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III Concurso de Relatos Fórum Montefrío

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Parlamento:
Dado el éxito de las ediciones anteriores, con más de 20.000 visitas y relatos procedentes de todos los rincones del planeta, tenemos el placer de anunciar la III edición del CONCURSO DE RELATOS FÓRUM MONTEFRÍO.

En esta ocasión, como gran novedad, hemos decidido crear una categoría local. Ello se debe al gran nivel de las obras presentadas por la gente de Montefrío.

Por lo demás, solo nos queda invitaros a participar y sobre todo a escribir en esta gran fiesta de las letras. Montefrío vuelve a vestirse de gala para presentar el que ya se ha configurado como uno de los referentes literarios de la zona.

"La pluma es lengua del alma." Miguel de Cervantes Saavedra








Bases III Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Parlamento:
El certamen ya comienza a ser publicado en los principales medios de difusión literarios nacionales e internacionales.

http://www.escritores.org/index.php/recursos-para-escritores/concursos-literario/4344--iii-concurso-de-relatos-forum-montefrio

http://www.letralia.com/concursos/110630B.htm

http://www.guiadeconcursos.com/concursosliterarios/?p=895

www.deconcursos.com (requiere registro)

http://clubdelrelato.com/login (requiere registro)

http://grou.ps/unionhispanoamericanadeescritores/talks/1964767

http://feeds.feedburner.com/cruzagramas_concursos_literarios

http://www.elmultiverso.com/
Se trata de un foro privado de gente aficionada a escribir relatos.

http://guia.emagister.com.mx/iii-concurso-de-relatos-forum-montefrio/

http://becas.universia.net.mx/MX/beca/63635/iii-concurso-relatos-forum-montefrio.html

Parlamento:
Dada la gran cantidad de relatos, no garantizamos poder incluir en la web todos los trabajos recibidos. Si algún participante no ve su obra no debe preocuparse, igualmente entra en concurso.

Parlamento:

Mi Mar
Hay un mar entornado que me envuelve en esta cala hoy que decidí dejar mi ropa henchida al viento. Un fragmento de arena me recordó a aquel día -cómo olvidarlo, aunque a ti te olvidara anteayer- en que conduje sur adentro a por mi beso, mío solo, y junto a la vainilla, el perfume a mar desconocido, el que te amamantó, y la arena -ese fragmento- que se te había anudado en el muslo perfecto.

Un susurro desorbitado, como un grito de Munch en mis oídos expresionistas, pone mi vello de punta y camino, y hundo mis pies, y hundo la ropa henchida, ahora piel misma. Entre el murmullo del mar, tan socorrido, víctima de bohemios y de erráticos parásitos donde mi ego se duele, el susurro preconcebido. A mi izquierda, junto al faro semihundido cuyo nombre no recuerdo, una muchacha intenta infructuosamente que la caracola le diga algo más que el eco de la espuma golpeando sus pies. Y sus pies ya son incluso eco. Son incluso más: son mis propias huellas.

Corría el viento, quizá, pero era noche. Estabas a mi lado y te confesé que me obsesionaba el mar, tan de repente. "Tú, que eres de monte". Y le conté esa parte de mi vida que transcurrió en una barca que aún no iba a la deriva, por unas calles en que el calor tropical impedían un paso firme, y aquellas noches en que un mojito era el comienzo de una efímera amistad. "¿Recuerdas la foto que deseabas hacer? En el puerto... no sé cómo llamar a aquello que tú definiste tan bien. Pues quiero una foto ahí mismo, y sé el lugar. Ocultaré parte de mi rostro tras un libro o el puño (el codo apoyado en mi pierna), y el mar tras de mí". Me callé que no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba aquel escenario, y tú hablaste de la orientación del mar junto a mi cuerpo con el sarcasmo tan merecido.

El viento ruge ya -lo sé... aquella noche no- y no puedo separarme de un horizonte que no atisbo, sino que devoro. Qué lejos está el sur del Sur... Recuerdo la ropa empapada, la bruma serena, el motor heroico, la heroicidad increíble, con mi estandarte a cuestas y mi medalla al mérito de no temblar lo que más tarde tirité.

En Tarifa, antes de embarcar, vi el otro lado y dije sí al mar con un movimiento imperceptible. Tú te percataste, seguro. La lejanía del ferry dejaba en mi rostro la sana luminosidad de la huida distinta. Me hiciste una foto. No como la que quizá me regale en el puerto; otra especial: "se te ve distinta". Y no es cuestión de fronteras, ni de lo salado que fuese el océano. Anónima aún, recorrí tímidamente con los ojos lo que nos rodeaba. Cerré los ojos para sentir profundamente lo que seguramente no existe.

Hay un mar enfadado que me arrastra por su palacio hoy, y ha decidido dejar mi ropa en la orilla y hundirme con él. En mi mente, cerezos, encinas, Tras Os Montes, carámbanos, el desierto, un trilobites, aquel unicornio, una cuerda de guitarra vencida, la rama de tu vainilla, el grito desmesurado, el café de los viernes, un aplauso perdido sobre escena, un mal sueño, despertar y no estar sola, y la órbita de tus ojos observando a mis ojos desorbitados.

GABRIEL BETTENCOURT

Parlamento:

Mariposas Migratorias
-Un paso adelante, otro al sur  -por qué siempre tenía que recordar y balbucear eso. Más que ninguna otra cosa. Elena mira distraída el movimiento de sus pies. 
Luce un ajetreado abrigo alemán, un portafolio repleto de papeles, desordenados cabellos crespos, y un gesto altivo que la embellece tanto como la traiciona. Da vueltas y vueltas por la esquina del edificio del Rectorado de la Universidad, parece una marioneta. Una marioneta maltratada.
Por aquellas conexiones invisibles de las que está hecha su vida, la profesora Elena Saravia ha regresado a Neuquén, su ciudad natal, un pueblo chico, al sur de un país chico, donde empieza a acabarse el mundo.
Es un mediodía apenas soleado de otoño, y una multitud ausente pasa a su lado, atropellándola, ignorándola. Sin embargo, de alguna extraña manera todos conocen a Elena. Saben que su presencia en esa esquina altera la lógica de los acontecimientos, altera el sentido del tiempo.
-Un paso adelante, otro al sur.
La mujer repite su letanía, cierra los ojos, y algo del pasado se escapa de las jaulas de su memoria: En esa misma esquina, en una lejanísima noche ventosa de invierno, ella se despidió de su mejor amiga y colega, Irene Harsányi. 
Elena Saravia ha pasado gran parte de su vida en Alemania, en ciudades de nombres impronunciables, exiliada de sus ritos cotidianos, de su trabajo docente, de las calles de su ciudad, y todo eso se debe a lo que sucedió hace veinte años atrás, en aquella esquina del Rectorado de la Universidad del Comahue, en Neuquén.
Elena cree volver a ver a su amiga con alas de mariposa nocturna. Cree que Irene, con esas grandes y borrosas alas, es una mariposa de las que migran, de las que se salvan y tienen una larga vida, vuelan  kilómetros y kilómetros, recorren continentes.
Vuelve a ver los ojos luminosos de Irene y vuelve a escuchar sus palabras.

-No puedo pensar. Estoy agotada. ¡Qué reunión de *****!
-Ese tipo ya debe haber tirado el petitorio a la basura. ¿Vos creés que nos denunciará?
-Sí. Pero hay que seguir. Hay que seguir.
-No sé, Irene. La actitud del Interventor... algo jodido está por pasar.
Elena e Irene eran delegadas del claustro docente. Irene Harsányi era nieta e hija de luchadores sindicalistas. Sus abuelos, descendientes de húngaros refugiados, habían organizado a los obreros ferroviarios contra la patronal inglesa a fines del mil ochocientos, cuando sucedió lo del tendido de rieles a lo largo de las pampas. La madre de Irene había fundado una unidad básica con sus vecinas y algunas compañeras de la industria textil del barrio. Su padre era delegado de la asociación local de empleados públicos y un hermano mayor lideraba el gremio de los transportistas.     
Elena conoció a Irene en las aulas de la escuela media y siguieron estudiando juntas Biología, derivaron en la Filogenia y de allí pasaron a la Entomología. Irene pertenecía a la primera generación de su familia que había tenido acceso a la Universidad y estaba muy consciente de ese privilegio. Era una académica distinguida y había sido premiada recientemente con un financiamiento europeo para estudiar el fenómeno del desplazamiento masivo de ciertos insectos patagónicos. En ese momento, dirigía una investigación pionera sobre las mariposas. Estaba casada y tenía un hijo.
Elena era soltera, vivía sola, era docente y ayudante de laboratorio en la misma investigación que lideraba Irene Harsányi. La mayoría de los profesores y alumnos de la Universidad pensaba que la profesora Saravia quería a su jefa y amiga con pasión. Algunos creían que la quería con la misma pasión con que la envidiaba.       
En aquella esquina del Rectorado intervenido por un gobierno militar, en esa noche de perros, Elena miró fijamente a Irene, y decidió encararla. Lo venía pensando desde hacía tiempo:
-Decime, ¿qué nos está pasando? Llegué feliz porque íbamos a tener tiempo para estar juntas, aunque sea esperando que nos atendiera un cabrón, y ahora me siento como en la morgue.
Irene la miró en silencio.
Elena sabía que su amiga podía ver, como ven los videntes. Y estaba segura de que en ese momento contemplaba el recipiente vacío que ella levaba adentro.
Elena insistió:
-¡Cuánto hace que no hablamos! Con esta cuestión del Partido y el Partido, ya no existimos. Ya no somos amigas, ni colegas, ni nada. Últimamente, no hablamos ni de los lepidópteros. ¿Sabés qué? Me siento presa. ¿Me entendés?... peor que las larvas del microscopio.
Ambas habían madrugado para terminar de escribir las demandas surgidas de la asamblea de la noche anterior, habían estado soportando una tensión continua, esperando de despacho en despacho hasta que las recibiera el Interventor. Fueron maltratadas por los funcionarios y transitaron más de la cuenta, de una sala a otra. Estaban agotadas y sobre todo las cansaba la pestilencia del miedo, un miedo que se olía en todas las calles de la ciudad.
Sin embargo, Irene, en la penumbra de aquella esquina, donde el flash de algún coche que pasaba le iluminaba la cara, se veía aún radiante. La profesora Harsányi era incansable, como toda su estirpe. Su cuerpo de deportista (campeona provincial de natación), su pelo rubio, largo y lacio se movía con el viento; la llovizna y el frío de julio brillaban en sus ojos. Los ojos verdes de Irene, húmedos, vivos, risueños.
-Quiero salirme –dijo Elena.
-¿Qué? No podés aflojar ahora.
-Quiero salirme. De verdad te lo digo –repitió Elena-. De ahora en más, quiero hacer todo lo que me cante el culo.
Esa vez se lo dijo con mayor convicción. Era cierto que hacía mucho tiempo que Elena Saravia andaba por la vida de mala gana, y suponía que en gran parte se debía a su militancia.   
-Culo de hormiga reina –replicó Irene riéndose- Culo de Tapinoma burguesa.
Seguían mirándose y ninguna de las dos tomaba una decisión.
Estar paradas en aquella esquina desolada, a aquella hora, era desde todo punto de vista inconveniente. Durante las noches de la dictadura, la oscuridad transformaba el destino de la gente en una incógnita mucho mayor que bajo la luz del día.
-Me están esperando los Franciscos, padre e hijo -dijo Irene.
-No vayas a llegar tarde a misa -se burló Elena.
Irene puso una mano sobre el hombro de su amiga y le acarició la mejilla. Miró su pelo negro y enrulado, agitado por el viento, se acercó con un gesto cariñoso y le acomodó un mechón rebelde atrás de la oreja. Le recordó la consigna, la llamada telefónica de control, y caminó hacia el sur.
Elena cruzó la calle y caminó hacia la esquina contraria. ¿Percibió un aleteo raro, apresurado? Irene volaba como una mariposa Thysania.
Se quedó sola en la esquina norte, bajo la lluvia, parada enfrente del edificio del Rectorado.

-Ya empezaron las patrullas militares. ¿No querés que te alcance a algún lado? –Elena escuchó al conductor de aquel auto y lo miró en medio de la oscuridad, con una sonrisa helada.   
-Es peligroso -insistió el hombre, quizá solo para sacarse de encima la sensación de estar hablando con una momia embalsamada.
Elena no lograba articular sonido. Intentó abrir y cerrar los labios pero no se escuchó a mí misma. Era como si estuviera debajo del agua, como en aquel año de las crecidas, cuando llegaron las lluvias. Ella había resbalado y su cuerpo se hundió en las corrientes del río Limay. Se debatió atrapada por los remolinos hasta que llegó Irene y la salvó del ahogo. Así se consolidó aquella amistad de náufraga, de manotazos desesperados. Elena Saravia nunca pudo olvidarlo.
Aquella vez se afilió. Irene le había salvado la vida y aprovechó el momento para incorporarla al Partido. Elena se afilió para darle el gusto a Irene.
-Subí de una vez, por favor -ordenó el tipo impaciente, a punto de acelerar. Elena obedeció maquinalmente, con la irracionalidad que nace del miedo. Subió al coche, se sentó y apretó su bolso sobre el pecho como si fuera el último trozo de madera carcomido por el diluvio. “No hay tabla de salvación”, pensó.
- ¿Venís de ver al Interventor?
Elena se dio vuelta a mirarlo.
-¿Sos delegada? –el tipo no estaba disimulando.
Ella advirtió el peligro. Se alisó el pelo, que con la lluvia se había transformado en un nido de arañas; le temblaban las manos.
Los focos de los escasos autos circulando reflejaron las líneas oblicuas de la llovizna intensa, cada vez más copiosa.
Elena mintió acerca del camino que la acercaba a su barrio y empezó a tranquilizarse un poco. De pronto, advirtió algo raro. Le pareció ver en los ojos de aquel hombrecito un sentimiento de lástima. Era una pequeña lástima, pero una lástima capaz de luchar contra el sadismo, capaz incluso de vencerlo. Con sus buenos modales, con su indisimulada reserva de buena crianza, ese hombre era a todas luces despreciable y, sin embargo, la debilidad de Elena le daba pena, le inspiraba compasión. Ella estaba segura. Ella no era valiente, ella era sólo intuitiva.   
El auto se detuvo. Él puso una mano sobre la rodilla de Elena Saravia y la deslizó con torpe lentitud hacia su entrepierna. Con la otra mano sacó una tarjeta de presentación del bolsillo interior de su chaqueta.
-Tomá, no la pierdas. Por si alguna vez tenés problemas con el Interventor de la Universidad. No me llamés a mí, solo le mostrás mi tarjeta. Con eso basta.
Elena lo miró con su mejor cara de libélula desorientada. Volvió a tiritar. Zafó como pudo, bajó del auto, metió la tarjeta con furia en su bolsillo y empezó a caminar en contra del viento.

Los demonios aparecen de pronto y sólo producen cataclismos. Pero entonces Elena no lo entendió. ¡Cómo entender que aquel hombre insignificante, con aquel automóvil fabuloso y lúgubre, vestido de leguleyo refinado, iba a suponer un antes y un después en el curso de su vida!
Elena recorrió la calle larga que conducía al boulevard cercano a su casa: las veredas solitarias, mojadas, calamitosas, el agua por momentos cayendo a torrentes, los umbrales rotos. Las hojas de los árboles en el suelo, marchitas, fatigadas, oscuras.
Llegó a su departamento, calentó agua, tomó unos mates y se desplomó vestida sobre la cama. Después sonó el teléfono, pero ya era de madrugada. Escuchó la voz del compañero de seguridad, la información fue breve y en clave: Irene Harsányi había desaparecido después de la reunión en el Rectorado.
Las mariposas nocturnas también migran -susurró Elena.
Volvió a salir a la calle. Por primera vez, la que había caído en desgracia era su amiga y no ella.
Nadie podía suponer que a Irene podía pasarle algo malo. Todos sabían que la profesora Harsányi era la imagen del éxito. En Elena Saravia, en cambio, solo distinguían el retrato de una mujer que hacía  todo lo que podía y debía, que siempre había hecho todo lo que podía y debía, pero que nunca llegaba a ninguna parte. ¿Éste era su tiempo, su espacio, su victoria?
Caminó, caminó, caminó.
Caminó con satisfacción, con deleite por el dolor ajeno. Caminó con vergüenza por ese deleite. Caminó como un cartero.
Apenas unas horas atrás le había dicho a su mejor amiga que iba a desertar de la lucha por la que vivían ella y su familia. ¿Era una traición? No, era  un acto de ingratitud. En la cabeza de Elena Saravia discutían un millón de voces. Asomaban unas culpas deshilachadas y malignas que crecían rápido, que lo inundaban todo, como los primeros rayos del sol.
El frío de la madrugada le lastimaba la piel de las manos. Elena las metió en los bolsillos del abrigo y siguió y siguió caminando. Sus dedos palparon la tarjeta de presentación del desconocido de la noche anterior, se paró para leerla y entonces comprendió que la seguían. Todo sucedió rápido. Alcanzó a gemir en voz baja: “¡Perdoname, Irene!, perdoname”. Después llegó el golpe, el grito, unas sacudidas, los empujones, el trapo en la boca. La arrastraron y escuchó el arranque del motor. Estuvo inmóvil en un espacio mínimo, sin aliento, con el taco de una de las botas quebrado, metido para adentro, lastimándole el pie. La tarjeta de presentación del hombrecito lúgubre apretada en una mano y la imagen de la ausencia de Irene Harsányi  clavada en la inconsciencia de su propia desgracia.
Entró a aquel sitio donde había puertas rotas a culatazos y agujeros de bala en las paredes. Vivió aquel delirio con el único deseo de morirse, morirse pronto, morirse de una vez por todas. Un deseo que se imponía por encima de todas las cosas, una idea fija.
Fue en ese sitio donde Elena se transformó en una mariposa sin alas.
-“Hija de ****, por qué no nos dijiste antes quién era el tipo que te protegía”. Aquella frase llegó tarde a los oídos de Elena Saravia.             
El empujón final, el automatismo y la ayuda para sentarse en el asiento asignado en una de las últimas filas del avión, con rumbo al aeropuerto de Berlín. Toda la noche Elena soñó con las vulgares Monarca, esas mariposas migratorias que tienen un gusto tan horrible que todas las aves las desprecian, hasta las carroñeras.

-Un paso adelante, otro al sur. 
La profesora Elena Saravia está de regreso. Ha vuelto después de veinte años. Y no sabe para qué. Ni qué hacer, ni dónde ir. Todas sus relaciones con el mundo parecen tener lugar a través de un vidrio.
El cadáver de Irene Harsányi nunca fue localizado. El de Francisco Heredia, su marido, y el de su pequeño hijo del mismo nombre, fueron identificados después de varios años, en una fosa común, junto a decenas de otros cuerpos.
El abogado Sergio Doménech (nombre que constaba en la tarjeta que Elena arrugaba en su mano el día de su detención), continúa al frente de un buffet de prestigio, en las cercanías de los Tribunales; mantiene sus contactos con los Servicios de Seguridad y de vez en cuando lo abruma una rara sensación de lástima por algún cliente, se compadece frente a un desconocido y hasta siente pena. Nunca ha podido entender por qué le ocurren estas cosas.     
Todo ha cambiado mucho en Neuquén, aunque sigue siendo una ciudad chica, al sur de un país chico, cerca de donde se acaba el mundo.
Elena Saravia fue recontratada por la Universidad del Comahue, es docente en la carrera de Biología, pero ya no tiene paciencia para enseñar. Las autoridades universitarias han perdido interés por los estudios entomológicos. El destino de las mariposas migratorias se han vuelto insustanciales.
Elena vive en un eterno invierno. Regresa permanentemente a aquella noche de poca luz, viento y llovizna, y camina por aquella esquina en que el azar quiso que su amiga Harsányi  fuese la elegida. Muchas veces le parece ver las alas de Thysania con que imaginó a Irene. Ve el reflejo nocturno de sus ojos, esos ojos verdes de Irene, capaces de calmar tormentas.
Elena ha decidido seguir hasta que el tiempo, que todo lo vuelve trivial, consiga también banalizar esta inconclusa historia de amigas.

Julia Guillén

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