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III Concurso de Relatos Fórum Montefrío

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Parlamento:

EL ARTISTA DEL ALAMBRE
La gente que viene aquí paga por la posibilidad de verme muerto. O más bien por lo que compra su entrada es por no perder la ocasión de que me mate ante sus ojos. Todo lo demás, todo lo que hay al rededor, todo aquello en lo que tanto trabajamos y nos esforzamos artistas como yo no tiene sentido ni importancia para las personas que ocupan su asiento y nos miran. Es verdad que a través del entrenamiento soy capaz de crear un cebo sofisticado, ofrezco con mis movimientos miles de veces ensayados un inminencia de carne rota y sangre derramada, un cuerpo muerto delante de sus narices, para luego quitárselo repentinamente sin dejarles otra forma de volcar su frustración que los aplausos. Ellos creen que baten sus palmas como pago por haber disfrutado de mi perfección técnica. Pero eso es mentira. Yo cobro primero en moneda de curso legal y después vuelvo a cobrar cuando siento las plantas de mis pies apoyadas en el suelo. Para lo que ellos me aplauden es para instigarme a que vuelva a arriesgarme una vez más, para que ya que hoy he esquivado ese accidente, ese error último y fatal, tiente a la suerte para que mañana no sea así. Quieren engatusarme, alimentar mi vanidad y una falsa confianza para que me equivoque y me mate, me rompa la cabeza contra el suelo de arena cubierto por una lona.
Disfruto, o disfrutaba, ya no lo sé muy bien, con ese juego. Con ese ofrecer y luego negar, con esa posibilidad de presenciar mi muerte para luego restregarles en su decepción que por las pocas monedas que han desembolsado no tienen más derecho que el de ser engañados con mis brincos y mis alardes, y que además después de descubrirse burlados habrán de rendirme adoración.
Pero no es fácil vivir así. No es fácil estar en este segundo en el que ahora me encuentro. Con cien gritos apenas contenidos dentro de sus cien gargantas, que por prometer la desaparición del silencio absoluto que me rodea, hacen de este algo más intenso, más material. No es fácil ni sencillo mantener la dignidad ni la cabeza fría con todos esos pares de ojos que se han dado ya cuenta de que mis pies no están tan bien sujetos  a este estrecho hilo de alambre. El mareo, el vértigo.
El suelo ya como una amenaza más que como un lugar de refugio. Y después la pregunta. Si es que puede ser posible el hecho de preguntarse algo y responderselo a si mismo en un solo segundo, si es posible que mi cerebro trabaje a tal velocidad de una manera eficaz. En realidad yo no deseo descubrir nada, pero el cuerpo tiene sus propios automatismos a los que es imposible eludir. Con tan solo percibir en la planta del pie que el centro de equilibrio se ha perdido, aparece la pregunta que me viene persiguiendo desde hace años: ¿me quiero matar?
Realmente la pregunta no es mía, no tuvo su origen en mi. Puede que de alguna forma siempre haya estado en mi inconsciente o en mi naturaleza, o en esa especie de cajón de sastre al que nos referimos cuando hablamos de lo más profundo y desagradable de nuestra mente. Pero si quiero ser concreto (debo de serlo, pues esto solo durará un segundo, poco más) quien primero formuló la pregunta fue mi mujer. Lo hizo cuando todavía no nos habíamos casado, cuando cada pregunta y cada respuesta todavía eran importantes. Luego me lo siguió preguntando muchas veces más, pero entonces ya no tenía sentido preguntarse acerca de ello. Por eso mismo nunca le contesté. Ni siquiera lo hice en aquella primera ocasión. Podía haberle dicho que no, que por supuesto que no quería matarme, que era ridículo plantearse una cuestión así. Nadie desea su propia muerte, y menos que nadie el que la arriesga de continuo. Normalmente los suicidas son personas asustadizas, y para subirse como yo hago a un alambre a veinte metros de altura hay que tener valor, es cierto que también un poco de insensatez, pero ante todo hay que ser valiente. Lo importante de su pregunta fue que me abrió los ojos. Si hubiese sido capaz de responderle, para bien o para mal, y no me hubiera quedado mirando el vacío que había entre mi taza de café y su cara, a lo mejor hubiese conseguido salvar ese abismo que se acababa de abrir ante mis ojos. Pero no dije nada, no supe qué decir (no sabía ni que pudiera pensar algo al respecto) y me quedé anclado a mitad de camino entre las dos orillas de esa sima. No siempre estaba allí, así como no siempre estaba presente en mi cabeza la pregunta, pero ya nunca pude regresar al estado previo. A los años en que la posibilidad de morir en mi trabajo era algo ajeno para mi.
