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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

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Relatos FM:
                                              SMS-SOS
     Qué difícil resulta, en ocasiones,  identificar un vacío.  Esos huecos que se van rellenando de fatuas ilusiones, acciones cotidianas, desperdicios varios…
      Pero ella sabía que  ese agujero negro existía. Ese abismo la succionaba hacía un cráter candente. No importaba que no quisiera darse cuenta, que intentase avanzar rodeando ese sargazo que trataba de envolverla y  ahogarla de una vez por todas y para siempre.
      Aquella mañana, él había salido con mucha prisa. Su móvil reposaba en la mesa, junto al jarrón de tulipanes recién cortados.
      Durante todo el día, esa presencia la perturbó enormemente. De todos modos, rodeó la posibilidad, actuó de forma ecuménica, se resistió a las imperantes ganas de…  que la acuciaban.
     Sólo cuando tuvo que retirar el jarrón para poner el mantel en la mesa, se detuvo un instante infinito. Contempló  el teléfono que, en ese momento, pareció responder a sus dudas. Lo cogió entre sus manos en una suerte de caricia lasciva.
     Actuó rápidamente, como si temiese su llegada y ella no supiera cómo… Los dedos le temblaban al buscar menú, opción mensajes (pasó por los recibidos de puntillas, sin ocurrírsele siquiera asomarse a ese campo vedado), escribir nuevo.
      La pantalla blanca se mostró ante ella desafiante, como una sábana tendida bajo un sol implacable de verano. Estática, inmóvil.
      Un olor acre despertó su mente desde la cocina. ¡La crema de calabacín se había quemado!
      Tecleó “Te amo”, opción enviar, teclado numérico…
      Inmediatamente, su móvil anunció la recepción de un mensaje.
      Corrió a la cocina y, en medio del desconsolador aroma a calabacín chamuscado, leyó el mensaje que acababa de recibir.
     Decía: “Te amo”.
     Y se sintió feliz.

PoetadelNorte

Relatos FM:
El infortunado final de aquel… (fuera de concurso)
Todas las noches mantenía esta práctica rutinaria; ineludible e indefectiblemente necesaria. Llenar un vaso de agua y llevarlo al lado de la cama, antes de sucumbirme en el sueño, era un procedimiento que realizaba casi por instinto.
Siempre tuve la inapelable necesidad de las hidrataciones nocturnas. Me despertaba sintiendo mi lengua reseca rozar el paladar con aspereza. Algunas noches solo ocasionalmente despertaba una vez, mientras que en la mayor parte de ellas eran dos las veces que solía hacerlo. Bastaba un solo trago de agua para volver a retomar el sueño.
Recuerdo aquella madrugada cuando desperté. Sentí mi boca seca,  percibí la sequedad de mi lengua árida. Estiré el brazo en la oscuridad pero no di con el vaso. Al encender la lámpara comprobé que no se encontraba. Rara vez olvidaba el vaso sobre la mesa de la cocina. Volví a buscarlo y lo encontré vacío. Lo observé y al deslizar el dedo por su interior comprendí que aún permanecía húmedo. Me pareció extraño porque recordaba haber agarrado la jarra y colmatar el vaso de agua.
Volví a la cama llevando el mismo vaso, luego de haberle cargado de agua. Llegué a pensar que no me encontraba del todo solo en la casa. Recordé las historias que la abuela Sara me contaba sobre los espíritus que nos acompañaban. Siendo demasiado adulto, me encontré un tanto asustado como aquel niño tras haber escuchado historias de espíritus.
A la noche siguiente, cierta curiosidad me llevó a modificar el procedimiento habitual. Como era de esperar, desperté a la madrugada. Mientras bebía el preciso sorbo de agua determiné, sin buenos argumentos, que la maniobra debía efectuarse en la oscuridad. Sigilosamente y posando las manos sobre los muros iba reconociendo el camino hasta llegar a la cocina. Ese era el momento. Al accionar la perilla de la linterna el haz de luz cayó justo sobre el cristal. Aún el agua continuaba dentro del vaso.
Al despertar por segunda vez volví a practicar la misma actuación, aunque con una variante. En el momento de encender la linterna observo que el vaso se encontraba vacío. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y percibí que no me encontraba solo. Nuevamente el tacto de mis manos contra los muros, aunque esta vez se mostraban temblorosas. Comencé a regresar a mi cuarto, con cada paso se acrecentaba la sensación de sentirme acompañado.
Continué olvidando intencionalmente el vaso con agua sobre la mesa. Meditabundo y abstraído, comencé a dormir menos durante las noches. Mi propósito era encontrar el momento justo de consumirse el hecho. La rareza me resultaba tan escalofriante como inquietante. Mi obstinación por el extravagante hecho llegó a desvelar mis sueños.
Noche tras noche, el mismo vaso con agua y el mismo vaso vacío. Aquel suceso que en un primer momento me despertaba curiosidad, se convirtió en una agobiante pesadilla.
La abuela siempre sostenía que aquellos otros moradores no ocasionaban molestias y que pocas veces se los podía evidenciar.  Por un momento los percibí, en medio de la oscuridad me sentí observado por ellos. Aunque no los podía ver sentí su presencia. Rogué a Dios que me ayudara a librarme de aquellos espíritus. La ingesta de algunos somníferos me ayudó a recuperar el sueño y pronto ya me encontraba dormido.
Mi intención era la de poner fin a toda esa enajenación. Envenenar el agua de aquel vaso me pareció ser una salida. Aunque no imaginaba que efectos pudiera tener sobre aquel espectro nocturno, aparentaba ser una posible solución a mi problema.
Sería la última de esas inquietantes noches. Tras llenar de agua el primer vaso, me dirigí con él a la habitación.  Al volver vertí cuidadosamente el ácido muriático dentro del segundo vaso y, como estaba estipulado, lo dejé sobre la mesa de la cocina.
Desperté por primera vez, tras beber el sorbo de agua decidí ir a la cocina. Con la misma actitud logré llegar al vano, al encender la linterna aún el vaso continuaba intacto. Volví a la cama a esperar que la sed interrumpiera por segunda vez mi sueño.
Desperté con una extraña sensación, no ingerí el sorbo de agua. Un intenso dolor arremetió contra mi vientre, pero no me imposibilitó llegar hasta la cocina. Allí me encontré con el vaso vacío. De pronto todo pareció girar ante mis ojos y un temblor sacudir mi cuerpo. Fruncí las cejas y cerré fuertemente los ojos. Todo fue oscuridad y sed…
Confirmo que fue grande mi sorpresa al caer en la cuenta de algo. La abuela tenía razón acerca de aquellos otros extraños moradores de la casa. A partir de entonces pasé a formar parte de esos habitantes etéreos que poseía la morada.
Ya no padecía de apetencia líquida por las noches, aquella que había sido mi único impedimento para tener un sueño corrido. Ya no más vasos con agua a la cama, ni vasos con agua sobre la mesa de la cocina, ni mucho menos vacíos.
Extrañamente seguí habitando mi propia casa con mi presencia insustancial. Dentro de un estado intangible, llevaba una vida incorpórea. Para mi sorpresa, insólitamente me encontré muy a gusto con mi nueva existencia.
Cada vez que escuchábamos a los actuales ocupantes hablar del suicidio del antiguo propietario, con cierta aprensión y turbación, estallábamos a risotadas.
Solo se había tratado de un absurdo accidente…Nosotros siempre recordamos mi desafortunada desdicha; un final singular y un tanto ridículo. Pasó a ser la anécdota más recordada entre los incorpóreos de la residencia; la llamábamos “El infortunado final de aquel sonámbulo”.

