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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM


El precio del olvido


   Tula era blanca y rubia, hija de españoles emigrados a Cuba pero como muchas otras mujeres se había enamorado de Tajó, un indio cimarrón que se incorporó al ejercito mambí llegando a ostentar grados de Coronel. Por aquellos tiempos de guerra nació Emilio en la manigua casi a finales del siglo XVIII.
   Emilio vivió una infancia y adolescencia muy felices  bajo el cuidado esmerado de su madre y se convirtió en un mulato claro de finas facciones con la figura de su madre y el encanto de su padre, pero a Emilio le gustaban las negras, las negras bien prietas le enloquecían y ellas también se enloquecían con el. Pero su madre, Tula era racista hasta la raíz, nadie entendía si era tan racista como había tenido un amor tan grande con el indio Tajó, quizás por eso mismo era tan racista, por lo mujeriego que era el hombre que siempre amo y que nunca fue de ella sola.
-Mama, tengo que darte una buena noticia- dijo Emilio a su madre. La mujer, que estaba preparando un café levanto la cabeza y le miro sonriente.
-Y de que se trata?...-
-Me voy a casar.- La sonrisa desapareció de los labios de Tula. Echo el café en un jarrito de metal.
-Y se puede saber con quien te casarías?-
-Pues con Chacha. Con quien va a ser...?- La expresión se endureció en el rostro de Tula.- Chacha era una negra oscura como el ébano pero tan bella como una diosa, de rostro divino y cuerpo grácil y esbelto. Tula la conocía y sabía que ella y su hijo tenían una relación pero no pensó que fuera tan seria.
-Y por que tiene que ser con esa negra. No te puedes buscar alguna más clarita. Además esa es una chusma y una chismosa-.
-Mama!, no es ninguna chusma ni chismosa. No hables así de ella, además es la que me gusta y no tiene que gustarle a nadie más....-
-Pues mira, no estoy de acuerdo!, si te casas con ella olvídate de que tienes madre porque no voy a vivir bajo el mismo techo con ninguna negra!-.
-Pues mira mama, si no estas de acuerdo me voy a ir para siempre y así no tendrás que vivir nunca más con ninguna negra como tu dices-... Esa noche partió con una pequeña maleta. Emilio desapareció de la faz de la tierra. Tula al principio pensó que seria algo pasajero pero pasaron los días, las semanas y los meses y no había noticias de Emilio, entonces su madre comenzó a buscarlo y en ningún lugar aparecía, los meses se convirtieron en años y ella, desesperada se trasladaba a donde quiera que hubiese una evidencia sobre su hijo Emilio.
   Cierta vez una amiga le dijo que en Remedios lo habían visto y le comentaron que lo habían matado en una pelea a cuchillos. Allá se traslado Tula destruida, encontró realmente evidencias de la pelea pero no pudo verificar el fallecimiento de su hijo por ninguna vía. A su regreso a La Habana fue a ver a una santera y acordaron hacer una misa.
   El día indicado todos estaban reunidos en el salón de la casa. Diez personas estaban sentadas en sillas haciendo un círculo. La médium, una mulata vieja vestida de blanco y cubierta de encajes estaba sentada con los ojos cerrados en estado de concentración con las manos sobre las piernas, todos estaban silenciosos y pendientes de ella. En el aire un fuerte olor a hierbas, tabaco, colonia y ron envolvía a todos los presentes. La vieja levanto los brazos y lanzo un fuerte suspiro poniendo los brazos en cruz sobre su pecho, se estremeció fuertemente y comenzó a hablar a todos, hablaba en una jerga incomprensible, después se calló y abrió los ojos enormemente, su rostro se desencajó y se rió sarcásticamente, -Yo soy el viejo Gerardo!...- repetía y se veía a las claras que era un ser maligno...la médium cerró los ojos y su rostro se relajó, luego volvió a hablar...
-Buenas tardes a toos... Yo son Mamita... Ache, mucho ache pa too los presentes, tu dar pa mi aguardiente y tabaco caraj...- El que estaba a su lado le dio un tabaco y una jícara con aguardiente. Ella encendió el tabaco y se tomó un largo trago. Entonces se dirigió a Tula...
-Aquí tenemos una saya que quiere saber...y va a saber too lo que quiere caraj, si señor, va a saberlo too... aquí hay un espíritu que quiere hablar...- La vieja volvió a cerrar los ojos y su voz sonó gruesa...como de otra persona...
-Mmmm vieja...mi vieja...perdóname por no regresar...perdóname...yo estoy ahora bien...perdóname...- Tula estaba anonadada, era la voz de su hijo Emilio que le hablaba a través de aquella mujer. Ya no pudo más rompió a llorar amargamente...
-Hay mi hijito querido!...claro que te perdono y nunca te voy a olvidar...-
-Perdóname mi vieja...- La voz se fue apagando y el espíritu africano de Mamita se despidió de todos abandonando el cuerpo de la médium...
   Después de celebrada la misa Tula se convenció de que su hijo había muerto y se cerro de luto por él sumida en una tristeza sin limites...
   Tres años ya habían pasado y Tula continuaba de luto. Ella tenia dos hijos mas, Candido y Eduardo. Candido se había casado algunos años antes con una negra también y ella lo repudio, a el a su mujer Nieves y a su hija Candida. Nieves ahora estaba embarazada de su segundo hijo. Un día increíblemente Tula apareció en casa de su hijo Candido sorprendiendo a todos. Se arrodillo delante de su hijo y le hablo...
-Candido, mi hijo, vengo a pedirte perdón por haber sido tan mala y tan racista con mi familia, a ti también Nieves y a ti Candida, mi nietecita. Por haber sido de esa manera perdí a Emilio y les juro que he cambiado para siempre...Solo les pido que si ese nuevo hijo tuyo nace varón le pongas como nombre Emilio igual que tu hermano y yo lo voy a cuidar como si yo misma lo hubiera parido...-
-Levántese Tula –dijo Nieves- nosotros ya la perdonamos hace mucho tiempo y la queremos bien, no se preocupe que si es varón se llamara Emilio para felicidad de todos.-
   Finalmente llego el día del nacimiento y nació un varón que se llamo Emilio. Al principio cuando era un bebe recién nacido Tula, que vivía cerca iba todos los días a verlo. Ya cuando creció un poco entonces lo envolvía en sus negros ropajes de luto y se lo llevaba a su casa. Casi era ella la que lo criaba.
   Pasaron seis años mas y una noche, ya muy tarde tocaron a la puerta de la casa de Candido que abrió preocupado. Allí estaba en la puerta su hermano Emilio, casi diez años después con una maleta en la mano. Fue recibido por todos con jubilo y al siguiente día prepararon a Tula para el encuentro, pero su reacción fue muy favorable, le dio gracias a Dios y a todos los santos por escuchar sus ruegos de tantos años de luto y tener allí a su hijo querido. Emilio se fue a vivir con ella y unos meses después conoció a Marta, una negra prieta y grande, muy fea y tosca pero como decían todos, era más buena que el pan.
   Entre Tula y Marta tenían a Emilio hecho un príncipe, vivían para el, lo vestían como un figurín, le hacían las comidas que el prefería y le daban todo el dinero que necesitaba. Emilio llevaba una vida disipada de fiestas, mujeres y borrachera y todo era una gracia para ellas, así pasaron los días y los meses...
   Una noche Emilio salio perfumado, vestido de traje blanco de casimir, zapatos de dos tonos y sombrero. Caminaba por las calles de la barriada de Buenavista hacia un baile popular cuando de un pasillo salió una mujer con un pañuelo en la cabeza y los brazos cruzados dirigiéndose directamente hacia el. La luz de la luna llena lo alumbraba todo nítidamente. Ya cuando estaba frente a el se detuvieron y ella con un movimiento de la cabeza echo a un lado el pañuelo. La mujer estaba muy delgada, casi esquelética y solo la reconoció cuando hablo...Era Chacha...
-Te fuiste...me dejaste muriéndome de amor...regresaste y no me buscaste...pero tenias que haberte muerto de verdad porque tu solo eres mío o de nadie mas...- El brazo de Chacha se levantó clavando el afilado y largo cuchillo en el corazón de Emilio y las blancas telas del traje se fueron cubriendo de un rojo encendido en el cuerpo del hombre tendido a la luz de la luna mientras Chacha se marchaba caminando tranquilamente sin siquiera mirar atrás...

El Conde

Relatos FM


¿Quién es Ever?


Ever no pudo soportar la noticia de que a Agatha, la equilibrista, la hubiesen asesinado y abandonó a los pocos días el mundo circense. Él era el prócer mago que sacaba de la chistera, de los bolsillos, de las mangas de las camisas e incluso de las perneras de los pantalones palomas, gatos, cuchillos, bolas del mundo, antorchas encendidas, mariposas del olvido,...
Llevaba seis años trabajando en el mismo circo y si aguantaba era porque estaba locamente enamorado de la equilibrista. Ever, el mago, tenía la costumbre de ensayar delante de los espejos para rectificar los fallos de sus prestidigitaciones, pues era perfeccionista y no quería cometer errores.
Cuando el circo se asentaba varios días en el mismo pueblo, a Ever le gustaba disfrazarse. Se ponía pelucas, bigotes, cejas postizas morenas que contrastaban con su pelo canoso y se inflaba de ropa para parecerse a Oli, pues su porte personal era esmirriado como Stanly. Así, creía él que, el público pensaría que aquel circo era muy importante al ver a diferentes magos actuando.
El último día que estuvo en el circo, Ever escuchó una conversación que mantenía un enano con el domador de fieras: ¨ Sabes, el día del asesinato de Agatha, vi salir a un gordo de su camarote pasadas las doce de la noche¨. Desde ese día, Ever comenzó a mirar mal a todos los gordos con los que se cruzaba por la calle. Todos eran sospechosos y podían ser asesinos de su amada. Cogió animadversión hacia los gordos y su propio peso se convirtió en una obsesión, en una verdadera tortura psicológica aun siendo extremadamente delgado. Por eso vomitaba cuando para paliar sus nervios comía más de la cuenta.
El psiquiatra llegó a la conclusión de que era un anoréxico fuera de lo habitual, con su síndrome muy difícil de encuadrar. Primero, por ser casi quincuagenario, y segundo porque le había contado que no hacía demasiado tiempo, en sus actuaciones, le gustaba ponerse ropas y más ropas para parecer un gordinflón en el escenario. ¿Cómo podía entenderse esta contradicción? ¿Cómo en tan poco tiempo el cambio en su personalidad podría haber sido tan notable?
Ever nunca salía de casa sin antes apretar con fuerza una pequeña radio contra su oreja. Aunque hubiese dejado de actuar en el circo desde el percance de la equilibrista, el mago todavía ensayaba en su casa, en el cuarto de los espejos. En su último show se colocó frente a un espejo. Ya no era sólo su cabeza la que le distorsionaba su imagen de extrema delgadez, también le engañaba aquella maldita luna con cierta concavidad. Sufrió lo indecible al verse tan gordo. Intentó que alguna emisora de radio le distrajese. Eligió una en la que un locutor presentaba la antigua canción de Mocedades, ¨Eres tú¨. Se sintió acorralado y amedrentado. Sacó de la manga del abrigo una pistola y apuntó a su figura, a su corazón, no merecía el seguir viviendo. Ojala pudiera ver su alma para hacer diana en ella. Su cobardía, como siempre, venció la batalla. Y el disparo quebró el espejo.

Prímula Veris

Relatos FM


Un minuto


Día de lluvia, un día cualquiera guiado por la rutina de la semana. Un día de diciembre, dos amigos que se esperan... Ella en el portal, retocándose los últimos detalles para estar perfecta, perfecta para él. Un poco más lejos él, deseando verla, porque ella lo es todo, ella ilumina el día, este día lluvioso.
Se reúnen y, al verse, sus corazones se disparan y, aunque en el fondo lo saben, son amigos, amigos inseparables que comparten todo. Él desea besarla, ella desea que la bese. Un beso inocente en la mejilla, un hola distorsionado por el ruido de las gotas de lluvia chocando contra el suelo.
Pasa el día, y esa rutina insoportable que los sumerge en una vida monótona. Pero esta tarde se verán y, otra vez, al recordarlo, a los dos se les acelera el latido, a los dos se les hace un nudo en el estómago, ninguno ve la hora de que llegue la tarde para estar juntos.
El reloj marca las cinco. "¡Quedamos a la hora de siempre en el sitio de siempre!" Son las palabras que más le gusta escuchar de ella. Siempre las recuerda con una ligera sonrisa. Se prepara. "¿Qué pasará? Ojalá pudiera sentirla mía". Por un instante, aleja esos pensamientos de su cabeza. Marcha a buscarla. Eso es lo único que importa ahora.
Sentados en un banco de piedra helado: "¡Vaya, ha dejado de llover!". Se miran, se abrazan... Este es el momento. Ella le mira, le dice que cierre los ojos... Le roba un beso, ese beso tan deseado. Él los abre y, a partir de ese segundo fugaz, puede ver como su vida le pasa por la cabeza, puede imaginar un futuro con ella. Sí, les invade la felicidad.
Pasan los días, las semanas, los meses... ¿Cómo podían imaginar que ese beso cambiaría tanto sus vidas? Ahora están juntos, y cada momento es más especial que el anterior...
Y pasa. Se besan, se desean el uno al otro. Lo único que ansían es fundirse en uno, lo único que anhelan es la piel del otro, el cuerpo del otro. Se desean. Y en un minuto todo pasa. Un minuto infinito. Un vacío en el tiempo.
Les envuelve la pasión, les envuelven las miradas, las caricias, los abrazos y los besos... Y en un minuto todo pasa. "¡Para el tiempo! Quédate entre mis brazos para siempre". Cada palabra que sale de su boca es como una canción para él, la canción que nunca se cansaría de escuchar, la melodía queaporta sentido a su vida.
Y en un minuto la mira, y no puede dejar de mirarla.
Y en un minuto piensa que ella sigue siendo todo, porque sabe que, aunque haya dificultades, aunque pasen inviernos, sus ojos verdes seguirán guiando su camino, seguirán poniendo luz donde haya oscuridad... Como en aquel día lluvioso.
Y en un minuto, lo mira, y no puede dejar de mirarlo.
Y en un minuto lo piensa: él se ha convertido en parte de su vida, en lo que nunca nadie será, en lo que nunca nadie será, porque nunca habrá nadie más.
Y en un minuto se besan. Besos fugaces pero a la vez intensos.

Minutero

Relatos FM


Vergüenza


El día anterior nuestra oficina había entregado un informe en el que se encontró un error y mi jefe me estaba dejando entrever que al ser yo el más joven de la empresa dicho fallo tenía que ser culpa mía. Tras dicha aclaración y cuando mi jefe se había marchado ya me sonó el teléfono. Era David, un antiguo amigo con el que hacía semanas que no hablaba. A pesar de la sorpresa que supuso recibir una llamada no le cogi el teléfono. Mi jefe aun seguía por la oficina y no quería darle ningún motivo para volver a la carga. Rechace la llamada con la intención de llamarle después.  Algo turbado seguí repasando el informe concienzudamente una hora sin encontrar donde había metido la pata.  Finalmente llego la hora de salida y me marche rápidamente porque esa noche había quedado con mi novia para cenar ya que parecía que hoy era el aniversario de algo y aun tenía que llegar a casa para darme un duchazo. Ya en la calle quite el candado a la bici y comencé a pedalear rápidamente. Durante el camino no pare de pensar.
Ya en casa mientras me quitaba la ropa en el baño. Al vaciar los bolsillos de los pantalones saque el móvil para dejarlo sobre el lavabo, dude y finalmente lo volví a coger. Busque en la agenda y por fin me atreví a llamar. Espere hasta el tercer tono y colgué.  Ya bajo el agua de la ducha recordé porque dejamos de hablar. Todo lo había jodido él con la tontería de decir que era gay y que estaba enamorado.
Cerré el grifo y salí aun bastante mojado por lo que cree un gran charco bajo mis pies. Cogí una toalla y me la enrolle alrededor de la cintura,  aun con las manos húmedas volví a llamar. Oí como descolgaban pero no contesto, espere unos segundos sin atreverme a iniciar la conversación. 
-   ¿Hola? – Escuche por fin.
-   ¿David? – Pregunte extrañado al no reconocer la voz.
-   ¿Es usted pariente de David Torres? – Me pregunto el desconocido.
-   Bueno, somos buenos amigos. – Respondí tras unos instantes de duda – ¿Y usted quién es? ¿Donde está David?
-   Le llamo desde urgencias, yo soy uno de los del Samur que ha tratado a David. Se le debe haber caído el móvil en la ambulancia en el trayecto.  Siento decirle que su amigo ha fallecido debido a...
Seguían hablando a través del móvil pero yo ya no escuchaba...

Kobb

Relatos FM


Lobo


Las ventanas se rompieron en pedazos, dejando entrar a una enloquecida jauría de lobos que nada más posar sus pezuñas en el aula miraron sedientos a todos y cada uno de los presentes, gruñendo por lo bajo con ansias de desgarrar toda esa carne con sus afilados colmillos.
El último en entrar fue un enorme lobo blanco, mayor en tamaño que todos los restantes, que, como si de conocimiento humano se tratase, miró a los asustados jóvenes, bloqueados por el miedo, hasta detenerse en una cara de ojos violáceos y tez pálida, se volvió hacia sus compañeros y aulló.
Aulló con fuerza, acompañado por sus compatriotas a la vez que gritos angustiados sonaban ante la incapacidad de abrir la puerta.
Al conseguirlo todos se precipitaron hacia el exterior presas del pánico ante la bestialidad de las criaturas, que empezaban a alcanzar a los desprevenidos rezagados. El ambiente tardó poco en impregnarse del aroma ferroso de la sangre.
Yo seguía corriendo, perdida en los pasillos mal iluminados de este centro antiguo y extravagante, seguida por la implacable mirada oscura del lobo blanco, era su presa favorita en la cacería. Respiraba con dificultad y al volver a doblar la esquina resbalé, cayendo sobre mi cadera, torciendo mi tobillo en un ángulo nada agradable.
Lancé una exclamación de dolor al pisar de nuevo con la pierna e ignorando a mi persona eché a correr de nuevo, bajando las dichosas escaleras que tan desesperadamente no encontraba antes, y mientras bajaba por ellas iba rodeando a decenas de cuerpos malheridos, o en el peor de los casos mutilados, pero ningún muerto, todo era de un exasperante color escarlata a excepción de la impune sombra blanca que conseguía vislumbrar de vez en cuando por el rabillo del ojo.
La misma que, cerca de bajar los últimos escalones de las escaleras saltó con gran impulso hasta caer con fuerza sobre mí, derribándome al suelo y acrecentando todo tipo de dolor físico.
Vi, en un espacio de tiempo ralentizado creado expresamente para disfrutar gota a gota de mi miedo, como todos y cada uno de sus afilados dientes como cuchillas se hundían en el brazo que mantenía en alto, manchando mis ropas claras con mi propia sangre, hasta que, al deslizarse él un tanto hacia un lado dejó libres a mis piernas de su peso, le propiné una patada en el costado, lanzándolo hacia la pared, chocando brutalmente contra ella y gimió por lo bajo, incapaz de levantarse de nuevo, al contrario de mí, que de nuevo me levanté, recobrando lentamente el aliento.
Gemía como un cachorro desprotegido y empecé a sentir pena, asustada de haberme excedido en mi fuerza. Di un tembloroso paso hacia él y una gran punzada de dolor me hizo volver a la realidad, contemplado el brazo cuya carne estaba mutilada, descuartizada y ausente en algunas zonas del mordisco.
Me tambaleé sin mucha decisión hacia la entrada, donde docenas de policías cargaban al exterior con cuerpos inertes. Al verme a mí dos de ellos se acercaron aprisa, tomándome en brazos sin poder aguantar mi propio peso para caer en la inconsciencia con un último rostro que me hablaba a gritos, reflejados en sus ojos otros ojos violetas, que se cerraban lentamente, agotados.

Un último aullido arrancado sonó, lastimero.

Quill

Relatos FM


EL Árbol que quería ser feliz


El árbol sólo quería ser feliz, pero el viento azotaba con sus gélidas manos las pocas hojas que el otoño había dejado....Pronto el invierno llegaría envolviéndolo de pequeños copos de nieve .Pero mientras éste no llegase habría tiempo y esperanza para disfrutar del sol antes de guarecerse en su interior, entonces el árbol miró hacia la montaña y suspiró triste porque no veía a los niños que todas las tardes salían a jugar en sus ramas. Con ellos se daba cuenta que su cometido en este mundo no solo era dar cobijo a tantos niños que guardaban el invierno para jugar con la nieve debajo de él, y para los enamorados que paseaban por el bosque, ellos ilusionados hacían un corazón donde ponían te quiero, para toda la vida esos enamorados también echaban de menos que no llegara la primavera pues a su árbol querían volver donde se prometieron amor eterno.
Un día, Árbol levantó la mirada y vio, a lo lejos unos pequeños rayos que parecían provenir de entre las nubes, ¿será el Dios Sol que está asomando para llenar de calor todas mis ramas?, y entre el fulgor vio la sombra de un pajarillo que se le acercaba feliz en su vuelo ligero y rápido llamándole: "¡Árbol! ¡Amigo!" De repente las hojas verdes destellaban mágicamente, una especie de luz brillante envolvía majestuosamente todo el entorno, con esa energía que solo el árbol quería regalarnos... Los pequeños rayos, atraídos por el fulgor verde, decidieron consciente y maliciosamente acercarse a investigar un pequeño capazo que alguien había abandonado al pie de su tronco en cuyo interior se hallaba una criatura durmiendo plácidamente. Sobre su regazo había una nota que decía:
"Ruego al Señor de los Árboles que cuide a esta criatura con el afecto y la ternura que yo no pude darle."
Los rayos se quedaron maravillados con la belleza de aquel pequeño angelito, pero se preguntaban ¿cómo un árbol podrá hacerse cargo de esta pequeña criaturita? Además ya no le quedan apenas hojas para darle cobijo. ¿Qué será de el en este duro invierno? A lo que el Árbol contestó:
- Sé que sólo soy un simple Árbol, que estoy viejo y que apenas me quedan hojas, pero le daré todo el calor que él necesite, todo el amor que le haga falta, se hará un hombre fuerte y bueno, que junto a los niños que aguardaban el invierno, harían que de ese árbol nacieran muchos arbolitos y convertirlos en un gran bosque.
Entonces habló el Sol, Y dijo: Árbol, para ti siempre será primavera. Por tu amor te has ganado que mis rayos siempre te reciban.
Pero una gran nube tapó al Sol y silenció su voz.
El Árbol se quedó desconcertado, preguntándose qué le pasaría al Sol.
El niño se movía agitado en su cuna, se despertaba agitadamente de una pesadilla; pero al abrir los ojos pudo constatar que ni una gran nube tapaba el Sol, ni que el árbol estaba desconcertado, pues le sonreía paternalmente.
El bebé sentía miedo, pero dio la casualidad que los enamorados regresaban a ver su árbol gravado de amor eterno. Asombrados vieron como aquel lloraba; quizás por hambre, pensaban. Para ello acordaron en llevárselo a su casa. Al frente vivía una vecina llamada Anita que había perdido la inspiración. Pensaron que al ver al bebé la vecina -Anita- le llegaría la inspiración. De repente se puso manos a la obra. Con su buen hacer y sus manos dispusieron para el pequeño de canastilla y demás útiles para el bebé. Mientras le daban de comer pensaban en el nombre del bebé. Como el árbol era un abeto, llegaron a la determinación de que el mejor nombre sería el de "Abel".
-Sí, se llamará Abel, "Aquel que es hijo", le presentaremos el niño a Anita, se alegrará de la visita. Árbol, no te preocupes, te lo traeremos de vuelta antes que anochezca.
Anita era una anciana brujita, olvidada hace ya mucho tiempo por los humanos, como así estos habían olvidado su magia.

La magia había sido olvidada por los humanos porque se habían perdido en el camino del espejismo, en el camino de creer en cosas banales. Anita estaba convencida de que con su buena magia, la ayuda de los enamorados y el Abeto, podrían hacer de Abel una persona de grandes cualidades y sentimientos.
Y así fue cómo Anita, preñada de sabiduría y visiones de un futuro benévolo, decidió el futuro de Abel y de toda la Tierra del Este: con el tiempo, Abel aprendería sus artes y volvería a traer el don de la magia a los hombres. Dando un saltito desde su cueva, se acercó al capazo y con su barita mágica dijo:
"Tuyo será el poder de que todos los seres humanos sean felices y vivan en armonía con el resto del universo pero para eso tendrás que pasar una gran prueba"
Abel estaba, pues, destinado a convertirse en luz entre tinieblas.
Tenía que descubrir cuál era esa prueba, lo que no sabía es que en esta debería demostrar humildad y nobleza de corazón para ganarse el don. Fue entonces cuando apareció el hada de la oscuridad, envuelta en aquella capa que no tenía fin, cuyos reflejos plateados imitaban las pocas estrellas de la noche .Susurraba aquella canción que dice así:
"Del país de las Hadas vengo, ése que no encontró Mecano, lalalililolilo"
Así cantaba el hada Minerva, con el manto infinito plagado de reflejos plateado.
A lo lejos, una chica de mirada melancólica paseaba mirando hacia la nada. Sonreía levemente, como si estuviese evocando el recuerdo de un amor al que esperaba reencontrar. La mirada azul de Carla se reflejaba en el lago, mientras el viento jugaba, caprichosamente, con su pelo. Levantó la vista y vio al Hada Minerva... quizá ella sabría donde estaba su bebé... El hada le dijo que el bebé lo cuidaba el abeto más antiguo del bosque, que en realidad era un príncipe convertido en árbol por el encantamiento de una bruja celosa de ella.
La muchacha buscó al abeto y vio cómo su hijo retozaba junto a él plácidamente, no se necesitaron palabras, ella rozó el tronco escarpado del árbol se sentó y quedo dormida mientras el abeto intuía que, siendo ella su madre, no habría duda que mejor que ella nadie lo cuidaría mejor,
El árbol tapó a la bella dama con sus hojas para paliar el frío, viendo esta al despertar que era una hermosa manta bordada en hilo de oro y plata, sorprendida pensó
Esta preciosa manta la reconozco. ¿Estoy soñando? se preguntó... No, la he visto en...un beso en su mejilla interrumpió sus cavilaciones...., tímidamente se giró y allí estaba el príncipe que venía con su bebé en brazos a devolvérselo a la linda muchacha...
De repente, salió el sol, el abeto tenía sus ramas más fuertes que nunca, los pajarillos revoloteaban alrededor del Príncipe y la muchacha, y el Hada Minerva sonreía desde la rama más alta del abeto, orgullosa mientras observaba la felicidad del príncipe, la bella muchacha que había cambiado su mirada melancólica por lágrimas de alegría al haber recuperado su bebé y encontrado el amor.
Y como todos los cuentos... vivieron felices enamorados para siempre... aunque sin casarse ni comer perdices.

Pitágoras

Relatos FM

Naves espaciales en los médanos del Alfar


Corría el verano del ´72... el sol aún estaba alto en el horizonte esa calurosa tarde de Enero en las playas de Camet. Mi piel estaba muy quemada y mis cabellos desteñidos por el sol y el salitre de tantos días de pesca. Caminaba feliz con mi caña al hombro y unas cuantas corvinas en la ganchera, subí la barranca y me fui a lo de mi abuela, que vivía a escasos metros del acantilado, en lo que años más tarde se llamaría La Gaviota... horas después, mi "viejo" me llevaba en su Renault Gordini a casa. Ni bien llego, mi "madre" me entrega una carta, ansioso rompí el sobre y la leí .Era una invitación del Batallón 21 de Exploradores, para participar del campamento de verano, que se realizaba todos los años en algún sitio de la región.
A la siguiente semana ya había dejado por unos días mi caña de fibra de vidrio, que me había comprado mi viejo en Casa Moncada, reemplazándola por un viejo Clarín de Caballería, al cual le dedicaba mis tardes de invierno, y con el que ejercía mi puesto de Trompa de Órdenes en el Batallón.
El entusiasta grupo de 60 exploradores partió rumbo a un bosque de pinos enclavado en una zona de médanos, en el alfar. Área perteneciente al ministerio de Asuntos Agrarios, emplazado a la vera del Paseo Costanero Sur.
Llegamos a media mañana, el murmullo del mar cercano llegaba hasta nosotros. Los pinos y tamariscos se unían a esa alquímica fragancia de verano. El tremendo bullicio de tan nutrido y jocoso grupo se fue aquietando, hasta que un mítico silencio invadió el lugar. Los pájaros comenzaron a volver al sitio y todas las compañías aceptaron el silencio como un regalo del cielo...pero solo fue un instante, la voz de nuestro jefe y camarada, "Willy Brown", quien era el mayor en edad, con sus 13 años, nos llamó a la realidad. Atención ¡!! Y los 60 camaradas gritamos Atención ¡!!, los pájaros desaparecieron de nuevo.
El éxito del campamento dependía de la responsabilidad y el empeño puesto por cada grupo en las tareas que nos eran asignadas, no pocas, por cierto. Todo comenzaba al amanecer con el toque de "diana", de ahí en más, había que preparar el desayuno, acarrear leña y agua, realizar las prácticas de Judo, organizar las guardias, los grupos para ir a la playa, las clases de instrucción de orden cerrado, sanidad, ingeniería y comunicaciones. Y lo más lindo, los squetch y cuentos para el fogón de la noche, donde todas las compañías rivalizaban  por presentar el mejor espectáculo.
Pero en todo grupo organizado, hay un grupo rebelde...a los que había que controlar y mantener a la vista...era el "Grupo Apolo", que solían desaparecer y ocultarse en el bosque, para evitar las tareas del día y la disciplina implacable del jefe. Y era tarea de la patrulla de seguridad, salir a rastrearlos por los caminitos de arena entre los tamariscos y pinares, recorriendo largas extensiones de médanos hasta dar con sus escondites. En aquellos días solo nos comunicábamos con señales de banderas en campo abierto, y con toques de clarín en el monte o en la noche. Como trompa de órdenes, tenía que estar siempre junto al jefe...aunque años después, me uní a los rebeldes...Pues el instructor de Judo, era el jefe de los Apolo, y yo me iba enamorando poco a poco de las practicas de lucha, y los desplazamientos clandestinos.
Y fue en aquel campamento en Alfar, pegado al arroyo, en una de esas noches del estío, que nos permitieron extender el fogón hasta muy tarde. Los cuetos y las canciones se sucedían una tras otra y, una vez más, me tocaba hacer la parodia del circo, donde dos compañeros se disfrazaban con una manta, simulando un caballo amaestrado. Yo le ordenaba hacer unos trucos, y obedientemente el "animal" los ejecutaba, hasta que, previo convencimiento de algún recluta nuevo en el batallón, se lo invitaba a colaborar del espectáculo. Era el acto de acostar al "voluntario" para que el caballo lo saltase. En ese instante, con una botella de agua oculta bajo la manta, el caballo se "orinaba" y el invitado salía despavorido dando final al acto, con un estruendoso aplauso y aullidos del público, que sabía de antemano todo el ritual del espectáculo...Nuestro capellán, el Reverendo Padre Ottonello, quien conocía de memoria todos los repertorios, disimulaba su aburrimiento y se dedicaba a admirar el claro cielo nocturno, buscando estrellas y constelaciones de su conocimiento. Unos instantes después sus fuertes gritos llegaban a nuestros oídos, sorprendiéndonos. Cesaron las risas y los aplausos de las actuaciones y atentos oíamos sus palabras:
--- Miren al cielo ¡!! Miren al cielo ¡!!
Cuando lo hicimos, la sorpresa por lo que veíamos, impidió toda reacción, quedamos paralizados por el espectáculo que ofrecía el firmamento en esa inolvidable noche del verano de 1972...Un gran óvalo que desprendía una intensa luminosidad amarilla, en cuyo centro se destacaba claramente una "X" roja, rodeado de cinco óvalos más pequeños. Una nave nodriza y cinco escoltas...
---Ovnis ¡!! Ovnis ¡!! Gritábamos enloquecidos, la espesura del bosque aledaño al claro del campamento, no permitió ver más, y los visitantes desaparecieron en el gigantesco firmamento nocturno...pero juntamente a los objetos voladores, esa noche el "Grupo Apolo", también desapareció...
...El jefe Brown ordenó el toque de silencio, mi  Clarín sonó lacónico mientras las luces del fuego se apagaban. Todos a dormir, y la guardia reforzada aquella noche, cuchillos de monte a la cintura y caña de colihue en mano. En las carpas nadie hablaba, tampoco dormían...
---Alto quien vive ¡!!---grito un centinela ya entrada la madrugada.
Eran los miembros del Grupo Apolo. Uno a uno fueron entrando al campamento. El Jefe no hizo preguntas, no hubo castigos por este nuevo acto de indisciplina. Además, traían un relato sobrecogedor. Eduardo, el líder del grupo donde militaba Jara, Caco, Rodríguez y otros, quedo en la carpa comando dando su informe.
--- Encontramos marcas en la arena, quemaduras como de petróleo ovaladas, con una cruz enorme en el medio--- relató Eduardo.---eran como sellos gigantes, de alquitrán o algo parecido, las vimos con nuestras linternas, cerca de la playa.
La noche estaba ya muy cerrada, y faltaban unas horas para el alba. Se decidió descansar y salir de patrulla ni bien amaneciera. Las horas se hicieron largas, muy largas aquella noche en los médanos del Faro Punta Mogotes.
Con las primeras luces del nuevo día, sin desayunar, con una patrulla comandada por el Jefe, salimos para la playa a comprobar si aún estaban las marcas sobre la arena. Después de varias pasadas por la zona indicada por el "Grupo Apolo", no encontramos nada, absolutamente nada.
--- Seguramente la marea borro las huellas--- comento Eduardo.
--- O pudo ser el viento---acotó Jara, su lugarteniente.
--- O su imaginación prodigiosa, espeto de mal humor el jefe.
Volvimos muy callados todos al campamento.
Para el mediodía, Don Hugo Pereira, el padre de Aníbal, el Explorador más chico del Batallón, nos traía unas viandas con helados. Un regalo de lujo, en aquellos días de guisos, fideos y austeras comidas de nuestro rancho, y como por casualidad comentó:
---Se enteraron?, el radar de la Base Aérea Militar detectó anoche una escuadrilla de OVNIS, lo comentaron esta mañana en  radio Mar del Plata...
Quizás, el "Grupo Apolo", queriendo acrecentar su fama de audaces, inventó la historia del aterrizaje, tal vez fue real y nadie les creyó. Quien lo puede saber. Pero lo cierto, es que, en aquel campamento de verano del Batallón 21 de Exploradores de Don Bosco, vivimos aquella noche una experiencia inolvidable...

El Justiciero del Sur

Relatos FM

AH1N1


En el palacio de justicia, el juez octavo penal municipal con funciones de garantías, oía calmadamente al fiscal, los cargos de presunta participación de actos con fines terroristas, al indiciado Víctor Manuel Lozano, que descansaba pesadamente en el banquillo de los acusados y que se sostenía en su palabra de inocencia absoluta.
Unos de los primeros en declarar fue el inspector de policía, el sargento Cruz. Que recalcó por varias horas, que la supuesta granada o el artefacto llevado por el detenido, se le había explotado en las manos. Lo que resultaba al oído del público, un hecho digno de severo castigo.
El abogado defensor por su parte, elaboró la rigurosa sustentación con los datos recogidos y los testimonios técnicos, empezando  con una quirúrgica demostración:
-Al señor Lozano, le diagnosticaron -señor juez-, un resfriado severo y nos lo certifica el testigo principal, su médico de cabecera, el Dr. Cifuentes y otros conocidos de Puerto Baruca. Compungido por tan nefastos síntomas, como fiebre, ojos llorosos, inflamación de la garganta, dolor de cabeza, de cuerpo y espalda. Salió con fórmula en mano, rumbo a la droguería de su entera confianza, la cual queda...-¡Perdón!-,  quedaba, justo al frente de la plaza de mercado. Al trasladarse del consultorio a la droguería, lógicamente tenía que atravesar el parque central, como lo vemos descrito en éste croquis...
-A mi cliente, un estornudo que sonó como un trueno multiplicado, le desprendió la boca y la nariz. Legalmente eso es todo el asunto a tratar...
-Los moradores, su señoría, –con razón-, sintieron de nuevo la presencia de la guerrilla hostigando al pueblo, en especial al Banco agrícola, que queda diagonal al parque Central. Es de recordar que no era sábado o si no, el asunto hubiera sido de unos perjuicios de  proporciones incalculables.
-¡Fue en el parque!-. Gritó  el carnicero.  En ese momento paralizó la afilada de  cuchillos y los cortes metódicos a una costilla de res. El grueso de la gente asustada, que regateaba al momento de los hechos, sus kilos de chatas, sus lomitos de cerdo y el tripaje para sus rellenas y genovas, se parapetaron mejor en la carnicería. Poco después, se armaron de valor cada uno, para observar detenidamente los resultados en sus cuerpos del impacto de la onda explosiva. El diagnostico posterior por parte de medicina legal; -ciento por ciento ilesos.  Es de recordar, que para éste pueblucho, era la tercera ó cuarta vez que ocurría estos asedios. No era normal, ya que el pie de fuerza se había duplicado.
-El Carnicero merodeó con sigilo, encabezando la turba chismosa por los alrededores, con dirección al parque.
-Su señoría, la defensa está tratando a éste pueblo de ser chismoso y de meterse en cualquier galimatías...
– ¡Objeción! - Abogado, continúe.
– ¡Señores de la audiencia!  -Verán, como reposa en éste documento de la oficina de derechos humanos, la cuantificación hecha de las pérdidas humanas, fue de cero. También, de cómo la explosión comprometió algunas casas, carros, árboles, vidrios, envases de cerveza y lo peor; la estatua de la virgen de la parroquia a la que se le desplomó el hijo... Y que ahora se perfila como la patrona de los brazos caídos...
-Señor abogado, le recuerdo que está corte no admitirá un desacato más.
–Perdón su señoría, sigo entonces con las estadísticas. Sé que se elevó el número de víctimas;  -dos gatos, siete perros y una docena de gallinas-, según datos de la clínica veterinaria.
Para la entera tranquilidad, del señor fiscal, no se encontraron en mi cliente, rastros de pólvora y ninguna otra sustancia sospechosa.
Hay que tener en cuenta que a Víctor Lozano, una víctima más de la gripe, que perdió gran parte de su rostro, a quien el pueblo se le fue acercando paulatinamente, temeroso de que tuviera en sus manos otro artefacto explosivo.
La cara de la victima emanaba a borbollones muchos fluidos, él con las manos, avergonzado se cubría el rostro. Unos curiosos se le apartaron y forcejearon, observaron con horror la desfiguración y escaparon espantados, porque presintieron que de nuevo iba a expeler y por ende contaminarlos, algo que sería peor que la detonación.
-Éste pobre inocente, con una difusa jerigonza, -Señor juez; trató entre sus coterráneos hacerse entender, y que todo era culpa del estruendoso estornudo, ¡no más!  -Lo que refuta el dictamen despedido por la fuerza civil en cabeza del inspector, de ver en don Víctor un fanático agresor extranjero.
¡Explíquese mejor abogado!
-El informe su señoría, fue manipulado en contra de mi cliente, por parte de esa institución, al presumirlo de loco y terrorista árabe, ya que advirtieron su bufanda amarrada a la cara... Que se apartaron aterrorizados, gracias a que él se tocaba con insistencia el pecho.
-¡Se va a inmolar!  Gritaron.
-Los que conocen de antaño a mi cliente y dan fe de sus acciones, saben que él es un cristiano consagrado.
Sin embargo persistieron en  indagar con mayor objetividad. Y porque se le venían las lágrimas, lo asemejaron con su Mea Culpa y por supuesto no creyeron su fantasiosa confesión. Pero yo digo señor juez; no es culpa de mi representado, que ellos no entendieran los procesos naturales de la gripa, que solo deja al final, ojos llorosos.
Se comisionó  como usted sabe, encontrar como prueba reina dichos órganos, con la ayuda exclusiva de la policía. La estrategia se hizo conforme al código de procedimiento. El agente García, ya dio versión libre, juramentada y espontanea de ello.
No se dio cuenta su señoría, que la nariz guiaba pérfidamente a la boca, con destino a la plaza de mercado. Los campesinos a esa hora no salieron a chismosear, por ser día entre semana. Vieron eso sí, como esa especie de ratoncitos, cruzaban rápidamente por debajo de las mercancías y los bultos de verduras.
Segundos más tarde, oyeron un chasquido cada vez más rugiente y en las cocinas se abría paso, tirando al suelo todo tipo de ollas y peroles.
-La operación criminal fue sencilla. -Señores del jurado-. Mientras ella mascaba estridentemente, su compinche, le sugería que engullera todo, sin pagar los productos consumidos. Sin embargo, ella iba creciendo de tamaño, lo mismo que su desaforado apetito. Ahora bien, al ver éste monstruo, salieron despavoridos de sus cuchitriles, tanto campesinos como revendedores, porque pensaron que esa boca desmuelicada también se los iba a hartar de un solo bocado.
El que miraba estupefacto a la descomunal boca, -¡repito!-. Era el carnicero, cuando ésta, de un solo sorbo, vació la alberca donde se lava el pescado. Gritó aterrado:
-todos al suelo, que esta jeta va a eructar. Y pasó lo que tenía que suceder, la segunda explosión...
... -Termino señor juez, pidiendo la exoneración inmediata del suscrito.

Víctor Manuel Lozano, fue de inmediato puesto en libertad y absuelto de toda culpa, mientras que el juez de penas impartió una ejemplar cadena perpetua de reo ausente a la boca y se fijó una recompensa para ubicar a esa subversiva en cualquier país.
La nariz por su parte fue capturada y extraditada a Estados Unidos, de allí se fugó, con la firme aspiración personal de empotrarse a países, donde las leyes fueran más flexibles.
Dicen las malas lenguas, que está en algún país latinoamericano metiendo sus ñatas en donde nadie la ha llamado, con el terrible argumento de guiar y armar un ejército de boquitas y regarlas por todos estos países.
Al final todo fue inútil y como siempre sucede,  todo quedó en la impunidad. La gripe contagió primero a Colombia, países vecinos y así sucesivamente, pasando por el continente europeo, hasta llegar al medio oriente, donde aun no le han encontrado su cura.

Cesar Pérez Pinzón

Relatos FM


La Niña y el Mostruo


-Estaba aislado, era imposible que escapara
-¿Cuáles son los daños?
-Cuantiosos, varios muertos.
-¿Qué paso después?
-Tuvimos que buscar a la niña. Era la única que podía localizarlo, de algún modo están conectados.
-¿Problemas para encontrarla?
-No demasiados, los padres, sus supuestos padres, se creyeron demasiado su papel, en un momento dado se negaron a devolverla, y la escondieron, huyeron. Dejamos que creyeran que no podríamos encontrarlos. Dejamos que vivieran en su mentira. Señor, debería haber visto su cara cuando llegamos allí. Aquella cabaña situada en las montañas del norte, parecían salidos de una película del oeste, hasta que llegaron los indios, con sus helicópteros.
-¿Resistencia?
-Mínima. La decisión fue de no prescindir de ellos por el momento. La niña con sus padres muertos, no hubiera colaborado.
-Tanta historia solo para que nos lo señalara en un mapa.
-Ya sabe como son los niños.
-Lo sé, tengo dos y otro en camino. Mi mujer tiene un absurdo concepto de familia numerosa igual a familia feliz.
-El caso es que la niña lo señaló, tuvimos que cortarle un par de dedos a su padre postizo delante de ella, pero acabó elevando su pequeño dedito como un cohete que ascendió, y ascendió hasta perder fuelle y estrellarse en un diminuto trocito del mapa. Señaló la ciudad de Tromalmire. Se trata de una ciudad pequeña, un pueblo prácticamente, aunque mejor no decirlo abiertamente allí, de alguna forma la palabra pueblo ofende a sus habitantes. En cualquier caso  fue allí donde lo localizamos.
-¿Hablaron con la autoridad?
-Sí, un tal Jeff Lemire, un tipo barrigón y con aliento a licor, era como una dragón jubilado con un mechero.  Se mostró totalmente colaborador.  Nos llevó hasta donde sospechábamos que podía estar la criatura. La casa de los Donohue. Ni Jerry Donohue, ni su mujer Linda Donohue habían ido a trabajar, tampoco la pequeña Marta Donohue había acudido a la escuela.
-¿Le pasó algo a la niña de los Donohue? No me gusta que hagan daño a los niños, no si no es necesario.
-Es usted un sentimental, Señor. No, a la niña no le pasó nada, nuestro espécimen siente una especie de predilección por los cachorros humanos. Sin embargo no puedo decir lo mismo de los padres de la niña. Jerry Donohue estaba descuartizado en el suelo de la cocina, le faltaba un brazo y la cabeza,  X, la criatura, entendemos que, bueno, que se los comió. A Linda Donohue la encontramos bajo la cama del dormitorio del matrimonio, escondida como un hueso, X, también había dado cuenta de su cabeza y de uno de los brazos, esta vez del izquierdo.
-Los utiliza para regenerarse, ¿no es cierto?
-Así es Señor. Al prototipo X se le deterioran rápidamente los brazos y la cabeza. Consumir cabezas y brazos es su forma de hacer crecer nuevamente esas partes de su cuerpo que se pudren y caen a una velocidad considerable. Le crecen nuevas cabezas y brazos, mientras que las antiguas permanecen como tumores hasta desprenderse por sí solos de su cuerpo.
-¿Dónde estaba?
-En el armario.
-¿En el armario? ¿Y qué cojones hacia allí?
-Estaba con la niña, los padres escondieron a la niña allí al entrar nuestro "monstruo" en la casa, después de acabar con los padres X olfateó a la niña hasta dar con ella.
-Usted dijo que no le ocurrió nada a la niña.
-Y así es, nuestro ejemplar estaba allí acurrucado, abrazaba a la niña como queriendo protegerla.
-Resulta irónico. ¿Cómo la sacaron de allí? ¿Cómo separaron a X de la niña Donohue?
-Utilizamos a la otra niña, a la nuestra. Verá la única manera de hacerlo sin enfurecer a la criatura era salir nosotros, abrir la puerta, y darle un empujoncito para que entrara ella solita.
-¿Hubo que esperar mucho?
-Casi instantáneo. X la olisqueó en apenas segundos, y, con uno de sus brazos abrió el armario sin soltar a Marta Donohue. Vio a nuestra niña –su niña- en el umbral de la puerta de la casa, la vio avanzar un par de pasos y luego detenerse.  Fue entonces cuando salió del armario, pero seguía sin soltar a la niña de los Donohue.  Se acercó hasta nuestra niña e intentó cogerla, y ésta se negó, lo hizo con autoridad, haciendo un ademán con la cabeza, le señaló a la niña de los Donohue y le instó a que la soltará. Le juro señor que fue lo mas increíble que he visto nunca.  Era como ver a Jessica Lange dando órdenes a King Kong. La criatura soltó a Marta Donohue. Y entramos en escena.  Solo hubo un problema.
-¿Cuál fue?
-La niña, la nuestra, lo achuchó contra nosotros. Dijo algo así como, "mátalos, mata a todos ellos, son malos conmigo, son malos con nosotros"
-Y entonces fue cuando ocurrió.
-Sí, señor, lo que ocurrió fue que la bestia X salió disparada se abalanzó sobre los soldados, tenía una docena de soldados rodeando la casa, no sirvió de nada que abrieran fuego, los mató a casi todos y devoró sus cabezas y brazos, fue un espectáculo dantesco. Aquella situación, era imposible de controlar, no habíamos previsto tal poder, tal furia de X. Fue a causa de la niña, de algún modo, al estar los dos juntos, X se volvía mas fuerte, mas feroz. La palabra era imparable, Señor.  Solo yo y un par de soldados logramos salir de allí.
-¿Qué hay de la niña?
-La dejamos atrás. Los dejamos atrás a los dos.
-¿Cuál es la situación actual? Sin duda tenemos que volver, hay que tomar medidas y capturarlos a los dos, desafortunadamente habrá que eliminarlos, es una lástima con todo ese potencial.
-Señor, no hará falta volver.
-¿Por qué no?
-Se dirigen hacia aquí, todos los informes dicen que llegarán de un momento a otro. Se puede ver fácilmente por la ola de destrucción que dejan a su paso.
-¿Qué dice?
-Las alarmas de estas instalaciones se han activado Señor. Creo que ya están aquí.
-Eso no es posible.
-Esta habitación es segura. Sin embargo, no estoy seguro de que... ¿lo oye? ¿oye los gritos? ¿Y los disparos?
-¡Tiene que haber una forma de detenerlos!
-No la hay Señor. La niña y el monstruo ya están aquí.

Jerry Clade

Relatos FM


La Motocicleta


Los pelos cubrían toda la pila, se miró al espejo y observó su nuevo look, había llegado el momento de cambiar de dejarlo todo atrás. Su barba de chivo le daba un aspecto algo cómico pero no le quedaba mal. Volvió a su habitación y empezó a meter las cosas en la mochila, notó que algo se quebraba bajo su pie, se agachó y comprobó que era una foto del día de su boda, que lejanos parecían ahora esos días...
Al abrir la puerta, le invadió la nostalgia, la añoranza por aquello que dejaba atrás, giró la cabeza y vio el desorden que reinaba en su casa, parecía una cruel metáfora del destino para mostrarle el desorden que reinaba en su vida. Bajó corriendo al garaje para evitar que ningún vecino cotilla le observara. En la oscuridad lejanía contempló su motocicleta, cubierta por una polvorienta manta, aún se acordaba de cuando la había comprado en ese momento su mujer le había ridiculizado diciendo que no era más que un intento para recuperar su juventud.
La motocicleta permanecía tan nueva como el primer día debido al poco uso que le había dado, la había tenido guardada como una última vía de escape al que esperaba no tener que recurrir. Recordaba cómo había cambiado su vida en una semana y una lágrima se le escapó, cogió aquel ridículo casco de motero y se lo abrochó, ahora no tenía nada pero era un hombre libre.
La falta de práctica con la motocicleta le pasó factura cuando esta se le caló en un paso de cebra, provocando las risas de unos adolescentes que pasaban por allí. Se giró y les miró fijamente echándoles un corte de manga antes de volver a arrancar la moto, toda su vida había seguido las reglas pero ya era hora de empezar a romperlas.
Mientras recorría aquella interminable autopista con destino a ninguna parte y el sol pegándole en la espalda, no podía evitar sentirse como uno de los moteros de "Easy Rider" ahora era un espíritu libre. En la euforia del momento profirió un sonoro grito, que se vio interrumpido por el claxon de un coche que le estaba adelantando y por poco le tira de la motocicleta.
No llevaba más de dos horas de viaje cuando paró en un pequeño bar de carretera cuando entró, los dos hombres que poblaban la barra se giraron hacia la puerta pero rápidamente perdieron su interés por él y siguieron mirando al vacio. Se sentó en la barra y se quedó durante un rato observando la camarera que trataba de abrir el lavavajillas a golpes, era una jovencita rubia de unos veintitantos con generosos pechos, no muy guapa pero tenía un cierto toque canalla que le hacía apetecible. Al ver que la chica seguía intentándolo sin éxito, se levantó y con un poco de habilidad consiguió abrir el lavavajillas.
-Ya sabes lo que dicen, más vale maña que fuerza.
-Si ya veo que tienes razón.-Dijo la chica con un tono coqueto.-Por cierto, yo soy Alex.
-Encantado Alex, yo soy Mathew, ¿puedes ponerme una cerveza?-Dicho esto el hombre se sentó de nuevo en la barra.
Cuando la camarera se alejaba a por su cerveza, Mathew no podía dejar de mirar el culo respingón de aquella joven y se acordó de su mujer, hacía años que su matrimonio hacía aguas y sabía de sobra que le engañaba, pero nunca pensó que fuera a abandonarle.
-Toma hombretón, una cerveza bien fría para mi salvador.-Alex le dio su cerveza y le miró con una provocativa sonrisa.- ¿Y qué haces aquí, has venido a trabajar o sólo estás de paso?
-Pues más bien lo segundo.- Le contestó Mathew y después le dio un trago a su cerveza tratando de hacerse el interesante.
-Oh, ya entiendo, eres uno de esos grandes ejecutivos que en verano juegan a "Easy Rider".
Cada vez que Alex hablaba lo hacía de una manera muy sensual, que hacía que Mathew se estremeciera.
-Más bien era, ahora lo he dejado todo atrás y no tengo destino alguno, vivo el presente.
-Dicho de esa manera suena muy poético.- Dijo la chica tras darle un trago a la cerveza del hombre.
Pasaron hablando toda la tarde mientras agotaban las cervezas del pequeño bar. Pese a que no lo pareciera, Alex era una chica muy inteligente y poseía un ácido sentido del humor, que cautivo a Mathew. Casi no se dieron cuenta cuando anocheció y se quedaron los dos solos en el bar, Mathew ya estaba un poco borracho y agarró a Alex de la mano, la muchacha sonrió y le susurró al oído:
-¿Qué te parece si terminamos la fiesta en mi casa? Necesitas un lugar donde pasar la noche. Matt.
Se subieron a la motocicleta, Mathew notaba los pechos de la chica en su espalda, que acercaba su boca a su boca para darle las direcciones mientras le mordisqueaba la oreja. Llegaron a un viejo bloque de apartamentos en aquel pequeño pueblo en medio de la nada, de la que subían por las escaleras paraban en cada descansillo para besarse apasionadamente, "parezco un adolescente" pensó Mathew, pero lo cierto es que realmente deseaba a aquella chica. Abrieron la puerta y Alex salió corriendo hacia adentro, mientras Mathew cerraba la puerta le dijo a la chica:
-¿Puedes servirme una copa? Tengo muchísima sed.
Vio a Alex asomarse a la puerta completamente desnuda, tenía la piel muy blanca y unos pezones rosados destacaban en sus generosos pechos, se acercó sensualmente hacía el hombre y mientras le besaba el cuello murmulló:
-No hemos venido hasta aquí para beber...
(Mañana deja alex dormida "cigarros")
Se despertó con la cabeza dolorida y vio la hora en el radio-despertador, eran las 11 de la mañana, ayer había bebido demasiado y tenía la boca seca, como si se hubiera comido un zapato. Observó a la muchacha desnuda a su lado y se estremeció al pensar en lo que había pasado la noche anterior, hacía meses que no había hecho el amor con su mujer pero Alex había despertado su instinto sexual. Acarició el brazo de la joven y pensó en decirle que se fuera con él, que escaparan juntos, lejos, iniciando una nueva vida. Le entristecía que una chica tan inteligente como Alex malgastara su vida en aquel lugar de mala muerte, todo el día rodeada de borrachos, pero luego pensó que escapar con un cuarentón chiflado sin destino fijo no era tampoco una gran opción.
Se vistió a toda prisa, tratando de hacer el menor ruido posible y le dio un beso en la mejilla a Alex, quien dormía profundamente. Cogió su mochila y un paquete de tabaco que Alex había dejado encima de la mesilla y se marchó, observando por última vez a aquella chica a la que había amado durante unas horas.
Mientras bajaba por las escaleras encendió su teléfono móvil, aquello le seguía conectando con su antigua vida, en el fondo esperaba una llamada en la que alguien le dijera que su mujer había vuelto a casa y que había recuperado su trabajo y su vida. Volvió a mirar el teléfono una vez más y arrancó su motocicleta, buscando escapar lejos de allí.
Entre la resaca y el sol impactando en su espalda Mathew creyó que iba a perder el conocimiento, por ello cuando observó un río a lo lejos no dudó en acercarse para tomarse un baño. Se desnudó y entró en el río, arrepintiéndose al instante pues el agua estaba gélida. Una vez se hubo acostumbrado a la temperatura del agua, se recostó, con el agua de una pequeña cascada cayendo sobre su nuca, sintió una gran paz, una sensación tan lejana que creyó que no volvería nunca. Su vida "perfecta" se había desmoronado y ante la situación él había escapado, no sabía a dónde le llevaría esto, ni que sería de él pero había decidió cambiar, empezar de nuevo y disfrutar de la vida y la libertad.
Salió del agua y se quedó al sol secándose, palpó los bolsillos de su chaqueta y sacó de allí los cigarrillos y su teléfono móvil. Abrió el aparato, marcando el teléfono de su mujer y pensó que en ese momento era dueño de su destino, quizás pulsar aquella tecla verde y una llamada podría encauzar la situación, ¿era aquello lo que quería? Se quedó pensando un instante, con el teléfono abierto en su mano y entonces tomó la decisión, lo lanzó lo más lejos que pudo y su "antigua vida" emitió un "blop" cuando se hundió en el agua.
Abrió la cajetilla de cigarros, Mathew no fumaba pero tampoco solía acostarse con chicas veinte años menores que él, así que encendió un cigarrillo. Cuando el humo de la primera calada entró en sus pulmones, empezó a toser enérgicamente y al instante comenzó a reírse, debía ser gracioso ver a un cuarentón con barba de chivo desnudo y tostándose al sol mientras intentaba aprender a fumar.
Perdió la noción del tiempo allí tumbado, en medio de la naturaleza, perdido en sus pensamientos. Se vistió y volvió a subirse a la motocicleta, su inseparable compañera, y volvió a la carretera, el viento impactaba en su cara y se sentía libre. Se paró al llegar a un cruce de caminos, recordó lo que decían los "bluesmen" que ese era el lugar donde vender el alma al diablo y pensó que quizás el ya lo hubiera hecho, observó a ambos lados de la carretera, indeciso por qué dirección tomar.
Sacó una moneda y la lanzó al aire, ¿izquierda? ¿Derecha?, el no sería quien decidiera, sería el destino el que decidiera donde llevarle.

Andrés Vela

Relatos FM

No es tiempo de temblar


Cristobal de Olid acababa de salir de la estancia, cubriendo con una capa innecesaria, dado el buen clima de Santiago, los saquitos de oro y las cartas de exoneración y nombramientos como capitán general de la armada en Honduras, que le había otorgado. Diego Velázquez de Cuellar, Adelantado de la isla de Cuba que no sabía ya qué hacer para detener a ese arrogante de Cortés al que no habían logrado parar ni Gaspar de Garnica ni Pánfilo de Narváez, y lo cierto era que no podía cuestionarse su capacidad militar después de tomar ciudad  de México y traer innumerables tesoros, pero su idea de la repoblar las zonas conquistada con hijosdalgos extremeños y castellanos, que ejercieran de fuerza civilizadora en las nuevas zonas de la corona, estremecía su sentido del orden y la disciplina, y no solo el suyo, pues el presidente del Consejo de Indias, su buen amigo, el obispo Fonseca, tampoco estaba de acuerdo con Cortés. "¡Comercio y castillos!", gritaba el Adelantado Diego de Velázquez dirigiéndose hacia la terraza de madera de su impresionante casa en Santiago de Cuba donde se disponía a disfrutar de su habitual siesta después de una comida abundante, desgraciadamente interrumpida por la presencia de Cristobal de Olid, sintiendo una preocupación traducida en un nerviosismo que, seguramente, no le iba a permitir dormir demasiado.
  El caballero Diego de Velázquez se tumbó frente a la bahía de Santiago y contempló el mar. Una sus preciosas y jóvenes criadas nativas vino con una mantita ligera y le arropó con un mimo que sólo le era permitido utilizar en privado. "Debería casarse, Vuecencia", le había insistido, una y otra vez, su confesor, antiguo discípulo del Arcediano Gómez González, y compañero suyo de latines y varazos en las nalgas, por sus desmanes juveniles, en el lejano caserón del Estudio de Gramática donde había aprendido a vivir con los clásicos, y a conocer un mundo, que él, conquistador de Cuba y fundador de  las importantes villas y ciudades de la isla, había contribuido a hacer mucho más grande para su propia gloria, y sobre todo para la del Cesar Carlos I, para la corona de Castilla y para la historia.
  "Debería casarse, Vuecencia", le volvía a insistir su confesor, ya un buen amigo, pero su matrimonio había durado lo que tardó Dios en hacer el mundo, siete días, y le había dejado una herida tan grande que decidió no exponerse a otra semejante. "María", pronunció, tendido en el catre de campaña en el que se echaba las siestas en la mole colonial de piedra y madera que le servía de casa en Santiago. "¡María!", pronunciaba con un suspiro, a lo que no dejaba de acudir alguna de sus bellas criadas para acariciarle la barba imponente y besarle los párpados con aquel rumor de labios tropicales que se mecían como palmeras al viento. "Una y no más", se dijo el Adelantado, pues él era hombre de una sola palabra, de una sola mujer, de un solo rey, de una sola patria, así que a pesar de los ruegos de su confesor, había decidido permanecer viudo, y muy bien consolado. "¿A quién vais a dejar vuestras diecinueve estancias, vuestros tres mil cerdos y vuestras mil reses?" le insistía, a la desesperada, su amigo, el confesor. "A quien Dios no da hijos, da sobrinos", respondía el Adelantado, recordando, el refranero de su tierra, "pero tendrán que venir aquí, a buscarlo", añadía, y sus ojos relampagueaban, como los rayos de las tormentas tropicales en agosto, recordando su viaje por la terrible mar oceana, y la dura pacificación de la isla La Española, y la tremenda conquista de Cuba, y su conversión en una de las joyas de la corona...
  El Adelantado Diego de Velázquez cerró sus ojos a la tibia tarde de enero, donde el sol brillaba como solía hacerlo allí en Navidad. Poco a poco sus sentidos se adormecieron y de pronto se vio instalado en el Plaza Mayor de Cuéllar, su ciudad natal, mirando, embobado el reloj de la Iglesia de San Miguel, el primero de España. En el sueño vestía a veces un rico jubón, con una enorme cadena de oro, y en otras ocasiones la coraza  labrada con la que había combatido en Nápoles, pero solo tenía quince años, y otros niños y alguna niña de rubias trenzas le llamaban por su nombre, le cogían de las manos y le llevaban en volandas, corriendo en corro, disfrutando de un día también soleado, pero con las calles heladas bajo el manto de nieve del duro invierno castellano. También era enero en su sueño pero allí hacía mucho frío, a pesar del sol pálido, y no pudo evitar un estremecimiento, y un tirar inconsciente de la manta para cubrirse hasta el cuello. El poderoso Adelantado de España en Cuba, volvió a ser un adolescente rápido y ágil que tan pronto salía por la puerta de San Pedro, al lado de la iglesia amurallada, como correteaba frente al Palacio de los Daza, les hacía muecas y burlas, para ir a refugiarse, muerto de risa en su propia casa solariega, penetrando bajo el arco apuntado donde ondeaban los escudos familiares. En el sueño veía, a veces, retazos de Sevilla, o se encontraba, al pasar el arco de San Andrés, envuelto en las escaramuzas de sus tiempos de Nápoles, y gemía, se arropaba con más intensidad, hasta que una mano delicada le volvía a acariciar la cara, le besaba en la frente y le estiraba el revoltijo de la manta. Diego Velázquez abrió un poco los ojos y el fulgor de la bahía de Santiago de Cuba entró en sus retinas convirtiéndose en oro. ¡Ah, el oro maldito que tanto cegaba a los hombres! ¡El oro de Cortés y sus imperios aniquilados! ¡El oro que tanto apreciaba la corona y que se aparecía, todas las tardes, sobre las olas doradas al atardecer!
El Adelantado Diego Velázquez volvió a sumergirse en su sueño vespertino, y medio adormecido, salió corriendo con sus amigos de la infancia y tan pronto abandonaban  las murallas de la ciudad, como se acercaban al convento de San Basilio, o se les iba el día pescando truchas en las orillas del río Cega, o estaban en misa en la gran iglesia de San Andrés, o espiaban a los enfermos del Hospital de la Magdalena, o se arrodillaban en la magnífica iglesia de San Esteban, mirando de reojillo a los hijosdalgo, con una rodilla en tierra, formando una media luna en el ábside mayor, tras el altar, cantando en latín, con una mano en la espada y con la otra en los petos de cuero decorados con una flor...
La casa del Adelantado Diego Velázquez estaba llena de flores maravillosas que perfumaban las tibias noches de su gloria conquistadora, las húmedas noches en la paz del lecho, siempre bien acompañado, pero en su sueño, la flor que apareció no pertenecía a los hijosdalgo, ni estaba entre los muslos de alguna de sus criadas, sino que era ofrecida por una mano pura, a un Niño puro, entre los sencillo muros de la Iglesia de Santo Tomé. Diego Velázquez, adolescente y anciano a la vez, estaba prostrado ante la imagen de la Virgen del Rosario, allí donde había rezado sus primeras oraciones, y la talla, sonriéndole, le preguntaba: ¿Por qué no te casas? El Adelantado comenzó a removerse, inquieto, en su pequeño lecho, frente a las palmeras, ¿Qué podía contestar? Qué la vida del matrimonio no era para un conquistador como él, Que su corazón estaba ya conquistado, fugazmente, para siempre, y no había sitio para una nueva dueña, Que el maldito Cortés no le dejaba vivir, sublevado, como de costumbre, contra él, y conquistando grandes territorios e inmensas colonias para la corona... Una mano dulce y delicada le acarició la barba despertándole del imperio de los malos sueños. Una voz dulce sonó muy cerca de su rostro. "Despertad, mi señor, estabais quejándoos en el sueño... ¿Recordabais alguna batalla". El Adelantado Diego de Velázquez explicó a una joven que olía a mango, a papaya y a la sal del mar, que había visitado, en sueños, su Cuellar natal, y que hacía mucho frío, todo estaba blanco, y el aire sabía a piedra, hierro y nieve. ¿Cómo es la nieve?, le preguntó la boca dulce, tan cerca de la suya... Y el Adelantado Diego de Velázquez cerró los ojos, recordando y sonriendo, hecho ya al clima siempre húmedo, siempre cálido, de Santiago. "Es una alfombra blanca que las nubes colocan en mi ciudad. A veces está blanda, y otras es dura como el pedernal, pero siempre, siempre fría, tanto que te hace correr al hogar..., pero tú no te preocupes, aquí, entre las palmeras, no la conocerás nunca..."
  Y el Adelantado Diego de Velázquez esbozó una gran sonrisa mientras iniciaba un cálido abrazo. Algunos hombres decían que aquel sitio, tan cálido, era la antesala del infierno, los más, creían que estaban en un resto del paraíso terrenal. Él sabía de dónde venía, y dónde estaba, y aún se vanagloriaba de que su mano de guerrero, extendida al horizonte que pretendía conquistar, no tenía ni el más leve movimiento, no temblaba nunca, no vacilaba jamás.

Sara Kops

Relatos FM

El último día de un condenado


He despertado. Apenas he podido dar unas cabezadas durante la noche, aunque a decir verdad aún es de noche. Llevo tiempo sin poder dormir bien, pero de una semana acá mi insomnio se ha hecho crónico, a la vez que cada amanecer presiento que mi andadura va a resultar más penosa que la del día anterior. Un hombre es la ciudad en la que vive. Llevo años viviendo en este cuchitril de apenas seis metros cuadrados. Un hombre es el espacio en el que vive. Apenas soy nada y sufro por todo un universo.
   Miro el recorte de periódico adosado a la pared. Me acompaña desde siempre; desde que llegué. Es más, creo que llegamos juntos. Es la fotografía de un hombre moribundo que intenta arrancarse el puñal que tiene clavado en el pecho. Hay noches en los que los gritos de dolor, sus alaridos, no me dejan dormir. No me fío de él, siempre mirándome. Intento esquivar su mirada pero me acecha. Tal vez espere un descuido para intentar hincármela...o el puñal. ¡Quién sabe! Sería una mala faena por su parte. No creo... Aunque pensándolo bien lleva años ahí, intentándolo, lo sé. No lo consigue y me río de él en su cara, a carcajadas, pero en el fondo le tengo respeto y miedo. Es una extraña mezcla que me horroriza.
   Hoy le tengo más miedo que ayer y sin embargo lleva ahí, pegado a la pared, años. No sé cuántos. Mentira, sí lo sé. Veinte años hace ya hoy, como un suspiro de horror que dura eternidades. A pesar de nuestras diferencias, de guardarnos la distancia, hemos sido compañeros, sin embargo hoy —en verdad— su mirada parece amenazarme. Sí, hoy va en serio. Siento el pavoroso miedo de tener que enfrentarme al vacío, a lo inerte, a la quietud de lo oculto, de lo desconocido.
   El hombre es el espacio en el que se desenvuelve, y su conducta,  el mimetismo de la conducta de los otros con los que convive hablando por su boca las palabras de los otros. No cejo de pensar en el hombre del puñal. Siempre juntos, compañeros y enemigos, tan distantes y tan cercanos a la vez. Voy a lavarme un poco. Pronto será la hora...
   Este cuarto es para mí una inmensa playa, un oasis en medio del gran vacío. Paco duerme en la celda contigua. Al moverme oye el crujir del camastro. «Tienes suerte » me dice riéndose; puedo oír sus risotadas. Sus palabras emanan irónica burla. Al despertarme presagié que hoy sería un día difícil. Hago caso omiso a sus palabras y no le contesto; por último día juntos... Es un hijo de ****, un despechado cabrón.
   Me miro en el espejo y me aterra la imagen que veo. El hombre del puñal parece acercarse sigilosamente. Creo oír sus delgados pasos como una sombra que me persigue. Me vuelvo repentinamente gritando. Paco se ríe. «No tengas miedo» me dice, como si estuviese viendo mis movimientos. Paco es vecino mío desde el mismo día que vine, me conoce. El hombre de la fotografía, él y yo siempre juntos.
   El lavabo está hoy más sucio que nunca. Me provoca náuseas. De hecho hace días que no me lavo. Pero hoy, sin duda, está más sucio que ayer. Me vuelvo hacia la pequeña taquilla y ojeo las cartas recibidas durante mi larga estancia aquí. Han sido mi único nexo con el exterior. Son todas de mi madre. Andrea, mi novia, la muy **** no me ha escrito nunca; no ha osado hacerlo aunque, a decir verdad, me hubiese gustado. Si viviera rondaría los cuarenta años. Toda una mujer; posiblemente con marido e hijos. Si viviera...
   No tengo noticias de mi madre desde hace tres años. ¡Tal vez haya muerto! Debiera estar contento, hoy salgo. Sin embargo no aprecio en mí ninguna emoción especial. ¡Miento! Tengo miedo. Sí, el hombre es la ciudad en que vive, el espacio que lo rodea y la vida una sucesión de engaños que lo conducen a la muerte.
   He pensado en despedirme del hombre de la fotografía pero no me atrevo. Recuerdo cuando paseaba con Andrea por aquella gran avenida custodiada en cada uno de sus lados por una inmensa hilera de gigantescos álamos.
   Paco y yo compartimos espacios contiguos. Mató a su novia a puñaladas porque lo engañaba, pero aún la ama, lo sé. Recuerdo la cara de mi madre cuando nos despedimos; lloraba un llanto seco, oculto. Estaba esposado y no pude abrazarla. Aunque no lo hubiese estado no hubiese podido, no la dejaron ni tan siquiera acercarse. Tal vez fue mejor así. Andrea no fue a despedirme.
   Posiblemente aquellos álamos sean ahora enormes edificios. El crimen es el principio de la muerte y ésta comienza el mismo día que se inicia la vida, que nos iniciamos en ella, aunque ajenos a tal propósito. No me siento culpable.
   «No me arrepiento de haberla matado. Mil veces la mataría y luego me suicidaría, pero no he tenido el suficiente valor. Aun es así y la amo» me dice Paco a modo de consuelo. Paco me conoce muy bien. Nunca me he sentido culpable.
   Recojo las pocas pertenencias que tengo y las echo a un pequeño macuto de tela que me han dado para tal menester. Me arrepiento. « ¡Qué cojones! ¡Qué las recojan ellos! ¡Para qué quiero nada?». He sobrevivido todo este tiempo... Con eso me basta.
   Tengo miedo, mucho miedo. Dicen que la ciudad a la que voy es un infierno. No le guardo ningún rencor a ésta, ni tampoco a Andrea.
   Paco hace otra marca en la pared. Hoy, el rasguño en el muro me da escalofríos. Un día más... o menos, según se mire; aunque, realmente, se mire desde donde se mire, sin duda será el último. Sí, el último, para qué engañarme. Hace una semana me lo ratificaron. Por hoy, a las doce en punto del medio día... No hay vuelta atrás.
   Son ya las once cuarenta. Las horas parecen minutos y los minutos segundos. No hace tanto las horas me parecían interminables. Los muros de la celda parecen un quebrado mapa de indescifrables jeroglíficos. Tal vez nadie los entienda y sin embargo cada mueca, concienzudamente tallada, meticulosamente esculpida, es una pequeña muerte, un pequeño pasado de vida o de muerte cuya suma es la irrevocable muerte absoluta de una vida diseccionada  ya pasada. Nosotros — Paco, el hombre de la fotografía y yo—, nunca hablamos de futuro; mañana no existe si no vives para hacer otra muesca en el muro.
   Oigo pasos...Tal vez vengan en mi busca. Pego mi cara a los barrotes de la celda y miro. Es el sacerdote acompañado de cuatro guardias armados hasta los dientes. Parecen tener más miedo que yo. El paisaje es sobrecogedor. Los álamos a la orilla de la avenida, Andrea envuelta en una túnica de sangre...Toda la vida es una sucesión de engaños que nos conducen irremediablemente a su antojo. No tengo fuerzas para resistirme, para rebelarme. Una enorme flojedad se apodera de mis piernas... Me lo he hecho encima... El orín gotea por los bajos del pernil del pantalón. Creo que voy a desfallecer, me voy a desmayar...
   Sí, debo dormir, necesito descansar. Es la hora. Hago un último esfuerzo y alzo la cabeza, la giro hacia uno y otro lado; no hay nadie que conozca. Pienso en mi madre... Es tan duro andar el camino solo...Hacer solo el último viaje...Los guardias me sujetan con fuerza por los brazos y me conducen a mi trono. Sí,  parece un trono. Me abrochan el cinturón, me ajustan las correas... El runruneo de unos rezos actúa a  modo  de  somnífero.  Tal  vez  todos  hayan  muerto...  Siento  un calor abrasador... Y luego, frío... mucho frío y al fondo...  « ¡ Andrea...?».

Manuel

Relatos FM

La llave del último cajón


Camino por este barrio mío. Los plátanos ya dejan caer sus hojas en este otoño demasiado frío para mí. Voy tecleando sobre un tapiz amarillo con los pies helados, mi dejo de tristeza cotidiana, los años en la espalda y la cantidad de preguntas sin respuestas. ¡Esta particularidad de no repreguntar!
Soy obsesiva. ¿Sí? Sí. Con el lavado de las sábanas, las toallas bien extendidas en la soga, los roperos ordenados como las fichas del dominó en su caja de madera, la vajilla de la mesa del almuerzo o cena con estilo: el individual elegido, la copa y la cuchara de postre al frente, el tenedor a la izquierda del plato, el cuchillo a la derecha, el panecillo al costado. La computadora, maquinita infernal a la que trato de entender y someter debe estar cubierta  cuando no la utilizo. En realidad, soy obsesiva y perseverante. ¡Vaya a saber a cuántos disgusté!
En la escuela cuando ejercía, con los chicos a los que notaba preocupados no se me escapaban del interrogatorio para ayudarlos. Mis apuntes y los temas para dar, al día. La puntualidad...nunca llegué tarde cuando cursaba ni cuando enseñaba...todo está atrás.
Costumbres. Locuras...No. Si de amor se trata, ese es otro tema.  No existe un instante en que no esté conmigo. Conservo permanentemente su mirada de hielo ante un gran enojo, su histrionismo para contar las historias de la Guardia del hospital,  el oír sus pasos al son de "las llaves de San Pedro" de su bolsillo trasero, los apodos que daba tan atinados y risueños.
Hoy estoy sola con mi soledad. Sigo andando por la calle y entrecierro los ojos. Sus manos extremadamente delicadas con el bisturí, acarician mi cuello y mi cabello, su voz susurra mi apodo y me dejo acariciar mecida en el mar de esta noche sin luna. Los recuerdos me asaltan. Uno en especial. ¿Por qué aquella tarde sentada junto a la ventana, con la voz del Nano en mis oídos..."llueeve, detrás de los cristales llueve y llueeve..." viendo llover, al preguntarle por el cajón último del escritorio llaveado, con ligereza contestó que guardaba documentos de sus padres, que no llevaban importancia? Nunca más pregunté. No soy curiosa mas sí perseverante y  sobre el asunto de la llave no lo volví a inquirir.
Mis pensamientos en su vuelo van acorde con los pasos sobre la hojarasca y me deslizo en el tarareo de un canon. Me agacho, subo despaciosamente, elevo mis brazos hasta llegar al acmé...soy el Sol. En puntas de pie, radiante, creo ser la dueña del Universo y también lentamente desciendo al poniente en un juego que disfruto, repito varias veces entonando a Pachebel, ya loca y plena de música con el minué de Bach, tan salticado
Con los cabellos canos al viento, en la vereda de esta plaza, hundiéndome en las hojas, en total oscuridad, me siento Isadora, la dueña de alas en los pies. En medio del floreo que me atrapa, capto que desde el centro de este lugar deshabitado en donde hago toda esta pantomima ¿lo es, no?, dos puntos luminosos me atraen como un imán. Me llaman. Y lenta, segura, pletórica de melodía y movimiento voy hacia ellos.
Descubro un par de ojos, el contorno de una sombra, luego la figura de un joven – niño envuelto en la oquedad más negra que su sombra. Me acerco hasta casi tocarlo.
Sí, es un joven – niño. Los carbones de sus ojos encendidos no parpadean. No sé si es rechazo o miedo. Adivino su pelo cortado como a cuchillo, el cuerpo esmirriado cubierto apenas con una remera y el infaltable jean.
Me animo con un – hola – en el intento de cortar el hielo instalado en esta noche de otoño tan fría como jamás. Apenas escucho un hola apagado. No cejo en la intentona. Un pucho apagado parece pedirme lumbre. Le acerco el encendedor aunque no me lo pida.
-   Gracias, dice débil y ronco.
Y comienzo con mi retórica infaltable. Le hablo del frío, de la soledad de la plaza, de mis dos últimos cigarrillos y de dónde conseguir más. Noto que tirita, pongo una mano sobre su hombro, siento el cuerpo tenso. Con mi tozudez característica  y criticada, lo atraigo hacia mí en una prueba de abrazo y le pregunto su nombre. Mi ternura llega al máximo. Su nombre es como el de él.
Salimos de la negrura. Yo con mi mano terminante, persiste sobre su hombro y él reticente en el aguante de mi tenacidad. Le ofrezco tomar un café en un barcito que no ha cerrado todavía a pesar de la medianoche. Acepta con su cabeza en un juego de bisagra. Sentados frente a frente lo miro y me atrae. Quiero hablar con él, escucharlo. Hace tanto que no mantengo una conversación con jóvenes... desde que dejé de dar Historia en el secundario...
Comienzo esos interrogatorios insustanciales que a los jóvenes les disgusta y yo acostumbro... ¿Cuántos años tenés? ¿dónde vivís? ¿tenés familia?
  -  Tengo catorce, soy uruguayo, mi mamá murió, mi papá también. Estoy en casa de unos amigos de mi mamá, responde de un tirón.
   -  Te invito a cenar, le digo de improviso. Lo desconcierto. Acepta de inmediato. Caminamos a casa en el olvido de mi soledad, la hojarasca, la paz que me infundió Pachebel, la alegría con la que Bach me hizo volar cual Isadora y la tristeza habitual. Sólo pienso en atender a este joven-niño.
En el living se queda de pie, circula por la sala, recorre una por una las fotografías...Estela, mi hija barilochense, la otra, la serranita cordobesa Graciela, tan bonitas ellas. Y la de él, el hombre de mi vida. El que se llevó consigo la llave del último cajón del escritorio de la que no pregunté más y no me aclaró nada.
Desde la cocina en que  preparo la vajilla para la mesa y lo que cenaremos, me sobresalta un sollozo. Juan José el joven – niño de catorce años, parado ante la foto de mi Juan José repite cada vez más fuerte ¡¡papá! ¡ papá !
Lo abrazo contra mi corazón segura que esta vez me devolverá el abrazo.

Cautiva

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El Entierro


   Galli tenía algunos años más que cincuenta cuando ocurrió lo de su padre. Por aquella época se levantaba a orinar solo una vez por noche. Nunca encendía la luz para no molestar a su padre que se molestaba por todo, hasta por la luz que entraba a través de la rendija de debajo de la puerta. Andaba a tientas, palpando las paredes del pasillo con las manos. También iba así aquella noche, cuando chocó contra el cuerpo de su padre que se balanceaba suspendido de una cuerda que había atado a un gancho que sostenía los cables de la luz.
   Padre e hijo no se llevaban bien, pero al alzar la mirada y ver la expresión de su padre, le embargó un sentimiento infinito de piedad. Esa noche, en la cena, habían discutido como siempre. Era la pugna entre dos derrotados que querían ser menos que el otro. E intuían que no; que ambos eran inmensamente perdedores. El padre reprochaba a Galli que no hubiera sido capaz de traer una mujer a casa y tener hijos como Dios manda. El hijo le reprochaba haberse casado y tener hijos.
   En la última discusión, el padre había amenazado con quitarse la vida y Galli respondió que no caería esa breva, pero que eso no iba a ocurrir porque no tenía arrestos. El padre, que estaba pelando una manzana, se detuvo, clavó con furia el cuchillo en la manzana y se retiró a su habitación. Allí quedó la fruta y ahora sentado en la cocina, con su padre balanceándose en el pasillo, Galli no se atrevía a extraer el cuchillo.
   La manzana y el cuchillo se le aparecían como un símbolo del coraje del padre. Cuántas veces había planeado él quitarse la vida, apearse de ella, se decía. Incluso llegó a concebir la idea de un suicidio de ambos, a la vez, pero nunca pasaba de ahí. Siempre hallaba una buena razón para no hacer las cosas. En la adolescencia sus amigos se iban echando novia y él les criticaba la falta de valor para oponerse a los cantos de sirena de aquellas chicas que se mostraban dulces hasta llegar a un punto sin retorno en que se tornaban amargas. También halló una razón para rechazar a aquella chica que veía en Galli la última oportunidad de abandonar la temida soltería, ya cuando la juventud se alejaba de ellos y se ofrecían como salvavidas.
   Por aquella época, la hermana de Galli, bastante más joven que él, se encargaba de las tareas de la casa. Lo hacía desde que murió la madre. Le tocó hacerlo siendo todavía adolescente. Nadie dudaba de que así tuviera que ser. El padre y el hermano trabajaban. Las mujeres, en general, no se empleaban fuera de casa. No estaba bien visto. Rosal, la hermana, se sentía atrapada. Sus amigas disponían de un tiempo que a ella se le negaba. Tú en casa. Así tiene que ser. Además, algún día cuando tengas marido e hijos así será. Y Rosal miraba con envidia a sus amigas que cada vez lo eran menos porque apenas las veía. Pero Rosal no aceptaba aquella situación sumisamente. Poseía un enorme capital; la belleza. Este atributo fue descubriéndolo cuando pasaba el puente fronterizo y recorría las calles de la ciudad de Tecarok. Sus gentes, tan arrogantes cuando se encontraban con sureños, enviaban miradas de admiración a Rosal.
   Supo que muchas chicas del sur solían casarse con chicos del norte. Eso significaba acceder al lujo, a la educación de los hijos, a una vida menos opresiva, a mirar al futuro con la alegría que no era posible en el sur. Supo también, que ella podía aspirar a esa vida porque su belleza le proporcionaba el billete de ida.
   La economía de Breitt, su ciudad, se  basaba sobre todo en el comercio. Junto al río Bipotamós, que dividía a los dos países, una larga serie de tiendas se extendía a lo largo de la calle principal que discurría paralela al río. Los propietarios de esas tiendas elegían a las muchachas guapas de la ciudad para emplearlas como dependientas. Muchos tecarokíes atravesaban el puente atraídos por ellas. Cuando se producía un emparejamiento, era obligado que el chico visitara a su chica en el sur, nunca en el norte. Pasar juntos el puente era enviar una señal a la ciudad de que se había sellado un compromiso.
   Rosal empleó toda su habilidad para que el paso sobre el río se realizara cuanto antes. Esta habilidad alcanzó, además, otro proyecto que tenía; que el hombre con quien se casara fuera de algún lugar alejado de la frontera. Y lo logró. Tecarok acogía en verano a muchos visitantes atraídos por la playa. Rosal conoció a uno de esos visitantes. Se casó en Breitt, como era costumbre y se trasladó a Rolok la capital del país de su marido. Muy al norte. Lejos de su Breitt. Era todavía muy joven y muy joven tuvo hijos.
   Rosal recibió una llamada telefónica. Era su hermano. Le informaba del fallecimiento del padre. Decidió trasladarse a Breitt. Quiso, además, que le acompañara toda la familia; su marido y sus dos hijos. La llamada se produjo a media tarde y después de cenar iniciaron el viaje en el coche familiar.
   En la ciudad de Breitt la noticia se extendió rápidamente. Un médico había acudido al domicilio a certificar la muerte. La gente se sorprendía de que no sonara la campana de difuntos en la parroquia de la zona. Luego se aclaró; se había suicidado. Apenas nadie visitaba el domicilio donde se hallaba el cadáver. No iba a haber duelo. Al menos no acudirían las ancianas con sus rosarios  a velar toda la noche. Subieron unos amigos de juventud, con los que ya apenas tenía trato. Le daban un pésame sincero. Galli sintió su afecto. Nadie más sentía la muerte porque nadie se acordaba del muerto. Llevaba muchos años recluido en casa.
   La noche se le hacía infinitamente larga a Galli. En un dormitorio, sobre la cama, yacía el padre en un ataúd. La llama de una vela encendida permanecía inmóvil. Galli, en la cocina no se atrevía a sacar el cuchillo de la manzana. Bebía para combatir el pesar, pero su cabeza se llenaba de sombríos pensamientos. Se decía que su padre lo había hecho para causarle daño. En numerosas ocasiones él había sentido la misma tentación; acabar con su vida para herir al otro. En el fondo, sus vidas solo valían para esto. Ya no podían producir satisfacción, solo dolor. Pero no; su corazón no iba acorde con sus pensamientos. Sentía una gran piedad por su padre muerto. Se estaba produciendo un vuelco en las percepciones que de él tenía. Algo así como si se sobrepusieran en su mente los buenos recuerdos sobre los malos. Aquella ternura del padre al niño. Aquella atención del padre con el adolescente. Aquella satisfacción por los logros del joven hijo. Aquella compasión hacia el prematuro huérfano.
   Llamaron a la puerta. Era la hermana y su familia. Se abrazaron sin palabras. Pasaron a la cocina donde no había sillas para todos y los dos chicos se mantuvieron apoyados en la pared. Había amanecido. Rosal abrió las ventanas de toda la casa y se puso a fregar los platos que no cabían en la pila. Los restos de comida adherida a los platos no eran de aquel día. El marido, que siempre permanecía en silencio, no disimulaba el asco que le producía aquella casa.
   El sacristán de la parroquia vino a entregar una nota. Se informaba a la familia que el entierro no podía celebrarse en el camposanto, sino en un lugar destinado a quienes se quitan la vida. Rosal tradujo la noticia al idioma gulsukí. A uno de los chicos se le notó un estremecimiento.
   A las once llegaron los de la funeraria. Abajo, en la calle, esperaban los tres amigos de Galli que la víspera le habían visitado. El marido de Rosal se sumó a ellos, echaron el ataúd sobre los hombros y se encaminaron hacia el cementerio. La distancia no era mucha, pero de vez en cuando descansaban. Se valían para ello de unos soportes que mantenían el ataúd en alto.
   El lugar del cementerio al que les condujeron no tenía panteones, ni cruces, ni imágenes. Solo unos sencillos monolitos, la mayoría inclinados. Todo allí remitía a marginación y soledad. Los chicos parecían fijarse en las fechas que figuraban en las piedras, pero no era posible la lectura. Nadie en la ciudad recordaba un entierro en aquel lugar.
   Cuando los empleados del cementerio comenzaron a arrojar paladas de tierra, Rosal tomó de la mano a su hermano y tras la última palada, entre lágrimas, alzó la voz "Adiós padre. Te quiero". Galli no dijo nada pero se le notó que apretaba fuerte la mano de su hermana.
   Acabado el entierro, se dirigieron en silencio hacia el domicilio. Cerca, se encontraba aparcado el coche. Rosal dio un beso a su hermano y montaron en él. Los tres amigos acompañaron a Galli a tomar un vino en un bar de la misma calle. Cuando entraron en la taberna le vino a la memoria el cuchillo atravesando la manzana que se encontraba en la mesa de la cocina.

Palas Takara

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Ánima


Llevaba con mis abuelos una buena parte del verano cuando una mañana mis padres aparecieron para recogerme. No salieron de mí ni besos ni abrazos hacia mis progenitores sino por el contrario de mi voz contrariada de niño escapó una dura exclamación: "¡yo me quedo aquí!". Mis padres no mostraron ninguna señal de alteración ante tal comportamiento, siguieron hablando con mi abuelo mientras mi abuela iba a uno de los cuartos para entregarles mis pertenencias. Siempre he sentido un gran apego por mis abuelos con los que pasaba largas temporadas, por eso cuando tocaba el momento de despedirme de ellos tenía lugar la misma escena de siempre. "¡No me voy!", continuaba gritando yo, y echaba mano a la maleta con mis ropas que traía mi abuela queriendo arrebatársela. "¿Vais a quedaros a comer?", le preguntó mi abuela a mis padres. "No, queremos salir pronto para que no nos coja mucho tráfico por la carretera", respondió mi padre. "Dame la mano, David", mi madre me agarró de la mano, gruesos lagrimones me resbalaban por las mejillas y zafándome corrí a esconderme.
Solía ocultarme debajo de la cama, en los armarios...pero la mayoría de las veces me escondía en la despensa, de este modo podía endulzar mis lágrimas con alguno de los bizcochos que mi abuela almacenaba allí. El tiempo que aguardaba en alguno de mis escondites hasta que era inevitablemente descubierto me lo pasaba deseando ser invisible. En esa ocasión en que me estrujaba contra una de las paredes de la despensa, parte del muro cedió mostrándose una abertura de mi tamaño.  En el suelo esperaba ver ladrillos o piedras pertenecientes a la pared que se había desmoronado, pero lo que hallé fue un tablón encalado que había caído ante la presión de mi cuerpo. Sin pensarlo mucho me interné por el hueco que conducía a un cubículo de techos bajos iluminado por la luz que entraba por un estrecho ventanuco. Me sonreí pensando que había encontrado el modo de hacerme invisible, de modo que taponé la oquedad con el tablón para que no pudieran verme.
Varias horas después, asomado al agujero, pude escuchar los llantos de mi familia que seguramente por más que me estuvieran buscando no me hallaban. Al sentir pasos cercanos, me escurrí hasta el pequeño cuarto procurando volver a colocar el tablón en su sitio. Me quedé sentado en un extremo del habitáculo con aire de satisfacción como hice horas antes, aunque mi decisión de hacerme invisible parecía venirse abajo cuando percibí que la luz menguaba pues empezaba a anochecer. Sin embargo, no era un niño miedoso y noté que aguantaba bien la desaparición de la luz solar. A continuación, escuché unos ruiditos, me entró aprensión cuando pensé que podían ser ratas u otros bichos parecidos, pero me dije envalentonándome que en el caso de haber ratones los iba a domesticar pues ya tenía experiencia con los hámsters. Cuál fue mi sorpresa cuando en lugar de tropezarme con ratones vi entrar a un enanito con sombrero que portaba una vela. "¿Qué haces en mi casa?", fue lo primero que me dijo con voz gruñona. "Tengo que quedarme aquí o me llevarán lejos de mis abuelos", una lágrima brotó de uno de mis ojos y añadí con un hilo de voz, "no me eches por favor". "Es que aquí vivo con mi familia, no sé si habrá sitio para todos", dudó el enano, "pero bueno, está bien, te comprendo, yo también quería mucho a mis abuelos". "¿Entonces puedo quedarme?", pregunté esperanzado. "Está bien, de acuerdo, te haremos un lecho para que puedas dormir", asintió y yo me sentí muy feliz porque no estaría solo en aquel lugar.
El enano vivía en el cubículo con su mujer y sus dos hijos, de cuatro montones de paja, que no sé de dónde la pudieron sacar, hicieron un quinto montón que iba ser mi cama y ofreciéndome una sábana me desearon las buenas noches no si antes entregarme un trozo de queso para la cena. Los alimentos había que cogerlos del exterior, el enano me dijo que debía ganarme mi sustento y me mandó a merodear por la cocina a ver lo que pillaba. Quité el tablón del agujero y salí del habitáculo procurando que mis familiares no me vieran, no sabía si mis padres estaban todavía en la casa. Me entretuve registrando la despensa, cogí unas galletas con las que llené mis bolsillos. Hasta mí llegaba el agradable aroma de un guiso por lo que retiré un poco las cortinas que tapaban la despensa y asomé los ojos a la cocina para saber si estaba vacía. No vi a nadie en esos momentos por lo que me atreví a acercarme a los fogones donde había una olla puesta al fuego. Alcé la tapadera y vi que en el interior bullía un delicioso guiso de patatas con carne. Cogí un plato y me aparté varias cucharadas de la comida volviendo enseguida a refugiarme en el cuartito donde di buena cuenta del alimento. "En esta casa hay ratones", solía escuchar que decía mi abuela cuando yo me encontraba hurgando en la despensa.
Por la noche tumbado en el lecho de paja no podía conciliar el sueño pues sentía la necesidad de ver a mis abuelos, de modo que me levanté procurando no hacer ruido para que no se despertaran los enanos y salí del habitáculo. Tras las cortinas de la despensa comprobé que la cocina estaba a oscuras, caminé por la estancia y bajé unos escaloncitos para dirigirme a la sala que también tenía la luz apagada por lo que deduje que mis abuelos ya se habrían acostado. La sala daba a un patio grande por el que se accedía a los dormitorios, crucé el patio hasta alcanzar la puerta que permitía la entrada a la habitación de mis abuelos. Al abrir la puerta ésta crujió levemente, escuchaba la respiración de la pareja de ancianos que de vez en cuando emitían fuertes ronquidos. Pasé al interior del dormitorio con cuidado, la luz de la luna que entraba por la ventana iluminaba los rostros de mis abuelos. Me sonreí,  aproximándome a mi abuela deposité un suave beso en su frente y lo mismo hice con mi abuelo. Voy a estar siempre con vosotros, pensé con firmeza y después de contemplarlos un largo rato regresé al escondrijo.
Mi cuerpo se fue desarrollando de modo que cada vez tenía que andar más encorvado en el cuartito y atravesaba con dificultad el orificio. Con varios años más encima dejé de recurrir a la fantasía de que vivía con unos enanos para no sentirme solo. En realidad había pasado mi infancia habitando el cubículo en soledad, pero lo compensaban las comidas de mi abuela y ver a mis abuelos por las noches. Hubo un momento en que la abuela dejó de preparar sus ricos potajes y ya no dormía al lado del abuelo. Durante esa época lloré mucho porque había perdido a uno de los seres que más quería. El abuelo se inquietaba cuando dormía y hablaba a su mujer en sueños, "no te vayas tan pronto con Dios, quédate a mi vera un poquito más, vida mía". Una hermana de mi abuelo acudía a hacerle comida para varios días, pero el anciano apenas probaba bocado pues dejaba casi entera las viandas y se había convertido en un viejo enjuto y cascarrabias que hablaba solo o se imaginaba que mantenía un diálogo con la abuela. "Sí que debe haber ratones, Manuela, no te presté atención en su momento pero ahora comprendo que tenías razón porque devoran toda la comida, ¡si yo apenas me la tomo!", el anciano no encontraba otra explicación ante el frigorífico vacío.  La comida de mi tía abuela no era tan rica como la de la abuela pero mi apetito aumentaba y mi cuerpo se ensanchaba cada vez más.
Un día en que me quedé encajado entrando en el agujero y mi trabajo me costó traspasarlo, medité muy seriamente en el cubículo sobre el futuro. Tenía mucho miedo a que se diera el caso de que me quedara atrapado en el interior del habitáculo sin ninguna posibilidad de salir, de modo que la única opción era dar la cara y contar la verdad. Di un vistazo al habitáculo, numerosos libros y revistas con los que fui perfeccionando la lectura y la escritura se hallaban en un rincón. También había mantas y un viejo colchón que encontré en el desván, seguramente echaría de menos aquella guarida.  Me angustiaba preguntarme qué pensarían mis padres de mí, sobre todo mi abuelo, ellos me creían desaparecido todo este tiempo, probablemente se enfadarían bastante conmigo cuando lo aclarara todo. Al menos, ya era lo suficientemente mayor para decidir con quién quería vivir, ahora mis padres no podrían separarme tan fácilmente de mi abuelo y el anciano necesitaba una compañía que yo estaba dispuesto a procurarle. Intentaría cuidar a mi abuelo tan bien como hizo su mujer. Ahora el problema se hallaba en salir, esperaba no quedarme aprisionado en el agujero. Con esfuerzo pude escapar al exterior, me puse en pie jadeante y abandoné la despensa. Mi abuelo, que estaba en la cocina sirviéndose un vino tinto, giró la cabeza al verme llegar como si no diera crédito a lo que veía. "¡Braulio!", exclamó dejando caer el vaso, se hincó de rodillas en el suelo y se hizo la señal de la cruz. Más tarde supe que me había confundido con su hermano, un republicano que murió a manos de los nacionales durante la Guerra Civil, tal era mi parecido con éste. Mi abuelo creyó que yo era el alma de su hermano que le anunciaba que había llegado la hora de descansar junto a él.

Ángel Puerto