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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

El Regalo de Clara


La mañana del martes 13 de febrero Nicolás se despierta como todos los días, va al baño, se cambia la ropa, toma sus cosas, baja las escaleras y sale a la calle sin notar en todo ese lapso de tiempo, ni por un segundo siquiera, que su cuerpo sigue tendido sobre la cama con los ojos abiertos, las manos tiesas y frías, el rostro pálido con una extraña mueca de asombro y a pesar de estos evidentes signos Nicolás sale al mundo como si aún tuviera un cuerpo adherido a él y comienza a recorrer las tiendas en busca de un regalo para su prima Clara pero al no encontrar nada de su agrado, decide ir a la casa de su amigo Lucas y pedirle que lo acompañe mientras su madre golpea por segunda vez la puerta de su cuarto exigiéndole que se levante pero Nicolás llega a la casa de Lucas y por más que llama, Lucas no atiende por lo que piensa  en ir al  almacén de  Alfredo donde su amigo hace todas las mañanas las compras para su abuela en el momento exacto en que su madre y su padre comienzan otra discusión sobre las cuotas impagas de la hipoteca que finaliza con un portazo de su padre y un llanto ahogado de su madre que se limpia discretamente con un pañuelo cuando Nicolás entra en el almacén de Alfredo y para su decepción tampoco encuentra a Lucas allí y continúa solo, toma el colectivo para ir hasta la calle Reconquista donde hay locales con descuentos y ofertas interesantes pero no termina de sentarse que su madre saca la pava del fuego, sirve el té en tazas con flores rojas, amarillas, lilas y verdes (regalo de bodas que aún conserva) y las lleva a la mesa en donde se topa con su hermana que baja las escaleras para ir a encontrarse con Andrés por lo que la detiene en el último peldaño y le ordena con un grito que se cambie la ropa y se abrigue recordándole,   también  a  los  gritos,   que   es "una señorita" y que "no podés andar desnuda por la calle", frase con su madre siempre se refiere a la ropa de su hermana que insulta dando patadas y golpes al aire y sube las escaleras a grandes pasos por lo que no escucha al chofer del colectivo anunciando que el motor se rompió y "qué se le va a hacer" y las quejas de los pasajeros y Nicolás caminando por las veredas rumbo a Reconquista hasta que se detiene frente a un letrero luminoso que indica "grandes rebajas por liquidación en juguetería y artículos de bazar" y entra al negocio y recorre los estantes en busca de un regalo para Clara cuando su madre, impaciente y furiosa, golpea por tercera vez la puerta de su cuarto exigiéndole que abra "en el acto" porque el desayuno se enfría sin saber que el padre entra a la casa de Enriqueta (una bailarina exótica con la que él se ve todos los martes antes de ir al trabajo) y la besa apasionadamente arrojando el  saco sobre una silla desvencijada al tiempo que Enriqueta corre las cortinas que separan el "living" del "dormitorio" en el preciso instante que Nicolás observa un juego de mesa con tetera, seis tacitas de colores, y hasta una máquina para hacer macitas y un horno para cocinarlas con intención de comprarlo pero ve la etiqueta del precio y se da cuenta que no le alcanza el dinero por lo que opta por la segunda opción (un set de maquillaje completo con espejo, pinturitas y lápiz labial) que está de oferta, al tiempo que su madre golpea la puerta con un martillo que su padre  había comprado en la ferretería un día en que se encontró con Enriqueta y no tenía excusas para llegar tarde y dijo que había ido a comprar el martillo y se había quedado discutiendo con Mario por el partido de la noche anterior y en ese instante su hermana se escapa por la ventana de su cuarto y desciende como puede aferrada al tronco de un viejo árbol que  había  plantado su padre en tiempos en que no conocía los clubes nocturnos y su madre no bebía a escondidas ocultando el licor en una muestra gratis de perfume y ella sacaba solo dieces en la escuela y llega al suelo y corre con todas sus fuerzas a encontrarse con su novio con el que tenía planeado fugarse esa misma tarde y lo abraza dándole un beso entre lágrimas cuando Nicolás llega a la estación del tren y espera junto al andén con el regalo que ha comprado con el dinero ahorrado durante meses con los vueltos del almacén y las monedas que su padre olvidaba en los bolsillos de la ropa sucia y para él es el mejor día del mundo porque sorprenderá a Clara en su cumpleaños con un regalo bien lindo aunque hubiera preferido llevarle el hornito y el juego de mesa pero era muy caro y en todas estas cosas pensaba Nicolás cuando siente un golpe y un empujón y pierde estabilidad junto a la línea amarilla  del  andén  y  siente el vacío bajo sus pies y la caída que se hace eterna y la madre entra al cuarto luego de romper el picaporte y la cerradura y lo ve allí tendido sin movimiento, sin respirar, lívido, frío desde hace horas y el golpe en los durmientes y en las vías y el silencio del tren que no frena a tiempo justo cuando Enriqueta despide con un beso a su padre y recibe el dinero que debía ser para la hipoteca y Andrés saca los boletos a Córdoba mientras su hermana sigue llorando aferrada a su brazo y su madre se desmaya junto a su cuerpo tendido sobre la cama, con los ojos muy abiertos, las manos tiesas y frías, el rostro pálido con una extraña mueca de asombro como quien ve llegar un tren que irremediablemente está destinado  a  no frenar.

Escriba Rebelde

Relatos FM

Ilusiones  fragmentadas


   Esta mañana, cuando desperté, supe con razones suficientes que todo el esfuerzo que hice para que ella permaneciera a mi lado no tuvo ningún valor. De sobra sabía yo que todas las adversidades que habíamos sorteado juntos nos mantendrían unidos largo tiempo, y qué bajo circunstancias mejores —que eran las que teníamos a nuestro favor—, ella hubiese determinado  abandonarme.
    Mientras me duchaba pensaba en las cosas que hicimos juntos y en todos los proyectos que nos propusimos realizar, que para ese momento ya no eran más que acciones posibles y palabras del pasado.
    Eran las siete menos cuarto. Me disponía tomar una taza de café para ir al trabajo. Estaba cerrando la puerta, aprestándome a salir, cuando de repente sonó el teléfono. No iba a contestar, pero una corazonada me persuadió y regresé para levantar  la bocina.
    —Sí, ¿diga?.
    —Soy yo, Paula, —respondió una vocecita entrecortada.
    —¿Paula?..., —alcance a decir, antes de ponerme pálido y sentir que la luz de la mañana creaba un vahído por el cual me sentía absorbido  como para desaparecer de ese presente.
    —¿Estás en Colombia, volviste? —pregunté emocionado.
    —Sí, estoy acá —dijo más serena—, espero no interrumpirte; quería saludarte y perdona la hora a la que te llamo..., me alegra oírte.
    —También me alegra escucharte —repliqué—, voy de salida, al trabajo. No puedo atender ahora. Si quieres hablemos esta noche, mientras cenamos,  ¿quieres?.
    —¿A las siete, donde nos gustaba ir? —dijo—, soltando una risita.
    —Sí, ahí mismo, y colgué.
    Me sentí completamente emocionado, con ganas de gritar, y mi cara cambió de aspecto apenas salí a la calle. Iba sonriendo y pensando que esa llamada no era real, que no me estaba pasando a mí.
    Paula se había ido del país para estudiar en Alemania. La conocí en la universidad cuando tomamos juntos la clase de dibujo anatómico, y hacía más de tres años que sabía o tenía pocas noticias de ella por correos electrónicos que ocasionalmente intercambiábamos, puesto que nuestra relación de amigos y amantes que duró un año quedó rota cuando me contó, tres días antes de su partida definitiva para Berlín, donde iba a casarse.   
    Mi jornada laboral avanzó lentamente. No dejaba de pensar en las dos situaciones en las que me encontraba. Por un lado la zozobra y tristeza, dadas las circunstancias en las que me había abandonado Isabela semanas antes, y por otro, la impaciencia que me producía volver  a ver a Paula después de todo ese tiempo, cuando suponía que quizás en muchos años no iba a ser posible volvernos a encontrar. Dos sentimientos que se encontraron justo en el momento en el que anímicamente estaba a punto de derrumbarme, y qué, gracias al destino, o a lo que yo creí en ese momento era mi  destino, no iba a ser  tal. Porque, y como mal lo supuse, se trataba de un acontecimiento fortuito, con el que iba a resarcir mi pena,  que me albergaría desde esa misma noche.   
    Durante un año habíamos compartido el techo, la cama y muchas otras cosas entre Isabela y yo. Nos conocimos a través de una página de chat en internet, exactamente dos años después de que mi situación de amante quedara resuelta con Paula. En todo ese tiempo mi rencor, soledad y tiempo pasaban  entre trabajos temporales, dibujos y ejercicios de arte, los amigos, el licor y las páginas de chat, adonde —según me dijo un amigo— entraban las personas solitarias, carentes de pareja, físicamente limitadas o espantosas  y promiscuos o degenerados ansiosos por una relación sexual virtual o carnal inmediata. ¡Y claro!, mi curiosidad no dio tiempo  para que me convirtiera en el chateador más asiduo. Cada día, después de trabajar, llegaba a casa, y cuando no trabajaba en mis dibujos o me echaba en la cama a leer, me disponía a pasar la tarde buscando gente con quien conversar. Así fue como conocí en poco tiempo cerca de quince chicas entre los veinte y treinta años. Solitarias o desprovistas de un amor estable, y extrovertidas en busca de una nueva experiencia o aventura sexual, a lo que yo, de manera generosa accedía sin ningún tipo de control. Fue así como un día Isabela apareció en una de esas sesiones bajo el nick name de "flakita026". Y fue con ésta con quien diariamente nos seguimos encontrando para hablar hora tras hora de todo lo que eran nuestras vidas y de lo que buscábamos en las personas. Pasaron dos meses antes de que le telefoneara —Si no la llamé antes no era porque no me interesara, sino porque la adicción a la aventura sexual me tenía atrapado—. Pasado este tiempo la llamé y empezamos a salir. Poco a poco nos fuimos entendiendo y agradando más el uno al otro,  hasta el día en que nos besamos y le dije que ella era la persona con quien me quería quedar y vivir una entrañable experiencia amorosa; entonces decidimos irnos a vivir juntos, compartiendo todo lo que le es propio a una pareja de recién enamorados. Y así como llegó un día, en otro se fue sin decir nada, sin dar explicaciones. Y fue esta mañana en la que volví a pensarla intensamente, mucho más que los días pasados, echando de menos sus besos y abrazos.
    Las cosas se fueron al traste después de haber discutido dos o tres veces por lo que a mi modo de ver carecía de importancia. Una situación imprevista y que me tomo por sorpresa; cuando un día apareció mi hermana pidiéndome que me hiciera cargo de pequeño pascual, un gato mal humorado que debía dejar en buenas manos a raíz de su viaje de dos o tres semanas fuera de la ciudad. Se trataba de mi hermana, y accedí. Isabela  no soportaba a los gatos, y la idea de tenerlo tres semanas la desesperaba llevándola a pensar en todo, menos en tenerlo un solo día. Y para completar con su karma, los  dos días en los que no dormí en casa, llevado por los amigotes a tomar unos tragos y acompañar a olvidar  el desamor de uno de ellos. Así fue como me deje llevar y emborrachar hasta el hastío, olvidándome por completo de mi mujer y del gato. Isabela nunca quiso escuchar, y mucho menos atender una explicación. Terminamos y tuve que separarme de una mujer cálida, con un cuerpo delgado y firme, una sonrisa que irradiaba muchos más deseos de quererla tal como yo lo hacía. Nunca pude entender ese comportamiento, y a pesar de buscarla intensamente casi un mes, con la ayuda de mis amigos para interceder por mí, fue imposible que quisiera volver a verme otra vez.
    A las siete en punto estuve plantado en la esquina opuesta a la entrada del restaurante adonde Paula y yo nos íbamos a encontrar. Y a los cinco minutos vi su figura aparecer mientras doblaba una esquina. Fueron muchas sensaciones las que me atravesaron, junto a una tremenda emoción que debía controlar para que ella no supusiera que en definitiva yo no dejaba de ser un tipo completamente débil a la carne, mucho más de una mujer con la que tuve un romance pasajero e intenso. Llevaba unos pantalones jean apretados en su cadera y entubados, marcando bien la línea de las piernas que se zarandeaban una tras otra con cada paso que daba mientras venía hacia mí; su pelo rubio había crecido y le daba bien por debajo de los hombros, dándole un toque de mujer más madura; su rostro parecía el mismo de antes, ovalado, blanco y de aspecto jovial y fresco. Traía puesto un yérsey gris, de cuello alto que se ceñía perfectamente en su tronco delgado, marcando sus dos senos, haciéndolos ver más erguidos y grandes.
     "—Pero esta vez, —me decía para mis adentros—, las cosas tienes que ser distintas: —si me llamó, —pensaba entre risas—, no será por nada, no será solamente para verme y saludarme. Estoy seguro que me va a decir que quiere regresar para quedarse conmigo". Suponía que se trataba de algo más, de una posibilidad más en mi vida de que una mujer que me había fascinado mucho hacía pocos años, hubiera preferido dejar a su esposo para quedarse conmigo. Esta idea fue avanzando como un volador queriendo salir de la atmósfera sobre  mi cabeza. A tal punto llegó mi abducción en esos segundos, que apenas estando frente a ella, fue cuando reaccione para saludarla y besarle la mejilla, a lo que respondió abrazándome fuertemente y dándome un beso. 
    Ya ubicados en una mesa, nos apuramos a pedir entre risas y comentarios lo que siempre nos gustaba comer en ese lugar. Al rato llamé al mesero y le pedí dos copas de vino para hacer un brindis por el reencuentro. Y pasados quince minutos yo ya había pedido la botella entera, dejándome llevar de la agitación y la idea de que seguramente esa misma noche iba a estar otra vez entre sus brazos. Mi ilusión empezó a desbordarse llegando a una fantasía: "Salíamos del restaurante ya entrados en calor y nos metíamos en un taxi, ahí nos besábamos apasionadamente mientras yo le pasaba las manos por su cuerpo, tocándole las piernas y metiéndoselas debajo, entre la ingle, palpando esa montañita a la que la humedad empezaba a regar entre latidos de corazón más rápidos y algunos suspiros, mezclados entre besos y un intenso frotamiento de nuestras partes en convulsión. Llegábamos a mi departamento y, apenas cruzábamos la puerta, la arrinconaba contra la pared y de sopetón le levantaba el yérsey, dejando al descubierto ese par de senos blancos de puntas rosadas, completamente duros y dispuestos a recibir unas cuantas caricias con mis labios antes de bajarle bruscamente ese jean que me hacía vibrar de locura sexual, y luego, sin detenerme en reparos, proceder a penetrarla como era mi deber y mi propósito, tras años de no probar esa carne que ahora estaba más madura y fogosa".       
   Cuando volví en sí, trataba de mantener mi atención en todo lo que ella me iba contando de sus viajes por Europa y de su vida de esposa responsable. Yo oía fingiendo interés, pero pensando solamente en abrirle las piernas y sentir sus gemidos ante mis manipulaciones de su cadera y su vientre cuando bien enhebrada la tuviese. Pero llegó un momento en el que percatándose de mi desvío resolvió que era momento de intercambiar los papeles para escuchar lo que había sido de mi vida en estos años.
    Empecé a relatar tal como me iban saliendo algunas de mis experiencias de vida: en el trabajo, con las mujeres, y especialmente en relación a mi último fracaso amoroso con Isabela, a lo que ella ya sonrojada por el vino, no hacía mas que reírse sin parar y decirme que yo era un tonto, un buen tonto del culo por haberme dejado seducir por mis amigotes y el alcohol, tanto como para perder a una mujer que me quería. Justo cuando habíamos terminado la comida y el vino, sonó su móvil y  atendió mientras me sonreía. Yo iba a pedir otra botella de vino, pero me hizo una señal para que anulara el servicio.
    Con un leve cambio de semblante me dijo sosegadamente que era hora de irse porque su mamá la necesitaba con urgencia en casa, y que otro día nos volveríamos a ver.
    Sin hacer esfuerzos por retenerla salimos y la acompañé a tomar un taxi. Nos despedimos cálidamente dándonos un leve beso en los labios apenas perceptible. Un beso que no anticipaba nada, que no proyectaba más que un aprecio y una amistad que se mantenía viva, igual que en años pasados.
    Fui directo a casa, contentísimo e impaciente. Porque me hubiera gustado irme con ella, sentirla otra vez, abrazarla en la noche y hacerle el amor. Todo salió de otra manera, como jamás lo imaginé. Llegue a casa y seguí tomando hasta quedarme dormido..., acaso olvidando a Paula, o quizás recordando y anhelando a Isabela.   