Marcus Jowen

Relatos FM:
Una Historia Más
Me llamo Víctor. Hoy cumplo veinticinco años. Mi compañía son dos policías del tamaño de gorilas que me llevan esposado y casi en volandas. Yo estoy callado. La única manifestación de todos los pensamientos y sentimientos que hay en mi interior es una pequeña lágrima que resbala tímida por mi mejilla. Pasan por mi mente un millón de recuerdos: mi madre llorando, el juicio, el cuerpo muerto de mi novia Rut…
Yo siempre he creído que los jueces eran justos. En las películas te muestran un juez buenazo y un abogado defensor que siempre demuestra la verdad. Pero ese sueño, esa venda, ha quedado destapada ahora para mí.
Sí, admito que Rut y yo ese día discutimos, por tonterías como siempre; yo me fui a un bar y bebí demasiado, pero no lo bastante como para no recordar nada. Al llegar a la casa que compartimos, la encontré en el suelo rodeada por un charco de sangre y con la mirada perdida a lo lejos. Me quedé perplejo. Lo primero que hice fue ir a cogerla entre mis brazos, sacar el cuchillo que tenía clavado en el pecho y llorar amargamente. Así, todo el mundo entendió que fui yo. Ya tenían las pruebas, el motivo y la oportunidad: la discusión, mi embriaguez y mis huellas en el cuerpo, el arma y en los alrededores. No lo entiendo. Yo la quería más que a mí mismo y que a cualquier otra cosa o persona en el mundo.
En fin, nadie me creyó. Tan siquiera mis padres y mi hermana. El único que me defendió como pudo fue mi buen amigo Iván. Pero no pudo hacer gran cosa para evitar mi sentencia: más de veinte años de prisión por asesinato con agravantes de ensañamiento y alevosía, sin contar con el maltrato de género.
Las esposas están frías y aprietan demasiado. Los dos gorilas me agarran con fuerza entre una multitud que grita: “asesino, asesino”.

