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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM


La Edición de Feliú


                                  El bosque ofrecía una imagen sepulcral, de claros y negros. Remedando el irregular ritmo de mi conducción temerosa y solitaria, la luna jugaba al escondite tras las espesas ramas de los abetos. Renegué de mi obstinada decisión de no pasar la noche en casa de Feliú al cruzarme con un vehículo que bajaba del puerto ocupando el centro de la carretera. Afortunadamente, los vapores etílicos de la fiesta se habían disipado ya y el encuentro no tuvo mayores consecuencias que un acceso de angustia pasajero.
    Si en condiciones normales Feliú era un mediocre insoportable, la publicación de su primera novela lo había convertido en un fatuo ensoberbecido. Como escritor no estaba a la altura de ninguno del círculo; a pesar de ello, no compartía nuestra penosa peregrinación en pos de ese platónico agente literario que nos sacaría del anonimato: había terminado su novela en tan solo tres meses, la presentó a un editor local y cuando fue rechazada, compró la editorial. Así fue el bautizo de Feliú y yo regresaba, hipócritamente,  de celebrarlo.
Ignoro los motivos de los demás, pero yo acepté en el momento que supe que Margot acudiría. Yo siempre fantaseaba con enamorarla pero ella, ¡ay! estaba deslumbrada por el estúpido pavo real que era Feliú.
El elogio desmesurado que el autor dedicaba a su obra suplía con creces la falta de documentación y rigor histórico de La Marquesa de Castrojeriz, una especulación en torno a una hija bastarda de Pedro I el Cruel, cuyos conflictos de celos, amor y poder evocaban mejor las telenovelas actuales que la vida cortesana del siglo XIV.
Después del champán Margot se sentó en mis rodillas arrebatada por la euforia y me pidió que colaborara en la distribución de los libros.
─¡Vamos, César! Seguro que conoces tres o cuatro libreros en tu ciudad que no te negarán el favor.
No supe declinar la petición pero cuando ella abandonó mi regazo por el de otros me sentí un estúpido. La mayoría se llevaban uno o dos  libros por el compromiso de no desairar al patán que en un futuro podría convertirse en su editor.
Abandoné la casa poco antes de las cinco de la madrugada, con un paquete de cuarenta ejemplares que pensé dar al fuego o arrojar por el barranco junto con mi amor imposible por Margot.
Tras una revuelta de la carretera, un hecho extraordinario me sacó de mis ensoñaciones: la nieve junto al barranco se tornó roja por un momento para luego volver a su blancura original. Suavemente, una y otra vez. Me froté los ojos. En primer lugar pensé en el espíritu de la Marquesa de Castrojeriz, despeñada por mí cuarenta veces simultáneas, que volvía para vengarse. Pero en la siguiente curva, bajo el halo de irrealidad que propiciaba la luna, lo vi claramente: obstruyendo la carretera como en la peor de las pesadillas, el temible mamotreto acristalado y metálico, destellante de rojos y azules ejercía sobre mí un efecto casi hipnótico. Frené con suavidad, consciente de lo solemne del encuentro. Recé para que fueran marcianos, pero para entonces los excesos de la fiesta se habían disipado del todo y ya no cabían fantasías. La realidad era peor. Bajé la ventanilla.
─Buenas noches a la Señora Pareja de la Benemérita.
El Guardia que hacía de jefe, cejijunto y con cara de mal vino, saludó reglamentariamente.
─Control rutinario. A ver... ¡documentación! Haga el favor de bajar del vehículo.
Cumplí las órdenes con toda la calma posible, lo que pareció exacerbar más al guardia. Su civil compañero comprobaba mi identidad desde la radio de su cuatro por cuatro.
El guardia bigotón y unicejo husmeó a placer en el interior del vehículo. No encontró lo que buscaba, y eso empeoraba su humor a ojos vista. De pronto se iluminó como si hubiera tenido una revelación y ordenó abrir el portón trasero. Lo hice. El guardia benemérito hurgó con la punta de la metralleta en el mogote de trastos que inundaban el maletero sin terminar de quedar satisfecho. Revolvió la caja de las herramientas, hizo sonar las lámparas de repuesto en su cajita, olisqueó una vieja bolsa conteniendo trapos grasientos, toqueteó el contorno de la rueda de repuesto, incluso se llevó a las encías un poco de polvo blanco, residuo de la última vez que me metí en obras y tuve que cargar un saco de yeso desde el almacén a mi casa. El guardia escupió con asco y decepción. Entonces reparó en el paquete de papel de estraza que había quedado oculto bajo una manta ajada debido a las curvas y baches del camino.
Me interrogó con la mirada.
─ Son libros.
─¿Libros?─ Su cara cerril se adornó con una sonrisa satánica y por un momento abrigué el milagro de que le gustara la literatura.─ ¿Es que es usted estudiante?
─No... son libros, simplemente. Pertenezco a un círculo de amigos a los que nos encanta...
Desbarató el envoltorio con rabia. Barajó entre sus dedazos varios ejemplares. El dibujo a plumilla de la Marquesa de Castrojeriz por un lado y la reseña biográfica con la foto de Feliú sonriendo triunfal en la contraportada. Se angustió al comprobar que todos eran iguales. Evidentemente, su corto alcance no podía imaginar siquiera una explicación coherente. Los arrojó con rabia.
─¡La Marquesa de Castrojeriz! ¿Esto es lo que les encanta a su círculo de amigos? ¿Difundir maldades de la aristocracia? ¡Libelos, libelos!
Me sorprendió que conociera esa palabra un tipo que pateaba libros con tanta profesionalidad. Traté de explicarle que se trataba de una ficción sobre la vida de una antigua marquesa, pero la presión del tricornio sobre las sienes le impedía cualquier razonamiento.
─¡Si es la vida de la señora marquesa son calumnias!─ explotó, contraviniendo antirreglamentariamente las más elementales normas de la lógica y la sintaxis.
Me sentí incómodo por defender un libro tan malo frente a aquel inculto uniformado. Pero él no me escuchaba; estaba fuera de sí. Para conjurar el peligro de una apoplejía, su sistema biológico de supervivencia optó por descargar la adrenalina sobrante con flexiones espasmódicas de su dedo índice derecho. La ráfaga de metralla resonó por todo el valle. Los libros de Feliú quedaron hechos migas literales.
El compañero se aproximó cachazudo y me devolvió la documentación.
─¡Bah! ─le escuché decir mientras se alejaban.─ ¡Y ni siquiera es estudiante!
Amanecía ya cuando me marché de allí. Dejé sobre la blanca nieve el destrozo de libros y, con la mano en la sien, saludé en la distancia a la benemérita que se alejaba. Después de todo, a mí jamás se me hubiera ocurrido mejor destino para la edición de Feliú.

Olduvai

Relatos FM


Tres churros


Mi padre murió cuando yo tenía 9 años y desde ese momento todos dejaron de llamarme Antonio y empezaron a llamarme Antoñito. De aquellos días guardo momentos como islotes perdidos. Recuerdo a mi abuela discutiendo con mi madre, encerradas en su habitación
-   No le digas que se ha ido, dile que se ha muerto, cuanto antes lo sepa, mejor. Engañarles duele más. Y no te pongas la faja para el entierro, que no vas a poder respirar.
Oía llorar a mi madre, sin contestar a mi abuela, gritando como la sirena de una ambulancia.
-   Abuela, ¿qué le pasa a mi madre?
-   Nada, está nerviosa... Pobre.
-   ¿Y mi padre? ¿Dónde está?
-   Tu padre se ha ido Antoñito, se ha ido... - y me estrujó contra su pecho que subía y bajaba por el llanto.
Al día siguiente me mandaron al colegio. Allí media clase me confirmó que mi padre no se había ido a ningún sitio, me dijeron que mi padre se había muerto.
-   Mira- gritaba mi vecino Raúl – yo me quedo a comedor hoy porque mi madre va a ir al entierro que es a las doce.
No sé qué me dolía más, pensar en mi padre muerto o en los sabiondos de mi clase que pusieron la alarma de sus relojes a las doce para avisarme de que en ese momento sacaban la caja. Yo me lo imaginaba como dormido, pero no sabía si en pijama o con alguna de sus camisas; a lo mejor la gente se entierra con el abrigo puesto y los guantes para que no se te enfríen las manos.
-   ¿Sabes si va a un nicho? A mi abuelo lo metieron en uno muy alto, mi madre tenía que subirse a unas escaleras cuando le llevaba flores.
-   No sé, me da igual.
El profe no me regañó porque llevara los deberes sin empezar. Estuvo sonriéndome toda la mañana y cuando me mandó leer me dijo "muy bien Antoñito" a pesar de que me salté un renglón entero. En el recreo mi amigo Álvaro negociaba con los de 5ºB que me dejaran meterles algún gol.
-   Déjalo Álvaro, hoy no voy a jugar.
-   ¿Quieres que yo también te llame Antoñito?
-   Vale, si quieres...
En el comedor todas las cuidadoras se acercaban con cara de lástima a mi mesa y me acariciaban el flequillo.
-   Anda Antoñito, come.
Y yo para quitarles un poco la pena me lo comí todo tan rápido que me dejaron salir al patio antes. Allí me esperaba Torpedo, el repetidor más macarra de 6ºA que por no aburrirse, me bajó los pantalones hasta los tobillos. Aproveché para gritar y llorar todo lo que llevaba acumulado. Fernando, el profe de Educación Física, vino corriendo y regañó de lo lindo a Torpedo, cuando se lo llevaba al banco de dirección, me sonrió y  le oí murmurar "Esto no tendría que pasarle a ningún niño".
Yo me subí los pantalones y me pregunté si lo que no tendría que pasarle a ningún niño sería lo de su padre, lo del encuentro con Torpedo o lo de mis calzoncillos de perritos comprados en los chinos.
Pasaron los días y empecé a pensar más en mi padre. A ratos era como un sustituto suyo en pequeño.
-   Antoñito, siéntate al lado de la ventana, en la butaca de papá, a ver la tele como hacía él.
Mi madre se negaba a vaciar la ropa de su armario y eso que mi abuela se empeñaba todas las tardes en que había que dárselo a los pobres.
-   Esto pronto le valdrá a Antoñito, no se lo voy a dar a nadie, algo quedará de su padre en estas ropas.
Yo veía esas gabardinas enormes y sentía como se me acababa la infancia, intentaba inflarme y crecer rápido temiendo que al meter la mano en el bolsillo encontrara piel o uñas de mi padre, pero nada iba tan deprisa, seguían valiéndome los calzoncillos de perritos.
Supongo que mi madre intentaba una vida como antes, por eso los domingos íbamos a desayunar a la churrería. Cuando vivía mi padre pedíamos dos raciones de churros para los tres. Ella se comía dos para no engordar y nosotros tres churros cada uno. Ahora mi madre seguía pidiendo dos raciones de churros, ella seguía comiéndose dos para no engordar y yo me tenía que zampar seis churros cada domingo.
También me harté de comerme el troncho de la lechuga. Hacía la ensalada canturreando, aparentando alegría y como ya no podía dárselo a mi padre...
-   Toma Antoñito, cómetelo tú ¿te acuerdas cuánto le gustaba el troncho de la lechuga?
Sí, claro que me acordaba, pero a mí no me gustaba la lechuga, ni comerme seis churros de golpe, ni tirar la basura como él lo hacía, ni esas gabardinas enormes que me esperaban en el armario.
Durante mucho tiempo, en la cama cerraba los ojos y me imaginaba que cuando los abriera, mi padre estaría mirándome, flotando sobre la alfombra de mi habitación. Apretaba los ojos, contaba hasta diez y los abría despacio. Tenía ganas de verle, pero me daba miedo pensar que se me apareciera...
Nunca iba al cementerio con mi madre, no supe hasta mucho después si estaba en un nicho alto o bajo, ni si ella tenía que subirse a una escalera para cambiar las flores.
Empezamos a ir a la churrería también los sábados y algún miércoles después de clase. Mi madre se arreglaba y hablaba mucho con el camarero. Una tarde descubrí que a los demás les cobraba dejándoles la vuelta en un platillo y a mi madre le daba el cambio en la mano, tocándola un poco mientras se miraban.
Un domingo Juan, que así se llamaba el camarero, salió de la barra y se sentó con nosotros a tomarse un café. Mi madre empezó a explicarme que a veces las personas mayores... pero yo la corté.
-   Ya, ya lo sabía – dije sonriendo y poniendo tres churros en el plato de Juan.
En casa él empezó a bajar la basura, se puso las gabardinas de mi padre y se tragaba los tronchos de la lechuga sentado en el sillón de al lado de la ventana.
Esos días sentí la pérdida de mi padre no como un sustituto sino como un hijo, una rama que pierde el tronco. Dejé de tenerle miedo a sus apariciones y le pedí a mi abuela que me llevara al cementerio y me contara cómo iba vestido cuando le enterraron.
Un día, aún no sé por qué, volvieron a llamarme Antonio.

Susana

Relatos FM

Fomingo


Era una de esas tardes de domingo o "fomingo" como las llamábamos, en pleno verano por si fuera poco. Mientras muchos amigos ya disfrutaban de sus vacaciones o, al menos, un fin de semana en la playa, a mi me había correspondido turno.
Aunque eso de correspondido, era sólo un decir, porque hace ya un par de meses que sacrificaba el reposo necesario por los pérfidos bonos de "descanso trabajado", que eran como las peores frutas prohibidas: sabía que me hacían mal, pero eran demasiado jugosos.
Además, paulatinamente mi mundo se había ido reduciendo al diario y con pánico me veía cada día más cerca de ser como mis colegas más viejos: con varias separaciones a cuestas, con sus respectivas pensiones alimenticias; con olor y hasta cara de diario viejo: un poco arrugado y amarillento.
Aunque también comenzaba a sentirme cada vez más cerca de esas insignias del periodismo nacional, que habían sido testigos de cientos de hechos que cambiaron al país –al menos de eso me trataba de convencer-.
Si bien, aún era muy joven, ya había comenzado a acumular anécdotas suficientes para encandilar un poco a las horneadas de estudiantes en práctica que cada temporada estival nos alegraban la vista y los corazones. Pero claro, hay que reconocer que no hacía falta mucho para que las jovencísimas futuras colegas abrieran desmesuradamente los ojos ante cualquier relato bien adornado con ingredientes tan exagerados y falsos que hubiesen hecho vomitar a cualquier profesor de ética periodística. Bueno, bien se sabe que el ego y la rigurosidad en los relatos son dos grandes enemigos.
Luego de revisar la prueba de imprenta de la última de "mis páginas", es decir, de aquellas en las que me jugaba cada día la posibilidad de una gran reprimenda al día siguiente, porque por casualidad, desorden en la "carrera funcionaria" y un poco, muy poco en realidad, de mérito, había alcanzado la cómoda posición de sub editor, lo que significaba que ganaba un poco más, llegaba más tarde, pero me iba mucho más tarde que los reporteros.
Debo reconocer que el ínfimo espacio de poder que ostentaba me hacía sentir bien. Aunque cuando en "mis páginas" salía publicado algún error grueso como dedo de gorila o alguna noticia que no se correspondía con la línea editorial del diario, que era la forma elegante de señalar que había hecho enojar a algún dueño o alto ejecutivo, el director me esperaba en la mañana con expresión adusta y un verdadero arsenal de ataques directos a mi calidad profesional, condimentados con los más creativos insultos que he escuchado en mi vida.
Bueno, aquella tarde, al parecer no había hecho "méritos" para ser sentado al día siguiente en el "cajón con vidrios" como nombrábamos a la ceremonia de reprimenda del director, así que guardé mis cosas en mi mochila –siempre he usado una para llenarla con objetos que no necesito y que así sufra mi espalda-, me despedí de mi jefe directo con un saludo militar, que él respondió con un leve movimiento de cabeza y una advertencia tan cotidiana como inútil: derechito para la casa.
Lo que el editor no sabía, es que en mi casa ya seguramente se estaban congregando mis amigotes para dar la última puntada a las juergas de fin de semana, de las cuales el departamento que habitaba hace un par de años era sede habitual, punto de partida y finalización de cientos de "carretes". Lo que significaba que el departamento estaba en un permanente estado de desorden y con un indeleble hedor de cantina. Costo de vida que a veces compensaba la perspectiva de brindar alojamiento "con ventaja" a alguna de las jóvenes que participaban en las fiestas.
Pensando en la escena que me esperaba, inicié el camino hacia el Metro, acompañado por el asistente de la redacción, quien debía ir a entregar las últimas fotos de la edición en la imprenta.
El junior (como anglofílicamente se llama a los mandaderos en Chile) con su sonrisa amable y un poco caballuna caminando al lado mío parecía gerente de la empresa, con su traje azul perfecto, corbata a tono con prendedor y mancuernas doradas. Siempre se dijo que había alguna viuda cariñosa que solventaba el guardarropa impagable con su sueldo –ni con el mío, por supuesto-, pero él nunca confirmó esa tesis, pero tampoco se preocupó de desmentirla.
Era extremadamente delgado, por lo que se había ganado el apodo de "He Man", en referencia a un musculoso dibujo animado que impartía justicia montado sobre un tigre que hablaba a fines de los años 80.
Caminábamos compartiendo los últimos cotilleos del diario cuando percibí, a nuestras espaldas, que se dibujaban dos gruesas figuras. Sus sombras se alargaban en el fin de la tarde, alcanzando nuestros pies, lo que me inquietó, porque el barrio se volvía solitario y peligroso a esas horas.
"He Man", menos preocupado que yo, se volteó para ver quién nos seguía.
Lo imité algo avergonzado y reconocí a dos personajes habituales del sector que se dedicaban a cuidar autos estacionados a cambio de algunas monedas, que rápidamente se traducían en alcohol.
Ambos eran gordos y de rostros rojizos por el sol y el exceso de ingesta de vino de mala calidad. Probablemente eran hermanos o parientes cercanos.
Tranquilos, seguimos nuestro camino, "He Man" hacia los talleres gráficos y yo  rumbo a la estación del Metro, ambos situados al otro lado de una de las calles más transitadas de Santiago.
Las instrucciones publicadas en los diarios murales de la empresa que editaba el diario indicaban que para alcanzar la otra orilla de ese mar de vehículos, se debía proceder con prudencia y civilidad caminando hasta una esquina cercana donde un semáforo y las líneas pintadas sobre el pavimento otorgaban una seguridad razonable. Por su puesto, nadie hacía caso de aquello y todos cruzábamos en una curva, que constituía el punto más peligroso, pero también el más corto para la travesía.
Como siempre sorteamos primero una de las vías, para refugiarnos en la diminuta isla que separaba las calzadas, antes de enfrentar el segundo tramo.
Sentí como me picaban agujas en la cabeza cuando vi el microbús que se acercaba desde la izquierda a una velocidad suicida. Alcancé a divisar la mueca de espanto del conductor casi vuelca la pesada máquina al tratar de frenar en la curva.
Giré la vista a la derecha cuando el bus pasaba por mi espalda y sentí un golpe sordo –no sé si se escuchó un segundo golpe o si el otro hombre fue atrapado sin hacer ruido-.
Por detrás del microbús salió un cuerpo doblado en 90 grados, en el sentido inverso al que se flecta una columna vertebral.
El segundo hombre fue proyectado a un par de metros por la rueda delantera izquierda, como cuando uno intenta cascar una nuez y se escapa. El microbús quedó cruzado en la calzada unos metros más adelante.
Me acerqué al segundo de los hombres caídos para ver su vivía, pero su cráneo estaba completamente deformado, sin llegar a estallar.
Un "He Man" aún más pálido de lo habitual me miró y me preguntó angustiado: ¿Voy a llamar una ambulancia?
Automáticamente le respondí: ¡Déjate de huevadas y anda a buscar un fotógrafo, que todavía alcanzamos a meter la foto en la edición de mañana!

