido herencia alguna, no solo no regresó sino que las cercanas fiestas Navideñas se suspendieron debido a su ausencia).
   Días después del entierro, mi esposa acudió a la iglesia, a orar y meditar, tratando de encontrar algo de sosiego. Era día de semana y solo se encontró unas escasas personas a la salida del templo. Una de ellas era un sacerdote. «Padre», le llamó con la voz temblorosa y el rostro quebrado de color y los ojos llenos de lágrimas. El aludido se volteó y le dirigió una mirada interrogante. Ella le dijo: «Me urge hablar con usted». Sin detener su andar le contestó que estaba muy apurado y que debía sacar una cita con la secretaria. «Es que acabo de perder un hijo...» No pudo continuar. El sacerdote, sí; después de dar unos pasos, se sentó al volante de un lujoso automóvil con el que se marchó a gran velocidad. Mi esposa permaneció atónita en el estacionamiento de la iglesia. ¿Era ese individuo el representante de Jesús en la tierra? Si su iglesia no se le brindaba el apoyo que necesitaba, ¿dónde iba a encontrarlo? 
   Parecía que había que continuar con un dolor que contrastaba con la alegría reinante. El « ¡Feliz Navidad!» ya tiene una connotación adicional para nosotros. Así se lo hacemos saber a nuestro hijo cuando dejamos una matica de pascua en su mausoleo y fotos nuevas de sus hermanos y la sobrinita y los mellizos varones que no conoció. La dicha de saber que está en un lugar mejor no compensa la tristeza infinita de su ausencia. Ni el saber que nunca llegaremos a contemplar a sus hijos abriendo regalos junto al arbolito incompleto y corriendo con sus primos alrededor del huérfano pesebre. Ni abrazando al hermano, camino del refrigerador, en busca de una cerveza. Suena trivial. Ojalá lo fuera. No resulta difícil notar su puesto vacío durante la tradicional cena de Nochebuena, que demoró varios años en reaparecer sobre el rojo mantel. Ya volvieron los villancicos, pero no suenan como antes. A veces nos parece escuchar que se abre la puerta, sentimos unos pasos y una alegre voz pregunta: « ¿Llegué tarde?». Es que después de veinte años, aún no concebimos que se haya marchado sin esperar la Navidad y, como afirmara Charles Dickens, "El recuerdo, como una vela, brilla más en Navidad".