Después de un largo viaje, llegamos a la cárcel. Me quitan mis cosas, me golpean, me dan ropa de cama y me llevan a mi celda. Una celda entre tantas otras. Por ahora no tengo compañero, y eso me extraña porque todos los demás presos están alojados en parejas. Es peor de lo que yo me imaginaba: será de unos 6 metros cuadrados, cerrada por completo con muros de hormigón; a la izquierda de la entrada hay una litera, vieja y con pinta de ser muy incómoda; en frente, una taza de baño sucia y; al fondo, una pequeña ventana de 20x20 que da a un patio amurallado. Por suerte se ve la luna de vez en cuando, y algunas estrellas. Entra algo de sol matutino. Parece que estamos en el campo porque se escucha algún pájaro y huele a flores silvestres; pero para mi desgracia, huele más a suciedad y sopa aguada que a otra cosa.

No se cuánto tiempo llevo aquí. Creo que van unos tres años. Tres años aguantando a mis compañeros, tres años aguantando sus abusos, sus groserías, tres años con la única esperanza de poder morir e irme con Rut, tres años viendo la luna detrás de mis lágrimas.
Durante este tiempo Iván ha venido a verme todas las veces que ha podido, que para mí siempre son pocas. Me contaba qué tal estaba mi familia, mis conocidos y el mundo en general. Siempre agradeceré su apoyo, sus palabras de ánimo y la esperanza que sembraba en mí. Hace ya mucho que no viene, no se que le ha podido pasar.

Otra vez es verano. El sol calienta los cuerpos, que desprenden peor olor que antes. Hoy el carcelero me ha prometido una sorpresa. Supongo que serán dos bichos, en vez de uno, en la comida. Para mi asombro, es un compañero de celda.
Es un hombre de unos cuarenta años, delgado, bajito y con grandes bolsas debajo de los ojos. No se qué decirle. Me saluda, le saludo. Le digo que su cama es la de abajo. Se hace el silencio durante unos minutos, que son eternos. La pregunta que tanto temo sale de sus labios: “¿Tú porqué estas aquí?” Pienso cómo contestarle.
- Por un asesinato que nunca cometí- contesté.
- Ah. ¿El asesinato de quién? ¿Cómo te llamas?- siguió.
- El de mi novia. Y me llamo Víctor.
- Yo me llamo Álvaro. ¿Quieres saber  por qué estoy yo aquí? 
No le contesto; sigo observando el cielo por el ventanuco.
- Pues por fabricar billetes falsos y hacerlos circular. ¿Sabías que te encierran por eso doce años?
Prosiguió con sus preguntas todo el resto del día. Y aunque yo no le pregunté nada, él me respondía solo. 

Pasaron las horas, los días, e incluso los años, pero Iván no venía a contarme la situación mundial.

Creo que hoy cumplo cuarenta años. Ni lo sé ni me importa. La vida en la cárcel es cada vez menos angustiosa. Dicen que a todo te acostumbras.
Me dicen que tengo visita - “¡por fin Iván!”
Llego a la sala. Me siento. Se abre la puerta. Veo deslizarse un bulto corpulento - “¿Iván?”- No, es mi madre.
- ¡Víctor, hijo mío!- grita.
- ¿Mamá? - pregunto extrañado - ¿Qué pasa con Iván?
- Sabía que me lo preguntarías. Hace unos catorce años tuvo un accidente de tráfico. Cuando venía con papá y tu hermana a verte a ti - De sus ojos empiezan a brotar lágrimas, todo su cuerpo se vuelve de piedra - No sobrevivió ninguno de los tres.
Ahora su cuerpo comienza a temblar como un flan; pero el mío, entre dudas, pensamientos y recuerdos, se queda petrificado. Lloro. Lloro en silencio, lloro con ella, solo, con Álvaro... ya sólo tengo a mi madre, y ella lleva setenta y dos años vividos y anda mal de salud; si yo pudiera cuidarla...

La cárcel empieza a ser mi hogar; Álvaro, mi hermano; sus muros, mi habitación de reflexión; los compañeros, mis amigos; los carceleros mis padres. 
Desde la visita de mi madre, todo parece menos difícil. Ya han pasado un montón de años; según Álvaro, siete u ocho.

Aún después de tanto tiempo, siento en mi interior la misma impotencia que el primer día, aunque ahora ya la ignoro. ¿Mi amor por Rut? No es igual que antes, evidentemente, pero hay noches que sueño que los dos somos jóvenes, que todo era como al principio, y que no había pasado nada; pero luego, luego el sueño se oscurece, surge una sombra conocida, pero desconocida a su vez, y esa sombra nos separa, la coge por el cuello cuchillo en mano y luego, después de estar un momento a oscuras en una habitación sin puertas ni ventanas, aparece muerta en el suelo. Esas noches me despierto de un sobresalto empapado en sudor y lágrimas.

