RECLUSO 4563
“El recluso número 4563, en el Penal de Libertad, ha muerto en horas de la madrugada, por razones aún no aclaradas. Por favor retirar cuerpo a la brevedad”.
El mensaje en el contestador era claro, su padre había muerto en la cárcel donde estaba desde hace cuatro años. Ella nunca había ido a visitarlo.
Lo volvió a escuchar, era una voz de señor mayor, que sin interés le pasaba el recado, ella nunca sabría quien había hablado, y con toda seguridad, ese señor nunca se interesaría por la cara de Alicia, al escuchar su escueto mensaje, como tampoco, nunca nadie sabrá lo que ella sentía ahora, al saber que el asesino de su madre, acababa de morir.
Para ella había muerto hace cuatro años, pero hoy comenzaba todo una vez más.
Se acostó. En la televisión, alguien cocinaba helados de distintos tipos, con mezclas raras de chocolates y frutas, ella miraba los postres coloridos, pero solo podía repetir las palabras, que a esta altura de la noche, las sentía roncas, desinteresadas y pocas.
Al despertar, la pantalla hormigueaba. Había silencio por todos lados, se bañó a oscuras, conocía muy bien, los azulejos verdosos de sarro; en los que, cuando era chica, había pegado flores y regaderas a distintas alturas, tratando de formar un zig-zag, no le había quedado muy prolijo, pero desde los nueve años, está por arrancar las calcomanías y nunca lo había hecho; la cortina de plástico, oscura, toda arrugada, apenas cumplía su función de no dejar inundar el piso de baldosas y el chorro finito que se deslizaba por su cuerpo chiquito, le daba la suficiente fuerza para salir y tomar el ómnibus hacia San José.
Al llegar, tuvo que caminar unas cuadras, desde la carretera hasta la puerta del penal. Había sol, que calentaba apenas, el campo tenía un color verde seco, sabía que hace mucho que no llovía, no había ningún árbol a la redonda del penal, quién anduviera por allí, era visto desde las torres de vigilancia, al levantar la vista hacia una de ellas, a la que está a la derecha, desde el camino, no vio a ningún vigilante. Caminaba sola, no era día de visita.
No sabía con quién tenía que hablar, que era lo que iba a decir y si quería estar allí, pero lo que sabía, que por lo menos quería saber qué iba a sentir al verlo; muerto.
En la puerta de ladrillos a la vista, había un cartel, que en letras negras, sobre un blanco sucio, casi gris, se podía leer “Penal de Libertad”, bajo las letras, un gran portón despintado, que no dejaba pasar.
Nadie lo cuidaba. No había timbre. No había nada.
Esperó.
Fue hacia la izquierda, hacia la otra torre de vigilancia, no lo podía creer, ella allí sola, en el medio del campo, bajo el tenue rayo de sol, mientras que ese, en algún lugar tras el cerco, a oscuras y también solo, esperaba. Irónicamente algo los unía, pero no entendía aún qué.
Sintió un grito, se detuvo y espero que la voz se acercara. Explico quién era y a que venia. Un soldado le indicó que fuera a la otra puerta, a la del barracón numero dos, ya que donde estaban ahora, por los destrozos en el último motín, estaba desalojado y vació. Miró para donde el hombre le indicaba, trató de calcular cuánto más tendría que caminar para allá, y llegó a la conclusión que sería mas o menos un kilómetro y medio más.
Empezó a caminar.
A los pocos pasos, sacó de su cartera un sobrecito de galletitas, de esas que son difíciles de saber si son dulces o saladas, se las comió de a poco mientras caminaba, cuando se quedó con la bolsita vacía, la arrugo y la tiró al viento; que importa un poco más de basura en el medio de todo ese basural.
Cuando llegó, el pasto en esa zona estaba crecido, de un color verdoso claro y amarillo, el césped o lo que intentaba serlo, le complicaba llegar al portón, tuvo que esquivarlo y luego dando pasos altos, pudo llegar.
Allí, el hierro de la puerta parecía recién pintado de un rojo brillante, había dos soldados que conversaban con sus armas colgadas por la espalda. El sol las hacía brillar como si fueran una joya.
Les preguntó donde podía encontrar al director de la cárcel, que era la hija del recluso número 4563, que venía a reconocer el cuerpo; se cuidó de decir “reconocer” en vez de “retirar” el cuerpo de su padre. Ella sabía que no iba a hacer nada para evitar que su padre se pudriera en la cárcel.
Tan sólo al traspasar el portón, la atmósfera cambió, parecía como si el viento hubiera cambiado de dirección, y en su cambio trajera malos olores y polvos molestos.
Debía caminar a través de un camino de pedregullo, que estaba lleno de puchos, papel y envases de plástico. Incluso tuvo que patear uno, para poder subir los dos escalones y abrir la puerta también roja con un cartón mojado, donde se podía leer, “DIRECCIÓN”.
Solo al pasar, la sombra de la habitación, le dio terror, hacía frió adentro y casi no podía distinguir que era lo que había, estaba encandilada y se maldijo por no haberse acordado de traer los lentes de sol.
Eran paredes descascaradas, no había ningún mueble, salvo una pequeña mesa plegable, que a un costado de otra puerta, estaba vacía.
La abrió y vio una habitación con dos escritorios, con dos mujeres policías, que escribían a máquina, el chirrido de las teclas al golpear las hojas de carta, sonaban como disparos de metrallas que le apuntaban a la sien.
Pidió permiso, pero no recibió nada como respuesta, así que entró sin poner atención a esas dos con pinta de machos. Se estremeció solo en pensar que con seguridad, una de esas la iba a inspeccionar dentro de unos momentos. Ahí es cuando tomo la decisión, que si una de ellas, pretendía tocarla y desvestirla para ver si no traía bajo la ropa algo sospechoso, se daba media vuelta y se iba.
No iba a permitir que esas manos la tocaran.
Preguntó donde encontraba al subdirector de la cárcel, una sin levantar la vista de la máquina de escribir, levantó un brazo y señaló una de las tres puertas que había en esa habitación.
Sin dar las gracias siguió de largo.
Había mucha luz en esa oficina, había un policía flaco y alto, que con su gorra reglamentaria en la cabeza le sonrió apenas la vio entrar. Era la primera sonrisa de la mañana, la relajó un poco.
Explicó una vez más quién era y a qué venia, repitió que venía a reconocer el cuerpo.
Le pidió que se sentara y que esperara, que alguien iba a venir a buscarla para llevarla al depósito y así comenzar el trámite.
Preguntó si “el trámite” iba a demorar mucho, ya que ella era maestra y sus alumnos la esperaban. No se preocupe, es muy corto, le respondió con otra sonrisa
La hicieron ir por un corredor angosto, que tenía cuadros de policías muertos, ya que bajo cada una de las fotos, estaban dos fechas, que ella sospechó que eran las de nacimiento y las de muerte. El cabo que la acompañaba le dijo que eran policías perecidos dentro de la cárcel a manos de algún preso.
Terminaron bajo un cartel que decía “depósito y almacén”, pasaron y un gordo de campera polar y sombrero tejido de lana, le preguntó quién era y a qué venia, repitió de nuevo todo, que era la hija del recluso 4563 y que venía a reconocer el cuerpo.
El gordo preguntó, ¿reconocer?
Sí, contesto Alicia.
¿No se lo piensa llevar?
No, contesto de nuevo Alicia.
Bueno, algo tendremos que hacer, dijo por fin el gordo de campera azul.
La llevaron al depósito, sólo había una luz a un costado de la puerta, no había ventanas y estaba casi a oscuras. El olor era fuerte, cuando la golpeó de pronto, no supo darse cuenta si era a cadáver en alto estado de descomposión o era olor a leche agria. Alicia prefirió pensar que era leche. Solo sabía que ahí dentro algo había podrido.
Escuchó como el gordo dio un portazo, y así quedaron solos en lo oscuro del cuarto.
Ahí esta, dijo el gordo señalando una bolsa negra, que cubría un bulto con forma de cuerpo humano, con un cierre metálico que lo recorría de un extremo al otro.
Alicia se acercó, tocó el nylon y sintió un cuerpo muerto, era la mano, incluso percibió la dureza de alguna uña, que justo tocó bajo la bolsa en medio de esa oscuridad.
El gordo abrió el cierre y con una linterna, alumbró la cara del cadáver, era un viejo barbudo, muy arrugado, tenía una herida en la cara cicatrizada y estaba despeinado. La boca estaba abierta y le faltaba un diente. Estaba desnudo, o por lo menos no tenía ropa en el pecho que tenía vellos canosos.
En el cuello tenía marcas que Alicia supuso que eran de cuando lo ahorcaron, pero en el estómago tenía una mancha de sangre coagulada, producto del tajo que le causó la muerte.
¿Es éste?, pregunto el gordo.
No, dijo Alicia.
Perschak