Edwin Josué

Relatos FM

Mil veces mil


Se metió en la cama a pesar de la temprana hora. La migraña volvía, como las oscuras golondrinas, de su cabeza sus nidos a colgar. Los ataques eran cada vez más frecuentes y con menos explicación médica, y su vida comenzó a ser pasto de medicamentos, terapias experimentales y máquinas intrincadas y oscuras. Su médico de cabecera lo remitió a un instituto médico especializado en enfermedades mentales, y un día al mes debía acudir al neurólogo, tuviera o no un ataque, para testar algo nuevo, una idea ocurrente o una nueva fórmula farmacológica.

Así transcurrieron varios años. Un mes tras otro, con toda la paciencia del mundo, acudía a su cita puntual, todos los primeros martes a primera hora de la mañana, para someterse de buen grado a parches, electrodos, escáneres en todas las dimensiones posibles para hallar la raíz del problema.

En el vigésimo primer aniversario de esta rutina mantuvo una reunión con el equipo médico habitual para satisfacer su curiosidad: no había cambios en su estado; siempre se repetían de manera cíclica los ataques en primavera y otoño, y le duraban hasta siete días, lo que le obligaba a permanecer en cama, aislado y en silencio, la mayor parte de su vida. Hasta que un joven médico residente, en esa reunión de extraño cumpleaños, sugirió monitorizar sus constantes en casa, no en el hospital, y durante toda una semana. Incluso sugirió provocarle un ataque a distancia. Creía el imberbe doctor que la misma presión de verse rodeado de maquinaria, batas blancas e inmerso en el olor a hospital bloqueaba la respuesta de su cerebro; pretendía demostrar que la migraña no era la respuesta a un estímulo sino el estímulo que lo conducía a otro estado, que el paciente, escritor y profesor universitario, necesitaba de esos estados para poder crear.

Su idea cayó mal al jefe de equipo, pero satisfizo al desgraciado sufridor. Al verse respaldado por él, montó toda una hipótesis a demostrar:

"Nos encontramos con ataques típicos y cíclicos en dos épocas definidas del año: primavera (doce semanas) y otoño (doce semanas), contabilizándose en el peor año veinticuatro ataques con inicio – fin (esto es, no son el mismo dolor repetido sino diferentes episodios) y en el mejor, dieciocho. Se comenzaron a producir, según el paciente, hace veinte años, cuando accedió a la vida académica como estudiante, y se siguen produciendo pero nunca fuera de las mencionadas épocas. Por tanto, podrían ser migrañas estacionales producidas por los cambios de presión y o de temperatura. Mi idea es que, dado que nuestro paciente presenta, como mínimo, dos libros al año y que además tiene las evaluaciones de final de curso y los comienzos del mismo, su hiperactividad se ve reforzada por las cefaleas, convirtiendo su cerebro en una supercomputadora." Este fue el breve discurso del barbilampiño doctor que a todos les hizo pensar en que el sistema educativo hacía aguas.

A todas luces, era una tontería. Un fortísimo dolor de cabeza no puede sino obligarte a dormir, a descansar y a no pensar en nada. El paciente rememoró el último: la hipersensibilidad que se le desarrolló le permitió escuchar más allá de las paredes y ventanas de su cuarto a todos los vecinos; pudo sentir las luces y sombras a través de los párpados cerrados y, cuando levantó la persiana dos días después, encontró decenas de folios garabateados esparcidos por la cama y el suelo, aparentemente con nuevas ideas para sus libros en construcción. Antes de que el director médico expulsara de la sala y del hospital al joven, el paciente levantó la mano derecha y pidió que se tuviera en consideración.

Dos semanas más tarde, en el despacho adosado a su dormitorio, una serie de monitores conectados a ordenadores vigilaban todos sus movimientos. Sensores térmicos, parches de medición de cambios salinos en la piel, de actividad cerebral, escáneres, todo un hospital reducido estaba pendiente de su próxima recaída, la número n en la serie ∞ que ya era su bagaje emocional. Comenzó pronto, sobre las cuatro de la tarde, después de comer y reposar un poco. Como siempre. Y allí estuvo la respuesta.

En la reunión que mantuvieron varias semanas después pudo observarse en todo, como una película filmada desde sus ojos y para él. En la pantalla vio cómo los centelleos que se iniciaban en sus cavidades oculares quedaban registrados como picos de actividad neuronal anómala, muy fuertes. Cómo aumentaban de manera exponencial y cada minuto y medio, según avanzaba el dolor, sus capacidades sensoriales. En las imágenes obtenidas por el equipo se podía apreciar cómo el umbral de percepción auditiva, por ejemplo, bajaba hasta límites de ultrasonidos y cómo el de la percepción táctil llegaba a distinguir presiones inferiores a la presión atmosférica a altura normal sobre el nivel del mar. Esta hipersensibilidad sensorial, que durante sus migrañas se convertía en una tortura medieval por la increíble capacidad de oír lo que no deseaba y notar lo que no quería, abría una nueva puerta a la investigación sobre el comportamiento del cerebro y sus capacidades reales.

Esa frase del director del Departamento de Diagnosis hizo que el paciente parara la proyección y que girara la silla hacia él.
-   "¿Investigaciones sobre el comportamiento del cerebro?", preguntó, miedoso.
-   "Sí, tenemos pruebas suficientes como para asegurar que, al menos en un sujeto, usted, las migrañas provocan que el cerebro potencie su actividad mediante sinapsis múltiples entre las neuronas en vez de simples, incremente la velocidad de intercambio de impulsos electroquímicos en más de mil veces y dedique todos sus recursos a obtener del medio más información que de manera, digamos, normal. Sus migrañas le conceden el raro privilegio de absorber conocimientos a una velocidad, digamos, mil veces superior a la normal. Su cerebro, durante esos intervalos temporales que usted asocia a dolor extremo, cansancio ocular, imposibilidad real física, se dedica, digamos, a archivar los datos aprehendidos durante días. Por eso sus ataques son estacionales. Durante otoño, preferentemente. Todo lo visto, oído, olfateado, tocado bien de manera intencionada o por descuido, su cerebro lo convierte en paquetes de información que archiva de manera eficientísima en sus neuronas. Es usted, digamos...",
-   "... un ordenador andante. Creo que esa es la expresión que usted busca, ¿no?", el profesor se sujetó la cabeza mientras asimilaba la información. Creyó sentir el rumor de un ventilador en su sien derecha.

Entonces, ese era el motivo del calor sofocante que padecía también durante los días que debía permanecer aislado: su CPU orgánica necesitaba disipar calor y, puesto que a través del sudor no podía enfriarse de manera eficiente, disminuía su temperatura corporal en uno o dos grados de manera constante, en esa rara fiebre de treinta y cuatro grados. Por eso creía ver luces verdes y blancas, y por eso era capaz de recordar y asociar datos absurdos e inconexos entre sí, como la posición de una gaviota sobre un pesquero en la madrugada del cinco de julio de mil novecientos noventa y nueve, en la playa en la que estaba de vacaciones con la matrícula de los vehículos de su urbanización, tanto de los residentes como de los visitantes, en ese mismo día. O una canción con un olor...

