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III Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 05, 2011, 11:17:53 AM

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Parlamento

Un día de Lluvia


De repente se me ocurrió una idea estúpida.

Si pudiese grabar la lluvia por la ventana y después pasar a cámara lenta la imagen ¿Sería capaz de contar cuantas gotas caen?

Estoy decidido a darle un valor numérico a mi desesperación, y ya que mi sentimiento de tristeza aumenta según la lluvia golpea con más fuerza la ventana... si consigo hacer una equivalencia entre la cantidad de gotas, la fuerza de la lluvia y lo comparo con un baremo de los puntos más álgidos de mi melancolía ¿Qué sacaré?

Ya había avisado que era una idea estúpida.

No sé por qué extraña razón a todas las personas nos da por dividirnos entre "ciencias y letras", resulta que es incompatible ser brillante en matemáticas con saber apreciar a un buen literato y mucho menos con pronunciar o escribir correctamente la palabra literato, claro que por esa misma razón podemos entender que alguien de letras será incapaz de escribir un libro ante la diatriba de sumar cuantas páginas lleva escritas...

Y si por un casual eres capaz de sumar y leer al mismo tiempo sin marearte... eres un genio.

Y el hecho, admitámoslo sin reparos, es que yo no soy un genio.
A poco un chico listo, acomodado en ese tópico de "ciencias", dado a la tecnología, a los logarismos neperianos de cero y a las cosas que se resuelven poniendo cinco números en un papel.

Una lugar cómodo en el que me he aposentado contestando a tus reflexiones con un "yo soy de ciencias, no me pidas que te entienda", discrepando de tus opiniones con un "vaya vueltas más tontas que les dais a las cosas los de letras",  riéndome de tus poemas objetando que "la lluvia es un torrente de agua, no de emociones!".

Supongo que me merecía que me dejaras con esa nota de "1+1 no siempre suman 2"...

Y supongo que también me merezco ahora estar mirando la lluvia caer en mi ventana, echándote de menos, melancólico, tristemente desesperado, desesperadamente triste, pensando que no puede en el mundo llover más de lo que he llorado yo por ti, y sin embargo sintiendo como continúan deslizándose las lágrimas por mi cara al compás que las gotas de lluvia se ríen de mi en la ventana.

Te he escrito un poema, con una rima absurda y descompasada, carente de métrica por supuesto, y con un estilo un tanto desconcertante... he de admitir que la rima que mejor me salía era tan absurda como rimar Mar, tu nombre, con el mar, y he rimado triste con viste, y te quiero con reguero...
Lo he roto claro está... iba a decirte, por ser más literario, que "en mil pedazos", pero la verdad es que no los he contado...

Te prometo que no volveré a reírme de ti cuando llores por que muera el protagonista de una película, te prometo que voy a leer tus poemas entre líneas y no analizando cada palabra como si unas no tuvieran nada que ver con las otras, te prometo que te voy a contar historias absurdas hasta el amanecer, te prometo que voy a mirar la lluvia contigo, que voy a llover contigo, te prometo que voy a mezclarme en tu mundo de imaginación, te prometo que nunca más te bajaré de las nubes para enfrentarte con el suelo, te prometo que no voy a restarte más sino que me sumaré contigo.
Te lo prometo todo.

Pero vuelve conmigo.

Irene
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Rogelio, broker prematuro


Rogelio acaba de cumplir los once¬, pero no va con el siglo –¡que ya sería!–, sino bien –¡pero que bien!– por delante.
Hace ya tiempo que, como broker en ciernes, tiró al reciclaje el babyfon de Telefónica que le regalaron sus padres con tres añitos. Y lleva ya un año utilizando un Blackberry, con el que accede a Internet y a las redes sociales, habla,  fotografía, visiona, se baja música, cine, 'gepesea'..., y todo el sinfín de gadgets y utilidades directas e indirectas que le aplica y le saca.
   A sus padres lo único que les importa –según se lo 'papistean' a sus visitas– es: tenerlo controlado, "¡pero para poder saber así, en cualquier momento, que está vivo!", porque, por lo demás, "¡nadie sabe la suerte que hemos tenido con él!". Y así, sin entrar ni detenerse en más, piensan que los móviles son la mejor forma de conseguirlo, "¡y punto!", y que a la vista está. ¡Pero, ya, ya...!
   Hoy –primeros de Junio del dos mil once– no hay nadie, como siempre, en su casa para "ponerlo en marcha" a él mismo –a Rogelio–. Son las ocho a.m., y sus padres ya volaron a las seis, para evitar el cuello de botella del Puente de los Franceses.
   Le suena la alarma de su Blackberry. Acto seguido, activa con él 'su' control remoto de toda la casa. Y ya antes de calzarse las chancletas, todo está dispuesto para ponerse automáticamente en marcha a golpe de clic, y lo mismo, para lo contrario.
   Siempre amenizado –le encanta la música–, se le van encendiendo las luces al pasar, abriéndosele las puertas, elevándosele las persianas... La bata, la toalla, ni más ni menos gel, todo a punto, como si unas manos maternales invisibles se lo fueran disponiendo todo. Y otro tanto al acceder a la cocina, donde sólo tiene que poner el apetito.
   Y a vestirse tocan. ¡Pero eso sí: de acuerdo con el registro puntual de máximas y mínimas, y el cálculo más exhaustivo de la evolución atmosférica!
   Sale de casa inmaculado y perfecto de arriba abajo. Se cuelga su cartera con el peso proporcional y proporcionado a su edad. Y ya le está esperando su patín Segwai, que en veinte minutos ¬–y en equilibrio perfecto merced a sus giróscopos ad hoc– le llevará al colegio...
   Pero antes de cogerlo, Rogelio se introduce en el garaje de la casa, y toma de su escondite particular un 'minidecodificador', que le permitirá ser Dios, como cada día, donde quiera y como quiera, y siempre que le venga en gana.
   Se lo ajusta a la hebilla del reloj de pulsera, que es donde lo tiene más a ojo, pues le hace funcionar mediante 'sus' movimientos oculares. Se sube en su patín, y tan pronto como comienza su marcha al colegio, empiezan a llegarle de los bancos por los que pasa, y de un sinfín de lugares, señales –a través del decodificador– de descargas y más descargas con información electromagnética accesible.
   Sabe que no tendría nada más que activarlo con su mirada para tener a su disposición las claves secretas de cada día, por ejemplo, del Banco Popular. Lo que le permitiría acceder a cualquier cuenta y, concretamente, a una 'pirata' que tiene en él su padre a espaldas de su madre, y cuyos movimientos lo ponen al loro de sus andanzas poco encomiables. Y lo mismo para con los restantes Bancos por los que pasa.
   Con todo, lo que más le gusta es ponerlo en funcionamiento adosado a su móvil, no tanto para oír las conversaciones que, nada más llegar al trabajo, tiene siempre su madre –coqueteando a través del suyo, un móvil antediluviano, para enterarse de cómo le ha ido la pasada noche el jueguito sexual al primer bocazas al que ese día quiera encandilar, para luego contárselo a la Chusqui, su íntima, que ya le tiene preparada su propia ración, y así sucesivamente–, sino para jodérselas llenándole el aparato de interferencias. Para ello, sólo tiene que llamarla y, aunque dé ocupado, mantener la llamada con el decodificador activado.
   A continuación suele hacerle una llamada ya normal, y hablar un rato con ella para confirmar el cabreo que se ha cogido la muy Doña porque la juerga se le ha jodido. Y es que está más aburrida que una ostra con ese trabajo que tiene, que ni es trabajo ni nada, sino la condena –que le ha caído de por vida– de tener que tirarse allí encerrada sus ocho horas, y sólo para sentirse más que otras a final de mes, y para 'tanto monta' y par con su marido.
   Donde Rogelio le saca un rédito especial a su decodificador adosado al móvil es para interceptar –por el mismo sistema– las conversaciones de Ana –su medio rollo– con sus amigas, y los comentarios que hacen sobre él; así como para interceptar las de sus profesores, y así asegurarse esos dieces que tan enamorados de él tienen a sus padres, y de que lo sigan dejando tranquilo y a su bola.
   Y para lo que, sobre todo, le resulta imprescindible el aparato es para sus comunicaciones extraterrestres, que son para él las más lucrativas, no sólo por la suculenta información que le deparan, sino también por la cantidad de hardware y software que le suministran a fin de poder estar siempre en avazandilla y a cubierto, y poderle sacar así, más provecho a la tecnología al uso tanto informática como telefónica y telemática, ¡porque mañana "él" dirá!

Valentiann
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

La tumba


Ya todo está dicho- dijo él. Tu actitud de ayer fue incompresible.
A ella le rebanó un relámpago las vértebras, se resquebrajó pronto todo su interior y se sintió encerrada en una trampa macabra. Comprendió, de repente, que él le devolvía el primer abandono propiciado por ella. La despreciaba sin advertirle ni preguntarle por qué la noche anterior no había querido hacer el amor, y la dejaba a la deriva en el andén de una estación de autobuses maloliente y olvidada que estaba apestada de locos que pasaban por allí.
Se tomó el café rápidamente para no verle los ojos torcidos de hombre amargado. Luego le dijo.
-Vete de aquí, no quiero que esperes conmigo.
No, dijo él, con la cabeza.
De las tres veces que se vieron todas estaban heridas de muerte. Amenazados por una nube de agujas que en cualquier momento, caerían sobre ellos produciendo desgana y apatía, dolores viejos de historias aún más viejas, que saldrían como gritos sordos agrietando sus encuentros. Un día él le escribió:
- Vivo en una tumba donde nadie viene a verme, es hermosa mi tumba, tiene de todo y en ella me dejaré morir solo.
Cuando ella lo visitó y entró en su casa, sintió que la abrazaba la fría humedad de un convento, la madeja trepadora de una enredadera recorrió sus pies y llegó helada hasta su corazón, vio la muerte de ese hombre rondarle la casa, pasar de una habitación a otra con ojos de humo, sobre todo vio que al final de aquel cementerio había un salón pintado de tres colores, con sabor marinero, pero tristemente desolado. En su interior la capa de polvo blanqueaba los muebles, y aunque, no se veían, estaban ya las telarañas ocupando un espacio que era suyo desde hacía mucho tiempo. Los objetos en su quietud no cobraban vida ni cuando eran usados, porque las manos de su dueño eran las manos de un fantasma, el espectro que vivía allí, en armonía y silencio, con su propia maldición.
-Llevo veintiocho siglos esperándote - le dijo en una de las cartas. Eres mi Helena y yo tu Paris, nada ya nos separará. Ella no lo creyó, las paparruchas no las creía ni a la primera ni a la segunda vez, pero ya a la tercera hicieron un poco de hueco en sus entrañas y se repetían como un estribillo en su cabeza por la mañana y por la noche. A veces, eso se callaba dando lugar a su imaginación, soñando despierta un amor adulto que le arrebatara la cordura.
Cuando él le dijo, "ya todo está dicho", ella sólo había empezado a pensar, y a ser ella misma. Sin embargo, la mordaza con la que ese hombre había cerrado su boca, le arrojaba una sombra a su lado y ahora, como una muñeca rota, solo le apetecía llorar en brazos de un recuerdo.
Él se alejó despidiéndose con la mano, miró sus zapatos y le hizo un corte de manga desde su poblada cabeza de canas. Ella recordó las palabras de la bruja a quien preguntó por él: "Aquí no hay amor". Aún así, ella esperó a que la llamara un día, dos, una semana y quizá, dos, hasta que poco a poco supo que aquello no la llevaba a nada. Cada uno volvió a su rutina. Ella a la crianza en solitario de su hija. Él a su tumba, nevada por la oscuridad y el olvido, pero tan suya y definitiva que cuando la vio, al dejarla a ella en la estación, quiso quedarse para siempre en el cementerio de su soledad.

