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III Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 05, 2011, 11:17:53 AM

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Parlamento

Involuciones


Julián aceptó el puesto. Y eso que no le convencía en absoluto. Pasar su precioso tiempo enfrascado en la observación de los microorganismos acuáticos, las incomodidades enormes que suponía el trabajo de campo, la recogida de muestras y, por fin, la elaboración de un largo informe que nadie leería (pues, hasta la presente, las aguas del Buendía no habían modificado su plácido y monocorde comportamiento), le aburrían desde su mero planteamiento. Sin embargo, le pagaban bien, y el pantano en cuestión no estaba muy lejos. Su mentor, el doctor Sandoval, siempre andaba a la busca de nuevos proyectos, tenía buenos contactos, y Julián sabía que, después de este, vendrían otros trabajos más interesantes, y, por fin, el ansiado reconocimiento de la siempre exigente comunidad científica en las ramas de la microbiología, la etología y la filogenia, pues en todas ellas Julián se las daba de saber más de la cuenta y en todas ellas había publicado algún artículo con extraordinaria acogida. Así que pilló lo indispensable para el aseo, varias camisetas, unas botas de montaña, embaló el laboratorio como Dios le dio a entender y se dirigió hacia aquella laguna que habría de ser su perdición.
Justo a un kilómetro de la casetilla de información, a la entrada del parque, se levantaba una cabaña de madera que había servido durante años al guardabosques de la zona. Pero el último funcionario se jubiló hacía tiempo, y su plaza no fue de nuevo cubierta por la Administración competente, así que en la casucha tendría Julián ámbito donde montar su laboratorio. Allí viviría el tiempo necesario para la elaboración de un estudio que pudiera ser considerado serio y dentro de los parámetros científicos.
Como hacía calor, el joven investigador, cada mañana, sacaba la mesa y los materiales bajo el porche, sombreado por una parra demasiado grande para el entorno. En aquel pórtico clasificaba muestras, que no solo eran de agua, sino también de lodo, hierbas e insectos (de los que, extrañamente, no conseguía apenas ejemplares), así como de cualquier elemento biológico que se considerara propio del ecosistema lacustre. Por otra parte, su trabajo no era sino continuación de un proyecto más amplio iniciado años atrás, por lo que ya se había dado por concluida satisfactoriamente una primera fase de la investigación y su labor no debía sino confirmar lo ya demostrado en el orden lógico de las cosas. Sin embargo, su voluntario muestrario de arbustivas, elaborado con mimo en sus ratos libres, empezó a darle ciertos quebraderos de cabeza, pues, a pesar de medir a conciencia y por varias veces los diámetros de los estróbilos, se apreciaba en ellos un aumento de tamaño tan desmesurado en tan corto espacio de tiempo que no era capaz de darle una explicación mínimamente plausible y que pudiera deducirse a primera vista. No se apreciaban variaciones en la salinidad ni el pH de las aguas; no se habían producido desecaciones bruscas ni, por el contrario, precipitaciones riesgosas que hubieran tenido como consecuencia indeseables derrumbamientos y disoluciones dañinas, ni vertidos tóxicos procedentes de polígonos industriales, pues, todo hay que decirlo, en kilómetros a la redonda no se apreciaban señales de civilización, como si a aquellos páramos jamás hubiera llegado en serio la revolución industrial, como si de repente hubieran regresado a los bosques subtropicales del Mioceno. La gente del lugar, que era poca y extraña, siempre decía que aquello venía ocurriendo desde lo del platillo volante.
Julián quiso investigar, por simple curiosidad, ese punto, y tirando de hemeroteca fue a dar con un número de El caso que contaba la aparición de una nave, al parecer extraterrestre, que dejose ver durante varios días seguidos sobrevolando la zona en busca de un lugar donde aposentarse. En alguna fotografía que ilustraba la inverosímil historia se intuía a duras penas un gran disco grisáceo de contornos borrosos y proporciones magníficas. Los testigos aseguraban que estuvo durante días planeando tranquilamente a plena luz, hasta que una tarde, después de emitir unos sonidos indicativos de que algo no iba bien del todo (podía tratarse del acabamiento del combustible o de una avería de difícil solución), desde una altura considerable, cayó en picado sobre el lado este del pantano, que, desde entonces, y seguramente por algún componente desconocido que la aeronave transportaba en sus bodegas, empezó a experimentar un crecimiento desmesurado en toda su vegetación y, por ende, en todo bicho viviente que tuviera a bien alimentarse de ella.
Julián no daba crédito a aquellas supersticiones y se sonreía sin disimulo con aquel invento de seres primitivos. Él era un científico, y debía dar a cada fenómeno una explicación incuestionable y completamente irrebatible. No obstante, lo único que hasta la presente se veía capaz de demostrar era que en sus cuadernos no tenían cabida las hojas de los avellanos, y que cada mañana debía salir de la casa a golpe de machete para abrirse paso por entre el emparrado. También entre las junturas de los tablones del suelo crecían jaramagos y retamas, de manera que buena parte de su tiempo la empleaba en rasurar la superficie del piso a conciencia y sin apenas resultados. Y todo empeoró cuando notó con cierta desazón que a las pocas semanas de estar allí se sentía más grueso a pesar de su estricta dieta de proteínas y fécula, hábilmente complementada con los frutales que proliferaban por la zona al cuidado exclusivo de la intemperie. A este paso se convertiría en un monstruo de feria, en un exponente incómodo de anómalo gigantismo.
Julián propició nuevamente un encuentro fortuito con los lugareños, pues le cabía la duda de si en el reino animal no se habían observado mutaciones semejantes. «¿Quién le ha dicho a usted que no? Lo que ocurre es que, como puede ver, por aquí no hay mucho ganado».
Julián fue informado entonces de cómo, en un momento dado, los insectos empezaron a ser descomunales y sus picaduras peligrosísimas, de modo que se procedió a su concienzuda eliminación con potentes productos que diezmaron por completo la población de los invertebrados. Julián pensó entonces en el efecto dominó que aquella exterminación podía haber traído consigo, empezando, sin ir más lejos, y por tratarse de un hábitat pantanoso, por el reino de los anfibios, que, al verse privado de su alimento en la fase adulta, habría muerto también indefectiblemente. El científico se lanzó a la búsqueda de sus cadáveres, y entre los descomunales juncos y el barrizal semoviente recogió unos esqueletos de anuros dignos de una película de ciencia-ficción, pues, a pesar de identificarlos como exuberantes sapos vulgares, andaban dotados de una cola prolongada y bífida en su extremo. Algo extraordinario de ver, aunque en concreto a Julián le produjo un escalofrío que no le desapareció tan fácilmente.
Julián iba, pues, apuntando con sumo cuidado cada uno de esos cambios inexplicables. Pensó entonces que aquel trabajo en principio insulso y meramente de trámite se estaba convirtiendo, por mor de las estrellas, en una aventura que podía abrirle las puertas del éxito sin demasiado esfuerzo. Ya se veía en un amplio auditorio presentando los resultados de aquella investigación sobre evoluciones vegetales, anfibios mutantes e insectos masacrados por su toxicidad y, por qué no decirlo, su desconsiderado tamaño. Eso si dejaban de crecer sus también tremendas espaldas, que a duras penas encajaban ya en las cada vez más ajustadas camisetas. («Habrán encogido. Al ser de algodón...») A esta incomodidad se añadía otra de no menor importancia, y eran los errores continuos que cometía al teclear en el portátil por el crecimiento inusitado de sus dedos, que habían ido ensanchando a ojos vista y en algunos puntos enrojecían de un modo desagradable como la piel viscosa de los dendrobátidos.
Aquella noche Julián tuvo unas terribles pesadillas. Se vio en el pellejo del tristemente célebre Francisco de la Vega Casar, tan conocido entre los mitos cántabros como las anjanas y el tentirujo, del que, se dice, siendo aprendiz de carpintero, fue a nadar con unos mozos y desapareció tragado por las aguas, con la consiguiente pena de su madre que no ha mucho había perdido también a su marido, para reaparecer al cabo de un lustro en las redes de unos pescadores en Cádiz con escamas y aletas como si de un pez se tratase, y que, después de interrogarlo, solo fue capaz de pronunciar el nombre de un pueblo lejano al borde del Cantábrico, y hacia allí fue llevado, y él solo reconoció el camino hasta su casa donde su madre lo recibió con tanta extrañeza como alegría y donde vivió unos años más hasta que de nuevo sintió la llamada de la mar y desapareció entre la espuma para siempre.
Julián se despertó empapado en un sudor viscoso y blanquecino que no fue capaz de borrar en todo el día y un amargor en la boca que le impedía tragar. «Tendré fiebre», pensó, y se echó a dormir un rato a la sombra de la parra mientras vigilaba su evolución, pues las ramas crecían de tal modo que a punto estuvieron de envolverlo y ahogarlo sin piedad en varias ocasiones.
Se sucedió, pues, una serie interminable de días con sus correspondientes noches en las que Julián solo soñaba con monstruos de película, con horribles mutantes que destruían la tierra, y muy de tanto en tanto con dulces cuentos infantiles de príncipes convertidos por hechizos en sapos malolientes a la espera de quien los transformara de nuevo, con el siempre preceptivo beso de amor, en el hermoso caballero que fuera en el origen.
El hombre despertaba cada vez más ancho y viscoso, y ya empezaba a respirar con cierta dificultad a través de las primitivas branquias que por ensalmo le brotaron. Progresivamente evaluaba en sus propias carnes un nuevo cambio involutivo, generalmente bastante enojoso. Empezó a amarillear de un modo alarmante, hasta que aquella palidez se volvió verdosa; los auriculares del ipod se le resbalaban de sus cada vez más reducidos pabellones auditivos, y seguía sin poder teclear con fluidez los resultados de su increíble descubrimiento, pues al grosor de los dedos se unía una incómoda membrana que empezaba a soldar las falanges y entorpecía el manejo de las extremidades. Y ya, por último, nada más tuvo ocasión de escribir, pues el cerebro llegó a marchitarse como el de un mosquito.
***
El doctor Sandoval veía con cierta alarma que el límite de la investigación se iba cumpliendo y su subordinado no daba señales de vida, así que decidió personarse en el pantano para zarandearlo un poco si era menester. Nunca Julián había sido tan informal. Y ahora, por supuesto, era el peor momento para dejarse ir. Al volante de su todoterreno, escuchaba una música suave y adormecedora acorde al magnífico vergel en el que iba adentrándose. «No recordaba esto tan frondoso», pensó mientras frenaba el automóvil para pasar sobre el viscoso musgo que se extendía por la carretera. A los lados crecían esponjosos sauces que colaban sus ramas por la ventanilla. El doctor Sandoval tuvo por momentos la extraña sensación de que se agarraban a los salideros y tironeaban para engullirlo en la espesura.
Guiado por el mapa, llegó a donde se suponía estaba asentada la primitiva casetilla del guarda, pero en su lugar solo había una enorme parra como nunca hasta entonces había visto, con racimos que caían hasta el suelo y esparcían un aroma a mosto marchito. Dentro de aquel inmenso matojo se oía claramente un sonido gutural desagradable e insistente, un lamento triste, una queja de algún animal a todas luces desconcertado.
El doctor Sandoval no se arredró y fue apartando los ramones de aquella gigantesca sarmentosa. A medida que apartaba el ramaje, este volvía en algún punto a cerrarle el camino de retorno hacia la civilización. Ya no había vuelta atrás. Solo le dio tiempo a lanzar un grito de espanto cuando, justo en el centro de aquel amasijo verde de hojas y fruta, lo encaró suplicante un enorme sapo cubierto de jirones de algodón que respiraba trabajosamente y lo engulló sin miramientos con su enorme lengua protáctil.

Armandita leal
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Pernambuco, 5:30 PM


Por fin, Mario tiene su teléfono de última generación.

— No lo dude, es usted un afortunado —, ha dicho el vendedor mientras le entrega el recibo para que firme la compra.

El teléfono incluye televisión, control digital, video panorámico, GPS, manos libres, control remoto, dos entradas UBS, cámara de fotos, cámara de video de alta definición, conexión a Internet e incluso servicio TLS.

— ¿Y tiene servicio TLS? —, ha preguntado Mario.

Mario sabe perfectamente que el teléfono cuenta con servicio TLS, aunque no sabe muy bien en qué consiste, pero es igual, él quiere oír del vendedor que su teléfono cuenta con ese servicio.