Admitió de inmediato la continuidad del trabajo del equipo médico. Se sometió a la exploración definitiva y aceptó el coma inducido para que le trastearan en su interior. Así que el equipo médico hizo que la investigación se centrara en el control de los episodios de la enfermedad y en la monitorización de los resultados obtenidos durante los mismos. Los resultados fueron un completo éxito y le convirtieron en una supercomputadora biológica, en el primer humano con las capacidades aumentadas hasta en mil veces mil durante los peores momentos que se puedan consentir, en el cenit de los dolores. Consiguieron conectar su bulbo raquídeo a una composición de ordenadores para computar todos los datos. En un par de años sus descargas se hicieron semanales, y su capacidad de cálculo asombró al mundo científico. En cuatro años se le consultaban prácticamente todas las cuestiones científicas de difícil comprensión. Cuando consiguió unificar todas las teorías físicas en una sola y explicar las interacciones entre fuerzas micro y macromoleculares, abrió las puertas a los viajes interestelares. Su existencia cada vez quedó más condicionada a la imposibilidad del movimiento físico, ya que su cabeza debía permanecer conectada el mayor tiempo posible al complejo mundo virtual que él había creado. Los teras quedaron diminutos para almacenar sus conocimientos. Y cuando la primera expedición tripulada interespacial llegó a un mundo equivalente en masa, atmósfera y condiciones al suyo, decidieron llamarlo Ti-era, tera de teras, por ser el futuro albergue de todos los conocimientos y experiencias acumulados por su exangüe cerebro. Fue un creador de mundos. Y...

El médico le zarandeaba y le llamaba por su nombre. No sabía dónde ni cómo estaba, pero logró abrir los párpados con lentitud. Pudo ver un instante el papel pintado del dormitorio de tests del hospital. Despertaba del coma inducido. Después, ya en el despacho, el Director de Diagnosis le relató cómo, durante la primera prueba, su fase REM había sido anormalmente fuerte. Cómo habían encontrado la causa de sus migrañas al fin: un tumor, ya del tamaño de una nuez, había crecido en las dos últimas décadas y presionaba los lóbulos frontales y los nervios ópticos, y le hacían no solo ver visiones sino también sentirlas. Y cómo ese tumor le estaba comiendo el cerebro con la paciencia que un gusano a una manzana. Un tumor. Eso era todo. Su sueño, de pronto, quedó volatilizado; y su supervivencia, sentenciada. 

Se vistió, abandonó el hospital cabizbajo y, al salir, sintió de nuevo la punzada en la sien derecha que le anunciaba otro descenso al averno del dolor y de las alucinaciones. Sus ojos se cerraron. Pudo ver la estructura de una supercuerda que le permitiría atravesar la barrera de fotones que separaban las diferentes dimensiones, y viajar a otros universos. En su dolor y desesperación, subió al murete del puente que le llevaba de la puerta de la institución al aparcamiento, entreabrió los ojos, vio el río que le llamaba y saltó.

Mr. Lu

Relatos FM

Isósceles y otros mundos


Aquellos golpes sobre la pared del cabecero me regresaron a la consciencia a pesar del somnífero, eran  ruidos acompasados, irracionales en la madrugada de un lunes cualquiera y cada vez más potentes. Sigilosamente, para no despertar a mi marido, agudicé el oído y escuché varios gemidos profundos, después la nada volvió a sumirme en el sopor.

El martes de madrugada, me dije que aquellos nuevos inquilinos se habían propuesto estrenar el piso de al lado por todo lo alto, miré a Carlos, que resoplaba como una marsopa varada en la arena y dudé, después tuve pesadillas.

El miércoles con el primer crujido de su cama, pude imaginarlos, sabiendo que aquello no estaba bien. Grandes manos masculinas y expertas, arrancando la sutil blonda que dejaba marcadas, por un momento, las nalgas rosadas de ella. Un cuerpo poderoso de piel tostada sobre músculos en tensión, embistiendo dulcemente su pubis solícito, cual las olas de una playa que arremeten una y otra vez como si fuera la primera, adentrándose en la untuosidad de su sexo, exprimiendo en mil caricias sus pechos, cubriendo de lengua la boca enjugada, para cortar la respiración en el momento preciso, con la enervadura de sus esbeltas siluetas.

Carlos se revolvió, yo me quedé muy quieta, ese instante era sólo mío y apenas duró unos segundos antes del éxtasis de aquel trío improvisado, temblando, con el calor de la sangre renovada redistribuyéndose por mis venas.

Al día siguiente, la vida entera se había reducido a mi idea obsesiva de ponerles cara, de recorrer ese diminuto pasadizo entre la realidad y el sueño. Anduve extraviada todo el día, sintiéndome culpable por no poder controlar mi mente, por desear la oscuridad de aquella circunstancia aleatoria y ajena, más que mi propia existencia. Sin embargo, una pequeña fuerza me impulsaba a la euforia, a la actividad, a esa alegría extraña que precede a los acontecimientos importantes y que no había sentido en mucho tiempo.   


Apenas tuve el valor de atender las quejas del pobre Carlos, que andaba peor de su colon irritable y se pasó el día entre el baño y la cocina, inmerso en una conversación con sus tripas de eructos y retortijones.

Tampoco escuché la indiferencia de mi hija que me llamaba todos los terceros jueves de mes desde la oficina, para recordarme que le hacía falta dinero. Fue como si la voz me llegase a través de un filtro, o mejor, la campana de un antiguo megáfono, confiriendo a las palabras un cariz dulzón que restaba importancia al feroz contenido.
 
Hacia medianoche los oí reír a carcajadas, - seguramente son de esos que gustan de fetichismos -, pensé, - puede que estén haciéndose cosquillas, quizá en los pies, es que a mí unos pies bien formados me rebotan las hormonas, los de Carlos, incluso de joven, siempre fueron rechonchos y malolientes - .Comencé a sentir, en los empeines, una lengua caliente que adsorbía en su humedad mis dedos más pequeños, después, el peso de sus talones estremeciéndose sobre mi vientre. Varias manos firmes estiraban mi piel que había recuperado toda su plenitud. Los muslos, ahora firmes, se abrían exageradamente sobre la prominencia de los huesos de las caderas, dejando el sexo expuesto a la libertad del frescor nocturno, esperando, deseando ese leve roce primero que pone en pie el bello  y estremece los sentidos. De pronto, surgió de la oscuridad esa caricia tibia y después el arrebatador empuje interior abriéndose paso entre la carne, y el lúbrico líquido caliente, esparciéndose hacia las nalgas, hacia las rodillas, hacia el corazón y la garganta.

Pasé el resto de la noche en el recibidor, esperando a ciegas la alborada, agazapada tras la mirilla de la puerta, que se había convertido en el centro del universo.

Sobre las siete se oyó el cerrojo, yo salí al rellano nerviosa, disimulando con mi mejor bata, una azul de poliéster, y con una bolsa de basura. Subimos al ascensor los tres, parecían de mi edad, él, apenas un metro cincuenta, de cara redonda y aborigen, surcada por una honesta sonrisa. Ella, regordeta y cetrina, me saludó efusivamente y comentó algo de seis nietos en Perú. Bajé la cabeza, para que no se me notase la vergüenza agolpada de pronto en las mejillas, pero, no conseguí evitar sus pies.


Al llegar al patio se despidieron, sin duda para acudir a sus míseros trabajos, con un beso casto y una mirada cómplice de felicidad casi infantil. Esa noche, repasé ante el espejo todo mi mundo y no pude sentir, más que una rotunda y desconcertante envidia.     


                              
Metafastro

Relatos FM

Siempre hay un bar que se llama las vegas


La impresora se había quedado sin tinta. Otra vez. Siempre me ocurría lo mismo. En un par de semanas el denso y agorero líquido se había evaporado, como mis sueños. Aprovechando la dulzura del día, con un sol muy agradable, decidí dar un paseo hasta un cercano centro comercial. Iba divagando sin rumbo por los pasillos de "La raja británica", desorientado como siempre, debido a esa mensual costumbre de cambiarlo todo de sitio. Mientras caminaba, no podía evitarlo, siempre veía a los empleados en pijama. Especialmente uno, al que llamaba "el pequeñajo" y que cuando apenas  había clientes canturreaba y golpeaba rítmicamente sobre la madera de los mostradores. Un encanto de chico, una refinada delicia para todos los sentidos, para comérselo a besos, agente comercial de nueva generación, sin recambio posible. No sabía el motivo, pero en todo momento los imaginaba con tan familiar y cómoda prenda. Como les decía, iba sin rumbo, divagando, buscando el recóndito hueco de escalera a donde habían marginado el expositor de  los cartuchos de tinta, cuando reparé en la letra de la canción que escupían los latentes altavoces. "Siempre hay un bar que se llama Las Vegas". De repente, me quedé parado en medio del pasillo, bloqueado como Thelonious Monk sobre el piano. El paso de un carrito sobre mi pie izquierdo me expulsó del encantamiento. Me encaminé hacia la sección de música y una dependienta muy guapa, con un pijama muy escotado, me mostró el disco que sonaba en ese momento. También me indicó, muy amablemente, el corte que había escuchado hacía unos minutos y que me había dejado boquiabierto, bloqueado, noqueado. Era un trabajo de un chico llamado Quique González. Después, en casa y por medio de internet, conseguí saber que la canción  y la música eran fruto de la invención de un compositor o músico llamado Diego Vasallo, que además también era pintor.
Me sorprendió la casualidad. Llevaba años realizando un viejo  y querido proyecto, una de ésas empresas a largo plazo que acaban resultando por acumulación, dilatadas en el calendario por múltiples razones e inconvenientes. Mi idea surgió, y era irónica la asociación, al desaparecer el bar que era propiedad de mi abuelo materno y que así se llamaba. Mi infancia transcurrió en "Las Vegas", no entre fichas de casino y luces de neón, entre hermosas jóvenes y ricachones: más bien detrás del mostrador de zinc o afanado en la cocina, ayudando en las vacaciones y los fines de semana, amén de otras fiestas laicas o religiosas; en definitiva, echando una mano cuando era necesario. El día del cierre tomé varias fotografías, por petición de mi madre. En aquél momento no había otro propósito que la ya inmediata y presente nostalgia, que el recuerdo quedara plasmado en una cartulina de 15x20. Para ella no era sólo un negocio familiar, base de su sustento; se trataba de un largo e intenso periodo de su vida, unas decenas de metros cuadrados llenos de vivencias, de recuerdos, de encuentros y desencuentros, de anécdotas y experiencias,  algunas muy tristes, como cuando un cliente habitual, cercano vecino además, cuyo nombre era Pedro, se desmayó una buena mañana y ya nunca más se levantó. Murió con las fichas del dominó esparcidas a sus pies, ante la cara de angustia e impotencia de sus compañeros de partida, que nunca pudieron olvidar semejante escena. Acababa de poner sobre la mesa la ficha del cero doble. 
Recuerdo que en el momento en el que hacía las fotografías del exterior,  un vecino me comentó que había otra tasca con el mismo nombre en un pueblo cercano. Días más tarde, en mi flamante moto, me dirigí a la próxima localidad. Encontré la cantina, saqué mi cámara y realicé varias instantáneas, tanto del interior como del exterior. Desde entonces, lo he hecho en ciento treinta y una ocasiones. Voy planificando con esmero y paciencia, repleta de ansiedad, mis viajes y con la ayuda de internet voy localizando locales o tabernas que se llaman "Las Vegas". Las fotografías van siendo pegadas, con mucho mimo y cuidado, por mi madre, en un álbum específico, donde sólo aparecen bares que llevan el ilusionante, prospero, deseado nombre. Al margen, un numerado cuaderno, donde relato, por escrito, detalles del viaje y del establecimiento que he fotografiado. Un diario de bares con el mismo nombre. Paralelo proyecto, siendo ésta segunda parte totalmente privada, al margen de los demás, que no sabían nada del mismo. Una forma de regresar a mi infancia, de volver a un tiempo extinguido, clausurado ya para siempre. ¿Acaso sirven para otra cosa la literatura y la fotografía?
Hace unas semanas un amigo vio mi recopilación de instantáneas, el creciente álbum, personal encarnación de mi exclusivo trabajo, de mi retorno o viaje al pasado. Me dijo que mi proyecto le recordaba al que pacientemente llevaba a cabo Auggie, el personaje central de una novela y película de Paul Auster que se llamaba "Smoke". También completaba su álbum, tal vez para capturar un instante que nunca volverá. La divergencia entre ambos empresas se encontraba en que en el film el protagonista hacia una fotografía del mismo lugar a la misma hora. Parecían iguales, pero eran muy diferentes.  Me fascinaba la película, pero nunca la había asociado a mi particular pasión por los bares con el mencionado nombre. En la película el humo era una metáfora del paso del tiempo, de la importancia  y fragilidad de la amistad, de la escurridiza arena de los días y sus heridas. A mi manera, yo también luchaba contra él, cada uno con sus armas, no quedaba otro remedio, no había otra solución desde el primer llanto. En mi caso inmortalizando lugares que ya no existían, por lo menos algunos, convirtiéndolos en material para etílicos y literarios sueños, logrando que al menos sobrevivieran entre las acartonadas tapas de un cuaderno repleto de pasión y nostalgia, pegando y registrando en el papel sus barras, cocinas, mostradores, bodegas, almacenes o cualquier otra particularidad, amén de los rótulos donde su nombre centelleaba sobre la oscuridad.
Desde entonces, hace ya tantos años, no he parado de viajar, con mi moto y una nueva cámara, regalo de mi madre, una pequeña leika, que me ha ayudado a inmortalizar los necesarios bares donde miles de personas se refugiaban, donde aprendían a sobrevivir, a huir de la inmisericorde realidad que les esperaba al abandonar el local, que les aguardaba en la puerta, justo debajo del rótulo de neón donde todos los sueños aún eran posibles.