Recorriendo el país he hablado con mineros que me han descrito, con sus propias palabras y desde su punto de vista, algo parecido a lo que siento. De jóvenes no tenían ningún reparo en entrar hasta la galería más profunda que se acabase de abrir, sin miedo, sin la conciencia del mismo ni del peligro. Pero a todos les llegaba el mismo momento que a mi, una especie de epifanía inversa. Se casaban, o tenían un hijo, o sucedía un pequeño accidente que les afectaba indirectamente y entonces todo cambiaba. Se transformaban en otros, en aquellos de quien antes de su iluminación se habían burlado por miedosos. Pero igualmente todos coincidían en que ese miedo les había hecho mejores en su trabajo.
También eso me sucedió a mi. No me convertí en el mejor, pero sí en uno de los mejores después de que ella pusiera en mi la pregunta, después de que ella quisiera saber por primera vez, ¿te quieres matar haciendo lo que haces? Y como consecuencia me casé con ella. El miedo y la posibilidad de matarme (ese abismo nuevo) estaba allí; pero también la perspectiva, la confianza, de que a su lado podría llegar tan alto como quisiera.
Noto que mis pies no están adecuadamente apoyados sobre el alambre después del último salto. El equilibrio ya no es perfecto y la pregunta ha emergido, ¿me quiero matar? Pero no sé qué responder. No tengo tiempo para pensar una respuesta, sino recupero el centro de gravedad me caeré y me romperé el cuello; no es el mejor momento para ponerme a buscar respuestas. Además, tampoco sabría cómo contestarla hoy. ¿Me quiero morir? Eso implica deseo, decisión. Y justamente hoy no siento nada aquí arriba. No puedo querer a nadie y tampoco puedo querer nada. Para mi estar vivo o no es algo que da la inercia de los días, y no una cosa que requiera voluntad.
Antes sí. Después de casarme con ella sí que quería estar vivo. Aunque no se lo dijese cuando me lo preguntaba. Junto con el miedo, o más bien a partir de él, surgió el deseo inequívoco de querer vivir. De tomarme el trabajo de pensar que quería llegar al día de mañana, que necesitaba vivirlo, y el siguiente, y el siguiente, para pasarlo junto a ella.
Mientras ensayaba tenía su cara y su cuerpo siempre en primer lugar en mis pensamientos y lejos de entorpecerme y de hacerme equivocar, su imagen y el deseo (en ese momento sí que era deseo, no dudaba de la naturaleza de la palabra, no podía confundir lo que sentía hacia ella con algo que no fuera deseo) de regresar a su lado hacían que fuera preciso y seguro en cada movimiento. Durante los primero meses quiso vivir conmigo. Le ilusionaba recorrer el país a mi lado y dormir por las noches en la cama estrecha y dura de mi caravana. Pero solo lo soportó durante un tiempo. Yo lo sabía, estaba seguro de que ella no podría aguantar una vida como la que yo llevaba, pero no se lo quise decir, al igual que nunca le dije muchas otras cosas. Con saber que era mía ya tenía suficiente, ya tenía de sobra con haber compartido un tiempo mesa, comida, cama y hasta ducha. Ella regresó a su ciudad. ¿Quieres que me quede? Me preguntó. Y de nuevo no la contesté. De haber abierto la boca solo le hubiese pedido que no me dejara otra vez solo. Pero no quería verla así: se había apagado; la piel más gris, los ojos más perdidos, el pelo más lacio. No quería verla sufrir, pero tampoco quería que se ajase. La quería fresca y hermosa, y no de otro modo, a mi lado. No le gustó tampoco que no respondiera en esa ocasión. Recogió sus cosas y yo corría a verla en cada oportunidad que me surgía, y entonces la veía de nuevo bella y alegre. Y mientras tanto el miedo y el deseo de seguir vivo me hacía mejor cada vez más.
Llegué a ser el mejor, incluso se puede decir ahora que ya no dejaré de serlo nunca.
Ella nunca quiso volver a verme trabajar sobre el alambre desde la noche en que me conoció. Pero mi fama creció tanto que la entrada que siempre tenía reservada para ella los fines de semana comenzó a ser usada. La podía ver desde arriba, como un punto diminuto pero que para mi era único e inconfundible. Luego pasaba la noche y la mañana siguiente conmigo y se iba antes de la primera función del domingo. Para ella la pregunta estaba mucho más presente que para mi. Arriba nunca tengo  tiempo de considerar nada a excepción de mi trabajo; si dispongo de tiempo para pensar, como ahora me está sucediendo, es que algo he hecho mal. En cambio para ella, que no estaba dentro de mi cabeza ni dentro de mi cuerpo perfectamente adiestrado, era muy doloroso verme bordear la muerte sobre la ridícula anchura de una alambre. La primera noche, (la segunda desde que la conocía) que vi que su asiento no estaba libre como de costumbre supe que era el mejor. Me sentí así porque era evidente que para ella yo lo era y con eso no necesitaba más, el resto quedaba en un segundo plano. Me daba igual que fuese cierto, que si ella había venido a verme era porque para todo el mundo era el mejor desde hacía mucho tiempo. No me importaba el mundo, el resto de la humanidad. Me importaba que ella estaba allí para darme un beso en cuanto bajase de la escala de cuerda.
Los compañeros y también la gente de fuera del circo empezó a decir que arriesgaba demasiado, que no era necesario llegar tan lejos. Me lo comenzaron a comentar tímidamente a partir de esa noche en que ella reapareció abajo entre el público. Primero fueron reprobaciones leves, comentarios como de pasada. Al final fueron críticas encendidas que contenían esa misma pregunta que ella sembró en mi la primera vez. Jamás hice caso a ninguno, aunque con lo que sí me quedé fue con que me había transformado en alguien distinto a mi mismo. Ya no era un equilibrista sin más, era una persona, que con mis saltos había logrado que me reconocieran como un ser humano que arriesgaba su vida y como tal me preguntaban (igual que lo haría el ser amado) ¿te quieres matar? El morbo de mi posible muerte era el mismo imán que les atraía noche tras noche, pero ya no había frustración tras la admiración falsa. En su lugar había ahora ira y reproche tras la misma. Me odiaban por arriesgar mi cuello de una forma tan poco razonable, también me felicitaban por mis proezas y mi perfección, pero en sus ojos descubría ese odio que me alimentaba tanto como el amor de ella.
Por supuesto que superé los límites, por supuesto que buscaba horrorizarles y hacerles admirarme como se admira a un kamikace, era consciente de ello aunque solo en parte. Tal vez ahora mismo me vence la duda, pero si no soy capaz de asumir un error es que no soy tan bueno como creo. Mi duda y al mismo tiempo mi confirmación de que me estaba comportando como un auténtico suicida procedió también de ella. Nunca hubiera pensado plenamente en esa posibilidad de no ser porque ella, del mismo modo que apareció sin aviso, desapareció igualmente.
No supe ver ningún otro cambio en nuestra relación excepto ese. No digo que no los hubiera, solo digo que yo no los vi. Nunca hablábamos demasiado, me gustaba escucharla pero yo siempre he sido un hombre silencioso. Y como no noté ninguna diferencia en lo que me contaba pensé que todo seguía igual entre nosotros, hasta que fue demasiado evidente que no era así. A la evidencia que me refiero no fue que desapareciera de entre el público, fue que desapareció de mi vida. Estuve meses sin verla, sin saber de ella, sin escuchar su voz, sin oler su pelo. Hasta hoy, hasta hace unas cuantas horas antes de subirme de nuevo al alambre otra vez.
No importa cómo, pero al final supe donde encontrarla. La miré desde mi altura (soy muy alto, más que mirar, escruto a la gente). La miré a ella y al hombre con el que entrelazaba sus manos. Los dos sentados en un banco en medio de un parque, con niños corriendo y chillando al rededor. Incluso alguno podía ser suyo, había pasado tiempo más que suficiente. Solo ella me miró, desde abajo, tan minúscula como me parecía  desde el alambre y me dijo, con desprecio y curiosidad a la vez: ¿todavía no te has matado?
Me empecé a dar cuenta de todo horas después, cuando ya estaba subido encima del alambre. Sentada junto a ese otro hombre estaba preciosa, tanto como el día que la conocí. Eso debía de significar algo, por supuesto. Quería decir, pensé en medio de mis brincos, que el tiempo que había pasado junto a mi solo le había estropeado, que no había sido bueno para ella el tener que llegar a preguntarme si realmente yo me quería matar. Supongo que eso no es bueno para nadie. Pensé en ella hasta que me di cuenta de que había ejecutado mal mi último movimiento, un salto más bien sencillo. Quizás fue porque en ese momento pensé en la prolongada mirada de desprecio que ella me había dirigido después de pronunciar las únicas cinco palabras que me dijo. Pero tampoco tengo motivos para valorar que ese pensamiento en concreto me distrajera. Había estado recordando cosas antes sin por ello equivocarme.
Ya no notaba el alambre bajo la planta de mi pie a pesar de que lo buscaba y pensé que tal vez había ido a buscarla precisamente hoy porque sí quería matarme allí arriba, pensé en eso y en más cosas. Pero juro que solo estuve pensando durante un segundo, imposible que fuera más tiempo. A pesar de ello sé que ha sido demasiado. Un solo segundo es demasiado allí arriba donde estaba. Aunque sigo teniendo la duda de cómo es posible que mi cerebro trabaje tan deprisa; no es posible que haya podido recordar, repensar tantas cosas, en tan solo ese segundo en el que he perdido la concentración y el apoyo. Un único segundo también puede ser muy poco. Pero tal vez, y solo tal vez, ya he comenzado a caer hacia el suelo de arena y por eso me está dando tiempo para pensar en ella y para recordar su pregunta, ¿te quieres matar?
Repentinamente tengo ganas de responderme ahora, a pesar de que sé que no encontraré la respuesta antes de que termine de caer.