— ¡Por supuesto que tiene servicio TLS! Le recuerdo que acaba usted de comprar un teléfono de sexta generación.

Satisfecho, Mario estrecha la mano del vendedor con gestos tal vez excesivamente ceremoniosos, pero es que por alguna extraña razón se siente como si acabase de cerrar una operación bursátil en las escalinatas de acceso a Wall Street. Ahora mismo, piensa que acaba de entrar por la puerta grande en el mundo de la Sexta Generación.

Mario sale a la calle e intenta llamar a su esposa para darle la buena noticia, pero comprueba con desazón que el teléfono no tiene función de llamada. Regresa a la tienda para quejarse al vendedor.

— ¿Llamar? — dice el vendedor casi indignado— ¡Éste es un teléfono de sexta generación! ¿Qué necesidad tiene de llamar, si desde su pantalla puede saber al instante el tiempo que hace, por ejemplo, en Pernambuco?

Mario sale de la tienda pensando en que el vendedor tiene razón: ya tendrá tiempo de anunciar la buena noticia a su esposa. Llamar, al fin y al cabo, no deja de ser un invento del siglo pasado. Se sienta en un banco de la calle y pide información a su teléfono sobre las condiciones climatológicas de Pernambuco. Introduce las coordenadas, pulsa la tecla "Enter" y al instante aparecen, pixelados pero nítidos, los datos en la pantalla:


CIUDAD: Pernambuco
HORA: 5:30 PM.

TEMPERATURA: 20 Grados
HUMEDAD RELATIVA DEL AIRE: 67%.


Y Mario sonríe, satisfecho y orgulloso, con ese orgullo que da el pensar que a un solo golpe de tecla tienes el mundo entre tus manos.


José manuel
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

El maldito viento


De pronto, al otro lado de la ventana, comenzó a soplar un fuerte viento. Subí la persiana y vi a través del cristal cómo los árboles plantados al borde de la acera agitaban sus esqueléticas y negras ramas sobre la desierta terraza del bar. Aún no había sido capaz de averiguar qué clase de árboles eran, ignorancia que me enojaba. Las espigadas farolas también bamboleaban su anaranjada luz de un lado a otro con un ritmo preocupante y un sordo estruendo que a mí se me antojó apocalíptico parecía venir rugiendo desde muy lejos.
   Recordé que por la mañana, en la radio, mientras conducía hacia mi trabajo, habían anunciado que una masa de aire africano  nublaría nuestros cielos y haría subir los termómetros. Me pregunté si ese viento cálido e impetuoso no tendría su origen quizás en Marruecos, país donde unos suicidas kamikazes habían matado ese mismo día a más de cuarenta personas. Quizás si abría la ventana, podría oler la sangre, aunque la tierra del atentado estuviera demasiado lejana para este fin.
   Bajé la persiana y volví a sentarme junto a la espartana mesa de mi habitación, a la luz de un flexo de diseño clásico con una bombilla de bajo consumo. El fragor del viento continuó amenazando afuera. Persistí en mi idea apocalíptica. Imaginé que el fin del mundo, si realmente se produjese algún día, podría llegar así, con un aparentemente inofensivo y atronador viento del sur. Días antes había leído en un tebeo una historia sobre los fatales efectos de la cercanía de un agujero negro al planeta Tierra, cómo el mundo entero era succionado como en un vulgar desagüe por esa tenebrosa espiral cósmica sin dejar rastro alguno de la Humanidad. Antes, explicaba el narrador, el tiempo se ralentizaría hasta el extremo, hecho que yo no atinaba a comprender,  cómo un segundo podía llegar a convertirse en un lustro, justo antes de la muerte definitiva y absoluta. 
Batman, es decir, Bruce Wayne para los amigos, vio marcada su vida por un doble homicidio. Tuvo la desgracia de ser testigo de la muerte de sus padres por los disparos fáciles de un atracador de poca monta a las puertas de un teatro. Este hecho determinó su posterior carrera como superhéroe. Sobre la mesa hojeaba uno de mis cómics del Caballero Oscuro. A los quince años inicié mi colección de cómics, sobre todo historietas de héroes americanos. No se trataba una colección digna de mención; pero era mi colección, una colección con un gran valor sentimental. Cuando me separé de mi mujer y mis hijas, hacía ya siete años, se me permitió llevarme, entre las pocas cosas que saqué de la que hasta ese momento fue mi casa, mi voluminosa y polvorienta colección de tebeos atados con cuerdas y  desde entonces era una de las pocas posesiones que tenía en mi nuevo domicilio. Cada noche leía uno,  en un estricto orden cronológico, acariciando con suavidad la superficie rugosa y amarillenta del papel sobre el que hacía años se había derramado un poco de zumo o un resto de café.
Subí la persiana de nuevo y comprobé que el viento soplaba con más ímpetu aún. Había  derribado las sillas y las mesas de aluminio de la terraza y las arrastraba a su antojo por la avenida. El interior del bar  estaba aún iluminado; pero nadie había salido  a recogerlas. No parecía un viento húmedo, como el que arrastra una borrasca, sino un viento seco, polvoriento, destructor. Pensé que desde el balcón del salón podría  observar con más claridad lo que estaba ocurriendo y me dirigí hasta él. Antes de que pudiera asomarme algo compacto y redondo, algo que volaba o era lanzado por el mismo viento chocó violentamente contra las puertas acristaladas y esparció restos de vidrio sobre mi rostro. Se fue la luz. Asustado y ciego tanteé la oscuridad intentando buscar el cuarto de baño. Me dolía la cara. La luz eléctrica hizo un amago de venir, se fue otra vez y se restauró por fin. En el cuarto de baño contemplé mi rostro ensangrentado. Un minúsculo triangulo de vidrio había estado a punto de clavarse en mi ojo. Lo extraje con cuidado y me lavé la herida con agua fría. Qué estaba pasando. Mi primera reacción fue ponerme en contacto con mi mujer y mis hijas. Busqué el teléfono móvil; pero no tenia cobertura.
La puerta del salón daba sonoros portazos, lo que hubiese chocado contra ella había dejado al descubierto la sala y el sucio viento entraba en mi casa como una maldición. Qué habría chocado contra los cristales. Se fue de nuevo la luz, pero esta vez ya me había prevenido tomando una linterna. Me dirigí al salón con temor y cautela. Enfoqué el cansado chorro de luz sobre los muebles y el suelo, un viento hediondo, como el aliento de un gigante cósmico violaba mi casa. Sobre el suelo del salón descubrí un  bulto negro, un pájaro muerto, quizás un cuervo o un murciélago; aunque parecía demasiado grande para serlo.
Extrañado y confuso decidí salir a la calle. Sólo pensaba en mi mujer y mis hijas, quería verlas, verificar que se encontraban bien,  a pesar de saber que vivían desde hacía tiempo con la nueva pareja de mi mujer. En la calle el viento se me antojó menos agresivo, al menos, para mí. Contemplé coches aplastados como chicles contra las aceras, como si acabasen de dar dos o tres vueltas de campana. Varios grupos de personas eran arrastradas a una considerable altura del suelo por el viento en enjambres como  vulgares hojas secas del otoño. Sus gritos de horror sonaban ya lejanos. Los chorros de aire empezaron a deshacer los edificios como si fuesen montones de ceniza, un grupo de chalets adosados eran arrancados de cuajo como por una mano invisible. Yo miraba mis manos asustado, como intentando asegurarme de que aquella escena dantesca no fuese un sueño y descubrí por su sombra que mi espalda tenía alas. Unas alas  enormes, nervudas y membranosas, como las alas de un murciélago gigante. Parecían tener vida propia. Aleteaban. Miré hacia los barrios del sur donde un cielo tormentoso formaba gigantescos remolinos de escombros y vi como otros seres alados como yo permanecían levitando imperturbables al desastre. Yo sabía que ellos me miraban mientras yo los miraba. Parecían ángeles destinados a trabajar el día del juicio final. Quise ir hacia ellos  y las alas me elevaron con tal fuerza  que estuve a punto de vomitar. Aquellos ángeles estaban muy lejos de mí y no me prestaban ninguna atención. Desde mi nueva altura  contemplé cómo un tsunami ardiente e invisible devoraba la ciudad en pocos minutos. Tenía tantas lágrimas en los ojos que apenas me permitían ver. Deseé un último abrazo de mis hijas y mi mujer, las imaginaba entre los restos calcinados de nuestra casa y dirigí mi vuelo, como si lo hubiera estado haciendo toda la vida, hacia ellas con el convencimiento de que sería ya demasiado tarde.

Víctor Buffon
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

La despedida


01-JUNIO-2005

Querido diario, hoy escribo para despedirme de ti, ya casi no puedo escribir, no tengo fuerzas. Mis manos, mis dedos no me responden, la vista me falla, confundo las palabras.
Tengo días en que parece que va mejor, pero son falsas esperanzas este demonio se apodera de mi.
Hay una enfermera muy agradable y dulce conmigo se llama Inés, está muy pendiente de mi, siempre tiene una sonrisa dibujada en su rostro, tal vez le pida que escriba ella en mi diario, le cuento siempre las historias sobre mi vida, ella las escucha atenta. Estoy cansada,  cada vez tengo menos fuerza.

--- Hola Inés, aquí estoy esperándote, hoy no me he ido a la discoteca ¡!
--- Que humor tienes Teresa, así me gusta cielo.
--- Como te encuentras hoy Teresa, has comido bien?
--- No, el doctor dice que me van a dar la comida por sonda, no me entra nada.
--- Inés te quería pedir un favor?
--- Dime cariño lo que tú quieras.
--- Te importaría escribir por mí en mi diario.
--- Será un honor, sabes que solo tienes que pedirme las cosas, hare lo que esté en mi mano         por ti.

03-JUNIO-2005
Querido diario, no son mis manos las que escriben son las de Inés, esta chica tiene una paciencia infinita, porque mis palabras cada vez salen más débiles. Cada día Rafa viene a verme yo le pregunto por su padre, hace dos semanas que no ha venido. El dice que Juan está enfermo, se ha hecho daño en una pierna y no puede venir... Hayy y  que mayores nos hacemos  ¡!
Le echo mucho de menos, nunca hemos pasado tanto tiempo separados, me gustaría verlo antes de perder la razón. Me queda poco tiempo, logre vencer al  cáncer de ovarios, la vida me dio una tregua para disfrutar de mi nieta y de mis seres queridos. Pero este tumor cerebral avanza rápido.
Estoy contenta, vienen a verme cada día, mis hermanos, mi hijo, y muchos de mis amigos,  pero me faltas tú Juan.
                   
05-JUNIO-2005

Querido diario, soy Inés, Teresa quiere que siga escribiendo yo su diario, hoy no tiene fuerzas para hablar,  está empeorando, no para de preguntar por su marido, está muy triste, no puede moverse y hay momentos que pierde la cordura, no sabe dónde está. He hablado con su hijo y me ha contado la verdad que ella no debe saber. Juan su marido, hace dos semanas que está ingresado por un cáncer de huesos, cuando lo detectaron ya estaba muy avanzado. Le quedan pocos días de vida, quizás horas.
                                             *****************
Hoy al llegar a mí puesto de trabajo, me he encontrado con una triste noticia, el hijo de Teresa ha llamado para informarnos que hoy llegaran mas tarde a su visita, ya que su padre ha fallecido esta madrugada y esta tarde es el sepelio. Nos dijo que no le digamos nada a su madre.
Me dirijo a la habitación nº75 a ver a Teresa, con el corazón en un puño, cual es mi sorpresa al encontrármela muy animada y con su cabeza más lúcida que nunca. Con una sonrisa me dice:
---- Hola Inés, tengo una buena noticia, coge mi diario y anota por favor.
---- Claro Teresa, dime.

08-JUNIO-2005
Hoy he recibido la visita de Juan, ha sido de madrugada, no sé cómo le han dejado entrar, pero me alegro tanto de haberlo visto, venía muy guapo con su traje azul marino que llevo en la boda de nuestro hijo.
Me ha dicho que este tranquila, que el ahora ya no sufre, que muy pronto volveremos a estar juntos. Me dio un beso y se marcho.
Durante un rato sentí una paz, me encontraba tan bien que no sentía ningún dolor.
Tengo ganas de estar con él, volver a pasear de su mano. Volver a viajar, nos gusta mucho, hemos ido cada año a un lugar diferente. Nos lo pasamos muy bien,  a Juan le encanta bailar, a mi mirarlo cuando baila.
Ahora estoy más tranquila se que se encuentra bien. Seguro que mañana volverá a verme.

                               ***************************

Yo no podía asimilar lo que me contaba, tenía la piel erizada y las lágrimas a punto de salir, el corazón encogido. Escribí todo lo que me contaba  luego la abrace fuerte y le dije lo contenta que estaba por ella.
Antes de acabar mi turno, llego el hijo de Teresa venia del cementerio, ella le conto la visita de su padre. El la escuchaba, su corazón no podía con tanto dolor, estaba como en una nube, de la que bajo de golpe al oír que el traje que Teresa decía, era el mismo con el que acababa de enterrar a su padre.
Aguanto como pudo y luego al salir rompió a llorar sin consuelo.
A partir de ese día Teresa se fue consumiendo cada vez más. Sus hermanos venían a verla, y la escena al salir de la habitación se repetía una y otra vez, rostros de dolor, lagrimas en los ojos. Pensamientos confusos entre el deseo de que siguiera con vida o el de verla dejar de sufrir, perdiéndola para siempre.
Teresa  perdió la mente, los movimientos, su cuerpo quedo totalmente paralizado, sus ojos miraban perdidos, como una niña asustada.
Una niña con una vida dura pero vivida con mucho amor hacia los que la rodeaban, ellos le devolvían ese cariño acompañándola en sus últimos días, sus últimos actos este teatro de la vida que bajaba su telón para siempre......
El 10 de Septiembre del 2005 falleció, dejo de sufrir y fue a reunirse con su amor. Yo escribí en su diario toda esta historia tal y como ella quería.
Lo que paso aquel día me marco para siempre. Teresa me conto su vida, una vida llena de dificultades por la posguerra, pero llena de alegrías, porque así era ella, fuerte, alegre y optimista.
¿Fue verdad que Juan no quiso marcharse  sin despedirse de Teresa? ¿O fue imaginación de Teresa a causa de su tumor cerebral y el deseo que tenia de no morir sin ver a su amado?.............

7lunas
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

Inauguración de un adiós


Puso a enfriar la botella de cava en el diminuto congelador. Paseaba de un lado a otro de la cocina batiendo claras de huevos con una furia insólita. Sobre la encimera de piedra gris, se amontonaban cazos y sartenes salpicadas de colores ocres. La cocina olía a canela entre los azulejos azules, a cáscara de limón desparramada en el fregadero, a azúcar glas. Vertió las claras en un bol donde dormitaban la harina y el azúcar y fue añadiendo el resto de ingredientes hasta que consiguió una pasta homogénea y  dulce. Subió el volumen de la radio y Sabina inundó de sin embargos la estancia. Atardecía y el naranja se colaba entre los visillos desmayándose sobre el suelo y bajo la puerta. Se acarició la barba incipiente con sus manos enormes y ásperas, manos como ojos abiertos, manos con que aprehender el miedo convirtiéndolo en un aire denso de olor a naranjas. Encendió las luces y observó unos segundos el escenario. La harina parecía haberlo teñido todo de blanco, como si de repente se desdibujasen los límites de los objetos. Tomó la escoba y comenzó por barrer el suelo que crepitaba en azúcar bajo los pies. Pensaba mientras en su soledad ya extinta desde hacía meses, en las manos llenas de otra carne, en las bocas húmedas y saladas, en las voces que acarician, en los cuerpos que dejan su olor y  su forma apostada en su lado de la cama; pensó en las tardes de domingo nuevas, en el olor constante del azúcar quemada en la cocina, en las lenguas ávidas de nuevas noches, en las sábanas danzando a los pies de la cama. Cuando terminó se sacudió a un tiempo la harina y la tristeza, y salió de la cocina rumiando luces nuevas.
Bajo la ducha el agua resbalaba como una ilusión helada entre las escápulas, escapándose entre los dedos y perdiéndose con un eco azul. El pelo comenzaba  a desnudar las sienes y se entretenía en formas circulares sobre la nuca, en el mismo lugar en que se acumulan las palabras no dichas.
Se vistió de domingo con el traje gris y la corbata roja centelleando en el pecho ancho de palomo viejo.
Sonó el teléfono con estridente musicalidad rasgando el aroma a canela. Al otro lado, una mujer joven jugueteaba con un anillo de plata mientras sujetaba el auricular con el hombro. Alguien la esperaba apostado en la cabina. Apenas dijo dos o tres palabras grises, entre ellas un adiós que rápido se condensó como un mercurio sobre la corbata roja, y trepó hasta la boca y los pulmones llenándolo todo con su frío oscuro de abandono. La mujer colgó auricular y tomó el brazo de aquel hombre que aguardaba la despedida. Juntos se perdieron entre las calles, balanceándose sus figuras recién pintadas.
Al otro lado las manos se deshacían sobre el traje de domingo. Lo ojos abiertos y las pupilas rotundas y centelleantes. El adiós se hizo fuerte entre los labios y en el paladar sembró su amargor y su vacío. Pronto sobre la nuca se erizaron las palabras marchitas, pasaron horas como espadas quebrando los ojos y la boca, dejando desmadejado a aquel hombre, desecho en hilos rojos sobre el colchón, junto al hueco desafiante dejado por un cuerpo para siempre ausente.
Mientras, en la cocina, se quemaba de nuevo el azúcar y una botella de cava estallaba en el congelador.

Olivia Marfil
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

ESPERANZA EN UN RAYO DE LUNA


Lo vio alejarse y deseó con desesperación no olvidar jamás la ilusión que reflejaban aquellos ojos cristalinos. Quiso aferrarse a ella pues era la traducción de su propio anhelo. Supo que la imagen de él alejándose por el callejón la acompañaría para toda la eternidad.
   Miró su espalda. Su camisa arrugada después de haber estado horas tumbado junto a ella, su pelo revuelto y húmedo por la llovizna. Él volvió la cabeza una vez más y le sonrió. Aquella sonrisa que la había embrujado. Sus labios sensuales en aquel gesto travieso que lo hacía tan infantil...
   Ella le dedicó un último adiós con la mano y él le respondió. Se marchaba satisfecho, sabiendo que a la mañana volverían a encontrarse... pero ella conocía la verdad.
Las lágrimas comenzaron a brotar en el preciso instante en que él desapareció de su vista. Para siempre... Aquella certeza le desgarró el alma.
   Buscó en su bolsillo y sacó la carta que había estado intentando escribir la noche pasada mientras lo observaba dormir. Nunca había hecho algo tan difícil. ¿Cómo renunciar a la dicha con unas pocas líneas? Aquel papel arrugado fue como un látigo que avivara su dolor.
   Ella sabía que algo así podría ocurrir. ¿Acaso no la habían avisado? Cuando suplicó a la luna que la dejara contemplar el mundo desde el plano mortal, ¿acaso no le dijo ella que allí abajo hallaría el dolor? Y sin duda así había sido, pero había merecido la pena. Porque aquellas lágrimas que ahora derramaba sólo eran el inevitable desenlace de lo que había sido la culminación de la felicidad.
   Qué equivocados estaban todos los seres inmortales que desde el cielo contemplaban a los hombres con desdén. ¿Qué les había llevado a pensar que aquellas criaturas eran terribles e indignas?
   Ella acababa de pasar los días más increíbles al lado de uno de ellos y mientras más recordaba sus caricias, sus besos, su voz, más consciente era de que él brillaba con más intensidad que sus  compañeros del cielo.
   Pero quién era ella, un simple rayo de luna en la tierra, para hacer cambiar de idea a todo el firmamento. Y sin embargo supo que no importaba. Ella conocía la verdad y la atesoraría en su interior para siempre.
   Miró a la luna. Había llegado el momento, ella la esperaba. Imaginó cuales serían sus palabras al ver sus ojos llenos de comprensión y ternura. Su madre había visto sus lágrimas y las había malinterpretado. La gran diosa nocturna no confiaba en los hombres y la había advertido sobre ellos. Pero, a pesar de su sabiduría y de sus muchos años de experiencia, esta vez se equivocaba.
   Ella había conocido el amor en aquellos breves instantes que había vivido al lado de aquel hombre. Y sus lágrimas eran dulces y amargas a la vez. Dulces porque aún saboreaba sus besos y amargas porque no soportaba el dolor que sabía le iba a causar. Al contrario de lo que su madre pensaba, sería ella la traidora y la que heriría en esta ocasión.
   Mientras la luna bajaba sus brazos protectores a la tierra para abrazar a su hija y ella se dejaba llevar de regreso a su hogar, no dejaba de ver el rostro lleno de ilusión de él. Casi podía verlo ahora tomando nota mental para un nuevo verso que le regalaría al día siguiente. Pero no habría día siguiente para ellos. Y ella había llegado a conocer lo bastante a aquel joven como para saber que jamás la borraría de su mente. Nunca olvidaría a esa extraña mujer de cabello plateado que había desaparecido sin más, dejándole el corazón destrozado y un millón de preguntas en su mente brillante.

   A la mañana siguiente, él tan sólo encontró un papel arrugado y emborronado, completamente ilegible, en el lugar donde debía esperar aquella a la que había considerado su alma gemela. Lo recogió y lo guardó, sin saber muy bien por qué.
   Los días transcurrieron y él esperó noticias de ella inútilmente. En sus labios aún temblando las palabras de amor que jamás se había atrevido a pronunciar.
   En la noche, junto a su ventana, tomaba el papel y miraba al firmamento. Un rayo de luna siempre venía a su encuentro, iluminando la única palabra que aún podía distinguirse en el deteriorado papel: esperanza.   

Mirsa
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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HOJITA DE NARANJO