Diego de Coletitas

Relatos FM

Vidas en stock


-   Buenas tardes. ¿Puedo ayudarle en algo?
-   Si, mire, querría devolver esta vida.
-   Entiendo, ¿trae el ticket de compra?
-   Por supuesto, aquí tiene.
-   Déme un segundo para comprobar los datos.... Aquí está... Raimundo Legazpi, nacido en Villaverde de Río Tirón el 4 de marzo del 82.... ¿Cual es el motivo de la devolución?
-   En realidad, no es todo lo buena que esperaba. Creo que soy bastante desgraciado.
-   ¿Puedo preguntar por qué?
-   Bueno, por todo un poco, ya sabe. Mis padres nunca se han preocupado por mí, la falta de dinero me ha impedido estudiar una buena carrera, he tenido que trabajar desde los 19 en la obra y ahora estoy en paro. La cosa está muy complicada ahí abajo, ¿sabe? Además, no soy muy agraciado y apenas he tenido oportunidades de conocer a alguna chica.
-   Perdone, pero aquí pone que está usted comprometido.
-   Si bueno, más vale pájaro en mano que ciento volando, al menos eso es lo que dicen, pero me gustaría aspirar a algo mejor.
-   Ajá, entiendo... Le comento, como hace más de 20 años que adquirió usted esta vida, no podemos devolverle el dinero, pero puede cambiarla por alguna que tengamos en stock.
-   Bueno, es una opción. ¿Tiene algo interesante por ahí?
-   A ver, un segundo.... Sí, aquí tenemos una en Camerún que acabará a los 11 años y otra en la Franja de Gaza cuyos padres morirán apenas llegue al mundo.
-   Vaya... ¿no tiene alguna más?
-   Déjeme consultarlo... mire que suerte, acaba de entrar en el sistema ahora mismo otra en Alemania.
-   Fantástico. ¿Cómo es?
-   Hombre alto, rubio, bien parecido. Padres responsables y cariñosos... y con dinero... A ver, que más... Ah! También viene acompañada de una afección degenerativa en el sistema inmunológico.
-   Vaya, que chasco. ¿No tiene ninguna otra por ahí?
-   No, ahora mismo no disponemos de más stock. ¿Le interesa alguna de las disponibles?
-   Uhm... No, creo que no. Mejor me quedo con la que traía, gracias.

Augustus

Relatos FM

Lobo, la tragedia de un inadaptado


Aquel viernes de camino a casa, a la altura de la glorieta de S. Bernardo, mi marido me espetó:
—A partir de mañana vamos a ser tres
—¿Estás embarazado?, bromeé
"La niña", nuestra sobrina mayor, —siempre será "la niña"—, sabía de qué iba aquello, pero no dijo nada. Siempre ha sido muy callada, muy discreta. Demasiado.
—No, que me van a dar un cachorro de pastor alemán.
—¿Así? ¿Sin consultar conmigo?
—Es que si te lo digo, no me dejas que me lo quede.
Era verdad. No tenía nada en contra de los animales. Todo lo contrario. Me gustaban, los respetaba, pero no era la pasión que tenía él..., sobre todo por los pastores alemanes.
—Ya verás como luego le coges cariño..., profetizó
El sábado trajo a casa una bolita absolutamente negra de pelo suave, grandes pezuñas blancas, a la que apenas se le veía los ojos, también negros, porque se los tapaban sus pequeñas orejas dobladas.
Tenía tres meses y unos dientes como alfileres que te clavaba en el dedo en cuanto te descuidabas.
Traté de hacer buenas migas con él. Pero no me gustaba nada que me persiguiera por toda la casa mordisqueándome los talones o el borde del vestido que usaba para estar en casa. Que era muy vistoso, tengo que reconocerlo. Largo hasta los pies; negro con rayas rojas y unos anchos volantes en las mangas y en la falda con motivos chinescos en tonos verdes, rojos, amarillos... No era extraño que le entraran ganas de jugar con aquello tan colorido que tanto se movía por aquel pasillo tan largo.
No le aguanté mucho e hice que mi marido lo devolviera... Pero ya no podía estar sin él. Me reconcomían los remordimientos. Tenía un gran sentimiento de culpa por no haberme sabido adaptar a aquella bolita de pelo tan preciosa que ya  había conquistado mi corazón y el de toda la familia.
A medida que fue creciendo, aumentaron los problemas. Yo tenía que hacer juegos malabares si quería salir de casa sin él. Tenía que cambiarme de ropa sin que se diera cuenta —¡ilusa de mí!—.
Si con la experiencia, alguna vez conseguí engañarle, no tardaba en estar a dos pasos de la puerta cuando yo la estaba abriendo.
Otras veces había que se convertía en una batalla campal. Se me cuadraba delante y no había forma de moverle. Y la verdad, no era cuestión de salir siempre con él, sobre todo, porque no era mi perro. Había cosas que yo tenía que, o quería, hacer sin él, e incluso donde no podía llevarle. Por ejemplo, ¿cómo iba a ir al mercado con el carro de la compra y el perrazo que podía conmigo? ¡Lo ideal para mis ya perjudicadas cervicales!
Decidimos mudarnos a un adosado, tan en boga en la época.
No se adaptó. Nos comió los sillones, las puertas, que eran de chichinabo; se subió a una estantería de obra, tiró los libros y los mordisqueó... Mientras mi marido le construía una caseta en el jardín, se lo llevaba a trabajar y lo dejaba en el coche con las ventanas bajadas: le destrozó los reposacabezas de los asientos del coche.

Ya con la caseta construida tuvimos la desgracia de que se iniciaran las fiestas en el pueblo vecino y de que el pobre animal no dejara de aullar durante la noche por culpa de los atronadores cohetes que nos mantenían despiertos a todos.
Se volvió loco.
Afortunadamente un amigo se hizo cargo de él y se lo llevó a una finca a unos kilómetros de Madrid.
Un día nos llamó para decirnos que se había escapado.
Mi marido se fue raudo a buscarlo. Lo encontraron en la carretera tratando de encontrar, guiándose por su olfato, el camino de vuelta a casa.
La siguiente decisión fue más drástica. Nos lo llevamos a la finca de otros conocidos en la provincia de Zaragoza, donde confiábamos que terminara adaptándose; allí había más perros... también había perras; más espacio; más libertad...
Aguantó un poco más.
Al cabo de unos meses nos enteramos de que le habían atropellado en la carretera, camino de Madrid.
Nunca volvimos a pronunciar su nombre. De hecho, ni siquiera mi marido fue el que me dio la noticia, incapaz de soportar el dolor que le producía. Me lo dijo una amiga.
Lo sentí mucho, pero ni la tercera parte que él. No obstante, a menudo cuando voy a abrir la puerta, lo veo, me parece verlo, cuadrarse delante de mí suplicando con su mirada que no le deje solo.

A. María Casasola

Relatos FM

El pez de fuego


-No piba, el fuego es otra cosa.- dijo el viejo poeta. –El fuego se alimenta, necesita oxígeno, combustibles para crecer, para devorar todo con sus lenguas. En cambio el agua está ahí, mansa, subiendo y bajando, evaporándose para renacer en las tormentas, sin necesidad de alimentarse, rebasándose, escurriéndose aburrida entre los dedos del planeta.- Acercó su rostro al de la joven aprendiz hasta que sus narices quedaron apartadas por unos pocos centímetros de aire. –El fuego tiene carácter, vive, crece, domina...
-Pero el agua lo mata.- interrumpió la joven.
-Eso es una falacia.- dijo el viejo acariciando con el pulgar, el pómulo de ella y con el resto de los dedos masajeando debajo de su oreja. –Todo depende de las cantidades, del volumen. Un vaso de agua apaga la llama de un fósforo, pero nada puede hacer en un incendio forestal.- Con su mano libre cubrió el hombro desnudo de la joven y apretándolo agregó: -El fuego es pasional, el fuego no se detiene hasta consumirlo todo, él tiene sed de cenizas...
La joven trató de retroceder y tropezándose con las macetas del patio le arrojó el contenido de la copa.
-¿Con alcohol me querés apagar?- dijo él con la cara goteando y sus brazos apretando ambos cuerpos. –Acaso no aprendiste nada. La lluvia no apaga los volcanes.- agregó mientras le masajeaba un glúteo.
-Sí que aprendí.- respondió la joven haciendo palanca con sus brazos y pisando el malvón mustio del cantero.
-¿Qué aprendiste, pendeja hermosa?- preguntó mientras le chupaba el cuello y le levantaba la pollera.
-Yo sé como apagar el fuego.- respondió empujándolo contra la mesa de cemento y desabrochándole el cinturón del pantalón. La mesa se tambaleó y una maceta cayó al suelo desparramando tierra y claveles chinos.
-Apagame entonces.- El viejo poeta se dejó arrastrar hasta la ventana del galponcito y no puso peros cuando la joven le ató las manos con el cinturón en las rejas de la ventanita.
-No hacen falta océanos para apagar las llamas.- Ella se paró encima de los pies del él y le rodeó el cuello con sus manos. –Al fuego se lo sofoca retirándole el oxígeno.-Pasó la punta de la lengua por los labios del viejo y comenzó a apretar.
Él quiso decir algo pero solo le salió un graznido burbujeante y desarticulado.
-Sin oxígeno no hay fuego.- repitió la joven apretando mas fuerte. -¿Viste como se apaga?- preguntó apretando un poco más y conteniendo el baile desesperado del viejo en su intento de zafarse.
Él volvió a graznar y ella acercó un poco más sus labios para susurrarle al oído.
-¿Y? ¿Ya te enfriaste? ¿Pudiste apagar las llamas o todavía estás caliente?
El viejo no supo cómo contestarle.         