Ismaelillo Oriental

Relatos FM

Alguien en las sombras


Reconozcamos que Aníbal no fue nunca un ejemplo de valentía. Justo esa noche debía pasar por ese lugar que todo el mundo consideraba tenebroso y tierra de fantasmas y bandidos.
    Había evitado ese camino un sinfín de veces, debido a comentarios sobre delincuentes de la peor calaña que deambulaban justo allí, en el cementerio del pueblo. Pero esa vez, cuando se le quedó el coche a poco de llegar a su hogar, descubrió con espanto que el móvil no tenía batería. Tragando saliva no le quedó otra que pasar por allí, por ese camino sinuoso, lleno de lápidas . Eso significaba entonces pasar por ese solitario y casi oscuro corredor, galería de ladrones, bandoleros, bandidos, malhechores, facinerosos, relegados, marginales, asaltantes, carteristas, malandrines, delincuentes, forajidos, manilargos, rateros, proscritos, malvivientes y salteadores... ¡Vamos,  chorizos!
    La gente tal vez exageraba, pero Aníbal sabía que era el único paso disponible, precisamente ese corredor del antiguo empedrado, de casas viejas y de luz mortecina, era el elegido por todos para los comentarios maliciosos, donde se tejían enormes historias de raptos y oscuras historias de la ciudad.
    Aníbal respiró hondo y contempló la única luz que se veía de un viejo y cansado farol colonial a mitad de la calle. Única luz en muchas calles. A un costado de él, un extenso y descuajeringado paredón de no menos de seis metros de altura lo acompañaría durante un kilómetro y medio. Del otro lado de la calle, frente a ese triste paredón, una antigua fábrica desmantelada; más allá, nada. La nada de un descampado oscuro, sin formas esperándole impenetrable. Un poco más allá, la salvación: su casa, su cálida y añorada casa.
    En una noche clara se podría contemplar las estrellas en un cielo límpido, o bien la luna a veces acompañaba el trayecto a los que se aventuraban a vagar por allí, pero esa noche, justo esa noche que debió entrarse Aníbal en las garras del corredor, los oscuros nubarrones abrigaban las estrellas y hacían la noche más negra y fantasmagórica.
    Sin más retrasos comenzó su paso apurado, solo acompañado por la sombra larga que se reflejaba en el paredón por la solitaria y débil luz de la calle. "Lloverá", pensó al ver el cielo tan densamente ennegrecido. "Tal vez antes que llegue a casa". Sus pasos fueron el único eco que le acompañaba y echó de menos el canto de las ranas o las luces fosforescentes de las luciérnagas del verano. Allí, era tan hondo el silencio, que casi podía oír su corazón.  Sin embargo, le pareció que le llegó a sus oídos un sonido hueco, lejano: "Toc". Agudizó su oído. Sólo le llegó el sonar de sus pasos. Mirando hacia todos los confines apuró un poco la marcha, mientras se daba vuelta para observar si alguien venía detrás. No vio a nadie, pero estaba inquieto. Quizá su mente le estaba jugando una mala pasada. Sintió frío en sus manos y las guardó en los bolsillos de su abrigo. Descubrió que uno de ellos estaba rasgado, pero no le dio importancia, ya que abrigaba igual sus destemplados dedos. A los lejos un rayo le dibujó el final de la fábrica abandonada y eso le dio más escalofrío.
     Toc. Otra vez. Aníbal distinguió como el resonar de un taco golpeteando la acera mojada, rústica, peligrosa, como unos pasos lejanos, vagos, imprudentes a esas horas. Su temor a ser abordado por una persona de mal vivir le acompañó todo el tiempo, pero esa sensación  creció más cuando al darse vuelta visualizó la tenue forma de una silueta movediza. Agudizó entonces la vista, y no divisó a nadie. Aun así, apuró más el paso. Al llegar al sitio del farol colgante, se dio cuenta que llevaba ya la mitad del trayecto realizado, su sombra comenzaba a dibujarse paso a paso hacia delante.
    Un rayo furtivo iluminó el paredón y cuando Aníbal observó hacia atrás, vio a un hombre. Al perseguidor, perfectamente definido, agachado en cuclillas y que se incorporaba a no más de cien metros de donde él caminaba. "¡Se está escondiendo para que no le vea!", se dijo mientras sus piernas comenzaron a temblar. Aníbal entonces no meditó más y sus pasos rápidos se transformaron ya casi en trote. Toc toc toc más rápido atrás.