Penélope
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Unas cajas, una vida


Han pasado siete meses. Doscientos trece días alargados por la pérdida. Tenía que hacerlo, se lo había prometido a Inés. "Escuchá Alejandro, apenas termine lo tu madre deberemos alquilar el cuarto. No, no me mires con esa cara, tenemos que hacerlo, con ello podremos afrontar el gasto de la escuela de Marquitos. Vos sabés lo que nos está costando mantener el colegio nuevo y él se lo merece"."Además Olga siempre estuvo dispuesta a ayudarnos, así que esta sería una manera de honrar su memoria".
Debía vaciar el cuarto más iluminado de la casa, su cuarto. A mamá le gustaba sentarse al lado de la ventana para tejer. La recuerdo desde siempre en el sillón de mimbre heredado de su madre, lo adoraba. Todos los veranos yo lo lijaba y volvía a barnizarlo. "Alejandro, hijo, siempre lo hacés lucir como  nuevo, decía ella, mientras un abrazo aromático envolvía mi cuerpo" La niñez jugaba a las escondidas atrapándome la garganta pero estaba consciente que necesitaba vaciar el dormitorio.
Era imposible postergarlo, Inés es de esas personas que no claudican en sus caprichos. Las últimas semanas no había hecho otra cosa que hablar sobre el tema. El sonido de su voz se me hacía un violín desafinado aullando sólo para mí.Y aquí estoy, girando el picaporte, sintiéndome como si violentara su universo. El piso gruñe bajo mis pisadas y el sonido se me mete hasta los huesos. Todo está dispuesto como ella lo dejó. Lo preocupada que estaba por volver del hospital para terminar el chaleco de Marquitos. La lana azul cayendo a borbotones del canasto con las agujas clavadas en la trama.¿Qué haré con las cosas? Ya me dijo Inés que ella no quiere nada. "Hay que deshacerse de las cosas viejas que recuerdan más a la muerte que a la vida".
Mis manos acarician el acolchado de crochet, me acuesto del otro lado de la cama esperando que me lea el último cuento que trajo la tía Susana. La niñez se me instala en la memoria y en los ojos. Cajas, tengo que conseguir cajas para clasificar las cosas. Ya no me quedan familiares así que tendré que regalarlas o donarlas a una iglesia. No sé.
Escucho a Inés desde la cocina." Alejandro, ni se te ocurra andar por ahí regalando todo. Primero se pone a la venta, después veremos, yo tengo una prima que se casa a fin de año y a lo mejor necesita algo".
En las cajas que conseguí en el supermercado chino voy poniendo sus pertenencias. Separo algunas que voy a esconder en el cuartito del fondo. Allí Inés casi no entra desde  que vio la rata.
Una vida guardada en cartones de galletitas Terrabussi y vinos de Finca Chilecito.
Se desparraman en el  piso las pocas cartas que le envié desde Malvinas, todas envueltas en una cinta roja con la estampita de San Expedito. "No guardés porquerías, tirá todo lo que no sirva". Inés, siempre Inés pisándome los talones.
"Apurate que el sábado va venir el muchacho que recomendó mi tía. Es de buena familia, está estudiando y aquí le resultará cómodo, le queda cerca  de la Facultad de Medicina. Y quien te dice, a lo mejor le puedo cobrar para cocinarle. Dejame a mí que yo me arreglo. No te metás  Vos siempre lo hechás todo a perder. Solo yo sé los malabares que hago para llegar a fin de mes"
Ya casi está todo ordenado, vaciado el ropero, la cómoda. Tenía todo tan prolijo, pobre vieja, cuanto la extraño. Pero que puedo hacer, si Inés se encaprichó con deshacerse de todo y alquilar el cuarto, yo no me puedo oponer al fin de cuentas ella siempre gana.
Destapo el perfume de rosas que desde siempre usaba y lo  vuelco abundantemente en el hueco de mi mano. Llevo mi cara a ella y me sumerjo en su aroma, experimentando otra vez el  abrazo aromático que me devuelve a la niñez "Alejandro no te olvidés de revisar ese cajón con olor a humedad que está a los pies de la cama. A lo mejor allí hay algo de valor. Cuidado no vas a tirar justamente lo único que sirva"
Abro el baúl que el abuelo trajo de Italia, me siento inseguro, furtivo,  mamá nunca me dejaba abrirlo, decía que había cosas de grandes, Me había obsesionado durante mi infancia en saber que guardaban, pero con el tiempo fui perdiendo el interés en saber que ocultaban  allí, mi vieja no volvió a tocar el tema.
Un sobre de papel marrón con los bordes desdentados, en cuyo frente de lee Juzgado de Familia me llama la atención. Siento que el tiempo y mis movimientos se detienen. El espejo del ropero me devuelve la imagen de un hombre joven pero avejentado, demasiado, me digo.
Mis dedos hurgan en las comisuras del sobre extrayendo varios papeles amarillentos. Caigo de rodillas frente al cristal ...A los veinte días del mes de Julio comparecen ante este Juzgado Doña Olga Méndez D.N.I 9.342.560. ............y Don Ausgusto Contreras .........casados, ambos cónyuges pasan a ser los padres adoptivos de Alejandro Pintos
No sé cuanto tiempo pasó, la voz de Inés me despertó del trance en que me encontraba, para pedirme un café. Caminé a su encuentro y con una decisión que ni ella comprendió le dije " Tenemos que hablar seriamente en cómo decirle a Alejandrito la verdad"
Entrada la noche me dispuse a quemar todas las cosas que me parecieron imposibles de rescatar, y lo único de valor que había encontrado en el baúl, ya no lo necesitaba. Esperé a que el fuego estuviese intenso y arrojé al tanque el sobre marrón. Las llamas crepitaron como un asentimiento a mi decisión. Era mejor dejar todo así, por la memoria de la vieja, no puedo desandar los pasos. Eso sí, no haré lo mismo con  Marquitos, no le daré el gusto a Inés de mantener el secreto, aunque sea lo último que haga. El nene debe saberlo, se lo merece.

Sureña
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Si, la mate... finalmente la mate


No podía soportar más la enfermiza dependencia a la que me tenía atado; como un abandonado zombi extraviado en la necesidad inconsciente de visitarla cada día por las mañanas; ansioso de meterme y perderme en ella por horas hasta quedar incómodamente dormido a su lado en aquel cuarto oscuro, juntos en una cama bajo el falso consuelo de su frío rostro y la pálida luz que nuestra relación generaba.
Aunque al inicio mucho me divertía y más me atraía, fui poco a poco consciente de la vacuidad e intrascendencia de nuestros comentarios así como de aquellos de sus amigos al grado de llegar a aborrecer todo lo que yo les decía, se decían y me decían.
Si bien al inicio ella y yo nos dimos a la tarea de explorar y conocer a mas gente agrandando nuestro círculo de influencia en sociedad, al poco, llegó el momento en que esto se convirtió en una rutina fatua y aburrida dándome cuenta que ella constantemente, me conducía a gente que no me interesaba y que, para colmo, era evidente su desinterés hacia mí. Una y otra vez, ella me pedía que aceptara, en nuestra relación, a mas y mas personas y, una y otra vez, yo aceptaba.
No pasó mucho tiempo para que ella se tomara mas y mas libertades abriendo, a tal grado mi mundo, que llegó a abarrotar mis paredes con sus falseadas y retocadas fotos de amigos y parientes: en fiestas y reuniones, en bares y restaurantes, por aquí y por allá, rostros, desconocidos para mi cuya vida y circunstancia, como mencioné, me eran absolutamente intramusculares.
Con el paso de los meses, nuestras conversaciones se poblaron de "dimes y diretes" sobre insulsas y monótonas vidas e innecesarias relaciones de amistad absolutamente extrañas a mí cuya utilidad y necesidad en mi existencia, tenían la misma relación que unas botas de nieve un verano en la playa.
Aunque al inicio de nuestra relación no me percatara, nuestras charlas se fueron colmando de irrealizables planes y fatuos proyectos, imposibles muchos de ellos pero cargados de altruistas y tibetanas iniciativas envueltas en música rematadas de cursis y gastadas frases. Me apena decirlo, pero, ella me empezó a dar asco. ¿Qué caso tenía -le decía una y otra vez- el lanzarse a iniciativas que solo abrazas en tu mente y no en tu esfuerzo físico? pero ella y su numeroso grupo de amigos y amigas, me invitaban a otras causas mas llevándome a pensar que, a veces, yo salvaba al mundo de todo tipo de injusticias, "vaya pobreza de pensamiento" me decía a la postre.
Sin embargo..., he de confesar que, aún así... la atracción no cedía, era una habitud y una droga. Me atrapaba cada amanecer y cada atardecer; a mí me encantaba echarla a andar cada que podía, de encenderla con mis dedos expertos, de verla despertar ante mis ojos llenándose de luz no bien ella aparecía y, sobre todo, de verme anhelando encontrar nuevas aventuras no importando sí éstas eran de nulo valor o interés.
Ella, por su parte, morbosamente me enviaba mensajes a cada rato y a todo lugar: de camino a mi trabajo, al llegar a él y estando en él. La falta de valor para sustraerme del móvil al vibrar en mi bolsillo -no importando juntas y/o reuniones- denotaba mi ardiente deseo de leer sus mensajes: verles aparecer y desfilar ante mis ojos recordándome que yo era de ella y de nadie mas..., que le pertenecía.
En suma, me tenía atrapado, embrujado, llegándome a hacer ajeno a mi mismo, abandonando mis deberes, mis otrora buenas costumbres, mi familia, mis estudios, mi trabajo.
Cada mañana tomaba la decisión de cerrar nuestra relación, eliminarla de mi cotidianidad. Lo llegué casi a hacer una noche, estuve a punto, aunque... justo antes de partir para siempre, de dejarla, me suplicó que no la apartara de mi vida, que no cerrara nuestra relación y, siendo como era, siendo como he sido siempre: un hombre de frágil voluntad y pobre determinación, cedí a sus encantos. Esa noche mis intenciones se evaporaron al enfrentarse con la realidad de mi perene e insoportable soledad.
Aquella mañana fue diferente, aquella mañana, como si lo hiciera por primera vez, al asearme, me observé en le espejo del baño y lo que vi me aterrorizo: el ingrato espejo me regresaba un rostro avejentado, pálido y apergaminado. Éste era el rostro de alguien desconocido para mí, la imagen de un hombre castigado por una rutina basada en la obsesión que provoca una manía, un hombre solo como un perro.
Aquella mañana tomé una (la) decisión, esa tarde, al regresar de la oficina, acabaría con ella, la extirparía de mi vida para siempre deshaciéndome de su nefasta influencia.
Caía el sol mientras caminaba hacia el edificio, sentía como, para darme valor, apretaba los puños mientras pensaba en lo que haría. Me sentía atrapado en sus cuentos, sus aventuras, sus insípidos y reiterados chismes cotidianos y sus amigos y amigas, para colmo..., atrapado hasta en los amigos de sus amigos. Era inimaginable que, por horas y horas cada día, un hombre como yo, de mi edad y condición, pudiera perderse en ella previniéndose de ser, de actuar, de levantarse y huir.
Empezamos el triste diálogo y protocolo que debería conducir a mi despedida y ella, nuevamente, suplicó usando todas sus estratagemas: me recordó lo mucho que nuestros amigos nos extrañarían, que lo pensara mas detenidamente, que me esperara pero, esta vez..., no hubo flaquezas, a pesar de sus protestas y súplicas, de sus lamentos y advertencias continué. Con temblorosa mano, hice lo que tenía que hacer, lo que era necesario llevar a cabo para extirparla de mi vida para siempre...
La maté, si... finalmente la mate y esto me consumió hasta caer rendido con una sensación de profundo vacío experimentando, como por anticipado, los latigazos de soledad y abandono, de culpabilidad y miedo que vendrían el día siguientes como consecuencia de haberlo hecho, no vendría más.
En la cama que tantas veces nos arropara cansados de explorarnos, dormí intranquilo pero, de alguna manera, satisfecho, ya que, a la mañana siguiente no estaría ella ya más en mi vida.
Había matado mi cuenta de Facebook... para no abrirla nunca mas.

Alejandro Castañeda

César Nigra
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Una mujer en la ventana


Llevó la reposera al balcón, sentándose junto a la pava y el mate. Le agradaba oír el tránsito a lo lejos, quizá como una forma de cerciorarse que lo había dejado atrás, mientras se perdía en los laberintos y bestiarios de Kafka, en las cóncavas simetrías de Joyce o en las cimarronas aldeas de Faulkner. A veces condescendía a la nostalgia y revisitaba  la isla de Mompracem, donde tras cada matorral acechaban los colmillos ávidos y la piel rayada. Sólo era constante el áspero sabor del mate, que evocaba jaguares, bandeirantes y anacondas: un mundo inocente, anterior a las cotidianas torres de cemento. 
    Pero esta vez algo era distinto. Lo sentía en los poros de la piel. Pensó en el calor del inminente verano, en las mariposas que buscaban las flores de los balcones, en el tránsito un poco más aullante que lo habitual, en la silenciosa caricia de los años sobre su cuerpo. Tras un momento, comprendió. Lo estaban mirando. Era una mujer en una ventana del edificio de enfrente. La distancia desdibujaba sus rasgos pero no impedía discernir que eran bellos. Usaba un vestido blanco, también borroso en el turbio aire de la ciudad.
    No dejó de verla en las tardes que siguieron. Silenciosa y pálida. Siempre acodada en su ventana. Con algo que parecía una sonrisa, con algo que al cabo de los días deseó que fuera una sonrisa. Estaba allí cada vez que salía al balcón, cada vez que alzaba los ojos de la página, cada vez que espiaba desde la cortina entornada antes de acostarse, cada vez que el insomnio (ahora frecuente) mordía sus párpados. Evidentemente, la mujer disponía de tiempo libre. Se divirtió elaborando conjeturas.
    La continua mirada y la continua sonrisa podrían haber sido inquietantes. Pero algo en su interior le decía que no debía preocuparse. La mujer se había convertido en una presencia cotidiana, en una compañía a la vez cercana y remota, en algo tan íntimo como la soledad. El difuminado vestido blanco poblaba sus sueños. También el cuerpo que latía debajo.

Estaba sentado en el balcón, con un libro que había intentado leer sin pasar de las primeras líneas. Cerró las páginas y los ojos. Había pensado mucho en aquel momento. Miró a su lado el mate, con su regusto a lejanas tierras donde habitaba la aventura. Derribando su temor, sus muros, sus horas vacías, la saludó como un viajero que desde la cubierta del barco divisa a su esposa esperándolo en el puerto. Ella respondió el gesto, con la misma sonrisa.           

Tocó el timbre, aún trémulo. Se sentía habitante de un mundo irreal, similar al anterior pero con la diferencia de que cada instante resplandecía. Tras el breve ruido de una llave, se encontró frente a la mirada que había transformado su soledad en un simple recuerdo.
    -Vivo enfrente. Te veo siempre desde mi ventana -dijo tras un silencio que curiosamente no fue incómodo.
    -Te esperaba -fue la respuesta.

Hablaron mucho tiempo, sentados al lado de aquella ventana que parecía siempre abierta. Empezaron con naderías, hasta el punto de condescender al estado del clima, pero un extraño impulso los hizo olvidar los ritos y reservas sociales. Gradualmente, cada uno fue descubriendo la historia del otro. Se contaron sus instantes y sus sueños, como si sus vidas sólo hubieran existido para desembocar en el río de ese diálogo. Cada tanto, un silencio los hacía contemplarse.
    Nunca había conocido una mujer como ella. Al menos no recordaba haberlo hecho, lo que era lo mismo. Cada tanto cerraba los ojos mientras la cálida voz fluía a su alrededor, como los juegos de los efímeros pájaros en el cielo de verano. Aún en el laberinto de estar viviendo algo nuevo, no sentía desasosiego. Como si hubiera encontrado algo que, sin saberlo, había buscado largamente. 
    Casi no se dieron cuenta de que la habitación había quedado a oscuras. Ella encendió la luz y poco después volvió con dos tazas.
    -Es té de flores. De niña pasaba los domingos con mi abuela, que había sido criada en el campo. Sabía mucho de hierbas, de yuyos raros. Me enseñaba recetas que había inventado y que nunca encontré en otro sitio. El té que estás tomando está hecho con pétalos de nardo, de margarita, de violeta y de cedrón, machacados en un mortero con gotas de jugo de uva. Eso sí, hay que cortar las flores en el crepúsculo: si no, pierden el sabor. De haber nacido en la Edad Media, mi abuela hubiera sido bruja.
    -¿Cumpliste ese último detalle?
    -Tengo -o tenía- la costumbre de ir a un prado de las afueras que han perdonado el pavimento y los albañiles. Esperaba al lucero. Sólo entonces tomaba las flores.
    Él fue comprendiendo que las preguntas ¿por qué me observas?, ¿por qué me elegiste?, ¿no te cansa mirarme?, que en un principio había deseado hacer, no eran importantes.

Había aprendido a cocinar al dejar la casa de sus padres, pero nunca trascendió la estricta supervivencia. Recordaba su desconcierto ante el olor a quemado de su primer bife o la leche derramada. Por eso, preparar juntos la cena tenía algo de iniciación en un mundo nuevo y desconocido.
    -Siempre me gustaron las cocinas -dijo ella, mientras picaba un ramo de cilantro-. No sólo porque soy friolenta y, como los gatos, busco los lugares cálidos. El acto de comer es tan básico que le damos poca atención. Comemos para alimentarnos y no para disfrutar o experimentar sensaciones nuevas. Pero desde hace cierto tiempo he aprendido a apreciar cada momento de la vida. A no dejar que los instantes se marchiten. A no recorrerlos en piloto automático. Quizá aprendí demasiado tarde. Probá esto.
    El sabor era raro, como una mezcla de nuez, jengibre y tomate. Cuando supo que efectivamente eran nueces picadas, jengibre y tomates, se sintió muy orgulloso.
   
Parecía una mujer común. Pero cada una de sus palabras y cada uno de sus gestos traslucía un interior sumamente complejo. Quizá la buscada sencillez era intencional, para que la entrada a ese mundo no resultara abrupta a su visitante. Mientras los ruidos del exterior se apagaban a medida que los conductores volvían a sus hogares, descubrieron su compartido amor por la delicada poesía de la dinastía Tang, por los cuartetos de cuerda de Bartok, por las curvas de Praxíteles y por la barroca prosa de Marcel Schwob. Mientras las mariposas nocturnas danzaban frente a la ventana, sus voces relataron el páramo de recorrer instantes huecos sólo para caer en abismos de instantes aún más huecos y las ocasionales ofrendas de la vida (algunas tan simples como el recuerdo de una sonrisa o la visión fugaz de un arco iris entre los edificios) en ocasiones en que todo parecía carecer de sentido. Mientras la luna amarilla y desaforada se hundía en un caldo de nubes, ella relató noches similares de una época en que quizá aún era niña, danzando entre árboles carcomidos por la hiedra y susurros de luciérnagas, entre gigantes de musgo que alguna vez fueron menhires y cipreses que parecían manar oscuridad, entre voces de duendes en la niebla y lejanos aullidos de lobos.

Se despidieron con un beso en la mejilla. Con paso increíblemente no tembloroso, volvió a su departamento. De alguna forma, pensó, se habían amado toda la noche. Porque hacer el amor no es sólo el vértigo de los cuerpos. Es el saludo inicial, las sonrisas, los silencios, el juego de las miradas, la travesía por los sabores de la cena, el sinuoso río del diálogo, lleno con recodos y con afluentes inexplorados. El leve dolor de la momentánea despedida.

El ritual continuó los días siguientes. Los diálogos eran más espaciados, más enjoyados de silencios. Pronto dejaron de compartir sólo palabras y se entregaron a su mutua calidez.

Era una tarde calurosa. Salió al balcón para saludarla. Lo sorprendió no verla en la ventana, con su sonrisa y su vestido color humo. Pensó, con extrañeza, que le costaba recordar sus rasgos. Era como si se hubieran desdibujado, a pesar de haberlos contemplado tantas veces. Con esfuerzo, recuperó la imagen de una mujer joven, con cabello oscuro que no llegaba a los hombros, con rostro pálido y levemente ojeroso, con una sonrisa que ocultaba un dejo de melancolía.
    En el umbral de la noche no pudo tolerar la espera. Tocó varias veces el timbre, sin respuesta. Regresó algo después, con el mismo resultado. Las luces estaban apagadas. Se quedó parado frente a la puerta. Le resultaba insoportable la idea de volver a pasar una noche en soledad, lejos de la persona que, por primera vez, había llenado sus instantes.
    -¿Qué busca? -preguntó una anciana desde la puerta entornada de otro departamento.
    -Busco a la mujer que vive aquí. No está. Le dejaré una nota.
    -Allí no vive nadie. Se ha confundido de número.
    -Ayer estuve aquí.
    -Le repito que se ha confundido. Allí vivía una joven llamada Laura, que murió hace dos años. Ese departamento está cerrado desde entonces. Mire de vuelta la dirección, seguro que busca otro piso.

Recabó información mediante charlas con vecinos y consultas a los periódicos de la biblioteca local. La mujer se llamaba Laura Santoval, tenía 33 años y era profesora de matemáticas. Eran datos que ya poseía por haber dialogado con ella, pero algo en su interior lo impulsaba a constatarlos de manera casi obsesiva. Ansiaba estar equivocado, ansiaba que todo fuera un error y que la mujer que había conocido, a la que sentía más íntima que la sangre en sus venas, no estuviera muerta. Una foto de un diario, de poco más de dos años atrás, acabó con sus dudas y sus esperanzas. Era Laura. La reconoció aunque en la ya amarillenta página los rasgos no eran borrosos.
    La nota también especificaba las circunstancias de la muerte, pero prefirió no recorrer esos párrafos.

Por ello (pensó) aquel fervor cuando hablaba de vivir y disfrutar cada instante. Por ello aquel fervor cuando hablaba de los sabores, de los perfumes, del vértigo de las sensaciones.

Tras varios días, volvió a verla en la ventana de enfrente. Trémulo, con la garganta seca, la saludó como la primera vez. Ella respondió el saludo, con su sonrisa macerada de melancolía y su vestido que quizá no era color humo, sino algo que parecía niebla.
    Poco después, tocaba el timbre de su departamento. Nadie abrió.     

No volvió a perder tiempo visitando la cerrada puerta: era preferible emplearlo en contemplarla. Aparecía cada vez con menos frecuencia. Su silueta era más difusa, sus rasgos más borrosos. Quizá, supuso, se estuviera debilitando. Quizá los fantasmas sólo dispusieran de algunos encuentros con los vivos.
    Laura lo había elegido para compartir esas escasas apariciones. Lo había considerado digno de poblar sus instantes, que se le escurrían como arena entre los dedos. ¿Cómo abandonar a una mujer que había dado por él todo lo que tenía?
    Sonrió a la deshilachada, casi invisible figura. Había comprendido que la única manera de no perderla era compartir su destino. Miró hacia abajo. La calle y los indiferentes transeúntes. Con lentitud exenta de temor (quería saborear incluso ese instante, cosa que había aprendido de ella) se encaramó al marco de la ventana. El asfalto podía ser duro y cruel para los demás; para él, era una puerta.

Carlos
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL INTERCAMBIO


Las montañas de las afueras de la ciudad de Peakville resultan bastante hermosas iluminadas con ese fuego que desciende de las estrella en las noches abiertas. Si te sitúas justo en el puerto cerca de los muelles donde atracan los pesqueros podrás contemplar una vista sobrecogedora de los bosques y su atrayente luz de tonos violetas y rojos.
La gente se pregunta por qué con el imparable avance del hombre y su afán por poblar cada rincón con edificios y casas unifamiliares para todos aquellos que viven el apogeo de la sangrienta victoria en Europa y Japón, las montañas siguen intactas ante la presencia de nuestra especie.
Esa respuesta quizás no la tengan los más jóvenes soldados que vuelven a casa, pero sí sus padres y abuelos que caminaron por estas tierras mucho antes de colocar la primera piedra. Y si no, pregunten, pregunten por qué los montes de Peakville están considerados terroríficamente mágicos, atrayentes, misteriosos, exóticos e inquietantes.

En la solitaria ladera del bosque un sonido constante y molesto de un pico clavándose en la húmeda tierra, choca contra las piedras del suelo. Un hombre joven, de unos treinta y cinco años de edad, bien vestido, con chaqueta y camisa blanca, zapatos de ejecutivo y pantalones oscuros, cava sin cesar en un agujero que le llega por la mitad de la espinilla. Su ritmo es constante, casi sin jadear, y con la vista clavada con nulo pestañeo en su trabajo. Su rictus es serio, inexpresivo.
Sin producir ruido alguno, otro sujeto, de la misma edad que el excavador, se acerca con paso lento a escasos metros de su espalda. Éste viste de sport, con ropa cómoda y una pequeña mochila.
Su aspecto es algo cadavérico, alto y delgado, con brazos largos y piernas flacas, pero con rasgos finos en el rostro y mirada profunda. Resulta extraño caminar por una ruta de senderismo y toparse con un tipo que parece sacado de la mismísima quinta avenida de Nueva York, manchado de tierra y con las manos desolladas.
–Buenas tardes, caballero –saluda el montañero–. Perdone mi intromisión pero... ¿qué está haciendo?
El excavador, sin girarse, y de un soplido casi robótico, escupe una respuesta inexpresiva.
–Cavo.
El caminante sonríe ante la obviedad de la respuesta y vuelve a incidir en el detalle de lo extraño que resulta la situación.
–Claro... verá es que paseo mucho por aquí y nunca había visto a nadie hacer lo que está haciendo.  ¿Necesita ayuda?
–No.
–¿Y por qué cava? ¿Está buscando algo?
–Diamantes.
El comportamiento de ese personaje despierta el interés del excursionista que posa su mochila en el suelo y se acerca disimuladamente hacia el agujero.
–Diamantes... ¿y porqué hay diamantes aquí?
–El papel –responde el excavador señalando a su derecha un pedazo amarillento y con la textura de un papiro tirado en el suelo.
Con reparo, mirando al hombre del agujero para cerciorarse que puede tomar el misterioso papel de su lado, alarga el brazo ante la pasividad de su interlocutor y lo toma con sumo cuidado. El garabato es ilegible y el estado del papiro deplorable.
–¿Cuánto tiempo lleva aquí?
–Tres días.
–¿Tres días? –replica asombrado– Parece que no ha dormido mucho.
–No puedo. No me deja.
Ante la nueva información, el rostro del excursionista cambia radicalmente. Parece que una segunda persona anda tras la curiosa situación. El visitante otea a su alrededor buscando una mujer que se encuentre en ese instante analizando lo que sucede. De repente se siente observado y desnudo, como si dos gigantescos ojos escudriñaran su alma desde lo alto de los eucaliptos y pinos.
–¿Quién no le deja? –pregunta inquieto.
–Ella.
–¿Y ella es?
–Una mujer. Me dice que cave aquí. Está repleto de diamantes. Voy a encontrarlos.
El hombre se acerca un par de pasos hacia el excavador. Trata de mirar por encima del hombro qué hay en el hoyo pero la espalda del extraño le tapa la vista. El suelo, mojado y resbaladizo, no le permite guardar el equilibro de puntillas.
Hastiado por la falta de información, decide cambiar de estrategia y saca un sandwich y una botella de agua de la mochila. Al excursionista le enerva de sobremanera la actitud tan pasiva y mecánica de ese hombre vestido con un elegante traje que pierde su tiempo buscando diamantes en un bosque baldío y sabe que la única forma de asomarse a ese hoyo es entreteniendo al excavador ofreciéndole un descanso.
–¿Conoce la leyenda de las dríades? –pregunta el excursionista mientras le ofrece alimento a su compañero.
–No tengo hambre.
Con una mueca de enfado, le propina un violento mordisco al sandwich. Se percata entonces de un siniestro detalle que hasta el momento había pasado desapercibido para él.  Un sinfín de hoyos tapados a lo largo de la ladera se alinean junto al camino. Algunos recientes por la tierra revuelta, otros con musgo y hierba e incluso raíces de árboles cercanos indicando la antigüedad de los mismos.
–Dios mío. ¿Ha hecho usted todos esos agujeros?
–No. Ya estaban ahí cuando llegué. Este es el mío.
Misterio resuelto. La mente de aquel hombre le resulta impenetrable. El excursionista observa por última vez la innumerable cantidad de agujeros, similares a los que dibujan los morteros en la guerra, y se centra en su comida mientras se recuesta en la hierba mirando al cielo. Un cielo tristemente encapotado con nubes grises y una inminente amenaza de lluvia.
–Pues como le decía, las dríades son seres que viven en los árboles. Poseen la forma de hermosas mujeres y se encargan de dar vida a los bosques. Dicen que guardan los tesoros que hay escondidos y que solo los regalan mediante un intercambio con el aventurero. Bonito, ¿verdad?
–Es solo un cuento.
–Supongo. La verdad, llevo muchos años paseando por aquí y nunca he visto una. Y dígame, ¿espera encontrar muchos diamantes?
En ese instante, el excavador se detiene. No mueve ni un solo músculo a excepción del rostro de asombro y terror que se dibuja en su cara. La tierra que cavaba ha cedido bajo sus pies hundiéndose en un hoyo más grande. Los dos hombres se agachan tímidamente mirando por el agujero, pero la absoluta oscuridad le impide ver más allá de un par de metros.
En el espectral silencio del bosque, solo aderezado con el viento que se aproxima amenazante con volcar toda la lluvia sobre ellos, el frío se cuela por el espinazo de ambos mientras un fino y agudo silbido parece asomar desde el fondo de la tierra.  Al principio imperceptible, pero conforme pasan los segundos trepa por las húmedas paredes de barro provenientes de las entrañas de la ladera.
–¿Oye eso? –pregunta el excavador mostrando una excitación impropia de lo visto hasta ese instante en él– Es el mismo que en mis sueños.
–Será una corriente de aire.
El excavador distingue algo brillante entre la tierra. Mete la mano y la remueve con ahínco. Con una mueca de sorpresa y la boca abierta, saca una piedra preciosa del tamaño de un guisante. Es puro y fino. La poca luz que se filtra por la niebla del bosque atraviesa el diamante en bruto con delicadeza y exotismo.
De repente, un brazo asoma por la tierra. El excavador da un salto aterrorizado. El torso de una criatura comienza a salir por el agujero. Parece vestir ropas deshilachadas, su piel es blanca como la tiza y el cabello de tonos negros y púrpura. Asombrado, reconoce la figura de una bella mujer.
Temblando aún por el susto, ve cómo su acompañante, sin vacilar, le toma la mano a "eso" y la ayuda a salir agarrándola con fuerza y cubriéndola con su cazadora.
–Habéis tardado mucho– interviene con tos seca la mujer.
–Ya estás fuera, querida– le responde el excursionista con gesto tierno.
El bello pero esquelético ser nacido de la tierra observa con una sonrisa desdeñosa la infinidad de hoyos tapados que serpentean junto al camino de la ruta de senderismo.
–Somos muchos– añade con pasión.
–Y aún quedamos más. ¿Ves, amigo? A veces hay que hacer caso a las leyendas.
La extraña mujer se acerca hasta el excavador y le posa la mano en el pelo, acariciándole el rostro con una suavidad mortuoria y una mirada penetrante tan brillante que supera al propio diamante rescatado del fango.
–¿Y tú? ¿Eres el hombre de mis sueños?
Sin vacilar, le golpea con el pico en la cabeza y lo derriba. Los ojos se tornan oscuridad por el desmayo y cae desplomado al suelo.
Tras unos minutos, el excursionista, en compañía de la mujer, vierte la última palada en un agujero de dos metros de profundidad y lo golpean para asentar la tierra.
–Ya está hecho el intercambio.

A la semana siguiente, la policía de Peakville dio por imposible la búsqueda de John Wade, un importante hombre de negocios que había vuelto de Nueva York para asistir al entierro de su madre.
A John Wade siempre se le consideró un triunfador en su ciudad natal. Joven y emprendedor, logró incorporarse al vasto mundo de los negocios y en la capital mundial de las finanzas tras la Segunda Guerra Mundial.  Ahora, y tras haber invertido en el emergente mercado de los diamantes, se disponía a enviar una flota mercante a África para abrir fronteras de explotación mineras.

Mientras, en la solitaria ladera de un bosque vuelve a oírse un sonido constante y molesto de un pico clavándose en la húmeda tierra, que choca contra las piedras del suelo. Un hombre joven, de unos treinta y cinco años de edad, bien vestido, con chaqueta y camisa blanca, zapatos oscuros de ejecutivo y pantalones de diseño, cava sin cesar en un agujero que le llega por la mitad de la espinilla.
Un excursionista , de la misma edad que el excavador, se acerca con paso lento a escasos metros de su espalda. Éste viste de sport, con ropa cómoda y una pequeña mochila. Su aspecto resulta cadavérico, alto y delgado, con brazos largos y piernas flacas.
–Buenas tardes, caballero. Perdone mi intromisión pero... ¿qué está haciendo?

J.A. RAMÍREZ
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Ciega, sorda y muda


Acecha la noche. El día, moribundo, agoniza en el firmamento derramando sus últimos rayos de luz sobre un vasto aparcamiento sito en las afueras de la ciudad. Pocos coches en él. Personas, a primera vista, sólo una; un hombre, mayor, grueso, dirigiéndose, es de suponer, a su vehículo. La noche se despeña cielo abajo oscureciéndolo todo a su paso, cuando el hombre, apenas una mancha borrosa en la distancia, se detiene, se cambia la chaqueta de brazo y desliza su gran manaza dentro del cobrizo maletín que porta. Extrae al cabo una suerte de objeto metálico y, tras dejar pasar unos inquietantes segundos, toda vez que se ha quedado petrificado en mitad de una de las arterias que proporcionan acceso hasta las plazas de aparcamiento, aunque a decir verdad es poco probable que pueda sufrir un atropello a esas horas, conduce sus pasos hasta uno de los escasos vehículos que todavía aguardan a su dueño. Abierta la puerta del coche, voltea la cabeza a un lado y a otro impelida por la entrenada desconfianza que aconseja cada uno de sus movimientos, arroja sus enseres personales al asiento del acompañante, deshabitado, y, afianzado en el lateral interior de la puerta así como en el frío techo, se catapulta y deja caer su orondo y pesado cuerpo en el asiento del conductor dejando escapar un largo gemido de cansancio. «Ya no estoy para estos trotes», se queja el juez. Cuando se dispone a cerrar la puerta del coche, sus artríticas rodillas, pegadas casi al volante, le suplican encarecidamente que eche el asiento para atrás, y así lo hace, complaciéndolas. Es tarde y está cansado, pero así es su absorbente trabajo, siempre acabando a las tantas. Antes de despertar a la poderosa bestia que dormita entre sus manos, un flamante deportivo último modelo, se remueve el juez en el angosto habitáculo con la certeza de un error manifiesto; «me tendría que haber decidido por el todoterreno, ciertamente me pega más, mucho más», piensa, y no se equivoca, pues su robusto talle apenas si cabe en un vehículo que casi parece de juguete. Y eso por no hablar que el otro, el todoterreno iba mucho más acorde con él, más en consonancia con las seis décadas que acumula en los pliegues de sus amplias carnes. En fin, los argumentos de conveniencia y comodidad esgrimidos en su momento fueron rigurosamente desestimados por una arbitraria vanidad que, finalmente, se decantó por el espectacular deportivo.
   Ofrece el inmenso aparcamiento erigido en las afueras de la ciudad, una cuadrangular superficie, la cual, siendo tarde como es, se encuentra prácticamente deshabitada, una visión inhóspita y lúgubre: la noche ya prácticamente se ha cerrado sobre la ciudad. Un aparcamiento que, horas antes y a lo largo del día, se hallaba teñido de luz y color  con un bullicio y un tránsito digno de una capital como la valenciana, se encuentra ahora sumido en la más absoluta negrura.
   Lleva a cabo el vanidoso juez, lentamente, la maniobra de encendido del vehículo, espolea suavemente el acelerador, haciendo relinchar cada uno de los caballos de potencia, localiza con su gran manaza los botones de las ventanillas, tanto la suya como la del copiloto, y los pulsa. Una brisa dulce y agradable se interna en el vehículo por su flanco y surge por el opuesto llevándose consigo los minúsculos puntitos de sudor que perlaban la arrugada frente del juez. Se coloca a continuación el cinturón de seguridad, se mesa la poblada barba que decora su rostro e, inclinándose ligeramente hacia delante, el cinturón de seguridad, celoso, le acompaña en su recorrido, dirige sus veteranos ojos al cielo, quedándose unos segundos absorto observando la solitaria luna. Por su parte el sol, concluida su jornada, ya goza de su merecido descanso más allá del horizonte, su morada. Retira el hombre sus ojos del firmamento y, justo cuando se prepara para abandonar el aparcamiento, dando así por concluida la jornada laboral, al igual que el dorado astro, escucha, de improviso, cómo le exigen con tono amenazador que abandone el vehículo.

—   ¡¿Qué ocurre?! –reclama  el  juez,  alarmado,  girando  la  cabeza  hacia el lugar
de donde, cree él, provienen los gritos.
—   ¡Salga ahora mismo del coche! –le  ordena  con  grandes  aspavientos  y  de  muy
malas formas un individuo, parado junto a la puerta del conductor y claramente extenuado después de, parece ser, venir a la carrera.
—   Eso  no  va a ser posible –contesta,  con  suma  normalidad,  el  juez.
   Extrañado  por  la  respuesta,  el  individuo  se  aproxima  a  la  ventanilla,  introduce
parte de su cuerpo a su través, agarra de la solapa a la persona que allí descansa y, con evidentes signos de enfado, pega su boca al oído del otro al tiempo que brama:
—   ¡Está sordo o qué! ¡Salga le he dicho! ¡Salga o no respondo!
—   ¡Quíteme de inmediato sus manos de encima! –conmina el juez–. Soy juez –
añade–, Decano y Magistrado del Tribunal Superior de Justicia Valenciano, y esto, señor mío, que lo sepa, refiere un claro conato de agresión por su parte que de no desistir puede costarle muy, pero que muy caro.
   El individuo, abrumado  por  la  contundencia  dialéctica  del  juez,  unido  al  hecho
mismo de que tal sea su profesión, afloja el agarre y, dubitativo, retira las zarpas del hombre.
   El juez, aparentemente tranquilo, firme y para nada asustado, trae a memoria uno de los casos que, precisamente, han tenido lugar en el día de hoy en sus juzgados, a saber: un intento de sustracción de vehículo. Qué casualidad. Ducho en tales lides sabe perfectamente, por tanto, cómo actuar en situaciones como esta. Su dilatada carrera de alguna forma le ha instruido a la hora de tener que enfrentarse a determinadas situaciones que entrañen cierto peligro sin dejarse vencer por los nervios. Zorro viejo parece manejar sin problema la compleja situación que tiene entre manos.

—   Pero... –comienza el individuo, antes de ser detenido por el juez, que permanece
en el interior del coche sin sugerir la más mínima intención de abdicar ante aquel maleducado sujeto. Faltaría más.
—   Pero... nada. Sólo hago uso de  mis  plenos  derechos  legítimos,  ¿entiende?,
pues sepa que los está violando abiertamente al irrumpir de semejante forma, gritando como un lunático y arrojándose sobre mi persona con intenciones nada civilizadas. Si vuelve a ponerme una mano encima no me temblará el pulso a la hora de llamar a la policía, puede usted estar seguro. He incluso me faculta la ley para devolverle la agresión, y no por mi condición de juez, no se llame a engaño, sino por mi condición de ciudadano acometido por un salvaje. ¿Ha oído usted hablar de algo llamado legítima defensa? Usted no puede en modo alguno agredirme, pero qué se ha creído, únicamente posee potestad para, de un modo amable, desprovisto del más mínimo tono hostil, solicitarme que descienda del vehículo y le haga entrega de él, nada más. ¿Ha entendido usted lo que le acabo de decir? –inquiere el juez, enarbolando leyes y principios constitucionales con acostumbrado tono de superioridad.
   El individuo se ha quedado de piedra. Su rostro refleja tal brillo de perplejidad que en lugar de proseguir con su abordaje, o bien desistir en su empeño y poner pies en polvorosa, permanece quieto y callado. Completamente atónito, no es capaz de pronunciar palabra alguna: desde luego no se esperaba semejante proceder por parte de aquel extraño hombre; con aquella voz, tan grave y seria, cargada de tal cuota de autoridad.
—   Bien pues –culmina el juez, sin titubear lo más mínimo; pues emplea la palabra,
su herramienta, como un carpintero el martillo–, si no requiere de mí otra cosa...
   Dicho  esto,  se  aleja  con  el  deportivo  bajo  la  estupefacta  mirada  del individuo,
que, tras aletear el aire para espantar la nube de humo que se ha formado delante de él, observa, con el rabillo del ojo, cómo se acerca una mujer de mediana edad y se detiene en el todoterreno aparcado a pocas plazas del hueco antes ocupado por el deportivo.
—   ¿Le ocurre algo? –pregunta  la  mujer, tras apreciar el rictus descompuesto del
hombre.
—   Eeeh...
—   ¿Digo que si le ocurre algo? –pregunta de nuevo la mujer, con sincero interés.
—   Eeeh,  sí –responde  el  hombre,  medio  en  shock,  al  cabo  de  unos  segundos,
negando con la cabeza y procurando en la medida de lo posible centrarse y digerir lo ocurrido.
Entonces,  girándose  hacia  la  mujer,  la  cual  espera  algún  tipo  de respuesta por
parte de aquel hombre que parece como si hubiera visto un fantasma o algo parecido, traga saliva y le contesta:
—   Ocurre que me acaban de robar el coche ahora mismo, delante de mis narices.

Fire
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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A  LA  LUZ  DE  UN FAROL


1
   Con la cabeza agachada y la angustia en el cuerpo, sale Rafael de la entrevista con su editor, se ha negado a publicar la novela escrita por él. Se la tenía que haber entregado hace seis meses. Reconoce que no tiene la calidad suficiente para ser editada con posibilidades de éxito. Le ha dado un ultimátum, si en un plazo de dos meses no le lleva una nueva novela como las anteriores, deberá devolverle el anticipo que le dio.
Al acabar la carrera de Filosofía y Letras, con unas notas excelentes, consiguió que le admitieran en un periódico como colaborador semanal. Poco después terminó una novela de ficción que fue publicada con gran éxito. Esto le auguraba una brillante carrera como escritor, que le permitiría dar a su madre, todo lo que le había faltado después de la muerte de su padre. El accidente laboral que se lo llevó, ocurrió cuando Rafael tenía cinco años, dejándoles en la mayor de las miserias. Siguieron años de esfuerzos continuos por parte de su madre, para que él estudiara en la Universidad.
El destino es cruel con los menos favorecidos. Cuando podía darle una vejez tranquila y feliz, su vida se agotó como una lamparilla. A partir de su muerte Rafael ya no es el mismo, la depresión no le permite escribir con claridad; esto le ha supuesto perder su trabajo en el periódico, y como ya hemos visto un ultimátum  por parte del editor. Ahora  no es capaz de centrarse en la escritura, que es la pasión de su vida. El destino a veces nos da salidas.
Una mañana como tantas otras, Rafael está sentado en un banco del parque próximo a su domicilio; absorto en la lectura del libro que tiene en sus manos, siente sin ver a  otro joven que se sienta a su lado. No hace caso de su presencia pero oye su pregunta —¿Tienes un cigarrillo? Se vuelve hacia él y  le ofrece tabaco y mechero. Después de encenderlo, el intruso le sigue hablando con voz quebrada; en principio no le hace caso, pero le oye decir la palabra "depresión"; al oírla presta atención al desconocido, observa su aspecto descuidado pero no sucio, en el que destaca su barba rubia; su nombre es Diego Martínez. Éste le cuenta que está solo, como tantos otros a los que la vida ha golpeado negándoles todo, sin un presente, ni un futuro. Le dice que está dispuesto a irse de la ciudad, que le agobia y le deprime.
Los encuentros en el parque entre los ya amigos, se repiten con asiduidad. Hablan de sus trabajos perdidos y como llegaron a la situación actual. Un desengaño amoroso llevó a Diego a caer en las garras del alcoholismo, por él perdió su trabajo de informático. Rafael le cuenta que la perdida de su madre, ha sido el detonante de su depresión. En sus encuentros terminan siempre hablando de la posibilidad de abandonar la gran ciudad, que les agobia y deprime, es una decisión difícil de tomar, por eso la van posponiendo. El casero del piso de alquiler donde vive Rafael, le ha dado una semana para que le pague los alquileres de los cuatro meses que le debe.

2
Huyendo de la gran ciudad, Rafael y Diego han decidido ir a un pueblo abandonado de la provincia de Guadalajara, donde unos cuantos jóvenes como ellos están dedicados a restaurar sus viejas casas, y trabajar los campos y las huertas abandonadas. De esta forma  subsisten, están en contacto con la naturaleza y entre amigos de verdad; tienen la vida que les gusta.
El autobús les deja al lado de un camino de tierra, por él se dirigen hacia el pueblo abandonado.
— ¿Crees que subsistiremos con el poco dinero que tenemos en los bolsillos? —pregunta Rafael a su amigo.
—No te preocupes allí no vale el dinero; todo está valorado en horas de trabajo.
—En mi vida he trabajado con las manos —insiste el muchacho.
—Allí cada uno trabaja en lo que sabe o puede. Al principio te costará, pero pronto tendrás callos en las manos —con estas palabras Diego trata de tranquilizarlo.
Al llegar son bien recibidos por los ocupantes del pueblo, todas las manos son pocas para conseguir rehabilitar el pueblo y las huertas. En pocos días les consideran con los mismos derechos y deberes que los demás. El trabajo que le han encargado a Rafael, es sacar agua del pozo y llenar el deposito que tienen en lo más alto del pueblo, para el consumo de todos. Llega por las noches tan cansado a la habitación que le han asignado, que sólo es capaz de comer algo de fruta y quedarse dormido en el catre, sin poder escribir una sola línea, aunque su deseo es empezar una novela que pueda presentar a su editor, el cansancio le puede.
Al cabo de un mes, a la luz de un farol, Rafael vuelve a intentar escribir, tan solo consigue plasmar en el folio unas pocas líneas que no le satisfacen, lo arruga y lo tira con rabia al suelo. No encuentra el tema que le permita iniciar su novela. Se levanta de la silla y comienza a dar paseos alrededor de la habitación, esperando que las ideas acudan a su cabeza. Termina por acostarse en el catre quedando dormido rodeado de folios arrugados.
A la mañana siguiente, al salir de la casa le recibe un día radiante, ha decidido disfrutar de la vida que lleva en estos momentos, rodeado de naturaleza y amigos. Seguro que la depresión desaparecerá poco a poco, y será capaz de escribir a la luz del farol la novela que desea, permitiéndole consolidar su pasión por la escritura. El recuerdo de su madre será algo dulce que le durará toda su vida.

MIGUEL ALBALATE
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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DE UNA CANCIÓN CON ESTRIBILLO


...cañón y muerte. Terror. Terroríficas son las diapositivas que un cañón vaporoso arroja contra el típico panel blanco de proyecciones. El empalamiento de la señora alcaldesa. Después de conflagrar el espetón vemos en sucesión de imágenes como la pobre (aunque se le puede llamar de otra forma) la pobre, la pobre alcaldesa es atravesada de orificio a orificio; su boca queda convertida en maceta, de donde nace una flor de intestinos púrpura. El alcalde (marido de la alcaldesa). "¡Qué poderoso el sol, cómo pega!", y en ese justo momento, mientras sus ojos se derriten en lágrimas ante el rey incandescente, una maza cruel y bendita cae sorda sobre su cabeza... rayos de barriga, suave movimiento hacia abajo, sudorosas ya las corvas, sólo por la punta tocan las botas la tierra, grajos impasibles, segundo asalto, segundo mazazo, fin del combate... Ahora las salamandras se acercan a su festín, decenas de moscas juegan pícaras con los pegajosos sesos del alcalde, con el sustrato de la tierra, terrible, terrible, las salamandras serán cada vez más inteligentes. Diapositiva tras diapositiva, todos los vecinos caen bajo la mano del verdugo, pero no hay dolor, en paro está el sufrimiento, nadie se queja, el verdugo actúa a gusto de los reos. TRAIDORES.
       Esmirriado y con la cabeza sobre la mesa redonda, su camisa es atacada por una hiriente tinta azul de recambio. Se trata de un hombre dormido, sobre él pesa una responsabilidad: salvar al pequeño pueblo en el que vive de las garras de un leviatán llamado intereses económicos, apodado: señor alcalde. ¡Cuidado! ¡No nos acerquemos tanto! El hombre ha abierto los ojos... se limpia su macerada mejilla... mira la superficie de la mesa y comienza a jugar al tocado y hundido con su derecho dedo índice. Y piensa: "¡malditos bichos! ¿De dónde narices saldrán?...el verano. ¡Joder, hasta plagas me mandan!" En la carta, unas palabras que han herido hondamente a su orgullo, y en las que tiene débiles esperanzas:
       Estimadísimo don señor e ilustre alcalde – aparte y con odio: bastardo repelente-, a día de hoy clamo en favor de este pobre pueblo, para que su firme mano ponga fin a las obras previstas que de seguro encontrarán lugar mejor para construir. Somos pocas las familias que tenemos aquí nuestra humilde casa y estamos contentos por ello; aunque las amenazas hayan hecho de todos los vecinos un mar de dudas y luego presa fácil, todos devolverían su nuevo piso en la ciudad por regresar al campo que los vio crecer. Pero yo creo en su moralidad, confío en que no anteponga las fruiciones de su bolsillo, con perdón, al bienestar de las pocas mencionadas gentes que habitamos aquí. Afirmo que su corazón tan grande no podría dejar de recordarle que ha dado la infelicidad a unos pocos (con derecho a ser felices en su pedazo de tierra) para dar el capricho de un centro comercial a otros muchos foráneos sin derechos ni deberes aquí ¿Cuáles son sus prioridades, Ilustrísimo señor? "¡Qué birria de carta! Toda la noche para esto. Me voy a la cama, mañana lo intentaré de nuevo", y sigue aplastando bichos con el dedo, lo que no sabe es que en breves volverá a babear sobre la mesa redonda...
      ¡Sssss!, algo se escucha. Una figura negra respira por encima de las hojas de una planta de interior. La mano de la figura queda extendida, intentado alcanzar el pomo de la puerta que comunica el ayuntamiento con la cocina, baños, salón, habitación de invitados y dormitorio de la alcaldía, donde alcalde y señora han retozado alegremente no hace mucho. Con suelas gruesas, nuestra figura cruza la frontera entre edificio municipal y dependencias privadas, anda rápido y con cuidado. El hombre de la negra figura entra en el salón y se detiene frente a un bonito cortinaje, y se dice: "esto me sirve de envoltorio para el caramelo, y de un tirón... allá que va", hala, y con bastidor y todo que los arranca el tío. "Ruido, creo que he hecho demasiado ruido". Y sí, efectivamente, ha hecho demasiado ruido, porque ya comienza a escuchar algunos movimientos inquietos (cosa de poco) que vienen de arriba, de la habitación a la que se accede por la escalera de madera que hay junto a la cocina, frente al salón. "Tendré que actuar antes de lo previsto", y deja las cortinas en el suelo...silencio, silencio y calma ya. La luna sigue conjurando a favor y en contra, dejando traslucir bajo un picardía blanco los senos flácidos de la alcaldesa consorte. El filo de una navaja se posa firme sobre el rostro de la señora alcaldesa, la mujer hace amago de cambiar de postura: de boca arriba a de lado o a boca abajo... pero la mano enguantada de la figura negra agarra ambas mejillas impidiendo a la mujer su feliz cambio de postura, abriendo ésta los ojos de tal forma que la llamaran a jurar bandera. Pero antes de cualquier grito ensayado, la navaja se desliza segura y tajante sobre el cuello de la gran señora de pechos flácidos. A continuación, y ahora mismo, se escucha un ronquido nervioso que proviene de ahí, del tajo en la garganta. Tal es el sonido gutural "abierto", que el hombre, de la mano enguantada de la negra figura y de la navaja firme, debe llevarse su mano libre a la boca, pues siente nauseas y unas ganas irremediables de vomitar la cena sobre el camisón de la señora moribunda. Los últimos estertores abaten a la pobre mujer desgaznatada, y su marido dado de vuelta a ella:
- Calla mujer, ya me lo dirás mañana, ¿no ves que es tarde?
Y fuera mujer, y senos y picardía... sólo un cuerpo rígido chorrea por los cuatro costados sangre sobre las sabanas bordadas. La navaja se acerca ahora, igualmente segura de sí, hacia el omoplato del señor alcalde... algo debajo del pantalón de rayas de la eminencia medio durmiente grita y afirma tener personalidad: la erección sólo se hace evidente bajo los invitados rayos de luna.
- Pero mujer ¿qué haces?
La punta de la navaja se posa sobre el cuello del pedáneo y este gimotea como un gato castrado.
- Tú lo has querido vampira... que eres una vampira, ¿no tienes hartura, no?
- No
Zás, navajazo. Y al fin el hombre de la negra y alegre (y no triste) figura se pronuncia:
- Te la trincho y te la enseño.
El hombre de negro enarbola el miembro del alcalde, dejando a la luna acariciarlo. El alcalde, casi desmayado, sucumbe a la vida con el non grato recuerdo de haber perdido su cruzada sin ser hombre hasta el final. Uno de los últimos pinchazos directo al bazo, y el definitivo: homenaje a su señora esposa, tajo en la garganta. Aún unos segundos más ha de vivir el alcalde, muy pocos, uno o dos segundos... ya, se terminó...
       Muy de mañana y contento se ha levantado el asesino, sin el peso de ningún cadáver, pues no lo hay. Qué amargo resulta el sabor de la venganza cuando se la cree albarán de justicia; sin embargo, la "seudovenganza" es perentoria y oportuna, el engrasador de esa maquinaria llamada sociedad, lo que está de moda en psicoterapia, tan des-estresante como un uppercut, y, bueno, mucho más barato que pagarle el dentista a tu adversario. En resumen: le ha dado a su carta los últimos retoques, correcciones ortográficas y una firma nerviosa abajo a la izquierda. Ya se dispone camino del buzón de la plaza. El cielo, azul intenso de tormenta, le da los buenos días. "Ranura anoréxica, aquí tienes, come, te lo pido, come y digiere rápido". De vuelta a casa... ¡No puede ser!, se mira el centro de la barriga, una mancha, digamos roja, le advierte de que uno de sus poros o folículo ha sido abierto a la fuerza. Mira al frente, las bolas de demolición se preparan para la primera estocada. Groggy Se vuelve a mirar el centro de su barriga, la mancha ha desaparecido, casi la prefería. Ahora, tiene que aceptar que  su buena intención ha vencido a una casa "legalmente abandonada" y, por lo tanto, derruible. Knock out.

FRANZ K
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

La realidad


Martes, 11 de Octubre. 8 de la mañana. Otro día cargado de incógnitas se abre delante de mis narices. ¿Seré capaz de hacerlo? Quizás no, quizás vuelva de nuevo a casa, sombrío, huraño, consciente de mi eterna cobardía.
Dejo correr el agua fría sobre el lavabo. No la toco, no quiero mojarme, no quiero despertar a mi fétida realidad, a esa realidad que me devuelve el espejo y que refleja lo que no soy, un simple, sencillo y triste ser humano.
Como cada mañana, vuelvo a sentir esas increíbles ganas de vomitar. Siento la bilis llegar a mi garganta, empujando por salir, y su sabor ocre y gastado me inunda por completo. Mi cuerpo se rebela. ¿Qué pasó ayer? Apenas recuerdo gran cosa, gente caminando hacia ningún sitio, risas vacías, gestos deformes, copas, whisky, alcohol...
Mi ropa huele a desecho, no recuerdo cuándo fue la última vez que me puse una camisa limpia, aunque, a decir verdad, tampoco recuerdo lo que hice ayer... Creo que ya va siendo hora de que tome una decisión.
Miro mis manos y veo que empiezan a temblar. Este temblor..., ¿seré capaz de hacerlo? Mi mente duda, mis manos tiemblan y, sin embargo, sé que tengo que hacerlo, lo sé....
Lo supe desde hace meses, desde el mismo momento en que me despidieron, cuando aquel cerdo y piojoso me llamó a su despacho y, entre sarcasmos, me dio la esperada noticia. "Le echaremos de menos..." Maldito cabrón..., 20 años en la empresa, 20 largos años sufriendo, tragándome mi dignidad y mi orgullo, guardándome las ganas de gritar, de sacudir tu feo rostro... "Le echaremos de menos"..., no te preocupes, pronto acabará todo...
Salgo a la calle y todo me da vueltas. "Hoy es el día", lo sé. Siento que mis piernas se ponen en movimiento, autómatas, independientes, sabiendo qué rumbo tomar. Todo mi organismo funciona de forma autónoma, no depende de mí, no quiere que participe, la decisión está tomada...
La gente sigue su camino sin prestarme apenas atención, no soy nadie, sólo un ser invisible dentro de este laberinto. Mis manos siguen temblando, las encierro en los bolsillos, siento algo afilado en su interior, y mis labios resecos fuerzan una extraña mueca.



11.30 h. El primer whisky sirvió para calmar el temblor de mis manos, y ahora, después de otros 2 más, me siento tranquilo, muy tranquilo. Pensaba que el alcohol me infundiría el valor que me pudiera faltar cuando llegara el momento..., pero me siento bien, extrañamente bien, como si alguien dirigiera mis movimientos desde la distancia.
Quizás sólo sea un títere en todo este espectáculo, quizás alguien esté moviendo las cuerdas de mi vida. Desde luego, si fuese así, me gustaría conocer a ese alguien y decirle unas cuantas cositas... Es posible que incluso me cayese bien; sólo alguien con un fino sentido del humor y con una visión irónica de la vida podría estar dirigiendo mi destino.
¿Dios? Uff, más bien Lucifer, o al menos no ese Dios que me enseñaron en la escuela, ¿verdad, Sor Teresa? Un Dios justo, bondadoso, compasivo..., pues conmigo se ha lucido... O está probando nuevos martirios o es todo un cachondo... Mmmm, creo que el whisky está haciendo efecto...
Todavía tengo tiempo. Hasta dentro de media hora ese cabrón no vendrá a tomarse su café de media mañana, pero esta vez puede que le resulte un poco amargo... No, dejaré que se lo acabe, dejaré que lo saboree, que sea el último placer que tenga en este mundo, que se lleve su café al infierno y lo disfrute durante toda la eternidad.
Mi vida se ha ido a la *****, ya nada tiene sentido, lo sé, y no me importa. Tengo 47 años, un divorcio a mis espaldas, dos hijos a los que casi ni veo y a los que nada puedo ofrecer. Manos vacías, no hay futuro, no hay salida..., ¿para qué quiero vivir este maldito presente?
Y ese cabrón riéndose a mis espaldas. Jugando con mi vida a la ruleta rusa, echándome a la calle sin importarle una ***** lo que me pase... Pero pronto todo acabará, se hará justicia, al menos MI justicia...


Estoy sentado en una esquina del bar, de espaldas a la puerta. No le he visto entrar, pero siento su presencia. Mis manos han vuelto a temblar, parece que presienten lo que va a ocurrir, están nerviosas, activas..., los dedos repasan el borde afilado de la navaja...
-   Buenos días, D. José. ¿Lo de siempre?
-   Sí, Manolo, pero ponme la leche calentita, que hace un frío de muerte.
Su voz..., penetra en mis oídos, revuelve mi estómago..., de nuevo esas ganas de vomitar... Apuro de un trago el enésimo vaso de whisky y siento como su calor invade mis entrañas, mis manos se relajan, de repente el tiempo parece detenerse y vuelvo a ser el espectador privilegiado de una vida ajena.
Mis pies se ponen en movimiento, lentamente, sin prisas. Me aproximo a la barra del bar y me coloco a su lado, espalda contra espalda. No me ve, no le veo, pero cada poro de mi piel siente su viscosidad, su repugnante presencia.
Ha llegado el momento. Me giro y veo su espalda frente a mí. ¡Dios, qué asco...! Siento la bilis llegar hasta mis labios y hago un esfuerzo sobrehumano para no vomitar. Mi mano derecha sujeta con firmeza la navaja en el interior del bolsillo, mi mano izquierda se eleva hasta alcanzar su hombro. Tocarle..., será la primera vez que tenga un contacto físico con esta bazofia, pero no será la última...
¿Podré hacerlo? ¿Tendré el valor suficiente...? ¡Dios! ¡Por qué dudo ahora...! Es fácil, sólo un pequeño movimiento, saca la navaja y clávasela en su podrido corazón... Lo has pensado durante tanto tiempo, has vivido este mismo momento en tu cabeza tantas veces... que ahora no puedes permitirte vacilar.
Pero me siento petrificado, de pie, frente a su espalda, la mano derecha en el bolsillo, la izquierda sobre la barra del bar. Noto los latidos de mi corazón bombeando una sangre que parece haberme abandonado. Un líquido viscoso se extiende por el bolsillo de mi abrigo... Es mi sangre, mi mano ensangrentada sigue apretando el filo de la navaja...
Consigo darme la vuelta, de nuevo espalda contra espalda. No siento el dolor de la mano, no siento nada..., sólo un inmenso vacío, una tristeza infinita que me ahoga y que invade mis entrañas. De nuevo las ganas de vomitar..., siento que todo mi cuerpo se estremece con unas arcadas que provienen de lo más profundo de mi interior...
Y vomito, y expulso todas las miserias que me invaden, y el suelo del bar se llena de mi dolor, de mi cobardía, de mi llanto... Siento cómo el dueño del bar me empuja hacia la salida, oigo voces a lo lejos, risas, miradas..., mientras me llevan en volandas hacia la calle. Y me dejo llevar, y dejo que se rían de mí, y siento cómo las lágrimas se mezclan con mi saliva, y rompo a llorar...
Vuelvo a casa, sucio, desgastado, hundido... Me siento en el viejo sofá, y la navaja cae a mis pies. La recojo, aún conserva los rastros de mi sangre seca sobre su hoja, la acaricio... Mañana será otro día. ¿Tendré el valor suficiente...?

Dorian Gray
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

La mañana siguiente


Tenía la costumbre heredada de acompañar el desayuno con el diario de la mañana. La imagen de su padre velada por el vapor del hirviente café solo – el primero de incontables a lo largo del día – con que saludaba cada despertar era indisociable a la del periódico que, solícito y resignado, aguardaba el veredicto firme de su limpia mirada. Recordó el detalle inverso de que su padre comenzaba a leerlo por el final. Dio un sorbo al café recién pedido: un brebaje infecto, frío y con leche entera; acorde al lugar en el que se encontraba – la cafetería del Tanatorio local -, se diría que la función única de aquel bebedizo era multiplicar la amargura de quien lo ingiriese. Miró la portada del diario. Las fieles mayúsculas de la cabecera vigilaban desde su inviolable pedestal el titular con los caracteres más descomunales que Rodrigo creía haber visto nunca. Un par de siete cinco sietes habían sido impactados contra las Torres Gemelas de Manhattan, de las que ya sólo quedaba el recuerdo, y otro más contra el Pentágono. Se mencionaba a un tal Osama Bin Laden como el más probable orquestador de la masacre, un nombre que a Rodrigo no le decía nada. Según el periódico las víctimas se contarían por cientos, quizá por miles; en página tres George Bush aseguraba que el crimen no iba a quedar impune. El rostro del presidente Bush siempre despertaba su atención. No es que tuviera alguna peculiaridad destacable ni que fuera singularmente expresivo, al contrario, ese rostro le atraía por su absoluta indefinición, por la total falta de matices que emanaba; daba igual lo que dijera, en sus comparecencias parecía haber un divorcio de galaxias entre sus palabras y su cara; aunque pretendiera recalcar con mímica ensayada la importancia de la oración en la escuela primaria o el fundamento histórico-constitucional de la pena de muerte, incluso aunque verdaderamente creyera en lo que decía, la cara de Bush permanecía en cierta forma ajena a su propio discurso, parecía estar sin estar. Era el semblante del perfecto jugador de póker, una cara que sin duda hubiera fascinado a Andy Warhol, y acaso a base de repeticiones litográficas el artista albino hubiera desentrañado su misterio: a Rodrigo no le costaba imaginarse a Bush mil veces retratado en uno de esos mastodónticos cuadros de Warhol, como antes Stalin o Marilyn. Pasó la página. La cinco detallaba puntualmente el diario del horror. Ocho cuarenta y cinco, primer atentado; nueve cero tres, segundo atentado; nueve treinta, ataque terrorista. En su avance mecánico y asombrado le asaltaron imágenes cuyo delirante absurdo negaba cualquier asomo de fantasía: ni en la más paranoica producción de Hollywood hubieran tenido cabida. Ciertos adjetivos esdrújulos se repetían obstinados como un mantra que no explicaba nada: "salida dramática", "densidad apocalíptica", "esfuerzo ímprobo". Por fin halló a Bin Laden, página quince. Al parecer se trataba de un millonario saudí que pretendía purificar el islam suní de las perniciosas influencias occidentales, vivía oculto como un topo en algún lugar de Afganistán y se le consideraba el "inspirador" de un ataque anterior contra las Torres Gemelas en el que habían muerto cinco personas; la catalogación que de él hacía el F.B.I. no cobijaba margen a la duda: "el enemigo número uno de Estados Unidos". Ya estarían escribiendo su biografía por encargo. Una fotografía – se suponía reciente – de Bin Laden aportaba el aderezo visual indispensable al artículo. Se mostraba sentado en la posición de loto como el gurú iluminado que seguro se creía, la mano derecha asiendo con delicadeza la muñeca izquierda; en su vestimenta sobresalían tres elementos: un reloj digital, una guerrera de camuflaje y un turbante impoluto. Rodrigo reparó primero en el reloj digital: en apariencia vulgar, sin la rotunda correa ni el surtido de ornamentos que uno supondría en el reloj de un millonario; le recordó un Casio de los de toda la vida, como el que su padre le trajera de Andorra al cumplir los doce años. Pero qué abismos de omnipotencia escondería el a primera vista inocente cronómetro; acaso pulsando el minúsculo botón derecho podía Bin Laden rectificar el rumbo de los satélites espía de su dispositivo de telecomunicaciones (que el artículo valoraba en quinientos cincuenta y cinco mil millones de pesetas), o alertar a los otros relojes de su séquito más cercano para que fueran a verle, rápido, había algo urgente que tratar. Cualquiera sabía. A lo mejor sólo daba la hora. La guerrera de camuflaje tampoco subrayaba nada especial; si a un niño se le pidiera que imaginase una cazadora de guerra, imaginaría una como la de la foto. Aunque la guerrera sí sugería algo más. Sugería la presencia de alguien cercano, alguien en todo punto identificado con la idea de comunidad, un igual entre iguales, alguien que, pese a sus incontables millones o a su rango inaccesible, sólo era un soldado más dispuesto a sacrificarse. Por otro lado, la belicosa chaqueta formaba un delirante tándem con el turbante devoto. Ambos elementos sintetizaban a la perfección la temperatura esquizoide del personaje, el perfil práctico y el espiritual; quizá fuese el resumen más gráfico de cómo Bin Laden entendía la misión de su vida: al cielo por las armas, al turbante por la guerrera. Pero fue sin duda el rostro lo que imantó la mirada de Rodrigo: un rostro a primera vista apacible, que emanaba cierta serenidad sedosa, contemplativa; aunque si uno se fijaba dos o tres minutos más, progresivamente percibía que tal serenidad era sólo papel de regalo. Si se trazaba una línea imaginaria que seccionase la cara de Bin Laden en dos fracciones simétricas, la fracción izquierda según se miraba sí encajaba en esa apreciación primera: se diría amable, bonachona casi; pero después (y Rodrigo tapó con su mano izquierda esta fracción bondadosa de la cara de Bin Laden), al reparar en la fracción derecha, cierto detalle, la conjunción de las comisuras cansadas de labios y párpados, descubrían una aureola siniestra que desmentía por completo el impaciente vistazo inicial. Quizá fuera también un rostro warholiano, un objeto que admirar en una exposición pop-art. Dio un sorbo a su café. Siguió pasando páginas hasta toparse con la reseña/oráculo. Resultaba que el, por llamarlo de alguna manera, novelista Tom Clancy, ya había anticipado el ataque en uno de sus alucinados mamotretos, Órdenes ejecutivas, un título que, intuyó Rodrigo, confirmaría plenamente su teoría de las dos palabras. Según venía observando, existía una tendencia creciente a titular con frases de dos palabras – nombre seguido de adjetivo – las más infames producciones cinematográficas y literarias, sobre todo si dicha película o novela "rebosaba acción" (¿y qué demonios quería decir esto?) o si las catástrofes – naturales o provocadas – eran su único e incansable leit motiv; ejemplos había miles, y alguna vez él mismo se había abandonado al placer absurdo de imaginar títulos que cumplieran ese requisito mínimo de colocar un adjetivo detrás de un nombre sin artículo previo: Sentencia capital, Efectos colaterales, títulos suyos que en nada desmerecían a estrenos de multitudes como Horizonte final o Alerta máxima. El de Tom Clancy, Órdenes ejecutivas, había que reconocer era perfecto: vacío y contundente. La próxima semana lo reeditarían, y seguro iba a venderse como uvas en año nuevo. Continuó su avance. El precio del barril brent se había disparado de tres con cincuenta y cinco dólares hasta los treinta y uno. Las grandes petroleras, así, habían cerrado con una media del cuatro por ciento de ganancias. En la sección ESPAÑA, el hastiado ruedo político. Empezaba a notarse destemplado. Se levantó a por otro café, esta vez caliente a ser posible. Mejor. Sabía igual de mal, pero por lo menos sus pies no se congelarían. Saltó media docena de páginas. SOCIEDAD. R.T.V.E. iba a incrementar su deuda al año siguiente hasta la muy redonda cantidad de novecientos mil millones. Sin forzar. Tanta cifra le estaba mareando. ¿Qué traería CULTURA? Decidió no averiguarlo, no deseaba detenerse en las páginas centrales. DEPORTES. Fútbol, fútbol, fútbol. Y en la sesenta, un rumor ingenuo hecho noticia suspirada: Michael Jordan regresaba a las canchas, con treinta y ocho años y para sudar en Washington en vez de en Chicago. Rodrigo pensó que sólo los más grandes se habían marchado en la cima, que acaso la vuelta no fuera más que un error de capricho bienintencionado. Nunca consultaba las páginas de ECONOMÍA, tan abstractas y fiables como el horóscopo, tampoco iba a poder ver nada en la televisión. Además ya era hora de volver a la capilla ardiente, hacerse presente un rato más entre los queridos y hoy tan distintos familiares y amigos. Vio que su hermano le miraba desde la entrada de la cafetería. Se acercó arrastrando los pies e hizo una pausa de arranque antes de preguntarle qué tal había quedado la esquela. No me he atrevido a mirarla, fue lo que contestó Rodrigo. 