- Me he enterado por ahí de una muy buena noticia. Te va a gustar – me dice Álvaro ahogado entre alegría y cansancio en el comedor – Han descubierto que tú no mataste a tu novia porque el que la mató ha confesado su culpabilidad ¡Vas a salir de aquí!
“Salir de aquí”. Palabras que resuenan una y otra vez en mi cabeza que, juntas, son un sueño vano en mí. No sé cómo reaccionar. Casi no puedo ni respirar para decir algo a mi amigo y compañero.
- Te habrás enterado mal. Además, ¿Quién confesaría un asesinato después de tanto tiempo?- Contesto.
- Pues alguien a quien le ha estado comiendo la conciencia todo este tiempo.
- Quita, quita. Prefiero no hacerme falsas ilusiones.
- ¡Qué suerte tienes! Vas a ser libre, y demostrado por la ley.
Tenía razón. A las pocas horas, cuando nos fuimos de vuelta a la celda, vino un vigilante que era amigo mío y con los ojos llorosos y una sonrisa en la cara me dijo:
- Libre. Libre y sin culpas.

Silencio en toda la cárcel. Todos se han quedado atónitos, incluido yo. No sé qué hacer, dónde mirar, qué decir, si saltar de alegría o llorar por todo y por nada.
Mi amigo carcelero me dice que me acerque a la puerta mientras él las abre. Una vez abierta la puerta Álvaro me abraza y me dice que nunca me olvidará. El carcelero también me abraza. No puedo hacerme a la idea de irme de mi “hogar” dejando todo lo que conozco atrás. Me dan mis cosas. Al verlas me emociono. Qué tiempos aquellos. Lástima que nunca vuelvan.

El sol quema mis ojos aunque es una tarde gris de otoño. Ya no recordaba como era la libertad de movimiento sin que nadie te diga donde tienes qué ir y que hacer casi en todo momento. Ahora en la calle me siento solo. No sé dónde ir, qué hacer, con quién hablar. Todo es muy extraño. La gente es muy extraña, visten estrambóticamente y tienen el pelo de colores.
Los pensamientos que se suceden en mi cabeza son muy variados. Por un lado, son alegres por haber salido de la cárcel. Por otro, de añoranza por todas las buenas personas que dejo atrás. Otros, de duda por no saber qué hacer. Y... ¿dónde va un hombre de casi cincuenta años como yo?
Vale, sé que tengo que buscar trabajo, pero ¿de qué? Me metieron en la cárcel cuando aún estaba comenzando a trabajar de mecánico y ya se me ha olvidado todo lo que aprendí. ¿Un piso? Pero si no tengo trabajo, de dónde voy a sacar el dinero para pagar un techo.
Tengo una idea de dónde hay un sitio en el que me acogerán con los brazos abiertos: mi “hogar” la cárcel, el lugar donde he pasado la mayor parte de mi vida, el lugar donde he aprendido todo lo que recuerdo y el lugar donde me daban un techo y “comida” gratis.
Incluso ya sé cómo volver...

Nekane FV

Relatos FM:
El dulce adiós
Recibí el golpe de frío de la calle en plena cara, como si de un latigazo se tratara. Aún no había cuajado el invierno y ya notábamos el rigor de su temperatura e inclemencias. Subí el cuello de mi abrigo. Hoy había salido pronto del trabajo,  sorprendería a Diana comprándole lo que se que le gusta, por encima de todo. Adivinaba el tintineo de sus ojos al verme con la caja, se la iluminan con lucecitas tibias, amarillas, como de mica, al darla el regalo; luego intentaría conseguir una velada como las de antes, cuando el tiempo se nos deshacía entre las manos y la pasión lo llenaba todo de deseo y palabras en un dialogo sin prisa, de miradas, de sueños compartidos.
 Hacía mucho que no nos dedicábamos momentos el uno al otro, que nuestras palabras se helaban antes de pronunciarse, que dejábamos pasar los días con diálogos iguales unos a otros, en donde cada uno sabía su guión y lo recitaba cambiando algún matiz. Ya no reía con el canto feliz de hembra confiada, ni miraba mis ojos para ver en ellos reflejado el deseo mordaz que me asaltaba nada más sentir su presencia.
Esta noche era buen momento para  hablar de nosotros. Tomar su mano entre las mías, mirarme en la profundidad de su mirada azul, perderme entre sus  brazo, esculpir con besos los labios y revivir los momento de intensidad de nuestro amor. Haría resucitar el rescoldo levemente apagado, y para eso, necesitaba llevarla su golosina, los marrons glacé que ella adoraba.
Parece que han pasado muchos años desde que la emoción embargaba nuestras vidas….y no ha pasado tanto. Unos meses, casi un año. Pero los sentimientos se diluyen en la cotidianeidad. La pasión en la rutina. Noto como las miradas antes irradiaban calor, ahora son destellos apagados de ojos moribundos. Nuestra piel que se erizaba al mínimo contacto mutuo, se muestra indiferente a las caricias que a veces nos prodigamos, más por costumbre, de día en día apagada la llama, que por verdadera pasión y sentimiento.