La mujer arrastraba penosamente su cuerpo mientras iba de puerta en puerta pidiendo una limosna. Muy pocos se animaban a abrir y soltar unos cuantos Intis, pues sabían que detrás de esas ropas andrajosas y sonrisa melodramática se encontraba una de las mujeres más ricas del pueblo. Nadie lo sabía con exactitud, pero se rumoreaba que había aprovechado los requiebros de la Reforma Agraria del presidente Velasco Alvarado –allá por los 60- y había conseguido hacerse de muchas hectáreas a orillas del río Piura y otras tantas propiedades en los pueblos cercanos. Pero su amor por el dinero y el miedo a perderlo la habían arrastrado hacia la vergüenza. La llamábamos Hojita de Naranjo y si te negabas a regalarle una propina, miles de insultos y quizás un palazo en la cabeza podías llevarte como recompensa.
Mis hermanos y yo estábamos advertidos; sin embargo, aquel día abrimos sin pensar la puerta y ante nosotros extendía su mano curtida la Hojita de Naranjo. Mi hermana mayor intentó un rápido movimiento, pero ya el cuerpo entero de la mujer estaba en el centro de nuestra sala, invadiendo el ambiente con su peculiar olor. ¡Y adiós nuestra propina del domingo! Temblando vaciamos nuestros bolsillos antes de que nos golpee. Se marchó con una sonrisa en los labios, no sin antes decirnos: "Que Dios los bendiga, niños".
La vimos pedir dinero en otra casa, y en otra, y en otra más, hasta que dobló en la esquina rumbo a la plaza principal del pueblo donde se iba a celebrar la ceremonia de izamiento del Pabellón nacional, seguramente iría a ver al sacerdote, para también pedirle limosna. La gente había empezado a reunirse y a pasear alrededor de la única avenida. Mi hermana mayor se encargó de vestir a mi hermano pequeño y yo de apurar a mi otra hermana; debíamos estar a las nueve de la mañana para la misa de Resurrección. Nuestros padres, que estaban ayudando al sacerdote, nos esperarían junto al altar. Corrimos cuanto pudimos y cuanto nos permitía el miedo después de tamaño susto. En un santiamén superamos las tres cuadras que nos separaban del parque central. En aquellos tiempos, en Catacaos como en casi todo el Perú, el único peligro era que un loco se metiera a tu casa o salir desaprobados al final de los semestres del colegio. Ese domingo experimentamos el primero; más adelante, mi hermana mayor y mi hermano menor experimentarían el segundo. Felizmente, en esos tiempos, las malas mañas nos la quitaban con un correazo y, ¡zas!, al siguiente semestre puritos aprobados.
Nos arrodillamos y reverenciamos la imagen de Cristo. El cura Manuel empezó la misa con su habitual ceremoniosidad; el sermón estuvo casi celestial; algunos de los asistentes derramaban lágrimas y otros aplaudían: mi madre rezaba sus plegarias mientras se iba despojando, junto con las cientos de mujeres, del manto negro que indicaba el riguroso luto por Semana Santa. Había motivos para estar alegres: Cristo había resucitado ese domingo y todos nuestros pecados estaban perdonados gracias a su sacrificio.
Después de misa acompañamos la procesión; cientos de pétalos de rosas caían desde los balcones; la multitud que caminaba apretadísima celebraba con cantos, alabanzas y aplausos; no quedó casa sin que el sacerdote rociara con agua bendita; ¡hasta la Hojita de Naranjo recibió unos cuantos chorros! El olor del incienso me permitió olvidar el mal rato y a dejarme invadir por ese viento de santidad. Incluso vimos a lo lejos a Froilán Alama sobre su mula; el famoso bandolero también se inclinaba ante el Señor. Yo le tenía respeto y admiración, pues, a pesar de ser bajito y rechoncho, había salvado a mi padre de una emboscada allá por el desierto de San Pablo; Froilán, usando como única arma su escopeta, se enfrentó contra diez forajidos que rondaban mi pueblo venidos desde la provincia de Chiclayo y que estaban atacando a mi padre. Juntos lucharon y vencieron, y por un momento olvidaron que eran adversarios. Mi padre nos decía: "Ese hombre es un caballero, lástima que trabaja fuera de la ley". Ahora, en Semana Santa y desde lejos, el bandido pedía perdón por sus pecados. En esos tiempos, nuestros males se curaban con fe y con un poco de agua santificada.
Mamá y papá acompañaron hasta el final la procesión. Nosotros decidimos jugar en la calle, frente a nuestra casa. Yo enseñaba a mi hermano a jugar con el trompo; mis dos hermanas jugaban con los yases. Poco después se unieron Lucho, Alberto y Melina; así que decidimos corretear jugando al mata-gente y luego al encantado. En la tarde, después del almuerzo y habiendo sesteado, se unieron a los juegos los demás vecinos y todos los padres de la cuadra salieron con sus sillas para refrescarse en las puertas de sus casas. El raspadillero acababa su jornada gracias al insoportable y secante calor que hacía en la ciudad. El calor no da tregua en Piura y una buena cremolada o una enorme raspadilla podían ser nuestras mejores armas.
De tanto jugar nos pilló la oscuridad, pero como estábamos de vacaciones las ganas de divertirnos no se agotaban hasta muy entrada la noche. Esta era la parte que más me gustaba a mí, pues nos sentábamos alrededor de la mesa, apagábamos las luces y mis padres nos contaban historias de terror. Pero el más ducho en estas artes, jañapero y buen comelón, era el señor Cebiche. ¡Era increíble! Don José era un manantial de historias nuevas, hermosas... Mis años de escribidor han intentado reproducir esos gestos, esos sonidos y ese ambiente que no pertenecía a este mundo y que solo aquel viejo campesino era capaz de crear. "Lo que les cuento es verdad", nos decía. Y todos le creíamos...
...no sé cómo, pero me había olvidado de retornar temprano a la hacienda; es que me tiré mis copitas de aguardiente y me olvidé de todo. La fiesta estaba recontra animada y la Luisa más buenota que nunca. Pero la responsabilidad está primero, muchachos, así que decidí tomar rumbo pa'l pueblo. Don Ántero quería que me quedara a dormir y luego me fuera temprano, antes del amanecer, así mi patrón no se molestaría y ni notaría mi presencia. ¡Ayayay!, mamita linda, es que don Ántero no conoce al patroncito; capaz que me da de correazos para que otro día se me quite lo bandido. ¡No, no!, -le dije. Yo me voy pa'llá rapidito, que no quiero perder el trabajo. Don Ántero insistía, me dijo que no era bueno andar por el desierto de noche y encima borracho; intentó asustarme con Froilán, pero todo el mundo sabe que él no nos hace daño. Así que yo terco, me fui pa'l fondo.
¡Ay, si mejor le hubiera hecho caso a don Ántero! Pero dale la mula al monte. No me había acordado que era viernes trece. Todos sabemos, churres y viejos, que en viernes trece no debemos quedarnos hasta muy tarde. ¡Caray que todo me pasa por borracho! Yo escuchaba el tijeretear de las lechuzas, cada minuto era más y más fuertazo; el perro que cuida la hacienda de los Eguiguren aullaba requete horrible y los burros lloraban y lloraban como cuando van a parir. ¡Ay, mamita linda que Diosito te tenga en su gloria! Se me fue toditita la borrachera. ¡Todo el camino estaba oscurisisímo! Y más encima el viento agitaba los algarrobos que parecían que silbaban. Así es, niños, la noche estaba pesadísima y el camino totalmente sólido. Yo empecé a rezar a San Dimitas, a San Juditas Tadeo y a las ánimas de mis difuntos padres. Cerré los ojos y anduve como loco. No me podía tranquilizar, temblaba como una hoja. Los abrí para saber dónde estaba y, ¡velay catay!, que casi me orino en los pantalones. ¡Ahí cerquita nomás estaba  la huaca! Yo ya estaba botando espuma del miedo; quise huir pero la huaca ya había soplado. Sopló vorazmente. Sopló con rabia. Yo me había encalavernado totalmente.
–Cuando la huaca sopla, ya nada puedes hacer – me decía mi abuela cuando tenía sus edades.
–Son tonterías. No me da miedo.
Yo sentía cómo el aire demoniaco –de ese que huele a azufre y pezuña- y la arena espesa me iban envolviendo; no podía respirar y extraños seres bailoteaban sobre mi cabeza. Yo creo que eran los hijos del demonio, los supaywawas. Mi alma débil estaba siendo presa fácil, es que no me había ido a confesar con el padrecito hace semanas. Ya no pude aguantar más y caí derrotado, escuchando el amargo llanto de unos burros en un corralón lejano. Las lechuzas tijereteaban con más fuerza. Eran los mensajeros de la muerte. Mis brazos temblaban y fuego chispeante parecía salir de mi pecho. Estaba viviendo mi agonía.
Sentía cómo toditita la grasa de mi cuerpo era extraída despacito, cuando apareció ella, doña Juana, la rezadora. Frotó sobre mi frente algo que reconocí inmediatamente, pues su olor era inconfundible: la ruda.
– ¡Padre nuestro, que estás en los cielos...! Mil y una oraciones rezó doña Juana; luchaba con todas sus fuerzas, pero estaba siendo vencida y la huaca se levantaba más temible y orgullosa que nunca.
– ¡No!, fue lo único que grité. Mis fuerzas se habían agotado.
Vi que doña Juanita sacó de entre sus faldas un algodón pardo. En medio de mi patatús sentí cómo la tierra tembló y un alarido retumbó nuestros oídos. Inmediatamente, todo volvió a la normalidad. A lo lejos, la luz iluminaba Catacaos.
–Es el algodón de San Dimitas.
–   ¿El ladrón bueno?
–Así es. Este algodón la ha vencido.
–   ¿Y por eso está aquí?
–Sí, por eso estoy aquí, todos los días, rezando. Muchos se alejan riendo; eso no me importa. Yo todos los domingos sigo frotando algodones a los pies de mi Santo. Anda, Cebiche, que yo me quedaré un rato más por acá.
Así es como la mamá de Nacho me salvó y en agradecimiento siempre vengo a acompañarla. Ay, churritos, todo lo que les cuento es la puritita verdad. Créanme...
...Siempre, al final de la historia, a todos nos daban un vaso de leche caliente, para poder dormir sin tener miedo. Nuestros vecinos se retiraban a sus casas; la nuestra se convertía –especialmente en tiempos de vacaciones- en una especie de arca de Noé y mis padres, en unos  buenos samaritanos. Y no era para menos. Mi madre siempre atenta a los problemas del barrio y mi padre, policía de casi dos metros de alto, hacían que, ante cada problema, sean una ayuda eficaz y sincera. Si un vecino golpeaba a su esposa, mi padre iba a detenerlo y mi madre a consolar a la víctima; si alguien necesitaba dinero para una operación, mi madre organizaba una "Parrillada pro ayuda a tu prójimo"; si alguien sufría algún robo, mi padre reunía a los varones más fuertes y se iba en busca del ladrón, regresando casi siempre con el botín recuperado. En fin, que eran una versión peruana de Supermán y la Mujer maravilla.
Pero ni ellos, ni el agua bendita, ni siquiera Froilán Alama pudieron evitar que al día siguiente de aquel Domingo de Resurrección todos los niños y todos los hombres del pueblo empezaran a sentir miedo...
...¡La han matado, la han matado!, ¡esos desgraciados la han matado!, ¡don Chiquito, don Chiquito!, ¡la han matado!
Ese fue el día en que, a mi corta edad, empecé a ver morir mucha gente, segundo a segundo. Detrás del cementerio encontramos el cuerpo sin vida de la Hojita de Naranjo y a su lado un letrero que decía: "Así mueren los enemigos del pueblo. ¡Viba la lucha popular!". Aquella noche la lechecita caliente no nos sirvió para nada.

Magallanes
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL PASEO


Hay caminos que se hicieron para recordar. Los senderos de tierra, por ejemplo, siempre tienen un sabor a infancia, un aroma de agosto y algún almendro que se aburre en cualquier recodo dejándose herir por un sol inclemente. Los almendros son seres estoicos y solitarios al igual que los ágaves que jalonan las lindes. Son como esos amigos a los que envidiamos más por sus silencios que por sus palabras. Supongo que como ocurre con todo, también en materia de vegetales cada uno tiene sus preferencias. Y por alguna extraña razón, tengo para mí que los almendros y los olivos son mejores personas que el resto.
La vida se torna más lenta en los caminos, más parsimoniosa. Podemos coger un tallo seco de avena y posarlo en los labios con la elegancia de un rudo vaquero del oeste, ajustar la visera de la gorra, agacharnos lentamente y estudiar algún rastro sospechoso, una huella que repentinamente se sale del sendero y que, probablemente, sea de la vieja mula de algún vecino.
Repararemos en el sonido de la chicharra, que nos lleva acompañando todo el paseo y del que no habíamos sido conscientes hasta ahora. En verano, el canto de las chicharras entra en los oídos con la misma naturalidad que el aire en los pulmones. Sólo percibimos su presencia cuando callan y sentimos cómo ese hálito vital y sonoro se apaga durante unos segundos, dejándonos desamparados bajo los efectos del sol. El sol de agosto y el silencio suelen ser una combinación terrorífica, por lo que el canto de estos seres invisibles es imprescindible para hacer transitables los caminos de agosto.
Más adelante nos sumergimos entre las húmedas sombras de un grupo de sauces. Allí se encuentra el pozo y un viejo abrevadero donde el agua sestea rodeada de verdín. Es un remanso fresco que algún otoño dejó olvidado en una esquina. -El otoño es la estación más despistada. Encontramos hojas secas en cualquier lugar de la vida-. En este oasis de penumbra, el tiempo se desliza junto al agua entre las pequeñas fisuras verdeazuladas de las paredes blancas del pozo. Es un alto en el camino tan apetecible como necesario. Nos asomamos y descubrimos con asombro que el viejo cubo de lata sigue atado a su cuerda suspendido sobre un abismo cristalino. Al vernos nos saluda tristemente con el chirriante roce del asa (tanto tiempo lleva aquí que aprendió del balanceo de las hojas de los sauces). Echamos el cubo al agua asustando de paso a alguna rana y recogemos el líquido elemento, que escapa, con sonido de fuente, por algún pequeño agujero que los años horadaron en el viejo metal.
Junto al pozo hay una lona de rafia verde tensada entre cuatro ramas. Allí nos sentamos con las piernas cruzadas, al modo de los árabes del desierto. Charlamos sobre cualquier cosa, tanto si estamos acompañados como si nos encontramos solos, y bebemos agua fresca a pequeños sorbos, pues se nos antoja por momentos que de ella emanan los dulces efluvios del té y del limón. Algún pájaro sediento nos avisa de que es tiempo de abandonar esta jaima rural e improvisada para emprender de nuevo el camino errante de los nómadas.
Paseamos sin prisa, mirando fugazmente al horizonte. Aquellas lejanas, azules y recónditas colinas siempre presentaron un misterio insondable. Nunca he podido imaginar siquiera lo que hay al otro lado, ni he conocido a nadie que conozca aquel lugar. Pero el día no está para misterios, y bajo este sol radiante apetece más bien recrearse en cualquier cosa cercana y transparente, como una simple brizna de hierba o el vuelo imposible de las libélulas. Así pasa la tarde, lentamente, entre el serpear del camino y el vaivén errante de los ojos que titubean. Aquí, un afloramiento de piedras que alguna vez sirvió de inexpugnable castillo. Allí, la vieja rama de un roble con forma de anaconda que, al amparo de la penumbra, acecha desde la altura.
Por fin, tras la última curva, el paisaje se torna diferente. Una vasta extensión de trigo que se derrama ladera abajo donde antaño habitaban los olivos. Algo nos dice que el paseo ha terminado, que ya ha quedado atrás este breve sendero que la niñez ha conservado para nosotros. Sin embargo, más allá incluso de este abrupto final, nos atrevemos a aspirar profundamente el aire limpio de la tarde, comprobando que esta dulce y tibia atmósfera se extiende más allá de todos los senderos. Entonces, aligeramos el paso y nos llevamos el tiempo en los bolsillos.