Eduardo
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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La noche y la ciudad


Carlos abre un ojo y apenas consigue ver nada. En su boca sigue ese repugnante sabor metálico de las pastillas para dormir. Trata de comprobar qué hora es pero no puede. No hay luz.
Por la ventana entra un tenue halo plateado que le ayuda a encontrar su reloj de pulsera. Se sienta sobre la cama embriagado por el mareo y la deshidratación. Es casi medianoche. Carlos intenta recordar las horas que lleva dormido. Sólo sabe que también era de noche cuando se acostó.
Se separa de las pegajosas sábanas y se acerca a la ventana. Es una noche calurosa. La calle está desierta. Otea el horizonte y solo encuentra edificios apagados y coches abandonados.
Se pone sus pantalones cortos habituales con su camiseta gris de casi siempre. Abre la nevera y apenas encuentra frío. Echa un trago al brick de leche y comprueba que aún no se ha cortado.
Enciende un cigarrillo y con la primera calada sale de su apartamento. Baja las escaleras casi a oscuras. Sólo algunos extraños reflejos hacen brillar los peldaños hasta el portal.
La calle está desierta. Carlos mira a todas partes pero no encuentra nada que se mueva. Al fondo de la calle hay un coche con el capó abierto humeando. Da la última calada al cigarro y se frota la cabeza con brusquedad.
Avanza por en medio de la calle buscando la avenida principal. A su paso sólo ve montones de basura desparramados por el suelo y escaparates forzados por disturbios. Ni un alma humana.
El coche humeante está cruzado al lado de la avenida. De un lado está amoratado de balazos y por el otro mohíno por el fuego. Los asientos están arrancados de su sitio y el volante descuartizado. Debió ser una especie de trinchera.
Al entrar en la gran avenida Carlos siente un escalofrío sobrecogedor. Los semáforos están todos partidos salvo uno del que cuelgan cuerdas con forma de horca. Mira hacia el cielo y reverencia a la luna llena como si fuera el único calor que quedara.
Desde lo lejos un eco apagado sacude las calles. Viene de lo que él recuerda era el sur de la ciudad. La piel de Carlos se hiela. Respira profundamente y trata de quitarse ese maldito zumbido de la cabeza.
La avenida parece un campo de batalla. Hay restos de todo por el suelo, salvo de vida humana. Tampoco hay ni rastro de algún animal o planta. Todo lo vivo está muerto. Ya no le queda nada.
Carlos no es capaz de contemplar el final de la avenida. El tenue haz lunar apenas le permite ver unas cuantas manzanas. La calle es como un gran agujero negro que le inunda por todas partes.
Carlos se siente al pie del abismo. La oscuridad es tan abstracta que se ve abocado por el vértigo. No sabe a dónde ir. No ve camino hacia ningún lado. Su único camino parece ir hacia arriba.
Luna. Luna bendita. Gloria a ti por ser lo único que queda. Luna fiel y eterna. Salvaje fuente de vida y de paciencia. Destino unívoco de la noche cuando todo lo demás se altera.
Carlos cierra los ojos y comienza a recordar. Así el vacío es menos contundente. Respira pausado y trata de borrar su concepto de lugar. Tras unos momentos de indecisión recupera la calma.
Carlos no es capaz de comprender la historia. Ve el último capítulo pero desconoce la violencia. No le importa porqué empezó. No le importa qué pasó. Lo que le inquieta es el cómo.
En sus sueños ya había habido algo de esto. Introspección. Sabe que aquéllo que se sueña puede pasar. Sabe que aquéllo que se sueña puede que se desee.  Sabe que todo esto ya lo ha visto.
Carlos cae en su gran abismo de oscuridad y empieza a comprender parte de lo ocurrido. Navega a ciegas por aquel salvaje laberinto, mezcla de las tinieblas y el pavor de sus recuerdos.
Está ahí. Lo ve. No sabe si antes o después. Aquí ya ha estado. Quizá lo haya visto en alguno de sus sueños. Quizá las pastillas tengan algo que ver. Quizá todo esto siga siendo el sueño.
Liberado ya de sus demonios ignorantes y encerrados, Carlos vuelve a abrir los ojos. Ya sabe por dónde se mueve. La oscuridad ya no es tan opaca. Su mirada se ha vuelto filo y segadera.
Vuelve a mirar la Luna y su venenosa sombra. No debía haber sido hace muchas horas el eclipse en el que desaparecería lasciva ante la incomprensiva mirada de aquéllos que aún ansiaban con sobrevivir.
Ahora ya era tarde para eso. Ya es tarde para todo. Las esperanzas se marcharon con el último hálito de vida. Lo que quedan son solo restos. Desperdicios humanos. Envoltorios humanos.
Un aullido suena a pocas manzanas de allí. Parece venir del mismo sitio que el primer eco. Ahora Carlos ya no tiene miedo. Sabe a lo que se enfrenta. No tiene nada que perder.
Carlos comienza a andar con los ojos abiertos aunque no los necesita. Se deja guiar por el reflejo de la Luna aunque sabe perfectamente a dónde va. El momento de pararse a pensar en uno mismo ya ha pasado.
Va cruzando las manzanas por la avenida principal. A medida que se va aproximando al sur empieza a oír susurros que se van convirtiendo en ruidos confusos. Los aullidos aumentan.
Poco a poco aparece una luz rojiza por encima de los edificios de su izquierda. Sólo puede ser una cosa. Probablemente sea lo que ha acabado con todo lo que existía. Allí es exactamente a donde se dirige.
Carlos está ya muy cerca. Sigue bajando por la avenida cuando de pronto sale de una de las calles de la izquierda un motorista a toda velocidad. Sin fijarse en él acelera aún más y se pierde en el oscuro horizonte de la carretera.
Carlos ni se inmuta. Sabe que ya está muy próximo. El trompeteo del motorista pronto se ha apagado ante los poderosos redobles. Los aullidos se mezclan con los gritos. La luz roja está cada vez más encendida.
En la siguiente calle decide girar ya a su izquierda. Debe ser detrás de esa manzana. Carlos respira profundamente pero no le tiembla el pulso. Llegados a este punto sólo tiene una frase en su cabeza. Lo que tenga que ser será.
Se mete por un callejón prácticamente opaco y se deja guiar por su intuición. Es un cementerio de metales, cristales, coches, farolas, señales... Avanza como puede hasta que vuelve a aparecer nítidamente la luz roja.
Atraviesa una especie de cerca de madera llena de marcas y de arañazos. Se sorprende al ver algo de madera a estas alturas. Al cruzarla entra en una gran plaza inundada por el rojo del fuego ceremonial.
En lo que debió ser una manzana de viviendas se extiende ahora una vasta explanada rodeada de otros edificios. En el centro una gran hoguera tan alta que parece estar calentando el mundo entero.
Apostado tras unas láminas de metal Carlos adivina un grupo de personas detrás del fuego. No serán más de veinte y están casi desnudos. Jaleándose los unos a los otros dan calor a la llama lanzando todo lo que encuentran.
Arrojan todo tipo de cosas provenientes de un gran montón que tienen formado. La hoguera gime y restalla a medida que le siguen lanzando cosas. Es ya más alta que los edificios que tiene alrededor.
La plaza entera está sumergida por el rojo y el calor del fuego. Tras unos instantes contemplando la ira Carlos se quita la camiseta y la lanza hacia el callejón. Lo que tenga que ser será.
Aprieta los puños y comienza a andar hacia la hoguera. La nube de humo eclipsa de nuevo a la Luna. Las personas que ve parecen haber vuelto algunos años atrás en la evolución. No es momento de dudar.
Se acerca dejándose llevar por la atracción del fuego. Cierra los ojos y llena sus pulmones con la fragancia de la humareda. Huele a nuevo. Carlos recuerda aquel precioso sueño una vez más. La noche que el mundo cambie espérame en la calle.

Ebro
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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CARTAS DE SOS


La historia de dos hermanos, Sandy y Sebastián, debido al divorcio entre sus padres, les sobrevienen una serie de eventos en sus vidas. Gracias a su perseverancia, y amparados por Dios, un día salen en busca de su verdadero lugar y la felicidad.
- Recoge tus cosas, te espero en el auto- dijo el padre a Sebastián.
El niño, con tan solo nueve años de edad, hizo sus maletas, luego fue donde su madre, la cual alimentaba a su hermano de un año y le dijo:
- Todos los días escribiré una carta para él, se la leerás cuál libro infantil - y se marchó.
El tiempo transcurría ligero. Sebastián dedicaba sus días a escribir cartas, las cuales bautizó: Cartas de SOS. Producto a la lejanía, las visitas a su hermanito les fueron imposibles, y con su padre no podía contar. Este último, una mañana de ese mismo año le dijo:
- Recoge tus cosas que nos mudamos fuera del país, empezarás en una nueva escuela de arquetipo militar. Su padre era un hombre graduado en química nuclear al servicio del Gobierno. Y así fue, el niño se integró a la milicia.