Subí al metro, adentrándome en las entrañas de esta ciudad que nos devora, a la vez, que hace que vivamos en alerta total, en  despropósito de carreras contra la naturaleza.
Iba apretado, entre gente desconocida, con la proximidad lejana de los extraños mezclados. Miraba sus rostros, que como el mío denotaban cansancio, sueño, en los momentos de recogida hacía el nido de cada uno. La expresiones eran quietas, indiferentes, cansadas, como la mía, imagino. Seres iguales unos a otros, cada uno con su vida a cuestas, con historias mezquinas  o heroicas, con felicidad o desgracia, pero sobre todo con sueño, con un halo de cansancio y tedio en la mirada que nos adormece y nos hace similares.
Ansiaba llegar a casa, entrar en la calidez del seno de mi hogar, retomar las costumbres que día a día habían  pergeñado el tiempo y los usos cotidianos.
Todas las noches tomo  ese caldo que ella prepara para dar tono a nuestro cuerpo cansado de la jornada. Encendemos la televisión, que con su cháchara consigue obnubilar nuestra mente y evitar la conversación que se pierde en las palabras no dichas y por ello olvidadas. Y si hablamos se dicen  cosas banales, esperando respuestas iguales a las de todos los días.
Hoy intentaré que sea algo distinto. Debía averiguar porque la mirada de Diana estaba  ausente .Sus ojos me huían desde hacía mucho, y su piel  me huye cuando la toco.
Quizá la rutina, que sin sentirla, asesina las pasiones y los sentimientos más profundos, había hecho mella en nosotros. La rutina,  que escarnece a la pasión más fuerte, que alivia el corazón más exaltado, había hecho presa en nosotros, nos estaba ganando la batalla.
Tiempos aquellos en los que nos prometíamos un romance perpetuo. Que con solo mirarnos nos estallaba el amor y sobraban las palabras para decirnos todo, con el cuerpo, con la mirada, con el roce ligero de una mano en la piel.
Corríamos a casa, desde donde estuviéramos, para consumar nuestro fuego en bloque, abrasados de pasión y de impaciencia.
El metro se iba llenado en una rotación constante, gente que subía, otros bajaban con pasos cansinos hacía un destino incierto.  Llegaba a mi estación, noté de pronto, que un leve soplo de miedo me contrajo el estomago, me sonreí por dentro, nada malo podía pasarme hoy, Diana me esperaba, cerca de mi pecho reposaba la cajita con sus marrons, y yo daría un giro a nuestra vida, para despertar el letárgico amor que posaba en ella.
Los  marrons glacé   eran su dulce favorito, se premiaba con ellos en circunstancias especiales,  o se compensaba de algún dolor o rabia, con uno, apenas dos, me encantaba contemplar cómo se llenaba la boca, cerrando los ojos irisados y dejaban que el dulce la embriagar de placer.