ALAN DELERM
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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La última carta


                 No sé cuantos años tendrías entonces, ¿Ocho? ¿Tal vez nueve? Sí, puede que nueve, incluso diez, pero aparentabas menos, de eso estoy seguro. Claro, que contribuía a esta merma de edad el hecho de exhibir esa mella en tu boca, sinónimo de la segunda oportunidad de los dientes de leche, de nocturna visita del ratoncito Pérez. Tu rubia melena angelical desembocaba en unos rizos que vistos a lo lejos parecían caracoles que trepaban por tu espalda, y dependiendo del movimiento de la cabeza, daba la sensación de que estos pretendían encaramarse a tus hombros, como si de una carrera o concurso se tratase y allí se encontrara la meta. Sin embargo, el intenso negro de tus ojos contrastaba con la blancura "casi" inmaculada de tu cara –"casi" por aquellas pequeñas pecas que parecían haber sido distribuidas con un colador-. En tu faz se reunían en perfecta simbiosis la luz y la oscuridad, el día y la noche.
                                 Tan joven, tan pequeña, tan niña y ya tuviste que enfrentarte sola a grandes problemas. De un lado tu madre, una mujer abandonada al alcohol, desprovista de la más mínima motivación para seguir luchando por la vida, por su matrimonio, por ti. En el otro tu padre, en otros tiempos un buen tipo, no me cabe la menor duda, pero siempre ajeno a los problemas de su familia. Además, para mayor colmo, sospechoso de buscar el amor en otra casa que no era la suya, en otros brazos que no eran los de su mujer. Y entre ellos tú, sólo tú, con aquella firme convicción que desde tu inocente razonamiento te hacía verlo todo más sencillo, puesto que tu lógica era para ti misma la más natural: querías a tus padres, y a ambos los quería por igual, entonces ¿Por qué no habrían también ellos de quererse en la misma proporción? Así de fácil, sin más complicaciones. Al final te saliste con la tuya. Papá y mamá se sentaron a hablar, tú te colocaste en medio de los dos, tomando sus manos, juntándolas con las tuyas, fusionándose todas en una sola; entonces, con esa fuerza interior que albergabas en lo más puro de tu aún más puro corazón conseguiste que se miraran durante unos segundos que te parecieron eternos. Luego te miraron a ti, y tus ojos fueron la rúbrica de un nuevo comienzo en su historia de amor. He de confesártelo: no pude reprimir que una lágrima furtiva humedeciese mi mejilla. Fue la primera vez que me emocionaste. Pero bueno, tú ya conoces esa historia.
                                 Después vino tu primer campamento. Tenías once años, quizás doce. Era la primera vez que te marchabas de casa, y aunque la despedida fue triste no tardarías en ahogar la pena con las nuevas aventuras que el destino te reservaba. Para empezar hiciste rápidamente amigas (no me extraña, con esa sonrisa quien no las hace) y por supuesto, no tardaste en convertirte en la cabecilla del grupo. Ahí vinieron tus primeras travesuras. Cómo reí en aquella ocasión en que dejaste a una de las monitoras del campamento encerrada durante un tiempo en el almacén de víveres –se lo merecía, por odiosa y por cascarrabias-, o cuándo les ataste los cordones aprovechando que estaban sentadas a aquellas dos repipis niñas "bien" ¡Qué trompazo se dieron cuándo se levantaron! Qué vitalidad, qué energía, eras un auténtico huracán en constante erupción. Luego encontraste un cervatillo abandonado en el bosque mientras realizabas una excursión. Estaba sólo y abandonado, desorientado. Conseguiste que todo el campamento, niñas y monitores, se movilizara para buscar a la madre de aquella desamparada criatura, y hasta que no disteis con ella y te saliste con la tuya no paraste. Aquel verano te facturaste la amistad y admiración de muchas compañeras, incluso las más envidiosas hubieron de claudicar ante tanta humanidad. Dejaste huella en ese campamento. Pero bueno, tú ya conoces esa historia.
                                 Más tarde vino el instituto. Alumna modelo, compañera solidaria, bella quinceañera... y neófita enamorada. Tenías la edad propicia, y el amor te lanzó sus primeras señales. Él era mayor que tú, estaba a punto de marchar a la universidad y jugaba de ala-pivot en el equipo de baloncesto. No me gustó, lo siento, pero es así, aunque pude comprender que te era imposible renegar de ese incipiente sentimiento. Para él no significabas nada, en todo caso un número más con el que engrosar la agenda del móvil. Sin embargo había otro chico. Quizá no fuera tan espectacular como el jugador de baloncesto, pero tenía nobleza, una característica que ya empieza a ser difícil de encontrar en las personas. Era compañero tuyo en algunas clases, buen amigo, pero nada más. Me dio pena por él, porque me cayó bien, porque tú te merecías a alguien que fuera más fondo que forma; pero no te dabas cuenta, sólo había ojos para el otro. Y forzosamente debía llegar el desengaño. Sé que sufriste, pero no había otra alternativa, son normas de la vida; tenías que experimentar el rechazo en tu propio ser para tener plena conciencia de que el amor no es algo que se puede elegir a la carta. El amor es también sufrimiento, angustia y sobre todo resignación. La única ventaja que tenías a esa edad es el tiempo, que todo lo cura, que todo lo cicatriza... pero claro, tiene que pasar, y mientras pasa duele. Casi al instante, ¡OH milagro! encontraste un hombro dónde resguardarte de tu primera derrota amorosa, un consuelo que te llegó como lluvia de abril. Aquel desgarbado y tímido muchacho que hasta entonces sólo representaba un amigo más, el compañero ideal para hacer los deberes de vez en cuándo, te ofreció su comprensión. Poco a poco este apoyo se fue transformando en algo que tu corazón te decía que era beneficioso. Hiciste bien en hacerle caso, porque fue verdaderamente tu primer amor, y con él, no podía ser de otra manera, vino también tu primer beso. Pero bueno, tú ya conoces esa historia.
                                  Hace un par de horas que te he visto por última vez. Tienes poco más de veinte años, pero siento decirte que aparentas unos cuántos más. De aquella niña que conocí sólo quedan algunos rasgos difuminados por el paso del tiempo, y aunque tus ojos siguen conservando la misma negra intensidad, la mirada resulta distinta; no hay pureza ni sinceridad en ella. Has crecido y te has convertido en una mujer. Eso es algo que ya sabía, contaba con perder la batalla ante la naturaleza, pero esperaba que la transición de un estado a otro fuera de otra manera. Ya has conocido algún chico, incluso se podría decir que has tenido novio, lo cuál, aunque me duela, era algo que algún día debía llegar. Pero ahora eso no tiene importancia. Me da igual cuántos novios puedas tener, con cuántos chicos puedas salir, con cuántos... me da igual. Porque has perdido la dignidad, déjame que te lo diga así. Hay cosas que no se deben ver, que no se deben enseñar. Molestan a la gente que te quiere, me molestan a mí, que he sido cómplice forzoso de tus sentimientos desde que eras poco más que un bebé, que he disfrutado y sollozado contigo, que he sido testigo de tus primeros pasos, de tus primeras risas, de tus llantos, de tus travesuras... he visto como crecías, y yo también he crecido contigo. Sin embargo hace un rato que te vi y casi no te he reconocido. ¿Por qué no se cerró esa maldita puerta? ¿Por qué he tenido que verte como mujer cuándo yo sólo quería que siguieras siendo aquella niña pecosa de grandes ojos negros? ¿Por qué me has obligado a ser testigo de tu lujuria, de tu ansia animal? Bastaba con un susurro, con una mirada o una insinuación. Yo lo hubiera comprendido, nada habría pasado, son cosas de mayores, lo sé, lo sabemos. Pero he tenido que presenciarlo y por eso ahora estoy aquí.
                                 Supongo que leerás los periódicos, tal vez alguien te lo diga. Seguro que te enteras antes de que esta carta llegue a tus manos. Debía impedir que te vieran así, y por eso lo hice.
                                 No creas que me siento orgulloso de este acto, pero era necesario. Cuándo me han preguntado que por qué lo había hecho les he dicho que ellos no lo podrían entender, que había sido por amor. Por sus caras creo que me han tomado por loco, aunque tú y yo sabemos que eso no es así. Se han limitado a esposarme y llevarme a la comisaría. El abogado de oficio me ha dicho que me caerá una buena multa por desorden público, aparte de tener que abonar los desperfectos causados en el cine. Me da igual, ya todo me da igual. Tú también.
                                 Sabía que tarde o temprano este día llegaría, pero cobijaba en mi interior la esperanza de que no fuera tan traumático, de que todo se resolviera con un simple "cosas de la vida", pero tú has querido que fuera de este modo.
                                 Es la última carta que te escribo, ya nada importa, pues has dejado de ser mi niña. Supongo que esta tampoco tendrá contestación, como todas las anteriores, aunque te confieso que nunca me dolió que no me respondieras. De antemano sabía que yo sólo era uno más.
                                Ahora ya conoces esta historia. Fue también la nuestra.

                                                            A pesar de todo, siempre tuyo.

Adso de Melk
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Frío


Se enfadó. Habían tenido una discusión muy fuerte y las palabras habían llegado demasiado lejos. Tanto, que habían hecho heridas que costaría mucho cerrar. Suspiró y decidió que lo mejor sería echarse un rato. Quizá si descansaba un poco, se le pasaría. Quizá si dormía, olvidaría todo lo que había pasado.
Sin embargo, cuando se despertó y logró desperezarse, el puntiagudo dolor que le atravesaba el corazón seguía ahí. El calor que él siempre desprendía se había esfumado. Ahora sentía frío, mucho frío.
Cerró los ojos e intentó volver a dormirse.
Afuera, la gente se había visto contagiada de ese frío que nuestro protagonista padecía y la jornada se convirtió en la más fría de la década. De hecho, algunos ancianos afirmaron que, en toda su larga vida, no recordaban un día tan helador como el que estaban viviendo. Las plantas, petrificadas, hacían arduos esfuerzos para abrir sus pétalos y mostrar así sus flores. Los animales, por su parte, intentaban cobijarse en las grutas que encontraban y las aves dejaban sus nidos vacíos para esconderse debajo de los tejados de las casas más bajas.
Ya al anochecer, alguien tocó tres veces a la puerta de nuestro protagonista. Era ella y venía a pedirle perdón.
Aún con los ojos llorosos, le instó a que entrara. Ella, con paso firme, avanzó y se acomodó, lentamente, sobre su sofá.
Comenzaron a hablar mientras la noche iba cayendo poco a poco y tornándose cada vez más cerrada. Las estrellas iluminaban la casa de nuestro protagonista y, cuando, a las dos horas, ella salió, también fueron las guías que le llevaron de vuelta a su casa. 
Él y ella habían hecho las paces y todo volvió a la normalidad. Ella comenzó a ascender alto, muy alto, hasta que llegó a la que siempre sería su casa: el cielo. Allí, abrió los ojos y desplegó un amplio haz de luz sobre toda la ciudad. Ahora se veía mejor. La luz de la Luna siempre era más potente que la de las estrellas.
Mañana, el frío se habrá ido porque el Sol vuelve a estar enamorado.

Belle de Jour
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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CONQUISTA


Se había enamorado locamente de ella y estaba dispuesto a conquistarla. La vio a mediana distancia y quedó deslumbrado por sus ojos tan nobles, su cuello delicado, el cuerpo bien conformado, las piernas estilizadas, sin defecto ni exceso de carnes. Lo que más le emocionaba eran sus movimientos al caminar: bien precisos, seguros, pero muy llamativos. ¡Qué fascinación! Era la hembra que siempre anheló poseer. Y su elegancia. ¡Qué bien vestía! En esencia, distinguida entre las distinguidas.

Su abuelo le había dicho que el glamour femenino se exacerbaba en las noches. Que para conquistar, mejor la noche que el día.

Por la tarde, sorprendió una mirada furtiva de ella hacia él. ¡Terminó de flecharlo!

"Las féminas son así" –decía el abuelo- "Dan una señal casi imperceptible, pero la dan, como muestra de aceptación".

Su abuelo no podía equivocarse. Era todo un sabio. Por algo tuvo tantos amores.

Estaba empeñado en conquistarla, pero tenía una mezcla de temor, dudas, esperanzas... de muchas cosas.

Un amigo de otra comarca, que tenía experiencia en esas lides, le dijo que lo mejor era tomarse un trago de ron antes de la conquista. Que eso quitaba todos los miedos, soltaba la lengua y daba mucho valor.
Se decidió. Recordando el consejo del amigo, tomó un trago. Esperó un rato. No le hacía efecto, sentía la lengua atorada y el miedo continuaba, el valor no le llegaba. Otro trago, y tampoco. Decidió acelerar el proceso y se tomó la botella de una vez. Ahora estaba mejor: el miedo se le había ido, el valor le abarrotaba el pecho, la lengua seguía trabada, más trabada que antes, pero eso no le importaba, seguiría el método de otro amigo al que le había dado buen resultado: se acercaría a ella en silencio, con una bella flor en la boca y se la pondría suavemente en la de ella. ¡Ya! Todo estaba bien planeado.

Oscureció. Salió caminando muy alegremente pensando en su segura conquista, la flor en los labios; no tendría que hablar nada. ¡Sus amigos y su abuelo sí eran unos sabios en asuntos de amor! ¡Como estaba aprendiendo!

Por ratos, se le nublaba la vista, pero no le importaba, él sabría encontrarla.

A la luz de la luna distinguió su vestido de rayas. Estaba radiante. Adoptó el paso más elegante, irguió el pecho, donde el corazón quería estallar.

Ella dejó que se acercara. No se movía ni un milímetro.

"Mis amigos son unos genios. ¡Qué fuerza me da el alcohol! Le pondré la flor ahora en sus labios..."

Pudo escuchar un solo rugido.

ROBESPIERRE
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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UNA PIEDRA CUALQUIERA


El grave silencio de la mañana pareció romperse del todo cuando el ataúd de roble barnizado golpeó secamente sobre las paredes del nicho; sin embargo cinco días antes nadie habría supuesto el trágico desenlace.
Pedro Sánchez  había conocido a Dolores León, "la Niña de Jaén" en el mundo de la copla, dos años antes. Él, un modesto funcionario de correos, se había enamorado a primera vista de aquella mujer morena, de cabello ensortijado, cintura cimbreante y  risa envolvente que cantaba cuplés y pasodobles en el espectáculo de variedades que el alcalde había contratado para las fiestas.  Aquella noche Pedro  se hubiera quedado de buena gana en casa, en aquel enorme y destartalado caserón tan vacío desde que murió su madre, pero los compañeros habían insistido tanto para que les acompañase, que él, educado en las buenas maneras, acabó por ceder.
Pedro tendría entonces unos cuarenta años. Enjuto, de baja estatura, cabello de un rubio desteñido, ojos azules temerosos y labios finos constreñidos, nunca se había atrevido con las mujeres. Hijo único de una madre viuda, posesiva y protectora, había crecido en una atmósfera opresiva que abortaba cualquier intento de relación con  el género opuesto. De correos a casa y de casa a correos. Si acaso una caña al salir del trabajo con los compañeros,  o en vida de la madre después de la misa de doce.
Nunca llegó a comprender cómo había podido reunir el valor suficiente para abordar  a la folklórica a la salida del espectáculo,  e invitarla a unos vinos. Lola aceptó al  instante y se colgó del brazo del empleado de correos, con el que contraería nupcias dos meses más tarde. Pedro no podía creer en su suerte,  ¿Cómo un hombre tan insignificante como él podía ser el marido de una mujerona tan guapa, tan alegre, tan salerosa como la suya.  La casa parecía otra. Lola había cambiado las cortinas marrones por visillos transparentes y adornado con geranios los poyetes de la entrada. También era un misterio por qué no había vuelto a incorporarse  a la troupe cuando esta  abandonó al pueblo, pero Pedro no  tenía demasiado interés en averiguarlo.
Al principio, cuando él  se levantaba para ir al trabajo, un buen desayuno le estaba esperando en la mesa. Su cuerpo aún conservaba el calor del cuerpo de su Lola, el tenue aroma a yerbabuena de la joven mujer, que le despedía con un beso al tiempo que empujaba en su cartera el envoltorio con el almuerzo.  Los buenos alimentos le hicieron ganar peso y la felicidad que sus ojos azules perdieran opacidad, fueran incluso transparentes.
Pero el tiempo pone cada cosa en su sitio. No habían pasado ni cinco meses cuando un día al levantarse, ni  el desayuno le esperaba en la mesa, ni su cuerpo guardaba el calor de la mujer, que le empujaba de malos modos al otro lado de la cama cuando él quería abrazarla. –Debe de ser el cansancio y los calores – se engañaba Pedro a sí mismo.
En el pueblo empezaron las maledicencias y los  rumores. Que si la folklórica se va de casa en cuanto el marido marcha al trabajo, que si alguien le ha visto en los campos y no sola, que si la cabra tira al monte. Pedro se tapaba los oídos y los sentimientos. Él quería a su Lola.
Cinco días atrás,  su mujer no volvió a casa por la noche. Pedro la esperó levantado y rezando. Al fin apareció por la mañana, despeinada, exultante, con el desafío dibujado en la cara.
–Tenemos que hablar, –le dijo, armándose de valor –¿Qué te pasa, mujer? ¿Es que ya no me quieres?
–¿Quererte yo?–se burló Lola–iluso, que eres un iluso y un pobre hombre.  Claro que no te quiero, ni ahora ni nunca te he querido. Hubo un momento en que te necesité. Ya ni eso– le escupió  a la cara.
Pedro no encontró las palabras. Sintió que el techo y los muros de la casa le aplastaban, se encogió sobre sí mismo y se tapo los ojos con las manos para no ver a la  mujer.
–Tengo un amante, sabes, –prosiguió Lola– un hombre de verdad, el mismo que me había abandonado cuando tú apareciste. Ha vuelto y nos queremos. No temas, que no  me voy a marchar, nos quedaremos los dos a vivir aquí, en esta casa,  contigo. Él ha ido a Madrid a recoger sus cosas. Diremos que es mi hermano. Allá las gentes si no quieren creerlo –remató, dándose media vuelta y entrando al dormitorio.
Los días siguientes fueron como túneles negros. La gente murmuraba. Entretanto ella seguía cantando pasodobles. El jueves, mientras sellaba la correspondencia, Pedro oyó algo sobre un forastero, un buen mozo, que había llegado al pueblo de mañana. A la salida del trabajo, no se encaminó hacia casa, sino que se dirigió a la estación y consultó los horarios de trenes. A las tres de la mañana pasaba el mercancías de Sevilla. Pedro siguió el trazado de la vía. Los raíles le marcaban el camino hacia la liberación. Un cuarto de hora antes de las tres, el hombre se tumbó a lo largo de la vía. Se sentía contento, esperanzado, muy ligero. Quizás en el más allá, la traición de su Lola no le doliera tanto.
Cuando miró el reloj, ya eran casi las cuatro. El destino le había jugado una mala pasada. Se levantó tambaleándose y empezó a caminar. Era noche cerrada. Al poco rato, su pie derecho se enredó en un tronco caído.  Pedro perdió el equilibrio y cayó  hacia atrás. Una piedra cualquiera se apiadó de él. Antes de que los contornos de este mundo se esfumaran. Pedro sintió un calor húmedo e intenso, pero no tanto como el del cuerpo de su Lola.   

Nómada
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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MUDOS

Al llegar a la oficina he saludado al conserje y me he dirigido a mi despacho; antes de entrar, la secretaria del jefe me ha hecho una seña anunciándome que ya tiene el periódico. Lo he recogido. En primera página me ha sorprendido un gran titular:

DESDE LAS 24:01h DE HOY LOS MAYORES
DE 40 AÑOS SE HAN QUEDADO MUDOS.

Yo tengo 47 y no he notado nada. Será porque soy sordomudo de nacimiento, me pregunto entonces si los que ya éramos mudos tendremos ahora voz. La duda me excita. Deseo comprobarlo. Para ello he ido al baño, me he puesto ante el espejo con intención de decir algo y antes de hacerlo me he detenido a pensar la palabra adecuada.

La primera palabra de la vida de un hombre tiene que ser algo muy importante, no esos sonidos balbuceantes que, supongo, deben pronunciar los bebés y que seguramente sólo tienen sentido para los padres. Se me ocurre hola pero parece simple; lagarto parece una bobada; bobada una simpleza; busco algo más idóneo Encuentro mi cara reflejada, algo patética, pero intentar decir patético me parece algo patético. Sigo buscando en la imagen especular, en mis ojos, en mis arrugas, en mis pelos, pero nada. Luego voy a buscar una de esas palabra que hay sueltas como botón, algunas pueden ser buenas, me vienen entonces, gas, armiño, butifarra, torticero, cerilla, apocalipsis y vino, sin embargo no acude la que yo esperaba. Ya un poco contrariado me voy a mis recuerdos, Playa, aro, tren, nocilla, ultramarinos, esta me gusta, parece válida pero me temo que sea demasiado larga, como chocolate que se me ocurre después. En el espejo veo a un compañero que entra y hago como que me lavo las manos. Se pone a orinar. Mear, bragueta, calzoncillos, gayumbos, zurraspa. Me doy cuenta de que por ese camino no llego a ningún lado. Lo dejo. Barba., Nunca me he dejado barba y nunca he hablado. Me juro que si consigo decir una sola palabra me dejaré barba. Espejo, reflejo, luz. El compañero se pone a mi lado a lavarse las manos. No sé si sabrá lo que ocurre desde las 24:00h, supongo que sí, pero es joven, tiene menos de 40. Le hago una seña interrogante con la cabeza a la par que me toco los labios, compruebo que habla, parece decirme algo de que el tema no le toca, "a mi no", dice. Mueve los labios exageradamente para que se los pueda leer. Salimos juntos del baño. Ya en mi mesa de trabajo repaso la situación mientras hago una cadena con los clips. Me estoy metiendo en un problema, me estoy creando una complicación donde sólo cabría una espontaneidad. ¿A ver si resulta que ahora puedo hablar y no encuentro la palabra para arrancar?, tendría gracia, es una buena idea para un guion de cine, de Berlanga.

Cuando llevo veintitrés encadenados dejo los clips, cojo un folio en blanco y me dispongo a encontrar y escribir esa primera palabra que me gustaría pronunciar. Pienso, le doy vueltas al bolígrafo, pinto rayitas en una esquina, miro el reloj, me echo hacía atrás apoyándome en el respaldo y respirando hondo penduleo la cadeneta de clips. Me fijo en los compañeros que están trabajando ajenos a mi drama y a lo mejor al suyo. Emi, por ejemplo, esta enfrascada entre sus albaranes, esta mañana no la he visto cascar con nadie; está claro que no tiene los treinta y siete años que dice. No se me ocurre nada, estoy como vacío de ideas, pruebo con palabras simbólicas, amor, amoooooooorrrrrrrr, para decirla vale, pero para grito es cursilona, libertad, trasnochada, pensando en vida, que ni la tomo en serio, se me ocurre madre y... ya la tengo ¡mamaaaaaaaaaá! Esta sí, esta es la palabra. No entiendo como no se me ha ocurrido de inmediato, seguramente es la primera palabra que pronunció el primer ser que tuvo el don de la palabra. Y gritándola queda cojonuda. Ya sólo me queda encontrar el momento. Una cosa de la que depende la barba de un hombre no es para tomársela a chacota, el escenario tiene que hacer honor a la ceremonia. Quizás una cena con los amigos: les invito con cualquier excusa, justo antes de comenzar pido un brindis, por señas, y antes de beber, cuando hayan sonado las copas, grito mirando al techo ¡mamaaaaá!

¿Cómo se lo tomará Chus? ¿Y Guille? ¿Y los demás? Todos ellos serán ahora mudos, como yo. Chus, que vive sola y trabaja atendiendo al público en una oficina de la Comunidad, se habrá llevado una sorpresa morrocotuda cuando haya llegado el primer ciudadano a su ventanilla:

-Señorita, mire, es que he recibido esta notificación y no sé a que se debe.

Ella habrá cogido el papel, en su cabeza tendría la respuesta, pero enseguida habrá notado que nada venía de la cabeza a los labios, que la lengua no se movía preparándose, que los pulmones no almacenaban aire para una frase, que no había frase. Se habrá quedado mirando al señor con la boca semiabierta y una incógnita terrible en la frente.

Guillermo es diferente. Guillermo seguro que está encantado, saldrá ganando. Por una parte porque su dedicación es la lectura, es su afición y su trabajo, corrector de pruebas de imprenta, y, por otra, porque detestando a su mujer, Concha, que habla mucho y muy alto, ahora les espera un futuro prometedor: en el silencio la volverá a querer.

En silencio, sin hablar, se pueden decir muchas cosas, el amor se hizo para comunicarlo en silencio, miradas, respiraciones, un ligero movimiento del labio, un párpado trémulo, otra mirada que siendo igual es diferente porque otro brillo la ilumina. La dulzura requiere silencio. El estruendo, el chillido, el berrido, el grito, el griterío son más propios de otras emociones, del odio, del desprecio, de la agresión, de la violencia. ¿Será por eso que yo soy tan pacífico? ¿Dejaré de serlo si descubro que puedo hablar?

Acabada la jornada laboral me dirijo a casa observando a los transeúntes, en la calle es muy fácil distinguir a los que están afectados. Con los viejos y menos viejos no hay problema (por otra parte van pocos camino del metro). Pero con los que rondan los cuarenta, o ya están en la cuarentena, antes habría serias dificultades para clasificarlos acertadamente por su físico: las ropas "casual", los gimnasios y las cremas consiguen maravillas. Ahora, sin embargo, se les distingue perfectamente, parecen llevar un cartel másdecuarenta o menosdecuarenta. Los de másdecuarenta van con la mirada perdida aunque lo que realmente han perdido es la voz. Y en el vagón del metro siguen con la mirada desenfocada, miran al fondo, al cristal, al más allá, mientras a su lado, otro que mañana podría cumplirlos, habla y mira a la cara. Unos van solos, con su silencio interior porque también son mudos por dentro, como yo, no les suenan sonidos en la cabeza - me río yo del diálogo interior-. A los demás se les ve acompañados o contentos o ambas cosas.

Esta soledad acabará con muchos, seguro que en una semana hay cola para inscribirse en el Club de los Suicidas. Los que viven de la voz, por seductores, por locutores, por actores, por charlatanes, por vendedores de pisos, por cantantes, por declamadores, por políticos o por embaucadores, y hayan hecho de la profesión su vida, nunca se darán cuenta de su error, se levantaran la tapa de los sesos porque ni siquiera podrían pedir la vez en la fila. En muchos estudios de grabación la frase "Sin voz no quiero vivir" será repetidamente escrita que no dicha. Y muchos maridos, mientras comen con sus esposas, la garabatearan en el margen blanco de las hojas del periódico. Y algunas de ellas escribirán debajo "yo tampoco cariño" pero ellas no irán al a apuntarse al Club, no se vencen por estas contrariedades. Muchos actores pedirán trabajo de mimo, es una salida; los conventos cartujos se colapsaran, en sus puertas habrá peleas silenciosas para ocupar las escasas plazas libres.

Con estas elucubraciones llego a casa, huele a cocido, mi señora, que también es sordomuda, viene a recibirme con una sonrisa de neón, gritando mi nombre, entonces me doy cuenta que como soy sordo me da igual que me llame o que se calle. Por su sonrisa y por no frustrarla que si no ahí mismo me pongo a llorar.

Al día siguiente no me afeité. Pero ni siquiera hice la prueba de pronunciar mamá, ¿para qué?

Hector
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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       EL VIAJE
                                       

   Hacía mucho tiempo que no madrugaban tanto y mucho menos para tomar el tren que les llevaría hasta Madrid. Lo oían cada vez que pasaba por la estación en cualquiera de las dos direcciones y se sabían de memoria por los sonidos de los silbatos que tren era el que pasaba. Esos sonidos eran tan familiares que formaban parte de su propia vida. Los habían estado oyendo muchos años mientras estuvo él trabajando en la Renfe y después como si estuvieran viviendo en la misma estación, por estar su casa a unos cien metros de distancia.
   Subieron al tren con la ayuda de unos jóvenes que se ofrecieron hasta estar acomodados en el compartimiento que les correspondía y que se encontraba repleto cuando llegaron y ocuparon sus asientos.
   Él estaba tan contento que enseguida empezó a charlar sin haber preguntado si los demás viajeros querían oírlo. Pero eso no podía ser un problema que impidiera lo que se proponía contar lo quisieran o no.
   Cuando tenía quince años y unas ganas tremendas de hacer un viaje en tren y mucho más, oyendo a los mayores contar batallas de las que me encontraba muy impresionado; aunque lejos de poder librar las mías propias. Sabiendo que en una curva que había a un kilómetro de la Estación, los trenes aflojaban su marcha y por lo tanto facilitaban el acceso sin problemas. Me preparé una taleguilla con algo de comida, me escondí en unos matorrales y cuando el tren llegó a la altura de donde me encontraba de un salto me encaramé encima.
   No sabía a donde iba ni las dificultades que se me presentarían y mucho menos pensé en el delito que estaba cometiendo al subir de polizón. Me  acomodé   en una  de las bateas descubiertas que transportaban maquinaria, la cuál se encontraba tapada con una fuerte lona, al
poco me quedé dormido.
   Desperté al notar que disminuía la marcha, intenté moverme, el dolor era tremendo, tenía el cuerpo entumecido. La posición en las que había estado tanto tiempo me había dormido las piernas y las manos y el resto del cuerpo lo tenía como si estuviera atrofiado; pero con un dolor tan intenso que creo que se me saltaron las lágrimas y acudió a mi cabeza la imagen de mi madre que ante cualquier imprevisto dolor u otra circunstancia, cualquier cosa que me pudiera ocurrir ella estaba allí para amortiguar el golpe que representaba mi falta de madurez.
   Durante  unas  horas estuvo el tren sin moverse de aquella estación que no pude enterarme como se llamaba, arrancó  y me volví a quedar dormido hasta la próxima parada que la hizo al amanecer, aguanté debajo de la lona todo el día sin moverme para nada, hasta que entrada la noche se puso en movimiento y así, durante varias horas y de nuevo quedó parado.
   Me bajé sin ser visto y me encontré en Zaragoza,  no pensaba que en tan poco tiempo se pudiera llegar tan lejos. Deambulé de acá para allá, sin saber muy bien que hacer, tenía muy poco dinero y lo que llevaba de comida cuando monté, ya la había terminado. La idea de seguir viaje a ninguna parte que me había  propuesto, hizo  apremiarme  y volver otra vez a donde estaba el mismo tren -que me había traído- preparado para salir, subí al mismo vagón y esperé debajo de la lona a que se pusiera en movimiento.
   Al poco se puso en marcha, percibía un frío horroroso sin saber a que obedecía aquel cambio de temperatura que se había operado. Pasadas unas horas, se detuvo y según oí a la gente que manipulaba en ciertas zonas de otros vagones, la carga había llegado a su final.
   Cuando me bajé con todo el sigilo del mundo me encontré en Canfranc, en la frontera, con Francia, estaba en los pirineos, el frío era inaguantable, tiritaba de tal manera que mis dientes  sonaban a raro, pensaba que se iban a salir de sus alojamientos del golpeteo que imprimían unos con otros. Nunca en mi vida me había ocurrido algo semejante, por eso tampoco pensé seguro que por desconocimiento que me podría hacer falta una ropa de abrigo que no llevaba.
   No podía ser más calamitosa mi situación, en los Pirineos muerto de frío,  hambriento y
sin conocer a nadie, sin poder pedir socorro en ningún sitio, por la implicación que tenía al subir y viajar indocumentado y sin pagar.
   Tenía que irme rápidamente de allí; vi un mercancías con  muchos vagones cerrados, que parecía estar preparado para salir hacia algún destino, fuera el que fuera, tenía  que marcharme si no  quería morir. Un tiempo de espera y se movió, si allí las cosas estaban frías pudiera ser que me encontrara en peores condiciones al parar, no obstante debía arriesgarme.
   Acurrucado en un rincón del vagón, con ropa  que en la  parte Sur de donde procedía podía ser suficiente; pero que en la parte Norte no valía para nada, descubrí en la esquina opuesta de donde me encontraba, a dos personas tapadas con una manta, y que dirigiéndose a mi me encrespaban diciéndome qué como había subido al mismo vagón que estaban ellas, vi que se trataba de dos mozas tal vez un poco mayores que yo. Pronto cambiaron el tono amenazador diciendo que ya que íbamos en el mismo tren lo haríamos como amigos.
   El frío aumentaba por momentos y al observar que no tenía nada con que abrigarme, me ofrecieron un sitio a su lado debajo  de  la  manta  que  cubría a ambas. Me dieron un poco de pan y embutido que engullí con desesperación.  Me  acoplé  de la mejor manera entre las dos, tratando de tomar el máximo calor de sus jóvenes cuerpos que estaban completamente unidos al mío.
   Habían transcurrido escasos minutos cuando ya estaba casi dormido, y fue en ese momento cuando noté que me hurgaban en ciertas  zonas  de mi cuerpo, me sentí flotando sin saber que hacer y opté por seguir el juego ignorando lo que vendría después. Mi experiencia en aquellas líderes era tan reducida como la de viajar de polizón en un tren del que no sabía a donde se dirigía ni cuando llegaría a su destino. Toda la noche los tres debajo de la manta, donde ocurrieron cosas que eran nuevas pero llenas de unos sabores jamás probados por mí; pero que me despertó una ansiedad desconocida y llena de fortuna. Al clarear el día, después de muchas horas de marcha y paradas nos encontramos en un pueblo de Cataluña.
   Las  dos  muchachas se despidieron y me dejaron a mi suerte, que no me dio la espalda;
pero antes pregunté aquí y allá, descubrí que había un tren mixto, viajeros y mercancías, que estaba a punto de salir para el sur. Era que ni caído del cielo, tal vez en toda mi vida tuviera un sentimiento tan lleno de esperanza como sentí en aquel instante, el sur era mi tierra y si me llevaba hasta allí me lo pensaría antes de emprender una aventura de aquellas características. 
   Subí a uno de los vagones de mercancías que había servido para transportar caballerías, según el estiércol que lo cubría todo. Oí gritos y al asomarme por las rendijas, vi a dos guardas jurados de la renfe que llevaban a un detenido. Me enterré en el estiércol a pesar del olor nauseabundo que desprendía, aquello me salvó de ser apresado cuando revisaron el vagón. Al
poco de enterrarme en el estiércol tenía el olfato atrofiado  y  el  olor no me molestaba, noté una agradable sensación de calor que me hizo entrar en un sopor indescriptible.
   Muchas horas de viaje en las que se incluían maniobras, paradas y esperas dando paso a otros trenes, así toda la noche y casi todo el día siguiente, que me encontré en la estación de una ciudad que estaba cerca del pueblo donde vivía, desde allí haciendo auto stop, terminé el resto de aquel rápido y novedoso viaje.
   Al contar la odisea que había vivido en mi primer viaje de ida y vuelta, no era creído por nadie, mis amigos se reían y tuve  que dar detalles precisos para convencerlos. Una dura experiencia; cientos de kilómetros durmiendo debajo de una fría lona; debajo de una manta entre dos jóvenes que me hicieron sentir una experiencia maravillosa no tenida anteriormente; metido en estiércol hasta el cuello  para evitar ser descubierto y calentarme; aprendiendo su familiaridad con los enigmáticos ruidos, y sobre todo el golpeteo de las ruedas al cruzar las uniones de los raíles, que me crearon una necesidad vital de estar estrechamente vinculado al ferrocarril durante toda mi vida, que fue lo que hice en la primera oportunidad nada más cumplir los dieciocho años por ser la edad exigida para poder entrar a trabaja en la compañía.   
   El silbato de la locomotora avisó que entraban en la Estación de Atocha, despedida de los compañeros de viaje que les desearon la prolongación de la felicidad que sentían al ir a Madrid, en aquel  viaje considerado  de  "Luna  de Miel" aunque fuese a los sesenta años de haberse casado, pagado y gestionado por una agencia de viajes por ese sesenta aniversario de su boda.
   Varios días de asueto en la capital; hotel, restaurantes, museos, teatros, cines, monumentos, asistencia a eventos deportivos, paseos relajados por sus calles y avenidas. Sin preocupación por nada.
   La vuelta en el mismo tren que llegaron a Madrid y que no era si no, la culminación de un sueño del que no eran conscientes de haber despertado, ni siquiera cuando ya estaban descansando en su casa del pueblo.   
     
Juan
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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NO LO DIGAS


La camioneta traquetea en su avance por la sinuosa y bacheada carretera levantando una humareda de polvo a su paso. Tras una curva viene otra curva y tras un bache viene otro. Viajo en la parte trasera del camión con mi familia y algunas personas más. Todos mantenemos la cabeza gacha, en parte para evitar el incómodo polvo y en parte porque quizá no tenemos nada que decirnos. El silencio es tal que prevalece sobre el ruido del motor llenando el ambiente con su silente elocuencia. Miro a mi hermano Kamil que levanta la cabeza y me sonríe. Le devuelvo la sonrisa. Me llamo Adil, tengo 9 años y hoy he abandonado mi hogar.
Mi pueblo se encuentra a pocos kilómetros de la ciudad de Kirkuk, la cual había sido devastada por el asedio estadounidense. La miseria se había apoderado del país y allí donde mirases podías encontrar la huella de la guerra, aunque quizá en Kirkuk ésta era más profunda. El esfuerzo de los EEUU por conseguir esta ciudad clave para sus intereses hizo que los ataques se endurecieran hasta hacer de ella el escenario del horror. Después de la guerra, Kirkuk era una sombra de lo que fue y en sus numerosos edificios derruidos, así como en los rostros endurecidos de sus mermados habitantes, se entendía que tardarían en cerrar estas heridas.
Kirkuk había ofrecido antaño trabajo, no sólo a los habitantes de la ciudad, sino a los pueblos colindantes, pero todo eso había cambiado, no había trabajo que ofrecer y los adultos deambulaban paseando su inactividad o mendigando. Ésta era la situación de mi padre, siempre trabajador y orgulloso de su profesión, ahora sus días se consumían uno tras otro como un cigarro se consume en un cenicero. En ocasiones se juntaba con varios amigos también en la misma situación y tomaban té en el salón. Yo les oía hablar de lo mal que estaban las cosas, que no se podía hacer nada, que lo mejor era irse, abandonar el pueblo.
Lo cierto es que no teníamos casi para comer y nos manteníamos a duras penas. Mi padre viajaba a diario a la ciudad esperando que le contratasen en alguna obra, ya que era una de las actividades que más profusión tenía por la reconstrucción de la ciudad. Cuando esto sucedía era día de fiesta en casa. Mi padre regresaba contento y ese día nuestro menú de pan, agua y arroz se convertían en rodajas de ternera que devorábamos con voracidad. Recuerdo esos días con alegría. Mi madre, que se había sumido en una profunda depresión que la mantenía en silencio la mayor parte del tiempo, reía las bromas de mi padre. Mi hermano Kamil nos hacía un baile popular que había aprendido en la escuela ese año, pero lo hacía tan mal que todos nos reíamos. Yo siempre había pensado que lo hacía a propósito pero aún así reía hasta que me dolía la mandíbula. En aquellos momentos todos pensábamos que las cosas podían mejorar, pero cuando pasaban los días y se acababa el dinero caíamos de nuevo en el pesimismo.
Kamil y yo solíamos ir a jugar con otros niños del pueblo. Kamil era dos años mayor que nosotros y se hacía respetar. Siempre me fascinó la seguridad en sí mismo que mostraba y la capacidad de convencer a los demás para que se acabaran haciendo sus propuestas. Estaba claro que su carácter afable y alegre ayudaba a que todo lo que propusiera sonara a algo realmente divertido. Solíamos jugar al fútbol con una pelota de jirones de trapo que íbamos enrollando hasta darle forma redonda y Kamil siempre destacaba siendo uno de los mejores jugadores. Me gustaba cuando jugábamos en el mismo equipo porque cuando marcaba un gol me pasaba el brazo por el cuello y dándome unas palmaditas cariñosas en la cabeza ensalzaba mi tanto. Pasábamos mucho tiempo juntos ahora que no teníamos clases y yo notaba como por su condición de hermano mayor se preocupaba  por mí.
Un día Kamil me dijo que no podía venir a jugar con nosotros. Me extrañó y le pregunté que si pasaba algo. Me dijo que había quedado con Ahmed para tratar unos asuntos.  Ahmed era un año mayor que él y, aunque no se relacionaba mucho con los demás niños, demostraba un aprecio especial por Kamil. Sus padres habían muerto en la guerra y sus tíos le habían recogido a pesar de que sobrevivían a duras penas. Les vi sentados en la fachada del colegio y sentí no poder saber de qué estaban hablando. Aquel misterio me incomodó todo el día y cuando llegó la noche le dije a Kamil que me contase qué ocurría, pero me dijo que no pasaba nada, que me durmiera.
Los días siguientes todo volvió a la normalidad pero al poco volvió a apartarse para ir con Ahmed con el que paseaba y charlaba intensamente. Una noche me dijo que tenía algo que contarme. Me habló de lo mal que estaban las cosas, que no teníamos dinero para comer, que así no había futuro. Le espeté incómodo que eso ya lo sabía. Me dirigió una mirada condescendiente y me dijo que él quería hacer algo para ayudar, para cambiar las cosas. Me habló de un trabajo bien pagado que conocía Ahmed y que empezarían al día siguiente, que nos ayudaría a salir adelante. Le pregunté en qué consistía el trabajo y su cálida sonrisa se tornó seriedad. Se trata de recoger minas antipersona, me susurró. La palabra mina me dejó petrificado. Le dije que no podía estar hablando en serio, que cómo podía plantearse algo así. Me contestó que qué otra cosa podía hacer en la actual situación, que todos debíamos arrimar el hombro. Me dijo que no me preocupase que no era tan peligroso, tan sólo había que ir con cuidado, y con su tono resuelto nuevamente hizo que sonase mejor de lo que era. Estaba decidido y mis quejas y súplicas no sirvieron de nada.
A la mañana siguiente partieron Ahmed y él. Cuando desperté ya no estaba y aunque salí corriendo a las afueras del pueblo, ya no les vi. Estuve nervioso todo el día, dirigiendo miradas al camino de cuando en cuando esperando verles llegar. Mis padres pensaban que se había ido a pasar el día con Ahmed, eso les había contado, pero yo sabía la verdad y no podía evitar sentirme incómodo y molesto con él por haber hecho esa insensatez. Por otro lado admiraba su gesto de generosidad ya que sabía que lo hacía por nosotros.
Estábamos en casa por la noche cuando regresó. Entró por la puerta sonriente y con dos pollos en la mano. La sorpresa fue mayúscula, mi madre le preguntó que de dónde los había sacado, que si los había robado y él respondió ufano que los había comprado. Mi padre le miró con incredulidad y le preguntó que cómo había obtenido el dinero, a lo que mintió contando que Ahmed y él habían encontrado un trabajo en la ciudad para el verano. Les dijo que pagaban bien y que era honrado. No sé como les convenció, pero mi padre se conformó y no quiso indagar más en el asunto. Lo celebramos cenando uno de los dos pollos y recuerdo que mi padre le daba palmaditas en la espalda diciendo que ya se estaba haciendo un hombrecito. Sólo yo estaba aquella noche más serio de lo habitual y mi hermano para animarme me golpeó con el codo y me guiñó un ojo. Era su manera de decirme "ves, no pasa nada, no hay por qué preocuparse".
El verano transcurría y Kamil y Ahmed iban dos o tres veces a la semana a su "trabajo". En casa las cosas cambiaron, teníamos para comer a diario y la hora de la comida pasó de ser taciturna y triste a un momento para el recogimiento familiar y el intercambio de las veleidades y anécdotas del día. Kamil había conseguido que fuese así y aunque seguía sin estar de acuerdo empecé a pensar que quizá tenía razón y no era tan peligroso como creía.
Un día, cuando los dos partían, les seguí, y en las afueras del pueblo corrí decididamente hacia donde avanzaban. Se giraron y fruncieron el ceño preguntándome al unísono que dónde iba. Voy con vosotros, les dije. Kamil se enfadó y me dijo que no podía ir, que era muy pequeño para eso. Respondí que yo también quería ayudar, que me dejasen ir con ellos. Se miraron el uno al otro y Kamil se encogió de hombros. "Adil, no quiero que vengas, aquello es muy duro". Se dirigió a mí con ternura, pero yo reiteré mi intención de ir. Entendió ante mi firme postura que no me iba a hacer cambiar de idea, y supongo que no sintió la fuerza moral para impedírmelo, ya que él llevaba semanas haciéndolo. Lo pensó un momento y me dijo que podía ir, pero no a trabajar, sólo a verlo. Accedí.
Caminamos bajo el ya abrasador sol de esas tempranas horas hasta atravesar las colinas y llegar a los campos de minas que estaban  situados en las cercanías de Kirkuk. Lo que vi cuando llegué ha quedado grabado en mis retinas hasta hoy. A lo largo de las extensas y amarillas laderas muchos niños buscaban y recogían las minas abandonadas, pero lo que me helaba la sangre en las venas era comprobar que muchos de ellos habían perdido una pierna o un brazo, o ambos, y aún así realizaban su tarea eficazmente apoyados en una muleta improvisada. Miré a Kamil, "ya te lo dije Adil, no quería que lo vieses", me dijo apoyando su mano sobre mi hombro, dando a entender que había notado mi sobrecogimiento. Intenté hacerme el fuerte y le dije que estaba bien. Busqué una roca lo suficientemente grande para sentarme y allí descansé mis temblorosas piernas.
Aquella noche tuve pesadillas. En una de ellas estaba jugando al fútbol, tenía la pelota y avanzaba hacia la portería, me plantaba delante y cuando iba a chutar no acertaba a golpearla. Lo intentaba una y otra vez pero la pelota no se movía del suelo. La impotencia me frustraba y lo intentaba nuevamente. De repente reparaba en que los demás niños me miraban asustados y sus murmullos retumbaban en mi cabeza. Todos me señalaban, yo estaba aturdido, no entendía qué ocurría, miraba a uno y a otro preguntándoles sin que me respondieran. Intentaba andar hacia ellos pero tampoco podía. Finalmente miré hacía abajo y supe con horror lo que pasaba. Me desperté bruscamente empapado en sudor y no pude volver a dormir. No volvería a los campos de minas.
El verano seguía avanzando y ya llegaba a su fin. El calor sofocante se fue mitigando haciendo las mañanas y las tardes más frescas. El azul del cielo se tornó más intenso y se empezó a poblar de algunas nubes. Las lluvias llegaron y poco a poco tiñeron los prados de un incipiente verde que confería a las colinas una gran belleza. Fue en uno de esos días lluviosos cuando sucedió. Yo estaba en casa y de pronto aporrearon la puerta. Abrí y era Ahmed que estaba empapado y jadeante. Mire en derredor nervioso pero no vi a mi hermano. Ahmed casi no podía respirar del esfuerzo que acababa de realizar. Comenzó a llorar y a balbucear. Yo no quería oírlo "Adil... Adil", no quería oírlo, más sollozos, no lo digas, "Adil....", no lo digas, por favor "Adil, tu hermano..."...
Recuerdo que llovió durante tres días seguidos. El cielo lloraba, decía mi padre, aunque yo pensaba que cayeron más gotas de los ojos de mi madre que de aquellas nubes oscuras. Diariamente íbamos al hospital a visitar a mi hermano que se recuperaba de las heridas. La escena era siempre igual, mi madre lloraba y mi padre escondía la cara detrás de las manos y se preguntaba por qué una y otra vez. En aquellos días mis padres decidieron que cuando Kamil se recuperase abandonaríamos el pueblo, aquellas tierras que ya no nos daban nada y que ahora además nos quitaban.

En este momento viajamos en esta camioneta traqueteante que levanta a su paso el polvo del camino. Viajamos en silencio, no hay nada que decirnos. Miro a mi hermano y me sonríe moviendo levemente la comisura de los labios. Kamil ya no volverá a jugar al fútbol ni bailará en las comidas para hacernos reír. Le devuelvo la sonrisa y pienso que no es justo.

Racso
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente