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III Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 05, 2011, 11:17:53 AM

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Parlamento

ESPERANZA

Le rodean cuatro muros, está sin salida...

Un frío implacable amenaza en consumirlo, allí, sólo.
Una dulce agonía sobrecoge su sensible cuerpo,
El ruido de los vientos produce una canción engalanada de ruidos ensordecedores que hacen temblar sus oídos.

Una llama de fuego resplandece desde lo lejos, es la llama de la esperanza;
pronto se apaga, era un simple reflejo.

Al canto de la canción que producen los vientos se le unen los aullidos de las
bestias y fieras que le rodean, parece una pesadilla terrible que solo es posible en una imaginación tortuosa casi infinitamente indescriptible.

La noche es tan oscura que por un momento parece no sentirse con vida, ni
siquiera se le escucha la voz, entonces su mente se encarga de susurrarle
inspiradores ilusiones, en un desesperado intento de no opacar su inquebrantable corazón.

Desea en lo más profundo de su alma ver nuevamente a aquel reflejo de luz, pero no está seguro si sus ojos están abiertos, lo que sabe es que está totalmente inmóvil en medio de densas tinieblas de absoluta oscuridad.

De todos los sonidos confusos sobresalta un leve murmullo, es su respiración... de la manera más extraña se torna en un aire pausado, desea entonces concentrarse y arraigarse en aquel dulce sonido, es lo único tranquilo que puede escuchar, es lo único quizás en lo que puede confiar.

Las horas se hacen eternas, a pesar del dulce sonido no puede soportar el dolor, por cada imagen que aparece en su mente, por cada parpadeo de sus ojos, por cada gota de sudor, aumenta con intensidad su dolor y su agonía.

Un fuerte sonido truena en medio de la oscuridad, es mucho más fuerte que los
vientos, mayor que los aullidos de las bestias que lo rodean...

Siente como si sus piernas fuesen devoradas por la tierra, lo consume poco a
poco hasta llegar más arriba de la cintura, muy cerca de su pecho...

El frío lo siente hasta en sus huesos...

Trata de ahogar su aliento de vida...

Trata de callar los susurros de ilusión que emite su mente...

Trata de aplacar el deseo de su alma...

Trata de opacar su corazón...

Una llama de fuego resplandece desde lo lejos, es difícil creer por que parece un reflejo, se resiste a observarlo, se siente engañado hasta de sus propios ojos, no cree en los susurros, ni en su corazón, ni en el deseo de su alma...

Cierra sus ojos, ha decidido estar muerto, así halla cierta seguridad... Una
seguridad indeseable...

Siente una mano en su hombro, es un hombre que está dispuesto a ayudarlo...

Sabe entonces que se trata de la esperanza.

Ricardo
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

UN HEINKEL-46, DE FABRICACIÓN ALEMANA


Fausto agarró la palanca con las dos manos y, empujándola con fuerza, cambió las agujas. La vía quedó dirigida al muelle de carga. Iba a llegar un tren, aún era un misterio a qué hora, con tropas de refresco (reclutas heridos de miedo) y armas, provisiones y material sanitario. Oyó la sirena y, enseguida, los gritos: "¡Viene la pava! ¡Corred al refugio!"  Pero los avisos llegaban tarde. Sobre su cabeza, oía ya el cloqueo estrepitoso del bombardero y el ronroneo de los cazas que le daban escolta. Fausto levantó los ojos al cielo y vio que se desprendían motas negras de la pava, un Heinkel-46, de fabricación alemana. A medida que descendían, chillando, aumentaban de tamaño: una mota, un puño negro, un yunque, una bomba. Al momento, el estallido. Un viento de infierno lo envío al otro lado de las vías, y lo dejó amontonado con las astillas de la caseta del guardagujas.
Le faltaba el aire. Aspiró con fuerza. El dolor lo acabó de dejar sin resuello.  Estuvo un rato tendido, inmóvil, juntando fuerzas y determinación. Su cuerpo, tan reacio a moverse, en aquel momento, como su mujer a acudir al refugio cuando llegaban los bombardeos; "si nos llega la hora, prefiero morir en casa que tirada en esa zanja que llamas refugio", aseguraba ella. Fausto se incorporó, despacio. A cincuenta metros, en medio de las vías, un cráter; los raíles, rotos y retorcidos, apuntaban al cielo. El tren de los reclutas no podría entrar en el muelle de carga. Se palpó y comprobó, con alivio, que no estaba herido: el balastro que había volado como metralla no había impactado contra su cuerpo. Se le vino a la boca un buche de sangre. No tenía heridas abiertas y sin embargo. Con el puño de la camisa se limpió la humedad tibia que le rezumaba de los oídos.
Seguían cayendo las bombas, sobre las vías, la estación, el pueblo, pero caían en silencio. 
   Intentó ponerse de pie. Sintió un pinchazo helado en la espalda. Respiró con cuidado. Aspiraciones leves y repetidas, como suspiros delicados. Consiguió ponerse de pie, por fin. Escupió la sangre que le llenaba la boca y emprendió la marcha hacia su casa. El aire limpio y plácido de aquella mañana de abril no encajaba con la tragedia que se estaba viviendo en España, en el pueblo, tan cerca del frente de guerra; el cielo se mantenía neutral o insensible. El tiempo, simplemente, hacía lo que podía para conservar la rutina. También la gente. Pocas semanas atrás, había sido carnaval: hizo frío, como correspondía, y Fausto y su amigo Antonio se pasearon por el pueblo disfrazados de mujer, según su costumbre.   
Llegó al paso a nivel de la farmacia. Caminaba inseguro, apoyándose en las paredes de las casas paralelas a las vías. A este lado, el pueblo; al otro, las tierras. Junto al paso a nivel, Peris había sembrado un campo de algodón, ¡qué ocurrencia, con la falta que hacía el grano!  Fausto abandonó la calle de la Vía Férrea y se metió en el corazón del pueblo. Pasó junto a la tapia del patio de la escuela. Araceli, su hija mayor, siempre leyendo, quería ser maestra. La hija de un obrero, maestra de escuela. Dobló la esquina de la calle de la Balsa. Tuvo que pararse. Se sentó en el suelo. Estuvo respirando a pocos y a lentos, despreciando el dolor. Tiró al suelo el pañuelo empapado en sangre. Seguía sin oír nada. Eso era lo de menos. Si era necesario aprendería a leer en los labios. Aunque, el tintineo de Regina y Carmita, sus hijas pequeñas, cuando reían. Volvió a ponerse de pie. Se sentía aliviado por el descanso.
Las calles estaban desiertas. Una mula aparejada, con las riendas a rastras, pasó al galope, sin hacer ruido, buscando quizás el amparo de la cuadra.
Faltaba poco. Llegaría. Llegaría a tiempo. No se veían columnas de humo por donde su casa. En los oídos le nació un borboteo suave, como el de su madre rezando padrenuestros. En la esquina de la calle de Poniente, un perro: el rabo entre las patas, el pescuezo estirado, el hocico dirigido al cielo, la boca entreabierta: Fausto vio que estaba aullando.
   Al llegar frente a la vaquería de Laureano, percibió el hedor tibio de la leche agriada y del estiércol, pero no oyó los mugidos. Ya, sólo cuatro pasos.
   Empujó el portalón y entró en el enorme zaguán empedrado de su casa. Las mujeres estaban sentadas en sillas de anea. Habían cerrado las contraventanas para conjurar el peligro. La luz de un quinqué enrojecía la penumbra. Su madre, de luto perpetuo, pasaba las cuentas de un rosario y, una y otra vez, se remetía el cabello bajo el pañuelo que le cubría la cabeza.
   Cuando lo vieron, tambaleante y con un hilo de sangre en la comisura de los labios, saltaron de las sillas y acudieron a auxiliarlo. Fausto le dio un beso en la frente a su madre. Se fundió en un abrazo con ella, con su mujer, Dolores, y con sus hijas. Quiso aupar a Carmita, la pequeña, pero le fallaron las fuerzas.
   —Estáis bien, estáis bien... —musitó con una sonrisa.
   Y sólo entonces, en aquel zaguán inmenso, mi abuelo Fausto se permitió dejarse caer junto a una aspidistra, ya muerto.

Julián escudero
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Luna llena


Viajo en un tren que ha partido desde mi pueblo, rodeado de montañas verdes, con dirección a tu ciudad de altos edificios y grandiosos parques, de los que estoy segu-ro, en tiempos atrás, formaron parte de antiguos bosques. Apoyo una mejilla en la ven-tana de mi asiento y contemplo una luna de primer cuarto. La contemplo melancólica-mente y me pregunto: ¿Dónde estará su otra mitad? También me pregunto, no sin dejar de avergonzarme de mi impuntualidad, si ya me esperas sentada en nuestra fuente, que hace brincar chorros de agua, como si fuesen de ballena. Le apuesto mi vida al mundo a que seguramente no has cogido el tren a tiempo porque, como alguna vez te ha pasado, habrás salido de casa sin las llaves, que no echaste de menos, hasta que el tren de las once estuvo llegando a la vía. Estoy segura, si ya estás de camino aquí, que estás con-tando las luces de Madrid, que te gusta describirlas como si fuesen estrellas de fuego que brillan parpadeantes en el horizonte. No me había dado cuenta de la luna. Aún así, en su último cuarto, como científicamente se conoce, es preciosa; aunque me pregunto dónde estará su otra mitad. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siee, ¡vaya!, perdí la cuen-ta. Siempre me pasa lo mismo. He contado dos veces una estrella de fuego y ahora ten-go que volver a empezar. Lástima que esta noche nuestra fuente esté en silencio. Los soplidos del viento dibujan anillos en sus aguas dormidas; pero, ¿a quién se le ocurre tirar un bote de refresco? ¡Qué tibia está! La temperatura es suave y muy cálida ¿Por qué siento que la luna me persigue? Hay algo en ella que ilumina mis ojos, atraviesa mis pupilas y me hipnotiza para hacerme creer que me persigue misteriosamente. Me imagi-no que si ella se aburre de perseguir al tren en donde estoy viajando, cambiaría de ruta para perseguir a otro. Pero a propósito de si la luna me persigue o no, me pregunto ¿Dónde se encontrará su otra mitad? Raúl me acaba de enviar un mensaje. A ver, ¿qué me dice? Llego en veinte minutos. Besos. Por mí estará bien. Además aprovecharé para hacer lo que había pensado esta tarde. Iré a por una rosa ¡Vaya! En cuanto me he puesto de pie he sentido que alguien lo ha hecho conmigo. Siento una presencia a mí alrededor, siento algo que me acompaña y estoy sola. Es raro. Porque siento más a esta presencia que a la gente que está cerca de mí. Tal vez haya sido un beso de la brisa que yo he con-fundido con una presencia escalofriante. Bueno, me dejaré de tonterías. Iré a por mi rosa, que será rosa de amor cuando a Raúl se la regale. Por fin, ya estoy aquí. Es muy extraño esto de bajarse de un tren en mitad de la noche, habiendo sido el único pasajero. Los grillos cantan a lo lejos. Me siento solo en este andén oscuro. La luz de la media luna dibuja mi sombra y la alarga en el suelo mientras camino a la salida de la estación. Esta rosa es muy bonita y desprende un olor fresco y perfumado. Espero que te guste, mi niño impuntual.

Veinte minutos más tarde...

Creo que es Raúl. ¡Sí, es él! Estás muy guapa, cariño. Oscuro el parque, pero tu sonrisa blanca como la nieve brilla en la oscuridad donde me has esperado. Veo que no estás sola ¿Una flor para mí? Sé que te gusta hacerte esperar. Aunque no debo mentirme. Me ha gustado echarte de menos y no será nuestra última vez. Me gusta la calidez de esta noche pero más tu sonrisa, preciosa ¡Qué guapo estás con ese peinado de raya al medio! ¿Te habrás puesto gomina? ¡Verde que te quiere verde con ese vestido que roza el suelo, parece como si flotaras. Es la primera vez que llevas la camisa por dentro de los pantalones, y también llevas puesto los cinturones que te regalé por las navidades pasadas. Te he echado muchísimo de menos, mujer de mis sueños hechos realidad. Es-pero que te guste mi rosa. Por suerte, esta vez, llevo conmigo los bombones y nos los comeremos todos hasta empalagarnos, hasta sentir que la lengua se nos pegue al paladar ¿Qué escondes por detrás? ¿Un ramo de rosas? O ¿Tus manos de poeta para abrazarme?
Mientras Raúl y Noelia corren el uno al otro para encontrarse con un abrazo, sin dejar de sonreírse, las mitades de la luna llena están a punto de colisionar y van al ritmo de los pasos de Raúl y Noelia. Los dos se dan un abrazo y las dos mitades de la luna se unen perfectamente. Un destello de luz incandescente ilumina Madrid por unos segun-dos, como si todas las estrellas del firmamento hubieran parpadeado a la misma vez.

Hablador
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

NAUFRAGIOS


Maria Ermita tejía naufragios. Frente a la Costa de la Muerte, sabía que a un naufragio le sucedía otro peor. Según iban naufragando los barcos, iban naufragando las vidas. Era el mar, lo abrupto de sus costas aquello que ocasionaba una tragedia tras otra, a veces se oían otras voces, entonces María Ermita se santiguaba, podía ser la Santa Compaña buscando el alma de los hombres de mar.

María Ermita se envolvía en el manto que tejió entre naufragios. A su padre se le tragó el mar, a su abuela la estampó contra las rocas mientras recogía percebes,  a su marido también se lo arrebató el mar. Ella quiso aferrarse a la tierra, a las cosechas de patatas, de cebolla y cereales, y hornear pan, de día y de noche hornear pan, como hizo su madre, todavía firme ante el horno donde se tuestan hogazas, roscones y empanadas, para que sus hijas den por terminado el manto de naufragios. Sin embargo al fondo siempre está el mar.

Sol es la hija mayor de María Ermita. Esta dorada por su astro, es dura y difícil de eclipsar, se aferra a la tierra y no quiere tratos con el mar. Por el contrario la hija pequeña, Estrella, se esconde entre nubes, es tímida,  y sus momentos  mas felices están en la oscuridad de la noche mirando el mar.  María Ermita la protege más que a Sol porque sabe que es fácil hacerle daño en el corazón.

•   Tras un naufragio siempre hay otro, le repetía su madre a María Ermita, es la forma en que se hunden nuestras vidas en la Costa de la Muerte.
•   No hable así madre. Gracias a Dios tengo dos hijas. He intentado por todos lo medios que ellas no se acerquen a la mar.
•   A Estrella le gusta mucho madrugar para el marisqueo, hablar con los marineros. Debes poner medios para traerla a tierra. Puede ser la mujer del de la tienda, o del candelero...
•   Todos salen a la mar.
•   Sol se ha casado bien con el hijo del herrero, no sale a la mar.
•   En este lugar no hay dos hombres que no salgan a la mar.
•   Pues busca el segundo para tu hija Estrella.
•   A Estrella siempre le queda el horno.
•   Tras otro naufragio. Maria Ermita, aleja a Estrella del mar.

Mientras tanto, Estrella salía cada noche para ver amanecer sobre el mar y los naufragios se sucedían en la Costa de la Muerte. Cuando ya a los marineros no se les podía ayudar y los cuerpos que la mar devolvió yacían inertes sobre la playa en espera del momento de su sepultura, las gentes se daban a re coger naranjas o dátiles, o tejidos ingleses o sedas de la China que se acercaban al lugar como orugas solitarias de lo que fue una procesión.

El Capitán Calver y su tripulación tuvieron más suerte. Estrella vio como un navío se destrozaba contra la costa. Un halo de faroles y capas negras aparecía y se esfumaba entre las rocas.

"La Santa compaña" gritó Estrella mientras corría al lugar.

Cuando Estrella llegó al lugar todavía había marines que se debatían entre la vida y la muerte en el Oceáno, entre ellos el capitán Calver. Comenzaron a bajar hacia las rocas vecinos del pueblo y hacia el mediodía se comprobó los hombres que se habían salvado. Se salvaron todos aunque nunca apareció el menor rastro de su cargamento de diamantes desde África.

Estrella prestó los primeros auxilios al Capitán Calver y en su propia casa se acabó de reponer.

•   María Ermita, a la niña se la va a llevar el mar.
•   Calle madre, calle. Después de luchar tantos años contra naufragios.

Siempre buscando su cargamento, según se iba reponiendo, el capitán Carver y Estrella,  comenzaron a pasear entre las rocas y las playas de la costa.

•   Escucha Estrella, se pierde la luz del faro. - Le dijo un día el Capitán – Ahora lo recuerdo todo bien. Aparecen numerosas luces, como luciérnagas gigantescas, candiles como faros que parecen querer socorrernos desde la costa. Nos dirigimos a ellas pensando que nos quieren salvar desde la costa y nos empotramos contra las rocas.
•   Es la Santa Compaña que quiere el alma de los marineros. Yo la he visto muchas veces y no la temo. Llevan sus candiles enormes, sus cubos, las negras capas que esconden el rostro y el cuerpo de sus almas en pena. Se esconden entre las sombras de las rocas y ahí permanecen hasta el amanecer.
•   No Estrella, no son almas, son hombres de carne y hueso. Son hombres envilecidos que buscan las mercancías de nuestros barcos para trapichear y enriquecerse pese a las vidas que con ese negocio se cobran.
•   ¡Capitán Calver! Insinuáis que mis vecinos, marinos que arriesgan su vida en el océano y sus costas son ladrones y matarifes. 
•   Todos no, Estrella, todos no. Los más son gentes de bien. Sin embargo, por desgracia, en todos los lugares del mundo hay bandoleros en tierra y piratas en el mar.
•   ¡Es la Santa Compaña! ¡Tan difícil te es creer en las ánimas!
•   Escucha Estrella, escucha, mañana llega un buque, un carguero de armamento. Todos los piratas aprecian ese botín. Pasaré la noche en la costa. Los barcos que llegamos de lejos solemos arribar antes del amanecer.
•   Iré contigo. No temo la Santa Compaña, la he visto más de una vez.

******

•   Madre, era él. Era el marido de Sol. Así se enriquece mientras otros hombres mueren. Eran cuatro o cinco piratas, el Manoliño de la Rua, Serafín del molino y no se cuales eran los otros tres más. Ellos comprando tierras mientras mueren los hombres en el mar. Yo los vi y los capitaneaba él.
•   No quiero ni oir hablar del tema, Estrella. Es la Santa Compaña, siempre se dijo que es la Santa Compaña, la que siembre de muerte nuestra Costa. Se une el tiempo, los huracanes, las altas olas, los indomables acantilados....
•   Ellos buscan dinero y otros hombres mueren en el mar.
•   ¡Estrella! Haz una cruz con tus índices y bésala. No quiero ni volver a escuchar eso. ¡Es el marido de tu hermana!. Aunque fuera verdad, será un inviolable secreto.
•   Estrella, hija, no te vayas al mar.
•   Abuela, no temas. Madre, no viviré aquí con ese secreto mientras mueren hombres de  bien en el mar. Me iré con el Capitán Calver.
•   Te lo dije María Ermita, te lo dije. A Estrella se la llevaría el mar.

******

Hay una estrella errante a la que María Ermita va a rezar todas las noches, al acantilado, cerca de la playa en la que el mar devuelve a sus víctimas. "Te pido perdón si es el marido de Sol, ese que yo adopté como hijo quién me ha robado vuestras vidas. Yo quiero seguir pensado que en las costas sólo están los trabajadores, hombres de bien que arriesgan sus vidas por un pan que comer".
María Ermita se envolvía en el manto que tejió entre naufragios. De todos hay que reponerse, pero el último siempre es el más doloroso. Sin duda, este último fue el más cruel. A la playa llegó el cadáver de su hija Estrella abrazada a su niño de corta edad. Esta vez no tuvo tanta suerte como en veces anteriores el Capitán Calver. Sólo se salvaron él y otro marino que murió al amanecer.  El Capitán Calver encargó una losa de mármol para cubrir el cuerpo de su esposa y su pequeño hijo. Descansarían en la costa dónde Estrella descubrió a los piratas del mar, desde dónde le gustaba contemplar la noche y el amanecer.

Caterina albert
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Caramelos a los niños


   Es 10 de julio de 1995 y sé que va a ser un día perfecto. Comienza la aventura, nos vamos a la tierra de la plata, a la ciudad de las ilusiones. Mi madre dice que sus campos están llenos de oro y que tiene un manantial con aguas medicinales. Cuenta la leyenda que unos sabios medievales construyeron allí un castillo a base de piedras preciosas, una fortaleza en la que vivieron más de cien años ricos e inmunes a todo dolor. Nosotros también seremos ricos, también seremos fuertes.

   Como lo serán las cientos, las miles de personas que vienen con nosotros. Llevan días saliendo autobuses en dirección a la villa de los sueños. Todos hablan de la seguridad que impera en sus calles, todos hablan de confianza, protección y suerte, en Sarajevo no se escucha otra cosa. Sé que seremos felices en Srebrenica.

   Ya tengo pensado qué hacer en cuanto llegue, saldré a buscar oro para comprar kilos y kilos de chocolate. Mi madre dice que aquella ciudad tiene el mejor chocolate de toda Bosnia. Me cuesta creer que pueda probar alguno mejor que el que tú preparas, abuela. Te voy a echar tanto de menos. Aún sigo sin entender por qué no quieres venir con nosotros.

   Todavía no ha salido el sol pero estoy seguro de que nos irradiará con toda su fuerza. Huelo a vida, percibo ya la esencia de la montaña, su aire puro y el tono marrón y verde que la envuelve. Dentro de poco llegaremos a nuestro nuevo hogar.

   Apenas tres horas después entramos en las calles de la ciudad, pero, ¿dónde está la gente?, quizás estén dormidos, quizás no tengan que madrugar. Lo olvidaba, ¡son sus tierras, tienen oro!, ¿para qué iban a trabajar? Abuela, prometo alcanzar el triunfo tan pronto como pueda, prometo hacerme grande, listo y próspero para mandarte todo mi dinero y que vengas con nosotros, no pienses que me voy a olvidar de ti, te escribiré una carta cada día.