Koz

Relatos FM


Sabed que a nadie perdono


El padre Cadaval contempló la dorada inmensidad de los campos de Castilla. Frente a él, un mar de cereales se extendía hasta donde la vista permitía, moteado solo de tanto en cuando por algún osado olivo que desafiaba con su tronco rugoso y sus hojas parduscas la monotonía cromática del paisaje. Julio agonizaba y las chicharras anunciaban con su canto repetitivo un Agosto demasiado caluroso para un foráneo en esa tierra. El sacerdote recordó con tímida melancolía las verdes e inclinadas laderas de su Cantabria natal donde el ganado a menudo pastaba más cerca de las nubes que del suelo. Allí, en esa meseta inmensa donde el calor era dueño y señor, tan solo algunas recias ovejas y algún que otro capón se atrevían a abandonar la protección de los escasos sombrajos para merodear en busca de alguna brizna que las hoces de los segadores hubieran pasado por alto.
Se enjugó el sudor de la frente con la manga de la sotana y tragó con dificultad. A su espalda, el río Bedija serpenteaba perezoso dejándose acariciar por el alegre bullicio de las mozas que hacían la colada. Las observó vehementemente, con un rastro de lascivia en los ojos que pronto reprimió. Era sacerdote, y el padre Cadaval observaba atentamente el celibato y la castidad a pesar de que la voluptuosidad y los generosos escotes de aquellas mujeres le tentaran con la endiablada fuerza de mil demonios. Musitó un padrenuestro y se encaminó hacia el monasterio.
Mientras ascendía una de las suaves lomas que conducían hacia las murallas observó cómo una nube de polvo se desplazaba todavía lejana por la llanura y giraba hacia el pueblo de Uclés. "Más presos", pensó el sacerdote al tiempo que observaba aumentar de tamaño el viejo camión Fiat mientras se acercaba al pueblo.
Hacía ya un año que la guerra había terminado, pero el general Franco seguía llenando las cárceles de España de presos que, bien por causa de las enfermedades contraídas por las inhumanas condiciones o por juicios sumarísimos al amanecer, tardaban poco tiempo en desaparecer para dejar sus húmedas celdas a la siguiente oleada de reclusos. Tantos debía haber que hasta aquel monasterio, antiguo colegio de agustinos, se había convertido en uno de los más duros penales de los fascistas en la península. El antiguo cenobio estaba cercado en todo su perímetro por  una intrincada red de alambradas de espino que, sumado a las propias murallas que éste poseía, hacían de la huida algo menos que pura ilusión; estaba vigilado por potentes focos desde las tres antiguas torres medievales que aún quedaban en pie, donde se apostaban guardias armados con ametralladoras; y por si eso no fuera suficiente, estaba la meseta: un páramo interminable de cultivos de secano donde el sol abrasaba una tierra agrietada y hostil, nada generosa para el que viajara a la luz del día, sin una sombra para cobijarse de los certeros rayos que como un Zeus terrible arrojaba el sol sobre quien osara cruzarla bajo su reinado.
El padre Cadaval pensó en los presos. No le importaba de lo que se los acusaba, ni lo que realmente hubieran hecho. Él no estaba allí para juzgarlos, sino para ponerlos a bien con Dios antes de que  sucediera lo inevitable. Sintió pena de que nadie los visitara; aunque seguro que nadie sabía que estaban allí. Él trataba de mantener las distancias con ellos dentro de lo posible, pues no era un animal sin sentimientos y, a veces, cuando algún hombre se derrumbaba ante lo cercano de su fin, aunque mantuviera el rictus de seriedad que le demandaban aquellas situaciones, no podía evitar maldecir en silencio y preguntar al Altísimo por qué consentía que cosas como esas ocurrieran. Por eso, cuando veía en la lejanía aproximarse un nuevo camión, su alma se afligía de tal modo que le temblaba el rosario en las manos y hasta perdía el apetito.
Franqueó la barrera que daba acceso al penal mientras saludaba con un breve movimiento de cabeza a los soldados de la guardia. El olor del tabaco negro de sus cigarrillos se le atravesó en la garganta seca haciéndole toser. Buscó con la mirada el acceso más rápido a la cocina para poder tomar un trago de agua fresca. Por la noche, y ya se había convertido en una costumbre desde que llegó a aquel lugar, el trago que necesitaría para dormir sería de algo más fuerte. Mientras saciaba su sed  uno de los cocineros le gritó desde detrás de los fogones: "Sáciese bien padre, que me da a mí que al amanecer va a tener carga de trabajo", grosería que fue coreada con carcajadas por el resto de gañanes que atendían la cocina. El sacerdote salió sin contestar por la puerta que daba al viejo refectorio y se apoyó contra la pared. Aquello le estaba pasando demasiada factura. Desde el primer momento supo que nunca se acostumbraría, que su trabajo era salvar vidas y no cruzarse de brazos mientras se exterminaban con total impunidad ante sus ojos, sin que nadie levantara una voz a favor de esos pobres desgraciados, sin que nadie hiciera nada por evitarlo, ni tan siquiera Él. Alzó el rostro hacia el cielo esperando encontrar una respuesta o una señal que aclarase sus dudas, pero sólo se topo con el estropeado artesonado de madera del refectorio. Allí, semi oculto por la suciedad y el humo de los incendios que ocasionaron los republicanos cuando lo arrasaron en la guerra, todavía se podían ver los bustos tallados de los treinta y seis maestres de la Orden de Santiago con sus nombres medio borrados por el tiempo y el olvido; todos menos el del maestre don Álvaro de Luna que, habiendo cambiado su busto por el de una calavera coronada, había mandado escribir de forma tajante y legible: "Vosotros, nobles varones, sabed que a nadie perdono", adoptando así la figura de la muerte como propia. El sacerdote tembló atemorizado por si en verdad era aquella la respuesta que había demandado momentos atrás.
El ocaso llegó lento pero definitivo. El padre Cadaval se fue a la cama más confundido que cansado y con el eco de aquellas palabras que había leído en el techo del refectorio golpeando en su mente. Bebió dos largos tragos de la botella de coñac que escondía bajo su cama y se tumbó cerrando los ojos dispuesto a olvidar todo lo que sabía para poder despertar al día siguiente. El sacerdote tenía la absoluta certeza de que si al despertar recordaba todo lo que ocurría en aquel maldito lugar olvidado de Dios, no sería capaz de levantarse de la cama. Una sucesión de golpes en la puerta le dio el tiempo justo para esconder la botella e incorporarse en la cama antes de que la figura del capitán Cubelos apareciese como un fantasma en el umbral. "Mañana le esperamos en la Tahona, padre. Al amanecer". El sacerdote asintió con la mirada clavada en el suelo hasta que el militar desapareció. Después, en la profunda soledad que le envolvía, el padre Cadaval se echó a llorar.
En el pueblo siempre se había conocido a la Tahona como un conjunto de edificios medio derruidos que en su día habían surtido de pan al monasterio, situados en una pequeña depresión a no más de quinientos metros de distancia de la flamante prisión. Ahora su nombre era sinónimo de muerte debido a que era el lugar elegido para ejecutar a los convictos y enterrarlos en una fosa que se iba ensanchando cada vez más. Puntual como siempre, el pelotón de fusilamiento formaba inmaculado frente a una de las pocas paredes que quedaban en pie. Frente a ellos, los condenados, sentados en el suelo, demacrados y fumando el que sería su último cigarrillo afrontaban cada uno a su manera el trágico momento. El sacerdote se auto impuso la obligación de no mirarlos a los ojos mientras les daba los últimos sacramentos. Sabía que si lo hacía estaba perdido. No lo soportaría. Debía evitar el contacto visual para no dar opción a la más mínima oportunidad de crear un vínculo con el condenado. ¡Se podía decir tanto con una mirada, con un gesto! Sentía la necesidad de decirlos que los comprendía, que sabía el miedo, la frustración y la desesperación que sentían, que él estaba de su parte, que si él pudiera hacer algo lo haría. Pero en lugar de eso, solo una ininteligible retahíla en latín, incomprensible para aquellas gentes desesperadas, salía de sus labios. Por que en el fondo sabía que todo cuanto pudiera decirles y ofrecerles era tan vano e inútil como el sacerdote que deseaba decírselo. Cuando terminó de administrar los sacramentos se hizo a un lado discretamente y rezó por la salvación de las almas de esos pobres hombres. Después oyó la voz del capitán Cubelos como una maldición inexorable: "Apunten, ¡fuego!"
La descarga casi le hizo caer de rodillas pero consiguió aguantar el tipo impelido por la cercana presencia del capitán. Cuando todo acabó dio media vuelta y se dispuso a marchar. La voz de Cubelos le detuvo. "Venga padre, que le acerco hasta el pueblo y así me confiesa usted por el camino". A la mente del sacerdote llegaron las palabras del maestre, claras, enérgicas y luchando por salir y ser escupidas a la cara del militar: "Sabed que a nadie perdono". En lugar de eso, el sacerdote bajó la cabeza y montó en el coche del capitán mientras el ruido de la puerta al ser cerrada ahogaba un frío "Perdóneme, padre, por que he pecado..."

Timbory

Relatos FM


Vengarse


Ya sé que algo me pasó, cómo no voy a saberlo, si me costó un mundo despertarme. Que no podía abrir los ojos, oía decir, pero sí llegué a hacerlo. Después alguien dijo que los tenía vidriosos, como esculpidos en cristal, y al poco empecé a ver bultos. Ahora ya veo las caras de los bultos que se mueven, y algunas las recuerdo.
¡No quiero que estés todo el día ahí, encima, encima, encima! Sé que no puedo hablar, y que aunque te lo digo no me entiendes; cada vez que apareces cerca sólo se me ocurre quitarte del medio, y como sé que ahora, estando como estoy, no se te ocurriría pegarme, te escupo lo que siempre he pensado en cuanto te me acercabas: ¡marrano, marrano, marrano! Oigo una voz que me imita, que comenta que sólo se me entiende no, no, no, eso es porque igual que mis ojos no veían y tardaron en conseguirlo, mi boca no pronuncia, también tendrá que aprender.
A buenas horas se te ocurre llorar y desesperarte, a buenas horas. Después de que me martirizaste, de que me exprimiste, ahora se te ocurre llorar. A ellos tal vez los engañes, tal vez, pero no a mí; quieres que me recupere, quieres que mejore, sí, para que vuelva a servirte, para poderme volver a torturar: ¡marrano, marrano, marrano!
Pero no has perdido la costumbre de atormentarme, te acercas y me mueves la cama, me levantas demasiado o me tumbas más de lo que estaba, si yo estaba a gusto, y confiesas, además, que lo haces con la intención de provocarme la queja, lo haces para que yo no me olvide de que sigues ahí; pena que tú sólo puedas apreciar la última sílaba y no la sepas interpretar. ¡Marrano, marrano, marrano!
Que no sabías cuánto me querías... eso sí me lo creo, me has querido mucho siempre, ¡ja!,  como le dijiste un día a tu hermano, cuanto tenía que casarse porque la Candela se quedó preñada; me has querido como se quiere a lo que se necesita, y tú le animaste: "claro que te casas, hombre, si así es mejor, que así tendrás a mano dónde desahogarte, de todas las maneras, muchacho, claro que te casas, hombre". A mí no se me ha olvidado, sobre todo aquella expresión: ni siquiera con quién desahogarte, sino simplemente, dónde. Si se te rompe el retrete, tendrías el mismo problema que ahora, marrano, marrano, marrano. ¡No te acerques! Menos mal que por aquí siempre hay gente y ya no podrás violarme; que encima me echabas en cara que no pusiera entusiasmo, después de pegarme y sabiendo que después me ibas a volver a pegar. ¡Marrano, marrano, marrano!
Necesitabas humillarme, no sé quién te creías que eras, además del amo. Querías una esclava y que encima estuviera contenta... que yo te obligaba a pegarme... que siempre me encontrabas con mala cara, con mal humor... y te ponía de malas pulgas... ¡hijo de ****, hijo de ****, hijo de ****!
Resulta que voy mejorando, he sido capaz de decir ta, ta, ta. Pero no lo entienden, te están bailando el agua, creen que me esfuerzo en mejorar cuando tú estas cerca, y vuelves a sentirte importante, tú siempre arriba. ¿Por qué me tuviste siempre en menos, por qué? Si tú ni siquiera eres capaz de hacerte de comer. Traías un miserable sueldo a casa, eso era todo.
Sí, la culpa era mía, por exasperarte, por desobedecerte, por hacer siempre las cosas al revés, sobre todo por querer trabajar fuera... ¡Quería salir de la miseria, eso quería! Ganar algo de dinero, para poderle comprar un regalo de Reyes decente a mi hija, para eso. Les compraste una bicicleta un año... bien que la echaste en cara... ¿Y para quién fue la maldita bicicleta? Para el chico, naturalmente. Querías pavonearte viendo a tu hijo pedaleando, que lo vieran los vecinos; no te alcanzaba el dinero y resolviste el problema diciendo que era para los dos, pero ella, pobrecita mía, nunca pudo más que mirarla de lejos con pena, porque a él le dejabas irse sin ponerle hora, y ella se hartaba de esperarlo sentada en el poyo, hasta que llegabas tú, como una mala bestia, y la metías en casa, que ya se iba a poner oscuro. Mira a lo que ha llegado el chico, a ser como tú, un marrano, pero con menos suerte, que ninguna mujer le aguanta: simplemente por malcomer nadie vende ya su libertad.
¿Dónde quedó mi juventud? Sepultada bajo tus insultos. Me comiste la salud y la vida. Pero lo que no te perdono, lo que nunca te perdonaré, es que encima me hicieras sentir culpable. Y encima te jactabas, que no se me olvida cómo un día le hablabas a Teo, el de la carpintería, "hay que domarlas, hombre, mantenerlas derechas como husos".
Ta, ta, ta... mira qué contenta se pone mi hija porque cree que voy avanzando, que mejoro, que enseguida hasta podré andar. Pero si yo estoy bien así, no necesito más. Ya sé lo que es morirse, muerto tengo el cuerpo y no es para tanto, no duele. Cuando se me apague la cabeza, que casi apagada estuvo no sé cuanto tiempo y fue como dormir plácidamente sin pesadillas, se acabó el sufrimiento para todos, pero ella no lo sabe, claro. Cómo va a sospechar que disfruto de este estado porque te veo sacrificado a ti. Lo que siento es que la pobre siempre tenga que cargar con la peor parte, que por ella no me quité yo del medio hace mucho, sólo por ella.
Que no me engañas, no te lo vayas a creer: lo que te duele, lo que no soportas, es tenerte que valer solo, y aún peor, comprobar que no eres capaz. Ya lo creo, que quieres que me cure, para volver a usarme, pero ahora la que no quiere volver, ni desparecer tampoco, soy yo. Cambian, cambian las cosas.
Alguien me dijo una vez que me marchara de casa, unos meses antes de llegar al borde del suicidio, pero a dónde iba a ir yo, con dos niños y sin dinero; ¿a casa de mi madre, que comían ellos de milagro? Bien lo sabías tú, canalla, canalla, canalla, Ya, ya, ya. ¡Quita de ahí, imbécil! Deja de contar que he podido decirte que no quería que me subieras más la cama. Lo único que siento es no poder explicarles a todos la verdad, que tan encantador como te has mostrado siempre de puertas a fuera, así de cruel has sido para mí.
Comprendí un día que no me dejaste trabajar porque no soportabas que yo valiera tanto como tú, y porque sabiéndote una basura, los celos te reconcomían. La verdad es que por poco que hubiera encontrado, para echarme a la cara algo mejor que tú, habría tenido que buscar escasamente. Lo que nunca sospechaste es que yo nunca habría manchado mi casa, ni el nombre de mis hijos, porque eres incapaz de reconocer que alguien sea mejor que tú. Y tú eres lo que eres, ta, ta, ta. No podías imaginarte más que cochinadas, no, no, no. Cree el ladrón que todos son de su condición. Y como tú nunca tuviste escrúpulos para irte  por ahí con cualquiera... Que no creas que me hacías daño, que una vez que me arrancaste la dignidad de otras mil maneras, el que te solazaras en la calle me evitaba a mí vejaciones en aquellas oscuras y dolorosas noches.
Pobre chica. Es extranjera. Se cree que la rechazo por eso. Maldita boca la mía, que sólo sabe quedarse con la última sílaba. La miraré, aunque parezca que lo hago con ojos de cristal. La miraré para que no se sienta mal. Quisiera mover la cabeza para asentirla, o una mano para ponerla suavemente sobre la suya, que intenta ordenarme el pelo con tanto cuidado.  Claro que ahora que ha venido ella,  tú te dedicarás sólo a presumir.
¡De eso nada! Que crean que la rehúso, que lo crean, ya encontrará trabajo en otro sitio, que en este hospital habrá más desgraciados como yo. Que crean que sólo te tolero a ti, que lo crean, que seas tú el que tenga que limpiarme, que lavarme, sin descanso. Aunque sirva para que te coronen de santo. No te daré tregua, ni de día ni de noche. Y agradeceré al destino esta oportunidad de venganza que me brinda.
Aunque es bien mezquina, la venganza. Ruin y rastrera.

Beatrice

Relatos FM


La Militar


   Mi padre, recostado plácidamente en su cátedra de cuero negro, negrísimo, miraba receloso, como de costumbre, de reojo, impregnando el aroma denso con sus ingentes ojos azules, entrecerrados, como si dormitara, forma propia y consustancial de asegurarse – él sabía de mi debilidad tremenda ante su persistente, denotada actitud inquisidora – que mis labios entonces no iban a pronunciar, murmurar siquiera palabra alguna contra sus épicos deseos. Instantes después tan solo desvió la vista tibiamente hacia el cuadro de marismas casi real que colgaba inclinado de la pared blanca y anegó por momentos mi mente una sensación de alivio acentuado, un profundo y atenuante respiro, un rasgar del yugo herrumbroso de mis entrañas. Las palabras en estos casos dejan de poseer un significado relevante, imprescindible, y un simple gesto, un suspiro, un variar del cuerpo, hace comprender las ideas.
   Miré por un momento el mar de cielo limpio y sereno, místicamente azulado, inmenso, que penetraba por el hueco de los ventanales abiertos como un puñal, la luz rutilante que provocaba innumerables sombras abstractas, puntos indefinidos, extraños, sobre el espacio rectangular. Aquel asedio de algo ineluctable enervaba mi ser de percepciones ocultas, ambiguas, sensaciones contradictorias, faltas del más mínimo sentido de lógica. El tiempo, silencioso, transcurría inexorable, flemático, con una parsimonia desesperante, ajeno incomprensiblemente a todo aquello. Del fondo norte de la pared blanca, rodeado de otros adornos, pendía asimismo, olvidado en parte, un antiguo reloj con música de piano, romántica, que marcaba las horas cadenciosamente, con un sonido melodioso y variable , breve, prendido todo de palpitaciones, profunda vida, por unos segundos, por un tiempo mínimo pero aliviador. El hedor llegaba a vaharadas, repentino, cada vez más fuerte, insoportable, nauseabundo, como algo tremendamente tétrico. Me resultaba difícil ahora, después de haberlo experimentado durante quince años seguidos, sin pausa, constantemente, día a día, oscuridad a oscuridad, el estar allí, embriagado de un silencio lúgubre y desolador, rancio y agudo, los últimos momentos. Todo en poco tiempo se había transformado en algo demasiado extraño para mí. Durante varios años había intentado mantener ilusiones, esa fábula tan repetida en mis noches infantiles y que ahora se difuminaba rauda, como una nube de humo tenue, fino y delicado. El sueño me pesaba en las sienes, era como una punzada constante, una razón que turbaba irremediablemente mis ideas. Parecía ahogarme ahora aquella sensación abrumadora, intransferible, exclusivamente mía. Traté de imaginar por un momento mi existencia lejos de allí, fuera de aquel antro que me circundaba y al que acabé venerando. Hércules, mi perro, el Colegio de los Claretianos, el paseo dominical o las tardes de papel, absorto en el buró. Llorar, ¿para qué? Los hombres no lloran me había dicho Arístides. Y yo pensé que Arístides, en el fondo, tenía razón. Unas cuantas lágrimas o lagrimones, que más da, no iban a variar para nada, en lo más mínimo siquiera, el curso inexorable de las cosas. Sabía, por otra parte, que mi padre en estos casos poseía un carácter cruel e intransigente, terriblemente frío. A veces, las atardecidas otoñales, cuando nos reuníamos todos a tomar el té en el salón, sonriente, con la taza de porcelana inglesa, importada, entre los dedos, auguraba ufano:
-   Eumenes,  irás a la Militar.
   Y observaba entonces mi cara extrañada, ensombrecida, macilenta y gélida, por momentos, como si quisiera descubrir en ella algo insólito o encubierto que jamás hubiese detectado.
   Mi padre parecía participar de las condiciones extraordinarias que me atribuía constantemente. Hablaba desazonado y reía a cada momento. Mi madre, por el contrario, daba la impresión de ser mas reservada aunque contribuía con una leve mueca al detestable ambiente que se formaba.
   He de reconocer  que mi madre siempre fue una marioneta movida por las circunstancias. No la culpo, acaso reprocharle su pasividad,  esa manera suya, conformista, insulsa, vana, de ver las cosas, de deslizarse ante los hechos. Su punto de apoyo era nulo para mí, siempre lo fue, un reflejo irreal de los instintos maternales, de los afectos de mujer, del querer al vientre. Jamás franqueó mis tribulaciones, indagó en mis pensamientos o liberó mis dudas.
   Poco a poco, sin embargo, me fui habituando a aquella cruda y de alguna manera palpitante realidad. Mi poder de decisión estaba supeditado a las razones de mi padre y mis fundamentos no adquirían nunca, según sus palabras, un grado de madurez óptimo. Las conversaciones sobre este punto fermentaban siempre en mi interior un estado ostensible de impotencia, de contenida rabia. Por primera vez en la vida estaba seguro de algo; alejarme del camino marcado. Con frecuencia no sabía distinguir certeramente entre aquellas cosas que definen un sentido ambiguo y aquellas otras que añoran los sentimientos. Mi elevado grado de inocencia entonces unido a una timidez acentuada hacían de mí una persona frágil, vacilante, un castillo de naipes capaz de derrumbarse a cada momento.
   Nereida inquiría montamente:
-   ¿Iras a la Militar, Eumenes?  ¿Iras a la Militar?
   Luego se acercaba hasta mí oprimiéndome la cara entre sus manos frías y miraba entristecida, con sus ojos demasiado brillantes.
   Nereida era distinta, sencilla, abierta, sin maldad de ninguna clase. Me resultaba confortador hablar con ella, escuchar su voz tenue, delicada, sus palabras llenas de ternura. Comprendí enseguida que ella poseía un talento extraordinario, un don especial que a mí me embargaba. ¡Cuántas veces había memorado en mis solitarios aquel primer encuentro con Nereida, todas aquellas escenas que habían pasado por mi imaginación como un deseo incontenible! La veía en sueños, corriendo alborozada entre las sendas del jardín, marcando con su voz un eco distinto y singular. En aquellas largas tardes de estío, solos los dos, entrelazados como lianas, sobre la hierba fresca, en la ribera, soñábamos en silencio. Me bastaban sus manos, su mirada de espuma, transparente y lúcida, sus ojos en los míos. Sentimientos maravillosos, jamás desvelados, muestra secreta, imborrable, a través de los tiempos, siglo a siglo, grabada en la corteza del álamo: "Me gustaría tenerte siempre"
   Algo como un escalofrío repentino me hirió en la garganta. Giré el rostro por un momento y vi a mi padre dormitando en una postura extraña, la cabeza entrecana, desarticulada, el periódico arrugado sobre las piernas cruzadas. Fuera el sol empezaba a dominar en lo alto pugnando entre las nubes multiformes y una sensación agobiante, intensa, comenzaba a denotarse allí dentro. Me incorporé cansado. Había estado tanto tiempo inmerso en mis pensamientos que el cuerpo entero me dolía. Salí al jardín. Estaba como hipnotizado. Tenía unas tremendas ganas de despejarme. ¡Qué alivio el aire fresco sobre mi cara! ¡Qué alivio sentirme lejos de todos aquellos seres inmundos! Respiré fuerte, deseoso, como si quisiera atraer por un momento a mis pulmones todo el aire del mundo. La entrada del otoño no se apreciaba aún y las hojas de los árboles se mantenían verdeantes, con su color propio y natural. Mi padre, años atrás, había mandado construir un puente de piedra sobre el regajo mayor y yo lo atravesaba para adentrarme en la ribera, huyendo de las miradas lascivas e hirientes de los demás. Allí me sumergía en el silencio y la quietud de la naturaleza. Eran días inocentes, felices, llenos de vida. Yo me daba cuenta entonces y los retenía, disfrutándolos poco a poco, hora a hora, segundo a segundo, hasta hacerlos casi interminables. Tenía miedo de los cambios que pudieran venir. Sabía que el ciclo era vital y que los hechos se sucederían uno tras otro sin remedio. Lo había imaginado tantas y tantas veces que apenas me conturbé aquella atardecida en el salón cuando mi padre, con su despótica autoridad acostumbrada me determinó inexorable el camino.
  - Eumenes, iras a la Militar.
     Me dijo aquello con una ferviente estima y una alegría inusitada como si fuera una cosa suscrita por mí de antemano. Pero bien sabía él que no era así y calló de pronto mirándome con una aguda interrogación en los ojos que demostraba además un tácito desafío, una amenaza continua. Yo silenciaba agazapado entre mis libros, intentando evadirme inútilmente de sus miradas pugnantes. Sabía de sobra cual era mi destino. Y quería llorar de rabia. Pero me acordaba de Arístides y desistía. Hasta aquella tarde en el jardín cuando mis ojos quedaron fijos en un espacio indefinido. La naturaleza evolucionaba inquieta y un viento racheado, a ráfagas, batía con ímpetu las ramas altas de los árboles. De pronto un rumor de vida se irguió como una percepción oculta y un retumbo suntuoso, sin ordenación determinada, tornó de los regajales. Luego se abrió sigilosa la puerta del salón. No me giré. Tan solo una voz grave, profunda,  como una hoja de acero, rasgó el viento.
-   Eumenes, se hace tarde – dijo.
Y un puñado de lágrimas, una tras otra sin remedio, brotó entonces desesperadamente de mis mejillas.         
Jepialan

Parlamento


Según los datos que tenemos en nuestro poder, y a falta de alrededor de 15 días para que finalice el plazo de recepción de relatos, forummontefrio tiene el placer de anunciar un nuevo éxito cultural para Montefrío. Hasta la fecha hemos recibido alrededor de 500 relatos, procedentes de los 5 continentes, superando con creces las altas expectativas generadas en ediciones anteriores. Para nosotros es todo un orgullo que un certamen literario humilde como el nuestro, en el que incluso los premios metálicos son sufragados por los propios miembros de la asociación, haya superado en participación, difusión y aceptación a certámenes con más de 30 años a sus espaldas.

Gracias  :clap: :friend: :clap:

PD: Nuevamente pedimos paciencia a todos los que aún no habéis visto publicada vuestra obra. Aún tenemos en cola más de 200 relatos.

Un saludo.
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Relatos FM


El reloj del abuelo


Querido nieto:
Después de pensarlo muy bien, a ti, que dispones de todo el tiempo del mundo, he decidido dejarte el reloj. Es mi deseo, que a mi partida, te lo entreguen junto con esta carta.
Como puedes comprobar, te lo entrego desnudo, sin oro ni diamantes. Con la experiencia, sabrás decidir entre el valor del tiempo y el de la máquina; pero para el aprendizaje, éste servirá.
Recuerda que, para utilizarlo, antes tendrás que darle cuerda. A continuación te detallo las instrucciones: 
Primero
El reloj: en este caso, se trata de un reloj de pulsera; es más barato, pero se evita el estorbo de la cadena y se ahorra el chaleco donde colgarlo. La esfera es amplia, con números claros, piensa que la presbicia es un defecto humano y no de la máquina; y su correa es de cuero, más flexible y manejable.
Segundo
Preparativos: sujeta las dos correas y extiéndelas una sobre otra hasta los extremos, de tal forma que la más larga pase por debajo del reloj y la hebilla por encima. La esfera deberá de quedar hacia arriba y los números al derecho para facilitar la lectura; si tienes dudas, se comprueba que la cebolleta esté a la diestra. Así, tal y como lo tienes sujeto, guárdalo en el bolsillo pequeño del pantalón y procura que el cristal coincida del lado interior. Eso no sólo te ayudará con las maniobras, sino que también lo protegerá de posibles golpes y rozaduras. También es importante que las correas sobresalgan lo suficiente para retirarlo sin esfuerzo. Te aconsejo que practiques un poco; mételo y sácalo varias veces, ganarás en experiencia y te aportará buenos hábitos. Una advertencia, realiza la maniobra de pie, siempre; sentado se fuerzan las correas y los pasadores, y te durarán menos. Discúlpame si no te indico cómo colocarlo en la muñeca.
Tercero
Cómo darle cuerda: antes de retirar el reloj del bolsillo, ejercita un poco las manos, con el calentamiento adquieren más habilidad. La cebolleta es pequeña y los dedos son gordos y cada vez más torpes; razón ésta por la que no se le debe dar cuerda con él en la muñeca (existen otras, como la de no permitir que nadie te encadene, ni siquiera el tiempo, pero más personales). Es más práctico que sostengas el reloj con la mano izquierda, de manera que puedas ver las agujas (acuérdate de la cebolleta en el lado derecho); coloca el pulgar sobre ella y el índice por debajo, los restantes dedos mantenlos separados, donde no estorben. Antes de comenzar, extrae un punto la ruedecita, uno sólo; tiene otro, pero es para ajustar la hora (algunos, más modernos, ya cuentan también con la opción de cambiar de día). Acto seguido, presiona las estrías del artilugio y gira de derecha a izquierda según el tiempo que necesites. Unos quejidos, apenas perceptibles, serán los que te confirmen que la maniobra es correcta.
Obra con cuidado, cuantas más vueltas le des a la cebolleta más le estrujarás el corazón, y los sufrimientos son más intensos cuando son innecesarios. Con veinticuatro horas al día tendrás más que suficiente y el reloj te lo agradecerá.
Con todo mi cariño.
El abuelo

Ronsel

Relatos FM

La Vernganza


Aparecía  en la plaza polvorienta y soleada de El Puerto la desfigurada forma del capitán Martirio, el famoso, en otros tiempos, guerrillero, arrastrando su "doliente humanidad", como decía doña Flaminia Congote viuda de Góngora. 
         Al atravesar el lisiado el parque en busca del toldo de viandas de Misiá Herminia, lo hacía con la costumbre de perro cebado y recibía las sobras que la ventera le colocaba en un plato de peltre en el suelo.
         El capitán Martirio se confundía con gallinazos y perros que daban cuenta de los desperdicios que carniceros y venteras botaban al lado de los toldos.
         El calor era hostigante. Se le conocía como El Puerto de la Virginia, porque en otras épocas fue atracadero de barcos cuando el río tenía caudal.
         Doña Flaminia era la única persona en El Puerto, que tenía como costumbre darle al capitán Martirio los sobrados. Ella, la caritativa, que había quedado viuda porque el marido  había sufrido secuestro y  muerte por la guerrilla;  la criticaban, por lo que consideraban un ablandamiento, de corazón, con el exguerrillero.
         La historia del guerrillero, capitán Martirio, según la leyenda, comenzó en el año de 1950, por bandidos al servicio de uno de los partidos tradicionales. Llegaron los bandidos a una finca y masacraron a toda una familia que se dedicaba al trabajo del campo.  Sólo se salvó un muchacho de quince años que se escondió en un matorral, y desde allí vio como violaron a la madre y a sus hermanas.
         El muchacho huyó al monte.  Y a partir de ese día lo acompañó un terror que jamás lo abandonó; vagó por diversos pueblos, hasta que un día vio a uno de los asesinos de su familia y lo siguió y le dio muerte a cuchillo.  Días  después, vió al mismo asesino vivo.  Para el muchacho era un imposible, pues él estaba seguro que le había quitado la vida.  Pensó que era una aparición, como muchas de esas historias que le contaba la abuela.  Decidió volver a matarlo y así lo hizo, pero el hombre volvió aparecer a los pocos días, el muchacho comprendió en su entendimiento, que cualquier hombre era un  asesino en potencia. 
         El muchacho conoció al famoso bandolero Jalisco, que operaba en el Departamento del Tolima, se unió a los bandoleros y se quedó con el sobrenombre del capitán Martirio, porque le encantaba torturar a las víctimas.
         Se unió a la guerrilla.  Ya  viejo, dejó su oficio de guerrillero y eligió como lugar para vivir El Puerto, donde se dedicó a la venta de pescado.  Su figura se hizo cotidiana.  Prendía un tabaco para espantar el enjambre de moscas que andaba a la caza de lugares para colocar los huevos. 
         En un amanecer, encontraron al Capitán Martirio tirado frente a las puertas del hospital sin piernas y en un charco de sangre con un letrero que decía:  "Capitán Martirio, guerrillero, hijo de ****, te arrastrarás como un gusano..."
         El rencor de El Puerto se despertó de manera violenta al saber que el amputado era guerrillero; apodado Capitán Martirio.  Cuando apareció días después, arrastrando penosamente su cuerpo mutilado, recibía insultos y golpes. Los niños le tiraban piedras, los borrachos salían de las cantinas y se orinaban en él.  El párroco tomó cartas en el asunto y promulgó pecado mortal para todo aquel que insultara al Capitán Martirio.
         Lentamente, como sucede con las cosas y asuntos de los hombres, la gente de El Puerto se acostumbró a convivir con quien había sido el verdugo de muchos.
         Al sargento Gallo, Comandante de El Puerto, le dolió la condición del  Capitán Martirio, y lo remitió tirado como un bulto, en una volqueta a una población vecina, para que dejara de sufrir las vejaciones y maltratos de la gente del Puerto.
         Tres días más tarde hizo su aparición a la entrada del pueblo el Capitán Martirio.  Volvió a tomar el puesto de mendigo en la plaza al lado de otros pordioseros.
         Un día cualquiera el sargento Gallo se emborrachó y encuelló al capitán Martirio y le dijo: "al amanecer te cuelgo y te lanzo al fondo del río, para no verte sufrir".
         Mientras tanto en El Puerto, Doña Flaminia viuda de Góngora, seguía preparando sus famosas confituras.  Era la mansión de la viuda un lugar pleno de fragancias por las esencias que se esparcían en el aire cuando en las pailas de cobre recibían los condimentos para dar el tono exacto de caramelos, colaciones, batidos y otras maravillas que hicieron famosa a doña Flaminia. 
         La mansión de la viuda poseía una atmósfera de tradición:  pues allí se habían alojado, en épocas de elecciones, los candidatos, de uno y otro partido, a la Presidencia de la República.
         Vivía como residente en la casa de la viuda el Dr. Botero.  Doña Flaminia era feliz de tener como huésped al  médico, director del hospital de El Puerto.  La matrona mantenía entre mimos y atenciones exageradas al doctor.
         La anciana no recibía huéspedes, pero el doctor "necesitaba de un hogar tranquilo, con paz, sin extraños inquilinos que perturben su intimidad". 
         Doña Flaminia era tan rica que nadie sabía calcular el monto de su fortuna; eso de vender viandas en la plaza y atender al doctor Botero, lo hacía como una manera de justificar los días.
         El primero de noviembre, día de todos los muertos, apareció el mutilado exguerrillero muerto, debajo de un puente.  El sargento Gallo, mandó a que lo enterraran de inmediato, pero el director del hospital, ordenó practicar la autopsia al guerrillero, según lo determina la Ley.
         El doctor Botero dio su tajante concepto:  "Mi Comandante,  el exguerrillero, conocido como el Capitán Martirio, fue envenenado" y se fue para la mansión de doña Flaminia a ducharse con agua fría. Luego  pasó al comedor donde doña Flaminia, como siempre, lo acompañaba a la charla de sobremesa.
         -Señora –preguntó el doctor- ¿quién en este pueblo pudo haber envenenado a ese pobre hombre?
         Doña Flaminia, sin darse por enterada de la pregunta, amasó un bolo de picadura y lo apisonó en la pipa con un tabaco que había sido curado con hojas de parra, zumo de manzana y unas goticas de ron cubano.  Encendió la pipa y luego de lanzar una voluta dijo: "Doctor, usted es un niño que no conoce la vida.  La vida no es el cuerpo que el médico abre y tasaja todos los santos días.  Tal vez usted, no sabe que ese guerrillero, conocido como el Capitán Martirio, secuestro a mi esposo y luego lo mató.  Usted nada sabe de esos hechos, porque usted no había nacido, y la violencia aquí viene desde principios del siglo XX. El que envenenó a ese guerrillero tenía sus razones.
         Replicó el Dr. Botero:  "Lo que hizo ese guerrillero fue hace unos veinte años.  Ese hombre ya había pagado sus crímenes".
         Doña Flaminia respondió con suavidad:  "Hay cosas, que no se pagan con el fuego de la eternidad ni con la justicia humana Doctor, cada persona tiene sus razones para hacer lo que hace.  Recuerde, que cualquier persona es capaz de cualquier cosa, y es por esto que siempre decimos: ¡No, es imposible! Pero claro que sí, y ¿para qué está la realidad?,  para demostrar que todo es posible".  Esta frase la remató doña Flaminia, con un resplandor de satisfacción, algo así como la mirada de un ángel vengador.

Leo Von Hiena

Relatos FM


El descubrimiento de Diethel  Hamilton


   La práctica del tatuaje está muy extendida. El hecho de imprimir en el cuerpo diseños tan variados, exóticos e indelebles, a base de frotar pigmentos sobre heridas punzantes de convierte para muchas personas en todo un ritual. En la actualidad, el arte ha degenerado y se ha transformado, pues solo se emplea como ornamentación, pero el tatuaje ancestral, de tradición, tenía grandes poderes sobrenaturales. Por ejemplo, un sencillo diseño espiral tatuado en las nalgas de un guerrero le permitía ver si alguien le seguía.   Otros diseños protegían a distintas partes del cuerpo contra la enfermedad, aumentaban la fuerza muscular, protegían contra la brujería y otras prácticas ocultas.
   Los marineros han conocido desde tiempos inmemoriales el poder de los tatuajes. Un ancla tatuada en el brazo impide que un hombre quede a la deriva si cae por la borda, mientras que las palabras HOD FAST ("agárrate fuerte"), tatuadas letra a letra en los nudillos evitan que uno caiga de lo alto de un mástil. Estas y otras muchas tradiciones, creencias y demás han existido a lo largo de los tiempos y algunas perduran en algunas partes del mundo donde se concede mucha importancia a los rituales y leyendas.
   El resto se limita a utilizar el tatuaje domo un adorno más, un capricho, una apuesta, etc.   Diethel Hamilton, científico norteamericano de ascendencia alemana y afincado desde hace cinco años en París, ha descubierto algo revolucionario a cerca de los tatuajes.
   Un descubrimiento que tal vez sea la "piedra angular" que pueda llegar a suponer la solución definitiva nada menos que a enfermedades hematológicas tales como la leucemia, la hemofilia o P.T.T. (púrpura  trombocitopénica).

   Diethel Hamilton, ha padecido el mismo esta última enfermad; su organismo se quedó casi sin plaquetas sufriendo al tiempo pérdida total de cabello, afonía y dolores musculares además de otras muchas anomalías derivadas de esta enfermedad  que aparece inexplicablemente no debiéndose a ningún factor determinante ni siquiera genético. Diethel Hamilton hombre dado a experimentos y con una gran curiosidad por todo, investigó a través de varias fuentes los poderes de ciertos pigmentos y aunque le pareció algo arriesgado por los componentes que él mismo elaboró, decidió aplicárselo y comprobar en sus propias carnes los efectos de la "pócima". Tales productos no surtirían efecto si no era directamente aplicados en la piel por lo que Diethel convencido de que el descubrimiento podría tener algún efecto positivo, se hizo tatuar en diversas partes del cuerpo estratégicamente pensadas, diferentes dibujos de formas geométricas. El resultado no se hizo esperar y después de transcurridos apenas dos meses, Diethel estaba totalmente recuperado de su enfermedad y con energías renovadas. Su cabeza se volvió a poblar de cabello, restableció el nivel apropiado de plaquetas en su organismo, recuperó la voz normal  y se tornó fuerte y vital como era antes de contraer el P.T.T.
Diethel Hamilton, ha decidido que este descubrimiento tiene que servir a todo aquel que padezca algunas de estas enfermedades como le ha valido a él, en su país natal ya es conocido y también en Francia donde reside, pronto tendremos la suerte de contar con esta valiosa aportación en España y por supuesto que aunque la práctica del tatuaje no sea del agrado de mucha gente ante la posibilidad de curar una enfermedad de la sangre, nos apuntaremos la mayoría, al fin y al cabo hay sistemas para borrar los tatuajes, cuando se quiera  y en especial los que utiliza Hamilton ya que están hechos con pigmentos especiales que pueden ser borrados  cuando se quiera y sin dejar rastro.
   Tenemos la satisfacción de que Diethel Hamilton nos haya concedido una entrevista para explicarnos como ha llegado a profundizar en la práctica del tatuaje y derivado de ello hallar una solución a un problema importante de salud.
-   Enhorabuena Sr Hamilton, por este fabuloso descubrimiento y ojalá consiga el Premio Nobel por tan importante hallazgo.
-   Gracias, gracias, - responde satisfecho Diethel Hamilton, antes las palabras del reportero.
-   Lo cierto es que mi curiosidad era morbosa. Había dos caminos. Ganarlo todo o perderlo todo. Esto se debe a lo siguiente: en el momento que me apliqué mi propio invento, no sentía deseos de seguir adelante. No me importaba vivir o morir, todo me daba igual, así me lo jugué todo a una carta y me dije: Diethel, apuesta por lo que has descubierto. Si sobrevives habrás hecho algo bueno por la Humanidad y si no ocurre eso, ¡le dejas el lugar a otro! ¡aquí ya te han visto! ¡adelante y no te amilanes! ¡no pierdes nada! ¿la vida? En este momento... ¿qué más da?
-   Sí, pero Sr. Hamilton, es un viaje sin retorno... ¿no lo pensó?
-   Sí, pero me sentía sin fuerzas para seguir, había llegado a un punto de amargura y angustia vital extremados.
-   Y ahora, ¿cómo se siente después de salir vivo del experimento y haber logrado algo tan importante?
-   Me siento un hombre nuevo
-   Pero ¿por qué dice que podía correr peligro su vida?
-   Porque los productos que utilicé para mi tatuaje no son inocuos, tienen las dos caras de la moneda. O te curan o... te rematan, depende como responda tu organismo.
-   Entonces... ¿cualquiera no podrá beneficiarse de ellos?
-   No, efectivamente... ahora tengo otro reto por delante. Descubrir la forma de que ese mismo tatuaje sirva para curar a cualquier ser humano.
-   Todo un reto, Sr. Hamilton.
-   Sí, efectivamente todo un reto. Pero es lo que me motiva. Los grandes retos, yo nunca tengo problemas. Tengo retos y metas a las que llegar. Me lleven a donde me lleven. No entiendo la vida de otra forma.
-   Gracias Sr. Hamilton por concedernos unos minutos de su valioso tiempo.
-   Gracias a vosotros, ¡ah! Y no uséis mis tatuajes hasta que yo de, el visto bueno, -rió divertido.
-   Por supuesto... Es muy arriesgado y yo no quiero morir tan joven, me quedan muchas cosas por hacer.
-   Está claro, sobre todo te queda el entrevistarme a mí cuando te pueda decir que: a partir de ahora mis tatuajes son para curar y también para adorno.
-   ¿Qué dibujos emplea?
-   Hay muchos que me gustan pero sobre todo elijo los que tienen que ver con la representación de la paz como palomas, shantis y muchos otros.
-   Eso está muy bien, es lo que necesitamos: Paz.
-   En efecto, ese es mi objetivo: Que la salud y la paz vayan de la mano
-   Muchas gracias  de nuevo y quedamos a la espera de esa, segunda parte del descubrimiento.
-   Pronto tendréis noticias mías, os lo aseguro.

Calíope

Relatos FM


El hombre del cine

( Las historias se descubren ) el autor


Era una mañana clara como un eterno sueño, el hombre del cine caminó hacia su cuarto, había pasado unas noches sin dormir. Aquellos días eran extraños, hacía unas cien noches que había vuelto de un viaje, pero esos tiempos extraños sucedían como potros de un cielo de míticas estatuas. El hombre estaba un poco loco, ya hacía mucho que habían decretado que era único en esa ciudad de San Diego. La ultima película que vió era de unos médicos asesinos. Era casi fin de año y el hombre del cine ,como todo el mundo lo llamaba, partió una vez mas hacia la estación, perdería su ultima  carreta hasta que la eternidad de la muerte lo atrapara hacia el infinito. Entró al cine y miró todo el espacio que lo rodeaba, estaba solo en medio de un ritual que ya llevaba unos diez años mas o menos, era el ultimo hombre de San Diego esa ciudad perdida en medio de Estados Unidos. Una mujer entró, le dijo:
-   Señor, usted terminará esta etapa del viejo cine  " Las Vegas". Luego demoleremos este lugar para levantar un edificio moderno de 30 pisos.
Era una mañana clara y despertó, se dió cuenta que estaba en un cine y que se llamaba Carlos Martín,  la película terminaba justo cuando el estaba semidormido. Salió del cine y caminó por una calle angosta, luego vió como el tren paraba. 
Pasaron unos soldados, miró el cartel que decía: "Próxima parada San Diego",  al bajar del tren se dió cuenta que una mujer lo seguía.
- ¡ Señor!  Disculpe, ¿ Usted es el hombre del cine?
-Le ruego que vuelva ya que está caminando hacia el pasado y le recomiendo que no vaya tan deprisa.
Carlos Martín fué hacia el cine en medio de la ciudad San Diego en el año 1975 entró en el cine y observó a unas mujeres con niños, se acercó a una chica, ella  estaba abrazaba a su novio.
-  Disculpe, señorita, ¿ Usted como se llama? .
-Marina, le respondió.
- Una pregunta, ¿Que película pasan hoy? 
-Señor no me moleste estoy con mi novio, la señorita volteó la cara.
De pronto se dió cuenta que había una persona conocida en unas manos con un anillo, pero la luz se apagó.
Las espadas se cruzaban frente a sus ojos, miraba de reojo a la multitud de gente pero no reconocía a nadie. Luego de la función caminó hacia una casa rosa en medio de un descampado. Tocó la puerta y un señor apareció, era un carpintero que lo miró de arriba abajo. Entonces reconoció el rostro de su padre que según el tendría su misma edad, el carpintero  le preguntó:
-   Señor, ¿Que desea?. En este momento estoy cambiando los pañales a mi hijo con mi mujer; Carlos no dijo nada.
-    Pero disculpe creo que tiene algún parecido a alguien de mi familia.


Retrocedió temeroso, se dió cuenta que estaba en su pasado como en una película de terror, la vida o el destino le jugaba algo siniestro, pero siguió caminando por una calle
de San Diego, poco a poco vió pasar todo el pasado frente a sus ojos. Entró en un café y tomó un papel que le pidió a un mozo del bar y consumió un té con un pedazo de pan con azúcar, comenzó a escribir una historia que es la siguiente:
Había un cine en medio de un lugar Junto a un río de Europa, todos los fin de semana pasaban películas y allí iban los intelectuales de toda la ciudad. En el cine se daban las de Hollywood. Allí iba un grupo de amigos a mirar...
Carlos dudó si seguir con la historia, estaba nervioso, el pasado y el presente se juntaban
Por eso salió del bar se dirigió a un puente que daba al río de San Diego, quería escapar del pasado; pero, ¿Dónde estaría la salida?, como ya no sabía hacia donde ir. Se dirigió hacia una iglesia, era donde alguna vez había entrado vestido de blanco con su novia.
Al transponer la puerta sintió algo raro, la fachada de la iglesia estaba derrumbada y así siguió caminando, todo al su alrededor estaba destruido. Continuó hasta que llegó a la entrada de la ciudad y vió el cartel que decía  10 kilómetros hasta San Diego.
Al tomar la carroza sintió que estaba liberado a su lado estaban dos niños con una pareja. La carroza surcó un trayecto extraño hacia un castillo que se divisaba cercano a lo que podría ser su futuro. Pero de pronto la carroza paró en medio de un descampado.
Y ante su mirada estaba un cielo inmenso. Era la entrada a un lugar extraño. En la puerta había un cartel que decía: "Museo del cine de Nueva York".  Entró y no había nadie, todo estaba en penumbras, era un lugar hermoso pero silencioso. Advirtió una galería de cuadros llenas de fotos, miles de fotos frente a sus ojos, y comenzó a mirarlas, sus lágrimas cayeron de a poco. Eran todos los momentos de su vida, Carlos Martín regresó a su presente con una mano en su bolsillo, frente a la estación y subió al tren, ese tren fue cruzando varias ciudades que poco a poco se transformaron en lugares conocidos, luego cuando el tren paró, al bajar, vió una anciana que abría una puerta de una casa. El hombre del cine tranquilamente cruzó la ciudad y muy despacio entro a una casa, cuando se durmió, una chica lo estaba despertando, diciéndole:
-Señor, la película ya ha terminado, y al salir del cine, sintió como la pareja se alejaba abrazados frente al horizonte de San Diego.

El Conde

Relatos FM


La magia de la Navidad


La estrecha calle estaba cubierta por un espeso manto de nieve, dejando entrever los adoquines color salmón. Las diminutas tiendas estaban decoradas con luces doradas, rojas y verdes y con árboles llenos de pequeñas figuras de vivos colores. La dulce melodía de los villancicos se escapaba de los altavoces que colgaban de los árboles, volando con el viento de comienzos de invierno. Una niña de cabellos color azabache y luceros de un intenso verde manzana, caminaba de la mano de su padre. La pequeña estaba escondida bajo un abrigo y una bufanda punto y sus manos estaban cubiertas por pantuflas de piel. Su nariz estaba tiznada por una capa de tonos rojizos y rosados y tímidas pecas color caramelo. Su padre tenía un abrigo marrón y sus orejas estaban tapadas por un caliente gorro de lana. Padre e hija caminaban a paso lento, observando cada una de las estrellas que coronaban los árboles de la calle. La fría brisa acariciaba sus rostros, besando sus mejillas con ternura y susurrando secretos a las ardillas que saltaban de rama a rama dejando caer copos de nieve con sus esponjosas colas.
- ¡Papi! ¡Mira!- exclamó la niña soltando la mano de su padre y corriendo hacia uno de los escaparates.
Un enorme árbol de Navidad estaba iluminado con luces plateadas, cual gotas de rocío rodando por sus hojas verdes. Bolas de diferentes colores y tamaños colgaban de las ramas formando un llamativo arco iris de rosas, violetas, azules y blancos. Ángeles de cabellos dorados y figuras de los Reyes Magos se escondían tras las luces de color plata, sonriendo a la niña que los observaba con sus gigantescos ojos. Rodeando el árbol había paquetes envueltos en brillantes papeles de regalo. Trenes de juguete, osos de peluche, muñecas y juegos de mesa mostraban sus colores con alegría, descansando sobre los enormes paquetes. La pequeña no parpadeaba, sus ojos seguían fijos en los cientos de colores y elementos navideños.
- Es muy bonito, Lucía. Cuando lleguemos a casa tenemos que decorar nuestro árbol de Navidad, será tan bonito como el de esta tienda y en lo alto pondremos la estrella dorada que te regaló a abuela el día de tu cumpleaños.
- Papi, es precioso. ¡El osito de peluche me encanta! – dijo señalando un oso con un lazo de cuadros verdes y rojos alrededor del cuello.
- Está bien – dijo su padre al mismo tiempo que observaba su reloj de cuero negro – tenemos algo de tiempo, así que podemos echar un vistaza.
- ¡Gracias! – Lucía se lanzó a los brazos de su padre y pronto los dos se perdieron en la tienda, engullidos por la música navideña y las luces del árbol.
Un rato más tarde Lucía salió de la tienda con una bolsa de papel en su mano derecha y seguida por su padre. Los dos continuaron caminando con calma, sin dejar de prestar atención al resto de escaparates. La niña se paró delante del antiguo teatro, que ya había cerrado sus puertas al público hacía muchos años. Un hombre de piel oscura estaba sentado en uno de los escalones de la entrada, acompañado de dos perros y un cachorrillo. Sus piernas estaban tapadas por cartones y mantas rotas por la lluvia y el paso del tiempo.
- Papi, ¿por qué ese hombre está en el viejo cine? – preguntó Lucía mirando a su padre.
- Cariño, hay personas que no tienen una casa como en la que nosotros vivimos. Su único hogar es la calle, mi vida – explicó con ternura.
- Pero papi, en la calle hace mucho frío y en invierno la nieve es muy fuerte. Eses señor está solito y si no tiene una casa los Reyes Magos no le van a poder dejar ningún regalo debajo del árbol – sus ojos estaban cubiertos por una fina capa de lágrimas y su voz era pausada y triste.
Lucía caminó hacia el edificio de piedra que había sido tan popular en otros tiempos y se paró enfrente al hombre de tez morena. Agarrando con fuerza su bolsa, alzó su otra mano en el aire y acaricio con delicadez al solitario hombre. Con dulzura y sumo cuidado, abrió la bolsa de papel y sacó el osito de peluche, posándolo en el regazo del hombre.
- ¡Feliz Navidad! – exclamó con alegría, dedicándole una amplia sonrisa.
- Feliz Navidad – susurró el hombre con lágrimas rodando por sus mejillas –. Feliz Navidad.

Vagalume

Relatos FM


Voces Fantasmales


—Elinor —me llamó una voz tras de mí. La hierba acariciaba mis tobillos y el aire, puro y fresco inundaba mis pulmones—. Elinor —repitió.
Me di la vuelta lentamente al notar aquella sombra que me nombraba con insistencia a mi espalda. Justo cuando alcé los ojos para verle la cara el cielo se tornó oscuro, las nubes negras lo plagaron todo y los truenos comenzaron a resonar a mí alrededor.  Unas oscuras y frías manos me agarraron la garganta. Boqueé intentando no ahogarme mientras los dedos que aquella sombra ejercían presión en mi cuello. Mis manos no eran capaces de agarrar sus antebrazos y cada vez que lo intentaba los atravesaba como si fueran bruma. La hierba bajo mis pies se convirtió en lodo, que me fue tragando poco a poco mientras aquel desconocido me arrebataba el aliento a cada apretón que daba.
—No —gemí incorporándome en la cama. Estaba empapada de sudor y la brisa que se colaba por la ventana me heló la sangre—. Maldita Lily.
Mi hermana pequeña había estado haciendo una sesión de espiritismo con sus amigos del lado oscuro, como yo los llamaba, a pesar de que la imploré que no lo hiciera. Yo tengo mucho respeto a los muertos, ella no. Salté de la cama y cerré la ventana, hacía una noche azulada fuera pero la pesadilla me carcomía por dentro y las manos aun me temblaban. Cogí el móvil con su tenue luz y anduve hasta la habitación de mi hermana para comprobar si ella también estaba asustada, pero no pareció ser así. Roncaba a pierna suelta con la sábana enredada entre su cintura y su pie derecho. En un impulso egoísta, me acerqué y le susurré al oído para despertarla, no soportaba sentirme sola e indefensa.
—Lily —dije muy bajito—. ¿Has sentido eso?
—¿El qué? —gimió ella mientras se limpiaba la babilla que se había quedado pegada a su almohada.
—Esa sensación, ¿no la notas? —pregunté preocupada.
—¿Notar el qué? —estaba más dormida que despierta.
—He tenido una pesadilla. Alguien quería asfixiarme  —las rodillas comenzaron a temblarme, las sujeté con mi mano mientras que le enchufaba la débil luz del móvil a Lily en la cara.
—Seguro que es el coronel Larrington —la miré horrorizada ¿Quién era el coronel Larrington?
—¿Quién has dicho? —la zarandeé para que no me dejara sola en aquel piso oscuro.
—Es el espíritu con el que hemos estado hablando los chicos y yo. Este edificio antes era un hospital y él murió aquí. Ahora estará cabreado y querrá venganza.
—Pero...— Lily se giró y se tapó la cabeza con la almohada—. ¡Lily!
Esto no me podía estar pasando. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral de arriba abajo y noté la sensación inequívoca de que alguien me estaba mirando. Me giré lentamente hacia la puerta de la habitación de Lily con intención de desenmascarar a quien hubiera, podía notar su respiración a mi espalda, ahí había alguien más. El miedo se apoderó de mí, había comprado aquel piso hacía casi un año y mi hermana se había mudado temporalmente para ayudarme a pintarlo, remodelarlo y hacer la mudanza. Estábamos solas, deberíamos de estarlo. El ambiente se tornó frío a pesar de estar en pleno agosto y quise rezar para que al girarme no hubiera nadie allí pero la oración no lograba salir de mi garganta. Tragué saliva, estaba a punto de verlo y cuanto más me giraba más tenía ganas de orinar. No podía seguir con esta incertidumbre, me giré rápido para encontrarme con lo que más me pudo asustar de este piso. La oscuridad nocturna.
Suspiré aliviada, estaba alucinando. Tal vez el coronel Larrington no era un fantasma vengador que quería matarme, tal vez ni siquiera existiera pero no podía evitar sentir unos pinchazos muy fuertes en el estómago provocados sin duda por la tensión.
Anduve hasta el baño para descargar todo el líquido que había bebido antes de acostarme. Solía leer un capítulo de algún libro para conciliar el sueño y mientras leía daba unos tragos a la botella de plástico llena de agua que me acompañaba allá a donde iba. Mis pies desnudos besaron la madera del pasillo que me conducía al baño y tras de mí la madera gruñó. No un gruñido normal y corriente, sino como suele hacerlo cuando alguien la pisa. El cuerpo se me quedó rígido por la tensión, ¿por qué venía a por mí el coronel? Había sido Lily la que le había provocado, no yo.
—¿Hay alguien ahí? —pregunté con voz temblorosa mientras apretaba el móvil con fuerza. Me giré a toda prisa iluminando, con la poca luz que emitía el móvil, aquel pasillo tan angosto. Nada, ni el más mínimo rastro de nadie.
Iba a darme la vuelta cuando una sombra se deslizó por el comedor. Corrí tras ella intentando explicar el por qué de aquel suceso, pero al llegar solo encontré la puerta de la terraza abierta. La brisa se colaba por ella y las cortinas dibujaban ondas similares a las del agua. Ya estaba bien por hoy. Caminé a paso rápido hasta el baño y una vez dentro cerré la puerta y me planté en el váter para soltar todo lo que tenía dentro.
—Elinor —gimió una voz en el pasillo. La madera del suelo comenzó a crujir y supe que ahí había alguien—. Elinor —repitió la voz más cerca esta vez. Las rodillas me temblaban de tal forma que parecían maracas, la respiración se me agitó de tal modo que comencé a hiperventilar, los gemidos de angustia y terror salían de mi garganta como un eco en mitad de la noche—. Elinor –dijo la voz tras la puerta. Iba a morir, el coronel Larrington iba a matarme.
Esperé, puesto que no tenía por dónde escapar. El picaporte se movió lentamente hacia abajo y las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. Iba a morir a manos de un coronel fantasma al que había enfadado mi hermana pequeña. Me agarré a la taza del váter en la que estaba sentada y cerré los ojos intentando no ver lo que me esperaba. La puerta se abrió y tras un breve momento de silencio me decidí a abrir los ojos.
—Elinor —un rollo de papel higiénico apareció ante mí—. No queda papel —dijo Lily con voz dormida antes de darme el rollo y volver a la cama.

Esther Galán Recuero

Relatos FM


La Rubia de Kennedy


Si vas por Avenida Kennedy y ves una rubia de abrigo de piel blanco haciendo dedo, no la lleves. De lo contrario, la señorita se pondrá a gritar y llorar antes de desaparecer fantasmagóricamente de tu auto. Este caso explotó y se hizo popular en 1979 con decenas de denuncias en la comisaría de Las Tranqueras. Un año antes, una chica había muerto tras una cena con su pareja,  en un accidente automovilístico en dicho sector, en las esquinas de Avenida Kennedy y Gerónimo de Alderete ¿Coincidencia o no?. El diario "La Segunda" afirmó que un familiar de la víctima, había llamado para ratificar el hecho: La mujer era Marta Infante que trabajaba en la Corporación de la Madera, y murió el 8 de agosto de 1978.
Una de las versiones de la leyenda de "La Rubia de Kennedy", del folclor chileno urbano contemporáneo. 


Corría 1979 en Santiago de Chile, y Verónica, novia errante y bruja se aparecía y desaparecía por las esquinas de Kennedy, entre Américo Vespucio y  Gerónimo de Alderete. De ahí los diarios la apodaron "La rubia de Kennedy". Por las esquinas de la avenida Kennedy, entre Américo Vespucio y  Gerónimo de Alderete. Francisco se encontró con Verónica, y se enamoró de ella, pero le contó que su padre le quitaba sus novias, entonces Verónica no fue a la cita, y de esta forma, se ve a un conductor errante que maneja un Chevrolet Opala rojo buscando a una joven alemana.

Munir

Relatos FM


Nunca supe su nombre

-"La vi, me enamoré, nunca supe su nombre, pero fue el gran amor de mi vida".


Siro siempre tuvo una vida  triste y solitaria. Salió, a los siete años, de su pueblo olvidado de la Alcarria para estudiar, con los frailes Capuchinos, en un colegio de Valencia. Era la única oportunidad que tenía de ser alguien, por eso sus padres lo convencieron, a pesar de ser el menor, para que se marchara. Si en un futuro  decidía  no tomar los hábitos ellos no se opondrían, lo único que deseaban era su bien.
Por los doce años que pasó bajo el amparo de los frailes, sus padres no tuvieron que dar ningún dinero, pero a Siro le costó muy caro. Abandonar su pueblo, los amigos, la familia  fue muy duro. El niño tuvo que renunciar, de un día para otro, a muchas de sus querencias: el azul cambiante de sus montañas; el olor y sabor del pan recién hecho untado con miel; el murmullo del río al caer por la cascada;  los besos de su madre, el pellizco en la mejilla de su padre; las confidencias de los hermanos mayores, a escondidas; las escapadas con sus dos mejores amigos a cazar ranas; las miradas de su prima, que le hacían sonrojar...
Llegó al colegio traumatizado, como gran parte de sus compañeros. Cuando se sentía desfallecer, pensaba en las palabras de su madre: que aprendiera todo lo que pudiera y que, aunque estuvieran tan lejos y solo se vieran una vez al año, siempre lo llevaban en su corazón; sin embargo, estas largas ausencias  puede dejar marcado a un niño de por vida. 
Por otro lado, Siro era un ser muy permeable, por lo que los constantes mensajes de rigidez moral, de la negación de la sexualidad, el ver a las mujeres como la antesala del infierno, seres tentadores y pecaminosos, la censura de los actos más cotidianos, hizo que su carácter fuera cada día más introvertido.
Cuando  decidió renunciar a la vida monacal, en su interior se produjo otra fractura, volvía a quedarse completamente solo. No se planteó regresar al pueblo, allí no quedaba nadie de los suyos, los padres habían fallecido, familiares y amigos de la infancia habían emigrado a las grandes ciudades. Una vez más, sentía cómo todo se quebraba dentro de sí sin poder volver a unirlo.
Un fraile, al verlo tan perdido, le aconsejó que opositara a la administración civil del Estado y,  poco tiempo después, obtenía una plaza de auxiliar en Madrid.
Su puesto de trabajo estaba en Moratalaz, pero vivía en Atocha, por lo que todos los días utilizaba el autobús en sus desplazamientos. Su vida era monótona, apagada y no se sentía con ánimos para cambiarla. Le costaba intimar, sus compañeros lo habían comprometido,  alguna que otra vez, en una cita a ciegas, y el resultado siempre  era nefasto. Un sudor frío le recorría todo el cuerpo y una timidez extrema le negaba poder articular palabra, nunca pasaba del segundo plato.
Un atardecer, mientras Siro miraba extasiado, a través del sucio cristal del autobús, el contraste de las nubes rojizas en el cielo azul, descubrió, en un parque recién inaugurado, a una mujer sentada en un banco. El corazón empezó a palpitarle con un sentimiento totalmente nuevo. Las tardes siguientes, siempre la divisaba en el mismo sitio. Los días ya tenían sentido para él, se conformaba con sólo verla.
Después de un mes, decidió que de esa semana no pasaba el hablar con ella, en el calendario había marcado en rojo el viernes para dar el paso. Lo que nunca se imaginó es que  su jefe de sección lo llamara, a su despacho, dos días antes. Éste le comunicó la orden de un cambio temporal a Alcalá de Henares. No podía oponerse. Lo habían seleccionado porque era el único que carecía de familiares a su cargo. Otra vez el destino machacaba sus entrañas, otra vez los hados se confabulaban para que nunca  pudiera encontrar la felicidad.
Los meses empezaron a correr, pero cada día que pasaba, idealizaba más a la mujer del banco. Durante todo el tiempo, pedía y rezaba todas las letanías y oraciones, que le enseñaron los frailes, para que a su vuelta siguiera allí.
Los seis meses se convirtieron en tres años y cuando por fin recibió la confirmación del traslado no cabía en sí de alegría.
A su regreso repasó una y mil veces cómo la abordaría, qué tema de conversación sería el  adecuado, cómo se haría el encontradizo sin llegar a ser maleducado, qué pasaría si ella resultaba muy tímida, cómo enfrentaría la situación si la mujer lo rechazaba de plano y cómo viviría la hora siguiente si sus vidas se separaban definitivamente. Sabía que le gustaba estar en el parque al atardecer porque siempre que pasaba en el autobús la distinguía a lo lejos; así que se preparó concienzudamente para ese instante: iba arreglado pero de manera informal; compró un sencillo ramillete de flores y cogió un libro.
El otoño estaba recién estrenado. A las siete todavía se podía pasear y no hacía mucho frío. Al bajar en la parada del parque, su corazón le dio un vuelco, miró hacia el banco donde solía sentarse y no la vio, luego se percató de que la vegetación había crecido a su alrededor y apenas se veía una parte de la espalda. De nuevo la esperanza volvió a sus venas. Tuvo que respirar profundamente cinco o seis veces y, cuando se tranquilizó, repasó rápidamente todo el plan.
Por fin iba a conocerla, por fin tenía la oportunidad de acercarse a otro ser solitario, porque estaba seguro de que ella era también una persona invisible para la sociedad, en la que nadie repara. Cuando apenas le quedaba sortear el árbol que la tapaba  pensó en dar marcha atrás,  que todo era una locura, que iba a hacer el mayor de los ridículos, que después de eso no iba a tener la más mínima oportunidad de recomponerse, pero no, no podía retroceder, debía ser valiente por lo menos una vez en la vida. Tenía derecho a ser feliz, a encontrar un ser hecho a su medida, a unirse a otra persona, aunque no la encontrara muy agraciada. Se conformaba con que fuera amable.
Al  terminar de dar los pasos que la separaban de ella, el ramillete, así como el libro, cayeron al suelo. La mujer añorada, idealizada, deseada durante estos tres últimos años no era ni más ni menos que una bella escultura de bronce que, a través del tiempo transcurrido, había sido maltratada y pintarrajeada por vándalos.
Siro se postró de rodillas ante ella y susurrándole al oído, mientras acariciaba su bello rostro, le dijo:
-"No  temas. A partir de ahora ya no estarás sola, yo te cuidaré".

Elia