Gonzo

Relatos FM

Día nublado en Barcelona


Hoy al mediodía fuimos con Giulia al Mercado de la Boquería y compramos fruta. Comimos en la plaza que está rodeada de bibliotecas. Tres bananas, dos manzanas, cuatro mandarinas y cinco nísperos (sobraron dos). Aprovechamos estar al aire libre, antes de que empezara a llover. Para hacer tiempo, cuando terminamos de comer (los dos nísperos los guardé en la mochila) fuimos hasta la Filmoteca a buscar el programa de abril. Nos alegramos al ver que darían Ocho y medio. Ella porque no tendría que leer los subtítulos, bromeó.
A las tres y media, cuando abrió la Biblioteca del Ayuntamiento y vi en el cielo una nube tan negra que me pareció que una porción de noche invadía la tarde, entramos porque yo tenía que devolver unos libros (uno de A. Machado y otro de Boris Vian) y renovar el préstamo de La aventura, de Antonioni (que todavía no vi). De paso, ya que estábamos ahí, aprovechamos para llevarnos algunos libros. Ella no recuerdo cuál y yo otros tres (uno de Borges, uno de Artl y una biografía de Bill Evans). De ahí fuimos a la biblioteca que está al lado. Giulia es socia pero yo no. Y como no tenía el pasaporte encima, no me pude asociar. Ni siquiera pude pasar. Nos estábamos yendo cuando me llama la atención un volante que nada tenía de llamativo. Estaba sobre el mostrador. Había muchísimos iguales al que yo vi, debajo de éste que, como decía, me llamó la atención y lo agarré. Anunciaba el Requiem de Mozart en el Palau de la Música. Día: Martes 10 de abril, 20:30hs (todo en catalán). No, dije en voz demasiado alta para una biblioteca y una tontería. Y haciendo honor a la frase de cabecera de mi amigo Gabriel: Ya está, se eligió solo. Hasta que miré los precios. 15 y 20 euros. En la escalera, que conecta con la plaza en donde comimos, ya estábamos convencidos: iríamos al concierto.
Yo estaba muy feliz. Se lo dije.
Nos despedimos. Ella se fue a cursar y yo a otra biblioteca, la de la Facultad de Filología. Quedamos en que nos encontraríamos a las siete y media en Plaza Universitat.
La esperé fumando un cigarrillo. Mi felicidad, durante su ausencia (aunque no precisamente por eso), se había incrementado. Había encontrado en la biblioteca Las noches blancas. Y buscando El factor Borges, de Alan Pauls, encontré un libro que éste había traducido del francés: Una noche en el club (Chirstian Gailly), que había empezado a leer para hacer tiempo hasta que se hiciera la hora de encontrarme con Giulia. Había llegado hasta este párrafo: "La puerta liberó una música a presión, furiosa de tanto estar encerrada. Podría haber sido cualquier cosa, pero era Coltrane. Cuando te llevas por delante algo así, quedas trastornado. Simon quedó trastornado". Este libro fue una grata sorpresa, lo saqué sin dudarlo y lo empecé a leer con ganas, porque justo el día anterior yo había ido a ver Las malas hierbas al cine Verdi, y antes de entrar a ver la peli leí en una entrevista que Resnais explicaba por qué su película se basaba en una obra de Gailly, y elogiaba a éste último. Después de ver la película, esa misma tarde o a la mañana siguiente, leí en una revista de cine que encontré en la librería La Central, que Gailly sólo tenía una novela traducida al castellano. Obviamente, la autora de este artículo no decía quién había sido su traductor, pero sí la editorial: "gracias a la gentileza de Anagrama" creo que decía y a mí me sorprendió que lo dijera de ese modo. Había buscado esta novela en La Central pero no la tenían. En cambio, la encontré, ya sin buscarla, en la biblioteca de Filología, al otro día o esa misma tarde, o sea hoy.
Llegó Giulia y empezamos a caminar hacia el Palau. Una mujer, cuando le preguntamos, sacó su celular y nos indicó el camino. Tenía entre 40 y 60 años. Estaba vestida de negro. Hablaba muy bien pero era muy seria. Era linda. Se me ocurrió que no hacía tanto había pasado por un drama muy grande.
Llegamos. Desentonábamos: éramos jóvenes y estábamos mal vestidos.
Por suerte había descuento para estudiantes, pagamos cerca de diez euros.
Antes de que empiece, con Giulia hablamos de los niños que estaban en el teatro, sobre si estaba bien o mal llevar a los hijos a una actividad como esa.
El concierto estaba a cargo del cor Jove de L'Orfeó Català, la Orquestra Terrassa 48, con Quim Térmens, concertino, y Esteve Nabona, director. Desde que empezó hasta que terminó.
Una chica rubia llegó tarde, con otra un poco más gorda y con menos (dos, tal vez tres, no más de cuatro) años. Creí que era Dana, una chica de la Universidad, en Argentina, que me gusta. Bueno, no es que me guste a mí, le gusta a todo el mundo. Y no pude creer encontrármela ahí. Me volví a acordar de ella cuando la volví a ver, al terminar el concierto. No era Dana pero, para mi sorpresa, era argentina. Son argentinas, le dije a Giulia por lo bajo cuando las teníamos al lado y ellas se sacaban fotos, mejor vamos. (Siempre, no sé bien por qué, Giulia y yo escapamos de nuestra cultura nacional. Casi siempre yo trato de hablarle en italiano y ella en argentino. Léase: dice boludo, ustedes/vos, che, loco, y pronuncia las ll y las y como sh. Ella quiere que tomemos mate juntos y yo le imploro que me enseñe a jugar Bríscola. Ella me cocina pasta o me lleva a una pizzería de napolitanos y yo le debo, desde que la conocí, un asado.)
Me acordé que a la mañana me había pasado algo parecido. Cuando salía del metro pensando en que en cualquier momento se largaría a llover, vi a Rodrigo Fresán. El escritor caminaba en sentido contrario al mío, me miró que lo miraba y siguió caminando. Esa manera de hacerse el ya-sé-que-te-diste-cuenta-de-quién-soy-qué-esperás-para-saludarme y que en su mano derecha llevaba un libro gordo, dorado, con un señalador que me pareció rojo y negro, situado cerca de la contratapa, me aseguraron que no me equivocaba, que verdaderamente era él. Pensé en correrlo. Decirle no sé qué cosas, cholulerías o hablar de cosas serias o pedirle que lea algo de lo que escribo, pero nada me convenció y cada vez estaba más lejos y el papelón iba a ser más grande. Entonces no lo saludé.
Pero a las pocas horas de haber visto a Fresán vi a otro tipo que era igual al de la mañana pero no era Fresán. Quiero decir, tenía el mismo pelo corto que empezaba arriba de la cabeza y le hacía una frente enorme y continuaba hacia abajo, cubriéndole parte de la cara, en forma de barba; los mismos anteojos de marcos redondos; los mismos labios hinchados y serios. Pero no era el mismo. Eso me tranquilizó, pues por deducción lógica, podríamos decir que el otro, el Fresán de la mañana tampoco era Fresán.
A eso de las diez y media nos despedimos con Giulia. Estábamos en la estación Jaume I y, por fin, empezaba a llover. (Creo que, también en esos minutos, terminaba algún partido del Barça.) No te acompaño, le dije. Ella entendió.
En el metro, cada dos o tres párrafos, cerraba el libro y pensaba, como rememorando, buscando imágenes, sonidos y sensaciones, en el concierto. Leía. O más bien: esas imágenes no me dejaban leer los Cuentos Completos, de Fogwill.
Y ahora, recién llegado a casa, mojado y con ganas de bañarme, me como los dos nísperos que encontré en mi mochila y pienso que otra vez me aguantaré las ganas de llorar en la ducha mientras se me ocurre lo que pude haber dicho y nunca digo, menos hoy, en un día tan gris.

Alysius Acker

Relatos FM

Dubitaciones


Camino hasta casa. Subir la cuesta. "Pueblo mío que estás en la colina". Viene José Feliciano a mi cabeza. ¡Cómo cuesta esta colina! Además me estoy haciendo pis. No doy más. ¿Por qué no podremos ser como los perros? ¿Alguien se preguntó cómo hacen para hacer pis a voluntad en cada rincón que huelen? Si yo pudiera controlar mi vejiga a voluntad... pero no. Uno cuando hace un chorrito, aunque pueda cortarlo, eso sólo dura una milésima de segundo, porque es como haber abierto una canilla, y el resto del agua que está en la tubería sale a presión, sin poder ser contenida. A mi paso veo un zorzal, bañándose en un charco de agua, mezcla de agua y barro. ¡Qué escena agradable! Me encantan los pájaros! Menos las palomas, no sé por qué. Otro tema para analizar con la psicóloga. ¿Algo significará la paloma? No lo sé. Paso y el zorzal se aleja. Da dos saltitos, mirándome, quejándose. Seguro que es mujer. Es como ver a una de esas viejas que salen del baño refunfuñando, con el shampoo aún e la cabeza, porque tocaron el timbre o sonó el teléfono. Sin querer, interrumpí su baño. Le pido perdón. Sigo mi marcha. Pájaro, charco, agua... ¡Ay, me hago pis! La distracción, él no pensar en mi vejiga que explota duró poco. ¿Por qué esa asociación entre el agua y hacer pis? ¿Será por el estado líquido de ambos fluidos? Yo me acuerdo que cuando era chica mi mamá, antes de salir, me hacía/obligaba a hacer pis, para que después no anduviera pidiendo ir al baño apenas salíamos. El ritual consistía en sentarme en el inodoro y hacer "shhhhhh". Si eso no funcionaba, abría la canilla para que al oír al agua, ese ruido incentivara mi vejiga. A veces funcionaba, creo, y a veces no. No sé, no me acuerdo, era chica. ¿Todas las madres hacen lo mismo? ¿Está científicamente comprobado? ¿O era una idea de mi mamá de que esa asociación funcionaba? ¡Ufa! Volví a pensar en el pis. ¡Me hagooo!
Ya llego por suerte. Saco la llave del bolsillo izquierdo. No emboco en la cerradura por el apuro. ¡Por qué será que cuando uno está apurado tarda más en hacer las cosas? La relación apuro-tiempo, ¡que dilema! Me digo: "Vístete despacio que estoy apurada". Dicen que es frase era de Napoleón, que él decía: "Vísteme despacio que estoy apurado". No sé si la habrá inventado él. Pero la verdad que es una frase que funciona. Inexplicablemente uno la repite como un mantra, y no sé por qué, pero uno se tranquiliza y logra hacer las cosas más rápido. Es como que uno se concentra en lo que está haciendo y las cosas salen bien. Logro meter la llave en la cerradura, abro la puerta, la cierro pero sin llave, sólo de un empujón, un portazo. Corro al baño. ¡Aliviooo! No hay mayor placer que desevacuar  una vejiga, de sentir que de estar al límite de explotar, se va lentamente achicando con cada mililitro de pis que sale...
Estoy agotada. Me lavo los dientes. Ritual, otro más, que nos enseñan de chicos y queda grabado a fuego en uno. No puedo no hacerlo. Si me voy a dormir sin cepillarme los dientes siento culpa. Me sucede que pienso en las caries que se me deben de estar formando, mientras duermo, por no cepillarme, las bacterias actuando... ¿Cómo se forman las caries? Bueno, no sé, y estoy agotada. Me lavo los dientes y listo. ¡Qué difícil es ser uno! Siempre pensando sobre cada cosa que veo, hago, me sucede... todo es una pregunta...
Me voy a acostar en la cama, dispuesta a dormir. La cabeza sigue pensando. ¡Qué raro! Uno no puede nunca dejar de pensar. Ni cuando duerme. Sólo al morir se deja de pensar. ¿O no? ¿Sigue uno pensando? ¿El alma piensa? ¿Tenemos alma? Ya discutían los antiguos filósofos sobre esto temas. Si había un cuerpo. Si estamos divididos en dos, cuerpo y alma... ¿Pero por qué hablo de filosofía? ¡Yo estudié antropología! Será porque estoy saliendo con un chico que estudió filosofía. Bah, no es ni "mi chico" ni "estoy saliendo"... Pero es verdad que uno nunca deja de pensar ni cuando duerme. Sólo que a veces el inconsciente no nos deja recordar lo que pensamos, es decir, soñamos. ¿Por qué a veces se filtran ciertos sueños/pensamientos y otros no? El inconsciente, Freud... ¡Bueno, basta! A dormir. A ver si el pícaro sueño hoy sí quiere venir. A contar del uno al diez y del diez al uno para lograr conseguirlo. Uno... dos... tres... cuatro...

Aguas Claras

Relatos FM

Un ratito en el cielo


Él regresa para la vieja Europa, con el peso de la nostalgia doblándole las espaldas. En la fila de embarque, de entre 200 rostros y 400 ojos anónimos memoriza los suyos, y las suerte quiere (se lo había pedido) sentarlos a su lado.

Busca cualquier excusa para cruzar palabras y miradas, esta vez ya, sin reojos, cuando descubre entre las manos de ella el libro de favorito de él. Hace memoria. No recuerda haberle pedido al azar tanto regalo.

Hablan. Se sienten como Geppetto y Pinocho en el vientre de una gran ballena alada, ansiosa por vomitarles en cualquier parte el viejo continente. Ríen, comen, beben, bailarían si tuvieran espacio suficiente. Se devoran los devorados. Y en ese estómago de moqueta, en ese mundo compartido con pilotos, azafatas y viajeros,  construyen, por un ratito, su hogar.

Sirve la cena la azafata, piden más vino. Sus ojos se miran a gritos, imantados. Hablan de hacerse eternos, de nada serio, de los pretéritos perfectos y los futuros compartidos, de las patas arriba y del mundo al revés y de los nombres nauhatl que pondrán a los hijos comunes que, lo saben, los dos lo saben, jamás tendrán. Él conocía, presagiaba, lo sabía o lo había imaginado: ella viene de la patria de Sandino y de Darío, en la piel grabado el sol del trópico y en la llama de sus ojos la huella de volcanes.

Atraviesan el océano planeando sobre una carcajada eterna y él ruega al piloto que nunca, nunca, nunca,  le baje de su nube.  Empieza a estorbar el resto de la gente y el incómodo posabrazos que establece la última frontera. El avión duerme y sus bocas callan cuando se encuentran y se descubren bajo las mantas. Él desea que los motores fallen, que se rompa un ala, que caiga un rayo. No con maldad, no, que sobrevivan todos, pero bien lejos de la isla donde ellos caigan. Las luces se van para traer la noche, el silencio. Los pasajeros duermen, todos menos dos. Abajo el mar se bate imponente. Ninguno pierde el tiempo en mirar por la ventana.

En esas horas, en un momento, transcurre una vida, un mundo. Viajan, cenan, beben, duermen, despiertan y desayunan juntos. Asiento con asiento. Toda una vida en un ratito, un solo ratito. Vuelan. El avión aterriza y las despedidas rápidas... van demasiadas. El mundo del suelo se presenta demasiado serio y previsible.

Él camina por el aeropuerto alegre. Solo. Sonríe. Por unos minutos se siente inmortal. Resucitado. Con los pies otra vez en la tierra tras recorrer, por un ratito y para jamás volver, los caminos paradisíacos del cielo.

Feliz

Relatos FM

San Valentín, El y Paris


Comienza amanecer y no consigo conciliar el sueño, sigo pensando en el día de mañana y lo difícil que será despertar sola, en una habitación que todavía no me acostumbro a mirar como propia; por ahora, me siento reconfortada mirando hacia atrás, perdiéndome en el pasado, cuando era sencillo dormirse entre los brazos de mi madre, aun cuando ya no tenia dieciocho años.
Abrazarme a ella, era mi único placer, tocarla despacio era una delicia mientras recostaba mi cabeza sobre su hombro. Ahora me encuentro en un laberinto, donde los pensamientos se mezclan coincidiendo tan solo en una depresión llamada "mal de país".
Hace dos años, cuando el verano hacia flamear el día de san Valentín, si bien el trabajo y los estudios ocupaban las veinticuatro horas del día, casi sin tiempo para dormir,  yo recuerdo el color de cada una de las luces que decoraban la pista de baile de una discoteca ubicada en la calle así conocida por los jóvenes de mi país como por los turistas europeos,  plena de vitalidad, de sensualidad y de coqueteos inocentes transformados luego en besos y caricias casi inolvidables.
Entre el merengue y la cumbia, érase una discoteca únicamente para mujeres, ese catorce de febrero, las chicas solteras acompañadas de sus mejores amigas así como las parejas lésbicas se rendían a las mezclas de un Disc jockey,  no famoso, en la calle mas pituca de la capital.
Las luces sicodélicas me daban en la cara, la cortadora modificaba los cuerpos que transpiraban al ritmo de un reggaetón, era excitante balancear la cadera... mirar a los ojos de otra mujer mientras ésta se entregaba a la música caliente del Pacifico.
En esa época, una novela brasilera tenia un gran éxito en mi país, en ella un hombre de cabellos ondulados era el protagonista (si bien es tonto enamorarse de un imposible, nada me impedía soñar con él); lo que mas amaba de él eran sus ojos, sus labios... y por arte de magia encontré su clon el día de san Valentín.
El vestía una camisa a cuadros y un pantalón, cuyo color no me acuerdo, perdida en su mirada, mis ojos lo seguían desde su entrada a la disco hasta su mesa, y suspendida en el aire imaginaba las diferentes maneras de acercármele. Y en un paso de baile, él y yo ya estábamos bailando juntos, aunque él no comprendía lo que bailaba, los coqueteos parecían suficientes para entender el español.
Lo que más me gustaba de ese día, era acariciar sus cabellos ondulados que le llegaban hasta su cuello mientras sus brazos daban la impresión de protegerme, de qué yo no sé, pero de algo era seguro, no del amor a primera vista.
Vivimos días inolvidables después de nuestro primer encuentro, cada día, un gesto nuevo, teníamos carta blanca para la seducción que combinaba bien a dos jóvenes que intentaban expresarse en inglés para decirse "I love you"... Nunca las noches fueron tan acogedoras y calurosas como el verano del 2010.
En ese tiempo, el ambiente laboral era complicado, veía incierto una promoción, después de terminar la universidad, yo pensaba crecer profesionalmente en la institución, pero no había algún indicio de mejora para mi situación,  ya iba cuatro años y no sabia que estaba haciendo mal o que me faltaba para avanzar, y la impaciencia ya comenzaba a devorarme. Tal vez enamorarme, era lo que necesitaba, una puerta de escape a tanta incertitud, a tanta inseguridad que todo joven vivía frente a un mercado laboral así duro, difícil de digerir cuando la falta de empleo encabeza los titulares de los periódicos mas vendidos en la capital. El amor es gratuito sin impuesto que si llegas a sentirlo, puedes afrontar hasta el déficit fiscal; al menos, mi mente se distraía visualizando un avenir con el muchacho de ojos verdes que no habla español.
No voy a negar que me enamoré como una adolescente, tampoco negaré que vi pasar toda mi vida con él, quien me incito a conocer otras tierras más allá del continente americano.
En el aeropuerto nos dijimos "hasta luego", porque nos habíamos prometido seguir con esta historia de san Valentín y tomar un cappuccino en un café de Trocadéro, en Paris. Y fue así como me decidí a estudiar francés por él y preparar un viaje casi imposible a realizar con dirección al país del queso y del vino, y quizás  también del romanticismo.
Los cursos de francés chocaban con los horarios de mi trabajo, y algunas veces me quedaba dormida en plena clase, pero tenia que continuar con lo decidido en aquella despedida. Estudiaba a escondidas en mi cubículo, en el baño, en el ómnibus, mientras comía hasta cuando dormía; ya quería verlo de nuevo, el webcam no era suficiente para mí, todo lo contrario después de apagar la cámara era doloroso.
Tuvimos problemas en la comunicación de e-mails, la paciencia era débil a la distancia, la fidelidad era difícil de mantenerla entre dos continentes separados por más de diez horas de vuelo; sin embargo, yo no me daba por vencida, luchaba para hacer realidad un sueño de hadas; mientras mis compañeras de trabajo se reían de mi ingenuidad, yo seguía fiel a mi promesa de rencontrarnos allá que cuando es de día, aquí es de noche.
La solicitud de visa estaba hecha, y mi madre lloraba por mí, ella no creía en la palabra de quien me prometió recogerme en aeropuerto de Orly,  mi ceguera adquirida en el instante que me enamoré de él me impedía tener en cuenta la preocupación de mi madre. Ella que me conoce a la perfección y a veces no llega a estar de acuerdo con mis decisiones, no quería soltar la soga, por otro lado, ella quería que conociera otro mundo y descubriera lo que significa vivir lejos del hogar.
Dormía todos los días con ella, compartíamos la almohada y los sueños, y después de sus abrazos yo me sentía segura de lo que estaba haciendo, las dudas desaparecían, aunque el miedo estaba siempre latente en mi, nunca me había alejado de casa incluso mi trabajo quedaba a media hora; en qué me estaba embarcando, no tenia la menor idea.
Los documentos del banco, los del trabajo, los de la universidad, eran tantos papeles que presentar a la embajada que me volvía loca, mi madre me ayudo en cada tramite que se tenia que hacer además me acompañó a cada entrevista, hasta que el cuatro de diciembre, la embajada me dio la buena noticia, me preparaba para despedirme.
En enero de 2011, con una inscripción de un instituto francés acompañada de un proyecto de estudio en la mano, me dirigía al aeropuerto, mis tíos, primos, hermanos...y mi madre, todos reunidos para darme valor a subir al avión, mientras yo le daba valor a mi madre para que suelte mi mano.
Mientras mi maleta era pesada por los encargados del aeropuerto, yo recordaba el e-mail de un día antes de mi partida, donde él me escribió que me esperaría en el aeropuerto de Orly, y al final de su carta firmaba con un "je t'aime".
Mi corazón latía tanto que no podía respirar, estaba atravesando el pasadizo que me comunicaba al avión, sentía una fuerte presión de aire que hacia temblar mis piernas en cada paso que daba, para tranquilizarme recordaba el ultimo abrazo que daría a mi madre, su perfume, sus cabellos negros que me hacían cosquillas a mi oreja derecha, en mi cabeza interrogantes flotaban, ¿todo saldrá bien?, ¿perderé el otro avión cuando haga la escala en Madrid?
Doce horas de vuelo y con el miedo que tengo a los vuelos, no pude cerrar los ojos, miraba el cielo para ver en qué momento el día se volvía de noche, vaya que incomodo era el asiento, todo era raro, era mágico pero también terrorífico, ¿Cómo me voy a comunicar ya en Orly? Poseía unas anotaciones en francés que trataba de memorizar, y las horas pasaban entre una película y otra, en el aire.
Dejaba los veintiocho grados de calor para experimentar por primera vez dos grados de frio francés, pero él no estaba, esperé y esperé, pero él no llegaba, ¿A dónde ir? Me preguntaba mientras cambiaba mis botas por unas zapatillas y me colocaba un abrigo más. Una maleta con ruedas de treinta kilos, una mochila y una cartera de mano, aprendí a movilizarme hasta que un señor me ayudo a desplazar mi maleta al bus Orly con destino a Denfert-Rochereau.
Ya, en Denfert-Rochereau, no había tiempo para ponerme a llorar, debía buscar el metro, el cual no lo hallé a causa de mis nervios y el frio, otro joven que caminaba se ofreció ayudarme a encontrar un taxi. En mi cartera encontré una dirección de un hotel en Chateau Rouge – mi profesor de francés que había viajado a Francia hace cinco años, me dio la tarjeta de ese hotel-.
Veinte euros me costaron para llegar a un hotel que no poseía ni un cuarto disponible, sin embargo dos hombres de piel canela me ayudaron a trasladar mi maleta a otro hotel ubicado en la misma cuadra. Con un francés difícilmente pronunciado, me registré  en la calle Myrha,  luego, telefoneé a quien no me espero en el aeropuerto. Al fin, él era otra persona –había adelgazado y el color verde de sus ojos era mas verde -, creo que mas guapo que antes, pero indiferente con las razones que me trajeron a su encuentro. Él decía quererme pero cuando me vio frente a él dijo que lo nuestro no es posible.
Las clásicas palabras aplicadas a todas las rupturas: no eres tú soy yo, hay otra, debo dejar Francia...yo le reclamé por qué hacerme venir para que al final me hiera así - ¿y ahora qué es lo que debo hacer?- El me abrazo y al día siguiente, él y yo tomamos un cappuccino en el Trocadéro, y me dijo adiós.
En el parque de Luxemburgo, lloré no sé cuantas veces, y él no estaba en Francia, y por teléfono me decía que regresara a mi país, porque aquí voy sufrir, parís no es para mi. Sin embargo, yo le quería cerca de mí como el verano pasado...ahora comprendía el significado de una aventura, y el precio de la ingenuidad.
Hice algunos baby sitting a siete euros la hora y dicté curso de español a domicilio a ocho euros, porque exigir un euro plus es difícil en mi condición de extranjera aunque tenga los papeles en regla. Y si hablo del instituto francés en el corazón de Saint Germain de Pres, ah eso valió dos ojos de mi cara.
De todo esto puedo decir, a un año de maestría, que estoy vacunada contra la ingenuidad gracias a un parisién que conocí en mi país.