Yo asistía divertido a esa glotonería momentánea, deleitándome, a mi vez, con la belleza de esa cara atravesada de placer, recordando y recreando los momentos en que su gesto se deleitaba en mi cuerpo, que sutilmente se diluía bajo mi peso.
Amamos la belleza al conocerla, luego, pasa desapercibida en aras de la costumbre. Diana, había surgido como una luz, en mi vida mediocre, de persona normal, anodina. La dio luz, la encendió, hizo que los días que sucedían iguales unos a otros, se iluminaran como día de fiesta.
Así fue desde que la conocí,  sentía el milagro al verla despertar cada día en mi cama, al contemplar su belleza en mi vida. Hasta que la costumbre había tejido unas redes sutiles en mi cerebro. Su belleza era igual, el azul de sus ojos se tornaba, a veces oscuro pozo de añil, pero ella seguía bella como pocas, aunque ya no me diera ni cuenta, aunque ya no me sorprendiera ver los ojos irisados de mica, cada mañana al lado de mi cara.
El amor se había tornado costumbre y estaba ahogándonos, lo notaba, sabía que era  preciso reavivar el rescoldo, convertirlo en llama otra vez, incendiar nuestros días con un amor espeso, solapado, dejar que trascurrieran como al principio, cuando cada hora era una sorpresa contundente.
Llevaba los marrons y otras viandas igual de deseadas por ambos,  encaminé mis pasos hacía casa llevándolos muy cerca del pecho, como si quisiera imbuirlos de una pasión que alimentara el deseo de Diana, de no perder su admiración ni ese amor incondicional y ambiguo que como milagro había surgido, no sabía como.
Era muy pronto aún, le daría una sorpresa al verme llegar, sin esperarme, cenaríamos bajo la luz de la velas y haríamos el amor como en los tiempos de la premura pasional. Surgiría el milagro otra vez, y sus ojos volverían a ser brasas mirándose en los míos.
Al entrar, noté que la casa estaba más fría que de costumbre, había una ventana abierta en el salón, cosa extraña dado lo friolera que era ella, siempre amparada en sus largos jerséis, envuelta en la vieja manta que acolchaba su cuerpo frente al frio. Y de noche acurrucada entre mis piernas sorteaba las bajas temperaturas hasta la llegada del verano.
-Diana, cariño, he salido antes, tengo una sorpresa para ti-
El silencio me devolvió la realidad de estar solo en casa. Miré en las habitaciones, en la cocina, en el baño, nada, no había nadie. Solo la presencia gélida de una ausencia no esperada.
Al volver sobre mis pasos, casi me caigo, tropezando contra algo que me pareció un bulto en el pasillo, que antes, no había visto, por la falta de luz, o el exceso de entusiasmo al entrar en casa esperando verla aparecer .
Presioné el interruptor a fin de iluminar la estancia, en ese momento comprobé que el bulto con el que había topado eran las maletas de Diana. Estaban alineadas a un lado de la puerta de casa, dispuestas para ser tomadas en breve.
No entendía lo que pasaba ni que significaba lo que estaba viendo, confuso miré a mi alrededor, llevaba aún las viandas en mi mano.
En el aparador de la entrada había un sobre con mi nombre. Con mano temblorosa lo cogí, temiendo el destino  que su texto podía dar a mi vida, entendía que lo visto hasta ahora tenía trascendencia.
“Fernando, habrás visto las maletas y te estarás preguntado el significado de tenerlas ahí.
Están preparadas para que mañana vayan a recogerlas. Yo no tengo ni fuerzas ni valor para ir personalmente .
Estoy lejos, muy lejos,  me voy de ti porque no puedo soportar la lenta agonía de un amor que compartimos y vivimos plenamente.
Ha acabado Fernando, de eso tengo certeza, nuestro amor se ha ido, solo queda enterrarlo y eso lo tendrás que hacer tú solo, yo con cobardía que  no niego, huyo del dolor y me refugio en otros brazos.
No me busques ni intentes hacer nada por retomar lo nuestro, se ha ido, se ha acabado, es mejor asumirlo. El tiempo se consumió y el dolor de vernos languidecer sin la pasión de antaño, se me antoja insufrible.
Simplemente no podría soportar un día más sin ver  el deseo en tus ojos.
Diana”
Dejé los marrons en el viejo aparador de la entrada, mientras contemplaba las maletas y mi vida pasar entre ellas. Mi vida sin ella, y los días que quedaban por vivir, anodinos, espesos, entre la niebla de la desesperación y el sueño de volver a estar solo.
Al menos nadie enfriaría mis pies en mis noches de soledad, pensé de momento. Lentamente me desprendí del abrigo, dejé los marrons sobre la mesa, los saqué de dorado tarro que los contenía y fui aplastando uno tras otro, con la fuerza de mi mano, con toda la fuerza de la que fui capaz, hasta hacer con ellos una pasta espesa, blancuzca, azucarada, quizá como mi vida.

Mrjt

Relatos FM:
(Necesito Amor) Quiero Desangrarme en Besos
I

Estoy en la oficina. Son como las ocho de la noche. En  aquel entonces trabajaba en la ciudad de Lima para la compañía “T”. Mi cargo era de Asesor Legal. Al menos eso me dijeron. Y yo les creí. Pero eso es otra historia. Ya no importa más. Aparece Multitud. “Vamos a dar una vuelta por ahí, doctor”, me dice mi jefe que lleva puesta una corbata de estreno. Yo sé que eso significa una sola cosa: ir de putas.

Diré de paso que Multitud acababa de regresar de Jujuy, Argentina, donde había participado en un cónclave de la Iglesia Maradoniana.

Piernas interminables y divertidas. Talle largo. Carita de “yo no fui” y expresión de no-me-olvides. Diecinueve añitos. Diecinueve. Entalladísimo y brevísimo vestido negro que deja ver en todo su esplendor eso: larguísimas y divertidas piernas. Linda personita, realmente.

Yo como siempre, pues, mirando de lejitos. No olvidar, el astronauta de farmacia  ha venido al “Glass 39”. Y como buen desorientado astronauta está dando vueltas sobre su propia órbita cual errante asteroide de trayectoria indefinida. Son territorios desconocidos. Ajenos pero, permítanme el oximoron, inmensamente entrañables. En ningún otro lugar de esta república hay tanta vida. Tanta arrechura.  Disneylandia para adultos. Qué puedo hacer. Tengo un marcado lado dionisiaco. Creo que fue Wilde quien dijo, “Soy un subversivo dionisiaco pero también a veces, contadísimo con los dedos de la mano, soy un caballero apolíneo”. Me siento bien dentro de mi propia piel.

“I feel the pills kicking into my bloodstream”.