   Acabamos de entrar a un sitio un poco sobrio y gris, pasaremos aquí la primera noche. Esto no es lo que esperaba, creí que iríamos directos a casa, pero dicen que aún no está lista,  que para verla impecable, inmejorable, para que esté magnífica, tendremos que esperar a mañana.

   La noche acecha. Los tres juntos nos acurrucaremos en la moqueta de esta parca y gris
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habitación. Menos mal que será solo por hoy, me consuela pensar que en tan sólo un día yaceré junto al calor de la lumbre, viendo cómo el fuego consume los troncos en la nueva chimenea, en el nuevo hogar.

   Amanece un 11 de julio de 1995. Es una mañana diferente. Es mi primera mañana en Srebrenica. Estoy deseando salir a explorar la ciudad. Antes de que mis padres se levanten voy a ir en busca del manantial y les traeré un poco de ese agua bendita. Verás qué sorpresa se llevan al despertar y   sentirse redimidos con su mera brisa. Nos lavaremos la cara con ella y rebosaremos energía para el gran día que nos aguarda. Hoy nos toca estrenar una vida.

   Salí con apremio a la calle, pero me quedé parado de repente. Había algo diferente. Era el paisaje, su silencio o quizás el olor. Sí, creo que era su olor. Sentí el mismo aroma que invade el aire de Sarajevo el primer domingo de marzo, cuando voy con mi padre a ver el campeonato nacional de velocidad. No hay duda, olía mucho a gasolina. Y comencé a escuchar el ruido de motores, decenas de ellos. ¿Qué estaría pasando por esos lugares solitarios tan temprano?

   Cuando mis ojos miraban estupefactos tanto alboroto apareció mi padre y me cogió rápidamente del brazo. Me regañó por salir solo y sin avisar. Le pregunté qué estaba pasando en las calles de Srebrenica y, tras pararse a divisar cuanto le rodea, tras unos instantes de silencio, me dijo que hoy era la fiesta nacional, un día de los grandes. Y para celebrarlo los militares desfilaban ante los ciudadanos. Era una bonita exhibición. Seguro que él también se impresionó tanto como yo al verlo, me lo decían sus ojos, lo noté en su cara.

   Y es que había cientos de militares por todas partes. También había tanques, era la primera vez que los veía de verdad, me habría encantado subirme a uno, pero tuve que volver a aquel lugar gris en el que pasamos la noche....

   Y como lo prometido es deuda, en cuanto llegamos mi padre se apresuró e hizo las maletas. Le dijo a mi madre que había llegado el momento de marcharse. Era perfecto, todo iba más rápido de lo previsto. Nos dirigimos a un almacén de Potocari, allí nos reuniríamos con unos señores que nos harían entrega de las llaves de casa. Mi padre los llamaba los cascos azules porque también iban disfrazados para la fiesta nacional. Yo quería vestirme como ellos pero, ante todo, lo que más quería era instalarme en mi gran habitación.

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   Los cascos azules debieron retrasarse con el jaleo del desfile porque cuando llegamos no tenían las llaves preparadas, así que tuvimos que esperar para poder trasladarnos, junto con mucha otra gente que también iba a mudarse. Era sólo cuestión de minutos, o quizá de horas.

   Y entre tanto escuchaba cómo las calles cobraban vida. Poco a poco emergió el ruido de los tanques y de los militares. Incluso se oían disparos. Era el desfile más perfecto que jamás había visto, en el lugar más perfecto en el que nunca había estado. Todo era como un sueño.

   Pero apenas pude asomarme por las ventanas de aquella nave repleta de gente para ver la fiesta. Mi madre no me dejaba, siempre me interrumpe en los mejores momentos. En ese instante quise llorar  por la rabia de no poder salir a disfrutarlo, pero también por la emoción de la nueva casa. Todo pasaba tan rápido que era incapaz de controlar mis sentimientos. Pero tenía que contenerme, ya tengo 8 años y no debo llorar en público. A mi madre sí que le cayeron unas lágrimas. Seguro que en ese momento era feliz.

   El alboroto no cesaba. Nunca vi en Sarajevo a la gente expresando tan libremente su alegría, gritando sin miedo. ¡Viva la libertad de expresión y viva la locura! Yo también quería salir a divertirme con el resto pero mi madre me lo impidió, dijo que debía obedecerla y permanecer callado junto a ella, tal y como hacían los demás niños que aguardaban en aquel lugar. Aunque debo confesar, abuela, que tuve que contener mucho mis ganas de gritar. Y de volar.

   Menos mal que alguien se acordó de nosotros. De pronto entraron militares al almacén, éstos sin casco azul (pensarían, como pensé yo, que era ridículo). Irrumpieron como irrumpen los vaqueros en las películas del oeste, como lo hacen los pistoleros en las películas de acción, con el mismo ímpetu. Venían a recoger a todos los hombres que había en el lugar para que participasen en el desfile. Yo intenté ir con ellos pero ni siquiera conseguí que me vieran. Mi padre se marchó con ellos. 

   Reconozco que me dio envidia su suerte, aunque no puedo quejarme porque ahora soy famoso abuela, ¡he salido en la tele! Y es que un montón de cámaras entraron a la nave a la misma vez que lo hacía un señor muy bien vestido y su séquito de guardaespaldas. No tengo ni idea de quién era, quizás el rey o algo así. Fuese quien fuese debía ser una gran persona, como todo el mundo aquí, porque vino a darnos un caramelo a cada niño, sin más. Y después se fue.

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   Entretanto mi madre y yo seguíamos esperando a que pasase el revuelo para poder ir a nuestro nuevo hogar. Ya empezaba a desesperarme. No podía hacer nada, no era mayor para disfrazarme, pero era grande para jugar. El tiempo pasaba despacio. Al final me pudieron las fuerzas y arranqué a llorar. Y de nuevo lo hizo mi madre, esta vez mientras me abrazaba.

      Y así llegó la noche. Mi padre no había vuelto aún, tampoco lo habían hecho aquellos hombres con cascos azules que tenían nuestras llaves. Sólo podía pensar en la grata, alegre y divertida vida que me esperaba en Srebrenica. Íbamos a vivir en una casa grande con jardín. Por fin podría tener un perro y sacarlo a pasear, lo llevaría cada día a beber agua del manantial. Y me quedé dormido pensando en el nombre que le pondría. Al tiempo, la ciudad se durmió conmigo, enmudeció.

   El 12 de julio esclareció con la sonrisa de un buen augurio. Al despertarme escuché voces que anunciaban que en tan sólo unos minutos llegarían autobuses para llevarnos a nuestras casas. Ya estaba todo listo, como me habían prometido. Sólo faltaba algo, papá aún no había vuelto. Después me dijeron que los hombres, al término del desfile, se fueron a la urbanización para preparar nuestra llegada. Habían estado toda la noche trabajando para que nada fallase. Iba a ser genial. En cuanto vea a mi padre le pienso dar el mayor abrazo que pueda darse en el mundo.

   Llegó nuestro autobús y tras una hora de viaje vi la luz del que iba a ser mi nuevo hábitat. El verde brillaba de entre todos los colores con una fuerza colosal, pero no se veía ninguna casa. Las madres se fueron juntas para dejar las maletas y organizar cada hogar . La mía ha me dijo que prepararía las habitaciones y cocinaría spaguettis, mi comida favorita. Cuando lo tuviese todo a punto vendría a por mí.

   Para no molestarlas los niños nos fuimos a jugar al que, desde ese mismo momento, sería nuestro colegio. ¡Y por fin pude hacer algún amigo! Me acerqué a una niña rubia que no paraba de llorar. Le dije que no tuviese miedo, que sus padres vendrían enseguida a por ella, pero no me hizo caso, decía que sus padres no iban a volver y que tampoco lo harían los míos, que se los habían llevado los serbios. ¿Y para qué se iban a llevar los serbios a nadie?

   No sé qué pasa abuela, pero aquí hay más niños que gimen, suspiran y sollozan. Ya han pasado varias horas y mi madre no viene a por mí, no ha venido nadie. Hace frío y tengo hambre. No sé a qué viene tanto misterio, ya vale de tantas sorpresas. Sé que mis padres se han esforzado al
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máximo para ilusionarme pero estoy empezando a tener miedo. Nadie habla, solo hay silencio. Lo único que  sé es que otra vez se hace de noche y no tengo cama. Abuela, nunca pensé que diría esto, pero quiero volver a casa.

Julio de 1995
SAMIR
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

NUESTRO CINEMA PARADISO


"Sin tabaco no habría galanes como Humphrey Bogart o Gary Cooper. Sin galanes como éstos no habría película, sin película no habría cine y sin cine no habría penumbra donde meter mano a la novia los domingos"
Francisco Umbral

Recuerda las tardes de cine, en aquellos días de luz de la adolescencia. Su olor a maíz recién tostado y Barón Dandy. El cine era nuestra primera escuela porque en él se nos mostraba la realidad antes que en nuestra propia vida. ¿Recuerdas? El cine era nuestro compañero en el oro molido de los crepúsculos. Teníamos sueño pero el cine luego creaba nuestros sueños y desordenaba el viento.  Era nuestra caverna platónica. Gracias a él, juntos, contemplamos el primer beso con ojos de vidrio y honda claridad y le pusimos nombre a aquel rostro que nos definió la metamorfosis de la melancolía. El cine fue para nosotros la continuación de nuestra existencia. En aquella burbuja, desconectados de la realidad, vivíamos nuestra realidad. Supimos que Marilyn Monroe era una fiesta; que la imagen de Marlene Dietrtrich estaba hecha a la medida del Arte; pudimos contemplar los ojos sin fondo de Greta Garbo o sentir la memoria helada de Casablanca. Recuerda que en el cine siempre nos encontrábamos a los solitarios. A esos que, por dos duros, podían comprar la felicidad y hasta algún amor que después se hacía teatro andante en las paredes ocres de su habitación. Para ellos el cine era la manera más real de ser ellos mismos. A través de él hablaban con ese Dios que todos llevamos dentro. Luego los veías salir felices, alegres, al silencio de la calle, como si, durante ese tiempo, hubieran descubierto su identidad a través de los actores de moda. El cine creaba un camino que no se hacía al andar, sino al regresar, edificando  nuestro particular ángulo de eternidad. Al cine venías tú. Y allí enlazamos nuestras manos en un resplandor salvaje para siempre. El cine le ponía nombre a nuestros deseos en las metáforas de luz de los domingos. Más tarde, la dura realidad diluyó aquel sagrado misterio. Sí, se cerró nuestro Cinema Paradiso. Pero nunca olvidaremos el primer plano exacto y genial de la Bergman con la chaqueta de esmoquin del dueño del café. Y, sobre todo, no olvides que, siempre, siempre, nos quedará París.