Lukas

Relatos FM

El carnicero más fuerte del mundo



"Mira la foto Miguel, y fíjate cómo tenía las piernas hace solo un año. Si no hubiera sido por aquella **** lesión del verano pasado ahora las tendría igual de grandes". Mi nuevo compañero de la carnicería esperaba algo de mí, un alarido, un grito de excitación, un halago al menos. "Ya ves, Gustavo, una putada". El fornido carnicero enseñó sus fotos a todo aquel que se cruzó en su camino, dentro y fuera del supermercado donde trabajábamos juntos, durante los días que estuvo supliendo las vacaciones de Antonio, el carnicero titular, el escuálido señor de sesenta años que el culturista suplente redujo a parodia. Gustavo corría el riesgo de parecer subnormal. Un tipo de cuarenta y tres años que llevaba cuatro haciendo culturismo difícilmente podía explicar esa deriva. Pero quizás sí que había una buena explicación. La raíz de su súbita adicción a los anabolizantes y a las máquinas que fabrican músculos estuvo en su separación, o más exactamente, en el abandono de su mujer. "Un tarde, su tío, un buen hombre, vino a mi gimnasio y me lo contó todo. Yo sabía lo del pringado ese con el que se acababa de ir a vivir, pero no lo que me contó ese día. Según me confesó su tío, llevaba pegándomela diez años y me dijo que él me podía hablar de al menos seis tipos más con los que me la había estado pegando", me contó al poco de llegar casi sin inmutarse, escondido tras su musculoso escudo. "Pero Gustavo, ¿cómo tú no te escamaste un poco, hombre? Eso se tiene que ver venir", le pregunté yo algo indignado e incrédulo. "No sé, Miguel, venía tarde, pero decía que del trabajo o de ir a ver a su madre... yo confiaba en ella". Gustavo no era muy listo, pero sí muy grande y confiado.
El carnicero más fuerte del mundo, que fue desposeído de casa, hija y dignidad, necesitaba hacer crecer su armadura exterior porque, aunque sabía que el dolor es afilado y tozudo y que la piel no detendrá las balas, sentía que era lo único en lo que podía hacerse más fuerte. Y quizás fuera así. Recuerdo que cuando lo veía andar de espaldas por el supermercado tenía la sensación de estar a punto de verlo desplomarse al suelo en cualquier momento. Andaba con la dudosa humanidad del zombi, con la inseguridad y la lentitud del borracho o con la pausa desesperada del suicida. Su fuerza física era una paradoja evidente y su debilidad, en realidad el rasgo más visible de su estampa, tenía la forma de la ternura pero también del ridículo.
Hace unos días, Gustavo decidió seguir avanzando en su amistad conmigo y me mostró unas fotos de su novia. "Estoy preocupado por ella, la veo diferente últimamente. Muy rara". Ahora tiene una nueva novia con la que lleva un año, una chica de rasgos andróginos y cuerpo de curvas pronunciadas que se lleva muy bien con su hija de doce años, fruto de su relación con la adúltera (o eso piensa el culturista). El carnicero dice haber salido definitivamente de la depresión. De la depresión puede, pero no de la desgracia.
"Gustavo, ten cuidado, ya has visto cómo duele una buena hostia", le dije yo dando por hecho que la oronda novia del armario empotrado estaba al tanto ya de las escasas luces del bueno de Gustavo. "No sé, Miguel, la veo cambiada". Dos días más tarde Gustavo no apareció por el trabajo. En su lugar, aquella mañana apareció otro tipo. El sustituto del sustituto se llamaba Juan y tenía la voz de un grillo, la nariz aguileña y la delgadez de un insecto. "Un oso panda por una serpiente", le dije a la charcutera cuando me preguntó mi opinión sobre el cambio de carnicero.
Seis meses más tarde dejé aquel trabajo. Supongo que el asco razonable se había vuelto patológico y, diez años después, era el momento de mudar el disfraz. Dos meses tardé en decidirme a hacerle frente a la apatía y salir a encontrarme con ese santuario de la impotencia que es una oficina de empleo, para iniciarme en la búsqueda de trabajo. Cuando llegué a la cola vi de espaldas a un tipo corpulento perfectamente ataviado con las prendas propias de un animal de gimnasio. "Hombre, Gustavo, ¿cómo estás?", le dije con una sonrisa sincera. "Hola Miguel, ¿qué haces aquí?" Gustavo había crecido, tal vez se había duplicado. Mientras avanzábamos en la cola, dirección al precipicio que se asoma al vacío de una cartilla del paro, Gustavo me contó que ya no estaba con aquella chica. "¿Te la volvieron a pegar?", le pregunté disgustado. "Creo que no. Simplemente, se murió". Me contó que sus rarezas se debían a un tumor cerebral y que se fue en apenas mes y medio. Antes de morir le pidió que no dejara de hacer deporte, que siguiera cultivando su cuerpo. "Dentro de unas semanas me presento al campeonato de España de culturismo", me dijo sonriendo, orgulloso, verdaderamente fuerte. Entonces comprendí que aquella chica lo quiso sinceramente, que lo había salvado antes de morirse. Entendí que su dignidad se había agarrado a la meta, absurda aparentemente, de hacerse cada vez más fuerte, más y más corpulento. "Tengo claro que ahora mi objetivo es el campeonato de España, pero con la vista puesta en los mundiales. Ahí es a donde quiero llegar", me dijo, como si la realidad fuera solo una posibilidad, como si el sentido común pudiera eludirse simplemente con ignorarlo. "Muy bien Gustavo, me alegro por ti, mucho ánimo" le dije a punto de echarme a llorar, justo antes de que llegara mi turno.

Lema Dafoz

Relatos FM

Chimenea


Tía Sara solía aparecerse siempre a ultima hora, en cada encuentro que hacíamos en casa, fiestas de cumpleaños, celebración de algún santo, como también las fiestas navidad, mi madre siempre, en esos días, estaba de mal humor, no sabia si, en realidad con ella, por sus atrasos o por demora del pedido de los vegetales del supermercado.
Eran cerca de la 13:00 horas de ese sábado, estaba en mi habitación, buscaba ropa, seguramente la señora montero no la había dejado en los cajones, como me había dicho el jueves, cuando termino de lavar la ultima ropa, en la vieja maquina lavadora.
Siempre esta situación me cansaba, me coloque nuevamente la toalla con la que había salido del baño, y fui hasta la caja de ropa sucia, para buscar algún indicio de mi pantalón patrimonial, como le llamo a un jean de tela negra, que había comprado en la tienda de Mery, una amiga de mi madre, que ya tenia varios parches.
Del pantalón patrimonial no había vestigios, en la caja de ropa sucia, mejor seria usar el jean de color azul me dije, y regrese a mi cuarto, tía Sara tenia media hora en llegar, para que mama sirviera la sopa, que había estado preparando en la cocina, desde las 10 de la mañana, además de un trozo de carne, que habíamos ido a comprar al mercado.
Nunca había sabido, porque esa demora de tía Sara, cada vez de esta celebraciones, sobre todo en navidad, aunque hoy no era el caso, debido a que celebrábamos el cumpleaños de mi madre, pobre dije se había esmerado toda la semana en preparar una buena comida, inclusive llamo por teléfono a Cristian Bustamante hijo de un tío político de ella, para que le ayudara en la elección del menú, hacia no mucho que Cristian había terminado su curso de cocina, y le explico por teléfono hasta como debía freír las papas, picar la verdura y colar el caldo además de como preparar la carne en la parrilla, que según mi madre, seria lo mejor, de los dos cortos años, que habíamos regresado del Norte a Santiago, a la antigua casa de mi abuela.
Luego de vestirme, fui a verla a la cocina, preparaba los platos de ensalada, que me pareció de muy apetecibles adornos, en ese momento, me volvió a recalcar, que no le dijera nada a tía Sara sobre su atraso, por lo general siempre me lo hacia cada vez, que las fiestas se realizaban en casa, recuerdo una vez estando en el Norte, ella se apareció dos días después de mi cumpleaños, la esperaba, días antes me comento que me traería un hermoso regalo, unos libros en ingles escritos con letra manuscrita por Walt Whitman, aunque no soy muy cercano al arte poético, el regalo fue todo un descubrimiento de frases, que servían para tener otra mirada del mundo conflictivo, que nos rodeaba, por ese tiempo en la universidad, no hacia mucho que mi padre, había muerto en ese fatal accidente, en la mina de cobre, creo que ese libro, fue uno de los regalos más importante, que había tenido de tía Sara en años.
Mi madre adornaba los platos, y cada cierto rato, miraba la hora, surgiendo en ella la molestia, por que la hermana de mi padre, no se aparecía en la puerta de casa.
A mi termino también por impacientarme y decidí, salir a la calle a esperarla, tía Sara arrendaba una habitación, en puente alto, en un pasaje llamado las codornices, ella de todas las hermanas de mi padre, fue la única que no se caso, había trabajado en el hospital Sotero del rio, hasta que le llego la jubilación ese día dijo que comenzaría los mejores años de su vida y en realidad le apunto medio a medio.
Mire de punta acabo la calle, algunos vecinos venían desde la feria, y otros salían de la casa, y le dejaban comida a tres perros vagabundos, que habían llegado hacia unas semanas al barrio, uno de los vecinos un jubilado veterinario, hizo una colecta y les fabrico una pequeña casucha de madera, no se de quien serian los perros pero eran muy consientes, una noche dos hampones, habían intentado entrar a casa de la Claudina, y ellos se abalanzaron sobre los bandidos haciéndoles perder el equilibrio, alli salieron un par de vecinos que llamaron a la policía y se los entregaron mordisqueados por los consientes canes.
Di una mirada al reloj, y volví a mirar la calle, que había cambiado su fisonomía y solo los tres perros esta vez jugaban con una pelota plástica, que uno de los niños había olvidado, estaba observándolo cuando apareció tía Sara, las cosas habían sufrido un vuelco inesperado, verla a ella en la calle, media hora antes de la invitación, fue toda una sorpresa, y camine para salir a su encuentro.
Es un verdadero acontecimiento su llegada tía dije seguramente por eso anoche ladran tanto los perros, dijo mi madre saliendo de la cocina, y diciéndome, que mejor encendiéramos la parrilla para poner la carne.
Mientras se saludaban, tía Sara le dijo será mejor que volvamos a nuestras raíces, y le recordó a mi madre que cuando venía de visita, la carne del almuerzo, la asaban en la chimenea, incluso mi padre, había confeccionado una parrilla especial, para cocinar allí, justo en ese momento las gotas de lluvia empezaron a caer, corrí de inmediato al patio, y saque la parrilla, para que el carbón no se humedeciera.
Saque el carbón algo húmedo, y lo lleve adentro junto a la chimenea, ya en ese momento tía Sara y mi madre, saboreaban un pisco sour, que ella había preparado.
Mientras ponía los carbones bajo la parrilla, tía Sara me pregunto, como me estaba yendo en la universidad, di un si, algo tímido, por que tomaba nuevamente el ramo genética de la carrera, y en los últimos exámenes, las notas no habían subido del todo, cuando puse todos los carbones más secos en la parrilla, saque el latón, que hacia salir el humo por el cañón de la chimenea, encendí el carbón, que demoro en encender por la humedad.
La conversación continuo animadamente entre tía Sara y mi madre, pero en ese momento escuche un murmullo, primero pensé que me estaba volviendo me dio loco, por que al preguntarle a ambas ellas dijeron no escucharlo, después nuevamente el murmullo, era una especie de voz humana, de donde venia, no lo sabia, ni yo, les pedí que se quedaran en silencio, para saber de donde provenía mientras humo escapaba por la chimenea aprestándome a dejar la carne en la parrilla.
Grande fue la sorpresa, esa especie de quejidos venia del interior de la chimenea, en ese momento saque la parrilla, y la puse junto a la bolsa de carbón, mire en el interior de la chimenea, en realidad no pude distinguir nada, tome uno de los fierros, y trate de sacar aquello que obstaculizaba, mayor fue mi sorpresa, se trataba de un hombre, quien estaba atrapado en el interior de la chimenea.
En ese momento mi madre tomo el teléfono, y llamo a la policía, que estaba a unas cuadras de la casa. En un par de minutos aparecieron los oficiales, quienes instigaban al hombre a salir de allí, mientras tía Sara y mi madre pedían que sacaran pronto a ese ladrón.
Después que el capitán sostuvo una conversación con el hombre que además era tartamudo, el mismo en su coloquial lenguaje, pidió llamar a bomberos, cosa que el capitán realizo presto, sino el hombre se moriría en el interior de la chimenea.
Los bomberos llegaron con demora como además lo hacia tía Sara, en ese momento los policías habían acordonado el lugar, cuando los bomberos llegaron destrozaron parte de la chimenea y liberaron al hombre, quien tenia su ropa y su rostro lleno de hollín producto del tiempo, que la chimenea no se le hacia limpieza, en realidad todos estábamos bastante enojado con la situación, los bomberos subieron una camilla y luego de un momento bajaron al ladrón desde el techo, en un primer momento no le conocí mientras unas enfermeras, le ponían una mascarilla de oxigeno, en su rostro lleno de esa sustancia oscura.
Mayor fue mi sorpresa, cuando la enfermera termino de limpiar el rostro del hombre se trataba de mi vecino, pero que estaba haciendo allí, nos preguntábamos mientras bastante curiosos, se habían apostado en las barreras, que la policía había dejado,  las bromas no se hicieron esperar, fácil podían servir de rutina a algunos humoristas de la tevé.
El hombre, me confeso que durante la noche, había tenido una discusión con su mujer y que esta cerca de las 4 de la madrugada, le había quitado su chequera del banco y la había arrojado con todas sus fuerzas desde el patio trasero de la casa, para tanta mala suerte que la chequera, se había metido en el boquerón de la chimenea, he intento rescatarla, claro sin habernos pedido permiso, la situación estaba entre lo gracioso y lo dramático además de lo sorprendente, de inmediato fui al interior de la casa, y revise  una especie de sacado, en el interior de la chimenea estaba la chequera de mi vecino, sin sufrir ningún daño, lo que no era el caso de mi vecino, quien se había luxado ambas piernas en el interior de la chimenea, como también uno que otro problema respiratorio por el hollín, junto a la chequera había un pequeño cuadernillo que también tome en forma despreocupada, le deje la chequera a mi vecino, que iría hasta el hospital, para ser examinado, en ese momento el oficial, me pregunto si levantaría cargo a mi vecino preferí no hacerlo, y mejor seria terminar de cocinar la carne, mientras mi estomago, y junto a la mi madre, tía Sara, comenzaba a reclamar.
Después de almorzar, y cansarnos de comentar el gracioso hecho que había sucedido, fui a mi habitación y revise el cuadernillo, que había encontrado, junto con la chequera de mi vecino fue lo más sorprendente el cuadernillo en cuestión, estaba escrito por mi padre, en él se hacia mención a la fiesta de navidad del año 73, en pleno golpe militar, por esas fechas mis padres vivían en un sector muy acomodado de Antofagasta, en el norte de Chile y decía lo siguiente:
Aquella tarde llegamos desde el hospital parroquial de Antofagasta, me sentía un hombre muerto, muerto en vida en realidad, hacia dos meses que nos habíamos casado y los exámenes eran lapidarios, no podíamos tener familia, nos sentamos a la mesa cerca de las once de la noche por que ella tampoco estaba con ánimos de celebrar, decidimos no desperdiciar la cena que mi hermana Sara, nos había enviado, nos servimos un poco de vino, en ese momento tocaron a la puerta, y allí estaba un canasto de cosecha, con unas frazadas, en su interior un niño llorando sin consuelo, nunca dijimos nada, la ciudad seguía conmocionada por lo sucedido en Septiembre, a la siguiente semana, me enviaron al sur por la empresa, pedí que además me dieran la posibilidad de viajar con la familia.
No se porque mi madre, guardo este secreto, ahora en mi habitación, no sé que es lo más importante, todavía no lo se, ayúdenme a entenderlo.