Retomemos. Me dice que se llama Francis. Hablamos cuatro trivialidades. Me cuenta que al día siguiente tiene examen de Filosofía II en la universidad. Se pone seriecita. De Descartes a Kant, me dice. Pienso: “cartesiana la niña como buena latina que es”. ¿Pero qué tienen que ver las chicas brutalmente lindas con la Filosofía?

Le acaricio los muslos. Muslos blancos y hermosos. Duros.  “Do you work-out, really beautiful long-legged hooker? Muslos con textura de piel de gallina. No hay calefacción. Nos besamos. Lengua. “Señor, no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme.”

“Cien dólares”.

Eso fue lo que me dijo la princesa con desdén de “tómalo o déjalo”. “Lo que ves es lo que llevas”, me dijo mientras me mostraba la parafernalia.

Pero yo tengo un problemita. Pequeño detalle. No tengo ni un cobre partido por la mitad. Odio las tarjetas de crédito.

Me acuerdo que no he venido solo a este santuario. Más allá está Multitud. Y Multitud está en su papayal. 

No puedo prestarte plata, me dice el muy condenado de Multitud. Pienso: No es que no puedes, es que no quieres,

Una vez fuera, ya en mi 64’ Blue Chevy, solo, sigo pensando: “Qué ***** tiene que ver la profesión más antigua del mundo con la terrible modernidad del dinero”. No es sólo una obsesión inocua. Es una soberbia estupidez. Me río nerviosamente. Bueno es esto de nacer con manos.

Sintonizo una estación de radio de baladas románticas.

Pensé en ti.

II

Esta vez el  lugar señalado es el “Moonlight”.  Me da risa el nombre. Allá por 1987 pasaban en la TV una serie policial con ese mismo nombre. La veía con Ella todos los sábados a las ocho de la noche (¿Te acuerdas?). Mientras Ella (inolvidable “Double Cherry Pie” aun cuando ahora me odies con toda el alma) suspiraba viendo actuar a un jovencísimo Bruce Willis.

Volvamos al Moonlight. Esto es, a la casa de tolerancia. Entré al local con Multitud. Este literalmente se confundió con el resto de gente y le perdí el rastro. Yo me senté en la barra del bar. Vodka Tonic. Pole Dance. Putas van, putas vienen. Fumo, fumo, fumo. Me siento perdido. Astronauta de farmacia. Prófugo de la vida.

Se me acerca una mujer. Es del asunto. Me pregunta si quiero que me presente a una chica. Yo por dentro: “Debe haber notado mi cara de extraterrestre”. Y entonces aparece ella. Si en ese momento toda la felicidad que podía existir en la ciudad de Lima se corporizara hubiera tomado la forma de ella: Katty. Así se llamaba. Katty. Obviamente su inconmensurable felicidad no se debía a mí. No. Yo sólo soy un low-rider.  Ella era así. Feliz. Al menos hasta ese momento eso era lo que yo creía. Y uno cree tantas cosas. De ahí todos  los contrasuelazos. Tantas veces, patita.

Me distraje. Volvamos a Katty.  Yo seguía sentado en la barra del bar. Conversamos algunas trivialidades. “Además de tener un culo de princesa tienes ojos muy bonitos, de gata”, le dije. Se cagó de risa: “Sí, Vincent, a mí me dicen la gata porque me encanta la rata”. “Chica de su casa”.

Antes de continuar con la historia, quisiera decir algunas cosas sobre el puterío. Sí se quiere, es una apología a la sinceridad, a la cara al sol. O en todo caso, una diatriba o acerba crítica a la mendacidad.

Aquí viene: El Sartrecillo Valiente que ahora es Nobel, en Pantaleón y las Visitadoras ya nos insinúa la función social que cumple la prostitución. Pero por ahí no va la cosa. Ese no es el punto. No me interesa. Planteo algo infinitamente más pedestre. Como no podía se de otra manera. Mi hipótesis es que cuando uno lidia con una **** sabe de antemano las reglas del juego. Sabe bien quién esta enfrente, abajo, delante, arriba o al costado de uno.  Ella tiene un precio. ¿Tienes el dinero? Entonces puedes entrar. Ella sabe lo que vale. Tú sabes lo que ella vale. Salvo que seas muy open-minded o un loco de atar nunca tomarías en serio a una ****.

Some girls, however, are practiced at the art of deception. Las amateurs. Las diletantes. Amateur es el que ama. Diletante es el que se deleita. Amor al arte. Siempre dispuestas a dar gato por liebre. A envolverte en un velo epifánico. Parafraseando el comentario de un periodista del NYT sobre un colega suyo, puedo afirmar que, “Conoces a una chica y te enamoras de ella, te comprometes con ella, y ella resulta ser una perra y una intratable y brutal promiscua”. Mendacidad. “Señoritas hijas de algún felón convicto cualquiera”.

Así que mujeres del mundo, a portarse bien, pues como dice Ribeyro, ustedes serían más bellas si se dieran cuenta hasta qué punto la maldad las afea.

Ante ello, ¿Qué hacer?-como diría Vladimir Illich Ulianov, Lenin para los amigos. “Concéntrate y observa”, me dijo alguna vez la hermana de un amigo. Resulta que la aludida hermana era más fácil que la tabla del uno. “Lee atentamente la contratapa”, agregó.

Que quede meridianamente claro que no tengo absolutamente nada en contra de la sexualidad de las mujeres -no soy Santo Tomás de Aquino. En hora buena. Es la naturaleza, y la naturaleza es sabia. Por ahí no va el tema. Miss Witherspoon, el personaje de Paul Auster en la novela Vértigo, dice al respecto que, “Bien, un hombre tiene que cumplir sus deberes. El no puede dejar a la chica excitada y seca por dos meses y asumir que se va a salir con la suya. Así no funciona. Una zorra necesita amor. Necesita ser alimentada, tal como cualquier otro animal”. (La traducción es mía).

Rigurosamente cierto.

No es pues, como decía Marilyn Monroe en un improbable despliegue de cucufatería y actitud moralista: “I don’t believe in casual sex. Right or wrong, if I go for a guy, I feel I ought to marry him. I don’t know why. Stupid, maybe. But that’s the way I feel. Or if not that, then it should have meaning. Other than only physical. Funny, when you think of the reputation I have. And maybe deserve. Only I don’t think so. Deserve it, I mean”.

Rubia tonta.

Rubia mentirosa

Rubia maravillosa

Mi acometida es contra el engaño, la mentira, la farsa, la mendacidad, la mascarada.  Sí, contra las “mujeres-bomba” que te “jihadean”  lo poco o mucho que te queda de vida. Esas que te clavan el  proverbial picahielos en la espalda mientras la estás dando como si  ellas mismas fueran unas prolijas cortadoras de diamantes.

No me consta que esto sea cierto pues la fuente no es nada confiable. Pero como quien redondea la idea, si ello es posible, cito a la madre de un escritor uruguayo cuyo nombre no recuerdo, cuando le aconsejaba a su hijo lo siguiente: “Las mujeres o dan mucho trabajo o no valen la pena. Puebla tus sueños con las que más te gusten y serán tuyas mientras descansas.”

“Sometimes women scare the hell out of me”.

Say what again?

“Nada”. Vincent  se sorprendió hablando consigo mismo. Inmerso en la “lucha agonal” contra sus fantasmas, que muchas veces, y él lo sabe bien,  son de carne y hueso y gozan de buena salud. Esto no es biliosa esquizofrenia. Mi problema con algunas mujeres es que valiéndose de su ojo predatorio van directo al “punto”: dinero, status. Yo válidamente me pregunto: What about love? Como decía la canción de la banda Heart allá por los ochentas.

Según Murakami las preguntas raras son buenas porque a uno le permiten a su vez dar respuestas raras. Una vez un alienista me preguntó si yo pensaba mucho en sexo. Le respondí que sí, que bastante,  pero no tanto como los reprimidos. Acto seguido el mismo alienista me pregunto si yo creía que  el sexo era sucio. Mi respuesta fue,  “Sí, si lo haces correctamente”. What ever the fuck that means.

Y el alienista prosiguió con su pliego interrogatorio:

“¿Cuánto mides?
“¿De qué?”
“¿Cuánto mide el pedazo de pedante que llevas ahí dentro?
“Es inmenso”, le contesté con invencible convicción.

Siguieron las preguntas del alienista.
“¿Dime, tú crees que todas las vaginas son iguales?”
“No, pues también las hay dentadas”.

Está de más decir que el alienista me miró como preguntándose,  “qué otra chifladura se le ha ocurrido a este boludo con vista al mar”.

Otro alienista, no recuerdo cuál de todos, me preguntó a qué mujer había amado más en mi vida.

“Ella lo sabe”, le respondí

“Después de ella todo fue caída”, agregué.

Tu ausencia está en todas partes.

Hasta aquí la digresión.


Ahí está Katty. Pidiendo pelea a gritos. Quiere pasarla bien, jugar, divertirse con el astronauta. Y,  sobre todo, ganarse los cien dólares pactados.

Seguimos en la barra del bar. Katty lleva puesta una micro-falda de tela delgada. Se ha levantado la falda. Me hace un lap-dance. Hilo dental color azul pastel. Culito prácticamente expuesto. Frotamiento. Roces. Erección bastante aceptable y confiable.

Salí con la Katty del local. Un encargado de seguridad me pide una propina. “No tengo plata”, le digo. El impresentable me grita: “Seguro, huevón, con el hembrón que te estás llevando”. No atino a nada. No tengo reflejos.  Se me quiere escapar una risa nerviosa. Recuerdo a Roger Daltrey cuando canta “Behind Blue Eyes”: “When I smile tell me some bad news before I laugh and act like a fool”.

Así estamos.

BANANAFISH7581

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