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II Concurso de relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Marzo 10, 2010, 17:13:53 PM

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Eventos Vinculados

Parlamento

LA VISITA


El libro póstumo de Alan Doherty ya está en las librerías. Es una supuesta biografía y sin embargo en su interior no se encuentra Papá. La vida es así. Ni siquiera una mención al hombre que le cobijó, al español que le apartó casi literalmente de las balas. Que le evitó la muerte. El que impidió que su sangre irlandesa se derramara, que se ahogara en la arena que baña la costa en la que navegó Papá.
Ni una palabra sobre la persona que –sin, saberlo, pobrecito— le entregó un mal día a su hija, a la más joven. Yo, Caterina, la más fea de una familia de bellezas. La más inteligente de una extraña tribu de mentes predilectas. La rubia feúcha que siempre acababa mareándose sobre la verdadera joya de la familia, el barco de Papá. La Poison Ivy. Treinta metros de eslora que han traído a mi padre mucha más felicidad que nosotros, que la tribu, e infinitamente más agradecimiento que su larga lista de intelectuales exiliados y recogidos por su infinita bonhomía.
El tiempo ha demostrado que Papá dedicó demasiado tiempo a recogerles, a darles un techo y comida, a hacerles sentir que nuestra isla era su isla, que Villa Drac era su casa. El final del ciclo siempre era el mismo: en cuanto se encontraran fuertes, tan pronto el miedo les abandonara y reanudaran sus actividades, ponerlos a navegar. Alguien que no navegaba no podía ser amigo de mi padre.

Tampoco explica en la lengüeta interior del libro de Doherty que en su vida haya perseguido hasta la cama a las hijas adolescentes de sus amigos, o que no acudiera a su pueblo natal cuando su madre moría.

   Nadie comprende mejor a un exiliado que otro exiliado. Mi padre había tenido, en lo que él llamaba sus años mozos, en la capital, demasiado dinero y un apellido excesivamente empingorotado para poder alcanzar la cima. Puede parecer una contradicción, pero pregúntenle ustedes a los tiempos, quéjense a los años que a mi padre le tocó vivir el Madrid nocturno, y frecuentar los lugares en los que los establecidos, los elegidos, los que sí publican o exponen, instalan su corte, que, como debe ser, posee su bufón, sus nobles y sus campesinos que sufren. Mi padre era, en aquel Madrid, una jerarquía que solamente se conoce en la Edad Media de la poesía.
La del noble que sufre. Añadan a ello el orgullo más bello que puede lucir un hombre, el del deportista. Piensen en una persona de una complexión en la que inspirarse, de un cuerpo habituado a pulverizar a cualquier rival. Hecho a medirse semanalmente, casi a diario, con competidores que no presentan capacidad alguna. Piensen en un marino alejado del mar. Llegarán al lugar en que recaló mi padre: en cinco años se encontraba de nuevo en Mallorca, con un título de licenciado que jamás llegaría a utilizar, una mujer tan espléndida como desconocida para la crème de Mallorca y un ojo puesto en la compra de la Poison Ivy. Completemos la historia: hablemos de un conflicto en Europa, hablemos de un hombre que reconoce y admira a aquellos artistas que entran en nuestra isla, que les ofrece todo porque, tan secreta como dulcemente, sabe que han saboreado una miel que a él le ha sido negada, a él, al nadador, al marinero. Se la negaron unos y otros durante toda una vida. Los que bebieron su vino. Los que sepultaron sus textos para alabar cualquier mediocridad. Pocas personas saben que nunca dejó de escribir. Que en su despacho había una lluvia de textos cuando dejó de respirar. Le negaron el éxito a él, a la persona que podía navegar sobre cualquier cosa que flote.

   A la edad en que Alan Doherty, entró en nuestra casa, yo solamente había conseguido acabar un libro de pensamiento que hoy ni siquiera considero un verdadero tratado de filosofía: la Galaxia Gutenberg, pero ya había decidido que quería ser filósofa. Por supuesto había arrojado en la página doce al propio Doherty, cuyos libros había traído Papá al comedor una semana antes, como si presentara con ello el futuro huésped. Solamente yo, Caterina, la rubia feúcha, la hija que no había heredado el germen de la navegación, se intentó asomar a la obra del escritor irlandés. No pude leerlo, ya lo he dicho. Sin embargo una fotografía en la solapa –otra vez el engaño en la cubierta del libro— sirvió para que me odiara durante mucho tiempo, para que odiara a mi padre por hacerle entrar en casa.

   La noche que llegó, nuestro huésped se marchó directamente a su habitación porque estaba agotado. Alan Doherty no cenó con nosotros la primera noche porque se encontraba exhausto por el viaje. Sonrió a todos los que nos sentábamos en la mesa, y Papá le acompañó al único cuarto que no daba al mar.
Dejó entre nosotros, entre las frutas y los cubiertos y la cena de bienvenida, un fuerte olor a persona desaseada. Encontrarse muy cansado tras un viaje es normal; desde luego no en un hombre de la vitalidad de mi padre, claro, pero sí en un escritor sedentario que jamás acelera su pulso. Sin embargo, desde el jardín trasero, desde el almacén de los juguetes de mi padre –velas, chalupas, botavaras, mástiles, piraguas—, Papá advirtió, como yo lo hice, que en la habitación de invitados la luz permaneció encendida hasta bien entrada la noche. Vimos como su sucia figura se dibujaba una y otra vez en la leve cortina.

    Doherty declinó el cuarto día la invitación de mi padre a surcar con la Poison Ivy la herradura que nos albergaba. Odiaba los barcos, decía. Los veía salir, los veía llegar, veía a Papá siendo el patrón de todos ellos. La segunda semana de Doherty en nuestra casa, yo quedaba en Villa Drac con el ilustre invitado.

   Gracias a ti, Papá, a tus amigos, a Pommera, a todos nuestros huéspedes, he sabido desde muy pronto qué es lo que había que hacer para llegar a lo más alto. Para no fracasar como tú lo hiciste. Sin embargo a navegar nunca he aprendido. Tú sigues siendo el único patrón de la Poison Ivy. Gracias a nuestros acogidos, sin que tú nunca lo hayas sabido, gracias a que tú partías y yo quedaba en casa con Doherty, con el hombre que aparece en la lengüeta de este libro que no tiene un párrafo para ti, también he conocido cómo es un gran hombre en la cama, un gran pensador, una persona acostumbrada a que se le reconozca por donde va. Ya sé cómo es un genio. Un auténtico cerdo.

Rafael Navarta
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

EL MENDRUGO DE PAN
                                           

Aquel día, su falta de sentido de la orientación le iba a  jugar una mala pasada.  En la huída precipitada ante el avance enemigo, cometió la imprudencia de separarse demasiado del pelotón y se perdió.
Había anochecido. No se veía ninguna luz alrededor.  El pánico le tenía encogido, paralizado.  Hacía viento y el crujir reiterado de  los arbustos hizo que le latiera el corazón con fuerza. Aunque no había  probado  bocado, un imprevisto retortijón en el vientre  le obligó a bajarse los pantalones de su raído uniforme y agacharse. En aquella postura, se sintió aún más indefenso. Asustado, se incorporó deprisa y se agarró con fuerza al fusil.  Ni en limpiarse tan siquiera pensó. 
Con la máxima cautela trató de avanzar un trecho más, pero se dio de bruces contra un árbol.  Estaba tan agotado que desistió de seguir.  Se sentó en el suelo y lloró; más tarde se estiró y, aún no queriéndolo, se quedó profundamente dormido.      
Estaba amaneciendo cuando un puntapié asentado en las costillas le despertó sobresaltado e hizo que se incorporase inmediatamente.
Dos soldados, sin decir palabra, le apuntaban con sus fusiles.
-Dame el arma -ordenó al fin uno de ellos-  y vente.
Todo ocurrió tan deprisa, de forma tan inesperada, que el muchacho, en su marcha obligada hacia la posición enemiga, casi olvidó que era un prisionero y se sintió, entre ellos, como uno más. Pero, cuando no mucho después llegó  al campamento, le sobrecogió  observar las miradas, entre burlonas y desafiantes, de los miembros de la tropa.
Un fuerte empellón en la espalda le precipitó al interior del barracón y le hizo caer de bruces sobre el suelo.  No haría mucho que se desocupó el lugar  porque, en un rincón, se podía apreciar un mendrugo de pan todavía en buen estado. El muchacho se lanzó sobre él.
Apoyado en la pared, con el cuerpo encogido, se preguntó, muy asustado, qué habrá sido de la persona que no pudo llegar a consumir aquel mendrugo  y, una gota de sudor frío, le bajó por la frente.
La puerta del barracón se abrió y, junto con la luz del exterior, entró un soldado que dejó en el suelo una caja y le ordenó  que metiera en ella su documentación y las demás pertenencias que llevara.

El capitán, tras marcar en el mapa la ruta a seguir al día siguiente, ojeó por encima la documentación del prisionero, se la pasó al teniente y, en tono severo, le dijo:
-Mañana nos vamos. No quiero lastres. Ocúpate del prisionero.
Antes de dar cumplimiento a la orden que, con tan pocos remilgos le sugirió el capitán,  el teniente se sentó, como otras veces, a repasar  la documentación del soldado. Le sorprendió leer que su primer apellido coincidía con el suyo. Pero aún se sorprendió más  cuando, poco después, advirtió que la documentación del prisionero se correspondía con la persona de su sobrino.  "¿Será posible?- pensó.  Lo que me faltaba. ¡Madre mía! ¿Qué hago yo, ahora?".
Se levantó de la silla y se puso a caminar precipitadamente de una punta a la otra de la pequeña estancia. "Si intercedo por mi sobrino- pensó- pongo en peligro mi carrera. ¡Esta familia me lleva por el camino de la amargura! No sé qué hacer. Es verdad que su padre ya me devolvió el dinero que le presté, pero... no es esto. ¿Qué dirá mi mujer? Con lo que le costó decidirse a invitarles a comer por Navidad y... ¡vaya chasco nos llevamos! Con una excusa tonta, esos muertos de hambre, rechazaron nuestra invitación. Un desprecio así  ella no lo ha olvidado, ni podrá olvidarlo nunca. La conozco. Y si ahora, además, expongo nuestra seguridad y nuestra prosperidad por él ¿qué pasará? Pues que se pondrá conmigo hecha una fiera. No sé, no sé. Debo pensarlo con calma. Pero... no hay tiempo".
Era ya oscuro fuera  cuando el teniente salió a dar las órdenes oportunas.
Al día siguiente, muy temprano, levantaron el campamento y, sin lastre alguno, marcharon hacia territorio enemigo.
La guerra terminó al fin y, como suele ocurrir, los beneficios de la paz impuesta cayeron sólo sobre el bando vencedor.  El teniente mejoró ostensiblemente de rango y su mujer estuvo siempre muy orgullosa de él.
Los padres del muchacho asesinado no recibieron nunca noticias  de su hijo. El  teniente, que  mantuvo cierta relación con ellos, aunque escasa, tuvo  la precaución de destruir a tiempo toda su documentación.
Con la paz, una oleada de fervor religioso irrumpió en el país. Quizás por este motivo - y también debido a un molesto cosquilleo que le perturbaba en alguna parte indefinida de su persona-  el teniente, un día, decidió confesarse.
-Estos escrúpulos tuyos- le expuso cariñosamente el sacerdote- prueban tu buen corazón. No sufras más, hijo. Hiciste lo que tenías que hacer. Lo que te exigían tu Patria y tu Dios.