BEGASTRI
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Y nos separamos


Ella siguió su curso y yo no, ésa fue la diferencia.
   Desde el momento en el que nos separamos, el aire seguía entrando en mis pulmones, los latidos permanecían rítmicos, todo seguía igual. La vida era la misma; pero sin ella, sólo era cuestión de dejarse llevar.
   El no pensar hace - en muchas ocasiones - que no le demos importancia a lo que, en un futuro, puede ser algo incierto. Y desde luego, recordado.
   El separarnos no fue cruel, no fue duro, ni traumático. Hoy todo parece, un simple gesto, el trabajo, las relaciones. Todo está en el ánimo del que lo piense, del sujeto activo, vuelto pasivo por su propia mente. Y nos separamos, eso no hay quien lo dude.
   Me marché lejos a vivir mi vida, mientras ella corría con la suya. Seguía su curso y su camino. Sin saberlo, llena de vida en su interior. Llena del cariño de todos los suyos y por supuesto, de todos los que la habían conocido en algún momento. Partió joven y con fuerza, como lo hacen todos los jóvenes, desde lo alto del cerro.
   En sus años se relacionó con José, el molinero. Muchas anécdotas contaban en el pueblo del joven, quien se habría criado junto a ella y acabó por perderle el respeto y por ello fue castigado, con las más dura de las penas; dejar de vivir.
   Fue compañera en otoño, olvidada en invierno, renovada en primavera y querida en verano. Amiga de todos. Poseída por nadie.
   Recordaba cuando un mes de junio, sentado rozaba mis pies, notaba el cosquilleo entre mis dedos, dejándome llevar. Aquel día había estado con los amigos, como siempre hacía, con dieciséis años, no se puede pedir mucho aun chaval, acabados sus estudios, mas que disfrutar de la vida, hasta rodearse de responsabilidades.


   Con el tiempo he vuelto a mi tierra, donde uno se ha criado es normalmente donde vive mejor, o quizás, más a gusto. Y es ahora cuando más la añoro. Verla por la mañana recién despertado, tenerla cerca, dando paz y serenidad a una mente alocada, como la mía.
   Todos la echamos de menos.
   Me cuentan cuando vinieron los ingenieros, los técnicos que todo lo saben y nos dejaron sin su curso.
   Desviaron el río y el agua se marchó. Para regar otros campos, para ser más útil, abandonó nuestras vidas.
   Podemos ir a verla, allá donde el horizonte, tras el valle y el muro, condenada en un remanso, para ser controlada por los hombres. Es lo que pasa con los seres puros, acaban doblegándose al más fuerte, al que más grita, al más duro.
   Pero quedará en nuestro recuerdo y en las mentes de todos los que la conocimos. En el paso por nuestro pueblo, en las fiestas de verano, en las romería de primavera. Sus peces ya no nos conocerán, los árboles sufren por ella, pero nosotros la recordamos como nuestra.

Sargento kloud
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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La mariposa dorada


Parqueó un viejo taxi de color azul ante la iglesia católica, para que bajara el militar en uniforme de campaña, seguramente de regreso de alguna maniobra. El taxi dobló ruidosamente por la avenida, y el militar, luego de una corta carrera,  había cruzado la calle y entrado a su casa de tejas y con jardín de rosas y jazmines cerrado al frente por una tapia baja de ladrillos. Pasó entonces, todavía sin cerrarse la puerta de la casa, un ómnibus ruidoso, veloz, con mucha  gente mirando por las ventanillas, y al llegar a República, la ancha calle que bordea la fuente y lleva a la Estación de Ferrocarril, dobló sin aminorar visiblemente la marcha.
Para cualquier observador, solo la vida simple, cotidiana, rutinaria, de la ciudad.  Por eso nadie se habría tomado el trabajo de reparar tampoco en él, que había traspasado unos minutos después de la llegada del militar la portezuela en la pared de ladrillos, y estaba ahora detenido en la acera, sin decidirse por fin a cruzar la calle. Dudaba. Repasaba los consejos de la madre. Volvía a un lado y otro la cabeza, tranquilamente, observando con asombro,  no tanto el tráfico exagerado de la urbe, como lo que lo emocionaba verdaderamente, esa infinitud misteriosa, espléndida, mágica de la tarde, y la mariposa dorada, misteriosamente aparecida.
   "Es linda la tarde, es un lago donde flotan los cometas, los sueños y también  las mariposas", se dijo, buscando cuidadosamente las palabras, antes de dar otro paso, el definitivo.
     

     
No era la primera vez que hacía esto. Prefería cruzar la tapia baja de ladrillos y luego permanecer allí, solo, en el mismo punto siempre. Miraba desde ese punto la tarde, y con ese enigmático asombro, porque no era —no lo sabía él, sus padres tampoco— un niño como los demás, de esos que aprenden en la escuela las primeras reglas aritméticas y escalan por ella trabajosamente, entre castigos y reprimendas, hasta llegar a la Universidad.  En un sencillo laboratorio de su escuela, antes de cumplir los siete años, ocurriría el hecho. En aquella mañana de septiembre en que empezaría a estudiar autodidacto, para júbilo de maestros e inspectores, lo desconcertante que hay en la composición del aire, la tabla periódica de Mendeleiev, el espectro dulzón de la luz.
      Su descubrimiento de los gravitones tomaría por sorpresa doblemente a la comunidad científica internacional. Una treintena de revistas especializadas citarían a coro su nombre y su edad. Y lo volverían a hacer con más razón y pasión en su Convención de Novedades de diciembre. En un número especial de la prestigiosa Society and Nature, lo llamarían, tal vez con algún exceso de devoción, como es típico en el terreno de las predicciones, el Albert Einstein del siglo XXI.
   No defraudaría, sin embargo, a ninguno de sus primeros mentores. Dudar, indagar, descubrir, inventar, ese iba a ser el sentido único de su vida, toda su vida. Lo ratificaría en el aula, ante sus condiscípulos y el gravitón atrapado, y mucho después, incluso en aquella mañana, tan distante hoy,  en que,  ya con cincuenta y dos años, vendrían a buscarlo para escuchar otras de sus genialidades, un minucioso proyecto de vuelo sin escala a Platón aprovechando los vientos parabólicos de la Vía Láctea.
Varias prestigiosas universidades europeas y norteamericanas lo premiarían inmediatamente con diplomas y títulos,  distinciones y doctorados. La de Harvard, siempre originalísima,  llegaría más lejos, con una beca especial  de su programa de socorro a los niños talentos. Un gesto didáctico que él rechazaría cortés y tímidamente, solicitando en su lugar, por favor, de ser posible, no se ofendiesen, un piano que cupiese en su cuarto, un piano donde poder tranquilamente, entre sorbos de leche y malta, mordidas a su barra de chocolate azucarado, interpretar a Mózart y Liszt, cuya música tanto admiraba.
      Lo complacerían sin sospechar que en ese mismo cuarto, tranquilamente, bajo la mirada del oso Misha, entre sorbos de leche y malta, los carrillos manchados de chocolate, escribiría dos obras con las cuales la gran orquesta sinfónica de Viena abriría una semana después su selecta temporada de otoño. En el estreno de las obras, en el Teatro de la Ópera, con la asistencia del cuerpo diplomático, descendientes directos de los Straus y una docena de monarcas, debutaría exitosamente el "latilabio", un complicado instrumento, mitad saxofón mitad violín, ideado por él para lograr los novedosos acordes de ambas piezas.
  Su palco especial estaría vacío esa noche, inexplicable. Para ese estreno mundial de las llamadas "sinfonías moleculares" que sorprenderían a los exigentes críticos austriacos, ya no estaría en Europa. Habría cruzado nuevamente el Atlántico, camino a los misterios, andaría por las tierras donde se asentó el imperio azteca, confirmando su hipótesis de que todos los estudios sobre el cultivo del maíz por los indígenas americanos partían de postulados absolutamente erróneos. Allí, luego de meses de sol y jornadas interminables, daría con un método para realizar los cruces interespecies, que al año siguiente revolucionaría toda la botánica clásica. Con la introducción de ese procedimiento crecería en apenas cinco años la percápita de alimentos en América Latina en un 243 por ciento y las favelas y villas miserias comenzarían a desaparecer. La FAO le ofrecería el cargo de asesor permanente de esa organización y elevaría su candidatura para el máximo reconocimiento de la ONU en ese año de tantas calamidades vencidas por su ingenio.
A los veinte años, con doce libros escritos, traducido a treinta y cinco idiomas (en marzo se editarían sus obras completas en chino, sueco, nepalés y árabe, aumentando a treinta y nueve), podría sentirse satisfecho, pero para él no existía la palabra llegar. ¿Qué es llegar sino una comodidad del espíritu? Así lo declararía en una entrevista donde se le harían preguntas tan indiscretas como: ¿por qué no va a vivir a Europa, allá se le admira muchísimo? (respondería con palabras duras que EFE no dejaría llegar a sus cables), ¿es cierto que a los veinticinco va a presentarse como abanderado de un nuevo partido democrático?, ¿qué lo movió a realizar una donación de ocho millones para el fondo de África? No lo sacarían los corresponsales de sus casillas. Por todo discurso final respondería a la prensa con un poema maya, en lengua quiché.
  Rehuiría esos escenarios y tribunas que consideraba "corrompidos por las candilejas". Cumpliría los veintidós en plena faena investigadora de las propiedades anticancerígenas de la hulla, los veinticuatro dando los últimos toques al esquema de una máquina para viajar al micromundo. Tendría veinticinco años cuando presentaría en un congreso de oftalmología en La Habana su estudio sobre la clasificación de las pupilas humanas y la utilidad de la videoterapia en la cura de las enfermedades congénitas.
      Su nombre y fama habrían cruzado para entonces todas las fronteras. En Maracaibo, un grupo de científicos entusiastas propondrían erigirle un monumento en la emblemática Plaza de las Ciencias; en Nueva Deli, le solicitarían una Historia Verídica del Ganges, que arrancase en la era mesozoica; científicos checos se interesarían por trabajar junto a él en una vacuna contra las crueles dolencias óseas. En ese constante viajar y pensar lo sorprendería la llegada de los treinta. Sus muchos discípulos se reunirían para, en una fiestecita familiar —todo un complot contra su modestia—, reconocer sus inigualables méritos, agradecerle las enseñanzas, pedirle les revelara el secreto de una taquigrafía de seis signos que según rumores ya empleaba con soltura. Esa noche de cake de coco ( su delirio) y velitas infantiles firmaría autógrafos, dedicaría libros y fotografías con el ingenioso sistema, y declararía a un corresponsal del semanario World Telegraph su deseo de que con el esperanto y esta nueva taquigrafía se diese solución al agudo problema de la incomunicación entre los hombres. "En eso no aventajamos a las jirafas"
A los treinta y seis se sentaría en el trono de la reina de Inglaterra y lo recibiría el papa en audiencia solemne. A los treinta y ocho se adoptaría el 7 de junio, fecha de su nacimiento, como el Día de las Celebridades. A los treinta y nueve, es decir, treinta y cuatro años después de este momento en que ha cruzado la cerca de ladrillos y observa encantado la tarde, se produciría un importante cambio en su vida: iniciaría sus estudios de la historia de manera sistemática, combinándolos con sus restantes obligaciones. Le llegarían desde Corea y Birmania libros antiguos para que los estudiase en sus idiomas originales e hiciese conclusiones más exactas sobre el papel del budismo en el desarrollo espiritual del lejano oriente. Recorrería a pie el Tíbet, las selvas del Amazonas. Publicaría un libro polémico: Los americanos descubren a Europa, donde plantearía por primera vez el concepto de retrodescubrimiento histórico. Pondría en claro, en artículos semanales que publicaría estupefacta la UNESCO, que el papiro jamás se empleó en Egipto, que Troya no fue sitiada por los griegos sino por los moros, y que Esquilo había escrito solamente una tragedia y era ésta la que precisamente todos le atribuían a Sófocles. En el vuelo de regreso de Atenas, agotado pero no inactivo, leyendo las últimas recopilaciones sobre el período glacial, descubriría el origen verdadero de la Antártida y el destino glorioso de los atlantes. Debido a estas revelaciones su nombre aparecería al año siguiente junto al de Magallanes y Cook, en edición de lujo, de la enciclopedia Barber, en su sección dedicada especialmente a los exploradores geniales.
"Usted ya ha vivido dos largos milenios", expresaría el orador en la ceremonia en que se le condecoraría con la orden Defensor de la Humanidad en su Grado de Excelencia. Habría acabado de cumplir los cuarenta años y cinco de haberse casado con Marie J.B. Lánders, su mejor alumna de los cursillos de verano en la universidad Lomonósov.
  "Pongo en su pecho noble el supremo aplauso del mundo", serían las palabras finales del mensaje que en ocasión de su cuarenta y seis cumpleaños le cursaría el Presidente de la Asociación Internacional de Científicos.
"Una hermosa vida al servicio del hombre", diría el cartel izado en el encuentro en que celebrarían sus treinta y siete años de vida científica ininterrumpida.
  Alfileres dorados sujetarían sobre su corazón otras nuevas, recientes distinciones. Medallas, premios, condecoraciones, tantos, que un domingo al año, ante el reclamo insistente de Marie, se sentaría a ordenarlos pacientemente, rodeado de sus hijos, contándoles a ellos anécdotas e historias acerca de sus éxitos y fracasos, pero sin dejar de pensar siempre en nuevos proyectos realizables con las armas de la voluntad.
Esta mañana en que vendrían a buscarlo sería ese domingo del año y estaría preocupado, esta vez por la lentitud con que marchaban sus investigaciones en el campo de la astrobiología aplicada y por las posibilidades reales de efectuar al fin ese viaje sin escala a Plutón aprovechando los vientos parabólicos de la Vía Láctea. Su nieto menor jinetearía en una de sus piernas ignorando la causa de que su abuelo mirase tan absorto la tarde.
  Habría cumplido entonces los sesenta y dos años. Usaría espejuelos de armadura de metal, se peinaría hacia atrás el pelo ya cano y escaso, entrelazaría una y otra vez sus dedos huesudos al hablar, inquieto y humilde como un niño.
Es que nada había cambiado. Seguía siendo eso, un niño, en este momento, en ese punto del espacio, y mientras, cincuenta y siete años antes, traspasaba la portezuela del jardín, se acercaba distraído, con una extraña fascinación, al borde de la acera, contemplaba la tarde.
     
     
Ha dejado muy atrás la tapia de ladrillos. Ha llegado hoy más lejos que otras veces. Nadie ha reparado en él, porque su verdadera historia, la futura, la más importante,  no la conocían  los pasajeros del ómnibus, el taxista, el militar, su papá, que volvía de la maniobra. No la conocía tampoco esta mujer que ha salido corriendo a tomar el ómnibus, e impresionada con la densidad del tráfico ha gritado horrorizada, como para detenerlo, allá, frente a la casa de la tapia de ladrillos, al otro lado de la calle.
Él,  por supuesto, no la ha oído, no ha podido oírla. "La tarde es un lago donde floten los cometas, los sueños y las mariposas".  Solo escucha eso. Es lo último que podrían oírle murmurar. Continúa caminando, sin mirar a los lados, persiguiendo esa extraña mariposa dorada que ha salido volando del jardín. Solo tiene ojos y oídos para ella. Solo le interesa ella, atraparla, apretar sus alas, mancharse los dedos con su polvillo dorado, y ser un niño ordinario, curioso, vencedor.

Aplaudidor
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Zopilote blanco


Mama Meche levantaba pesas en su ranchito, cerca del desierto de Sonora, a pesar de sus cincuenta años era dichosa con sus tres esposos: Juan, Pedro y Miguel; una manada de niños harapientos llegaban a su casa a eso de las tres de la mañana para oír sus cuentos de lo más absurdos e incoherentes de la realidad común y corriente. Todos sentados, atentos y absortos, narró este cuento.
El zopilote blanco.
Un gringo bonachón llamado Tony Meola viajaba en una carcacha destartalada, sus pecas negras y una nariz de conejo, escuchaba por la radio las noticias de Alaska. De pronto una especie nunca antes vista; un zopilote blanco volaba por el cielo negro, a punto de llover, descendiendo fue a parar a un nopal lleno de rosas verdes, se comió las suculentas flores sin espinarse. Ambicioso quiso sacar su rifle para dispararle, mas una patada o garra en su rostro lo impidió. La lluvia arreciaba repentinamente, empezaba a subir con rapidez inusitada. Un pequeño mar se formaba, preocupado en flotar y no ahogarse, se le olvidó bautizarlo; el zopilote blanco volaba cerca de él, lo sujetó de una pata,  el animal aleteaba desesperado. Un remolino se formaba acercándose a ellos, al llegar empezaron ambos a dar vueltas, el zopilote pudo escapar pero el gringo se volvió a agarrar con fuerza de él que le era imposible huir. La garganta marina se los tragaba como un dulce suculento. Cayeron a un abismo negro, las grutas cavernosas, con estalactitas de jade y diamante; un terremoto de gran intensidad sacudía la garganta de piedra. Cuales cuchillos cayeron sobre ellos convirtiéndolos en cadáveres, al terminar el estruendo, una pluma blanca del zopilote descendía en una piedra.

Los niños se levantaron  y fueron a comer a sus casas mientras Mama Meche los esperaría para contarles otro relato.

Jean-Pierre-Michel
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL FINAL DE LO IMPOSIBLE


A ella le gustaba saber que el amor que sentía por él nunca podría materializarse, que nunca podría darse en la realidad. Le gustaba mirarlo sin que él lo advirtiera, con esa mirada periférica tan bien entrenada, saberlo ahí, notar su presencia, sin que él se percatara de la suya. Así podía imaginarse un amor perfecto, sabiendo de antemano que nunca se abriría grieta alguna por donde la decepción hallase un hueco por el que colarse.

A veces lo deseaba, cuando acertaban a encontrarse demasiado cerca, en un lugar público, que era donde siempre coincidían. Podía incluso escuchar el latido de su corazón, que ella se imaginaba acompasado con el de él. Y se reía por dentro, manteniendo su excitación en secreto, a sabiendas de que nunca nadie la descubriría. Luego se retiraba torpemente, como quien no quiere la cosa, porque el deseo de tocarle se volvía urgente y peligroso. Y mientras se encendía un pitillo y hablaba con alguien más del grupo, ella se imaginaba cómo sería quedarse a solas con él. Quería prolongar por el mayor tiempo posible aquel cosquilleo en el vientre, aquel despertar de energía que le impulsaba a respirar más profundo, que la envolvía en una mezcla de vértigo y agradable bienestar.

Otras veces, y de forma fortuita, apenas perceptible, se rozaban. Ella se cuidaba mucho de que aquello no sucediese, pero a veces ocurría. Entonces la retirada era algo más abrupta, como un pequeño chispazo; en la mano, el hombro o la rodilla tal vez. Sin darle importancia proseguía con el hilo de la conversación, aunque pronto se buscaba una excusa para alejarse unos metros. Entonces acudían a su cabeza imágenes atropelladas de cómo sería hacer el amor con él. El espacio se quedaba en blanco, las personas del entorno desparecían y ella se acercaba hasta él para abrazarlo, para buscarlo por debajo de la camisa, para hundir su cara en su cuello y desabrocharle el cinturón. Y él respondía a su reclamo buscándola también, apartando prendas, guiándose por el olor y el tacto de su piel. Como una ola que rompe, se obligaba a volver en sí, despejándose burlona, con aquella risa por dentro y la mirada camuflada en el entorno.

Cuando no se encontraban cerca, ella nunca se acordaba de él, ni reparaba en su existencia. Quizás porque a sabiendas de que aquél amor era imposible, prefería dejarlo como un juego cuerpo a cuerpo, como una danza macabra que solo se daba muy de vez en cuando, y nunca de forma concertada. Pero aquella tarde, cuando el calor la doblegaba en una siesta a la que no lograba sucumbir, se sorprendió echándolo de menos, preguntándose no ya solo por la química coincidente de sus cuerpos, sino por cómo sería pasar una tarde juntos. Cómo sería reír con él sin testigos, ir al cine, cogerse de la mano, despertar una mañana, salir de viaje, sentirse cómplices y otro sinfín de tópicos que las parejas establecen y de los que se adueñan con la certeza de absoluta exclusividad. Entonces dejó la siesta para otro día, y se lanzó a bocajarro en la piscina.

La siguiente vez que lo volvió a ver, ignoró su presencia por completo. Y su risa de dentro cambió para ser otra muy distinta, al pensar para sí misma lo que nunca creyó; que hasta los amores imposibles pueden tener un final.

Humming Bird
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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DIARIO DE UN ENCUENTRO


Sebas-  Domingo 29 de Mayo
Me llamo Sebas. Soy un chico de catorce años con muy mala pata. Llevo encerrado en mi casa dieciocho días debido a una fractura de tibia que me produje esquiando con mis compañeros de clase en Sierra Nevada. Cada día ha venido siendo igual durante los últimos quince días: mi madre se levanta, se arregla, se marcha a trabajar. Cuando estoy aburrido de estar en la cama, como puedo me levanto, arrastro la escayola por toda la casa, me siento en la silla de ruedas y ya allí me puedo mover casi a mi antojo. En medio de todo ese caos de escayola, ropa, puertas que no me dejan pasar, etc, suele sonar el teléfono, que, ¡coincidencia! suele ser mi madre, para interesarse por la fase de caos en la que me encuentro. El resto de la mañana me la paso sentado frente a la ventana que da al parque. Todas las mañanas, sobre las once. veo llegar a un anciano, que, con paso torpe, indeciso, se aproxima al banco, siempre al mismo banco y se sienta. Estamos en el mes de Junio, pero él siempre lleva un pantalón largo de paño, y una camisa  de pana, abrochada hasta el botón del cuello. Cuando se lo cuento a mi madre me dice que los ancianos regulan mal la temperatura del cuerpo (mi madre es enfermera y siempre da a las cosas una explicación desde su punto de vista). También le digo a mi madre  que el anciano lleva colgado del bolsillo de su camisa un papel en el que desde la ventana de casa no puedo distinguir qué es lo que pone. Pero mi madre tiene la explicación.
-Claro, Sebas, lleva una especie de carnet que le identifica, por si se pierde. Es una medida de precaución. Posiblemente ese anciano tenga algún tipo de demencia propia de la senectud y presente lagunas de memoria.  En ocasiones se les olvida cosas que resultan muy sencillas para el resto de las personas. Si en algún momento, estando en la calle, no recuerda como volver a casa, o cuál es su nombre, cualquiera que le vea desorientado puede ayudarle, ya que en ese papel suelen aparecer los datos de sus familiares: teléfono, dirección, etc.
Sebas- Jueves 2 de Junio
He conocido al anciano del parque. Se llama Anastasio y somos amigos. El martes convencí a mi madre para que me dejara bajar al parque por la mañana. Desde entonces he bajado todas las mañanas. Cuando le veo llegar desde mi ventana, con su paso torpe, indeciso, me enfundo en mi silla de ruedas y , yo también con "paso" torpe e indeciso propio del que nunca ha manejado una silla de ruedas y, esperando a que el muñeco del semáforo se ponga en verde, me dirijo al parque. Él sabe mi nombre pero a veces se le olvida; se lo he apuntado en un extremo del banco, con rotulador negro. Así, si algún día no lo recuerda lo puede mirar ahí y no lo pasa mal. Por que yo sé que lo pasa mal cuando no recuerda algunas cosas que resultan tan sencillas para los demás.
Todas las mañanas Anastasio llega con una bolsa llena con trozos de pan duro. Pasamos juntos la mañana, echando pan a las palomas. Apenas hablamos pero nos entendemos.

Anastasio - Jueves 2 de junio
Me llamo Anastasio. Acabo de salir de casa y he cerrado la puerta tras de mí. Cada día salgo de casa y voy al parque; mi hija me sigue con la mirada desde el balcón hasta que llego al banco del parque y me siento. Lo sé por que escuché como se lo contaba a una vecina. Así, observándome, está más segura; por si me pierdo. Tengo que cruzar la calle por el semáforo, cuando se pone en verde el muñeco. Voy caminando por la calle en dirección al parque. Paso por delante de la panadería, de la papelería...
De repente...no sé donde estoy, por donde tengo que ir. No me acuerdo. Me tengo que parar delante de un escaparate, disimulando; me avergüenza que alguien me vea despistado. Tengo que pensar, esperaré, mientras, frente a los libros del escaparate.
-¡Anastasio! ¿Qué tal?, me ha  dicho alguien por detrás.
Me he dado la vuelta y  he reconocido a doña Benita, conocida mía desde hace cuarenta años, que es lo que  llevo viviendo en el barrio.
-Iba al parque- le he dicho, no sin cierto miedo.
-Pues venga, que te acompaño, que yo voy hacia allá.
Creo que doña Benita no iba hacia el parque pero se ha dado cuenta de mi desconcierto y me ha querido acompañar. Es muy discreta doña Benita. Hemos hecho el resto del camino hacia el parque los dos juntos. Al llegar allí en seguida he reconocido el banco donde me siento todos los días. Nos hemos despedido y me he sentado. Al momento  me he empezado a encontrar mejor. La verdad es que he pasado un mal rato cuando no recordaba hacia donde tenía que ir. Me pasa a veces; si me ocurre en casa, en seguida se dan cuenta mi hija, mi yerno o mis nietos, y hablan del tema a escondidas, o bien me empiezan a preguntar:
-A ver, papá, ¿ quién soy yo?
Y yo contesto: "Eres mi hija". Pero seguidamente me vuelven a preguntar:
- ¿Y yo quién soy? 
Y empieza una serie de preguntas como "¿qué día es hoy", "¿en qué calle vivimos?", y ya no doy pie con bola. Entonces me siento francamente mal y me quedo callado por mucho tiempo para no equivocarme al hablar y dejar evidencia de que no recuerdo algo de lo que están hablando los demás y que ellos sí recuerdan fácilmente.
Ya estoy sentado en el banco. Tiene que estar a punto de llegar.... ¿cómo se llama? No importa, me dejó su nombre apuntado con rotulador aquí, en un extremo del banco. Sebas. Él sí que me entiende. Podemos pasar horas sentados uno junto al otro, sin hablar, dando pan a las palomas. Otras veces hablamos de cosas variadas. Él me contó que va en silla de ruedas hasta que le quiten la escayola de la pierna, que se  había roto esquiando. Yo le cuento como era el barrio hace cuarenta años, a qué jugaba de pequeño, como se llamaban mis amigos. Si alguna vez se me olvida alguna palabra u otra cosa, no parece importarle y no se ríe de mí. Un día le conté que llevo junto al bolsillo de mi camisa  un papel con mi nombre, mi dirección y el número de teléfono de casa. Si un día no sé volver a casa, estoy perdido y alguien me encuentra desorientado, me pueden llevar a casa o avisar a la Policía.
Ahí viene, en su silla de ruedas. Él también tiene que cruzar por el semáforo, como yo, esperando a que el muñeco se ponga en verde. Me dijo un día que si no lo hace así no le dejan bajar al parque a verme. Es un chiquillo y, sin embargo, estamos tan a gusto juntos...
-Hola Anastasio- me dice.
-Hola...Sebas – le digo mirando su nombre escrito en el extremo del banco.
Y comenzamos a darle pan a las palomas. Así pasamos casi toda la mañana. Le he contado el incidente que me ha ocurrido al poco de salir de casa. Parece que Sebas lo entiende sin darle mucha importancia. Él me ha contado que la próxima semana posiblemente le quiten la escayola. Está impaciente.
Anastasio -Domingo 5 de junio
El fin de semana he vuelto a ver a Sebas en el parque, aunque ha estado menos tiempo, ya que los dos días ha venido a buscarle sobre la hora de comer una joven que se presentó como su prima. Sebas me ha dicho que mañana su prima ya no viene, pero no recuerdo cuál es el motivo.
No importa, mañana volveremos a vernos y de nuevo le daremos pan a las palomas, y  le contaré a Sebas cosas de cuando  yo era pequeño, cosas de los años de la guerra...y él me contará anécdotas que le ocurren  con sus compañeros en el instituto.
Sebas- Lunes 6 de junio
Esta mañana he ido con mi madre al traumatólogo. ¡Por fin! ¡Ya me han quitado la escayola, estoy feliz! Todavía no puedo ir a clase ya que ahora debo rehabilitar mi pierna que, de no hacer movimientos con ella, se me ha quedado como un palillo.
Estaba deseando llegar a casa para bajar al parque y contárselo a Anastasio. Me han dado unas muletas para ayudarme a caminar. En cuanto hemos llegado a casa,  mi madre ha querido bajar conmigo para conocer a Anastasio. Hemos bajado, pero Anastasio todavía no estaba, aunque por la hora ya debería haber llegado hacía más de una hora. Mi madre ha decidido ir a comprar el pan mientras, y yo, me he quedado en el banco, sentado, esperando...
La cara de mi madre, al llegar al parque, era de horror, estaba desencajada. Sólo pudo articular palabra para decir:
-Anastasio no vendrá más al parque.
Todo fue muy extraño mientras mi madre me contaba lo sucedido. Oía todo como si estuviera en otra dimensión, con eco, percibiéndolo todo como en un sueño.
En la panadería le habían contado a mi madre lo sucedido; un coche había atropellado a Anastasio. Al ir a cruzar la calle no debía haber recordado que tenía que parar a mirar el semáforo, y había cruzado con el semáforo en rojo, justo cuando pasaban coches en los dos sentidos. Había fallecido en el acto. Allí, junto a él, yacían su tarjeta identificativa y unos  trozos de pan duro esparcidos por el suelo.

Burn
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

El nuevo flautista


Había una vez un pueblo... ¡No!, muchos pueblos, muchísimos, todo un país. Un joven... ¡No!, muchos jóvenes, muchísimos jóvenes. Una moda ¡sí! Una moda que sin saber porque se fue extendiendo como una duna suave y sugerente, atrapando a los hijos e hijas de aquellos pueblos y villas.  Alcaldes y padres, preocupados, se reunieron para analizar y estudiar el fenómeno.
Los lunes por la mañana, la policía cada vez recibía más quejas y denuncias de personas que habitaban las zonas que sin saber por qué, la movida había decidido ocupar para su ocio de fin de semana. Siendo variadas, todas las quejas tenían un denominador común: el seguimiento sumiso de los jóvenes a las llamadas de las redes sociales.
– ¡Es asqueroso comprobar cómo amanece el barrio después de una noche de botellón!
–No podemos estar tranquilos en casa viendo la televisión, o leyendo o descansando.
–Si les pedimos que bajen la voz, nos increpan, se ríen de nosotros y gritan jaleando sin miramientos.
–Los restos de botellas, vasos, latas, papeles y todo tipo de basuras cubren  el entorno, incluso en los portales hay restos de excrementos.
– ¡Y la música!, señor guardia, ¿sabe cómo suenan esas infernales  melodías? 
Denuncias que, de palabra o en papel, cursaban los desanimados vecinos.

¿Cómo podemos terminar con este problema?, era la pregunta que sociólogos, padres y políticos se hacían. Las propuestas, como torrentes salvajes, inundaron las mentes de los preocupados y sabios señores que no dejaban de pensar.
Buscaremos en el extranjero a técnicos y experimentados peritos para que animen y ofrezcan otras diversiones a nuestra juventud. Así lo hicieron, pero ninguno de los innumerables expertos consiguió terminar con la movida.
Un día apareció en el despacho del alcalde un estrafalario personaje con una mochila y un portátil bajo el brazo:
–Yo puedo solucionar vuestro problema, afirmó con seguridad.
El alcalde desconfiaba, pero era tal su estado de presión que decidió confiar en el extraño interlocutor.
– ¡Fenomenal!, cuando quieras puedes plantear tu propuesta.
–Mi precio es muy alto –contestó el mágico ser. Cobro miles y miles de millones. El alcalde estaba tan acostumbrado a gestionar los millones que no le pareció descabellado el plan.
– ¡Sin problema! Empieza cuanto antes y quítame de encima a jóvenes, padres, vecinos y calentamientos de cabeza.
Sin hacer más comentarios, abrió su pequeño portátil y a través de las redes sociales hizo una llamada  a todos los jóvenes de aquel lejano país.  La simple invitación ilusionó al mocerío: ¡Vamos a cambiar nuestros pueblos!.
La juventud de jolgorio, marcha y desenfreno caminó tras la convocatoria a las plazas donde, ilusionados, respetuosos, ordenados y en silencio convivieron y demostraron que era posible un cambio.
El misterioso personaje volvió a presentarse ante el alcalde, quería cobrar su trabajo. Con el problema resuelto, el gobernante, orgulloso y menospreciando su acción,  se negó a pagar  tan importante cantidad; sin mirarlo, le tiro sobre la mesa  unos cientos de monedas. Sin protestar, el desaliñado héroe volvió a conectar su ordenador y convocó de nuevo a los jóvenes. Aquel fin de semana todos los pueblos vieron como aquella generación de jóvenes  se iban perdiendo en un largo camino oscuro y tenebroso siguiendo los mensajes del entramado de redes...

Burbuja
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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   TRESCIENTOS SEGUNDOS


Sus ojos gemían desenfocados, implorantes, con esa entrega incondicional de quien sabe necesitar la ayuda de los demás a cada minuto. Mi ayuda. No me mires así, susurré, estás acabando con mis nervios. El vaho del agua, como una bruma fermentada, me provocó una tos ronca, precipitada. Trastabillé al removerme sobre el suelo mojado. ¡Maldita sea! Mis pies descalzos resbalaban. Escudriñé la palangana como un druida ante su caldero: allí fluía una aleación semilíquida de costras, pelos, espíritus malignos y secreciones que acababa de exorcizar del cuerpo de Sara y que, por desgracia, no iba a evitar su final. Y un lamento mohoso. Y el silencio. Sara temblaba espasmódicamente, ausente y pálida, con el frío del tiempo metido en cada centímetro de su organismo.
Entonces, para colmo, me di cuenta de que se me había mojado el reloj en el agua, caliente y espumosa como caldo grasiento. Ya me lo he cargado, maldije otra vez apretando los dientes.
Durante el baño sostenía la esponja en una mano metida a intervalos en el agua y el reloj en la otra muñeca, un reloj de cuerda que ahora presentaba toda la esfera empañada sudando humedad. Con su cabeza en mi mano derecha saqué el brazo izquierdo de la palangana y desabroché la hebilla con los dientes; luego aprehendí la correa y agaché mi cabeza con el reloj en la boca hasta conseguir depositarlo a mi lado, junto a toda la arcadia químico-santera: desinfectantes, tabletas de antiinflamatorios, vendas, ungüentos milagrosos, jeringas, amuletos, un frasco de agua de colonia y una estampita de la Virgen de Regla que aportó Julia para que librara a Sara de maldiciones y sufrimientos.
La campana de la puerta sonó en el zaguán, y luego la cadencia parsimoniosa del caminar de Julia por el pasillo, hacia el vestíbulo. Por fortuna no parecía haber nadie más. Los niños seguramente estarían jugando arriba, en la habitación del mayor. El craqueo del cerrojo, pasos, susurros de una conversación apagada, casi furtiva. Que no les escuchen, por Dios, deseé receloso. Desvié los ojos y observé el reloj sobre el paño. Se había evaporado la humedad de la esfera, marcaba las dos y media. Puntual este facultativo, concedí. Y entonces me sorprendió que el hecho de que mi reloj de cuerda funcionara a pesar de haberse mojado fuera un consuelo huérfano de razón en aquellos minutos de profunda tristeza.
Meses sin poder caminar. Apenas podía enderezar su cuello cuando le administraba el jarabe con una jeringa; sus articulaciones retorcidas por la artrosis cedieron al fin sin posible retorno. El Tiempo siempre termina por echarte el guante, sentencié en mi interior. En las últimas semanas debía sostenerla para que orinara y todo lo demás, que lavarla al menos dos veces al día porque no controlaba los esfínteres, que velarla por las noches, que vigilar su descompensada respiración. Me estás matando poco a poco, quise gritar, pero no fui capaz, sofocado por el calor de aquella minúscula sauna, por la angustia ante lo inevitable. Vas a acabar conmigo, y lo sabes, como supiste desde el primer día que pisaste esta casa que me ibas a tener incondicional todo el tiempo. Y así ha sido.
Sara estaba limpia y con el pelo seco. Ese pelo entrecano suyo de siempre. Ay, los inconfundibles mechones pelícanos de Sara. Los ojos gris-verdosos como musgo del valle, ahora entrecerrados, la cabeza recostada en mi antebrazo y las extremidades inmóviles. La rocié con agua de colonia a falta de párroco y de Santos Óleos. Acostada cuan larga era, bajo la manta, no parecía tan flaca, tan ahuesada, tan frágilmente inexpresiva, pacífica hasta el final de su ya prolongada existencia. Un puro esqueleto, con esa delgadez extrema de quien ha resistido un largo asedio, el de la muerte. Dejé en el suelo la palangana con el mejunje turbio y sucio, la esponja amarillenta flotando medio hundida en su superficie.
Y entonces me dio por acariciarla; y reconocí su piel enllagada y los bultos bajo las axilas, fruto de la dolencia que había sido su verdugo, y el tacto gélido de las mejillas, y recorrí las esquinas angulosas de su cuerpo, y luego la papada como pellejo fláccido bajo la cabeza inerme. Y temblé, aún sin proponérmelo, porque reconozco que soy vulnerable y puedo llegar a asustarme de mi propia ternura.
Me sobresalté con el chirrido de la puerta a mis espaldas. Entraron como en un santuario y pasaron por mi izquierda rodeando a la moribunda. Julia mirando la pared, con un grumo de derrumbe en su bonachona presencia, movimientos desnortados. Ernesto, con su maletín de asas color negro, me comentó algo que apenas discerní. Se acercó a Sara, le tomó el pulso, le levantó los párpados y luego nos miró interrogante, como esperando una venia. Julia asintió sin mediar palabra, se recogió el delantal, dirigió su mirada al infinito y huyó de la habitación. Yo no supe reaccionar, pero no hubo necesidad puesto que el veredicto no admitía matices.
Con la minuciosidad de un calígrafo ante un incunable, Ernesto extrajo sus utensilios del maletín y comenzó los preparativos. Cada uno de sus gestos obedecía a un protocolo riguroso y sutil del que no tardé en desentenderme. Cargó la jeringa con el anestésico. Luego otra con el líquido letal.
No se va a enterar, me advirtió, la sedaré y será para ella como entrar en un sueño oscuro y plácido. Y yo reflexioné bastante irritado sobre qué sabría ese hombre lo que se siente, si nunca era evidente, pues respiraba había traspasado el último túnel.
¿Cuánto durará?, quise conocer.
Unos cinco minutos desde que comience a inyectarle, respondió en tono profesional.
Trescientos segundos, musité para mí.
Dejé a Sara en manos de Ernesto y recuperé mi reloj del mantel. Hubiera jurado que lo dejé intacto, y ahora, inexplicablemente, tenía el cristal de la esfera roto, con una grieta atravesándolo de las once a las cinco. Pero aún así funcionaba. Después de fijar el torniquete, Ernesto inició su trabajo con la primera jeringa y yo, a mi vez, la marcha inversa al tictac del segundero. Cuando llevaba contados hasta ciento treinta comenzó con la segunda jeringa. Lentamente. Ciento ochenta, doscientos, doscientos cuarenta, doscientos ochenta... trescientos. Y en ese mismo instante las manecillas de mi reloj se detuvieron y dejó de funcionar. Lo que no había conseguido el baño jabonoso lo acababa de hacer la Parca.
Sara ya no estaba allí. Rictus estoico y sereno de quien nunca conoció el miedo a la muerte.
Ambos se cruzaron en el pasillo. Ernesto que salía tras cumplir impecablemente con su tarea, Julia que llegaba silenciosa portando una sábana limpia con la que poco después amortajamos cansinamente a Sara.
Una finísima lluvia sin peso bajaba desde la sierra resbalando sobre el viento helado, que percutía en los tejados y se filtraba por las rendijas, entonando algo semejante a una salmodia muy peculiar. En aquel atardecer invernal de luz muy azafranada cavamos una fosa bajo el castaño, junto a la valla del corral. Allí la enterramos en melancólico silencio, los corazones en sombra estrenando un hueco nuevo y ante la mirada ausente de su hijo York, el mastín más hermoso de todas las camadas que engendró Sara, una campeona entre las de su raza.

Luc
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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#178
La barra del bar


 - ¿Tú crees en Dios?- la voz le salió entrecortada.
     - Hombre, no sé qué decir...- dijo el camarero mientras secaba uno de los vasos y lo dejaba bocabajo en el fregadero.
     - Pues solo eso, que si crees que existe Dios. ¿Sí o no?-
     - No sé, algo tiene que haber ¿si no porqué todo ese rollo de las religiones?-
     - Pues yo no creo en Dios.- dijo mientras terminaba su copa y la ponía cerca del camarero. Éste la cogió, mirándolo de reojo, la lavó y secó cuidadosamente y la situó junto a la otra. 
     Dos bombillas colgadas de cables dejaban varias zonas del bar prácticamente a oscuras mientras en las otras se instalaba una difusa penumbra. En la esquina de la barra un hombre tosió, se levantó lentamente de su taburete y se dirigió al servicio. Un minuto después salió, pidió un güisqui solo con hielo y se sentó de nuevo. Desde la radio, encima de la máquina de café, el susurro de una potente voz de mujer cantando una copla inundaba el local.
     - Pues yo creo que hay que ser muy tonto para creer en Dios. Anda, ponme otra copa cuando puedas.-
     - ¿Lo mismo?-
     - Sí, lo mismo.- sacó del bolsillo la cartera y un paquete de tabaco. Cogió un cigarrillo y lo encendió con una larga bocanada.- Porque a ver ¿qué hace Dios por nosotros?- el camarero terminó de prepararle la copa y se la acercó. Éste la cogió y le dio un trago rápido.- No sé, por mí no ha hecho mucho el cabrón.-
     - Joder, es que eso no tiene nada que ver con el hecho de si existe Dios o no...-
     - ¿Que no? ¿Pero Dios no está para ayudar? ¿¡Entonces para qué cojones está!?-
     - No me líes, Paco.- retiró el trapo de su hombro y limpió las marcas de agua de la barra, haciendo levitar por un momento el vaso del otro para posarlo después.- Además hay mucha gente en el mundo como para que ayude a todos. Siempre hay alguien a quien no puede ayudarle y al que le dan por culo.-
     - Puede que tengas razón. Pero es triste pensar eso.-
     - Será triste o lo que sea, pero así debe de ser.-
     Paco estampó su cigarro contra el cenicero. Enfrente había un espejo sucio con un borde donde se alineaban diferentes botellas de alcohol, la mayoría de ellas casi vacías. Su cabeza estaba a su misma altura y se veía el rostro, sesgado y multicolor en la negrura. Un poco más arriba aparecía la pequeña calva en movimiento del camarero. Abrió su cartera y se la quedó mirando. En ese instante la voz femenina terminaba la canción con una nota alta, prolongada y desgarrada. Apartó rápidamente su vista de la cartera, la cerró y le dio un trago largo a la copa.
     - ¿Cómo están Amparo y los niños?- preguntó.
     - Pss, tirando.- dijo el camarero.
     - ¿Van bien en el colegio los gandules?-
     - Mi chico sí. Siempre trae muy buenas notas y es de los mejores de la clase.-
     - ¿Y cómo está el pequeño demonio? Hace tiempo que no le veo el pelo.-
     - El pobre está pachucho desde hace unos meses.- el camarero dejó de limpiar la barra y se agarró a ella con los dos brazos.-
     - ¿No me digas? ¿Qué le pasa?-
     - No lo sé. Le cuesta respirar y se fatiga mucho, sobre todo cuando hace algo de deporte en la calle o en el colegio. Le van a hacer pruebas y el médico de cabecera dice que puede que sea anemia.- el hombre de la esquina volvió a toser con fuerza y le dio un trago largo a la copa de güisqui, vaciándola.
     - Vaya por Dios. Espero que no haya problemas y que se cure pronto.-
     - Yo también, Paco. Me da pena cuando veo que con la edad que tiene no puede estar jugando como un niño más con sus amigos.- 
     - Claro hombre, no te preocupes, que para eso están los médicos. ¿Y la mayor como está?-
     - Una cruz me ha caído con la joía.-
     - Bueno, es que está en una edad muy tonta.- Paco cogió la copa y le dio otro sorbo.
     - Va de mal en peor. Lo único que hace es estar en la calle con sus amigas. Y mira que era buena estudiante hace dos años... Y ahora nada, todo suspensos.-
     - Si es que vaya tela con la juventud de hoy en día.-
     - Solo piensan en pasárselo bien. Igualito que nosotros a su edad.-
     - Yo con la edad de tu mayor ya llevaba dos años por lo menos en una fábrica de sombreros. ¿La escuela? ¡Joder, ojalá hubiera podido ir! Por los cojones lo hubiera desperdiciado.- sacó de la cajetilla otro cigarro y lo encendió.
     - Es lo que hay, qué se le va a hacer.-     
     Al final de la barra el hombre de la copa de güisqui llamó al camarero. Tenía la tez blanquecina y el pelo negro, plagado de canas que bajaban hasta extenderse hacia una barba corta y rala. Frente a sus ojos sostenía un folio que había dejado de leer, apoyándolo en la barra empapada de agua. Se quitó las gafas y frotó sus ojos con los nudillos. El camarero, con un movimiento rápido, colocó la bayeta sobre su hombro y se dirigió hacia el. El otro con la mano le hizo un gesto para que se acercara un poco más, quedando los dos a menos de una cuarta.
     Del exterior no llegaba sonido alguno, aún cuando la puerta estaba entornada, y penetraba en el bar un aire frío que hacía bambolearse una de las dos bombillas, que estaba cerca de la entrada. La oscilación creaba una danza de sombras en el techo, un baile caprichoso. A veces era lineal y pendular, y parecía un gran reloj de pared que marcaba los segundos con cierta rapidez, pero en otros momentos era ligeramente circular, elíptico. Paco apartó la vista del techo y le dio otro sorbo al licor. En la radio comenzaron los vivos acordes de otra copla y la voz de una mujer se destacó con claridad.

Me lo dijeron mil veces mas yo nunca quise poner atención.
Cuando llegaron los llantos ya estabas muy dentro de mi corazón.
Te esperaba hasta muy tarde
ningún reproche te hacía
lo más que te preguntaba
era que si me querías.
Y bajo tus besos en la madrugá
sin que tu notaras la cruz de mi angustia solía cantar...
Te quiero más que a mis ojos
te quiero más que mi vía...
más que al aire que respiro
y más que a la mare mía.

     El camarero había vuelto a donde antes se encontraba y, abriendo la caja registradora, cogió algunas monedas y se dirigió hacia el hombre de la esquina. Otra vez quedaron ambos en la misma posición de antes. Tras varios segundos le acercó las monedas que llevaba en la mano, mientras éste retiraba su cuerpo ladeado de la barra y posaba la mirada en el suelo, cabizbajo.
     - Muchísimas gracias, no sabe lo que significa para mí.- dijo.
     - No hay que darlas, hombre.-

Llorando junto a la cuna
me dan las claras del día
mi niño no tiene pare
que pena de suerte mía.

     El reloj que había en la pared, encima de las botellas de alcohol, marcó con un sonido seco las dos de la mañana. El hombre se incorporó del taburete con lentitud, poniéndose las gafas y recogiendo el papel, ya mojado, que había dejado encima de la barra. Levantó sus ojos del encerado y los pasó por Paco y el camarero.
     - Vayan ustedes con Dios, señores- dijo, y dirigió sus pasos hacia la puerta, cerrándola al salir. La bombilla comenzó, poco a poco, a decrecer en su danza curva y pasó a ser rectilínea de nuevo.
     Paco sacó otro cigarro de la cajetilla y lo encendió. Miró la copa, que estaba a la mitad, y, soltando el mechero, la agarró con la diestra y la apuró de un sorbo.
     - Ponme otro trago, anda.-
     - No, Paco, ya está bien por hoy, cojones. Además voy a cerrar, que esto ya está muerto.-
     - Joder... Está bien. ¿Cuánto te debo?- dijo mientras cogía la cartera.
     - Nada hombre, hoy invito yo.- respondió el camarero, que recogió la copa, la lavó y secó cuidadosamente y la dejó junto a las otras que ya estaban limpias.
     En la radio había empezado a sonar una bulería rápida y festiva. Alzando el brazo, giró la manivela y la apagó.

Abraxas
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Del norte al sur


Elena se levantó algo cansada, miró el reloj, marcaba las diez y veinticuatro de la mañana. No se quería levantar, no tenia sentido levantarse para pasar otro día como el anterior, simplemente no merecía la pena hacerlo. Lo de ayer fue imperdonable, pero ella no tenia la culpa, no lo podía controlar, si pudiese lo haría. Por desgracia hace más de cinco meses que no puede controlar lo que le está pasando; el médico le dijo que tardaría un poco en notar los efectos de la medicación que estaba tomando. Pero cuándo, cuándo llegara ese día, con cada uno que pasaba, se le hacia mas insoportable la situación. Ayer todo el mundo se enteró de que algo le ocurría, hasta ayer solo eran rumores, si faltaba a los ensayos la gente hablaba, no por la mala, sino porque la gente es así, no lo puede evitar, el chismorreo viene de fabrica y crece con cada sujeto, en algunos florece más y en otros menos. Pero lo de ayer ya no eran rumores, eran hechos, todos la vieron como de repente y sin motivo aparente, mientras tocaba el piano empezaba a sollozar, luego los sollozos se convirtieron en llanto y cuando unos cuantos compañeros se le acercaron intentando calmarla, el llanto se transformó en chillidos desgarradores. Nadie sabía que hacer, estaban todos consternados, dando vueltas a su alrededor como lobos acechando a su presa. No entendían qué es lo que le pasaba a esa chica que hasta hace un momento estaba toda sonriente, no se explicaban cómo pudo llegar tal tormenta sin el más mínimo aviso, sin antes chispear. Al final se tuvo que retirar en una de las salas contiguas a la de ensayo acompañada por Miri, una de las violinistas, que no paraba de decirle qué se calmara, qué le contara que es lo que le ocurría. Era una buena chica, y sinceramente le apetecía hablar con alguien sobre su estado, pero simplemente no podía, las palabras se le atascaban en el llanto y el llanto era el único sonido dueño de su boca en ese instante. El problema era que en cuanto se calmase, ya no tendría la valentía de hablar con nadie sobre su tormento por el miedo de que volviera. Miri insistió en acompañarla a casa, pero ella no quería compañía, solo quería alejarse de todo una temporada, desaparecer. Salió a la calle, y corriendo se encaminó hacia su casa. No estaba muy lejos, estaba a tan solo unos 400 metros, sin embargo, el camino se le hizo interminable. Las lagrimas nublaban su vista y con cada paso parecía adentrarse más y más en una niebla,  inexistente para los otros caminantes, que la miraban con desprecio e interrogantes. Tropezó dos veces hasta llegar a su portal y consiguió hacerse una brecha en una de las rodillas que no paraba de brotar sangre. Su aspecto hizo que un señor se le acercara para ver si necesitaba ayuda, pero se alejó rápidamente cuando un torrente incontrolable de insultos y improperios salió de su boca. Vivía con su madre, el único pilar que aún la sujetaba con fuerza. Cuando entró en el piso se fue directa a su habitación con su madre pisándole los talones. Se tiró sobre la cama, boca abajo, y siguió su particular concierto de llantos y suspiros. Su madre se quedó con ella hasta que se tranquilizó, sin dejar de hablarle sobre el sentido de la vida, un sentido que estaba escondido en alguna ciénaga, para ella, imposible de alcanzar. Las caricias maternas sobre su cabello lograron su efecto, y al final se dejó ayudar a desvestirse, se duchó y luego su madre le curó la herida de la rodilla. Le preparó dos tostadas con mermelada de fresa y una taza grande de leche caliente para cenar. Cuando acabó, la acompañó a la cama, la arropó cariñosamente y le dio un beso en la frente. Se durmió en seguida,  después de las crisis siempre se quedaba exhausta. 
Se percató que había estado mirando el reloj más de viente minutos. A veces el tiempo pasaba tan deprisa que la asustaba, sin embargo, otras veces se paraba o avanzaba más lento que un caracol rabioso. Se giró hacia la ventana mirando los hilillos de luz que se deslizaban por los agujeritos de la persiana. Parecían teclas de humo de un piano fantasmal que se materializaban con cada segundo que pasaba. Se levantó de la cama sorprendida, nunca había visto un piano blanco tan de cerca, tan grande, tan esplendoroso. Se acercó tímidamente y estiro las manos intentando tocar el blanco y nítido marfil de las teclas. Mi, mi , fa sol, sol, fa, mi, re. Interesante, cuan imprevisible era la mente humana, guiar los dedos para que empezara el día con la "Oda de la alegría" era extremadamente extraño, después de lo de ayer. Se dejó llevar por la euforia que se adueñaba de su ser, sus dedos se movía endiablamente sobre las teclas de humo y una risilla escapó de sus boca. Las comisuras de sus labios cambiaron el rumbo de ayer, ahora se dirigían al norte, muy al norte, de sus ojos ya no salían lagrimas sino fuegos artificiales. Sus pies bailaban al son de la música y su voz al principio tímida ahora acompañaba el piano a grito pelado. Dejó por un momento el instrumento y sin dejar de cantar se dirigió a la puerta de su habitación, la abrió y salió en busca de su madre. En cada paso hacía una pirueta, después de cada verso soltaba una carcajada, la alegría se había hecho dueña total de la casa. La buscó por todas partes, pero no la encontró, pero si una nota suya en la cocina: "Estoy en el mercadillo, el desayuno esta en la nevera". Sin dejar de cantar se tomó el sándwich de nocilla que sacó del frigorífico, con 22 años aun le encantaba, y su madre lo sabía. Su alegría no tenia limites, hacía mucho que no se sentía así, o por lo menos es lo que consideraba en ese momento. Hacía muchísimo tiempo que no tenía fuerzas para hacer algo por ella o por su madre, pero solo era lo que creía en ese momento. Al acabar el desayuno desempolvó la bicicleta estática que llevaba tiempo abandonada en la terraza, la metió dentro del piso y delante de la tele pedaleó como media hora. Luego, recogió un poco la casa y después la cocina. La vitro estaba un poco manchada así que la untó bien con un limpiador especial que dejó reposar medio minuto,  y con la cuchilla de cocina raspó toda la superficie. Lo que menos le gustaba hacer era fregar los platos, por esa misma razón los dejó para el final. Hoy sin embargo no le importaba, parecía un gran día, con la gran sonrisa dueña de su cara y con la música dueña de su boca, empezó a fregarlos con más entusiasmo que nunca. Al acabar, se quedó un rato mirando como se desvanecía la espuma y algún pequeño resto de comida por el desagüe.
Habían pasado varios minutos pero Elena seguía en el mismo sitio, mirando fijamente aquella oquedad en el fondo de la pila. Unas nubes se habían posado sobre su frente y una tímida lluvia empezó a caer de sus ojos. Levantó la mirada del fregadero y se la postró sobre el escurre-platos buscando algo entre las cosas que había fregando. Las comisuras de sus labios cambiaron otra vez el rumbo, el capitán había ordenado de nuevo que hacia el sur era el camino. Elena, como presa de un trance estiró la mano, escogiendo uno de los objetos que se secaban en el escurridor, se giró sobre los talones mecánicamente y se marchó hacia el baño. Abrió el grifo del agua, taponó el desagüe de la bañera y dejó la cuchilla de cocina en el borde de la misma. Se desnudó, cerró la puerta y se metió en la bañera.

Sheol
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente