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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM


Niebla


Estas son fuentes secas, y nieblas llevadas por el huracán, a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas. 2 Pedro 2:17

Hoy la niebla es más densa que nunca, un telón para que ningún curioso se acerque a mirar como la mujer da a luz. Será mi hijo, y yo miro desde la ventana, espiando a la mujer, desnuda, cerca del fuego. Vive en una cabaña prefabricada como tantas otras en Islandia, recubierta de metal ondulado para protegerla del frío, de color azul, una aparición que parece un zorro azul en el paisaje. Nadie sabe la edad que tiene y no se suele relacionar con la gente del pueblo, pelo rojo, ojos negros, piel pálida... ¿Cómo iba a resistirme cuando la vi andando cargada de bolsas de la compra y me ofrecí a llevarla? Ahora ha empezado a gritar y recuerdo fragmentos de nuestras conversaciones, como si el daño y el placer se confundieran en el gesto de su rostro. "Me llaman bruja porque cuando era joven salía a pasear por las montañas, yo no era de aquí, vivía cerca de la montaña que nuestras sagas llaman Helga Fell." La noche, sin embargo está tranquila, se oye el viento. "Iba tanto por allí porque  conocí a un ermitaño, una persona extraña que me doblaba la edad, tenía una mirada rara, con un ojo de cada color. Un día me dio una manzana para comer, y nunca olvidaré su sabor. Entonces me preguntó si le quería, y yo no supe que contestar... ¡Eran tan joven !" A través del cristal se ve todo borroso, pero la memoria ayuda a reconstruir cada detalle incluso las extrañas figuras de piedra que siempre tenía cerca de la cabecera de la cama y de las que nunca quiso hablarme. Este es un pueblo pequeño, todos se conocen, cuando llegó ella y compró la casa de la vieja Sofia, a la gente le resultó un tanto extraño. Aquella mujer era católica y quería vivir su religión de manera personal, por eso cerca de la vivienda había una pequeña construcción de madera, ya derruida, donde se iba deshaciendo poco a poco una imagen de Cristo en la cruz, tallada de manera muy rudimentaria, y sobre cuyo cuerpo había escrito con tinta algunos pasajes de la Biblia. Eso no fue un buen comienzo, pero que mantuviera el aislamiento como lo hacía, y que todos los hombres o mujeres que entablaban amistad con ella acabaran desapareciendo del pueblo les hizo sospechar que era el diablo.  Su cuerpo era terso, suave, sin arrugas... pero por lo que contaba que había vivido y los sitios por los que había pasado resultaba difícil de creer. "Me pasé nueve años como una ermitaña en la montaña, esperando que volviese. Me alimentaba de lo que podía robar en una granja cercana. Meditaba continuamente. Miraba el cielo, las nubes, la tierra negra."  La niebla es ahora casi física, casi podría cortarla, me ahoga. "Estoy embarazada y lo quiero tener... Espero que no te importe... Quizá esta vez..." Le dije que me haría cargo de todo, ella se mantenía en silencio.  "Me preguntas si te amo, yo no te lo puedo decir, no puedo expresar en palabras los que siento, sin embargo sin un día dejaras de venir me pondría a llorar" Poco después me dijo que no regresara. Un día  estaba tan borracho que fui, y la vi llorando por la ventana, la vi golpearse la cabeza contra la pared. No pude entrar. Y ahora estoy aquí, esperando. Una vez oí a un viejo decir que estas nieblas no ocurrían antes, más que de cuando en cuando, y se quejaba de la humedad. "El viaje hasta aquí fue largo, tuve la suerte de heredar de mi abuela una buena cantidad de dinero, y de no tener que trabajar. Pero preferí caminar. No me preguntes por qué. No te lo sabría responder. Al llegar me enamoré de este azul, de este verde en primavera-verano, sabía que aquí estaba mi sitio y pensé que sería feliz..." ¿Era feliz? A veces sonreía, pero la mayoría de las ocasiones tenía el semblante serio, la mirada dura como la arista de una roca, daba más la impresión de ser la persona más desgraciada de la tierra, por eso me gustaba hacerla reír. Ya veo la cabeza del niño, está empujando con fuerza... ¿Cómo lo va a hacer ella sola? El niño ahora esta llorando, el cordón todavía no se ha cortado. ¿A qué espera? Ella lo coge y le susurra al oído. Con destreza de experta se separó de su criatura. Era una niña, una flor. El viento sopla ahora más fuerte y se abre la puerta, la niebla se convierte en plomo, la niña se va difuminando, en colores, y finalmente en gris, un gris que cada vez se aclara más. Ella grita mi nombre. Es la primera vez que lo pronuncia desde que nos conocemos. Entro en la casa, y ella me ve y me tiende a la extraño bebé gris, lo abrazo, y veo como su gris se va transformando en mí, el viento nos arrastra fuera, a nuestro sitio, a proteger de blanco en el aire las lágrimas de la ensangrentada dejando huellas de cascos en la nieve.

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Parlamento

Una de la web más importantes dentro del panorama literario internacional, Guiadeconcursos, vuelve a hacerse eco del IV Concurso de Relatos de Montefrío.  :clap:

http://www.guiadeconcursos.com/concursosliterarios/?p=1999
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Relatos FM


Residencia en el Jardín



                                                                                                     
Anoche soñé que oía
                     a Dios, gritándome: ¡ Alerta !
                     Luego era Dios quien dormía,
                     Y yo gritaba: ¡ Despierta !
                     
                                                                                                      Antonio Machado


Había una parte de la ciudad que parecía un jardín. La colonia inglesa del siglo anterior se había asentado en esa zona y en ella habían plasmado los anglosajones su gusto por las flores,las plantas y por ese espacio imprescindible que ellos reivindican para evadirse de la realidad y sin el cual una casa no es una casa: el jardín.
Tú te llamas Manuel y nunca viviste en esa parte floral y exclusiva de la capital.Tampoco oías gorjeos al amanecer  ni podías ver las estrellas desde tu césped.Las mariposas las contabas sólo en sueños y no pisabas hojas secas en otoño al salir por la puerta de atrás.
Tampoco eres británico y sin embargo te pirras por el té y tu novela predilecta es "Del asesinato considerado como una de la Bellas Artes" de Thomas De Quincey.
Hace unos meses estabas en tu piso y leías los poemas de una  alumna.Unos versos que ardían y nos elevaban a la inflamación . De repente el edificio de enfrente empezó a convertirse en llamas y humo.Todo era fuego y pediste auxilio.Pero en realidad lo que se empezaba a quemar era algo en tu interior, tu propia casa, tus propios muebles y tu propia ropa de dentro.   
  Esa hoguera iba extinguiendo la exactitud de todo lo que se refería a la realidad. Primero vinieron las farmaceúticas de abajo, adonde tú ibas por la mañana buscando conversación más que otra cosa. Luego vinieron los chicos de la Fundación, aquellos a los que tú llamaste "asesores", pero aquel fuego era devastador y avanzaba . 
Ahora vives aquí, en la residencia de mayores.No se extingue el incendio que va quemando de a poco los recuerdos y la memoria pero siempre hay señas de máxima cordura.Te lamentas de la soledad y dices que a veces te reprimes para no llorar. Te quejas cuando vienen las de la "La legión de María" a hablarles de Dios porque tú quieres estar en un centro laico. Si eres creyente o no eres creyente a nadie le importa a estas alturas y menos a Dios que todo lo sabe.Gritas y me dices que ese perro que ladra desde la azotea de la casa de al lado es el ser más inteligente de los que conoces en tu nueva casa con jardín.
No sabías que un día serías casi octogenario ni sabías que ibas a vivir un tiempo en la zona de los ingleses, donde olía a geranios y a esterlicias y donde se movían suaves los flamboyanes susurrando el tiempo.Tampoco sabías cuánto tiempo ibas a estar ahí. Las cuidadoras, a quien tú llamabas "mis chicas", te decían que lo importante era mejorar y abandonar la casa y ésa era tu esperanza." Hay esperanza y consuelo ", repetías, "las chicas me han dicho que un día saldré de aquí, que estoy mejor", "¿ a ti qué te han dicho?  ¿ Hablaste con el médico?Uffff...no me fío de los médicos sin un abogado" , concluías.
A veces me cuentas cosas que pasan en la casa. Que no sabes por qué dejan suelta a la chiflada que no para de escupir y blasfemar, que seguro que la sueltan porque no saben qué hacer con ella, que crees que es tan diabólica como el bebé de la Rosemary de Polansky.Pero en realidad no sueltan a nadie . Que la señora con el taca-taca no para de decir ¡ay Dios mío! toda la noche y que no deja dormir a los vecinos. Que Doña Pilar es una señora, la única señora del edificio y eso es cierto. Que Doña Concha no para de llorar y de perder su rosario, que siempre termina apareciendo. Que estabas planeando cómo suicidarte pero que el barbero que te afeita te ha dado un libro de elegías de Nicolás Guillén y que prefieres leer poemas revolucionarios hasta volver a pensar en eso.  Que un jardín sin gato no es un jardín y que te traiga un gato.Un gato que juegue y que te lama con su lengua.Un gato con quien trepar al tejado y cazar ratones.
Me preguntas por gente. Me dices que estás aburrido de los aerosoles y que prefieres irte con los marcianos a visitar las estrellas y los otros planetas. Me cuentas quién vino, quién pasó. Me dices que el universo está por descubrir, como el cerebro humano.
Recitas poemas y hablas de Newton y de Einstein porque hay cosas más fogosas que cualquier hoguera. Cosas que ningún fuego puede extinguir ni hacer cenizas de ellas. Hay recuerdos y personas ininflamables, profundos conocimientos o insustituibles utopías, capítulos de la vida y fórmulas matemáticas imposibles de borrar. Existe la sensación de felicidad cuando uno recuerda la felicidad.
Te traigo un peluche y olvidas su nombre pero lo acaricias como siempre has acariciado, como acariciabas a tus gatos y como abrazas a tus amigos.Y de repente le dices Ale, porque te acuerdas que le pusimos Alegría.
Me dices que la alegría no viene con los rezos sino que tendrían que venir las de "La legión del whisky y del rock and roll" para divertirnos y no mortificarnos con la muerte y el pecado.
Ahora crees que tienes un jardín. O un apartamento con jardín. O un jardín en el apartamento. Qué más da.           

Penélope

Relatos FM


La Dureza de la Vía


   Lo tenía todo previsto. El tren circularía por ese punto a las 17:45 h., salvedad hecha de la escasa fiabilidad de nuestras paisanas líneas de cercanías. El tramo que había elegido era perfecto; a la salida de una curva cerrada, sin visibilidad apenas entre el espeso follaje de jaras y zarzamoras. El último tren en sentido inverso pasaría por ese mismo punto a las 17:38 h. Tenía entonces siete minutos para situarse sobre la vía, colocarse adecuadamente y esperar.
   
    Había decidido que las ruedas le seccionaran de modo longitudinal. Guardarían así sus dos mitades el encanto armónico de las simetrías. Un brazo con su mano y dedos, una pierna con su pie y zapato, el medio costillar. Incluso podría suavizarse el mal efecto si un forense con sentido estético acertara a ocultar con una sábana la sección mutilada del cadáver. Visualizó cómo se las compondría la rueda para circular entre los dos ojos, hendiendo primero el entrecejo, acuchillando el perfil rectilíneo de la nariz, los senos nasales, escindiendo los dientes por el canal del labio. Llegados a la lengua sería por blanda más sencillo, y las amígdalas. Superada la barbilla tan sólo dejarse llevar, sin salirse, continuar la línea trazada en la garganta hasta alcanzar el pecho, por el esternón, un pulmón a cada lado, el corazón palpitando la última sangre en el izquierdo, la médula espinal separada parte a parte, el tuétano desparramado de raíz. Y más abajo el abdomen, el bajo vientre, el corte en los glúteos ya perfilado de nacimiento. Imaginó la cuchilla de la rueda seccionando el conducto de la uretra, sin perder con ello el pene su alargada condición, cada mitad acompañada de su testículo respectivo... 
   
   Tomada la decisión se tumbó de espaldas sobre la vía. Al principio aguantó  expectante, aunque en pocos segundos se desequilibró. Volvió a ajustar su espalda en el raíl, pero la posición exigía una tensión muscular que le crispaba los tendones. Miró con angustia su reloj. Apenas quedaban dos minutos para la hora fijada. Con cierta precipitación decidió modificar su plan, oponiendo su cuerpo en perpendicular al paso del tren. Quedaría de esta manera seccionado dos veces, un principal tajo en la garganta, y otro allí donde su cuerpo descansara sobre la otra vía, sin importarle tampoco demasiado. Se tumbó ahora boca abajo, ladeando la cabeza para evitar el contacto directo de su laringe sobre el metal, y percibiendo en la oreja aplastada la vibración que anunciaba la proximidad del tren...
Y lo que son las cosas que pasan. Eran ya las 17:44 h. de la tarde, cuando el hombre, satisfecho por la pronta decisión con la que atajara esta seguramente última contrariedad de su vida, comenzó a sentir, y nos disculparán los lectores que siendo de mentalidad puritana o no avezados en las cosas de la vida puedan sofocarse ante lo que se avecina, comenzó a sentir, decía, una erección.

   Por mucho que cueste explicarlo no son maneras de recibir a la muerte, no señor. Es posible que siendo el ancho de esta vía de un metro, y sobrepasando aquél su talla en poco más de metro setenta, quedara el cuello reposado sobre una vía y sobre la otra la hombría. Y si damos como ciertas las cosas de tal modo, ya sólo resta esperar que la propia naturaleza tome cartas en el asunto. Porque aun siendo el metálico roce con la vía poco voluptuoso, roce es de todos modos, y casos existen donde nada más hace falta, para que las cosas así rozadas se desarrollen, muten su tamaño y nos comprometan. Incluso hay ocasiones en las que al obsesionarnos con estos involuntarios actos reflejos, la cuestión que nos turba no hace sino acrecentarse, y lo que debe hacerse en tales situaciones es respirar hondo y dejar correr el tiempo. Pero... de qué tiempo hablamos si apenas en un minuto tendremos encima una máquina de tren con tres vagones; que este silbido que ahora se escucha no intenta piropear el tamaño del desacato, por cierto de lo más corriente, sino avisar de la llegada del tren a una curva peligrosa, sin apenas visibilidad entre el espeso follaje de helechos y zarzales.

   De tal guisa expuesto, con la decencia en entredicho, el hombre comenzó a perder aplomo. Al principio poco a poco, después perdiéndolo todo, desaplomado de golpe y por completo. Cuando la inminente locomotora volvió a pitar, el hombre cariacontecido se levantó del suelo un tanto precipitado, se recolocó en su sitio los pantalones y, como si hubiera estado recolectando moras, comenzó a alejarse disimuladamente de allí. ***** de pito, masculló.

Emilia de Leiva

Relatos FM


Crónica de una noche de discoteca


Una jarra empañada, llena de fernet helado, me sirve como papel para escribir las iniciales de su nombre. La tinta son los recuerdos que se niegan a ser olvidados y las letras son como suspiros invisibles en medio de un lugar impuro, impío.
Llegué a la discoteca a las 9:00 de la noche, el lugar está atestado de gente sumergida en su temporal euforia. Vienen conmigo tres amigos quienes tuvieron la gentileza de aceptarme en su grupo para ingresar al club. Un muchacho alto, un joven universitario y una chica apasionada con la moda, componen nuestra pequeña comitiva de prisioneros del mundo en busca de distracción.
El transcurso de la noche marca su ritmo al son de la música electrónica, la gente disfruta del argumento nocturno como si realmente existiera. Ellos bailan, se divierten, ríen, gritan y beben como si nada más en el mundo fuera importante. Desde mi pequeño rincón, en medio del tumulto, me siento como una intrusa en casa ajena, como una extraterrestre lejos de su mundo, como una letra fuera del papel, y voy a la deriva mientras observo a la gente, tratando de no pensar, de no sentir.
En realidad, sólo vine para encontrarme con alguien, ese ser tan especial que amé desde el día que lo conocí. Se trata de un chico amable, pero bastante excéntrico. Su vida es el piano y los recuerdos que hicimos juntos. Vive luchando para destruir su mundo de mentiras y aún busca la forma de retornar a su Aldea de Origen. Recordarlo hace que la incómoda espera valga la pena, y mientras lo espero, escribo sus iniciales en la jarra empañada, como si tratara de detener el tiempo y hacer de cada segundo una obra de arte.
Mientras trazo las letras, me remonto a los días en que ambos éramos felices. Eran días de largos conciertos privados de piano, ambos amábamos tocar y nos turnábamos para hacer al piano cantar. Eran días sin dolor, días simples, días de colegio, días de juventud; aquellos eran nuestros días. Remontarme a aquel tiempo me trae a la memoria la melodía del eterno adagio del amor, una melodía eterna que sólo puede ser interpretada con el corazón, desenmascarada con la sangre y recreada con el Espíritu. Es una música perpetua, importada a este universo desde nuestra Aldea Original. Ya nadie puede oírla, sólo se puede recordarla y anhelar volver a escucharla.
La noche avanza y empieza a sonar ese horrible reguetón que todos adoran bailar y escuchar. Al oírlo siento náuseas que pronto me conducen al baño para vomitar, mas nada sale de mi estómago, sólo aire. Sin más remedio que esperar, regreso a mi rincón y me siento para escuchar la conversación de los amigos que accedieron hacerme compañía. Ellos conversan sobre tonterías bastante banales, debaten sobre la disyuntiva de determinar quien tiene el mejor celular y luego hablan de baratijas mentales que no llego a escuchar bien. Trato de intervenir en la charla, pero soy totalmente ignorada. Son gente amable, pero, quizás, demasiado simple.
Con las horas empiezo a sentir desesperación, mi amado príncipe no llega y hoy me juré a mi misma pedirle perdón por todo el daño que le hice. Las gotas de agua se escurren por la jarra empañada, desfigurando las letras que tracé. Mi angustia pronto se convierte en un mar de dudas y comienzo a pensar sobre las posibilidades negativas de la noche. ¿Qué hago si no viene? ¿Qué hago si no me quiere hablar? ¿Qué hago si no me perdona? ¿Qué hago si siento miedo al verlo?... Nada tiene una respuesta y mientras más pregunto, más me desespero.
Cumbia villera suena por lo alto, grandes turbas de gente simplona se reúne en la pista de baile. Chicas que tratan de provocar el libido de los chicos. Chicos que tratan de convertir a las chicas en sus amantes provisionales. Son personas prisioneras de sus deseos, tratando de satisfacerse con los placebos que ofrece la vida, así hacen su condena soportable. Es cierto, pasé gran parte de mi tiempo haciéndolos sonreír, odio la tristeza y todos merecen reír un poco; y yo fui experta en risas, abrazos y cariños.
Media noche, parece que mi príncipe no vendrá. El humo del cigarro me irritó los ojos y la música fuerte me provocó jaqueca. Además es bastante aburrido estar en una discoteca sin tener a nadie con quien bailar. La gente me ignora, pasa mi presencia por inadvertida y continúa su camino como si estuviera pintada. Sin mentir, ya me acostumbré a la indiferencia de las personas, mis días de ser pianista virtuosa o estrella de los escenarios se terminaron hace años. Incluso estoy privada de hacer reír, dar cariños y abrazar a la gente. Había tomado la decisión de ser olvidada. No quiero que nadie dependa de mí y eso sólo lo lograré si corto toda relación con todos.
Treinta minutos pasada la media noche y sigo sola e ignorada. Mi príncipe parece haberme dejado plantada. Triste y resignada a mi fracaso, me alisto para irme, no me despediré de nadie, estaré mejor en mi cotidiana soledad. De repente, escucho su voz en la cercanía. ¡Mi príncipe había llegado!
Lo primero que hace es sacar un cigarrillo y prenderlo, no pensé que habría adquirido el hábito de fumar. Examina la discoteca con la mirada y se acerca a los amigos quienes me acompañaron; al parecer, son conocidos suyos. Los saluda amablemente y viene con ellos hasta nuestra mesa. Él también me ignora, parece que está muy molesto conmigo y se rehúsa a hablarme.
Lo llamo con fuerzas, grito su nombre con toda la potencia de mis pulmones, sin embargo, él hace oídos sordos. Intento sacudirlo, pero al tocarlo recuerdo la terrible razón por la que me alejé de él. Mi príncipe fija su mirada en mí y luego examina la jarra empañada. Ve sus iniciales escritas en ella y al lado traza las iniciales de mi nombre mientras escurre una lágrima de su mejilla. –No te he olvidado–, afirma y luego se sienta para servirse un trago con sus amigos, me ignora de nuevo.
Cuando lo pienso mejor, me doy cuenta que pierdo mi tiempo al tratar de hablar con él. Un amigo le pregunta que si se siente bien, él afirma que hoy recordó nuestro onceavo aniversario. Trata de no llorar al hablar de mí y afirma que jamás me olvidó, que me recuerda todos los días. Asegura que nuestra separación fue sólo un minuto misterioso del destino y que toda derrota en este mundo es una victoria en otros cielos. Apaga su cigarrillo y prende otro, parece que trata de ahogar su dolor con el humo del cigarro. Simplemente no me escuchará, y no es porqué no desee escucharme; sino porque yo ya estoy muerta.

Gaburah Lycanon Michel

Relatos FM

Mis yoes


Lo estoy esperando agazapado tras este muro, porque sé que va a pasar por acá. Lo sé porque lo estuve siguiendo y allí viene: Viste como yo, camina como yo, habla como yo; pero no soy yo. Aunque nadie nos distinga, ése no soy yo y apenas pasa junto al muro me pongo de pie y lo encaro. Él no puede creer lo que ve, intenta decir algo pero no le doy tiempo, de inmediato clavo la afilada hoja en su cuello y corro asustado, ya que por un momento, creí sentir esa puñalada en mi propio cuello y mientras corro, lo espeso de la sangre baja por mi garganta; toso; y solo para cerciorarme toco mi yugular: estoy sano. Tiro el cuchillo  en un basural y sigo a pie hasta llegar a casa.

Allí entro en silencio, no quiero molestarla. Voy hasta su cuarto y la veo sentada en su silla, mirando nada; de espaldas a mí.

     —¡Papi papi... volviste!

(Si yo no hablé... ¿cómo supo que era yo?, habrá sido por mi olor... el sonido de mis pasos; ¿tanto así me conoce?), y corrió a abrazarme:

     —¿Me trajiste los dulces que me prometiste?
     —No... disculpáme, en el apuro se me olvidó —le dije mientras pensaba: (ese desgraciado le prometió dulces, ¿qué más le habrá prometido?), espero que no haya sido como el otro, aquel otro, el primero que he matado de una larga lista. Aquel la lastimaba, era el peor de todos y por eso, lo arrastré con rabia hasta el bote y lo arrojé allá... en medio de aquel lago profundo; con mucho peso y aún vivo, para que sufra.

Sí, el primero fue por venganza y el resto, sólo por perfeccionamiento.

Recuerdo el sabor del agua salada entrando por mis narices, recuerdo la desesperación y todo a mi alrededor se puso negro; casi muero en el bote aquel día, pero yo sobreviví, y el no. Al llegar a casa, mojado aún, la encontré como era habitual: escuchando la radio y al correr hacia mí, pobrecita, pechó un mueble que aquel mal hombre había dejado en el camino, yo corrí hacia ella y la tomé en brazos, la alcé, la puse contra mi pecho y viendo lo blanco de sus ojos le dije:

—Otra vez olvidé traerte los dulces, pero ya voy a buscarlos, vuelvo en seguida

Y salgo tan rápido de casa, tan apurado voy, que no me doy cuenta de que alguien me está siguiendo; pero sí noto el plomo entrando por mis espaldas, y al escuchar el segundo disparo, caigo de rodillas y logro girar  para ver a mi asesino corriendo, dando grandes ancadas casi sin mover los brazos... tal y como lo hago yo. (Tal vez sea mejor así), pensé, (tal vez él recuerde llevarle dulces, a mí pobre niña ciega).

Cuentista DCF

Relatos FM


Tiempo


   Sin dudas lo más terrible es la oscuridad.
   Ya más de cien veces dormí, y más de cien desperté y todavía sigo atrapado en el más eterno de los segundos. La última vez que medí (unos diez "días" atrás) en el mundo habían transcurrido unas millonésimas de segundo. En pocas palabras: el tiempo prácticamente se detuvo.
   Como sabemos, somos capaces de ver porque la luz se refleja en las cosas y nos llega a los ojos, y así como tarda siete minutos en llegar del sol a la tierra, la luz tarda un determinado tiempo en llegar, por ejemplo, de la pared a nuestros ojos para permitirnos verla. Sin embargo desde aquel día, la luz tarda lo que para mi percepción es un día entero en recorrer un milímetro, con la consecuencia lamentable de que cada vez que me quedo quieto utilizo la energía del ahora lentísimo rayo de luz, e inmediatamente todo, absolutamente Todo, se oscurece. Es por eso que la única forma de no permanecer en una oscuridad absoluta es si estoy en movimiento.
   Paso el tiempo, mi lentísimo tiempo, recorriendo la ciudad con la cada vez más desvanecida esperanza de que todo vuelva a la normalidad. Siempre elijo un nuevo camino para evitar las zonas por las que ya pasé (pues en ellas solo hay oscuridad) y a causa de esto he visto cosas que hubiera querido no ver y he llorado por otras que siento que no volveré a ver. Hay lugares que simplemente evito por temor a perderlos, y que solo visito cuando la desesperación y la tristeza es máxima; Uno de ellos es la casa de mi novia, que afortunadamente estaba en su vereda cuando mi tiempo se detuvo, y digo fortuna porque porque eso me permitió buscar maneras de observarla a la distancia, pues no soportaría la idea de verla de cerca y saber que no la podría volver a ver. A causa de esto hay a su al rededor un perímetro de oscuridad, al que debo llegar con dificultad para poder verla unos instantes, reduciendo así aún más las distancias y ángulos en los cuales todavía puedo encontrar la luz que alguna vez se reflejó en ella.
   En cuanto a mi subsistencia, por alguna razón que desconozco no necesito comer, lo cual es una suerte pues tampoco puedo levantar los objetos debido a que el mundo sigue funcionando y para él soy un ser que se mueve a casi la velocidad de la luz, por lo que cuando los intento levantarlos a tal velocidad, estos aumentan muchísimo su peso. Para dormir debo conseguir algún lugar abierto en el cual pueda ir cambiando de lugar mientras duermo pues también la temperatura se consume en el lugar en el que me quedo quieto, volviéndose cada vez más frío.
   Otro increíble fenómeno de este mundo que hoy vivo y sufro, es el de la gravedad, que al igual que todo lo demás demora en actuar, por lo que al estar parado en un mismo lugar consumo la energía del campo gravitatorio y me libero del mismo, es decir, si salto en un lugar en el que ya lo hice antes, quedo suspendido en aire. Con esto último y un poco de esfuerzo, puedo transportarme tanto por el suelo como en el cielo.
   Lo que me llevó a escribir esto, que espero alguna vez logren decodificar, es que esta maldición que hoy sufro, estos cien días de martirio, sean más que simplemente un milisegundo de frío en la gente a la cual le pasé cerca, cuan fantasma. Y quizás justamente eso soy ahora, un fantasma. Escalofríos repentinos, visiones y objetos que flotan, vestigios quizás de gente que, como yo, pasa cerca de algún ser querido y le quita su calor, o que parado un rato en la oscuridad, rendido ante el sufrimiento genera una fugaz visión. Gente que quizás no encontró esta extraña forma que me permite contar esto, o quizás sea que lo lograron pero todavía nadie fue capaz de encontrarlo, o peor, que esto no sirva y mi mensaje se pierda para siempre.
   Ahora que ya hice todo lo que pude por salir de esto, y que la tristeza es demasiada, no me queda más que intentar matarme con la esperanza de que bajo algún exceso de actividad cerebral, como el de una caída desde un edificio, todo vuelva a la normalidad. Siempre con la esperanza de que fuera posible morir en mi situación, de lo contrario deberé vagar por el mundo eternamente en busca de alguien a quien pudiera haberle pasado lo mismo. Y si no pasara, si al tirarme no volviera a la normalidad, o bien si la gente del hospital desde el cual salte no pudiera salvarme, al menos terminar con esto ya significaría un triunfo.

Nietsnie

Relatos FM


Anochece bajo la luna de fuego


–Pero qué he hecho...
Se asomó por la barandilla y escudriñó la piscina rodeada de césped artificial. Una tormenta de verano en retirada había arrancado las sombrillas de sitio y, henchidas por ráfagas ocasionales de viento, boqueaban en el suelo perlado de lluvia. En sus ojos la razón depuso al impulso y la tensión se evaporó momentáneamente. Eran seis pisos, casi veinte metros de caída, y con la nada remota posibilidad de impactar contra el agua de la piscina. Y no imaginaba peor pesadilla que presenciar el arribo del Ángel postrado por la agonía de un suicidio frustrado.
   El sudor le recorría las arrugas de la frente. Una gota cayó al vacío.
Levantó la cabeza y clavó la mirada en la unión del cielo y el mar, donde los fucilazos sembraban de electricidad el sector de atardecer que había ganado la noche. La enormidad del paisaje lo hizo contener la respiración. Tenía miedo, un miedo irracional, desproporcionado, semejante a la cuantificación y racionalización del tamaño del universo; y no por la muerte, sino por la forma en la que lo reclamaría.
   En el balcón vecino una mujer mayor, de unos aproximados sesenta años, guardaba silencio apoltronada en una silla de playa. Con la expresión del búho grabada en su rostro, vigilaba, expectante, al que constituiría su única compañía.
   –¿Desde cuándo nos conocemos? ¬–preguntó él, estudiándola de reojo en busca de reproche–. ¿Once, doce años?
   Su voz sonaba débil en el aire inquieto.
   –Quizá desde ahora –contestó ella.
   –¿Sugiere que no valen de nada todos los veranos que compartimos aquí, pared mediante?
   –¿Es que para usted valen algo? –repuso ella con hosquedad–. Déjese de tonterías y mire al frente.
   –No, yo... Yo necesito hablar. ¬–Abarcó la playa con un ademán–. Me he quedado a solas con usted, doña Gladis.
   Ella exteriorizó su contrariedad negando con la cabeza.
   –Lo sé, oí los llantos y el estrépito... Se lo ruego, déjeme en paz. –Volvió a negar con la cabeza–. Muy desesperado ha de estar si busca consuelo en mí después de lo que hizo.
   –Pero compréndame, no soy capaz de entrar en la casa –dijo él con la voz quebrada y la disolución de su cordura destellando en su expresión endurecida–, ni siquiera me atrevo a girar la cabeza... Necesito hablar.
   Ella no le oyó bien. Entre la tempestad aulladora y la cercanía del televisor saltando de canal en canal buscando infructuosamente señal en el comedor a oscuras, apenas si le entendía cuando se expresaba con vigor.
   –Te dices que jamás llegarías tan lejos –continuó presa del ensimismamiento–, que no atravesarías el límite. Que, por ejemplo, no defenderías a un hijo asesino. Y va el destino y te desnuda, sacando en bolsas negras todo lo que creías a buen recaudo. –Se encaró a ella con vehemencia–: ¿Me considera usted una persona normal?
   La mujer sopesó las palabras, y respondió:
   –No le conozco..., para mí es tan normal como cualquier extraño.
   –¡Pero si nos hemos visto las caras todos los veranos desde hace años!
   –¿Y quién le dijo que en la cara está la persona? Alejo, he visto a demasiada gente normal transformarse en bestias... Nos he visto cambiar, sí, y fue como hacerlo a través de las ventanas de una cárcel. Póngase en mi piel, entienda lo que me pide. Allá, por decir algo, conductores desesperados arramblando sin miramientos en calles atestadas de peatones, y acá, donde duele más, mis compañeras dejando sus puestos en neonatos... Fue duro ver el hospital vacío, pero nada pudo prepararme para ver a una madre abandonando a su recién nacido. ¿Y quiere que le dé consuelo, que yo le dé consuelo?
   Un teléfono comenzó a sonar en alguna parte. Su timbre traía vagos recuerdos de civilización.
   –Tengo el alma enferma de humanidad, Alejo, ya no puedo darle nada –concluyó ella con cansancio–. Hágale frente a sus actos y cómase la culpa. No le queda otra.
   Alejo, arrasado por las lágrimas, la belleza del celaje que antecedía a las Tres Furias tiñéndole los ojos de colores incendiados, levantó la pistola y la apretó bien fuerte contra su sien derecha. Y peor que un mazazo, lo aturdió su incapacidad de apretar el gatillo. La vida lo sometía maniatado, y aquello fue más sufrimiento que cualquier muerte.
   –Dígame, ¿lo hizo por bien? –preguntó ella indulgente, algo arrepentida de hundirle la cabeza en la vorágine.
   –Lo hice por bien –susurró Alejo sustrayéndola toda fuerza al brazo del arma para mover los labios–. No quería que sufrieran un tormento mayor.
   –¿Por eso eligió quedar el último?
   –Ella lo quiso así...; y fue la primera, para ahorrarle la desgracia de presenciar lo que ahora me está enloqueciendo.
   –Y ahora no puede morir.
   Una ambulancia desvencijada pasó como un cometa con estela de periódicos revueltos por el paseo marítimo, arrancando de cuajo bancos y papeleras. El conductor vociferaba por la ventanilla poseído por una avalancha de emociones hasta entonces contenidas; y entre incongruencias y blasfemias, se oía el Nessun Dorma de Pavarotti tronando desde su cabina.
   –Máteme entonces –suplicó Alejo de súbito–. Ahórreme este calvario, ¡el recuerdo de sus caritas!
   Ella, mohína, hundiéndose en su silla, apartó la petición de un manotazo.
   –No soy religiosa, pero si he de morir, no será con esa carga. No.
   Aquello pareció fustigar la desesperación del suplicante.
   –¡Pero el Ángel no tardará en llegar! –gritó arrancándose el reloj de pulsera y lanzándoselo al suelo–. ¡La previsión está entre las ocho y las nueve, y ya son las ocho y media pasadas!
   –Con mi trabajo me he labrado una vida sembrada de vidas, ¿y me pide en la hora final que me vaya con una muerte bajo el brazo? Búsquese el valor en otra parte, Alejo.
   –¡No me está escuchando, joder! –rugió rasgándose la voz–. ¡Dijeron que es más grande que Madrid, que la magnitud del impacto incluso levantará el lecho marino en un maremoto de corteza terrestre! ¡Dígame cómo, subido a este balcón de papel, me enfrentaré a esa muralla de océano y continente cuando su sola presencia en el horizonte baste para oscurecer el sol!
   Con impensado brío, la mujer saltó de la silla y, acercándose a la esquina de balcón más próxima al penitente, ancló las manos en la barandilla con tal fuerza que sus nudillos se blanquearon en el acto.
   –¿Quiere que todos seamos cómplices de su cadena de cadáveres? ¿Qué todos, cobardes hasta la médula, pactemos con un verdugo para evitar el fin del mundo? ¡Dese la vuelta y mire los cuerpos de su familia enfriándose en el suelo! ¡Mírelos bien, deténgase en los detalles, en sus expresiones inertes, en esos dedos que tanto besó, y encontrará allí más motivos para desear la muerte que en el advenimiento de cuantos apocalipsis religiosos se le ocurran en una eternidad!
   –Máteme –susurró él cogiéndole una muñeca y tendiéndole el arma–. Por favor, sólo máteme.
   En sus rostros enfrentados la luminosidad atmosférica cambió sutilmente de tono. El ocaso naranja descendió en picado a través de su escala de matices hasta coagularse entre las nubes. Todo parecía fuego; y era fuego. A las 20:48, una aurora boreal de llamas resquebrajó el cielo sobre el punto de impacto estimado entre Valencia e Islas Baleares. El Ángel, a cámara lenta, un puño de sol, finalizó su deriva en aguas mediterráneas con un parpadeo atómico.
   Y el tiempo se aceleró.
Alejo no tardó en descerrajarse un disparo al cráneo y desplomarse en el embaldosado del balcón, por cuyos intersticios fluyó la sangre en cascada hacia el césped artificial de la piscina. La mujer, pétrea su estampa, sólo consiguió desarrollar un pensamiento coherente antes de que la engullera el leviatán, y provenía de una exigencia del espíritu en el instante previo a que comenzara a apagarse la vida en la Tierra.
No se escondería en la visión del suicida.
   Puede que algún cronista desquiciado, oculto en tinieblas apenas rotas por la luz rayada que filtraba la persiana, escribiera con mayor exactitud que yo esto que nadie leerá. Sin embargo, la última medición de una boya oceanográfica antes de esfumarse del radar arroja más verdad que cualquier palabra; y las pantallas de monitorización, confundidas por un error que no era tal, parpadearon frenéticas la cifra imposible en la vacía sala de control durante escasos minutos más.
El Ángel venía, y con resignada lentitud doña Gladis se enfrentó al levantamiento del horizonte.

Fabricio Sívori

Relatos FM


La Marcha


Hiciste bien en irte, emprendiendo el vuelo antes de que todo se fuera al carajo y nos atocinara la costumbre de ver siempre los mismos paisajes creyendo que esto era el mundo. Cuando marchaste no lo entendí, solo tenía ante mí lo que iba a ser a partir de entonces mi vida, una soledad enjaretada de costumbre y tedio. Por eso no quise besarte, por eso no salí a despedirte cuando vino el coche a por ti, dejé que mis nublados ojos siguieran la polvareda que levantaba el vehículo al rodar por la pendiente de la huida. Dejé que te fueras sin una palabra, sin un gesto, con el corazón de hielo que me produjo tu ausencia intuida mientras hacías la maleta silenciosamente, mirándome de soslayo a ratos, dejando que tus lagrimas rodaran impunemente por el rostro amado, sin inmutarme, sin decir nada, casi sin sentir.
Hoy te entiendo, sé que es tarde para hacerlo, cuando la costumbre de no vernos, de no hablarnos ha anquilosado nuestros sentimientos de frío y ha destemplado de emoción el tiempo que estuvimos juntos. Hoy lo entiendo, pero sé que es tarde, que dejé pasar el  momento de la despedida.
Hiciste bien en marchar, porque te hubiera arrollado el tiempo de destemplanza de este lugar, el sansirolé que acompaña  la vida mortecina de la montaña cuando se cubre de nubes que no dejan ver el camino, que no se sabe si se está al norte o al sur, si se sube o si se baja. Te hubieras ahogado en el sinsentido de un día detrás de otro, todos iguales en su mediocre discurrir por el calendario, esperando en la mañana que caiga la tarde y al llegar esta que vuelvan las tinieblas a hacer desaparecer la nada cotidiana.
Hiciste bien, Laurita, en huir de aquí, en realidad lo supe siempre, desde el principio, que volarías alto, porque no se puede encerrar un agila en una jaula, como me dijo el médico cuando te visitaba casi a diario. Te acuerdas, Laurita, como te asaltaban las jaquecas invadiendo tu frente, perlándola de sudor, tejiendo una red de hebras que la caminaba con desesperación. Día sí, día no, Laurita, te asaltaban las jaquecas con esa furia de mil caballos trotando por la cabeza todos a una. Lo notaba enseguida, se te cerraban los ojos, se arrebolaban las mejillas con un color púrpura mientras el rostro se te iba entenebreciendo por momentos, dejándote sin sombra de luz, como apagada.
Los ojillos se te ponían brillantes, sulfurados, entreverados de hebras rojizas que mancillaban la blancura de la esfera ocular, mientras el iris titilaba con destellos de luz. Callabas entonces con procaz silencio, tu cuerpo se empequeñecía por momentos, apergaminándote hacia dentro, como si te quisieras ocultar  de ti misma hasta hacerte pequeña, casi invisible.
Luego te encerrabas a oscuras en la habitación de atrás,  donde no llegaran los ruidos de la vida cotidiana que teníamos entonces. Cerrabas puertas, ventanas, hocicabas tu cara entre las sábanas y caías en un letargo que me asustaba cuando entraba a verte. Me quedaba en la puerta, achicado por tu dolor, quieto, clavándote mis ojos como si quisiera devolverte la vida con ellos, temiendo que no salieras nunca de ese letargo lánguido y ausente en el que te sumías. Luego llamaba al médico, que tardaba lo suyo en llegar. Yo lo esperaba en el camino, como si al salir a buscarlo atenuara mi ansiedad, o lo acercara a ti con más celeridad.
Lo veía llegar como a un Mesías, corría a su encuentro como si de él dependiera toda mi vida, en realidad sí dependía, Laurita, porque cuando a ti se te apagaba la luz a mí se me iba la vida. Por eso no tuve fuerzas en la despedida ; ante mi mente se extendían los días futuros, las noches, las tardes si tu presencia , como un túnel oscuro y lóbrego de larga factura y sin final conocido, con el mismo miedo que si me enfrentara al mismísimo infierno proyecté mi futuro sin ti. No me quedaban fuerzas para nada más que envolverme en mi propia soledad, enfriando el amor que podía sentir para que su lacerante fuerza no me dejara sin aliento.
Así te fuiste, con el frio de mi corazón envuelto en tus manos, llevándote  la poca esperanza que cabía en la casa, yo me quedé absorbiendo el polvo que levantaban las ruedas del coche que te alejó de mí, mirando el espacio que dejó cuando se sumergió en la bruma del camino y ya no pude verlo.
Fueron cayendo los días uno tras otro, mientras el recuerdo de tu cuerpo se desvanecía en mis sueños, no podía verte el rostro, eras un cuerpo desdibujado sin cara. Así te soñaba, mientras en el lecho aún quedaban restos de tu olor, de tu hueco en las sábanas que no conseguía rellenar con mis recuerdos. A veces abría el armario, que crujía en sonoro quejido al ser profanado por mi presencia. Quedaban restos de ropa en él, jirones de vida que estuvieron posados en tu cuerpo, conservaban las huellas de tu presencia en unas costuras forzadas por la gravedad de tu alegría, eran otros tiempos, los de tu llegada, cuando no te fustigaba el dolor y en tu boca se dibujaba la mueca deliciosa de la risa. Ahora, los viejos vestidos yacían huérfanos de vida en un chirriante armario olvidado. Apenas quedaban rastros de tu olor, invadidos por el envolvente de guano y polilla intrusa, atenuados los colores por el paso del tiempo, las posturas y muchas lavadas mecidos al sol de la mañana, cuando entre risas los ponías a secar en el jergón del prado.
Hoy solo tu ausencia se mece en ese mismo prado, envolviendo la figura inerte de la bruma que baja hasta él.
Hiciste bien en irte Laurita, en este solitario paramo que ha desembocado mi vida no hay sitio para más sonido que el del arroyo que discurre displicente entre los guijarros, abrazado por las ramas de los chopos que el viento mece a deshora , ofreciéndome su discurrir para que mis ojos descansen de la nada.
La tibieza de la casa se mantiene, Laurita, como si tú estuvieras en ella, aún recuerdo el frío atenazante que sentías nada más despertar,  cuando te acaracolabas en mi cuerpo para robarme la calidez que éste desprendía. Si supieras, Laurita, que ya me quedo frío cada noche, que el despertar me sorprende aterido,  envuelto en las brumosas alas de los sueños que sin ti parecen tempestades.
Hace tiempo que  no hay noticias de tu vida en la ciudad, solo esta foto que mandaste en primavera, en ella se te ve lustrosa, guapa, con los ojos henchidos de alegría como cuando llegaste, enamorada, con la ilusión por estrenar, y una historia comenzada apenas e intuida con un final mejor que el que surgió.  Casi no te quejabas de las cosas, levemente susurrabas los quejidos, en mis oídos cerrados a tu llanto, solo el dolor me atisbaba el desenlace, solo aquellas migrañas que te apresaban cada poco alejándote de mis abrazos y de mi vida. Yo pensaba que el médico, con la inyección calmaba tu dolor, calmaba tus temores, y tu ansia, adormecía tus ganas de volar, haciendo renacer la esperanza. Al contrario, destrenzaba la voluntad del ave, que había aprendido a volar por las alturas y ya no conformaba con estar atado en una pequeña jaula entre montañas, y en vez de música solo oía el sonido de agua correr y el viento voltear los arboles en suave susurro de monótona palabra.
Por eso hiciste bien en irte, Laurita, porque ahora, el frío se ha apoderado de la casa, la ha desvencijado la tormenta de invierno, porque ya no hay manos que la apuren, que claven sus tejas, pinten sus paredes, observen el desconchón de la pared y lo cubran con un caritativo manto de cemento. Porque hoy mis manos no se mueven, mis ojos están cegados, la tierra cubre mis pulmones y el tiempo se detuvo en primavera, justo al año de tu marcha, Laurita, cuando el tedio amostazaba mi alma bastardeando el amor que te tenía. Hoy descanso y miro sin ojos y sin vida el viejo retrato que enviaste, que es mi compañero y mi acicate.

Maria Jesús

Relatos FM


Como Papel de Fumar


-Dime que estarás bien-susurra Mariana.
-Sabes que sí. Soy un roble. Telefonea cuando lleguéis. Y tú, mi princesa, escribe.
Pasa los dedos por los cabellos negros de Celeste, se entretiene en la cinta roja que le rodea la cabeza y acaricia los pliegues de su  pequeña oreja.
- En navidad  nos veremos, ¿de acuerdo?-
-Yo habría querido que fuera de otro modo.- Insiste Mariana- .Tienes que perdonarme No sabes cómo me duele dejarte así, sin nada.-
-Te equivocas. Tú sí que te vas con las manos vacías. Yo me quedo con todo.
Cuando suben al viejo Suzuki plateado y Mariana ajusta su cinturón de seguridad,y acomoda el espejo retrovisor, la niña pega la nariz, los morritos, a la ventanilla trasera. Julio toca el hielo de su cara a través del cristal.
El coche arranca dejando atrás a un hombre clavado en el asfalto. Esconde las manos en los bolsillos del pantalón y en el izquierdo, casi escapándose por el agujero del forro, encuentra el librito de papel de fumar, con el que desde hace tres meses consigue restar  a cada día algún cigarrillo. Piensa en "la Hoja roja", aquella novela que leyó cuando era joven, y con los ojos cerrados cuenta las últimas páginas de su gastado libro.
28 de abril de 2003. Nueve años atrás.
Ayer fui a la tercera sesión de quimioterapia. Iba animado. Las otras dos veces me sentí de lo mejor. Parece que la tercera es la que te jode vivo. Amanecí vomitando. Lo mejor del día de ayer fue que había enfermera nueva. Sustituye a la flaca amargada que tuve las otras veces. La nueva se llama Mariana. Me gusta el habladito que tiene, como canario o sudamericano. Es bajita y un poco rechoncha, con ojos grandes y unas tetas imponentes. Cuando casi me rozó la cara con ellas, me empalmé. Creo que no se dio cuenta. Debe pensar que un hombre de 60 años está fuera de juego. Me gusta esa mujer. Estoy contando los días que me faltan para la próxima quimio. Voy a vomitar de nuevo.
6 de Octubre de 2005.
-Pero ¿A ti qué más te da? Si no crees en nada, ¿qué te importa que al bebé le echen un poco de agua por la cabeza? Y piensa por un momento: Si por casualidad Dios existe y fue él quien te curó el cáncer ¿No estaría bien que se lo agradecieras de algún modo?-
- Mi amor, si Dios existiera se ocuparía de vainas más importantes que lo que nos pueda ocurrir a nosotros: Que si uno se enfermó, que si otro perdió el empleo... ¿Sabes lo que yo creo de verdad?: Que el deseo de vivir puede revolucionar las células de un hombre...
4 de Junio de 2012
Mariana querida: Si estás leyendo esto es que te decidiste por fin a abrir "El amor en los tiempos del cólera" que siempre rechazaste por gorda y por ser mi novela favorita. He preferido escribirte una carta a modo de despedida. Si te tengo delante, no sabría qué decir. Dentro de unas horas vas a dejarme y no puedo hacer nada para evitarlo. Ojala existiera algo que yo pudiera hacer. Tú me has dado 9 años  felices. Me los regalaste cuando pensaba que en mi fiesta ya no habría más fuegos artificiales. Eres joven ( te imagino haciendo un mohín de disgusto al leer esto, y luego, estirarte las arruguitas que te salieron en las esquinas de los ojos y que a mí me parecen encantadoras). Vive lo que tengas que vivir. Cuando te canses, que sin duda te cansarás pues nada es duradero, regresa conmigo. Tu viejito te estará esperando. Pero no tardes mucho, no sea que la demencia senil me alcance y ya no te reconozca.
El sonido de un claxon le hace levantar los pies del suelo y alcanzar de un salto, el bordillo. El papel de fumar es una mariposa que desata un tsunami en el estómago de Julio y vuela  por encima del asfalto.

Reina de Copas

Relatos FM


La Caja


-¡¡S.O.S!!  ¡¡ S.O.S!! ....
...Solicito ayuda desesperadamente antes de que el desastre sea irremediable. Mis compañeros agonizan tirados en el suelo. El moho y la humedad han arruinado  totalmente a Spiderman. De Pedro Alcázar y Pedrín nada se sabe desde que se los llevaron las ratas que nos visitan con puntualidad al amanecer. Esther y su mundo fueron sus primeras víctimas. Tal vez  la mirada cándida y pueril de la niña provocó que los roedores la eligieran como primer bocado. Después vino el turno del Guerrero del Antifaz. Se ensañaron con los más viejos y débiles. La Antorcha Humana parece ahuyentarlas, pero, una tenaz gotera que se activa los días de lluvia acabará por apagarla y entonces su mortal enemigo, el Hombre Submarino aprovechará la debilidad para acabar con ella. Luego, las ratas se ensañaran con él.
Desaparecemos poco a poco.
Junto a nosotros conviven cientos de soldados  que tal vez pudieran ayudarnos a combatir tamaños despropósitos. Pero, sobreviven envueltos en  bolsas  con las espaldas ancladas a una raspa de plástico, prisioneros de un esqueleto de pez sintético.
Hemos sido condenados. Héroes obsoletos y caducos, trozos de papel  aferrados a un glorioso pasado que no volverá. El porqué de tal situación es algo difícil de explicar y me veo abocado a lanzar una  llamada de socorro.
En otro tiempo fuimos adorados por niños y jóvenes que encontraron en nosotros un reflejo de sus ilusiones. Auténticos guerreros voladores, veloces y extraños. Viñetas de acción que daban color a un mundo gris marcado por el rojo de la sangre recién derramada. Lucíamos como objetos preciados y extraños en escaparates inundados de cocinitas de madera, osos de tela y serrín, payasos de terracota, tanques y aviones de hojalata, balones de cuero y muñecas de porcelana.
Hijos de la cuatricromía hermanados por  pecas de colores, llegamos al mundo entre rodillos de imprenta. Con cuidado, un operario nos metió en una caja. Una selección de los mejores superhéroes, colosos del comic. Dos colecciones de recortables de castillos, coches, vaqueros y muñecas. Y un montón de bolsas sorpresa en las que comandos beduinos, invasores vikingos, legiones romanas, tropas japonesas y vaqueros del lejano oeste aguardaban en perfecta formación, impertérritos tras una fría mirada de plástico.
Juntos viajamos hacia un destino incierto. Adormecidos por el traqueteo del furgón, devoramos kilómetros de hormigón y cielo hasta llegar a un pueblecito perdido en el sur.  El motor tosió para luego callar definitivamente y  placidas voces  entrecortadas  por el arrullo de los árboles y los pájaros nos recibieron bajo un sol apabullante.
Al poco, una niña pequeña abrió la caja y extasiada nos colocó por los estantes de una tienda que rebozaba cartones de tabaco y periódicos. Y en aquellos pedestales nos creímos dueños del mundo sobre las cabezas de hombres que encendían cigarros mientras  rellenaban quinielas.
Cerca del mediodía entró una señora preguntando por un décimo de lotería cuyo número, al parecer estuvo a punto de hacer millonario a medio pueblo. A su vera venía un pequeño mocoso de calcetines sucios y botas raídas. El chaval quedó alucinado  con el brillo de nuestras portadas que relucían en los viejos anaqueles, protegidas por manoseados cristales. Con la boca abierta y  rebosante de baba, nos señaló, embobado, con el dedo.  Disparando el resorte de la cordura, su madre le soltó un sopapo en la mano. El niño salió llorando del estanco, pero, aún pudo regalarme una mirada de complicidad y yo comprendí que volvería a por mí. Aferré con orgullo el escudo y erguí el pecho disimuladamente.
A punto de cerrar,  cuando el aroma de los guisos ya se arrastraba por las aceras aplastado por el  calor,  una escandalosa  patulea,  capitaneada por el pequeño descubridor, invadió el estanco. La conquista duró el tiempo justo que tardó el dueño en salir de detrás del mostrador y desalojar al ejercito de desaliñados, recuperando el espacio para los clientes que se habían replegado en banda ante aquel furibundo asalto.
Las visitas bulliciosas de niños y niñas que nos contemplaban admirados para finalmente  no comprar nada se multiplicaron. La paciencia, señora imperturbable y tranquila, domeñaba al estanquero, que aguantaba estoicamente el chaparrón de pillastres hasta que una tarde, un audaz descarado  hurtó sin  disimulo un sobre de soldaditos. Burla burlando, los soldados desaparecieron por los trasfondos de los pantalones del mastuerzo.
Pero fue descubierto  en plena faena.
Y nadie se percató de que había comenzado nuestro infortunio.
Hastiado de tanta bulla que alteraba la normalidad de su negocio, el hombre volvió a guardarnos en la caja. En espera del furgón que de nuevo nos devolvería a la fábrica, fuimos arrinconados en la trastienda. Sobre nosotros se amontonaron decenas de bultos y paquetes viejos y entre murmullos y conversaciones cortadas de los parroquianos que entraban y salían del estanco, escuchamos que  había comenzado la guerra de las Galaxias y que mientras nevaba en el  Sahara alguien mató a John Lennon.
Perdidos y amontonados soportamos el peso del olvido. Entonces  de nuevo se movió la caja. Algo ocurría, tal vez  volvíamos al lugar que nos correspondía. Un lugar de ensueño, de miradas infantiles, aventuras y mundos por descubrir.
Pero fue una vana ilusión. Nos llevaron a una casa vacía y  al igual que el arpa del poeta, nuestro dueño nos olvidó en el ángulo más oscuro y silencioso de un triste desván.
Cumplimos condena durante, días, semanas, meses, años, lustros y décadas. Sin ser conscientes de ello dejamos que el tiempo cuarteara nuestras páginas.
La derrota se convierte en consuelo si ya no hay esperanza.
Hasta que el cristal de la ventana estalló en miles de pedazos. Una bomba de vidrios ruidosos que rompió el letargo que nos consumía. El cohete que avisa del inminente comienzo de la fiesta. Una llamada a la acción.
Primero se escuchó un traqueteo en la puerta de la calle. Unos empujones tímidos que se perdieron con el viento de la tormenta.  Los soldados se removieron nerviosos dentro de sus paquetes. Todos preparamos las armas y reactivamos nuestros superpoderes. Llegaba la hora de volver al trabajo.
Pero la puerta no se abrió. El desánimo hizo mella dentro de la caja. Thor nos explicó que los truenos hacen temblar el suelo y que de eso él sabía bastante pues por algo era 
Dios de la Tormenta y tenía un  martillo con el que controlar las tempestades. El increíble Hulk se sintió molesto ya que  poseía también una enorme fuerza con la que hacía temblar los edificios y por ello podía opinar sobre el asunto. Los Sioux de los recortables pidieron la palabra. Ellos sí que conocían los designios de la naturaleza con la que vivían en comunión ancestral. La discusión fue subiendo de tono hasta que  Jocker, terrible villano de personalidad contradictoria, pidió silencio a gritos.
Entonces oímos romperse la ventana y alguien entró por el balcón. Gracias a Superman y su visión de rayos x tuvimos plena consciencia de lo que ocurría en la habitación.
Un individuo había entrado a robar. Hacía rato que merodeaba por los alrededores, buscando un punto débil por el que introducirse. Sospechaba que la casa  escondía un tesoro. Eso dedujo de los retazos de conversación que pudo sisar a unos hombres que charlaban animadamente en un bar. Hablaban de algo de incalculable valor que se guardaba en una caja, un tesoro de juventud olvidado, algo que permitía viajar hacia atrás en el tiempo.
Protegido por el temporal que azotaba esa noche al pueblo se introdujo furtivamente en la vivienda abandonada. Abrió cajones, rebuscó por las habitaciones y desesperado al no hallar nada de valor destrozó muebles esperando descubrir en su interior el valioso tesoro que había ido a buscar. La lluvia golpeó con fuerza la chapa de uralita del tejado y un aplauso de agua inundó la estancia cuando el hombre nos encontró. Rompió los cartones con ansia y contrariado nos tiró por el suelo, maldiciendo su suerte. Antes de marcharse aún tuvo tiempo de volverse y dar una tremenda patada a la caja y pisotearnos. Quedamos  maltrechos y desparramados por el suelo. El viento de agua que entraba por la ventana rota ensordeció nuestro llanto mientras las páginas mojadas desaparecían en pequeños charcos de tinta.
De eso hace ya más de un mes. Sé, por el sonido de una radio que entra desde la calle, que un tal Harry, mago de profesión se ha convertido en el nuevo  héroe de los niños. He descubierto maravillado que la gente habla entre sí con pequeños transmisores inalámbricos y que viajar por el espacio se ha convertido en algo habitual.
Nadie habla ya de nosotros. Spiderman gatea por  pantallas de cines tridimensionales y yo morí hace varios años. Soy un equívoco  recuerdo de papel de mí mismo.
La humedad y el moho han destrozado definitivamente a todos mis compañeros. Hemos sido vencidos por un villano de tres al cuarto. Los niños se hartaron de esperarnos y se convirtieron en mayores.
Ya vuelven las ratas, las oigo roer tras la puerta. Tal vez sea mi batalla final.
Les habla "El Capitán América" en un último  intento desesperado por sobrevivir.
Todo está perdido. Que la fuerza nos acompañe.

Nina Garabato

Relatos FM


Pobre Borracha


Pobre borracha, que arrastras un pie en pos del otro sin avanzar un solo centímetro. Portadora del peso de una vida desperdiciada en tu cansada espalda, en tu vidrio blanco. Nunca tendrás hijos, tu hogar huele a perdición y olvido. Nunca encontraras la felicidad, crees que está en el fondo de la próxima botella, ahí nunca estuvo, y lo sabes. Es más fácil, perderse entre vapores etílicos, que reconocer las verdades. Cuando al día siguiente, tus fantasmas busquen tu mirada con la suya, bastará con ponerse otra venda de alcohol y pena. Tú que bien sabes que es perder sin haber ganado, buscarás tu propia ruina, antes que enfrentar el riesgo de llevar una vida.
María, se levanta acompañada de su vieja resaca, como cada día. Busca en el frigorífico, algo para echarle al vino, como cada día. Se lava un poco la cara, se atusa un poco el pelo. No busca su reflejo en el espejo, por si lo encuentra. No hay nada que hacer, no hay nada que decir, ni hay nadie con quien conversar en la casa. Se viste y se lanza a la calle, sin prisa.  La misma rutina, como cada día. Comprar un poco de leche y mucho vino, como cada día. No sabe como la sentará el primer trago en el bar, puede que hoy consiga llegar a casa sin acabar tirada el portal, como cada día.
Ella no lo sabe, pero hoy, no es como cada día. Caminando despacio por la calle, se encuentra con una vieja amiga.
—Me alegra mucho verte. ¿Qué es de tú vida?
—Estoy donde siempre, haciendo lo de siempre.
— ¿Qué es de tu mujer y los chicos?
—Murieron, y yo con ellos.
Las dos botellas
María abre la puerta. Enfrente, su gran amor. Lleva dos botellas en la mano, una de vino y otra de leche.
—Pasa Carla. —Levan un tiempo sin verse. Años en realidad, pero para ellas, hoy, siempre es mañana.
—Me gusta tu nuevo....corte...tinte. —Siempre la misma broma, hay cosas que no dejan de hacer gracia por mucho tiempo que pase.
—Ya, ya, ya. Cuenta, que es tan importante.
—Toma. —Alza la botella de vino. —
—Gracias.
—No es un regalo.
—Sería el primero.
—Estoy perdida, necesito un consejo. —Por primera vez desde su aparición, se miran directamente a los ojos. Carla tiene pinta de llevar horas llorando. Muchas horas.
—Hoy es un día alegre, te han despedido. Cobrarás un buen finiquito y otra cosa.
— ¿Qué hago yo ahora?
— ¿Nadie te ha ofrecido trabajo? —Carla, era una gran secretaria de dirección. Despedido su jefe por espionaje industrial, la competencia estaba deseando hincar el diente a esta maravillosa fuente de información.
—Si todo el mundo, pero me han hecho firmar una clausula de confidencialidad, o eso, o la cárcel.
—Y ¿Qué harás ahora? Lo que tú sabes, tiene fecha de caducidad.
—Muy corta.
Abren otra botella de vino.
—Llevas años rodeada de hombres, demasiada testosterona. Quizá deberías formar una familia.
—Antes sí sabía de eso, ahora no se compartir mi vida. Voy a pasar de no tener tiempo, poder despilfarrar todo el del mundo. Pero aquí me tienes, veintitantos...
—Por... ¿segunda vez? Creo que sí.
—Sí, y sin nadie con quien compartir mi vida.
— Me tienes a mí, somos geniales juntas.
—Te he dicho mil veces que no me van las tías.
—Prueba y luego hablas. Si no, habrás de decir, creo que no me gustan. Pero no hables sin saber, eres más lista que todo eso.
Se miraron a los ojos. Carla decidió quitarse esto de en medio, al fin y al cabo, era verdad, eran geniales juntas.
Cogió a María del cuello, su mirada iba recorriendo su pelo, sus cejas sus ojos y por fin, llegó a sus labios. Finos y preciosos. Aquella mujer, tenía unos rasgos deliciosos, desde el primer momento se fijó en ello. Mundanos ojos marrones pero, profundos. Nariz fina, pero deliciosa. Unas jugosas orejas, que daban ganas de comerse. La besó. Primero, pellizcando los labios de ella con los suyos. Luego, poco a poco, la pasión iba inflamando su deseo. Inflamando su alma. Llevándola hacia el lado sucio del sexo, el mejor de todos. Sus manos comenzaron una frenética carrera por recorrer la piel de su amante, como un delfín que surca las olas, sus manos desaparecían debajo de su ropa, para arrancarla al resurgir. Su boca pugnaba por recorrer todos los rincones de aquel cuerpo, ¡cuántas veces había soñado hacer esto! Cientos, miles,...Pero aquello no estaba bien, ella no era así.
—Para, para, para, para, para. —Arrancó a María de entre sus muslos. —No, esto no puede ser.
— ¿Por qué? Si se que quieres, anda tonta, no pienses tanto y déjate llevar por una vez en la vida. —Mientras lo decía, se acerba a su cuello y comenzaba a besarlo. Mientras, Carla se retorcía de placer con cada beso.
—Qué no, que no está bien. —Se separó y comenzó a colocarse la ropa otra vez. Cuando se agachó a recoger su ropa interior del suelo, Carla aprovechó para meterle dos dedos en el ****. Ella se levantó de un bote. —Eres como los tíos. No, es no.
—Lo siento, me había puesto cachonda perdida, de verdad que lo siento.
María se despidió, recogió sus cosas y se dispuso a irse. Se dieron dos besos en la mejilla de despedida. Se quedaron un  segundo mirándose, y empezó su guerra de sexos. A la mañana siguiente, sin haber dormido un solo instante, miraban como la luz del alba entraba por la ventana. Anunciando el nuevo día.
—Con otras mujeres no sé, pero me gusta follar contigo.



El viaje
   Siento como el vino arde otra vez en mi mente, como se regocija en la hoguera de mis vanidades, veo huir lo poco que queda de mí ser. Y me siento feliz. El dolor huye  agolpe de sorbo, dinamita que derrumba mis valores, y me siento feliz. Cuando el dolor es tan grande como el mío, no hay vino en el mundo que tape tu conciencia, ni graduación que te preste el octanaje que mitigue tu desdicha. La vida es una *****, y estoy cansada de comerla.
   Sé que mañana volverás con renovados bríos, pero no me importa, solo quiero que me dejes en paz esta noche. Un rato al menos. ¡Vete! Aleja tu sombra de mi mente. ¡Por favor, dame un respiro! Tengo en alma rota, y los ojos en carne viva, no puedo más... ¡Por favor, vete! Déjame descansar una noche, esta noche. La muy pu... no se va, otro trago quizás la aleje. Vaso a vaso sello mi destino, pero no me importa, mi vida se perdió en fondo del último vaso, se fue tras la estela de ese vino. La primera botella me calienta, la segunda me trae una vida que la tercera me roba. En la cuarta vuelve el llanto. La quinta me recupera al olvido, y en la sexta me duermo, bajo el amable paraguas de lo no vivido. Mi vida se funde, en el malva del olvido, pero es peor la viveza al olvido. Ellas fueron mi mundo, y ahora solo son la sombra que oculta el vino. Las quise tanto, como odio mi cara reflejada, en el fondo del vidrio. Mi alma está rota, mientras intento perder lo vivido. Solo lloro cuando no bebo y bebo para perderme de lo vivido. Pero cuanto más bebo, más me acerco a lo sufrido, más nítido es el recuerdo de lo perdido. Ellas eran mi vida, mi ser, mi mundo real y fingido. Mi mujer y mi hija, que murieron por un fallo mío. Hoy, las quiero más que nunca, porque no puedo relegarlas al olvido. Sólo yo tuve la culpa, de haber tomado ese vino. Era un día cualquiera, un viaje sin mayor sentido. El último de mis niñas, que solo pude haber detenido. No hubiera sido tan difícil haber parado y dormir un ratito, ni haber cenado con aquellas copas de vino. No, no fui yo quien se saltó la mediana, ni quien iba demasiado rápido. Ni quien necesitaba haber dormido. Pero nunca sabré, si las hubiera salvado sin tomar esa copa de vino.
   Ayer era culpable, hoy, pasaporte al olvido. Ayer te odiaba, hoy te necesito.
   Sé, que me impulsa a beber. Sé, que será mi ruina. Pero no puedo vivir una vida llena de remordimientos. Hoy, me abandono a ti, porque sé que nada soy si no estás a mi lado. Seguramente no debería seguir bebiendo, incluso reconocer que tengo un problema, pero he decidido hacer lo contrario. Perderme en tus calientes remolinos, ahogarme en tus espumosas aguas. Vivir, sería más duro camino.

La Loca Caja de Pandora

Relatos FM


Lo que dura una mano


Para Jorge Luis Borges

I Osvaldo Setto está viendo jugar a sus amigos. A veces lo cansa más estar sentado, no moverse, que jugarse un partidito. Pero es terco, dice que está viejo, que ya no sirve para esas cosas. Lo dice con una sonrisa en la cara y no queda como esos viejos que lo único que les falta para estar muertos es la libreta de defunción y alegrarle la vida a los herederos. Mientras veía, Osvaldo, sostenía con una mano su bastón y con la otra el pocillo de café vacío, apoyado en la mesa que estaba al lado de su silla. Está cansado Osvaldo, pero no lo dice ni lo demuestra. Sonríe y escucha a un conocido que le habla mientras miran el partido. Tiene ganas de estar en su casa, recostado, mirando alguna película o leyendo un libro. Pero está ahí y no se arrepiente. Alterna la mirada entre los gruesos vidrios de los anteojos del viejo que está al lado, que le habla, y la mesa de billar. El otro lo mira todo el tiempo a él, le cuenta de un viaje que hizo por Italia en 1953, sin parar de hablar ni siquiera para arrastrar con su mano el sudor en sus bigotes, y así peinarlos como-con-gomina. A Osvaldo le interesa la historia y lo escucha. No por eso deja de ver el partido, deporte que le apasiona si es con amigos. Sus dos mejores amigos de toda la vida están jugando un partido hace más de cuarenta minutos. El calor es agobiante. Los jugadores a veces lo miran y saben de sus ganas de irse, y también entienden su respeto por quedarse a verlos y escuchar al otro viejo que sigue contando lo hermosa que es Florencia. El partido no termina y Osvaldo se toma de un trago el vaso de soda que estaba en la mesa. Hace un comentario sobre alguna película italiana de los cincuenta pero el otro viejo no lo escucha, porque nunca deja de hablar y habla más alto que Osvaldo. Termina el partido y se van todos, los siete que sentados y parados rodeaban la mesa de billar, a tomar un whisky a la barra. Osvaldo lo toma apurado, sin participar en ninguna de las dos o tres conversaciones que se inician. Pasaba por desapercibido hasta que se hizo un silencio con el ruido que provocó el vaso en la barra. Algunos notan que está mal aunque no perciben porqué. Otros no, y lo despiden amablemente.
Sale del billar y maldice el calor. La camisa, húmeda, se le pega a la panza. Ni una pizca de viento. Mucha gente de mal humor y un sol radiante que refleja en el cemento caliente. Osvaldo está caminando por la avenida Corrientes intentando descifrar qué pasa por la mente de los que por allí caminan. Hombres en camisa, pantalones largos y zapatos, con cara estática, imitando algún modelo de alguna marca de perfumes en la forma de poner la boca. Una anciana con una niña que grita sin parar. Un mimo al que nadie mira, que no se cansa de sonreír dos veces: con la boca dibujada y con la real. Miles de mujeres iguales, todas con vestidos que no llegan a las rodillas, que empiezan en los hombros, que se aferran a cada una de las ondulaciones corpóreas, que les quedan tan bien. Mujeres de las otras, todas. Extranjeros. Un hombre sin brazos ni fuerzas para levantar los párpados escuchando como, de ves en cuando, algún alma que se cree bondadosa le tira una moneda desde los cielos. Niños sin preocupaciones, algunos con helados otros con las ganas. Todo esto multiplicado por uno, dos, mil millones. Y entre tanto Osvaldo mirando, concentrado, tratando de entender algo de todo lo que ve.
Camina lento Osvaldo. Lento pero decidido. Avanza siempre con el pie derecho: hace fuerza con la pierna y mueve el zapato unos veinte centímetros, al ratito, y apoyando todo su cuerpo en el bastón, traslada el pie izquierdo la misma distancia. De todas maneras, está apurado. Y traspira. Decide no tomar ningún transporte, va caminando hasta su casa. Largas cuadras le esperan.
En uno de los pasos recuerda el último trago de whisky en la garganta. Se siente incómodo y no sabe por qué. Trata de olvidarse del calor, no puede pero se asegura que no es sólo eso, hay algo más. Mira la hora, la fecha, ningún compromiso: todo en orden. El malestar continúa. Pienza en las pastillas. Comienza a pensar en la presión, hasta que recuerda haber tomado las pastillas por la mañana. Con una mano toca el bolsillo atrás del pantalón y corrobora que está la billetera. Los metros siguen y lo avergüenza sentirse tan mal y no saber a qué se debe.
Dos gotas de pis se desprenden de la punta del pito de Osvaldo. Sonríe y en el instante se preocupa por no pasar papelones en plena vía pública. No sería la primera vez que se tome un taxi, a las apuradas, para que los menos posibles vieran su pantalón mojado. Al levantar la mirada ve el cartel que, iluminado, en vertical, le salva el momento de urgencia. Entra al local a gran velocidad, chocándose con las personas, sin pedir permisos ni disculpas, pensando sólo en el baño. Baño. Qué palabra. Cada vez que la repetía en su pensamiento las ganas incrementaban. Por cómo suena la palabra, por las cosquillas que le producen pronunciar la ñ, con la lengua en el paladar, y por lo que significa pensar y repetir tantas veces el nombre del lugar en donde se quiere estar: la ansiedad en el corazón y la imagen en la cabeza.
II Mario Cuniev entró al baño después de comerse dos porciones: una mozzarella y una fugaza rellena. Las comió parado, en el siempre-lleno-de-gente hall de la pizzería Güerrín, y las bajó con un vaso de cerveza bien fría. Las escaleras lo habían hecho transpirar mucho. Al entrar, se limpió las manos engrasadas y al vérselas recordó que no había terminado el trabajo que estaba haciendo en la mañana, que interrumpió para ir a comer. Las manos eran una de las pocas partes del cuerpo que Cuniev se veía constantemente, de día y de noche. Trabajando, en su casa, las veía apretar teclas grasosas o reposada en el mouse, en el caso de la diestra. En los ratos libres, en su casa, también: bailando sobre el teclado o estáticas al borde del monitor. Como pasa tanto tiempo frente a la computadora, comenzó a reacondicionar su casa y su vida alrededor del escritorio. En el escritorio, además de la computadora con todos sus accesorios, están el teléfono, libros y revistas, una heladera pequeña, ropa, una almohada, un televisor, paquetes de galletitas, golosinas y alfajores (muchos sin terminar, muchos envoltorios vacíos). En fin, todo lo que muchas personas suelen utilizar a diario.
Agitado, Cuni (como firma sus post's, y de la manera en que lo reconoce toda la gente que conoce, menos su mamá y su tía que toda la vida le dijeron Marito) se sentó en la tabla de madera sin antes fijarse con qué limpiarse. Se llevó el pantalón hasta los tobillos, y aprovechó para bajarse las medias, porque sentía toda la ropa pegoteada. Con el jean se arrugó una revista que llevaba, sin acordarse cómo había llegado allí, en el bolsillo trasero. Agarró la revista y la utilizó para abanicarse, mientras con la otra mano sacudía su gigante remera. Todo era viento (humedad y mal olor) dentro de ese cubículo de noventa por uno veinte. El calor empezó a menguar al tiempo que el aburrimiento se incrementaba, pero poco podía hacer porque las porciones de pizza (o la cantidad de chocolates y chizitos que había comido la noche anterior) lo obligaban a quedarse sentado donde estaba. Comenzó a leer la revista. Era mala, lo sabía, pero no paraba de reírse leyéndola. Optó dejarla, tirándola al piso, porque supo que pronto la mancharía con los restos de lo que fuera que haya salido por su orificio anal. El calor volvió, intenso. Rápidamente se distrajo con las anotaciones que encontró en la puerta y paredes que lo rodeaban. Frases de lo más audaces, alusiones pelotudas (que, según interpretaba Cuni, de tan vacías emanaban complejos sentidos), conversaciones incoherentemente serias, dibujos y mamarrachos de diversos colores, símbolos (interpeladores) cursis, nefastos y grotescos. Todas esas voces, el calor, el alivio (por haber defecado) o el encierro, hicieron alucinar a Cuni. Estuvo poseído por algunos largos minutos, sin poder cerrar la boca ni controlar las gesticulaciones y movimientos que nadie vio. Viajó por lugares hasta entonces desconocidos que al despertar no recordaba. Corrió por un jardín donde sólo había jazmines, hasta que encontró una mesa y se sentó a jugar un truco con Mary, la del almacén, pero ella estaba mucho más rubia y gorda, y a él le gustaba más. Buceó por las mentes de personas que no conocía; y desde ahí pensaba y veía todo lo que ellas, vomitándoles dentro de la cabeza, a algunas, o comiéndoles algo que imaginó masa cerebral, a otras. Al volver en sí se sintió como después de una larga jornada de fiebre. Recuperado, volvió a pasar la vista por alguno de los textos y sonrió, leve aunque satisfactoriamente. Con muchas energías (provenidas no se sabe de dónde) comenzó a arrancar algunas de las hojas de la revista. Se limpió, se subió los pantalones y calzoncillos y al abrir la puerta que lo liberaba de ese encierro salvaje, se vio sudando como nunca pero sin sentir calor.
III Cuniev cerró la puerta con una mano aún en el cinturón y con los ojos en el resto de los ilustres visitantes del recinto. Poco movimiento pero mucha gente. Cuni comenzó a caminar por el pasillo que dejaban hombres que escondían mingitorios de un lado y puertas blancas que escondían inodoros del otro. Quería lavarse las manos, mojarse la cara. No le gustaban esos lugares de espacios reducidos donde circulaban tantos hombres esquivándose miradas y palabras, pero en ese momento estaba pensando en un artículo de la revista que había perdido. En eso estaba cuando vio entrar al viejo Osvaldo y lo sorprendió lo decidido, concentrado, que estaba. Serio, Osvaldo fijó la vista en el único mingitorio libre y hasta allí se dirigió, lento, con la incesante aunque inadvertida mirada de Cuni custodiándolo. Cuni ya estaba detenido cuando Osvaldo apoyó el bastón en la pared y se desprendió el cinturón. Nunca antes había pasado por un momento similar, pero no tuvo tiempo para ponérselo a pensar. Un instante después, Cuni vio a ese hombre de cara a la pared, con la parte de atrás del pantalón arrugada, sin contar el bolsillo izquierdo rígido, por donde se asomaba la gorda billetera. Con la mirada fija en Osvaldo, Cuni fue avanzando cada vez más rápidamente. Los pasos eran largos y su ancha cintura se balanceaba lo suficiente como para rozar los bordes del pasillo por el que seguía avanzando convencido en que ésa era la ruta que lo llevaría a la felicidad total. Finalmente, cuando pasaba por detrás de Osvaldo le tocó el culo. Había aminorado la velocidad para deleitarse con mayor concentración del momento. El pellizco duró poco pero la delicia llegó a todas las partes de su cuerpo. Todos los placeres de su vida estaban contendidos en ese instante. Cada uno de sus sentidos gozaba a más no poder, creando una especie de paraíso interno, limpieza espiritual absoluta, vacío. Cuni separó la mano del calzoncillo de Osvaldo y retomó el veloz ritmo que había abandonado hacía unos segundos. Sorprendido, Osvaldo lo miró, sin dejar de hacer lo había venido a hacer, y le gritó "maricón". Cuni no se dio vuelva, salió rápido del baño y se perdió en la ciudad, mientras Osvaldo seguía sin entender, mirando para ambos lados, como buscando a alguien que le explicara, buscando algún rostro que haya sido testigo para objetivar la vergüenza.

Aldysius Acker

Relatos FM


Me tienes

No pudo evitarlo: la excitación sumada a la soledad lo obligó a mirar más allá de aquella urgencia matinal: Ángel decidió que no podía seguir evitándose, reprimiendo esos ardores antes vergonzosos, ahora vehementes, insistentes. Pero qué hacer. O cómo. 
   
     Seguía tumbado en su sofá, distrayéndose con lo que encontrase a la mano, tanteando las cuerdas de su guitarra. Nada funcionaba, sólo conseguía desesperarse más. La imaginación de un hombre nervioso es nula, así que no tardó, casi sin darse cuenta, en regresar al origen de sus inquietudes: imaginaba impaciente encuentros carnales, pasajeros y sin amor: creía que a personas como él esos dos elementos jamás se juntarían.
     Pero necesitaba amor, aunque sea del inventado, caricias, mendigadas o compradas. Y urgentemente. La desesperación mutó a convicción. De reprimir la idea que lo asaltó esa mañana pasó a meditarla; pensaba para sus adentros que tal vez no sea tan descabellado, mucha gente lo hace: si no lo tienes, búscalo.
     Trazó un plan: primero al cuarto de su hermana, robaría las prendas necesarias, y después al baño: la rasuradora de su padre, las cremas y peluca de su madre, el toque unitario: ellos en mí, dentro de mí, tuvo una erección, ya no les daré asco. Abandonó el sofá cegado por la angustia, guiado por la excitación. Una lágrima, que se prometió última, le abrió un camino en la desesperanza y le hizo creer en amores furtivos. Se imaginó ya travestido, alegrándose de ser tan guapo e inteligente. Sí, muy inteligente: a ninguno de sus amigos se le ocurriría algo igual, tontas reprimidas. Hasta llegó a pensar que podría seguir los consejos de su mejor amiga y escaparse de casa: "con ese culito, no te será difícil conseguir quien te mantenga." Pero eso estaba por verse, ahora necesitaba concentración; sé sutil, Angelito, es femenino.
     Mientras se rasuraba los vellos, murmuraba fatuo que ya quisiera cualquier mujer tener sus piernas. Largas, torneadas, cuidadas con refinamiento y pulcritud. Le encantó el resultado: sus muslos habían quedado lisos y blancuzcos. Se los palmoteó alegre y engreído; alguna vez le dijeron que era la parte más atractiva de su cuerpo (¿fue Robertito, en el campamento de promoción?). Se observó en el amplio espejo y dio varias vueltas, quería verse la espalda, el trasero, próximo a restrenarse si tiene suerte esta noche. Notó unos pelillos asomándose por entre sus nalgas, tan notorios los perversos, tan impúdicos e imprudentes. Los odió, golpeó furioso la pared y se dijo que los hombres detestan la antiestética, así quien lo iba querer. Pero no sabía cómo eliminarlos y la excitación no le dejaba pensar. Histérico, regresó al cuarto de su hermana. Ni bien ingresó vio la luz en la foto tamaño natural que su hermana tenía pegada en la puerta: ¡claro, las pantimedias!, cómo no lo había pensado antes. Las buscó, se las puso, regresó al espejo y terminó de vestirse. Notó contento aquel talento oculto el suyo de saber combinar las prendas femeninas. Blusa fucsia, minifalda de lino, cartera de charol, peluca rubia, y cubierto de vivaz maquillaje: "No seas modesto, me veo bellísimo de mujer." Miró la foto de su hermana: "Mejor que tú, ****".

********************

Caminó nervioso, apurado. Quería llegar lo más rápido posible al malecón Souza, su favorito, para ver el mar y sentir la brisa antes de su estreno como prostituta; después, directo a la Avenida Arequipa: la zona roja limeña, el paraíso. Las manos le sudaban y rogaba a Dios que nadie lo mirase despectivamente. Nada lo atormentaba más que la idea de parecerse a una de esas locas feas y ridículas que aparecen en la tele. Empezó a dudar: ¿y si la vanidad le había jugado una mala pasada y no se veía tan bien?
     Sin darse cuenta, se descubrió corriendo en vez de caminando; jadeaba, sudaba, la tenue llovizna le corría cruelmente el maquillaje. Los nervios regresaron despiadados, lo enceguecieron mental y virtualmente: fue a dar contra un poste de luz y cayó de espaldas al pavimento. Niños tal vez del barrio (no podría saberlo, las lágrimas y las ruinas del maquillaje le nublaban la vista) lo observaban entre burlones y absortos. Uno de ellos dijo:
    -Mami, ¿por qué se viste de mujer si es hombre?
     Reacción inmediata: se levantó febril, pero más excitado que nunca. Miró al muchacho de la pregunta y le sacó la lengua. Su peluca rubia quedó bajo los pies indiferentes de la madre del niño, quien reía burlona. Obedeció al impulso, se acercó a ella y le arranchó la cartera. Corrió sin parar, los tacos volaron en diferentes direcciones, se alejó un buen tramo; se sentía perdido, odiado, pero ¡lo peor!, desarreglado. Gritaba incoherencias en cada paso hacia donde lo llevase la pena. Pena que además le susurraba una única salida.
     Llegó exhausto a un malecón desconocido de Chorrillos. No tuvo tiempo de descansar, unas fuertes pisadas detrás de él le anunciaron la presencia de alguien más. Era el hermano mayor del niño, quien había sido enviado a detener al ladrón. Se quedó quieto un momento, preguntándose qué venía ahora. Una vez más, sus instintos ganaron la partida. Ignorando el peligro que corría -advertido en la mueca de asco que hizo el muchacho al verlo- Ángel lo contempló verriondo y se imaginó a los dos desnudos, en la cama de su hermana, el muchacho suplicándole un encuentro carnal. El temblor de su cuerpo cambió de origen, ahora jadeaba de excitación. Fue como convertir una pesadilla segura en el sueño de años: quizás el muchacho no era guapo, quizás era como los otros, pero lo tenía cerca. Eso le era suficiente. Y no estaba dispuesto a irse sin completar la ilusión.
     -Me tienes. Hazme el amor.
     La cartera fue a dar al despeñadero cuando el muchacho lo golpeó. Luego lo escupió, arrebatado. El llanto que soltó desde el suelo lo hizo sentir ridículo, desarreglado e infeliz una vez más. Observando al muchacho partir resurgió aquella urgencia matinal: lamió con placer la saliva ajena en su brazo. Arrastrándose como culebrilla en dirección al precipicio, sintió que debía despedirse del amor de su muerte:
     -Voy por la cartera de mi suegra.
     -¿Qué?
     El muchacho observó pasmado cómo Ángel rebotaba de peñasco en peñasco, después de lanzarse por el desfiladero.

Sheldon

Relatos FM

HISTORIA DE UN DESTINO

En Santa Catalina,
Al oeste de Montevideo,
Vivía entre tanta gente curiosa de mi infancia,
Una persona muy interesante;
Todos lo llamábamos "Don Alvarito".
Hombre solitario,
Vivía en un rancho de adobe y techo de pajas,
Entre las casas de hormigón del barrio,
En una pequeña de isla o selva,
Apartado de casi todo,
En un mundo muy suyo.
Recuerdo como si fuera hoy el interior de aquel hogar,
Y el característico olor a campaña y humedad.
Un catre a la derecha,
El fogoncito a la izquierda,
Y el diminuto baño al fondo.
Don Alvarito iba a casa de mis padres cada tanto,
A tomar mates, jugar a las cartas,
Y contar historias de aparecidos, fantasmas y luces malas,
De mujeres que se le aparecían a los que caminaban por el monte,
O calles cercanas.

Contaba aquellas cosas con tanta frialdad y misterio,
Que era imposible no sentir erizarse los pelos de todo el cuerpo.
Todo eso acompasado con su voz de hombre serio,
Y media ronca de vino.
Ignoraba de donde sacaba semejantes relatos,
Pero no le buscaba razones tampoco,
Eran historias urbanas de aquel barrio lejano.
Un día llegué hasta su rancho,
era una tarde de invierno.
Lo hallé durmiendo,
Al despertarlo sentí mezcla de culpa y miedo,
Pues temía que se enojara por interrumpir la siesta.
Pero me recibió con una sonrisa,
Como si me estuviera esperando, con su sonrisa ancha y su pelo desalineado.

No conocía nada del pasado de aquel hombre,
Ignoraba cuantos años tenia,
Talvez sesenta,
Sesenta y cinco,
Nunca lo supe.
Pero sentía un profundo cariño hacia el,
Entré como entraba en mi propia casa.
Hasta hoy no he conocido persona mas buena que aquel hombre,
Incapaz de hacer daño,
Lleno de bondad y cariño,
A pesar de que no le conocía familia,
Vivía con sus perros y ellos eran su compañía
Ahí estaba aquél hombre canoso y pensativo.
Entre a su rancho y se dispuso a preparar el mate en medio de la tarde,
El sabia que me gustaban esas historias que contaba.
Sus enormes ojos me miraron como sabiendo lo que le iba a decir,
Y anticipándome le dije;
-Don Alvarito, cuénteme alguna historia de esas...
se acomodó en el banco de madera y me dijo:
-te voy a contar esto que no la he contado a nadie,
¿viste el esa calle que hay entre los montes,
esa que une san fuentes con Burdeos?
En el medio donde hay un pequeño puente,
Cuando pasa alguien ya entrada la nochecita,
Cuando venís caminando sentís que algo te sigue,
Y cuando das vuelta viene una mujer toda de blanco,
Rígida y tranquila,
Parece que es una mujer joven,
No sé,
Ella sigue tus pasos desde lejos,
Pero no sentís sus pasos,
Solo el crujido de las ramitas,
Y un viento frió.
Tampoco verás su rostro ni sus pies...
Yo escuchaba sus palabras y me imaginaba todo aquello,
Era como lo estuviese viendo en mi mente,
Y estaba demasiado curioso como para sentir miedo.
Y le pregunté:
-¿Y hasta donde te sigue?
-Nunca llega a esta punta de la calle,
o sea hasta Burdeos,

Se "esfuma" siempre antes...
-¿Así que la ha visto usted?
-¡Como no! Me ha seguido varias veces,
cuando vengo de juntar leña,
pero no le tengo miedo...
...mas miedo me dan algunos que están vivos.
Ella es solo una muchacha,
Cuentan que su futuro novio,
Aquel con quien ella iba a casarse,
Murió en un accidente de transito,
Y desde entonces su alma anda penando,
Ella de suicidó (dicen),
Aunque no encontraron su cuerpo.
Nunca lograron concretar su amor,
Y desde entonces ella lo busca por cielo y tierra...y ahí anda; dando vueltas.
Me quedé callado un instante que pareció eterno.
-Que ¿estas asustado?
Me preguntó como intuyendo mi respuesta.
-nooo.
Le contesté con voz firme.
Aunque fuera ya nochecita y yo tenia apenas once años
Quizás para sentirme mas seguro le dije:
-Cuénteme otra Alvarito ya que estamos en el baile...
...y con su paciencia amorosa y habitual empezó;
-¿Viste en la playa de punta Yeguas?
Cuentan los que han ido a acampar en los pinos que costean la arena,
En las madrugadas de verano cuando el calor de hace insoportable,
En la orilla del agua han visto mas de una vez una figura femenina,
De espalda mirando el mar,
Como caminando despacio,
Como adentrándose en el.
Tiene el pelo largo por la cintura,
Lacio y oscuro,
Lleva un vestido casi transparente cuando la luna la ilumina,
La silueta de su cuerpo deja entrever que es joven y hermosa.
Pero cuando algún curioso de acerca,
Ella se da vuelta repentinamente,
Como adivinando que alguien esta detrás suyo,
Y su cara es incompatible con su hermoso cuerpo delgado,
Según cuentan los que la vieron,
                                                           
Y no enloquecieron,
Tiene su cara totalmente deforme,
No tiene ojos,
Apenas se adivinan dos orificios oscuros,
Como la suerte de quien tiene la desgracia de conocerla.
Yo estaba tan pasmado por el relato que no atinaba a nada,
Entonces siguió;
-Ella es una mujer de treinta años o algo así,
no recuerdo bien ahora,
al parecer una noche estaba acampando con su novio cerca de allí,
en punta yeguas hace algunos años atrás.
Tuvieron una discusión bastante fuerte,
Ella para calmar la rabia se fue al agua corriendo,
Se metió tan profundo que no pudo hacer nada cuando la marea la arrastro mar adentro,
Encontraron su cuerpo una semana después,
Metido entre las rocas.
Había quedado boca abajo,
Y los cangrejos le habían comido las partes blandas de su rostro,
Ojos, lengua, orejas, etc.
Yo estaba sin palabras,
Escuchando aquellas historias,
Y don Alvarito las contaba con tanta credibilidad,
No hacia el menor esfuerzo por exagerar ningún detalle,
Que era imposible no creerle cada palabra.
-Es así gurí...
(Hasta hoy dudo que supiera mi nombre)
me dijo como para calmar mis pensamientos.
-Estas cosas que te cuento son pura verdad,
esta lleno de almas que buscan su destino,
siempre hay, siempre habrá algún desencuentro,
no todos,
por mas buenas personas que sean,
encuentran el camino,
aunque no tengan la culpa,
quedan aferradas a lugares o personas,
quien sabe porque no se van del todo...
...Ya era entrada la noche cuando me fui a casa,
curiosamente no sentía miedo,
iba como meditando, tranquilo,
pensando en las historias que había escuchado.
Hace tiempo hoy que don Alvarito no esta en Santa Catalina.
                                                                                   
Murió una de invierno en su rancho mientras dormía,
Según dicen en aquel barrio, nadie reclamó su cuerpo ni hubieron herederos para aquel pedazo de tierra enclavado en el corazón de aquel montón de casas.
Y a mi siempre me quedo grabado algo que me dijo un día que fue de visita a casa;
"los fantasmas no existen,
son solo almas que andan entre nosotros,
personas que generaron gran afecto y amaron mucho a alguien,
y quedaron apegadas a lugares o personas,
incapaces de irse del todo..."

Es verdad don Alvarito,
Estoy seguro que hoy andará en Santa Catalina,
Dando vueltas en el camino que lleva a su humilde rancho,
Retenido por el cariño de la gente del lugar.

*******

Muslim