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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM


Lunes de Pentecostés


                 Como una sombra silente y misteriosa, santo Dios, cuánto calor en este bochornoso verano andaluz... Y las nubes de plomo, allá arriba, amenazando tormenta... Ella, menuda, guapa, viuda, vá y viene, el calor, la fatiga, pelo largo, silencio en la basílica del Rocío y la carátula del tiempo y los recuerdos que se agolpan en la mente y no la dejan vivir.
                Una gota de vida es ella en la mañana... Sube al templo, cúpula dorada, arquitectura colonial, norma, canon y regla, módulos clásicos, vidrieras jaspeadas con milagros de la Virgen del Rocío, reminiscencias y manierismo del siglo XIX, mamposterías, confesionarios de madera taraceada, símbolos obispales, retablos apretadísimos de figuraciones, sillería almohadillada, girola, cajonería tallada de la sala capitular, terracota, cristales policromados, tallas lapidarias... La muchacha acerca su mano a la pila bendita, el agua está fría, como la escarcha, como el hielo... Unos ángeles heridos escapan por la ventana, por la cripta abovedada, letanías, vidrieras multicolores, sombra y silencio...
                 Toca Juana Castro su medallita de la Virgen  y se santigua, desde el altar al prebisterio y la mujer rica, carne de Marbella y muslo de seda, que se arrodilla ante el altar de la Virgen del Rocío , bronce en la cara de playa caribeña y ribetes de hacienda jerezana, genuflexión, perdona a tu pueblo Señor, mea culpa, mea culpa, estrella de David, Virgen de los Afligidos, Señora de los Pobres...
                 Reza ante el altar de la Reina de los Cielos, la mujer, con su boca aterciopelada, con su piel canela... Un silencio sin horas invade el templo, vidrieras jaspeadas, tallas lapidarias, confesionarios de madera taraceada... Juana Castro habla con la Virgen...
                 "" Tú sabes bien que mi Curro era lo que más quería. Trabajador como ninguno... Tenía sus defectos, que era mujeriego y jugador... Pero nunca me pegaba, no señor... Que decía siempre que para él lo primero era su Virgen del Rocío, después su profesión de banderillero en la cuadrilla de Javier Conde y después su mujer...¡Maldito animal...¡ Que lo mató el toro Burlador en la Maestranza de Sevilla y sus últimas palabras fueron para pronunciar mi nombre...
                ¡ Juana, Juana, que me muero...¡ Yo besé su cuerpo y lo lavé como hizo la Magdalena con el cadáver de Cristo... Yo compré los perfumes más caros y coloqué junto al ataúd la medalla de la Virgen del Rocío... Yo me vestí de luto de la cabeza a los piés y maldije mi suerte... Y el dolor se me enroscó en la cintura y subió por mi garganta y me golpeó en las sienes...
                 La mujer rica, con su guirnalda de oro y su muslo de paloma, reza junto a Juana Castro, chiquita, viuda y sola, mea culpa, mea culpa... Fuera de la basílica, la tormenta  se desata y la lluvia juguetea en las vidrieras de colores... Juana Castro, llora desconsoladamente, muy cerca, casi al lado de la rica hacendada, color de bronce y perfume caro, zapatos abotinados, anillos de oro en la mano, llora rota, como en un torrente, queriendo imitar a la lluvia que cae sobre la plaza...
                De pronto, dobla la rodilla y se santigua, mea culpa, mea culpa y maldice en silencio, a aquel encierro asesino, en la Maestranza de Sevilla... Y los recuerdos acuden a su mente... Boda con Curro Torres, viaje de novios a Madrid y después el paro, la miseria, la fatiga, los hijos... Cuantas veces tuvo que ir Juanita a trabajar al campo para recoger la fresa de Moguer y Palos y cuantas veces sintió en sus carnes la discriminación laboral, los sueldos de miseria, después de una jornada de trabajo de sol a sol...Una música celestial camina entre las entretelas de la memoria, es música de jazz, espirituales negros, Areta Flankin, montaña perecedera, soledad dormida y como sintió Juana el espiritu de venganza, mea culpa, mea culpa... ¿ otra vez la música de jazz? swing, música en cuatro tiempos, orquestas de Harlem, fuerte glisando, concierto de amor para Juanita Castro, Jimmy Smith y West Montgomery, blues, cada año en Doñana la Primavera enciende los tallos de las plantas y la savia circula por los rugosos troncos, con un impulso nuevo, mea culpa, mea culpa, la Marisma es belleza,
espirituales estilo Nueva Orleáns, trompeta, trombón, clarinete, contrabajo, guitarra, banjo, orquesta de Charlie Parker y Dissy Gillespie, cuando los santos ván de marcha, oh happines... que su Curro era lo que más quería y ahora ella está sola, con los hijos a cuestas, refugiada en Almonte, la tierra donde nació y que tiene la iglesia más bonita del mundo, refugiada en su altar mayor, recordando su pasado de mujer campesina, lo dura que era la vida, recogiendo el dulce fruto de la fresa en los campos de Palos y Moguer, en Doñana las nubes malva y oro han formado un cerco alrededor de la luna y las estrellas semejan ojos que nos observan con su mirada parpadeante, mea culpa, mea culpa, abejorros libando en los panales y ahora el luto eterno y la música de jazz, , Duke Ellington al piano, clarinete, trombón, contrabajo, ayuda a tu pueblo Señor, lirios de la tarde, que a mi Curro lo conocía desde pequeño y juntos jugábamos por las calles de Almonte, crisantemos y cactus, aleluya, aleluya, atardeceres rojizos por los valles ¡ cuanto sufrimiento Virgen mía...¡ voluta de humo de los sueños, mágica marea del delirio, gozosa penumbra, salada claridad, música de jazz, sufrimiento de una raza atormentada y dolorida y la muerte que conduce a cualquier parte, Virgen de los Afligidos, et in excelsis Deo y la vejez irreparable y la urgencia del asfalto y de la prisa, pechos de paloma, espigas infinitas, volverán a perfumar las flores en las largas veladas estivales y mi Curro pudriéndose en esa tumba ¡maldito burlaco asesino...¡ que ni dinero me quedó para blanquearla y él me dijo ¡... quiero morir en el Rocío, Juanita, que no me lleven a una clínica... quiero morir junto a los piés de la Blanca Paloma...¡ es esto un sueño, un mal sueño Virgen mía, tú sabes que dos veces a la semana me sentaba en el confesionario y desde la muerte de Curro no he vuelto a confesarme, yo pensaba que había llegado la felicidad a la tierra, mis sueños de cantante de jazz se perdían en las entretelas del recuerdo y allí estaba mi Curro muerto, muerto ante mis ojos doloridos, parecía que se había quedado dormido, Juanita, mi vida,  adormilada en la basílica, entontecida por el bochorno de la tarde, Juanita no sabe a donde ir, que partido tomar, que será de su vida, la poesía de la marisma florida estalla, en las cercanas dunas del Guadalquivir, el paisaje multiplica sus encantos y los limites del horizonte parecen esfumarse envueltos en los vapores celestes, mea culpa, mea culpa, Juanita, Juanita, que me muero, no me digas mi amada, que mis besos de amor rompen el velo, los recuerdos, Madre mía, los recuerdos, volverán los pájaros cantores, donde la tierra me ciñe y me limita, arenales, desierto, sudor y lágrimas, que buen mozo mi Curro, con su caballo altivo y su traje campero...

                  Juanita Castro, recuerda cuando conoció a su marido, un Lunes de Pentecostés, cuando las carretas inundan la Romería del Rocío, en Doñana, al contraluz de la tarde, se divisa el astro rey, que parece querer culminar su fantástica cabalgada, mea culpa, mea culpa, candelas, polvo del camino, trajes de faralaes, rezos monocordes, promesas a la Virgen, cantes por sevillanas, mea culpa, mea culpa, el ambiente esta cargado de misterio, los pájaros cantan, los cucos lanzan sus gritos y una fauna multicolor( venados, jabalíes, linces, mangostas, zorros, flamencos, garzas, nutrias, águilas...) viven el encanto misterioso de la noche...
                 El cura, sotana negra, gesto misericordioso, prosigue su letanía:
                                                                                                                               ""Que-
ridos hermanos, porque el Rocío es el monumento a la fé y a la esperanza en la marisma almonteña... Cuántos hombres y mujeres han venido a los piés de la Virgen del Rocío, para lavar sus culpas...""
                 Solitaria, atormentada, perdida en el silencio de la basílica ,polvo, rezo y soledad, Juanita, viuda, joven, guapa y pobre, sabe que el ayer no volverá... La tormenta ha cesado y el murmullo de la tarde todo lo invade...
                 El cura, ajeno a lo que le rodea, monótono, monocorde, sentado en su trono, sigue musitando entre dientes:

...Señora de los humildes...
¡Ora pro nobis¡
...Señora de los afligidos...
¡Ora pro nobis¡
...Señora de los desamparados...
¡Ora pro nobis¡
...Estrella de la mañana...
¡Ora pro nobis¡
...Patrona de Almonte....
¡Ora pro nobis¡

                  Juanita Castro, camina sin rumbo por las arenas desiertas, por la inmensa explanada que circunda la basílica...

                 ""... Curro, que haces... no me toques, aquí en las arenas, no, Curro no, que puede vernos la gente... Curro, deja mis pechos, no seas loco...""

                 Huele a incienso y espliego, a marisma y sal atlántica, a perfume de mujer rica y un órgano lejano entona su melodía, música de jazz, espirituales negros estilo Nueva Orleáns, Duke Ellington al piano, vocalista Juana Castro, mea culpa, mea culpa, agujero del olvido, reloj de piedra y una mancha en la lejanía es ella, la viuda de Curro Torres, polen de un verano sin retorno, un verano que ha dejado caer sus lágrimas de amor sobre la basílica del Rocío, et in excelsis Deo, Juana, Juanita Castro...¡

Argos

Relatos FM


Sobre la sombra del flambloyan


La sombra de un árbol es un lugar idílico para sedar los sofocos y retozar durante toda una eternidad...
Él, un as de la sensualidad, un rey del erotismo muy codiciado, se murió más solo que un perro. Pero un nutrido grupo de mujeres audaces y decididas logró hacer de sus exequias fúnebres un evento multitudinario. A ellas les importó un pepino que las malas lenguas las vistieran de limpio por asistir al funeral vestidas de luto. Decidieron, con lágrimas sentidas y sonrisas picaronas, dispersar sus cenizas sobre la sombra del flamboyán.
Sebastián López Ruiz peinaba algunas canas antes de dejar este mundo. Se convirtió en la luz que clareó las existencias deslucidas de muchas mujeres; de cuantas lo cataron; de cuantas lo soñaron. Todas, sin excepción, se lo disputaron. Todas suspiraron por sus carnes, deseándolas de palabra, obra u omisión.
Su fama traspasó los límites geográficos del lugar donde nació. A pesar de su edad, ya cerca de los cincuenta, de él se aseguraba que aún tenía mucho carrete por delante, casi tanto como pelo le falta al que narra esta historia. Mentiría como un bellaco si se me ocurriera afirmar que fueron muchas las mujeres que pasaron por su cama. Porque en verdad fue él quien pasó por las camas de los dormitorios de muchas mujeres, por las de las habitaciones de hoteles y fondas. Eso sí, sin temor a errar el tiro, puedo afirmar que por su corazón, contenedor para el amor, pasó solo una mujer, con la que soñaba de noche y de día.
Sebastián López Ruiz fue un hombre que desprendió en su comportamiento ese aroma distinguido que imita con solvencia la fragancia que desprenden las maderas nobles y avejentadas que duermen el tiempo de los justos en las bodegas con más solera, y que se ocupan con la sabiduría de los años que atesoran en sus vetas de la crianza de los vinos más ilustres. En realidad, fueron, y siguen siendo, muchas las mujeres que pensaban, y piensan aún, convencidas de ello, que el cuerpo de Sebastián López Ruíz era en sí como una bota de vino, pues ellas depositaban en él, con sumo mimo y hasta perder el aliento, sus deseos más recónditos, y de él salían satisfechos, tanto como las ilusiones del viticultor cuando descubre, al escanciar con la venencia un vino por él elaborado, que sus expectativas se han visto recompensadas con creces.
Es tal la leyenda que gira en torno a la figura de Sebastián López Ruíz, que aun hoy, pasados ya algunos años desde su óbito, sigue sin existir mujer alguna, dominada por apetitos carnales por sosegar o vicios por saciar, que no se sienta atraída por él. Todas saben, o intuyen, que él está siempre ahí, al alcance de la mano, su espíritu dispuesto en todo momento para colmar los deseos y pasiones más insospechadas, incluso para cumplimentar las ternuras más precisas. Y todo ello, como así ocurría en vida de él, y siendo esto lo mejor de todo, sin la necesidad imperiosa de pronunciar palabra alguna o de que medie el amor en los encuentros, que aun hoy los hay; ni tan siquiera es obligatoria la presencia de una simple mueca de cariño.
Lo cierto y verdad es que muy pocas mujeres, en realidad solo una –la que él amó de por vida-, mostraron la entereza necesaria y suficiente como para sustraerse a sus encantos, a esa tórrida luz que ellas adivinaban en su mirada, siempre candente como siesta de verano, y que todas percibían, con la ansiedad voraz del deseo, como apoteósica e infinita, pues pensaban que nunca dejaría de transformarse en tropical en cuanto la pasión entrara en juego espoleada por el erotismo, que el erotismo en sí no es más que un simple juego de los sentidos puestos al servicio de la exploración de las sensaciones más placenteras, las que acontecían, sin género de dudas, en cuanto todas y cada una de las fibras musculares de los cuerpos femeninos se tensaban al reconocer sobre ellas las caricias de las manos de Sebastián López Ruíz, las mismas que, con idéntica destreza a la que exhiben las manos de un invidente al palpar los rostros para realizar un esbozo mental de ellos, avivaban los sentidos, las emociones y, por qué no decirlo, también los sentimientos, para esculpir un momento inolvidable sobre la piel, ya fuera esta tersa o fruncida.
En confesión, muchas de las mujeres que se fueron a la cama con él compararon ese instante sublime con el disfrute de un baño de sol de mayo sobre un campo de hierba recién cortada tras una lluvia pertinaz, con el que rompían sus largas y persistentes sequías de goce. Otras afirmaron que encamarse con él era como asistir en desnudez de cuerpo y alma a un cambio glorioso de luz, a un tránsito imperecedero desde las tinieblas hacia un espacio abierto y radiante, y que al final las dejaba a la sombra que irradiaba, durante las siestas de canícula aplastante, el flamboyán en flor, árbol majestuoso que presidía la soledad de la campiña. En definitiva, que todas ellas, cuando se abrazaban al cuerpo de Sebastián López Ruíz, disfrutaban, con los cinco sentidos en estado de plétora, de unos minutos con los que ellas adquirían, en propiedad inembargable de sus espíritus, la noción indiscutible de lo que era, o significaba, la felicidad suprema, pero también la discreción absoluta, porque de los labios de Sebastián López Ruíz nunca salió no ya una sola palabra sino ni una vocal o consonante que pudiera poner en entredicho el honor o decencia de cuantas mujeres tuvieron a bien demandar sus servicios, plenos de imaginación y magia, y los disfrutaron, o de las que los pretendieron y se quedaron con las ganas, que no todas las que a él se acercaron vieron colmadas sus ansias y deseos.
Así, puedo decir a los cuatro vientos que todas las historias que vivió Sebastián López Ruiz quedaron encerradas entre las cuatro paredes donde acontecieron, y digo entre las cuatro paredes porque nunca accedió a consumar sus servicios en otro lugar distinto a una habitación de muros a plomo; nada de coches, ascensores u otros lugares más indecorosos, cosa que le pidieron, casi suplicaron, numerosas mujeres.
Nadie que tenga un mínimo de decoro y honestidad podrá afear su recuerdo o echar sobre él infamias. Porque es de justicia destacar de él que aunque al decir a qué se dedicaba, <<Soy gigoló>>, se quedaba más fresco que un político cuando incumple una promesa electoral, jamás soltó prenda o detalle alguno referente a su... trabajo, el que muchos le envidiaban. Y eso para él no era mentir; simplemente significaba callar, algo que sí le recriminaron los recelosos, quienes decían de él barbaridades, porque la pelusa es muy mala y se sentían insultados por su silencio y caballerosidad, ya que a falta de tener su capacidad amatoria, se hubieran contentado con saciar no ya sus ansias sexuales sino sus apetitos de chismorreo. Lo único que se le oyó decir en una ocasión, durante una noche idéntica a la que fue abandonado por el amor de su vida, es decir, en una noche de borrachera tan profunda como noche sin luna, fue que las mujeres que hasta él se arrimaban como clientas no hubieran pensado gastarse el dinero en hombres como él sino en guardaespaldas para quitarse de encima a todos los moscones que se habrían acercado a ellas dispuestos a dejarse pisotear por sus tacones de aguja; nunca más se escuchó otra cosa sobre el asunto.
Sebastián López Ruiz no tuvo un cuerpo serrano, ni las facciones de un Adonis; eso sí, era muy resultón.  Cuidaba con esmero, y horas de gimnasio, el cuerpo que Dios le dio; supo sacarle todo el partido posible a sus músculos y huesos. ¿Podría decir que extrajo petróleo de una piedra? Sí, podría decirlo sin sonrojarme. Pues bien, a pesar de que no fue un mancebo de facciones tocadas por el ala de un ángel, su éxito como amante desmedido, depositario de las maneras de un lord inglés y de un verbo fluido y ameno, corrió por valles y montañas. Pero lejos de lo que muchos puedan imaginar, en realidad, él procedía con las mujeres más que como un semental como un psiquiatra para sus cuitas, o como un enfermero para sus males, o como un orador contra la soledad que las atenazaba, casi como un bufón contra las tristezas que acuciaban a las mujeres que hasta él acudían, detalles que si hubieran sido conocidos por cuantos le envidiaban habrían despedazado, sin paliativos, el encanto de lo que se codicia aún a sabiendas de que es inalcanzable, pues, en el fondo, Sebastián López Ruiz disfrutaba menos de su... oficio de lo que los demás le suponían.
Cuando me avisaron de su muerte fui corriendo a su casa. Su cuerpo ya estaba frío como el mármol. La escena, lejos de ser dantesca, desprendía cierto aire de romanticismo. Permanecía abrazado a la foto de su primer y único amor, una joven larguirucha y pelirroja que se desentendió por completo de él, abocándolo al vicio que él convirtió en profesión. Sobre las sábanas de la cama había desperdigadas cientos de perlas con forma de lágrima. Lo extraño fue que descubrí en su lagrimal una que estaba aun saliendo. Presentaba un color nacarado, un brillo deslumbrante y una textura gelatinosa. Al tocarla, se desprendió y se solidificó, adquiriendo el mismo aspecto perlado que tenían las demás. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Entendí lo mucho que había tenido que sufrir amando a una sola mujer y entregándose a cientos de ellas.
El funeral fue un tanto insólito, casi histórico: La iglesia no fue capaz de albergar a toda la  multitud, en buena parte compuesta por mujeres llegadas de distintos lugares, que acudió a darle el último adiós a Sebastián López Ruiz; no cabía un alma. Con mis propios ojos vi cómo muchas mujeres pasaron la noche en vela, al relente en las puertas del templo, a la espera de que se abrieran para coger un asiento en las primeras bancadas, las más cercanas al lugar donde colocaron el féretro. Ninguna de ellas prestó atención a rezos u homilía. Todas ellas estaban como ausentes, inmersas en sus particulares pleitos de penas y recuerdos, en los que estallaban sin cesar los suspiros ahogados con los que trataban de recomponer sus pesadumbres. Entonces ya andaban echándolo de menos con un desgarro sobrecogedor; echando en falta su voz, su olor, el sabor de sus labios, el tacto de su piel, su mirada... Todas recordaban la tranquilidad, el trance en el que entraban cuando las manos de Sebastián López Ruíz inspeccionaban sus cinturas, el éxtasis que alcanzaban cuando sus lenguas, cálidas y húmedas, se entrelazaban, cuando sus brazos las estrechaban, entonces sus cuerpos preparados para fundirse en perfecta armonía. Ninguna pasó por alto cómo se erizaban sus cuerpos, cómo se entrecortaban sus respiraciones cuando él accedía a sus peticiones, momento en el que estallaban sus nervios hasta ver colmados los deseos más perentorios y las pasiones más imperantes. Todas realizaron aquel ejercicio de evocación sin despegar sus miradas del ataúd, todas en un estado de inconsciencia profundo, creídas en que estaban siendo poseídas por última vez por Sebastián López Ruiz, las velas de la iglesia como si fueran las que a él le gustaba encender por decenas para consumar los encuentros eróticos.
Ahora circula una fábula increíble. Dicen que han visto a un grupo de mujeres desnudas deambulando por la campiña. Nadie ha aportado una sola prueba fidedigna de ello. Pero yo sí que puedo afirmar que es cierto, porque soy el confesor de esas mujeres. Sin romper el secreto de confesión, porque solo hablo del pecado y del objeto del mismo sin nombrar a las pecadoras, proclamo que se revuelcan desnudas en el lugar donde esparcieron las cenizas de Sebastián López Ruíz, sobre la sombra del flamboyán.

Cruz de los Panaderos

Relatos FM


Retrato


Yo era alba, y blanca y pura, etérea, infalible, candorosa a la luz del verano de aquel paraíso artificial de hormigón y ondas saladas predispuestas bajo aquella carnaza roja, marrón, carbonizada y sudorosa que desfilaba rozándome por delante, detrás, encima y debajo, el periodo estival era el contexto, la playa, la miel y nosotros, las moscas. Mi vestido níveo zozobraba de un lado para otro, era la placidez del sol. De las vacaciones. Mi abuelo me vigilaba bajo una palmera, evadiendo de vez en cuando sus ojos acristalados hacia el infinito, hacia aquella isla que se estiraba como una galga abierta al horizonte. Habíamos subido a la escalinata más alta del mirador, una construcción que simulaba un castillo mediterráneo, trufado de rocas y mármoles de tonalidades literarias. Yo y mi vestido corríamos presos del alboroto, intentando buscar un hueco para contemplar el punto exacto en el que el cielo y el mar se confundían, cada uno con sus secretos. Nubes y olas, arrugas y sales, vaivenes que azoraban mi vestido, mi niñez. Me apoyé contra la barandilla, abrazando al infinito con mis brazos, los ojos cerrados, sin saber que un día sería poeta y mujer. Mujer y poeta. Recuerdo ese instante porque nunca se es tan libre como cuando se es niño de consciencia recién adquirida, o lo que es lo mismo, se sabe que uno es niño y se disfruta la libertad de serlo y poder recordarlo de anciano, como si a partir de ese instante, de esa manzana caída, de ese diario que se abre, cada página que se escribe cuenta, se hace perpetua, queda grabada en papiro, yo me acuerdo de aquel segundo congelado, sin pasado ni futuro, allí colgada, con doscientas bifurcaciones hacia las que virar y todavía, sin ninguna prisa por hacerlo.
   –Ten cuidado o te caerás.
   La mano de mi abuelo siempre cercana, un ángel guardián con garantía, reposaba sin pesar sobre mi hombro, compartiendo conmigo el azul interrogante e inacabable de Darío. Ése que se escondía en ánforas deliciosas y duermevelas, en sensualidades de labio de princesas y que a mí me hipnotizaba en sus desvíos más verdosos, más confusos hacia ese impenetrable que rugía y me salpicaba.
–¿Qué hay debajo de este mar?
–Todo lo que tú quieras.
Tomaba mi mano en borrador y señalaba mis líneas inacabadas, ondas desechas, demasiado jóvenes para cuajar, inexpertas. Mi abuelo vislumbraba el mar en mis manos tiernas. La vida desconocida que latía en mí, que ya estaba allí, esperando para enloquecerme con sus profundidades, con sus cantos de sirena, de tantas sirenas.
Sería ya tarde, porque cada vez se aglomeraba más gente, más vendedores ambulantes, más idiomas desconocidos. Yo quería pasar por la plazoleta de los pintores, la que estaba al lado de los puestos de bisutería barata y ocasional que atraían a los extranjeros por su maestra imitación de pendientes de caída arábiga, siempre pasábamos por allí, todos los años, y un estirón a la camisa suelta de mi abuelo fue suficiente. Un chelo lacrimógeno envolvía a los artistas en la bohemia más absoluta alrededor de ese olor a yodo y arena tostada, adquiriendo el cariz no de postal, sino de estampa sagrada. Había dos virtuosos de la acuarela, empapelados en láminas de paisajes y barcas, una docena de caricaturistas en gradación, desde los más amables a los más crueles, siempre aturullados por la presencia de mirones y pueblerinos que hacían cola para llevarse a casa su reflejo reduccionista y esperpéntico. Un grafitero exhibía el poder del aerosol sobre unas planchas en las que imprimía el nombre adolescente de aquel que estuviera dispuesto a pagarlo. Y en el ostracismo de una esquina, los retratistas se dividían en dos bandas urbanas, carboncillo y pastel. Muy pocas veces había visto gente posando sentada en la silla de los retratos, siempre veía a los pintores esforzándose por trasladar fotografías al lienzo, en este caso la magia del directo no atraía al público. Cada año había deserciones pero también nuevos fichajes, más jóvenes, más ancianos, hombres, mujeres, pero siempre, puntual, inamovible, estaba ella, Marie. Yo no tenía equipo de fútbol, pero sí predilección pictórica por aquella mujer de coleta rubia, que escondía su mirada inconformista y creadora bajo unas gafas de montura al aire y coronaba su cabeza con sombreros atemporales. Marie. Sabía su nombre por la firma de las obras que tenía expuestas, unos retratos de perfección enfermiza. 
–Si alguna vez me hiciera dibujar, lo haría con ella.
Solía decir mi abuelo cada verano en un condicional sin fecha de caducidad, a mí nunca me habían retratado, y tampoco era algo que me suscitase mucho interés, yo disfrutaba más viendo a Marie delinear verso a verso unos ojos de niña sobre su caballete, perfilando las pestañas sinuosas, trabajando el reflejo de ese iris que brillaba más que nunca en blanco y negro, desentrañando la personalidad de esa muchacha para imprimirle ingenuidad o malicia a esas pupilas que se estaban gestando entre sus dedos. Me sentaba en el suelo, a pocos metros de su estudio ambulante y observaba silenciosa y fascinada cómo hacía perder su virginidad a ese papel blanco que se entregaba a ella a cambio de unas monedas, cómo se estremecía cada poro de ese carboncillo cuando se escurría en movimientos que escrutaban la delicadeza y pericia de quién ya se ha dejado caer por innumerables cuerpos. Marie tampoco solía trabajar con modelos, salvo en un par de ocasiones, siempre la había visto dibujando a partir de una representación. Esa tarde-noche, cuando llegué acababa de terminar el retrato adonis de una joven que dejaba caer su pelo en cascada sobre los hombros, una melena clara y frondosa, los labios acoplados en una recta sobria y seria y los ojos ocultos tras unas gafas oscuras. Extraño retrato que encubría la identidad de esa desconocida tras la penumbra que tatuaba sus párpados. Marie firmó en la esquina inferior derecha y lo colocó en su panel de exhibición. Yo me acerqué curiosa y atrevida para contemplar mejor el enigma. La artista se dio cuenta de mi fisgoneo y me bosquejó una sonrisa.
–¿Qué ves?
–La oscuridad... del mar. –respondí sin dudar. Marie, que pareció satisfecha con mi metáfora, no dijo nada, se volvió hacia su caballete y empezó a  afilar unos lápices al ritmo vertiginoso y atacante que el violonchelista imprimía a la suite nº1 para chelo de Bach. Sentí la presencia de mi abuelo en el claroscuro que estaba detrás de mí.
–Mi nieta la tiene a usted como su favorita.   
–Su nieta tiene mucho que ver todavía.

Hace años que dejé de ponerme aquel vestido blanco, se me quedó estrecho y perdió lucidez y movimiento, las tormentas, la infelicidad del tiempo que me ha vuelto algo más lúgubre y corruptible, más opaca y turgente, compleja y con algún error de más. Creo que lo guardé en alguna caja, junto a la pila de mis poemarios inéditos. El retrato de Marie, en cambio, sigue colgado en mi cuarto, abuelo, nunca pensé que al final te decidieras a inmortalizar  tus ojos acristalados, esos que no cogen cataratas con el paso de los años, azul inacabable, azul incansable, azul mediterráneo, los miro y veo todo, todo lo que yo quiero ver.

Daniela Arusa

Relatos FM

El Hombre que murio tres veces


Si quisiera una historia increíble, pues sólo tengo que hurtar algo de la realidad que nos rodea, y en este caso la experiencia policial peruana nos es muy útil para graficar el hecho que a muchas personas les agradan las historias macabras `ficticias`, pero se sorprenderían si supieran que todo lo que un escritor pueda inventar bien podría tener una fuente real. Ese es mi caso, ya que de conversaciones con un familiar policía la verdad me dejo estupefacto por lo fácil que la vida se convierte en una tragicomedia.

Era una de esas noches cuando mi tío policía patrullaba con su compañero en su vehículo, un auto algo desvencijado por fuera pero adaptado por ellos mismos para cualquier persecución en nuestra ciudad. Iban por la avenida panamericana, conversando sobre el último partido de la selección y mientras se encontraban despotricando hasta del jardinero del estadio por los resultados adversos lo vieron, estaba en el carril externo de la carretera, cabeza abajo y con señales de no haber muerto hace no más de un par de horas ya que aun no estaba hinchado ni despedazado por ningún lado, estaba así, simplemente muerto.

No lo tocaron puesto que era esa función del fiscal de turno para el levantamiento del occiso, pero pudieron ver que tenia trazas de haber estado bebiendo por el olor que despedía a licor barato (en esas campañas publicitarias tan costosas de `no beber y manejar a la vez` deberían agregar algo así como `ni tampoco camines por una avenida borracho`, creo que sería muy útil), acto seguido procedieron a estacionarse a un costado para sacar las señales de peligro y así desviar el tráfico cuando ocurrió lo previsiblemente inevitable.
   
Un auto rojo pasó a una considerable y excesiva velocidad sobre el caballero tendido, hubiera seguido de frente de no ser tremendamente visible la silueta del patrullero policial siendo que este estaba a unos metros más adelante, por lo que ante la situación actual el conductor optó por detenerse a un lado del camino para tratar de explicarse, siendo esta la conversación entre el presunto `homicida` y el compañero de mi tío, quien sólo miraba el hecho en su papel de inocentón conductor:

-¡¡Que has hecho, LO MATASTE, estaba herido y ya venía la ambulancia¡¡- soltó de sopetón el curtido policía sobre el aturdido `homicida`.
-Pe... pe... pero no se veía nada en el camino, yo no sabía que él estuviera ahí, OH Dios Mío, ayúdame- se lamentó  mientras trataba de ordenar sus ideas.
-¡¡Lo siento pero deberemos llevarte detenido por homicidio culposo, espero que tengas al mejor abogado del mundo porque nosotros somos testigos del `crimen`¡¡(lo que no dejaba de ser cierto pero habría que especificar a cual crimen se refería).
-Mira hermano, debes entender, no se veía nada, por favor sé razonable, además debo decirte que somos colegas, esta es mi identificación- mostrándole efectivamente que también pertenecía a la fuerza.
-Bueno, ahora es diferente pero igual es un homicidio – dijo el otro policía y meditando pronunció la frase que debería estar en el coro de nuestro himno nacional - ¿Cómo es?.
-Toma lo que tengo en mi billetera, es todo- acto seguido vació unos ciento cincuenta dólares en la oscuridad de la noche en las manos del otro - ahora por favor déjame ir sin más tramite.
-OK, pero para la próxima ten más cuidado con tu velocidad- lo despidió el `olvidadizo` testigo y al instante se dio la vuelta para volver con la labor de señalizar el lugar a fin de evitar otro falso homicidio.

Es innecesario decírselos pero para eso estamos aquí, así que lo haré: efectivamente se produjo otro atropellamiento accidental debido a la sospechosa lentitud de nuestros amables testigos, y de igual manera se repitió la escena descrita líneas arriba, palabras más palabras menos, sin dejar de mencionar las risas ocultas de estos cuando sus `inocentes` victimarios se habían alejado, claro que llegó el asunto a un punto en el que ellos mismos debieron `salvar` al muerto de sufrir más golpes, gesto muy tierno de su parte porque sino los demás autos lo iban a destrozar o hacer carne molida.

Tratar de contradecir la moraleja del título de este relato es inútil porque encontrar la verdad después de lo visto no sería más que una cuestión de opiniones...

¿No les parece?...

El último bracamoro

Relatos FM


Margaretha


   No puedo creer que me hayan condenado a muerte cuando en realidad no he hecho nada y las pruebas por las que se me acusa no se sostienen con suficiente fuerza para llevarme ante el pelotón de fusilamiento.
   Nadie me regaló nada, todos los lujos, mi forma de vida, me la he ganado a pulso, dejándome la piel un día tras otro, eso sí, intentando disfrutar de los placeres que me ofrecía.
   Debió de ser la mezcla de holandés y javanesa lo que me dio estos rasgos por los que tantos hombres han deseado compartir, aunque sólo fuera un instante, a mi lado.

   Tengo 41 años, los cumplí el 7 de agosto.

   Fue mi padre quien eligió mi nombre, Margaretha Geertruida, demasiado largo y aburrido, pero era estupendo estar a su lado, siempre contando historias de lugares lejanos, de hacer las cosas más increíbles; de él heredé tantos sueños que he intentado cumplir.
   De mi madre, tengo buenos recuerdos, su dulzura, su esfuerzo, era tan diferente de mi padre, murió cuando yo tenía quince años.
   Fue mi padre quien se ocupó de mi educación y todavía recuerdo el primer día de clase. Me compró ropa como si se tratara del día en el que una princesa va a contraer matrimonio y  me envió al colegio en una carreta tirada por dos cabras blancas. No me importó que los compañeros se rieran de mí, desde pequeña me gustó ser el centro de atención.
   El primer revés llegó cuando tenía trece años y el negocio de mi padre quebró. Dos años más tarde murió mi madre, entonces me matricularon, junto a mis hermanos, en la escuela normal de Lyden y ahí conocí a Wibrandus Haanstra, director del colegio, que intentó por todos los medios conseguir mis favores, no lo consiguió nunca. Estaba casado y llegó a arrastrarse a mis pies para lograrlo.
   No sé por qué tengo esta tremenda debilidad por los uniformes. Cuando tenía 19 años respondí a un anuncio de Rudolf John, oficial holandés con quien me casé, solicitando esposa. Era 20 años mayor que yo y no tardamos en tener una hija e irnos a vivir a las Indias Orientales, donde nació nuestro segundo hijo. Aquella cultura me llenó, produjo en mí un cambio intenso, pero al morir nuestro hijo todo nuestro mundo se desmoronó y volvimos a Ámsterdam donde Rudolf fue absorbido por el alcohol. Dejé a mi hija con la familia y me marché a París y ya nunca volví a ser Margaretha Geertruida Zelle.
   Tuve que inventar toda una vida, fantasear, forjar sueños para introducirme en la alta sociedad como una adolescente oriental. Eso fue tarea del Barón de Marguerie, uno de mis primeros amantes.
   Cambié el acento y, luciendo mi amplia colección de adornos de bailarina javanesa, comencé a inventar la historia de Mata Hari.
   Dije que mi madre había sido una bayadera del templo de Kanda Swandi, que mi nombre había sido elegido por los sacerdotes del templo, que era una princesa de Java,  que en la pagoda de Siva aprendí los ritos de la danza, y todo eso actuando como bailarina exótica que se iba desnudando poco a poco,  excepto las cúpulas que cubrían los senos porque mi marido, en un ataque de celos, me había arrancado el pezón izquierdo.
   Durante los primeros años como Mata  Hari me dediqué a contar mi vida de tantas maneras distintas, a cada cual más fantasiosa, que nadie sabía en realidad donde estaba lo auténtico y, en ocasiones, ni yo misma era capaz de diferenciarla de la realidad.
   Toda esta vida inventada comenzó a dar sus frutos y la gente de París tenía auténticas disputas para conseguir las primeras filas de mis espectáculos. Bailé  las danzas sagradas indias del "Devandasisher" y el " Kandaswami" por toda Europa a la vez que relataba mi vida de la forma más ingeniosa que se me iba ocurriendo.
   Me desbordó la situación. Cómo podía imaginar que iba a causar tanta fascinación, que iba a vivir con todos los lujos que nunca hubiera imaginado.
Me marché a actuar a Berlín y causé una admiración como me parecía que no había ocurrido en ningún otro lugar, aunque posiblemente no fue un acierto ir allí o sencillamente no calibré bien hasta dónde podía llegar.
Fue en esos momentos cuando intenté recuperar a mi hija, mandé a por ella pero fue imposible y ya nunca la volví a ver.
Allí actué en un importante music hall y mi primer objetivo fue el jefe de policía de Berlín. Disfrutaba de su hospitalidad cuando estalló la guerra, pero soy ambiciosa y puse mi objetivo en Kramer, cónsul alemán en Ámsterdam y, por si fuera poco, el jefe del espionaje de Alemania.
Sé que ese amorío no me lo perdonaron nunca los franceses, pero entonces no pensé en otra cosa que en mi propio interés.
Tampoco parecía que él pensara en otra cosa que no fuera su provecho, no fundamentado solamente en mis conocimientos amatorios. Consideró la posibilidad de que además de tenerme como cortesana, podría obtener información de los militares franceses, a los que tan bien conocía yo a cambio de unas cantidades de dinero que para mí eran inimaginables.
No accedí en un primer momento, aunque la oferta era tentadora, pero con ese dinero tendría para vivir holgadamente toda mi vida.
Kramer volvió una vez tras otra a realizar su oferta, al regateo que sabía me satisfacía, hasta que acepté y me convertí en la agente H-21.
Regresé a París y, quizá por los remordimientos, por apaciguar los pequeños golpes de mi conciencia o por salvar el pellejo llegado el caso, decidí ofrecerme como doble agente al capitán Ladoux, a quien sabía jefe del Servicio de Espionaje y Contraespionaje francés.
Nunca creí que la guerra llegara a una situación tal. Se combatía de forma feroz en todos los frentes y yo iba de un lado a otro con una pobre información que no creo que fuera determinante, como luego se dijo, para ninguno de los ejércitos contendientes.
No sé por qué los mandos franco-ingleses sospecharon de mí, quizá como de tantos otros, que trabajaba al servicio de Alemania. Posiblemente fueron mis viajes o mi vida licenciosa.
Yo no sospechaba que  en aquel agosto de 1916 me iban a poner a prueba y me confiaron una misión en Holanda para obtener información. Me fue imposible llegar y me dirigí a España, que en aquellos momentos eran el centro del espionaje internacional.
Nadie me dio órdenes sobre ello, pero fui yo quien buscó la aproximación con el agregado militar alemán, el capitán Von Kalle. No me fue difícil obtener información sobre algunos movimientos de las tropas alemanas  y lo transmití al servicio secreto francés pero parece que no fue suficiente y siguieron desconfiando de mí.
Lo que no podía sospechar era que para los alemanes fuera un personaje molesto y prepararon mi eliminación tendiendo una trampa al contraespionaje francés para que me asociaran con el agente H-21. Todo les fue perfecto, más profesionales que los franceses. Enviaron un mensaje comprometedor y cifrado, sabiendo que los franceses disponían del método para descifrarlo y así las autoridades de Paris comprobaron que el tal agente seguía los mismos movimientos que yo y me asignaron inequívocamente el papel de espía alemana.
Tantos mensajes que se interpretaban y se consideraban falsos y para mí no hubo la más mínima duda. Había pasado a unos y a otros información, pero tan escasa y poco importante que en realidad no era nada. Lo hice por dinero, quería vivir bien y estaba escapando de mi pasado, siempre con una huída hacia adelante.
   En el mensaje se indicaba que iría a París a cobrar 5000 dólares, como pago a mis servicios, que habían depositado en el banco Comptori d´Escompte.  Recoger ese dinero, me seguían, fue mi perdición. Me siguieron vigilando, esperando obtener información, pero decidieron detenerme el 13 de febrero en mi casa del número 103 de los Campos Elíseos.
   Cuando irrumpieron en casa le pedí al oficial al mando que me diera unos minutos para asearme y vestirme adecuadamente, a lo que accedió. No reparé en mostrarme desnuda ante mis captores y les ofrecí bombones en un casco prusiano que un general alemán me había regalado.
Me llevaron a la prisión de San Lázaro,  en las afueras de París y poco después comenzó el juicio por espionaje.

Me han encarcelado de forma penosa durante meses y dicen que he incurrido en  muchas contradicciones durante mis interrogatorios, pero estoy acostumbrada a fantasear conmigo misma de tal manera que soy incapaz de recordar lo que he dicho sobre mí en otras ocasiones.
Estoy segura de que soy un chivo expiatorio para dar algo a la opinión pública de Francia cuando sus ejércitos son derrotados una vez tras otra en el frente.
No me han perdonado mis contactos, ostentación y amantes entre los alemanes. Aún así, esperaba que con tantos amigos en las altas esferas alguno me ayudara, pero todo el mundo me vuelve la espalda. Yo creía ser intocable y estoy desamparada...
Me han acusado de haber sido la causante de la muerte de miles de soldados cuando ellos sabían que todo eso era mentira, que mi información había servido de muy poco o de nada.
En un juicio que apenas duró diez minutos me han condenado a muerte por espionaje.
Yo voy a servir de ejemplo para otros... Siempre he pensado que habría una mano amiga que se acercara a mí en estos momentos difíciles.
   He pedido el indulto y el presidente de República no me lo ha concedido, no puedo creer que vaya a morir fusilada. Reconozco que he sido cortesana, que me he vendido al mejor postor por dinero, pero la información fruto de mi tarea de espionaje apenas tenía valor.
   Al final, sólo he recibido ayuda de una religiosa que me ofreció su ayuda y me visitó en ocasiones, charlando conmigo y haciendo que aceptara la realidad de lo que iba a suceder y yo, además, era consciente de que debía morir con la prestancia de la que siempre he hecho gala, mirando al frente.

   Hoy es 15 de octubre de 1917, el tiempo es frío, hace poco que ha amanecido y los soldados vienen a la celda para llevarme fuera del recinto de la prisión. Tengo 41 años y tantas cosas por hacer... Da igual, apenas me quedan unas horas de vida.
   Me he vestido de negro, sombrero de ala ancha y botas; y he acompañado a los guardias.
   El oficial lee los cargos por los que me van a fusilar y digo por última vez, como en otras ocasiones, que soy inocente.
   Doce soldados forman el pelotón de fusilamiento. Rehúso que me aten las manos o que me venden los ojos. Miro sin rencor a los soldados, cumplen órdenes, y me despido de ellos con un beso que les envío y levanto el brazo para saludarlos. Espero no sentir mucho dolor después de escuchar los disparos.

   Sólo cuatro disparos alcanzaron su cuerpo, uno en el corazón. Cayó con las piernas hacia atrás y el cuerpo sobre ellas. El oficial le disparó en la frente el tiro de gracia.
   Su cuerpo se dio para estudiar anatomía y su cabeza, embalsamada,  fue expuesta en el museo de criminales de Francia, de donde fue robada.

Linger

Relatos FM


Virtual 3 AM


—Hola.
—¿Eugenia Bodart?
—... ¿Quién habla?
—Necesito hablar con Eugenia Bodart, es urgente. ¿Este es el 15 97 07 63 83?
—Escúcheme, ¿le parece que es hora de llamar? ¿Quién habla?
—Hubo un accidente, señora, y una de las personas heridas pidió que la llamaran antes de perder el conocimiento.
—...
—¿Señora?... ¿Señora, me escucha?
—Sí, sí, lo escucho.
—¿Usted está en su casa ahora?
—Así es.
—¿Cómo es la dirección, señora?
—Pero qué pasó.
—La llamo de la Comisaría 9na, dígame la dirección si es tan amable.
—Sucre 3273, 2° piso.
—Sí, es ahí...
—¿Hola?
—¿Hay alguien que falte de su casa en este momento?
—Mi hijo Pablo, ¿por qué? Salió con los amigos.
—¿Qué auto tiene su hijo?
—Un Clio azul... ¡Ay no, Dios, por favor, qué le pasó!... Dígame qué le pasó, cómo está.
   Hay un silencio. Eugenia se dirige a la habitación de su hijo.
—¿Hola? Dígame qué pasó... ¿Hola?
—Escuchame bien, Bodart: tenemos a Pablito. Y si querés verlo con vida, vas a llevar diez mil dólares adonde te digamos.
—¿¡Qué?!
—Dólares, dije, diez mil dólares.
—¿Cómo que tienen a mi hijo?
—Lo que escuchaste, no te hagás la boluda.
—¿Y de dónde saco la plata?
—Eso es problema tuyo.
—Pero escúcheme, necesito tiempo.
—No hay tiempo. Y la que tiene que escuchar sos vos, vieja de *****, yo soy el que da las órdenes. Así que más vale que te calles. Juntá todo lo que tenés y en una hora lo llevás donde te digo. O lo vas a encontrar con un tiro en la cabeza, ¿oíste?
—No, no, por favor, no lo lastime. Quiero hablar con él.
—Y yo me quiero coger a Penélope Cruz. Vas a hacer todo lo que te diga, ¿entendés? Todo. No hagás cagadas. Llamás a la policía y lo mato. Y no usés el teléfono. Te vuelvo a llamar. 
   Eugenia enciende la luz del living, en su mente está fresca la imagen de Pablo saludándola antes de salir, apoya el móvil en la mesa ratona, busca los cigarrillos, agarra el móvil otra vez, marca el número de Pablo, no responde, deja un mensaje en la casilla de voz y enseguida otro, y otro, cuatro, cinco, siete mensajes le deja. Nada.
—¿Qué pasa, ma?, Verónica sale de su habitación con la voz dormida.
—Lo secuestraron a Pablito.
—¡Qué!
—Me acaban de llamar para pedir rescate.
—No puede ser, cómo que lo secuestraron.
—Hacé una cosa: entrá en la pieza de tu hermano y fijate si tiene plata, todo lo que encuentres.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Lo que nos digan, Vero.
—Pero y quién lo secuestró.
—Qué sé yo, hija, no sé. Andá a tu cuarto también y juntá toda la plata que puedas... Yo lo llamo a tu tío.
—¿Por qué no llamás a la policía?
—Vos dejame a mí y hacé lo que te digo.
—Tenemos que llamar a la policía.
—¿Estás loca, para qué la policía, para que lo maten? Haceme caso, andá.
   Entonces suena su móvil. Entonces esa voz viril, insolente, vuelve a entrar en su casa con el peso irreversible de la realidad.
—¿Y... cuánto juntaste?
—No sé todavía.
—¡Cómo "no sé", carajo! Decime cuánto tenés.
—Cinco mil pesos, más o menos.
—¿Cinco mil pesos? ¿Que me estás tomando por boludo? ¿Eh? La **** que te parió. Cinco mil pesos...
—No, no, escúcheme...
—Decime una cosa: ¿vos querés que lo cague a tiros? ¿Eh?
—Con lo de mis hijos más lo que saque del cajero automático por ahí llego a seis mil.
—No alcanza.
—Y las joyas, tengo las joyas de mi madre.
—Eso está mejor, ¿ves? ¿Ves que si querés nos ponemos de acuerdo? ¿Qué más?
—Es todo. No sé... Si me da más tiempo, puedo pedir prestado.
—No hay tiempo. Lo metés todo en un bolso y vas a la calle Irala, anotá bien, Irala y Cerri, en La Boca. Tenés que estar ahí dentro de una hora, ¿entendés? Irala y Cerri. Te llamo cuando llegues.
—No lo lastimen, por favor.
—Traé las joyas. Y venís vos solita. Ni policías ni nadie, ¿oíste? Sola.
—Voy a Irala y Cerri, ¿después qué hago?
—Te vuelvo a llamar.
—¿Y cuándo me devuelven a mi hijo?
—Primero la guita. Vos traé la guita y va' estar todo bien. No apagués el teléfono. Y no llegués tarde. Te veo en una hora.
—¿Qué te dijo?, pregunta la hija.
—Tengo que ir a La Boca.
—Te acompaño.
—Sola me dijeron. Y es mejor que vos te quedes acá, por las dudas. ¿Cuánto juntaste?
—Ochocientos. Pero me da miedo que vayas sola, mami.
—Vos andá llamando a tu tío. Yo me voy a vestir porque si no, no llego. Escuchame, vení, acá te dejo anotado las calles donde tengo que entregar la plata, es en La Boca. ¿OK?
   La hija va a buscar el inalámbrico. Eugenia camina de un lado a otro.
—Díos mío, lo único que me faltaba... Dónde ***** habré dejado el bolso verde, ¡será posible, che! Vero... ¡Vero! 
—... Sí, sí, estoy segura, mamá acaba de hablar con los tipos, ahí te la paso. Tomá, el tío.
—Hola, Alfredo.
—¿Qué pasó?
—No sé, no entiendo nada. Fue hace un rato, les tengo que llevar la plata a La Boca.
—Esperame que te paso a buscar y vamos juntos.
—No, no, si me ven con alguien lo matan. Escuchame: acá le dejé a Vero la dirección, es en Irala y Cerri.
—Pero pará, ¿así nomás vas a ir?
—Tengo que estar ahí en 45 minutos. Irala y Cerri. Si no vuelvo en tres horas, llamen a la policía. Pero por favor, Alfredo, no se les ocurra llamarla antes, mirá que la vida de Pablito está en mano de esos tipos.
—Yo no llamo a nadie hasta que vos me digas, olvidate. Pero sabés qué, agarro el auto y la guía y voy para La Boca, me quedo por ahí, a unas cuadras de donde te dijeron. ¿Tenés plata?
—Llevá algo por las dudas si podés.
—¿Cómo es la patente de tu auto?
—SUT 780. Me tengo que ir. Cualquier cosa, te aviso. 
—Cuidate, Eugenia, por favor.
—Te aviso. Chau.
   La esquina de Irala y Cerri, a cien metros del Riachuelo, es una sombra larga y muda, y más que muda cómplice, impune. Eugenia espera en el auto con el motor encendido, las puertas trabadas y el bolso verde bajo el asiento. Al rato suena su móvil.
—¿Viniste sola?
—Como me dijeron.
—Bien. Mirá que te estoy viendo, no hagás boludeces. Si aparece la policía, te lo hago *****, ¿escuchaste?
—La policía no sabe nada.
—Mejor así. Ahora agarrá contramano por Cerri y en la primera doblá a la derecha. Dale, no pierdas tiempo. Ahí está, bien, dale, seguí que vas bien, ahí doblá. Ahora dale derecho. Derecho nomás. Seguí, seguí. En la próxima tenés que doblar a la izquierda. Eso. ¿Ves allá adelante el acoplado de camión que está parado a la derecha?
—Lo veo.
—Frená atrás del acoplado. No tengas miedo, que vas bien. Eso. Ahora bajá y cruzá la calle. Enfrente tuyo hay un portón naranja, ¿lo ves?
—¿El que está al lado del toldo?
—Ese. Acercate y tirá el bolso del otro lado del portón.
—¿Y Pablo?
—Pablo está en un lugar seguro. En cuanto dejes el bolso, doy la orden que lo suelten.   
—Yo no me voy sin mi hijo.
—¿Tu hijo? Si no dejás ese bolso ahora mismo, a tu hijo no lo ves nunca más, pelotuda, ¿con quién pensás que estás hablando?
—Pero habíamos arreglado otra cosa.
—No seas imbécil, ¿querés?, la vas a cagar ahora que ya casi terminamos. Tu hijo no está acá, ya te dije, lo tenemos en un lugar seguro. Dejá la plata y andate a tu casa. Y ni una palabra a nadie. Mirá que sabemos dónde vivís. No te preocupés por Pablo: nosotros le damos para que se tome un taxi. En dos horas lo tenés allá, haceme caso.
   A las dos horas y media de haber salido, casi tres, Eugenia vuelve a su casa con Alfredo. Verónica ceba el mate. Lo único que les queda por el momento es esperar; la policía, avisarle a la policía, es el último recurso, si Pablo no aparece. Pero va a aparecer, dice Eugenia, ya va a aparecer. Seis mil trescientos pesos y las joyas: ojalá se conformen con el botín.
El desenlace ocurre antes de lo prometido por los secuestradores, mucho antes, cuando madre, hermana y tío oyen el titubeo metálico de una llave en la cerradura.
—¡Pablo, hijo, qué te hicieron, estás bien?, se le va encima Eugenia para abrazarlo.
—¿Qué hacen despiertas? Hola, tío.
—...
—¿Pasó algo? —dice con la voz entorpecida por el alcohol—, ¿qué pasó?
—¿Cómo "qué pasó"?
—¿De dónde venís, Pauly?
—Fuimos a bailar con los pibes... La vimos a tu amiga del gimnasio, la tetona, casi se la come Agustín.
—¿Pero vos no estuviste secuestrado?
—¿Secuestrado? ¿Qué estás diciendo?
—Mamá fue a pagar el rescate.
—¿No escuchaste que te llamé al celular? Como diez veces te llamé.
—Pero si te dije que salía con los pibes, ma. Estaba bailando.
—Diez veces, será posible.
—¿Les diste plata?
—Bailando... Me querés decir para qué tenés el celular vos.
—Y qué querés que haga, si no se escucha nada con la música. Yo qué sabía... Estaba en el boliche. ¿Hay agua en la heladera?, tengo sed.


NOTA DEL AUTOR:
   El episodio se repitió, y no una vez sino varias, en distintos puntos de la Argentina en horario de oficina o por la noche. Una base de datos comercial que les provee los números de las víctimas y un teléfono público o un móvil al que le cambian la SIM, con estas herramientas operan los delincuentes. Por lo general nunca saben a quién llaman: sólo disponen de un nombre, un apellido y un número de teléfono. A veces ni siquiera del nombre. El extorsionado no siempre facilita referencias útiles durante la comunicación, y algunos extorsionadores tienen menos puntería que otros. Así, a más de un viudo le han secuestrado la esposa muerta un lustro atrás, o le han pedido rescate a una solterona por ese novio que aún no conoció. El azar, como en todo rubro del hampa o aquí más que en ninguno, juega un papel decisivo. El embustero sabe que una sola llamada basta para desbaratar el engaño. Pero también que el secuestrado pudo haber ido al cine, estar en una reunión laboral o con su amante, o simplemente, por qué no, tener la batería del móvil descargada. El efecto sorpresa y la intimidación son clave: exigir el pago en el lapso de una hora, no darle a la víctima margen para la desconfianza, insultar.
   Con mayor o menor fortuna, el secuestro virtual tuvo su apogeo hacia el año 2004 cuando la prensa informaba que la industria del secuestro (la otra, la verdadera, ejercida por profesionales) había introducido en Buenos Aires la modalidad exprés y las víctimas ya no eran sólo gente acomodada. Este negocio de improvisados y oportunistas que aprovecharon un contexto lamentablemente propicio, y con escasos recursos hicieron de la mentira una actividad redituable, fue la adaptación criolla de ese drama en el drama que plantea Shakespeare.
La repetición y la fama, como no podía ser de otra forma, lo arruinaron. En las familias, entre amigos, en telediarios y periódicos, incluso en foros de Internet hubo consejos para prevenirse. Esposas y esposos ocupadísimos, alumnos en clase, amantes temerosos de que les saliera muy cara la infidelidad comenzaron a responder los llamados más inoportunos.
Algunos delincuentes exigían como rescate, en lugar de dinero, tarjetas telefónicas. Esta modalidad la practicaban convictos desde teléfonos públicos en los pabellones de las cárceles. En una segunda llamada la víctima dictaba los códigos de esas tarjetas, tan codiciadas entre reclusos, que permiten matizar el encierro.
Hoy, bastardeado el negocio, sólo algún desprevenido raramente cae en la trampa.

Leftraru

Relatos FM

Qué cosa es El baladro


William Miguel está ahora en Chile, y si buscan su nombre en Facebook van a encontrar un usuario monotemático cuya obsesión y compulsión radica en cambiar el rostro del teatro cubano desde la distancia. Estas ganas adquieren forma de mensajes que no sobrepasan las seis líneas, en los que revela a sus lectores las cuatro o cinco pautas para poner en acción sus "obras de teatro".
Estas obras son más bien simbólicas, o completamente inútiles, a juzgar por su dificultad de representación. Para poner un ejemplo, en la madrugada del 6 de enero de 2012 William Miguel publicó esta pieza que a continuación transcribo:
1ro. Haga un viaje a pie hasta el gimnasio más cercano y a cada viandante confiésele que la gente que es flaca por fuera es gorda en su corazón.
2do. En el gimnasio, organice una competencia de la siguiente manera: reparta a cada uno de los presentes una hoja de papel periódico (todas de igual tamaño) para que cada cual estruje su hoja con una sola mano. El que haga la pelotica más pequeña es el hombre más fortachón del gimnasio.
3ro. Ofrézcale al ganador unas pinzas de tender la ropa para que este hombre las retuerza y las fastidie lo más que pueda, mientras el resto del gimnasio canta a coro la canción "Venga la esperanza" de Silvio Rodríguez.
4to. Obsequie estas dos pinzas al Ministro de la Industria Básica, con una postal que lo felicite por el día de los Reyes Magos.
La pieza se llama Súcubo, pero no sé lo que eso significa. Recuerdo que a William le gustaban estas palabras esdrújulas que nadie utiliza, aunque no tuvieran relación directa con el contexto. Nosotros lo escuchábamos con curiosidad y anotábamos las palabras que él frecuentaba para buscarlas en el diccionario y descubrir que él tampoco sabía usarlas.
Lo más incómodo de conocer a William Miguel es que es un pesado, y respeta los manuales de comportamiento civil sólo hasta el límite en el que comienza a ofender de forma rococó.
Una vez llegó muy contento al aula y dijo ¿han leído lo único bueno que se ha publicado últimamente: mi ensayo en la revista?
Entonces yo le dije que sí lo había leído y le expresé mi opinión muy sincera sobre lo pedante que le podía parecer a los lectores, con todos sus amaneramientos y referencias complejas que no llegaban a decir nada en concreto.
William me respondió:
Mientras tanto tú eres como el borbotear de la guabina.
Después de una pausa, yo le pregunté qué se supone que eso quería decir y volvió:
Que eres como el gobio baladrón cuando la catarata canta.
No se fue a Chile como actor ni como escritor, sino como cineasta, con una beca que ganó con su película independiente: El baladro. El estreno universal de esta película ocurrió en uno de los salones de la Facultad, y para ello usó invitaciones personales con nuestros nombres impresos. Después supimos que la película no se la habían aceptado en la Muestra de Nuevos Realizadores y aquel estreno privado era su manera particular de canalizar el rencor.
En el estreno había un pequeño brindis previo. Un vino y unas croquetas antes de ver la película, no me pregunten por qué. William dijo unas palabras, en las que agradeció a más de ocho profesores y nueve estudiantes que lo habían ayudado a hacer realidad este sueño intranquilo que demoró dos años de rodaje. Casi involuntariamente, llegamos contar siete esdrújulas raras y dos arcaísmos.
Como sabíamos que estábamos a punto de presenciar un bodrio, habíamos preparado una lista de preguntas y frases ambiguas para decírselas cuando él nos pidiera opinión después de la película. Algunas de estas frases eran: "al fin una obra fresca que responde a las urgencias mismas de su propia cualidad cinematográfica"; y otra: "los actores llegaron a una forma muy propia de abordar las esencias de sus interpretaciones individuales".
Los recuerdos que tengo de la película son confusos, porque yo había bebido más de tres vasitos desechables con aquel vino barato. Pero actualmente ya puede descargarse de Internet, para el que quiera sufrirla en su totalidad. De todas formas trataré de describirla aquí como la vi yo en aquel estreno:
Era aparentemente un documental. Aunque también puede que haya sido una película sobre unos aficionados tratando de hacer un documental. Abre con una presentación hecha por el propio William donde explica lo que van a hacer: una expedición al Oriente de Cuba para encontrar a Maribel Costa, una cantante lírica que abandonó el arte para dedicarse por completo al espiritismo, en uno de los municipios más apartados de Ciego de Ávila. El día antes de salir, el equipo de filmación hace una fiesta en la cual beben y bailan, rindiéndole homenaje a algunos orishas para que les den suerte en el rodaje del documental. Horas más tarde, mientras la mayoría duerme, el camarógrafo graba a todos con una narración espontánea. Al llegar a William, dice: "y este mulo que ronca es nuestro director, ¿hasta dónde logrará llevarnos?".
Al otro día entra una tormenta en La Habana y no pueden salir de la provincia. Para colmo, el camarógrafo se despierta  con una faringoamigdalitis grave y tienen que ingresarlo en el Hospital Calixto García. William Miguel declara al resto del equipo que deben comenzar filmando en La Habana, así que arriba, caballeros.
Aquí el documental salta al testimonio de un adolescente que estuvo en una sesión espiritista de Maribel Costa. La descripción se ilustra con una reconstrucción ficticia de la peor calidad. Lo que ocurre es esto: Maribel bebe un vaso de ron con unas pastillas que nadie conoce y continúa hablando con el cliente, de forma normal, hasta que el ron hace efecto y Maribel queda inconsciente. Entonces la mujer sufre unos espasmos y contorsiones, y comienza a canturrear con una voz muy grave algunas palabras que el cliente tiene que anotar rápidamente en una hoja en blanco. Esto dura quizás una o dos horas, hasta que Maribel despierta. Entonces ella se da una ducha, bebe café, bebe mucha agua, come frutas, y se sienta con el cliente a relatarle el sueño que tuvo. Este sueño, junto con las palabras que se anotaron antes, debe ser interpretado por el cliente para guiarlo hacia su futuro. En el documental, William Miguel le pide al adolescente entrevistado que lea estas palabras que él anotó, o al menos que describa el sueño, o cómo el encuentro con Maribel afectó su vida. El muchacho primero va a hablar, pero no puede: se niega de forma rotunda, algo lo intimida.
En la siguiente escena todo el equipo de filmación va a visitar al camarógrafo en el Calixto García, que ahora sufre cáncer en el esófago. En el pasillo del salón hay un mural. Dos enfermeros son entrevistados para la cámara y explican su método de organización de este mural: disponen a los héroes patrios en la cima, a los cinco héroes prisioneros del imperio en el centro, el acontecer internacional para un ladito, y al presidente hacia la izquierda, guiando la vanguardia.
En ese momento hay una entrevista con el médico del camarógrafo, que imparte una suerte de conferencia, usando muchas radiografías y tomografías, donde explica cómo pueden retirarle el tumor al paciente camarógrafo, permitiéndole que continúe viviendo el resto de su vida, pero que es médicamente imposible que recupere el habla. La entrevista resulta sospechosa. El médico usa muchas esdrújulas y términos difíciles de seguir. Habla de escindir la acémila del ganglio linfático. Habla de reposición psiquicomotora, del nervio espinal, de la apófisis mastoide, del hombre nuevo y, por último, menciona la palabra "amor" varias veces. Aquí me quedé dormido. Creo. No sé cuánto duró. Al despertar, ya el camarógrafo estaba junto al resto del equipo en una playa. No habla, no se mueve mucho, ni tan siquiera se atreve a mirar a la cámara. La voz en off de William se escucha para explicar que la música de fondo es una de las pocas grabaciones sonoras que se conservan de Maribel Costa. La escena dura un rato más, con los realizadores jugando entre sí y riendo, pero no escuchamos a nadie, sólo el canto lírico, que continúa aún mientras corren los créditos e incluso un poco después.
Los espectadores aplaudieron y algunos se acercaron a felicitar a William. Descubrí que entre las personas del público había un tipo barbudo que se parecía mucho al camarógrafo enfermo, pero no le di importancia. Bebí un poco más y me aparté a mirar por una ventana y reflexionar sobre algunas cuestiones mías. Ahí fue donde me agarró William de sorpresa a preguntarme qué me había parecido todo aquello. Yo había dejado atrás mi lista de respuestas rápidas y el nerviosismo me impidió lograr la cohesión en mi discurso.
Le dije que la producción de la película era lo más significativo del universo ficcional que se narraban dentro la película misma y que representa una singularidad artística en nuestra carrera universitaria. Después de esto, asentí con la cabeza repetidas veces.
Al parecer le gustó mucho, se emocionó como si fuera un niño. Carraspeó, alzó unos dedos como para comenzar a hablar, pero decidió callarse la boca y sonreír, con los ojos aguados. Se puso a mirar junto conmigo por la ventana, y a beber de su vasito desechable. Imagino que en ese momento se sentía muy contento, y yo también, a causa del vino, así que sonreí en silencio junto con él.
Si alguien nos veía de lejos, así de espaldas, podía creer que llevábamos una conversación muy profunda.

Prurito Distimia

Relatos FM


Paul Gauchet


   El cuadro, al principio no nos trajo más que peleas. A mí me atraía, no habría sabido explicar el motivo, mientras que a mi mujer le parecía demasiado triste. Yo trataba de justificar la compra como una ganga. De vuelta de la oficina, tras haber pasado el día haciendo los cálculos del nuevo polideportivo y discurriendo una estructura modernista, ese reencuentro con algo añejo me consoló. Estaba sobre una manta, cerca del paseo marítimo. Los japoneses que lo vendían apenas tenían variedad, unos cuantos CDs, varios lienzos de origen desconocido y unos cuantos relojes. Miraban hacia ambos lados, como si necesitaran ordenar los nervios para salir corriendo en caso de que llegara la pasma. El regateo fue breve y yo enseguida pensé el lugar del pasillo dónde colocarlo. A Vega le costó más hacerse a la idea de que el señor retratado la miraría cada vez que pasara por delante.
   Esperé al fin de semana para buscarle un marco oscuro y un cristal de plástico de poco peso. Lo moví varias veces hasta decidirme por el lugar exacto dónde hacer el agujero. Lo saqué del papel de burbujas para montarlo todo y fue cuándo descubrí una breve reseña en un lateral.
   -Mira cariño, ya sé quién es este hombre. El doctor Paul Gachet. ¡Qué suerte! Un médico en casa –bromeé con ella.
   -Pues a ver si te convence para que dejes de fumar de una vez –respondió siguiendo la broma.
   Ni uno ni otro dijimos más. Nos acostumbramos a que ocupara la pared blanca del pasillo y que desde ella nos dedicara su mirada triste.
   Probablemente la cosa habría quedado así, como una adquisición  similar a las de Vega en una tienda de a cien, algo cogido con prisas que servía para decorar y, que cuándo uno se cansaba, por lo poco que había costado, tampoco importaba almacenar en el trastero y dejarle paso a la renovación.
   La tarde era desapacible y el frío congelaba los dedos incluso antes de salir a la calle. Me encerré en el despacho delante del ordenador con la intención de seguir trabajando pero había olvidado en la oficina la carpeta del proyecto. Se me ocurrió escribir el nombre del doctor en el buscador. "Paul Gachet" Y apareció la foto del cuadro del pasillo, obra de Vicent Van Gogh. El mismo cuadro, con la misma tristeza divertida. Tuve que salir a mirar si lo que veían mis ojos era lo mismo. Aquello no podía ser posible. Seguro que había adquirido una burda falsificación de aquellos japoneses. Seguí mirando en el buscador sobre las aventuras del cuadro hasta enterarme que su último dueño había sido ese empresario japonés venido a menos, y tras él, se había perdido la pista del paradero.
   Quizá fuera eso, que el frío me había encogido a mí también el ánimo, el caso que pasé el resto de la tarde envuelto en una manta delante del lienzo, como si esperara que el doctor saliese en algún momento de la pared y se pusiera a explicarme lo ocurrido. A Vega no me atreví a contarle todavía nada del descubrimiento. Supuse que se alarmaría mucho, que dejaría de ser la mujer valiente que era para reclamarme un guardia, una cámara de vigilancia, mil cerraduras de seguridad y todo, porque se le agolparía el miedo a un atraco para recuperar la pieza.
   También se me ocurrió que estaba metido en un buen lío porque carecía de un documento oficial que avalara aquella compra y bien podrían acusarme de robo.
   La mirada desencantada del doctor parecía estar analizando todos mis pensamientos, como si realmente mereciera una aprobación. Ya iba por el final de la cajetilla de tabaco, cuándo ocurrió. Una tos avanzaba por el pasillo, sacudiendo los brazos y haciendo un esfuerzo por tomar algo de aire puro.
   -Debería dejar de fumar –me soltó de golpe, con cabreo, habría dicho. Sienta mal para los pulmones. Y además, apostaría que esa congestión de las mejillas se debe a que el corazón no le funciona nada bien.
   Lo primero que pensé fue en la deformación profesional. Uno enseguida trata de poner en orden lo que tiene que ver con lo suyo. A mí se me ocurrían mil formas de enderezar un muro o de haber diseñado la cubierta.
   Sin embargo, aquello tenía que ser una broma de mis sentidos.
   -Oiga –protesté- que usted está en el cuadro. ¿cómo se atreve a decirme lo que tengo que hacer?
   -Porque llevo observándole muchos días. Las discusiones con su esposa lo acaloran y seguro que tiene alta la tensión. Le va a dar un infarto.
   -Ya habló el doctor –respondí. Además, si sigue usted hablando, lo que voy a creer es que me he vuelto loco de remate. Que los cuadros no hablan.
   -Por supuesto que no. Pero yo a usted le veo cuerdo. Mantiene una conversación conmigo. Créame amigo, la locura es otra cosa. Pero haga el favor de apagar ese cigarrillo, hombre de Dios, antes de que me ahoge.
   Marché hasta el balcón y terminé de apurar las últimas caladas, incapaz de regresar aún. Pero para entonces, ya caminaba por el pasillo.
   -Y cierre esa ventana, que va a coger una pulmonía –gritaba.
   Vega se había tomado la tarde libre, de lo contrario, habría gritado como una loca si le hubiera pasado lo que a mí. Pensé que si Paul (decidí abreviar) quería charla, bien podía llevarle la corriente.
   -¿Quieres tomar algo? –pregunté. Estoy en la cocina.
   Lo vi en medio del pasillo bastante desconcertado. No acertaba a caminar hacia ningún sitio.
   -La verdad, no sé qué me ha pasado. Antes esto no estaba así. Vicent tenía allí un dormitorio y hacia este otro lado, la salita. Pues que no me oriento.
   -Esta es mi casa, no la casa de Vicent. ¿Erais muy amigos? –seguí preguntando.
   -Ya lo creo. A él le gustaba pintar y a mí, que me pintase. Ponte triste –decía.- y el condenado lo atrapaba con el pincel.
   Hacía un gesto en el aire con la mano, como de extender el oleo despacio.
   De reojo, yo miraba al cuadro, que parecía estar exactamente igual que al principio. Sin embargo, el doctor tenía que haberse desdoblado. O alguien se había colado en casa con ganas de juerga. Se me ocurrió seguir preguntando:
   -No conozco esa planta que sostiene usted. ¿No será marihuana?
   -Que va. Lamento su ignorancia. Es digital, un estimulante para el corazón. La gente anda muy nerviosa y cada vez da más sustos. Un buen médico no puede ir sin sus remedios a cuestas.
   Pensé en los cuadros que compraba Vega en los chinos, por cuatro euros. Los cambiaba en cuánto los tenía muy vistos. Y quizá tuviera razón, porque de tanto estar en la pared, ocurría que uno se familiarizaba tanto con el retrato que se ponía a hablar con él. Era imposible que Paul hablara de gente inquieta y agobiada. Sin duda, tenía un impostor camino de mi cocina, dispuesto a asaltar la nevera y después a mí. El caso era que el disfraz le había salido que ni pintado. Sin embargo, cogió un vaso y me pidió agua, lo cuál no encajaba dentro de mi proceso mental.
   -Oh, cuándo estuve en Nueva York, en el Museo Metropolitano de arte, diagnostiqué muchas obesidades, esquizofrenias, anginas de pecho y ataques de gota. La gente no se cuida.
   Para entonces, yo me había informado bien de los destinos varios del lienzo, así que aparente no escandalizarme mucho.
   -¿Así que estuvo en Nueva York?
   -Sí, pero aquello no era vida. Al menos no para mí. Echaba de menos una vida más tranquila.
   -¿Dónde tiene el libro? –le pregunté sin darle tiempo a reaccionar.
   -Ah, creía que lo sabía. Vicent repitió el cuadro dos veces, con libro y sin él. Fueron tardes hermosas –seguía. Decía que si era capaz de hacer el retrato con el pensamiento, el alma quedaba en ellos como si estuvieran vivos.
   -Pero usted no puede estar vivo –insistí ya no muy seguro de nada.
   -¡Qué buen humor tiene usted! Ciertamente, mientras le observaba, creía que era usted un tipo aburrido, no sé, algo así como si se hubiera impregnado de esa rigidez alemana.
   -Palos de escoba –dije. Van tan tiesos que parece que se han tragado el palo de una escoba.
   -Oh, no bromean nunca. No se acuerda usted del Reich ¿verdad? Claro, claro, Alemania le queda lejos. Fue peor de lo que cuentan, se lo aseguro. Estuve allí, por desgracia. Y sin poder defenderme. Fíjese que decían que mi amigo era un degenerado. Casi me matan.
   -¿Y cómo se salvó? –pregunté.
   -Oh, porque estuve escondido. Cuatro años.
   Casi me daban ganas de reír. Se me ocurrió pensar que era un tipo triste porque había tenido una vida triste.
   -Parece que fue ayer –repitió.
   Era como si el valor del tiempo fuese distinto, que cien años suyos fueran un instante, captaran la melancolía de un siglo, imperturbable.
   Y ese instante fuese capaz de retroceder a su mundo, para ambos (el suyo y el mío) fundirse en el pasillo.
   Yo le había preguntado por su vida a lo largo de la conversación, convencido de que en cualquier momento desaparecería el fantasma y jamás volvería a repetirse nada igual.
   -A ti no te gusta el arte ¿verdad? –preguntó él.
   Para qué iba a mentirle.
   -Pues no mucho, la verdad.
   Se pasó la mano por las mejillas y se acarició el mentón, dubitativo.
   -Entonces, ¿por qué compraste el cuadro? –quiso saber.
   -Quizá porque me veía reflejado en él –fue mi explicación.
   -Oh, no sé si no se equivoca. Pero créame, verle con el mechero y los cigarrillos me inquieta mucho. Haga el favor de apagar eso de una vez.
   -¿Le da miedo el fuego? –pregunté.
   -Pánico –casi gritó.
   De repente, parecía yo el psicoanalista, valorando su miedo y su comportamiento, su forma de reaccionar, de buscar la soledad y el silencio. Entendí que quisiera pasar desapercibido.
   -Aquí nadie va a venir a buscarme.
   Fue como si aquella confesión encerrara mucho más, desde una súplica para que lo protegiera hasta una especie de deseo de ocultar un secreto que nadie debiera saber, como si el digital del cuadro o él mismo hubieran matado a alguien y dentro del lienzo estuviera atrapada la culpa.
   Pensé que si Vera se enteraba de la verdad,enseguida se iría de la lengua. Me daba igual que fueramos ricos, que ese lienzo costase una fortuna en el mercado. Antes de que a Vera se le ocurriera husmear más, debía dejarle el hueco de la pared vacío, para que lo renovara con cualquier otra cosa.
   Corrí hacia el cuadro y lo descolgé de la pared. Aflojé las grapas y comprobé una vez más la tela. Parecía el original.
   Así me encontró Vera, con las piezas en el suelo sin terminar de guardar. Venía de buen humor. Sin duda había bebido más de la cuenta.
   -Ay cariño, que bueno que lo hayas descolgado ya. Ese doctor Paul Gauchet, o como lo llames, siempre está igual de pensativo. Mañana busco otra cosa para poner allí. Un paisaje japonés o una muñeca de porcelana sujetando una sombrilla. A los chinos les encantan los cuadros con muchos colores.
   No dije nada. Paul parecía estrecharme la mano con camaradería, como si no le importara descansar de nuevo una larga temporada.
   Tiempo después seguía creyendo que todo había sido producto de mi fantasía. Porque había desenrollado el lienzo en el trastero y Paul jamás volvió a pasearse por el pasillo. O al menos, yo no lo vi.
   Aún así, le debo la vida. Seguí sin cuidarme, fumando cerca de la ventana aún a riesgo de coger una pulmonía. Tampoco me abandonaban los coloretes de las mejillas, producto de mi hipertensión.
   Cuándo me dio la angina, debió aplicarme alguno de sus remedios porque le escuché gritarme que abriera la boca y recién llegado al hospital, ningún médico entendía cómo había salvado la vida, salvo que alguien me hubiera atendido de inmediato.
   Desde entonces, a la planta de digital de mi cuadro le faltan las cuatro primeras hojas. Ahora sí que tengo un lienzo único.

Yis

Relatos FM


Por la vía de la plata


A él le resbalaba el matacabras por la piel curtida, como a los elefantes de la explanada de allá abajo. Maldijo el viento del norte con un taco sonoro, pero Maite no lo escuchó, enredada, como estaba, en la queja colectiva de haber elegido aquella mañana para visitar el Parque Natural de Cabárceno

Se conocían desde hacía tres días, y nada más arribar al hotel ya se buscaban como niños para juntarse. A él le llamó la atención su rostro capitalino y, a ella, su estampa de hombre rural y campesino bueno. Jacinto y Maite no hicieron otra cosa que cumplir con las instrucciones de los monitores: "Vamos a seguir un programa común de visitas tanto para los de Madrid como para los de Bilbao. Esa es la filosofía de este viaje; relacionarse y conocer gente de otras comunidades". 
Desde el primer día en que se reunieron las dos excursiones, se miraban, y se las apañaban para coincidir en el mismo grupo de visitas a monumentos, parajes naturales o iglesias. No se atrevían a sentarse juntos –ella por no dejar a la amiga, y él por no dejar solo al amigo-, pero una vez en tierra,  remoloneaban hasta terminar ascendiendo juntos un sendero o cogiéndose de la mano para salvar algún obstáculo del terreno.
Se cayeron bien desde el principio. Y, aquella mañana, ya entrelazaron sus manos sin la coartada de ayudarse a subir un barranco. Los dos eran viudos, con hijos, y andaban peleándose con la soledad. A Jacinto y a Maite, como a otros desparejados, se les asignó compañeros de habitación del  mismo sexo. Al primero le tocó dormir con Pascual, un hombre reservado pero que era asiduo de las excursiones, y, a la segunda, le adjudicaron una viuda que aún secaba sus lágrimas por la reciente muerte del marido. Soplaba el matacabras y Maite observaba los rebaños como retazos de lana en el horizonte verde del valle. Cortaba el viento las caras y aquellos dos aspirantes al amor soñaban un tiempo de sabañones en las orejas, de cánticos de pastores, de borona empapada en aceite. Volvían a ser colegiales cogidos de la mano. Las condiciones atmosféricas no eran buenas para el paseo y muchos regresaron al autobús, pero Maite siguió la zancada larga y decidida de Jacinto por la senda.
-¡Volvamos al autobús! –el viento no ayudó a que él la escuchara. Tuvo que correr hasta colgarse de su brazo.
-¿No te parece que esto es la libertad, Maite?

No acompañaba el tiempo para el pavoneo de la capitalina. A sus 70 años seguía siendo pizpireta y sandunguera, pero cinco grados en el termómetro era poca temperatura para el contoneo, y el frío la sometió a las leyes del extremeño. Cuando habían perdido de vista al resto del grupo, y no se veía un alma a la redonda, Jacinto se quitó el anorak y se lo puso por los hombros a ella.
-¡Anda, mete los brazos y abróchatelo! Con esto se acabó el frío. A mi me basta con el jersey.
Al primer arrumaco empezaron a hablar el mismo lenguaje.
-¿No te huele de pronto a pueblo? –dijo ella.
-Como no sea la pelliza, que lleva dos o tres años en el armario.
-Ya sé –insistió ella-. Me huele a cuadra, a cagajones de caballería, a leña quemada...
No muy lejos de ellos una columna de humo formaba arabescos de nostalgia. Abajo estaba la lumbre que unos empleados del Parque atizaban con el ramaje de un pino quebrado por el viento.
-¿Pero tú no eres de capital? ¿Cómo es que distingues esos olores?
-No lo sé. Siempre me han fascinado esos olores. De mayor me enteré de que fui una niña adoptada, bueno, recogida, se decía antes. Lo debo llevar en la genética.

Soplaba el viento y aquellos dos seres, venidos de la nada, subían una verde vereda que conducía hasta las azules sierras. Ascendiendo hacia no se sabe dónde, ella le contó que su madre biológica fue una zagala hermosa de la trashumancia, y que su padre biológico fue un pastor de aquellas sierras tristes y oscuras. "Contaba mi papá –médico rural en sus primeros años de profesión-, quien asistió el parto de aquella mozuela, que, cuando se produjo el alumbramiento y, viendo que venían mellizos, los enamorados rabadanes se contrariaron, pues eran dos bocas a alimentar. Parece que se juntó el hambre con las ganas de comer, pues mis padres buscaban descendencia y no lo conseguían. A la semana de mi nacimiento a mi padre le dieron el destino en Madrid y, el matrimonio regresó a la capital con una preciosa niña, o sea, yo. Lo demás ya te lo puedes imaginar. Esta historia la conocí a los cincuenta años, en el lecho de muerte de mi padre. Por eso, siento que en esas praderas de ahí abajo hay algo que me llama. Llevo viviendo transplantada setenta años y, ahora, de repente, venteando la mañana y al contacto de tus manos rudas se me aparece la vida en todo su esplendor".

-¿Por qué no viniste con tu marido a conocer estos valles?
-Fue un empleado de banca, un madrileño castizo de varias generaciones a quien no le gustaban los pueblos, ni el campo, ni jamás le hablé de esto, aunque tengo la impresión que lo sabía. Siempre me llevaba a las playas del Mediterráneo.
-Mira, Maite, de allí viene el olor a cuadra –Jacinto dijo esto por decir algo. Sonrió nervioso y señaló la manada de elefantes.

De la mano, y caminando ya por la trocha que los llevaba a la otra parte de la montaña, Maite conectó con los callos del campesino y con su memoria genética. Siguió hablándole: "Llevo viviendo sin el humus de la tierra toda mi vida, toda salvo una semana. Me contó mi padre que nací en el colchón mullido de la hojarasca podrida, junto al rescoldo de la lumbre de los pastores. Nunca confesé esto a nadie, ni a mi difunto marido, ni a mis hijos. Has tenido que aparecer tú para que un sentimiento extraño me haga contártelo".
-Fuiste desgraciada en el matrimonio, ¿no es así?
-Supongo que sí. Me casé con un hombre de otro sentir. Me rompía las poesías  que hablaba de estas estampas campestres.

La neblina dio paso a una lluvia fina y se produjo un rumor de pájaros en la cárcava de enfrente. La pareja se acurrucó bajo un pino y durante unos minutos contemplaron el mismo horizonte en silencio. No se atrevían a preguntar en qué pensaban.
-Así que haces poesías.
-Tengo muchas. Ya te mandaré algunas por correo.
-¿Y de qué hablan esos versos, mi pastorcilla? –fue el apelativo más bonito que le habían dicho en su vida.
-Casi todas están dedicadas al mundo rural. Creo que recuerdo cosas que no he visto. Hablan de la libertad, de sueños infantiles, de olores, de sabores, de pan bienheñido... A pesar de la fortuna que tuve al ser adoptada, creo que nunca llegué a echar raíces.
-Pues yo las eché tan profundas que emigraron todos mis hijos y, a mí, no pudieron moverme hasta hace unos meses que me trajeron a Bilbao. Soy un roble viejo y podrido a quien las lluvias y los vientos finalmente han arrastrado. ¡Que pena que no pueda echar algún tallo junto a ti!
-Sólo tenemos que bajar esta montaña y cruzar esos valles.
-¡Qué valiente eres, muchacha! –y él giró la cabeza, como escondiéndose.

Le pareció oírlo llorar.

Cuando se giraron para mirarse, Maite descubrió en Jacinto brillos de cristal en su mirada. Tenía un semblante doliente y amoroso, pero en sus ojos había desaparecido el fuego de la pasión. Con temblor en los labios llegó a decirle:
"Esa historia que a ti te contaron a los cincuenta años me la contó a mí el pueblo a los siete. Después, nuestro padre, me la refrendó una noche de aullidos de lobo, junto al fuego donde nacimos tú y yo".
Tras un abrazo de siglos, Jacinto siguió hablándole.
-Yo conozco una vía pecuaria cerca de aquí, sígueme y te mostraré tu destino truncado.

Para entonces, el recorrido por el paraje del Parque se había suspendido por el mal tiempo. En el autobús los monitores del Inserso contaban y recontaban. No había duda. Faltaban dos excursionistas. Dos días más tarde los encontró la Guardia Civil descendiendo por la Vía de la Plata. Preguntados si se habían perdido, respondió él: "Al contrario. Nos hemos encontrado".
-Déjennos caminar juntos hacia el origen –dijo ella sonriendo.

Amadís

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La playa estaba desierta


No podía tener peor comienzo las vacaciones de verano. Mi mujer y yo, nos habíamos trasladado hasta la costa levantina, para pasar quince días de descanso. Para tal efecto habíamos alquilado un apartamento a escasos cien metros del paseo marítimo, con una antelación de tres meses, debido a la alta demanda en la zona. Era un sueño que tenía desde adolescente, cuando en los concursos de la televisión, regalaban apartamentos en Torrevieja y la Manga del Mar Menor. Un sueño hecho realidad, conocer y disfrutar del mar de levante.
A pesar de haber llegado la noche anterior y después de casi cinco horas de carretera, nos levantamos a la siete de la mañana, ¿la razón?, el jefe de mi mujer, un aguafiestas de primera, había movilizado a última hora a todo el departamento de ventas, para realizar una serie de balances e informes. Los pobres damnificados mantendrían con él una videoconferencia a lo largo del día, para supervisar todas las gestiones.
Así que, una vez levantados y desayunados, mi mujer se colocó frente al ordenador portátil y comenzó sus tareas. Por mi parte, cogí lo necesario para pasar un día de playa en solitario, algo de lectura, toalla, crema protectora....y salí a la calle.
Paseaba por la gran avenida y notaba la brisa fresca, podía notar el olor a sal en el ambiente. Me acerqué hasta un quiosco de prensa, donde compré el periódico habitual y otro local, para conocer las noticias de la zona.
Proseguí mi camino hasta la playa, desde el paseo marítimo se admiraba una bonita estampa, digna de una postal de esas que abarrotan los expositores de las tiendas de suvenir. Eran las ocho y media de la mañana, la playa estaba totalmente desierta y la mar en calma. Decidí caminar un rato por la orilla, mientras caminaba hinchaba los pulmones hasta los topes, de aquel aire con aroma a salitre. No pasó mucho tiempo, mientras caminaba, empecé a cruzarme con gente que corría por la orilla, salpicando sin ningún tipo de cuidado y respeto, cosa que me molestó. Después de andar unos cientos de metros, decidí que aquel era el sitio idóneo, donde pasar un día de playa en solitario.
Extendí la toalla sobre la arena, me quité la camiseta y me puse crema protectora, en ese momento, eché de menos a mi mujer, porque en la zona de la espalda no pude extender suficiente crema. Comencé con la lectura de la prensa, instante en que comenzaron las primeras olas del día, por un momento dejé la lectura y contemplé el vaivén de las olas en la orilla, era un maravilloso balanceo, acompañado del sonido del mar.
Un momento único y no habitual para mí, un momento de éxtasis, en el que cuerpo y mente, entran en conexión con la naturaleza, te hace olvidar los problemas mundanos, cierras los ojos, notas la brisa en la cara y de fondo el sonido del mar. Un momento que se ve interrumpido, por el rugido de un tractor, que campa a sus anchas por la playa, al llegar a mi altura, toca el claxon, advirtiéndome que debo retirarme de su camino, para que siga removiendo la arena y cribándola con el artilugio que lleva incorporado a modo de remolque, arrojando en un deposito todo tipo de residuos que permanecen enterrados.
Vuelvo a colocar la toalla y mis pertenencias, prosiguiendo mi lectura. Después de la sección de titulares de ámbito nacional, paso al de internacionales, siendo los asuntos económicos los que copan más columnas. En la sección de cultura, es cuando mi lectura se ve de nuevo interrumpida.
-   Buenos días caballero.- se dirige educadamente hacia mí, un joven ataviado con atuendo playero.
-   Buenos días.- le respondo
-   No le importaría, moverse unos metros, es que esta es zona de hamacas y sombrillas y tengo que montarlas. Después si lo desea, puede alquilar un hamaca con o sin sombrilla.- me dice sonriendo
-   Lo siento, no sabía que esta zona estaba destinada para tal fin.- me disculpé mientras volvía a recoger, la toalla, los periódicos...
Anduve unos cientos de metros, me cercioré de que no era zona de hamacas, ni de sombrillas, ni de que era paso de un tractor arando la arena de la playa.
A esa hora de la mañana, las diez, empezó a llegar gente a la playa; en cuestión de minutos estaba rodeado de gente. Estaba tan ensimismado con la lectura, que apenas me daba cuenta de lo que ocurría a mi alrededor. Empecé a oír gritos, de ¡Sinvergüenzas!, ¡provocadores!, ¡exhibicionistas!. ¡Respetad, que hay niños delante!

Levanté la mirada desde mi posición, frente a mí una veintena de nudistas, despojados de toda prenda, mientras otro grupo de gente, les recriminaba su actitud y les abucheaba al grito de ¡fuera, fuera!. Tal fue el tumulto que se provoco, que acudió la Policía Local, momento en que uno de los cabecillas del grupo nudista dio una orden.
-   Ahora, ahora, la pancarta.-
Al tiempo que algunos de ellos, extendían una pancarta, en la que se podía leer "El Nudismo es un Derecho". La Policía Local, intentó poner orden, se justificaron que no podían impedir la presencia de nudistas en la playa, porque la normativa municipal, no contemplaba este tipo de actos, así que invitaba a los presente no nudistas a permanecer en el lugar con respeto o a cambiar de situación.
Al ver que los ánimos no se calmaban, decidí recoger nuevamente y mudarme. Anduve unos cientos de metros dirección al inicio de caminata, desandé lo andado y observé un sitio perfecto, en el que no tenía a gente muy próxima.
Extendí nuevamente la toalla y comencé a hacer un crucigrama, el sol empezaba a calentar y apetecía tomar el primer baño, me levanté y me dirigí hacia la orilla, pero algo raro estaba pasando, pues comprobé que no había nadie dentro del agua. Busqué con la mirada, el color de la bandera, mi sorpresa, amarilla.
Me dirigí hacia el socorrista más próximo, para conocer los motivos, me comentó que había una plaga de medusas en la zona, por eso habían izado bandera amarilla, se debía extremar la precaución en el baño.
Volví a mi toalla, algo ofuscado por la situación y retomé mi lectura, cuando hizo aparición justo enfrente de mi posición, un par de ancianos tirando de un carrito, él un hombre bajito, con cabello y bigote blanco, ella una señora entrada en carnes y maquillada, descargaron del carrito dos sillas plegables de playa y una sombrilla, que el anciano clavó en la arena, como el conquistador que hace suyo un terreno, sacó un pequeño transistor que colgó de la sombrilla, a todo volumen y ambos se sentaron bajo el sombrajo.
El ruido del transistor era ensordecedor, había sintonizado una cadena, cuya tertulia matinal era soporífera a la vez que chirriante, rompía la serenidad de la que había estado disfrutando antes de su llegada, era imposible concentrarme en la lectura.

Con la llegada del mediodía, aproveché para perder de vista a los ancianos del transistor, a la vez que me acerqué, hasta uno de los chiringuitos que había a lo largo del paseo marítimo, donde degusté una paella cuyo arroz estaba pasado, las gambas que lo aderezaban estaban decapitadas y tristemente en el plato encontré cinco cabezas, sin rastro del resto del cuerpo.
Volví a la playa, coloqué la toalla, esta vez sin reparar en los vecinos de alrededor, me tumbé, dispuesto a dar una cabezadita, mientras pensaba en mi mujer. Me encontraba en un placentero sueño, que se vio abortado, por el balonazo de un grupo de pequeños terroristas playeros, mocosos, cuyos padres eran totalmente ajenos al comportamiento de sus hijos. Una vez despierto, me acerqué hasta la orilla, donde me refresqué un poco, aún eran pocos los valientes que se atrevían a nadar junto a las medusas.
Regresé a la toalla y comencé a realizar un sudoku, momento en que me asaltó un vendedor ambulante de refrescos, uno de los llamados "lateros"
-   Agua, cola, cerveza....- repetía aquel hombre entre los bañistas.
Un gesto de negación con la cabeza por mi parte, fue suficiente, para ahuyentarlo, de repente unas voces, se empezaron a escuchar por la playa, ante el sobresalto de los allí congregados
-   Intruso, intruso...- gritaba un hombre de mediana edad.
Al eco de las voces, el latero salió corriendo, esparciendo arena sobre mí y mis vecinos de toalla, en su huída. El hombre de mediana edad, resultó ser un vendedor ambulante autorizado, que se intentaba defender, a voces, del intrusismo del latero.

Fue cayendo la tarde, el sol se fue escondiendo detrás de los edificios de primera línea de playa, decidí que era el momento de volver al apartamento y reencontrarme con mi mujer, después de su duro día de trabajo. Recogí definitivamente la toalla, comencé a caminar por el paseo marítimo, cuando advertí, que la pareja de ancianos que caminaba delante de mí, eran los mismos que habían llegado con el carrito a la playa, para colmo, el anciano, llevaba el transistor en la mano a todo volumen. El locutor de radio, despedía su programa:
-   Gracias radioyentes por escucharnos un día más, hoy nos despedimos con un éxito del verano de 1969...
Acto seguido, comenzó una melodía, La playa estaba desierta...

Danny boy

Relatos FM


Imagina...


Me desperté sobresaltada por un fuerte ruido, no me importó. Lo cierto es que hacía ya mucho tiempo que no descansaba. Si me quedaba dormida era unos pocos minutos, a veces incluso fingía estarlo para evitar sus preguntas, ...preguntas que no podía o no sabía responder. Aún así sentía su preocupación, sabía que me observaba con sus ojos verdes y abatidos, pero era incapaz de enfrentarme a ella. No sabría qué contestar, además, Alyson era una persona muy impredecible. Nunca sabías que te iba a decir y mucho menos en una situación como aquella. La única solución que conocía era cambiarle de tema y decirle que fuéramos a ver el amanecer juntas. Le encantaba ver cómo el resplandor del sol se iba haciendo más y más fuerte. Ella enredó sus pequeños y finos dedos entre los míos y observó cómo se iluminaba lo que solían ser verdes praderas, a donde todos los sábados por la tarde una madre llevaba a su hija a coger flores, ...lamentablemente, no aparecerían por allí aquella semana. El sol ya se veía tras las montañas, entre explosión y explosión. Alyson cerró los ojos y dejó que los rayos acariciaran su cara y se perdieran en un mar de oscuros rizos, yo la abracé mientras rogaba que aquel amanecer no fuera el último... Cuando el sol ya había salido bajamos de nuevo al sótano, allí estábamos mas seguras.

Estando sentadas en el suelo, Alyson puso esa mirada que yo tanto odiaba. Sus ojos trataban de no dejar escapar las lágrimas. Le dije que todo saldría bien y volvería a ser como antes. Sinceramente, creo que en el fondo trataba de convencerme a mí misma. No sabía qué hacer, estaba completamente perdida. Empezaba a dudar de Steve y los demás. Hacía ya semanas desde que se habían ido diciendo que volverían a buscarnos ¿Nos habían abandonado? Podía ser, ...aunque quizás no consiguieran llegar al refugio. Fuera como fuera, tenía que pensar en una alternativa para salir de allí, estábamos peligrosamente cerca de gente disparando, minas explotando...

Sabía que hacía unos meses no éramos las únicas escondidas, pero a estas alturas parecía que la mayoría había logrado escapar o los habían encontrado, ...y Alyson también lo sabía. Tenía controlado que detrás del puente cada cinco semanas salía un camión lleno de gente, ella creía que era así como se escapaban pero no era cierto, ...no se escapaban, al contrario. Los que ahí subían llevaban trajes de rayas, con un número de serie y un símbolo en el lado izquierdo. Lo que más se veían eran estrellas amarillas de seis puntas y algún que otro triángulo morado.
No me atrevía a decirle la verdad sobre a dónde se llevaban a esas personas ni qué pasaba con ellas. Prefería que siguiera creyendo que su padre se salvó cuando lo metieron en uno de aquellos camiones. Algún día sabría la verdad, pero no era aquel el momento oportuno ¿Cómo le iba a explicar algo tan horrible a una niña? En su mente no cabía la posibilidad de que alguien pudiera hacer tanto daño, ...ni siquiera cabía en mi propia mente. Lo único malvado que ella conocía eran los monstruos, los fantasmas y las brujas. Vivía en un mundo fantástico y no iba a ser yo la que le destrozara la infancia. Al contrario, lo último que quería era que creciera, que fuera consciente de la realidad y se diera cuenta de que no todo sale según lo planeado, pero sabía que ese momento llegaría algún día y no podía hacer nada para impedirlo...

Pasaron días, semanas, ...estaba claro que Steve no iba a volver y eso hacía que Alyson se encabezonara más y más en escaparnos en uno de aquellos camiones, para colmo, a mí ya se me empezaban a agotar las excusas. Necesitaba encontrar algo que la distrajera, así que rebusqué entre las viejas cajas del rincón. Encontré acuarelas, lápices de colores y una antigua cámara de fotos en blanco y negro de revelado automático, eso era suficiente. Se lo di y le dije que podía sacer fotos y dibujarlas después. Se le iluminaron los ojos. Me alegré, hacía tiempo que no la veía feliz.

Después de unas horas ya había hecho varios dibujos pero no había usado la cámara, le pregunté por qué. Me respondió tristemente, sin apartar la vista de su dibujo, que no había cosas bonitas que fotografiar. Me agaché, la miré a los ojos y le dije que todo lo bonito y fantástico que necesitaba lo tenía en su imaginación, podía crear cualquier cosa. Me miró muy seria, cogió la cámara, salió del sótano, se acercó a una ventana y le sacó una foto a la calle. Volvió sin decir palabra y se puso a pintar sobre la foto. Esperé impaciente a que acabara. Cuando su obra estaba terminada, extendió su bracito y me la enseñó. No supe qué decir. La miré, sonreía de oreja a oreja, sus ojos brillaban y sus oídos permanecían atentos a mi respuesta. Volví a mirar la foto, había pintado de un azul intenso el cielo, con un arco iris y praderas que volvían a ser verdes, los tanques y sus cañones se habían convertido en jirafas, los soldados jugaban unos con otros, había una sonrisa dibujada en cada cara y en el monte, una niña de oscuros rizos cogía flores con su madre mientras que de cerca, un hombre a la sombra de un árbol las observaba y sonreía. Había animales y flores por todos lados. Era un paraíso en el que se respiraba felicidad.

Una lágrima resbaló por mi mejilla, miré a Alyson sonriendo y le dije que me encantaba, era precioso. Imaginé que su dibujo era real, que la pesadilla había acabado y todo volvía a ser normal. La gente era feliz, ...yo era feliz junto con Alyson y James, éramos una familia unida y feliz.

El sonido del camión llegando al puente me trajo de nuevo a la realidad, a la cruda realidad. Alyson también lo escuchó y subió corriendo a mirar por la ventana, ...se llevó la cámara. Me di cuenta de que el flash podía llamar la atención de los soldados demasiado tarde. Después de unos minutos un soldado abrió la puerta de una patada. Alyson se emocionó, pensó que venían a buscarnos y fue corriendo a la entrada. El miedo invadió mi mente, le grité que no se acercara, subí corriendo. Había llegado tarde, el soldado la había visto y le decía que fuera con él. Pude ver cómo salían a la calle, grité con todas mis fuerzas que no se la llevara. El soldado se frenó, se dio la vuelta y me dijo que tenía que acompañarle. Alyson vino corriendo y tironeó de la manga de mi blusa. Levanté la vista y vi a otro soldado del lado opuesto de la calle, llevaba un uniforme distinto. Apuntó al soldado que estaba con nosotras, se vieron varios fogonazos. El soldado se apartó, detrás de él estaba Alyson. Reaccioné rápido, me puse delante de ella... Sentí un profundo dolor más abajo de mi clavícula izquierda, vi a Alyson abrir los ojos y aterrorizarse. Se oyó un segundo disparo, esta vez la bala alcanzó al soldado. Alyson lloraba, le pedí que se agachara y le dije cuánto la quería, pero tenía que huir y esconderse. La besé y la dejé marchar. Mi pequeña se alejaba, ...supe que la había perdido. No estaría a su lado para verla crecer y formar su propia familia. La iba a dejar sola y no podía hacer nada. Y, ...¿por qué? Porque algunas veces las personas se centran solo en sus propios beneficios, en vez de en las malas consecuencias, porque el egoísmo no les deja ver el daño que pueden causar. Pensé que no era justo que muriera gente inocente, ...no era justo que yo muriera allí, pero a nadie parecía importarle. Ni siquiera sabía si Alyson lograría sobrevivir. La miré otra vez, ...la última vez. Sabía que ya no la recuperaría, estaba muy lejos, ...y cerré los ojos.
                                                                                                            Primavera
                                    

"Imagine all the people living life in peace" – John Lennon

Nay

Relatos FM


El piloto  invisible


Un día conocí a un joven llamado Camilo. Él no es un muchacho cualquiera, a nadie le importa la gente cualquiera. Él es un joven común con un único sueño. Él quería que lo amaran por lo que era, no por lo que tuviera; pero como nada tenía. Nadie lo quería. Camilo, además quería ser admirado y respetado. Por eso decidió dedicarse a una profesión de prestigio. Él quería ser piloto, uno de verdad. Él quería volar.
Un día un amigo le dijo que eso de ser piloto de verdad, era complicado. Le dijo que se necesitaba mucha plata, que mucho esfuerzo, que apoyo familiar, que alguien que le ayudara en la vuelta. Entonces Camilo empezó a dudar, el camino no se veía fácil. Sin embargo, Camilo no quería renunciar. Él quería volar, como fuera.
Afortunadamente Camilo tenía buenos amigos que lo apoyaban; un día uno de sus amigos, esos del alma, le dijo que le quería ayudar a volar. Su amigo conocía una forma más fácil y económica de volar y se la iba a enseñar.  Entonces Camilo se montó en una papeleta, pero como no tenía recursos, solo le alcanzó para una de 1000 pesos.
El andaba por las nubes y se sentía más cerca del cielo.  A veces, era astronauta e iba a la luna. En ocasiones era científico, cuando veía el piso de colores; y en otras, físico cuando sentía el piso blandito. Él volaba pero no en dirección a sus sueños, sino con rumbo a dimensiones desconocidas. Cada vez que se montaba en su papeleta, no sabía muy bien a dónde se dirigía. Eso a él no le importaba, a él solo le gustaba volar.
Un día le preguntaron. Piloto, ¿Para donde va tu avioneta? y Camilo no supo que contestar. Él ya no podía controlarlo, el no dirigía nada. Él iba donde su avioneta quería. Y se dio cuenta que viajaba solo. No podía llevar a nadie a bordo con él.  Invitó a su novia, la niña más bonita del colegio, para que volara con él. Ella le dijo que sí. Y se montaron los dos. Pero Camilo se dio cuenta que cada uno tenía una avioneta distinta. Ella volaba, pero no con él.
Camilo se seguía sintiendo solo e invitó más amigos. Todos volaban, pero ninguno con él. Entonces pensó en su familia y ese día se sintió más solo que nunca. Ya no los tenía. Se estaba convirtiendo en un piloto invisible. De esos que se les niega la existencia y se ignora su presencia. Porque nadie dice que conoce a los pilotos cuando son invisibles. A ellos la muerte está muy cerca del cielo. Y el cielo es un lugar maravilloso.
La gente dice que los aterrizajes de los pilotos invisibles son difíciles y Camilo no tenía mucha experiencia en eso, entonces se estrelló. Llegó a tierra y se dio cuenta que el viaje lo había cambiado. Camilo se sentía diferente y la gente lo veía diferente. En tierra las cosas no se veían de colores, todo se estaba tornando más oscuro que nunca. Las cosas no eran como antes. Después que los pilotos conocen el cielo, la tierra es lenta y sin sentido. Pasaba el tiempo y Camilo necesitaba volver al cielo. Entonces le preguntó a su amigo si le ayudaba de nuevo y este le dijo que no. El negocio de la aviación estaba en peligro, las avionetas estaban muy estrelladas y la gente los estaba buscando en tierra para que se quedaran en el otro mundo. Su amigo no le ayudo más en sus viajes. Le dijo que estudiara, que era un buen muchacho. Entonces Camilo decidió dejar su carrera exitosa de piloto. Sin embargo, por más que quiso, no pudo. A él le faltaba amor, mucho más del que necesitaba antes de empezar a volar. Su cuerpo extrañaba mucho el cielo. Su mente se desesperaba en tierra y se empezaba a sentir preso. Ahora para Camilo, la tierra estaba cambiando otra vez, el infierno estaba llegando. Su cuerpo lo estaba sintiendo; era un frio que quema, una angustia que mata, ansias que perforan el alma y una sed de cielo, mucho cielo.
Camilo era oficialmente un piloto invisible. Ellos solo se curan con amor. Y el amor a sí mismo, en estos momentos, es más difícil que nunca.

Miss. Tamany

Relatos FM


La tarde del domingo


Los domingos la vida habla con la muerte, o estoy muy frágil y estoy cerca del llanto cuando quiero decir algo. El domingo, mi cuerpo no ofrece ningún obstáculo. Está tan pronto a reír como a estallar y desahogarse en una roja y abultada pena. Los domingos, para mí, son mejores con gente que quiero y no con extraños. Mucho menos para negocios, solicitudes o cumplir demandas que no sean las mías.
Los domingos necesito confiar en alguien, porque me desvanezco. Porque me parece que la vida no vale nada. Porque todo me da nostalgia y ya no se cuál es el Félix, qué momento de su vida es el que más prefiero, pero ya no está más.

El tiempo silba bajito en algún lugar del restorán. Me espía. Y yo estoy satisfecho o insatisfecho, pero de verdad siento que todo es tremendamente impreciso. A veces, lo fugaz de todo me da ganas de tirarme debajo de un tren; pero también puedo tener un fuerte sentimiento poético y respirar un futuro prometedor sin prisas.

Soy muy poquito. Soy gotas de agua. Y las estaciones de los años cambian mi modo de pensar y yo cambio mi abrigo para intentar siempre estar oportuno con la temperatura. Esto es, más o menos, fácil. Pero entender la muerte. Eso sí que no.

Julián tiene veintisiete y yo cumplo treinta el domingo que viene. Hoy nos detuvimos en  la muerte. Esa idea vaga, lejana y que nadie nunca trae a colación en ningún tipo de conversación. Frente a ella, parece que todo lo demás es pura distracción. No podría leer ninguno de mis textos, ni cantar ninguna de mis canciones ante la muerte de un ser querido. Todo me parecería para ese instante estúpido y fuera de lugar. Y entonces: ¿qué es lo que estamos haciendo? ¿Quiénes son los que viven en este mundo? ¡Por qué se mira tanta tele, por Dios!

La comida de los peruanos es verdaderamente pesada. Por mí está bien, si no vuelvo a venir sino hasta el año que viene. Si es que sigo vivo, que parece que es lo más probable. Pero ¿por qué? Lo llaman estadística.

La tarde del domingo. La manzana nada en la chicha. El alcohol del sábado sigue siendo alcohol por la sangre. La música que hicimos ayer –ya no es hoy, como hoy ayer, que era tan especial- se une a nuestro abultado pasado. Lo grande que me hace sentir mi amigo. La alegría de encontrarnos nombrados por otros y olvidar por un rato el tema de la muerte. La muerte  y las definiciones en el diccionario de las religiones que ya no sé cómo se practican. Borges y sus ideas aventurándonos a pensar. Cien pesos, la cuenta.

Mi voz está por estallar. Mi vida es de lo más común. No quiero compartir si no tengo ganas, ¿no? Parece que uno estuviera destinado a comportarse eternamente como un pelotudo, salvo que despierte sorpresivamente del sueño y tenga la oportunidad de asumir un cambio. Para cualquier cambio hace falta decisión y voluntad. Casi nunca hallo esto dentro de mis cualidades: otra pelotudez que me acostará durante algunos años más hasta que logre "despertar".
Aunque siempre esté tratando de pintar la línea de tiempo y hacer escisiones y límites para distinguir etapas y cuándo fue que di el vuelco, sé que todo eso no existe. No hay modo de meter la mano y separar trigo y cizaña y nunca llegaré a ningún lado donde quiera quedarme satisfecho. No hay paradas, no tengo contornos. Todo es contemplable y efectivamente sufro mucho por las cosas que salen de mi control, como la reacción de los demás y –el eje de la cuestión- mis sentimientos, que se golpean de manera bestial los domingos entre sí y me devastan psicológicamente.

No sé si puedo recuperarme. No sé si es más grave, si no lo es del todo, si necesito volver a hablar con el psicólogo (No sé si mis búsquedas –que no son mías, en todo caso son los fuegos que arden en mi inconsciente, y de ése sí que no sé qué decir- giran como un espiral hacia algún centro o, como a veces me desahucia creer, en un círculo redundante).

Hay un lejano costado, algo que forma parte de la sombra de mis acciones, como una palabra secreta que no se escribe en los párrafos pero se está nombrando. Insisto en creer en mi trascendencia. Insisto y no sé de qué vale. Siempre ando afirmando que algo podría salvarnos. Todos necesitamos ser salvados, sea de las malas interpretaciones, sea del dominio que otros han tenido o tienen de nosotros, sea de aquello que no debimos haber visto pero el azar ha hecho que se tope con nosotros y ahora nuestros sueños se tiñeron de esa maldad que no nos deja tranquilos.

A veces desistimos de hablar, porque hablar es hacer un reclamo y hacerlo es creer que nos va a dar buenos resultados. Y nosotros, viviendo sin despertar o enajenados y filtrados por el pasado, ya no soportaríamos un nuevo cambio en nuestro pequeño reducto de la "conciencia de las cosas".

La muerte vaga silenciosa por nuestro corazón sin hacernos ningún daño.

Ben

Relatos FM

Cuando el bosque no deja ver los árboles


En una gran cuidad rodeada de gente, yo sola. Con amigos que veo cada dos meses y sin tiempo para hacer nada de lo que realmente te gusta, entendí que el bosque no me dejaba ver los árboles.

Y como quería ver los árboles, decidí ir al bosque. No se si fue la falta de bullicio, la innecesidad de correr a todos lados, el aire limpio o simplemente el tener esos árboles tan cerca de mí, lo que me hizo quedarme a vivir allí. Allí encontré la paz, allí morí. Hoy soy otra. Hoy he encontrado el amor.

Porque por fin puedo decir que lo he encontrado. No es apuesto, no es adinerado, no tiene ojos azules ni va sobre un gran caballo. Mi príncipe es alguien bueno, un personaje de campo y, aunque no lo crean, no ha estudiado.

La vida no es lo que pensaba, por suerte conmigo ha sido buena. Me ha dado tristezas, pero al fin me las compensa. Adoro el aire suave, ese que empuja la hierba, me llena por dentro y es lo que más me alimenta. No recuerdo aquel tiempo, aquel de la gran ciudad que hoy me asusta; sólo tengo emociones, historias, personas, amor y todo lo que con tan poco, más se disfruta.

Adoro todos los árboles, pero más que a otros, adoro a mi abeto; lo escogí entre los otros, porque lo tengo cerca y me gusta tenerlo; sentirlo cogerlo, oler sus aromas, mirar para arriba y casi no verlo. Me siento segura cuando sé que lo tengo, porque es como un padre, un hermano, un amigo, es mi apoyo perpetuo. Es parte del bosque, lo sé y lo sabemos, como yo lo seré un día, cuando me funda con él por completo.

Soy feliz, soy sincera, porque he encontrado mi árbol, he dejado la pena.

Pernando Gaztelu

Relatos FM


Un trabajo fácil


               
I

Aquel hombre estaba atado a una silla en mitad del campo. Era de noche y el silencio constante revelaba que no había nadie en muchos kilómetros a la redonda, nadie, a excepción de otro hombre. Si no recordaba mal -había bebido mucho esa noche- ese hombre era el que lo había llevado hasta allí y ahora estaba cavando. El primer hombre estaba asustado porque no podían ayudarlo. 
Por consiguiente, le pedía a su impasible interlocutor que lo soltara con absoluta vehemencia. En un determinado momento el terrible miedo que sentía le llevó a hacerse sus necesidades encima. El segundo hombre ni siquiera lo escuchaba, de tal modo que sus palabras y sus gritos formaban parte de una niebla absurda e incomprensible que le parecía patética y desagradable. Sólo a veces le mostraba su indiferencia mirándolo de soslayo, de hito en hito, para luego seguir cavando con denuedo. Quería conseguir una profundidad precisa, y eso requería un gran esfuerzo.
El primer hombre sabía que no le restaba mucho tiempo, pero no recordaba ya donde quedaba la carretera, sabía que estaba lejos, muy lejos y puesto que Dios no existía, la única fuerza inconcreta llamada azar que podía detener lo que estaba a punto de suceder debía de provenir de la carretera. Por eso miraba hacia los lados, con la vaga esperanza de reconocer el lejano resplandor de los faros de los automóviles.
—Te daré dinero. Mucho dinero. Dime la cantidad.
El otro continuaba cavando lo que a todas luces era una tumba. El primer hombre rompió a llorar. Entonces se dio cuenta de que nunca había pensado lo cerca de la ciudad que estaba la cuneta, el campo baldío, la muerte, la nada. 
A continuación deseó con todas sus fuerzas que aquello no fuera real. No podía ser tan sencillo. Se imaginó que estaba en otro lugar con una hermosa mujer y que ambos reían juntos de aquella funesta pesadilla. Luego pensó de nuevo en Niestzche, sin recordar exactamente en qué libro había leído un párrafo en el que atribuía a la civilización y en consecuencia a la moral, tal vez quizá el único mérito de conseguir que los hombres pudieran descansar en sus casas, sin pensar que en cualquier momento podían ser atacados por fieras o por otros hombres.
Pasaron los minutos y luego varias horas y dejó de suplicar, entonces su miedo sólo quedó expresado por unos incoherentes sollozos. De repente, el segundo hombre dándose cuenta de que ya le quedaba poco para que el agujero tomara las dimensiones adecuadas se detuvo por un momento. Mientras preparaba la cal viva que había traído, su mirada parecía escrutar al hombre que estaba atado en la silla. Eran el verdugo y su víctima. Ninguno de los dos dijo nada. Cada cual parecía haber aceptado el papel que le había tocado en aquella insólita situación.
Por fin la improvisada tumba estaba terminada. Entonces comenzó a golpearlo con la culata del arma. Después de varios golpes varios dientes salieron despedidos. De su rostro manaba sangre profusamente. Una vez que hubo terminado sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo y se encendió uno. Acto seguido el estruendo de dos tiros rompió el silencio de la noche.

                  
II

El día anterior a mediodía un hombre vestido inmaculadamente de negro había llegado a la ciudad condal. Un taxi le había traído desde el aeropuerto. Después había alquilado un coche. En el centro había entrado en un bar y había pedido un whisky.  En el periódico había mirado con sorna las ofertas de trabajo. A pesar de su edad se acababa de licenciar en Derecho, no en vano mientras se emborrachaba había pensado sobre el concepto de la presunción de inocencia. Tenía sus inconvenientes, pero había que reconocer -que en su humilde opinión- era la manera más razonable de imponer cualquier legislación penal sobre un determinado territorio. Es cierto que había casos que esta suerte de derechos provocaban fragantes injusticias. Y que el populacho, la chusma, se enardecía cuando amparándose en ellos sobrevenían determinados crímenes aciagos. Evidentemente no se daban cuenta de que se trababan de dolorosas excepciones. De hecho lo contrario sería mucho peor. La presunción de culpabilidad. En ese caso no se trataría de la reincidencia. Se trataría de otra cosa. Más bien de la carga de la prueba. El Estado y quien realiza la función acusatoria, es decir, el fiscal quedaría exento de probar sus acusaciones. Lo que pasaba a diario en la mayoría de los regímenes dictatoriales: Sería el individuo quien debería de probar su inocencia, puesto que en principio todos serían culpables.
El hombre después, había continuado sin saber por qué analizando un recuerdo de su infancia. Recordó unas vacaciones de verano junto a sus padres. Fueron a una playa muy conocida. Aunque en ese periodo de su vida ya había visto el mar con anterioridad, aquella noche fueron al cine, y aquella combinación le pareció el súmmun de la felicidad. La playa y el cine. ¡Cuánto había cambiado todo desde entonces!  Ahora bajo su chaqueta dentro de su bonita funda de piel curtida llevaba un Magnum. En el pasado ese viejo amigo le había acompañado en innumerables ejecuciones.  No era un psicópata. Lo cual era casi peor, porque significaba que aun teniendo cierta empatía por sus víctimas, las mataba para conseguir sus objetivos.
En ese preciso momento un parroquiano del lugar había interrumpido el hilo de sus pensamientos para pedirle un cigarro. El hombre se lo había dado con una rara mirada en sus ojos. Después una camarera había intentado ligar con él. Tal vez había sido su pose flemática lo que la había atraído. Él la había rechazado  con un gesto de desdén. Cuando cayó la noche había salido del bar bastante ebrio y después de vagabundear un rato había entrado en un taxi pidiendo que lo llevaran a una dirección extraña que llevaba escrita en un pequeño trozo de papel que había guardado celosamente durante un largo periodo de tiempo.
Durante el viaje el hombre se había alegrado de estar vivo, de repente una profunda sensación de amor propio había embargado su pecho. Se sentía feliz. Estaba a punto de reconciliarse con la vida.
En ese momento el taxi se había detenido y había pagado la carrera. Las luces de neón habían iluminado su rostro. Pronto había descubierto que el lugar en cuestión era enorme y estaba a las afueras. No sólo había un lupanar sino que se trataba de un complejo del vicio que incluía un casino y una sala de conciertos. Entonces se había dirigido con premura hacía el edificio principal donde se situaba el burdel.  Al principio todos habían tomado a aquel hombre como si fuera un cliente común que había venido buscando determinados servicios. Sin embargo, pronto había conseguido llamar la atención del encargado al haber preguntado por un viejo amigo, alguien que no era otro sino el jefe de todo aquello, una persona discreta que no acostumbraba a recibir visitas. Allí le habían servido una copa y le habían tratado con una amabilidad desacostumbrada para ese tipo de sitios. Resultaba evidente que se había ganado el respeto de todos y todas las que trabajaban allí. Era un viejo amigo del jefe y eso significaba que era una persona importante. Por otro lado, el jefe era alguien que había hecho dinero muy rápidamente, alguien que tenía contactos y que se encontraba en un lugar elevado en el escalafón del crimen. En definitiva alguien que tenía poder y cuando se habían encontrado todo habían sido risas y abrazos. El jefe no había escatimado en nada para agasajar a su visitante imprevisto. Ambos habían empezado a correrse una impresionante juerga que por supuesto había incluido drogas, sexo y rock and roll. De hecho, había llegado un momento que habían llamando un taxi y se habían ido a Barcelona, para continuar la juerga, para estar solos.

                  
III


Muchas copas después una breve sonrisa se había dibujado en su afilado rostro cuando el jefe había sentido la intimidad necesaria para aludir a la broma por la que era conocido  en el pasado, y se había dirigido a él llamándolo "Pésame".
Entonces en un remoto bar habían comenzado a hablar de negocios, con la certeza de que una vez que cerraran el trato la suerte de su víctima estaría echada. En silencio de su bolsillo había salido -el anticipo- un fajo de billetes, pero sobre todo la fotografía y la dirección del hombre que debía morir antes de rayar el día.
El jefe estaba contento porque sabía que podía confiar en él, aquél era un hombre era de la vieja escuela  y tenía cualidades, en sus manos eliminar a su acérrimo enemigo iba a ser un trabajo fácil. De hecho, poco le iba a importar que se tratara de acabar con un peligroso delincuente rival. Además el elemento sorpresa estaba de su parte, hacía mucho tiempo que había suficiente dinero negro para todos y ya no estaba en boga matar a los oponentes porque hasta la mafia se había aburguesado.
Por otro lado, estaba seguro de que la policía en esos momentos no era un problema porque nunca investigaría un crimen como aquel, "Pésame" era un profesional. No dejaría pruebas. Todo sucedería de forma discreta y no cometería errores. Nada de aquello sería una noticia de primera plana. Pronto se olvidaría. A lo sumo su búsqueda la asumiría durante un corto espacio de tiempo el departamento de personas desaparecidas, sin perjuicio de que los inspectores más avezados sospecharan con pereza que se trataba de un anodino ajuste de cuentas.
No había tiempo que perder, por lo que ambos se habían dispuesto a concretar todos los detalles. El hombre vivía solo en un lugar apartado por lo que no había que temer a los vecinos indiscretos. El jefe le había explicado en un mapa las carreteras que había de tomar hasta llegar a una cercana finca de su propiedad donde nadie les molestaría.
Después había insistido en darle unos billetes más para que antes de morir se produjera cierto ensañamiento.  Y por supuesto había dispuesto la especial crueldad de  que la víctima fuera testigo del tedioso trabajo que supone para un asesino meticuloso tener que cavar una tumba de las dimensiones adecuadas para un persona.
—¿Aún conservas tu viejo Magnum?
—Por supuesto.


               
IV

Poco después de aquello dos hombres habían dejado un coche a las afueras de una finca. Detrás había quedado una sinuosa carretera. Uno de ellos había entrado en la casa y había sacado uno silla.
—¿Por qué? Había preguntado la víctima.
— ¿Recuerdas el atraco al banco? Todos siguen en la cárcel. Yo he salido por buen comportamiento. El juez dice que ya estoy listo para la reinserción. Bueno, todos menos tú.
—A mi también me detuvieron.
—Que yo sepa no pasaste ninguna temporada a la sombra. ¿No se te escaparía alguna información y por eso te dejaron libre?  Un trabajo de fácil. ¿Recuerdas? Eso fue lo que dijiste.
—¿Qué?
— Veo que lo habías olvidado. Han pasado veinte años desde entonces, pero he contado cada día para llegar a este momento.¿Pensabas que no lo descubriría?
—La cosa se complicó, te lo juro.
—Sin embargo, a ti parece irte bien, muy bien.
—Está bien, está bien, cálmate, cálmate, somos caballeros y seguro que podemos arreglar este asunto como seres civilizados. Puedo compensarte.
—Sólo hay una manera de darme cierta satisfacción.
—Tú eres inteligente. Puedo hacerte rico, si acabas de salir de cárcel no tendrás mucho dinero en el bolsillo. En cambio, si llegamos a un acuerdo sacarás un gran beneficio de toda esta historia. Te daré un millón de euros, de lo contrario no sacarás nada, todo habrá sido en vano, no recuperarás ni un solo minuto de los que pasaste entre rejas.
—Cállate.
—Si me matas no conseguirás nada. Vas a perder una fortuna. ¿Por qué lo haces?
—Por vanidad.

Hank