Arcac

Parlamento:

EL ANDÉN
¿Que imaginario silencio nos  invade en el momento de  bañarnos? Girar la estrella plateada de la grifería y sentir el golpe sutil,  ligero de cada gota convertida en lluvia. La cabeza bendecida por el rocío tibio., y luego,  todo el cuerpo que calma su sed  en  el estrecho espacio que se forma, matemático, en el cerámico. Un circular charco transparente donde la espuma simula oleajes salados. Espejos  caprichosos que no devuelven la imagen reconocida. Nuestras manos creandi rutinas innecesarias para expulsar la niebla instalada en el cristal.
A veces jugamos un poco a vernos de pedacitos. Primero, desplazar la bruma, sólo para  observar los ojos. Esferas líquidas que  devuelven la pesada carga de la rutina para  luego retomar  la elipsis sagrada y observar la nariz que inhala el vaho aromático de ese jabón de lavanda que compramos en el supermercado, sólo porque la propaganda televisiva, nos  incitó a la compra desde una mujer esbelta y jabonosa. Nuevos círculos, que deshacen el velo opaco hasta vernos de frente desnudos de cuerpo y alma. ¿Cinco minutos? ¿Media o una hora? Todo se programa según el apuro por llegar a ninguna parte,  porque el tren partió hace años y decidimos quedarnos en el andén., estoicamente sufriendo cada despedida.
Escribir esto sin saber si llegaré a alguna parte, porque también estoy en ese andén y formo parte de una multitud que espera, sin saber que espera. En esa estación  estamos todos configurados en un tiempo mecanizado y pequeño, que cabe en una esfera chata, que se luce en la muñeca. La aguja secundaria, marcando rigurosa, la hora de levantarnos y la pregunta retórica ¿Para qué? Porque hacemos la vista gorda y nos incrustamos en una realidad aparente, mimética. Nos desplazamos autómatas con una mueca que se dibuja mientras el oxido que tenemos dentro, se desborda  en cada estertor para continuar vivos.
              Escribir, tratando  de que el cuento sea un cuento, aunque sepamos que es la rotunda realidad de la espera. Contar que el personaje de la ficción  toma el peine y lo parte en dos pedazos. Con el más pequeño de los trozos intenta peinarse pensando: Demasiados dientes para el poco pelo que me queda. Sostiene su paciencia al comienzo del día y realiza, con movimientos mínimos, el ritual que lleva haciendo millones de días. Jabón, pasta dental, la toallita de la cara. Diez minutos para secarse, ocho para ponerse la ropa interior, diez para colocarse el pantalón y dieciséis para calzar sus zapatos, tardando más de lo habitual, porque es verano y tiene los pies hinchados
                Tomar el café parado, a grandes sorbos, porque se ha hecho demasiado tarde y el colectivo de las seis y treinta ya pasó de seguro y él como siempre quedándose en el andén mirando el tren que no espera..Llamar por teléfono al remis. Equivocado. Se da cuenta que puso el pulgar en el dígito tres, número impar, y el anular en el  ocho, par. Comienza de nuevo prestando atención a ese alfabeto alfanumérico que lo conectará con el afuera.
                 Llego  tarde. No pude ponerme los zapatos en los cinco minutos estipulados para ello. Y la voz del otro lado del cable, reconocida y seca. No te preocupés. Pero sí se preocupa porque seguro perderá el presentismo porque tardó  dieciséis minutos en ponerse los zapatos. Y ahora  le duelen los pies. Sin embargo anestesia esas sensaciones y corre casi como una liebre para alcanzar el colectivo de la seis y cuarenta y cinco que ya pasó y él no estaba, porque tardó dieciséis minutos y no cinco,  en ponerse el único par de  zapatos que pudo comprarse hace ya cuatro años. Y corre. Corre con la angustia de saber  que cobrará este mes un diez por ciento menos de su sueldo  por los once minutos demás que tardó en ponerse esas fundas de cuero que hacen doler los pues y la cabeza.              

SUREÑA

Parlamento:
                         

DONDE MUEREN LAS BURLAS
Siempre pensé que las ofrendas de carácter religioso que vemos junto a los caminos son la huella dolorosa de desgraciadas circunstancias concebidas por las trampas del destino; rayos, choques y las mil desventuras que nos depara el vivir.
Estas expresiones  del “no me olvides”, siempre me han llenado de una dolorosa curiosidad.
Recuerdo desde niño una serie de cruces diversas que peleando contra el tiempo y el desanimo, ubicadas junto a cerradas curvas o al borde de acantilados de espanto.
 En un viaje a Minas en tiempos menos asfaltados, observé una curva erizada de cruces que me congelaban la mirada y estrujaban mi corazón… esta es la curva de la muerte, me anunciaron con circunstancial voz, y apreté con mis manos el brazo de mi madre.
En todos mis viajes por el interior, en rincones intrincados, distantes, casi intransitados encontré estas ofrendas anónimas. Creo que el morbo despertó mi curiosidad; pero a medida que iba averiguando el origen histórico del hecho recordado, comprendí que más que homenajes, eran gestos de desprecio contra la arrogante impunidad de la muerte.
Con el tiempo conocí muchas historias, pero hoy elegí esta que nos pinta al ser nacional.
No hace mucho, juntando leña en un camino rural, entre estancias enormes y taperas de piedra, rodeado de cerros y arroyos que se desbocan al primer aguacero, en una fría tarde de junio tropecé entre chircas y espinillos con una cruz tambaleante, sostenida por el oxido que la carcomía y una desformada dignidad de mejores tiempos. La naturaleza había decidido integrarla a si, con su infinito he inmutable apetito.
Le retiré parte de la maleza que la cubría y pareció erguirse agradecida; una rara sensación me estremeció generando una intriga que me hizo profundizar en la búsqueda.
El entorno estaba desierto y el campo despoblado daba más soledad a la soledad, solo vacas curiosas y aves sin recelo me rodeaban, un golpe de aire frió me envolvió, mientras a la distancia un toro invisible demostraba su presencia bramando como un tren enfurecido.
Al subir a mi vehículo observé que jinete con paso cansino  se aproximaba.
-Lo que pasó aquí. No fue un accidente, fue el cobro de una afrenta.
Replicó a mi pregunta, y se alejó acomodándose el sombrero de ala ancha.
Como se imaginan este dato fue un estímulo de mi curiosidad.
En el borde del pueblo, junto a la ruta 12, que supo acarrear diligencias y tropas, existía un establecimiento de”Ramos Generales”, a fines del siglo 19 alojó según turnos, soldados de bandos contrarios. Fue posta de diligencias camino a Minas y escuela primaria; en ese momento languidecía como un almacén y bar, y más que nada como un lugar de encuentro entre tan poca gente desperdigada.
Al entrar a ese lugar comprobé que era mucho más forastero de lo que me hubiera gustado ser, saludé a un grupo de vecinos agolpados en un rincón; todos tenían muchos inviernos en sus rostros. Pedí algo para beber y respeté el silencio que se hizo a mi llegada.
Lo rompieron con charlas desganadas por la rutina: que la esquila, que la Luna, que las heladas. Pero el tono subía cuando alguno de ellos comentaba las andanzas de otro, y resonaban carcajadas cuando eran de otra. Pero entre anécdota y tragos, un silencio pastoso invadía el lugar.  Me arrimé a la rueda, con un “invitación” para todos, y comprobé que era la mejor puerta de entrada. Me metí en sus temas, más como de oídas que de sabidas, pero tercie en la conversación.
Cuando lo creí oportuno me introduje en lo que me había llevado a ese lugar.
-Estaba juntando leña en el bajo que está cerca de la escuela vieja y en medio de ese mugrero encontré una cruz antigua, busqué algún nombre que me orientara, pero nada.¿Alguno de ustedes podría decirme a quien está dedicada?
Mi pregunta cayó peor que mal. Una corriente de turbación generalizada invadió a los parroquianos, se removieron en sus asientos, pero no pronunciaron palabra. Poco después reiniciaron sus charlas habituales, ignorándome y  esperando que me fuera, seguramente.
Saludé, retirándome vencido, cuando al subir a la camioneta sentí una voz que me preguntó.
-¿El hombre está muy interesado en saber lo que pasó en ese lugar?
-Por supuesto!, le contesté, el pasado muere cuando nadie lo recuerda, y se me hace que usted está más informado que los que están ahí dentro.
-Está en lo cierto, pero mejor lléveme hasta el lugar así se lo relato como se debe.
Al llegar, apenas bajamos de la camioneta el hombre ensombreció su gesto, se quitó el sombrero negro de ala pequeña, que parecía haberlo acompañado toda la vida, escarbó el suelo con la punta de sus desgastada bota y levantó su mirada despejada con una sonrisa tranquilizadora.
Comenzó su relato sin preámbulos, como quien debe cumplir un mandato doloroso.
-En este lugar, justo donde se encuentra la cruz mi padre mató un hombre; condenó su juventud y marcó para siempre nuestras vidas. Lo hizo por hechos que hoy tienen poca importancia, aunque son los mismos de siempre con el color de otros tiempos.
Usted sabe mi amigo, siguió, luego de un largo “beso” a la petaca de caña que le había alcanzado. Usted sabe mi amigo, continuó; que la vida en el campo es difícil, la pobreza con dignidad es uno de los mayores tesoros de los humildes, eso era mi padre; un hombre honesto y trabajador casado con la mujer más hermosa y noble de toda esta zona.
La historia siempre ha sido la misma, los frutos imposibles siempre han sido los más codiciados y mi madre a pesar de su respetabilidad, no le faltaba más de uno que le tuviese ganas. Usted me entiende.
Por aquellos años del 1900 la policía hacía un recorrido casa por casa, haciendo firmar cada vecino una constancia de su visita.  El día que llegó a mi casa mi padre no estaba, yo aún estaba en la cuna y mi madre lavaba la ropa en una cañada cercana. Seguramente ella tenía la falda mojada por su tarea, se la recogió un poco y apoyó en su rodilla el papel para firmar y no mojar el documento.
Nada habría pasado si el boquiabierta del policía no hubiera ido al almacén, el mismo en el que usted estaba y borracho comentara maliciosamente: ante todos los presentes el hecho; agregándole un poco más, junto a cada trago.
 El rumor corrió, creciendo entre gente aburrida y envidiosa. El resto se adivina.
Mi padre lo esperó en el camino para enfrentar la situación y cuando el policía lleno de soberbia lo quiso llevar preso por desacato, mi padre le partió el corazón con su cuchillo.
El lengua larga dejó su vida acá, en el mismo lugar donde usted está parado, mientras mi padre dejó una punta de años entre unas rejas para las que no había nacido.
Mi niñez fue dura, la miseria se ensañó todo lo que pudo y a pesar de las distancias y soledades de estos parajes la marca de dignidad puesta por mi padre, nos mantuvo resguardados de otro tipo de desventuras.
A esta altura del relato ya habíamos secado la petaca y sentía que mi curiosidad había perturbado a un buen hombre, por lo que me sentía molesto conmigo mismo.
Le pedí disculpas torpemente, mientras el con una sonrisa me contestó.
-No se aflija amigo, recordar a mis padres más que un dolor es un orgullo y esa cruz que marca tan mala hora, recuerda que todo tiene un límite, hasta la vida misma.
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Basado en un hecho real

Mario Frizzi

Parlamento:

TODA UNA VIDA
"Los caminos de la vida
no son los que yo esperaba
no son los que yo creía
no son los que imaginaba"
Vicentico
La infancia

Fue un niño difícil, un pendenciero pasivo que nunca ganó una pelea. Su fijación por el honor,  a imagen del arquetipo encarnado por Errol Flynn en su General Custer, le obligaba a complacer a los más fuertes que lo provocaban, y a medir sus fuerzas ante los débiles que se burlaban de él. Años cincuenta.

La adolescencia
Su adolescencia fue una pesadilla permanente de hipocondrías, dudas y obsesiones malsanas.  La Religión.
 
Los veinte
Diez años de constancia, una oposición aprobada y sus ocho dioptrías diagnosticadas por un médico militar, le aseguraron a los veintiocho una discreta butaca negra de funcionario.

Los treinta
Aunque se esmeraba para los demás, nunca dedicó tiempo a su propia declaración de la Renta. Apenas le importaba poco o mucho dinero; pagarse la casa, comer, dormir sin que nadie le molestase, perderse en cualquier bar de La Avenida Queipo de Llano, sin más compañero de café que el periódico local; ¿de qué más podría servirle el dinero? Así fue como alcanzó los cuarenta.

Los cuarenta
A Emilio ya no le quedaban amigos de la infancia y en el trabajo se le tenía por un tipo serio y eficiente, pero  plano, cortante en el trato, que intimidaba bastante; se convirtió en un mueble más de la oficina raquítica, un mueble polvoriento y funcional en el cual nadie se apoyaba ya ni por casualidad , y que por atávica razón nunca sería reemplazado por otro más nuevo.
Nunca habló de sí mismo, ni emitió juicio alguno sobre terceros.
Su presencia resultaba a veces siniestra.
Sin embargo con el roce diario, con el paso de los años, algún detalle luminoso revelaba un fondo de honestidad. Con la mayoría de los compañeros, por sistema aprehendido,  se mostraba ecuánime y atento, casi oficioso, pero siempre muy reservado, bajo una suerte de  calma programada tras la cual a mí me parecía vislumbrar debatirse dos fieras enemigas.

Los cincuenta
Enamoróse Emilio – ya canoso - de una chica muy joven – y muy tierna – por la que todos sentíamos un cariño muy especial, y se le escapó con ella muy a su pesar – se le veía afectado durante el resto de la semana y toda la siguiente – alguna confidencia. Ella le disculpó todo siempre, conmovida, seguro, por la tortura interna del solitario.

Los sesenta
Emilio acudía religiosamente a las fiestas de despedida, de cambio de destino y de Navidad. Allí, rodeado de jóvenes, cuando las parejas más cansadas se excusaban y se iban, el brazo de él rodeando protectoramente el cuello de ella, tras el café, el "cacharro", los homenajes y el puro, cuando llegaba el instante de disgregarse en coches de seis en seis, en rara ocasión rechazó quedarse a ver las del alba y lo hacía con los dos o tres de veras bohemios – dos veces más jóvenes que él  - , y entonces sentía que estaba vivo y disfrutaba auténticamente, sin fingir, una, dos, tres veces al año de verdad, en un polígono junto a la misma distribuidora de cervezas. A solas, en algo parecido a un camarote, su mano con manchas y crispada acariciaba, como acaricia la inspiración obstusa por el alcohol a un poema que no termina de llegar, las estrías del vientre de seda de la misma huraña, paciente niña dominicana, y  él le sonreía patéticamente emocionado. Pero ella miraba al vacío de su lado izquierdo muy seria,  con asco.

sesenta y cuatro
Una hermosa uva pasada, mucho más joven que él, lo tuvo tras la copa de su despedida  atrapado en un delicioso brete. Y aunque lo vi después derrotado y solo en el lavabo, yo me alegré mucho por él al principio.

Los años de jubilación
Creo que Emilio viajó mucho.

La muerte
En su funeral conocí por vez primera a sus cuatro sobrinos y a sus dos hermanas y a sus dos cuñados y a sus cinco sobrinos-nietos que vinieron de Madrid y La Rápita, para despedirle. Yo había envejecido  con él en el mismo zulo de la Delegación de Hacienda, alojado en la creencia de  que no tenía hermanos, amigos ni rastro alguno de familia.

efil

Parlamento:

LA REALIDAD
Martes, 11 de Octubre. 8 de la mañana. Otro día cargado de incógnitas se abre delante de mis narices. ¿Seré capaz de hacerlo? Quizás no, quizás vuelva de nuevo a casa, sombrío, huraño, consciente de mi eterna cobardía.
Dejo correr el agua fría sobre el lavabo. No la toco, no quiero mojarme, no quiero despertar a mi fétida realidad, a esa realidad que me devuelve el espejo y que refleja lo que no soy, un simple, sencillo y triste ser humano.
Como cada mañana, vuelvo a sentir esas increíbles ganas de vomitar. Siento la bilis llegar a mi garganta, empujando por salir, y su sabor ocre y gastado me inunda por completo. Mi cuerpo se rebela. ¿Qué pasó ayer? Apenas recuerdo gran cosa, gente caminando hacia ningún sitio, risas vacías, gestos deformes, copas, whisky, alcohol…
Mi ropa huele a desecho, no recuerdo cuándo fue la última vez que me puse una camisa limpia, aunque, a decir verdad, tampoco recuerdo lo que hice ayer… Creo que ya va siendo hora de que tome una decisión.
Miro mis manos y veo que empiezan a temblar. Este temblor…, ¿seré capaz de hacerlo? Mi mente duda, mis manos tiemblan y, sin embargo, sé que tengo que hacerlo, lo sé….
Lo supe desde hace meses, desde el mismo momento en que me despidieron, cuando aquel cerdo y piojoso me llamó a su despacho y, entre sarcasmos, me dio la esperada noticia. “Le echaremos de menos…” Maldito cabrón…, 20 años en la empresa, 20 largos años sufriendo, tragándome mi dignidad y mi orgullo, guardándome las ganas de gritar, de sacudir tu feo rostro… “Le echaremos de menos”…, no te preocupes, pronto acabará todo…
Salgo a la calle y todo me da vueltas. “Hoy es el día”, lo sé. Siento que mis piernas se ponen en movimiento, autómatas, independientes, sabiendo qué rumbo tomar. Todo mi organismo funciona de forma autónoma, no depende de mí, no quiere que participe, la decisión está tomada…
La gente sigue su camino sin prestarme apenas atención, no soy nadie, sólo un ser invisible dentro de este laberinto. Mis manos siguen temblando, las encierro en los bolsillos, siento algo afilado en su interior, y mis labios resecos fuerzan una extraña mueca.



11.30 h. El primer whisky sirvió para calmar el temblor de mis manos, y ahora, después de otros 2 más, me siento tranquilo, muy tranquilo. Pensaba que el alcohol me infundiría el valor que me pudiera faltar cuando llegara el momento…, pero me siento bien, extrañamente bien, como si alguien dirigiera mis movimientos desde la distancia.
Quizás sólo sea un títere en todo este espectáculo, quizás alguien esté moviendo las cuerdas de mi vida. Desde luego, si fuese así, me gustaría conocer a ese alguien y decirle unas cuantas cositas… Es posible que incluso me cayese bien; sólo alguien con un fino sentido del humor y con una visión irónica de la vida podría estar dirigiendo mi destino.
¿Dios? Uff, más bien Lucifer, o al menos no ese Dios que me enseñaron en la escuela, ¿verdad, Sor Teresa? Un Dios justo, bondadoso, compasivo…, pues conmigo se ha lucido… O está probando nuevos martirios o es todo un cachondo… Mmmm, creo que el whisky está haciendo efecto…
Todavía tengo tiempo. Hasta dentro de media hora ese cabrón no vendrá a tomarse su café de media mañana, pero esta vez puede que le resulte un poco amargo… No, dejaré que se lo acabe, dejaré que lo saboree, que sea el último placer que tenga en este mundo, que se lleve su café al infierno y lo disfrute durante toda la eternidad.
Mi vida se ha ido a la *****, ya nada tiene sentido, lo sé, y no me importa. Tengo 47 años, un divorcio a mis espaldas, dos hijos a los que casi ni veo y a los que nada puedo ofrecer. Manos vacías, no hay futuro, no hay salida…, ¿para qué quiero vivir este maldito presente?
Y ese cabrón riéndose a mis espaldas. Jugando con mi vida a la ruleta rusa, echándome a la calle sin importarle una ***** lo que me pase… Pero pronto todo acabará, se hará justicia, al menos MI justicia…


Estoy sentado en una esquina del bar, de espaldas a la puerta. No le he visto entrar, pero siento su presencia. Mis manos han vuelto a temblar, parece que presienten lo que va a ocurrir, están nerviosas, activas…, los dedos repasan el borde afilado de la navaja…
-   Buenos días, D. José. ¿Lo de siempre?
-   Sí, Manolo, pero ponme la leche calentita, que hace un frío de muerte.


Su voz…, penetra en mis oídos, revuelve mi estómago…, de nuevo esas ganas de vomitar… Apuro de un trago el enésimo vaso de whisky y siento como su calor invade mis entrañas, mis manos se relajan, de repente el tiempo parece detenerse y vuelvo a ser el espectador privilegiado de una vida ajena.
Mis pies se ponen en movimiento, lentamente, sin prisas. Me aproximo a la barra del bar y me coloco a su lado, espalda contra espalda. No me ve, no le veo, pero cada poro de mi piel siente su viscosidad, su repugnante presencia.
Ha llegado el momento. Me giro y veo su espalda frente a mí. ¡Dios, qué asco…! Siento la bilis llegar hasta mis labios y hago un esfuerzo sobrehumano para no vomitar. Mi mano derecha sujeta con firmeza la navaja en el interior del bolsillo, mi mano izquierda se eleva hasta alcanzar su hombro. Tocarle…, será la primera vez que tenga un contacto físico con esta bazofia, pero no será la última…
¿Podré hacerlo? ¿Tendré el valor suficiente…? ¡Dios! ¡Por qué dudo ahora…! Es fácil, sólo un pequeño movimiento, saca la navaja y clávasela en su podrido corazón… Lo has pensado durante tanto tiempo, has vivido este mismo momento en tu cabeza tantas veces… que ahora no puedes permitirte vacilar.
Pero me siento petrificado, de pie, frente a su espalda, la mano derecha en el bolsillo, la izquierda sobre la barra del bar. Noto los latidos de mi corazón bombeando una sangre que parece haberme abandonado. Un líquido viscoso se extiende por el bolsillo de mi abrigo… Es mi sangre, mi mano ensangrentada sigue apretando el filo de la navaja…
Consigo darme la vuelta, de nuevo espalda contra espalda. No siento el dolor de la mano, no siento nada…, sólo un inmenso vacío, una tristeza infinita que me ahoga y que invade mis entrañas. De nuevo las ganas de vomitar…, siento que todo mi cuerpo se estremece con unas arcadas que provienen de lo más profundo de mi interior…
Y vomito, y expulso todas las miserias que me invaden, y el suelo del bar se llena de mi dolor, de mi cobardía, de mi llanto… Siento cómo el dueño del bar me empuja hacia la salida, oigo voces a lo lejos… “si no sabes beber…”, risas, miradas…, mientras me llevan en volandas hacia la calle. Y me dejo llevar, y dejo que se rían de mí, y siento cómo las lágrimas se mezclan con mi saliva, y rompo a llorar…
Vuelvo a casa, sucio, desgastado, hundido… Me siento en el viejo sofá, y la navaja cae a mis pies. La recojo, aún conserva los rastros de mi sangre seca sobre su hoja, la acaricio… Mañana será otro día. ¿Tendré el valor suficiente…?

Dorian Gray

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