Khayamaoz Aops

Relatos FM

El eco de la locura



El radiante sol del escenario me apuntaba, con la fiereza de quién busca resaltar mínimos errores. El clamor de los banales aplausos me abrumaba. Allá a lo lejos, el palco principal, y ella. La más brillante luz entre las sombras. Mentalmente, vuelo. Mi ser abandona el propio cuerpo, y se dirige hacia ella veloz, como mi fría mirada. De repente, cada segundo de aquella crucial batalla que se libra entre dos almas, se vuelve eterno. Quizás no lo suficiente para retener su huida. Mas, sí lo bastante para transmitir un hálito de vida, procedente de aquella figura angelical, de la más pura inocencia, a mi alma inerte. Abandoné el escenario a toda prisa, aún con el eco de los aplausos resonando en la inmensidad de su cúpula. Mas en mi mente, solo el brillo de su figura, el eco de mis latidos, de mi propio corazón que acelera el pulso a cada paso, y no encuentra reposo. Tal vez nunca lo hiciese, salvo con el frío beso de la muerte. Nos separan apenas dos metros, los suficientes para  no percatarse de mi presencia. Mi corazón late cada vez más deprisa, y mis piernas corren hacia ella a tropel. Sube al carruaje, donde el chófer aguarda, visiblemente enfurecido. No queda alternativa alguna. Grito su nombre a pleno pulmón. Aquel que tanta paz alberga, y tanta inquietud me transmite, en la soledad de mi lecho. ¿Como respuesta? La nada. Pura insonorizad sonora retumba en mis oídos. La puerta de su carruaje se cierra, los caballos que lo tiran, galopan a toda prisa, y lo percibo. El perturbador sonido de su risa. Aquella carcajada inocentemente indescriptible, y al tiempo maléfica, que la vida profita, acerca de mi destino. Toda mera posibilidad queda perdida. Regreso al escenario. Aturdido, melancólico. Ya nada quedaba, excepto aquel glorioso aire de los gloriosos aplausos en el ambiente, mi propia esencia, que ni tan siquiera ya lograba medrar mi ánimo, y mi siempre fiel acompañante: la soledad. Como indigna cura que ofrecer a tan obstinado sentimiento, tomé lápiz y papel, y, sobre la tapa de aquel indigno piano, escribí las indignas letras que habrían de aliviar mi conciencia, aquella triste confesión de amor.

"Por pedirle a usted, mi musa, le pediría un beso, de sus rosados labios... Una sutil mirada de afecto, una sonrisa... Como aquella que tan señalado día, y en tan indigno antro, hizo que mi aguda vista se percatara de su presencia desde el primer instante... Aquella que me hizo correr tal caballo desbocado, hacia tan pintoresca damisela, sin éxito alguno, y que mantiene vivas estas irracionales ganas de tenerla entre mis brazos... De verla por primera vez entre tantas, de dar largos y nocturnos paseos, de hablar de madrugada a su ventana, oculto entre las sombras de la noche, de saltar toda barrera, y hacerla mía, arropados bajo la luz de la luna... Y, pese a que quizás sea la obstinada soledad quién hable en mi nombre, tan solo por este instante, dejémosla conversar libre, en compañía de mis vagas ilusiones... De futuros sentimientos que ya hoy afloran, y como no, de mi raciocinio, que de tan obstinado que fue en vida, se desvanece, desde aquella coincidencia casual que nos brindó el azar... 

Atentamente y desde lo más profundo de mi esencia, rogaría que acepte tan sutiles palabras, de quién con usted sueña día y noche, y que, si el destino (y permítame tal atrevimiento) su economía se lo permitiesen, acudiese usted a solas a mi próximo concierto, que tendrá lugar en Bélgica.

Acompañado de mis más sinceros anhelos,
Jack "

Seguidamente, la tomé en mano. Releí cada palabra, cada letra, cada punto, cada coma... Y, acto seguido, la arrugué con fiereza, la arrojé a lo lejos, en dirección a la ya no presente multitud, y abandoné el escenario... Al otro lado de la sala, la escuálida figura de Joe, el encargado de la limpieza, asomaba por la puerta de entrada, examinando la escena. Un escalofrío recorrió mi espalda por un instante. Temía que, tan indiscreta presencia, se hubiese percatado de mi anterior muestra de furia, de mi más secreta agonía. Mas, por azar del destino, que tiene por costumbre presentarme toda clase de encrucijadas, tan oscuro temor se desvaneció al percibir aquel tímido "Hola" escupido de su boca, sin gana alguna; que por un instante, logró alejarme de mis más profundas reflexiones. Marché a casa a toda prisa. Aquel tugurio, aún deprimente, era el único sitio capaz de albergarme la paz que tanto anhelaba. Mi mente, ávida e incansable, necesitaba del acogedor reposo del hogar. Al llegar, me dirigí hacia el escritorio. Tomé mi pluma, aquella que tengo por afortunada, que plasma en papel cada nota, cada silencio, cada nueva composición; libre como el viento, y escribí a Melanie. Mi siempre fiel confidente, mi dulce hermanita mayor. Desde que alcanza mi memoria, ella fue la única mano amiga en mi lamentable infancia. Quién consagró su vida a resolver mis entuertos, y la única que creyó en mi talento, cuando dirigí mis pasos hacia la música. La más astuta entre las féminas. Sabría que hacer, cómo atraer a tan pintoresca dama.

Facturé la carta a la mañana siguiente, en la oficina de correos local. De vuelta a casa, aún las calles dormían, bajo el amparo del invierno. Caminaba solo, absorto en mis más íntimos pensamientos, con la única compañía de las áridas hojas que el viento arrancaba de los árboles.

De repente, mi testa es víctima de un brutal impacto. Caigo al suelo, rendido. Siento como el occipital, rasgado en mil pedazos, como cristal roto, se refugia en el interior del cráneo; como oprime el cerebelo. Mis funciones motoras se desvanecen. El que instantes después se convertiría mi asesino, continúa apaleándome. Se le suman unos siete matones más, con navajas de finas hojas y afiladas ballestas. Unos cinco apuñalan mi cuerpo. Otros tres me patean y golpean con bastones. Noto como mi sangre huye, abundante, de las suicidas venas rasgadas por los cortes. Comienzo a sentir como mi vista se vuelve borrosa, como flaquea mi raciocinio. Un nuevo impacto sobre mi cabeza disminuye mi audición, ahora casi imperceptible. Mas por suerte, aún quedaba tiempo: el justo para desvelar la identidad de mi asesino. Intento girar el cuello en dirección hacia alguno de los presentes, pero la rigidez de mis músculos me lo impide. Es inútil. Tal solo queda una salida: la rendición. Me dejo vencer por el cansancio. Cierro los ojos y, dándome ya por muerto, mis agresores desaparecen entre las tinieblas de la noche y los tonos pardos del amanecer. Vuelvo a abrir los ojos. Tan solo uno de mis agresores continúa apaleándome. De repente, de uno de los bolsillos de su gabardina, brota la clave de mi asesinato, que cae finalmente rendida frente a mí. Al fin la causa de tan violenta tortura: aquella carta muda que en su día dirigí a la orgullosa dueña de mis anhelos, Lady Maddelaine. Al fin una respuesta, una identidad. Y un asesino cauteloso, que incluso se toma la molestia de volver sobre sus pasos para recoger aquella carta: mi carta. Quizás para evitar orientar a la incompetente policía. Quizás para cerciorarse de que su destinataria jamás gozase de su lectura. Tan sólo el podría saberlo. Con toda seguridad, tantos años en el oficio de la limpieza le habían perturbado.

Aún con los ojos cerrados, sentí su fría mirada sobre mí, ahora el fruto de su brutal ensañamiento. Su cordura pendía de un hilo. Rompió mi arrugada carta en mil pedazos, los arrojó al viento, y corrió como alma que lleva el diablo, hacia tan solo Dios sabe donde. Alejado ya un par de metros, intranquilo, volvió su rostro hacia mí. Clavó en mi cuerpo su fría mirada, como un cuchillo, y volvió sobre sus pasos, para asestarme una nueva puñalada. Clavó su navaja en mis ojos, para negarme el agudo sentido de la vista. Ni tan siquiera fingir mi cercana muerte había funcionado. Imploré compasión al cielo. Se agachó de nuevo, justo a mi frente. Contempló con deleite mis ojos, ahora masacrados. Podía sentir como las bocanadas de aire ingeridas huían de su boca hacia la mía, ya sin oxígeno, el eco de sus latidos. Acarició mis rizos. Tomó uno de ellos como trofeo, y susurró a mi oído: "No sabes cuánto tiempo esperé para verte muerto. Lady Maddelaine, al fin es mía. ¿Quién limpiará ahora tu estúpido teatro?", y descargó una sonora carcajada. Una carcajada llena de odio y rencor, y al tiempo de un discreto y silbante sonido: el eco de la locura.

Amélie