    La luz del farol ya había quedado definitivamente a su espalda y una figura bestial, inhumana, de sí mismo se mostraba hacia delante de sus ojos, alargándose con el paso precipitado. Otro relámpago iluminó la noche, y Aníbal sin poder dejar de mirar hacia atrás, vio que el hombre había acortado mucho la distancia que les unía.
   Toc toc toc toc.
   Ya no tenía dudas: aquella figura lo estaba siguiendo. Un poderoso trueno se confundió con un grito ahogado de aquel hombre, que le pedía para que se detuviera, pero llegó a Aníbal como una forma monstruosa de aullido sobrenatural. Las primeras gotas dieron paso a una potente tormenta que bañó la cara desesperada de Aníbal.
   Toc toc toc toc.
    Ya corría, pero sintió con desazón los pasos raudos de aquel hombre corriendo también no muy lejano ya. Le estaba dando alcance.
    "¡Dios, un bandido!". Corría más rápido Aníbal; toc, toc, toc, toc, corría más rápido el ladrón. Un nuevo rayo iluminó la escena y Aníbal por última vez miró a su perseguidor. Llevaba un objeto negro impreciso en su mano extendida hacia adelante.
     "¡Un arma!", se dijo con desesperación.
  Aníbal corría y corría. Toc, toc, toc, toc. Corría y corría su perseguidor. Un dolor agudo en el estómago por el esfuerzo no detuvo su paso vertiginoso. Respiraba con la boca abierta y el agua de la lluvia le había empapado el rostro. A su derecha el descampado, más allá, la salvación. Sintió, no muy lejos a sus sentidos, el jadeo del ladrón extenuado, pero no obstante, más cercano. El ladrón profirió un nuevo grito de llamada que Aníbal entendió amenazante. Un nuevo alarido dejó escapar el perseguidor y con esto sus pulmones perdieron aire y velocidad. Aníbal comenzó a sentir que escapaba de las garras del malhechor, pero, sin embargo, la voz otra vez le sonó más cercana. El perseguidor se le había aproximado. El paredón terminaba, y Aníbal dobló en la esquina. La luz de la ciudad lo iluminó todo. La noche, la hora y la lluvia hicieron que nadie fuera testigo de la persecución. Pero ya casi lo había logrado, sólo tenía que soportar el cansancio de sus piernas y sus pulmones cincuenta metros.
    No detenerse. No resignarse. Correr. Correr. Toc, toc, toc, toc.
    Sus piernas casi no resistían, pero su instinto y su temor lo hacían volar sobre la calle y la lluvia. No quiso mirar hacia atrás, pero imaginó los brazos del ladrón extendidos a punto de atraparlo. Entonces Aníbal, de un golpe arrancó la cadenita donde llevaba la llave de la puerta de entrada de su casa y la acomodó a la carrera en su mano para abrirla ya casi a unos pasos. Los dedos del perseguidor tocaron levemente el abrigo de Aníbal... éste corría más deprisa, arqueando su espalda hacia delante para ganar unos centímetros, como queriendo volar. Pero el cazador, en su afán de querer tocar a Aníbal, de querer acariciar la presa aunque sea con sus uñas para darle alcance, trastabilló y perdió su oportunidad.
    Y Aníbal, con la rapidez exacta de un rayo que cayó en algún lugar del horizonte, introdujo la llave en la puerta de su casa, abrió y volvió a cerrar en el extenso término de un segundo. Detrás de él, el desconocido golpeó varias veces esa puerta con la palma de su mano, con su garganta ahogada por un jadeo profundo de una extenuación insoportable. Pero Aníbal hizo caso omiso a los pedidos del desconocido y respiró profundamente para llenar sus pulmones de aire una y otra vez. Agotado Aníbal. Agotado el desconocido. Toc.
   Cuando los primeros pasos de aquel hombre alejándose le anunciaron que el peligro había pasado, recién Aníbal entró al comedor para iniciar por fin su vida rutinaria y, dejando la mala experiencia atrás, se dispuso a llamar a la grúa para su coche. "¿Dónde tengo ese número?",se dijo buscando su cartera. El desconocido, ya lejos de la casa de su perseguido se resignó a no alcanzarlo. Meditó que vaya a saber uno qué fuerza desconocida hizo correr a ese individuo como un loco y así no poderle regresarle la cartera que se le cayó al comenzar el trayecto por el paredón.
     Mojado, con frío, con la ropa embarrada y casi sin pulmones de tanto correr el perseguidor admitió mentalmente que hizo lo que pudo. Se sintió un ladrón, uno de esos salteadores de caminos, cuando metió la cartera en su bolsillo y decidió quedarse con el dinero; en todo caso, un ladrón involuntario. Sin más, se alejó hacia la ciudad a paso apurado. Toc, toc, toc, toc...

Héctor el Chico