Lentisco
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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UN CHICO ESPECIAL

Mario era un chico especial. Por lo menos, eso era lo que decía su madre... Tenía casi 30 años, pero todavía era un niño, un niño muy especial.
Con sus gafas sujetas por una cuerda alrededor de su cabeza, tenía un cierto aire intelectual. Cuando se miraba al espejo, le gustaba verse con ese aspecto, con su pelo un tanto escaso sobre su cabeza, sus gafas redondas con su montura dorada... Mario era un poco coqueto y pasaba largos ratos en el baño, peinándose, arreglando el cuello de la camisa... hasta que su mamá le llamaba desde el otro lado de la puerta.
-Mario, date prisa, que vamos a llegar tarde.
Su mamá era la persona a la que más quería en el mundo. También estaba su hermana, Silvia, pero ella era la segunda. Además, algunas veces le hacía bromas que no le gustaban, le escondía sus juguetes...
Pero su mamá era muy buena. Siempre estaba cerca de él, nunca se enfadaba, le ayudaba a atarse los cordones (cuando a él no le salía...), le compraba sus cromos de coches, le llevaba al colegio y le esperaba cuando salía. Era la mejor mamá del mundo...
Mario también tenía muchos amigos. Cuando subía al autobús que le llevaba al colegio, siempre saludaba a Juan, el conductor, a María, la "conductora" (aunque siempre se sentaba al lado de Juan y nunca le había visto conducir...), y luego a todos sus amigos, Iván, Rubén, Sandra, Lucía... que, como él, iban al colegio.
El colegio tenía un nombre un poco largo: "Centro Especial para Niños con Síndrome de Down". Mario no sabía lo que significaba eso, pero sabía que era un centro especial porque él era un niño especial. Por eso, porque era un niño especial, había tenido que ir tantas veces a los médicos, a que le miraran su corazón, que a veces le dolía un poquito. "Es que lo tienes muy grande", le decía su madre, pero él no la creía, porque luego siempre le miraba con una sonrisa... Mi mamá siempre me sonreía...
Mario siempre estaba contento. Todos los niños del colegio eran sus amigos, y también tenía amigos no especiales, con los que jugaba algunas tardes en el parque cercano a su casa. Jugaba en los columpios, les enseñaba sus cromos, jugaba al escondite (en eso él era muy bueno, siempre sabía dónde esconderse mejor...), y luego, muchas veces, terminaban comiendo chucherías que había comprado su mamá.
Algunas noches, cuando se acostaba, sonreía y pensaba que tenía mucha suerte en ser un niño especial. No lo cambiaría por nada en el mundo...

Dorian Gray
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

LAS LÁGRIMAS HERVIDAS


Otra vez terminó el regaño de la madre, sudorosa, con la piel caliente por esa malvada ola de cuarenta grados que castigaba hasta las plantas, robándoles su color y ese brillo ecuatorial que hacía rebotar la luz a saltitos.
El niño resistía que su madre estuviera desdichada después de haber enviudado, pero no le perdonaba el hecho de que no creyera en él, que lo mirara con esos ojos encharcados como se mira de frente a la locura, que lo callara poniéndole la palma de la mano en la boca como si estuviera sacudiendo con su lengua un nido de malas palabras.
Si él le decía que había hablado con su padre era verdad, si lo había visto decenas de veces no era invención suya. Bastaba con entornar la mirada en una noche y esperar a que el viento llegara con su padre, que ahora proyectaba una  tímida sombra gris y un cuerpo gaseoso más alto y alargado que cuando murió por culpa de una estúpida picadura.
El primer miércoles de agosto lo tuvo cerca, tan cerca que pudo oler su pelo y una brizna de su inconfundible aliento, a manzanilla y galleta de anís. Era su padre, sólo que ahora hablaba con un chorrito de voz, tranquilo como un susurro, relajado como un pez.
Padre e hijo rieron en el portal de la casa, hablaron del croar de las ranas, contaron estrellas fugaces y durmieron entre los ecos silbantes del calor; pero el padre no sudaba, mientras que el hijo dejaba bajo su trasero un charco húmedo sobre el asfalto.
Un día amaneció el niño en medio de la calle, tenía las manos entrelazadas y una peste a manzanilla que a su madre hizo estremecer. Lo duchó tres veces, le repasó la piel con un estropajo bañado en alcanfor, y al final, descontenta con el resultado, le pidió que se fuera a correr hasta el pueblo, con el fin de hacerlo sudar. Su madre entró a la casa con una extraña sonrisa. No creía en piratas, mucho menos en fantasmas, pero su hijo no podía engañar ni a una vaca, y tener que dudar de su única compañía la estaba enloqueciendo más con cada hora que pasaba. El muchacho llegó sudando a manzanilla y con el pelo bañado en agua de anís. La viuda esa tarde entornó los ojos como su hijo le explicó. Vio nubes inquietas sobre sus ojos. Vio siluetas quietas. Vio la luz que iluminaba el patio, y se quedó dormida pensando que desvariaba.
En la noche, que se vino azul y seca, una corriente sacudió por la mujer, su mano sintió el peso de un dedo, su brazo reconoció el tacto del mismo brazo que cada noche la palpaba con suavidad. No olía a anís, pero era él. Lo tocó serenamente, sin llorar, y lo besó como se besa lo imposible, ahogada en felicidad porque su hijo no la había engañado.

Margot
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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NATURALEZA MUERTA


La ciudad, a esa hora es un enjambre de hombres y mujeres que van a sus trabajos. Solamente él camina por las calles sin ver más allá de sus pensamientos, de la misión que, indefectiblemente deberá cumplir antes de que acabe el día. Los ojos de Asaka Hayamoto están fijos en ese maletín, donde hay información de alta confiabilidad.
Pensar que el planeta está en sus manos le causa frío, aunque sea primavera.


Melchor Washington Echagüe está listo para mostrar su obra al mundillo artístico de Montevideo. Es su primera exposición, la expectativa es tan grande, que se puede escuchar  el latido de sus arterias. El cuadro más importante es una naturaleza muerta distinta.
El público recorre la exposición, y queda frente a esa obra, tan diferente a las acostumbradas.  Es una mezcla de flores y frutas contenidas en un casco de soldado. Tanto las flores como los frutos presentan partes metálicas que se esfuman con los pétalos o la cubierta de las hortalizas. Es un cuadro raro pero hermoso.
La crítica será benévola con al pintor.

Mientras la mañana se establece en Tokio, Asaka, sabe que debe llegar a tiempo. Hay demasiada ansiedad en su pecho, aunque su rostro no lo demuestre.
Su descubrimiento puede ser el fin de la Tierra, si es captado por manos enemigas.
Hace varios meses que trabaja en esta investigación. Solo ha confiado en su viejo profesor de la Universidad, Oyakai Yamykioto, físico de gran sabiduría y serenidad. Él sabrá calmar la ansiedad del nipón. En el maletín lleva una pequeña caja que contiene su descubrimiento. Apenas más grande que una  caja de música, y sin embargo su poder destructor es desbastador. El planeta está en peligro.
Cuando comenzó a desarrollar las fórmulas, lo hizo pensando en el avance de la ciencia. La cura de enfermedades neurológicas o genéticas. Un hito esperado por la humanidad desde hace más de medio siglo. Recomponer el tejido nervioso, cuadripléjicos que vuelven a caminar, ciegos que podrán leer, sordos que oigan sin audífonos.
Tantas cosas. Pero en manos inescrupulosas, es un arma tremendamente poderosa, capaz de dejar en pie  ciudades enteras, pero sin humanos.
Las calles se empiezan a congestionar, tránsito, motociclistas, bicicletas. Asaka camina rápido, aun faltan unas quince cuadras. Por momentos mira hacia los costados, se da vuelta disimuladamente. Nadie lo sigue. Apura el paso.

El vino de honor se sirve a las dos horas de empezada la muestra.
El periodismo está fascinado con la obra principal, y también con los canapés que acompañan la bebida. Es una realidad.
Hay preguntas y reportajes al pintor. Melchor responde con cordialidad, acepta los flashes y las cámaras. Es su noche.
El canal de mayor rating le pregunta por su Naturaleza Muerta y el responde que así puede ser el futuro del hombre, si no se toman recaudos.
—Nosotros somos los únicos responsables de todo lo que ocurre.  No nos lamentemos tanto, si no somos capaces de parar en esta carrera tecnológica que, sin dudas, nos llevará a la destrucción como raza humana.
Aplausos, y siguen los brindis.

Asaka está llegando a la casa del maestro.  Sigue inquieto. Ya está en la puerta.
Lo recibe una empleada. Se saca los zapatos entes de entrar al cuarto del profesor.
Con una reverencia se saludan, un abrazo occidental en franca demostración de afecto.
Delicadamente saca la pequeña caja del maletín y la deposita sobre la mesa de trabajo del físico. Luego despliega las carpetas donde está toda la información.
El maestro escruta todo con su ceño fruncido, ensimismado en el proyecto. Asaka muestra signos de preocupación.
Al cabo de más de dos horas en las que casi no hablan, sólo revisan y leen manuscritos y constatan con libros, el profesor dice lacónicamente:
—Es un buen intento sin duda, pero es seguro que cuando se conozca, será mal utilizado. No debes dejar huellas de todo esto en ningún medio. Ni escrito, impreso o simplemente digital. Debes borrar todo lo que has descubierto. Es mi consejo.
Asaka sabe que en su computadora, bajo cifrado, está todo. Ahora tiembla. Sabe que es un arma muy poderosa, que si bien su intención fue buena, es el responsable de lo que pueda ocurrir.
Saluda nuevamente, y se va a su casa. Hay huellas que borrar, hay datos que destruir. Queda mucho por hacer, a pesar de tanto como ha trabajado los últimos meses.

En Montevideo, en la Galería de Arte Matisse, ya ronda la medianoche. Sigue el júbilo. Melchor Washington Echagüe está exultante. No pensó tanta repercusión. Mañana los diarios de Uruguay y del mundo hablarán de su muestra, de su paleta, de su obra.
Melchor se siente un consagrado.

Mediodía en Tokio.  Asaka baja al subterráneo, intenta tomar el coche que está por salir. Al subir siente un tirón en su mano derecha, la que lleva el maletín. Cuando reacciona, está dentro del habitáculo y el tren se pone en marcha.
Sabe lo que vendrá.

No hay ruinas, solo ciudades vacías.
El cuadro de Melchor Washington Echagüe está en la misma pared de la galería, ahora totalmente desierta. 
En las afueras de Tokio, Asaka muere como un kamikaze, noblemente.

Fidias
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

LA ESPERA


Se me cortaba la respiración del esfuerzo, pero no me importaba y seguía corriendo. Me chocaba con la gente en el pasillo pero no daba disculpas ningunas porque necesitaba llegar cuanto antes junto a ti. Llegué a recepción e intenté preguntarle a la muchacha que tenía delante dónde estabas, pero no: las palabras se me atascaron en la garganta y la chica tuvo que salir de detrás del mostrador para poder entenderme y tranquilizarme. Me senté a esperar fuera y empezó a consumirme la impaciencia hace 20 minutos. Ahora no puedo quedarme sentada, necesito saber que ocurre allí dentro, si estás bien, si me necesitas a tu lado, si... No, no puedo aceptar que te mueras, no puedo, ¿qué voy a hacer sin ti? ¿Cómo voy a saber seguir adelante sin tu ayuda, sin tus consejos, sin esa sonrisa que me pones cuando me quieres regañar y no lo consigues, sin que me llames solo para preguntarme si he comido bien?
Intento calmarme y me vuelvo a sentar, cerrando los ojos, pero entonces se me agolpan los recuerdos y  escucho otra vez el teléfono y vuelvo a oír la voz que me dice "tu madre acaba de tener un accidente. Está en el hospital". Y entonces vuelvo a llorar y me desespero en esa silla que me parece el propio infierno.
Abro los ojos y delante mía pasa una mujer joven, de mediana edad, con una niña de la mano, llorando, rogándole a su madre que no la lleve a la consulta. Y empiezo a recordar el día en que me desmayé de repente y lo siguiente que recuerdo es estar en una habitación blanca con tu rostro al lado hinchado de tanto llorar, con unos surcos negros bajo ellos que reflejaban los momentos de angustia que habías pasado sin saber que me ocurría. Y a pesar de su aspecto en ese momento ese rostro me reconfortó y me dio la seguridad de que estaba a salvo. Miré después a todos lados por si lo veía a él, pero él nunca estaba, no se molestó en ir.
Sale una enfermera de la habitación donde te tienen, corriendo y el ruido de su prisa me trae de vuelta a la realidad. Me había sumergido en un recuerdo sin ni siquiera darme cuenta, pero ahora estoy aquí y todavía no sé nada de tu estado. Miro el reloj y han pasado 45 minutos desde que llegué.
No sé qué hacer, no puedo quedarme quieta. Me llevo la mano al bolsillo y busco mi móvil porque necesito hablar con alguien y buscando en el listín telefónico veo su nombre, el de él, el que nunca estaba y me quedo allí plantada mientras una rabia ciega me va recorriendo por dentro y sin poder refrenar el impulso estampo el móvil contra el suelo y me siento contra la pared llorando.
Escucho voces en el pasillo y me esfuerzo por entender que pasa. Creo que es mi madre, pero no consigo saber por qué grita. Entonces le escucho a él, mi padre diciéndole que se callara, tirando todas las cosas que encontraba en su camino y escucho golpes que sospecho son contra mi madre. Corriendo me acerco al pomo e intento abrir la maldita puerta, pero no llego muy bien al pomo y de la misma rabia me pongo a darle batalla a la puerta con mis patadas y puñetazos. Pero nadie me está escuchando y nadie vendrá a ayudar a mamá asique lo único que puedo hacer con mucha impotencia es sentarme en el suelo contra la pared, sollozando todo lo fuerte que puedo para no escuchar lo que pasa fuera.
Me sobresalto cuando un hombre me toca el hombro. Me había vuelto a quedar atrapada en un recuerdo. El hombre me pregunta si estoy bien entregándome el móvil o lo que queda de él y yo, algo aturdida le digo que sí y me fijo en su uniforme, que me muestra que es celador. Cuando se aleja me vuelvo a sentar en la silla a la que recordaré el resto de mi vida con un profundo odio. Miro otra vez el reloj y cuento 60 minutos de desesperada espera. No comprendo por qué nadie ha salido a explicarme que ocurre e intento recomponer el móvil que he estallado contra el suelo, pero el esfuerzo es en vano porque estoy muy nerviosa y mis dedos no son capaces de dejar de temblar. Siento deseos de lanzarlo otra vez lejos, pero me obligo a serenarme y a recomponerlo. Lo consigo y al intentar encenderlo parece que funciona aunque la verdad, no me importa si se rompe o no; no en este momento. Escucho mi nombre y veo a mi hermana con el rostro rojo de tanto correr. Se acerca y empieza a hacerme mil preguntas, una detrás de otra y yo sin poder hablar solo contesto "no sé, no sé" escuchando como se me quiebra la voz mientras escondo la cara en su hombro abrazándome a ella con desesperación. Y nos quedamos así, llorando, sin poder hablar. Cuando consigo algo de aire le explico lo que sé. Después de un rato de silencio me dice que va a por un café, que si quiero algo. Le digo que no y se va. Cierro los ojos y  apoyo la cabeza contra la pared.
Me estás sacando de quicio. Voy a perder el autobús y tú sigues explicándome como tengo que cocinar tal y cual cosa y no paras de repetirme que tenga cuidado con los desconocidos, que no salga sola y ya no aguanto más tu preocupación y te corto diciéndote que si mamá, que me cuidaré muy bien sola, que gracias pero pierdo el autobús. Me miras casi llorando y me abrazas. No consigues comprender que tu niña ya es mayor y se va a estudiar fuera. E intentado hacerte entender que voy a estar aquí, cerca, pero te da igual, no quieres que me vaya. Y luego en el autobús sonrió recordando la escena y me doy cuenta de que es normal que te preocupes tanto y más habiéndonos criado tú sola, porque él hace muchos años que se fue, gracias a dios y tú has sido nuestro único apoyo. Siento el móvil en el bolsillo y en la pantalla veo tu número. No puedo reprimir una carcajada. Acepto la llamada y escucho tu voz al filo del teléfono, diciéndome que no se me olvide llamarte en cuanto llegue para saber que llego bien. Y te digo que si sonriendo para mí.
Oye, estabas soñando en voz alta, me dice mi hermana despertándome. Me froto el cuello dolorido por la postura y escucho a mi hermana decirme que como se me ocurría no dormir en toda la noche por tener por la  mañana un examen. Ahí está regañándome, como hace mi madre. El solo recuerdo tuyo me encoge el estómago y me giro hacia la puerta dónde estás, seguramente entubada, con un montón de personas alrededor haciendo mil cosas que no sé. Muevo enérgicamente la cabeza para ahuyentar esos pensamientos y veo al final del pasillo a amigos tuyos que se acercan para saber cómo estás, muchas personas con las que ahora no puedo hablar y mi hermana se hace cargo de informarles. Saco mi móvil para volver a mirar la hora. Cuento ya 97 minutos en esa silla odiada. Y me doy cuenta de que mi móvil marca la misma hora que marcaba cuando hablé contigo por última vez, hacía un mes. Me gritaste porque no te quería escuchar. Te dije que me dejaras en paz, que no te metieras en mi vida, que tu no eras nadie, que quien te creías para hacerlo. Y tú me dijiste que no te hablara en ese tono, que no te faltara el respeto, que eres mi madre. Abrí la puerta gritándote que ojala no lo fueras, que hubiera sido mejor y de mi boca salieron un montón de cosas que jamás deberían de haber salido, porque no las sentía y nunca las sentiré, pero fue mi enfado el que habló por mí y mi maldito orgullo me impidió llamarte para pedirte perdón y explicarte que no quería decir eso, sin que tu admitieras antes tu culpa. Y ahora estoy sentada en esta silla con la que soñaré el resto de mi vida, sin saber si te podré volver a ver o esas últimas frases serán el último recuerdo que te lleves de mí. Y no puedo soportarlo, las lágrimas vuelven a caer y lloro ruidosamente, sin importarme que me encuentre en medio de un hospital y sin darme cuenta de que despierto las miradas de las personas que han venido a verte. Todos se acercan para intentar consolarme, pero me niego a que nadie me abrace, a que nadie me toque y sigo llorando allí sentada hasta que lanzo un grito con el que desprendo toda mi rabia, dejando sorprendidos a todos los presentes. Y abro los ojos casi sin respiración y veo a un hombre que sale de la habitación donde estás, un médico y se acerca preguntando por tus familiares. Mi hermana responde por mí y entonces lo escucho, mi salvación, las palabras que permiten que el aire vuelva a pasar por mi garganta y me deje respirar. Estable, fuera de peligro. Me precipito sobre la puerta haciendo caso omiso a la prohibición del médico y te veo allí, respirando y me agarro al marco para desplomarme en el suelo hincando las rodillas. Estás viva.

Yiyi
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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LO INEVITABLE


Caminaba despacio, podía oír el sonido de sus pasos en el crujir de las hojas. El bosque era un lugar conocido para ella, sin embargo, por primera vez, lamentaba no haberlo recorrido con mayor frecuencia. Los misterios, pocos para una joven escéptica como ella, surgieron en su mente sólo por un instante.
Respiró pausadamente, solo se detuvo un instante para reconocer su entorno. Mientras pudiera oír aquellos sonidos familiares que la naturaleza le proporcionaba estaría tranquila. No le importaba no poder ver mas allá de sus pasos; la oscuridad nunca había sido un problema para ella, no veía razón alguna para que comenzara a serlo ahora.
Estaba cansada, había comenzado su caminata en las primeras horas del día y la tenue luz entre los árboles le indicaba que el día iba llegando a su fin. Sabia que un descanso no retrasaría lo inevitable, sin embargo no se detuvo, continuó caminado, controlando que su ansiedad creciente no perjudicara su ritmo.
La esperaban, ella lo sabía. No importaba el tiempo que demorara, la esperaban. No porque se lo hayan dicho sino porque ya lo había visto. Era ella, siempre, la misma expresión, su rostro apareciendo desprevenidamente en el marco de la puerta. El resto, asombrado ante su presencia, pero no por estar allí sino por su expresión, tranquila, resuelta. Ella lo sabia, lo había visto.
Vislumbró la luz de la cabaña entre los árboles, se acercó sigilosamente para escuchar las voces en su interior. Estaban todos, tranquilos, charlando, esperando lo inesperado...
Entró con paso firme, no dijo nada, se dirigió directamente hacia la habitación que ya tenía la puerta abierta. Ninguno de los presentes hizo comentario alguno. No había mucho por decir, solo miraron su expresión y la dejaron atravesar el cuarto sin detenerla con preguntas o saludos innecesarios.
Él, sentado en una pequeña mesa con expresión cansada y el cigarrillo ya encendido. No había nadie más en la habitación que ellos dos. Uno, sin comprender la presencia del otro.
Sin desear extender la situación, ella se dirigió al pequeño escritorio que se encontraba bajo la única ventana del cuarto. Abrió el primer cajón y sacó una hoja.
Es hora, dijo, sin mayor expresión. Sé que me estaban esperando, la oscuridad me alcanzó antes de lo deseado.
Él solo la miro sin entender más allá de lo necesario. Tomó la hoja que ella le alcanzaba al pasar cerca de su mesa. Por un segundo, se levantó levemente de la silla como intentando acercarse, quizás para hablar, pero pronto se dio cuenta que no tenia mayor sentido. Espero tranquilo el próximo movimiento de ella. La vio acercar una silla junto a la suya. El silencio se hizo ensordecedor. No aguantó la presión de su pecho y las dudas de su mente, ¿cómo lo supiste?
Ella, con una cansada sonrisa extendiéndose por su rostro, respondió ¿no te lo dijeron?. Es comprensible, quién creería estas locuras. Empecemos; pronto amanecerá y tengo que volver al pueblo. Allí también me esperan, pero a diferencia tuya, allí no seré testigo de un suicidio, solo tengo que acompañar a quien, a su pesar, igual nos va abandonar. Ya has decidido lo que vas a escribir, apúrate, no me queda tiempo ya.
Él escribió sus últimas líneas, ella fue testigo nuevamente de la soledad en un mundo saturado de personas.

Comahue
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL BRILLO DE LA PLACA


Una espesa capa de niebla arropaba la ciudad cual pudoroso manto de armiño afanado en ocultar su desnudez en la gélida noche. Las luces del alumbrado público distorsionadas por el inclemente fenómeno atmosférico semejaban ser valiosos adornos de valiosa pedrería, caprichosamente engarzados  con objeto de realzar su distinguida elegancia.
Eso pensaba mientras conducía con suma prudencia, huyendo no sabiendo muy  bien de qué, porque conocía sobradamente los peligros de esa carretera, sobre todo con el tiempo infernal que asolaba desde días atrás la ciudad y su cercano entorno, al menos; nevaba a más y mejor, hacia frio, lejos, muy lejos, del calor que se debe pasar en el supuesto infierno, por eso nunca entendí que habláramos de tiempo infernal cayendo copos de nieve a mansalva.
Habíamos discutido Héctor; mi esposo, yo, Clara; su esposa, naturalmente. O sea, una pelea conyugal iniciada por un mal entendido absurdo muy mal resuelta; sobre todo  por mi parte, pues él se aferró a sus ideas y yo a mi confortable abrigo de piel primero y minutos después al volante de nuestro Audi 80, sin atender razones, ni su consejo de analizar la situación con más calma, en pos de hallar una objetividad de la que en ese momento carecía, como quizás debiera de haber hecho.
Efectivamente huía, si, en busca de un lugar tranquilo en el que poder leer con mayor serenidad las notas que había pergeñado Héctor en su Cuaderno de apuntes, en cierto modo su Diario, por mucho que se empeñara en llamarle pomposamente  "Cuaderno de bitácora".
Desde que se jubiló de su actividad laboral se dedica a escribir y sospecho que nunca se ha propuesto sacar un sobresueldo haciéndolo, pero si que busca afanosamente un ramalazo de gloria en forma de un reconocimiento público a través de cualquier Certamen literario o la publicación de alguna de sus historias. Sería inmensamente feliz publicando algo, ver su nombre impreso en el lomo de cualquier libro colmaría todas sus aspiraciones. Claro que tampoco le haría ascos a ganar un premio literario y en eso está.
No escribe mal; creo yo, mirándolo objetivamente, lo que no quita para que otros lo hagan mejor, tiene gran capacidad de fabulación, se expresa correctamente e incluso esboza ramalazos de ingenio, aunque puede que esté algo desfasado respecto a las tendencias modernas. No conseguir salir premiado en ninguno de los innumerables Concursos en los que se ha presentado le ha llevado a un estado de postración lamentable. En cierto modo me siento culpable porque nunca le he animado, reconozco que soy una lectora de vocación tardía, carezco de la formación necesaria para juzgar sus escritos con criterio académico o al menos solvente. Comencé tarde a leer y no se por qué nunca pensé que me había casado con una persona con inquietudes literarias, por eso nunca me hubiera imaginado que anhelara tanto ser premiado o reconocido y de haberlo conseguido, muy probablemente hubiera puesto en duda la equidad de los Jurados de esos Certámenes.
Nuestra disputa comenzó de forma banal, días atrás cometí la estupidez de empezar a leer unas reflexiones suyas casi a escondidas y me sorprendió cuando apenas había comenzado. Después de reñirme desabridamente, quiso hacerme creer que eran apuntes para un Relato, pero yo me quede muy preocupada tras leer los dichosos apuntes y eso que no los pude terminar a conciencia. Esa noche no hablamos más del asunto, sin embargo como no me quedé tranquila y ante el temor de que me los escondiera, me levanté de madrugada y me fui a su escritorio a terminar de leerlo tranquilamente hasta el final. La lectura detallada me intranquilizo más si cabía y pasé unos días bastante  desasosegada, hasta que ayer tarde estalló otra vez  la tormenta, porque nuevamente salió el tema a relucir, recriminándome la imprudencia de entrometerme en sus borradores cuando aún no estaban listos para ser leídos, ignorando que ya tenía una copia en el bolsillo. Me alteré bastante y salí escopetada de casa, estaba muy preocupada por lo que había leído, le dejé con la palabra en la boca y solo me empujaba el deseo de sopesar tranquilamente el documento que había fotocopiado en un descuido suyo, analizarlo sin sobresaltos y en profundidad para saber definitivamente su calado y saber la postura que debía tomar.
Este es el origen de mis desvelos, el "borrador" que decía mi marido:
<<Me zarandea el alma y acechan a mi espíritu varias congojas.
Zozobra el pensamiento cuando mirando hacia adelante no vemos futuro; llevando, sin embargo, saturado el pasado.
Llevamos arriada la bandera del entusiasmo, esa que otrora enarbolamos con decisión y optimismo.
Parece llegado el momento de batirse en retirada; nada más queda por hacer, sino esperar o adelantar el instante postrero porque ya no caben ilusiones ni esperanzas.
Aguarda sí, pero ¿para qué?, ¿bajo qué estado anímico?
Una rendición sin condiciones, un abandonar sin presentar más batalla al cruel destino, sería un indigno colofón para un luchador infatigable hasta ahora.
Sin embargo, habiendo comenzado a fallar el motor de la ilusión; ese  que empuja a esa esperanza de subir algún peldaño más en la escalera de los sueños, de saborear alguna nueva sensación de progreso; eso es, una vez agotado el cupo de la ilusión, no cabe sino rendirse a la evidencia de haber cumplido el ciclo.
Aletean en nuestro entorno pájaros de alegre trino, anunciando venturosos caminos a seguir, pero es una ilusión pasajera, siendo que la vereda por la que caminamos cada vez se torna más angosta.
En derredor, esa salvaje jungla en la que habitamos no ayuda nada; somos, la especie humana, el mayor depredador de la Naturaleza.
Poseedores de una experiencia casi inigualable, este importante bagaje, tristemente no nos sirve para nada hoy en día y antes de ser un valioso pasaporte para movernos por el mundo, resulta un lastre casi imposible de soportar a la hora de caminar hacia adelante.
Llegados a cierta edad, estamos acorralados en un rodal de incomprensión y no sentimos asfixiados al respirar el contaminado hedor del progreso.
Nosotros ya transitamos por ese camino ha tiempo, pero nos parece haberle recorrido con mayor respeto hacia las generaciones  que nos precedieron.
A veces nos sorprendemos meditando la onírica posibilidad de viajar a otra época, pero nunca terminamos de discernir si lo que querríamos es viajar a cualquiera de ellas con el bagaje de conocimientos que poseemos ahora o huérfanos de ellos.
No es nueva la duda que nos embarga, habiendo vivido toda una vida aplastados por la etérea presencia de Dios; si realmente fue Éste quien creó al hombre o fue a la inversa, como muchos sostienen  hoy en día.
Desde luego no es descartable que el género humano, ansioso por encontrar explicaciones racionales al misterio de la vida, buscara un ser superior para someterse mediáticamente a sus dictados, angustiado, también, por hallar una justificación a su indeleble existencia>>
Detuve el coche a las puertas de un atractivo restaurante  de la carretera de Burgos, tampoco demasiado lejos de casa, un lugar donde habíamos ido a comer más de una vez, sin embargo al verme sola no me reconocieron. Busqué una mesa en un rincón solitario junto al ventanal para seguir viendo nevar pero ahora mejor protegida. Pedí un café solo y una copa de coñac Remy Martin, el favorito de mi esposo. Volví a releer el documento que antecede a estas líneas y a meditar sobre el mismo; no hacía otra cosa desde que lo descubrí.  Saqué la misma conclusión que la primera vez que le eché la vista encima tan atropelladamente; no tenía duda alguna, no se trataba de ningún apunte ni de ningún Borrador, eso era una falacia para justificar su incierto deambular por los vericuetos de una inminente depresión. Eran elucubraciones sobre conceptos muy delicados, era el cruel lamento de un hombre honrado decepcionado en el ocaso de su existencia y yo debía hacer algo para ayudarle; además, algo importante, se trataba de mi esposo y seguía muy enamorada de él, eso justificaba cualquier acción no punible o simplemente ilegal.
Lo pensé según retornaba a casa. Entré mansamente, dispuesta a ofrecerle mis disculpas por la pueril forma de comportarme, a la par que solicitaba comprensión para mi absurda forma de proceder, alegando haberme obnubilado ante un texto que no había sabido entender, debido a mis carencias literarias, no sabiendo distinguir entre la verdad y la ficción. Debí de hacer un alegato verosímil, pues la cosa funcionó y el perdón surgió sin demasiadas dificultades, en el fondo creo que estaba deseando perdonarme, cosas del amor.
En los siguientes días, aprovechando su ausencia debido a los paseos terapéuticos recomendados por el médico, revisé con cuidado su Agenda de Certámenes literarios donde anotaba meticulosamente los Relatos que enviaba, los diferentes destinos, el Patrocinador y la fecha del fallo. Observé que curiosamente en ningún apunte figuraba la cuantía del premio a obtener; o sea, confirmaba mi sospecha de que no era el dinero su razón de escribir sino el noble afán de encontrar el reconocimiento sobre una actividad que creía hacia bien y muy probablemente fuera verdad.
Moví mis hilos con absoluta discreción, mandé mensajes subliminales por diferentes medios a muchos amigos nuestros, les fui haciendo partícipes de mi altruista anhelo, dejé caer sibilinamente en los foros adecuados el agobiante clima de desencanto que soportaba en casa y sus motivos o razones.. No me defraudaron.
Antes de un mes Héctor me recibía alborozado al regresar de la peluquería, le habían llamado por teléfono para comunicarle que se había quedado finalista, junto a otros cuatro participantes, del Premio de Narraciones Breves convocado por la Casa de Cultura del Ayuntamiento de Hoyo de la Sierra; el pueblo donde tenemos una casita, donde pasamos muchos fines de semana y todos los veranos.
En Hoyo de la Sierra, a pesar de ser un pueblo pequeño, les gustaba hacer las cosas a lo grande, por eso  el fallo final estaba previsto que se hiciese público tras una cena en el Casino con la indispensable presencia de todos los finalistas, condición inexcusable para optar a cualquiera de los galardones, razón por la cual le habían llamado en busca de  confirmar su asistencia. No cabía en sí de gozo, nunca le había visto tan feliz y tan nervioso, dudaba en la manera de vestir para acudir a la cena, los días transcurrían con desesperante  lentitud en su criterio y es que los nervios le tenían dominado. Temí que le pasara algo si no llegaba pronto la fecha de la resolución del premio, yo también estaba feliz y dichosa viéndole a él disfrutar por anticipado, me preguntaba si estaría bien leer unas cuartillas en caso de ser premiado con el primer galardón o resultaría petulante, andaba impaciente en hallar la forma adecuada de dar las gracias, aunque solo fuera por el hecho de haber sido seleccionado como finalista y un sinfín de elucubraciones más que casi terminaron con mi paciencia.
Lo de la cena fue el acabose; un manojo de nervios incapaz de probar bocado y mucho menos de sujetar el tenedor debidamente,  la servilleta acabó hecha un rebujo indescriptible. Solo conseguí que se calmara algo a los postres, con objeto de poder escuchar tranquilamente el resultado de la votación hecha pública por el Secretario del Jurado. Primero fue desgranando con estudiada parsimonia las diferentes fases de las votaciones, creando una atmósfera de creciente expectación que al pobre Héctor casi le cuesta un infarto agudo. Ahora bien, cuando más cerca estuvo de que se le parara el corazón fue cuando escuchó al Secretario decir con nítida voz: <<El Ganador  del Primer Certamen de Narrativa Corta, Ayuntamiento de Hoyo de la Sierra, ha sido don Héctor Galván, por  su Relato "EL OCASO DE UN LUCHADOR">>
¡Qué brinco, Dios mío!, juré que una y no más, santo Tomás.
El premio en metálico, tras consultármelo allí mismo, lo donó al Convento de las Monjitas de Jesús Nazareno que tienen en el pueblo una Residencia para ancianos, pero la placa de bronce que le dieron, a la que saca brillo un día sí y otro también; que no se si la va a desgastar de tanto sobarla, preside el salón de la casa. Cuando observo el brillo que destella gracias a la dedicación que le presta Héctor, sonrío complacida y pienso en lo fácil es hacer felices a los demás; sobre todo si son hombres y, además, les queremos.

Terrón de tierra
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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JULIO VALDÉS QUIROGA


Nadie llegó a conocer nunca la auténtica identidad de Julio Valdés Quiroga, el ilustre crítico de prensa, azote de la política y la cultura, flagelador de la sociedad y la moral. Julio Valdés Quiroga siempre tenía la palabra exacta, la más precisa y la más bonita para cada ocasión, la más ponzoñosa y cargada de veneno. No había nadie que le cayera en gracia, nadie que se librase de su corrosiva prosa, siempre tan acertada y por eso tan odiosa, esa prosa que hacía reír siempre a todo un país, excepto a tres o cuatro personas. A todos les encantaba Valdés Quiroga, excepto a los que habían sido objetivo de sus burlas. Cualquiera podía imaginarse a aquel hombre; un joven listillo engominado y siempre de traje, un guapito de cara de palabra fácil, bigote y perilla, un intelectual seductor, un chulito de alto standing  al que todavía no le habían partido la cara.
Sin embargo, la realidad es que el verdadero Valdés Quiroga no se parecía en nada al que imaginaban todos. Julio Valdés Quiroga tenía talento para escribir, sabía redactar, hilaba argumentos con precisión; pero esto no lo convertía en un hombre elegante ni en un hombre moderno. Pero el auténtico Julio Valdés Quiroga era un joven de veinticinco años que aun vivía con su madre, enganchado al ordenador y a los videojuegos, gordo, terriblemente gordo, e incapaz de ir a afeitarse o cortarse el pelo. Disfrutaba con su escritura, pues sentado al teclado y sin tener siquiera que salir de su habitación, podía hacer que media nación se revolviese de rabia al leer el periódico. Su editor apenas hablaba con él por teléfono, y no lo conocía en absoluto. Más de una vez le había pedido concertar con él una cita, pero Julio no tenía ninguna intención de salir de su casa. Se había encontrado con una auténtica ganga con aquello de los escritos, era un trabajo que le entretenía y que sólo le exigía ver la tele y estar un poco al tanto de la actualidad, y era un trabajo que iba a aprovechar al máximo, así que no quería perder su tiempo entrevistándose con el editor. Sabiendo además que su imagen podía dar al traste con todo el valor comercial de su literatura.
Julio Valdés Quiroga era un escritor ácido y mordaz, un individuo muy inteligente que sabía pensar, sabía contar lo que pensaba y sabía contarlo de manera que hiciera daño al que no estuviese de acuerdo. Un cerebro terriblemente rápido a la hora de interpretar y de evaluar, criticar y reprender; terriblemente traumado, también, por una sociedad que lo aislaba y le daba de lado. Todo lo que no era Julio para las personas, lo era para los periódicos. Jugaba a manejar a la gente en el mundo literario, cuando no podía tratarla en el mundo real.
Así vivió el auténtico Julio Valdés Quiroga durante muchos años, ganando dinero a espuertas sin que sus padres supieran nada de ello. Si se enterasen de aquel negocio, lo echarían de casa. Y viviendo solo, ¿Quién le lavaría la ropa? ¿Quién cocinaría para él? No, era mucho mejor mantener la identidad oculta. Ver a su padre paseándose por la casa mientras maldecía el periódico no tenía precio.
Por lo que dar un paso más en aquella estafa se antojaba inevitable. Aquel paso más se llamaría "La refinada e increíble historia de Julio Valdés Quiroga", y sería un libro que ya estaba en trámites de publicación. A Valdés Quiroga nadie lo conocía, nadie le había visto, pero todos estarían al tanto de su vida. Y era ésta una vida apasionante y llena de anécdotas, una crónica de lujo y de excelencia, de inmenso talento y de prestigio social. Julio Valdés Quiroga provenía de una familia rica y poderosa y desde siempre había desestimado a las clases sociales más bajas, así como a los nuevos ricos que solo intentaban aparentar. La cultura y los estudios de Valdés Quiroga eran infinitos, y su agudeza mental insuperables. Había redactado discursos para empresarios y políticos, había escrito para famosos periodistas, pero estaba cansado del secreto y del anonimato; todo iba a salir a la luz y todos aquellos que se habían enriquecido gracias a su pluma iban a ser descubiertos. Y no sólo eso; Julio Valdés Quiroga había formado parte de una gran cantidad de escándalos sexuales con conocidas mujeres de nuestra sociedad, y en aquella biografía iba a desvelarlos. Tenía muchas historias que contar, y las contaría.
Aquella biografía circuló por el mundo entero. Todos querían leer a Valdés Quiroga, todos le odiaban y le amaban a un mismo tiempo. Sus escritos revolucionaron la moral europea e hicieron caer en picado a toda la aristocracia de la posmodernidad. Cayeron uno a uno todos los portada de revista y los famosos de medio pelo, gracias a la ácida tinta de Quiroga. Si realmente Julio Valdés Quiroga hubiera existido, podría haberse sentido muy feliz.
El día en el que "La refinada e increíble historia de Julio Valdés Quiroga" fue publicada, fue el día en el que se suicidó un tal Daniel Huertas, un joven de veinticinco años que vivía con sus padres y que apenas salía de casa. Al no encontrar los editores a ningún Julio Valdés Quiroga escritor en ningún rincón del planeta, toda la fortuna que recaudó la obra fue a parar a una joven universitaria llamada Ana María Ferradas, según los deseos del propio autor.
Y así acabó todo. Nadie volvió a saber jamás de ese gran desconocido que en realidad era Julio Valdés Quiroga.

Elegance
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL SECRETO DE CARMEN


   Cuando Carmen Tolosa nos contó el secreto de su aparente, pero creíble, juventud, no nos atrevimos a reírnos en su cara por el profundo respeto que nos infundía.
   En aquel tiempo, Carmen del Valle Tolosa rondaba los setenta y cinco según las malas lenguas, aunque había quien le calculaba un lustro más o un lustro menos asociando su presencia con algún evento específico y sacando cuentas. Es que estuvo presente en cuanto acto público se llevó a cabo entre la inauguración de la escuela primaria y la ceremonia de apertura del Centro de Salud, incluyendo los bautismos de la Plazoleta Manuel Belgrano y de cada monumento o edificio de importancia. Puede vérsela en las fotografías (cuyo esfumado sepia delata redondamente su antigüedad) ora luciendo una capelina con un primoroso bouquet de nomeolvides, ora con la mollera protegida por un casquete con pluma de avestruz.
Cabe aclarar que Carmen fue la última descendiente de una familia de rancia estirpe, ligada íntimamente al poder económico y social de la región, que se inició con Don Diego Miguel Tolosa, quien, según consta en fehacientes documentos, llegó a estas tierras galopando junto al mismísimo Jerónimo Luis. Y de manos de quien recibió, en pago por los importantes servicios prestados, una cantidad incalculable de tierras tan diversas como ricas, que con el correr de las generaciones fueron loteándose y vendiéndose al mejor postor acrecentando la fortuna familiar y amasando a la par nuevos negociados agropecuarios. Los Tolosa eran convocados en cada emprendimiento y consultados antes de cada decisión política porque era célebre su buen tino y porque además siempre se caracterizaron por ser gente sencilla, para nada soberbios y sumamente generosos en sus aportes a la comunidad. Características que Carmen había heredado y cultivado como una benigna hija criada en las viejas costumbres de la casa paterna.
   Cuando pienso en Carmen, no puedo evitar recordar su carácter clemente, su expresión constantemente alegre y vivaz y, por sobre todo, su belleza delicada y natural, libre de afeites e imposturas. Cuando yo era una niña, ella era una mujer madura pero firme, esbelta, bastante más alta y erguida que las otras señoras de su edad, con una sonrisa amplia de dientes blancos como la espuma y los senos turgentes empujando las puntillas del escote. Así la recuerdo desde mi infancia y así también desde mi adolescencia y mi adultez. Bella, airosa, afecta a las tertulias y a recibir visitas en su casa cercana a la estación de trenes. Siempre me pareció que tenía unos cuarenta años. Con esto quiero decir que, si bien en las fotografías bicolores se la ve más joven -porque obviamente alguna vez lo fue-, aunque yo crecía en edad y en mañas, ella permanecía en ese aspecto físico de cuarentona agraciada que nunca ha parido ni trabajado duro. No se privaban las comadres del cotorreo irónico al respecto. Oí decir que se mantenía buena moza porque no se había embarazado (lo que descreí inmediatamente porque Sor Genoveva tampoco estuvo embarazada y era un pergamino caminante), que tenía un pacto con un demonio, que era vegetariana (cuando yo misma la había visto comer asado con cuero en las peñas de la iglesia) y se bañaba en agua helada cada madrugada, que bebía sangre de pollos para reponer la sangre que perdía en las menstruaciones, que absorbía la doncellez de los varones de los pueblos vecinos y no sé cuántas tonteras más que, por supuesto, surgían en el imaginario popular gestadas por la envidia de las que envejecían dolorosamente y sin remedio. Más de un mancebo la deseaba sin remilgos, mezclado entre los caballeros que la cortejaban a cada paso, subyugado por esos ojos negros como azabaches, grandes y rasgados, enmarcados por las gruesas pestañas y las cejas densas, capaz de darlo todo a cambio de ser el dueño de esos labios rosados  y carnosos que derrochaban sonrisas.
   Así fue siempre desde que tengo memoria. Desde las veces en que la cruzábamos de pasada en las idas a la feria, cuando Amandina y yo íbamos asidas cada una de una mano de mi madre a hacer las compras para la semana. Desde aquellos viernes por la tarde en los que, a la salida de la escuela, íbamos ambas a su casa a aprender bordado y crochet, que ella enseñaba a las niñas de buena familia que deseaban aprenderlo, como un pasatiempo en el que se sentía útil y en el cual nosotras nos sentíamos en la gloria. Fantaseando con que los tapices de las paredes y las alfombras nos pertenecían por un rato y con que la servidumbre que deambulaba por las salas estaba allí pura y exclusivamente para servirnos el té con masitas que coronaba las clases, en las que Carmen mixturaba tejido con conversación y nos dejaba boquiabiertas con las anécdotas de sus viajes por el mundo. Así continuó durante sus últimos años de vida, cuando mi hermana, en edad de merecer, y yo, ya esposa y madre,  la visitábamos sólo por el placer de sentir su compañía y sin más excusas que las ganas de disfrutarla.
   Durante una de esas charlas, Amandina se atrevió a hacerle la pregunta que todas hubieran querido hacer. Cómo era posible que Carmen tuviera esa piel de porcelana inglesa, sin una mínima arruga que confesara su verdadera edad; ese cabello renegrido y espeso, sin una sola cana; esas manos lisas, sin manchas. Y mientras Amandina enumeraba las cualidades que correspondían a las de una mujer en plena sazón, con la mirada arrebolada por la admiración, Carmen no demostraba vanidad alguna. Dejó que mi hermana se despachara con su rosario de elogios y luego, con una leve luz de astucia en las pupilas nos confesó su misteriosa receta de la eterna juventud.
   El rostro de Amandina se convirtió en una máscara cerúlea y yo misma pensé que eran divagaciones de vieja con chochera o, en el último de los casos, una mentira definitivamente increíble para salir del paso y llevarse el verdadero secreto al egoísmo de la tumba. Pensé también que era posible que no hubiese secreto y que Carmen fuera un ángel o un hada, o una elegida por los cielos para ser bendecida por un don único en el universo. Cualquier cosa hubiera podido creer, menos que tres veces al día, todos los días del año, desde su cumpleaños número cuarenta y cuatro, Carmen bebía el líquido de una lata de champiñones, granos de choclo o cualquier otra conserva al natural. Era inverosímil. Por eso tuvimos que contener la risa y el asombro e ignorar definitivamente la confidencia, poniendo cara de haber recibido una lección imprescindible que pondríamos en práctica apenas cantara el gallo.
   Diez años después, hará ya unos quince, Carmen murió de  un cáncer que le consumió las vísceras en menos de dos meses. Antes, dejó todo arreglado para que una fundación para pacientes oncológicos recibiera el total de su fortuna. Hasta el último centavo, al punto en que ni en la bóveda de los Tolosa la enterraron: fue a parar a un nicho, en un cajón de cedro, como el más pobre de los cristianos. Ni mi hermana ni yo seguimos el desopilante consejo. Y no hablamos más del tema hasta que el verano pasado supimos que iban a sacarla de su lugar. Cada determinado espacio de tiempo, los nichos que no son pagos deben desocuparse para que puedan ocuparlos nuevos fallecidos. Generalmente, se procede a la cremación de lo poco que queda y se convoca a los allegados para que decidan qué hacer con las cenizas. Carmen no tenía deudos. Tras discutir si nos correspondía o no, Amandina y yo tomamos la decisión de estar presentes en ese instante, porque sentíamos que se lo debíamos a cambio de los divertidos momentos que nos había hecho pasar en vida.
   Llegamos temprano, cuando apenas clareaba en los callejones del cementerio. Amandina traía un cofre muy bonito y delicado en el que planeaba reunir las cenizas para luego enterrarlas bajo uno de los rosales añejos que bordean la estación de trenes, con una breve ceremonia a la que, al final, no asistió nadie más que nosotras. El cuidador del cementerio retiró la tapa del nicho usando un martillo y una bigornia que producían unos ruidos impactantes que se reflejaban  contra las paredes del pasillo. Después, silbó para que apareciera su ayudante y, entre los dos, cargaron el cajón hasta el crematorio con la misma actitud con que se carga una bolsa de papas de un camión a otro. Ya en el crematorio, abrieron el cajón con nuevos golpes de martillo y de bigornia, mientras un fuego, -parecido a la imagen que uno se hace del infierno- crepitaba escupiendo un aroma acre que no se iba del todo por la chimenea, sino que se esparcía en el ambiente en bocanadas que nos envolvían y se nos metían entre las ropas. Allí estaba. Fresca y firme como siempre. El cuidador y su ayudante la levantaron por los hombros y los pies y la apoyaron sobre una bandeja semejante a las que se usan en la panadería. Bella, joven, tersa la piel y brillantes los bucles renegridos como el cielo en la noche, la vimos entrar a la hoguera y deshacerse con el mismo crujir de las hojas secas que se pisan en el otoño. Amandina me miró sin disimulo y entreabrió los labios, como si tratara de decirme alguna cosa. No la dejé. Mis ojos se clavaron en los suyos y le susurré, firmemente, que no se atreviera a contarle a nadie lo que habíamos visto.
   Quiero suponer que Amandina tuvo intención de obedecerme. Por mi parte, estoy absolutamente segura de no haber hablado. Los empleados del cementerio no pudieron haber dicho nada. De haber sido así, la gente del pueblo hubiera comentado en plena plaza el perfecto estado del cadáver. Lo que ocurrió fue exactamente lo contrario: nadie preguntó nada sobre la cremación. Pero desde hace unas semanas vengo notando la ausencia de latas en los almacenes del pueblo. Es casi imposible conseguir conservas al natural y, hasta donde sé, no hay ningún problema con los productores. No quiero juzgar livianamente el sentido común y la capacidad de discreción de mi propia hermana, no está bien, no debería. Pero hay algo que no deja de llamarme mucho la atención: Amandina, parece verse más joven que nunca (al igual que algunas de sus amigas) y, lo que es más extraño todavía, cada vez que viene a visitarme, trae una enorme tarta de champiñones que no me atrevo a comer.

Encarna
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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PADRE PUTATIVO


   No era la primera vez que buscaba la complicidad de la noche para escapar. No soportaba su mirada, pero aún menos las risas burlonas de sus compañeros en la carpintería. Ya todos conocían la noticia; había corrido de boca en boca por todo el barrio y ninguno de sus compañeros se atrevía abiertamente a encontrar en sus labios su confirmación, se conformaban con guardar ese silencio cómplice que le convertía en el hazmerreír de la carpintería, y que le arrancaba de un zarpazo la fama de hombre serio y responsable que durante tantos años se había esforzado en ganar.
   Cuando se unió en matrimonio, tras tres años de noviazgo, lo hizo con la mayor ilusión del mundo, soñando con llenar su casa de niños, tal y como había sido la suya, con ocho hermanos jugando y discutiendo la mayor parte del tiempo, mientras sus padres intentaban poner paz entre ellos. Sin embargo, tras el primer año de matrimonio y con los fallidos intentos, empezó a sospechar que uno de los dos era estéril, pero aún así no quisieron hacerse las pruebas de fertilidad, temían que tras conocer el resultado ninguno pudiera evitar las miradas de culpabilidad y reproche del otro. Fingieron que tampoco era tan importante ser padres y que si dios no lo había querido, alguna razón tendría para ello.
   Así que cuando ella le confesó que estaba embarazada, su primera reacción fue de sorpresa. Ante él se abrió un abismo que recuperaba de su interior el machismo más rancio y desvencijado; deseaba fervientemente que sus espermatozoides, definitivamente, se hubieran rendido a sus exigencias. La otra posibilidad no quería ni contemplarla, y tampoco quería preguntarle abiertamente el por qué, temiendo que su reacción fuera de enfado y le reprochara su desconfianza. Por eso, cuando ella se sentó frente a él y mirándole directamente a los ojos despejó todas sus dudas confesándole que el hijo que esperaba no era de él, que había sido engendrado por obra del espíritu santo, pero que él era el padre putativo, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no verbalizar las barbaridades que pasaban por su mente en ese preciso instante.
   ¿Del espíritu santo? ¿A qué se refería? ¿Padre putativo? ¿Había perdido la razón o es que no pensaba confesarle el nombre del padre? Ella nunca había sido especialmente religiosa, es más, en alguna que otra ocasión se burlaba de él cuando justificaba las desgracias con alusiones a la voluntad de dios o a la presencia del maligno. Ahora, sin embargo, le daba una excusa tan de perogrullo que insultaba su inteligencia más allá de lo imaginable. Parecía como si -una vez más- volviera a reprocharle su mediocridad y falta de carácter, convencida de que cualquier milonga le bastaría para tranquilizar su conciencia; como si él tan sólo necesitara un por qué y lo de menos fuera la consistencia del mismo. ¿Qué sería lo próximo? ¿Pedirle que le acompañara a Belén a lomos de un burro para que tres señores venidos de Oriente les sacaran de pobres?
   Su primera reacción fue abandonar la casa (tal y como ella habría supuesto), montarse en su coche y conducir hasta que el cansancio le obligó a parar. Afortunadamente, su cobardía, su aliada más fiel, volvía a hacer acto de presencia y ponía tierra de por medio permitiéndole escapar, una vez más, sin afrontar directamente el problema, dejando que el tiempo o los otros aportaran la solución. Condujo a una alta velocidad por la autopista escapando de un fantasma de ida y vuelta, consciente de que su desahogo temporal le obligaría a volver sobre sus pasos y regresar al hogar, a la protección de su amante, sin la que no sabía vivir. Decidió, entonces, que debía afrontar la situación de la manera más civilizada posible. Admitir que su esposa había tenido una aventura puntual, fruto de una noche loca con sus antiguas compañeras de instituto, con las que se veía una vez cada tres meses para rememorar su adolescencia, escapando -también ella- de un matrimonio rutinario que a él le complacía pero que a ella empezaba a hartarle.
   Hacía tiempo que había desechado la absurda posibilidad de adoptar un hijo para poblar su jardín, para traer nuevamente la felicidad al hogar, esa que anidó durante los dos primeros años de matrimonio y que poco a poco fue escapando por todos los resquicios. Ambos evitaban hablar del tema pero siempre estaba presente, y aunque nunca descubrió en su cara ni el más leve reproche, sabía que ella abrigaba la íntima convicción de que el problema estaba en él. Fue él quien primero se negó a hacerse las pruebas, obligándola a ella a rechazarlas también; fue él el que cada día hablaba de lo feliz que había sido su infancia en la casa familiar, haciendo que ella se sintiera culpable por impedir que formaran un auténtico hogar; fue él, en definitiva, el que necesitaba volver al pasado para no afrontar el presente y prepararse para el futuro.
   Por eso, ya más fríamente, cuando pensó en el embarazo, jugó a imaginar que era suyo, que la criatura que llevaba en su vientre era fruto del deseo compartido de ser padres y el hecho de no ser él el genitor carecía de importancia. Excusas tan socorridas y simples como las que habían hecho acto de aparición en su matrimonio en anteriores ocasiones, en un número tan elevado que se habían incorporado a la cotidianeidad. Sus deseos de paternidad eran superiores a la pretensión egoísta y ridículamente viril de ser el generador del ser, como una prueba más de su mentalidad trasnochada y machista contra la que toda su vida había tenido que luchar, y que ahora le obligaba a justificar ante los otros el estado de su mujer. Mentiría. Como siempre...
   Cuando regresó a la casa ella ya estaba en la cama y mientras se desnudaba para meterse bajo las sábanas, supo que ella fingía dormir. La complicidad entre ambos hacía su aparición cuando más lo necesitaban, sobre todo él. Mejor era así, que fuera ella la que marcara los tiempos, como siempre, la que administrara de la mejor forma posible y civilizada esta situación. Confiaba en ella y en su buen criterio para tomar la decisión más adecuada para los dos y por los dos, como siempre había hecho, con esa sorprendente naturalidad que mostraba para solucionar con sencillez lo que para él era una gran catástrofe. Si lo había hecho en anteriores ocasiones, por qué ahora tenía que ser diferente. Apagó la luz de la lámpara de la mesilla de noche y tras darle un beso de agradecimiento en la mejilla, se dispuso a dormir, confiado en que el sueño difuminaría definitivamente su angustia. Como siempre...

   Ella, la madre de la criatura y la esposa bajo sospecha, encendió la luz de la lámpara, en un primer gesto ritual fruto de un insomnio crónico que le obligaba a celar. Se palpó con sumo cuidado el vientre deseando encontrar los primeros síntomas de su embarazo, más allá de las náuseas y del cansancio que venía presentando desde hacía algo más de dos semanas; más allá, por supuesto, de la evidencia prosaica de la ausencia del periodo. Jugó a adivinar las minúsculas formas del feto, sabiendo perfectamente que aún no tenían geografía alguna, pero era feliz recorriendo brazos imaginarios y piernas cortas que se estremecían al ser acariciadas, un cuerpo que, probablemente, le permitiría ser madre... por segunda vez.
   Él fue bastante claro cuando la cubrió: "Dios te ha consignado para ser la Madre de Dios", y ella guardó un silencio respetuoso y se autoproclamó servidora y humilde esclava del Señor, aceptando su voluntad por el íntimo convencimiento de que la única forma de ser madre era a través de un milagro. Explicárselo a su marido no resultaría tan complicado. Él, como siempre, escucharía con atención sus palabras y respiraría aliviado al saber que ya ella se había hecho cargo de la situación. Él, como siempre, dormiría tranquilo pensando que ella le daría una versión para contar a sus compañeros, amigos y familiares, tal vez no muy convincente pero sí original. Aunque reconocía que esta vez tendría que esforzarse mucho.
   Ella, como siempre, tuvo que tomar la decisión, tal y como había hecho cuando de novios decidieron formalizar su relación a través del matrimonio, pese a su íntima convicción de que no era la decisión adecuada, de que se estaba precipitando porque él la necesitaba, de que debía estar a su lado. Él, él, el... La maternidad negada tampoco era tan ansiada, fue más una exigencia de él que un verdadero deseo de ella, y aunque no le disgustara el tener un hijo, tampoco tenía especial interés en ello, si venía pues sería bien recibido, pero si no, tampoco pasaba nada. Lógicamente, fingía ante él una decepción enorme por no poder hacerle padre; su felicidad, a merced de demasiadas vicisitudes, estaba sacrificada a un bien mayor: la felicidad de él.
   
   Así que ahora, cuando el paso del tiempo ha cerrado sus heridas, y de la mano de su hijo se dirige al colegio, no puede evitar pensar en ella, en si ha podido perdonarle, en su capacidad enorme de sacrificio y en lo felices que habrían sido educando conjuntamente al niño. Su hijo, el Elegido, está en el mundo para cumplir una misión que sólo las voces más autorizadas conocen. Su hijo, el nuevo Mesías, ese que le fue entregado por la misma enfermera que cerró los ojos de su difunta esposa el día del parto y que juega con algo que lleva oculto en el bolsillo trasero derecho, sigue siendo para él un auténtico misterio. Por eso, en los veinte segundos que tardó en perder la conciencia y en abandonar este mundo para unirse con ella, apenas pudo comprender por qué su hijo (y sobretodo, el de su mujer) sacó una navaja del bolsillo y acercándosela al cuello le cortó la yugular.

Bovari
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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ELLAS ME HACEN TAN FELIZ


La noche cae inexorable sobre la ciudad. Es hora de recogerse tras un día agitado, pero dulce. Suena el móvil, justo ahora que voy a entrar en el metro. Descuelgo sin fijarme en la procedencia de la llamada. Una voz femenina, cálida, me detalla las innumerables ventajas de cambiarme de compañía. Por no sé qué extraña razón, sigo escuchando. La cadencia de las palabras de esa mujer me ensimisma. Le pongo imagen a esa voz. Me la imagino alta, muy alta, casi como yo. Y delgada, pero con curvas insinuantes. El pelo rojizo, de larga melena. Los ojos deben ser verdosos, casi transparentes. Sus labios, sensuales, apetecibles. Vuelvo al presente: "Oiga, señorita, ahora no tengo tiempo. Si puede llamarme más tarde..."
Accedo al subterráneo. Hay mucha gente en el vestíbulo. Vaya, un control de viajeros. "Su billete, por favor", me dicen en tono afable. Levanto la mirada y me quedo absorto ante ella. Es preciosa, sin duda, y me cautiva. Repaso su figura mientras saco el ticket. No le encuentro defectos. Me gustaría prolongar el encuentro. "Vale, puede seguir, muchas gracias". Estoy perplejo y no reacciono. "No ha oído, que puede seguir", añade un tipo desagradable de uniforme. Avanzo con lentitud, observándola sin pestañear, hasta que tropiezo con otro viajero. ¡Me gustaría tanto volver a verla!
El vagón está abarrotado. Gentes de todas las razas y colores, que seguramente se dirigen a sus alojamientos o en busca de la última copa del día. Mi estatura me permite divisar de un extremo a otro, lo que repito mientras se suceden las estaciones. Por fin entra ella. Tiene un rostro perfecto, ligeramente maquillado. Lleva el pelo recogido en una coleta de caballo, con cinta a juego con el color del vestido. Mira hacia donde yo estoy. Me ha visto y le sonrío. Creo que no se ha dado cuenta. Decido ir a su encuentro, varios metros más allá. Cuando estoy a punto de llegar, para el tren y se abren las puertas. Ella sale y yo dudo. No es mi destino, me digo con recelo. Me quedo. En qué hora. Ella me lanza un beso con ambas manos. Aún así, me derrito de felicidad.
Para celebrarlo, tomaré algo camino de casa. Entro en el bar y me acerco a la barra. No hay ningún cliente. Tal vez sea ya muy tarde. Me acomodo en el taburete. "¿Hay alguien?, inquiero en tono alto. Aparece una mujer tras la cortina. "Lo siento", musita en voz baja. "¿Qué va a tomar?" me pregunta con un acento meloso, seguramente sudamericano. Le pido una cerveza mientras la examino. Me encandilan sus ojos brillantes, que refulgen con las luces pálidas del garito. El cabello suelto le quita años. Andará por los 30, calculo. Sigo observando. Tiene un cuerpo rotundo, esculpido probablemente en el gimnasio. Hablamos durante unos minutos, hasta que la llegada de unos clientes interrumpe la velada. Pago y, antes de irme, ella me desliza un papel con su número de teléfono. Al marcharme, sin que me vean los otros, le apunto con el índice y el pulgar, como si fuera un pistolero. Nos reímos.
Llego eufórico al hotel. He quedado con ella y me hago muchas ilusiones. Las horas que han pasado desde que salí del bar se me han hecho interminables. Siento el cosquilleo que produce sentirse atraído por una  mujer... Según transcurren los minutos, me vence el cansancio. Cierro los ojos y caigo en el sopor. Floto por momentos. Creo que han llamado a la puerta. Estoy volando. ¡Soy tan feliz!


La señora de la limpieza entró en la habitación y vio al individuo con la cabeza inclinada sobre la almohada. Decidió no despertarlo. De camino al baño, lo miró de reojo y apreció una enorme sonrisa en su cara. Al cabo de unos minutos,  dio por concluido el trabajo. Pasó de nuevo ante él y no parecía haberse movido. Al acercarse a limpiar la mesilla, se dio cuenta. Gritó con todas sus fuerzas, como implorando la presencia de alguien más en la escena, hasta que el silencio se hizo de nuevo. Con las manos tapándose la cara, las lágrimas luchaban por resbalar por sus mejillas. Miró por entre los dedos y comprobó que aquel hombre estaba muerto.
Unos días más tarde, los familiares recibieron el informe de la autopsia. En él indicaba: "Causa del deceso: muerte natural".

Miguel Angel
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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LA FOTO


La calma reinaba en aquella mañana del último domingo de diciembre. Mientras el verano comenzaba a desandar su camino en Buenos Aires decidió, por unas horas, hacer un culto a la soledad. Todos tenemos un espacio al cual acudimos para encontrarnos con nosotros mismos, el suyo era el río, el río de Quilmes. Lo fue desde pequeño, cuando ayudado por las escultoras manos de su padre levantó enormes castillos de arena a los que más tarde dio vida colmándolos de sueños y aventuras. El paso de los años transformó esa constructiva arena en un imaginario verde césped donde gritó a los cuatro vientos cada gol convertido en porterías perfectamente improvisadas con irregulares montoncitos de ropa. Más el tiempo no se detuvo ahí, y un buen día su efervescente adolescencia, junto con otra del mismo tenor, se adueñaron de aquellas playas para, en secreto, besarse. El río, siempre el río, testigo y cómplice de sus vivencias.
Aquel domingo de diciembre volvería una vez más. Esta vez no iría en busca de castillos, ni de fútbol, ni de besos. Hacía tiempo que venía madurando la idea de marcharse a otro país, y no había sitio mejor donde canjear sus dudas por certezas. En bici, y con su desgastada mochila negra sobre la espalda, dibujaría el camino; una botella de agua mineral, los cigarros y las llaves de casa serían su equipaje de mano. Estaba por salir, cuando de repente se acordó de una amiga inseparable, su cámara de fotos. Fue hasta el dormitorio a buscarla y la guardó en la mochila. Aún no sabía que esa tarde congelaría las primeras de sus últimas imágenes de Argentina.
Apenas pasado el mediodía, y con el sol sobre su cabeza, salió de Wilde. Serpenteando en paralelo a las vías del tren atravesó Don Bosco y Bernal hasta incursionar en territorio quilmeño. El calor era agobiante. Detuvo la marcha un par de minutos para beber un poco de agua y aprovechó para mojarse un poco la cabeza. Al instante recuperó su ritmo cansino pero constante.
Remontando la Rodolfo López alcanzó a ver bajadas las barreras del paso a nivel. El tráfico parecía haberse mudado de ciudad, los pájaros se contaban sus andanzas en las copas de los árboles. Llegó al tiempo que el silbido del tren anunciaba su pronto paso. Se le ocurrió desmontar de la bici y hacer una foto, en blanco y negro como de costumbre. Solía presumir de su sensibilidad diciendo que esos dos colores le bastaban para darle vida a la imagen más inerte. Buscó un sitio desde donde lograr un buen encuadre y quedó expectante. El tren, aún detenido en la cercana estación, lo escrutaba desafiante.
Mientras aprestaba la cámara, la locomotora comenzó a forzar el paso y el silbido, poco a poco, fue transformándose en una ensordecedora bocina. Los rieles se iban tensando cada vez más, los durmientes veían interrumpida su siesta. Ya estaba preparado. Se separó un par de metros de las vías, cerró los ojos y, que el remolino que generaba el paso del convoy le hiciera volar su gorra roja no le importó. Esperó que éste se alejase un poco, se quitó unos mechones de pelo de la cara y disparó. No disponía de tiempo suficiente para dos intentos así que si a la primera no había podido registrar lo que pretendía, habría perdido su oportunidad. Se refugió bajo la sombra que le regalaba el toldo de un cerrado kiosko de diarios y revistas para comprobarlo. Allí se quedó durante un instante observando la imagen. No estaba muy seguro de haber logrado lo que quería, sin embargo, aquel último vagón, medio desenfocado, algo más nítidos los de delante, hicieron que se le escapara una leve sonrisa. Sin querer había obtenido una imagen mucho más real de lo que pretendía. La borrosa imagen de aquel vagón venía a representar todo el mar de incógnitas que su cabeza generaba sobre la decisión de partir. No había hecho más que retratar su propia duda. Apagó la cámara, la guardó en la mochila y se colgó ésta del hombro. Aún le quedaban unos veinte minutos por delante.
Irigoyen, Alem, San Martín, Rivadavia, célebres nombres de la Argentina de ayer, hoy simples nombres de calles, formaban su ruta. Pedaleaba un poco, caminaba otro tanto. Echaba un vistazo a los alrededores. La "peatonal", la Catedral, la plaza principal. Pasó por delante de "El Piave", decidió entrar y comprarse un helado, de vainilla, como siempre. Y así, con el helado en una mano y la otra en el puño del manillar de la bici, continuó andando.
Entre recuerdos y recuerdos llegó hasta el Boulevard Otamendi. El "Boulevard" es uno de los dos caminos que desembocan en la costanera, el más antiguo y el más bonito también. Con poco más de un kilómetro de largo y una lengua ajardinada que divide los dos sentidos del tránsito, es el paso obligado para todo aquel que va en dirección al río. A esa altura, la atmósfera ribereña comenzaba ya a envolverlo dentro de un manto de aromas diversos.
Cuando por fin llegó a destino ató la bici a una columna y se sentó. Luego de desnudar sus pies, los apoyó sobre la arena todavía húmeda por la marea anterior. Prendió un cigarro. Se quedó un largo rato mirando como las olas morían en la playa, una tras otra, después de tanto esfuerzo. Intuyó una mueca del destino. Tal vez él, aquella tarde, con un viejo cansancio a cuestas, también llegó hasta allí para morir un poco. Una escurridiza lágrima escapó de su encierro y humedeció la arena un poco más aún.
Los casi cuarenta grados que azotaban Buenos Aires lo empujaron a un leve contacto con el agua, agua que aún suele estar bastante fría en esta época del año. El contraste le erizó la piel. Muy cerca de allí, y de pie como desde hacía cinco décadas, el muelle de pesca seguía poniéndole el pecho al río. Al igual que tantas otras veces se llegó hasta él. Subió los escalones y, esquivando cañas de pescar y tensados hilos de nylon, recorrió sus más de trescientos metros. Mientras tanto, por debajo de él, las aguas pasantes dejaban fluir su agitada melodía. Hacia el final del muelle buscó un hueco. Dejó la mochila en el suelo, y encendió otro cigarro. Se quedó casi media hora con su mirada recostada sobre el horizonte.
Antes de abandonar el muelle, y aprovechando la altura, volteó su mirada e imaginó una panorámica. Pensó que era un buen momento para otra foto y sacó nuevamente la cámara de la mochila. En ese instante, vio a unos chicos, diez o doce tal vez, correteando por la playa detrás de una pelota. Bajó la cámara, apoyó sus codos sobre la barandilla y se quedó un largo rato hurgando y hurgando en esa imagen. En ella quería encontrar a Jorge, a Juan, a Omar, a sus amigos, los de la infancia, los de la adolescencia. Hubiese dado lo que no tenía por volver el tiempo atrás y retratarse con ellos allí mismo. Se angustió al darse cuenta de que ya no había sitio para su niñez en esa foto. Una segunda lágrima se deslizó suavemente por su mejilla. Conciente o inconscientemente, volvió a alzar la cámara, enfocó y disparó. 
Su bici, su desgastada mochila negra, su gorra roja y su vieja cámara de fotos hoy ya forman parte de sus recuerdos. Y aunque algo amarillentas por el paso del tiempo, aún conserva aquel par de fotos en el oscuro interior de su mesita de noche. Como un celoso carcelero sólo les permite ver la luz cuando quiere mostrar a sus amigos de ésta, su segunda tierra, España, donde, cuando niño, fue feliz.

Sem Raisez
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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LA LUNA DE LOS NIÑOS HUÉRFANOS
     
     Extiendo un plano de España sobre la mesa del comedor.
     -¿Ves? –le digo a mi nieto señándole un lugar-. Nosotros estamos aquí, en Santander, y tus padres están allá –y le indico otro-, que se llama Cadiz. Papá y mamá, que son médicos, tuvieron que ir a un congreso. Pero volverán pronto.
     El chico observa pensativo el mapa y recorre con el dedo la distancia que separa ambas ciudades.
     -Están muy cerca la una de la otra -me dice-. ¿Por que no vamos a verles?
     -¡Oh, no! Sólo lo parece. Se necesita un día entero, o más, para llegar, si vas en coche. ¿Tú has estado en Comillas, verdad? Donde vive tu tio –Afirma con la cabeza-. Pues fíjate, esto es Santander y ese puntito Comillas. ¿Cuánto tardas en recorrer esa distancia los días que vais a visitarle? Casi dos horas entre pitos y flautas, ¿no? Pues compara con Cadiz.
     Suspira resignado.
     -Entonces ir a la Luna está más cerca.
     Le miro sorprendido.
     -¿A la Luna?
     -Si. Dime, abuelo, donde está la Luna en este papel.
     -Aquí no sale. Esto es un mapa de la Tierra, y la Luna no está en la Tierra, si no en el cielo. A la Luna no se puede viajar. Bueno, alguno lo ha hecho, pero en cohete, y nosotros no tenemos de eso. Además, ¿para que ir? Alli no vive nadie, no se puede respirar, y no hay árboles, ni ríos, ni nada de nada. Nos aburriríamos.
     Alza sus ojos hacia mi y me reprocha muy serio:
     -Dices mentiras, abuelo.
     No puedo dejar de sonreir.
     -¿De donde sacas que miento? ¿Acaso has estado tú en la Luna, muchachito, para hacer esta afirmación?
     Aparta el mapa a un lado, decepcionado, como tantas veces le he visto hacer con juguetes que ya le aburren. Permanece así unos instantes hasta que se levanta y se dirige a la ventana. Es una noche de julio, calurosa, y la Luna, por la ventana abierta de par en par, resplandece, redonda y amarilla, sobre el campanario de la iglesia. Mi nieto se queda embobado mirándola. Yo, por detrás, me acerco a él, y le acaricio los cabellos. Enseguida le rodeo con mis brazos, apoyo el mentón en su cabecita y, en silencio, trato de adivinar sus pensamientos. Pero yo soy muy mayor, y el es un niño, y no es probable que nuestras reflexiones coincidan. Hace mucho que, desgraciadamente, prescindí de los sueños y me volví escéptico a las fantasias. Él ahora, en cambio, vive de pleno ese espacio paralelo. Por eso no me asombro cuando asegura:
     -Muchas noches voy alli –y me señala la Luna.
     -¡Ah! ¿De verdad? ¿Y como vas?
     Se vuelve hacia mi y me observa con sus ojos grandes y azules. Luego se encoge de hombros.
     -No lo sé. Pero estoy sentado en una piedra muy grande. Estoy solo al principio, pero enseguida llegan otros niños a hacerme compañía.
     -Que niños. ¿Amiguitos tuyos?
     -No los conozco. Son niños que no tienen papás ni mamás. Se sientan a mi lado.
     -¿Niños huérfanos? ¿Y de que hablais?
     -De nada. Los niños huérfanos hablan poco.
     -Lo comprendo –le digo-. Es muy triste estar sin papás ni mamás.
     -Bueno, hay días en que no paran... Miramos juntos el mundo desde allá arriba. Cuando es la hora nos da pena bajar de la roca y regresar.
     -¿Pena? ¿Y eso? Tú, muchachito, ¿que quieres hacer siempre allá arriba? ¿No te gusta estar aquí?   
     -Si, pero en la Luna más. Hay una flor. Una flor muy bonita a la que hay que cuidar para que no se la coma el cordero. Los niños huérfanos la quieren mucho. ¿No la ves brillar?
     -¿A la flor?
     -Claro.
     Realmente, mi nieto tiene una imaginación prodigiosa. Me fijo en la Luna pero, por supuesto, no soy capaz de distinguir nada más que un circulo dorado, ahora parcialmente cubierto de nubes.
     -¿Dónde? No, no la veo.
     -Abuelo, abuelo, que te estás quedando sin vista. Allí, allí, a la derecha –y extiende el brazo para precisarme con el índice el sitio exacto. Y añade-: El principito nos tiene encargado que la protejamos. Sólo hay esa flor y es muy delicada. Hay que limpiar además la Luna de baobabs para que no crezcan y la dejen a oscuras. La flor necesita mucha luz para vivir. Y también tenemos que vigilar al cordero, que siempre está hambriento...
     -¿Un principe dices? ¿Vive un principe en la Luna?
     Mi nieto me mira asombrado, como si hubiera dicho la mayor estupidez.
     -¿Ya no te acuerdas del principito, abuelo? Una vez me leiste algo sobre él y nos hicimos muy amigos.
     Recapacito y sí, recuerdo que meses atrás le leí algunas páginas del cuento de Saint Exupery.
     -Tienes razón, pero no sabía que viviese en la Luna.
     -Es que no vive alli –me responde muy serio.- Nos visita algunos días. Nosotros, durante la espera, regamos y mimamos la flor para que no marchite. Y mantenemos alejado al cordero, no vaya a comérsela. La flor nos lo agradece y nos sonrie. Y los niños huérfanos son felices porque entienden que son responsables de su vida y que ella les corresponde con sus hermosos colores y su aroma. ¡Ünicamente tienen eso, pero es tanto para quien no tiene nada!
     Me conmuevo. Los hombres hemos olvidado que una sola gota de agua puede calmar la sed en el desierto. Necesitamos que nos lo recuerden los niños. Y aun asi procuramos que la memoria sea flaca para llenar sin remordimientos los aljibes de nuestro egoismo. Y me cuestiono si mi nieto no se sentirá solo con las continuas ausencias de sus padres por motivos profesionales, si mi compañía no le es suficiente, al no haber sabido darle el afecto necesario, y que por ello necesita viajar a la Luna con sus amigos huérfanos para que allá, contemplando el mundo con tristeza, el principito les hable de amor y fidelidad.
     Le acuesto esa noche con más ternura de la habitual. Le arropo. Le vigilo hasta que el cansancio le vence. Luego, en mi biblioteca, rescato el libro de Saint Exupery, que abro al azar. "Lo esencial es invisible a los ojos", le dice el zorro al principito. A los ojos del hombre, me digo, no a los ojos de los niños. Éstos miran con el corazón. Vuelvo a la ventana con el precioso cuento bajo el brazo. La luna se me aparece ahora más misteriosa que nunca. Pero no veo en ella nada más que el satélite que me ha acompañado durante todas las noches de mi vida de adulto: una masa de piedra muerta dando vueltas alrededor de la Tierra. Y me apena haber perdido la mirada de la infancia.
     Me duermo al cabo de mucho rato. Mal y poco porque a primeras horas de la madrugada me desvelo con la sensación de haber tenido un sueño extraño cuyo contenido se me desvanece al instante. Intento recuperarlo sin éxito. Opto por levantarme e ir a la cocina a por un vaso de agua. Camino por el pasillo y al pasar por delante del dormitorio de mi nieto observo que la puerta no está entornada, como la suelo dejar, si no abierta del todo. La luz de la mesita de noche permanece encendida pero la cama aparece revuelta, con la sabana por los suelos. Cuando me acerco compruebo alarmado que mi nieto no está. Le llamo por la casa sin obtener respuesta. Un impulso desconocido me empuja entonces hacia la ventana donde antes estuvimos observando la Luna. Ya no está enfrente, si no algo a la derecha, tal vez más pálida, con el circulo menos perfecto pero todavía muy visible. Y en un rincón, amarrada a la tierra con tenacidad, la flor se yergue bella y solitaria. La adornan un leve celaje de polen plateado y múltiples pétalos con los más variados colores y tonalidades. No me sorprendo. Porque de pronto sé que no me he despertado, sino que sigo dormido. Y que por un milagro he rescatado el sueño y dentro de él regreso a mi niñez olvidada. No descubro por parte alguna a mi nieto y a los muchachitos huérfanos. Se me ocurre pensar entonces que muy probablemente estarán ocupados en encerrar al cordero y en podar los baboabs que amenazan a la flor. ¡Se necesitan tanto los niños y ella! Decido esperarles. Me siento, pues, en una silla, apoyo los brazos cruzados en el alféizar, y sonrío al cielo, tranquilo y satisfecho por ser durante unos instantes un niño como ellos.

Charul
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL CASO DEL HERMOSO CADÁVER


Dormía mal por la noche; tenía esa ansiedad provocada por los 40 cigarrillos consumidos a contrarreloj durante las horas de sol; esa ansiedad en que una se va quedando dormido y de repente sufre una especie de apnea debiendo volver a la consciencia por miedo a morir de asfixia. Su padre había muerto de un ataque al corazón, pero eso no la desalentaba de su ritmo de vida. Era una mujer con éxito, dirigía una de las compañías de consultoría más prestigiosas de Madrid. Había pospuesto su ardiente deseo de ser madre y esposa por una familia de empleados que no la estimaban demasiado. Mantenía una relación bastante distante con sus amigos y hacía tiempo que el verbo follar había casi perdido la semántica. Pero eso no la preocupaba; lo que verdaderamente no la dejaba pegar ojo era su miedo a la oscuridad.
Desde niña su madre la había llevado al cine que estaba al otro lado de la calle; primero fueron las matinales; esa sensación cuando apagan las luces de la sala y todo se sumerge en sombras, le producía un inconsciente terror. En una de esas mañanas de sábado, quizá por error del personal del cine o en un intento de aterrar a los niños del pueblo, el caso es que proyectaron Blacula. La mezcla de violencia fortuita y el sexo desenfrenado la sumergió en un pavor desconocido. Después de aquel día le costó conciliar el sueño; por su ventana discernía la figura del hombre que frecuentaba sus pesadillas con mensajes proféticos sobre su muerte. Así transcurrió su infancia, hasta que poco a poco fue olvidando aquel suceso; sin embargo el insomnio sobrevivió hasta su madurez dejándole unas constantes ojeras bajo sus verdes ojos.

Aquel día cumplía 35 años, nadie la felicitó en su despacho; recibió la llamada de su madre y algún amigo que aún recordaba la fecha, quizá porque la tenía escrita en su agenda. No tenía ganas de celebrar nada, se sentía extraña, angustiada por un miedo irracional. Se fue a casa y cenó, se acostó a la hora de siempre, no sin antes mirar en los armarios, bajo la cama, cerrar las ventanas y persianas y tratar de conciliar un sueño que la alejara de sus temores. Poco a poco sus párpados vencieron, poco a poco se fue trasladando a su vieja casa en el pueblo, su cuarto estaba como ella lo recordaba, estaba sola en la casa. Era un día de tormenta y los rayos reflejaban el exterior. De repente aquella figura casi olvidada volvió a resplandecer bajo la lluvia. La niña no se asustó, sólo dijo:
- Llevo años esperándote.
-Vengo a cumplir lo acordado.
A los dos días la policía entró en el piso, tras una llamada de alerta de su madre. Cuando entraron vieron el cadáver más hermoso yaciendo en la cama. Su cara estaba pálida y tersa, esbozando una sonrisa de placidez, como quien deja este mundo después de la felicidad que precede al amor eterno. En su cuello había signos de asfixia y dos hilos de sangre lo abrazaban. Nunca se aclaró el crimen, pero en la ciudad se siguió hablando un tiempo de su cadáver exquisito.

Ondina del duero
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente