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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

El valle


La más feliz característica geográfica del valle es que se extiende de este a oeste, y no de norte a sur o cualquier otra combinación, de esta forma se puede disfrutar de la presencia del sol desde las primeras malvas del alba hasta los maravillosos crepúsculos violáceos. Por el valle aún discurría tranquilo, cristalino, el Gran Río, lejos de su desembocadura en un inmenso estuario al otro lado del continente, tras dar vida con sus aguas a millones de seres humanos a lo largo de más de tres mil kilómetros, y se remansaba en playas de guijarros en las que en las tardes de verano nos deleitábamos con placenteros baños de sol y de agua. Antes de su encuentro con nuestra tierra atravesaba, siendo poco más que un pequeño arroyo, el inmenso páramo del este, y después del valle, una no menos extensa zona pantanosa, es por ello que los pobladores del valle no habían establecido contacto con otros seres humanos ni por el este ni por el oeste, por donde en teoría sería más fácil, sino por el sur, donde una sierra de redondeadas formas y frondosos bosques era la frontera natural, y por el norte, a pesar de la imponente cordillera que se alzaba, con enormes montañas que sin duda sobrepasaban los cinco mil metros de altitud, y en medio de las cuales reinaba, majestuosa, coronada siempre por su penacho de ventisca, la que era conocida entre los pobladores de ambos lados como la Reina Madre del Universo.

No llegué hasta aquella tierra guiado por ningún impulso altruista o filantrópico, sino por razones de exclusivo interés personal. Yo estaba a la sazón recién licenciado en la universidad y aquella oportunidad de trabajar como técnico era un buen paso para iniciar lo que yo esperaba que fuera una brillante carrera profesional, y eso colmaba las aspiraciones de una parte de mí de la que empezaba a emerger una madurez pragmática y calculadora. Por otra parte, esa misión un tanto arriesgada y en una tierra exótica satisfacía los impulsos juveniles de aventura que aún quedaban en mí.

Algún tiempo después, cuando nuestra empresa allí fracasó y todos abandonaron y volvieron a nuestro viejo continente y a las comodidades de nuestras tierras vernáculas, yo ya sentía una atracción por aquella tierra, por aquella gente, tan intensa y posesiva que no concebía, para mí, un futuro fuera de aquel valle. Ese sentimiento no surgió de la noche al día, mi acercamiento a los pobladores del valle corrió paralelo a mi distanciamiento de los que eran mis compañeros de aventura, de forma progresiva, sin duda, pero con un marcado punto de inflexión que voy a detallar a continuación. Después de cenar, cada noche, yo acostumbraba a tomarme un té y fumarme un cigarrillo tranquilamente sentado en la penumbra de uno de los barracones, de tal forma que mi ubicación me permitía cierto grado de intimidad y de calma al estar fuera del campo de visión de los escasos transeúntes que a esa hora pasaban por allí. Una noche, mientras yo gozaba de mi particular momento de evasión, presencié –al principio- y participé después de un lamentable incidente. Dos de los trabajadores de mi grupo acosaban a una chica del poblado, en primera instancia sólo verbalmente, pero en unos minutos pasaron al contacto físico, uno de aquellos salvajes inmovilizó a la chica retorciéndole un antebrazo que previamente le había llevado hasta la zona lumbar de la propia agredida, y el otro empezaba a desgarrarle las vestimentas, que, por otra parte, nosotros ya sabíamos que, por su tonalidades y formas, distinguían a las mujeres que aún no habían tenido intercambios sexuales de las que sí habían alcanzado ya ese estatus. No tuve que reflexionar mucho para tener claro que de alguna forma tenía que impedir que se consumara aquella infamia. Salté del porche a la calle, y quiso el destino que encontrara en mi paso un montón de aperos y herramientas arrumbados, de los cuales, casi a tientas, cogí una pesada barra de hierro de casi un metro de longitud, con la cual, sin previo aviso, golpeé con todo el ímpetu del que fui capaz en el exterior de la rodilla del agresor que estaba desnudando a la chica, y que cayó en el acto como un pesado fardo. El otro soltó a su presa, dio un paso atrás y trató de buscar su revólver recorriendo a tientas su cinturón. Para cuando consiguió tocar con su mano la culata, yo ya lo tenía encañonado. Más desafiante que asustado trató de intimidarme:
- Si me disparas pasarás el resto de tus días en la cárcel. Tú no eres uno de estos salvajes, nosotros nos regimos por leyes.
- Dudo que a ti te importe mucho dónde pasaré yo el resto de mis días, porque si te disparo tú estarás muerto.
    Mi argumento debió convencerlo porque retiró su mano del arma, ayudó a levantarse al herido y sirviéndole de muleta ambos desaparecieron. No quise acercarme a la víctima del frustrado crimen porque no estaba herida, y lo que sí estaría es profundamente avergonzada y sobre todo dolida por la vejación que había estado a punto de sufrir. Se marchó en silencio, pero en su mirada triste yo vislumbré el agradecimiento no sólo de ella, sino de todo su pueblo. 

A finales del invierno la nieve se fundía en casi todas las altas cumbres de las montañas del norte, los prados de las partes bajas de sus laderas empezaban a florecer, por los arroyos y cañadas empezaba a fluir el agua fresca y clara que alimentaba el Gran Río, y el deshielo permitía ya transitar por los angostos pasos que se abrían entre los escarpados riscos de las montañas. Era entonces cuando, como cada año, las mujeres de las tribus de la Inmensa Llanura de Arriba venían en comitiva diplomática y comercial y pasaban entre nosotros tantos días como tiene todo un ciclo lunar. Tiempo atrás, estas visitas no se habrían concebido, pues durante siglos los hombres y mujeres del norte habían sido enemigos acérrimos de mi pueblo. El motivo de esas atávicas luchas era el control de los Altos Santuarios, que eran como ermitas y capillas donde se rendía tributo a los Dioses. Algún día de un pasado no muy lejano comprendieron los dos pueblos enfrentados que, de la misma forma que compartían devoción por los mismos dioses, podían compartir el disfrute de los lugares santos. Desde entonces no se ha conocido más guerra en las montañas del norte. Además, ahora nuestros huéspedes tenían otros enemigos que combatir, pues desde hacía algunos años el sol apenas daba alguna pequeña tregua a una estación de lluvias cada vez más menguante, los pozos se habían secado y la arena cubría grandes extensiones de las verdes praderas de antaño. Los animales morían solos o caían enfermos, y ¡cómo cazar a un animal enfermo!, una mujer cazadora no puede cometer esa vileza, matar a un animal enfermo que no tiene oportunidad de defenderse va contra las leyes de la Naturaleza y sin duda ofendería a los Dioses. Nosotros escuchábamos en silencio su triste historia y sentíamos pena por nuestro pueblo hermano. Pero a pesar de todo, la visita anual de las mujeres cazadoras era en verdad un motivo de celebración. Durante el tiempo que duraba su estancia, cada noche se celebraba con cánticos y bailes, que duraban hasta altas horas, un desenfreno que no se veía en otras épocas del año. También se aprovechaba este periodo para hacer intercambios comerciales, ellas nos traían sus abalorios, adornos, piedras preciosas, tejidos y algunas frutas silvestres que recogían exclusivamente para nosotros a su paso por las montañas. Y a cambio se llevaban nuestros ricos productos lácteos, nuestras pieles y nuestras carnes en salazón, pues aun siendo ellas cazadoras, no dominaban las artes del tratamiento de las pieles ni de la conservación de los alimentos.

Los hombres y mujeres del sur eran amables y sonrientes, de facciones más suaves y formas menos contundentes que los del norte, como si con el tiempo se hubiesen mimetizado con las suaves colinas en las que vivían, donde el clima era más benigno, y durante casi todo el año pacían al aire libre sus animales. Eran ganaderos, un pueblo pacífico con el que siempre hubo una relación cordial. Y que una vez cada año, coincidiendo con el equinoccio autumnal, enviaban una comitiva a nuestro poblado con la que intercambiábamos productos, leyendas, cánticos y ritos. Un encuentro de amistad que mantenía unidos a nuestros pueblos desde hacía siglos. De entre las cosas, materiales y espirituales, que nosotros ofrecíamos a los hombre y mujeres del sur, lo que más parecían apreciar era nuestra miel, pues entre sus rudas habilidades no se encontraba la de la apicultura.

Un día, al albur del cambio de la dirección de los vientos que soplaban en el siniestro tablero de ajedrez del panorama internacional, un golpe de estado dirigido por un joven comandante turbó para siempre nuestra paz, la de todo el país, y a la larga, la de casi todo el continente.
    El sátrapa, que se había autoproclamado Salvador de la Patria, Proveedor de la Esperanza, Archicomandante de las Fuerzas Armadas, Senador Vitalicio, Presidente Omnímodo, y un largo etcétera de títulos a cual más disparatado, no era en realidad más que otro sanguinario dictador cuyas veleidades venían patrocinadas ora por los agentes de las antiguas potencias coloniales -ahora al servicio de las poderosas compañías que esquilmaban con igual voracidad a aquellas tierras y a aquellas gentes-, ora por las supercherías de sus chamanes, astrólogos y hechiceros. Una vez que él y sus secuaces acabaron con todo rastro de la estabilidad que ya duraba algunos años, y que había causado perplejidad –por su duración-  hasta en los más optimistas, pusieron su mirada asesina en el valle. Decidieron que en un pequeño santuario que había en una de las laderas de las montañas del norte había nacido la nación, la patria, la raza. Así que una triste mañana de invierno, conforme los primeros rayos del sol derretían la escarcha que pendía de los arbustos, un contingente del refundado ejército penetró por el valle, arrasando toda forma animal, vegetal y humana que encontraba a su paso. La resistencia de mi pueblo fue tenue, porque ya no eran gentes curtidas en la lucha. En la aldea, algunos de los supervivientes fuimos tomados como rehenes. Antes de dilucidar mediante proceso alguno las responsabilidades en la resistencia de los que allí habíamos sido apresados, repararon en mí y me conminaron a abandonar el país inmediatamente. Evidentemente, se habían dado cuenta de que yo era extranjero y para curarse en salud, evitar todo tipo de presión internacional y presencia en la prensa, decidieron que era mejor dejarme ir. Me sentí indigno, triste, enojado con mi color de piel, mis facciones, mi procedencia, con la eterna rueda de la desgracia que gira y gira sobre los pueblos castigados del mundo, los abandonados, los perseguidos, los desposeídos. Quise quedarme y luchar hasta la muerte, quedarme con los que yo sentía como míos. Pero mis compañeros, mis amigos, mis hermanos, quisieron que no fuese así, que huyera, que cualquier vida salvada valdría más que todo el orgullo y todo el honor del mundo. Aquella misma tarde, mientras que por el oeste se ponía el sol en un crepúsculo rojo de terror y de muerte, yo abandonaba mi pueblo, mi valle, mi tierra, y volvía a la que fue mi casa durante la mayor parte de mi vida, aunque ya no la siento como tal. No puedo ni mencionar el nombre del valle para no caer en el abismo de la nostalgia, del que sólo me salva el convencimiento, la fe de que mi pueblo, con su orgullo milenario, su nobleza y su fuerza de león, sobrevivirá y nunca dejará su tierra, mi Valle.

Victor Adam

Relatos FM

Sexo léxico


Las palabras en la conversación están sometidas a la célere temporalidad, y se piensa poco y rápido, se es hábil en buscar palabras fáciles y torpe en la poesía, que suena mal. A mí me pasa cuando hablo con mujeres, que quiero pensar en la palabra, detenerme, como si escribiera algo con las neuronas y lo imprimiera por el aparato fonador, pero tardo, y la mujer espera ansiosa, contemplando mi afán, mi ansiedad, mi locura en la búsqueda del tesoro léxico que hay en mí - apenas son cuatro monedas de plata-, y ella me mira buscando en mis ojos también la palabra que decore, la palabra que resuene, pero yo pienso demasiado en esto, más que en la palabra, y la palabra me traiciona, me devuelve al pueblo de los palabras, y me sale una cosa costumbrista, una palabra que todos conocen; o la palabra, en vez de devolverme al pueblo, me devuelve al saludo de los conocidos de vista, vaya un frío que hace en este pueblo, ¿todo bien?, al tópico del lío de humos y marabunta y voz ininteligible, y me sale un tópico, un refrán hecho, un giro que huele a televisión y cultura bajo media, y tengo que girar la mirada porque le he soltado la mano a la mujer que buscaba conmigo la palabra, y también se le va a ella la mirada a otros lugares, a otros asuntos y se olvida de mí y de mi hieratismo léxico, y se va a otras miradas, a otros ojos que reflejen realidades y aventuras, que sólo pueden reflejar los ojos de la niñez, porque mis ojos del niño que fui, son ahora una ávida sensación de avaricia, una cámara de fotos con un poco de contexto, de retina que graba y escucha otras cosas. La mirada es traicionera, te mira y lo que oye puede estar tras la espalda de la mujer, que sigue buscando palabras y ojos, ojos con costas y rayos en la noche y besos en la frente, y yo oyendo otras cosas o pensando la palabra que no me viene y la noche se me va rápida como la conversación, como el pensamiento, como las palabras orales, que tienen que ser veloces y uno no puede detenerse en hacer poesía sólo si se es poeta nato. Yo, que no soy nada, me hundo en los ojos de la mujer, que se apagan porque no le encuentro palabras que le azoten el corazón, y empiezo a oír en el bar algún murmullo y mis ojos se desplazan un poco. La mujer se va. No soporta que los hombres podamos hacer dos cosas a la vez, al menos para engañar, al menos para buscarle una palabra que no sea coherente pero suene, y se va, y yo me quedo en la barra, sin mi poesía, solo, apoyado en una colcha vieja y la camarera bebiendo a escondidas. Entonces es cuando los espermatozoides léxicos salen de no sé qué cojón a fecundar mi cerebro, que está fértil y habla, y me hacen el amor las palabras en el momento en que yo estoy reticente, poco excitado, y a lo mejor es así como uno disfruta del sexo léxico, solo, pensando sin presión, sin estar sometido a la celeridad del tiempo, escribiendo.

Lumbral

Relatos FM

Carta en invierno a la luz de una vela


Sí. Y a lo mejor fue así como ocurrió y nunca entendí, o no quise entender. O lo entendí pero me costó aceptarlo, hasta hace algunos días. Y ahora, en la soledad de este espacio que me envuelve, he decidido escribirte para purgar mis conflictos internos a cada frase que trazo. Sí, preciso purificar mi alma de esa rencorosa melancolía abstracta, que hasta hace poco no se decidía abandonarme, a pesar de todo el tiempo que se ha corrido. Y a lo mejor fue así. Fue así como te marchaste de mi vida, o me marche de la tuya: herido, abandonado. Porque ya habías renunciado a mi cariño hace mucho, porque en algún momento inexorable te había dejado de importar (si es que alguna vez te importé de verdad). Simplemente, el olvido marchitó nuestro contacto, magulló nuestro distraído vínculo, humedeciéndolo con la distancia y una cierta repugnancia, que muy luego surgió irremediablemente. Dejando envueltos mis recuerdos hacia ti, con la fría atmósfera de un resentimiento impertinente y frío. Un regusto de abismal desengaño, frustración e ironía, cuando tu nombre, el eco de una palabra tuya, o un simple y vago pinceleo de tus gestos acariciaban mi memoria (deformando mi mirada). A lo mejor nunca te fui necesario, jamás te importé y lo sabes bien. Yo, sencillamente, lo adivino, mientras redacto esta carta, iluminado por la luz mortecina de una vela en pleno invierno.
Jamás te interesé, lo intuyo. Quizá, por eso te entregabas burdamente y sin remordimiento alguno a los excesos paulatinos de un individualismo absurdo y conveniente, a ese inframundo inútil del alcohol y las drogas, mientras yo, en vano, esperaba tu llegada noche a noche, percibiendo la presencia de tu humor en la almohada, descubriendo el mal presagio de una existencia sin sentido a tu lado, al saber que estabas conmigo sin estarlo, al mirarte a los ojos y tener la certeza de que nunca me veías, o te importara tan poco el que permaneciera contigo.
           Los años pasaron y me acostumbré a tenerte sin tenerte. A observarte tan lejana y egoísta, tan a la distancia. Dentro de esa barrera que te excluía o protegía de mí, y nos amurallaba en la triste situación en la que se había convertido nuestra desatinada simbiosis, sin motivos aparentes para seguir contiguos, conectados. Después, me enseñaste o aprendí, sin esfuerzo alguno, a ser malicioso y un celoso enfermizo. Comencé a espiarte a diario, a detestar a los putos amantes que solías frecuentar a escondidas para no sentirte tan sola, para que te suministraran la maldita medicina que te hacía sentir tan dispuesta, o simplemente, para creerte deseada y más mujer a costa de mi abandono y desasosiego.  Lo de tus aventuras lo sé, porque en varias oportunidades te seguí, te observé, te esperé escondido y a oscuras en alguno de los tantos lugares que frecuentabas sin medir las consecuencias de tus trances bohemios, infiltrándote en los juegos nocivos a los que te gustaba incurrir y estabas tan acostumbrada a someterte. Entonces, muy a mi pesar, era testigo de cómo te entregabas sin medidas, a los enfermos deseos de esos hombres, a sus ganas retorcidas de utilizarte y poseerte, y a una realidad que me negaba a aceptar. Fue así como aprendí a compartirte para no perderte, a consentir tus equivocaciones y pecados habituales para no vivir sin ti, porque te amaba tanto... Tanto, que el sólo hecho de recordar cuánto me fallaste aún me lastima y reduce contra ese hincón que me envenena el alma y la retuerce sin piedad, hasta que me duele la memoria y lloro. Después, a veces, me asalta el sueño y duermo, resbalando en la nostalgia que me arrulla en  medio de un amargado silencio que me sabe a exilio.
Hace poco fui a ver a mi doctor. Está demás decirte que después de todo el tiempo de haber convivido con tu ausencia y gracias a todas las  inmundicias que sembraste en mí memoria, era terminante acudir al socorro profesional de algún experto, para que me ayudara a canalizar mis sentimientos, amenguar mis rencores y superar mis miedos. He avanzado bastante con mi terapia. Vale decir que soy un hombre renovado, y mi manera de ver las cosas, de un buen tiempo a esta parte, se ha tornado diferente. Se podría decir que soy alguien normal ahora. Con algunos altibajos en mi conducta y emociones, pero normal al fin y al cabo. Sin embargo, me pregunto casi siempre a diario ¿qué será de ti? ¿Dónde te encontrarás? ¿Estarás ya curada de esa perversa incertidumbre y cobardía que te conducían por los caminos abruptos y afilados de una auto destrucción estúpida? ¿O seguirás igual que siempre, sumergida en el pantano en el que decidiste pudrirte hace mucho, para sucumbir gradualmente entre tus dudas y demonios?. En todo este tiempo en el que no he sabido nada de ti, muchas cosas han cambiado en mi mundo. Tengo un trabajo nuevo, me he casado con una mujer maravillosa y tengo ya un hijo al que amo infinitamente. Mi vida es buena ¿Y la tuya?
A veces sueño que lejos de mí has encontrado un destino mejor al que en realidad  puedas haber hallado. Quiero imaginar que ya has tocado fondo, o que algún buen hombre se ha cruzado en tu camino y te alejado hace mucho de ese orbe malsano en el que se ceñía tu vida deplorable y tragicómica. Hoy te escribo esta carta porque necesitaba hacerlo, y porque, a lo mejor, el doctor con el que llevo a cabo mis terapias tiene razón. Me ha dicho claramente que nunca podré ser completamente feliz con ninguna mujer, si no te perdono  por todo el daño que me hiciste. Sólo perdonándote podré cerrar este capítulo que me ha pinchado tanto encono. Hoy entendí que es verdad. Y es que además, y de que confesarlo, también te extraño mucho. En realidad, a pesar de que un gran muro nos dividió hace siglos, nunca deje de hacerlo... De extrañarte ¿Sabes?
Cómo quisiera volver a verte algún día de estos, observarte a lo lejos tal vez, y luego, acercarme a ti de a pocos, para al final, con el pecho a punto de estallarme de nervios, tristeza o alegría, abrazarte y decirte de corazón que, a pesar de todo lo vivido y lo sufrido, ya te he perdonado, mamá.

El hombre olvidado

Relatos FM

Cuando apages la luz...


Me encuentro en esta pequeña habitación donde de pequeño solía taparme con la sábana hasta la mismísima cabeza. Ahora sentado frente al escritorio, escribo estas líneas ante mi confidente, no tengo miedo, sólo soy un pobre viejo que intenta de una vez por todas sacar de dentro todos sus temores y estamparlos palabra por palabra sobre este viejo papel, en cuyo reverso se encuentra un pequeño dibujo de una mis queridas nietas. Me tiembla mucho el pulso, como bien suele decirse ya no estoy para estos trotes, pero por dentro siento una gran necesidad de afrontar de nuevo mis temores y en esta carrera dejarlos atrás
para siempre. Una pequeña sonrisa se me dibuja en la cara, esto hace que se acentúen mucho más las arrugas que la dominan, de un modo u otro todo esto me hace sentir mejor, sin duda. Sólo espero que alguien encuentre este viejo papel, posiblemente crea que son sólo deliraciones de un viejo loco, pero, ¿qué más da?, yo sólo quiero contarlo, no guardarlo eternamente en este cuerpo ya inestable.

Tendría yo 10 años, y aún hoy recuerdo perfectamente el momento de acostarme. Siempre había dormido con la luz encendida, no es que fuese un cobarde, pero ya me sentía bastante solo en mi habitación como para que también me privaran de la compañía de la luz. Recuerdo a mi padre una noche tras otra, asomando su alta cabeza por la puerta de mi habitación, para decirme que apagara la luz. Entonces no había frase que me aterrorizara más, cuando a los niños de mi edad sólo bastaba con hablarles del coco o el hombre del saco para atemorizarlos, a mí sólo me hacía falta que mi padre asomara su cabeza vacía de vida por la puerta de mi habitación para decirme que apagara la luz. Una noche tras otra lo esperaba, sabía que se asomaría tarde o temprano para dejarme en la absoluta soledad, para hacer que en lo único en lo que pudiera refugiarme fuese en mis propios pensamientos, y
esto, para un niño es lo peor. Pero pronto se acabaría esa soledad...por desgracia, cuanto añoro esa bendita y oscura soledad.

Como todas las noches mi padre se asomó para decirme que apagara la luz, yo, como si de un robot se tratara, en un acto mecánico alcé la mano hacia el interruptor y de pronto el mundo se apagó ante mí. Acto seguido mi padre cerró la puerta tras su vieja y cansada cabeza. Ahora me encontraba yo, solo ante mí mismo, ante la imaginación de un niño de 10 años, sin nadie, sin nada, ...sin luz. Decidí que lo mejor que podía hacer era cerrar los ojos fuertemente e intentar dormir, un montón de pensamientos venían a mi cabeza...pensamientos traidores, igual que la mente de un niño. Pensaba que la oscuridad me engullía, tenía miedo de aquello que no podía ver, miedo de lo que yo no pudiese imaginar, miedo de la oscuridad. Tras estar un buen rato dando vueltas en la cama hasta cansarme, poco a poco me dormí. Me encantaba esa sensación cuando despertaba y mi habitación quedaba bañada por la luz que entraba, como si de un río se tratara, por la ventana a la mañana siguiente. Pero, por desgracia, esa noche me desperté mucho antes de lo previsto. Fue, creo, una de las mayores decepciones de mi vida, al principio pensé que me había quedado ciego, que el mundo se había quedado sumido por una noche eterna,
pero al mirar el reloj, comprendí que me había despertado a media noche. Decepcionado miré hacia la ventana, y por ella solo entraba el incesante ruido de los grillos, como si de un corazón que poco a poco iba latiendo cada vez más fuerte se tratase, hasta llegar a confundirlo con el mío. Efectivamente, el corazón me latía sin parar como si golpeara intentando escapar de mi pecho. Me disponía a darme la vuelta para dormirme de nuevo, cuando vi algo que hizo que mi corazón callara. Fue una impresión tremenda, la boca me sabía a metal, como cuando te dan un susto muy, muy grande. La sombra de un hombre alto
con sombrero descansaba al lado de la puerta, a los pies de mi cama. Con la oscuridad no podía distinguirlo bien del todo, solo veía una sombra, estaba quieto, mirándome fijamente, sabía que no apartaba su mirada de mí. Era un hombre muy, muy alto, incluso más que mi padre, creo que esa estatura no era posible para un ser humano. Y ahí estaba, seguía mirándome, no sabía que hacía ahí, me daba miedo no poder verle la cara, era sólo una sombra. Por dios, ahí había alguien. Agarré la sábana fuertemente y me tapé la cabeza, quería que ese hombre del sombrero desapareciera, quería dormir, y despertar con la fuerte
luz de la mañana entrando por mi ventana. Entonces me di cuenta de que olía a azufre, olía a cerilla quemada, no me había dado cuenta del olor con el susto. Era un olor muy fuerte, olor a quemado, pero precisamente allí no se quemaba nada, no encontraba la luz de ningún fuego. Entonces el olor se hizo mucho más fuerte, lo tenía enfrente de mí, sólo nos separaba la sábana, sentí un calor muy fuerte en mi rostro, sentía que me quemaba, de un momento a otro la sábana ardería, tenía su cara contra la mía. Dios, creo que me quemaba, quería chillar pero no podía, no sabía que me pasaba, el miedo se había apoderado de mí. Quería gritar, quería quedarme mudo gritando, perder la voz si conseguía aunque fuese un solo grito. Notaba como mi pecho se contraía intentando gritar, como se tensaba mi cuerpo, pero mi boca no emitía sonido alguno. Finalmente el olor desapareció, y también el calor que estuvo a punto de quemarme en las llamas del infierno. Atemorizado decidí intentar dormir, no tenía el valor suficiente como para levantar la cabeza más allá de la sábana por miedo a encontrarme de nuevo con él.

A la mañana siguiente mi cama estaba cubierta por cenizas, mi padre entró a la habitación y se quedó sorprendido. Me pidió explicaciones, y como un loco se puso a buscar por toda la habitación indicios de algún fuego, yo, sabía perfectamente que no encontraría nada, todo esto había sido obra del hombre del sombrero del cual emanaba un calor infernal y un olor a azufre muy intenso.

Esto estuvo sucediendo a lo largo de una semana, mi padre ya no sabía que hacer conmigo, yo tampoco sabía ya que hacer conmigo mismo, no quería que llegara la noche nunca, ahora amaba la luz como nunca antes la había deseado. Pero una noche tuve un acto de valentía y ese acto mecánico para apagar la luz, se convirtió en un acto heroico para encenderla. Esa noche, como de costumbre, me desperté a media noche, no me atrevía a asomarme porque sabía que él estaba allí, al lado de la puerta mirándome, a los pies de mi cama. Efectivamente, allí estaba él, con su sombrero, como si de la sombra de un
mueble se tratara, rígido, lo sabía por el olor que despedía, de nuevo sentía cómo mi cara se quemaba contra la suya, cómo la sábana se calentaba hasta el punto de casi prenderse. Entonces sin pensarlo, alargué la mano en contra de la palabra de mi padre, y enchufé la luz. Nadie creerá lo que vi. Allí estaba ese hombre, por fin pude verle la cara, efectivamente, era muy alto, tenía la piel blanca, la cara muy alargada, y era extremadamente flaco, tenía los dientes amarillos, y era de ellos de donde provenía ese olor a quemado, subí la mirada recorriendo su alargada cara y me di cuenta de que no tenía blanco en los ojos, eran como dos cuencas vacías, pero aún así, yo estaba convencido de que podía verme, entonces me di cuenta de que no tenía pelo y de que, efectivamente, un sombrero muy antiguo coronaba su alta cabeza. Entonces profirió un grito muy fuerte, un grito tan agudo que pensaba que los oídos iban a reventarme, su boca se abría de una manera descomunal, ningún ser humano
podía abrir la boca de esa manera. Estaba asustado como nunca antes lo había estado, esperaba que mi padre entrase por la puerta, era imposible que no hubiese escuchado aquel grito infernal. Pero, al parecer, el grito quedo atrapado en mi habitación. El olor a azufre se hizo mucho más intenso, pensaba que me ahogaba, no podía respirar, era como estar en medio de un incendio, aquello era el infierno, y aquel sin duda, era el diablo. Entonces sucedió lo que nunca me esperaba que fuera a pasar, aquel hombre del sombrero, el cual hoy tengo la certeza de que era el diablo, desapareció. No pude dormir en toda la noche, dejé la luz encendida, me daba lo mismo que mi padre me encontrara con la luz dada. Esperé a que llegara la luz del día y pulsé el interruptor, me di cuenta de que ya no había cenizas encima de mi cama. Mi padre, como todas las mañanas, vino a mi habitación a despertarme, pero le ahorré el trabajo, yo estaba despierto desde hacía ya mucho.

Desde esa noche, el hombre del sombrero no ha vuelto a visitarme, desde hace ya muchos años no prescindo de la luz, sin embargo, ahora, me encuentro en este pequeño escritorio con la luz enchufada. Miro a la cama y la recuerdo llena de ceniza, miro a la puerta y lo veo a él, como si estuviese ahí, mirándome con sus cuencas vacías, quemándome la cara, con su olor a azufre, su cara larga y blanca...ahora me siento mejor tras haber escrito esto. Acaba de irse la luz, si estas últimas líneas no se entienden del todo, es por que estoy escribiendo a tientas, tengo que terminar esto sea como sea, ¡¡ya no tengo miedo de la oscuridad!!, ....ahora empiezo a oler a azufre....

Terolaki

Relatos FM

Mi amigo Toño y su novia azul


   Toño era el sobrino del electricista de la aldea de Landoy y un entendido en electricidad. Llevaba más de cuatro años trabajando de ayudante con su tío al que le llamaban Rafael el Centella por lo mucho que sabía de la corriente eléctrica. A Toño lo había visto varias veces subido a los postes, enganchado en sus grampones, sujeto por la cintura con un cinturón de cuero ancho, cambiando las tacitas blancas que se sujetan a los cables que se apoyan en los postes colocados en líneas rectas que conducen la electricidad a través de diferentes montículos y, que se pierden, al llegar al alto de Landoy, entre laureles y viejos nogales que se ponen muy rojos en el otoño, sobre ese patio de hojas que van dejando todos los árboles al cambiar de estación.
   Landoy era la aldea de Toño y la mía. Allí nacimos y nos criamos los veranos de muchos años jugando a ser piratas de un Caribe del que oíamos hablar en el colmado de don Roque, en el que se fiaban las compras hasta el sábado, que se cobraba en el aserradero de madera de mi abuelo. Para ser un buen pirata había que tener una pañoleta portuguesa agujereada para tapar el rostro pero, sin dejar de ver, ya que los juegos los hacíamos sobre las barcas atadas al muelle de la aldea, desde donde se veía una ría irregular formada por la desembocadura de los ríos Baleo y Mera. Además, en los descansos de algunas batallas, en las que utilizábamos espadas de madera de castaño curvadas con empuñaduras de cuero negro, con las que luchábamos en contra de piratas ingleses que eran de San Adrián, una aldea cercana a la nuestra, todos los combatientes nos poníamos a mirar para la ensenada de Ladrido, riéndonos del nombre que le habían puesto, pues allí no parecía haber más perros que en otros lugares de la zona.
   Los piratas, algunos habíamos ascendido a corsarios y mandábamos bastante, nos contábamos historias exageradas sobre el islote de San Vicente que también veíamos claramente en el horizonte. Soñábamos con hacer allí una gran batalla en contra de los piratas de Cariño, el pueblo en donde más enemigos teníamos y, en donde estaba la banda de Domingo Varela, aquel muchacho que vestía siempre de blanco, pues nunca se manchaba, que lo peinaban con fijador y que llevaba siempre a tres niños altos y gordos, sus tres matones con él. Era el hijo de uno de los conserveros más importantes de la zona y, se comentaba, que su familia había conseguido muchas ventajas durante la pasada guerra, haciendo daño a otras familias. La verdad es que de esas cosas, en aquellos años, era mejor no hablar y, por eso, el grupo de piratas nunca lo hacía. 
   Nosotros nos encontrábamos en una ensenada tranquila, la de Mera y en Landoy, una aldea con Pazo y una condesa, desde donde se veía como se cerraba la ría por el norte con la sierra de La Capelada, llena de aves y de animales de muy distintas variedades. Pero, a mi y a Toño, lo que más nos gustaban eran los robles de gran talla y muy rectos, que aparecían en los bordes de las carreteras. Sus hojas eran abovedadas y oblongas, irregulares y daban cobijo a flores masculinas agrupadas en colgantes que se rozaban con las flores femeninas, situadas en el interior de largos pedúnculos. De los robles, mi abuelo sacaba las mejores maderas para la construcción naval, las traviesas del ferrocarril que estaba llegando desde Ferrol, todo por la costa y, para hacer los muebles más exquisitos en una carpintería rural pero muy sólida.   
   La aldea tenía un transformador de electricidad en el que trabajan Toño y su tío. Era un casetón viejo de paredes de cemento pintadas de verde para que las hierbas reconociesen su color y subiesen mejor por sus recovecos; de techo de lajas casi negras y con una puerta construida de tablones muy anchos y pintados de rojo bastante chillón, quizás para avisar del peligro que puede tener un lugar como ese. La cerradura era doble y mi amigo debía disponer de una llave grande y otra pequeña para abrirla. Toño pasaba horas allí dentro escuchando el sonido de la electricidad. Me decía que es como el de una canción de música lenta cantada en italiano una lluviosa mañana de domingo sin nada que hacer. 
   Pero, la electricidad tenía sus días y, a veces, cuando el río se escapaba de su cauce y el agua dulce llegaba a los pies del transformador, todos los alrededores parecían subir un tono musical, puesto que la electricidad comenzaba a rugir. Era cuando, según me decía Toño, la corriente eléctrica o te amenazaba con marcharse o comenzaba a mostrar de lo que era capaz con chispazos cada vez más fuertes. Cuando esto ocurría, sobre todo al atardecer o entrando la noche en el cielo del Landoy, todos los alrededores se iluminaban de un azul claro que escapaba con las nubes que pasaban muy aprisa. Entonces ocurría que los pájaros salían volando desde los postes sin rumbo fijo y los pelos de los gatos, que rodeaban al transformador en busca de ratones de campo, se erizaban para decirnos lo que iba a suceder.
Toño, me había dicho, en un día de agosto de mucha calma, la electricidad puede ser un imán errante, una antorcha que alumbra, un misterioso siniestro o un fulgor agonizante.
- Tú, ¿qué prefieres?, Andrés.
-Yo, que sea azul, que no se marche y que me ayude a ver las cosas en la  oscuridad.
- No eres nada romántico. Y el azul te gusta en todo, hasta en los monos de mecánico que utiliza tu primo Arturo. La electricidad es mi compañera, la que alumbra mi desvelo, mis ojos abatidos. Es el zumbido en remolinos que aparece vaga o aterradora. Es mi calma y mi terror secreto. Es mi amada que me serena en un plácido desvelo o me conduce al rugido del volcán ardiente con giros repetidos en un misterioso vuelo,- señaló Toño en lo que parecía un monólogo bastante dramático.
-Toño, cada día necesitas más a una chica. ¿Por qué no le dices algo a Susa?  A ella, le gustas,- le dije con mi voz más cariñosa.
- Yo ya tengo novia, lo que pasa es que es secreta y no puedo presentártela,- dijo Toño.
Aquella noche nos separamos a las nueve y media. Toño tenía que llegarse hasta el transformador y arreglar un pocillo blanco que se había roto en el poste que había detrás de la iglesia. Era una zona bastante bien iluminada en donde se sentaban, después de que el sol hubiese marchado, algunas personas mayores para hablar de sus cosas. Era un refugio para contarse historias que han sucedido, pero que aún quedan en la mente de los que se van a ir primero y quieren dejar constancia de que han existido, por lo que se narran entre sí aventuras llenas de ficción con ganas de divertirse dejando el poso de sus historias.
Antes de acostarme pude sentir el comienzo de la tormenta. La atmósfera, como siempre que ocurría, se cargaba de humedad y se respiraba una especie de vapor de agua invisible. El entorno se volvía de color de foto vieja y de un olor a pétalos de rosa roja que han sido quemados hasta quitarles el color y hacerlos cenizas. Todo se volvía color ocre y las casas parecían envolverse en un papel de regalo brillante que ayudase a iluminar la noche.
Los relámpagos caían cada vez más cerca de Landoy. El sonido de los truenos se palpaba al lado de la ventana. La noche no se apagaba debido a la luz azul de los relámpagos. No era una tormenta de verano, pues llovía con fuerza y ya habíamos mediado septiembre. El aire se había quedado quieto para dejar paso a una tormenta como no recordaba haber visto y oído antes. La tierra temblaba un poco y los montes que rodeaban la aldea parecían apenados viendo lo que estaba sucediendo en el valle. Y eso que ya eran unos montes con la experiencia de muchas romerías, amores viejos nunca contados e historias de guerrilleros fugados que ahora vivían escapados llamándose maquis.
Toño saltó de la cama, se vistió con el mono azul de electricista que, todo el mundo decía, le quedaba muy bien y le hacía más alto. Cerró la cremallera, se  puso las botas de goma aislante y salió de su casa cerrando la puerta con la suavidad con que siempre lo hacía. En menos de cuatro minutos estaba abriendo el transformador y entrando en su sala de motores, en donde estaban todas las máquinas que retenían, incrementaban, guardaban y repartían la electricidad.
Fuera los relámpagos se concentraban en el río y los truenos eran cada vez más fuertes debido a su cercanía. Desde mi ventana, había despertado por el ruido, veía la parte de atrás del transformador. Era una pequeña huerta en el que mi amigo y su tío plantaban tomates, lechugas y patatas para ayudarse económicamente. El transformador se comunicaba con la huerta por una puerta de atrás de madera realmente vieja que se había abierto y que se golpeaba con insistencia en contra de sus propios marcos. 
De repente, los vi. Toño había salido tropezando y abrazado a una luz azul clara que tenía forma de mujer. Se habían puesto a bailar la música de los truenos cuando su ruido se va yendo lentamente hacia la lejanía. Las dos figuras miraban para mi ventana, sabían que estaba allí y se movían al ritmo lento de un bolero triste de despedida.
Cuando el ruido se fue del todo, mi amigo abrió los brazos, la luz azul más clara que antes pareció inclinarse hacia él y besarlo. Al poco, la luz se fue yendo lentamente por el rincón derecho de la pequeña huerta en el que había tres manzanos muy juntos. Mi amigo, muy quieto, no dejó de mirar a la luz hasta que comenzó a caer al suelo.
En la aldea se dijo que un rayo lo había matado. Que había ocurrido cuando quiso salir a la huerta a poner un plástico sobre las lechugas para que no se estropeasen; que siempre había sido muy bueno, ayudado a todo el mundo y que no dejaba a nadie detrás de sí, dependiendo de él, pues no tenía ni siquiera novia.
Sólo yo supe lo que había pasado. Yo y una mariposa negra que revoloteó durante dos semanas sobre el sitio en donde habían bailado los novios.

Andrés Montenegro y Alba

Relatos FM

Ruega por nosotros


Recé y recé porque la oración fuese más que palabras, porque tuviese más poder que una carta firmada por el presidente, un rifle automático con lanzagranadas o una tarjeta de crédito dorada internacional. Recé y recé hasta que se me volviereron las palbralas y caí fofrundamente mormido.

Dicen que me atropelló un reno miope. La verdad, no recuerdo nada. Abro los ojos y acepto la ayuda de dos seráficas edecanes, aliso mi sotana, me levanto y leo el pendón a la entrada del auditorio: ULTRAYUDA, CUANDO LA AUTOAYUDA NO ES SUFICIENTE... Supongo que si estoy aquí, es porque esto me interesa, así que accedo.

La primera podría llamarse "El hombre que se convirtió en pino navideño". Ver los videos testimoniales cómodamente sentado estaría muy bien, de no ser porque al final de cada historia alguien accionaba una caja registradora.

El beneficiado por usar las técnicas de Ultrayuda platica cómo sintió, y luego vio a su cuerpo cubrirse de luces, pequeñas estrellas que destellaban en su frente, torso, columna vertebral, las plantas de sus pies. La Ultrayuda lo encendió de tal manera que acabó convirtiéndose en...

...se los dije, "El hombre árbol de navidad". No sólo eso, el sujeto cuenta que entonces le dio por reírse como niño con una voz desconocida que surgía de lo más profundo de su estómago. Una risa sana, plena, intensa, que por suerte no era jo jo jo jo jo.

El emisor del segundo testimonial debe haber sido arquitecto.

Este sujeto describió cómo en un momento de angustia extrema cayó de rodillas, unió sus manos, utilizó la técnica y de pronto una inmensa catedral –que también podría haber sido una mezquita o sinagoga- olorosa a incienso, con vitrales y cúpulas indescriptibles, lejanos pero cristalinos coros dignos del más alto círculo del cielo, naves, bóvedas y capillas dentro de otras naves, bóvedas y capillas, dentro de más naves, bóvedas y capillas... lo encerró por completo, ocultándolo de sus perseguidores y bendiciéndolo con una tranquilidad que sus deudas le habían hecho olvidar.

Volvió a accionarse la caja registradora (es un decir, la verdad es que era electrónica), y empezó a hacerlo mi indignación. Toleré un testimonio más, a éste lo llamé

Popeye y sus espinacas

"Vi cómo me conectaba con un lugar mucho muy alto en el espacio, lleno de luces brillantes de las cuales se desprendían destellos; algunos alcanzaron a tocarme. Por un breve instante, sentí que todo lo podía, que mis tres meses restantes de vida eran eternos, que mi tumor cerebral era una simple espinilla, que me había elevado por encima de las leyes de la naturaleza..."

¡Están haciendo negocio enseñando a la gente a rezar! ¡Eso es un enMe callaron de manera fulminante, me prohibieron usar el verbo con el que se ejecutan las plegarias o sinónimos en sus seminarios y luego apelaron a la razón última: el sueño.

"Les hemos dado lo que ninguna enseñanza religiosa ha dado jamás, al menos en los últimos mil años, ¿por qué destruirles la ilusión? Además, se curan. Finalmente, éste es tu sueño. Si no te gusta, despiertas y se acabó".

Suspiré.

Luego, saqué la cartera y pregunté con la mirada.

"¿Cuánto valen tus dudas?", me respondieron.

Costó caro, pero ahora veo tranquilo los esperanzadores videos que exponen el futuro de la ULTRAAYUDA... cabinas telefónicas sin destinatario... habitaciones con conexión espiritual inalámbrica de alta velocidad... reclinatorios en lo alto de altísimas torres... hasta pastillas. Pero lo mejor de todo, es la tranquilidad de saber que mis ruegos ruefon cuchesados... escufados... escu... escu

Rey Montaño

Relatos FM

En el país de los gigantes


Yo vivía en un país donde todos estábamos asombrados de unas extrañas  criaturas que habitaban entre nosotros. Lo primero que nos llamaba la atención era su estatura: ¡llegaban a medir hasta dos metros de alto! , cuando para los de mi especie los ochenta centímetros son  todo un escándalo.
Recuerdo que de pequeño mi mamá me decía que debía tener compasión por tales criaturas. "Ya quedan muy pocas sobre la tierra y las que aún viven lo hacen sin alma alguna", me contaba al verlos pasar. Parecían sombras, espíritus, seres en pena. Muchas veces intenté seguirles el rastro con mi olfato, pero hasta el olor parecían haber perdido. Sobre sus cuerpos llevaban telas porque desde hace miles de años sienten vergüenza de su desnudez, aunque yo pienso que realmente se debe a que a veces tienen frío y sus cuerpos no tienen tanto pelo como el de nosotros.
Siendo ya todo un adulto, exactamente con tres años de edad, advertí que el sentido de mi vida sería el estudio de estos seres. Nada me conmovía tanto para entonces. Y llegado el momento decidí partir tras los gigantes.
De las primeras observaciones que científicamente realicé pude concluir que hace miles de años habían dejado de usar sus patas delanteras para caminar y no hace poco como me habían dicho. Por lo que pude deducir que la pasividad de sus movimientos  se debía a otras causas.
Son muy interesantes sus costumbres. La que más llamó mi atención fue la abstención a la cópula sexual entre ellos y si alguno intentaba al menos acariciar a otro recibía como respuesta gritos o golpes.
En una ocasión un par de ellos (hembra y macho) se sentaron uno frente al otro. Por largo rato se miraron y de sus ojos salía un líquido parecido al agua pero de un sabor salado. No se ladraron ni se tocaron. Y para cuando el líquido se agotó cada cual tomó un camino diferente.
Dicen los más viejos de mi especie que mucho tiempo atrás ellos solían emitir sonidos muy raros, incomprensibles para nosotros pero que, a pesar de la complejidad, les había servido para construir una gran civilización y al mismo tiempo para destruirla luego de tres mil años de brillante existencia. Y es esa precisamente la interrogante principal de mis estudios.
Existen unos mitos, muy risibles y descabellados entre los míos, que hablan acerca de las vidas de estas criaturas, las cuales nos tenía por esclavos y mascotas. Claro, este es un asunto poco creíble, pero como estudioso debo tenerlo en cuenta para mi investigación.

Dos años después de salir de casa me sentía confiado al andar entre los gigantes, incluso hasta sentir orgullo y alegría. Debo confesar que en muchas ocasiones conviví en solitario entre ellos y nunca sentí miedo, todo lo contrario: mientras más sabía más pena me daban.
En un viaje a la costa descubrí algo nuevo: muchos de los que vivían por allí iban hasta la playa para contemplar la muerte de la Gran Bola de Fuego. Eso los inquietaba y tal vez pudiera parecer que tuvieran un alma. Pero una vez llegada la noche volvían a su estado de inocuidad.
Los gigantes en raras ocasiones solían estar en grupos, pero cuando lo hacían estos  nunca pasaban de los cuatro individuos y rápidamente se separaban. Parecía que no tuvieran un lugar específico hacia adonde andar, pues siempre iban de un lugar a otro sin sentido alguno. Comían cualquier cosa y por lo general muy poco. Dormían en las noches durante largas horas y si tenían oportunidad también lo hacían durante el día. Carecían de toda rutina, sus vidas estaban dominadas por el azar y la espontaneidad. Los de mi especie se burlan de ellos y les llaman tontos y aburridos, criaturas del aire y otras cosas por el estilo. Pero yo siempre me rehusé a creer  esto y toda mi vida he buscado tras esos ojos tristes la llama que una vez estuvo encendida.

Cuando cumplí los cinco años decidí que era tiempo de abandonar mi país e ir a estudiar a los gigantes de las Tierras Más Allá de las Montañas. Y en mi camino hacia ellas encontré a un gigante que llamó mucho mi atención: algo había en él que lo diferenciaba del resto. En su rostro podía verse la viveza de sus pensamientos. La primera vez que lo vi nadaba en el agua de un estanque, parecía disfrutar la limpieza de su cuerpo, cosa ajena del todo a los suyos. Cuando me descubrió echado sobre una roca hizo una expresión con su boca que nunca había visto en los demás: mostraba todos los dientes, pero no por fiereza sino por alegría. Con cautela se acercó y pasó su mano por sobre mi pelaje a lo que respondí con severidad. No podía permitir tal falta de respeto. Luego descubrí que también se dirigía a las montañas por lo que no nos alejamos el uno del otro.
Al gigante de los pasos rápidos le gustaba comer los frutos de los grandes árboles y cuando cazaba cualquier animalejo solía lanzarme un pedazo de su presa. Al principio el orgullo no me permitía aceptarlo pero luego tuve que ceder ante mis infructuosos intentos de caza.

Las montañas estaban cubiertas de nieve por lo que ambos decidimos ir bordeándolas por lugares más bajos. Contemplé al Valle de mi patria y le dije adiós, aunque no sabía que sería para siempre.
Del otro lado de la frontera un reino muy distinto se alzaba: extraños árboles y extrañas rocas se dejaban ver, con una impresión que denotaba desolación y tristeza. El bosque era nuevo pero aún se dejaba oler un aire viejo, como el que exhalan muchas criaturas a la vez. En algunos sitios pude encontrar huesos de gigantes sin sepultar. Nunca había visto cosa tan horrible. Vi cómo el gigante de vivos pasos se acercaba a ellos temblando y luego de contemplarlos por mucho tiempo se alejaba con agua salada cayendo de sus ojos.
Este gigante sí parecía tener un camino en su destino, una dirección que seguir, una meta que cumplir. Y tal como yo parecía, buscar a otros gigantes que, extrañamente no se dejaban ver por aquel  singular bosque. Pero solo fue hasta el comienzo del otro bosque que encontramos a una pareja de ellos. Mi gigante volvió a mostrar sus dientes de alegría y los recibió dando saltos muy simpáticos. Los otros se mostraron desconfiados  y hasta un poco agresivos al principio pero luego toleraron sin celos nuestra compañía. Él hacía el intento por emitir algunos sonidos raros, como si quisiera comunicarles algo pero no le comprendían.
Pasadas unas horas, en que los tres parecieron amistarse, como nunca lo había visto, decidieron llevarnos a un escondrijo que celosamente guardaban. Allí todo era muy raro, del todo nuevo para mí: en las paredes de la cueva estaban dibujadas varias imágenes en las que se podían ver a los gigantes en sus tiempos de gloria. Esto pareció emocionar a mi gigante quien parecía comprenderlo todo. Él sacó de entre sus telas un objeto muy peculiar: tenía forma rectangular y su interior estaba compuesto por muchísimas hojas de árboles, también rectangulares y de color blanco como las nubes. Ellos lo observaron con detenimiento pero no pareció decirles mucho. Él se enojó y abandonó la cueva. Con su mano me indicó el camino por donde habíamos llegado, pero como no comprendía lo que me quería decir seguí tras sus pasos cautelosamente.

Luego de mucho andar llegamos a un claro donde vivían muchos gigantes. Estos se parecían mucho a mi compañero de viaje y eran del todo diferentes a los de mi país. Lo recibieron tocando sus hocicos, nos brindaron comida y luego se sentaron junto a un pequeño Fuego que parecían controlar. Pude al fin escuchar los extraños sonidos de los que hablaban mis ancestros. Parecían comunicarse con total éxito. De regresar nadie creería estos sucesos.
Al día siguiente vi a unos de los míos, parecía llevar más tiempo allí. Me dijo que provenía del norte, de donde viven nuestros primos salvajes, y que hace mucho vivía entre los gigantes. Su forma de decir las cosas era muy rara por lo que solo pude entender las ideas más simples.
La vida de aquellos gigantes era muy diferente, en ocasiones parecida a la nuestra. Ellos se esforzaban por tener actividades y por transmitir sentimientos de simpatía. El que no cumpliera con las costumbres era castigado e incluso expulsado del grupo. Recolectaban frutos, pescaban en el río y cazaban roedores y algunas aves no voladoras. Controlaban muy bien el Fuego y acondicionaban sus refugios en caso de lluvia, viento o frío.

Pero un día la desgracia cayó sobre estos gigantes cuando otros, malvados y feroces, irrumpieron de súbito en su territorio y asesinaron a cuantos pudieron, robando a sus hembras y crías.
Por suerte o desdicha mi gigante y yo logramos escapar  de aquel acto de barbarie, ya casi olvidado entre los míos. Ello me hizo reflexionar y comprender mejor la naturaleza tan variable de estas criaturas, que se les puede encontrar totalmente pasivas hasta totalmente agresivas. Y especulé acerca de esto como el posible motivo de su decadencia.
Tomamos dirección al este. Por sus miradas esperaba encontrar a otros buenos gigantes o un lugar seguro donde vivir. Ya yo había cumplido los diez años de edad y sabía que la mejor forma de morir sería entre estas criaturas, por lo que decidí acompañarlo en su destino.
Nunca regresé del país de los gigantes. Nunca volvía a ver a uno de mi especie. Pero cumplí con mi deseo de estudiar el misterio de estas criaturas. Solo lamento no haberlo resuelto.

El fantasma gigante

Relatos FM

El crucifijo


—¡Dios mío! Por favor, ¡que alguien me ayude! —gritó un hombre.
—¿Se ha hecho daño? —preguntó una mujer.
—Me fa, me falta el ai, el aire —consiguió responder.
—No se preocupe, es un simple corte de luz, estoy segura de que volverá enseguida —le dijo la mujer.
—Me ahogo, no puedo resp... ¡Ayúdeme!
—No hable —le sugirió la voz femenina.
—¡Me voy a desmayar!
—Me estoy acercando a usted, es que no se ve absolutamente nada. Quédese tranquilo.
—Me siento muy mal —dijo el hombre un poco más calmado.
—Meta la cabeza entre las piernas, debe de ser un bajón de tensión.
—Padezco nictofobia.
—¿Qué es eso? —pregunté mientras intentaba abrirme paso en la penumbra para acercarme al hombre que profería los gritos.
Había llegado a la estación de metro de Callao a la una y cuarto de la mañana. El cartel indicador mostraba que faltaban doce minutos para que el siguiente tren se hiciera presente. Esa noche había quedado con mis amigos para tomar unas cañas, y los dos últimos gin tonics a mi organismo no le habían hecho mucha gracia. Mientras esperaba me quedé dormido en un banco. Y tuve un sueño horrible. El alcohol es lo que tiene, me genera pesadillas, y aunque conozco sus efectos de memoria, no puedo evitar beberlo. Soñé con un crucifijo gigante que me perseguía por un callejón sin salida. No le temo a nada; a mí las arañas no solo no me dan miedo, sino que me gustan, las serpientes lo mismo, viajar en avión me encanta, en los sitios pequeños y cerrados me siento a gusto. O sea, las cosas a las que la gente les suele tener pánico a mí no me generan malestar alguno. Sin embargo, a los crucifijos no los puedo ver ni en fotografías, ni a un kilómetro de distancia, les tengo terror. Por suerte cuando el crucifijo gigante me tenía arrinconado contra una pared me despertó la llegada del metro a la estación. Al subir al vagón eché una ojeada rápida. Solo había dos pasajeros. Ambos dormían.
—Tengo fobia a la oscuridad —me respondió el hombre con un hilo de voz apenas audible.
—Voy a ver si tengo un mechero en mi bolso. Usted respire —dijo la mujer.
—¡Rápido! Necesito luz, necesito ver.
—¿Quiere que coja su mano? —le ofrecí. Cuando era un niño me confortaba que mi madre o algún adulto me cogiera la mano si estaba muy oscuro.
—Sí.
Estaba helada, pensé que las manos de los muertos serían igual a esa.
—No tengo mechero, me lo habré dejado en casa —dijo compungida la mujer.
—¿Tiene móvil? —le pregunté—. La luz no es muy potente, pero a lo mejor es suficiente para que este hombre se calme un poco. Yo no tengo.
—Sí, sí, por poca que sea la luz me vale —se oyó decir con la respiración entrecortada al hombre.
—Fue lo primero que pensé. Es que lo tengo sin batería —comentó la mujer.
—Cojan el mío, está en el bolsillo derecho de mi pantalón —pidió el hombre.
Lo encontré rápidamente, pero mi tacto no distinguió tecla alguna sobre la cual presionar para que se iluminara su pantalla.
—Tiene un interruptor a un lado, lo tiene que pulsar hacia abajo y se enciende —me explicó su propietario entre jadeos.
Pero yo no encontraba el interruptor, no sabía siquiera de qué me estaba hablando.
—Deme —me ordenó la mujer—. Yo algo entiendo de móviles porque mi hija los tiene de todos los tipos; móvil nuevo que sale al mercado, móvil que se compra, es una maniática de tener lo último de lo... ¡Ay! ¡Dios! ¡No! ¡Me voy a desmayar! ¡Me ahogo! —gritó la mujer luego de unos pocos segundos de tenue luz.
Se escuchó al móvil impactar contra el suelo. Y nos volvimos a quedar inmersos en una oscuridad total.
—¿Qué le pasó? —le pregunté a la mujer mientras mis manos tanteaban el suelo del vagón buscando el aparato.
—Le suplico que no encienda ningún tipo de luz. Espero que el metro avance a oscuras hasta que me pueda bajar. ¡Dios! ¡Qué horror! —gritó la mujer.
—¡No! Por favor, enciendan de nuevo la luz, se los ruego —pidió el hombre con notoria desesperación.
—¿Por qué desea estar a oscuras señora? No comprendo —le pregunté y mis manos se toparon con el móvil.
—Voy a vomitar.
Escuché las arcadas de la mujer, y enseguida un repulsivo olor invadió mis fosas nasales.
—Padezco coulrofobia —explicó la mujer cuando hubo terminado de expulsar la cena.
—¿Qué?
—Les tengo terror a... Terror a... Es que hasta me da asco decir la palabra con la que se los nombra... ¡Me repugnan los payasos! —, y otra vez la escuché vomitar.
—Como no enciendan el móvil nuevamente me da algo, un sudor frío está bajando desde mi nuca por mi columna, no me siento capaz de estar consciente mucho tiempo más —aseguró el hombre.
—Si vuelvo a ver a ese asqueroso, le juro que me sacan de aquí en ambulancia —dijo la mujer con un elevado tono de voz.
No sabía qué hacer, tenía que ayudar a uno o a otro, cualquiera que fuera mi decisión perjudicaría a uno de los dos pasajeros encerrados conmigo en el vagón. Yo tenía el móvil, por tanto, era quien decidía si se encendía o no.
—Señora por favor, soy un ser humano, sabrá que el ser un payaso es tan solo un disfraz —le explicó el hombre entre resoplidos.
—¡Cállese! No diga esa palabra que no la tolero. Usted sabrá mejor que nadie que las fobias son irracionales y que no se pueden controlar. Les tengo pánico desde que nací a esos seres pintarrajeados de un modo ridículo y vestidos como si fuesen idiotas.
—Le pido que se controle o mire para otro lado. ¡Necesito luz! —gritó el hombre.
—Si enciende la luz no voy a poder evitar mirar al asqueroso, se lo aviso, voy a sufrir un ataque de pánico, que no sería el primero —me aclaró la mujer.
—¡Luz! —chilló el hombre.
El metro seguía detenido e inmerso en la oscuridad más negra jamás vista por mis ojos.
—Solo se me ocurre una cosa: encenderé la luz del móvil unos segundos. Usted cierre los ojos señora. Yo me pondré delante suyo para evitar que vea al payaso en caso de que no pueda evitar abrirlos.
—¡No diga esa palabra! —me gritó la mujer.
—Cuando la luz se apague le cojo la mano a usted señor para que se sienta un poco más seguro. Es lo único que se me ocurre para hacer la voluntad de los dos.
—Le pido que no me deje ver al mamarracho pase lo que pase. Es que yo me conozco, sé que no voy a poder evitar mirarlo, tengo miedo por mi salud, nunca estuve encerrada en el mismo sitio con uno de estos. ¡Me puede dar un infarto!
—Lo que no entiendo es por qué no hace un esfuerzo y cierra los ojos señora. Yo no tengo otra alternativa, necesito que se encienda la luz para calmar mi taquicardia, pero usted puede elegir no verme, yo no puedo elegir nada —dijo el hombre, y fue la primera vez que habló de corrido.
—¡No puedo! No me pregunte por qué, pero sé que no podré evitar mirarlo si sé que hay uno de los de su clase cerca.
—Me estoy sintiendo muy mal, le ruego que encienda la luz, necesito ver urgentemente qué me rodea —gritó el hombre.
Me acerqué a la mujer y con las manos busqué su cara. Ella no dijo nada. Me di cuenta de que era alta como yo, así que le pedí que en caso de abrir los ojos dirigiera su vista hacia abajo, para que la misma se encontrase con mi pecho.
—Que sean solo unos segundos —dijo la mujer.
—¡Pero que comiencen ya! —pidió el hombre.
Cogí a la mujer por un brazo y encendí el móvil. Frente a mí vi un rostro al que le calculé cincuenta y pocos años.
—Gracias, ya me estoy sintiendo mejor —fueron las palabras del hombre.
—Tengo que abrir los ojos, no lo puedo evitar. Los voy a abrir y sé que me voy a descomponer. ¡Necesito abrirlos! ¡Y me va a dar algo! ¡Dios! ¡Ayúdame! —gritó la mujer al borde del llanto y empezó a hiperventilar. A los pocos segundos temblaba como una hoja en medio de un huracán. Supe que se caería al suelo de un momento a otro.
—Mire mi pecho —le insistí con toda la tranquilidad de la que fui capaz—. Haga un esfuerzo, respire y céntrese en mi pecho.
Como si esas palabras hubieran sido dirigidas a ellos, mis ojos miraron el pecho de la señora. El crucifijo que colgaba de su cuello es lo último que recuerdo.

Lemuel Linh

Relatos FM

Quebranto y victoria


Rodrigo se había enterado del deceso de su madre unos días antes de que esto sucediese. Es que las artes adivinatorias lo seducían de manera especial. Una vidente le anticiparía con crueldad el luctuoso acontecimiento que sufriría. Fue por eso que a partir de ese instante sintiera un rotundo desprecio por la muerte. Le parecía percibirla muy cercana. El deseaba negar esa sensibilidad repentina que le despertara la partida de la progenitora, pero no podía. Cierta noche decidió salir a caminar para despejar su mente. Ese ejercicio en particular lo abstraía, por lo general, de cualquier preocupación que tuviese. Mientras recorría el parque, distante de su hogar unas tres cuadras, se encontraba con quienes, como él, disfrutaban de las horas serenas dando incontables vueltas por el vasto espacio verde. Mientras transcurría el tiempo, sin detenerse, saludaba a unos y a otros en el trayecto. Pero esta vez era diferente, había menos personas, las luces se desvanecían en penumbras y a poco de iniciada la marcha los demás transeúntes se fueron.
En esa deprimente circunstancia continuó sus pasos sin saber hasta dónde llegaría. De repente una garra helada le recorrió la espina dorsal. Supo que la muerte estaba allí. Con sus ojos aterrados viró su cabeza en todas direcciones en pos de hallarla, pero escurridiza entre las sombras no logró verla. Su espalda fría como el mármol pronto se entumeció. Las piernas apenas le respondían. Intentó escapar. Sus movimientos lentos lo desesperaban. Miraba hacia atrás porque creía escuchar los huesos de su acosadora resonando entre la arboleda. Al voltearse solo podía apreciar las horrorosas sombras de las plantas. Sabía que el miedo lo paralizaba. Con esfuerzo hacia detonar de vez en cuando entre sus músculos ese impulso eléctrico que lo dejara mover. Era pleno invierno pero él estaba bañado en transpiración y congelado. Por fin sus veintiocho años le devolvieron el vigor y pudo lanzarse en una carrera que lo alejara del sitio macabro. Recorrió raudamente los tortuosos senderos del lugar hasta dar con la vereda que delimitaba la zona. Solo tornó su mirada hacia atrás al atravesar la calle. El solitario automóvil lo impactó de lleno. El cuerpo del muchacho quedó tendido en la acera del parque entre los pastizales y muy cerca de la primera hilera de arboles. El chofer lo consideró muerto y, sin dudarlo, se dio a la fuga. Sangrando por varias heridas y con una de sus piernas rotas se arrastró dolorosamente hasta la planta más cercana. Los yuyos mojados por el rocío le acariciaban la cara  tratando de reanimarlo. La soledad y el vacio cubrían la zona como dos soldados del infierno. Con el ojo que no se le inflamara por el golpe oteó el paraje sin encontrar viviente que lo socorriera. Ni un solo movimiento se percibía en el lugar. Hasta las hojas se habían detenido. Las lejanas estrellas parpadeaban frágiles ante el hecho. De ese modo advirtió que ni siquiera el cielo le ayudaría. La suavidad de la grama plegándose al paso de alguien lo hizo girar. Desde dentro del bosquecillo una figura sombría se acercaba. El corazón del muchacho latió más fuerte que el sonido de su voz pidiendo auxilio. La sombra se detuvo a pocos metros por delante de él.
-   Ayúdeme por favor, llame pronto a una ambulancia, tengo varias heridas y una pierna quebrada.
-   Te estás desangrando Rodrigo – respondió la mujer con una voz indefinida entre femenina y varonil – nadie puede socorrerte.
-   ¡Por favor se lo pido! ¡no soporto este dolor! ¡llame a una ambulancia con urgencia! – las suplicas del joven resonaron en toda la plantación menos en el corazón de su interlocutora.
-   Solo te quedan minutos en este mundo – la voz, aunque incierta, sonaba como una letanía monocorde y segura – la sangre que se asoma por tus labios denuncia que el impacto te ha desgarrado el hígado.
-   ¡Se lo suplico! ¡No me deje morir! Si usted quiere puedo darle una recompensa... - su voz se quebrantó ante un breve vómito de sangre negruzca. El dolor sobrevino como un hachazo y lo hizo retorcerse hasta casi perder el conocimiento.
-   Es demasiado breve el tiempo que te resta – dijo la sombra acercándose, al asomarse un poco más a las penumbras Rodrigo se aterrorizó, pudo ver la esquelética figura de la muerte ataviada con una vieja y raída túnica negra– de nada te sirvió el querer alejarme, yo siempre llego en tiempo y forma.
-   ¡Por favor no me corte en plena juventud! – imploró el muchacho hasta el llanto – ¡no sería justo!
-   ¡justo! ¿Qué es justo? ¿Quién dicta las leyes?
-   No es justo que mi vida termine así, mi madre murió por causa de una horrenda enfermedad, mi padre está deprimido hasta la agonía y ahora yo... ¡yo quiero vivir! – gritó Rodrigo con desesperación.
-   ¡Quieres vivir!... ¿quieres vivir?
-   Si, es lo que más deseo – mientras se retorcía sintiendo el cuerpo cada vez más frio.
-   Mmm... ya nos son minutos los que te separan de mí; son segundos.
-   No quiero morir – rogó débilmente mientras gemía de dolor.
-   ¿Qué harías por seguir viviendo? – la voz sonó estridente y socarrona
-   ¡Lo que me pidas! – una brisa de esperanza lo reanimó - ¡lo que me pidas!
Al desvanecerse todo su cuerpo se aflojó y ya no recordó mas nada. La estera mullida de pastos lo acogió mientras las extendidas copas de los arboles lo abrigaban de la intemperie.
Cuando despertó se hallaba en una sala absolutamente blanca. Tardó en reconocer que estaba en un nosocomio. Le pareció ver de modo borroso la imagen de su madre cercana a la puerta. Al abrir los ojos la silueta se esfumó. Buscó por los cuatro costados de la habitación de manera infructuosa. Su corazón se había acelerado con aquella percepción, por tal motivo los aparatos, a los que se hallaba conectado, dispararon una insistente alarma sonora. Al instante llegaron dos enfermeras junto al médico de guardia. En breves minutos lograron estabilizarlo. Él intentaba hablar, mas no podía. Su boca se encontraba adormecida como la mayoría de su humanidad. La tenue luz del atardecer se filtraba por la ventana. Tras ella se podían apreciar el verdor de las plantas. No tardó en caer la noche. Estaba solo otra vez. Vuelto en sí y con mayor capacidad de comprensión abrió los ojos de nuevo. No dejaba de mirar con insistencia las sombrías imágenes que el exterior le devolvía. La oscuridad desdibujaba los contornos de la arboleda y hacia que los movimientos de las ramas derramaran un efecto hipnótico sobre Rodrigo. De pronto un movimiento extraño llamó su atención. La mancha negruzca y deforme se desplazaba entre las plantas. Se acercaba a la ventana de manera lenta, silenciosa y aterradora. Se detuvo a poca distancia. El muchacho, convaleciente, hubiera deseado escapar, pero su cuerpo no le respondía. El sabía quién era. Desde la ventana lo observó con morbosa compasión.
-   He venido a detallarte mi pedido.
-   ¡¿De qué pedido me habla usted?! – respondió el joven con voz quebrantada y simulando no recordarlo.
-   Cuando estabas tendido en la vereda a mi merced... me prometiste que al salvarte harías lo que te pidiera.
-   ¡En la desesperación uno promete cualquier cosa!
-   Lo sé... muchos argumentan lo mismo al final.
-   ¿No soy muy original, eh? – inquirió el herido con una sonrisa producto del nerviosismo.
-   Claro que no. Con tal de sobrevivir muchos me ofrecieron cosas imposibles. Pero tu caso es diferente.
-   ¿Por qué?
-   Porque has pactado hacer mi voluntad.
-   Es verdad, ahora lo recuerdo – pensó por un momento y luego agregó – tomé el compromiso de hacer lo que me pidiera.
-   Pues a eso he venido... yo me alimento de almas. Necesito cegar vidas para continuar existiendo – hizo una pausa para poder expresar con corrección la pregunta y luego la lanzó como un rayo hacia el corazón de Rodrigo – ¿qué vida me ofrendarás a cambio de conservar la tuya?
Tras la cuestión planteada el paciente sintió como un mareo aturdidor. Sus labios se paralizaban mientras que la muerte lo contemplaba silenciosa desde el exterior. Comprendía que debía dar una respuesta, y debía darla de inmediato. De lo contrario su convalecencia tornaría pronto en agonía. No se le ocurrió nada en ese momento así que intentó ganar tiempo mientras pensaba.
-   ¡No puedo tomar una determinación inmediata!
-   Voy a guiarte a una respuesta... debe ser alguien a quien amas el que tome tu lugar.
-   ¿Alguno de mis seres queridos?
-   Exacto. La vida de un ser amado por tu vida.
-   Sería muy egoísta yo si hiciese tal cosa.
-   Ya no es tiempo para plantearlo, aceptaste complacer mi voluntad. No hay alternativa.
-   Tengo a mi padre, a mi abuela Edith, y a mi prometida Débora. Estos son los seres a quienes más amo. Luego están mis familiares más lejanos; pero las tres persona más queridas por mi son las que acabo de mencionar.
-   Bien... deberás elegir una de ellas.
-   ¡No puedo! Adoro con locura a cada una. Mi padre esta enfermando por su depresión, mi abuela transita con tristeza el otoño de sus días y Débora es el amor de mi vida. ¡¿Cómo podría yo alzar mi mano criminal contra estos que me estiman tanto?!
-   Deberás hacerlo... porque así lo pactaste.
El llanto irrumpió desde sus entrañas. Debía seleccionar a su víctima de entre las personas a las que más se aferrara en sus tiempos de desdicha. El padre le había enseñado todo cuanto él era como hombre. Su abuela lo consentía desde el mismo instante en que naciera. Y Débora era la propia luz de sus ojos, la amaba más que a su vida. Pero tendría que hacerlo. Alguno de los tres seria inmolado en pos de seguir adelante con su existencia. De súbito tomó la determinación.
-   ¡Ya se a quien sacrificaré!
-   ¿A quién? – interrogó la muerte con enfermiza alegría.
-   Yo seré mi propia ofrenda de sangre. ¡Toma mi vida de una vez!
-   ¡No es posible! – exclamó la sombra con voz grave e indignada – debe ser una persona a la que amas.
-   Me amo más que a nadie en esta tierra, así que... ¡toma mi vida!
-   ¡No es justo!
-   ¡Justo! ¿Qué es justo? ¿Quién dicta las leyes? –  respondió Rodrigo evocando las preguntas que la muerte le hiciera ante su reclamo en el parque.
Enfurecida se largó vociferando entre la arboleda alejándose derrotada. El joven, esbozando una sonrisa, saboreó su victoria festejando el ingenioso planteo, tras el cual libró su alma, y la de los suyos, del yugo tenebroso de la muerte.

Marcelo León Bergel

Relatos FM

Al amparo de la noche


Un escalofrío sacude su cuerpo aterido. La ropa que lleva no es suficiente. Del lago viene un viento gélido que penetra la tela de sus pantalones con la misma facilidad con la que un cuchillo atraviesa la mantequilla. La chaqueta es gruesa, lo suficiente como para proporcionarle abrigo. Aun así, su cuerpo entero está helado.

Comprueba la hora en su reloj de pulsera. 4:36. Ha estado durmiendo más de dos horas. Le duele comprobar que se está haciendo mayor. Años atrás, una noche en vela no solo habría sido llevadera, sino que le habría resultado excitante. En sus comienzos, adoraba trabajar de noche. La oscuridad aportaba una quintaesencia alevosa que le hacía experimentar una sensación placentera incomparable. No en el sentido de que fuese lo más placentero que hubiese sentido, sin lugar a dudas el MDMA había llevado la intensidad del placer a una nueva órbita. Se trataba más bien de un placer de contornos ignotos y huidizos; difícil de atrapar y, por ello mismo, más codiciado. Pero eso fue largo tiempo atrás, cuando era inmaduro, apasionado e incansable. Los vestigios contemporáneos de aquel joven a duras penas pueden mantenerse despiertos.

Cuando intenta desentumecer sus extremidades, se encuentra con un cuerpo agarrotado, reacio a cumplir sus órdenes. Gira sobre sí mismo y pasa de estar tumbado boca abajo a contemplar el firmamento. No está de humor para cielos estrellados. De hecho, no está de humor para nada. Tan solo desea acabar y dirigirse al aeropuerto cuanto antes. Nada le apetece más que ver a sus hijos y a su esposa; excepto, quizás, un café caliente bien cargado.

Pip, pip, pip, pip. 6:00. La alarma de su reloj acaba con sus sueños de café. Ha vuelto a dormirse. Maldice entre dientes y se sorprende al comprobar lo rígidos que están los músculos de su mandíbula. Es la hora. Desde la posición ventajosa que ocupa en el techo del alto rascacielos, puede divisar en el horizonte los primeros indicios de claridad del día venidero. Con un gruñido vuelve a su posición original, boca abajo. Odia estos trabajos a distancia. Ciertamente, son más seguros, pero también más insufribles. Prefiere los trabajos a corta distancia, en los que precisamente por haber más variables en juego, sus reflejos y su atención están al máximo de sus capacidades, espoleados por la adrenalina que inunda su organismo.

Toma los prismáticos en sus manos y los dirige a la habitación que ha estado observando toda la noche. El mecanismo de visión nocturna le permite comprobar que todo sigue igual. Su objetivo yace cómodamente recostado en la cama. No le envidia, pero respeta su osadía. Deber más de un millón de dólares al jefe criminal más poderoso de la ciudad, no tener dinero para cancelar la deuda y ser capaz de dormir a pierna suelta. Solo hay dos explicaciones posibles: Bien este individuo tiene los nervios de acero, bien es más estúpido de lo que ya ha demostrado ser al perder un millón en carreras de galgos.

Activa el móvil desechable, marca el número de teléfono que le han dado y pulsa el botón de llamar. Sostiene el teléfono entre su oreja izquierda y su hombro encogido. Toma entre sus manos el rifle, cierra su ojo derecho y coloca el izquierdo en la mira telescópica. Cuando localiza la habitación, descubre que alguien ha encendido una luz, mas no consigue ver nadie en ella. La cama está vacía y el teléfono, que debiera estar junto a la ventana, no está. Algo no cuadra. Alguien descuelga al otro lado de la línea. Silencio. Al cabo de unos segundos, una voz masculina con un tono rayano en la compasión dice:

- Lo siento, de veras. Pero los negocios son los negocios.

Deja caer el móvil y suelta el rifle, pero cuando intenta rodar lateralmente ya es demasiado tarde. Atisba un hilo de luz roja dirigido a su frente una fracción de segundo antes de que el proyectil perfore su cráneo. Después, todo es negrura.

Alvpigón

Relatos FM

Querido Renault-8


   Dos veces al año, el blanco Renault-8 se convertía en pasto de maletas y bultos que rellenaban huecos hasta entonces no descubiertos. Sofía colocaba a las niñas en los asientos mientras Gerardo cerraba con fuerza el maletero y respiraba profundo, sabedor de las más de 16 horas de coche que quedaban por delante.

   El viaje estaba a punto de empezar y Gerardo se confiaba a Dios. Lo olvidaba el resto del año, pero había que conducir hasta el pueblo y volver semanas después.

   Montse, la hermana mayor, observaba divertida el ritual del hombre más ateo y blasfemo que conocía. Encendería el cigarro, pediría ayuda en las indicaciones y se perdería en el mismo cruce de Soria. Exigiría silencio cuando la pequeña Paula quisiera ir al baño y discutiría con Sofía sobre la velocidad.
   
   Pero esta vez Montse no iría al pueblo. Se quedaría en Barcelona, trabajando, pensando que ya era mayor para pasar las vacaciones con sus padres. Echaría de menos la mariscada anual en casa de la tía Amable, las empanadas de la tía Celia, las fiestas con los primos y las conversaciones con la abuela. Por un momento, no se sentía tan mayor.

   Sofía deseaba que Montse estuviera bien, en Barcelona o en Galicia, pero también quería que estuviera allí, en el coche. Sufría al pensar que algo malo pudiera pasarle y se encontrara sola. Atendía más a Paula y no podía evitar pensar en todo lo que tendría que limpiar al llegar a la casa del pueblo.

   Paula quería ver a la abuela, jugar con las primas, ir a la feria, comer en casa de los tíos y estrenar el vestido nuevo. Notaba a sus padres más callados y comprensivos, y sabía que estaban tristes por Montse. Hacía semanas que se lamentaban por ello, pero a Paula no le parecía tan malo.

   Gerardo miraba por el retrovisor antes de adelantar y añoraba una voz que le decía "Papá, ya puedes". Era el principio. Las niñas crecerían e ir al pueblo ya no sería pasar unos días en familia. Patriarca destronado, avanzaba kilómetros al norte. Obedeció a Sofía cuando le reprimió por pasar de los 120 y contestó afectuoso ante las ganas de orinar de Paula.

   Ese otoño, Gerardo contó sus ahorros y fue al concesionario. Después de quince años, el R-8 había cumplido su función.

Aina Canto

Relatos FM

Ya es tarde...


  Observo como mi cuerpo es cubierto por la policía, por fin....por fin dejaría de sufrir...dejaría.... ¿de qué? Mi mente se sentía como fuera de sí....como si nada me permaneciera....
  Sentía como si todo fuera un sueño...como... si toda mi vida solo fuera un sueño lejano...un sueño que comenzaba a olvidar....
  Muchos de mis compañeros se acercan a ver lo que queda de mí....con curiosidad morbosa, algunos incluso parecen consternados, parecían sentir lo que había ocurrido ¿por qué ahora les interesa aunque cuando grité pidiendo ayuda, pidiendo que alguien me prestara atención, me protegiera...nadie me ayudó?
  Todos pensaron lo mismo...imaginaciones de un niño....demasiada televisión o internet, o que no sabía socializarme....eran ellos los causantes de mi sufrimiento, pero todos actuaban como si la culpa fuera mía, como si hubiera intentado hacer la vista gorda....todo había desaparecido ahora como una mala pesadilla...
  Observo mi brazo que sobresale de la sábana con la que me han cubierto....Vislumbro los moratones que había ocultado por vergüenza, no deseaba alarmar a mis padres, ¿fue un error, sería verdad que no había pedido bastante ayuda? ¿Como podía ser mi imaginación? ¿Era yo el equivocado o eran ellos? Ya nunca lo sabría...nunca lo sabría....
  Mientras caía, muchos rostros aparecieron ante mí...mi familia...los pocos amigos que tenía, aquellos que aunque no me defendieron, tampoco la tomaron conmigo...finas lágrimas corrieron por mis ojos, al recordar a mi madre, a mi padre...habían hecho lo que habían podido, pero no había sido lo suficientemente fuerte, pensé que escapando lograría dejar de sufrir...lo había logrado ¿verdad?...ya nada sentía...dolor, alegría....todo era como un sueño, como una bruma en el tiempo, como la brisa en el mar....etérea....como mis lágrimas, sólo eso...lágrimas sin sentimientos....
  Observé cómo algunos de mis profesores lloraban, al observar mi cuerpo destrozado sobre el pavimento, cubierto y manchado de sangre. Tocándome la cabeza sentí una punzada, pero no de dolor, era como el recuerdo del dolor...recuerdo la sensación...nada más, sólo un recuerdo, que comenzaba a difuminarse.....mi tutora se acercó a mi cuerpo, siendo detenida por un policía mientras lloraba...parecía destrozada ¿Por qué? Muchas veces había ido a pedir su ayuda, a pedirle que hiciera algo, para que me dejaran en paz...para que dejara de sentirme como una basura a causa de sus insultos, de sus silencios, cuando pasaba por los pasillos; por cómo mis propios amigos se alejaban de mí por miedo a que las tomaran con ellos...
  A pesar de sus sollozos, que parecía no poder controlar, susurró algo que llegó a mí, aunque nadie más parecía oírla...
-No hice nada....nada....
  ¿Nada?....no, nada hizo....sólo observó cómo mi vida perdía su valor...hasta que mi última salida fue la más cobarde...
  Pronto fui arrastrado por el viento, apareciendo en el salón de la que era mi casa, donde algunos policías les daban la noticia a mis padres. Mi madre rompió a llorar, mientras caía al suelo entre lágrimas, al observarla nada sentí... tristeza...angustia...nada, como si nada tuviera que ver conmigo.... ¿por qué? Recordaba que había querido a mis padres, más que nada en el mundo...y a pesar de todo...ahora no sentía nada...observé como la policía entregaba una nota a mi padre quien sostenía a mi madre sollozando en sus brazos....sabía lo que decía....aquello que había escrito antes de caer....las palabras parecian ser lo único que parecía real del sueño que fue mi vida....

  Siento no ser lo bastante fuerte....siento no ser como vosotros...os quiero...perdonadme, por favor....

  Durante lo que pareció una eternidad, cientos de imágenes pasaron ante mí: todos aquellos que conocí...todos aquellos que nada parecía importarle mi sufrimiento cuando vivía...pero ahora todos parecían desconsolados....
Las palabras me llegaron a través del viento...
-Era tan buen chico....
-Nunca me imaginé que algo así sucedería...
-Pobrecito....podría haber pedido ayuda...
  ¿Ayuda? Yo la pedí....la pedí a gritos y nadie me hizo caso....ya era un fantasma en vida....Ellos me convirtieron en un fantasma en vida....yo lo hice con mi muerte...las palabras seguían viniendo a mi mente, incomprensibles....irreales....
-Dicen que lo acosaban....
-Es increíble que nadie haya hecho caso....
-Ya sabes como son los niños, algunos son tan exagerados, que nunca sabes cuando dicen la verdad...
  Sentí una punzada en el pecho... ¿Cómo podían decir eso? ¿Por qué la gente decía eso cuando ya nada tenía remedio?.... ¿por qué me hacían sentir que era culpable de mi tormento? Sentí que el torbellino de imágenes seguía sin detenerse, haciendo que me sintiera atrapado por sus acciones.... ¿por qué no podían dejarme en paz...por qué...no puedo descansar en paz de una vez? ¿Por qué incluso ahora.....mis fantasmas me persiguen?
  Sentí el vacío en mi interior, cuando todos los comentarios, todas las habladurías llegaron a mí....un sentimiento de dolor llegó de golpe, haciéndome jadear... ¿Qué era...que era esa sensación que me hacía partirme de dolor? Tristeza...tristeza, por todo aquello que había perdido...por aquello que nunca conocería....todo lo había perdido por su culpa....Sentí que la rabia me llenaba, me conquistaba...
  El viento volvió a llevarme a través de las calles, a través de la ciudad...hasta una calle, donde algunos chicos jugaban al baloncesto. 
  Busqué a los culpables de mi dolor, a los culpables de que hubiera tomado esta decisión.... Los localicé al instante....jugaban, se pasaban el balón, nada les importaba...mi vida sólo había sido un juego más para ellos....sólo un juego... había muerto, me había quitado la vida a causa del dolor que me provocaron....¿cómo podían....cómo podían ser felices, cómo podían vivir su vida, cuando ya nada tenía yo?...ya nada podía sentir a parte de la ira que me corroía por dentro....podía hacerles daño...hacerles sufrir por todo el daño que me habían hecho...por todo el dolor que me había llevado a quitarme la vida....Me acerqué sabiendo lo que haría...si traspasaba su corazón....si lo sujetaba el tiempo suficiente...caería...perdería todo aquello que yo no poseía....
Una silueta entrando en la cancha llamó mi atención y la de todos....Miguel...mi amigo....mi mejor amigo antes de que todo comenzara...parecía hundido, pero lo que más llamó mi atención era que se dirigía hacia ellos....él siempre deseaba parecer invisible, por eso me abandonó cuando la tomaron conmigo, me quedé observando la escena... ¿Qué se proponía Miguel? De pronto, el culpable principal de mi sufrimiento, salió despedido a causa del puñetazo de Miguel ¿Qué narices había pasado?
-Cabrón... ¿ya estás contento?
Éste se levantó furioso mientras sus amigos rodeaban a Miguel, esperando órdenes de su jefe. Intenté acercarme pero algo parecía mantenerme quieto.
-Estás muerto, chaval....-le dijo éste con odio a Miguel.
-Ya te has ocupado de él.... ¿soy el siguiente? -estos le miraron sin comprender- Se ha suicidado, hijo de ****... ¡le has amargado la vida!...todos somos culpables... ¡¡todos le hemos matado!!....-Estos se pusieron pálidos.
-Deja de decir estupideces....ese es demasiado cobarde....-Miguel volvió a golpearle.
-Y tú, un cabrón...espero que puedas vivir con su muerte sobre ti...yo no creo que pueda....-dijo saliendo de la cancha.
Parecían consternados...arrepentidos.... ¿de que servía ya? Sentí que todo desaparecía en mi interior y a mí alrededor....no recuerdo cuánto tiempo estuve en la bruma...en la niebla del olvido...toda una vida, un día...no lo sé....sólo recuerdo aparecer en la playa, donde mis padres esparcían mis cenizas...ya nada quedaba de mí....
Observé cómo mis padres estaban rodeados de personas, todos parecían desconsoladas....Miguel...mis profesores, compañeros...incluso él.... ¿de que servía el arrepentimiento...cuando el daño ya estaba haciendo?
Comencé a sentir cómo desaparecía. Temí que otra visión, otras palabras crueles llegaran de nuevo a mi mente...pero ya sólo sentía paz....No importaban las lágrimas, el arrepentimiento por mis acciones o por las de los demás...ya nada importaba...ya nada era real....
Ya era tarde....

Fabiola

Relatos FM

Así lo comparto contigo


El karma renovado en el viaje de mi vida. Esta es la cita que estoy volviendo a leer en un diario de viaje con las tapas duras cubiertas de mensajes tibetanos en negro sobre fondo naranja.

   Mirando las fotos colgadas de mi tablón de corcho, recordé con más nitidez mis experiencias alrededor del yoga.

Sé feliz. Ese es el significado de la transcripción del sánscrito Om Shanti. El lema del yoga.

Esto es, exactamente, lo que yo buscaba al acudir a clase de yoga dos veces por semana en un club deportivo de la ciudad asturiana de Xixón.

Debía elegir un deporte tranquilo, para el fomento de la calma interior y la flexibilidad física, por eso probé primero con el Tai Chi, pero al final me decanté por el yoga.

Todo fue mejorando desde que tuve aquel susto. Me lo aconsejó un médico de familia, muy acertadamente. Y mi aventura personal fue fecunda en buenos resultados. Hoy veo el mundo de otra manera y me siento mejor conmigo mismo. Evolucioné desde mi primer contacto con la disciplina de la armonía interior.

Primero desapareció el miedo al contacto con la gente. Después las barreras a responder a las preguntas sobre mi situación laboral. Sencillamente, la cuestión era que había quedado en paro, como tanta gente.

Luego comencé a sentir que disminuía la rigidez de mi cuerpo. Cada semana me doblaba un poco más y me iba encontrando más cómodo en las diferentes posturas o asanas.

Además, el discurso yóguico sobre la relajación y la meditación en paz y armonía fue calando en mi estado de ánimo. Incluso hice amigos en la clase, con los que fui de excursión a hacer yoga a la zona costera y a un retiro en plena montaña boscosa del interior de la Cordillera Cantábrica.

Todo ello se completaba con informaciones y reflexiones en un blog propio del grupo, con enlaces a una nueva vida sin prisas.

Además, comenzamos a practicar la meditación y posturas de otras disciplinas parecidas y enriquecedoras.

El buen ambiente triunfaba entre los que en su mayoría habíamos acudido a esta práctica oriental por algún problema.

La salud por medio de esta milenaria práctica alcanzaba a todas las edades y sexos, parejas y embarazadas.

Un alumno del grupo, hasta llegó a convertirse en profesor de yoga, dejando su antiguo oficio de comercial que le pesaba como una mochila que siempre llevara sujeta a la espalda. Todo un gran cambio vital.

Posteriormente también vino mi compañera sentimental a las clases, para recuperarse de una operación en el interior de su cuerpo. Las posturas le beneficiaron tanto que adelantó su alta médica.

Esas navidades nos regalamos ropa y objetos relacionados con el yoga, sin el cual nuestra vida hubiera discurrido de muy distinta manera.

Es curioso, pero con la crisis económica cada vez hay más alumnos. Supongo que van a la búsqueda de una gimnasia tranquila para el cuerpo y la mente.

Precisamente ése es el significado de la palabra yoga, la unión del cuerpo y la mente.
   
"No hace falta ir a la India o al Tíbet porque cerca de nosotros, hay un pequeño espacio donde nos podemos encontrar con la esencia de esas realidades, mejorar nuestro cuerpo y vivir de forma más sana y en armonía con los demás", repetía el profesor de yoga.

Sin embargo, en mi interior deseaba conocer ese país oculto y en un viaje a París encontré en una librería una estupenda guía del Tíbet. No dudé en comprarla y guardé en mi interior la voluntad de ir hasta allí algún día.
Esas vacaciones íbamos a ir en semana santa unos días a la aragonesa Alquezra, en el prePirineo somontano de Huesca, entrada al parque natural de la Guara. La reserva y la preparación del viaje resultaron bien. El alojamiento económico para dos personas también.

Resultó ser un lugar muy tranquilo y apartado, con gente amable y una sencilla comodidad.

Pero un viaje llama a otro, y la llamada comenzó mientras estábamos descubriendo la preciosa población medieval de Alquezra, con sus murallas y su elevado castillo.

Descubrimos una pequeña tienda de productos de la tierra, que tenía un apartado denominado "Productos de otros países", donde vendían bolsas de lana, pegatinas y otros materiales del Tíbet. Una bandera tibetana con el lema en inglés Free Tibet dominaba la pared del fondo del local, llamado "O forno", en aragonés.

Lo frecuentaríamos durante todas las vacaciones. Allí me convencí de viajar al país de los Lamas, hablando con el propietario, que ya había estado allí.

El dueño tenía una frase en sánscrito tatuada en el brazo, lo que me incitó a entablar una conversación con él sobre la devoción de aquella tienda aragonesa por el país del Himalaya.

Había vivido varios años allí con su mujer y descubrió la serenidad de la cultura  tibetana oprimida durante varias décadas por la represión china.

Me indicó cómo hacer el viaje y me transmitió tal interés, que ahora me encuentro escribiendo desde la primavera de Lhasa este relato tibetano de cómo las vidas se enganchan unas a otras, por medio de las palabras.

   Muchos años han pasado desde que viajé a la capital del Tíbet, un lugar espiritual único, envuelto en un paisaje extraordinario y habitado por el pueblo más amable de los que he conocido.
   
   Objeto de peregrinación, y a pesar de todos los impedimentos chinos, Lhasa es el alma y el corazón del Tíbet.

Es una ciudad donde el olor del incienso no ha podido ser eliminado por las modernas construcciones y los hábitos militarizados de los colonizadores enviados por Beijing desde 1959 para eliminar las costumbres milenarias de este pueblo generoso y pacífico.

   Pero la fuerza de las convicciones de una civilización milenaria no se puede borrar de un plumazo. Así, que desde su exilio en la India, el gobierno tibetano con sus cien mil exiliados han formado un sistema de vida muy organizado en todos los sentidos.

   Este lugar de Asia ofrece impresionantes monasterios, se respira un aire purísimo en las rutas por sus altitudes. Inimaginables vistas de las montañas más elevadas del planeta. Lagos de color azul turquesa y lugares de culto en plena naturaleza con múltiples banderitas oracionales al viento. Todo ello envuelto con el eco de los mantras rítmicos de los monjes budistas, las frases sagradas para la práctica de la meditación interior.

Las posibilidades para la aventura son ilimitadas. Tanto si ésta es para explorar la orografía y la etnografía de un pueblo singular, como si es un viaje para la búsqueda del interior de uno mismo.

   Allá donde las dificultades físicas y orográficas son mayores, también lo es la bondad de los pueblos que habitan esos lugares.

   Descubrirlos es un regalo inesperado para cualquier ciudadano practicante de la lógica occidental.
   
Dejar pasar las cosas, para dejar vivir la vida en paz es una sabiduría oriental, largo tiempo meditada, de la que tenemos mucho que aprender.

Lo dicho: Om Shanti. Sé feliz, "porque tú eres el centro de tu mundo, estés donde estés".

Así me lo dijo un monje del Tíbet en el techo del mundo. Lo hizo regalándome un bello mala verde o sarta de cuentas esféricas de madera para recitar mantras de la tranquilidad.

Así lo comparto contigo.

Arjuna

Relatos FM

Martes y 13


Eran las 22:30 h. de la noche y se estaba llevando a cabo un ensayo en el mismo teatro en el que se debía estrenar el drama; un teatro con muchos años de antigüedad y muchas más leyendas que años.
Hasta aquí, todo parece normal, pero si decimos que la fecha es la de un martes 13, para muchos de los lectores dejará de ser normal y pasará a ser un día temido e incierto.
En teatro hay muchas supersticiones que hacen temblar a los actores precisamente supersticiosos: El color amarillo; estrenar en martes y trece; ser visto vestido de personaje antes de la representación, etc. Pues bien, la obra que se estaba ensayando era una en la que la protagonista, en las postrimerías de la misma, debía ser rescatada viva del interior de un ataúd por el galán de turno y fundirse en un amoroso abrazo. El principal problema fue que la protagonista, muy supersticiosa, se resistía a entrar en un ataúd auténtico. El Director de la pieza teatral, el señor Fidel, comenzaba a perder la paciencia tratando de convencerla. --¡Por favor, Sandra, aguante cinco minutos en el ataúd y acabemos ya de una vez!
Pero Claudia, la actriz, sufría espasmos nerviosos cada vez que intentaba dominarse e interpretar su papel. --¡No voy a poder, señor Fidel! ¡Sufro escalofríos sólo de pensarlo!--
He insistía el Sr. Fidel. --¡Todo eso no son más que bobadas! Que yo sepa, esta obra se ha llevado a escena más de treinta veces y no se ha muerto nunca ninguna protagonista.
--Tal vez. Pero ¿usted sabe qué día es hoy?
--Naturalmente: martes. ¿Y qué?
--¡Y trece! ¿Comprende? ¡Martes y trece!... ¡Por favor, no me haga entrar en esa caja! Dejémoslo para mañana, ¿vale?...
--Mire, Claudia; como no le dado demasiada importancia a esta escena, he tenido el detalle de no ensayarla hasta hoy, pero además de que tenemos que ensayar también con el protagonista y con el resto del elenco (irónico), que han venido a eso, ¿sabe?, el próximo viernes tenemos el ensayo general y el domingo es el estreno... ¡Y no estoy dispuesto a salir de aquí sin que ensaye esta escena varias veces hasta que salga perfecta! ¿Lo tiene claro? Y ahora, bajo su responsabilidad.--
Obviamente, la temblorosa Claudia, muy a su pesar, se ve obligada entrar en aquel espeluznante féretro forrado de un brillante raso color blanco. El propio director, al verla tumbada por fin, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo y en el interior de la caja mortuoria, sin poder reprimirse cerró la tapa con cierta violencia. Ernesto, el galán, después de recitar unas quijotescas frases del guión, se dirige al luctuoso lecho y, parodiando esfuerzos para abrir la tapa del ataúd, cuando simula poder abrirla, todos los presentes quedaron aturdidos y confusos, pues Claudia, incomprensiblemente, no se hallaba en su interior. Desde el primero al último de los miembros del elenco y del equipo técnico se miraron unos a otros sin saber qué pensar. Incluso salió el típico incrédulo, que acusó al director de gastarles una broma pesada con ese burdo truco de hacer desaparecer a alguien por medio de una trampilla colocada al fondo de un cajón simulado y preparado al efecto. Pero cual no sería la sorpresa de todos, cuando comprobaron que la caja mortuoria, confeccionada con pino joven, estaba firmemente machihembrada y encolada, y que el raso de color blanco no mostraba signos de haber sido manipulado. La desesperación del señor Fidel era tanta, que la preocupación afloró a los rostros de los presentes, hasta el punto de lanzarse a llamarla y buscarla por todos los rincones del teatro, aunque hubo quien se dedicó a intentar encontrar un artilugio de apertura bajo de aquella pieza funeraria. Pasaba el tiempo y los nervios empezaban a desatarse. Todos los esfuerzos por encontrar a Claudia estaban resultando estériles, y un anormal sentido de culpabilidad se apoderó de aquellos quienes llegaron a burlarse de los temores de la actriz desaparecida, sobre todo, del director, quien no daba crédito a lo sucedido. Alguien propuso llamar a la policía, pero... ¿qué iban a decir; que Claudia había sido víctima de una extraña y misteriosa desaparición del interior de un féretro mientras ensayaban y a la vista de todos? ¿Quién les iba a creer? Se reirían de ellos... O lo que es peor, ¡tendrían que hacer frente a numerosos interrogatorios como si fueran delincuentes, ya que, por lógica, si no aparecía la actriz, ninguno de todos estaría libre de sospechas de ser el causante de una maquiavélica maquinación, con el fin de quitar de en medio a la pobre de Claudia!...
En eso estaban, cuando de repente sonó un grito desgarrado y de procedencia suficientemente localizada, pues venía del escenario. La práctica totalidad de la gente se abalanzó en la dirección del grito, pero en llegar al escenario, lo encontraron vacío. Nuevas interrogantes fueron apareciendo entre ellos. Mas... cuando nadie hallaba explicación para tan extraña situación, una de las actrices secundarias les recordó que Jaime, el regidor, era quien se había quedado para buscar respuestas en el ataúd y que ahora tampoco estaba. Unos y otros fueron preguntándose si alguien sabía algo de Jaime o si lo habían visto en algún momento, pero nadie pudo dar razones de él desde que se quedó en el escenario. ¿Qué debían hacer ahora? Esa era la pregunta que flotaba en el tenso ambiente. Súbitamente, Fidel, el director, formó varios grupos de dos y les ordenó separarse y buscar exhaustivamente por todo el viejo teatro, e incluso tratar de localizar escotillas, ascensores y forillos en desuso, por donde acostumbraban a hacer sus mágicas desapariciones los actores de piezas teatrales de misterio, o bien las partenaire de los magos, en sus ya preparadas actuaciones.
Una hora después, nadie tenía repuestas, pues pese a que se hallaron arcaicos forillos camuflados y bien cubiertos por otros más actuales, dos escotillas y un ascensor, estaban totalmente vacíos y se percibía claramente la falta de uso desde hacía bastante tiempo. El desconcierto era total. Los hombres recelaban unos de otros, pues las desapariciones no podían ser obra del Espíritu Santo, ni tampoco del diablo. ¿Pudiera ser que hubiera un asesino entre ellos, un psicópata capaz de hacer desaparecer los cuerpos de sus víctimas, bien después de asesinarlos o de dejarlos sin sentido? ¿Era posible que uno de ellos, enfermo o loco de atar, estuviera tratando de acabar con todos, uno por uno? Y si era así, ¿quién de todos conocía tanto ese teatro como para moverse entre él como pez en el agua y poder esconder los cuerpos donde nadie había mirado, además de moverlos ante los ojos de todos los presentes sin que nadie se apercibiera? Todas las miradas terminaron por centrarse en uno de los dos traspuntes, en Jacobo, quien de acuerdo con su currículo, ya había trabajado en esa sala teatro allá por los años setenta. Éste, al sentirse blanco de todas las miradas y percatándose del pensamiento de la mayoría, extirpó toda sospecha sobre él, recordándoles que había estado todo el tiempo al lado de Fidel, lo que corroboró el propio director.
El reloj seguía marcando las horas y ya habían transcurrido tres desde que entraran en el teatro, y los ánimos iban decayendo, al contrario que los nervios y la tensión, que estaba subiendo a límites peligrosos, y del riesgo que suponía seguir estando en semejante lugar. Entre todo ese mar de interrogantes y de desconfianzas, Lupe, la segunda traspunte, sacó un móvil de su bolso y trató de llamar a la policía, pero antes de completar la llamada, Fidel la interrumpió para dar una idea que a nadie se le había ocurrido hasta el momento y que podía ser la solución: hacer una llamada, sí, pero a los dos desaparecidos, y si su móvil seguía estando con ellos y éstos estaban todavía dentro del edificio en cuestión, sólo había que seguir el tono de los aparatos móviles. Guillermo, el ayudante de dirección, tenía sus números de teléfono registrados en su agenda del móvil, por lo que, sin más, marcó uno de ellos, el de Claudia. El silencio se hizo tan espeso que no se escuchaban ni sus respiraciones. Súbitamente, un sonido que semejaba al de la sintonía de una conocida serie televisiva se oyó cerca de ellos; a unos cinco metros escasos, pero algo apagado, como si estuviera metido detrás de una pared. Todos, sin excepción, se acercaron a una columna situada a la derecha de caja, la cual se hallaba forrada con tela negra igual a la de las patas de los costados del escenario. Nadie se lo pensó dos veces y la emprendieron a tirones con la citada tela, hasta dejar al descubierto el hueco de un pilar vacío y el cuerpo de Claudia. Estaba viva, respiraba, pero tenía los ojos exageradamente abiertos, fijos en un punto lejano. Lo más impresionante era que, sus cabellos, negros como una noche sin luna, ahora eran del color de la nieve.
Tras rehacerse de la terrible impresión del hallazgo de la infortunada Claudia, Guillermo, visiblemente nervioso, marcó el número de Jaime, y exactamente igual que antes, se escuchó el sonido de otro "politono", el cual parecía proceder del féretro. Como el ataúd estaba cerrado, Guillermo abrió la tapa y encontró a Jaime, quien presentaba las mismas características que claudia: ojos fijos en un punto indeterminado y cabellos totalmente blancos.
Ahora sí, previos vanos intentos de que los dos desafortunados compañeros,  Claudia y Jaime, salieran de su estado catatónico, llamaron a la policía para que se hicieran cargo de todo e investigaran tan extraño caso.
Pasados dos meses, la investigación no había adelantado absolutamente nada. Ni el forense, ni los más avezados inspectores, ni los parapsicólogos más destacados lograban descifrar aquel jeroglífico de despropósitos inexplicables, y sobre todo, no entendían cómo se podía coger el cuerpo de una persona viva de dentro de un féretro cerrado, y a la vista de todo un grupo de gente, sacarlo, trasladarlo hasta un pilar falso, introducirlo en su interior y cubrirlo con una tela perfectamente colocada, además de hacer lo propio con un hombre, para meterlo en la caja mortuoria en la que antes se hallaba la pobre Claudia, la cual permanecía inclinada y a un metro del suelo. Y lo que es peor: ¿qué verían las desafortunadas Víctimas, para quedar en el estado en el que fueron encontradas?
Seguramente, muchos de los investigadores destinados al caso y después de rechazar todas las explicaciones racionales, llegaron a pensar que no fue muy acertado el ensayar semejante escena en un teatro con demasiada historia, en un... «martes y trece».         

Escalindropo

Relatos FM

Desertar del silencio


Quizás sea tiempo de desertar del silencio.- se iba diciendo Clara a la vez que miraba al exterior por su ventana-, encontrar razones para darle un sentido a este tiempo infinito, La mirada y el corazón pueden entrenarse y hay que crear nuevas ideas para inventar otra realidad menos asfixiante.
Mientras, afuera la lluvia desdibujaba el paisaje e iba calando piel adentro en todo lo que nace, el viento hacía que los árboles inseguros temblaban, las ramas alocadas se estremecían y un murmullo interminable traspasaba el cristal empañado.
Se hallaba entregada a sus reflexiones cuando de repente sonó el teléfono, se sobresaltó por un instante, como si presintiera que la llamada era un mal augurio. Al otro lado del teléfono la voz de su amiga resonaba con una soledad aplastante, parecía perdida pero no lloraba, quizás por temor a desgarrarse, solo pronunciaba las mismas palabras una y otra vez: -"Me han quitado mi pan y mi casa, no tengo donde ir y los niños necesitan un techo, ¿qué les voy a decir?- . Una tristeza absoluta atenazó el corazón de Clara, ante la impotencia de ver a su amiga sola y sobre todo derrotada, no concebía como la sociedad podía hacerle esto. Sin pensarlo un segundo la invitó a que se viniera a su casa, Marta titubeó un poco, para más tarde aceptar la propuesta; cogió a sus niños de la mano, metiendo toda su vida en una maleta, y marchó dejando a sus espaldas tantas cosas que en otro tiempo fueron precisas y que ahora estaban cargadas de una total incertidumbre; como su mirada que interrogante se preguntaba a cada momento "por qué". Indecisa, con el corazón cargado de recuerdos y de latidos inició el camino hacia la casa de Clara.
Cuando abrió la puerta, miró los ojos de Marta, en su cara pálida estaba la fuerza de esos rostros que gritan mudos y que al mismo tiempo transmiten serenidad y una ternura helada; intentando liberarse del vacio la miró incrédula y estremecida, sus ojos se anegaron.
Afuera, en el exterior el lluvioso día tocaba a su fin, en un cielo casi despejado iban desvelándose poco a poco unas estrellas coquetas y palpitantes, una tímida brisa se levantaba reclamando la esperanza, mientras, la luna, ajena a todo lo que acontecía, como una inmensa bola blanca se alzaba en el horizonte.
Era un tiempo impreciso en que la sociedad mostraba toda su crueldad e incapacidad para albergar a su gente, llevándola hacia abismos insalvables; en una absoluta indiferencia veía como sus semejantes caían anulados hacia su suerte, en un olvido miserable, mientras otros se enriquecían a costa de..., con un coste humano despiadado y obsceno que negaba cualquier resistencia y que dejaba pudrirse a sus gentes en la miseria más voraz y despiadada; una sociedad que sabe de la inanidad de sus gentes y no le importa, no hace nada; que solo confunde y revienta cada latido individual o colectivo, que destierra y despoja  sin horizonte ni futuro para solo crear un pozo de terror inmenso donde reside la bajeza moral de unos cuantos dirigentes ineptos y sin sensibilidad. Solo basta ser alguien o tener un cargo, aunque no tenga corazón para diezmar la vida de millones de personas que incrédulas ven como en un laberinto infame les destierran de su propio hogar.
Así... ¿como seguir siendo en el vacio? –, decía Marta con un hilo de voz- ¿Cómo vivir sin proyecto, sin esperanza, angustiada, humillada?
Cada pregunta de Marta era como una punzada en el pecho de Clara que tiraba de ella como un ardor, ¿qué podía hacer además de darle cobijo y amor? , no podida saberlo, pero la rebeldía que le producía tanta desolación le hizo reaccionar.
El corazón calla dentro de esta sociedad -dijo Clara-, pero el mío dará un salto para despertar a todos por encima de las fronteras. Un grito para desertar del silencio, para resucitar una esperanza compartida, para reclamar una salida.
Marta tenía la angustiosa duda de haber sido abandonada, después de un matrimonio roto no era la primera vez que se sentía así, pero esta vez tenía un matiz diferente, le habían sustraído su trabajo, su casa y sobre todo habían conseguido minar su voluntad. Su futuro quedaba en suspenso. Había sido rechazada de la vida de muchas maneras pero quizás esta era la más dolorosa y cruel de todas, su vida se hacia pedazos.
Clara clavando los ojos en los de Marta le decía: "Todo es posible Marta, todo es posible".
Fueron pasando las horas y Marta se comportaba como si nunca pudiera oír la música en aquella umbría, entregando su desánimo a las horas yermas se iba escorando, plegándose su alma se ahondaba sola, vacía. Su problema apenas tenía eco en los noticiarios, nadie callaba para escucharla y ella languidecía varada en sus recuerdos.
Habían pasado los días compartiendo muchas noches en blanco, sin poder dormir, manteniendo multitud de diálogos hasta agotar todas las palabras. Y Marta sintió muy cerca, junto a su lado, la amistad de Clara, gracias a ella, a su ternura silenciosa, poniendo buen humor y corazón a ese dolor ancho, logró poco a poco liberarse de la angustia relegando su tristeza, gritando su verdad, invocando albas.
A la deriva de la suerte pero firmes, las dos cogidas de la mano, descalzas y a oscuras y aún así, ondeando su sueño frente a esa noche larga, crecidas y unidas en su amistad, con un leve temblor de alas, elevando un tímido vuelo para inaugurar la esperanza que gota a gota, paso a paso y con tesón se llega a tocar, se alcanza.
                                                                       
África