Querido Sandy: Cartas de SOS.                                                                               1 de Enero 1991
Estoy sufriendo en silencio. Hay noches en que me acuesto llorando hasta que el sueño seca mis lágrimas. ¡Como te extraño! Aquí están extinta la palabra afecto, solo convivo con el dolor, y la libertad es una voz fantasma en el pasado. Mis pensamientos bondadosos están a merced de papá. Cada noche antes de ir a la cama rogaré por todos nosotros, por mamá, por ti, por mí....incluso por papá. Se despide de ti, tu hermano del alma, Sebastián.

La existencia de aquellos hermanos a cambiar, Sebastián con 18 años ya, vivía en un campamento militar. Sandy, con 10 años, relataba, sin la ayuda de su madre, sus propias Cartas de SOS. En ellas reflejaba sus tendencias a ser un gran profesional de la salud.

Querido Sandy: Cartas de SOS.                                                                                 30 de mayo 1998
Estoy seguro que algún día llegarás a ser un gran doctor. Por mi parte, mejoro cada día mi rendimiento, y mi carrera comienza a gustarme. He logrado hacer varias amistades, y de esta manera he conseguido que mi antigua amiga la soledad no me visite más. Se despide de ti, tu hermano del alma, Sebastián.

Una mañana, Sebastián despertó, y como de costumbre, se encaminó al buzón de la correspondencia, pero este estaba vacío. Quizás Sandy no tuvo oportunidad de enviar la carta, especulaba Sebastián en su cabeza. Pero él estaba conciente que estos análisis eran simples justificaciones. Regresó a su cuarto, trató de acoplar sus ideas pero le fue imposible. Durante todo un año, no recibió carta alguna de su hermanito.

Querido Sandy: Cartas de SOS.                                                                                 6 de Agosto 1999
Ideas justificadas ocupa mi cabeza por la falta de tus cartas. ¿Cuáles son las poderosas razones que substituyeron mi lugar en tu corazón? El tiempo transcurre lento. No hablo, solo paseo entre pensamientos inconclusos, aún así, debes dar por seguro que te encontraré. Espera por mí. Se despide de ti, tu hermano del alma, Sebastián.

Con el pasar del tiempo su rendimiento militar empezó a decaer, al punto, que su padre fue citado por el director del campamento.
-¿Acaso deseas ponerme en ridículo?- preguntó su padre de forma autoritaria y egoísta.
El joven le detalló su lamento.
- ¿AUN ERES TAN DEBIL?... (Preguntó el padre en voz alta)... Esta noche harás las maletas, en la mañana te irás para otra institución- y le dio la espalda.
- ¿No tienes idea de que les pudo haber sucedido?- le preguntó Sebastián.
- Hace unos meses recibí una carta de la funeraria del pueblo donde naciste con el acta del fallecimiento de tu madre- respondió el padre.
- ¿A dónde se llevaron a mi hermano? ¡Debes ir a buscarlo!- le gritó Sebastián
El padre se le acercó y lo golpeó fuertemente en el rostro.
- Nunca más se te ocurra levantarme la voz muchacho insolente. Sabes que no puedo cargar con otro niño, contigo me es suficiente y mira cuantos dolores de cabeza me das- terminó y se marchó.

Querido Sandy: Cartas de SOS                                                                              21 de Octubre 1999
La noticia sobre la muerte de mi madre aún recorre todo mi interior. No sé donde puedes estar o que habrán hecho contigo. A veces escucho susurros, los cuales quisiera transmitírtelos: no le permitas a tu autoestima decaer, porque aún existimos, aunque este mundo continúe lleno de culpables, no le permitas a tu corazón dejar de sentir y latir, no te permitas morir.
Se despide de ti, tu hermano del alma, Sebastián.

Numerosas primaveras transitaron. Sebastián, gozaba de una exitosa carrera, y se  había casado con una noble mujer llamada Zaida, la cuál estaba embarazada de su primogénito. Al padre, como premio a su labor, el Gobierno solo le obsequió un lugar en una casa de retiro. Un día, Sebastián le dijo a su esposa:
- He decidido regresar a mi antiguo país en busca de Sandy, y establecerme allí nuevamente.
- Si dar ese paso te hace feliz, pues a mí también- respondió Zaida.
Semanas después arriba al aeropuerto de su pueblo natal el feliz matrimonio, toman un taxi y emprenden el recorrido. Al llegar a su hogar, una vecina que asomaba a su portal lo vio, les invitó a su casa, y luego de un café, les relató que a  Sandy, el gobierno lo ubicó en un orfanato al extremo opuesto al pueblo, pero poco tiempo después fue informada que se había fugado del centro, y nunca más se le volvió a ver. Sebastián se sintió muy abatido, culpable e incapaz, agradeció a su vecina, tomó a Zaida de la mano y decidieron caminar un poco. Por el camino sucedió un imprevisto.
- ¡Despójense de todas sus pertenencias de valor!- dijo en voz baja un asaltante, con su rostro oculto tras una máscara y revólver en mano.
El atracador pudo observar, que del cuello de aquel hombre, colgaban de un cordón dos placas fichadas, y preguntó:
- ¿Eres militar? Tengo un hermano que lo es, y antes de abandonarme nos escribíamos mucho.
- ¿Sandy?- preguntó Sebastián con voz rajada.
- ¿Sebastián eres tú?- preguntó el delincuente con labios temblorosos.
Para Sandy, su primera reacción fue correr, pero Sebastián lo entendió de otra forma y rápidamente con una sencilla técnica militar lo despojó del arma.
- He regresado para quedarme. Anhelo ver tu rostro, pero sé que no sería lo más conveniente en estos momentos. Escucha, cada día, en el buzón de nuestra casa, te dejaré una Carta de SOS, cuando estés listo, solo debes colocar una de las tuyas- le planteó Sebastián a Sandy, segundos después este último echó a correr.
Los meses desfilaron por las vidas de estos hermanos, hasta que una mañana, Sebastián encontró en el buzón una nota que decía:
SOS. Ayúdame. SOS. Se despide de ti, tu hermano del alma, Sandy.
El joven emocionado, dejó otra nota en su lugar:
Nos veremos mañana a la 1:00pm en el parque central del pueblo, tu hermano del alma, Sebastián.
Pero el destino una vez más hizo de las suyas. La guerra tocaba las puertas del país. Sebastián tenía que tomar su puesto en el batallón. El fiel esposo le obsequió a su mujer el más tierno de sus besos, el mejor de sus abrazos y se marchó, no sin antes, adjuntar en el buzón un mensaje para Sandy, explicando el motivo de su partida.
Cumplidos tres meses de dolorosa espera tocaron a la puerta. Zaida tenía ya el período de gestación completo, a penas vio los soldados echó a llorar y su fuente rompió. Rápidamente cargaron con ella en dirección al hospital. Esa tarde, el repartidor dejó una carta en el buzón, Sandy pasó, y la tomó.

Querido Sandy: Carta de SOS.                                                                          30 de Noviembre 2016
Sandy, en estos lugares las venas tiemblan todas, es como para orinarse en los pantalones. No hace falta la herida para sentir el dolor. Sé que disfrutamos muy poco de nuestra nota musical, y quisiera pedirte, aún así, que te dejes llevar por el efecto del olvido, me causa dolor, pero es la única salida entre pocas a escoger. Sé que cuidarás de Zaida y tu sobrino, apuesto mi alma a cambio. Se despide de ti, tu hermano del alma, Sebastián.

Dos días después, Zaida, con su bebé en brazos, retornó a casa, Sandy la esperaba en el recibidor.
- Mis respetos para la esposa de Sebastián, el más especial de todos los hombres que he conocido, que pretendo glorificar y enaltecer mientras viva. Está decidido, hoy regreso a casa.

Nany
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

El abuelo


             Había nubes grises como presagio de lluvia esa mañana. La brisa jugaba con las ramas de los árboles; las hojas color marrón caían poco a poco formando una alfombra en la tierra firme. Retoñaban los árboles para vestirse de verde mientras se desvestían. Los flamboyanes comenzaban a lucir sus flores de colores rojas, amarillas y anaranjado punzante. El potrero se cubría de niebla. Era la evaporación de la humedad que al amanecer se desvanecía con el sol. El abuelo quiso detener las anticipadas gotas de la lluvia. Llenó un vaso de agua y lo viró boca abajo en un plato de porcelana para que no se escapara, mientras rezaba un Padre Nuestro. Era un remedio de campo transmitido por una generación a otra. Muchos no creían en estos poderes, pero ante el asombro de Miguel Juan, el sol empezó a subir por el este. La magia del abuelo era innegable.
            Llevaba días ilusionado con llevar a su nieto a la finca. Quería darle en vida la herencia, los secretos del campo. Vivir en conjunto la comunión con la naturaleza. Los gallos erguían su cabeza para cantar; sus crestas de rojo tomate se bamboleaban. Se esforzaban por brindar el mejor canto, como Pavarotti ante una audiencia de buen oído. Se oía el cacareo de las gallinas que iban poniendo huevos después de bajarse de los árboles donde habían dormido. Ellas y los gallos junto a las guineas y algunas palomas trepados en las ramas de los árboles parecían adornos de un árbol de Navidad. Miguel 
Juan observó que había un gallo más persistente en su canto. Ostentaba plumas de colores
marrones oscuros, negras y tornasoladas con verde y rojo intenso. Era de color cobre, le llamaban, el Indio. Las guineas deambulaban por el patio con una incesante gritería. Son muy chismosas, dijo el abuelo.
             Salieron de la casa a recoger huevos para desayunar.  Una gallina quiso picar a Miguel Juan cuando éste quiso acariciar su pollito. Se erizó subiendo su plumaje blanco, después dando pequeños saltos se acercó para atacarle. Miguel Juan dio un brinco para evitar el picotazo. Está defendiendo a sus pollitos. Aprende, porque la puerca es aún más peligrosa si tratas de tocar a sus recién nacidos.
            Una pareja de perros los acompañaban mientras paseaban por la finca. De noche eran temibles guardianes, de día, amorosas criaturas. Jugaban entre sí y  a cada rato se acercaban a buscar una caricia. Se iban despertando los animales, mientras el sol subía lentamente cambiando sus colores de rojo intenso a amarillo. Más tarde en su gran altura sería imposible de ver si tenía algún color. Su intensidad cegaría al ojo desnudo. Los carneros berreaban, y el ganado mugía. Esperaban en fila a que les abrieran el portón para salir al potrero a comer. Miguel Juan nunca olvidaría que el Abuelo Gabriel había adivinado el día del nacimiento de su hermana, Laura Emilia, contando las lunas, tal y como él hacía para llevar el calendario de sus vacas.
            El abuelo llevaba un machete. El niño lo miraba atento mientras él le decía que todo hombre debiera saber usarlo con honra. Era la noble herramienta del hombre de campo. Guardado en la vaina, colgado del cinturón lo acompañaba para usarlo, igual para pelar una fruta, que para abrirse paso entre los matorrales, que para cortar caña o para defenderse de un malhechor. Le enseñaba a su nieto como usarlo ondeando el filo hacia fuera, para no hacerse daño a si mismo. Así se corta la caña, y de la caña se hace el azúcar  que usamos para endulzar. El machete se le deslizaba de la pequeña mano al niño hasta que éste aprendió la destreza.
             Esta es tu tierra, quiérela, consérvala que ella es una bendición de Dios. No temas ensuciarte las manos, la tierra nos ennoblece  y solo serás un gran hombre si la amas. El abuelo de pelo blanco y pequeños ojos chispeantes se adelantó e hizo un surco con el machete. Sacó unas semillas de su bolsillo y se arrodilló  para depositar con delicadeza las semillas en la tierra. Las cubrió mientras le decía al niño: Verás como crece y sentirás orgullo del producto de tu tierra, sobre todo, si tú lo siembras.
Comieron las guayabas que alcanzaron de las ramas de los arbustos con sus manos. El olor de la fruta había aguado sus bocas a la distancia, predominaba sobre el aroma de la yerba recién cortada. La cosecha de mangos también iba a ser igual de buena. Las matas estaban cundidas de frutas. Los mamoncillos estaban cargados de futuros manjares. Los nísperos, los anones, las grosellas, las acerolas, los aguacates y las carambolas así como 
el cafeto esperaban su momento del año para dar su fruto. El abuelo arrancó flores de azahar de los naranjos para la abuela. Los guardó en sus bolsillos. Ella hacía cocimientos para dormir.
            Caminaron hacia el pantano, un punto de agua que el abuelo había dragado para sembrar peces y camarones. Abuelo, me gustaría pescar un rato contigo. ¿Hace cuánto tiempo sembraste aquí los peces? Yo antes no sabía que los peces se siembran igual que las matas en la tierra. 
             Cuando el sol se escondió detrás de los árboles, el abuelo Gabriel y su nieto regresaron a la casa a paso lento. Iban en silencio; un silencio tan lleno de palabras que ensordecía a la bulla. Había querido enseñarle muchas cosas de la vida en el campo.
Miguel Juan traía sus bolsillos llenos de secretos, secretos del campo que sólo los viejitos conocen.
             El abuelo liberó el agua comprimida en el vaso. El cielo se encapotó. Las nubes grises llenas de presagios cubrieron la casa. Una lluvia torrencial cubrió la tierra ante el asombro del niño, cuando el abuelo se quedó mirando al infinito.   

La abuela
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente