(http://img169.imageshack.us/img169/4082/cartelcertamenliterario.jpg)
Tras el éxito cosechado por la edición anterior, forummontefrio tiene el placer de presentar las bases de la segunda edición del concurso de relatos Fórum Montefrío:
(http://img411.imageshack.us/img411/9776/basesiiconcursoliterari.jpg)
Bases Fórum Montefrío
El Fórum Montefrío convoca el "II Concurso de relatos Fórum Montefrío" con arreglo a las siguientes bases:
1. Podrá presentarse toda persona que presente su relato en lengua castellana.
2. Cada persona podrá presentar un único relato, el cual deberá ser original, inédito y que no haya sido galardonado en cualquier otro certamen.
3. El tema será libre.
4. La extensión del relato estará comprendida entre un mínimo de 300 palabras y un máximo de 2500 palabras.
5. Tipo de letra o fuente: TIMES NEW ROMAN, tamaño de la fuente: 12. En la portada del escrito deberá figurar el seudónimo y título..
6. Los relatos serán enviados, COMO ARCHIVO ADJUNTO, a la siguiente dirección de correo electrónico: relatos@forummontefrio.es
7. El plazo de admisión comenzará con la publicación de la convocatoria y finalizará el 30 de junio de 2010.
8. Todos los relatos que cumplan las condiciones estipuladas serán publicados en el hilo correspondiente de Fórum Montefrío, donde permanecerán expuestos,
tanto mientras dure el proceso del concurso, como posteriormente.
9. Se concederán los siguientes galardones:
a. Primer Premio, consistente en 200 euros, estancia y cena para dos personas en Montefrío .
b. Segundo Premio, consistente en 100 euros.
c. Tercer premio, consistente en 50 euros.
d. Se podrán conceder las menciones suplementarias que se crean oportunas.
* Los ganadores / as quedan obligados a presentarse la noche de la Gala para dar lectura a su relato. Si no fuese así, perderían el derecho al premio.10. Los relatos presentados a la convocatoria quedarán a disposición de Fórum Montefrío para su exposición permanente en el hilo que hayan sido publicados.
11. Los relatos galardonados, junto con una selección o la totalidad de los presentados, serán publicados en un libro por Fórum Montefrio, recibiendo cada autor o
autora un ejemplar del mismo.
12. La interpretación de estas bases o cualquier aspecto no previsto en ellas es competencia exclusiva del Jurado, que podrá declarar algún galardón desierto si así
lo considera conveniente.
13. La participación en el certamen implica la plena aceptación de estas bases.
Próximamente comenzará la campaña de difusión del concurso. Como siempre, recordar que no estamos ante un certamen literario al uso, aquí solo se requiere pasión por la lengua de cervantes, el papel y la pluma.. Invitamos a todos los Montefrieños, en particular, y al resto, en general, a participar.
PD: La entrega de premios se realizará en un acto oficial, enmarcado dentro del programa correspondiente a las fiestas de agosto. La fecha concreta está aún por determinar.
Me alegra ver que ya se pone en marcha la siguiente edición del Concurso.
Espero que haya una buena participación. :icon_biggrin:
Hola de nuevo,
Ya va apareciendo la convocatoria en varias páginas web:
http://www.escritores.org/index.php/recursos-para-escritores/1941-ii-concurso-de-relatos-forum-montefrio
inserción correcta :icon_biggrin:
http://www.forojovenes.com/literatura/ii-concurso-de-relatos-forum-montefrio-26667.html
No sé que mosca les ha picado, banean al usuario e indican que es spam :unknw:
http://mundoteens.portalmundos.com/ii-concurso-de-relatos-forum-montefrio/
inserción correcta :icon_biggrin:
http://www.nodorss.com.ar/10/17/18/53/1030/concursos-literarios
Aquí muestran el título y enlazan hacia escritores.org :icon_biggrin:
Tambien podemos ver la convocatoria en las siguientes webs:
http://www.buscaconcurso.com/1940.html
http://www.deconcursos.com/web/concurso.php?id=7238
Requiere registro
http://es.paperblog.com/ii-concurso-de-relatos-forum-montefrio-2010-envios-por-correo-electronico-90392/
http://antiguoyvalioso.blogspot.com/2010/05/ii-concurso-de-relatos-forum-montefrio.html
Quedan añadidas las bases del concurso a la siguiente web:
http://www.letralia.com/concursos/1006307.htm
Comenzamos esta nueva andadura con la siguiente obra:
(http://4.bp.blogspot.com/_pNKqpXlouM8/SK8o2At26zI/AAAAAAAAAPc/ni6UNghU_Sw/s400/radio%2520antigua%252004.jpg)
El Artefacto
He de confesar que nunca le había prestado demasiada atención a aquel extraño artefacto que mis padres escuchaban con tanta devoción. Nunca hasta lo de Welles.
Fue en el treinta y ocho, creo recordar, y jamás podré olvidar sus caras, materialmente fundidas con aquel artilugio, escuchando atentamente lo que salía de su interior. Era tal su concentración que ni se dieron cuenta de mi presencia, de que les estaba preguntando una y otra vez qué estaba pasando. Permanecían mirándose, con las manos entrelazadas y el rostro desencajado, como si se estuvieran despidiendo el uno del otro. Presté atención a la voz que salía del aparato y se me erizó el vello. Narraba, en un tono grave y pausado, casi susurrando, la llegada de unos seres intergalácticos que se estaban adueñando del planeta y estaban aniquilando a sus habitantes. Inconscientemente puse mi mano encima de las de mis padres y las agarré con tal fuerza que ambos dejaron de mirar al ingenio, detectando por primera vez mi presencia. Cuando se descubrió, una hora más tarde, que todo había sido un experimento y que no había tal invasión, respiré aliviado, pero seguí mirando con recelo a aquella misteriosa cotorra con forma de caja.
Algunos años después, en el cuarenta y uno, volví a ver a mis padres sentados en la misma posición que aquel 30 de octubre. Esta vez sus rostros estaban congestionados y bañados por las lágrimas. La voz del locutor -temblorosa y cercana al llanto también- daba el primer balance de víctimas. Japón había atacado Pearl Harbor sin declaración previa y los Estados Unidos entraban de lleno en la guerra. Les dije, totalmente convencido, que a qué venían esas caras, que no debían preocuparse, que en cualquier momento el locutor diría que todo se reducía a un experimento como el de "la guerra de los mundos". Pero bajo la mirada incrédula de mis padres el locutor nunca llegó a decirlo. Supe entonces, algo desorientado, que la cosa iba en serio. En ese momento odié con todas mis fuerzas a aquel engendro parlanchín.
Con el tiempo, y a fuerza de escucharlo, le fui dando cancha hasta el punto de llegar a soportarlo. A veces, cuando nadie me observaba, me acercaba a él cautelosamente y lo contemplaba temeroso, como temiendo que en cualquier momento pudiese despertar y me escupiese su verborrea a la cara. En esos momentos me quedaba pasmado observando la tenue iluminación anaranjada que de sus tubos emanaba. Y su reconfortante calorcito, que volvía mis manos heladas por el frío del crudo invierno a niveles de temperatura tolerables. Pero cuando más disfrutaba era cuando sonaba la música. La triste y ronca voz de Billie Holiday y la magia de Ella Fitzgerald nos alegraban aquellos días difíciles y llenaban de vida nuestros corazones. Mis padres solían bailar, bajo su ritmo, como una pareja de adolescentes y les hacía parecer a mis ojos como dos locos maravillosos.
Cuando ellos murieron lo subí para el desván y allí permaneció durante más de treinta años acumulando polvo y olvido. Ni siquiera tuve la deferencia de cubrirlo con algo para protegerlo, en agradecimiento por aquellos días felices, pero como he dicho antes, el aparato nunca había sido santo de mi devoción.
He vuelto a casa después de haber estado ingresado en un hospital durante más de treinta años. Al poco de morir mis padres un automóvil me arrolló en un paso de cebra y me dejó en un coma profundo del que jamás pensaron que despertase. He bajado el artefacto del desván y lo he limpiado a conciencia para darle el aspecto lustroso y enigmático que tenía en sus mejores años. Lo he conectado y ha encendido perfectamente, aunque antes se ha quejado un poco a causa del polvo acumulado en sus potenciómetros. He sintonizado una emisora y ahí está otra vez la monótona voz del locutor, aunque sonando distinta que en aquellos años. La noticia que cubre es la de la sesión de investidura del primer presidente negro en la historia de los Estados Unidos. ¿Será este otro experimento?
Ignacio Zirier
(http://img689.imageshack.us/img689/6291/lanavedelolvido.jpg)
LA NAVE DEL OLVIDO
" Amaneció en la playa, empujada por las olas que llegaban a su fin. Una suave brisa otoñal flotaba en el ambiente. El esqueleto de madera carcomida yacía enterrado en la arena, entre salientes arrecifes que se alzaban arrogantes hacia el cielo.
Desde la ventana de mi habitación mis ojos alcanzaron a retener por unos instantes la grandiosidad del inmenso charco. El silencio matinal solo era interrumpido por el ruido de las barquillas pesqueras que regresaban de su quehacer diario. Con los pies aun descalzos, bajé a la playa. Las gaviotas, balanceándose a caballo de las olas, se dejaban arrastrar por la quietud de la corriente. El suave chapoteo de sus alas al contacto con el agua formaba remolinos con coronas de espuma blanca.
El agua borraba las huellas que mis pies iban dejando al posarse sobre los granos de arena resbaladiza. Los cangrejos, con paso elegantemente marcado, avanzaban presurosos en un último intento de alcanzar la orilla. Llegué junto a la vieja fragata abandonada a la voluntad del mar. La permanente energía de los rayos solares había conseguido agrietar la madera y enmohecer los tornillos que denotaran la presencia humana. Todo estaba abandonado. En la proa del bajel encontré un trozo de red, que parecía pedir a gritos que le hicieran volver a sentir la presencia del fondo del mar sobre sus venas.
Percibí sensaciones de ansiedad y desconcierto en la embarcación. Había perdido el control de su timón y anhelaba un compañero que lo tripulara a su suerte. Conseguí los materiales necesarios para su reconstrucción, y me dediqué a ello con la única y más cercana meta que tenía que batir. Quise pintarla de blanco, para que pudiera ser confundida con una gaviota y gozara de su vuelo con absoluta libertad. La bauticé con el nombre de " Audaz ", atrevido, intrépido, valiente, emprendedor, aventurero... él desafiaría a los mares y a los vientos que azotaran sus muros de hierro.
Siempre perdurará en mí aquel momento en que devolví la nave a su mundo. El agua azotó su caparazón con rabia y fuerza. Juntos experimentamos la sensación de que habíamos vuelto a nacer. El mar expresó su agradecimiento mostrando en su infinita alegría, una danza marítima, en el que el susurro de la espuma se mezclaba magistralmente con el rítmico movimiento de las olas y el vuelo de los peces, en una majestuosa interpretación.
Fue un día cualquiera, un día de esos en el que el sol se queda adormilado entre las nubes y todo el cielo se cubre de un tono grisáceo. Un día en el que la lluvia caía de tal forma que parecía querer castigar al mundo entero. El viento azotaba con toda su fuerza incontinua a los arboles. Las hojas recorrían sin detenerse las calles, de rincón a rincón, al igual que los serenos en las noches invernales. Las olas se alzaban traicioneras, y se estrellaban contra los acantilados, cubriéndolos con una manta de espumosa brillantez.
A pesar del mal tiempo pude llegar a la orilla, donde dormitaba la barca entre los arrecifes marinos. La noche era oscura, pero aun así contemplé como una obra, ¡ mi obra ! estaba siendo destruida. La fuerza del mar alcanzaba la balsa de tal forma, que la empujaba contra las ariscas rocas que se incrustaban sin piedad en la madera. No conseguí salvarla. Empecé a caminar completamente empapada, deshecha y desconcertada. El recuerdo del navío me hacia volver la vista atrás. El viento había cesado y había logrado apaciguar la furia de un mar embravecido. No quise acercarme al lugar del hecho, o quizás sea mejor decir que no tuve la fuerza y el valor suficiente para hacerlo. El mar, bajo su perfecto papel de rey del misterio, quedaba rodeado de una inmensa aureola de silencio y brillantez. Abatida, desilusionada y cansada me fui alejando de los arrecifes. La resbaladiza arena se hundía bajo mis pies y el agua borraba, con impresionante indiferencia, las huellas que iba marcando en mi lento caminar. La quietud de las aguas se apoderaba de todo mí ser. Cerré los ojos y me dejé arrastrar por la fuerza de su sosiego, su tranquilidad y su silencio...
El balandro intrépido y valiente que osó enfrentarse a un mar misterioso volvía a ser un esqueleto de madera enmohecido y destruido por la fuerza de las aguas. Volvía a ser la nave del olvido, la nave abandonada al designio de la suerte "...
Estas eran las últimas palabras que se encontraron inscritas en varias hojas que erraban en las aguas de una playa solitaria. Era el mensaje anónimo de alguien que vio reflejada su vida en la reconstrucción de una barca abandonada. La nave del olvido era el presagio del destino de una vida. La destrucción, el hastío, el abandono, se apoderaron del alma anónima. En un último intento se rebeló y consiguió el control de su existencia en la tierra. Pero fue un instante corto, una vida breve; como las estrellas fugaces que atraviesan el cielo en las noches oscuras como una exhalación y vuelven a extinguirse en solo unos instantes.
Su vida transcurrió sin pena ni gloria. Al quedar destruida, la fragata, que llevaba impreso su incierto destino, se abandonó al libre albedrio de una suerte que lo arrastraba a una fuerza superior a la suya propia...
El pasado ahogó el recuerdo de una " nave del olvido " que intentó superar el destino de la vida. El presente y el futuro sobrepasaron las barreras del tiempo, donde todo pasa, pero ya nada perdura...
PIKON
(http://www.imcine.gob.mx/html/boletin_informativo/NOTICIAS/JPG/Programacion/NinaQueEspera.jpg)
MARIA
María sueña que un día él llegaría a buscarla. Abraza su chiquito osito de peluche y mira por la ventana la lluvia caer. Siempre llueve en Vancouver. Le carga. No recuerda mucho de su hogar, pero está segura de que no llovía tanto como en Vancouver. En ningún lugar podía llover tanto como en Vancouver.
María sueña que un día él llegaría a buscarla. Abraza su chiquito osito de peluche y mira por la ventana a las ardillas correr entre los árboles. No importaba el día ni la hora, siempre había ardillas. Eso le gustaba. Pero no le gustaba que su mamá le dijera que no eran nada más que unas lauchas un poco más peludas. María no era tonta, y conocía lo que era una laucha. Las había visto correr debajo de su casa, allá en su hogar, allá lejos, donde no llueve tanto como en Vancouver.
María sueña que un día él llegaría a buscarla y se la llevaría a ella y a su chiquito osito de peluche a una ciudad donde no llueve nunca y hay muchas ardillas, ninguna laucha, y ella estaría contenta. No como acá, que le carga porque llueve todo el día y a su mamá no le gustan las ardillas.
A María no le gusta su mamá, por eso lo espera a él. No sabe cómo es, nunca lo ha visto, pero está segura de que cuando llegue a buscarla lo va a reconocer. ¡Cómo no, si se lo ha imaginado tantas veces! A veces lo imagina como un caballero con bigote, vestido de traje y todo eso. A veces se lo imagina como un vaquero, como el señor Wayne que a su abuelo le gusta tanto. "A mí que se parece a Frank Sinatra, porque mi mami lo escucha", se dice. Cuando su mami escucha a Sinatra son las únicas veces que María le dice mami. "Me gusta cuando mi mami canta esa canción de volar en la luna, por eso estoy segura de que él se parece a Sinatra... Tal vez cuando él llegue a buscarme va a venir cantando esa canción, y entonces a mi mami le gustarán las ardillas y entonces a mi me gustará siempre ella, y entonces podrá venir conmigo y el osito", se decía María mientras miraba por la ventana, "Pero si mientras estamos en donde no llueve deja de ser mi mami y se hace mi mamá... ¡Se va, él la echa!".
María se pregunta por qué su mamá no es su mami siempre... ¿Por qué es esas dos personas? Antes le daba rabia, pero con el paso del tiempo, cuando se dio cuenta que se fueron siempre de su casa y hogar allá lejos, ella se hizo de la idea de que él llegaría a buscarla y se acabaría la lluvia, y se acabaría su mamá y todo eso que ahora le carga y le da rabia.
María está demasiado ocupada soñando y mirando por la ventana como para escuchar el arrastrar de los pies que produce una pequeña anciana al subir por la escalera de la casa en dirección a la pieza de su nietecita.
- María, mi niña, ¿Qué está haciendo?
María da un brinco de susto, y su chiquito peluche sale disparado por la ventana hacia la lluvia de Vancouver, asustando a las ardillas que ahora le lanzan una mirada nerviosa y enojada a María. Pero María no se da cuenta de eso, porque les da la espalda mientras mira a su Mamina, la que se ríe de la sorpresa de su nieta, al tiempo que suelta un "Ohhhh" al ver al peluche salir disparado por la ventana del segundo piso.
- Pero mi niña, eso le pasa por andar paveando. No ve que está lloviendo afuera, Osito Chiquito se va a ensuciar y vamos a tener que lavarlo de nuevo. A tu mamá no le va a gustar nada eso, cabrita...
María le lanza a su Mamina la misma mirada que las ardillas recién le lanzaron a ella. Sabe que su mamá se va a enojar y que la van a retar y que todo es culpa de su Mamina y no de ella, pero claro, ¿Cómo su mamá va retar a su Mamina? Es como si María castigara a su mamá, idea que cuando se la imagina, le hace soltar una risotada.
- Ya, esa cara me gusta más que la primera si me dejas elegir, cabrita. La comida está servida, por si no escuchaste cuando te llamé. ¿Le parece a la princesita si bajamos a comer antes de que se enfríe? Tu abuelo ya está sentado y te está esperando para empezar... Y ponte tus botas de agua, que tienes que ir a buscar a Osito Chiquito antes de que se resfríe.
- Bueno - Es lo único que María dice.
María camina al closet a buscar las botas, y escucha a Mamina bajar por la escalera. Claro, ahora para más remate va a tener que salir a mojarse. ¡Y con lo que le carga la lluvia! Claro, todo por culpa de su Mamina y de su mamá (como no, si estaba pensando en ella cuando la abuela la asustó). Pero todo iba a cambiar cuando él--
Ding Dong...
"¡El timbre!", grita María excitada, "¡Es él!", agrega mientras corre con una bota puesta y la otra en la mano. En la carrera María casi bota a su Mamina al abrirse paso por la escalera, saltando escalones y tratando de llegar lo antes posible a la puerta.
Su corazón latía a mil por hora, no podía creer que él se haya demorado tanto en venir, si ella lo esperaba todos los días, y él lo sabía. Ahora podría preguntarle cara a cara qué lo retrasó. Quizás un vaquero, quizás un show en un casino, quizás un viaje misterioso del que sólo podrían conversar una vez que estuvieran allá lejos.
María llega a la puerta, sonriendo muy emocionada. Trata de alcanzar la perilla a saltos, acá en Vancouver siempre llueve y María nunca alcanza las perillas de las puertas. La gente es más alta, dice su Mamina, que lleva más años que nadie en Vancouver. "¡Puchas!" Se dice María mientras salta "¿Siempre tiene que haber algo que moleste, no? Por una vez podría..." Se interrumpe, porque corre la perilla y la puerta se abre.
- Hi Sweety, is your mommy home? - Dicen desde el otro lado de la puerta.
Mn... María nunca pensó que él hablaría inglés. Tal vez este no era más que un impostor. Uno de esos que vienen a hacerse los lindos y luego salir corriendos. María lo mira con atención... "No, no se parece en nada a Sinatra" se dice María: "el pelo es muy corto y rubio, y esa barbita... ¡El jamás la usaría! ¿Y dónde está el terno blanco? Con ese traje azul más parece pintor que cantante...".
- Hello...? - Pregunta el impostor.
- ¡No hablo inglés! - Grita María enojada.
- ¡María! ¡Esa no es forma de tratar a la gente! - Agrega una voz a espaldas de María, una voz que ella conoce muy bien. Es la voz de su mamá, no la de su mami. - I'm sorry about this... She is just getting adjusted to a new city. How can I help you?
- Oh, don't worry, it's OK - Agrega el impostor - She seems like a sweet girl. I'm here to set up your cable connection.
- Great, then you wish to speak with my father, please, come in.
María no puede estar más enojada. Su mamá la tiene sujetada del hombro, así que tampoco puede correr a esconder y nada así. Más encima, no entiende nada de lo que hablan. Siempre pasa cuando llega un extraño, un impostor a la casa. Hablan de cosas que no entiende en un idioma que no entiende. En Vancouver la gente es alta, le cargan las ardillas, llueve todo el día y María no entiende nada. Le carga Vancouver.
- Thanks... Oh, one more thing... - Dice el impostor, mirando a María – On my way here I saw this fly off that big window, I imagine is yours... Right?
De su espalda saca al Osito Chiquito, todo mojado pero sano y salvo. Se agacha para entregárselo a María, quien lo recibe, al tiempo que el extraño le guiña un ojo y le dedica una sonrisa. Su mamá le murmura thank you al extraño y lo hace pasar, mientras cierra la puerta.
María abraza a su chiquito osito de peluche, mira por la ventana junto a la puerta cómo las ardillas corren. Se da vuelta y ve a su mamá acompañando al extraño dentro de la casa... La escucha tararear una canción.
Tu, tu, tu... the moon...
- ¡Es él! - Grita María, lanzando por los aires a su Osito.
Lo recoge y va al comedor a donde su abuelo conversa con él y a ella la espera un plato de lentejas.
Pedro poblete
(http://4.bp.blogspot.com/_PJ0119_-xdE/SZn0n3wxR6I/AAAAAAAABDo/VLU8u3KdOfs/s1600/memoria.jpg)
EL DESMEMORIADO
La vida de Barrunte era una batalla constante entre la memoria y el olvido. Era un hombre que siempre olvidaba lo pasado, de forma inconsciente y carente explicación lógica alguna. A sus veinte ya había olvidado la infancia, a los treinta la adolescencia y a sus cuarenta años ya no recordaba las amistades, la familia o los golpes del tiempo; ya se olvidaba de sus creencias y de sus hijos e incluso su nombre, yacía junto al olvido. Los únicos recuerdos que cabían en su mente eran los símbolos o interpretaciones de los sucesos cotidianos de la vida; la sabiduría que se obtiene con la experiencia y el sucesivo raciocinio, perduraba inmaculada en su cerebro.
Cada mañana se sorprendía Barrunte con las cosas de todos los días, y cada noche, recostado en su catre, si es que era el suyo y si realmente se trataba de un catre, intentaba imaginar con qué lo sorprendería la siguiente mañana. Ya no recordaba absolutamente nada, no sabía lo que era esa inmensa y fueguina esfera que se alzaba sobre su cabeza todos los días, no recordaba para qué le servía aquel extraño artefacto de cilíndrica forma y que, cuando lo soplaba, expulsaba agudos y desafinados sonidos. En aquellos días ya no sabía, no recordaba si era humano o la proyección de un pasado constante, o el protagonista en el sueño de un loco, la visión de un mago.
Una mañana se creía niño hasta que algo o alguien le demostrara lo contrario, un mediodía se decía a sí mismo el hijo de Dios, hasta que tropezaba con "una de esas cosas informes que siempre me dificultan el camino cuando todo parece limpio, despejado", como él mismo decía, y se retractaba de aquella opinión. Una noche se creyó un vampiro y, vestido de negro, salió a morder los cuellos del prójimo; al siguiente creyó ser un sacerdote y, equivocando lo que aquello significaba, se empeñó en prender fuego al quien le faltara el respeto.
Y entonces, llegado el día en que habría de morir, aplastado bajo las ruedas de un inmenso camión, aquel día Barrunte olvidaría también su muerte, y entonces, olvidando la muerte, regresaría a la vida.
Silente
(http://us.123rf.com/400wm/400/400/dmbaker/dmbaker0902/dmbaker090200048/4331853.jpg)
DE OTRA MANERA
Bajo el cañizo de aquel improvisado chiringuito eran muchas las historias que se sucedían todos los días de abril a octubre. Viejos amigos que se volvían a reencontrar año tras año. Compañeros de fatiga y de trabajo. Momentos buenos y malos. Risas y cabreos... Pero lo que más me llamó la atención en ese caluroso agosto, fue la cantidad de gente solitaria, falta de cariño o incluso pasiones, que habitaban la costa en aquellas señaladas fechas.
Muy lejos de las familias numerosas, las sombrillas, los bocadillos de tortilla y el tinto de verano, muy lejos de todo eso, estaban los otros, aquellos a los que decidimos denominar "buscadores de tesoros". La playa de unos treinta kilómetros en línea recta presentaba abarrotada. Corría una ligera brisa de levante que derretía hasta los sesos. Allí dentro faltaba la respiración, el aire brillaba por su ausencia. Los camareros de temporada volaban entre la multitud cargados de platos y bandejas repletas de cerveza helada.
Detrás de la barra el que llamaban "el señorito", el mediador de paz, el encargado de facturar y cobrar las mesas de los 2 salones y el solarium. Un hombre sosegado, sensible, con su vida aparte de aquel lugar. Un hombre siempre ocupado y apartado de la vida nocturna de aquel sitio de moda. Ritmos calientes y a la vez frescos, con aires jamaicanos, andaluces, aflamencados y Chill out, hacían parar al caminante y reposar en su hora del almuerzo, lo cual era una acción obligada para todos los que pasaban por aquel idílico lugar. Fuera de la barra se dejaban ver algunos rostros famosos y otros que aunque no lo eran pretendían o creían serlo. Especies autóctonas del otro lado de la costa. Los denominados nuevos ricos, que en realidad, aparte de su coche y de su casa al lado de algún que otro campo de golf, tienen la nevera vacía al llegar a casa. La nevera, los sentimientos y la cama. Revoloteando, niños pedantes y maleducados que te hacen ver y entender lo que serán en un futuro.
Y todo eso ocurría, mientras un chico de unos ocho años que se hizo amigo mío intentaba vender prendas del otro lado del charco. Mezcla de Chanel barato, botos, cientos de operaciones, tintes, rayos UVA, te sacaban alguna sonrisa si te parabas a observar aquel mundo, y mucho más si te entretenías a escuchar, eso sí, sin querer alguna de sus inteligentes conversaciones. Yo, mientras escribía, aprendía, reflexionaba y cada vez me sentía más feliz de no tener absolutamente nada. Con mi imaginación y mis ganas de vivir me bastaba. Además de todo esto llegué a la conclusión de que en el fondo me daban pena porque se sentían dueños de algo, los reyes del mambo, solo por unos días. Cada vez me sentía mas afortunada de no tener que pasar por el trago de la vuelta a casa, de la cuenta en números rojos tras las vacaciones, de la vuelta al cole, de las infidelidades o rolletes extramatrimoniales, del lamento de la culpa, de compartir mi vida con alguien que no me hace feliz, de mis falsos negocios y mis cuentas en Suiza etc. Al fin y al cabo sólo eran apariencias. Me gustaba pensar que lejos de todo eso, en el fondo eran buenas personas.
Cuando me acerqué a la barra para pedir mi Martini Rojo y llevármelo a la mesa, pude observar el horario de cierre del local. A las ocho en punto. Pensé que al ser los días mas largos, no me daría tiempo ver el atardecer desde allí, pero me sentía tan a gusto que no quería marchar. Además era temprano, justo las seis y cuarto. Me daba tiempo de saborear con tranquilidad la copa. Tal vez porque la hora de cierre se acercaba, aquel lugar se fue quedando semidesierto. Los camareros aprovechaban para limpiar un poco, rellenar servilleteros, adelantar trabajo para el día siguiente... Casualmente me había fijado en uno de los trabajadores. Más bien me llamó la atención a simple vista. Su manera de hacer las cosas, de moverse, el cariño que parecía poner a todo lo que hacía. Su mirada tierna y cálida hacia los demás. Su sonrisa... Estuve a punto de preguntarle su nombre y su número de teléfono. Así sin más. Pero no quería parecer una de esas "busca tesoros". Así de esta forma, me mordí los labios, la lengua incluso el piercing y decidí observarle de todas las maneras. Me levanté de la mesa apartada del mundo real y decidí ponerme en la libre más próxima a la barra. Me gustaba oírle conversar y bromear con la gente, con sus compañeros... Con todos menos conmigo a pesar de sus repetidas miradas hacia mi mesa. Pensé que eran señales, pero yo soy fiel a mis principios y no quería caer en la tentación de dirigirle la palabra. Cuando se acercó a retirar el servilletero de mi mesa, no pude evitar mirar sus manos, sentir su calor, su olor... Aquella sensación me gustó. De repente la barra empezó a llenarse de clientes que ante la hora de cierre, reclamaban una última copa o sándwich mixto. Casi no daban abasto. Pude percibir un poco de mala leche en su rostro. Y yo pensaba... Pobre, debe molestar muchísimo que intentes llegar a casa lo antes posible y que la gente siga tocándote las narices tras ocho horas durísimas de trabajo. Ante tal avalancha, me apresuré a tomar la última copa. Quería ver su rostro hasta que saliera de allí. Permanecer hasta el último segundo, ya que al día siguiente yo estaría navegando hacia Tánger por motivos de trabajo. La copa la aguanté y la aguanté para que me sirviera, pero su compañero se adelantó. Por un momento le perdí la pista, se encontraba desmontando máquinas para limpiar y claro, su presencia allí en la barra se hacia de rogar. En un momento de confusión y alboroto de gente ansiosa por pillar alguna bebida y ver la puesta, me sentí triste, vacía... Me gustaría compartir ese momento. A los dos minutos volví a ver esa mirada, se acercó al equipo de música, subió la música mientras hacia amagos de bailar y se aligeraba al recoger. Se acercó a la maquina del zumo de naranja y comenzó a montar lo que antes desmontó. Con una rapidez y agilidad dignas de recordar. Justo en ese momento una voz dulce de mujer rompió aquel perfecto caos. A mi me pareció que conectaron en esa primera mirada. Ella pidió algo de comer y beber. Mi sutil personaje se hizo de rogar ya que la cocina acababa de cerrar. Entablaron una pequeña conversación hasta que esta desconocida le convenció. Entró a la cocina y le preparo un par de bocatas. Mientras se calentaban, volvió a salir para seguir limpiando. Antes de apagar la máquina del café se sirvió un cortado con hielo. Su cara lo decía todo. No podía más, arrastraba cansancio. Esa desconocida aprovechando la ocasión volvió a entablar una breve conversación. Para mí de lo más simple y rastrero. Lo única que la escuche decir fue "que puedo hacer en la costa" "Tienes algún mapa". Claro yo no podía dar crédito aunque supe admitir la derrota. Ella se decidió y yo no. Perdí mi oportunidad. Como casi siempre. Así que me dispuse a cerrar la libreta donde escribía y mirar al mar desde los ventanales...
El paisaje en menos de una hora había cambiado por completo. La playa quedó desierta. Solo las parejas y los que sabían apreciar un atardecer. La música dejó de sonar en seco. Me gire para ver que pasaba y no pude ver a Joan. En unos segundos, música Chill a toda pastilla y él, naciendo de detrás de aquella barra. Se movía suave, como intentando seducir, no se muy bien a quién, porque él al completo era pura seducción. Sus rasgos latinos, marcados, su piel morena, esos ojos verdes... Me dieron ganas de saltar la barra y seducirle también bailando. Pero desperté pronto de aquel sueño cuando vi que la chica se acerco para decirle algo al oído casi susurrándole. No tuve otra alternativa que leerle los labios... Sonaba un tema Brasilero y eél cantaba bajito, muy bajito, muy seductor. No podía quitar mis ojos de su cuerpo, su espalda fuerte, perfecta, sus brazos... La chica se giró con una bandeja repleta de cosas y se dirigió a la parte más alta del local para quedarse ahí a ver la puesta. Joan parecía saber lo que ocurría y se enorgullecía de ello. Mas bailaba, mas sonreía, se crecía por segundos. Más yo le deseaba. La chica volvió a bajar y él salió de la barra para recibirla. Continuaron hablando, mientras yo me quemaba por dentro. No podía dar crédito a lo que estaba pasando. Estaba viviendo en directo una de esas aventuras de caza tesoros. Una aventura de la cual me hubiese encantado ser la protagonista. No quise incordiar, era la única persona que quedaba en el local. Con las mismas me armé de valor, pagué y como mis sentidos se agudizaron esa tarde, pude enterarme de sus planes. Por cierto, me invitaron a la última, porque estaban cerrando caja. No me paré a mirarle ni un segundo. Pensé que debía tomarme esa historia con calma, no darle demasiadas vueltas. Lo primero que hice al llegar a mi apartamento fue dar rienda a mis fantasías y escribir todo lo experimentado ese día.
La noche pintaba bonita así que me di una ducha me arreglé un poco y reservé plaza en el restaurante marroquí de la esquina. Todo un lujo. Pleno mes de agosto, todo abarrotado de gente y yo, cenando sola... La idea no me asustaba demasiado, pero también pensaba que esas vacaciones en soledad no debían durar mucho, aunque por otra parte no me apetecía compartir más de cuatro horas con alguien. Me había empeñado en vivir historias fugaces, nada serio. En esta ocasión el miedo me podía. Aunque con sinceridad, Joan me había hecho cosquillitas en el corazón. Parecía estar volviendo a mi realidad. A lo normal, a ese estado de enamoramiento del Ser... El restaurante estaba precioso, esas luces que recordaban la otra orilla, los aromas, todo me llevaba al ansia de devorar los labios de Joan en cualquier sitio diferente, exótico...
Volví a despertar de otro de mis sueños para darme cuenta que a la ocho de la mañana zarpaba mi barco a Tánger. Justo después de degustar el Té Marroquí pedí la cuenta, firme el recibo de la Visa, dejé la propina correspondiente y fui hasta el puerto. Allá me senté a observar las luces del continente donde estaría en unas horas. Cerré los ojos e imaginé mil postales de mis brazos aferrándose a su cuerpo. Cuando me di cuenta, mis planes parecían truncarse. Llegaba tarde. Habían quedado a las doce y media en un garito de la costa a pie de playa para escuchar música en directo. Me sentía una voyeur, un objetivo, una lente, me sentía sucia, pero no quería dejar ese juego. Era una experiencia nueva para mí. Apresuré mis pasos hacia el sur del puerto. Había poca luz, la zona estaba en obras de remodelación así que gasté cuidado, sobre todo por mi calzado. No admitiría una sorpresa poco grata de última hora. Hasta para observar me gustaba estar perfecta. En fin, caminando, llegué al sitio. Cañas y brezo en medio de esa playa enorme, perdida en el infinito. La luna, llena y rojiza. Impresionante, aunque pocas estrellas iluminaban mi paso. Me sentía perdida en medio de toda aquella gente. Timbales, timbas, guitarras, cascabeles, percusión africana... Yo allí, perdida con mi copa sin dejar de buscar su mirada. El concierto empezó y ni rastro. Bajé la mirada y pensé marchar a descansar. Era inútil permanecer allí por más tiempo. Para qué. El tren salió a su hora y yo me quedé en tierra. El ambiente, la noche, todo era estupendo. Todo menos yo. Desde luego, receptiva no estaba. Tras las cortinas transparentes en plan ibicenco, pude ver unas rastas que me pusieron nerviosa. Demasiado. Allí entraba Joan. Todo de blanco y plata. Como había cambiado estaba irreconocible. Nunca antes había deseado tanto un cuerpo al que no conocía. Dejé la copa en un rincón y como no vi presencia femenina a su alrededor, me arranqué hasta la barra donde estaba él, por supuesto, el rey de la fiesta, el anfitrión. Su olor era dulce muy dulce, pensé en Gabanna o Boss. Lucía un tatuaje que enredaba su brazo hasta su hombro. Era una mezcla divina para mí. Jamás olvidaré su olor. Pedí una copa más, mientras miraba de reojo sus gafas de diseño. Me lancé al vació y rocé su brazo propiciando el momento. Educadamente y con ese suave acento me miró como si nada y se disculpó. Se le notaba nervioso, no paraba de mirar a la puerta. Era de suponer, esperaba la llegada de alguien. Mi corazón se aceleró cuando la puerta se entreabrió y él saludó con mirada felina a dos chicas y un chico, los cuales se dirigieron hacia él, abriéndose paso entre la multitud. El chico se acercó a Joan por detrás, le abrazó y le besó la espalda. Joan se giró haciendo un gesto de complicidad y pude ver la misma alianza en ambas manos. Pude entenderlo todo. Joan era para mí en esos momentos mucho más especial que antes. Se fueron los cuatro al fondo del local para dar rienda suelta al baile, a la música, a los sentidos. Sonreí por un instante al observar su felicidad que no era la mía. Sonreí por la orilla de la playa hasta llegar a casa. Me desnudé despacio haciendo partícipe al tiempo y al silencio de aquel maravilloso día. Me tumbé en la cama con la ventana abierta y cerré mis ojos para pensar en él con mis manos hasta el amanecer...
Alma Buruki
(http://www.askagintza.com/IRUDIAK/monigote.gif)
MONIGOTES
La mujer se llama Margot. Es elegante. Tiene alrededor de 32 años. Bizquea del ojo izquierdo. Lleva en sus manos una carpeta de papel y en la carpeta dos dibujos esbozados por ella. Del hombre, no sabemos su gracia. Debe andar por los cuarenta abriles. Viste chaqueta y pantalón de mezclilla. Aparenta leer pero no lee.
El libro que el hombre aparenta leer es 'el faro del fin del mundo' de Julio Verne. Margot y el hombre viajan en un bus de Transmilenio. Es Bogotá, lunes, siete y veintiocho de la mañana. El bus va repleto, ciento treinta personas. Margot y hombre van sentados uno al lado del otro. El hombre cierra el libro, mira de soslayo a Margot, las manos de Margot, la carpeta de Margot, los dos esbozos de Margot y ahí comienza todo...
«ES BELLO, TIENE CARÁCTER, TIENE FUERZA». «Gracias por las loas, pero...». «Pero...». «No creo merecerlas, es apenas un monigote en obra gris». «No soy perito en artes, ni siquiera un vulgar aficionado. Me importan un comino Manet, Monet, Matisse y Degas. Me importan un comino Rembrandt y Velázquez. No soy un casanova. Me importa un comino lo que usted haga o deje de hacer. No es mi interés conquistarla a punta de zalemas, endulzarle la oreja para, una vez endulzada, espetarle con desparpajo y socarronería que es mi deseo acostarme con usted, comerle el ****, cabalgarle el trasero. Me importan un comino su monigote y la historia que se agazapa detrás de su monigote y las vicisitudes de la mujer que lo pintó y las circunstancias particulares que quiso plasmar cuando lo pintó. Por mí que se los lleve el viento, a usted y a su monigote, a la China o a la cochinchina. Sin embargo, he de confesarle algo. Si ello acaeciere, si el viento les jugare una mala pasada a usted y su monigote, cuando estuvieren volando por los aires echaría un vistazo hacia el cielo y musitaría en voz baja... ese monigote que bambolea el céfiro a discreción es bello, tiene carácter, tiene fuerza». «Me deja usted sin palabras». «Esa es una frase manida y de cajón. Una frase hueca y mentirosa. Nadie le puede hurtar a nadie las palabras. Las palabras siempre estarán ahí, en algún recodo de su cabeza y de las otras cabezas de los hombres hasta el fin de los tiempos». «Es un dicho, idiota». «Lo sé, el más idiota de los dichos, me parece». «Ahora ya no sé si estoy muda y absorta o simplemente estoy ofendida por su impertinencia, por su desfachatez, por su ramplonería». «Mientras lo piensa y lo dirime, ¿podría dejarme ver ese otro monigote?». «Aquí lo tiene». « ¿Es usted pintora o algo así?». «Soy gerente de banco». «¡Qué posma! Y yo que juraba que los gerentes de banco viajaban en su ferrari granate y por nada del mundo se subirían en un bus urbano porque se les escaldaría la espalda y les saldrían ronchas en el culo». «Eso acaso suceda con los gerentes de banco de los Emiratos Árabes Unidos. Aquí en Colombia los gerentes de banco nos rompemos la crisma por una bicoca». « ¡Qué posma! Y yo que juraba que los gerentes de banco llevaban en su portafolio de cuero movimientos contables, the economist y los reportes de las últimas transacciones bursátiles». «Y yo que juraba que los hombres circunspectos con cara de notarios públicos, aquellos que les dicen al pan, pan y al vino, vino vivían y dejaban vivir, no se entremetían en lo que nos les compete». «El tigre nunca es como lo pintan». «Las tigresas tampoco». «¿Aunque en sus ratos libres pinten?». «Aunque en nuestros momentos de relativa tregua pintemos monigotes bellos y vigorosos». «Un momento, gerente, no vaya tan aprisa, yo sólo emití concepto del primer monigote». «¿Qué me dice acerca del segundo?, ¿cómo le pareció? ». «Machucho». «¿Qué diantres es machucho». «Machucho es machucho. Su segundo monigote es machucho, machucho y con carácter, machucho y con vitalidad». «Me vuelve usted a dejar en la estocada». «Pierda cuidado, no soy crítico de arte». « ¿Qué será preferible para un monigote en obra gris, ser bello o ser machucho?». « ¿Qué será preferible para una muchacha chulapa y desenvuelta, ser pintora o ser gerente de banco?». «Eso no explica nada». «¿Y quién le dijo a usted que yo pretendo explicar algo?». «Mejor me callo». «Buena decisión, a banquero dicharachero no des a guardar dinero y una pintora de monigotes hace más pintando que parlando». «Devuélvame el monigote, me bajo en la siguiente parada». «Aquí lo tiene». «Adiós, señor notario». «Adiós, señora banquera y señora pintora». «Si alguna vez, por esos avatares de la vida, me queda algún remanente de dinero para despilfarrar sin verlas canutas, que no creo, la buscaré para abrir una cuenta de ahorros en su banco». «No es mi banco, yo sólo trabajo allí». «Así las cosas y para que los réditos de mi hipotético despilfarro queden en su poder, la buscaré para comprarle un monigote. Bello o machucho, me daría lo mismo. Me conformo con saber que usted, la banquera pintora lo parió con sus manos».
Asterisco
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EL SILENCIO DEL EMBAJADOR
El embajador sale del despacho del ministro de Exteriores. Desde la ventana de la crujía, en la décima planta, ve a los paseantes que se afanan con sus bolsas de la compra. Ha llegado la Navidad. Los puntos negros luchan por conquistar su plaza en el microcosmos de un autobús atestado. Es la guerra de cada amanecer: llegar al trabajo antes que el jefe, vestir los trajes más elegantes, amar a la mujer más hermosa, encadenar con la correa de las zalamerías al macho más fornido. Los monumentos se encienden con el esplendor del mediodía: los obeliscos han convertido a los hombres anónimos en héroes. Las guerras se declaran para llenar el mundo de piedras.
Al embajador le ha comunicado el ministro de Exteriores que debe partir a Jarasa, minúsculo país del África Austral, que ha facturado a la civilización, por mensajeras de alas mordidas, el eco de su desaliento. Tras veinte años de masacres, los periodistas decidieron pasearse por sus junglas de verde pálido para ofrecer a sus seguidores los vislumbres del horror. A las mesas opíparas de la Nochebuena se ha asomado la carne desgarrada de los niños dolientes; en las copas de cava se han bañado las madres desesperadas que han dejado de creer en los amuletos de su sacerdote; de las servilletas se han colgado los hombres cansados de luchar.
El embajador sale del palacio. Aún es pronto para volver a casa -quién quiere ver la cara surcada de edad de su mujer; quién oír el vocerío de sus hijos, que ladran como una jauría rabiosa-; aunque debe empezar a preparar el equipaje para el 28 de diciembre. No podrá compartir esos días de fiesta con su familia; pues ha de estudiar con los asesores de su Gobierno la situación política del país. Lo acompañarán dos delegados adjuntos, que durante el viaje le hablarán de su larga experiencia en conflictos de guerra como si él fuera un advenedizo en la selva. De joven acompañó a su padre al África Austral para curtirse en las artes de la diplomacia. Fue durante ese largo viaje cuando comprendió que el hombre solo no puede hacer nada por un mundo con vocación de cementerio.
Le da al chófer la dirección de su amante. La edad en ella se agazapa bajo su piel; su estudio no padecerá el necio fragor de los niños, sino que respirará los susurros amargos de la despedida. La amante no se mueve de la casa. Apenas si sale al bar de abajo para sobrevivir cada día con dos panecillos a la hora de comer. No sale porque tiene miedo de no estar el día en que él la necesite junto a su pecho. Su amor la esclaviza, pero su esclavitud la salva. El embajador la conoció en Luang Prabang. Tras pacificar a los pueblos asediados por la guerra, fue a pacificar su cuerpo a los prostíbulos chamuscados de esa ciudad laosiana que se despeña noche a noche en el sexo encenagado de sus niñas. Song Phone lo abrazó entre sus piernas mojadas de pegamento, que él guareció en su abrigo de hombre hastiado, enfermo de vivir. Con los tejemanejes propios del cargo, hizo que sus agentes la rescataran de las tinieblas. Aquí le dio nuevo nombre, nuevos apellidos, nuevas esperanzas. Como un vulgar marqués, le buscó en un barrio discreto un feudo a su medida en el que los vecinos no se admiraran ni por la presencia de un coche oficial ni por la de una chica oriental que come panecillos en el bar de la esquina.
Song Phone abre la puerta: de un salto se abraza al talle del embajador, que la devora a besos que ella presiente son de partida. Los ojos de Song parpadean como las luces en la oscuridad de Luang Prabang; su cabello lacio le cae sobre la frente como cataratas embalsamadas. Aunque no sabe conjugar los verbos, en dos años de soledad ha aprendido la lengua del embajador. Comprende su runrún cuando en la noche se alojan bajo la sombra de las sábanas. Después del beso, el embajador le sonríe como un padre. Song lo lleva del brazo a la cama, pero el embajador prefiere mirar a la calle. Dos comerciantes pelean; dos vagabundos se agravian; dos mujeronas cuchichean en el portal del edificio opuesto. «Así comienzan las guerras», dice en voz alta el embajador.
Levanta la vista para mirarla: es cierto que su edad se agazapa bajo la piel, pero el sufrimiento es un monstruo que tarde o temprano desgarra cualquier dique. Tienen sus ojos esa conmovedora perplejidad de las mujeres que no pueden comprender a las madres arrodilladas ante sus hijos porque a ellas no les dejaron ser niñas. Tienen sus manos la severa dureza de quien no se ha envuelto nunca con casimires o jugado con muñecas de trapo. Y sus facciones se rompen con esa sumisión complaciente de quien nunca se ha rebelado. Song se cubre la cara para no sentir los ojos del embajador en sus mejillas negras de mazmorra.
El embajador, culpable, deja de observarla. Quisiera tener un espejo ante sí para juzgarse; pues él no es quién para arbitrar en la belleza de sus dos mujeres ni para liberar a un pueblo del África Austral sentenciado al exterminio o al hambre. El embajador ha olvidado quién es: recuerda los amores de juventud que extravió en la memoria para dedicarse a la carrera de la diplomacia; recuerda los viajes con su padre, sus primeros logros profesionales, que engalanaron su pechera por azar; sus primeros fracasos, para los que sus superiores encontraron siempre excusas válidas por no mancillar su apellido. Todos los embajadores aprenden el fracaso antes o después. Acostumbrarse a perder no es más difícil que asumir en paz una victoria.
Con la vista baja, parece buscar en la moqueta la definición de la palabra derrota. Errar por medio mundo sin pertenecer a nadie más que a su sombra. Ejercer del padre desconocido que en Navidad hace comprar a su secretaria los regalos para sus hijos. O discernir que su trabajo se reduce a poner su nombre, el mismo de su padre, en esas epístolas que vuelan de embajada a embajada como golondrinas melancólicas.
«Tiene que acabar», dice el embajador, que se da cuenta de la mentira de esa escena: el vigía del mundo admirando la oscura belleza de la furcia de Laos, quien depende de su benevolencia para no ser expatriada a la muerte. Y el maletín en la silla con los legajos que le permitirán profanar las fronteras de los mapas con sólo mostrarlos. Y en su bolsillo la cartera con las fotografías de su familia. Cómo le duele la jovencita con la que bailaba en la mansión de su padre. Qué dulces en su fragilidad aquellos ojos que lo exploraban de arriba abajo, antes de que prendieran en el rescoldo de los años.
El embajador pasea por el estudio: la radio, las cintas de música que le regala por su cumpleaños, las flores ásperas, la negrura de las paredes, ella. «Te quiero», le dice. Song le pregunta: «qué pasar», pero él no responde; para explicárselo, debería conjugar verbos que Song no comprende. Vuelve a mirar por la ventana. Y recuerda palabra por palabra lo que su superior le ha ordenado.
El embajador no se engaña: el ministro de Exteriores ha decidido quemarlo en el horno de Jarasa; ningún occidental podría resolver semejante conflicto sin el aval de las armas. Y no sólo pretende quemar su carrera, sino a él: le ha advertido de que lo envía como relevo del comisionado al que los rebeldes liquidaron hace dos meses en el asalto al consulado. Sea como fuere, el embajador sabe que el 28 de diciembre ha de afrontar su misión más difícil, para la que no bastarán palabras ni rezos ni efusivos saludos ante los fotógrafos del régimen.
-Quién puede convencer a nadie para que no se suicide -piensa en silencio el embajador-, a los comerciantes para que no se peleen, a los vagabundos para no menten a sus madres o a las mujeres del portal para que no hundan con calumnias a la que dicen su amiga.
Y se acerca a Song, que sólo con besarlo ha averiguado que la visita es de despedida.
-Song, me marcho a África.
-Guerra...
-Tengo que acabar con la guerra, sí -sonríe al decirlo.
Song llora. El embajador la besa en el cuello.
-He de llegar pronto a casa -dice al verla desnudarse-. No vamos a hacerlo, Song -es tan joven su cuerpo, pero su alma es tan vieja.
Se despide de su amante, no sabe por cuánto tiempo.
Abajo lo espera el chófer: «A casa». Al doblar la calle, adivina la fachada de su hogar.
Su mujer es mucho más joven que él, pero desde que empezó a parir le parece una venerable anciana. Hija de nobles, representó durante dos años su papel de seductora, hasta que él aceptó, por consejo paterno, mezclar su sangre a la azul de sus venas. Empezó la decadencia. Veladas interminables, sonriendo a las estatuas, los hijos que asaltaron la placidez del hogar, los viajes que lo agostaron mientras su mujer se aburría o cultivaba el jardín que luego machacarían los retoños.
Al embajador le parece que sus hijos no están en edad de seguir jugando, pero por lo visto se niegan a crecer. «Que hagan lo que quieran. Ya les caerá el batacazo», piensa.
Cuando llega a casa, se la encuentra silenciosa, pero es una ilusión pasajera; poco a poco van surgiendo los niños, que le preguntan qué les ha comprado. El embajador no responde. Sube a la habitación de su mujer. La encuentra echada en la cama, rodeada de esas revistas de moda que exhiben a mujeres tan imposibles como la firmeza de su carne deshojada.
A la mujer no hace falta prepararla con efusiones como a la amante.
-El jueves vuelo a Jarasa.
-¿Y...?
Y Jarasa puede ser la muerte, pero qué más da.
Al atardecer llegan dos secretarios del Ministerio con la información pertinente; el embajador no les hace caso. Quien vive lo que no cree, deserta o muere; quien finge pasión, acaba devorado por sus propias pesadillas, que se le aparecen en forma de deseos que no conoce: perder la pasión es mucho peor que haberla vivido.
Jarasa está cercada por las tropas del general Kalser; el presidente ha obligado a la población... Todo suena lejano, como el funeral de un desconocido. Conque los niños se mueren de hambre, conque las madres charlan con los cuervos en el desierto. De acuerdo, pero qué más da. Tan vasto es el mundo, que el dolor debe gobernar un reino.
Cuando los secretarios se van, el embajador se queda solo en el despacho, pero poco dura la esperanza. Tienen huéspedes esa noche. Tienen baile esa noche. Tienen un mar de hipocresía esa noche. Y van llegando con sus trajes perfumados los que mañana se arroparán de odio para salir a la calle. Y acaba la cena. Y llega el siguiente día. Y de repente es veintisiete. Quisiera ver a su amante, pero no enjaulada; aunque es consciente de que si la libera se la comerán los perros.
Llega el veintiocho en el aeropuerto: el embajador es una mueca de asco que despide a sus familiares mientras los fotógrafos escupen carretes enteros para repetir la vergüenza de ese viaje en la portada de cien diarios. Al día siguiente, el embajador los leerá con la misma mueca de asco en los labios. Lo acompañan, además de los dos adjuntos, seis periodistas, cirujanos de la palabra, materia de hoguera o plomo, que charlan de la prostitución en África con voz de cicatriz cerrada.
El embajador escribe cartas en las que declara ficticias guerras a sus enemigos. «La vida no puede ser esto -escribe-, quién se ha llevado el amor». Bajo el cielo que el pájaro de hierro muerde, el mar abre su herida, los campos gritan su miseria, los ríos se retuercen envenenados por los peces de petróleo que habitan su vientre. Quiere saltar, saltar, quiere saltar...; cuando llega a Jarasa, dos enfermeras se hacen cargo del paciente, afiebrado por el largo viaje.
Dos días después, la matanza del hospital de St. Andrews sobrecoge a la diplomacia del mundo entero, que decide emplearse a fondo contra los rebeldes. «A la muerte sólo se la puede vencer con más muerte», sentencia el ministro de Exteriores. Al fin vuelan los cazas, los helicópteros, los soldados en paracaídas, vuelan los misiles que acabarán de una vez por todas con el hambre.
El embajador regresará algún día, más cansado que cuando se fue, más enfermo; lentamente, en el sueño de los días, perdida la corona, perdonados los besos, bajará una a una las estaciones de su infierno.
Phone
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LA CAJA
Todavía no lo sabía, pero esa era la última vez que recorría la inmensa casa que añoró el resto de su vida. Era muy diferente a cuando estuvo habitada, pero ya entonces casi todos los que la ocuparon habían muerto. Las golondrinas habían ocupado su sitio, una de ellas pasó volando a su lado y la asustó.
Entró con su padre, luego él también se iría con los que ya se habían ido y quizás por eso mismo, por todas esas ausencias, la casa formaría parte de esa añoranza casi dolorosa de un tiempo ya inexistente.
Ese día le pareció todavía aún más grande de que lo era. Por primera vez entró en el comedor bueno, como llamaban habitualmente a aquella estancia a la que jamás, mientras vivieron los que ya no estaban, pudieron entrar los niños. Estaba oscuro, pesadas cortinas cubrían los preciosos balcones cerrados también con postigos de madera. Parecía como si con todo ello quisieran preservar su interior, un interior que por otro lado ya estaba tan muerto, como muertos estaban quienes lo habitaron.
Detrás había una habitación pequeña, una habitación de cuya existencia nunca supo.
-¿Qué era esta habitación, papá?
- Era la de mi hermano.- en su tono se dejaban caer la tristeza y la pesadumbre de un drama todavía cercano y lacerante.
No hizo falta decir más, ni tan siquiera especificar de cual de sus hermanos se trataba. Por eso nunca la había visto. El que en un lejano día fue dueño de esa habitación, había muerto en un accidente que de alguna manera fue el principio del fin de esa familia y de esa casa. Tras él fueron muriendo uno a uno. Primero el abuelo. Se le fue la cabeza y acabó sus días en un manicomio (entonces aún se llamaban así) ciego y loco, como si de una tragedia griega se tratase. Era evidente que su mente huyó incapaz de soportar el dolor que le produjo la muerte de su hijo menor, y que sus ojos se negaron a ver esa nueva realidad que tan poco le gustaba.
Después fue su mujer. Ella fue más discreta, se fue en silencio, sin hacer ruido, pero aún así su marcha se dejó sentir con la misma intensidad de un tornado, renovando el dolor apenas amortiguado y cayendo sobre un suelo empapado de lágrimas recientes. Por eso todo se quedó a oscuras, por eso no había luz en toda esa oscuridad, ni volvería a haberla nunca. Por eso también, porque la habitación era del menor de los hermanos, ella nunca la había visto. Murió poco después de nacer ella y parece ser que en esa casa los distintos espacios iban desapareciendo según lo hacían sus moradores.
Y fue allí precisamente donde encontró lo que sería lo único que iba a llevarse de esa casa y que la acompañaría el resto de su vida. Una preciosa cajita que sobrevivió al naufragio de aquella gran casa, que un remoto día fue el marco donde una familia creció, vivió, soñó y murió...
A veces miraba aquel pequeño objeto. Parecía como si gracias a él quedara constancia de todo aquello. Y en cierto modo así era. El tiempo había pasado con su manto ceniciento reduciéndolo todo al olvido. No quedaba nada de aquel caserón, ni nadie de los que lo habitaron. Sólo su caja.
Por eso cada vez que la veía recordaba aquel lejano día en que acompañó a su padre a ver los restos de lo que había sido su vida, su vida antes de ella, e incluso antes de él mismo.
Por eso hoy también al levantar la tapadera labrada y mirar en su interior, ese espejo desgastado le devolvió de nuevo esa imagen impresa a fuego en su memoria para siempre, porque quizás ella había sido la depositaria de aquel tiempo ya muerto, porque quizás nada muere del todo mientras alguien lo recuerde.
Sólo cuando ella faltase desaparecería definitivamente, porque ya la caja no traería evocaciones de aquella lejana tarde y de aquel lejano y perdido tiempo. Solo sería la vieja caja donde mamá guardaba viejos recuerdos inservibles.
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EL MÉDICO QUE SABÍA CURAR
Después de ocho años de laboriosos estudios, Rünno recibió, bajo una salva de aplausos, el título de doctor en medicina, que le fue entregado por el rector de la universidad en una solemne ceremonia celebrada en el Ministerio de Asuntos Sociales. Orgulloso y con su diploma bajo el brazo, se reunió con sus padres Ljudmila y Olavi, que estaban sentados en las primeras filas de butacas del salón de actos, fundidos en un abrazo, por sus mejillas se deslizaban lágrimas de alegría. Sirvieron un cóctel frugal y con un brindis, el ministro clausuró el evento.
Los padres de Rünno vivían en una modesta casa de campo en Kaisma, un pueblo situado al sur de Tallinn, la capital. En dicha ciudad era donde Rünno había malvivido durante cinco días a la semana de los últimos ocho años para poder realizar sus estudios. Pero todo había acabado afortunadamente para todos. Sus padres habían hecho un gran esfuerzo económico, aunque su situación era de penuria. Ljudmila se dedicaba a las tareas de la casa y Olavi a labores agrícolas y ganaderas, pero cada día le era más difícil vender sus productos, pues ya se habían instalado en el país grandes factorías de multinacionales extranjeras que colmaban con creces las necesidades del mercado doméstico y si todavía faltaba algo se importaba de los países vecinos, a pesar de todo en casa siempre habían mantenido la esperanza, el amor y elevadas dosis de optimismo. Haciendo un gran esfuerzo celebraron una bonita fiesta en honor de Rünno, donde asistieron familiares cercanos y vecinos, en la que no faltaron productos propios de la granja y el huerto, un riquísimo licor destilado por Olavi y unos bizcochos de manzana horneados por Ljudmila, con música, bailes y mucho humor la celebración se prolongó hasta bien entrada la noche.
Habían pasado quince días de su colegiación, cuando Endel, el cartero rural, fiel a su cita semanal le dió a Rünno, previa firma en el libro de entregas, una carta certificada y lacrada en el reverso del sobre con el sello oficial del ministerio del ramo. La elegancia del papel usado en la carta y la prestancia del sobre sorprendieron a Rünno, con gestos trémulos rasgó la parte superior del envoltorio, mientras Endel, sentado cómodamente en el cobertizo, degustaba un refrescante vaso de limonada. La cara de Rünno dibujaba diferentes gestos a medida que avanzaba en su lectura, pasando por la sorpresa, la incredulidad y terminando en una risa contenida, cuando finalizó de leer la carta no se pudo contener y un autentico alarido salió de su garganta, pegó un salto de alegría y abrazó con fuerza al cartero, que en el ajetreo vertió todo el contenido del vaso sobre su impoluto uniforme verde. Entusiasmado llamó a su padre, que se encontraba trabajando en el corral, y a su madre, que estaba limpiando las habitaciones del piso superior, cuando los cuatro se encontraron reunidos en el zaguán de la casa, Olavi alterado preguntó.
—¿A que se debe esta algarabía?
A lo que Rünno, con la voz entrecortada por la emoción, contestó.
—Acabo de recibir una carta del ministerio con una inesperada a la vez que importantísima noticia, en ella me ofrecen una plaza de médico rural en Möniste, con incorporación inmediata por la jubilación de actual facultativo.
Ljudmila contagiada por la alegría de su hijo, pero al mismo tiempo contrariada por su inminente abandono del hogar familiar, dijo.
—Seguro que ese pueblo está muy alejado de aquí, será solitario, frío en invierno y además no tendrás a nadie que te cuide.
En ese instante Endel haciendo alarde de sus supuestos conocimientos territoriales medió en la conversación familiar.
—Perdone mi querida señora, pero Möniste es un municipio situado en el extremo sur del país a trescientos kilómetros de Tallinn y a unos doscientos de aquí, fronterizo con Latvia y no muy alejado de Vöru, la capital del condado, poco poblado pero con gente amable y acogedora, rodeado de bosques y bañado por lagos y ríos.
Olavi con diplomacia cortó la magistral clase de geografía y dirigiéndose a Rünno le comentó.
—Espero que las condiciones del trabajo sean acordes con tus conocimientos.
Llegado a ese punto de la conversación Rünno intentó explicarles con el máximo detalle los datos que aportaba la carta.
—Es un puesto muy importante para mi carrera profesional, pues me aportará la experiencia de la que ahora carezco. Tengo que sustituir al actual doctor que ha causado baja por la edad, bajo mi responsabilidad tendré las diecisiete villas que componen el municipio y unos mil cien pacientes diseminados en un radio de unos cien kilómetros. El sueldo es generoso, doce mil quinientas coronas, más del doble del salario medio mensual, además de la vivienda situada en el mismo consultorio. Creo que es la mejor oportunidad que se me podría presentar recién acabados mis estudios, me aleja de vosotros y de casa, pero me acerca a mi futuro y eso tiene que ser motivo de gozo para todos.
Olavi aportando un poco de intriga le dijo.
—Sabes que nuestra paupérrima situación económica no nos ha permitido regalarte nada por tu licenciatura, pero quiero darte algo que tengo guardado hace mucho tiempo y que te será muy útil para realizar correctamente tu trabajo.
Olavi se acercó hasta el centenario árbol del jardín, donde bajo sus ramas se hallaba un voluminoso bulto cubierto con un envoltorio de lona plastificada, lo destapó y apareció un arcaico automóvil gris de fabricación soviética, que había pertenecido a su padre y anteriormente a su abuelo, al ver la cara de sorpresa de todos, comentó:
—Es viejo pero funciona perfectamente, muy duro pues ya pasa a la cuarta generación, te servirá sin problemas para las distancias cortas y es mi humilde regalo para ti.
A primera hora de la mañana, tras un opíparo desayuno y una emotiva despedida de sus padres, puso rumbo a su nuevo destino. Tras tres horas de fatigoso viaje llego a Möniste, y se dirigió a la dirección que le ponía en la carta, allí le abrió la puerta Xenia, la que iba a ser su enfermera, una bella joven de amplia sonrisa y agradable trato que en pocos minutos le puso al corriente de todo. La casa era de dos plantas, en la superior estaba la vivienda y en la baja el destartalado consultorio, hizo un rápido inventario visual y vio que el mobiliario consistía en: una camilla, una mesa, dos sillas, un sillón, un ordenador obsoleto y una vitrina acristalada poco abastecida de material y medicinas, desde luego no era el mejor escenario posible, pero para sus adentros pensó que habría que trabajar con ahínco e intentar solucionarlo todo a la mayor brevedad posible.
Estaba ensimismado cuando sonó el teléfono, oyó que Xenia hablaba con alguien pero no podía escuchar lo que decían, la enfermera abrió la puerta y le dijo.
—Rápido doctor, ha llamado Ülari porque su mujer Oksana ha empezado con las contracciones del parto, por el camino le pongo al corriente.
Se sentaron en el coche, que tardó un buen rato en arrancar, él ya presagiaba que le iba a dar problemas pues en el viaje se calentó en varias ocasiones el motor.
La granja de Ülari y Oksana estaba en Singa, una villa de quince habitantes situada a pocos kilómetros de la consulta. Cuando llegaron, Ülari estaba esperando en el porche, las colillas en el suelo delataban su nerviosismo, por la casa correteaban alegres varios niños y niñas. Oksana estaba tumbada en la cama del dormitorio esperando ser atendida, su cara desencajada, los sudores y los dolores indicaban que el parto era inminente, efectivamente a los pocos minutos de su llegada alumbró un sonrosado y rollizo niño. Xenia se quedó atendiéndoles y Rünno salió para dar la enhorabuena a Ülari, que seguía fumando en el porche.
—Enhorabuena—dijo Rünno tendiéndole la mano—, ha tenido un precioso niño.
—¿Usted cree doctor que es motivo de alegría la venida de este hijo? Es el octavo, y si ya tenía serias dificultades para alimentar nueve bocas, imagínese diez.
—Hombre, tiene que mirarlo por el lado positivo, el niño crecerá fuerte y sano y cuando ya sea un adolescente tendrá dos manos más para ayudarle en los trabajos del campo y además el alcalde seguro que le agradecerá que aumente la mermada población de la villa.
La tarde estaba fresca pues el otoño se acercaba inexorablemente, cuando recibieron una inquietante llamada desde Kuutsi, una de las villas más pobladas. Era Ivika para comunicar que Rasmus, su marido, estaba muy decaído y temía que hiciera alguna tontería. Salimos urgentemente de la consulta, pero el coche se había empeñado en no arrancar, ahora ya tenía seguro que me había quedado definitivamente sin medio de transporte, pues se calentaba con el calor y no arrancaba con el frío. Un vecino solícito, al ver los problemas que teníamos, se ofreció a llevarnos en su tractor, no teníamos otra alternativa así que aceptamos, con lo que el viaje se alargó bastante más de lo normal.
La casa de Ivika y Rasmus estaba en un alto edificio de viviendas sociales, era modesta pero estaba ordenada y limpia. Ivika nos recibió en la puerta y nos franqueó el paso, Rasmus estaba con la cabeza apoyada sobre el tapete de hule que resguardaba la mesa camilla del salón y sostenía en su mano una carta que al parecer había sido la causante de la crisis de ansiedad que estaba padeciendo, Rasmus se trastabillaba al hablar pero acertó a decirme:
—En esta carta me comunican oficialmente el desahucio de mi casa por no poder pagar la hipoteca y además el embargo de todos los bienes para cubrir las deudas anteriores, y para agravar más la situación, el último dinero que Ivika guardaba para comida se lo quité esta mañana, gran parte lo gasté en vodka y el resto en un cupón de lotería.
Con los ojos inyectados en sangre y llorosos me suplicaba una solución, yo pensé que más que la ayuda de un medico lo que necesitaba era un banquero piadoso, no obstante intenté calmarle.
—Lo primero que debes hacer es recuperarte anímicamente y luego, con la ayuda de Ivika, buscar las posibles soluciones que seguro que las hay, hablar con el banco para que momentáneamente paralice las acciones judiciales, ofrecerle indicios de buena voluntad de pago por tu parte y confiar en las probabilidades del cupón.
Nuevamente aparecieron las sonrisas en los rostros, tomaron una taza de té caliente y se despidieron afectuosamente.
Nada más regresar, el tractorista se dirigió hacia la taberna y comentó con los parroquianos los problemas del doctor con su coche, a la hora de la cena el teléfono del consultorio no paraba de sonar, eran los vecinos que llamaban para ofrecer gratuitamente todo tipo de vehículos, motos, bicicletas, carros y hasta caballos.
A primera hora de la mañana un vecino les recogió en una vieja moto con sidecar para acercarles a Hürova, pequeña aldea poco poblada cercana a Möniste, allí tenía una consulta de control médico pero de alto contenido psicológico. Darja y Siim vivían en una pequeña cabaña de madera a la entrada del pueblo, tenían tres hijos de corta edad que compartían un sofá cama ubicado en el salón de la casa, en el dormitorio del matrimonio estaba Siim sentado en un sillón con la mirada perdida en el paisaje boscoso que se veía desde la ventana, una semana antes de la llegada de Rünno había sufrido un desgraciado accidente en el aserradero donde trabajaba, en un descuido una sierra mecánica le había cercenado el brazo derecho a la altura del codo, lo que le incapacitaba para volver a ejercer su oficio, estaba esperando la concesión de una pensión de invalidez, pero era un trámite que generalmente se demoraba unos meses y habitualmente era exigua para cubrir las necesidades de una casa como la suya. Rünno levantó el vendaje ayudado por Xenia, escrutó la herida y mientras la enfermera realizaba la cura dijo:
—Tengo dos noticias y aunque parezca un contrasentido las dos son buenas, la primera es que la herida evoluciona favorablemente y cicatriza con normalidad, y la segunda es que Xenia, gracias a sus influencias, ha conseguido un trabajo para Darja en la confitería de Möniste, con lo que podrá suplir la falta de ingresos del trabajo de Siim, creo que es una magnifica forma de empezar el día.
Todos asintieron y Darja, exultante, repartió cariñosos besos a todos los que se encontraban en la habitación.
Una tarde mientras Rünno estaba en la consulta leyendo un interesante artículo de una revista científica sonó el teléfono.
—¿Dr. Rünno?
—Sí, soy yo.
—No sé si se acordará de mí, soy Rasmus, aquel que invirtió sus últimas monedas en un cupón de lotería.
—Le recuerdo perfectamente ¿qué tal Ivika?
—Ahora muy bien, el cupón afortunadamente resultó agraciado con un premio menor, pero suficiente para parar los procedimientos conminatorios del banco, nos sentimos aliviados y en agradecimiento a su inestimable ayuda queremos invitarles a cenar a usted y a su ayudante.
—Me llena de alegría recibir tan magnifica noticia, saber que su situación a cambiado radicalmente y que el arrepentimiento que en su día mostró, por su funesta acción, se ha visto recompensado, comentaré con Xenia lo de la cena, pero ya le adelanto que iremos gustosamente.
Cuando colgó el auricular, una amplia sonrisa iluminó su rostro, se sintió dichoso con su trabajo e imaginó que sus padres estarían orgullosos de él.
Xenia notaba que cada día que pasaba sentía más admiración por Rünno, además había cosas en su carácter que la tenían agradablemente sorprendida, siempre mantenía una actitud positiva ante cualquier adversidad que le ocurriera a él o a sus pacientes, a los que les hacía aflorar la sinceridad en las conversaciones con él y arrancarles una tenue sonrisa aun en los momentos más dramáticos, le desbordaba la empatía y tenía una paciencia encomiable para escuchar las inquietudes y lamentos de todos ellos, en una palabra, su lema de vida era la filantropía. Notó que todos estos pensamientos la habían emocionado sensiblemente, ella no quería aceptarlo pero la realidad era que estaba perdidamente enamorada de él y Rünno también.
Txema Chantal
(http://img294.imageshack.us/img294/9507/lareinadefrica.jpg)
La Reina de África
Soy un hombre de orden y ordenado, aunque eso suene en estos días doblemente rancio. Me manejo con el mismo tipo de traje profesional y me muevo en una ruta y un horario fijos para ir a mi trabajo. Tengo que ser el primero en llegar y el último en irme cada día para dar ejemplo y pasar fuera del despacho, mi centro de mando, el menor tiempo posible. Para hacer la calle, los demás, mis subordinados.
Quizás por esto apenas me desviaba de mi ruta y menos en según qué horarios. Pero la primera vez que la vi, seis meses atrás, me habían llamado a Cádiz a una reunión urgente y extraordinaria – no recuerdo el motivo - casi a la hora de comer y tenía que salir por la Avenida de Europa. A lo lejos un inoportuno semáforo detenía a los automóviles que me antecedían y decidí aflojar bastante la marcha en un intento de llegar al cruce cuando el aparato hubiera mutado al verde. Entonces la vi. A la derecha en la esquina del carril polvoriento que dividía los pinares cercanos al estadio. Alta, imponente, majestuosa, divina. Se me acabaron pronto los adjetivos mentales y recordé esa canción que tanto gustaba a Elena y a nuestros hijos ya mayores: "La reina de África llegó y se pararon hasta a los contrabandistas del muelle " o algo así decía. Yo me reía pensando que no existían mujeres tan extraordinarias. Hasta que la vi. Toda vestida de blanco brillante e impoluto: taconazos finos y botas hasta más arriba de las rodillas, un pantaloncito corto casi incrustado contra sus ingles y su trasero redondo, una ajustada camiseta de tirantas que apenas cubría la cumbre de sus pechos y un gorro de lana desbordado por una larga melena aún más negra que la piel de la espalda que cubría. Un bolso diminuto y un cigarrillo en la mano derecha. El viento del Norte debía estar helándole las piernas de basalto, los brazos y el ombligo, pensé. En mi entrepierna noté una erección a modo de saludo a la diosa. Miré el reloj y calculé que me sobraban bastantes minutos para llegar puntual a la reunión. Tomé el semáforo a la derecha y rehice el camino hasta donde se encontraba recorriendo la vía de servicio. Ella, al ver acercarse mi coche, apagó el cigarro cuidadosamente contra el árbol y, tras esconderlo en un hueco que no pude ver, compuso una sugerente pose profesional. ¡Cuantos recuerdos!
La Reina de África. Así la bauticé el primer día y así la llamaba en cada uno nuestros encuentros bajo los pinares o entre las naves del cercano polígono industrial casi deshabitado. No entendía ni media de español pero yo, con el poco inglés que manejaba le decía: "My love... you, my queen, Africa's Queen" y ella sonreía triste desde el fondo de aquellos pozos negros que tenía por ojos.
Al principio iba a verla apenas una vez por semana. Aunque su inglés no era mejor que el mío, era muy inteligente y entendió rápidamente tanto mis gustos como mi necesidad de discreción. Cuando mi coche, sin siquiera desacelerar ni hacer ninguna seña, pasaba por delante de su puesto de guardia, ella caminaba rápida y diligente hacia el lugar convenido. No soy putero y siempre me han fastidiado los compañeros que tienen ese hábito. Lo mío era amor. Creo que me enamoré de su cuerpo, de sus ojos y de su enigma. Por eso, andando el tiempo, iba a verla cada día. Me podía permitir el gasto – veinte o treinta euros según qué servicios - y, dado mi puesto, apenas tenía que justificar a nadie ni mis gastos ni mis salidas. Ella, pese a ser una reina, nunca me pidió nada más que la tarifa.
En una ocasión, dejó el bolso olvidado en el coche y no pude resistir la tentación de registrarlo: unos billetes de veinte, un paquete de tabaco, un encendedor, una caja de condones y, escondida entre el forro y la falsa piel del bolso, una ajada foto de dos niños pequeños. Cuando al día siguiente se lo devolví, obvió el tabaco y la recaudación del día anterior y buscó ansiosa la fotografía. Sonrió con lágrimas al encontrarla indemne y la estrechó contra su corazón. Me dio el primer y único beso en los labios que recibí de ella. Nuestro primer beso de amor, pensé.
Al principio yo, que no tenía costumbre de ir con prostitutas – ni siquiera amantes había tenido- , no sabía qué cosas, qué caricias pedirle y la dejaba hacer. No debí ser un cliente difícil pues terminaba apenas sus labios rozaban mi vientre. Ella retiraba el preservativo y me limpiaba con pañuelos de papel y sonrisas. Pero mi amor y mi hambre de piel crecían y un día me negué dulcemente a que me colocara la goma y le hice ver que en esa ocasión el servicio sería otro y de otra manera. Con una mirada entre suplicante y sensual, volvió a mostrarme el condón y yo a negar con el dedo. Suspiró. Reclinó el asiento y se despojó del short blanco. Mientras yo entraba en ella, su mano derecha se introducía en el bolso y jugueteaba distraída dentro de él.
El amor trajo los celos; un día llegué y no estaba en su puesto. Recorrí los carriles de los pinares cercanos y la encontré trabajando dentro de un coche aparcado muy adentro. Anoté la matrícula. La suya y, más adelante, la de otros tantos. Y en un centro comercial cercano compré una fusta de caballos. Cuando la recogí y llegamos al pinar, ella me miraba con sosiego, como siempre, pero yo no podía olvidar. Por eso saqué de la cartera dos billetes de cincuenta y me los puse en una mano mientras con la otra sacaba la fusta de la guantera. Entendió rápidamente y de su rostro se borró la sonrisa. Tomó los billetes y bajó del coche. Se adentró entre las retamas, se desnudo rápida y se apoyó contra un árbol. No rogó ni gimió ni una sola vez mientras yo escribía iracundo la cuenta de mis celos con cicatrices moradas sobre su espalda desnuda. Mi amor se desbordó cuando tras azotarla, continué el castigo penetrándola por detrás furiosamente; sofocada como un animal, su sangre, su sudor, toda ella olía a canela.
Descubrí que me era tan placentero – quizás más- azotarla como lo otro. Y ella siempre aceptaba si la tarifa era adecuada. Experimenté con ella todas mis fantasías y nunca la oí quejarse. Siempre con la manita metida en el **** bolso, eso sí.
Hace una semana, harto de esperar entre los pinos, tuve que ir a recogerla a la carretera. Ella lloraba de rodillas recogiendo minúsculos trozos de papel fotográfico mientras salmodiaba su desgracia, supuse, en una lengua para mi absolutamente ininteligible. Reconocí en su rostro cicatrices que no eran de nuestros juegos, su ropa estaba manchada de tierra y el bolso estaba destrozado en el suelo. No muy lejos de allí, un tipo con pinta de matón, le gritaba algo que parecía ponerla aún más nerviosa. Mi reina, de normal tan divina y flemática, se me aparecía en su dolor ahora más humana y deseable que nunca.
La subí a mi coche con la intención de llevarla al hospital pero no sé cómo terminé parando en nuestro lecho de los pinares. Mi deseo pudo más. Me bajé del coche y abrí su puerta esperándola con los brazos abiertos. La abracé con mimo y empecé a besarla en el cuello y en el rostro magullado. Con la misma delicadeza la fui despojando de las ropas manchadas de tierra y fue entonces cuando descubrí, bajo las huellas de los moratones recientes, las cicatrices paralelas de mis azotes, las señales profundas de mi cariño. Las recorrí con el dedo y los labios. No pude más. Galopé hasta el coche y saqué la vara de su escondite bajo la alfombrilla del maletero. Desnuda y aterida, al verme con la fusta llegar dejó de llorar por un momento. Comprendió mi urgencia: reanudó su llanto quedo, caminó hasta el árbol y adoptó la posición. No paré hasta borrar las cicatrices del odio del chulo. Cuando terminé, no sabía si debía pagarle o cuánto me costaría ese servicio así que puse dos billetes de cincuenta sobre el capó. Ella cogió los billetes, hizo de sus ropas y su bolso un ovillo y se alejó corriendo en la dirección contraria al coche.
Al día siguiente salí a buscarla a media mañana. No la vi desde la carretera ni encontré rastro de ella ni de sus compañeras en los carriles de los pinares. Al regresar a mi despacho la carpeta de un atestado urgente me esperaba sobre la mesa. Cadenas, el subcomisario, tocó respetuosamente en mi puerta y, en cuanto se coló, se apresuró a ahorrarme la lectura y me resumió el hecho: mientras estaba fuera la guardia forestal había encontrado a una mujer desnuda e indocumentada – "...alrededor de veinte años, raza negra, subsahariana, senegalesa probablemente..." – ahorcada en un pinar cercano a la playa de Valdelagrana, junto al Estadio del Cuvillo. El forense, me anunció, nos esperaba en el hospital para darnos el informe de la autopsia. No me hizo falta levantar la sábana: el olor a canela tan conocido para mi flotaba sobre aquella atmósfera habitada por la asepsia y el formol. Según el médico llevaba más o menos un día colgada de aquel pino, su cuello estaba roto – por el viento de la noche, quizás - y presentaba un sinfín de heridas y moratones pre-mortem en el rostro y sobre todo en la espalda. Según Cadenas debía haber sido obra de su chulo, que había desaparecido de los alrededores, pero mi fiel subcomisario no conseguía descifrar las razones por la que el proxeneta habría liquidado " ...a un "bellezón" como esa negra que daría sus buenos ingresos si bastaba con darle una paliza..." ni porque le quitaría la ropa para matarla o porque la ahorcaría en vez de "...pegarle un navajazo o un tiro..." ni que significaban la docena de pedacitos de fotografías que los agentes recogieron del suelo por si aportaban algo a la investigación junto con la ropa y el bolso destrozado ni, y eso era lo más raro, porque le habría dejado dos billetes de cincuenta euros tan arrugados como sus prendas. Pero no habría ninguna investigación: pese a todo la chica sólo era una **** sin papeles. Era un caso cerrado para él... y para mí.
Tampoco el asunto tenía demasiada lógica desde mi punto de vista. Ella debía estar ya acostumbrada a ese tipo de vida y, además, me tenía a mí que la quería y la cuidaba. Podía haberme pedido ayuda pero nunca me habló de sus aquellos niños ni de las palizas del chulo, ni...
De vuelta al despacho recordé la lista de las matrículas que fui anotando en el medio año que duró mi relación con ella. Mi fiel Cadenas había entrado en los archivos de la DGT – él es de los de la nueva escuela, sabe cómo hacer esas cosas y además no hace preguntas- y me había proporcionado los nombres de los dueños de los vehículos y sus datos más relevantes. No me sorprendió encontrar entre ellos a alguna gente conocida.
Con Herrero, por ejemplo, coincido con frecuencia en las reuniones del partido. La última vez defendía con ahínco la Ley de Extranjería. Aunque yo no estaba del todo de acuerdo con algunos de sus argumentos – los que se referían a facilitar la reagrupación familiar - apoyé sus tesis de fondo: no podemos admitir en España a todo el que llegue. Fiscales y policías siempre acabamos poniéndonos de acuerdo.
Esta mañana me volvieron a citar en la Subdelegación del Gobierno en Cádiz para evaluar como aquella vez hace seis meses – por fin lo recordé- el Plan Provincial para la Erradicación de la Prostitución. A la altura de la Avenida de Europa desvié la vista hacia los carriles con una punzada de nostalgia y desamor. Las chicas habían vuelto a su tajo pero ella no estaba allí. Sin embargo, en su esquina, la aparición de una nueva ocupante provocó un devastador terremoto en mi entrepierna. Era su calco en negativo. Ropa negra sobre piel inmaculadamente blanca. "A reina muerta, reina puesta", suspiré por encima de la melancolía: La Reina de las Nieves, quizás.
Miré el reloj y, con una maniobra aprendida, puse el intermitente a la derecha para salir tras el semáforo al carril de servicio y deshacer el camino hacia...
Rrd
(http://2.bp.blogspot.com/_Mt3oMRhzlT0/SWnD-ujM2iI/AAAAAAAAAvI/VE1r_S0Q_Z8/s320/promesas.jpg)
PROMESAS ROTAS
El local estaba como maldito, era amplio, tenía una buena entrada de luz y unas vidrieras excelentes. Estaba revestido de un cerámico de muy buena calidad y de paredes muy bien conservadas. Una gran cantidad de negocios habían intentado triunfar pero sin éxito alguno. Lo curioso era que el local estaba situado en una zona sumamente comercial y plagada de emergentes y fructíferos negocios, tan solo en esa manzana había 25 de los mas variados rubros. En medio de semejante infierno comercial yacía solo y despoblado el local de la señora freire. Yo, parado en la vereda miraba el frente, tratando de encontrar una razón por la cual ningún negocio prosperaba, recordando que el último comerciante que intento triunfar hasta contrato un profesional del marketing, pero no saco ni para pagar ese servicio.
Mientras pensaba, una voz que venía de una terraza de enfrente llamó mi atención, era un niño de no más de 12 años. El abuelo tiene la respuesta —dijo el niño.
Al acercarme me aclaro que su abuelo era el único que podía decirme por que ningún negocio prosperaba. Por alguna razón le creí y acudí al lugar que el muchacho me había marcado.
Al llegar un abuelo que dijo llamarse OMAR me atendió, al pasar logré ver fotos de el con una mujer que no habitaba la casa. El anciano me advirtió que si tenia una mente amplia me contaría todo. Tomando un café pregunte disimuladamente. Comenzó diciendo que el local lo habían usado para festejar su boda con una hermosa mujer, su ex mujer, ANA. Ella era una persona muy espiritual, continuó, creía en el amor eterno e incondicional, en las doncellas mágicas, en los ángeles que cuidan personas. Una tarde me mostró un libro que cuidaba como a su propia vida, en el estaba escrito un antiguo y exótico ritual de amor, fuimos hasta el lugar donde seria nuestra boda y allí, ritual de por medio, hicimos un pacto de compañerismo sin fin. Quedé impresionado cuando de golpe y a mis espaldas apareció un ser extraño pero no temible, una mezcla de todo lo que uno no imagina, pasó a mi lado mientras una electricidad carcomía mis dientes y me obligaba a tragar saliva, con unos ademanes indescriptibles ANA me indico que el ser aprobaba nuestro pacto.
El día de la boda llegó, pero nunca olvidaré lo terrible que fue para mi tener que cortar la torta con ese ser mirándome a dos metros. Nunca me considere un loco ya que ANA me advirtió que solo los dos podríamos verlo. Pensé que en la luna de miel desaparecería, pero no, se mantuvo todo el tiempo en la puerta del hotel, a tres mesas del comedor donde almorzábamos y flotando cerca de las bollas en lo lejano del mar.
Ya en nuestra casa nunca se animo a entrar, era verlo en las mañanas junto al diario, parado allí, inmóvil pero intensamente vivo. Con el tiempo sus molestas apariciones fueron más esporádicas hasta que desaparecieron por completo.
La monotonía castigó mis promesas de amor eterno, y aunque el amor de ANA estaba intacto, el mío se había desgranado. Por culpa de un cuerpo ajeno la abandone, ella enloqueció de tal manera que un día salió de casa y nunca más regresó. La he buscado por años pero es como si se la hubiera tragado la tierra. Al romper el pacto que hicimos en el lugar el ser esta furioso y de algún modo espanta a la gente, el local nunca volverá a funcionar.
Me despedí del abuelo y regrese al lugar, angustiado, escéptico, seguro de que la historia no era más que una fabula de un hombre entrado en años y delirios. Pero esa parte estúpida que hay en mi no dejo de pensar en lo que había escuchado, mirando el frente del local me pregunte que sería de mí si esa historia fuese verdad.
Al siguiente día, mientras limpiaba levanté la vista y pude ver una pequeña ventana en el último piso, le pregunte a la dueña y respondió que era un reducido altillo donde se guardaban cachivaches, pero era imposible entrar, en lugar de una puerta se había levantado una pared, pero eso no acobardo mi curiosidad, arremangue mi osadía y comencé a subir. El lugar olía a muchos años, los roedores tropezaban entre si mientras la silueta de la antigua puerta aun se veía en la improvisada pared. Por alguna razón pegue mi oído a la puerta y en ese mismo instante una locura parecida al terror subió por mi espalda. Había escuchado una especie de exhalación y eso fue lo que me empujo a tomar una masa y ensañarme con la pared. Los impactos fueron aturdiendo mi cansancio, tanto que ignore los gritos de la dueña. La pared se rindió y me brindo un agujero por el cual pude entrar.
Me calciné en el momento que logré ver una vela encendida en el último rincón del lúgubre lugar, la pequeña ventanilla escupió luz y me brindó una silueta espeluznante: una consumida anciana me miraba desde un inmundo rincón de oscuridad. Quedé bloqueado, pensando cuanto tiempo llevaría allí y como había hecho para sobrevivir en tan cruel lugar.
Estiro su mano y al grito de "OMAR" intento ponerse de pie y, en ese instante en que mi mano temblaba tanto como la mano de la anciana, logré comprender quien era realmente. Traté de sacarla lo más rápido posible pero un respiro en mi espalda me diría que no, un ser sumamente extraño me tapaba el agujero en la pared. En su mano tenía un jarrón con agua y una especie de cacerola que en un segundo se estrellaron en el piso. Como una ráfaga empecé a sentirlo en mi cuello, pero gracias a la intervención de la anciana logré que me dejara vivir. Después de un largo momento de preguntas sin respuestas nos que damos los tres allí, entre los ojos escurridos de la anciana y la mirada protectora del extraño ser que respiraba amenazante. Me rogó que la dejara tranquila y me marchara, mirando la silueta del extraño ser que se ocultaba en la oscuridad, no hubo razón para negarme.
Sus sueños de amor eterno la obligaban a quedarse allí, amando al extraño ser que fue testigo de su felicidad. Ver a ese ser mimando las arrugas de la anciana me hizo comprender el poder que tiene en algunas personas las promesas, y que romperlas a veces, significa más que un acto de traición.
Sus recuerdos la había secado y, logrando sobrevivir gracias al misterioso ser, había optado por morir allí, donde una vez nació.
Me retiré muy lentamente, sin decir una sola palabra, mirándola, pensando en su pasado, su presente, descubriendo que toda su vida había terminado el día en que alguien rompió su promesa.
DI MELLA
(http://www.blogdelaautoescuela.com/blog/wp-content/uploads/2009/05/recluso.jpg)
RECLUSO 4563
"El recluso número 4563, en el Penal de Libertad, ha muerto en horas de la madrugada, por razones aún no aclaradas. Por favor retirar cuerpo a la brevedad".
El mensaje en el contestador era claro, su padre había muerto en la cárcel donde estaba desde hace cuatro años. Ella nunca había ido a visitarlo.
Lo volvió a escuchar, era una voz de señor mayor, que sin interés le pasaba el recado, ella nunca sabría quien había hablado, y con toda seguridad, ese señor nunca se interesaría por la cara de Alicia, al escuchar su escueto mensaje, como tampoco, nunca nadie sabrá lo que ella sentía ahora, al saber que el asesino de su madre, acababa de morir.
Para ella había muerto hace cuatro años, pero hoy comenzaba todo una vez más.
Se acostó. En la televisión, alguien cocinaba helados de distintos tipos, con mezclas raras de chocolates y frutas, ella miraba los postres coloridos, pero solo podía repetir las palabras, que a esta altura de la noche, las sentía roncas, desinteresadas y pocas.
Al despertar, la pantalla hormigueaba. Había silencio por todos lados, se bañó a oscuras, conocía muy bien, los azulejos verdosos de sarro; en los que, cuando era chica, había pegado flores y regaderas a distintas alturas, tratando de formar un zig-zag, no le había quedado muy prolijo, pero desde los nueve años, está por arrancar las calcomanías y nunca lo había hecho; la cortina de plástico, oscura, toda arrugada, apenas cumplía su función de no dejar inundar el piso de baldosas y el chorro finito que se deslizaba por su cuerpo chiquito, le daba la suficiente fuerza para salir y tomar el ómnibus hacia San José.
Al llegar, tuvo que caminar unas cuadras, desde la carretera hasta la puerta del penal. Había sol, que calentaba apenas, el campo tenía un color verde seco, sabía que hace mucho que no llovía, no había ningún árbol a la redonda del penal, quién anduviera por allí, era visto desde las torres de vigilancia, al levantar la vista hacia una de ellas, a la que está a la derecha, desde el camino, no vio a ningún vigilante. Caminaba sola, no era día de visita.
No sabía con quién tenía que hablar, que era lo que iba a decir y si quería estar allí, pero lo que sabía, que por lo menos quería saber qué iba a sentir al verlo; muerto.
En la puerta de ladrillos a la vista, había un cartel, que en letras negras, sobre un blanco sucio, casi gris, se podía leer "Penal de Libertad", bajo las letras, un gran portón despintado, que no dejaba pasar.
Nadie lo cuidaba. No había timbre. No había nada.
Esperó.
Fue hacia la izquierda, hacia la otra torre de vigilancia, no lo podía creer, ella allí sola, en el medio del campo, bajo el tenue rayo de sol, mientras que ese, en algún lugar tras el cerco, a oscuras y también solo, esperaba. Irónicamente algo los unía, pero no entendía aún qué.
Sintió un grito, se detuvo y espero que la voz se acercara. Explico quién era y a que venia. Un soldado le indicó que fuera a la otra puerta, a la del barracón numero dos, ya que donde estaban ahora, por los destrozos en el último motín, estaba desalojado y vació. Miró para donde el hombre le indicaba, trató de calcular cuánto más tendría que caminar para allá, y llegó a la conclusión que sería mas o menos un kilómetro y medio más.
Empezó a caminar.
A los pocos pasos, sacó de su cartera un sobrecito de galletitas, de esas que son difíciles de saber si son dulces o saladas, se las comió de a poco mientras caminaba, cuando se quedó con la bolsita vacía, la arrugo y la tiró al viento; que importa un poco más de basura en el medio de todo ese basural.
Cuando llegó, el pasto en esa zona estaba crecido, de un color verdoso claro y amarillo, el césped o lo que intentaba serlo, le complicaba llegar al portón, tuvo que esquivarlo y luego dando pasos altos, pudo llegar.
Allí, el hierro de la puerta parecía recién pintado de un rojo brillante, había dos soldados que conversaban con sus armas colgadas por la espalda. El sol las hacía brillar como si fueran una joya.
Les preguntó donde podía encontrar al director de la cárcel, que era la hija del recluso número 4563, que venía a reconocer el cuerpo; se cuidó de decir "reconocer" en vez de "retirar" el cuerpo de su padre. Ella sabía que no iba a hacer nada para evitar que su padre se pudriera en la cárcel.
Tan sólo al traspasar el portón, la atmósfera cambió, parecía como si el viento hubiera cambiado de dirección, y en su cambio trajera malos olores y polvos molestos.
Debía caminar a través de un camino de pedregullo, que estaba lleno de puchos, papel y envases de plástico. Incluso tuvo que patear uno, para poder subir los dos escalones y abrir la puerta también roja con un cartón mojado, donde se podía leer, "DIRECCIÓN".
Solo al pasar, la sombra de la habitación, le dio terror, hacía frió adentro y casi no podía distinguir que era lo que había, estaba encandilada y se maldijo por no haberse acordado de traer los lentes de sol.
Eran paredes descascaradas, no había ningún mueble, salvo una pequeña mesa plegable, que a un costado de otra puerta, estaba vacía.
La abrió y vio una habitación con dos escritorios, con dos mujeres policías, que escribían a máquina, el chirrido de las teclas al golpear las hojas de carta, sonaban como disparos de metrallas que le apuntaban a la sien.
Pidió permiso, pero no recibió nada como respuesta, así que entró sin poner atención a esas dos con pinta de machos. Se estremeció solo en pensar que con seguridad, una de esas la iba a inspeccionar dentro de unos momentos. Ahí es cuando tomo la decisión, que si una de ellas, pretendía tocarla y desvestirla para ver si no traía bajo la ropa algo sospechoso, se daba media vuelta y se iba.
No iba a permitir que esas manos la tocaran.
Preguntó donde encontraba al subdirector de la cárcel, una sin levantar la vista de la máquina de escribir, levantó un brazo y señaló una de las tres puertas que había en esa habitación.
Sin dar las gracias siguió de largo.
Había mucha luz en esa oficina, había un policía flaco y alto, que con su gorra reglamentaria en la cabeza le sonrió apenas la vio entrar. Era la primera sonrisa de la mañana, la relajó un poco.
Explicó una vez más quién era y a qué venia, repitió que venía a reconocer el cuerpo.
Le pidió que se sentara y que esperara, que alguien iba a venir a buscarla para llevarla al depósito y así comenzar el trámite.
Preguntó si "el trámite" iba a demorar mucho, ya que ella era maestra y sus alumnos la esperaban. No se preocupe, es muy corto, le respondió con otra sonrisa
La hicieron ir por un corredor angosto, que tenía cuadros de policías muertos, ya que bajo cada una de las fotos, estaban dos fechas, que ella sospechó que eran las de nacimiento y las de muerte. El cabo que la acompañaba le dijo que eran policías perecidos dentro de la cárcel a manos de algún preso.
Terminaron bajo un cartel que decía "depósito y almacén", pasaron y un gordo de campera polar y sombrero tejido de lana, le preguntó quién era y a qué venia, repitió de nuevo todo, que era la hija del recluso 4563 y que venía a reconocer el cuerpo.
El gordo preguntó, ¿reconocer?
Sí, contesto Alicia.
¿No se lo piensa llevar?
No, contesto de nuevo Alicia.
Bueno, algo tendremos que hacer, dijo por fin el gordo de campera azul.
La llevaron al depósito, sólo había una luz a un costado de la puerta, no había ventanas y estaba casi a oscuras. El olor era fuerte, cuando la golpeó de pronto, no supo darse cuenta si era a cadáver en alto estado de descomposión o era olor a leche agria. Alicia prefirió pensar que era leche. Solo sabía que ahí dentro algo había podrido.
Escuchó como el gordo dio un portazo, y así quedaron solos en lo oscuro del cuarto.
Ahí esta, dijo el gordo señalando una bolsa negra, que cubría un bulto con forma de cuerpo humano, con un cierre metálico que lo recorría de un extremo al otro.
Alicia se acercó, tocó el nylon y sintió un cuerpo muerto, era la mano, incluso percibió la dureza de alguna uña, que justo tocó bajo la bolsa en medio de esa oscuridad.
El gordo abrió el cierre y con una linterna, alumbró la cara del cadáver, era un viejo barbudo, muy arrugado, tenía una herida en la cara cicatrizada y estaba despeinado. La boca estaba abierta y le faltaba un diente. Estaba desnudo, o por lo menos no tenía ropa en el pecho que tenía vellos canosos.
En el cuello tenía marcas que Alicia supuso que eran de cuando lo ahorcaron, pero en el estómago tenía una mancha de sangre coagulada, producto del tajo que le causó la muerte.
¿Es éste?, pregunto el gordo.
No, dijo Alicia.
Perschak
(http://www.hippymotors.es/s2g/hippymotors/lotusflower2.jpg)
LA HOJA DE BUDA
Este pequeño gesto tuyo de ahora, que se une a tantos otros gestos tuyos -cada vez que me dices: mira, mamá, te he traído un regalo, y apareces cargada de piedrecitas o conchas o dibujos de corazones-, ha desencadenado en mí la certeza de que ya tienes edad para conocer lo que ocurrió hace muchos años, en un pueblecito en la frontera entre Tailandia y Birmania llamado Sangkhalaburi. Era febrero y tu madre deambulaba por las calles sin más objetivo que conocer cosas nuevas. Aquella mañana, me senté en una parada de autobús a esperar uno que me llevara a una ciudad más al sur, cuando se acercaron tres mujeres con un niño. La más joven se sentó a mi lado:
-¿Qué autobús esperas? –me preguntó.
-El que va a Kanchanaburi.
-No pasará hasta dentro de tres horas, puede que tarde más.
La muchacha tenía el pelo corto y unas enormes gafas. De su mano se aferraba un niño de unos cinco años que tenía un ojo amoratado y una ceja partida.
-¿Hay alguna manera de ir bajando en esa dirección? –le dije.
-¿Te espera alguien? –preguntó.
-No.
-Entonces ¿por qué no vienes con nosotras? Somos monjas budistas, vivimos a treinta kilómetros de aquí, en un bosque de bambú. Podrías quedarte tres días y ver cómo vivimos, luego puedes seguir tu camino. Me llamo Kamonrat –me dijo extendiendo la mano.
Es cierto que siempre te digo que no hay que hablar con desconocidos, ni mucho menos irse con ellos a sitios que no conoces, pero mirando a los ojos de aquellas mujeres estuve segura de que eran incapaces de hacer daño ni a una mosca. Así que le dije que sí y cogimos el siguiente autobús que pasó por allí y que nos dejó en medio de una carretera, en un punto donde aparentemente no había nada. Empezamos a caminar por un bosque de bambú que filtraba islas de luces y sombras entre trazos de verde esmeralda. Después de un buen trecho, vi unas superficies hechas de ramas, que se sostenían sobre pedazos de troncos, como grandes somieres hechos con trozos de naturaleza que protegían de la humedad del suelo.
-Nosotras vivimos aquí –me dijo-. Somos nueve monjas y cuatro monjes. Ellos están un poco más allá.
-¿Vivís a la intemperie? –le pregunté atónita- ¿Qué pasa cuando llueve y hace frío?
-Aquí nunca hace frío y si llueve mucho tenemos una cabaña. Te enseñaré la mía.
Poco más allá había una pequeña choza hecha con troncos de bambú alineados y ramas en el techo, con el tamaño justo para que un par de personas pudieran tumbarse.
-Tengo suerte –me dijo-. Mi cabaña está al lado del río. Si necesitas bañarte sólo tienes que bajar por este camino. Tenemos mucha agua.
Me quedé los tres días con Kamonrat y las monjas del bosque. Durante el día, los niños Mon nos visitaban mientras sus padres trabajaban, a medio kilómetro de las plataformas de bambú, en la construcción de un templo a cambio de comida. Los Mon son una minoría étnica refugiada de la persecución del gobierno birmano a ese lado de la frontera. Las monjas salían a pedir limosna por los pueblos de alrededor y, con lo que les daban, compraban el arroz que comíamos todos una vez al día y el material para la construcción del templo. Por la tarde meditaba con ellas, escuchando sus cantos y después concentrándome en el punto luminoso que desprendía una de las barras de incienso que encendía Kamonrat. Por la noche hablábamos las dos sentadas en su superficie de bambú, rodeadas de la oscuridad del bosque, sintiendo los sonidos de los demás animales, que a veces oíamos acercarse entre las sombras, hasta que caíamos dormidas allí mismo.
Cuando acabaron las vacaciones volví a mi casa. Pero meses después llegó una carta con sello de Tailandia. En ella decía:
Querida Sara: Guardo buen recuerdo de los días que pasaste con nosotras y espero que tengas ocasión de volver pronto. Te envío en esta carta una hoja de Buda del bosque de bambú como regalo. No es mucho pero, como sabes, no tengo nada y esta hoja es muy importante para nosotras. Espero que te guste. Un abrazo.
Kamonrat
Dentro del sobre había una hoja. Mirándola bien, era una hoja extraña, como un corazón invertido al que se le ha alargado un extremo hasta convertirse en una especie de gancho. La guardé como si fuera un tesoro.
Volvieron las vacaciones y, esta vez, volé hacia Cuba. La Habana es una de las ciudades más hermosas del mundo, llena de palacios habitados y coches espectaculares. Los palacios acostumbran a estar en ruinas y a muchas personas apenas les llega el dinero para poder comer, pero cuando llega la noche, El Malecón se llena de gente que baila junto al mar y de músicos que cantan las melodías más tiernas. Dicen que Cuba es un caimancito que te come el corazón y de allí aprendí que la alegría y las ganas de vivir son fuerzas poderosas. Un día, caminando por el barrio de El Vedado, vi una hoja junto a la acera que me llamó la atención, era una hoja de Buda igual que la que me había enviado Kamonrat. La recogí y la guardé. En aquella ocasión iba con más gente y teníamos prisa, así que no me pude parar a mirar de qué árbol podía haber caído.
Cuando volví a mi casa la guardé junto a la anterior.
Pero exactamente un año más tarde, volé hacia la India para encontrarme con un poeta que había defendido la libertad arriesgando su vida. Los indios me enseñaron una frase que repetían sin cesar y que desde entonces me acompaña: Nada es imposible; del poeta conocí que los héroes existen. Un día paseando por un parque, vi junto a mi pie otra hoja de Buda. La recogí y, esta vez, miré alrededor para ver si habían caído más, también miré las hojas que había en los árboles para poder saber qué árbol era el que las producía, pero todas eran diferentes. Aquella era la única hoja de Buda de las inmediaciones. Al llegar a casa decidí que era hora de comprar una libreta donde guardar todas las hojas de Buda de mi vida.
Un buen día dejé de viajar por el mundo, o al menos de tener esa necesidad constante de escaparme. Decidí entonces hacerlo dentro de mí y llegué a lugares muy lejanos, fascinantes y sorprendentes. La geografía interior puede ser tan increíble como la exterior. Aprendí a escucharme, a quererme y, con ello, a poder hacerlo con los demás. Y un día, paseando por las calles de mi ciudad, vi una hoja de Buda en un escaparate. Miré el rótulo de entrada a la tienda y ponía: Interiorismo. Entré sin dudar y pedí a la dependienta si podía comprar la hoja del escaparate.
-Tengo dos más –me dijo-. Son de colores diferentes.
-Póngamelas todas.
Y mi libreta siguió llenándose.
Y ya casi había olvidado esta historia de hojas de Buda que empezó hace tantos años, si no fuera porque este pequeño gesto tuyo me la ha hecho recordar. Porque ese regalo que me traes hoy en tu manita es, ni más ni menos, que una hoja de Buda que has recogido de camino a la escuela y que me ofreces insistiendo que la mire, que es especial, que es muy bonita.
No sabes cuánto.
L. Camino
Las bases del concurso quedan indexados en guiadeconcursos.com:
http://www.guiadeconcursos.com/Concursos/?p=1666
(http://s3.amazonaws.com/lcp/jemwong/myfiles/ni-C3-B1a-china.jpg)
LA NIÑA QUE NACIÓ VIUDA
Las lágrimas de la niña
caen en el jardín
vuela la flor del cerezo
hasta el río
las aguas turbias la ocultan.
En el pueblo de Yansin, de la provincia de Henan, las niñas eran prometidas en matrimonio desde antes de su nacimiento.
Mei Shi, la hija de los alfareros de la calle Mitian, fue prometida al hijo de un comerciante de telas, de 20 años de edad. Al morir su prometido de una bronquitis galopante, antes de nacer ella, se encontró encadenada de por vida a un esposo que nunca conoció, ya que, según lo establecido, no podría tener otro marido.
Desde su infancia, la madre le inculcó su deber de respetar la tradición y vivir según su situación, como esposa, como mujer virtuosa que debe respeto en primer lugar a la familia de su marido y luego a la suya propia. Pero Mei Shi se hacía mujer y entristecía, pues no comprendía su destino.
Al mismo tiempo, todo cambiaba en el país. Un día, cuando Mei Shi compraba en el mercado una carpa, el papel que la envolvía llevaba un mensaje escrito por un estudiante llamado Mao Zedong. Se dirigía a las mujeres como masas oprimidas y uno de los problemas chinos esenciales. Les decía que no se resignaran con su papel de esposas y madres, y que China las necesitaba para su proyecto. Cuando, unos meses después, los revolucionarios de Mao pasaron reclutando a hombres y mujeres, pensó que sería entonces o nunca.
Escribió una nota para su familia, y se marchó. Sus padres, como correspondía a la tradición, quemaron su habitación, y sus cenizas de madera de arce las esparcieron por la tierra. Nunca más la nombraron.
Como guerrillera, Mei Shi sintió latir su corazón de nuevo, libre como nunca. Cumplió con valor todas las tareas que se le encomendaron, ya fuera espiar a cabecillas nacionalistas locales, o matar a sangre fría a oponentes del propio partido comunista. Conoció a Li Hunan, dirigente del partido de la provincia de Sinan, y fue su amante. Aunque Li estaba casado, compartía con Mei Shi la lucha por la revolución. Juntos, recorrieron varias provincias, reclutando a los campesinos y combatiendo para implantar el gobierno del pueblo. Iban de aldea en aldea durmiendo en tiendas a campo abierto o en las afueras. Hasta que Li volvió con su familia. Entonces, Mei Shi se quedó sola de nuevo. De nuevo viuda. Sólo que ahora llevaba mucha sangre en su corazón.
Un día, junto a la tropa, caminaba por un sendero que bordeaba el río Amarillo, en la otra orilla de la provincia de Henan, cuando pasaron junto a una cascada. El agua que atronaba, fue un espejo para Mei Shi. Era su sangre corriendo en un estallido, salvaje. Ella era la cascada que había necesitado ser fiera para vivir a pesar de su destino, pero también era el remanso suave del río en la orilla bajo el sauce, y el cerezo en flor, y el curso de las estaciones.
En la otra orilla, vivía su pueblo y la casa de sus padres, el destino del que escapó y el barro en sus manos de niña jugando a ser alfarera.
Aún siguió leal a la lucha y a sus compañeros durante mucho tiempo, pero el viento ya le traía otros olores y alumbraba otra memoria. Y aunque sus ropas eran las de una combatiente, ya nunca olvidó que dentro de ella habitaba una niña.
Sale el sol
bajo la colina de los árboles rojos
el viento trae un canto de mujer
juega con el río
ya es primavera.
Y después.
León Izquierdo
(http://www.noticiasgambling.com/wp-content/uploads/2008/12/bingo-bollilas.jpg)
"A MÍ CINCO"
El otro día, en realidad hace exactamente una semana, Jorge fue al bingo a pasar el rato y a ver también, por qué no, si tenía suerte y ganaba unas cuantas pelas. Solamente así podría hacerle mangas a su insoportable e irritante jefe, sin temor a perder su trabajo. Seguro que usted ha soñado o imaginado más de una vez que le tocaba la lotería y podía, por tanto, dejar de aguantar a todos aquellos compañeros, de menor y de mayor rango, que han contribuido a que su trabajo sea un infierno en vida.
Él jamás había apostado ni un céntimo en nada porque nunca había creído en la suerte, esa fortuna incierta y para muchos dormida. Tan sólo confiaba en el esfuerzo verdadero y en la constancia continuada para conseguir los objetivos en vista. Quizás su incredulidad respecto a la suerte se debía a que simplemente pocas veces en su vida la había experimentado.
En su juventud no pudo estudiar lo que le apasionaba, la música, debido a la negativa de su padre. Este hombre recto y que en muy pocas ocasiones daba su brazo a torcer, no concebía el arte como una forma digna y aceptable de ganarse la vida. Y puesto que Jorge no se caracterizaba especialmente por tener una personalidad firme ante la vida y ante los demás, no tuvo más remedio que estudiar Empresariales, la carrera del futuro por entonces. Pronto se dio cuenta de su equivocación pero, no sólo la vuelta atrás era vertiginosa por sí misma, sino que tampoco tenía el suficiente valor de enfrentarse a su implacable padre.
Nada más acabar la carrera, empezó a trabajar en una empresa no muy grande, gracias a las influencias de un amable profesor de la facultad, el cual le había cogido un sincero cariño a fuerza de suspensos. Al principio, estaba satisfecho con su trabajo, ganaba un sueldo bastante digno –a pesar de la crisis económica por la cual España estaba atravesando– y el jefe parecía hasta simpático. Pero sólo lo parecía. El enchufe de muy poco le valió porque, en cuanto este señor supo que el "valedor" del nuevo empleado era un profesor universitario que ni pinchaba ni cortaba en las altas esferas empresariales, de simpático se volvió arisco, desagradable en el trato y excesivamente exigente en sus mandatos. Después de 15 años en el mismo lugar, dedicado en cuerpo y alma al buen funcionamiento de la empresa y sin ascenso a la vista, las cosas apenas habían cambiado para él.
Lo único que verdaderamente hizo bien en la vida –debido posiblemente a esa suerte muy esporádica de la que hablábamos hace un momento– fue casarse con la mujer de sus sueños. Fuera del ámbito laboral, nunca fue un fracasado estrepitoso, sino un hombre con un cierto atractivo que llamaba poderosamente la atención en muchas ocasiones. Alicia, la chica más guapa que jamás vieron sus ojos, se fijó precisamente en él y no en otro. Ocurrió en una cena como otra cualquiera y fue un conocido común el que los presentó. El flechazo fue instantáneo y, sobre todo, correspondido desde el principio.
...
Pues bien, después de mucho tiempo, Jorge iba a apostar por el azar, ya que por unos momentos intuyó un cambio en su vida. Además –pensó– si no se juega, no se puede ganar nunca. Sin embargo, aun yendo con un pensamiento cien por cien positivo, la suerte tampoco le acompañó esa tarde. Cuando ya jugaba su décimo cartón, cuando tan sólo le faltaban dos números para ganar el bote más grande y sus nervios empezaban a ponerse de manifiesto... una mujer sentada detrás de él cantó bingo. En ese instante, todos sus sueños desaparecieron de un plumazo y su breve excitación se apaciguó como si le hubieran tirado encima un gran chorro de agua fría. Hecho polvo, se giró y vio a la chica joven –y no señora– que había truncado ese momento que podía haber sido glorioso para su bolsillo y para su moral. Se suele decir que hay gente que nace con estrella (una pequeña élite) y otros que nacen estrellados (la gran mayoría de los mortales). Y también se comenta que quien tiene suerte en el amor, en el juego no la tiene.
Mientras recogía sus cosas lentamente y con parsimonia, meneó el monedero y se percató de que apenas le quedaban dos euros. Fue así como comprobó de sopetón que las malas lenguas no mentían: cuando uno entra al bingo o a un recreativo de cualquier tipo, sabe perfectamente la hora en la que entra, pero nunca a la que va a salir. Una cosa lleva a la otra y solamente cuando no te queda ni un céntimo en el bolsillo, miras el reloj sorprendido porque han pasado las horas como si fueran minutos. Y la sorpresa se torna preocupación –o temor según el caso– al pensar que tu mujer está en casa esperándote desde hace un rato para cenar románticamente en un buen restaurante (de lujo y muy caro, por cierto) que previamente tú habías reservado por teléfono.
En ese instante de sentimientos encontrados, él deseaba tan sólo escuchar unas palabras de consuelo de quien fuera. Por eso precisamente y no por otra cosa, exclamó en voz alta y con mucho pesar: "Seguro que no hay nadie en este mundo con más mala suerte que yo. Me han faltado únicamente dos puñeteros números para ganar el bingo". Y la única respuesta que recibió inmediatamente fue: "A mí cinco".
El autor de esta frase tan poco alentadora había sido un chico de unos treinta años. Poco después, este joven se levantó rápidamente de su asiento sin apenas mirar a su alrededor y, sin mediar ninguna otra palabra más, se marchó. Al principio, Jorge no pensó nada en particular porque en ese momento su cabeza estaba en otras cosas. Únicamente le importaba solventar de la mejor manera posible el mal trago que debía pasar al llegar a su casa. Ni tenía humor para discutir con su esposa por el retraso, ni tampoco se le ocurría un buen argumento que justificase el hecho de no tener suficiente dinero encima para invitarla a la esperada gran cena.
En cambio, mientras caminaba hacia su casa apresuradamente, empezó a analizar detenidamente lo que había sucedido. Nadie hubiera dado importancia a una frase tan simple como esa –"A mí cinco"–, pero en verdad entrañaba una realidad cada vez más extendida hoy en día de lo que cualquiera pudiera pensar; una realidad que no tiene nombre concreto, pero que se percibe día tras día y minuto tras minuto. Jorge pensaba, un paso sí y el otro también, que desde no hace mucho tiempo el ser humano se está aislando paulatinamente de todo lo que le rodea. Estamos dejando de sentirnos miembros de una comunidad social que mira hacia el mundo, para dar paso en su lugar a un conjunto de individuos que sólo miran hacia sí mismos.
El contexto del siglo XXI (en el que nos imbuimos hace ya la friolera de 10 años) está creando personas autistas. El autismo real es un desorden en el desarrollo neurológico que deteriora la comunicación social de las personas que lo padecen. Consiste en alejarse involuntariamente del mundo en el que se vive y de las personas que se tienen alrededor. Pero más allá del síndrome autista como tal, los síntomas propios de este desorden neurológico también están, de alguna manera, asentados y desarrollados a nivel social e, incluso, a nivel familiar. Puede que sean las circunstancias y no nuestra voluntad las que propician esta realidad que tanto se asemeja a una especie de autismo social o autismo colectivo.
Con los avances y también, por qué no decirlo, con los retrocesos que la sociedad ha experimentado en los últimos tiempos, cada persona se ha acostumbrado a vivir en su propio mundo, con sus propios problemas y sin importar los que tienen las otras personas. El ser humano de hoy en día no escucha, sino que oye; no mira, sino que ve; no siente, sino que nota; y no saborea, sino que simplemente come.
Ese joven que contestó con una simpleza tan rotunda "a mí cinco", en vez de responder con un sincero "lo siento", o un cordial "no se preocupe, otra vez será", no escuchó la decepción de mi amigo, no se molestó en mirarlo y tampoco sintió su profunda decepción. Por el contrario, solamente oyó una mera sucesión de palabras, vio o quizás sólo intuyó la silueta de un hombre sin reparar en la mirada de sus ojos (que se dice son el espejo del alma) y, en definitiva, yo creo que tampoco pudo sentir siquiera nada en especial por él.
Así es como este hombre, afortunado en el amor y desafortunado en el juego, aprendió un poco más, si cabe, sobre la condición humana. Al mismo tiempo, decidió, por un lado, no volver a apostar nunca más en el bingo y, por otro, que él no quería ser un mero autista social. Por eso, apresuró el paso con decisión para llegar a su casa lo antes posible, mirar a su mujer sin agachar la cabeza, escuchar con hombría la bronca que, sin duda, sí se merecía, y pedirle perdón por llegar tarde y jugarse un dinero que no les sobraba precisamente. También pensó en romper su hucha particular para coger parte de lo que estaba ahorrando desde hacía unos meses para una de sus máximas ilusiones, que era comprarse una buena cámara de video. Así podría invitar a su mujer a esa romántica cena que tanta ilusión le hacía. Quería compensarle la espera, pasar una bonita noche junto a ella y, sobre todo, sentirla muy... muy cerca.
Laude Ortiz
(http://img150.imageshack.us/img150/7007/mano1sq8.jpg)
UNA AMISTAD INSÓLITA
Jorge es un cincuentón muy apuesto, bastante guapo y muy despistado, como muchos intelectuales. Es un excelente catedrático de sociología en una prestigiosa universidad privada de Madrid, muy atento con sus estudiantes y muy exigente también. Se siente totalmente realizado en su trabajo. Es alto, moreno y tiene mucha prestancia. Lleva unas gafas muy finas y elegantes, típicas de la clase social a la que pertenece. Se define como apolítico, ya que ha llegado a la conclusión de que la política no sirve para nada y casi todos los políticos son unos corruptos. Para él, todos los políticos pertenecen a la misma raza. Siempre va muy elegante y tiene buen carácter. Tiene mucho sentido del humor y le gusta disfrutar de la vida. No ha tenido mucha suerte en su vida sentimental. Se casó, pero no le fue muy bien después de unos veinte años de matrimonio y se divorció cuando su hijo ya había crecido lo suficiente. El mal del siglo. Después de su divorcio, se convirtió en bisexual. Nació en Salamanca, donde estudió y trabajó unos cuantos años. Tuvo que venir a Madrid donde encontró un trabajo que le interesaba más. Tiene algunos amigos que ve más bien poco, por la vida tan agitada de la capital, donde todo el mundo va a lo suyo.
Segismundo acaba de cumplir los sesenta años. Es más bien bajito, pero no tiene ningún complejo. Es una magnífica persona de aspecto normal. Vive en un pueblo muy tranquilo del norte de España y se dedica a trabajos del campo. Su trabajo es muy sacrificado. Vive feliz con su mujer y sus dos hijos, mayores ya y a punto de independizarse, en una finca de tamaño mediano con muchos animales y un terreno donde cultiva verduras y plantas que vende para ganarse la vida. Se casó muy joven, a los veintidós años, y el matrimonio le va bastante bien. Es feliz así. Tiene pocos amigos, ya que su trabajo y su familia le absorben tanto, a pesar de que vive en un pueblo.
Jorge y Segismundo son conscientes de que viven en un mundo que no deja de evolucionar. Tienen un ordenador, como mucha gente. Jorge utiliza el suyo de vez en cuando para su trabajo, pues tiene que anotar en el ordenador algunos datos de sus estudiantes que le entregan textos que han escrito en su PC. También hace consultas frecuentes en Internet. En algunas ocasiones, lo ha utilizado durante sus clases. Mientras que Segismundo utiliza el ordenador de sus hijos más bien por diversión.
Un día, nuestros dos personajes coinciden de una forma totalmente casual, un fin de semana, en un chat cualquiera de España. Primero se pusieron a charlar con todo el mundo, en la sala general. No era muy interesante: muchas cosas aburridas y triviales y discusiones absurdas. Había un poco de todo, como en la vida real. La única diferencia es que no ves a los demás. Simplemente son nombres, que llaman "nicks", totalmente anónimos, de lo más diverso; algunos con un nombre real o ficticio, otros con un calificativo más o menos inteligible, muy poco originales. Y después de un momento, Jorge decidió tener una conversación privada con alguien que escogió. Su nick era Segismundo. Le chocó el nombre, por lo poco corriente que es y quiso saber quién era. El "nick" de Jorge era su nombre real. Y así fue como empezó su conversación:
Jorge: Hola, ¿qué tal? Soy Jorge. ¿Segismundo es tu nombre real? Habrá poca gente con un nombre como el tuyo.
Segismundo: Hola. Encantado. Sí pues, claro que lo es. ¿Pa qué lo voy a esconder?
J.: Poco corriente, ¿verdad? Me llamó la atención. ¿Te apetece charlar un rato?
S.: Sí, ¿por qué no? ¿De qué quieres hablar? Esto es muy anónimo. Ya nos iremos conociendo.
J.: Sí, claro. Eso creo también. ¿A qué te dedicas? ¿Dónde estás?
S.: Pos soy campesino. Lo mío es la agricultura, las vacas, las gallinas, las ovejas, los tractores en el campo, la uva y en fin, todo lo que tiene que ver con el campo y la agricultura. Y vivo en el norte.
- En el norte. Muy buena gente ¡Qué interesante! Todo verde y rico... digo yo, ¿o no?
- De todo hay en la viña del señor. Pos soy de donde soy, ¿qué más da?
- ¿Te gusta lo que haces? Es una vida interesante y sana, según se mire, ¿no? Yo soy de la capital. Tenemos mucha contaminación y bastante ajetreo. Madrid me mata, dicen aquí.
- Pos no me gusta el ajetreo. Aquí todo es muy pequeño y todo el mundo se conoce y se entera de tu vida privada. Es el pueblo. No puedes hacer lo que te dé la gana sin pasar desapercibido, como en Madrid. Tenemos que recorrer varios kilómetros para distraernos en la capital más cercana, para ir al cine, y esas cosas. Pero también tenemos fiestas en pueblos cercanos. ¿Estás contento en Madrid? ¿Te gusta lo que haces? ¿A qué te dedicas?
- Sí, me gusta. Uno se acostumbra a todo. Es mi trabajo, soy profesor de sociología en una universidad privada. No tengo más remedio que estar aquí, donde hay más posibilidades.
- Mírale, profe de universidad privada, ¡na menos! ¡La vida padre! ¿Se portan bien los estudiantes contigo?
- No me puedo quejar. Pero nada de vida padre. Eso cree todo el mundo. Ya sabes, no son niños. Doy mi clase y tomo mucho interés. Me ofrezco a ellos por si tienen dudas o quieren ayuda en sus estudios. Les escucho cuando tienen problemas. Procuro animarles y concienciarles de que estudian para forjarse un porvenir. Luego, Dios dirá, con la situación actual del trabajo. En estos tiempos modernos, no veas lo difícil que lo tienen en esta sociedad cada vez más competitiva.
- Ni que lo digas, amigote profe. Por cierto, tengo unos hijos que ya están estudiando, estudios superiores, me refiero. Uno tiene 19 años y está acabando F.P. Se llama Nicasio. El otro, Ricardo, tiene 21 y quiere ser médico. Está en Madrid precisamente, en su segundo año de estudios.
- ¡Qué bien! Les deseo toda la suerte del mundo. ¡Que Dios te los guarde! Bueno, colega, creo que voy a tener que irme ahora. Mañana madrugo y ya es hora de ir a la cama. Por cierto, ¿qué edad tienes? Yo cuarenta y siete.
- Muchas gracias. Yo también madrugo, como todos los días. Creo que voy a hacer lo mismo que tú. Tengo cincuenta y un años. ¿Quedamos en contacto? ¿Aquí en el chat? ¿O tienes Messenger o teléfono?
- Sí, por supuesto. Nos vemos en el chat. No quiero dejar teléfono de momento. El Messenger más adelante. ¿Estarás dentro de una semana? Yo sólo puedo entrar los fines de semana. Si quieres, te dejo mi mail. Así me lo confirmas, ¿ok?
- Vale. Yo también te lo dejo. Nos escribimos para charlar un rato. El mío es segis.mundo@segismundo.com.
- ¡Qué adelantado! Bien, te dejo el mío: jorge.profe@jorge.com. ¡Qué coincidencia!
- Pos sí, amigote profe. ¡Hasta la semana que viene!
- Lo mismo digo. Cuídate y feliz semana.
Delfín
(http://www.photoshop-designs.com/imagenes/plumas-negras.jpg)
Lucía así lo hizo. Llegó a su casa, tomó la almohada y el cuchillo y subió a la terraza. Hacía algo de viento. Rajó la almohada y más tarde volvió a la iglesia.
-Padre, ya he hecho lo que me dijo. Ahora déme la absolución.
-Antes contésteme a una pregunta. ¿Cuándo rajó la almohada... qué ocurrió?
-Todo se llenó de plumas.
-Pues ahora vaya y coja todas y cada una de las plumas y vuélvalas a introducir en el almohadón.
-Pero, padre, eso es imposible. El viento las esparció por todas partes. No sé donde están... No puedo tener control sobre ellas.
-Pues lo mismo pasa con los chismes y las habladurías. Nadie los puede controlar. Cuando alguien habla mal sobre cualquiera de sus congéneres, aunque crea que el rumor va a correr poco o nada, no es así. Las lenguas van y vienen y nadie puede controlar las palabras. No quiero darte la absolución, ahora vete, haz propósito de enmienda y no vuelvas a pecar.
AMÉN.NIHIL NOVUM SUB SOLE
- nada nuevo bajo el sol -
AQUEL DÍA, OTRO DE TANTOS, Lucía decidió ir a confesarse, dado su marcado carácter religioso. Había cometido pecado de palabra; había hablado... mal. De una amiga...
-Ave María Purísima
-Sin pecado concebida.
-Padre, me acuso de chismorreo. He hablado mal... de una amiga.
-¿Qué motivos ha tenido para hacerlo?
-Ninguno, padre. De hecho, no tengo pruebas fehacientes para demostrar lo que he dicho de mi amiga.
-¿Entonces... cómo justifica este acto?
-No lo sé, padre.
-¿Cuánta gente sabe, o conoce, el alcance de estas habladurías?
-No demasiada, pero quiero que me dé la absolución. No puedo seguir viviendo así... con esta reconcomia. Sé que he hecho mal y quiero ponerme a bien con Dios.
Quiero que me perdone.
-No, no puedo darle la absolución. Antes de hacerlo debe hacer lo que le voy a mandar. Vaya a su casa y tome una almohada y un cuchillo. Súbase a la terraza y raje la almohada. Luego venga a verme a la Sacristía.
Ldo . Gome c i l lo s
(http://www.elpais.com/recorte/20091108elpepunac_11/XLCO/Ies/hombre_ola.jpg)
HEROE DE UN SUEÑO
Como llegar ahí, me preguntaba, siempre lo mismo, que será aquel sueño, ¿Por qué?, de que vendrá.
Tantas preguntas sin responder, ¡hoy será el día!, ¡hoy será el día! ¿Estaré loco? Como mi mente me llena del absurdo. Algo esta mal pensaba preocupado, será que mi mente estará traicionando mi racionalidad, iré camino a la locura, ¡hoy será el día! Mí mente
vuelve a recordarme, ¿Qué locura? ¡Ayer fue el día!
Vuelve el sueño que por tantos años me despierta en medio de la noche, preocupado, sorprendido, abrumado, temeroso.
Espera no te muevas, mantente allí le decía, mientras las olas golpeaban su espalda con tal fuerza que fundían su cuerpo al murallón, ¡no aguanto más! me gritó desesperadamente, ¡Espera! ¡Espera! no te des por vencido, le gritaba en aquella noche oscura con varias lunas nunca antes vistas.
Se escuchaba el fuerte rugido que provenía del choque de las olas contra el murallón y contra ese sujeto que se mantenía allí pegado como un molusco en la roca.
No veía la forma de llegar a el, solo había una sobresaliente donde solo caían los pies horizontalmente al murallón, nada donde pudiese sujetarse con las manos, solo las palmas los dedos, la mejilla todo el cuerpo pegado al murallón, tengo que salvarlo pensaba y a la vez rogaba que las olas no lo desgarraran del murallón, su vida dependía de que no cayera ¿Cómo llego allí? Ansiaba despertar, era inútil, no puedo regresar, siento en mis labios la salinidad de ese mar embravecido.
No se escuchaba palabra alguna del sujeto que permanecía aferrado al murallón, volvía a decirme mi mente, tienes que salvarlo, han pasado horas que ese cuerpo ha estado soportando las olas que querían desprenderlo y llevarlo a las profundidades, ya estoy cerca le grite, estoy llegando, ninguna respuesta de aquel sujeto, mis palmas pegadas al muro y deslizándome lentamente encuentran la mano de aquel individuo, por fin llegue, tranquilo, saldremos de aquí, afírmese de mi muñeca, tenemos todo el tiempo, hay que deslizarse lentamente, ¡no despegue el cuerpo del murallón!, su mano se aferro fuertemente a mi muñeca y como un solo cuerpo comenzamos a deslizarnos para lograr llegar al alerón que sobresalía, mi mejilla mi sien sentían la suavidad y la humedad del murallón. Vamos a salir de aquí le grite, ya que el ruido del oleaje era ensordecedor.
De pronto, estaba observando desde las alturas como íbamos saliendo de aquel lugar, un oleaje más enfurecido golpeaba nuestros cuerpos, como una forma de demostrar su enojo por no lograr su cometido el arrancarnos del murallón, observaba desde lo alto como una especie de estallido fugaz de tenue luz iluminaba aquellos cuerpos cuando estos eran golpeados por las olas. Les queda poco, no se rindan trataba de decirles sabiendo que no me podían escuchar, observaba como esos cuerpos se aferraban a la vida y al murallón.
Les falta poco, lo lograran les grite desde las alturas a esas personas, yo sabia que yo era su única salvación, en ese momento mi mano siente el borde de aquel murallón ¡ ya llegamos ¡ tranquilo, por fin mi mano encuentra donde sostenerse y el alerón sobresaliente era más espacioso perfectamente cabíamos los dos, ahí permanezco un breve rato hasta sentir el abrazo fuerte y enérgico de aquel sujeto, solo lo abrase con un brazo ya que uno me sostenía al muro, tendremos que saltar le dije, déme su mano lo haremos junto, ese murallón estaba como sostenido en el aire, abajo se veía una hermosa arena blanca donde tendríamos que caer, contare hasta 3 y saltamos le dije, siento en mi pectoral su respuesta que con su cabeza me demostraba el estar de acuerdo, ya, uno, dos y tres, en el aire mientras íbamos cayendo para llegar a esa hermosa arena logro ver el rostro de aquel individuo, ¡ERA MI ROSTRO!
Caí en la arena, solo, sin nadie más.
De pronto mi cabeza entre dos senos tibios, acogedores, una mano que desde mi frente recorría suavemente mi cabeza hasta mi nuca, una y otra vez.
¡Ya, Ya, pasó!.............tuviste una pesadilla me decía mi madre, sentada al orilla de mi cama, quieres contarme lo que soñabas, no recuerdo le dije sudoroso, Hoy han pasado 40 años y recordé aquella pesadilla la que dejo estampada en esta hoja para que se sepa que fui un héroe...........en un sueño.
Porque, si no me salvaba no hubiese regresado a estos tiempos.........
Roberto Navarro
(http://www.elbolson.com/ottone/images/valle_encantado.JPG)
EL VALLE ENCANTADO
Había una vez, perdido entre las más altas montañas, un valle en el cual todo era en blanco y negro. La luz blanca del Sol nacía todas las mañanas haciendo desaparecer poco a poco la negra noche y bañando de mil tonalidades grises todo el valle. El cielo, el río, las montañas, los habitantes, los animales... todo parecía pintado por una paleta de un solo color, el gris. Diferentes tonos, diferentes matices, pero gris, sólo gris.
Los habitantes del valle ya estaban acostumbrados a esa vida unicolor, era la única que conocían. Y aunque circulaban leyendas en las cuales hablaban de tiempos remotos en los cuales existía un mundo lleno de color, esas historias las dejaban para los niños y su imaginación. Pero Roy sabía que no era sólo una leyenda. En el centro de su corazón sabía, o quizás debería decir deseaba, que aquella historia hubiera sido real alguna vez.
Así que cuando cumplió los 13 años, pidió como regalo a sus padres el "Gran libro de los Misterios". Cuando se lo dieron, no pudo esperar ni un minuto y rápidamente lo desenvolvió y se fue a su habitación a leerlo. ¡Qué maravilla! Era lo que siempre había deseado, incluso había un capítulo en el que se hablaba de un mundo antiguo lleno de color, su leyenda favorita. Con la ilusión de alguien que piensa que ha descubierto un tesoro, leyó una y otra vez ese capítulo que hablaba de una piedra mágica que creaba colores y del pájaro Arco Iris.
Esa noche casi no pudo pegar ojo pensando en la leyenda y la piedra mágica y lo poco que durmió se lo pasó soñando que era un gran explorador y recorría el mundo buscando un gran tesoro. Era de madrugada, muy pronto aún, cuando le despertaron unos golpecitos en la ventana de su dormitorio. Se levantó, descorrió la cortina y vio un pequeño pájaro gris picoteando el cristal. No se lo podía creer, el pájaro que estaba allí y le miraba directamente a los ojos, era igual que el del dibujo del "Gran libro de los Misterios", el pájaro Arco Iris. ¿Seguiría durmiendo y era un sueño o era realidad? Abrió la ventana y el pajarillo entró en su habitación revoloteando hasta que se fue a posar exactamente en el libro que le habían regalado. El libro estaba abierto y el pajarillo picoteaba una y otra vez en una esquina del mismo. Roy se acercó y pudo comprobar que el pequeño pájaro estaba señalando una parte de un mapa donde contaba la leyenda que estaba escondida la piedra mágica.
- ¿Por qué haces eso?, preguntó Roy, ¿qué me quieres decir?
Y entonces el pajarillo voló en círculos sobre el libro y salió volando por la ventana. Roy fue detrás de él y sintió como que el pequeño pájaro quisiera que le siguiese.
- ¡Espérame, no te vayas!, gritó el niño.
Se vistió rápidamente y salió corriendo buscando al pequeño pájaro. Por fortuna, sus padres no se habían levantado aún y no tuvo que dar explicaciones. El pequeño pájaro gris estaba allí, esperándole volando en círculos y le piaba para que lo siguiese. Roy así lo entendió y empezó a correr detrás de él.
- Espera, vuela más despacio, no puedo seguirte.
Al cabo de media hora, y tras alejarse del pueblo, llegaron a las montañas y el pájaro empezó nuevamente a volar en círculos. Roy fue adonde le señalaba el pajarillo y descubrió que tras unos setos había escondida una pequeña cueva.
- ¿Qué quieres decirme?, ¿Qué entre ahí? Los niños tenemos prohibido entrar en las cuevas, aunque es muy pequeña para que entre una persona mayor. "Qué puedo hacer?", pensó Roy.
Pero el pajarillo empezó a piar y a ponerse nervioso alrededor de la entrada de la cueva. En ese momento, Roy se acordó del sueño que había tenido esa noche en el cual era un gran explorador. Cogió aire, soltó el miedo que le paralizaba y entró en la cueva. Era pequeña, oscura y con ese característico olor a humedad y, para colmo, al cabo de un par de metros tuvo que ponerse a cuatro patas. "Realmente no sé lo que busco, ni por qué estoy aquí, pensó Roy, pero bueno, ya que estoy voy a entrar un poco más."
Tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, pero cuando logró distinguir la silueta de las paredes de la cueva, descubrió una pequeña luz tenue que emanaba del fondo. Se agachó un poco para poder entrar más adentro y entonces se llevó la sorpresa más grande de su vida: realmente había una luz que salía del fondo de la cueva pero... ¡era una luz amarilla! Nunca había visto nada que no fuera de color gris, todo era gris. De modo que aquella leyenda tenía razón. Esa pequeña luz y lo que iluminaba se volvían de color amarillo. Rápidamente excavó con sus manos donde estaba la luz y descubrió un cristal multicolor ¡era la piedra mágica! Y él la había encontrado.
El libro tenía razón, la leyenda era verdadera, la piedra mágica existía y también los colores. Agarró el cristal y fue saliendo de la cueva hacia atrás poco a poco. Una vez fuera, el pequeño pájaro le estaba esperando y fue a posarse sobre el cristal que tenía el niño en la mano. En ese momento, el pajarillo gris se transformó en un pájaro multicolor.
- ¡Dios mío! Tú eres el pájaro Arco Iris de la leyenda, gritó Roy.
Pero no sólo el pájaro, la luz entraba por un lado del cristal y cuando salía por el otro, llenaba de color todo lo que iluminaba.
- ¡Es maravilloso, qué bonito es todo lleno de color!
Y entonces descubrió que sus ropas eran multicolores, la hierba verde, la montaña marrón y el cielo azul como el río. "Me gustaría compartirlo con los demás, pensó Roy, pero ¿cómo puedo hacer para que todo el mundo vea los colores como yo?" Entonces el pájaro Arco Iris empezó a piar y le señaló el monte más alto que rodeaba el valle. "Ya entiendo, dejaré el cristal en la cima del monte más alto para que refleje la luz del sol y bañe de colores todo el valle". Así lo hizo y todo el valle se llenó de color, de vida y de alegría.
Cuando Roy bajó de la montaña y entró en el pueblo, vio a todo el mundo en la calle mirando todas las cosas y descubriendo sus colores. Era algo increíble, ¡qué bonita era la fruta, toda llena de colores! Y la ropa y la naturaleza y hasta las personas con colores diferentes en el pelo, en los ojos, en la piel... Un nuevo mundo lleno de colores y matices se desplegaba delante de ellos, no se lo podían creer. Desde ese mismo día cambiarían hasta sus sueños, serían de bonitos colores. Todos los habitantes del valle pasaron por casa de Roy a llevarle regalos y agradecerle que hubiera hecho posible ese milagro. "Eres un valiente, Roy, le dijeron, te estaremos eternamente agradecidos, has llenado nuestra vida de color y alegría". El pequeño Roy se sentía el niño más feliz del mundo y se prometió a sí mismo que nunca dejaría de creer en las leyendas ni en la magia.
Pasó el tiempo y los habitantes del valle se acostumbraron a su nueva vida llena de color. Por fin podían poner semáforos en las carreteras y saber si una fruta estaba verde o madura antes de comerla simplemente por el color. Gracias a los colores podían disfrutar de una vida más bella, pero también podían ver más diferencias que antes. Por ejemplo, se dieron cuenta de que unas casas eran más bonitas que otras por tener colores más vivos y brillantes. También vieron diferencias en su color de piel: unos eran blancos, otros negros, otros marrones... y en el color de sus ojos: azules, marrones, negros...
Estas diferencias empezaron a incomodar a unos y a otros y a generar una envidia que antes no tenían cuando vivían en la ignorancia de sus grises vidas. La evolución conlleva responsabilidad. Ahora todo era más complicado: ya no podías ponerte cualquier prenda de ropa, tenía que casar con el color del resto, todos querían tener el pelo más rubio y los ojos azules eran considerados signos de belleza. Y el que no entraba en ese juego era considerado "antiguo" y se le marginaba.
El gran regalo que habían tenido de los colores sólo había servido para aumentar las diferencias entre la gente y crear problemas. Así que un día el alcalde del pueblo tuvo que tomar cartas en el asunto y decidió acabar con el origen de todos aquellos problemas.
- Si no somos capaces de vivir con el gran regalo que nos han dado es porque no nos lo merecemos, así que mejor seguir como antes, con nuestras tristes vidas.
Y ordenó subir a la cima del monte más alto a quitar de allí la piedra mágica. Roy acompañó a los hombres del alcalde hasta el lugar donde días antes la había colocado y con una gran pena cogieron la piedra de cristal. De repente, todo se volvió gris como antaño. La montaña perdió su color, el río, cielo, ropa, piel, todo se tiñó de una escala de grises triste y fea.
- Dádmela, es mía, yo la encontré, gritó Roy, me pertenece.
Los hombres quedaron pensativos, pero decidieron dársela pues veían que el chico tenía razón. El pájaro multicolor que había vuelto a ser gris, se posó cerca de Roy. Estaba triste como él y los dos escaparon de allí con la piedra.
- No sé qué hacer con la piedra, dijo Roy al pajarillo ¿La vuelvo a dejar en la cueva escondida hasta el día que estemos preparados?, ¿la rompo para siempre?
El pequeño pájaro se posó en su hombro y le pió cerca del oído. El niño no se lo podía creer, pero ¡entendía lo que quería decirle el pájaro! "Parece que nos hemos hecho muy buenos amigos, pensó Roy, o igual es que es un pájaro mágico de verdad". Así que, siguiendo las instrucciones que le daba, se alejaron aún más de los hombres que había enviado el alcalde y subieron al punto más alto que encontraron. Allí, el niño lanzó lo más alto que pudo la piedra mágica. Y llegó tan alto, tan alto, que desapareció entre las grises nubes del cielo gris.
Los habitantes del valle siguieron con sus tristes y grises vidas, viviendo en la seguridad de su mediocridad. Pero cuentan las historias que, cuando llueve y sale el Sol, un multicolor arco iris aparece sobre el cielo del valle, recordándoles un tiempo mágico de belleza y color. Y en sus corazones renace la esperanza de un tiempo futuro en el que puedan vivir con igualdad en un mundo lleno de color.
Pedro
(http://www.herndonfineart.com/images/Royo/royo_andaluza.jpg)
LOS BISTÉS DE PANCHITA
"No me yamen Paca, yámenme Panchita, que así me pongo máh bonita y ebito ser tan flaca".
La joven, en sus veinticinco primaveras, de ojos negros almendrados, talle menudo, caderas sabrosonas, en lo mejor del canto paró de cantar. Se llamaba Francisca Garcés y detestaba que sus amigos españoles la llamaran Paca o, peor aun, Paca Garcés lo que, en sus oídos criollos, le sonaba demasiado a un Pa' cagarse, y ella no era ninguna cagona.
"Que no se te ocurra casarte con Juan la Risa ni con uno que se apeyíe Miedo".
Tenían razón. Con Juanito la Risa todavía pasaba. Pero con un tal Miedo, de ninguna manera. ¿Iba a llamarse ella Paca Garcés de Miedo? "Nasí sin mieo y tengo regüena digestión", acotaba al punto.
No obstante, tenía miedo. La constante preocupación de verse de primera, de no ponerle un kilo de sobra a su más que agraciada figura, a menudo le había quitado el sueño y roto la cabeza. Qué no había hecho con tal de mantener la belleza. Consejo que le daban, consejo que seguía al pie de la letra, con una disciplina digna de milico.
La Carmelita le había pasado la última recomendación, y si ella lo decía, entonces era cierto. En los labios la canción de moda, a pasos coquetones se acercó a la carnicería de don Filomeno. "A ber, a ber, don Filito. Déme dos bistocos de lomo, don Filito. Córtemeloh bien finitoh y naíta de grasa. Vd. sabe, ¿no? Mire que Vd. ya me ha enchufao unah piltrajah que no se lah comía ni el gato de doña Esperansa".
De izquierda a derecha en menos que canta un gallo la desnudó el carnicero de mirada bizca y turbia que apenas contenía las ganas de enchufarle una auténtica piltrafa, a fin de que supiera lo que es un pedazo de carne enardecido por continuos deaires. El enrojecimiento de los ojos no se debía a un desmedido consumo de alcohol, era el producto de haber leído innumerables novelas de amor en noches de terco insomnio y soñar imposibles. El pobre se queó turnio de tanto echarle el ojo a la Panchita, decían las lenguas de doble filo, comentario que le dejaba frío hasta el momento.
Aún soltero a los sesenta, dueño de cierto capitalito, una casa en Viña del Mar, fuera de una quinta en el campo, no veía la hora de hacer pareja, hallar esa mitad naranja tan ansiada. Como la Panchita por ejemplo.
Sin despegarle los ojos de los pechos, cuyos pezones ya querían horadar la blusa de organza celeste, envolvió los bistés y la persiguió hasta ver desaparecer esas sentaderas escaleras arriba. Consciente de la admiración que cosechaba a su paso, del despite del carnicero, Panchita se alegró del ahorro. Sabía que era no la primera ni tampoco la última vez.
El día continuaba abochornado. De tarde en tarde soplaba una brisa húmeda y media tibiona. Poco amiga de comer a deshora, enemiga acérrima del alcohol, sea cuales fueren sus formas y sabores, si importados o nacionales, acabada la ducha fría se hizo una doña limonada. A continuación desplegó la silla playera y la acomodó en la terraza.
Antes de tirarse a dormitar se encaminó a la nevera, sacó los bistés, les retiró el papel. Pecando de meticulosa, vanidosamente se contempló de cuerpo entero en el espejo de la salita y se los acomodó en la cara. Uno cubría la frente, el segundo partía del mentón, describía una curva hasta tocar el primero. Libres quedaban la nariz y los ojos.
"Háselo doh beseh por semana y bai a ver como quedai. La carne fresca chupa toah lah impuresah y te deja er cutih como poto de guagua. Te bai a bé máh bonita toabía".
Saboreados los consejos de la Carmela prometió ponerlos en práctica esta misma tarde. Mientras durara la terapia nada mejor que distraerse observando las idas y venidas callejeras. Mirar sin ser vista ni sentirse presa de las avideces masculinas, un magnífico y provechoso deporte.
Dos horas después se asomó el sol. A eso de las siete empezó a alejarse. De amarillos, gualdos, naranjas y rojos decentes se tiñó el horizonte, lo encendió antes de entrar el caregallo en la mar verde y seria. Vestida de blusa y calzones negros, de ésos que allá se llaman «dónde estás que no te veo», Panchita dejó pasar un saco de instantes danzarines. Le encantaba acoger la noche sin moverse. Cerró los ojos. Soñó varias lejanías, en las cuales había países distantes, exóticos, y un rubio dueño de un palacete.
"Le juro que no lo sentí entrar. Por lo máh sagrao, por mi mesma maire se lo juro. ¿De aónde ía a saber yo quién era? Pa' que bea Vd. Yo esta'a en la siya y pajariando. Parese que me andúe queando media dormía porque me piyó desprebenida. Pero no tanto porque me desperté. M'entró un julepe que juera ése que se leh mete a lah mujereh. Disen que se lah biola ahí mismo... y yo anda'a en calsoneh; ahí yo no respondo, fíjese. Conque me piya así, no sé qué hubiera pasao. Güeno, sí lo sé, pero mejor ni pensar. Eso eh to. Sin ponerle ni quitarle".
Al carabinero de turno le faltaban manos para escribir. Adaptarse a la velocidad del habla de la Pancha, era tan o más díficil que hacerse el tonto cuando ella se abría la blusa, se cambiaba de piernas. Se hallaba aquí para prestar declaración. Así lo reclamaba la ley, así lo exigieron los carabineros que habían acudido al lugar de los hechos.
Nada más sentir los gritos de su Panchita, don Filomeno, cuyo departamento estaba situado en la planta baja del edificio de cinco pisos en que vivía la mujer de sus sueños, discó el número de la policía y les solicitó venir de inmediato.
Se apersonaron dos horas más tarde. Eran tres carabineros jóvenes. Sin decir una palabra, en fila india ascendieron los cuatro al quinto piso. No hubo necesidad de llamar porque la puerta estaba abierta.
"Vd. sa'e, don Filo que, loh bierneh por la tarde, yo siempre m'echo una siestita anteh de salir por ahí a dar una güerta. Güeno, con la calorsita que hasía, no me ía a estar tapando. Así que me acosté así no máh, Vd. sae cómo?"
Don Filomeno cerró los ojos. La imagen que le había facilitado el insomnio de anoche se ajustaba de perlas a lo que masajeaban sus ojos. Lo que es los tres carabineros, se mantuvieron a la expectativa. Exagerando la gentileza comunicaron que debía acompañarlos a la comisaría. Tras revisar la cocina descendieron los cinco.
"Güeno, pa' qué le boy a mentir. Yo estaa durmiendo de lo lindo cuando me despertó un ruío. Un ruío raro. Bibo sola y estoy acostumbrá a la soleá. Me conosco toitito loh ruíoh d'esta casa. Ése... no. Ahí m'entró el julepe. Temiendo lo peor, busqué por aquí y ahí y no encontré ná 'onde esconderme. De repente como que miro p'atráh y beo er ropero. Ese ropero de treh cuerpoh eh un recuerdo de mi agüela. Tan güena que era la pobre y morirse bajo la Dorih, una baca bieja que tenía un mal del pecho. ¿Lo que eh la bía?
Güeno, como le ía contando. Yo sentí un ruío y me metí en er ropero. Hise a un lao loh bestíoh y me puse entre medio. En una d'ésa, unoh pasoh. Se oían clarito. Despuéh, una buya como arguien sacando y metiendo argo de loh cajoneh. Er perla me reborbió casi to el departamento. No sé qué ***** andaa buscando. Como sea, la cosa eh que no lo encontró. Entonseh ar lindo se le ocurrió abrir el ropero. Mala suerte, digo yo, muy pero requeté muy mala suerte".
De nuevo le rogó el carabinero no apurarse tanto que nadie la estaba persiguiendo ni nadie quería comérsela... salvo quien tomaba nota y la soñaba desnuda. Evitando una borrachera hormonal frente a esa anatomía divina, le recordó que estaba en la comisaría y no despachando el expreso de las nueve ni cazando liebres de a pie. Panchita se reacomodó la blusa y se alisó la faldita por enésima vez. Tal vez demasiado corta como para exigir concentración de parte del escribiente. Acabado el repaso candente de una línea, que sólo estaba en la imaginación del escribiente, le hizo una seña para que continuara, pero por favor en buen español.
"Como le ía disiendo, mi teniente..."
El carabinero se alzó de un salto, peló unos dientes amarillentos y la corrigió: "soy cabo no máh, todabía no me alcansa pa' teniente. Haga el fabor de seguir. No bamoh a estar aquí hasta que lah belah ya no ardan".
Panchita acercó una silla destartalada y se sentó.
"El finao me puso una cara d'ésas que se ben en películah de mieo. Tampoco yo púe reasionar. Reasionar a tiempo digamoh. Imagínese: loh doh máh o menoh a oscurah, la luna ar fondo, pa' máh recacha, gordita, y dándome en la cara. Como le ía disiendo... mi cao, el fulano ése puso una carita d'espanto y no le salió ni una palabra. En la bía había bisto unoh ohoh d'ese bolao. Ésoh no eran ohoh, mi teniente; perdón, quise desí mi cao, eran botoneh de payaso. Qué sé yo, paresían ohoh de foca arrecha. Inmóbileh loh tenía er desquisiao y me miraan y me miraan, como si nunca hubieran bisto a una mujer.
Se jue d'esparda igual que loh monoh porfiaoh en la kermes cuando uno leh da. To lo que se había embolsao, se le bino ar suelo. Ahí, entre medio de to er desparramo ése, estaa er caco. Pensé que le había dao un patatúh. No sé. Un desmayo. Pero se jue el tiempo y seguía tal cual. Sin moberse ni respirar. Tiritando de julepe me aserqué a ber si toabía tenía purso. Ná. No tenía ná 'e purso. Tampoco le funsionaa la cuchara. ¿La agarra? Er corasón.
¡*****! Por la mismísima *****. ¡Qué saía yo que er gil ése sufría de la cuchara! Yo que él no me pongo a roar pueh. Me jui a la terrasa y como que se me le andúo escapando er manso auyío. Y don Filo, que no la corta de mirá p'arría, a bé si por uno de loh ahujeroh que hasen suh ohoh me piya en pelotita, aparte de usteeh, loh ñatoh de l'ambulansia, se tiraron p'arría. Eso eh to. Yebénselo máh mejor. No pienso pasar la noche ar lao diun fiambre, leh dije, y eyoh estubieron de acuerdo. Se lo yebaron y chao pescao".
La soltaron a la media hora. Panchita dio un respiro de alivio. Eran casi las doce de la noche y el estómago le rugía de hambre. Sin pensársela dos veces se fue a su piso. Sobre un plato bajo de cerámica yacían los bistés que había fisgoneado la policía. Aunque metieron los dedos varias veces en el cuerpo del delito, resolvieron no decomisarlos.
Corría una brisa refrescante cuando dio cuenta de los bistés fritos con cebolla y ajo, y rehogados en vino tinto. Bien acompañados de arroz graneado, de la infaltable ensalada de tomates con cebolla, no faltó mucho para incluso comerse las descoraciones del plato. Con lo cara que estaba la carne no iba a tirarlos a la basura. Además, eran de lomo de buena calidad. Por hoy determinó quedarse en casa. Mañana pensaba salir. A darse una vuelta y bailar junto al mar.
Aliro
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MAMÁ: ¿A QUE EL PERRO ME QUIERE?
Hoy nos hemos peleado con mamá. Es el día de Halloween, y como estamos de vacaciones, ha prometido llevarnos a la fiesta que se hace en los túneles. Estas galerías están entre un pueblo y otro cercano por el antiguo camino de la costa. De día hay muchos pájaros allí, si uno los mira bien parecen murciélagos. Por las paredes de los túneles hay humedad y hasta se ven trozos de cielo. La gente dice que se parecen a los refugios a los que bajaba la gente en la Segunda Guerra Mundial, pero que estos no aguantan ni un chaparrón fuerte.
La pelea ha sido porque ella insistía en vestirme de pastorcillo. A mí, una niña de nueve años. Le he dicho que no, pero como no tenía otro disfraz, acepté. Me dijo que debía recogerme el pelo para que pareciera un varón. Y dije que no porque se me verían mucho las orejas, pero a cambio de ir, también acepté. Con un trozo de corcho quemado me pintó un bigote, en realidad, yo hubiese preferido un bigote y una barba postiza de tela o lana. Mamá me dijo que ninguno de los pastores que ella conoció llevaba barba. Yo le dije que el abuelito de Heide, sí. Lo vi por la televisión.
A eso no contestó.
Mi hermano también se ha puesto pesado. Dijo que él no iría vestido de avispa otra vez. Que ese disfraz del año pasado estaba bien para el colegio, pero que ahora era mayor.
—Un año mayor —recalcó.
Mi madre dijo que o iba de avispa o no iba.
Él preguntó que por qué no tenía un traje de Superman, y ella dijo:
—Pregúntaselo a tu padre.
Mi hermano contestó que si estuviera papá tendría el traje de Superman o el de Batman o el de Spiderman, y yo no dije nada para no empeorar las cosas. Decidí pensar que dentro de mi traje de pastor y con el bigote, no me reconocería la gente.
A mi hermano ir de avispa le parece ir con un traje de niña. Lo mismo que a mí, ir de pastor me parece ir con un traje de niño.
—¡Pero si estabas muy contento el año pasado cuando saliste de figurante en la obrita de teatro de fin de curso! Una avispa entre tantas flores...
Mamá no parece entender que cambiemos tanto de un año a otro.
Quejosos pero vestidos de avispa y pastor, sólo faltaba para irnos que se vistiera ella.
Se arregló poniéndose una blusa y una falda.
Yo le dije que estaba muy guapa.
—¿De veras? Esta falda tiene diez años —le encanta hacer alarde de nuestra pobreza y de lo bien que nos arreglamos con ella—.
Antes fue un vestido. Y la blusa: tiene ocho años, antes fue una falda. Menos mal que sé coser, sino ¡qué sería de nosotros!
Cuando por fin salimos de casa y nos dirigimos al paseo marítimo camino de los túneles, ya era de noche. Por la calle, mi hermano y yo, íbamos admirando los disfraces de los demás, y quizá ambos pensábamos lo mismo: que si queríamos salir disfrazados en carnaval, tendríamos que volver a salir, lamentablemente: yo de pastor y él de avispa. Sólo pensarlo causaba dolor de estómago y resultaba horrible. Fue en ese momento cuando nuestra madre viendo una pareja joven sentada a una de las mesitas de un restaurante, dijo:
—Mira esos dos, compartiendo un postre con dos cucharitas —y se rió.
Yo no entendí qué quiso decir. En realidad, lo normal es que nosotros —los niños— cuando compartimos un postre lo hagamos con la misma cucharita aunque nos de asco tocar con la lengua la saliva del otro, no sé si mi madre se refería a eso. Para sorpresa de mi madre, mi hermano fue corriendo hacia la pareja porque tenían a los pies un perrazo enorme. El animal estaba en paz, y era precioso. Mi hermano llevaba pidiendo un perro varios años. Así que cuando mi madre fue a buscarlo para alejarlo de la pareja, el niño lloroso y acariciando al perro, preguntó al dueño:
—Señor: ¿a que el perro me quiere? ¿A que sí?
Y la mujer contestó:
—Claro que sí, cariño.
Mi madre sonrió con una mueca forzada, y atrajo del brazo a mi hermano hacia nosotras, y así nos fuimos: ella y yo en silencio. Él varios pasos por detrás nuestro, llorando.
—¡Quiero un perro!— chillaba mientras lloraba.
Yo le cogí el brazo a mamá, no sé con qué intención, quizá con la de sentirme querida pero no sucedió.
Mi madre me dijo como si fuera un secreto. El secreto de una madre a una hija que es ya casi una señorita de nueve años:
—Si estuviera aquí tu padre no nos pasarían estas cosas.
No sé si fue un reproche, un deseo o una amenaza. No lo comprendí.
En ese momento mi hermano se acercó preguntándome:
—¿A que el perro me quiere? ¿A que sí?
Y antes de que yo pudiera contestarle que sí, nos rodeó un grupo de mis compañeras del colegio, todas ellas disfrazadas, y yo me quedé pensando que nos habían descubierto por culpa de mamá que no llevaba disfraz. Delante de mis amigas, mi hermano volvió a la carga:
—Mamá ¿a que el perro me quiere? ¿A que sí?
—¡Pero qué dice éste...! —dijo una de mis amigas y lo cogió de la mano y se lo llevó diciendo—. Ven que allí está Alfonso esperándote.
Y mi hermano sonrió pensando que Alfonso también estaría vestido de avispa, porque habían actuado juntos en la obra de teatro de fin de curso; pero no, resultó que estaba vestido con un traje nuevo de Superman. Pasado un rato en que Alfonso le mostró lo que era capaz de hacer con el disfraz de Superman, mi hermano acabó pidiéndole prestada un rato la capa, y luego nos contó que voló y voló hasta encontrarse con papá. Mamá puso una cara de «eso no me lo creo yo...», y se contuvo de tirarle de las orejas o darle un coscorrón, pero mi hermano se quedó muy a gusto, tanto que yo estaba segura de que no le importaría salir en carnavales a la calle vestido de avispa porque su amigo Alfonso estaría por allí y volvería a prestarle la capa de Superman.
Rataplán
(http://byfiles.storage.live.com/y1p5bD6gEx1er931d2ocFc5ZqYpl9MHqA07FcvWTln4xsRuxj3Vf97KQGZBpGY1uzGSvZ_Hc49tRak)
Alas y luz
De pronto estaba en ese enorme salón, lúgubre, húmedo, tenebroso, gritos de dolor se escuchaban desde todas las habitaciones que daban sus puertas a éste. Me sentí aterrada, un olor hediondo me impedía respirar, mientras sentía un frio correr por mi espalda. Un deseo enorme, urgente me llevó a huir de ese lugar espantoso, me vi saliendo por esa enorme puerta casi sin tocar el piso. Para encontrar afuera el mismo paisaje de desolación, donde todo vestigio de vida había sucumbido a la oscuridad, era un cuadro de árboles petrificados, aridez y ruinas.
Sentía que algo me desgarraba y la angustia apretaba mi pecho sin piedad. En un desesperado intento para no ver más, cubrí mis ojos con una de mis alas... ¡Queeé!!!!!!!! ¡Una de mis alas!!!!! ...¡Oh dios, tengo alas!
Sí, tenía alas, que alegría, me inundé de una energía avasallante, vertiginosa y eché a correr levantándolas, sorprendida y feliz. Con la emoción y la sorpresa no me había percatado que con sólo moverlas transformaba todo a mi paso, por donde iba crecían las flores, se iba desplegando una alfombra de todos los colores tras de mí, los árboles se cubrían de hojas y el sol ahora, aparecía dorado llenándolo todo de luz.
Entonces armándome de coraje decidí entrar, desde el mismo umbral ya levanté mis alas, he inmediatamente se callaron los gritos de esos seres torturados, mis lagrimas cegaron por un momento mis ojos y al aclarar mi visión, cientos, miles de hombres y mujeres vestidos de blanco, ahora con el alivio suavizando sus rostros, pasaban buscando la salida, sonriéndome agradecidos, algunos me abrazaban y continuaban su peregrinar, libres ya sin cadenas y parecía que habían aprendido algo que llenaba sus imágenes de paz.
Quizás soñé esto, por el fuerte deseo de que se terminen ya las atrocidades, que suceden segundo a segundo en el mundo en que vivimos.
Quizás, soñé esto, por el deseo de que de forma mágica, como si borráramos un mal trazo, tan sólo con el pensamiento pudiéramos convertir la oscuridad en luz.
Quizás... si esto, no fuera tan sólo un sueño o pesadilla y yo tuviera alas, cambiaria todo llenando a los seres del mundo, de sentimientos de amor, de paz y de humanidad.
Entonces yo no tendría que hacer un viaje hacia un mundo irreal
Nel
(http://radio.rpp.com.pe/confidencias/files/2009/05/mujer.jpeg)
ANTOÑITA
Gaviota, nunca un pan con mermelada, paladar seco. Sus rodillas nudo como gelatina en su frágil mundo, donde la sacan, sin gusto corriéndole sus piernas pares de hilos; con su eterna falda, caída hacia muy abajo como es ella. Boca herida, mientras ve a la gente que no quiere mirarla.
Es como un abono más para ninguno que quiso iluminarla adentro. En sus ovarios, seguramente torcidos (dijo el ginecólogo mientras serio escribe y la enfermera es amante) nadie podrá llevarla a un parque -para decirle mentiras- lleno a gritos o de silbatos y coros.
Pago para la muerte, que no desea matarla sólo para demostrar que es poderosa. Antoñita es cruzada la avenida, sin ayuda cae como hoja tenue que es, muerta la pájara en su mismo oleaje, muerta es. Una cosa será mirar a estas aves y otra cosa es mirarlas. Quienes han observado han entendido la melancolía de paseo por el mar: un cadalso húmedo, largo, escriturando caracoles muertos. Mirar una gaviota es no querer nos dejen solos, a ritmo de puñal del ebrio pescador, del tiburón que persigue, parece, mientras un guardia dormita en la apestosa red-comisaría a mil metros. Esto es mirar a Antoñita, paseada por los otros pocos muy al olán del pueblo, o al centro donde a ella le parece igual porque su mundo es la orilla desde que la enfermedad apretujó en sus huesos. Así sucede en contra de nuestro mismo espejo, de nuestra misma historia que ahora se convierte en cuento y una hada maligna (no todas las virtudes son necesariamente mágicas) sorprende al ángel nuestro somnoliento.
Una saliva mundial crece en el parque. ¿Quién de salvaje por equivocación vendrá y violentará para entregarle un hijo? Si enfermos somos estos que la contemplamos, la vemos como desconocidísima paisana, amiga, amante, compañera, hija. Que no extrañamos ninguna navidad, ni nunca.
Un estrépito virgen, de vez en cuando, cálido, relata la manera auténtica del hombre, un júbilo hacia abajo del alma, donde fecunda un ojo de vicio otras costumbres.
Aquí está ella.
-¿Cómo te llamas?- se atreve a preguntar alguien al paso.
Y una voz tenue, quebrada, apunta su mínimo poder al suelo.
-Soy Antoñita- dice, y eso es todo.
Quién de los que beben su lugar tramando ajenas suertes, quién. Porque en su padecimiento, esta pobrísima mujer deteriorada, percibe, nos conoce, observa y, con bondad, sonríe.
Balam
EL BACALADITO TRAVIESO
Érase una familia de bacalaos que vivían, bastante unidos, en lo más recóndito del mar.
Su casa, abierta a las olas y al paso continuo de otros peces y moluscos, se encontraba
en una zona siempre llena de tiburones, de anzuelos sospechosos colgando sobre sus
cabezas, de barcos bacaladeros merodeando por los alrededores, de pulpos con malas
intenciones, de ballenas soltando sus clásicos chorritos cada vez que se movían, de
buzos despistados. Pero el nuestro era un bacalao saltarín. Se llamaba el bacalao Vicen-
tito y era muy travieso, por lo menos más travieso que el resto de los bacalaos de su
barrio marítimo. El bacalao Vicentito, aunque era muy joven, ya estaba aburrido de
vivir con una familia que no salía nunca de su trozo de mar, ni siquiera los domingos o
el día del padre (porque las familias de bacalaos también celebran el día de la madre, del
padre o de su comunidad acuática). Vicentito lo que deseaba era dedicarse a correr
mundo, a visitar a otros bacaladitos que había conocido algún sábado o a otros
amiguitos del amplio mundo de la bacaladería, a ver las verbenas y contemplar como se
lo pasaban bien los demás pececillos de su rincón oceánico, a divertirse en una palabra.
Una mañana se levantó muy temprano de su camita de bacalao y decidió tomar una
Decisión. (Las camitas de bacalaos están hechas con una especie de algas suaves en
forma de juncos, con trocitos de paja humedecida que caen de los barcos vagabundos y
de suaves arenitas del fondo del mar). Bueno, a lo que íbamos. El bacalao Vicentito se
levantó muy despacito, muy despacito, y mientras su mamá bacalada, su papá bacalao y
sus hermanos bacaladitos estaban durmiendo, ¡zás, hizo un quiebro y se escapó!. Subió
corriendo, dando grandes aletazos, a la superficie del mar, que ese día estaba en calma y
se montó en un barco bacaladero que andaba por allí faenando como siempre. Y cuando
ya estaba escondido en el bacaladero oyó al capitán que decía:
-¡Vamos chicos, aquí se ha terminado la faena por hoy, ya llevamos buena pesca!, ¡vá-
manos para casita!, ¡rumbo a la costa!, ¡a la costa...!.
Y todos los marineros que eran muy fieros, muy feos y muy bajitos dijeron a una:
-¡A la costa, a la costa, a la costa¡. (Es que no tenían mucha imaginación los pobrecitos).
Y entonces el barco bacaladero, como no tenía que hacer más que le mandaran,
comenzó a navegar hacia la costa, la costa, la costa y el bacaladito muy contento
vio como él también iba hacia la costa con el barco bacaladero.
Al llegar a la costa el bacaladito observó como todas las mujeres, que eran las esposas y
las madres de los marineros, salían corriendo de unas casitas blancas con unos pañuelos
de colorines en la cabeza y se dirigían al muelle a ver llegar el barco. Y unos otros, los
del barco y los del muelle cantaban, se saludan, y poco después se abrazaban, lloraban,
volvían a cantar, y se ponían muy contentos. Pero, ¡ay1, también vio la parte mala de la
pesca, la parte más dramáticamente negativa. El barco bacaladero estaba lleno de baca-
laos que habían pescado los marineros en alta mar. Y ya sabe lo que sucede cuando los
marineros pescan bacaladitos en alta mar y van con ellos hacia la costa, la costa, y luego
pescaderías, pescaderías....
Perrunilla
(http://4.bp.blogspot.com/_Z7w2eR6BcaQ/S2Xt-OgERmI/AAAAAAAABSU/CSD14tfD9io/s400/fantasma+de+una+ni%C3%B1a.jpg)
LA VISITA
Vivo solo, en una casita pequeña y nada acogedora. Mi madre diría, por ponerle un término, por calificarla de un modo brusco y riguroso, que es harto desangelada. Los techos son altos, las paredes húmedas, la cocina extensa. No hay una sola habitación donde parar a gusto.
Sin embargo, desde la estrechez de la solana, desde la balaustrada de madera (innoble, todo hay que decirlo) y mi inapropiado sillón de teca, tengo unas vistas magníficas de la iglesia y sus alrededores. En esos alrededores, debo decirlo, se incluye el pequeño camposanto donde descansan buena parte de los vecinos y un estrambótico pintor haitiano que aquí vino a morir hace unas décadas.
Como trabajo fuera, debo coger el coche todos los días. El pueblo es muy tranquilo, y, si no hay previsión de lluvias, dejo mi solana abierta a los campos. Me parece que, al volver, la sala se ha impregnado de ese aroma de hortensia antigua y reventona que rodea la fachada, se ha limpiado de humedades y malos espíritus.
Una noche, mientras oía las noticias sin interés, me pareció escuchar un murmullo tenue por las escaleras, un quejido apagado, casi imperceptible, un estremecedor llantito de dos segundos apenas. No voy a negar que se me erizaron los cabellos. Bajé el volumen de la radio, esperé un poco, y, al no escuchar más nada, me convencí de que estaba algo sugestionado. Posiblemente un mueble que cruje, un papel que se mueve en el cubo por su propio desequilibrio, una ramita traviesa en la ventana de la buhardilla.
La noche pasó como todas, fría, sin movimiento.
Marisa, la vecina, que solo viene a pasar los fines de semana, es cada vez más reacia a quedarse en invierno. Dice que se hace de noche muy temprano, que hay cortes de luz intermitentes, que llueve con descaro, que el saberse acompañada de tantos muertos la pone, al fin y al cabo, de los nervios. Yo, cordial, le sonrío, y le afirmo que son precisamente los difuntos los vecinos más recomendables, pues de nada se quejan si tienes una fiesta o una reunión familiar de esas que hacen historia. Yo, por supuesto, no las celebro, pero ¿quién quita que en un futuro no muy lejano cambie de hábitos?
Algunas noches, es cierto, nadan por entre las tumbas luciérnagas salvajes. Es hermosa su luz fosforescente. Yo las imagino repasando esos nombres iguales, de familias enteras, de Castañedas y Abascales, algunos ilustres, con escudo y blasón de lambrequines. Aquí se estila la lápida de piedra y epitafio lacónico, que de poco parlanchines en vida no se deben esperar soliloquios extensos.
Era 20 de febrero. Lo recuerdo bien porque teníamos en puertas un congreso que iba, por fin, a darnos cierto trabajo, y era muy de agradecer, pues mano sobre mano pasábamos los días desde el de Reyes, en que se fueron los últimos engañados por el encanto rural, tan desapacible en el fondo.
Llegué a casa sobre las cuatro. Había comido con mis compañeras, un emparedado sobrio y un café caliente. Ellas tenían otros planes, en los que no me vi incluido en ningún momento, así que, con mi discreción característica, conduje despacito hasta mi casa.
Abrí la puerta y ya lo percibí. En la sala de abajo solo había un gabanero antiguo y esquinero, comprado por una minucia en un anticuario que cerró posteriormente (de eso me preciaba, de ser experto en la quiebra de negocios ajenos), y un banco corrido de estilo castellano. En la pared colgaba una marina de escaso valor que heredé de una tía artista y solitaria.
Por la escalera era casi insoportable. No olía a hortensias como otras veces, ni a la humedad característica de los muros de piedra: era una mezcla de triste crisantemo y perfume infantil, de sudor de ejercicio y de juegos eternos.
Estaba sentada en el sillón, junto a la chimenea. Tenía frío. Como no me asusté, ella me ofreció la más desconsolada de sus sonrisas.
—Tengo hambre, dijo con voz metálica.
Yo pensé que los fantasmas no comían, no tenían necesidades humanas, salvo las de pasear de vez en cuando por recordarnos a los más vivos su existencia.
—¿Quieres un vaso de leche?, le pregunté, pues lo veía adecuado para una niña de su edad. Era castaña, de ojos claros y angelicales, y le calculé unos siete años. Su rostro ceniciento y su camisón etéreo no me planteaban dudas sobre su procedencia.
En un rincón del cementerio había una tumba pequeña, siempre llena de flores. En ella descansaba, o al menos eso creíamos, una niña llamada Áurea, que murió de unas extrañas fiebres del Trópico a principios de siglo. Habían elegido el mejor cobijo para la niña, pues a su lado crecía un precioso ombú, tan extraño por aquellas tierras, que la protegía de las inclemencias del tiempo.
La niña me miraba. Se levantó con un gracioso salto y se dirigió a mí. No podría describir su tacto. Parecía desvanecerse, como el algodón de azúcar, como la espuma de la bañera de cuando éramos niños.
Creo que iba descalza. Sus pisadas no se oían. Parecía volar, caminar en una plataforma sin ruedas ni sonido. Me indicó con un gesto que la siguiera, y me condujo de la mano a la escalera. Allí, en el descansillo, se abría una original hornacina de poca profundidad en la que se refugiaba, imperceptible, la escueta figura de una virgen con el niño. Era una imagen sedente de un gótico primitivo y sombrío, muy pequeña y desgastada, pero aún se conservaban el gesto adusto de la madre severa y la mirada fría del niño en su regazo. Cuando compré la casa intenté quitarla de allí, por una especie de mal presentimiento, por un rechazo natural a los fetiches; pero aquella estatuilla se resistió con una furia impropia de su santidad. Así que allí se quedo, amalgamada con la piedra, aferrada como las apariciones antiguas o los refugiados de una guerra que buscan a toda costa huir de una quema segura.
La niña señaló la cavidad con su dedito mugriento. Parece que eso es lo que iba buscando. Yo quería explicarle que aquella figurilla había quedado para siempre unida a la pared, pero temía alguna extraña reacción, algo así como que se le iluminaran unos ojos demoniacos, se le despertaran los instintos de zombi verdadero y la emprendiera conmigo sin motivo aparente; que, si los niños no se atienden a razones, uno de aquellas características no debía ser una excepción. Sin embargo, no pronuncié palabra y me acerqué, para que ella pudiera comprobar la dificultad de concederle su deseo.
La niña no llegaba a la oquedad. Por eso se empinaba y se apoyaba en el pasamano de la escalera con perseverancia y obcecación. Parecía obedecer a una especie de hechizo, pues no había desánimo en sus esfuerzos. La barandilla emitió un murmullo tenue, un quejido apagado, casi imperceptible, un estremecedor llantito de dos segundos apenas; pero esta vez si consiguió asirse a la estatuilla, que, sin dificultad, como en los cuentos del rey Arturo, se desprendió del muro sin problemas. La niña, con sonrisa triunfante, se olvidó por completo del hambre que traía. Eso sí, educadamente, me dio las gracias por todo y se esfumó.
Atolondrado, me dio tiempo a asomarme a la solana. Desde allí se veía el rincón del cementerio, con su pulcra tumba de flores y su ombú. Bajo el árbol la esperaba un estrambótico negro que recibió solemne el idolito, le pasó la mano por la cabeza y me dedicó una blanca sonrisa agradecida y maliciosa.
Cándida Eréndida
(http://chinavillamellera.files.wordpress.com/2007/09/amor-oscuro.jpg)
¿Por qué?
1.
¿Por qué? Esa pregunta me ha perseguido durante toda la vida. Por qué hice esto, porqué no hice aquello. Sí, lo sé. Es inútil pensar así. No se arregla nada. Lo único que consigues es hundirte, pensando en lo que pudo ser y nunca fue. Pero no puedo evitarlo. ¿Por qué?
Antaño fueron días maravillosos, llenos de felicidad. Pero éramos jóvenes, quizá demasiado. Sólo teníamos catorce años pero el amor que yo sentía por ella, incondicional, no ha desaparecido en todo este tiempo. Y ahora ese recuerdo me llena de pesar y amargura pensando que ya no encontraría el amor en mi vida nunca más.
¿Por qué nos separamos? No lo sé. Solo sé quien tuvo la culpa. Yo. Y eso me mortifica más todavía. En aquellos tiempos conocí el amor. Lo conocí con ella. Ella me hacía sentir el mejor, me quería con total devoción y yo la correspondí con un adiós.
¿Por qué soy así? Tampoco lo sé. Preguntas sin respuesta que salen de lo más hondo de mi mente. Donde los recuerdos se hacen realidad. Solo por un momento.
Ha pasado mucho tiempo y mi vida ha seguido a trompicones yendo con unos y con otros, nunca con nadie fijo. Por supuesto conocí a más chicas, incluso tuve un par de novias más o menos serias. Pero una relación sin amor no acaba fraguando nunca a mi modo de ver las cosas. Las acabé dejando. Su recuerdo siempre acaba siendo más fuerte que todo lo que me rodea y acaba por vencer. Ya lo tengo asumido. Si no es ella no va a ser ninguna. Lo tengo más que asumido.
La vida sigue y uno se acostumbra a sobrellevar el pesar. Ya hay días que no pienso en ella. Hago mi vida cotidiana tratando de no pensar, de no recordar, concentrándome en las tareas mundanas de todos los días. Sin pensar en ella. Mentira. Ya lo sé. Las lágrimas vuelven a mis ojos. Su recuerdo nunca se borrará. Ojala volviese a verla. ¿Por qué no la busco?
Y cierro mi diario con un sentimiento totalmente renovador. La buscaré.
2.
Cuando salgo a la calle todo me parece diferente, como si hoy me hubiese levantado en otra ciudad igual a la mía pero maravillosa, luminosa, colorida y la gente simpatiquísima. Disfruto del momento. Me encamino como todos los días a la panadería, luego tomo el camino que me lleva de vuelta a casa. Subo al ascensor. Entro en casa.
¿Por qué buscarla? Ese pensamiento me atormenta. No puedo más que pensar que han pasado muchos años, que ella tendrá su vida, que se habrá casado e incluso tendrá hijos. Pero no puedo hacer otra cosa ¿Y si no?
Y salgo otra vez de casa. Me dirijo al coche, me monto y lo arranco, espero unos momentos a que el motor coja temperatura. Mis pensamientos vuelven a ella. La vuelvo a ver en mis recuerdos. Con su larga melena castaña, sus ojos azules como el mar en un día de sol y sus labios, rosados y carnosos, que me hacían sentir en otro sitio que no corresponde a esta vida. La recuerdo mirándome, deshaciéndome. Recuerdos. El coche está más que caliente. He debido estar más tiempo del que creía.
Acelero y salgo de la plaza. Al pasar con el coche por mi ciudad me parece que va todo en cámara lenta. Los edificios a mi alrededor. Los miro sin importancia. La gente en la calle, todos pasan muy cerca los unos de los otros sin inmutarse, sin ni siquiera levantar la vista. La vida en las ciudades, todo el mundo tiene prisa y yo los miro a todos, sus caras, contándome si han llevado una buena vida o no han pasado más que penurias.
Paro en un semáforo. Me quedo mirando a una pareja de adolescentes de más o menos catorce años. Son felices y lo demuestran, se hacen carantoñas y se besan mientras se alejan, carentes de la noción del tiempo. Ellos tienen todo el del mundo.
Se pone verde y mientras acelero suavemente me fijo en una chica que podría ser ella. La imagino en las demás. Pero cuando se dan la vuelta el dolor vuelve.
Pero esa chica... Es ella ¿no? Me quedo mirándola demasiado rato para los demás coches, que me pitan acaloradamente. Me enfado por no poder quedarme más tiempo y asegurarme bien. Salgo bruscamente sin fijarme en el coche que viene por mi izquierda a gran velocidad.
3.
Estoy tirado en el suelo. Puedo mover la cabeza unos milímetros a la derecha, lo justo para ver el otro coche. Lo veo todo como con niebla pero alcanzo a ver el morro del otro coche hundido por el impacto, todos los líquidos de los coches brotan a mí alrededor. Las luces de los sanitarios aparecen ya y aparcan cerca. Veo dos ambulancias, una por coche.
Me montan en la camilla tras inmovilizarme totalmente por las fracturas, a mi derecha alcanzo a ver a la otra víctima. Es una mujer, joven, creo, pues está llena de sangre. Su pelo castaño está ahora teñido de rojo en la zona de la frente, sus labios, carnosos, se mueven lentamente abriéndose y cerrándose como si gimiera de dolor y justo antes de que la metan en la ambulancia, como si quisiera tomar conciencia de lo que ha pasado, y haciendo un gran esfuerzo la chica abre débilmente los ojos y mira todo alrededor como buscando algo hasta que se topa con mis ojos y se queda paralizada, observándome.
Y de repente me doy cuenta y la miro con más intensidad. Esos ojos. Esos ojos azules.
Esos labios, ese pelo. Esa mirada. Es ella.
Mi corazón late con mucha fuerza y no puedo moverme. El dolor es insufrible pero tengo que llamarla. Es ella.
-Se nos va- Oigo decir a un sanitario
-Desfibrilador- Piden por otro lado
¿Qué es lo que pasa? No puede ser, no puede irse. Pero no es para ella sino para mí.
Siento que me voy, mi corazón late arrítmicamente y podría pararse en cualquier momento.
Siento una descarga que tensa todos los músculos de mi cuerpo. Y todo se va volviendo cada vez más negro. Mi corazón ya no late, mis músculos están relajados, ahora descansaré, ahora dejaré de recordar, ya no dolerá más.
Pero otra descarga vuelve a tensar todo mi cuerpo.
He vuelto. Oigo sirenas y la ambulancia a todo trapo por la ciudad camino del hospital.
He vuelto. Ahora vuelve el dolor. Pero no importa. La he encontrado. Todo se vuelve negro.
4.
Cuando vuelvo a despertar me encuentro en una sala blanca y verde, rodeada de cortinas la cama y enchufado a un montón de aparatos. ¿Por qué estoy aquí? No lo sé. Intento moverme pero no puedo. Justo alcanzo a mover el único ojo que no tengo vendado. Intento mirarme pero no veo más que vendas y escayolas por todo mi cuerpo. ¿Qué me ha pasado?
No me acuerdo de nada.
Unos familiares vienen a visitarme todos los días y me van explicando lo qué pasó. Un accidente de coche me dicen. Un cúmulo de circunstancias, comentan, yo me salté un semáforo justo cuando se puso en rojo y la chica, por su cuenta, quiso apurar más de la cuenta el suyo. ¿Una chica?. Me responden que tuvimos un golpe muy fuerte. Yo estuve a punto de morir el mismo día del accidente pero salí. La chica está en la UCI en constante vigilancia, muy grave.
Según dicen los médicos la chica tiene tantos traumas que debería estar muerta, pero sobrevive, dicen que no saben de donde saca la fuerza para seguir viviendo. Los sedantes no le hacen efecto, tal es la cantidad de dolor que sufre. Pero sigue aguantando, incluso mejorando día tras día.
Que chica tan fuerte. Cuando mejore iré a verla.
Y pasan los días y voy mejorando. Ya no tengo vendas y puedo andar por el hospital en silla de ruedas. Y cuando lo hago veo a la gente en cámara lenta. Aquí no hay alegría. Y tampoco recuerdos. Y siento que me falta algo. Algo importante, y no sé lo qué es.
Es por la tarde y quiero ir a ver a esa chica. La sacaron de la UCI hace tiempo. El médico me dice que estará en planta en alguna habitación. Llego y la chica está tendida en la cama pero despierta. Ya desde la puerta siento una extraña familiaridad con ella.
¿ELLA? Llamarla así ha despertado algo en mi interior. Algo perdido.
Me acerco y la llamo, ella se incorpora y me mira. Me quedo mirándola yo también.
No decimos una palabra. No hace falta. Los recuerdos vienen a mí en tropel, todos, es ella. La encontré. Y ahora sí, nos dirigimos el uno al otro con dos preguntas, esta vez con respuesta:
-¿Por qué no volvemos a estar juntos y esta vez para siempre?
-¿Por qué no?
M. B. Jones
(http://4.bp.blogspot.com/_NNyAF7Y-HaU/SwW_lMbsJOI/AAAAAAAABIs/4GguasdgUt4/s400/2449010485_dfa17df786_o.jpg)
La cuadratura del círculo
Por primera vez, una de aquellas mujeres que viven dentro de los círculos se fijó en mí. Créeme, no es fácil que una de esas mujeres se fije en ti, sobre todo si tú vives dentro de un cuadrado. Quienes viven dentro de un círculo suelen ignorar a quienes habitamos en un cuadrado. Las cosas han sido así desde hace muchísimos años, tantos años que incluso hemos olvidado los motivos por los que nos ignoran. Parece absurdo, porque en realidad tan sólo nos separan detalles geométricos, pero así son las cosas: hay todo un mundo de distancia entre habitar en un cuadrado y hacerlo en un círculo.
Los círculos son otra cosa, tan redondos, tan livianos, sin aristas ni esquinas que tuercen abruptamente para volver a juntarse con otro lado igual de vulgar que el anterior. Los círculos, sin embargo, tienen la elegancia de lo esférico, la magia de lo circular, el glamour de lo infinito, y por eso, quienes viven dentro de ellos, tienen todo el derecho del mundo a sentirse únicos, diferentes a los demás.
Y por eso también me sorprendió que aquella hermosa dama del círculo se fijase en mí, precisamente en mí, un tipo que vive en un vulgar cuadrado y que sólo podría ofrecerle monótonos ángulos de noventa grados. Ella iba dentro de su círculo, como levitando, como si fuese la diosa de algún Olimpo matemático. Yo, en cambio, vagaba errante dentro de mis mediocres cuatro lados ¿Qué pudo ver en mí? No lo sé, sólo sé que me miró, desde arriba, claro, porque los círculos siempre sobrevuelan por encima de nosotros, como en un espacio exclusivo para ellos, para que no haya ninguna duda de quién está arriba y quien abajo.
Tal vez sean ilusiones mías, pero juraría haber visto en su fugaz mirada una armoniosa mezcla de simpatía y compasión. Juraría que con su mirada vino a decirme "Hola y adiós, amor mío, tal vez en otra vida hubiésemos sido felices juntos, estoy segura, quizá en otra vida lo seamos, cariño mío, pero ahora es imposible, lo sabes, tú viajas en un vulgar cuadrado, mi vida, viajas como un alma en pena, y mírame a mí, en mi círculo, tan brillante, tan divina... Otra vez será, vida mía, adiós, mi amor...". Y luego se fue alejando hacia arriba dentro de su círculo, que cada vez se iba haciendo más y más pequeño hasta desaparecer finalmente tras una nube de colores.
Y allí me quedé, sólo, abatido, encerrado entre las cuatro vulgares paredes de mi cuadrado y con esa frustrante sensación de haber dejado pasar de largo al amor de mi vida.
José Manuel Dorrego Sáenz
(http://news.bbc.co.uk/nol/shared/spl/hi/picture_gallery/06/americas_inside_a_bolivian_jail/img/3.jpg)
SOLO POR HOY
¡¡Lomitos, Churrascos, Ases, Completos, Café, Té, Bebidas!!
Mi oferta es tan diversa como la fauna humana que cada fin de semana recorre mi esquina en la calle Bío-Bío con San Isidro: Viejos perdidos, predicadores evangélicos, Punks, Nazis made in Chile, adolescentes animé, chicas de paso, etc.
Todos envueltos con el halo sepia de la pobreza.
Todos se miran, me miran, miran los precios y preguntan.
Todo este lugar se convierte en una cápsula, donde cada uno puede jugar a ser algo que no es, pero solo en los sábados y domingos de acá. No sirve el truco en otro lugar de la ciudad.
Yo los miro sonriente y sigo ofreciendo: ¡¡Lomitos, Churrascos, Ases, Completos, Café, Té, Bebidas!! Aunque para mí, este conjuro es solo por el fin de semana.
Sputnik
(http://faculty-staff.ou.edu/L/A-Robert.R.Lauer-1/Galicia3.JPG)
GALICIA, TERRA PARA NAMORAR
Nunca podré entender que los gallegos tienen meigas y que saltando unos fuegos se le van a uno los malos espíritus y que en esta tierra hay brujas, y para que se vayan se grita: ¡Meigas fóra! Esto, por lo visto, forma parte de las tradiciones gallegas que seguí muy de cerca el verano pasado cuando mis padres me enviaron para aprender español, recién cumplidos los dieciocho. En realidad, creo que aprendí poco español, pero sí muchas expresiones gallegas y mucha, mucha cultura gallega.
En los Cursos de Español para Extranjeros, en dónde me había inscrito desde mi país (Bélgica) conocí un grupo de jóvenes fantásticos que me ayudaron a divertirme durante el verano y no estar sola un momento. Me llevaron de excursión por toda Galicia (en verano, siempre están de fiesta). Es fantástico.
Aquí se dice: ¡Ay, qué gaita!, supongo que en honor a la gaita gallega que aquí se toca tanto.
También se hacen recorridos muy simpáticos en barcas como en Betanzos, la r o u t e de los Caneiros, que a mí me recuerda a muchos perros de caza, pues "can" es "perro" en gallego. No dejo de aprender. Van muy alegres y bien acompañados de botellas de vino y se tiran por el río. Aquí no hay toros, pero sí caballos y les quitan las crines llevándose un premio a cambio: el caballo conseguido. ¡qué original!
Comen sardiñadas, polvo a feira, empanada, pimientos de Padrón (dónde nació una tal Rosalía) y que pican un montón, percebes y muchos mariscos (es tierra de marineros). No sé traducir todo esto pero está buenísimo. La verdad es que los gallegos se cuidan muy bien.
Así, poco a poco, Xoan –mi formador de español, que dirigía todos los programas y excursiones de turismo, y estuvo siempre pendiente de mí-, fue entrando en mi "petit coeur" y, aunque en principio íbamos unos cuantos, luego él, no sé por qué, comenzó a llevarme sola. Claro, debió pensar que con tanta gente no podría aprender igual. Con certeza.
Me llevó a San Andrés de Teixido, dónde van todos los muertos que no pudieron ir de vivos o algo así. Aquí hay unas leyendas estupendas: unas señoras venden unas plantas para enamorar y hay que ponerlas en una prenda del amante para que se cumpla el hechizo; también se debe beber de las tres fuentes pidiendo un deseo en cada una de ellas y ofreciendo todo ello al santo.
No sólo conseguí quedarme hechizada en este precioso santuario, sino que mi principal deseo se cumplió al instante. Mi nombre es Smita pero Xoan me bautizó cariñosamente con el nombre de "Meiga" por mi obsesión con la noche del San Juan que no acababa de comprender, que él me aclaró con tanto cariño con esas tiernas palabras que usan los gallegos, y me conquistó para siempre en esta tierra única de Galicia dónde hay meigas, y todas, menos yo, se van.
Doña Tecla
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TODOS SOÑAMOS
A menudo Luís soñaba con su pasado, lo cual le perturbaba. Soñaba con personas, lugares y hechos de su infancia y adolescencia. Sus sueños, que no siempre resultaban desagradables ni angustiosos (aunque de estos también los había) le llegaban tan claramente, con tanta nitidez y detalle que le asustaba. Soñaba con los amigos del barrio, con las fiestas de fin de año y aquellos asados junto al arroyo, organizados por la directiva del club de fútbol de su pueblo, el Atlético Salsipuedes. Soñaba con su escuelita, donde cursó estudios primarios. Con sus maestras favoritas y de las otras. A veces soñaba con agrias riñas entre sus padres. Con su perro "Tizón", que murió atropellado por una camioneta cuando escapó a la carretera. O con su tía divorciada, Hortensia, la pechugona dueña de una muy particular belleza física, aunque últimamente bastante venida a menos. Esos eran más bien sus pensamientos excitantes y calenturientos, los que dejaban huella...
Pero también soñaba con su vecinita de la vereda de enfrente, aquella hermosa adolescente, rubia de mirada angelical, que en sus sueños hablaba en susurros y le correspondía plenamente con su afecto. La que vivía en la casa número 323. Esa mansión estilo colonial, pintada de verde, con techo de tejas a dos aguas, ventanas con rejas negras de hierro forjado y puerta de madera noble con dos hojas y un llamador de bronce en forma de cabeza de león. Una puerta que para él siempre permaneció cerrada a cal y canto, pese a su constante interés por penetrarla. Incluso soñaba con aquel llamador brilloso, al cual nunca se animó a golpear. Ni mucho menos pasar del zaguán y entrar en el patio central, adonde estaba instalada una fuente pequeña, con dos sirenitas de mármol sujetando una bella vasija. Ese era el recinto sacrosanto de una familia pudiente y altiva, los Torrandell y Reus. Jardín al cual sólo había llegado su progenitor, en una única ocasión, por ser el mejor electricista del barrio y simplemente para arreglar una luz que había hecho cortocircuito una noche fría y lluviosa de otoño.
El padre de la chica era catalán, un maestro panadero que había hecho su fortuna en base a hornear las mejores ensaimadas y los más sabrosos croissants del pueblo. Católico de misa diaria y confesión los domingos, viudo y celoso de todas las compañías masculinas que rondaban a su hija, la única hembra que le quedaba en la familia. La consentida de papi. La hija adorada, a quien seguramente reservaba virginal para un galán de alcurnia. Algún poderoso hacendado de la vecindad que la haría aún más rica. Para mejorar la estirpe familiar y aumentar sus reservas pecuniarias y patrimoniales.
A pesar de su inferior nivel social, Luis procuró amigarse con los dos hermanos de la bella quinceañera, como un recurso extremo y desesperado. Una forma indirecta y sutil de acercarse a ella. Pero estos también resultaron ser increíblemente celosos de todo aquel que osara hablar con la "princesa de la casa". Y para colmo de sus males, cual guardia pretoriana incorruptible, le marcaban el paso tres mujeres del servicio doméstico, que respondían sólo a las órdenes del pater familias, y por lo tanto, vigilaban a la niña como si estuviera permanentemente a punto de ser secuestrada.
Ante semejante panorama, tan desalentador y castrador para un joven enamorado, Luís no tuvo más opción que observar desde lejos y en silencio reverente al objeto secreto de su deseo. Desconsolado, dejó transcurrir los días de su adolescencia, languideciendo y consumiéndose por un amor tan puro e inalcanzable. Un par de veces se cruzó con ella en la calle y pese a ir la muchacha con su escolta particular, él igualmente le miró fijo con gesto implorante y ojos desesperados. Pero ella ni se inmutó o quizá no apercibió su profundo amor inquebrantable. "¡Qué crueldad, tanta indiferencia!" pensó Luís, con su corazón partido por el dolor, pero igualmente intentó justificarla: "Tal vez me ignora porque no frecuentamos los mismos círculos de amistades..."
Debido a su proverbial timidez, aunque desalentado por tantos escudos protectores que le impedían acercarse a su bella vecina, Luís jamás hizo saber su desdicha amorosa a nadie de su familia. Ni cayó por culpa de ella en la solitaria trama del onanismo. Nunca supo si la niña algún día le hubiese correspondido. A solas sufrió inmerso en prolongados silencios, elaborando meras conjeturas y soñando desvaríos de joven apasionado. Ni siquiera pudo enterarse si la muchacha sabía quién era él. Seguramente, ante aquellos ojos grises de niña mimada, Luís era tan sólo un vecino que jugaba al fútbol en la calle con los demás chicos del barrio. "Un Don Nadie", pensaba él con un desconsuelo desgarrador.
Así transcurrieron esos años de frustración angustiosa y sueños febriles, sacudidos a veces por despertares traumáticos, deprimentes y dolorosos, que le golpeaban con la dura realidad de la indiferencia. Este fue su secreto mejor guardado y ni siquiera sus hermanos llegaron a sospechar lo que estaba ocurriendo dentro del corazón y la mente de Luís. Sin embargo, a pesar de todo el sufrimiento oculto, esa fue la etapa más feliz de su vida...
Sufría por un amor platónico, increíblemente intenso y dulce, que le mantenía despierto durante las noches de invierno y en las calurosas tardes de siesta estival, provocando un cosquilleo sensual y agradable en sus partes más íntimas, que perduró durante toda su adolescencia. Luego, ante la severa crisis económica que azotaba el país por esos años, su padre decidió llevarse la familia a vivir a la capital y nunca más volvió a ver a la niña de sus desvelos. Sin embargo, a pesar del éxodo forzoso y la distancia que les separaba, Luís continuó soñando con ella hasta el día que se casó con Mirtha.
Décadas más tarde, a punto de cumplir 50 años, con esposa y tres hijos adolescentes y luego de una noche de fiesta, repentinamente soñó de nuevo con la chica del portal número 323. Sucedió de improviso. A la vuelta de una reunión familiar donde celebraban el cumpleaños de 15 de su sobrina favorita. Quizá fue la presencia de jóvenes bellas y tantos muchachos fogosos, todos enamorados del amor primero, lo que estimuló sus pensamientos oníricos de antaño. Lo cierto es que al dormirse esa noche, retornaron aquellos sueños tiernos, puros y sensuales de su juventud. Pero súbitamente, casi sin que él se diera cuenta, surgieron por primera vez sentimientos mucho más carnales y eróticos hacia aquella hermosa muchacha inmaculada que había habitado la mansión verde.
En el sueño, ambos intercambiaron leves caricias, roces y toqueteos, motivados por la alegría del sorpresivo reencuentro. Luego se fueron llevando lenta pero inexorablemente, de forma ansiosa, imparable e incontrolada, hacia el delirio y la consumación final de sus antiguas fantasías y más profundos deseos, todos ellos largamente reprimidos. Luís, tumbado boca arriba en su cama de matrimonio, no cabía de gozo y satisfacción, hasta que despertó sacudido por severas palpitaciones, temblando sudoroso, sobresaltado por lo real que había resultado este último sueño.
Y esa noche hizo por fin feliz a su mujer.
Malevo
(http://3.bp.blogspot.com/_G4FdjNnCGLw/R2vz9HqJAMI/AAAAAAAAAGk/tIAeroWhlYc/s320/mujer+misteriosa2.GIF)
EL ENIGMA
La máquina avanzaba sin parar a través de lo angostos bosques plagados de miles de millares de robustos pinos aromáticos.El cielo se mantenía todo lo gris que podía esperarse en aquellos días de febrero por aquella latidtud del planeta...afuera,de vez en cuando se dislumbraba un pequeño vestigio de humanidad en forma de pequeño pueblecito de plomizos tejados y retorcidos caminos de polvo color cobre.Nada podía detener a la potente máquina de vapor,nada que yo conociese,creía que era el mejor invento que la humanidad había podido forjar en hierro."Bendito Watt" pensé para mis adentros.Imagine la sala de la máquina,con su caldera de carbon bien alimentada y chisporroteante para poder accionar las poleas que me movían más rápido que cualquier otro ser que existiese en la tierra.Me sentía absolutamente feliz.Me fundía mentalmente con el corazon de carbón del gigante que me portaba en sus entrañas y a cada silbido,a cada traquetreo mi sangre se agitaba nerviosa y emocionada en mi solitario corazon de veintitantos años.Me dirigía por aquel entonces a visitar a un pariente medio moribundo,del cual poco sabía excepto que había rogado a mi familia que interrumpiese mis estudios unos días.Con estos pensamientos y con el dulce contoneo del vagón me deje llevar por un sueño dulce y melancólico...hasta que de un portazo se sumo a mi soledad la figura de una dama.
Debía ser algo mas joven que yo e iba elegantemente vestida,tenía los ojos vivarachos y de un color azulverdoso que nada tenía que envidiar a los majestuosos colores de los pavos reales en primavera.Sus cabellos color madera estaban delicadamente recogidos en un moño de estilo clasico,sus manos del color de la sal,lucían unos dedos largos y delgados y como único adorno un pequeño anillo de refulgor dorado y cristal esmeralda.Se vestía con un elegante traje encorsetado y una capa en color amabarino que contrastaba enormemente con el delpliegue de colores de su mirada.Me saludó entre dientes y se sentó con un ademán nervioso.Me miró y apartó la vista rápidamente.Se le notaba un semblante ajeno,como muy disperso,perdido en lugares que quizás yo no conocía o conocía perfectamente.Ella era tan enigmática que me atrajo al punto de no poder articular ni una palabra.Me sentía los labios sellados.En esos pensamientos estaba cuando ella me preguntó si fumaba.Le contesté que si,un sí nervioso y nada conviencente a mis propios oídos.A ella pareció bastarle mi escueto "sí" y entonces se sacó del bolsillo una pitillera de cantos de plata y se encendió un pausado cigarrillo.Me quede absorto contemplando como inhalaba el humo,como lo expulsaba de aquellos labios de rubí...En ese momento ella se dió cuenta de mi estado de espera,de espera a que terminase de fumar su cálido cigarro y se dignase a dirigirme alguna mirada o quizás incluso una palabra.Me ofreció un pitillo y lo acepté. Cuando lo estaba encendiendo su semblante se mutó y me dejó adivinar una súplica en forma de mirada azul.En ese mismo instante la vibrante máquina de vapor se había detenido y ella me miró suplicante y farfulló "no quiero que me lleven".La verdad me quedé un tanto sorprendido. Una dama en apuros...me decidí preguntarle que le ocurría pero ella simplemente parecía mirar con inusitado horror al exterior,contando los microsegundos que faltaban para arrancar.
Cuando,por fin,arrancamos su rostro se dulcificó y allí aproveche yo para preguntarle que le preocupaba.Ella solo me dijo"me siguen y no entiendo porque,solo se que no me dejaré atrapar"
Aquello me dejó altamente desconcertado,¿como una joven tan delicada,de modales tan exquisitos y tan ricamente vestida podía estar fugitiva? No entendía nada de aquello,mi rostro se volvio del color de la cera y ella me susurro que llevaba unos años escapando y que siempre le había salido bien,que no me preocupase demasiado,que ella estaba acostumbrada a ese tipo de vida de fugitiva.Me quede helado y fascinado,admiré sus dientes de coral y sus labios de mermelada fresca,era tan hermosa que mi corazón se agitó inquieto en la cavidad torácica.Su voz era talmente de sedoso plumon y sus ademanes tan livianos,tan equlibrados...era una criatura excepcional y irremediablemente me había tocado el dardo del amor.
Ella se sonrió,parecía adivinar mis pensamientos y en un momento dado,me armé de valor y le pregunté a donde se dirigía.Ella contestó "a donde me lleve el viento" con lo cual yo recibí un pequeño jarro de agua fría en mi caluroso y agitado músculo motor.De repente se paró la máquina y ella nuevamente se intranquilizó.Me acerqué y le tomé la mano a la cual se agarró firmemente.Era una suave mano de delicada seda y con un tacto frío como el hielo,en el momento que me sentí cómodo y relajado me llevé la mano a los labios para besarla y ella se levantó y sin mirar atrás con un gesto de pavor se esfumó del vagón.
Me fui detrás sin vacilar,algo había sucedido,algo que yo no había percibido.La busqué por todos los departamentos de todos los vagones y no la encontré.Pregunté a todo el tren si la habían visto y nadie había visto una joven de semejantes características.Mi única esperanza era que surgiese otra vez de la nada como cuando entró en mi vagón.Me volví a mi asiento y aspiré el humo aún suspendido en el aire de su cigarro.No conseguía estar tranquilo asi que decidí salir al último vagón y respirar el aire de hielo de las montañas.Atrevesé el tren entero fijándome en todos los rostros allá congregados y ni rastro de ella.Ni su nombre sabía..Cuando llegué al final del último vagón y abrí la puertecilla el aire me dió de pleno en el rostro,me despejó de golpe y al dejar caer la mirada vi en el pequeño balconcito un pedazo de tela de una capa de amabarino color que me resultó tremendamente familiar,era un pedazo de capa de mi dama!!!Existir había existido,puesto que tenía un pedazo de su ropaje pero...allí..no estaba ella...luego donde estaba?
Me quede pensativo,mi mente echaba a andar por recuerdos de su mirada,en sus moviemientos había algo misterioso,casi irreal y en su voz de plumas un atisbo de mecánica frialdad,que me resultaba muy atractiva.Decidí olvidar el tema y volver a mi vagón de tren,para acomodarme y escapar de aquel súbito aire norteño que cortaba mis pulmones e impedía su habitual funcionalidad.Debía de haber soñado o quizás esa dama se bajó en algun punto de nuestro recorrido.En mis veintilargos años jamás había visto una criatura tan especial e inquietante,me fuín caminado con pasos lentos hacia el vagón y cuando abrí la puerta alla estaba ella,temblorosa como una hoja y con los ojos inyectados en una mezcla de furia y desazón.Mi primer impulso fue abrazarla,pero las normas me lo impidieron así que me arrodillé junto a ella y le susurré "que le ocurre" se volvió agitada y me alargó un papel arrugado en el cual aparecía un mapa y un punto señalado en rojo."Tienes que llegar aquí" ella asintió con ojos humedecidos y me cogió con brusquedad el arrugado documento.De repente se soltó a hablar y atropelladamente me contó una historia grotesca,una historia increible en la cual nada parecía ser exacto y todo parecía ser verdad.Había escapado de su marido,un rico comerciante de Frankfurt que era relamente un sucio asesino,ella odiaba sus tretas y sus negocios en la oscuridad y había decidido emprender sola un camino a otro lugar,quizás encontrar un hombre humilde de corazón noble que tuviese menos recursos pero más alma.Pero intuía que la perseguían,que sus pasos a su esposo no le eran ajenos.Su voz ya no era de seda era una voz de puro terror de saber que si la descubrían jamas saldría viva a la vuelta a su casa.
Yo me apiadé de ella y me apiade más de mi mismo.La amaba y era aún mas imposible que la imposibilidad misma,aparte de casada,su marido podía localizarla en cualquier momento y llevarla de vuelta a su casa para quizás impedir que sus piececillos no volasen ni a la esquina de su hogar.Tomé la decisión de llevarla conmigo,solo pensaba en cuidarla,en tenerla a mi lado,en que se calmase y disfrutase de la paz.Intuía el tipo de mafioso que era su esposo,metido en negocios de contrabando de licores y tabaco,y encubierto por una gruesa capa de dinero "supuestamente" conseguido con la industria del metal.De metal como la máquina que se movía a una velocidad vertiginosa perdiendose en la oscura noche montañosa,más allá de problemas de maridos turbios y casi tan lejos como volaba mi mente y mi corazón imaginando un futuro al lado de aquella esbelta joven que tenía ahora una mirada mas serena,mas dulce y rebuscaba en su bolsillo un fósforo para encender un candente cigarrillo albino.
"¿Cuál es tu nombre?" me atreví a preguntar pasados unos instantes,ella me respondió que su nombre era elizabeth y contaba con la temprana edad de veintiún años.Bien mirado aquel gesto caprichoso al sentarse y su mohín de fumadora infatigable eran algo forzados al igual que el moño que lucía en su cabellera de color avellana.Muy forzados para una dulce veintiunoañera.Desee que se soltase el cabello y dejase resbalar cobre sus hombros su pelo ensortijado.En esas ensoñaciones me encontraba cuando de repente se abrió de golpe la puerta y apareció el inerventor.Ella se quedó helada y cuando le demandó el hombre el billete respondió que no lo tenía.
Me quedé absorto observando sus labios de capullo de rosa,sin acertar a entender lo que de ellos brotaba.Vi como se giró hacia mi con expresión suplicante y rápidamente acerté a entender que me pedía unos marcos para pagar su billete,alcanzé mi monedero y deposité veinte marcos en la ardiente palma del interventor.Le pagué el trayecto más caro,porque ese era el mío y nada más deseaba que tenerla a mi lado para la eternidad,que la máquina de vapor jamás parase,que siguiese adelante y nos llevase a algún otro lugar,fuera del la tierra si fuese necesario.
La miraba embobado,en toda su perfección,sentí un amor enloquecido,quería besarla,quería...
Ella me miró y susurró con voz de suave terciopelo un gracias que me supo a beso,salido de aquellos labios de manzana madura.Me acerqué a ella y le agarré la mano torpemente,ella dirigió una mirada tímida y se dejó llevar.Besé su mano de piel de angel y me atreví a besarle los labios.Ella no negó el beso,pero lo abrevió,lo acortó en su timidez de colegiala y se limitó a sonreieme con sus pupilas de carbón.Me encandilé de su beso y sabía que no habría nada que me parase su vera.Ella se adormeció poco a poco y yo con ella.La noche avanzaba junto con la poderosa máquina que era mi corazón enamorado.
A la mañana siguiente me despertó con brusquedad un agente de policía de bigotes tiesos y severos y ademanes bastos.Me enseñó un recorte de un diario comarcal en el cual aparecía la foto de mi dama,mis ojos no daban crédito,no podía creer lo que estaba viendo,me parecía algo increible y casi irreal.Ahora hacerté a comprenderlo todo,no existía tal marido,no existía como un malvado mafioso desalmado,ella había quedado encinta y se había esposado obligada con un caballero de una edad avanzada que no le permitía la libertad propia de una joven de sus años.Y ella había decidido acabar con la poca vida que le quedaba al hombre,envenenando vilmente su comida cotidiana.Dejando al niño en casa de la madre y escapando de la responsabilidad no buscada,simplemente hayada por error.
Le contesté al policía que la joven había bajado cerca de Frankfurt y que no la había visto más desde aquel instante.Me sentí furiosamente engañado pero a la vez,deseaba románticamente que escapase de la justicia y encontrase un camino diferente,en realidad lo que hubiese deseado era que mi camino fuese el suyo,que avanzasemos juntos contra viento y marea.Romanticamente preferia haberme enfrentado a mil maridos contrabandistas que perderla en aquel tren de vibrante silbido.
Me acomodé de nuevo y disfruté de los últimos instantes de aquel depertamento de aquel vagón donde había recibido la presencia de un angel,un angel algo maligno por su acción inconsciente pero deseoso de libertad y valiente como un ejército.
Poco a poco dejé atrás los bosques de pinos y me acerqué a mi destino.Agarré mi equpaje y resuelto avancé a la puerta del vagón.Poco a poco descendía la intensidad del traquetreo y la máquina lanzo su último silbido como un alarido quejumbroso.Se detuvo lentamente y se abrió la puerta de salida,dirigí una última mirada al fondo y resuelto avancé hacia afuera.
Lo que pasó después fue obra del divino.Alguien rozó mi cabello y al volverme me encontré con los ojos más bellos que nadie pudo contemplar jamás.Ahora creía en Dios,la miré y fundí mi alma con la suya susurrandole que la cuidaría cada minuto se su vida y que todo iba a cambiar.Mi alma estaba pletórica y ciñéndola por la cintura la besé con una pasión desbordante.Ese fue el primer beso de amor de mi vida y no el único porque los repetí durante años hasta el final de mis días con aquella dama misteriosa que clamaba libertad y perdón en una antigua máquina de vapor.
Nuria Taboas
(http://3.bp.blogspot.com/_YSvlTdSMyGo/SpVFwc16WbI/AAAAAAAADE0/UMtqttYXUzE/s320/rupt3.jpg)
La Botella del Linyera
Todos los días cuando voy al trabajo, paso por un lugar dónde veo a un linyera sentado en una escalera de un edificio en ruinas, en su mano siempre lleva una botella de vino. A veces noto que éste le hablaba para luego ponérsela junto al oído y escuchar vaya uno a saber qué.
Un día que la curiosidad pudo más, me acerqué el hombre y le pregunté si se sentía bien, a lo que me contestó: --Si caballero, estoy perfectamente ¿porqué lo pregunta?
--Porque a veces lo veo hablar con la botella. –le respondí.
-Ah sí. Es por eso no se preocupe, le pido a la botella que me suelte pero nunca me hace caso.
Yo me sonreí, porque pensé que el hombre me gastaba una broma, pero al ver su seriedad oculté mi sonrisa.
--Sabe que pasa señor –me dijo. --Una vez yo iba caminando y vi a un linyera, éste me dijo que su botella estaba maldita que únicamente podía dejarla si se la daba a otro hombre, entonces yo pensé que psicológicamente podía ayudar al pobre, por lo cual tomé su botella y me fui, caminé unos metros y dejé la vasija en un cesto de basura.
Al otro día cundo desperté me sentía mareado y tenía olor a alcohol, sobre mi mesa de luz estaba la botella, nunca pude recuperar la sobriedad. Necesito que se la lleve buen hombre, hágame ese favor.
Lógicamente pensé que el hombre tenía serios trastornos mentales. Pero accedí a ayudarlo, tomé la botella y me fui, caminé unos metros para arrojarla sobre un terreno abandonado. Continué mi jornada. A las siete de la tarde llegué a mi casa y mi mujer me preguntó que quería de cenar.
--Pollo con papas –le dije
-- ¿Quieres que te compre vino?
--Claro –respondí sin siquiera recordar al linyera y la botella.
Nos acostamos sin levantar la mesa, al otro día me desperté muy mareado, le dije a mi mujer que me había pasado de copas con el vino.
Cuando pasé por la cocina vi la mesa aún tendida con los platos sucios y la misma vasija de vino que antes había arrojado sobre un terreno abandonado.
Raúl Centurión
(http://2.bp.blogspot.com/_UCuDW9RRCRE/Smq14DFFuYI/AAAAAAAACY0/SF6mvbtPUZ4/s400/Anciana,_Alhambra,_Granada_150807,_foto_Brage.JPG)
ORDEN
Lo que quiero decir es que la escena me impresionó mucho. Mi compañero tuvo que salir afuera para vomitar; yo también tuve que abandonar el lugar, pero fue por otro motivo. Había algo que me desasosegaba y que me confundía, no sé muy bien lo que fue, pero solo pude volver después de pasar unos minutos concentrándome en mi respiración.
Cuando entré de nuevo y miré el cadáver de la mujer y a las hojas seguía sintiéndome confuso, pero pude soportarlo.
Era extraño, y en cierto modo descorazonador, entrar en una casa y comprobar que alguien haya muerto estando tan solo como para que nadie lo eche en falta en días. Pero lo peor era el orden.
La mujer sabía que iba a morir, de eso estoy convencido, de lo contrario una persona que vive sola nunca tendría la casa tan ordenada de por si. Lo sé por experiencia. Pero es que además estaban esos papeles, tan bien dispuestos sobre la alfombra. No es que dijeran algo importante, pero la circunstancia de que estuvieran tan ortogonalmente dispuestos me hacía pensar en sangre.
Esta relación no era gratuita, pues de alguna manera me recordaba a mi infancia, cuando en invierno mi padre limpiaba la casa antes de matar al cerdo que había engordado durante todo el año. Me parecía que el pobre animal temblaba solo por el olor a lejía.
De todas formas, ¿por qué alguien que presiente su muerte extiende unos papeles y no los deja amontonados sobre una mesa? Para mí la respuesta era clara: ella quería que los leyéramos, que no se nos escapara ninguno de sus recuerdos allí escritos.
En esos folios había escrito de todo, desde listas de la compra hasta un esbozo de testamento, además de fechas en las que habían muerto familiares suyos, junto con la ubicación de sus sepulturas. Respecto a unos cuantos de ellos, muertos a los pocos días de nacer, anotaba que eran sus hijos. Aunque en los registros que consulté antes de salir de la comisaría la muerta no aparecía casada ni con descendencia.
Más bien todo lo escrito parecía el delirio de una vieja solitaria. Una especie de disculpa, como diciendo: sí, aquí veis mi cuerpo hinchado por la descomposición y cubierto de moscas y de hormigas, pero mi vida no fue tan triste como parece.
Yo creo que no fue así, sino no habría razón para que me hubiese impresionado tanto que su casa se pareciese tanto a la mía, que ordenara sus papeles sobre la alfombre como yo hago cuando no salgo a la calle durante todo el fin de semana. Ese tipo de cosas.
Aunque a lo mejor acabábamos descubriendo en el patio los cadáveres de sus hijos y quedaba claro que solo era una asesina que merecía morir sola como un perro.
Habían pasado tres meses desde que encontramos los primeros huesos humanos en el patio de la casa. Los más grandes eran como mi dedo meñique extendido, eran de recién nacido.
Contamos un total de seis cadáveres, no había tantos como ponía en las hojas ordenadas junto al cuerpo muerto de la mujer, pero era más que suficiente para archivar el caso.
Una tarde, después de mis prácticas de tiro semanales, me quedé pensando embobado mientras limpiaba mis armas. ¿Cual era la primera página que había escrito la mujer? Las recogió un agente después de sacar algunas fotos, pero yo las leí salteadas, solo buscando indicios, como si no fueran un relato. Ningún folio estaba enumerado, pero si la mujer los había dispuesto sobre el suelo era porque debían de estar así.
No era lo mismo leer primero su relación de ingresos y luego la lista de niños muertos, que hacerlo a la inversa. Lo que contaba era distinto.
A la mañana siguiente fui al archivo y busqué las fotos. Con su ayuda enumeré las hojas como habían sido escrupulosamente redactadas por su autora.
Releí nuevamente lo que allí contaba, los hechos de su vida, las cosas que había dejado pendientes de hacer, los movimientos de su cuenta bancaria, la lista de familiares muertos y los lugares donde estaban enterrados. Y sin quererlo me estremecí otra vez al comprobar que, en algunos casos, la fecha de nacimiento y la de muerte solo tenían un día o dos de diferencia.
Lo que en un principio entendí cono una confesión se transformó en otra cosa. El orden lo seguía siendo todo y tuve la misma sensación que encontraba en los ojos de los cerdos, antes de que mi padre les atravesara la garganta con su cuchillo.
Esperé un par de días antes de decírselo a mi superior. Aquellos papeles no eran una confesión, eran la declaración de un crimen mucho más horrendo que aquella mujer había sufrido durante décadas.
En el patio solo encontramos seis cuerpos y exactamente después de seis fechas de nacimiento la mujer no había ingresado ninguna cantidad de dinero. Si no habíamos hallado más recién nacidos era porque estos habían sido vendidos; era lógico que su madre los considerara muertos.
Continué investigando, noches perdidas leyendo esos papeles; pensé que tal vez encontraría algo buscando la procedencia del dinero.
Una tarde me encontraba de nuevo en la galería de tiro, limpiando mis dos pistolas. En el aire olía intensamente a pólvora. Había vaciado tres cargadores completos con cada arma, no me quedaba ni una sola bala.
De repente sentí algo sólido, frío y metálico en mi nuca. Tenía todavía puestos los protectores de los oídos y no había escuchado que alguien se me había acercado por la espalda.
Creo que ya sabes demasiado, oí que me decía una voz conocida mientras pensaba en mis dos pistola limpias, vacía e inútiles.
Arcac
(http://www.librodearena.com/myfiles/mapache/2478701750103830173S600x600Q85.jpg)
ITALO CALVINO Y LAS CIUDADES
Me arrastré hasta aquí con el presentimiento de que todo lo que escribiese en los siguientes cinco años sería un completo fracaso, pues no había sentido ninguna sensación previa. Miento. La sentí durante unos instantes, y por esa razón me encaminé como el perro a punto de morir, que da vueltas y vueltas alrededor de su calle, mirando triste su pequeño rincón del mundo.
No intuí grandes narraciones, ni efímeros momentos de gloria, ni se cruzó una mujer en mi camino que me hiciese, a través de un increíble proceso químico, ver la calle barcelonesa en otros tonos, quizá con los colores ocres de las fotografías antiguas. Esta calle que piso, pensativo, ciertamente triste y desorientado. Estoy cansado y si la sensación de frustración me persigue es porque éste es el último viaje literario que emprendo, que ironía, a una ciudad de la que uno debería escaparse al menos el uno de marzo (o en el cruel mes de abril) y no volver hasta finales del otoño, sin otra intención que ver mares y escuchar historias en otros puertos.
Mi único arrebato literariamente cuantificable fue hospedarme en un antiguo prostíbulo del Barrio Chino a punto de desaparecer. Si, pensé, desde aquí veré el desamarre de la vieja ciudad, de los viejos escritores, que partirán lentamente como una Mediterránea Santa Compaña en busca del otro mar, en busca de otros puertos menos sofisticados y quizá, más tranquilos. Asusta, son como navíos que atravesasen la Diagonal a punto de partir.
Aquí hay un silencio relativo, al menos, y solo me interrumpen las discursiones nocturnas entre los proxenetas o los traficantes. Los guardianes del vicio que andan también cabizbajos pensando que expulsados de este paraíso Modernista, ya no será igual trabajar en las nuevas zonas que el ayuntamiento les destinará. Ellos, los modernos piratas, se quedan, no se van haciendo compañía a las señoritas que vivieron en un cuarto como el que yo ocupo ahora, con una profesión como la mía, fría y triste. Fría porque el que escribe está tremendamente solo; y triste porque tras la alegría breve al leer lo escrito, recién terminado, comprendemos que nunca podremos escribir la mejor novela del mundo.
El último relato antes de partir y dejar la ciudad atrás. La pared del cuarto está vacía de recuerdos, aunque supongo que allí hubo fotografías de estrellas del cine, del teatro, de novios ocasionales, mientras la mujer que vivió aquí antes de mi llegada, arrimada a la pequeña estufa en este invierno húmedo, piensa que imaginarían sus clientes si en vez de mujeres en sostén, o altos galanes de cine, encontrasen una foto de grupo de sus padres campesinos, de la casona vieja y destarlada de adobe a la que no llegaron siquiera las piedras fuertes. O aquel retrato que su madre le entregó con pena, pues era el único que tuvo nunca del día de su matrimonio, en la que aparece el hombre futuro y fuerte a su lado, en camisa blanca, y la familia cerca, sonriendo, con cara de hambre y de alegría. Ahí me dejé algo, piensa la mujer mientras, celebrando que es Sábado Santo y que ayer llegaron los marineros, y hubo fiesta; y los obreros vinieron alegres y limpios desde los pueblos industriales: Terrasa, Manresa, Mataró, Sabadell... hoy se acercará a escuchar la Misa de Siete. Esta tarde no hay prostitutas en los burdeles, piensa con la ironía que da el oficio y el amargor del viento húmedo que viene de Italia pero estuvo en Francia. Un viento que la cogió desprevenida ayer tarde, cuando se asomó para regar los geranios del balcón.
He salido a la calle para comer algo y desde allí he observado el elegante apartamento y viejo prostíbulo que he alquilado por una semana y donde escribiré relatos hasta reventar. Pero en la ventana he visto un hombre con mi misma actitud observadora y voyeur, y por un momento he temido que al dejar el relato sin terminar, hablando de aquellas prostitutas, posiblemente con la ventana abierta, y lo más importante, bajando a toda velocidad las escaleras como si estuviese en plena huida, me he podido dejar a mi mismo, o a mi reflejo, escribiendo en mi cuarto. O tal vez el hombre que me observa con tranquilidad sea uno de esos obreros que cité del extrarradio que ya no se llaman obreros pero que siguen viniendo de fuera para subir y bajar la Rambla. Y como por embrujo, todo, todo les huele a aceite caliente mezclado con el olor a mar. El hombre me ha mirado tranquilamente. Yo he comenzado a contar las ventanas que van de la esquina a mi cuarto y azorado, me he marchado con la intranquilidad que dan esas casualidades que por ahora solo son posibles en los barrios de putas y en Barcelona.
Después de comer en el Montserrat he vuelto al cuarto, un poco borracho para inspirarme y quedarme dormido sobre mis cuartillas (ese deseo me ha entretenido durante toda la comida, como si dijese: me desvanezco y mis pensamientos se caen sobre el papel, quedándose impregnados.) Y con la ambición de la siesta he subido de nuevo atléticamente las escaleras. Y allí estaba, sorprendentemente, mi relato sobre la prostituta con dos párrafos más, dos párrafos en los que mi reflejo ha añadido que la mujer al sentir el viento de Italia, al ver a los escritores y a lo antiguo que se marchan a toda prisa de la ciudad, ha decidido marchar tras ellos. Ha puesto un punto final y me ha obligado a no poder continuar mi propio relato.
Así pues, la mujer dejará su oficio. El Chino desaparecerá y en este espacio, dentro de unos años, vivirán hombres y mujeres que no añorarán la sensación del viaje.
Tras bajar precipitadamente las escaleras de nuevo, pagué dos cuentas por adelantado, para evitar en el futuro la mala suerte.
Tanizaki
(http://filosofiacotidiana.files.wordpress.com/2010/02/los-contrarios.jpg)
CHARLA ACERCA DE LA FEALDAD FEMENINA
Voy a hablar sobre la fealdad, queridos amigos. Sobre la fealdad femenina. Caiga quien caiga, sin peros en la lengua, ya que el próposito de esta charla es que sirva de ejemplo a aquellas adolescentes y jóvenes quienes, por culpa de ser tan feas, no se aceptan como son, por lo cual viven preocupadas. Pues bien, a esas chicas de facciones desagradables, que provocan espanto, les dedico este monólogo.
Pensemos en una mujer fiera de rostro, morena, de cabellos cortos, entrada en carnes, petisa para colmo, de unos treinta años, solterona, cuya nariz ganchuda y cuyos ojos achinados la afean aun más. Huelga decir que bien podría ganar un premio por pasarse de fea. Sufre por ser horrible, obvio. Le duele en el alma, además, que ningún hombre se fije en ella, que nadie le proponga noviazgo para luego casarse con objeto de tener hijos a quienes malcriar, y sentirse realizada como toda fémina que se precie de tal. Se ha cansado de llorar a mares, abrazada a su almohada cual una niña. Está podrida de enamorarse y no ser correspondida. Hablando mal y pronto, se ha cagado en los versos de amor que tanto escriben los poetas. Por cierto, ha mandado a la misma ***** a su psicóloga. Total, paciente que huye sirve para otra terapia, ¿verdad? Se siente sola en el mundo, la pobre feúcha, con lo cual aumenta su soledad existencial. "No sería raro que piense en quitarse la vida", me dirá alguno de los aquí presentes en el Teatro Municipal. "No es la solución", contestaría yo. Pero dejemos el suicidio para la ciencia médica. El tema que me ocupa es la fealdad en sí, y no quiero apartarme demasiado de ello. Como les decía, esta mujer, mis amigos, esta mujer más fea que mi culo, la misma que viste calzas, no ha perdido la esperanza, que es lo último que se pierde, ni ha dejado de soñar, porque no cuesta nada. Alguien se enamorará de ella. Estoy seguro como que me llamo Alejandro Romano. Alguien la invitará a salir, con suerte. No puede ser que nadie le lleve el apunte. Sin embargo, tal vez tarde años en ponerse de novia. Tal vez sea una vieja chota, rezongona, con todos los achaques propios de la tercera edad, para cuando tenga una relación amorosa. No importa. Para el amor no hay edad, dicen. No se va a quedar solterona toda la **** vida. Tampoco es cuestión de que espere sentada a su príncipe azul, cruzada de brazos, como hacen algunas, porque se va a jubilar, varices a la silla le va a sacar, créanme.
Para finalizar, esta mujer de la que hablé, cuando encuentre a un tipo de una vez por todas, se sentirá mejor, llena de alegría, digamos, a punto tal que saltará de felicidad. Y, gracias a Dios, se va a dejar de joder con los llantos, las terapias, la soledad, de cagarse en la poesía, de esperar sentada, etc. Y entonces, amigas, amigos, podrá mirarse al espejo y decir con una sonrisa: "Soy la fea más linda."
El dueño
(http://1.bp.blogspot.com/_FE9j76QKPAs/SaO0HXAWf1I/AAAAAAAAAFo/tbh_JpoJ50M/s400/alfarero.JPG)
LA FAMA
Itzam, el alfarero, despertó como si el corazón de una liebre le galopara en el pecho, su agitación era causada por una de esas pesadillas con extraordinarios visos de realidad que provocan confusión y pánico. El sobresalto, originado por la ensoñación, no le dejó recordar muchos detalles, sólo imágenes sin sentido, que lo ubicaban en un sitio extraño donde multitud de miradas lo observaban con curiosidad.
Se fue ese día más temprano al taller, pasando antes por la barraca del chamán para contarle su sueño y pedirle consejos. El adivino, después de una ceremonia de poca monta, acorde con la pobreza del que se consultaba, le dijo que se cuidara de los malos ojos. Le dio un amuleto fabricado con las plumas de un búho y prácticamente lo echó de su choza.
Itzam creía profundamente en los resguardos del hechicero, a pesar de sentir la humillación por el trato recibido. En ese mismo lugar, unos días antes, había presenciado la visita de un rico propietario de campos de maíz, el hombre contó una pesadilla de menos rigor que la suya y en cambio recibió para su protección una fina mascarilla de oro.
Antes de cumplir los 40 años, el alfarero sentía ansias de convertirse en una persona famosa, lo intentó como guerrero pero en el primer combate le fracturaron las piernas y salvó la vida de milagro, entonces desistió de esta idea y pensó que la fama podría llegarle en la navegación, fabricó su propia canoa y armó una pequeña expedición; dos día después de zarpar fue sorprendido por una tormenta y naufragó, faltando poco para que muriera en las arenas de su propio pueblo. Pensó incluso en ser músico, pero ni siquiera lo intentó. Por fin al arribar a su cuarto decenio de vida, se dio perfecta cuenta de que se agotaba el tiempo y cada vez era un ser menos notorio.
A la noche siguiente de su primer sueño, puso el hombre su amuleto debajo de la almohada, para espantar la recurrencia de la pesadilla y rogó, como cada día, para que sus dioses le dieran la oportunidad de alcanzar la fama. El resultado fue espantoso, sufrió alucinaciones aún peores; a las misteriosas miradas de antes; se sumaron otros detalles tenebrosos que en esta ocasión, por desgracia, pudo recordar una vez despierto. Nuevamente aparecieron aquellos ojos ajenos, con sus miradas irritantes, a lo que se añadía un frío similar a los diciembres de su aldea y muchos destellos pequeños y refulgentes.
Entre sudores y palpitaciones esperó el amanecer. No bien habían comenzado a cantar los gallos y ya estaba en pie, listo para visitar otra vez al chaman. Este último lo recibió de mala gana y semidormido, pero escuchó el relato con un poco más de interés que la vez anterior y luego le dijo que había tenido una premonición, un pasaje rápido de algún deseo que se volvería realidad y le aseguró que los dioses cuando de inmediato no podían complacer las súplicas que les hacían, trataban de calmar a los necesitados poniendo un atisbo del futuro en los sueños de estos, una especie de adelanto del pedido que luego cumplirían.
El pobre hombre estaba totalmente confundido. Cómo diablos podían los dioses estar enviando señales tan poco relacionadas con sus aspiraciones de ser un ciudadano notable, porque según recordaba no habían en sus sueños ni grandes campos de maíz, ni ejércitos bajo su mando, ni mucho menos dotaciones de canoas o minas de oro recién descubiertas. Cómo se podía ser famoso en la aldea sin alguna de estas cosas. Su decisión entonces fue devolver al adivino el amuleto de plumas de búho e ignorar a los dioses.
Su determinación le trajo fatales consecuencias, el Chamán se encolerizó e hizo correr la voz de semejante herejía. Itzam fue desalojado de su choza y conducido ante el Inca Mayor, sus explicaciones no fueron convincentes y su historia del sueño, con las miradas curiosas, las luces y extraños lugares, fue considerada un síntoma de locura.
Como estaba en tiempo el desarrollo de la Fiesta del Señor Sol, el desgraciado que soñó con ser famoso, fue escogido para el sacrificio ritual que debía ofrecerse en esta ocasión. Se le dio fin a su vida y como reprimenda adicional a su conducta se colocó, junto al cadáver, el amuleto al que había renunciado. La peregrinación lo llevó hasta la colina y fue inhumado en lo más alto, al tiempo que se pedían pingües cosechas y mucha suerte para todos.
Al parecer los dioses debieron de estar muy inconformes y unos días después un alud arrasó el caserío, sepultándolo por completo.
Siglos después prosperó por allí otra ciudad. Tenía un lindo museo visitado por millones de curiosos, que ponían sus ojos y las luces cegadoras de las cámaras fotográficas, en la fría estancia; que protegía, entre cristales blindados, al cadáver mejor conservado de la historia precolombina, sin dudas el hinca más famoso, acompañado de un amuleto de plumas, presumiblemente de búho.
Eugeni.N
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EL ANÓNIMO
Jueves, 1 de Marzo. 21,15 horas.
El sol hace tiempo que desapareció detrás del horizonte. Las sombras iniciaron el oscuro paseo por su reino y la luna vigilaba, orgullosa, que la oscuridad fuera total.
Cientos de coches circulaban por las diversas carreteras de la ciudad. El tráfico era lento pero se podía circular a cierta velocidad.
Rodrigo regresaba de su trabajo. Había sido un día duro, muy estresante. Mientras conducía no paraba de moverse, incómodo, en su asiento. Miraba constantemente por el espejo retrovisor. En esta ocasión no había encendido la radio, que siempre lograba distraerle. Su corazón latía deprisa, en una frenética danza que le desesperaba.
Rodrigo estaba a punto de abandonar la M-30 y miraba, nervioso, por el retrovisor. Era imposible saber si alguien le seguía con tantos coches, pero en aquel momento en que iba a abandonar esa carretera, podría comprobar si algún coche más lo hacía.
Abandonó la M-30 y detrás de él un par de coches más hicieron lo mismo. Rodrigo comenzó a sudar. El coche de detrás se acercó peligrosamente al de Rodrigo. Estaba muerto de miedo, pero no podía hacer nada para evitar su pánico.
Seguía conduciendo y comprobó que el coche de detrás torcía a la izquierda. Suspiró de alivio. Pero, si no recordaba mal, otro coche había tomado la misma salida que él. Ahora que no había ningún obstáculo entre ellos, se acercó al suyo.
No tuvo ninguna duda. Le estaban siguiendo para matarle. Aceleró y decidió que se libraría de sus perseguidores. Empezó a adelantar coches y camiones que se interponían en su paso de manera temeraria. Nada le importaba con tal de librarse del coche que le seguía.
Se topó con un camión. Pensó que sus perseguidores le cogerían en seguida. Dio un volantazo e inició la maniobra de adelantamiento del camión. Se puso en el carril contrario para adelantar al camión, pero no vio el autocar que venía enfrente.
El autocar embistió violentamente al coche de Rodrigo. El conductor intentó frenar pero no le dio tiempo. El vehículo se empotró contra el autocar y quedó hecho un amasijo de hierros.
Dentro se hallaba el cuerpo sin vida de Rodrigo
Jueves, 1 de Marzo. 19,51 horas.
Anselmo Cifuentes se estaba fumando un puro que inundaba la cafetería de un humo insoportable. Parecía excitado ante la posibilidad de que su dominio sobre la ciudad se dejara ver de una forma tan clara. Movía el café de su taza con cadenciosa suavidad, como si realizara un ritual necesario antes de la ingestión de aquel negro líquido.
Silvio y el Oso estaban sentados cerca de él. Cada uno estaba a lo suyo, pensando en sus cosas, esperando una orden que Anselmo, con una tranquilidad pasmosa, parecía saborear en su espera.
-Bueno, chicos –susurró rompiendo el silencio-. Ha llegado la hora de pasar a la acción. Parece ser que el Chino no atiende a razones y no quiere pagar su deuda. No puedo permitir que me toree de una forma tan descarada. Quiero que le arrojéis al río con veinte quilos en cada bolsillo. Y no quiero fallos, como la última vez. Quiero que me demostréis que sois unos profesionales de la cabeza a los pies...
-No se preocupe, don Anselmo – intervino Silvio-. No le fallaremos. El Chino tiene las horas contadas.
Anselmo miró a Silvio, como si estuviera trazando en su cabeza un plan a seguir, pero se mantuvo un momento en silencio. Luego habló:
-Esperad a que anochezca. Quién sabe si a última hora valora su vida lo suficiente y se presenta aquí con el dinero. No lo creo, pero quiero dejarle esa opción, aunque el muy imbécil no la aproveche.
Silvio miró al Oso con aire recriminatorio pero no dijo nada. Se levantó y el Oso hizo lo mismo al tiempo que examinaba el estado de su pistola. Los dos se encaminaron hacia la salida. Antes de salir escucharon la voz ronca de su jefe.
-Chicos, no volváis sin haber hecho vuestro trabajo
-El Chino no verá amanecer, don Anselmo –contestó Silvio sin volver la cabeza.
Los dos hombres salieron a la calle y cogieron el coche dispuestos a acabar con la vida del Chino.
Jueves, 1 de Marzo. 15,24 horas.
Rodrigo removía el café con nerviosismo. Acababa de terminar de comer, sin ganas, y su mirada se extraviaba en la superficie del café. El asunto del anónimo no se iba de su mente, por mucho que se esforzara en que así fuera.
No entendía la razón de todo aquello, y si bien había intentando comprenderlo, era incapaz de hacerlo. El tan sólo cumplía con su deber. En aquel momento se preguntaba si todo el esfuerzo que había hecho habría merecido la pena; si todo el sacrificio realizado habría servido para algo.
En el despacho todo el mundo se había dado cuenta de que Rodrigo estaba raro, y por mucho que lo hubiera negado, no había convencido a ninguno de los que le habían preguntado. No le había contado a nadie el asunto del anónimo porque no quería que cundiera el pánico, ni siquiera a Chema. Además, no tenía un solo sospechoso. Aunque en el caso más reciente donde había tomado parte habían mandado a muchos trabajadores a la calle, Rodrigo, en su larga carrera, había participado como abogado en muchos juicios; un sinfín de litigios donde se habían despedido a muchos trabajadores; donde se habían enviado a mucha gente a la cárcel; donde se habían destrozado muchos matrimonios. Pero nunca había pasado nada. Todo el mundo daba por hecho que él no actuaba por motivos personales. Tan sólo cumplía con su trabajo. Su objetivo consistía en que todo el mundo tuviera un representante legal ante la ley, y hacía su trabajo lo mejor posible.
Pero ahora todo aquello se le antojaba inútil, superficial, insignificante. Su vida estaba en juego y lo peor de todo es que entendía por qué.
Rodrigo hizo un repaso mental de su vida, y cayó en el desconsuelo. Toda una vida entregada al trabajo, para terminar así, amenazado de muerte por unos matones que en nada valoraban la vida de los demás, y por supuesto, su esfuerzo. Lamentó todos los momentos que había desperdiciado por culpa de sus estudios, y luego, a causa de su trabajo.
Ahora, aunque no quisiera reconocerlo, estaba hecho un manojo de nervios. Cada ruido que escuchaba a su espalda constituía una explosión para su corazón; cada rostro extraño que se cruzaba con él era una amenaza mortal.
Cuando quiso tomarse el café, estaba helado...
Jueves, 1 de Marzo. 13,11 horas
Silvio y el Oso estaban en la barra de un bar esperando que apareciera la persona con la que se habían citado. Silvio tomaba un refresco y el Oso una cerveza, que apuraba con ansia, como si fuera la última que fuera a tomarse en su vida. El tiempo pasaba despacio, y el tedio se hacía insoportable.
Silvio notó que alguien entraba en el bar y volvió la vista hacia la entrada. Un hombre de rostro serio se acercó a ellos.
-Hola, Rogelio –saludó Silvio al recién llegado. El Oso se limitó a hacerle un gesto con el vaso de cerveza.-. ¿Cómo te va la vida?
-Hago lo que puedo –contestó Rogelio con una sonrisa forzada-. Es lo que tiene trabajar por mi cuenta. Algunos meses van bien, y otros no tan bien. Pero no me puedo quejar. El trabajo no me falta...
El Oso pidió dos cervezas y un refresco al camarero. Silvio se acercó a Rogelio y bajó la voz.
-Don Anselmo quiere que hagas un trabajito para él. Se trata de un soplón. Un chivato de la policía. Don Anselmo quiere que le jubiles y le traigas en un paquetito su lengua. Ya sabes lo tradicional y melodramático que es. Ha insistido en que quiere su lengua. El problema, por llamarlo de alguna manera, es que no vive en Madrid. Tendrás que desplazarte a Toledo.
Silvio sacó un sobre y se lo dio a Rogelio. Este lo abrió y echó un vistazo a lo que contenía.
-En el sobre hay una foto del pollo. Detrás tienes su dirección. También tienes un adelanto del dinero. Sigues cobrando lo mismo, ¿no?
-Si es una pieza normal, sí. Mis honorarios aumentan dependiendo del nivel de dificultad de la presa. Pero por lo que veo, éste no me dará mayores problemas. Dile a don Anselmo que tendrá su paquetito. Yo mismo se lo traeré en papel de regalo.
-Muy bien, Rogelio. Pues nada, brindemos por ello.
Los tres chocaron sus respectivos vasos en un brindis que significaba la muerte de una persona.
Jueves, 1 de Marzo. 9,02 horas
Rodrigo abrió la puerta del ascensor y se encaminó a la salida. Al ver los buzones recordó que el día anterior no había recogido el correo al llegar a casa. Se paró en seco sacando la llave para abrir su buzón. Como imaginaba, nada de interés: propaganda, una carta del banco y un papel doblado. Desdobló con desgana el trozo de papel y leyó: "Esta noche vas a morir". Meneó la cabeza como si no creyera lo que acababa de leer. Volvió a leer el papel con la esperanza de que hubiera leído mal, pero la realidad le repitió las mismas palabras. Desconcertado, examinó el papel por todos los lados, buscando algún indicio que le pudiera dar una idea de quién había escrito aquel mensaje, pero no obtuvo éxito.
Su mente hizo un recorrido por toda la gente que podría desear su mal, y aunque encontró a varias personas en su lista mental, no le pareció que ninguno pudiera desear su muerte, y los que así lo hicieran, no se atreverían a hacerlo. Por lo general, a la gente no le daba por matar a la gente que no le caía del todo bien.
Pero el mensaje estaba allí. Sin firmar, naturalmente. Aquel trozo de papel tan sólo transmitía aquel aviso macabro, de mal gusto. Escuchó la puerta del ascensor al cerrarse y volvió la cabeza, intentando aparentar normalidad. Una vecina se cruzó con él, saludándole. Rodrigo, tardó en reaccionar y devolvió el saludo, pero su mente estaba en otro sitio. Sabía que no podría quitarse de la cabeza aquel mensaje que se repetía una y otra vez, mientras salía del portal, mientras arrancaba al coche, mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde.
Decidió no hacer caso del papel, aunque sin descuidarse lo más mínimo. Tenía que intentar llevar una vida normal, pues de lo contrario los nervios acabarían por destrozarle. Bastante estrés padecía habitualmente en su trabajo como para que añadiera una nueva razón de preocupación.
Jueves, 1 de Marzo. 8,59 horas.
Silvio y el Oso llegaron por fin a su destino. Al encontrarse el portal cerrado, Silvio apretó varios botones del portero automático, esperando alguna contestación, que no tardó en producirse de forma metálica.
-¿Sí? –se oyó decir a una voz metálica.
-Cartero comercial –respondió Silvio con un tono rutinario.
Un sonido seco les indicó que la puerta se había abierto. Entraron con rapidez en el portal y se dirigieron a los buzones. Silvio sacó el trozo de papel doblado y le preguntó al Oso:
-¿Qué piso era?
El Oso dudó un momento.
-Don Anselmo ha dicho piso segundo letra de, de Dorotea. ¿O era be de Benito? Déjame pensar un momento...
-No me jodas, Oso. ¿No lo has apuntado?
El Oso bajó avergonzado la cabeza negando.
-A ver, no nos pongamos nerviosos –Silvio se acercó a los buzones y leyó en voz alta-. Segundo b: Roberto Marín. Segundo d: Rodrigo González. ¿Tú sabes cómo se llama el Chino?
-No –respondió el Oso.
-Pues estamos apañados. Haz memoria, joder.
El Oso intentó recordar lo que le había dicho exactamente Anselmo, y aunque no estaba seguro del todo, no se lo dijo a Silvio para que no le regañara. La memoria nunca fue una gran amiga suya.
-De de Dorotea –afirmó de la manera más convincente que pudo.
Silvio le miró desconfiado antes de meter el papel en el buzón, pero sin pensarlo más lo dejó caer dentro.
-Vámonos.
Jueves, 1 de Marzo. 8,47 horas.
Rodrigo estaba terminando de colocarse la corbata cuando sonó el teléfono. Lo descolgó y respondió.
-Rodrigo, soy Chema.
-¿Ocurre algo? – preguntó con cierta preocupación Rodrigo, pues no era una hora habitual para que Chema le llamara.
-Tenemos problemas. El caso Construcciones Collado. Los trabajadores que han sido despedidos se han manifestado delante de la empresa. Algunos se han puesto nerviosos. Es sólo un grupo de exaltados, pero quería advertirte para que no te pillara fuera de juego. Han roto los cristales del edificio; han lanzado neumáticos ardiendo al interior. Creo que han perdido los papeles. Pero dicen que no pararán hasta que los culpables de su situación tengan su merecido.
-Bueno, pero supongo que irán a por sus jefes. Nosotros sólo somos los abogados...
-Ya sabes cómo funciona esto. La gente se pone muy nerviosa y no razona. Somos lo que tú quieras, pero antes al mensajero que llevaba malas noticias, le mataban. Yo, por si acaso, estoy prevenido. Te recomiendo que tú hagas lo mismo. No bajes la guardia...
-Gracias por avisarme, Chema. No creo que llegue la sangre al río, pero gracias de igual forma. Nosotros tan sólo hacemos nuestro trabajo. A veces defendemos al empresario, y otras veces al trabajador. Es parte del juego. Tienen que entenderlo.
-Sí, sí, pero cuando te echan del curro con una patada en el culo y sin apenas una gratificación, la gente pierde la cabeza y hace muchas tonterías. Vale, luego se arrepienten, pero cuando ya no tiene remedio. Ten cuidado estos días.
-Lo haré, Chema. Gracias de nuevo. Tengo que ir al despacho. Adiós. Luego te veo y desayunamos juntos.
Rodrigo colgó el teléfono con cierto aire de preocupación. Su trabajo tenía ciertos inconvenientes, pero no era lo normal. Por lo general, las cosas se arreglaban de manera civilizada.
Terminó de arreglarse y salió de casa.
Jueves, 1 de Marzo. 8,17 horas.
Silvio y el Oso estaban esperando que llegara su jefe. Silvio miraba impaciente hacia todos lados, mientras el Oso parecía sumergido en pensamientos lejanos. Anselmo Cifuentes apareció de pronto en el local, llegando en seguida donde estaban los dos hombres. Después del preceptivo saludo, se sentó en una silla frente a ellos.
-Quiero que dejéis un anónimo en el buzón del Chino. ¿Sabéis quién es, verdad?
Los dos hombres asintieron al unísono.
-Ese hijo de perra me debe mucho dinero. Hay que darle su merecido. Todo el mundo tiene que saber lo que te ocurre si te enfrentas a Anselmo Cifuentes...
-Sí, don Anselmo. En cuanto tengamos un rato libre nos...
-¡Ahora mismo! Quiero que vayáis ahora a casa de ese malnacido y le dejéis el recadito.
Anselmo se levantó y cogió un papel y un bolígrafo de la barra del bar. Escribió una frase en el papel y se lo dio a Silvio.
-El Chino vive en la calle Raúl Capablanca, número...
El teléfono móvil de Silvio sonó. Contestó mientras se levantaba y se alejaba unos pasos para que la conversación de Anselmo y el Oso no entorpeciera la suya. Después de una pausa originada por el sonido del teléfono móvil de Silvio, Anselmo continuó hablando, esta vez al Oso:
-Calle Raúl Capablanca, número veintisiete. Piso segundo letra be. Be de Benito. No de. De de Dorotea no. Be de Benito. ¿Has entendido bien?
-Sí, don Anselmo –contestó el Oso-. Calle Raúl Capablanca, número veintisiete, letra...-Dudó un momento-. Letra be. Be de Benito.
-Muy bien. Pues nada; manos a la obra.
Silvio regresaba en el momento en que Anselmo se levantaba.
-¿Sabe el Oso la dirección del Chino? –preguntó nervioso.
-Ya se la he dicho –contestó Anselmo-. Tenedme informado. Quiero que este asunto acabe cuanto antes.
-Sí, don Anselmo –contestaron los dos.
Anselmo desapareció por la puerta y los dos hombres siguieron sus pasos.
Leo Lerma
(http://3.bp.blogspot.com/_Al6WUg3ekXc/Sg5jvkLgDqI/AAAAAAAAAMM/RbmDgRi3tEw/s320/cama-sueno.jpg)
LA CONDENA
Una vez soñé con un anciano, cuyos ojos fueron los míos durante la noche, cuyas manos se transformaron en las mías y cuyos pensamientos podía leer tan claramente como si de los propios se tratara. Y a lo largo de la noche, de mi sueño, él nació y vivió, haciéndome sentirle joven, intrépido, hambriento y obnubilado, al principio. Incapaz, abandonado, violento y traidor a medida que avanzaba la quietud de la nocturnidad. Lo vi, lo sentí, llegando incluso tal vez a ser también él, como me veo, me siento y soy a diario.
Un día de su vida, en algún momento de mi sueño, creyó, creí..., creyó no necesitar a nadie. No sólo eso, pensaba, sino que ninguna persona podía arrastrar tras de sí nada bueno, creyendo entender que urgía un alejamiento. Cogió sus pocos ahorros y se adentró en el mar con su barca, en mitad de la noche y su silencio, cuando todos duermen. Por eso nadie lo vio marchar, excepto yo, que lo soñaba y vivía como a escondidas.
Navegó durante días, administrando las tres garrafas de agua que había cargado en el bote, algunos pedazos de carne seca y el pescado que conseguía quitarle al mar. En dos ocasiones, éste trató de expulsarlo de sí en mitad de la tormenta. Y entonces, el anciano se le encaraba a gritos, deseando que todo fuese diferente y que el mar no pudiera resistirse a la hoja de su puñal. Sintió la traición de la naturaleza y deseó también poder herirla a ella. Hombre miserable, qué lástima me das, podía oír mi voz entre sueños, como procedente de otro mundo. Tan frágil, de pie sobre la madera ahogada de su barca, tratando de mantener el equilibrio en medio del oleaje, gritando tan alto como se lo permitía ésta, nuestra liviana condición, tan insignificante, la suya, inexistente al fin y al cabo, salvo para mí.
Al cabo de seis días, ya sin agua, y sintiendo que sus ojos parecían querérsele escapar, llegó a tierra firme. Allí perdió el sentido y despertó dos días después, tumbado sobre una esterilla de cañas, tapado con una sábana blanca y limpia, como de las que ya apenas podía recordar el tacto y el olor, sintiéndose confuso pero sano. A su lado, de pronto, llegó un hombre menudo y de mirada servicial; traía un recipiente humeante que pretendía hacerle beber al hombre por cuya vida yo acompañaba en mi sueño. Éste lo rechazó, pidiendo en cambio información sobre el terreno. No sé por qué, pero podía sentirle tan humillado en aquel momento, fingiendo un único interés volcado en las condiciones de la isla, que una densa tristeza me molestó en sueños, mientras le oía preguntar y negociar con frío aplomo con el hombre que probablemente le había salvado la vida. Así supimos que él había sido hasta entonces el único habitante. Las malas condiciones de la tierra, a pesar de las lluvias y el río que la dividía en dos partes, impedían cualquier tipo de cultivo. Además, decía, algún tipo de corriente extraña debía de rodear la isla, puesto que la pesca no abundaba por los alrededores. De esta forma, la única manera de salir adelante era viajando periódicamente a la isla más cercana, a dos días en barca, y traer desde allí todas las provisiones posibles. Tras una breve charla, fácilmente llegaron a un trato mediante el cual, a cambio de una cantidad poco considerable de dinero, aquel hombre le abastecería regularmente de los productos básicos para poder vivir sin necesidad de establecer contacto humano. Se instalaría al otro lado de la isla, le dijo el hombre cuya vida yo soñaba, y se aseguró de hacerle comprender que no quería molestar ni ser molestado, y que la transacción se realizaría en un punto a determinar en la orilla del río cada noche de luna llena. No era necesario, le oía repetir, tener que encontrarse. Él dejaría allí el dinero durante el día y su proveedor debería dejar la carga a medianoche. Así concluyeron las dos primeras horas de consciencia del anciano, tras lo cual prosiguió su huida entre la maleza de la montaña, que a su paso se quebraba como esperando la hoja de su machete desde hacía décadas, siguiendo siempre la orilla del río. Caminaba con firmeza, como queriendo desprenderse de sí mismo. Llegó hasta la roca en forma de búho a donde debería acudir a por los víveres y continuó hasta toparse con el mar. Allí, entre unas rocas, extendió su esterilla y construyó la guarida donde viviría ausente. Y así pasaron los años, recordándose joven, intrépido, hambriento y obnubilado. Sintiéndose incapaz, abandonado, violento y traidor. Increpando al viento, al mar, al calor, a la vejez y al tiempo y sus caprichos, a veces fugaz y a veces tan ensordecedoramente lento. Siempre abatido pero firme, pretendiendo mantenerse fiero ante lo que le rodeaba. Pero no para mí, que únicamente podía sentir compasión por aquel desdichado, que ignoraba además que su tormento sólo duraría una noche, un sueño. Y así pude verlo dormir, soñar, y sus sueños también fueron los míos; pude mirarle muy de cerca los ojos mientras se dejaba olvidado sobre una roca, abandonando la mirada en el incansable movimiento de las olas. Lo vi enfermo, llorar entre delirios y pedir perdón al aire, enterrando siempre la culpa a medida que la temperatura de su cuerpo bajaba. Sin embargo, no podía evitar preguntarme quién podría querer herir a semejante criatura extraviada.
Una noche de luna llena, el anciano acudió al sitio acordado y, al llegar la noche, se ocultó a cierta distancia para ver llegar la carga, como había hecho a lo largo de meses. Al fin vio aparecer al hombre que parecía seguir empeñado en mantenerle vivo con la mercancía cargada a la espalda. Sin embargo, aquella noche su cara parecía acabar de recibir noticias de la muerte. Tenía los ojos idos y el rostro pálido e iluminado por el sudor. Al llegar a la roca se desplomó sin pretender, siquiera, liberarse de la carga. En el suelo se defendía luchando por el aire que se resistía a entrar por su garganta. El anciano, tras un arbusto, inmóvil y en secreto, no podía apartar la mirada de aquel lugar. El pecho vacío, ardiente y en convulsión de un hombre que se resiste a abandonar lo que tanto aprecia. Tan solo unos segundos más y la batalla presentó a su único y eterno vencedor. El anciano se preocupó de respirar con cautela, presintiendo que la muerte aún andaba cerca. Y en medio de la vigilia, exhausto, cayó rendido dejándose al descubierto.
Al día siguiente, al salir el sol, albergado en el nuevo día y el alivio de la luz, desprendió la carga de los hombros del muerto y, sin mirarle una sola vez el rostro, se encaminó hacia la cabaña de éste, previendo que la obtención de alimento ya no volvería a ser tan sencilla. Ya en la casa, llenó dos sacos con todo lo que encontró que pudiese ayudarle de alguna manera, y cargándose uno a cada hombro partió de vuelta hacia sus rocas.
Durante las semanas siguientes, cuando el sol caía, en sueños, el viejo quedaba indefenso, entre lamentos, a la disposición de aquella noche, de su olor, de su oscuridad, de la muerte acechante. A lo largo de las horas del día, sin embargo, su miedo se centraba en el paso del tiempo y la escasez progresiva de alimento. Comprobó que ninguna embarcación se acercaba a la isla lo suficiente como para ser vista desde allí. Desde hacía tiempo notó además que sus cebos ya no atraían a ninguno de los pocos peces que antes, ocasionalmente, se dejaban ver por allí. Y aturdido y confuso como en una pesadilla pudo ver y mostrarme que también los pájaros habían desaparecido, y los insectos..., hasta los mosquitos. No había ni rastro de ellos y un poderoso silencio pareció recorrer el aire, la tierra y el mar, adueñándose de todo. El aire parecía hueco y la única prueba de que aún había, era que el anciano seguía acostándose cada noche y levantándose al amanecer. Cada día más fatigado, confuso y viejo, pero sin falta.
Una noche cualquiera, la isla y sus tormentos decidieron echarle de aquel lugar. El mar, sin embargo, andaba encaprichado en frenarle la espantada. Ni una miserable racha de aire impulsaba su vela para poder avanzar. Ansiaba tanto poder calmarle. Únicamente sus brazos entumecidos lograron ganarle el pulso al agua, que parecía querer tragarse los remos, y alejarlo lo máximo posible de allí. Una eternidad pareció golpearnos aquella noche en mitad del negro absoluto y el anciano aterrado en aquel limbo consiguió agarrarse al sueño en uno de sus vuelos rapaces y huir lo más lejos posible.
No puedo recordar cuánto tiempo pasó hasta que despertó. Tal vez fueran días. El caso es que lo hizo, pese a la distancia a la que creyó estar de aquel lugar durante el sueño. Y al hacerlo era de día y su bote estaba atrapado entre dos piedras. Durante su ausencia, la barca había alcanzado tierra, pero no parecía diferente a la de la que él venía. Sin duda se trataba de otra isla pero la misma sensación de muerte continuaba acechando. Caminó sin rumbo durante días. Rogando al cielo a gritos. Llorando agarrado a la tierra blanquecina de aquel lugar olvidado. De pronto, en momentos de lucidez, la risa lo atrapaba sin querer soltarlo, cuando era consciente de llevar días sin comer ni beber y, sin embargo, seguir vivo. No era capaz de entender y no había nadie a quien preguntar. Estaba atrapado. Un rehén en la guarida de la muerte.
Una mañana corrió ladera arriba, pese a la dificultad de sus piernas y los ronquidos procedentes de sus pulmones. Se reía entre dientes, intentando hacerlo bajito. El miedo le poseía y era un miedo frenético, enloquecido. Llegó hasta el punto más alto de la montaña y explotó en carcajadas sin detener las torpes zancadas en dirección al acantilado. No dudó un instante, sino que abrazó el aire como único consuelo, y siguió riendo mientras caía hasta que de pronto todo desapareció. Tampoco puedo saber aquí por cuánto tiempo. Ni para mí ni para él. Pero un rayo de sol apareció de pronto obligándole a abrir los ojos, mientras reconstruía el mundo en su cabeza y se daba cuenta de estar tendido sobre una roca sin un solo rasguño. Aquel rayo de sol también me despertó a mí, que empecé a sentir mis manos, mis ojos y mi propio cansancio. Nunca más volví a verle. Yo le vi nacer, vivir e intentar morir. Viví una vida ajena y, sin embargo, aquí nada parece ser diferente.
Lupe Simone
(http://www.mujerglobal.com/wp-content/uploads/2009/01/amor_verdadero.jpg)
EL REGALO DE MI VIDA
¿Alguna vez has tenido un amor verdadero? No un amor pasajero, de esos que te encaprichas y cuando consigues lo que quieres te olvidas de ellos, ni tampoco uno de esos que conoces en la discoteca y ni siquiera sabes cómo se llaman. Yo me refiero a un amor real, uno de esos que se te clava en el corazón y no te deja respirar, no puedes comer, no puedes pensar en otra cosa que no sea él...Yo sí. Y te puedo asegurar que es, sino la más bonita, una de las experiencias más bonitas de la vida.
Todo empezó hace cuatro años. Era verano. Mi amigo Carlos siempre había estado enamorado de mí. Más que enamorado, se podría decir que obsesionado. Y es que la historia de cómo conocí a Carlos también es bonita a su manera.
Carlos tenía un año más que yo. Yo sabía quién era, porque mi pueblo es pequeño y todos nos conocemos, pero nunca había hablado con él. Un día, estaba yo en el Messenger, algo muy habitual en mí, cuando de repente me apareció una ventanita emergente que decía: "Carlos le ha agregado. ¿Desea aceptarle?". Yo no sabía qué Carlos era, así que le di a aceptar. Me saludó y me dijo quién era. Entonces yo me quedé un poco sorprendida. Carlos no era guapo. Tampoco era listo. Pero era muy gracioso. Podría decirse que era el "graciosete" del grupo. Empezamos a hablar y a hablar y nos fuimos haciendo amigos. Yo le insistía en que me contara por qué me había agregado, pero él me decía que algún día me lo contaría, que ahora no era el momento.
En esa época, yo estaba "enamoradísima" de un amigo suyo que se llamaba Guille. Era un chico "punk", que por sus pintas estrambóticas me atraía muchísimo. Sin embargo, él sólo me veía como una hermana pequeña. A mí me frustraba que no me mirara con otros ojos, y contaba todas mis preocupaciones a Carlos. Él intentaba quitarme a Guille por todos los medios de la cabeza. Me decía que era una mala influencia para mí, que últimamente no iba con buenas compañías y que me olvidara de él. Pero bien es sabido, que lo difícil es aquello que más nos atrae. Hubiese sido muy fácil haberme enamorado de Carlos, porque era un cielo. Sin embargo, mi corazón me decía: "espera". Por alguna razón que todavía desconocía, yo seguía hablando con Carlos, y poco a poco me iba olvidando de Guille.
Llegó agosto y fuimos a un concierto. Allí me encontré con Carlos y sus "nuevos" amigos. Guille se había juntado con la peor gente del pueblo y Carlos decidió irse con otros chicos. Allí me presentó a sus nuevos amigos. Ninguno me llamó la atención. Nos lo pasamos genial esa noche.
Al día siguiente, Carlos me metió en una conversación con uno de sus nuevos amigos. El chico se llamaba Pablo. Me agregó para convencerme de que tenía que salir con Carlos. Fuimos cogiendo poco a poco confianza. Él era motorista. Era jugador de baloncesto. Era guapo. Era inteligente. Era simpático. Pero ante todas esas virtudes, había un simple hecho por el que supe que algo muy raro me estaba sucediendo: ERA ÉL. No necesitaba adjudicarle ningún adjetivo para referirme a él. Simplemente era su esencia, su persona, su manera de expresarse, de pensar... Carlos pasó a un segundo plano en el instante en que Pablo entró en mi vida. Más que pasar a un segundo plano, se perdió por completo en la escena. Mi vida giraba en torno a nuestras conversaciones. Deseaba llegar a casa y enchufar el ordenador, era como una droga. Él era todo lo que yo había estado buscando. Sus palabras me reconfortaban, me calmaban. En definitiva: las necesitaba...
Carlos lo estaba pasando muy mal, y yo lo sabía. Pero no podía ignorar el interés que despertaba en mí Pablo. Y él tampoco lo podía pasar por alto. Lo sabía, lo intuía.
Fueron pasando los días, las semanas y cada vez estábamos más enganchados el uno al otro. Ambos lo sabíamos, pero no nos atrevíamos a decírnoslo expresamente. Un día, yo tenía que ir al pueblo de al lado a hacer unos recados, y él se ofreció para llevarme. ¡Me estaba proponiendo una cita! En ese momento creía que se me iba a parar el corazón. Estaba tan contenta que le dije que no. Necesitaba asegurarme que de verdad quería verme. Así que esperé, y pasados unos días le dije que iría a verlo jugar a baloncesto. Él me contestó muy ilusionado que tenía muchas ganas de verme y conocernos en persona, pues sólo nos habíamos visto una vez, en el concierto de verano, y no nos habíamos fijado el uno en el otro.
El día del partido, mi hermana se puso enferma, y tuve que quedarme a cuidarla. Me puse de muy mal humor y estuve toda la tarde conectada esperando que él iniciara sesión. Cuando por fin lo hizo, me preguntó que qué me había pasado. Yo se lo conté y él me tranquilizó diciendo que no pasaba nada, que había jugado muy mal y mejor que no lo hubiese visto.
Continuamos con intenciones de quedar, hasta que una tarde me decidí a llamarlo. Me lo cogió Carlos. Me quedé helada cuando oí su voz. Lo saludé fríamente y le pedí que me pasase a Pablo. Él se negó, me dijo que Pablo no quería hablar conmigo. Entonces pensé que todo había sido una broma de muy mal gusto, por haberle fallado así a Carlos. Se me cayó el alma a los pies. No pude reprimir las lágrimas y tuve que irme a casa. Mis amigas estaban preocupadas de verdad. Me llamaron infinidad de veces hasta que las conseguí engañar diciéndoles que ya se me había pasado, que había sido sólo que estaba un poco desanimada. Y entonces...Pablo inició sesión. Me quedé paralizada y una lágrima consiguió escapar, resbalando lentamente por mi mejilla. Pasaron exactamente 138 segundos, que conté conteniendo la respiración, hasta que su conversación apareció en la ventana de mi ordenador.
- Hola
Simplemente ponía hola. ¿Un hola después de haberme estado durante un mes y medio tomándome el pelo? No supe qué contestar. Esperé.
- Laura, ¿estás ahí?
Seguía sin saber qué contestar. Decidí apagar el ordenador e irme a dormir. Sin embargo, por alguna extraña razón mis párpados no conseguían cerrarse. La extraña razón se manifestaba en unas grandes lágrimas que corrían desconsoladas bajo mis pestañas. El móvil vibró demasiadas veces, hasta que mi pulgar se arrastró hasta la tecla roja y lo desconectó. ¿Cómo había podido hacerme eso? ¿Cómo podía haberme engañado así? No lo podía entender.
Dejé que pasaran los días. Pero los días no pasaban para mí. Iba de un lado para otro como un espectro. Mis padres pensaban que era algo relacionado con las clases. Sin embargo, a mis amigas no les podía ocultar la verdad, ellas estaban al tanto de todo.
El 22 de octubre sucedió lo impensable. Mis amigas consiguieron que saliera a dar una vuelta con ellas. Estuve toda la tarde pensativa y sin hacer mucho caso a sus conversaciones. Decidieron ir al kiosco y allí, para mi gran sorpresa, estaba él. Ni siquiera nos saludamos y pensé que lo que hubiese podido suceder entre nosotros ya no tenía ninguna posibilidad. Por mi parte, mis intenciones habían terminado en la ausencia de un gesto. Sin embargo, Cupido entró en escena. Más que Cupido, podríamos hablar de una chica de quince años con nombre y apellidos que quiso hacer de Celestina.
Mireia decidió que no podía quedarse de brazos cruzados viendo cómo dos personas dejaban pasar una oportunidad en la vida que no todo el mundo tiene la suerte de vivir. Dijo que tenía que comprar una revista y que la esperásemos un momento que volvía ya. Cuál fue mi sorpresa al ver que no volvía sola. Allí estaba él, detrás de mi amiga, con una sonrisa inquieta y expectante.
- Mira Laura, ¿lo conoces? Creo que él a ti sí.
No pude evitar sonreír, aunque no quería mostrar ninguna señal de ilusión o entusiasmo.
- ¿Nos vamos a dar una vuelta, Laura?- me dijo Pablo con una complicidad que creía exclusiva de las películas.
Tardé exactamente tres milésimas de segundo en empezar a andar y ni siquiera me despedí de mis amigas. La situación era un poco tensa, sin embargo, ni Pablo ni yo parecíamos dar importancia a todo lo que había sucedido estas últimas semanas. Charlábamos de manera animada de muchos temas que nos interesaban a los dos. Pero, quizá lo más importante para mí, fue el brillo de sus ojos cuando yo lo miraba. Ese brillo era una prueba irrefutable de que él sentía algo por mí.
Pasaban y pasaban los minutos, pero nosotros dos no parecíamos percatarnos. Daba la sensación de que se hubiera parado el tiempo y los únicos que seguíamos en movimiento éramos nosotros. Pero, una llamada devolvió el movimiento al mundo. Sus padres lo esperaban para cenar y el reloj ya marcaba las diez y media de la noche. Yo sabía que me iban a matar en casa, pero no me podía ir sin despedirme de él. Me acompañó a casa, sabiendo que lo esperaban para cenar y ya llegaba tarde. Llegamos a la puerta y nos miramos el uno al otro. Daría lo que fuera porque ese instante se hubiese quedado congelado para siempre. La escena más bonita de Romeo y Julieta se hubiese quedado diminuta en comparación con ese momento. Los dos queríamos darnos un beso, pero no teníamos ninguna prisa por romper ese intercambio de miradas.
Finalmente, yo me decidí a abrazarlo. Él era mucho más alto que yo, por lo que me tuve que poner de puntillas y mirar hacia arriba. En ese momento, sin pensarlo, él me beso. Ahora ya sí que no tengo palabras para describir ese beso. Yo ya había dado mi primer beso unos años atrás, pero no había punto de comparación. Fue un cúmulo de sensaciones. Fue como la sensación de descanso y paz que sientes al volver a casa después de estar todo el día fuera. Fue como cuando tu madre acaba de bañarte y te abraza, aún sabiendo que la vas a mojar, pero sin importarle nada el agua. A nosotros no nos importaba ni el pasado ni el futuro, sólo ese instante. En definitiva, fue perfecto, fue mágico.
Los meses que pasamos juntos han sido como regalos para mí. Jamás hubiera imaginado que una persona podía hacerme tan feliz. Estuve al menos durante un mes flotando por el espacio. Todo el mundo lo notaba y mis padres tardaron muy poco en darse cuenta. Esperaba con ansia durante cada minuto del día que sonara mi móvil. Las facturas de teléfono se multiplicaron y mis horas de sueño se dividieron de manera inversamente proporcional. Pablo lo era todo para mí. Nunca podré llegar a describir con palabras a la perfección lo que sentía cuando él me miraba o me rozaba. Él fue el primero para mí en muchos sentidos de la vida.
Podría seguir llenando folios y folios de vivencias que pasamos, sin embargo creo que lo reservaré para otra ocasión. El tiempo pasó y dejó huella, algo inevitable de la vida. Degeneró bastante esa relación, aunque estuvimos tres años completamente enamorados y, me atrevería a decir, que hoy por hoy todavía lo estamos. Ahora ya no estamos juntos, pero prefiero que en esta historia sólo queden recogidos los momentos bonitos y el sentimiento que teníamos. Prefiero pensar que nuestra historia no la podrá enturbiar nada ni nadie y tengo la firme convicción de que voy a seguir queriéndolo hasta el final de mis días. Él era mi luz, nadie le podía hacer sombra, era mi sol. Ahora, cada vez que pienso en él, no puedo evitar sentir nostalgia y al mismo tiempo siempre se me escapa una sonrisa cómplice que intento disimular.
Sé que no lo voy a olvidar nunca.
Atenearkn
(http://lmrodriguez.lacoctelera.net/myfiles/lmrodriguez/tuausencia.jpg)
AUSENCIAS
A Andrea, siempre tan lejana
Es una hora perdida de un invierno que me arrincona contra las tripas una destemplanza que no es el frío, en una madrugada incierta en Atures. Es miércoles. Estoy casi solo en el café Los Amigos, sin los amigos de siempre, que se han ido para buscar enflaquecer en el sueño una soledad parecida a la mía, y que también los fastidia. Por la calle que se ve a través del ventanal hace ya rato que nadie cruza. El humo de mi cigarrillo porfía en espirales indecisos que se deshacen en el aire; un aire espeso que se deshace, a su vez, en olores rancios y calientes... Pido un aguardiente más al mozo, y quiero creer que es el último. Es, como he dicho, una hora olvidable y yo, en la ciudad indiferente, soy un hombre solo, desdibujado, nadie, buscando borrar de la memoria otras madrugadas parecidas a ésta.
La mirada de la luna está escondida detrás de unos deshilachados borrones de nubes. La mirada de la luna es otra ausencia...
Esa, que entra de repente trayendo el frío de la calle en la ropa, es una que no conozco. Etérea, viene directo hasta mi mesa y se sienta, sin saludar ni pedir permiso.
– ¿Ya lo sabes? –me pregunta, y pide un café con uno de esos gestos de las mujeres, pequeñitos, suaves...
La miro detenidamente, tratando de adivinar si la he visto antes en alguna parte, si es alguien que no recuerdo porque no quiero recordar, como a veces me sucede; pero no, no es una mujer que yo conozca. Tampoco sé de lo que habla. Pero es hermosa.
– Sí –le contesto igualmente, siguiéndole lo que supongo es un juego, y calculando que puede ser una de las tantas almas perdidas; una de esas que sobran en las madrugadas de Atures, como yo.
– Ah, ya lo sabes.
– Sí, sí... Ya lo sé.
– ¿Y?...
– Nada; que ya lo sé... Lo demás importa poco.
– Es verdad... Lo demás importa poco...
Llega el mozo con el café, ella lo mira y le sonríe con otro gesto pequeñito, suave. Echa después dos sobrecitos de azúcar en su taza, revuelve el café y, mirándome a los ojos profundamente, me pregunta:
– ¿Nos vamos, entonces?...
– Y sí, nos vamos. – "Qué más da", pienso.
Se levanta de la silla de madera oscura y gastada del bar Los Amigos, me tiende la mano mientras sonríe (parece que siempre sonríe) y yo me levanto para seguirla.
Mi cuerpo queda ahí... Tengo los ojos abiertos y lejanos, como si mirara por el ventanal esperando que pase alguien, tal vez alguno de esos amigos que ya se han ido. Tengo el cigarrillo todavía encendido entre los dedos. Tengo un gesto que no sé precisar y que me parece una sonrisa en la boca...
Ese aguardiente fue el último y está sin terminar. Ahora lo sé, realmente lo sé. ¡*****; sí, lo sé!... "Así que esto era todo, entonces...", me digo... Nos vamos.
Un tipo entra, se acoda en la barra (no nos ve, no puede vernos cuando nos atraviesa al entrar y nosotros salimos), pide un café y se pone a leer el diario.
Eso es todo.
Es miércoles.
Juan del Paramo
(http://2.bp.blogspot.com/_ygksM4oldGg/SNpIh7xCeCI/AAAAAAAAAUI/nE-22qXdGow/s320/370+-+Sombra.jpeg)
Tiza de colores
El sol, mucho sol y unas volubles motitas de colores. Era todo lo que veía Jack al abrir la puerta de su casa. Incluso al recorrer gran parte de su jardín las manchas le seguían allá a donde fuera su vista. Se paró al fijarse en lo sólidas que le resultaban las sombras de los árboles aquella mañana. Un día demasiado soleado para otoño.
El timbre de una bici lanzó una advertencia a Jack. Un paso hacia atrás y el chico de los periódicos pasó levantando las hojas a su paso. Le entregó el diario matutino al hombre, no sin antes lanzar una mirada indiscreta a sus pies.
-¿Hijo, cuál es tu problema?
Jack intentó alcanzar los ojos del joven con los suyos pero éste le rehuía.
-¿Me oyes, chico?- No recibir respuesta siempre le mosqueaba.
-¡Oh, Jack! Estás ahí,- la cabeza de su vecino emergió de entre unos arbustos cuidadosamente recortados. Le resultaba enfermizo. Ya podría estar quemándose el vecindario que no levantaría la vista mas que para lanzar uno de sus comentarios correosos. Después vendría aquella irritante risa sarnosa. -Hace buen día, ¿verdad?
Jack se dio la vuelta para saludar sin tener animo para ello, a lo que el chico aprovechó y se escabulló sobre ruedas. -¿Qué tal Bobby? Sí, menudo sol hace hoy.
-Y que lo digas, parece que l-las...las...Oye Jack, ¿por qué no tienes sombra?
Jack arrugó toda la cara. Las tonterías también le mosqueaban. En silencio miró hacia abajo para darse cuenta de que, tontería o no, no tenía sombra.
-Vaya...-Se llevó una mano a la cabeza para rascarse la nuca. Con la mirada gacha permanecó pensativo un buen tiempo. Sin embargo, por mucho que reflexionara aquello de no tener sombra no hacía más que desanimarle.
El sol subió hasta el punto más alto, Bobby terminó con sus setos, ya comenzaba a atardecer. El tormento de Jack le dejó anclado en el sitio, sin poder preocuparse por nada más que de su imposible circunstancia. No pronunciaba palabra, tan solo se dejaba consumir en el pesar.
-Ahora se te está yendo el color, Jack- Bobby abrió su tumbona mientras miraba ocioso los cambios que le sucedían a su vecino. -¿Qué será lo próximo, vas a evaporarte sin dejar rastro?- Risa sarnosa. Cubrió sus desvergonzados ojos con las gafas de sol de su mujer y se tumbó de cara a Jack.
Los niños del barrio pronto se reagruparon en las calles tras volver del colegio, aprovechando las últimas horas de sol. Divertidos por la desgracia del hombre se reunieron en torno a él. Correteaban entre sus piernas, reían, preguntaban con pequeños tirones de sus pantalones, cuchicheaban entre ellos y volvían a reír. Sobre todo reían. Con alegría, inocencia, curiosidad. Algunos aprovecharon la novedad de tener un hombre sin color ni sombra impasible en el pavimento. Con una tiza de color por niño emprendieron la tarea de pintarle una sombra a Jack. Tras más risas infantiles consiguieron una imagen deforme, retorcida, incompleta y vistosa. Una sombra de colores para un hombre gris.
Dante
(http://www.todotutoriales.es/wp-content/uploads/2008/07/patatas.jpg)
EN BUSCA DE LA RUEDA
El hombre estaba cansado. El paso de los años y la escasez le pesaban en los hombros y en el alma.
Iba por la autopista, desde Quilmes hacia el centro. La desvencijada camioneta, que había adquirido usada una década atrás, le obligaba a conducir con precaución. Se dedicaba a los fletes, era conductor, peón, patrón y lo que fuera necesario para salir adelante. Ese día llevaba un juego de sofá forrado en piel color beige y una biblioteca enjuta, alta, de formas innovadoras, por encargo de una parejita joven de profesionales que había adquirido un dos ambientes a estrenar en la mejor zona de Caballito. Había atado los muebles con nudos ajustables de soga elástica tal como le había enseñado su predecesor, el viejo Schultze. Corría el mes de enero, época durante la cual disminuía el tránsito porque la gente que podía se iba de vacaciones a la costa. Ese día en particular hacía mucho calor, un calor húmedo y sofocante.
―La **** ―protestó el hombre para sí a la vez que se limpiaba la frente con el dorso de la mano, barriendo la transpiración―, pero qué calor.
De pronto el tren delantero de la camioneta comenzó a vibrar y el hombre, en un acto reflejo, redujo la marcha. Pero antes de que alcanzara a detenerse, la rueda derecha delantera se salió del eje, dando brincos sobre el asfalto, escapándose atrevidamente hacia el lateral. La camioneta se inclinó como un animal herido y se arrastró sobre la orilla. El hombre se reprimió de pisar el pedal de freno y apenas sostuvo el volante; permitió que la camioneta lo llevase adonde ella quisiera. Por fin el vehículo se detuvo y el hombre se apeó y contempló el eje desnudo.
A su lado los autos se escurrían, presurosos, rugiendo a más de ciento treinta por hora. Atrajo su atención una camioneta negra, soberbia, de las todo terreno, como la que siempre soñó tener; pero ésta era un modelo nuevo, no la conocía, por el diseño semejaba más bien un auto, solo que era más grande. En la parte trasera decía Infinity. Debe ser una Nissan, pensó. La contempló pasar. El motor apenas se oyó difuminado en la ráfaga febril que le abrazó batiéndole el pelo todavía rubio.
La rueda se había fugado extraviándose a través de la línea frondosa de altos matorrales que bordeaba la autopista más allá de la banquina. El hombre atinó a ir en su búsqueda pero permaneció ahí, en el arcén de la autovía, un poco más, viendo los autos pasar.
―La **** ―renegó de nuevo y sin razón evidente se recordó cuando chico, jugando con su abuelo y escuchando las historias que éste le contaba sobre la guerra en España y cómo había venido para el sur.
Eran las tres de la tarde, la temperatura superaba los treinta grados. Ni una nube en el horizonte. El hombre soltó un escupitajo y fue en busca de la rueda.
Cruzó la línea de los matorrales, después una zanja con agua podrida, y de seguido un conjunto informe de arbustos. Luego, ante él, principió un descampado ondulante, pajizo, que se extendía hasta el río; recostada sobre un lado había una casilla de chapa que centelleaba bajo los rayos del sol. De la rueda ni noticias.
―***** ―espetó y ladeando la cabeza lanzó otro escupitajo con sabor a bronca.
Tanteó el celular que llevaba en el bolsillo del vaquero, pero retiró la mano y siguió buscando la rueda. Se arrimó hacia donde se encontraba la casilla. Pensó que era improbable que la rueda hubiese llegado tan lejos. Desde donde estaba podía vislumbrar a través de los arbustos y matorrales la cajuela de la camioneta.
Entonces una mujer salió de la casilla y lo escudriñó con cierto recelo.
El hombre se acercó a la mujer, era morocha y joven, de pómulos altos y mentón fuerte, y casi tan alta como él.
―Se me rompió la camioneta ―explicó.
La mujer se mantuvo callada.
El hombre le pidió un poco de agua. Ella, sin decir palabra, se adentró en la casilla. Pero no volvió a salir.
La casilla tenía por puerta una lona hecha jirones y el hombre decidió entrar. El interior era sombrío. Se sorprendió al notar que allí la temperatura era notablemente más baja de lo que había pensado. La mujer estaba echada sobre un camastro, los ojos negros le refulgían en la penumbra. El hombre se sentó en la esquina del camastro y la mujer se corrió y le hizo un lugar.
Al amanecer del día siguiente el hombre fue hasta la camioneta y desanudó la biblioteca y el juego de sofá. La biblioteca resultó demasiado alta para entrarla en la casilla. En cambio el juego de sofá cuadró sin dificultad.
A los tres días arribó un patrullero escoltado por un remolque. Atardecía. Ahora el cielo estaba velado por nubes rosadas y corría una brisa ligera. El hombre salió a la puerta de la casilla y observó a los policías enganchar la camioneta y asegurarla sobre el remolque. Esperó a que los oficiales se fueran con la chata. Después se retiró al interior de la casilla donde le aguardaba la mujer.
Iván Madden
(http://3.bp.blogspot.com/_iJ7BBClcewo/S5z5LcQ37BI/AAAAAAAAAqI/hnhTChKqq6U/s320/foto-banco-parque-124.jpg)
EN AQUELLA BANCA
Ha pasado mucho tiempo y aún vuelvo año tras año a esta misma plaza en la que un día te conté cuánto te amaba. Ya sabemos lo que pasó después, ya sabemos que yo quedé solo, lleno de congoja y con una nostalgia que aún cargo en mis hombros. Tú, en cambio, creíste ser feliz. En esta banca un tibio día de octubre nos juntamos a hablar de la vida y sus distintas aristas. Fue un día como hoy, y lo celebro trayendo una rosa que dejo aquí, en esta misma banca en donde estuvimos sentados tan cerca el uno del otro. Recuerdo tus palabras, recuerdo como te miraba, recuerdo tus gestos, recuerdo cómo te quería besar. Ese día fue hermoso, quizás fue el único día de mi vida en que las cosas adquirieron sentido, porque luego todo sería bastante oscuro. Ese día...
-Andrea... Escribí algo para ti, quiero leértelo...si me lo permites
-Está bien, precioso... Léelo
-"Pequeña de cuerpito suave como un arroyo de luz/ Déjame perderme en tus aguas de esperanza azul/ Necesito amarte con la pasión de un volcán/ Necesito despertar junto a ti con el canto de un zorzal"
-Qué lindo, lindo, lindo... Me gustó mucho... Gracias, Eric, gracias por darme tanto cariño... Tantas palabras tan hermosas...porque...no sé...
-¿Qué sucede mi pequeña?... ¿No estás segura de comenzar algo?
-Es que... Mira, tú no eres el problema, soy yo... Soy una persona muy inestable... No me acostumbro a la estabilidad, siempre hago algo para terminar con todo... Más encima... No me merezco tanto amor de tu parte
-Pero, ¿por qué dices eso? A mí me basta con que estés junto a mí, no pido nada más a cambio, lo que yo te entrego es lo que mi corazón dicta y no tienes por qué sentir que no lo mereces... Es más, por ser tan bella mereces mucho más...mucho más
-Eric... Ves el amor como algo tan ingenuo... ¿No te da miedo todo lo que te he contado? Durante todo este tiempo que ha pasado tendrías que haber huido de mí... Te he dicho todas mis locuras, todas mis aventuras... Sabes muy bien que me he comportado como una... Una chica que no merece tu amor... En serio
-¿Pero a qué quieres llegar con todo esto?
-Eric...
Andrea acarició mi rostro. Quiso besarme pero se arrepintió. Estoy seguro de que pensó en él y por ello se contuvo. Yo había hecho muchas cosas bellas por ella, sin embargo hay veces en las que la belleza del sol no sirve para abrir corazones. Somos tumbas que se niegan a abrirse.
-Yo no soy para ti- dijo Andrea triste- Yo soy una mujer mala... Tú eres muy bueno y quizás es ese tu mayor problema... A nosotras nos gusta sufrir, que un hombre se comporte varonil, que nos trate mal... Obvio, no hablo de golpes y masoquismo sino que hablo la pura verdad: así somos nosotras... Tú necesitas a una mujer demasiado madura, yo aún soy una niña que busca diversión, placer... ¿Comprendes?
-Pero Andrea...
Y fue entonces cuando con lágrimas en los ojos, emocionado por la belleza de Andrea, no aguanté las ganas y me le declaré:
-Andrea, te amo... Por favor, acéptame en tu mundo tal como yo me entrego a ti... Te amo, quiero pasar el resto de mi vida contigo, quiero formar una familia, tener planes junto a ti... Te quiero amar cada día, desbordar mi pasión en tu vientre, acariciar cada rincón de tu cuerpo para hacerte feliz, quiero ser tu compañero, tu amigo, tu confidente y tu amado... Haremos el amor día, tarde y noche y despertaremos abrazados mirando cómo la luz del sol se escurre envidiosa por la pieza tratando de averiguar cómo nos amamos en la noche... Mi amor, te amo... Por favor, sé mi novia...
Andrea quedó hacia dentro. Por dos minutos aproximadamente no quiso hablar y perdió su mirada en unos niños que peleaban por un helado. Dio una sonrisa nostálgica como si quisiese abstraerse del mundo para poder volar a otras galaxias. Respiró hondo, luego me dio una mirada sincera y por ello triste:
-Gracias... Gracias de verdad por decirme esas cosas tan bonitas...pero estás cegado... No quieres oír lo que te he estado diciendo... Eric... No quiero tener ningún tipo de relación contigo... Lo que vivimos fue hermoso pero mi corazón pertenece a otro hombre
Me quedé estupefacto. De pronto, algunas lágrimas brotaron de mis ojos y fueron a perderse en la inmensidad de la grieta que se iba creando entre mi corazón y mi alma. Alargué una mano y acaricié su rostro. Qué linda que era. Su nariz era fina y un tanto roma. Jugueteé un poco con ella y Andrea se puso a reír como una niña. Luego lloró. Bebí cada una de sus lágrimas. La abracé. La besé. Lloramos juntos. Acaricié constantemente esa cintura en la cual yo me imaginaba enredado junto a las sábanas entregado a la dicha de amar. Sentí sus pechos latir como si hubiesen cobrado vida gracias a las lágrimas de Andrea, que cuales gotas de lluvia, inundaban de vida todo lo que hallaban a su paso. Al beber sus lágrimas sentí que me invadió una pena tan grande que el pecho me dolió como jamás me había dolido en la vida. Aún shockeado e intentando disuadir de mi mente y de la de ella las palabras que había dicho, le dije:
-Andrea, quiero hacer el amor contigo
Andrea volvió a soltar más lágrimas. Besó mis mejillas, acarició mi cuello y yo sentí el fuego que recorría su cuerpo. Nuestra piel cobraba vida propia y se las ingeniaba para hacer contacto y acariciarse. El fuego de mis labios se encontró con la electricidad de su cuello. Era tan suave, tan dulce. Sabía a un exquisito manjar, sabía a delicias de infancia, a tortilla recién sacada de las cenizas, a un caramelo recién preparado. Besé una y otra vez su cuello. Ya no me interesaba que estuviésemos en una plaza y que la gente pasara por delante y por detrás de nuestra banca. Yo quería ver sus pechos brotar como flores ante mí, necesitaba sentir esa fragancia a inmensidad que brotaba de su calidez. Abrí su blusa. Su cuerpito era sagrado, no podía ser posible que hubiese sido mancillado por uno y otro hombre. Me negaba a ello. Besé sus pechos. Algunas personas miraron y se alejaron avergonzadas. Andrea rápidamente se cerró la blusa. Me miró atentamente. Las lágrimas aún no querían desaparecer de su rostro y pintaban en él, mensajes de tristeza y desolación. Luego me dí cuenta que en realidad el rostro de Andrea estaba espejeando mi propia alma, por lo que aquello que yo veía en sus lágrimas no era otra cosa que mi propio dolor. Andrea selló mis labios con un dedito pues quería que le pusiese total atención, sin interrumpir:
-Eric... Te quiero mucho... Pero no te puedo dar mi amor... Sé que quieres amarme, sé las fantasías que cruzan por tu cabecita pero lo siento. He pensado en mi futuro y llegué a la conclusión de que con Francisco voy a lograr muchas cosas... Tú le conoces, es un hombre seguro, enérgico, lleno de fuerza y vitalidad, con él me siento segura no sólo en lo espiritual sino que también en lo material... Tiene una empresa que maneja muy bien. Tiene altos dividendos y además es muy inteligente... No quiero casarme ni nada, tú me conoces y sabes que no me gustan ese tipo de compromisos, pero quiero tener en estos momentos un poco de diversión, de placer... Y él me puede dar eso...
-¿No me consideras seguro?
-No... Eres como un niño... Un niño dulce y bueno...pero no tienes la seguridad que yo quiero... O sea, tienes tu propia forma de ser seguro, ¿me comprendes? Pero Francisco posee una seguridad de hombre viril... Él no es poeta como tú, ni me mueve la silla para que me siente, ni tampoco me acaricia el rostro cuando tengo pena, ni mucho menos después de hacer el amor me dice cosas bonitas al oído como tú... Pero eso mismo me atrae poderosamente de él...esa cosa ruda, de chico malo... Eso es divertido... Lo siento, pequeño, no es nuestro momento... Quizás cuando me aburra de él... Entonces quizás...haya una luz para los dos...
-Pero yo... Yo te doy estabilidad
Insistía como un tonto y es que estaba cegado por el amor. Aún pensaba que haríamos el amor y que despertaríamos abrazados para luego preparar un rico desayuno que comeríamos juntos en una bandeja.
-No quiero estabilidad, Eric, quiero libertad...
-Pero yo te doy amor... Amor verdadero
-No quiero amor verdadero, Eric, sólo quiero amor
-A mí no me importa que te hayas acostado con mil hombres antes de conocerme, no me importa eso...
-A Francisco tampoco le interesa, tal como a mí no me importa que él tenga otras aventuras...
-Yo te amo...y sólo pienso en ti...
-Yo te tengo mucho cariño, Eric...pero soy realista y pienso en mi profesión, en mis sueños, en los viajes que quiero realizar, en tantas culturas que quiero conocer... No te obsesiones conmigo, sé independiente... No ames a una mujer más allá de la compañía... Jamás te entregues tanto... ¿Acaso no tienes sueños, Eric?
-Mi sueño eres tú...
-Mi sueño es conocer muchos lugares, muchos platos diferentes de comida, mi sueño es amar y ser amada pero sin traspasar el límite... Eric, una nace sola y muere sola... Piensa en eso, piensa que yo sólo seré una mujer más en tu vida... Ni la más importante ni la menos importante. Llegará otra mujer que prepare ricas tostadas y que disfrute tu merengue... No somos tan únicos y especiales... Para mí fuiste un hombre importante pero es imposible que a mi joven edad me establezca con un hombre... Olvídame, pequeño... Sácame de tu corazón... Sácame, ódiame, imagíname durmiendo en los brazos de Francisco, imagina mi sudor pegado a su piel, piensa en que él ya me ha poseído, me ha hecho suya y yo quiero que así sea... Deseo despertar cada mañana entrelazada en las sábanas de su cama, deseo que me acaricie y que con su actitud provocativa y viril me deje sola en la cama y sin despedirse se vaya a trabajar mientras yo me quedo fantaseando con él y...
Coloqué un dedo sobre sus labios. Tenían una suavidad especial. Me acerqué a su oído y le dije muy despacito:
-Te amo... Jamás te olvidaré
-Eric, olvídame, hazlo por tu bien
-Te amo...
-Me idealizaste demasiado...pero recuerda: ya va a aparecer otra mujer... Pero no esperes que ella te jure fidelidad... Ella querrá libertad tal como la posee cualquier hombre o mujer... Yo respeto tu libertad y tú respeta la mía y la de las que vengan... Este es el modo de pensar que te ayudará a triunfar... Es como en el trabajo, hazle a los demás disfrutar y beneficiarse con tu compañía y desempeño pero a la vez sé orgulloso y míralos en menos, siéntete el mejor, siéntete poderoso
Tomé la carita de Andrea y la besé tiernamente. Cegado por el amor le dije muy suavemente:
-No me interesa con cuantos hombres sigas acostándote, algún día te buscaré, te encontraré y nos amaremos mucho... Entonces formaremos una familia y seremos muy felices...
-Que tontito eres... Tengo pena por ti... Eres como un niño
Y nos quedamos abrazados por una media hora. Durante ese tiempo acaricié con mi rostro su cuello, saboreé los lóbulos de sus orejas y besé su frente. Quería olvidar todo lo que me había dicho, necesitaba pensar que sólo era una broma. Quería amarla y que ella me amase. Luego de esa eterna y hermosa media hora nos despedimos: ella con la idea de no verme jamás en la vida y yo con el pensamiento de buscarla para amarla y hacerla feliz.
Hoy rememoro en esta banca aquel hermoso día. Veo varias parejas de jóvenes y de personas mayores y sonrío pensando en que quizás entre esas personas la veré a ella tomada del brazo conmigo. Pero eso ya es imposible. Hoy en la mañana la fui a buscar a un departamento en donde un amigo que teníamos en común (un ex amante de Andrea) me dijo que podría encontrarla. El departamento pertenecía a un edificio de un sector exclusivo. Toqué la puerta y abrió un hombre extraño, cuyo rostro era el de un tipo lleno de odio y astucia. Obviamente no era Francisco. El tipo me miró con tanta rabia que tuve que armarme de valor por si se formase alguna gresca. El hombre dijo con voz seca:
-¿Qué quiere? Estoy ocupado
Oteé el departamento: alcancé a divisar la figura de una mujer recostada en un sillón. Mi corazón latió muy fuerte. Sin embargo, algo detuvo mi felicidad: la mujer se veía demacrada, pálida. En una mano tenía una botella de vodka y en un brazo una jeringa le colgaba de forma monstruosa. Se veía con un sobrepeso mórbido y sus ojos rojos estaban perdidos en el techo. El hombre, como si el que yo espiase su departamento le pusiera feliz, me dijo sonriendo:
-Bueno, verá... Estoy ocupado porque me estoy follando a esa **** por una ganga... La saqué barata... Ya pues, ¿qué quiere?
-No... Nada... Me equivoqué... Disculpe...
Me dí la vuelta y me fui de ese lugar invadido por las lágrimas.
Ahora en esta banca, rememoro ese día... Ese día en que despreciaste el amor para despreciarte a ti misma.
Anónimo7
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Tierras de luz
Hannah ha visto la película muchas veces pero esa tarde de domingo, y porque está un poco melancólica y se siente bastante sola desde que Mario accedió a casarse con ella para que pudiera obtener la nacionalidad española, sólo por eso, decide verla otra vez.
"Tierras de penumbra".
Una película que le parece preciosa y tristísima, y que le encanta.
Y entonces, cuando Anthony Hopkins, que interpreta al profesor Jack Lewis, acaba de declarar su amor, en la habitación del hospital, a Debra Winger, que interpreta a la americana Joy Gresham, suena el teléfono.
Hannah activa la pausa en el mando del DVD, carraspea (se le ha hecho un nudo en la garganta, por la emoción) y coge el auricular sin mirar en la pantallita del teléfono el número del que está llamando.
-Hannah, soy yo –dice una voz al otro lado del hilo.
Hannah se estremece.
Balbucea:
-¡Mario!
-Quiero casarme contigo, Hannah. Quiero casarme contigo ante Dios y ante el mundo.
Hannah se queda estupefacta. Son las mismas palabras que acaba de pronunciar Jack Lewis, Anthony Hopkins, en la película.
-¿Cómo? –pregunta.
-Por favor, no me dejes, Hannah –continúa Mario.
Entonces Hannah, creyendo que se trata de una broma, repite a su vez las palabras de Joy Gresham, Debra Winger que se le han quedado grabadas en la memoria y en el corazón.
-¿Sabes, Mario? En mi país existe una vieja costumbre. Verás, cuando un hombre decide casarse con una chica, se lo pide. A eso se llama declararse.
-Lo mismo hacemos aquí –dice Mario tranquilamente.
-¿Me lo he perdido? –pregunta Hannah siguiendo lo que considera un juego.
-Bueno... -continúa Mario- ¿Quieres casarte con este viejo tonto y asustado, que te necesita lo indecible y que te quiere aunque no sepa expresarlo?
A Hannah vuelve a hacérsele un nudo en la garganta al oír las palabras de Mario, el mismo nudo que se le había hecho unos minutos antes cuando oyó esas mismas palabras pronunciadas por el profesor Lewis, Anthony Hopkins.
-Mario... -empieza a decir.
-¿Sí?
-¿Estabas viendo en este momento, como yo, "Tierras de penumbra"?
-¿Qué es eso?
-Una película.
-No, ¿por qué?
-¿No la has visto nunca?
-No.
-Es que... Bueno, no, nada...
-Vuelvo a preguntártelo, querida Hannah. ¿Quieres casarte con este viejo tonto y asustado, que te necesita lo indecible y que te quiere aunque no sepa expresarlo?
Hannah conoce a Mario y por el tono de su voz sabe cuándo habla en broma y cuándo en serio, y se da cuenta de que ahora está hablando en serio, muy en serio. Entonces, si Mario no le está gastando una broma ni jugando a un juego, ¿qué está pasando? ¿Es posible que se trate de una coincidencia?
¿De una maravillosa coincidencia?
Mario está esperando al otro lado del hilo.
-¿Hannah?
-Sí, Mario –responde por fin Hannah, esta vez con sus propias palabras y no con las de Joy Gresham, Debra Winger-. Yo también te quiero, yo también te necesito y yo también quiero casarme contigo.
Madigan
(http://www.nidodepoesia.com/enferma41.jpg)
NO DEJES QUE SEA TARDE
Quiero hacer tantas cosas.
Tantas cosas que ya no puedo. Ayer quería estar tranquila, relajada, sin tener nada que hacer ni pensar. Quería cerrar los ojos y vaciar mi cabeza. Quería no pensar en nada de mi vida, ni de la vida, ni de la vida de nadie. Quería, tal vez, no existir.
En cambio hoy, un torbellino se ha apoderado de mí. Me levanté, abrí los ojos y por primera vez en muchos días una sonrisa se dibujó en mis labios. Casi me dolió su aparición. Tantos días con la misma expresión parece que han dejado inmóviles los músculos de mi cara.
La luz que entra por la ventana es como un pequeño haz de vida que se ha colado por mis ojos y que ha rozado lo que tenía escondido dentro de mí. Esa luz, blanca, clara, alegre, luz de vida, ha conseguido inundarme por completo y rebosar hasta salir por mis poros. Hoy lo veo todo de otra manera. Hoy no quiero cerrar mis ojos. Hoy quiero tantas cosas. Tantas cosas que ya no sé si podré.
Tengo pendientes mil asuntos que fui dejando de lado creyendo que otros eran más importantes, más urgentes de resolver y sin embargo, ahora vengo a darme cuenta que esos asuntos pendientes eran más urgentes que los otros: ver a mi hija actuando en su fiesta del colegio, visitar a mis padres más a menudo, salir a pasear y respirar el aire puro, abrazar, besar, decir te quiero, te echo de menos, te necesito; aprender a vivir y disfrutar de los pequeños detalles diarios y rutinarios en los que nunca me fijé...
Si, hoy quiero hacer todo eso pero no sé si ya podré.
Para empezar, me gustaría hacer una cosa: levantarme de esta cama, sin ayuda, abrir la ventana y sentir en mi cara ese sol que me ha devuelto la alegría de vivir. En cambio me doy cuenta que no puedo hacerlo. Mis piernas no responden, mi cuerpo ya no es mío.
Hace dos meses me mataron.
Hace dos meses me dijeron: lo siento mucho, es cáncer. Te quedan dos meses de vida.
Hace dos meses me vine abajo, me rendí, no supe reaccionar.
Hoy quiero reaccionar, hoy siento ganas de vivir, hoy quiero hacer tantas cosas que no hice... pero creo que ya no puedo, no tengo tiempo.
Hoy no quiero morir y en cambio ahí me veo tumbada en mi cama, inmóvil.
Quise hacer tantas cosas, tantas cosas que no pude
Nebulosa
(http://jimenosky.files.wordpress.com/2008/12/censura.jpg)
RESURRECCIÓN DE ESCRITORES
Muchos años de historias de variados personajes, muchos siglos de culturas distintas y verdaderas situaciones vividas. Muchos escritores anónimos y otros muchos conocidos. Muchas palabras huecas, pero otras con tanto significado. Unas letras se unen con otras, y así las letras van cobrando vida y también crean personas. Esas personas que escriben para poder expresar sus sentimientos y crear sueños, incluido dar sentido a muchas vidas de lectores.
Hubo un tiempo en que todo esto no sucedía, toda inspiración se había secado y no por gusto, sino por obligación. Cualquiera que fuese pescado con un objeto de escribir con intenciones artísticas en la mano era severamente castigado. Tampoco se podía hablar de una manera poética o con entonación cuentista. Querían crear una sociedad-robot, sin poder de decisión, sin poder de imaginación.
Por fortuna siempre hay un salvador, un héroe que finalmente consigue salvar al resto de las garras de los malos. Éste fue el caso de Aarón, no veía justo lo que estaba sucediendo, necesitaba hacer justicia en nombre de los escritores, y acabar con esa época de páginas en blanco. Vivía en Madrid, una gran ciudad, ideal para vivir en el anonimato.
Un día paseando por la Gran Vía, cerca de la Plaza de Callao sintió una inspiración compulsiva y empezó a gritar: " Mis manos están presas, pero mi boca no la callarán", justo al decir esto tenía a su alrededor cientos de personas observándole y diciéndole que se callara, que era muy peligroso. Lo siguiente que sucedió fue la policía corriendo tras él, pero tras él un suceso inesperado. Esos cientos de personas se abalanzaron sobre los represores de las letras.
Aarón se escondió para intentar localizar a algunos de sus salvadores y poder iniciar una revolución contra los anti-literarios. Se estaba iniciando el movimiento de " Resurrección de los Escritores". Los que tenían que ayudar a que la gente leyera y pusiera algo de vida en sus mentes, sin esos sueños prohibidos.
Creyó que la mejor manera de iniciarlos de nuevo era ir lanzando octavillas con todo tipo de escritos: de pasión, de amor, de terror, poéticos, de intriga... Como hacían antes en el metro para fomentar la lectura, esas primeras páginas de libros pegadas en las paredes junto al plano de las estaciones dentro de los vagones. Ese había sido un buen sistema para crear adictos, ¿ por qué ahora no?.
Sólo tendrían que ir con precaución. Las imprentas eran grandes perseguidas, estaban consideradas como negocios de dinero negro. Lo siguiente sería ir repartiendo minúsculos libros de bolsillo para no poner en una situación delicada a nadie. Y así poquito a poquito y granito a granito se hizo la gran montaña de arena. Se hizo tan compacta que nadie la podía derribar. La gente lectora iba con carteles que ponían " SOY LECTOR, ¿ Y QUÉ?", todo en mayúsculas para que se viera bien, y los resucitados escritores para agradecérselo se ponían otro cartel: " SOY ESCRITOR Y SIEMPRE TE DARE DE LEER".
Jamás fueron cazados ni los unos, ni los otros. Todos estaban unidos por una cosa: " El amor a un vida inventada, lejanos a la realidad, una realidad alterna. El amor a los libros". Y entre todos lo consiguieron, se acabo la época de escritores muertos, y ahora están más vivos que nunca.
Mym
(http://cms7.blogia.com/blogs/a/ac/acr/acrobatas/upload/20081211074818-ilustracion-lluvia-paraguas-agua-mujer-hombre-1-.jpg)
HORIZONTE DESCONOCIDO
Llovía, y descubrí que me gustaba ver a las gotas caer. Yo no fumaba, pero sí pestañaba (supuse quizá que sería el vicio más íntimo que en ese momento podía poseer, aunque no el único que de mí dependía). Recordé, entonces, algún retozo perdido en mi memoria -cuando al desplazarse una acuarelada nube- el sol ganaba espacio para presentarse impúdico ante mi vista. El viento, mientras tanto, soplaba logrando que las hojas del Sauce del cual debajo me hallaba, se sacudiesen hasta convertir mi rostro en un húmedo emblema de rocío. Su sabor, al llegar hasta mis labios, se me antojaba agrio y, por ello, pensé en mi hermosa rubia que a ocultas soñaba conmigo y en sus dulces nostalgias saboreaba otras gotas pero de cauce lagrimal. Así transcurrió mi vida, en ese breve instante; yuxtaponiéndose lo extrínseco a lo interno. Un encuentro menester aunque antagónico porque el amor es una unión agridulce. Como mi tranquilidad en la espera a que concluyera la tempestad temporal, que nada de coetánea tenía en parangón con la postura de mi pierna derecha que aguardaba en reposo, aprovechando la prominente raíz para usarla de apoyo. Pero la otra pierna; la izquierda, apeló con discreción para que el respeto le concediera análogas oportunidades. Se avasalló en el terreno (como el cobarde cansado que actúa en el preciso instante de debilidad) y optó por cambiar su posición sin pedir permiso a su compañera de apoyo. Yo, imaginé una secuencia similar para lo que me esperaba, aunque; confieso, sin el considerable tiempo que las piernas poseen para debatirse en la iniciación del movimiento. Pero decía que el gorrión que, como yo, buscaba refugio de la tormenta bajo el espacioso sauce, debía dejarse guiar por la sapiencia de las alas conductoras que en la sabiduría compartida, sabrían ejercer.
El ave se dejó transportar hasta una rama -lo bastante fina como para que en su contacto- el peso la impulsara hacia abajo. Y con un piar de regocijo y tensión, se amoldó al acto preconcebido, de un modo inconcebible para nosotros. Virtud que sólo excluye a la especie pensante.
-Le vendo un paraguas. Es decir; un parasol... usted sabrá comprender que la idea había sido otra en este pleno verano londinense. Pero no me negará que la ocasión no se presta para que uno utilice artefactos cambiándoles su función cuando la necesidad reclama asimilarse a los factores externos.
-En este momento lo que menos me molesta es mimetizar mis lágrimas con la lluvia pasajera. Pues escondo del transeúnte indiscreto mi cuita para que no se cuestione mi malestar emocional. -Le expliqué al vendedor de sombrillas como para que comprendiese que la situación no podía seducirme. Sólo necesitaba una excusa para distraer mis expectativas.-.
-No se preocupe; lo comprendo. Pero si al cruzar esa calle todo se mimetiza en sus sueños -como lo que está esperando que emerja de la escalera de Leicester Square Tubestation- considere que también poseo toallas descartables para secarse el agua que comenzará a estorbarle.
Al finalizar, lo observé, y columbré colgando de su oreja un pendiente anaranjado. Deduje entonces que lo que desentona depende de nuestro punto de vista y no de nuestras sensaciones. Por tal motivo le había dedicado aquella sonrisa (como si estuviera replicándole que si la suerte estaba de mi lado y el amor que una vez sentimos tan fuerte no se había acabado) sería una causa suficiente como para contratar sus servicios... No era posible que mojara a mis damas con mis lágrimas si estaban volviendo a mi lado.
Fue claro que el vendedor ambulante lo entendió tal cual, y por ello me dejó su tarjeta para que, en todo caso, lo telefoneara para regatear productos de mi mismo espacio-tiempo.
El gorrión dejó una huella de lluvia (cuando al piar antes de su marcha) revoloteaba en círculos para acostumbrarse al cambio perentorio. En fin; el torrente inesperado cedía, y entendí que también debía continuar con mi trayecto hacia el ignorado escenario. Dieciocho horas habían sucedido desde que mi vuelo 707 tocaba suelo británico. Mi futuro era incierto, aunque augurado, como todo lo deseado que nunca llega a cumplirse si no converge la acción previa. En este caso a mi hija estaba por conocer, tan alta se hallase en los brazos de su hermosa madre: mujer que mis labios rememoraban y ansiaban para comunicarse verbalmente en el tacto que todo dice cuando se expresa sin palabras. Pues el amor es un beso consentido. Al fin ella se distinguió de entre la muchedumbre (como si nos uniera una alfombra de esperanza). Pero me sorprendió -al cruzar corriendo la calle- la lluvia que retornaba para empaparme por completo. Y comprendí su mensaje, no todo nos sale como soñamos. Al final, la tormenta no interpretó esta nostalgia que narro, ya que los brazos de mi amada no acunaban a ninguna hija.
Venía sola, sin mi hija, hermosa y con el vestido que me gustaba; sabía que perdonaría la mentira sobre mi paternidad.
Nihilismus
(http://img341.imageshack.us/img341/8178/sonataforpiano.jpg)
SONATA
Dormida sueño dormida. Luego despierto a media noche. Siempre es a media noche. Escucho clarines. Escucho violines. Trompetas tocar. La luna llena añade siempre una pincelada a tu canción. Y después, en medio del claro de luna. El pianista. Sin pensar. Sin dudar. Tocando como si estuviera solo en el mundo. Y lo está. Sólo lo acompaña su música. La melodía de su soledad.
Meto mis pies delicados en las zapatillas de dormir. Salgo de mi habitación y bajo las escalaras. Sigilosa me fugo de la casa por la gran puerta blanca. Afuera mi camisón ondea bajo el viento. Al ritmo de la música. Al ritmo de tu sonata.
En el jardín todos disfrutan. Las rosas ríen. Los arbustos bailan. Los gatos cantan. Todos aman tu sonata. Voy corriendo por el sendero terregoso. A través del laberinto intentando llegar al claro. A la derecha. A la izquierda. Hoy lo encontraré. Me pierdo en la música, intentando llegar al concierto.
La música se acelera. Se vuelve violenta. Se vuelve pasional. Los violines repican furiosamente al ritmo de los tambores. Cambió mi sonata. ¿Qué es eso que inventas para mí? Una danza, ¿húngara? Me recuerdas con Brahms. Porque rompiste mi serenidad. Empujas las teclas furiosamente en un nuevo compás.
Me ahogo en un mar de emociones. Pierdo el son de a dónde voy. Me extrañas. Te exaltas sabiendo que estamos a poca distancia de nuestro encuentro. Y aceleras tu canción. Por nuestro ansiado encuentro. Planeado. Premeditado. Predestinado. Lo escribió la luna y lo recitaron las estrellas. Nos encontraremos esta noche.
De pronto te serenas. El momento a está aquí. Y la suavidad vuelve a tu sonata. Delicado. Tierno. Dulce. Nuestro encuentro soñado. Y tu pianista. Y yo danzante. Agraciadamente corriendo al ritmo de tu canción. Llego al final del laberinto. Respiro hondo.
Doy un paso. Entro al claro. Se corta mi respiración. Dejan los clarines de tocar. Dejan los violines de sonar. Pero el piano sigue. Mi pianista toca para solo mí. Mi mano se posa en tu hombro. Y tú ya no estás ahí.
La quinta musa
(http://s3.amazonaws.com/lcp/niesche/myfiles/muerte.jpg)
LA MUERTE
Dedicado a Ingman Bergman, aunque él, nunca lo sepa
Yo me siento bien, no sé por qué montan este follón. Rosa insistió tanto que, finalmente, consiguió traerme hasta el hospital. Sólo es una tonta molestia muscular sin importancia y nada más. Es cierto que vengo abusando de las grasas, del alcohol y no hago actividad física pero por un dolorcito en mi brazo izquierdo no hay que armar tanto despliegue. ¡Joder! ¡Otra vez esa puntada! Mejor cierro los ojos así, quizás, se pase enseguida. Ya está, ya me siento mejor, era como yo pensaba, ahora a abrir los ojos, a relajarme un poco y en unos minutos estaré en casa. Pero, ¿qué es este lugar tan oscuro? Yo no estaba aquí ¿y ese cabrón? ¿Quién cuernos es?
─ Hola Roberto ¿ya estás listo? ─preguntó.
─ ¿Listo para qué? ¿Quién eres tú? ─respondí.
─ Dale, no te hagas el tonto, llegó tu hora ¿acaso no me reconoces? ─no, no lo reconocía, no recordaba haber visto alguien tan delgado, alto y, mucho menos, tan pálido.
─ No, de verdad ¿quién eres tú?
─ Soy la Muerte, ha llegado tu hora.
Tenía que reaccionar rápidamente, esto de seguro era una pesadilla y ya no me estaba gustando nada, tenía que despertar y volver a la sala de espera. El desconocido que decía ser la misma Muerte, me tomó del brazo y pude sentir cómo me arrastraba su fría mano. Si no se me ocurría nada ¡estaba fregado! Sólo atiné a gritar:
─ ¡Para! ¡Para, loco!
─ ¡Qué para ni para! Esto se acabó ─sonó fastidio.
De alguna manera tenía que ganar tiempo y zafar pero no se me ocurría nada. No podía entregarme tan fácilmente a la muerte, así que improvisé:
─ Mira, no quiero arruinarte el día pero resulta que yo vi una vez una película de Ingman Bergman donde la muerte, o sea tú, le daba una chance al protagonista para salvar su vida y...
─ Ya sé, era en El Séptimo Sello, se jugaban una partida de ajedrez pero, ¡no me jodas con eso!
─ No es justo, si tú ya lo hiciste una vez ¿porqué no me puedes darme una oportunidad? ─insistí.
─ Bueno, está bien, pero ajedrez no, ya estoy aburrido porque gano siempre, los tontos como tú que vieron esa película intentan zafar siempre con lo mismo, no saben que por perder en El Séptimo Sello me hice de unos buenos dineros. A ver, ¿a qué se te ocurre que podemos jugar?
¿Y ahora? ¿Qué podría proponerle? Debía ser algo donde tuviera alguna chance para ganarle a la parca. Los juegos de baraja de a dos son muy aburridos, una generala ¡no, jamás! La Muerte seguramente andaba derecha con los huesitos, un 21 al básquet, no mejor no, hacía como quince años que no agarraba una pelota. ¿Pelota? Eso, "un cabeza", en el barrio no me ganaba nadie. Era un juego que se parecía mucho a un desafío, solo participaban dos contrincantes, que se enfrentaban a no más de cinco metros de distancia bajo arcos imaginarios entre las paredes de las casas y los árboles de las aceras. Los tantos se anotaban cabeceando, de ahí su nombre, y yo conocía mañas, trucos y picardías que eran de por sí una ventaja.
─ ¿Que te parece "un cabeza"?
─ Si, dale, pero rapidito ya te dije que ando con mucho trabajo. A cinco goles sin revancha ─sentenció seguro de ganar.
─ Bueno, pero yo elijo dónde y con qué pelota ─traté de imponer algunas condiciones.
─ Está bien, ¿a ver? ¿Dónde quieres perder?
─ En la cortada formada por las calles Mandisobí y Espika, en la vereda del gallego y, si no es mucho pedirte, jugamos con "la Pulpo" de goma; parar el tiro con el pecho y rematar con el pie sin que toque el piso vale doble y se pierde el turno y si la pelota rebota en alguno de nosotros hacemos gambetas ¿estás de acuerdo?
─ ¡Pero sí! Vamos ya mismo ¡No podrás conmigo!
La pelota Pulpo era mi aliada, no podía haber olvidado cómo cabecearla, cómo bajarla con el pecho y cómo dominarla en su imprevisible y alocado rebote. Quién sabe, quizás la muerte rechace algún tiro mío y pueda eludirla. La vereda de la casa del gallego era otra ventaja, la conocía como la palma de mi mano.
La parca hizo un chasquido con los dedos y aparecimos en la vereda del gallego, él era el único vecino que nos permitía jugar a la pelota en las tardes de verano, estábamos en la misma puerta de su casa. Como para relajar el momento lo miré y le dije:
─ Dale flaco, tú eres visitante, te doy a elegir arco.
─ Bueno, me da lo mismo: elijo éste.
La muerte eligió jugar en el arco que formaba la pared de la casa del gallego y el paraíso, ese era el arco en el que ninguno de la barra quería jugar, las baldosas estaban levantadas por las raíces y la pelota picaba para cualquier lado.
Hicimos el consabido pan y queso para ver quién empezaba y por más que usé la punta del pie, el paso cruzado e hice trampas con el empujoncito para atrás, él me ganó. Comenzaba así el juego crucial.
Fui para el otro arco, me esperaba la pared de la casa de Ceferino y un fresno, ¡ese árbol me había dado tantas alegrías! Su tronco era más grueso que el del paraíso así que tenía el arco algo más chico, no era mucho pero una ventaja tendría. Mientras la muerte iba para el arco haciendo picar "la Pulpo" vi que en el banco de la plaza se juntaban los muchachos de la barra. Los cordobeses, el Potoso, Ale, el Hugo, los Peta y el Negro, mi entrañable amigo.
La hinchada estaba de mi lado, también, ¿quién querría alentar a la parca? Me acomodé, miré a los costados como midiendo el arco y le dije:
─ ¡Listo flaco! ¡Tira!
¡Qué *****! Me la clavó abajo contra el fresno. Uno a cero. Desde la plaza escuchaba a los muchachos alentarme:
─ ¡Dale cabezón! Matalo.
Boté "la Pulpo", miré la base del paraíso, y se la clave contra la pared. Lo había engañado, si iba a ser así, parecía que venía fácil. Uno a uno. La parca, sin esperar, agarró "la Pulpo" la tiró para arriba y metió un cabezazo flojito, anunciado, muy fácil. Me agaché para asegurarla y la muy caprichosa picó en una de las baldosas, me pegó en la rodilla y di rebote. El flaco se adelantó, yo le salí, amagó y me la tocó suavecita entre las piernas, ¡caño! Este sabía más de lo que mostraba... dos a uno. Ahora era mi turno. Tiré la pelota para arriba, mientras esperaba que cayera, le pegué un rápido vistazo a la pared para confundirlo, creí que se comía el amague porque se movió para el lado del árbol. Con el parietal derecho la tiré pegadita a la pared pero él, como un gato, pegó un salto adivinando mi intención y atrapó la pelota. No era tan fácil, seguíamos dos a uno. Los muchachos, si bien sufrían junto a mí, me hacían sentir su aliento.
─ ¡No pasa nada! ¡Vamos! ¡Vamos que se puede!
Miré a la parca y traté de adivinar cuál sería su próxima jugada pero el desgraciado no tenía cara de nada, era más que lógico. Como rayo metió un cabezazo que dio de lleno en el fresno y le cayó en los pies, otro rebote afortunado. Volví a salirle y me repitió el amague pero esta vez me quedé quietito, le puse el cuerpo firme y así se la pude quitar. Quise hacer una de más pisándosela pero el maldito pellizcó "la Pulpo", giró y remató con el arco vacío. Tres a uno. La cosa se ponía negra, el color que a mi contrincante más le gustaba. Cómo se me fue a ocurrir hacer un chiche si esa nunca había sido la mía, yo siempre fui de los que le pegan con la punta y al bulto, un pica piedras que le dicen. Había perdido una oportunidad de achicar la diferencia. Podía sentir las rayas de "la Pulpo" clavándose en mi frente. Eché una mirada al banco donde estaban los muchachos, sentí que ya no estaban tan contentos ni tan confiados. Sólo el Negro, firme como siempre, seguía alentándome. Escuché que gritaba:
─ ¡Cabezón! Acordate.
¿De qué ***** me estaba hablando el negro? ¿A quién se le puede ocurrir pensar en mujeres justo ahora? ¡Qué Josefa ni Josefa! Yo me estaba jugando la vida y este estúpido jodiendo. Tiré "la Pulpo" para arriba y metí un cabezazo que, ni bien salió, me di cuenta que era un tirito de *****, sin confianza, al medio del arco, así que el flaco la embolsó sin problema. La cosa seguía tres a uno, yo abajo y más abajo que nunca.
El flaco parecía estar pasándola bien, después de todo él no estaba jugando por nada, al menos nada tan importante como lo que yo tenía en juego. Con total calma pero sin perder tiempo, puso un cabezazo contra la pared que, aunque me tiré, no pude parar. Cuatro a uno, estaba fregado.
─ ¡Cabezón! Acuérdate de Josefa.
¡El Negro seguía con lo mismo! Para mí era ahora o nunca, así que tensé el cuello y metí un cabezazo de pique al piso, justo donde estaban levantadas las baldosas. ¡GOL! Cuatro a dos. Los pibes parecieron revivir junto conmigo y comenzaron nuevamente con el aliento.
─ ¡Ahora! ¡Vamos ahora!
─ ¡Ya estás listo Roberto! Prepárate, ésta es la última ─dijo seguro de qué era el fin.
─ ¡Dale flaco! Deja de vacilarme ¡Tirá de una vez! ¡A ver qué hacés!
La Muerte hizo picar "la Pulpo", miró el fresno y me la jugué, me tiré para ese lado y esta vez pude atajarla, sin lujos pero se la tapé. Los muchachos en la tribuna improvisada del banco se abrazaban y gritaban.
─ ¡Cabezón! ¡Cabezón! ¡Cabezón!
El Negro como poseído seguía con la misma cantinela:
─ ¡Cabezón! Acuérdate de Josefa.
Debía jugarme todo en esta. Recordé la tarde que, sin ser tan trascendente, disputé con el Hugo un juego de canicas. Estaba perdiéndolas todas en un "hoyo y quema" y, ante el asombro de todos, me jugué "la lecherita" la que era más codiciada por su extrema blancura. Con ella yo tenía mucha puntería, parecía estar hecha a la medida, entraba perfecta entre mi índice y mi pulgar.
Esa decisión, aunque costosa, me trajo suerte y pude ganar. ¡Coraje! Coraje era lo que necesitaba, así que lancé "la Pulpo" para adelante y metí una palomita que pegó en el paraíso y le fue derecho a las manos. Todas las tardes no son iguales. Seguíamos cuatro a dos. La parca tomó "la Pulpo", la hizo picar en el piso con toda su furia como para terminar con el juego. Le salió un cabezazo con alma y vida pero, en lugar de salirle recto me vino media bombeada, así que pude pararla con el pecho y antes que cayera le metí un boleo que lo dejé parado. ¡GOL! ¿Qué digo gol? ¡GOLAZO! Éste se lo grité en la cara mientras los muchachos corrieron a buscar la pelota, no sea cosa que la pisara un camión. Estábamos empatados. Cuatro a cuatro. Ya la cosa tenía otro color. Me tocaba a mí, era ahora o nunca, presentía que si me la sacaba, su próximo cabezazo sería el último.
─ ¡Cabezón! Acuérdate de Josefa.
El Negro ya cansaba con eso. De repente recordé y supe de qué se trataba. El Negro era bicho, ¡qué bárbaro! ¿Cómo podría acordarse de aquello justo ahora? Josefa era la amiga de una novia que yo había tenido a los quince años. Al negro siempre le había gustado Josefa y ella también sentía algo por él pero, como ambos eran tremendamente tímidos, nunca se animaron a hablarse y menos aún después de aquello. Aún hoy nos reímos al recordarlo con los muchachos de la plaza. Una tarde, mientras jugábamos al fútbol en esta misma vereda, vimos venir caminando a mi novia con Josefa y esperamos que llegaran hasta nosotros para entablar alguna tonta conversación, tanto como para que el Negro y Josefa se animaran a conocerse. El Negro siempre lo negó, pero esa tarde yo creí ver que él tenía una sutil erección y, para hacerle una joda, apunté a su entrepierna y le pegué con "la Pulpo"; justo ahí.
Mi amigo acusó el golpe con un grito algo desmesurado y se agarró su entrepierna. El tema fue que Josefa, ante semejante imagen, jamás volvió a mirarlo a la cara.
Por fin los pibes trajeron "la Pulpo". La hice picar contra el suelo, lo miré de reojo al Negro y le dije:
─ Josefa ¿no?
─ Sí cabezón ¡por fin! ¡Dale de una vez! ─gritó el Negro juntando ambas manos cómo dando gracias al cielo.
Lancé "la Pulpo" una vez más para arriba tratando de medir bien el tiro y le metí un pelotazo a la muerte bien en medio de su entrepierna. Cayó de rodillas sobre la vereda y pude ver cómo su rostro tomaba un color azulado mientras hinchaba sus cachetes. Ahí estaba la muerte con sus manos ocupadas y arrodillado en medio de la vereda. "La Pulpo" rechazada por él, vino mansita, la paré y la puse debajo de mi pie derecho. Ahora sí, mi vida tan sólo dependía de mí, por lo que sin ningún tipo de exquisiteces no dudé y apunté a media altura.
¡GOL! ¡GOL! Y ¡GOL! Partido liquidado, cinco a cuatro. ¡Increíble, había podido vencer a la muerte! Los muchachos en la plaza se abrazaban y subidos al banco gritaban con todas sus fuerzas:
─ ¡Cabezón! ¡Cabezón! ¡Cabezón!
Como es la tradición del barrio, fui hasta donde estaba la parca. Todavía seguía amasándose la entrepierna y respiraba tomando grandes bocanadas de aire. Le puse una mano en el hombro y le dije:
─ ¡La próxima vez flaco! ¡La próxima vez! Después de todo vas a terminar ganando.
Me miró y levantó su dedo pulgar diciéndome:
─ La próxima no tendrás tanta suerte ¡Chau Roberto, seguí disfrutando de tu vida!
Crucé la calle y me confundí en un abrazo con los muchachos. Había salvado mi vida y además dejé bien en alto el honor de la barra de la plaza. Guardé un abrazo especial para el Negro, nuestra amistad había sido de vital importancia para el triunfo. Mientras nos apretujamos sentí que estábamos a punto de lloriquear como tontos cuando él me dijo al oído a modo de confesión:
─ ¿Sabes una cosa Cabezón? Nunca te lo dije... pero esa tarde no me acertaste con "la Pulpo".
Una luz blanca me cegó de repente y quedé mirando el techo de la sala, a unos pasos de mí, estaban los médicos hablando con Rosa. Presté atención y oí que le decían:
─ Mire señora, de ésta zafó pero que se cuide, no siempre va a tener tanta suerte.
Atribulado
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HOSPITAL
Cuando despertó no reconoció el lugar. Recordaba vagamente un sueño de ríos sucios y monstruos anfibios. La gente se tendía a la orilla o chapoteaba entre las aguas contaminadas. También aparecía una vieja casa con infinitas estancias, contenidas unas en otras como muñecas rusas. En el sueño, un artefacto misterioso en forma de obús llegaba a sus manos. ¡Dios! pero es que la realidad era peor: en absoluto reconocía las paredes blancas, ni las luces, ni las voces, ni mucho menos el olor a desinfectante y ácido que invadía la habitación. Sintió el picotazo de una inyección que le hizo perder el sentido.
Un rostro fantasmal, una bata de médico, un gotero, una bandeja de pastillas se abrían paso junto al dolor y a la paulatina comprensión.
"Ha tenido suerte mi General, podría haber sido mucho peor"
Dos meses después, el General abandonó la habitación número once. Pero algo había cambiado en él.
Todas las noches soñaba. Normal, salvo por la certeza, más que la sensación, de que no eran sus propios sueños, de que una y mil imágenes diversas que no podía recordar, le llegaban a través de otros y siempre en el mismo lugar que sí conocía.
Así que, en medio de una interminable noche en vela plagada de sobresaltados despertares, decidió encaminarse al hospital.
La puerta de urgencias se abrió como una monstruosa boca de neón. Le sorprendió no ver a nadie: ni enfermos, ni médicos... Un rumor de pasos alejándose por el pasillo y la sombra de una silueta llamaron su atención, decidió seguirla.
Al fondo del corredor, una puerta abierta: el quirófano.
En la mesa, un bulto con forma cilíndrica yacía tapado por la sábana. Despacio, retiró la ropa.
Un objeto metálico en forma de obús atrajo sus manos irremisiblemente. Lo tocó; al punto, las imágenes de miles de sueños confluyeron hasta transportarle a un paisaje salvaje y prehistórico. El río sucio del sueño fluía sordo y próximo, siguió su curso.
Descubrió a un hombre que parecía dormir a la sombra de un sauce. Dudó al reconocerlo, pues aquél hombre dormido no era otro que él mismo.
Estudió su rostro tranquilo, la respiración acompasada. Se detuvo en los párpados cerrados de su doble. Entonces el dormido abrió los ojos, o quizá, fue él quien los cerró.
Porque aquellos ojos le estaban soñando.
Después del atentado, nunca salió del quirófano si no para acabar en la unidad de cuidados intensivos, donde permanecía en coma.
Y el sauce, y el río, y el dolor, y el mismo sueño no eran más que un reflejo de aquellos ojos dormidos: de los ojos del otro.
Simovka
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LA HUCHA DE LAS PALABRAS
Mientras mi abuelo iba perdiendo la memoria, me invitaba a buscar las palabras olvidadas por él. Cuando descubría alguna nueva o una que me llamaba la atención, la escribía en un papel naranja con un rotulador luminoso. Doblaba el papel y la introducía por la ranura de la hucha de barro que un día él me regaló. Las que escribía en papeles amarillos me gustaban menos, sin lógica ninguna, me sonaban peor.
Mi abuelo decía:
__Las palabras están en los libros, te dan libertad. Lee, tú que puedes hija, todas son necesarias, es inútil tu color naranja o amarillo.
Así que empecé a leer y a apuntarme un montón de palabras que aprendí en poco tiempo. No fue suficiente, porque a veces mi abuelo, no solo olvidaba las palabras, si no el significado. Al lado de cada palabra, en cada papel, escribía también su definición.
Muchas veces la memoria le devolvía a situaciones del pasado por el mero hecho de que yo dejara comida en el plato:
__Tendrías que pasar hambre.
Su mirada se plantaba en las sobras que yo había removido ya varias veces y comenzaba a hablar de la postguerra:
__Cuando ya teníamos partida la sandía, a punto de hincarle el diente, se fue la luz. El hambre que nos devoraba las tripas, no nos dejó parar. Se oía el sorber del jugo y nuestra ansia a oscuras. Vino la luz, solo quedaban las cáscaras y las pipas negras escupidas por la mesa, la pared y el suelo. Nos mirábamos unos a otros, limpiándonos con la mano la baba rosada que nos caía de la boca. No, tú no sabes lo que es el hambre.
Entonces enseguida pasaba al robo de los churros: estaban colgados en un cordel, justo cuando una pareja de novios los iba a pagar, en ese momento se los arrebató de las manos al novio y corrió tanto con los churros calientes, que cuando se paró, jadeante, quedaban solo dos de la caña verde donde bailaban.
Repetía cien veces las mismas desventuras, con su voz rígida, atrapada por el cuello de su camisa, abrochada hasta el final, asomándose de su garganta esa piel blanquecina y pastosa que tiritaba al compás de su historia.
Me preocupaba la mente del abuelo, no quería que me olvidara y él no quería olvidar y por si la hucha no era suficiente empecé a leerle a él los libros que antes leía yo. Una tarde me escuchaba muy quieto, atrapando las palabras como moscas, me interrumpía constantemente:
__Espera, que esta no la sé. __decía.
Abría de uno en uno los papeles, con rapidez, buscando la palabra que acababa de oír, pero una vez encontrada, le debía repetir la frase donde nos habíamos quedado, porque ya había perdido el hilo de la historia.
__ ¡Empieza otra vez! ¡Se me va la cabeza!__ decía enojado
Y al gritar se daba cuenta del vacío de su boca: no se había puesto la dentadura,
__ ¡Tú no sabes los dientes que tenía yo!, ¡no valgo para nada ya!
Alargaba la mano, mientras se atormentaba, para coger mi tazón de cacao. Daba un trago y se levantaba a buscar su dentadura que no sabía donde la había dejado, goteando por el pasillo chocolate y gruñidos. Encontró la palabra: "goloso, con el significado, deseoso o dominado por el apetito de algo".
__A tu edad yo no tenía golosinas. No existían. Solo quería una bicicleta que me prometió mi hermano Juan, el mayor, que me la iba a mandar por tren decía...
Y se quedaba sin terminar, vacilando ante la siguiente frase que tenía que decir.
__ ¿Y qué pasó abuelo? __le decía yo recuperándole.
__Todos los días iba a la estación, pero la bicicleta no llegaba nunca, nunca...Juan era rojo... huía, yo solo quería esa bicicleta...yo no entendía nada... ¿tú tienes bicicleta?
__Si abuelo, ¿no te acuerdas?, el año pasado me la compraste.
En mi grupo de palabras: "rojo, con el significado, encarnado muy vivo", era de color naranja, de las que me gustaban, pero en la boca de mi abuelo era oscura y negativa. Pensaba que de manera irremediable mi abuelo perdía la cabeza.
__ ¿Por dónde íbamos hija?__ decía
Agobiado por sus pérdidas de memoria y por lo que no cesaba de recordar, el abuelo desdobló:
"Exhausto", con el significado: "cansado hasta el extremo".
Mi abuelo dijo entonces:
__Me siento exhausto.
__ ¿Por qué abuelo?
__Nunca llegó la bicicleta, ni tampoco mi hermano, le mataron, los otros, nunca llegó hija...
__Abuelo, tranquilo, aquí solo estamos tú y yo ¿Quiénes eran "los otros"?
Él se quedaba en silencio, mirando las palabras luminosas amarillas y naranjas desperdigadas encima de la mesa, con sus manos temblorosas, perezoso por buscar tantas palabras como tenía que decir.
Un día, no habló más, le recuerdo así, callado, dándole vueltas a los papeles con los labios apretados. Ahora sé que sus delirios y enfados se convirtieron en mi propia memoria, que mi abuelo no guardaba sus palabras y significados en la hucha de barro, si no en mí.
En esos últimos momentos de su vida, en el tiempo del silencio, buscó la palabra "cariño", con el significado: "inclinación al buen afecto que se siente hacia alguien", de color naranja y cogió tres de color amarillo: "no, muerte y borrar".
En su mesilla, ordenó la frase: "muerte no borrar cariño"
Sin pronombres ni artículos, en mi hucha no cabía una palabra más.
Cleopatra
(http://i126.photobucket.com/albums/p91/mileenanika/new/gitana.jpg)
LUNARES
Apenas si rozaba el sol las afiladas agujas en los campanarios, y ya gimoteaban las gaviotas con voz adusta sobre el río. Los árboles desperezaban sus ramas nudosas, cuajadas las copas de rocío y duermevela. La ropa tendida ensartada en el viento, afrutado y punzante. De rojo malsano los claveles asomados al balcón con desgana. Madres que cantan a niños. Bostezos de viejas cariadas. Lágrimas sucias en las aceras. Triana rielaba sobre el Guadalquivir.
Y con qué cadencia se contoneaban sus andares, borrachos los volantes de negro y azafrán. La copla de sus tacones sobre los adoquines resonaba por las calles estrechas, con palmeo de risas y de secretos. Los bucles morenos pendían sobre el escote, húmedo y ardiente. Como una saeta el carmín deslucido, arreboladas las ganas, insinuante la sed. A la hora de los grises, la Lunares volvía a los silencios, dejándose atrás la vergüenza y el nombre. La mañana olía a Abril.
Descalzo junto al río, con el hambre en el aliento, Francisco la vio pasar. ¡Qué delirio el vaivén de su prisa repentina!, ¡con qué avidez se auguraban las curvas bajo el mantón! Él la contempló sin fuerzas, ella se deleitó con avaricia. Y en un arrebato tardío de cantaores embriagados, la Lunares le arrojó un guiño repentino, y sonrío para sí. Los cafetines hedían a achicoria.
La tarde cayó temprana sobre la ciudad, con su encaje de calima y sus golondrinas. El albero en las plazas tenía un resplandor mezquino. Farolas de medio gas alumbraban la congoja de beatas vespertinas, de gesto siempre torcido. Toreros malogrados con sabor a carajillo, duques de las duquelas, bailaores envejecidos. Y con el lucero, la Lunares se sacudía la desidia de relojes sin sentido, y enarbolando los zarcillos, volvía a Triana harta de tedio y de desazón.
¡Qué feroz cantinela de palos jondos por las esquinas! ¡Qué bulería inmunda y qué fandango fatigado! Por el tablao de los desdichados taconeaban con garbo beldades de rancia ojera y señoras de laxo criterio. Flamencos sin plumaje anidaban allá donde encontraban buen cobijo. Peinando las aceras con flecos descosidos, así cantaba la Lunares.
- ¡Vamos, gachós! ¡Habrase visto gitana con más aje! ¡Acercaos, que no os voy a comer!
Y caracoleaba sus penurias y retorcía los pesares como el que retuerce tirabuzones, en busca de un amor pasajero. La reina de las comedias sin gracia, la erudita en saberes profanos. Con su callejear se encendía la madrugada trianera.
- ¿No le vais a echar cuenta a una gachí como yo? ¿Na' más que pensáis en privar? ¡Que aquí está la Lunares, y no tiene toa' la noche!
Emergiendo de entre las sombras, asomaron dos luces brunas y un palpitar furioso. Tocado por un sombrero de alas quebradas, de un negror infausto, Francisco escupió sobre la cobardía, y creyéndose más viejo, tal vez menos perdido, dijo así:
- Buenas noches tenga usté', señora.
Un estupor ensortijado y un vuelo de faralaes indómitos. Bajo un cielo encapotado, la Lunares oteó horizontes insospechados.
- Buenas noches -dijo melosa –. Yo a ti te conozco. ¿Tú no eres el chavea que estaba ayer en el río?
- El mismo.
- ¿Y qué haces aquí?
- La estaba buscando.
- ¿A mí? ¿Pa' qué?
- Pa' conocerla.
- ¿Pa' conocerme? Anda, anda; tira pa' tu casa antes de que algún desgraciado te robe los reales que llevas encima.
- Pero, yo quería...
- ¿Qué querías tú? ¿Conocerme? Ya me conoces; yo soy la Lunares. Ea, lárgate.
- Pero...
- ¿Cuántos años tienes, mi alma? ¿Catorce?
- Quince, señora -susurró.
- Mentiroso...de catorce no pasas, que lo sé yo. Na' más hay que ver ese bericobe que tienes.
- Cumplo quince en Noviembre.
- ¿Y qué estás haciendo aquí? ¿Tú no te das cuenta de que éste no es sitio pa' churumbeles? Esto está lleno de borrachos y malajes, y como te vean las notas te las van a chorar.
- A mí eso no me da miedo -sentenció impávido-. Yo quiero ser torero y me voy a comer el mundo.
- ¿Torero?
- El más grande. No me va a faltar el parné, se lo juro. Y usté' puede venirse conmigo; irá a mi vera por tos' sitios -afirmó con su pericia pueril.
Se hizo de pronto el silencio. Parecieron los claveles palidecer turbados, desangrándose pausadamente. El ronroneo quejumbroso de las aceras quedó cohibido, aplastado bajo el yugo de fantasías ebrias. ¿Quién querría llevarla a ella a su vera?, ¿quién podría presumir de su iracunda sagacidad sino un imberbe de bolsillos vacíos y mirada enorme? La Lunares sintió un escozor en los volantes.
- ¿Y qué diría tu madre, mi alma? ¿Qué diría si te viera aparecer a la sombra de una como yo? ¿Tú crees que le gustaría?
- Eso no tiene na' que ver.
- ¡Qué me gustaría creerte! ¿Te imaginas? La Lunares vestida como las mujeres decentes, lejos de estas callejuelas y esta mala vida...¿Y tú cómo te llamas?
- Francisco.
- Ea, Francisco. Mira tú qué bien; nos hemos entretenido. Pero, ahora déjame, que tengo que trabajar. Que los sueños no quitan el hambre, mi alma.
- Vente conmigo esta noche -carraspeó con el gesto anhelante y un zapateo remoto.
- ¿Pero qué me estás pidiendo, niño? ¿Te crees que soy una perdía, una cualquiera? Si estás buscando mujeres sin dignidad, vete a una taberna, que seguro que alguna te apaga las lumbres. De mí, olvídate.
- Pero yo no quiero a cualquiera, te quiero a ti.
- ¡Si no me has visto en tu vida! -aseveró exasperada.
- ¿Y qué?, ¿y qué importa eso? Te vi ayer y me he quedado prendido, y vengo a camelarte, como hacen los buenos gitanos, porque estoy enamoriscao'.
- No me ronees, chabal.
- Por favor, Lunares, vente conmigo esta noche.
¡Qué flemática perfidia la de los que se atreven a soñar! ¡Qué arrojo de infantes listillos y novicios sabihondos!¡Y qué extenuante el bamboleo de camas desiertas y albas traicioneros! Podría ella haberse lamido las heridas, como tantas veces, por seguidillas. Podría haber arrancado flores de un jardín para encumbrarlas a la peineta. Podría haberle pedido a Cupido la cuenta, y estafado al alma con retintín. Y sin embargo, los naranjos la encontraron taciturna y contrariada. Y sin embargo, no supo decir que no.
- ¿Y adónde me vas a llevar?, si pue' saberse.
- A pasear Triana de mi percha.
- Triana...La tengo ya mu' vista. No tiene na' que enseñarme.
- Pues esta noche va a ser diferente, Lunares.
Y como dos niños perdidos, recorrieron las callejas y los corralillos, tacto con tacto, bebiéndose en la mirada del uno, saboreándose en los besos del otro. Voces afiladas hendían las horas pardas de la madrugada; un ajetreo en los patios y un quejido en las plazoletas. Marineros tiznados de sal hollaban los templos de santas impías, guitarristas de cuerdas quebradas callaban el hambre con roces sedientos. El arrabal hervía de pura solera.
Francisco sostenía gallardo a su amante infiel. ¡Qué lienzo saleroso y qué pintura relamida! Por caracoles zainos enfrascados, refulgían sus astros con brillo berilo. Olivácea tersura y ribetes rizados. Y una rosa barroca el carmín corinto. Deambularon así por la Cava vieja, dónde los árboles mugían soleás, y en los balcones de Pureza despuntaban rotas las peteneras. Se santiguaron en Santa Ana por salmos rozados y a orillas del Altozano fueron a desembocar, allá donde el Fillo mamara por bulerías.
Bajo un palio infinito de brea y estrellas, la Lunares olvidó sus sábanas y sus desaires, sus tardes de fracasos con sabor a sangre, sus llantos, sus clavos y hasta sus lunares. Un niño habría de darle lo que no supo darle jamás un hombre.
- Vamos pal río, serrana. Quiero que veas mi barca.
- ¿Tiene algún nombre, chiquillo?
- Esperanza. Esperanza se llama, que estamos en Triana.
A la orilla del Guadalquivir, plantada entre juncales y malas yerbas, esperaba corroída y farruca la barca de Francisco. ¡Cuántos besos salobres para una quilla tan desnutrida, cuánta penuria y fatigas!
- Sube, no tengas mieo'.
- ¡Yo no sé nadar!
- Tranquila, que si te caes, yo te rescato -dijo bravío.
Sentada junto a la proa, los flecos acariciaban las aguas con mesura borracha, y a cada ola se henchían y claudicaban distraídos. Una daga argenta el río en su inmaculado tránsito de titilantes luces dementes, y una luna de cuernos rizados colgada de los cirros y la neblina. Lunares oteaba los muelles de perfil, con la quietud de las santas y las perdidas. La brisa curaba con sal los bucles tiznados que flotaban a la deriva, derramándose una luz marchita por los rincones de su geografía. Francisco, compungido, contempló su belleza estatuaria, su elegancia añeja y su pena, y le corrió por la sangre con tronío una pasión sin nombre, una voracidad irremediable, un hambre atroz.
Rondó sus hechuras con la saliva acedada y sintió el ocre perfume de su melena y sus volantes. Azahar, canela y menta en sus afeites. Albahaca y jazmín en su sudor. Con el arrojo de su impericia quiso callar su voz en la de ella, quiso ahogarse con sus palabras y sus falsas promesas. Y bebió de sus besos como el sediento bebe del manantial, hasta hartarse, hasta olvidar que una vez tuvo sed. Pero apenas se fue de ella, apenas el aire en la osamenta, y volvía a morir de pura gula. ¡Que afluyan tus lunares por mis entrañas!, ¡que desemboquen tus noches en mí! Rozó bisoño sus curvas, tiritando de ardores lampiños, aterrado y consumido, tan cegado por la lumbre que no podía siquiera querer, y ella afloró como las rosas, y sus pétalos fueron escamas y puñales que lo cubrían y asfixiaban. Ajetreados bajo las ropas, se comieron sin permiso, mofándose de la luna y su soledad.
- ¡Que Undebel permita mi flaqueza -dijo sin aliento-, y seas para mí un hombre!
- Quítame el fuego del alma, Lunares. Guárdalo donde no lo vea.
Pronto no quedaba nada que decir y todo por saciar. Él conquistó sus formas, las líneas turbias donde ella terminaba, donde acababa su deseo. Correteó con apremio por sus faralaes y se impacientó en las colinas de sus ardores y en los valles de sus anhelos. Sintió el peso de la necesidad en el alma misma y quiso tragársela de un mordisco y acabar por fin con su agonía diletante. Resquebrajó la tersura de su femineidad y contempló su desnudez con hierro en la sangre. Y tocó su ansiedad, su premura. Descendió en besos por sus arcos morenos, aquellos que tantos habían hurgado y ninguno había querido. Lisonjeó el vello fino que cubría su cuerpo, el hilo sedoso de sus formas de mujer.
Y Lunares maldijo su indecencia y su destino, y cabalgó indócil por la senda de su placer. Se dejó arrastrar por la sonrisa de aquel niño amante, aquel perfecto inexperto, y esa súplica en la mirada, tan incipiente y tan abatida. Se enredó por los rizos de su pubescencia, su velada hombría. Palpó la tierra prometida que escondía bajo la camisa, el campo ignoto de su vergüenza y gimió ante la fuerza de su candidez agrietada. En su aliento encontró un fuego que amargaba sus entrañas, una furia inhóspita que no podía contener. Sabía a Abril su cuero desnudo de torero en ciernes, a madrugadas de humedad entre las sábanas y secretos por las alcobas. Sostuvo por un instante su mirada, y se perdió en el fulgor de su parpadeo. ¡Maldito seas, Francisco!, ¡maldita tu candela y tu gracia núbil! Y tu calor sobre mi cuerpo.
Sobre una barca roída, se daban el uno al otro. Se regalaban caricias y concedían abrazos. Se desalmaban incestuosos y se rendían al vaivén de la marea. Y Triana ojeaba extasiada.
- Deja que te camele, Lunares. Yo soy un buen gitano – susurró.
Así que Lunares se dejó camelar. La endrina de sus rizos se estremeció sudorosa sobre su bronce. Agarró con fuerzas su alegría y boqueando de viva gana, dio cobijo a un niño perdido. Entraron el uno en el otro, los cuerpos perdieron toda razón, y se desdibujaron sus torpes fronteras. Fueron un ardor unísono, un aleteo de besos, un crujido feroz y un cuerpo solo. Francisco insistió en su zozobra, bronco y cerril, y ahogó sus quejidos roncos en el vaho de sus collares. Dibujó su silueta a mordiscos, lamidas, suspiros y jadeos. Murió por ella y volvió a nacer. Trepó por su quemazón y se dejó las entrañas y el hambre. Vio encenderse la noche de Abril, y cuándo más hermosa cantaba la luna, vino el delirio y lo derrotó.
Y Lunares cayó también en su trampa.
Quedaron deshechos y ruines, como dos flores ajadas, como dos poemas sin rima. Francisco escrutaba sus temblores, su paz desvalida, su sesteo. Y Lunares acunaba sobre el escote dos faroles inmensos de niño grande que todo querían ver y nada querían mirar. Y soñó, soñó despierta con albas piadosos de camas templadas, con verbos gentiles en las madrugadas y amores lucidos en primavera. Con caricias. Con besos. Con llantos fecundos y bienaventurados.
La panza rosada de una nube los distrajo de su bonanza. Ardía el cielo de añil y magenta, violetas y malvas. La ciudad se desvelaba sobre la Torre del Oro y el río bullía de reflejos cansinos.
- Mira, Lunares. Está amaneciendo. ¿No es maravilloso?
Lunares apenas se incorporó. Tenía la mirada fija en Francisco, en sus facciones suaves, su pelo engarzado y su alegría. Guardaba aún su sabor en la saliva y su olor en la memoria. Quizá para ella también habría de amanecer. Quizá la luz había llegado por fin a sus tinieblas, para arrasar con dedos soleados su cuarteada melancolía. Quizá los lunares se los llevaría el Guadalquivir a la deriva, lejos, lejos de sus tardes y sus canas venideras.
Acariciando su lienzo aceitunado, bebiéndose las ganas a sorbos, respondió:
- Lo es, mi alma. Lo es.
Andy Schiele
(http://2.bp.blogspot.com/_tZaibmkw08U/Rnbr0isLPAI/AAAAAAAAAG8/XqQ9kG5pvl4/s400/puerta_manos)
LA PUERTA DEL TIEMPO
¿Qué hubiera pasado si por pura casualidad me conocieras a los quince años?
Un domingo cualquiera a media tarde paseando con tus amigas por tu ciudad.
Te imagino con un vestido claro muy bien planchado, el pelo negro suelto
acariciado por el viento y sorteando onduladamente la cara, tu rostro relajado ,
sonriente y la mirada escaneando los perímetros de tu invisible estela.
Por ventura o casualidad ese día podría visitar tu barrio, no sería nada extraño
,de hecho más de un domingo ,cuando era chaval anduve por allí, es más me
encantaba pasear por las calles de ese lugar, los setos y jardines tan bien
cuidados, todo tan limpio , en su sitio,! qué envidia¡
Tropezar inesperadamente con tu mirada, y anclar las pupilas sobre la
ingravidez de nuestros cuerpos. De seguro quedaría hipnotizado si me clavaras
tus ojos como lo haces ahora, volvería a casa con la sensación de haber
asistido a un evento transcendental ,no sabría cómo reaccionar ni qué hacer
después, seguramente acudiría como un penitente todos los domingos a esa
misma hora y recorrer como la moviola los mismos pasos .
¿ Te despertarías de la adormecida pubertad si escucharas
el galope de mi corazón?
Espera no digas nada , no te rías de mí. Intuyo que apruebas la idea de la
atracción entre un hombre y una mujer por siempre. Si ahora sientes ese
hormigueo cuando me miras, podrías sospechar que ocurriría lo mismo en
pleno subidón adolescente. En realidad no importa nada lo que hubiera
pasado, nuestro vigor juvenil se posó entonces en márgenes paralelos ,las
circunstancias obligaron , muy cerca en tiempo y lugar ,pero sin la oportunidad
de un punto de encuentro.
Cuando escucho tus palabras sobre el pasado remoto de tu
infancia, intento revolverme desafiando el curso de nuestra historia
, es posible que interiorice la creencia que un encuentro en nuestro
despertar en la vida hubiera significado caminar juntos para siempre. Me
llama la atención que recorrimos los mismos lugares, las mismas calles, hemos
tomado café en los mismos sitios, siempre tan próximos, siempre en otro
momento. No dejo de pensar en el desafío de modificar nuestra biografía si
el espacio tiempo se hubiera curvado a nuestro paso; esta
singularidad habría estremecido el descomunal universo, donde nuestras
miradas entrelazadas inmensamente antes de milésimas de segundo
nos transportarían a una dimensión desconocida tan luminosa
como cegadora .
Ahora atravieso la puerta en el contraluz de mi tiempo y te veo
caminar por tu barrio despreocupada y corriendo para experimentar la brisa en
el rostro. Tu mirada escrutadora no advierte ninguna alerta, te muestras
confiada, tus labios dibujan una tenue sonrisa proyectando la luz del gesto en
el suave brillo de tu cara. No me ves ni sospechas nada, estás pensando
que aún quedan unas horas antes de sufrir nuevamente ,como todas las tardes
de domingo. A las cinco de la tarde sale el tren, tu padre te
acompañará hasta las puertas del colegio , te has prometido no
llorar, ¿de qué han servido los ríos de lágrimas durante tantos años? A pesar
de todo sabes de tu inagotable sensibilidad para emocionarte cuando a solas te
enfrentas con la puerta cerrada desde dentro, el miedo te hostiga y temes caer
en la desolación del llanto estéril.
Curiosamente pasados unos años visité como médico aquel rincón de tus
pesares, una monjita anciana precisó mis cuidados en alguna noche olvidada.
Recuerdo que repasé con detenimiento las paredes, puertas y dependencias
de aquel colegio, no había alumnas residentes ni ruidos acompañando a la
estridencia de mis pasos, alguna oscura razón me obligaba a retratar en mi
memoria aquellos instantes, me impresionaba el vacío e imaginaba el eco de
las voces de niñas corriendo por las escaleras y por los inmensos salones que
aquella noche atravesé para llegar al dormitorio de la hermana anciana y
enferma. No podía sospechar que habías estado allí, en cambio sentía que de
alguna forma misteriosa me observabas con tus ojos adolescentes. Ahora sigo
sin entenderlo , pero sostengo que en la penumbra de aquella noche me
alojaste en la profundidad de tu pensamiento, sé que no recuerdas nada, no te
preocupes ,ni tengas miedo .
Esa frase que nos decimos"parece que siempre nos hemos conocido" o esta
otra "es como si siempre hayamos estado juntos"¿qué interpretas cuando
después nos quedamos en silencio?. Ambos
sentimos lo mismo, no es el deseo que ello suceda ,es la creencia de un
cortocircuito en la memoria que oculta algún suceso secreto en la antigüedad
de nuestros sentimientos, extraño ¿verdad? .No sé explicar por qué veo tu cara
de niña cuando lloras, ni por qué me resulta tan familiar tu sonrisa, incluso tus
besos.
¿ Acaso me susurrabas en la solitaria inmensidad de aquella noche?, ¿acaso
dejaste abierta la puerta para dejarme este acertijo y poder colarme como lo
hago , a través de tus ojos en la confusión del tiempo?.
Ahora entiendo por qué me miras sin verme y me
sonríes entregada como si me conocieras de siempre....
¿Qué hubiera pasado si por pura casualidad me conocieras a los quince años?
Un domingo cualquiera a media tarde paseando con tus amigas por tu ciudad.
Te imagino con un vestido claro muy bien planchado, el pelo negro suelto
acariciado por el viento y sorteando onduladamente la cara, tu rostro relajado ,
sonriente y la mirada escaneando los perímetros de tu invisible estela.
Por ventura o casualidad ese día podría visitar tu barrio, no sería nada extraño
,de hecho más de un domingo ,cuando era chaval anduve por allí, es más me
encantaba pasear por las calles de ese lugar, los setos y jardines tan bien
cuidados, todo tan limpio , en su sitio,! qué envidia¡
Tropezar inesperadamente con tu mirada, y anclar las pupilas sobre la
ingravidez de nuestros cuerpos. De seguro quedaría hipnotizado si me clavaras
tus ojos como lo haces ahora, volvería a casa con la sensación de haber
asistido a un evento transcendental ,no sabría cómo reaccionar ni qué hacer
después, seguramente acudiría como un penitente todos los domingos a esa
misma hora y recorrer como la moviola los mismos pasos .
¿ Te despertarías de la adormecida pubertad si escucharas
el galope de mi corazón?
Espera no digas nada , no te rías de mí. Intuyo que apruebas la idea de la
atracción entre un hombre y una mujer por siempre. Si ahora sientes ese
hormigueo cuando me miras, podrías sospechar que ocurriría lo mismo en
pleno subidón adolescente. En realidad no importa nada lo que hubiera
pasado, nuestro vigor juvenil se posó entonces en márgenes paralelos ,las
circunstancias obligaron , muy cerca en tiempo y lugar ,pero sin la oportunidad
de un punto de encuentro.
Cuando escucho tus palabras sobre el pasado remoto de tu
infancia, intento revolverme desafiando el curso de nuestra historia
, es posible que interiorice la creencia que un encuentro en nuestro
despertar en la vida hubiera significado caminar juntos para siempre. Me
llama la atención que recorrimos los mismos lugares, las mismas calles, hemos
tomado café en los mismos sitios, siempre tan próximos, siempre en otro
momento. No dejo de pensar en el desafío de modificar nuestra biografía si
el espacio tiempo se hubiera curvado a nuestro paso; esta
singularidad habría estremecido el descomunal universo, donde nuestras
miradas entrelazadas inmensamente antes de milésimas de segundo
nos transportarían a una dimensión desconocida tan luminosa
como cegadora .
Ahora atravieso la puerta en el contraluz de mi tiempo y te veo
caminar por tu barrio despreocupada y corriendo para experimentar la brisa en
el rostro. Tu mirada escrutadora no advierte ninguna alerta, te muestras
confiada, tus labios dibujan una tenue sonrisa proyectando la luz del gesto en
el suave brillo de tu cara. No me ves ni sospechas nada, estás pensando
que aún quedan unas horas antes de sufrir nuevamente ,como todas las tardes
de domingo. A las cinco de la tarde sale el tren, tu padre te
acompañará hasta las puertas del colegio , te has prometido no
llorar, ¿de qué han servido los ríos de lágrimas durante tantos años? A pesar
de todo sabes de tu inagotable sensibilidad para emocionarte cuando a solas te
enfrentas con la puerta cerrada desde dentro, el miedo te hostiga y temes caer
en la desolación del llanto estéril.
Curiosamente pasados unos años visité como médico aquel rincón de tus
pesares, una monjita anciana precisó mis cuidados en alguna noche olvidada.
Recuerdo que repasé con detenimiento las paredes, puertas y dependencias
de aquel colegio, no había alumnas residentes ni ruidos acompañando a la
estridencia de mis pasos, alguna oscura razón me obligaba a retratar en mi
memoria aquellos instantes, me impresionaba el vacío e imaginaba el eco de
las voces de niñas corriendo por las escaleras y por los inmensos salones que
aquella noche atravesé para llegar al dormitorio de la hermana anciana y
enferma. No podía sospechar que habías estado allí, en cambio sentía que de
alguna forma misteriosa me observabas con tus ojos adolescentes. Ahora sigo
sin entenderlo , pero sostengo que en la penumbra de aquella noche me
alojaste en la profundidad de tu pensamiento, sé que no recuerdas nada, no te
preocupes ,ni tengas miedo .
Esa frase que nos decimos"parece que siempre nos hemos conocido" o esta
otra "es como si siempre hayamos estado juntos"¿qué interpretas cuando
después nos quedamos en silencio?. Ambos
sentimos lo mismo, no es el deseo que ello suceda ,es la creencia de un
cortocircuito en la memoria que oculta algún suceso secreto en la antigüedad
de nuestros sentimientos, extraño ¿verdad? .No sé explicar por qué veo tu cara
de niña cuando lloras, ni por qué me resulta tan familiar tu sonrisa, incluso tus
besos.
¿ Acaso me susurrabas en la solitaria inmensidad de aquella noche?, ¿acaso
dejaste abierta la puerta para dejarme este acertijo y poder colarme como lo
hago , a través de tus ojos en la confusión del tiempo?.
Ahora entiendo por qué me miras sin verme y me
sonríes entregada como si me conocieras de siempre....
Lucas
(http://3.bp.blogspot.com/_Cya_rWiXLIM/SdY2HWbNvlI/AAAAAAAAATk/yYZQx5J8yF8/s320/cervatillo.jpg)
LA LEYENDA DE ZAHRA
Azahara Espinosa, historiadora del Museo Arqueológico y Etnológico de Córdoba, supervisa el montaje de la exposición que pronto será presentada al público: Los Omeyas y el legado andalusí.
Ella se licenció en Historia del Arte hace diez años; no obstante, sus estudios de investigación se centran básicamente en aquella dinastía que cimentó el florecimiento de Al-Andalus y que tanta riqueza cultural legó a todos los andaluces. En una de las salas se exhibirán elementos arquitectónicos relacionados con la cultura árabe: celosías, capiteles, pilastras, bajorrelieves... Y en la segunda sala, se presentarán los tesoros hallados en Madinat al-Zahra: la fuente con forma de ciervo, piezas de marfil, de oro, de plata... Sin embargo, para Azahara la figura más representativa de la ciudad de los califas es, sin duda, el cervatillo de bronce. Siempre ha sentido fascinación por él y aunque aún no ha podido relacionarlo con Zahra, la favorita del califa Abderrahman III, algo en su interior le dicta que la existencia de esa mujer no es una leyenda y que el bello rumiante y ésta están unidos alegóricamente a través de los siglos...
-Señorita Espinosa, ¿dónde quiere que pongamos el cervatillo? –le pregunta uno de los operarios de la Institución.
-Aquí... -Señala la tarima donde se ubicará la preciada figura.
Azahara roza con sus dedos la labrada superficie y durante unos segundos cree encontrarse en el taller del hábil artesano que realizó aquellas hojas y tallos con su buril... Un trabajo minucioso y muy hermoso... –balbuce ensimismada. El inquietante eco de los martillazos y el estridente sonido de varios taladros la despiertan de su ensoñación. Mateo Carrasco, su ayudante, la llama insistentemente desde la entrada, los obreros colocan jarras, marmitas, pebeteros..., en los lugares indicados; los cables se amontonan en el suelo... Nadie puede evitar lo que ocurre minutos después. Uno de aquellos jóvenes tropieza y golpea con su martillo la peana rectangular en la que descansa el cervatillo. El silencio en la estancia es atronador. Azahara Espinosa se acerca lentamente y suspira con el miedo reflejado en sus pupilas oscuras.
-Lo siento, señorita, le juro que yo no...-comienza a tartamudear el muchacho con los ojos llorosos.
-No te preocupes, Alberto, ha sido un accidente... -murmura con la garganta seca.
Mateo llega rápidamente y ambos observan el borde del pedestal. Una horrible hendidura se ha abierto en la parte izquierda... Ninguno sabe, en ese instante, que el desgraciado incidente originará un gran descubrimiento para el Museo y, especialmente, para su historiadora. Allí, entre lascas de bronce, aparece la firma del artista y también una alusión a Zahra, la preferida del Abd al-Rahman III, en la que se le aclamaba como "el cervatillo de al-Zahra", la más bella y dulce flor del califa cordobés...
El día de la inauguración, la emoción y la alegría se dibujan en el rostro de Azahara Espinosa. Tras la presentación pertinente contesta a las preguntas de la prensa y más tarde, departe con los visitantes que se acercan hasta ella. Una voz femenina recita "El collar de la paloma", los maravillosos versos de Ibn Hazm... Mateo, con una copa en la mano, le pregunta:
-¿Cómo te sientes, jefa? Todo el mundo habla de ti y de tu maravillosa exposición...
Ella le sonríe y luego le responde:
-Como si fuera Zahra...
María Coronado
Hola,
Soy uno de los participantes en este II concurso de relatos forummontefrio. Quería darles las gracias por abrir una lanza a favor de los escritores en este duro mundo que es la literatura. Con este certamen conseguís poner Internet al servicio de la Literatura. Felicitar tanto a la asociación promotora como al ayuntamiento de vuestro pueblo por promover actividades que no solo fomentan la cultura sino que además sirven parar poner su granito de arena acercando las nuevas tecnologías al ámbito literario. Sin más se despide un nuevo forero, admirador de vuestra hermosa localidad.
Bienvenido a Fórum Montefrío. La verdad es que el éxito de esta segunda edición a pulverizado todas nuestras expectativas. Nos están llegando relatos de todas partes de España, a un ritmo impresionante. No obstante, el mérito es solo vuestro. ¡Mucha suerte!
Un Saludo
(http://1.bp.blogspot.com/_8DvdBkP-rzQ/S8J2OypRTII/AAAAAAAAANI/J8EMvfcwRVU/s400/escanear0002.jpg)
CONFESIÓN
Don Pedro Lobos me tiene mala. Así de frentón. Te digo que me aborrece. Lo noto en su cara y en la forma de saludar. Es que tú no has sentido cómo me da la mano. Pareciera jabonosa como se resbala y apenas con un leve apriete de la punta de los dedos. Todo el acto es obligado. Tú no te has dado cuenta, pero te juro que lo he visto balbucear después de la dada de manos. Cómo que se da vuelta cara al televisor y dijera algo que no termino de percibir. Así no se puede, de ninguna forma. Te repito que me tiene mala. Yo sé que me considera inadaptado por no participar de los asaditos que organiza con los amigos. Una vez me dijo que era irreverente. ¿Te das cuenta? Pero mírame, con lo tímido que soy. No, para mí que hay algo más detrás. Un odio a lo que represento o a lo que hago. Si me ha tratado hasta de flojo y tu bien sabes que no es así. ¿Qué más puedo hacer para demostrar lo contrario? No se trata aquí que ande buscando la forma de agradarle. Es más, nunca lo he hecho con nadie, -de ahí mi estado calamitoso, pero esa es otra historia- Pero sabes una cosa, pienso que en ésta ocasión no fuera solamente por como soy. Creo que el hombre me repele. Es una cuestión de piel, ¿Qué piensas tú? Yo sé que hasta de comunista me ha tildado, aunque no tiene idea ni lo que significa la palabra. Para mí que a todos los que van en contra de sus ideas los declara de ésta manera. Una forma de apartarlos y en lo posible borrarlos del mapa. Después de todo es de derecha y no por una cuestión de ideología, más bien por un asunto económico, tú me entiendes. Es que favor con favor se paga y a él le pagaron muy bien ciertos favores varios años atrás. Bueno, el hombre tiene su historial, pero a nadie le importa en realidad. A mi me cuesta seguirle la corriente. Como que me dan náuseas sólo al escucharlo. Porque te digo que todo lo que tiene empezó con esos favores que yo creo todavía le pesan en alguna parte sin dejarlo dormir. Por esto mismo la mala que me tiene. Yo creo que el odiarme nace del desprecio que he tenido por su plata. Por que hay que destacar que el hombre la tiene y mucha diría yo. No lo sé en verdad. Pero es que no se puede andar por la vida comprando a diestra y siniestra hasta los afectos de la familia. No señor. Eso no se puede hacer. Por eso es que lo desprecio. Yo ya te he dicho que lo conozco bien y ya no me sorprende, -engaña entre nos-, ¿Puede haber algo más triste que cuando la sorpresa se acaba? Con esto te quiero decir que en un principio yo sí le creía. Existía una ilusión. Ah! Pero por favor no me digas que es por falta de tiempo que ya llevamos varios años en esto. El caso es que no nos pasamos. En el fondo para él soy un verdadero hijo de ****, aunque no lo dice, pero lo piensa lo cual es peor. Nuestros desencuentros han sido cíclicos, pasando por intermedios de absoluta ignorancia de lo que sucede con el otro y te digo que a esto no le veo solución. Imagínate que todo nos separa. No hay tema o circunstancia que logre ponernos de acuerdo. Ni siquiera tú. Como cuando se pone a hablar de política por ejemplo. Tú sabes que no me gusta tratar con él ése tema porque generalmente terminamos discutiendo. "Que el gobierno de Allende era una *****, que las colas, que gracias a Pinochet que nos rescató de ése caos atroz y que hace falta su mano dura para acabar con la delincuencia de hoy en día". ¿Sabes una cosa?, yo pienso que todo se debe al miedo. El temor que da la ignorancia. Porque don Pedro Lobos es un ignorante, un roto con plata como se dice y yo creo que vive cagado de miedo por perderla. No como uno que está habituado a vivir sin ella y a la precariedad que ello conlleva y no hablo sólo de las cosas básicas para subsistir. Sino que del abandono, la soledad, de la derrota a fin de cuentas que son parte de uno y que de seguro también las padeció. Por eso el miedo. Al hombre lo asusta hasta la sombra y estoy seguro que tiene hasta pesadillas con algún desastre en sus negocios; Entonces claro, tú me ves allí, tratando de compartir sólo lo necesario para no causar demasiados estragos, quedándome callado mejor y tratando de pasar desapercibido. Si no soy tan miserable como aparento, aunque si desgraciado ¡no cabe duda!, -la historia de mi vida- Pero ¿sabes?, sí hay algo que reconocerle es esa suerte de diplomacia que lo hace soportarme, a regañadientes que te quede claro; Yo se que te molesta mucho la situación. Pero hay cosas que un hombre no puede dejar de hacer -o ser-. Tenemos que ser consecuentes creo yo, sino para que estamos aquí. La vida es una sola ¡y se acaba! De verdad. No podemos andar blanqueándole los dientes a cualquiera que nos ofrezca algo a cambio. Si, si ya se que la integridad como que no está de moda hoy en día y que da lo mismo criticar a los iguales y hasta negar lo que uno es. Pero yo no soy de esa manera. Y hay que ver como todos andan como perros falderos con don Pedro. Esos son así, turbios y traicioneros y te aseguro que él desconfía de ellos también. Por todo esto es que la idea del viaje me sorprendió en un principio. Me complicaba por lo que significa un encargo de ese tipo y aquí es donde comienza la historia, aunque en realidad ya casi termina. Después de todo la ocurrencia fue tuya. Una manera de ganar puntos con el viejo, para que no digan que soy tan orgulloso como sé que piensan. A partir de ahí empezó el asunto, la maquinación inconsciente del plan. Como si hubiese estado destinado a él. No se si vas a creerme, pero nunca pensé en realizar cosa semejante. Fue algo así como instantáneo. Una suerte de revancha, de justicia diría yo. O tal vez su autoprofecía cumplida. El encargo era serio. El depósito fue en efectivo y estaba a mi disposición para efectuar las compras de equipos que me encargó. Pero al llegar a esta ciudad pareció que todo se reiniciaba. ¿Te acuerdas cuando vivíamos aquí? Justo antes de que don Pedro se metiera entre nosotros. De hecho recorriendo sus calles llegué a esa vieja pensión. Mira las vueltas que da la vida y fíjate que estaba desocupada la misma habitación que alguna vez alquilamos. Después vino lo de tu fuga con él, y el trabajo al hermano del norte -idea tuya claro- Y justo aquí viene la parte más cierta de la historia. Es que no me pude resistir, o más bien dejé de hacerlo. Por eso es que cuando la dueña me preguntó cuánto tiempo estaría, le pagué cinco meses por adelantado.
Gabriel
(http://4.bp.blogspot.com/_clMwR3rlq0U/Sxpw30u4yCI/AAAAAAAAA1M/Bgv_t0sPces/S240/EL+CAF%C3%89+DEL+AUTOR.jpg)
ENTRE CAFÉS
Con el paso de los años, he vuelto en alguna ocasión a aquel bar...sin embargo, nunca dejará de ser lo que fue, un local como cualquier otro de la periferia de la ciudad, con carteles de nuestro modesto equipo recién ascendido. Aquella tarde color sepia, un camarero taciturno repartía cañas entre los clientes, enfrascados en sus discusiones de fútbol y del programa de la noche anterior. Precisamente, fue el cobijo de ese profundo anonimato lo que por fin me empujó a disfrutar de un humeante café en la mesa más apartada que encontré disponible. Ya camuflada y envuelta en la bufanda naranja regalo de mi abuela, saqué la pequeña libreta azul en la que hacía poco había empezado a plasmar palabras desgarradas propias de un roto corazón veinteañero. En aquello años no encontraba una mejor manera de mostrar mis románticos sentimientos de desamor que a través de las letras. "Mejor un fin con dolor que un dolor sin fin". Enfrascada como estaba en mi tarea, empecé a sentir una insistente mirada procedente de una mesa cercana. Alcé la cabeza con cierto desaire y me topé con unos ojos grisáceos que me contemplaban con una sonrisa burlona. Su aspecto desaliñado no me llamó especialmente la atención. Recuerdo que en su mesa, repleta de cafés a medio acabar, descansaban varios libros cuyos títulos no alcanzaba a ver y un cuaderno de tapas de cuero lleno de anotaciones y borrones. Haciendo acopio de todo el rencor acumulado en aquellos últimos meses, le lancé al desconocido la mirada más fulminante de la que fui capaz..."¿Ocurre algo?"-pregunté en tono glacial. Él vaciló unos instantes antes de responder con un acento extranjero que no supe ubicar. Bebió un sorbo de su café ya frío y espetó: "Tienes una cara de personaje de cuento que abruma...Por cierto, bonita bufanda". Sus palabras me dejaron sin respuesta, y aunque sabía que no iba a volver a ser presa de otro tipo bohemio, acepté la invitación de ocupar la silla vacía a su lado. "Sin nombres, por favor"-le dije mientras me sentaba. "Veo que te gusta escribir", dijo señalando mi libreta. "Bueno, más bien me cuento mi penas", contesté con timidez. "Eso es un comienzo...".
Tras unos cuantos cafés más, decidí marcharme sin dar demasiadas explicaciones. Guardé mi libreta en el bolso y enfilé mis pasos hacia la calle, sintiendo aún en mi nuca la atenta mirada del extranjero...
Al cabo de los años, cayó por casualidad en mis manos una antología de relatos de un flamante escritor polaco. En la contraportada, junto a una breve biografía, aparecía la foto del autor. Al tiempo, me desconcertó una cara que me resultó conocida en algún lugar, tiempo atrás. Pura casualidad, me dije, un vago recuerdo...Sin embargo, la dedicatoria al comienzo del primer cuento me llenó los ojos de lágrimas: "A la chica de la bufanda naranja. Que las palabras de tu libreta azul no sean ya tan amargas como las de aquella tarde sepia madrileña.
Sombras
Hola a todos! Me llamo Andrés, he participado en el concurso, y al igual que mi compañero, quería daros las gracias por hacer esto posible. Sé que es algo tópico en estos casos, pero los amantes de la literatura y la escritura necesitamos expresarnos a través de nuestras historias y llegar a tanta gente como sea posible. Los concursos son siempre una oportunidad magnífica para ampliar nuestros horizontes y para llegar a lectores a los que, de otro modo, jamás llegaríamos. Creo que el verdadero premio consiste en disponer de esta oportunidad. Por otro lado, también creo que los certámenes animan a mucha gente a pulir sus talentos, a ser serio al respecto, a encauzar su pasión de un modo adecuado. Muchos necesitan el aliciente de un certamen para sentir que tienen algo que decir, y hay tanto talento ahí fuera, que siempre hay historias interesantes que escuchar.
Quería, también, saludar a todos los compañeros que participen en el certamen, y enviar un mensaje de optimismo. No hay mejores o peores escritores. No hay mejores o peores historias. Lo único que existe es la conexión mágica e infinita que surge entre escritor y lector en un momento determinado. Creo que todos lo hemos sentido alguna vez, y por eso estamos aquí. El mayor placer de un escritor es seducir a un lector, y el primer lector al que hay que seducir es uno mismo. Sed fieles a vuestras historias. Sed fieles al lector que lleváis dentro.
Un abrazo fuerte y ¡gracias!
John_andy, bienvenido a Fórum Montefrío.
Cita de: john_andy en Abril 18, 2010, 21:46:52 PM
No hay mejores o peores escritores. No hay mejores o peores historias. Lo único que existe es la conexión mágica e infinita que surge entre escritor y lector en un momento determinado. Creo que todos lo hemos sentido alguna vez, y por eso estamos aquí. El mayor placer de un escritor es seducir a un lector, y el primer lector al que hay que seducir es uno mismo. Sed fieles a vuestras historias. Sed fieles al lector que lleváis dentro.
Totalmente de acuerdo con sus palabras :clapping:
Hago mio aquello de
Si deseas ser un escritor, ¡escribe!Un Saludo
(http://www.baystatepipers.com/images/funeral_pic.jpg)
EL MUERTO AUSENTE
Los primeros invitados llegan al pueblo sacudiéndose mecánicamente el bagaje cotidiano. Bajan de los autos; se sacuden las arrugas y el polvo; adoptan expresiones acordes para dirigirse al umbral. En el patio, repasan la prospectiva ceremonia.
Con creciente impaciencia, en el salón principal, la rueda de sillas y parientes apunta hacia el centro, curiosamente vacío.
Tías, hermanas y cuñados, arriban desde lejanas domesticidades, suspirando apenas un opaco matiz de contratiempo. Imparten en derredor alientos de superioridad, acaso burocrática. Se mimetizan con los demás concurrentes para disimular; se enteran respetuosamente de la anomalía y fruncen las cejas de manera idéntica, para evitar cualquier malentendida contrariedad.
Al mediodía los anfitriones comienzan a impacientarse. La concurrencia, en silencioso murmullo, parece exigir el inicio del ritual. Algunos parientes se preguntan por el almuerzo, como sugiriendo, discretamente; forman línea para saludar con gravedad plástica y se largan a deambular por los interiores y el patio, como para ir ganando tiempo con los postrimeros trámites.
Los recién llegados se sorprenden al entrar al salón, con el féretro ausente; con ternura y extrañeza sortean el palco principal y entablan rumbos caóticos, -a través de las coronas y candelabros, dubitativamente estacionados en los pasillos-, para internarse en la amena cocina, junto a café recalentado y bebidas espirituosas de baja calidad.
La tía más vieja exclama su pena labrada desde anteriores sinsabores, que va relatando al descuido a sus casuales interlocutores, mientras recorre la casa con mirada inventariadora.
Frente a la ruta desierta, el sol se desintegra, rojo, en el horizonte, casi inmóvil. Una camioneta azul corta el aire apacible a gran velocidad. En la parte trasera del furgón llevan coronas, crucifijos y candelabros, tirados a la bartola, alrededor de un féretro transportado ilegalmente, sin el debido permiso municipal, al que han estado rastreando en la ciudad desde las cinco de la mañana. El chofer tiene cuidado en el manejo, a pesar del cansancio y el apuro; cualquier accidente les acarrearía un procesamiento por contrabando de cadáveres. Explica los contratiempos de la búsqueda al dueño de la empresa, que va sentado a su lado, revisando los papeles del portafolios.
Estuve en el hospital a las seis de la mañana enfatiza el chofer, sorprendido, como habíamos acordado por teléfono; y cuando llegué, ya lo habían llevado a la morgue municipal; no entiendo para qué, si la muerte no fue por accidente.
El jefe lo deja hablar sin prestarle demasiada atención, mientras anota números en los papeles con la derecha y con la izquierda trata de manejar una calculadora entre los barquinazos de la camioneta.
De la morgue nadie sale sin informe, y el forense se había ido a ver el rally continúa el empleado ; tuvimos que esperarlo hasta las seis de la tarde. Menos mal que lo cosieron parejo y no le tira la cara para el costado, como pasa a veces.
Me extraña, Cuello, le contesta el jefe, repasando la papelería-, tantos años en esto y todavía no te has dado cuenta. El forense es una autoridad del estado, sus informes son documentos públicos.
El chofer lo miró sin entender.
¿Qué dice el informe, de qué murió?, insiste el jefe.
Paro cardio respiratorio.
Bueno, ahí tenés, ¿no es lo que dicen siempre? El propio sistema judicial está diciendo que murió de causas naturales.
Cuello piensa un rato largo mientras su interlocutor acomoda los papeles en una carpeta. Luego dice como para sí mismo: Y eso de mandarlo a la morgue tan temprano...
¡Obviamente!, lo interrumpe el jefe . Es que tú avisaste que ibas para allá, ¿no llamaste al hospital antes de ir?
La camioneta azul toma la última curva y entra al pueblo levantando polvareda; ruge en la tarde, abotargada de espera hueca, y frena ruidosamente frente a los parientes y vecinos que ya se han dado por vencidos ante las interminables horas de espera. Levantan sus manos para atajarse el sol en contra y la ola de polvo levantada por el vehículo.
Es incomprensible, explica una tía a su prima . A las cinco llamé por teléfono al hospital y me dijeron que estaba bien, que venía mejorando, que no me hiciera problema. Cuelgo el teléfono y me llaman para avisarme que ha fallecido hace dos horas.
La monotonía se desbarata con el proceso de instalación del difunto, un tanto desprolijo con el apuro de los solícitos presentes que colaboran con los caballetes y cruces.
El empresario, entre tanto, entrega unos documentos a los anfitriones y se da a la fuga con desembozada premura. En remanso, los tapados negros, aún con bolillas de naftalina en los bolsillos interiores, agitan sus brazos con insistencia; desde el olor a spray de los altos peinados se escucha una voz arrastrada por el alcohol de la cocina que se reparte entre incautos y desconocidos; halaga al "finadito" con exagerados ademanes y luego desliza el medio metro de arena gruesa que cierta vez le prestó y viene a cobrarse.
Al mediodía siguiente se forma una caravana natural detrás del coche de las flores, rumbo a la iglesia. Igual que en los casamientos pero sin tocar bocina.
El sacerdote resume la ceremonia en quince minutos, apremiado por más muertes y bautismos en otros pueblos del circuito dominical. Un tío debilucho tropieza a la salida del recinto pero afortunadamente el cajón resulta ileso.
Rearman el séquito hacia el cementerio, donde una mujer frágil y pálida llora copiosamente un llanto anónimo, sin hombro en que apoyarse.
El difunto, previsor, había adquirido en cuotas prepagas un modesto panteón, para invertir ahorros sobrantes. Este alojamiento está provisoriamente ocupado por su padre, a quien la tumba se le ha inutilizado con la última inundación. Las aguas subidas llevaron a la familia a adquirir para el cajón flotante una propiedad horizontal más moderna, confortable y mejor ubicada, a un metro cincuenta de altura. Así que hay que hacer una interpolación de cajones antes de acomodarlo definitivamente.
Entre tanto, para entretenerse, rezan a coro y observan con postración. Luego de las palmadas y rosarios, desaglutinan el predio rumbo al almuerzo. Sólo una persona se queda frente a su tumba, durante horas, en silencio, acompañándole el olvido: el albañil contratado.
Los espera un almuerzo recogido y familiar. La tía más vieja dispara la primera frase peregrina a modo de carnada liviana. Un cuñado refrenda una anécdota risueña, distendido por el vino tinto, con que nadie presta mayor atención a la tía. Un segundo intento es abortado por el trueno unánime de los cuñandos, cuando la tía joven derrama su vaso, sin piedad, sobre "el mantel nuevo".
Cuando da a luz su tercera frase, hace un espacio y agrega "muy bien el responso, ¿no?", para disimular la ansiedad.
Los demás, entusiasmados, siguen contando cuentos; y los niños aprovechan la cortina de carcajadas para animarse a pedir monedas para los videojuegos.
Al regresar de la siesta, más asentada la congoja, enfrentan el tema directamente: "yo la casa, vos el auto y él las máquinas". La tía vieja se calma, por fin.
Se organiza una expedición conjunta a la menuda habitación, donde solía pernoctar el difunto, para evitar el viaje hasta su casa. Un tío realiza un inventario de cosas de relativo valor; otro se mide un saco sport del año setenta; una niña encuentra una radio a transistores y corre a comprar pilas. Todos sonríen encantados con los descubrimientos de esos tesoros menores. Alguien ha levantado del suelo un cuaderno lleno de tierra y lo revisa con visible sorpresa. Poemas manuscritos sin destinatario ni firma.
Una llamada de larga distancia interrumpe el atardecer. Las hermanas y cuñados, a medida que los paquetes fueron atiborrando los portaequipajes, paralelamente, han comenzado a deshabitar una amistad hieráticamente enmarcada; con cada trayecto de la casa hacia los autos, fueron disminuyendo las sonrisas, los gracias y los porfavores.
Con las últimas luces del día se encienden los motores, mientras se cruzan manos frías y besos secos. Controlan las ataduras de los baúles, saludan socarronamente desde las ventanillas, sin tocar bocina, y parten con el botín.
Herodes
(http://i121.photobucket.com/albums/o205/angelsmar/-teseo.jpg)
T E S E O
A mi Viejo Pocho.
Arriadas las negras velas, sacrificados los nueve caballos y rasgadas las túnicas por el luto y la pena de no poder hallar el cuerpo de Egeo, su hijo Teseo permitió que el lento amor de Ariadna lo penetrase y lo aliviase de éstas y de otras más terribles torturas del alma...Tenía el Rey mucho por olvidar: su primera visión del Minotauro, engañosa, fugaz como un nocturno pez, que resultó no ser más que su propia y tremenda imagen, barbuda y angosta, reproducida por un falsario espejo de bronce en el fondo de un corredor traicionero; la segunda, más angustiosa, en la que no podía ya distinguir si aquello era su propio reflejo, o el monstruo, o el reflejo del monstruo, o él mismo, transmutado en monstruo o reflejo por la confusión, el hambre y el miedo...Finalmente, su encuentro frente a frente con el engendro, que los aedas cantarían vistiéndolo del circunstancial heroísmo que contamina todo de falsedad: la espada se resbalaba de sus manos decididas antes a matar que a morir, sí, pero no por la inmunda sangre de la bestia,(pues aún no había asestado el noble metal) sino por su propio sudor, hijo de un miedo infinito. Y era verdad que gritó, pero no como gritan los héroes, para aterrorizar con ruidos al enemigo cobarde, sino de asco, al verse tan cerca de la desembozada muerte y tan amenazado por esta cosa que –los aedas no lo sabían, ya que tampoco lo supo nunca el infame Minos- era un hombre muriendo y un toro muriendo compenetrados en un único agonizante cuerpo. Algo había detenido al hombre en el toro y al toro en el hombre, y no podían tolerarse uno en el otro y no podían convertirse ninguno en el otro, y el Destino mandaba al desdichado las Parcas, y las Parcas, iniciada su tarea hacía siglos, no se atrevían a terminarla, y la espada otra vez resbalaba de la durísima piel y de las manos que la asían, de su piel temblorosa y miserable, y despertaba Teseo con cálida fiebre y otra vez Ariadna, la de los ojos de oliva, lo rescataba de un laberinto, éste entrampado de cenagoso sudor y amurallado de pesadillas.
Sólo otra cosa sabemos de Teseo, y no la cantan los hábiles aedas, ya que a ellos sólo competen los hechos de los hombres mas no las confusas ideas que sólo perturban al Demos sin enseñarle sobre su patria, y que los sofistas incuban parloteando como las cacatúas que los Faraones se hacen traer del sur por el río Egipto. (Quieren ser profundos a fuerza de oscuros. Olvidan que es la verdad como el Mar que nombró el viejo Rey con su muerte, que aúna a su gran profundidad una claridad también grande, y el que mira sabe que es profundo precisamente porque es claro, y que reluce en él la verdad que lo inunda).
Hacen bien, pues, los aedas en olvidar el segundo predicamento de Teseo, su hallazgo de otra terrible cosa metamorfoseada; pero yo no soy uno de ellos, soy Augur, y en las negras entrañas de las aves he aprendido que la Nube del Hades creció ya sobre la Cólquida y se acerca a nuestra patria conducida por el viento del Este, como si Ctonia y sus Titanes quisieran vengarse de este mundo, magro triunfo de dioses y hombres. Sé que la Nube está por llegar, lo sé ahora porque he revisado con el sagrado puñal de antiguo cobre las cálidas entrañas de mi hijo, a quien crié sin darle nombre y a quien nunca rozó Helios Apolíneo con los inflexibles rayos de su frente. Muerto mi hijo anónimo, me dispongo a morir yo también como todos los que han sido hombres, pero antes escribiré según el camino del buey lo que sé de Teseo, para que su memoria no se pierda, y para que otros hombres futuros, ignotos y ferales, puedan saber qué trabajos regían nuestros acongojados corazones, y no hallen sólo nuestros cuerpos dispersos, saltadas nuestras entrañas ennegrecidas, destruidas nuestras ciudades, muertos en esa muerte también los matadores.
T A B L I L L A B E T A
Un oráculo (al cual el nombre de mi casa no es ajeno) mandó a Teseo conservar el barco que lo había devuelto a Grecia desde la verde Creta, pero con la desusada condición de cambiar a cada nueva luna uno de los maderos del navío, reemplazándolo cada vez por una tabla joven de forma y porte similares.
Prudente en la pena, el Rey acató la voz y durante muchos años los nuevos esclavos hubieron de acostumbrarse, como se acostumbran a la noche los niños, al trueque ritual de una orza vieja por una orza nueva, de cada uno de los rectos travesaños de remero por otros jóvenes y flexibles, de cada húmedo remo por otro, y, en una oscura noche memorable, de una terrible máscara por otra de idénticas pinturas.
Mes a mes perduraba el barco de Teseo, pues el cambio de una pajilla no convertía a la canasta en algo distinto: anclado sobre el mar transparente, era siempre el barco del Rey, y siguió siéndolo durante dieciséis años y un mes, en que la última pieza vieja fue reemplazada. (No ha sabido darme mi vástago el nombre de esa parte final).Mudo se había mantenido el oráculo durante todos esos años, pero el fiel Teseo creyó justo reportar que había cumplido la tarea encomendada, y es fama entre los de mi sangre que la sentencia del trípode reencontró al Rey con sus pesadillas. Pues la perniciosa Ariadna, para vengar el hecho cruel de que su esposo la había abandonado a poco de volver de Creta, y a quien el Centauro había regalado colgando de los cielos su semicircular corona, se había ocupado durante esos años en conservar cada una de las piezas auténticas del barco en una caverna. Esclavos de la Fócida, algunos de los cuales pagaron con la ceguera sus intentos de huida, reconstruían el navío en la oscuridad, infamando el Destino de dioses y hombre.
Algo debió presentir el Rey cuando su ladina esposa lo atrajo hacia la caverna que albergaba a este segundo monstruo. Teseo hubo de decirse al verlo: Algo aberrante debe haber en un objeto que existe dos veces en el mundo. Palideció Teseo, recordó su piel antiguos temblores: no podía saber si este bajel era el suyo, o el reflejo especular del suyo, o el suyo trasmutado en un reflejo cuya factura no requería del bruñido bronce, sino de la humana conjunción del tiempo y la imprudencia.
T A B L I L L A G A M M A (Fragmento)
(...) una de las naves ha sido destruida, y cada una de sus partes minuciosamente reducidas a astillas. No vive nadie que sepa cuál de las dos es la que perdura, pero (lo sé ahora) la eliminación del segundo monstruo ha sido inútil. Los hombres hemos cometido nuestro último error, hemos ido más allá de lo soñado por el propio Prometeo, que alimenta al cuervo. Desconozco, como todos, las palabras de aquel segundo oráculo, el que condenó con Teseo a todos los hombres. Hoy sólo recibo cada aurora con el rostro espolvoreado de ceniza, listo cualquier día a ver mis esputos negros, listo a esperar vanamente al áureo carro que Apolo habrá ocultado tras la Nube para siempre.
Pocho
(http://caballerodelenfer.blogdiario.com/img/F_-20060110234813-vampiros-b.jpg)
SOBRE VAMPIROS
Aquel vestido que ve el fantasma
Aquel fantasma que podrías se tú
Aquel fantasma que creaste para proveerte distancia
¿Distancia ventajosa?
Camarada
Recurrente sirena de páramos, amante del acero de los delfines
La utopía de los que permanecen en mudas opacas bajo el frío. En Rusia, en Yugoeslavia, Cracovia.
Okho
Voy a alejarme por un tiempo
Del séquito de Baco
Aquel pintado por Tintoretto
Corriendo por el bosque derramando
Será por que ayer vi. tu rostro
E intacto quiero recordarlo
Y no puedo darte lo que hubo
Menos aún lo que ahora llevo.
Resurrección
De cuando lloraba a las moscas
De cuando soñaba a esa niña, que con sus enaguas entre mis brazos hablaba, de la caducidad de ella, de su fascinación, de olvido
De cuando se alejaron los tormentos bajo el agua clara
De cuando no entendí palabras
De cuando se destrozó ese vestido de porcelana. Alguien giro el cristal y comenzó de nuevo el dragón a regenerarse desde las cenizas y el encierro.
La misma prerrogativa
De la codicia que ofrece herirme mis ojos en el mismo espejo donde lucen, rojos de fuego de los sueños del niño muerto, por la prisión, por aquellos parajes
Del suplicante perro herido de muerte, del proyectil opaco, para consumirlo. Los ojos de Nazareno Cruz, ausentes y divinos, donde niños como nunca pudimos.
Mientras caía en abismo ámbar
Recordaba lo que sientes
Mientras bucanero me ahogaba
Recordaba sirena tu nombre
Ignoraba, aquel pavor
De cuando te encantaron
Ignoraba, fuentes de aguas, olvidadas.
Otra vez volvió a recordar gran daneses pardos destrozando leones en el coliseo También frunció el ceño al tratar de recordar una historia sucedida. Ve en las armas voluptuosidad, reniega de las cortinas y desea destacar colosalmente a aquel perro que custodia el umbral del infierno, quiere ensombrecerlo, con historias de sus nombres.
Yo no te soñé
Soñé séquitos desconocidos
Ayer murió el centinela crema, y su hermano heredero y gemelo. El trono es de un color rosa crema, luz de aquella niña pequeña, su risa a abismos lóbregos. El se interroga sobre el amor y las oscuridades, ambos placeres que dotan de melodías y belleza a las sirenas.
A Cecilia Salinas
Un idilio perdido envuelto en llamas, un fantasma ahora desconocido, fantasmas deseando fantasmas, el fuego recorre el interrogante, y quisiera volver al pasado, a recordarla furtiva, en su luz cándida, cautiva.
Estoy cerca del espejismo
Hoy que la muerte es tan palabra, tan muerte
Hoy que tus montañas de cóndor son bruma del ángel exterminador
Tus silencios, lo que vendrá, de espaldas a una pared sin sombra y por debajo vertical y sin rincones
Son fantasmas
Son calaveras
Son muertos
Hoy que me embriago bajo las nubes
Hoy que he destrozado el laqueado
Hoy, igual, que ayer
A pesar de las alturas
De la muerte
De todos los adjetivos que nos condujeron hacia este lugar.
Chico migraña
El chico migraña cruza los brazos ante las flores de la niña de fuego, y sueña entre sus migrañas amarla en silencio al verla alejarse
Las copas se vuelcan, filisteas, babilónicas. Las flores no se habían enjugado, mintió, y fue aquel arco, crin de caballo pagano triste y llorón
Y el chico migraña fue besado, por unos cabellos castaños por esa niña fantasma, Aquella que cumplió años una sola vez en la vida, aquella que vivía en la bocacalle, a pasos del cementerio.
Fantasma
Algo contrajo la vela
Apagada ahora encendida
Los primeros recuerdos de la lucha en los cielos
Recién, hace instantes en los libros
Los grillos apagan el fuego
Los gallos rojos esparcidos.
Aquel príncipe de las moscas
Había vencido eternamente
Rompió los espejos
Robó la arena
El espectro que estigmatiza, lentamente se va encarnizando, el silencioso alarido.
Se recrearon salpullidos
Que desataron el contagio
Práctica que fundió fútil
Atroz repelente roce
Triste reclama un traje nuevo
Muda que vaya con el momento
Ya agotó los adjetivos pobres
Los de cúpulas de oro.
Ceremonia
Su aparición fue luego de una llovizna, sombra empapada y feliz
Eslabones de acero
En ceremonial culto, despojando en un acto grave nuestro fantasma, y en afonía, la mirada compungiva, concibiendo
Respetuoso
Gallardo
Esos matorrales pronuncian música nocturna
Aquel río se halla claro
No derrama lágrimas, es solo un can
Crónicas tristes de fantasmas.
Prometí escribir sobre las estrellas
Entre montañas sin luna
Olvidé los pesares de mi sombra bajo la lluvia torrentosa
Bebí licor rojo entre luciérnagas
Vísperas de fuego, de hogueras
El sol sumergido en el bajo fondo, donde se olvidan los amores
Yo me sentí aliado y fortalecido, mecido por el tiempo y el viento.
La mañana de bruma forjada
Escapa vacía y sin recuerdos
Al sin fin de las caídas, y las medicinas para los males de estos tiempos
La noche que sacude otros paisajes sobrevendrá a nuestras tiendas, de derrame y melancolía.
Vagabundee las cenizas que tu vestido dejaban, el hollín indisoluble de esta historia,
Suspendida y grisácea, impresionada en lo alto, sumergida como ojiva.
El agua rota en dos pedazos, para llevarme al olvido sepulcro
De mi amor
De mi criterio
Ella duerme ángel y diosa, mueve objetos, para que la sepa crédula y encendida.
Alumbra la balanza del espectro
Recogiendo cosas del pasado, se instala y transcurre el ventanal que fue el sitio.
Entre las sospechas obvias
De un deseo sin frenesí
De una rosa roja del cairo
Carmesí mecida por el tiempo
Que hay de esa noche que caímos de los cielos
Que hay de esos cabellos que encendieron nuestros ancestros
Cae la noche y las palabras se leen desde otro lugar.
Tu vestido
Vuela el cause desde las montañas
Imanta el juego azul de las gaviotas
La brisa mece a las ramas desnudas
Blanco juega sobre guirnaldas
Tu vestido de sangre
En la textura de tu piel
Divertimento fatuo entre distancias
Veo al tiempo disipado en sueños
Veo el ensueño que me arrastró hasta aquí
El mediodía entre sonatas
Al fulgor de lo que me aguarda.
Féretros pequeños, rosados y celestes
El féretro precoz
La virgen loca
No fue culpable la arena, las sirenas
El fantasmagórico ser eleva la plegaria borracha, de hielo. De mi muerte al presente, nació un ángel, brotó una madre selva, virgen, blanca, loba, loca.
Esta carcasa ya no se refleja en los espejos ni en la arena. El mar se ha acercado hasta mis pies, me cuentan entre los que bajan al sepulcro. Se guiñan el ojo. Mi individuo de sal próximo a derrumbarse. Solo, estoy dejándome arrastrar hacia las aguas de Aqueronte. Y no elijo hoy tampoco los abismos y la oscuridad, como tampoco elegimos ponernos fuera de la merced de Dios.
Tu belleza
Tres veces fatal
Estigma seco
Resucita al fantasma
Asustado en las sombras
Tu belleza
Tres veces triunfal
Estigma, palabra, tango
Renace a las profundidades
Estremecido en las sombras de los vivos.
El bosque se sombreó de grana
Las nubes huyeron hacia el mar
No entiendo como fue lo que paso
Mi amor hacia las sirenas
La cerrazón se pierde, recuerdo nubes nevadas, y a oscuras golondrinas, volando a
Hacia el lugar que desconozco.
De niña
Dedicado a Alejandra Pizarnik
Cómo me gustaría situarte los pantalones, despertar riendo, conocerte, aunque ya hayas partido. Lo meditaste. Los días que pasé sin saber de ti, perseguí tus huellas en la arena, te soñé despierto, como mujer, como mujer entristeciendo, tus palabras fueron el séquito flor que te ocultó de la lluvia. Dale gracias a Dios, a los espejos, a lo que quieras, por que a ti se estrecharon las palabras, como una embarcación a la costa abandonada.
Mi necesidad de encontrarte en alguna estación
Otro movimiento de este ajedrez asesino, casi efímero, como flor que se eleva rezando letanías
Yo al menos te saco la lengua, me burlo y te amo
Al menos tu hechizada te olvidas.
Magia
Siento el fuego....... Pensándote
Creo son llamas de luciérnagas
Bruma la que vendrá
Espero al invierno encapuchado y con miedo
Que me hizo perder a una mujer
De cabellos rojos, cinc, y calles de tierra
Viento, hoy no hablemos de los árboles quietos, y temblores
Que estoy empezando a creer en la magia roja.
Aquellas muchachas socialistas
El pregón de la sangre
Su pátina
Su temperatura, aquel atrayente imán de quién la exigió, y la imaginó fecunda y cercana, a quien confrontó con toda sombra toda claridad. Nos excusó de aquello resumido tanto como extenso
Se tornaría negra, ojinegra, de bandera, a las rosas de los vientos, dominio pretérito, absoluto.
La siesta no presagió nada bueno al noctámbulo que quiere desaparejar su tienda, sumida en la superstición de amanecer sabiendo que no ha asesinado, la sensualidad no cabe en féretros tan añejos, si no en niños contagiados por la misma. La rima en desuso no se utiliza en incongruentes ruidos forzados, la distancia inconexa, reiterada, (procesión por las mañanas). Los vástagos con la absolución de un tiempo precoz y profundo.
Las moscas vuelan sin sentido cual epidemia compleja y subterránea.
Aquel viso violeta
Tú riza de bruja
Mi idilio hacia la música
Rosa arrancada por el Romeo no amaestrado.
Pretendí sin acción donde vería ceder tu vestido, que se estrella fenicio y yo al ansiado abismo. Quedé tan a oscuras que termine por devorarla, de igual manera que a las ruinas donde cantaron pájaros perdidos como canes corriendo bajo la lluvia.
Inspira
Satén raso, vertical hacia el suelo. Observada por los sátiros del séquito. Inspira terror, me exilio de este claro que enjuaga las cenizas, obvia el tormento y ríe fatal a mi sendero.
Despierto sin recuerdos, por un ángel arrepentido en un hogar pobre al lado de un castillo.
Pirexia
Pirexia, Siberia, prisión, sopa de escarabajos de Dios
Pirexia, en los ojos, oculta al niño recién articulando, y aleja, a su madre, virgen loca loba y blanca, nata de neta, nata de leche
El demonio destrozó glicina y jardín, sonó estupefacto el bandoneón, funeral entre hermosas flores del mal. No fueron tus ojos los que volaron, sino todo. Aquel perfume de la noche perdida, pérfida, la noche vestida, un ramillete de flores violadas, sombras viajando hacia el mar.
Un silencio, de niños durmiendo. Luna gris también es indivisible ella, una mujer adornándose con la luna, las dos lejanas, extrañas, sonámbulas.
La niñez de la poesía, en ella creo de amigos incorpóreos, la de otros, cementerio de animales.
La niñez ruin de la poesía, de otra niña, atada al averno, con sus ojos en un espanto tal, que vence a la tinta y a la poesía, y, verifico que Dios no existe.
Mentiría infierno, si no veo a ella como bruma bucanera, al abordaje
Rogaría a mi alma si es que no ha marchado
Invocaría al cenit por sus ojos
Arrancaría las fauces del devenir, para agonizar.
Tengo una foto del cementerio que me aguarda
Averiguar si mi padre sigue allí
Romper el vidrio de la mañana
Dormir con espanto el sueño de los justos
Me aconsejaron no retratarte en esa tristeza
En aquel estanque, donde yacen mis pies enfermos y sumergidos
Arrebatarle el amor a las sirenas, un sacrilegio, sin séquito.
Pedazos de ángel
El derrumbe de tu vestido
El color de tu cemento
Pedazos de ángel
Del niño ciego, el de las gemas de las profundidades.
Las telarañas comparten mis rincones
Donde guardo mis miedos a las flores, un solitario helecho, maltrecho, dueño de mi insomnio y de las cosas que se alejan. Los insectos siempre desnudos, la niebla ninfa, olvidé lo que pensé de las flores, olvide al viento en nuestros encuentros.
Noción
Desde las fauces que atrapan
Con los brazos de lo que vendrá
Resucitan los ojos
Y lo primero que hallan son sombras
Otra vez descendí a los infiernos
Otra vez sin saber lo que paso
Otra vez meciéndome en el humo que trepa
Mi madre, con los ojos hundidos.
Estigma seco
Sicario, novilunio, plenilunio
Como niño envuelto en moscas
Al lado del camino.
Signos
El primer signo
El séquito de Dionisios
El influjo de Baco
Pan dormido entre la hierba
El verde que piso Atila
La copa de Cornelio
Las llamas de Nerón
El gran imperio de las Romas
Las uvas tintas griegas
El botín de los piratas
Sus desquiciados festejos.
Estás como el humo en mí
En ese baile arrabalero
Congeniando con el acordeón
Esta noche blanca de verano
Andrógena luna de plata
Y la arboleda fatal
Por ti en estas tinieblas
De soledad y diluvios
Y fumo, entre la niebla, en un cuarto chico, de la casa grande.
Se rompieron las estrellas
Se obscureció repentinamente
Recitando mi letanía
Resucito y la recuerdo
Ella lleva tantos años
Todo en estos segundos
De sus vestidos sin sombra
Que me embriagaron de lejanía.
La mañana agrietó las ventanas, y la claridad abrazo la luz de mi alondra, cansada de tanto volar en un mar medido, como ensueño después de sus gestos, sonrisa que al fin me ha atrapado en un demandante lugar.
El mediodía de calor fatuo, me hace recaer en el tiempo que transcurrió. Fue el exacto para creer que todo esta intacto, y aunque pise miles de cristales, sigo escribiendo a fantasmas y a muertos, muertos de flores silvestres. Tu como reirías de todo esto.
La media tarde despierta griega
Suaves melodías del cosmos, donde vuelan mis delirios, de mis signos, para dejarte despertar en el lugar que fue engendrado benigno.
Cancerbero
(http://www.phpwebquest.org/wq25/user_image/yiknnr280431.gif)
DORMIDO SOBRE UNA OLA
I
La única manera de calmarlo era esa. Coloqué mi mano derecha en la suya, la llevamos hasta su sexo y empecé a maniobrar lentamente de arriba hacia abajo. Manuel se inquietó al principio, pero noté que le estaba gustando y esto nos tranquilizaba a ambos.
Para mí era imposible no llorar. Mi tía esperaba afuera. También lloraba. Escuché sus sollozos, aunque cuando salimos estaba imperturbable. Sonrió, me abrazó como si hubiera muerto alguien y yo le dije que habíamos ganado mucho.
La paliza que le había propinado Manuel el día anterior fue lo que me obligó a masturbarlo. Siempre alguien debe hacer eso que llaman "trabajo sucio". Ya los especialistas nos habían dicho que era la única salida.
Todavía mi tía Ana llevaba la piel marcada por su hijo. El ojo izquierdo con un excesivo relieve que le abultaba la pestaña hacia el norte y le pronunciaba las ojeras teñidas de color zarzamora hacia el sur. Un moretón en la espalda de esos que puedes ocultar con la ropa y que cuando duelen te llevan a preguntarte sobre por qué tu vida es así, por qué no puedes ser como los otros. Es que mi tía a veces olvida que la infelicidad no depende de un hijo autista, aún cuando parezca que sí.
Los guantes quedaron manchados de semen, y cuando entré al baño a quitármelos y lavarme, me manché las manos de lágrimas, luego de agua y jabón que también manchan.
Mientras lo hacía le explicaba a Manuel:
-Venga, no lo hagas tan rápido que te lastimas, un poco más lento, tómate tu tiempo chiquillo. Eso, ahora sí, con un poco más de control, eso es.
Sé muy bien que él me entiende, aún cuando no pueda hablarme. Si me pongo a ver, fue un éxito porque ahora Manuel puede hacerlo sólo y sin problemas.
II
Raquel es para Manuel como una segunda madre. Cuando pasó aquella historia de la masturbación, Ana estaba muy nerviosa y al principio se mostró en desacuerdo, pero no tuvo alternativa.
Manuel acostumbra a oscilar adelante y atrás o de izquierda a derecha, como si vivir fuera una estadía permanente sobre el mar. Si Cristo caminó las aguas, Manuel se sienta sobre ellas.
El muchacho sentía un cosquilleo en su interior, golpes de placer sin clímax. Agua represada. Río sin salida. Olas que no van hacia la orilla sino hacia el fondo del océano. La represión de un cuerpo que no sabe cómo canalizar sensaciones.
A las cinco de la tarde del siguiente día Manuel repitió lo aprendido con su prima Raquel. Misma hora, misma maniobra. Raquel y Ana sabían que a partir de entonces el número 5 con el sol por el oeste era momento del rito del niño.
Al quinto día Raquel le anticipó, a través de fotografías, el lugar donde estarían. Le mostró imágenes del supermercado. Le dijo que estarían allí un buen tiempo comprando la comida. Ocurrió a las 4.
A las cinco Manuel empezó a inquietarse. Raquel lo notó y preguntó a una cajera por el baño. Dejó el carro del súper a un lado y lo llevó. El encargado de la tienda se acercó a Raquel y le dijo que no podían aceptar esos gritos, ese escándalo: "¿Qué le pasa a ese tío?". Ella respondió que era autista, que lo dejara, que ya pasaría.
Volvieron a las compras con miradas telescópicas a sus espaldas, esas que aspiran desentrañar la vida de los otros en el segundo en que precisan el objetivo. Conclusiones definitivas como los horarios de Manuel.
III
Al decimoquinto día reunión familiar con barbacoa en la casa de Elena. Raquel no los acompañó, le tocó trabajar. Las primas y amigas contaban las hazañas escolares de sus hijos. Los avances que los llevarían de forma inminente a títulos de doctores y licenciados. Las de menores pretensiones, de acuerdo a sus propias palabras, los ubicaban como operarios y hosteleros. Manuel estuvo ausente hasta que Ana soltó:
- Mi Manuel siempre será un autista. –Lo dijo sin resabio, sin lástima de sí misma. Sin resignación. Las demás empezaron a hablar de las ausentes, de lo mal que les iba en la vida. Muchas recordaron que veían muy poco a Ana, que pocas veces la llamaban para quedar a comer, que tenían muy poco en común. Ninguna lo dijo.
Sol de primavera a las cinco. Ana llevó a Manuel hasta un cuarto que había visto en una foto antes de salir de casa. Su madre cerró la puerta y esperó afuera, en el pasillo. Elena, hermana de Ana, decidió hacerle compañía. Antes envió a todos los niños al patio.
Los más pequeños de la fiesta empezaron a molestar a Manuel por cinco centímetros de ventana abierta. Algunos de los más mayores también se acercaron para azuzarlo. A Manuel no lo importunaban las medias palabras a media voz que lanzaban los otros. Hasta que uno de ellos metió la mano y le movió la silla.
- ¡Pajero, pajero, pajero! –gritaban los niños a coro. Zarandearon un poco más la silla.
Manuel cogió la silla y la lanzó contra la ventana un par de veces. La soltó. Empezó a morderse las muñecas como si fueran carne de barbacoa. La pared recibió su cabeza, cada vez se abalanzaba con más fuerza, dándole sentido a su euforia, buscando sangre de su cuerpo.
Al primer sillazo los niños volvieron a la música del patio, subieron el volumen, empezaron a moverse con pasos que recuerdan la danza alrededor de las hogueras, celebrando, transpirando el triunfo de los vencedores.
Las mujeres y hombres se alarmaron afuera de manera tribal.
- ¡Hey!, ¿qué pasa allí? –La pregunta de Esther no alteró a los chiquillos.
- ¿Qué hacían en esa ventana? –El esposo de Esther miró directamente a su hijo, el dueño de las manos que desataron la tormenta. Los niños le miraron y se encogieron de hombros. Siguieron con la danza.
- Luis ven para acá.
- Mariano vuelve a tu silla.
- Enrique ¿qué hacías? –El muchacho respondió que nada mamá, nada.
Ana pasó al cuarto para convertirse en el mordisco próximo de su hijo. Elena la tomó por un brazo y la echó hacia atrás. Manuel tenía un pedazo de la piel de su muñeca colgando entre sus dientes con la sangre disuelta entre la espuma que caía a gotas al suelo.
La furia de Manuel encontró el cuerpo de su madre. Ella lo esperaba sin desesperación. No podía fallar. Era ella o Manuel. En un segundo estudió las posibilidades: la silla estaba al lado de la ventana en el flanco izquierdo de la cama, muy lejos, la mesita de noche en el flanco derecho y sobre ella la lámpara que terminó en un costillar de Manuel. Las piernas sobre la cama. El torso y la cabeza sobre el suelo. Quedó como dormido sobre una ola.
- Elena, no puedes hacer una reunión y una sin saber que de pronto termina muerta hija –tras la indignación de Esther siguieron las quejas de otras cuatro madres, sólo dos eligieron el silencio y miraron a sus hijos entre destellos de amenazas.
- ¡No me jodas con tonterías!, enseña al crío tuyo y los de las otras a comportarse, que ese pobre niño es un santo, no estaba molestando a nadie –Elena empezó a ordenarlo todo, a recoger las sillas. Apagó la música y las mujeres se pusieron los bolsos en el hombro, tomaron a los hijos de las manos, dieron orden de salida a los esposos y anduvieron camino a la puerta. Dos besos de despedida para Elena y un nos volvemos a ver.
La barbacoa seguía ardiendo, quemando trozos de carbón, cociendo la carnada que se compra en el súper. Atrás quedaron las cinco.
El guayanés
(http://virtuxweb.com/wp-content/uploads/2007/11/ataud.jpg)
MUERTO PERO NO TONTO
Por favor sea breve, dije al párroco que continuaba con la eterna predica del adiós. Habían pasado bastantes días y cansado de tanta despedida esperaba descansar en paz en los mármoles del Mousuleo familiar del parque de las Carmelitas.
Cuando mi mujer lloraba al costado de la cama y un par de señores que nunca había visto me cambiaron ropa y me instalaron en una caja de 2 x 80, comprendí que había muerto. Dos días estuve en una morgue. Me sacaron unas cuantas cosas y me pusieron otras, para terminar la autopsia con un enorme zurcido en mi pecho y una terrible noticia: no fue causa natural. Mi mujer, actual viuda y heredera de mi preciada fortuna, me había envenenado devotamente durante años. Quien iba a pensar que el jarro de metal antiguo que me regaló en aquel aniversario y en el que acostumbraba a tomar mi té, era de plomo. Pero después de salir del depósito de cadáveres, nadie nunca supo ni se preocupó del parte de defunción. Si hubiese estado vivo me habría muerto de la impresión. Aunque mayor debió ser el sobresalto de mi viuda cuando se enteró que mi testamento estipulaba que mi fortuna en su totalidad era para las Hermanas de la Caridad.
Me instalaron mirando el altar de una vieja iglesia con unos cuantos claveles alrededor, sabiendo cuanto odiaba el olor de esas flores. Nunca supe quien estaba acompañándome en mi último adiós. Pero si pude escuchar a los que dedicaron algunas frases: "Nos deja un gran hombre", "La delantera nos lleva", "Que Dios lo guarde en su santo reino" y cosas así. Habló hasta un tal tío Harry que vino de Estados Unidos, que hasta hoy me pregunto quien es. Me sorprendió saber que tanta gente me apreciaba y cuantos más me detestaban. Al menos puedo contar mi historia, porque la corte celestial fue justa y me envió de la tumba directo al paraíso, por algo dejé más de 40 años de misas pagadas por el preciado Edén. Uno nunca sabe que puede pasar en su funeral.
Sólo el "pueden ir en paz" del cura me dio un respiro. Luego cuatro hombrecillos de riguroso luto me sacaron de la iglesia y me instalaron en una carroza. Trate de descansar un poco durante la marcha, pero comencé a notar que el trayecto estaba durando más de lo normal. Entramos en un cementerio viejo de las afueras de la ciudad. Claramente no era el Parque de las Carmelitas. Por un momento pensé que los ineptos de la carroza se habían equivocado de muerto, pero mi pomposo funeral estaba arreglado hace años. Sin embargo, la voz de mi mujer diciendo que mi última voluntad era depositar mis restos aquí, me dejó claro que de pomposo no tuvo ni un pelo. Por fin el cajón comenzó a descender, junto a mi orgullo y vergüenza por tan ordinario entierro, bajo una humilde lápida enchapada, irónicamente, en plomo: "Aquí yacen eternamente los restos de un hombre visionario".
Albertina Carrasco
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BAJO EL FAROL
En esa esquina, señor policía, en esa esquina, debajo del farol, ahí la conocí. Estaba oscureciendo, en ese momento de la tarde en que el cielo adquiere un color índigo, en ese instante en que aun no es de noche pero el día ya se marchó con sus prisas y empiezan los sueños.
Yo acababa de salir de la oficina. Había pasado un día de trabajo febril, de papeleos y problemas y no tenía ganas de recogerme en el minúsculo apartamento donde vegetaba. Eso, y gracias a un sueldo decente, nada extraordinario, decente, repito, para ir tirando pero que después de dejarle una sustanciosa paga a mi mujer y mis hijos adolescentes, así como la casa, los muebles y el perro, la verdad, no me quedaba dinero para más dispendios.
No se impaciente, señor policía, no se impaciente, que ya mismo voy al grano.
Pues como le iba diciendo: iba paseando para mi apartamento porque tenía ganas de caminar en una tarde apacible de primavera y porque no me apetecía coger el coche. Pues bien, allí, en la esquina, estaba ella, como dice el tango, bajo la quieta luz de un farol que llenaba de reflejos su larguísimo cabello castaño. Era una belleza, cuerpo esbelto pero no tan delgada como una modelo, falda corta luciendo unas larguísimas piernas y unos ojos verdes como el trigo verde, que dice la copla, que al mirarme obnubilaron mi mente y provocaron tambores en mi corazón.
¡No se ponga usted así, que ya acabo! Pues, eso, para resumir la historia, le diré que nos fuimos besando en cada farola ¿Qué eso es de una canción de Sabina? Ya, ya lo sé, señor guardia, pero es que era así, se lo juro por mi santa madre.
La llevé a mi apartamento. Ella me pidió que apagara la luz porque sentía vergüenza, y entonces, bajo la tenue iluminación que entraba por la ventana entreabierta, nos desnudamos y...luego...me ocurrió algo parecido a lo que pasó en el poema de Lorca: "Que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela y resultó ser un tío".
¡Si, sí, señor policía! Ya sé que soy un pesado con eso de las canciones y las poesías...!no se ponga usted así, hombre, que ya termino de contárselo!
Al principio me sentí burlado. Por eso, y en un ataque de rabia, tiré por la ventana todo lo que tenía a mano. Uno de los objetos fue, inconscientemente, se lo juro, el enorme reloj despertador que mi "queridísima" suegra me había regalado. Lo arrojé con tanta furia que, mire usted que casualidad, hombre, fue a caer en su flamante coche, con tan mala fortuna, que abolló la carrocería y rompió la alarma.
Ahora, señor policía, y una vez que he pagado mi delito pasando tres noches en este calabozo, le digo que no hay mal que por bien no venga. Estos días he tenido tiempo de recapacitar: estoy dispuesto a volver por ella, a esa esquina donde la conocí, que no me importa lo que sea. Se ha metido en mi corazón y no estoy dispuesto a renunciar a ella...él.
De Acuario
Hola a todos. Ya participé el año pasado en el certamen y veo que este año viene mejorado. Me alegra mucho ver que seguís al pìde del cañón. Un abrazo para todos y a ver qué pasa. :clapping:
(http://2.bp.blogspot.com/_gh6Qg5ddJ9k/SiSw-mitzKI/AAAAAAAAAdc/j5gsl8LK6jI/s400/detective.jpg)
LA VIOLACIÓN
Jorge Lince terminó su clase de Ética. Los alumnos salieron. Todos menos Clara, que se acercó para hablar con él.
- ¡Cuánto tiempo sin verte por aquí! – le dijo Lince.
Clara no estaba alegre. Le costó hablar.
- Hoy me despido. Voy a dejar el instituto.
Lince la miró con repentina curiosidad. Era una adolescente inteligente y bonita, pero últimamente faltaba a clase, no rendía en los estudios, siempre parecía disgustada.
- ¿Y eso por qué?
- Han matado a mi padre. Ya no puedo aguantar más. Tendré que buscar trabajo.
Al ver la gravedad del asunto, Lince cerró la puerta del aula para hablar en privado. Se sentó en su mesa e invitó a Clara a que se sentara al lado.
Clara se explicó.
Su padre, José Ruiz, había pasado los últimos nueve años en la cárcel, condenado por asesinato y violación. Hacía unos días se había probado su inocencia, porque su abogado defensor consiguió una revisión del caso y se probó que su ADN no coincidía con el encontrado en el cadáver.
Le habían condenado por pruebas circunstanciales. La noche del crimen, una testigo vio salir a la calle desde el piso de la víctima a un tipo con pasamontañas y un ojo estrábico... y José Ruiz era un conocido ladronzuelo con estrabismo.
Su hija Clara siempre creyó en su inocencia, pero la justicia y la sociedad ya le habían condenado. Durante todos esos años, Clara siguió viviendo con su madre, aguantó en los estudios y se echó un novio hacía poco, pero siempre estuvo marcada por el trauma paterno.
Hacía unos días soltaron a su padre, demostrada su inocencia. Parecía que la herida en la familia iba a cicatrizar. José Ruiz y Clara podrían enderezar su vida por fin.
Pero dos días antes su padre apareció muerto en la calle. Al pie de una escalinata, con la cabeza reventada. Borracho, según las malas lenguas.
Clara sabía que su padre no había bebido. Apreciaba demasiado su recién estrenada libertad para eso. Y la herida en la cabeza era demasiado grande hasta para haber rodado por una escalera. Parecía más bien que se habían ensañado adrede.
A nadie le importó mucho la muerte de José Ruiz.
Había sido un desgraciado toda su vida, y como un desgraciado murió. Aún pesaba sobre él como una losa la condena por violación y asesinato de una muchacha. Los vecinos no se extrañaron. Su esposa casi se sintió aliviada en su fuero interno. Su abogado se libró del marrón. La familia de la chica asesinada vio algo de justicia providencial.
Sólo Clara derramó lágrimas por su pobre padre. Como ahora lo hacía delante de Lince. Después de aquello Clara sólo quería trabajar, casarse cuanto antes, olvidar.
Lince sintió piedad por esa joven desdichada. Y por su padre muerto. Y sintió gran curiosidad por saber quién había violado y asesinado en realidad a la otra muchacha.
- ¿Cómo había actuado tu padre – le preguntó a Clara – estos días de libertad?
- De un modo extraño – sollozó Clara –. En vez de pasarse el día con nosotros, su familia, se iba a la calle, decía que para averiguar la verdad. Para hablar con una gente que tenía que hablar. Decía que nosotros ya no le queríamos.
Y Clara se deshizo en un amargo llanto.
* * *
COMISARÍA DE DISTRITO CENTRO.
EXPEDIENTE: 25.178 / 217.
LIDIA GONZÁLEZ RIVERO.
NAC. 4-7-1983. M. 21-10-2001.
NACIONALIDAD: ESPAÑOLA.
DOMICILIO: PINTOR MURILLO, 27 3 C.
VIOLACIÓN Y ASESINATO.
CASO REVISADO Y SIN RESOLVER. 15-4-2010.
Lince pidió permiso al comisario Rivas para ojear el expediente.
Luego fue al piso de Pintor Murillo.
La madre de la muchacha asesinada hacía nueve años le recibió mal. La familia no quería revivir el caso. Cada recuerdo de lo ocurrido sólo echaba más sal y vinagre en la herida. De todos modos ya no podían hacer nada por Lidia. Se enteraron de la muerte del presunto autor, tras salir de la cárcel, pero tampoco querían hablar de ello.
Estos nueve años su vida hacía sido un valle de lágrimas, día a día, un esfuerzo titánico sin compensaciones posibles, una vez que su hija estaba muerta.
Frente a la madre sufridora, Lince dijo:
- Pero ese hombre era inocente. El verdadero asesino anda suelto. ¿No lo entienden? No ha pagado ni un día por su crimen.
Sólo hubo un silencio resignado.
- ¿Tiene alguna idea de quién pudo hacerlo?
La madre dijo con amargura:
- ¿Cree que si lo supiera no habría hecho nada todo este tiempo?
- ¿José Ruiz vino a hablar con ustedes?
- ¡Ni se hubiera atrevido!
La casa de Carla, en la calle Huertas.
Carla se disponía a almorzar con sus padres. Venía de la boutique de Hortaleza, y a las cinco tendría que volver de nuevo para el horario de tarde.
- ¡Qué oportuno eres siempre! – le dijo a Lince.
- Necesito tu ayuda. Diez minutos.
- Mi intuición femenina, ¿no?
- Eso es.
Lince le contó el caso. Al cabo dijo:
- ¿A quién crees que fue a ver José Ruiz al salir de la cárcel?
- Supongo que a quien le debía algo todo este tiempo.
- ¿Y ése era?
Carla dejó vagar la imaginación unos instantes.
- Por ejemplo el juez que le condenó.
- Vaya tontería. Un reo no puede hablar con su juez así como así.
- Seguramente. Ahora vete. Voy a comer.
MAGISTRADO ALFONSO JIMÉNEZ GIL.
JUEZ DE LO PENAL. N º DE COLEGIADO: 2.372.
JUZGADO DE INSTRUCCIÓN N º 12
AVEDINA DE LA CASTELLANA, 144.
El mismo comisario Rivas le mostró los datos. No estaba conforme con la deriva tan extraña del caso. Ya conocía algo a Jorge Lince, y sospechaba que era capaz de encontrar al verdadero asesino de Lidia González, con tal de devolver la serenidad a la familia y una sonrisa en el rostro de Clara Ruiz, la hija del falso culpable.
A Lince le costó conseguir una cita con el juez Jiménez Gil, que era un hombre muy ocupado. Finalmente, quedaron el viernes a la 1'30 horas.
El juez poseía un despacho amplio y bien acondicionado.
Era un hombre corpulento, ceñudo, de cabello moreno encanecido.
- ¿Y bien? – dijo impaciente.
Lince miraba distraído alrededor. Los muebles, la decoración, los archivos.
Señaló una fotografía enmarcada.
- ¿Es su familia?
- Sí – dijo el juez –. ¿Ha venido para preguntarme eso?
Lince se levantó y se acercó a la foto.
- ¿Puedo cogerla un momento?
- ¡Claro!
La estuvo examinando. Era de hacía por lo menos veinte años. El juez y su esposa jóvenes, un niño y una niña.
- Son muy guapos. ¿Es su hijo?
- Naturalmente. ¿Pero qué quiere?
- En realidad deseaba preguntarle: ¿Qué es para usted la justicia?
El juez se volvió hosco.
- Ya está bien de sandeces.
- No es una sandez. Me refería, por ejemplo: ¿Para usted, qué es más importante, su trabajo como juez o la familia?
- ¿Cómo se le ocurre? Mi tiempo es oro. ¡Fuera de aquí!
Lince se levantó. Antes de irse dijo:
- ¿Ha venido José Ruiz a verle?
El juez negó severo con la cabeza, pero por su expresión era evidente que sí.
* * *
El hijo del juez.
Se llamaba Andrés Jiménez. Era fácil encontrarle ocioso, fumando yerba, por la mañana o por la tarde, en un banco del Retiro. Así se lo contó a Lince su amigo Prieto, que a veces le servía de confidente por su conocimiento de la calle.
Andrés Jiménez estaba con unos colegas. Alto, moreno, bien parecido, rascas por la espalda, ropa ancha deportiva. Se pasaban un canuto, hablaban en jerga.
Lince se acercó. Se presentó a ellos con cortesía. En cuanto le habló a Andrés de su padre el juez, los colegas huyeron como del trabajo.
Andrés reaccionó mal. Lanzó procacidades a Lince, que le dijo:
- ¿Un caramelo? Son muy sanos y relajantes.
- No, gracias – Andrés tiró la colilla del porro al suelo –. Me has espantado a los colegas con mi padre. ¿Qué quieres?
Lince le observó con atención. Luego dijo:
- Tienes unos ojos muy bonitos.
- Así que eres de ésos. No me va el rollo, tío. Lárgate.
- ¿Tenías miopía de pequeño, o hipermetropía?
- ¿A ti qué te importa?
- Tus fotos de niño. Tenías un gran estrabismo. ¿Cuándo te operaste?
- Hace años. Me daba complejo, ¿vale?
- ¿Con qué oftalmólogo?
- Un amigo de mi padre. Doctor Oswaldo, creo. Está por la Castellana.
Se notaba que Andrés Jiménez lo había tenido todo en la vida. Tanto, que no trabajaba ni estudiaba, a pesar de que ya tenía casi treinta años. No valoraba mucho las cosas, ni la vida misma, ni la de los demás.
- ¿Te manda mi padre? – dijo –. Ya me estás dando mucho la brasa.
Lince sintió casi pena por él.
- Hace nueve años Lidia González era amiga tuya, o querías que lo fuera. Una chica muy guapa, ¿verdad? ¿No cayó cautivada por tus encantos? Apuesto a que hasta entonces, nadie te había dicho a nada que no. ¿La violaste tú solo o te ayudaron algunos de tus colegas?
- ¿Pero qué dices, tío?
- Apuesto a que os deshicisteis también del pobre José Ruiz, tirándolo por las escaleras, cuando salió de la cárcel y empezó a humear.
- Tú estás fumao.
- Tu padre te protegió. Inculpó a un infeliz. Destrozó otra familia más. Eso es un delito muy grave, prevaricación, que acabará con su carrera. Apuesto a que te llevó a su amigo oculista hace nueve años, poco después de todo el jaleo, para borrar la huella. Debió de ser entonces un duro golpe para él, saber que el culpable era su propio hijo.
Andrés Jiménez miró a Lince asustado, quizá también por primera vez en su vida.
- ¿Qué vas a hacer?
Lince le dijo con tristeza:
- Ha llegado la hora de la verdad. ¿Qué vas a hacer tú?
Lince
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DAME LAS MANOS
—Dame las manos.
Ella lloraba en un silencio intercalado con breves hipidos.
Un ángel, pensó él. Debería estar muerta. Si fuera la mitad del hombre que creo que soy, pondría fin a su dolor.
—Dame las manos —insistió levantando la voz, pero con el tono suave.
—¿Eh?
—Dame las manos, confía en mí.
Le mostró sus propias manos cuadradas, macizas, sucias. Tendió los dedos hacia la niña. Y mantuvo las manos así; quietas, acogedoras. Ella las contempló y luego a él. Vio un rostro exhausto, barba de muchos meses, blanca en su mayor parte con algún parche de gris sucio. Y, bajo la hirsuta mata de pelo, relucían unos ojos en los que advirtió desesperanza y un atisbo de locura. Volvió la vista a las manos. Seguían allí, expectantes.
Ella tragó saliva con fuerza y se restregó las lágrimas con las palmas de las manos.
Un ángel, volvió a pensar él. Bastaría con tomarla por el cuello...
Las manos menudas, níveas bajo las ronchas de mugre, con dedos largos, hábiles, curiosos, se adelantaron con un ligero aleteo. Alzó de nuevo la vista hacia el rostro de él, pero volvió enseguida a bajarla. Se estremeció, hacía frío. Nevaría en unos minutos.
Las manos se posaron sobre las palmas duras de él. Las manos grandes y morenas se cerraron con suavidad.
—Cierra los ojos —susurró él.
Ella vaciló, pero un ligero apretón de él e hizo lo que le pedía.
—¿Cómo te llamas?
—Marianne.
—¿Vivías por aquí? —preguntó él, ignorando el intenso olor a quemado.
Ella asintió.
—Quiero decir antes de... antes de que sucediera.
Ella volvió a asentir con un rictus de dolor.
—Sigue con los ojos cerrados —le pidió él—. Y ahora vuelve a casa y cuéntame cómo era.
Durante unos segundos ella no dijo nada. La nieve comenzó a caer, ligera y ardientemente helada. Él confiaba en que el fuego no iría a más. El hedor a carne abrasada le daba náuseas. Ansió de repente uno de los cigarrillos que llevaba en el bolsillo. Pero no quiso soltar las manos de la niña. Se concentró en sus propias manos alrededor de las de ella y un torrente de sensaciones vibró repentinamente en las puntas de sus dedos. Recordó el tacto de una toalla limpia, la rugosidad del tronco de un árbol, el cabello de alguien a quien amas, la suavidad de un beso...
La niña comenzó a hablar. Acomodó sus manos entre las de él y su rostro, fruncido hasta ese instante, se relajó. Él se inclinó hacia delante apoyando con suavidad su frente en la de ella. También cerró los ojos. Y ella le contó cómo era su casa y el columpio que le montó su padre en el patio. Y le habló de de su madre y sus hermanos y otra vez de su padre, siempre riente y bromista, y su madre, una presencia cálida. Y de sus amigos y del chico que le gustaba... Y durante unos minutos él fue más feliz de lo que lo había sido durante los últimos dos años.
Al principio no se había alegrado de encontrar a la niña. En realidad, su intención había sido marcharse sin volver la cabeza, simular que no había oído el llanto contenido de la criatura. Los suyos debieron ocultarla en algún escondrijo cuando oyeron llegar a los carroñeros. Los carroñeros no se conmueven por una cría. Los carroñeros solo responden a sus instintos. Le habrían hecho lo que a los demás y gozado... como con los demás.
No es asunto mío había pensado cuando la vio ahí llorando. No tardará en morir y es mejor así A saber lo que ha presenciado.
Había seguido caminando, atento por si los carroñeros volvían. No solían hacerlo. Cuando asaltaban un lugar no quedaba nada detrás, era la ley de la tierra quemada. Excepto esta vez. Estaba la niña.
No es asunto mío se había dicho con rabia y le sobresaltó darse cuenta de que estaba llorando. Pensó que era más duro. Que lo había visto ya todo y un poco más... Y quizás fuera así, lo había visto ya todo, solo que eso no te hace más duro.
La nieve cobró fuerza y le devolvió al presente. Ella seguía hablando con una sonrisa en los labios. Sus manos permanecían acunadas entre las de él y la frente apoyada en la suya. Pudo oler su risa, su alegría, sus sueños y eso abrió la puerta al recuerdo, al dolor.
Recordó una cometa en el cielo y una figura que saltaba como si pudiera alcanzarla. Y los gritos de alegría y alguien que le tomaba del hombro y susurraba que le amaba. Y la figura que reía... Y de pronto la imagen cambió por la del día que el cielo se cubrió de fuego.
La niña, Marianne, había callado, pero seguía oliendo a esperanza y sus manos se removían felices en su cálido cobijo. Retiró una de las suyas cogiendo las dos de ella en la otra. Llevó la mano al bolsillo.
—¿Sabes alguna canción? —le preguntó.
La niña asintió con la cabeza. Conservaba los ojos cerrados, aunque su rostro comenzaba a fruncirse de nuevo.
—¿Me la cantas?
Ella no dijo nada. Él dejó de rebuscar en el bolsillo y contuvo el aliento. Por favor, por favor, pensó. De pronto ella sonrió, acababa de recordar una canción. La voz era cristalina y la letra en un idioma que él no entendía. Siguió buscando en el bolsillo apartando los cigarrillos, el Zippo, una vieja foto tan manoseada que apenas se distinguían unos rostros entre la suciedad que la cubría... Por fin encontró lo que buscaba. Unas cápsulas blancas que había hallado tiempo atrás entre los restos de un hospital. Sabía perfectamente para qué eran. Se habían repartido en los días posteriores al fuego en el cielo.
Se colocó una en la lengua, luego le puso una a ella entre los labios. Interrumpió su canción y a punto estuvo de abrir los ojos.
—No lo hagas, tómatela, Te hará sentir mejor.
Tras titubear como si intuyera algo, ella acabó por tomarla en la boca.
—Dame las manos —le pidió él—. Trágatela y dame las manos.
Marianne lo hizo. Le dio las manos.
La nieve cayó con fuerza, gris y helada, como una manta sobre la tierra quemada.
Romeo
J.E, nos alegramos de verte de nuevo por aquí. ¡Otro abrazo para ti!
(http://3.bp.blogspot.com/_c2MKWiG2JBA/SsaTyMbCCCI/AAAAAAAAAYo/FBJiWIZ4Og4/s400/0005-luciernaga.jpg)
BLAS SE QUEDA
Le despertaron los rayos de sol que osaron a infiltrarse por las fisuras de la persiana de su habitación. "Es una taciturna luciérnaga", pensó, y no hizo mucho más caso a la bolita brillante que se había posado en el plinto exterior de su ventana. Se levantó a pesar de creer que ese día había amanecido demasiado pronto. Se puso sus zapatillas rojas de Spiderman y bajó a la cocina donde desayunó sus cereales favoritos de chocolate después de besar a sus padres. Hablaron de los deberes, de los próximos exámenes, bla bla bla, de que no se volviera a entretener a la vuelta, bla bla bla...Asió su maleta, se la echó a la espalda y se marchó al cole.
Se fue caminando y escuchando música en su MP4 como cada mañana desde que se habían cambiado de domicilio, por lo tanto también de todo lo que esto conlleva: colegio, amigos...; y como cada mañana, iba solo. No sabía si era su aspecto ¿espectral? o si eran sus buenas notas, pero las relaciones interpersonales no eran su fuerte y para él ir a la escuela diariamente era como quien va a prisión a cumplir condena. Su lagrimal estaba seco ya. A veces lloraba a escondidas en el baño para que ni compañeros ni profesores le vieran en tan extremas situaciones. Él únicamente soñaba con tener una pizca de vigor y con ser "normal", uno más.
La primera lección era de inglés, asignatura que le superaba, "¡Dios! ¿Para qué quiero saber hablar inglés si yo soy español? ¿Por qué hablará esta gente tan raro?". Y su mirada se perdía, absorto, en la ventana mirando a ningún lugar. De repente, le resultó familiar una especie de luz posada en la ventana, "¿otra vez esa luciérnaga? ¿Me persigue o qué?". Abrió la ventana a pesar de la llamada de atención de la profesora y la prendió en su mano. La que se le antojaba luciérnaga era una singular especie de insecto blanco, redondo y brillante, por lo que lo introdujo en su mochila evitando que llamase la atención de los demás pupilos. Al salir al recreo buscó sigiloso el lugar más recóndito del patio con el fin de deleitarse con su nuevo descubrimiento. Se sentó y jugueteó con la bolita que mientras comía su bocadillo le arrancaba una sonrisa, por momentos aunque solo, era un niño feliz.
Regresó a casa con su nuevo e inusitado objeto de admiración custodiado en su mochila. Mientras caminaba percibió la presencia de alguien en la misma acera. Cuando descubrió que esas fuertes risotadas eran por su causa ¡otra vez!, aceleró el paso a la vez que se le aceleraba la respiración. Casi comenzando una carrera maratoniana, alguien le alcanzó y le apresó agarrando su sudadera bajo la cual se refugiaba y escondía su cuerpo.
-"¿Dónde crees que vas, empollón?"- dijo el más alto.
Blas, asustado, quiso salir corriendo, pero el otro se lo impedía pues se había posado frente a él impidiéndole el paso. Las palabras e insultos más variados desde marica a bicho raro, pasaron a cristalizarse en bofetadas en la cara y cabeza, en patadas en sus piernas inmunes y plagadas de contusiones debido a la frecuencia con la que sufría tales abusos.
De repente, mientras Blas ya estaba casi de cuclillas intentando así protegerse en posición fetal, alguien o algo, no sabía, alguien alto o algo brillante, deslumbrante, eso sí, era como una luz, como una persona fulgente o algo cegador con aspecto de ente. De repente, "eso" se apareció frente a ellos saliendo de la nada. Los niños, los tres, estupefactos y mirándolo boquiabiertos, se quedaron inmóviles y de repente los agresores, sobrecogidos, comenzaron a correr hasta que Blas los perdió de vista. El chico se alzó atónito sin ser capaz de articular una sola palabra, mirando a "eso" con una sensación de pavor, agradecimiento y sorpresa a la vez. Con ese desconcierto se quedó de pie, inmóvil como una estatua. De repente, "eso" le regaló una sonrisa y un guiño de complicidad y desapareció como había aparecido, en la nada.
El chico caminó aturdido a casa sin pensar, como un ánima que vaga sin pensamiento ni sentido, mirando hacia atrás en ocasiones, esta vez no para comprobar que nadie le seguía, sino buscando a su titán. Llegó a casa y se sentó a la mesa con papá y mamá que lo esperaban ajenos a todo el padecimiento que acababa de experimentar su hijo, que no exteriorizaba su calvario por miedo a represalias quizá, por impedir un sufrimiento a sus padres, por no culparles de que, al haberse mudado de casa y de ciudad, se hubiese tornado también su existencia hacia un mundo de miedo, violencia y desprecio que sufría en silencio y que sólo le empujaban a pensar en la muerte como única redención. Entretanto, para evitar, siempre evitar, el joven intentaba simular una rutina de vida feliz y familiar, sin más sobresaltos. Sin embargo, hoy su vida había dado un vuelco. Creía haber soñado, no lograba discernir si lo que hoy le había sucedido había sido realidad o una experiencia onírica, únicamente sentía un extraño sentimiento de felicidad que no creía que pudiese ser real, sentía tal estupefacción que no lograba dejar de pensar en quién o qué sería lo que le habría amparado en tal coyuntura. Su heroica figura seguía siendo un misterio para él.
Subió a su habitación para realizar sus tareas escolares, absorto aún en sus pensamientos monotemáticos. Al abrir su mochila reparó en su misterioso insecto que casi había olvidado ya. "¡Mi luciérnaga!", se alegró; y la puso al lado de su ordenador en su escritorio y mientras escribía la miraba extrañado como si cuanto más la mirara fuese un paso más para descifrar qué era, por lo que se distraía de sus deberes observándola atentamente.
Al acabar la última jornada antes del fin de semana, Blas se acostó temprano como si así éste llegase más pronto. Lo deseaba con todas sus fuerzas, aunque últimamente sus padres habían comenzado a preocuparse por las largas horas que su hijo pasaba frente al ordenador o jugando con las videoconsolas, sin invitar a amigos a casa ni querer salir al parque, al cine, o a un partido; se preocupaban porque su actividad se centraba principalmente en el pequeño hábitat que conformaba su cuarto. Habían recurrido a las largas conversaciones con él aprovechando cualquier situación, sin embargo, ni él les ofrecía una explicación coherente ni ellos lograban saber qué le ocurría. Habían llegado incluso a pensar en recurrir a la asistencia de un psicólogo, pero Blas se negaba, él no creía que necesitara ayuda de un profesional, más bien la necesitaban los demás.
Entretanto, echaron de menos su presencia siendo ya de madrugada. Tino estaba preso de nerviosismo y decidió salir a buscarlo, puesto que su misión debía haber acabado. Así que salió de la galería de la hermandad para sobrevolar las marismas con el fin de buscar a su hermano. Gracias al chip de la letanía, consiguió conocer su paradero y tras la ventana de Blas, lo encontró dormitando sobre un concurrido escritorio; a su lado, en una cama, dormía Blas. Enseguida reclamó su presencia y Rédim se acercó hacia él abrumado, quizás temiendo una reprimenda por su tardanza.
No se equivocó, Tino le expresó la preocupación de los tres hermanos por su tardanza. Rédim le expresó sus disculpas y le rogó que le dejase, puesto que no había acabado aún. Tino lo dejó haciéndole prometer que volvería en cuanto "el amparado" dejase de necesitarlo.
A la mañana siguiente, Blas despertó con una extraña sensación de alivio y deseo de vivir. Había tenido un sueño en el que unos superhéroes vivían en unos globos luminosos y se reunían en una galería donde el hermano mayor otorgaba misiones a los demás para proteger a los niños que sufrían "bullying".
Blas se levantó y se acercó a su escritorio y regaló una sonrisa cómplice a su nueva mascota. Con ella en la palma de la mano, bajó canturreando. Sus padres, absortos y felices por la inusual actitud de su hijo, le preguntaron que dónde se disponía a ir y él respondió: "Voy al parque a jugar con los hijos de los vecinos".
Adna
(http://data6.blog.de/media/223/4183223_aa06c4c3b2_m.jpg)
QUE NO ME PREGUNTEN
Que no me pregunten.
Porque si me preguntan, lanzaré cuatro piedras contra ese cristal, quemaré una polilla muerta, vaciaré los floreros de la estantería de arriba, invocaré al cielo para que despierte al mar helado, plantaré semillas de cardos, espiaré los movimientos del petirrojo del árbol del jardín, cogeré una espada y la blandiré al borde del acantilado, para luego arrojarla contra cualquier roca desgraciada que se cruce en su camino; robaré todos los libros de la casa del portero y los llevaré al banco debajo del olmo corroído, buscaré el lugar exacto donde cayó la farola, y una vez allí comenzaré a golpearme las manos hasta que me sangren, y con la sangre pintaré una gaviota en las baldosas; cogeré un cubo de agua y lo arrojaré con furia contra la puerta de marfil, compraré dos perchas y colgaré una calabaza sobre cada una de ellas, saltaré desde la torre más baja con un violín en mis manos, entraré en la tienda y desordenaré todos los mostradores, escribiré diez mil historias y las enterraré, y dejaré la pala bien clavada en el muro ruinoso, si no se desmorona sobre alguien mientras lo intento; colocaré una rueda en la butaca 6 de la fila 5 del teatro que está en el número 4 de la calle Tres de Febrero, rasgaré las cortinas del salón de los biombos, sostendré un hueso durante medio centenar de segundos, incendiaré una lupa a la luz de la luna, clavaré siete cuchillos en la moqueta del hotel, levantaré las compuertas del pantano seco, desarmaré todos los relojes de la ciudad y concentraré todas las piezas sobre la trampilla del albañal, planificaré un atraco a la cámara de las focas, permaneceré durante dos días tañendo la campana sin interrupción, hundiré el barco que transporta las agujas, y borraré todas las palabras pronunciadas el día que murió el ánade que paseaba.
Vistas las consecuencias, que no me pregunten.
¿¿??
(http://img339.imageshack.us/img339/4370/donquijote.jpg)
DON QUIJOTE (O COSAS DE LA EDAD)
Sentado en un sillón don Antonio permanece quieto, con los ojos cerrados, como ausente, quizá pensando, quién sabe, a lo mejor ni piensa, o sólo duerme. Sí, eso es, don Antonio se ha quedado dormido como una marmota, ahora nada le urge, ahora todo puede esperar. Acaba de cenar y debería dar, como le ha recomendado el médico, un paseo, poca cosa, sólo para estirar las piernas, una vuelta, sólo una vuelta a la manzana. Pero no, don Antonio se sienta en su sillón y sitio preferidos, bajo el cono de luz de la lámpara, intenta leer un rato el periódico pero, qué va, en seguida se arrellana en la butaca, sus manos le abandonan poco a poco y las letras se desparraman mansamente sobre su pecho. Don Antonio se ha jubilado hace sólo unos meses – forzosamente, desde luego, que si no, a buenas horas mangas verdes – y, claro, todavía no se ha aclimatado a la nueva situación. Los primeros días don Antonio se despierta bien temprano, a ver, la rutina, normal, se calza las zapatillas y se encamina al baño. Don Antonio no se ha enterado aún de que ahora no tiene nada que hacer, que no tiene que madrugar, que ya no hay domingos, ni días de fiesta que guardar, ni sábados, ni vísperas de algo, ni nada. Ahora todos los días son inodoros, incoloros e insípidos. Después se percata de que ha pasado a engrosar el pelotón de los mayores – piadosa palabra, piensa – y vuelve de mala gana, arrastrando los pies, hasta la cama, se sienta y medita un momento hasta que, mecánicamente, se mete de nuevo entre las sábanas. Unos minutos más no van a ninguna parte, se dice. Un día es un día, piensa, mientras ensaya posturas un buen rato – que si así, que si asá – hasta que por fin encuentra la posición correcta, la que mejor se adapta, piensa él, a su anatomía y a su carácter, encogido como un feto, acurrucadito como un pájaro aterido. En semejante postura – siempre la misma, no vaya a ser que con el cambio pierda la perspectiva y después no sepa volver – le dan las diez, y las once, y las once y pico, hasta que de pronto se ve que le remuerde la conciencia, da un respingo, se revuelve entre las sábanas, se sienta de nuevo en la cama y al fin se pone en pie decidido a iniciar la aventura de cada día. La aventura de no tener nada que hacer si no es para sentarse en su sillón y quedarse dormido como un ceporro. Y así, si nadie lo remedia, un día y otro, por los siglos de los siglos, se dice pronto, que a menudo piensa que ya falta menos, ya falta menos para algo, pero no sabe para qué falta menos, habrá que seguir esperando, toda la vida esperando. Ojea el periódico de atrás hacia adelante, como siempre, una de sus manías preferidas, se detiene a ratos en algún titular y lee a trompicones, expurgando de aquí y de allá, hasta que le rinde el cansancio, se retrepa en el sillón, cierra los párpados, se le caen, como siempre, las letras de las manos y hasta mañana si Dios quiere. Pero un día don Antonio está leyendo el periódico y de pronto se detiene en un titular: "Este año se conmemora el cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote". Bueno – dice para sí –, pues qué bien, a mí me la refanfinfla, y al día siguiente lee sin ningún entusiasmo otro titular sobre el mismo tema. Y así días y días la misma cantinela, hasta que de pronto, como jugando, don Antonio, un punto curioso, se detiene ante un artículo referido al Caballero de la Triste Figura. Lo lee al fin y se queda pensando un momento. Lo vuelve a leer y después, con los ojos cerrados, rememora sus años de niñez cuando, en la escuela, don Francisco, el maestro, les hacía leer – qué remedio – unas líneas de aquel tremendo mamotreto que presidía la enclenque biblioteca. En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme... recuerda ahora don Antonio, pero no puede seguir, se atranca a las primeras de cambio, qué desastre. La verdad es que muchas veces ha estado tentado de leer El Quijote, lo que pasa es que como es tan gordo el jodío, pues claro, un día por otro la casa sin barrer y el imponente tomo presidiendo la breve biblioteca de su casa sin que nadie se moleste en echarle un vistazo siquiera. Y entonces se le ocurre que, a pesar de todo, debería decidirse a leer – o intentarlo al menos – la que, según dice todo el mundo, es la obra cumbre de la literatura española. Don Antonio, sin pensárselo dos veces, se encarama a lo alto de la biblioteca, allí donde desde siempre ha figurado, bien visible, inmaculada e intacta, como un adorno más de la casa, la novela de don Miguel de Cervantes El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Baja con el voluminoso tomo entre las manos y, sin más, empieza a leer: "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho..." y sigue leyendo y leyendo – tampoco es cosa de hacerle un feo al señor Cervantes, piensa – y resulta que como que se envicia, y cuando se quiere dar cuenta ya se ha tragado los tres primeros capítulos, y porque le está esperando la cena, que si no, se hubiese aventurado en los siguientes hasta dejarlo tiritando. Joder, vaya un descubrimiento, dice para sus adentros don Antonio, toda la vida convencido de que no habría manera de hincarle el diente a aquello y ahora venía a resultar que le estaba cogiendo el tranquillo, hasta el punto de que no descansaría hasta terminarlo.
Así que los días sucesivos, apenas despuntaba el día – la del alba sería, cuando, como dijera don Miguel, salió de la venta don Quijote tan contento y tan gallardo, alborozado por verse armado caballero – se levantaba, desayunaba deprisa y corriendo, cogía el libro de marras y comenzaba la lectura hasta la hora del almuerzo. Y por la tarde, después de una breve cabezada, vuelta a lo mismo. Y así un día y otro, hasta que llegó un momento en que le dio por pensar si no le pasaría lo que al bueno de Don Quijote, que de tanto leer se le secaría el cerebro y viniese a perder el juicio. Pero no, se ve que don Antonio no es de los que van por ahí perdiendo cosas. Don Antonio tiene madera de luchador y llegará incólume hasta el fin antes que entregar su espíritu. Así que insiste un día tras otro hasta que por fin, ya casi exhausto, alcanza a leer: "y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente como deseaba: pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo sin duda alguna". Dando así por concluida su empresa.
Los días siguientes, una vez cumplida su tarea, a don Antonio le da por vagar de un lado a otro de la casa, cual alma en pena, como si algo le rondase por la cabeza y le estuviese atormentando día y noche. Y fue el caso que un buen día se pone a pensar, y de pronto viene a convenir que él también debería contribuir, en su modestia, a la mayor gloria del mejor libro de todos los tiempos. Así que, sin pensárselo no ya dos veces, pero ni una siquiera, don Antonio decide que tiene que trasladar al papel, negro sobre blanco, un a modo de homenaje de la inmortal obra de Cervantes. Don Antonio ha oído que para hacer literatura – buena literatura, se entiende – es indispensable mantener la mente lúcida y despejada. Todo consiste, al parecer, en emborronar cuartillas – o folios, o lo que sea, es igual – sin prejuicio ninguno, con desparpajo, como al desgaire. Lo demás vendrá de añadidura. Así pues, con el viento a favor y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, don Antonio se lanza a tumba abierta no tanto a hacer el panegírico de la inmortal obra cuanto, de paso y aprovechando la inercia, a buscar con ahínco la gloria propia. Nada pierdo en ello, se dice don Antonio, tanto más cuanto que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano. Don Antonio cree a pies juntillas que, bajo la impronta del Quijote, todo discurrirá como la seda, no se hable más y miel sobre hojuelas. Pero enseguida empiezan las dificultades. Al poco don Antonio ha de rebuscar en su caletre una palabra que le falta, un sujeto que cuadre con el pronombre, un adverbio que cabalgue jinete del adjetivo, una preposición pintiparada, un verbo, sobre todo un verbo que exprese todo de un solo brochazo, pero nada, que si quieres, aquello se le resiste y no logra avanzar un milímetro. A veces le parece que por fin ha encontrado la palabra correcta, ya la tiene en la punta de la lengua, a punto de reventar, pero se le escapa por momentos. Y entonces don Antonio se desespera, quién supiera escribir como el tal Cervantes, se pregunta, ése sí que era un genio el tío, qué facilidad tienen algunos – y cómo les envidia – para hacer fácil lo más difícil e intrincado. Con todo, don Antonio sigue, terne, horas y horas al pie del cañón, luchando con uñas y dientes, a la espera de cazar al vuelo alguna idea genial que le conduzca, sin solución de continuidad, a culminar con éxito su obra maestra. Y si no logra alcanzar la perfección de su modelo, todo será por bien empleado a mayor gloria de la más gloriosa historia que vieron los siglos más gloriosos, piensa don Antonio, contagiado de las razones y requiebros que los autores de los libros de caballerías ponen en boca de sus caballerescos héroes. Tal el famoso Feliciano de Silva cuando escribe "la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura", y otros de semejante jaez. Y llena folios y folios, y al fin cree que está a punto de alumbrar la obra de arte que el mundo entero ha de admirar. Y de tal manera continúa don Antonio su nunca bien ponderada tarea que llega un punto que, en efecto, le va tomando un vahído y parece que el cerebro flaquea, y por un momento cree escuchar una voz:
"Alto ahí, sandio incorregible. ¿Qué atrevimiento es este y qué tanto se te da, folloncico hideputa, ponerte a fabular con tan torpe aliño historias trasnochadas que en nada merecen ser glosadas si no es para el descrédito de cuantos profesamos la estrecha pero muy noble Orden de la caballería? ¿Y qué de tanto muñir así a doncellas y princesas enamoradas, y mujeres valientes y abnegadas, como de gnomos y endriagos y tantas aventuras inútiles mil veces repetidas que invitan al aborrecimiento de la más noble profesión que vieron los siglos todos como es el de la caballería y los caballeros andantes? Me retiro a descansar unos siglos y ¿qué me encuentro? – le parece seguir oyendo don Antonio la misma voz, ahora más potente –. ¿Cuánto impostor no vemos cada día crear escuela y sentar cátedra, y pontificar, escudado en banalidades sin cuento, en pretendidas verdades cuasi absolutas y en erudiciones plagiarias y – de añadidura – a la violeta? "
– No puedo consentir – acierta a balbucir don Antonio, un sí es no es sorprendido y exaltado – que un caballeresco caballero vaya por esos mundos imponiendo doctrinas absurdas que no llevan a ninguna parte. Te ordeno – continúa con alguna energía –que te retires a descansar unos siglos, como hasta aquí, o tendrás, por el contrario, que vértelas conmigo en desigual batalla y te prometo terminar con tus baladronadas.
Y don Antonio continúa imparable, como una fuerza incontenible de la naturaleza, con sus abstrusos razonamientos, y tan pronto lanza sus invectivas contra Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula, como carga sin compasión contra Bernardo del Carpio, Reinaldo de Montalván o el Caballero del Febo. Y todo ello con tal naturalidad y convicción que está tentado de salir a calles y plazas a proclamar a voz en grito, a los cuatro vientos, la buena nueva.
Don Antonio, en su delirio, siente su cerebro poblado de fantasmas y quiere concluir su hazaña, pero desvaría y se imagina que el caballero de la Triste Figura le reconviene y amenaza. Y fue tal, que en un momento de lucidez piensa que es mejor no tentar la suerte, y cada uno en su casa y Dios en la de todos, que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Y ceja en su empeño. Y se resigna. Y se dispone a esperar – qué remedio – que la Historia diga la última palabra.
Medina
(http://aspasia.es/blog/wp-content/uploads/2008/11/chocolate_portada_blog.jpg)
CENAS DE SAN VALENTÍN Y TRISTEZAS DE NATA Y CHOCOLATE
- ¿Que te apetece cenar?
- Me da igual, estoy tan triste que podría comer cualquier cosa...elige tú.
- Yo también estoy triste... ¿Quieres comer en el italiano de tu calle preferida?
Allí las pizzas son buenas y baratas.
- Vale, me parece estupendo.
(Ya en la mesa con las pizzas servidas...)
- ¿Y tú Porqué estas triste?
- No lo sé... todo empezó ayer viernes, me di cuenta porque de pronto me sentí torpe conduciendo. ¿No te ha pasado nunca, que estas triste y no sabes por qué?
- Si claro, claro que me ha pasado, de hecho, ahora estoy triste y no sé porqué.
- Pero tus ojos brillan. ¿Te sigue llamando, verdad?
(Ella la mira con rubor y con esa sonrisa que solo le sale cuando...)
¡Ay amiga! tú estás enamorada...
- ¡Pero qué dices! estás loca...ya no me cabe más pizza... pero... ¿sabes que me comería ahora?
- Un Sandy de chocolate...
-¡¡ Sí!! ¡Jajá! como me conoces amiga...
- Pues claro, porque estamos tristes y a mí también me apetece.
- Es una situación complicada... porque a veces pienso en cerrar mis ojos y quiero salir corriendo a buscarle y sin darme cuenta comienzo a hacer mi maleta porque sé que le quiero. Pero otras veces me vuelvo fría y pienso que lo nuestro jamás funcionaría...entonces deshago la maleta pongo cara de niña llorona y me lleno la cabeza de telebasura y superficialidad...aunque al día siguiente vuelva a existir un solo instante en el que cierre mis ojos y comience a meter utensilios inservibles en la misma maleta, sabiendo que le quiero pero que lo nuestro jamás funcionaría...y así me paso los días haciendo y deshaciendo la maleta como si de un ritual de paso de tratase y otra vez vuelta a empezar...y...
- ¿Lo quieres doble de chocolate verdad?
- Si... doble de chocolate.
LaNiñaMariposa
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HACE UNOS MESES LE ENCONTRÉ
Cuando le conocí creí que era un niño perdido. Le pregunté su nombre, su edad, el de sus padres, si era capaz de indicarme su dirección. Ante su desconcierto, quise abrazarle y consolarle, pero su extraña calma abrió un abismo entre los dos. No aparentaba físicamente más de nueve años, aunque la expresión de su rostro le confiriera una madurez antinatural. Entonces se me ocurrió que quizá sufría algún problema añadido... autismo, retraso, algún síndrome raro, un trauma grave... a saber.
Sentí una profunda compasión por él. Le ofrecí mi mano. La rechazó. No obstante, comprobé que seguía cada uno de mis pasos. Detuve a varios viandantes, por si le reconocían, pero no sólo no le reconocían, ni siquiera lo veían. Me miraban perplejos y desaparecían en milésimas de segundo, tomándome por una loca peligrosa.
Sin saber qué pensar, tuve el valor de personarme en comisaría. No me llegó el valor para entrar. Volví a casa y el niño me siguió. Con curiosidad, observé la reacción de mi perro, un hermoso labrador de seis meses llamado "Rayo". Rayo no le ladró, ni se acercó a él, ni le rodeó agitando su cola... actuó, sencillamente, como si el niño no existiera. Así que no me quedó más remedio que convencerme de que se trataba de un invasor de mi psique, indetectable para el gran universo de los cuerdos.
No se me pasó por la cabeza ir al psiquiatra. Desconfío de esos seres que tan morbosamente se interesan por revolcarse en la ***** ajena.
"Bah, será un tipo de esquizofrenia" me diagnostiqué "y no demasiado ofensivo, puesto que no habla y puedo ignorarle... y si se le ocurriera de repente pedirme que mate a alguien o que haga el pino con las orejas, basta con no hacerle caso y actuar como las personas normales".
Resolví acostumbrarme a que el chiquillo formara parte de mi rutina diaria. No tardé en lograrlo. El niño dormía en mi cama, desayunaba conmigo, me acompañaba al trabajo, se sentaba a mi lado cuando encendía el televisor... debo decir que, para ser una alucinación, manifestaba un gran apetito.
Mi actitud inicial fue intentar ignorarle... aunque lentamente entendí que en mi solitaria vida, sólo paliada por la compañía de Rayo, no haría mal a nadie adoptando a aquel espejismo... ¿Qué sabe nadie? Por ello le compré ropa, cuentos para que leyera, caramelos... le atendí como a cualquier niño... y él respondía como cualquier niño en sentido biológico: comía, bebía, usaba el aseo, dormía, se vestía... y necesitaba cuidados... pero jamás hablaba. Jamás demostraba afecto. Jamás se le ocurría poner la televisión por su cuenta para atiborrarse de dibujos animados. Todo ello muy frustrante; a pesar de ser una alucinación, me desvelaba por ella. No merecía tanta desatención de su parte.
A veces, en la esperanza de que lo vieran, salía con él, le llevaba a la feria, le hacía subir conmigo al autobús... pero siempre me atendían a mí. A él no le dirigían ni la más leve sonrisa.
Me acostumbré. Lo que había comenzado como una evidente debilidad psicológica se transformó en una secreta bendición a la que prodigar afecto, aunque no me correspondiera.
Poco a poco el mundo exterior perdió todo interés para mí. Sólo salía por motivos de trabajo y anhelaba terminar para volver volando a casa y ocuparme de "mi hijo"... incluso le puse un nombre: Andrés.
Fue un momento mágico y desprovisto de todo formalismo. Estábamos en casa. Yo le leía un cuento. Presentándole al protagonista de esa historia caí en que el nuevo protagonista de mi vida carecía de nombre. Sin más, me dirigí a él: "¿Qué te parece, Andrés?".
El niño me sonrió y abrazó. Yo fui feliz.
Después de esto viví las mejores dos semanas de mi vida. Andrés actuaba como un niño normal. Incluso jugaba con Rayo, que ahora sí se daba cuenta de su presencia. También era capaz de encender la televisión, hacer "zapping" a su gusto, organizar trastadas y desordenarlo todo...
Hasta hoy. Hoy hay un hueco en mi cama y nadie ha devorado los cereales. Nadie me pide que le lea cuentos. Andrés ha desparecido.
Sueño
(http://puertohurraco.files.wordpress.com/2009/11/familia-rota.jpg)
RETRATO
El 31 de diciembre de 1999 mi familia celebró el arribo del nuevo milenio. El 2000 sonaba en nuestras cabezas hacía rato.
—Se va a acabar el mundo —aseguraban muchos.
La finca de mi abuelo Julio servía de escenario al encuentro donde convergíamos cada diciembre primos, tíos, cuñados, padres y abuelos. Todos disfrutaríamos del arroz congrí, la yuca con mojo y el puerco asado, acompañantes imprescindibles de la excelsa fecha.
Mi familia no era pequeña. Durante las vacaciones resultaba una maravilla contar en el "campo", como le decíamos a la finca, con la recholata de primos que jugábamos en todos los lugares y a todo lo que se nos ocurría.
Papi estaba asando un cerdo—"es el mejor en eso"—aseguraba mami con las brazas de la candela reflejadas en los ojos y yo no tenía dudas.
Justo a las 12 de la noche repartieron vasos con algo de sidra e hicimos un brindis pidiendo salud y prosperidad para el nuevo milenio, que ya nos habían mal pronosticado. Entonces Lucas, un amigo de la casa, sacó una camarita que la había mandado su hermano de Santiago de Chile y nos ubicamos en el florido portal de mi abuela, siempre colmado de macetas con las más exóticas variedades. Tuvimos que hacer un esfuerzo grande para caber en el encuadre, sonriendo algunos, serios los menos. En fin, estaba toda la familia en la foto que mi abuela colgó unos meses después en la pared del comedor, dentro de un cuadro finísimo que su madre había traído de Canarias, cuando vino a principios de siglo.
Aquella fotografía era histórica para nosotros. Cada vez que visitaba a mis abuelos, iba hasta el comedor y me quedaba un rato mirando el instante de la familia capturado por la cámara de Lucas. Un día, descubrí que mi prima Beatriz, además de Tony y Jorgito, estaban opacados. Busqué un paño y le pasé al cristal pero, no era suciedad, pues mi abuela se encargaba de lustrarlo cada semana.
—Mami, se están esfumando.
— ¡Qué cosas dices!
Era real, los tres se opacaban sin remedio en la foto que más me gustaba en el mundo. Pregunté por ellos a mi tía Sonia y respondió con monosílabos. Nunca más los volví a ver.
Los fines de semana siempre visitábamos a mis abuelos. Yo saludaba al llegar y enseguida iba hasta la foto. Pasados como 3 meses desaparecieron también Laurita y Ferna.
—Abuela, ¿dónde están? —pregunté bien triste y supe por su cara que no conocía la respuesta.
De inmediato comencé a sospechar de la calidad del papel. Así que un día en que me encontré con Lucas cerca de la escuela, le pregunté dónde había impreso la instantánea.
—Mi hermano de Chile me la mandó —dijo con la sonrisa constante al alcanzarme dos chicles que se había sacado del bolsillo.
Por la tarde me dolía la mandíbula de tanto masticar y me consolé pensando que tal vez los chicles no estaban hechos para mis dientes de leche. Dejé lo del papel y me puse a buscar otra causa, quizás mi abuela, en su afán de eliminar cualquier suciedad, le había dado tanto trapo al cristal que había borrado a mis primos y tíos sin darse cuenta.
—Papi, ¿y tía Maritza? —pregunté una mañana en que recordé me había prometido llevar al parque y no la habíamos visto más por la casa.
La respuesta de papi me pareció igualmente sospechosa.
—No sé.
El próximo domingo cuando llegué a la finca, lo primero que hice fue ir hasta el comedor y concretar mis sospechas. En el lugar de mi tía Maritza una saludable mata de begonias se había corrido a primer plano. Mayi tampoco estaba y tío Pepe y su mujer tenían una intermitencia en la imagen que no me gustaba mucho.
—Abuela, no le pases tanto trapo, que nos vas a borrar a todos.
En noviembre celebraron mi cumpleaños en el campo. Nadie pudo venir.
— ¿Están ocupados? —me dijo papi.
— ¿En qué?
Ese diciembre la fiesta no fue la misma y me convencí de que, en efecto, el nuevo milenio estaba acabando con el mundo y, más que eso, con mi familia. En el 2001 desaparecieron de la foto Ernestico, la nena, Carmencita, Esteban, Lourdes, Magali, Papo, Edel, Alcides, Obélix y Kenia. Fue un duro golpe que no creí aguantar.
El último fin de semana que fui al campo quedábamos en la fotografía mis abuelos, mami, papi, mis hermanos y yo. La extensa familia ahora estaba bien reducida.
Dejaron de llevarme a la escuela aunque no había vacaciones. Papi y mami siempre tenían un secreteo inaudible que me incomodaba. Una tarde, los encontré haciendo maletas.
—Nos mudamos —dijeron.
No volví a ir por la finca, pero estoy seguro de que ya la foto de mi familia, se había convertido en solo un retrato del portal de mi abuela.
Adán
(http://1.bp.blogspot.com/_icJlJutF-_c/SWP-3acqoII/AAAAAAAAAeg/M2_o9voplvE/s320/infierno1.jpg)
EL MUERTO QUE TODO LO VE
Una semana llevo en el infierno y ya están todos enfadados conmigo. Y eso que aún sigo algo acongojado por las llamas y los látigos que nos rodean. El portero que me abrió no esperó ni a que me recuperara de mi infarto de miocardio. Inmediatamente después del "lo hemos perdido" que anunció mi doctor con voz demasiado indiferente, el maldito me recogió y me llevó a mi habitación.
Además, el propio Satanás me dijo que no tenía tiempo para gente como yo y que no molestara, que demasiados problemas tenía ya. Yo, que lo único malo que hice en mi vida fue pensar que lo mejor era vivir a tope, ser egoísta, no renunciar a nada por solidaridad ni respeto. Simplemente convencido de que después, una vez mi corazón se parara, dejaría de existir. Que sólo estaría el famoso sueño eterno.
Sin embargo, más allá de mis problemas con la directiva infernal, algo que ya tenía también en vida, lo que más me inquietaba por las noches, si es que aquí existe el concepto de día y noche, era la reacción que tuvieron mis padres al volverme a ver. Iluso de mí, creía que los abrazos y los llantos serían los protagonistas de nuestro reencuentro.
Todo lo contrario. Sólo hubo gestos de ignorancia, malas caras, miradas inquisitivas. Tal era su desprecio que prefería un bofetón de los de antaño, de esos que provocaban no hacer nada malo durante una semana, gracias al hinchazón y el cosquilleo de la mejilla dañada. Pero ese ansiado escarmiento no llegaba, y empezaba a preocuparme.
¿Es que ni en el infierno van a llevarse bien conmigo? Deduciendo que su comportamiento debía ser consecuencia de algo, me dispuse a repasar mis actos, intentando descubrir el acto dañino que cometí para recibir tal castigo. Pero no encontré nada. Simplemente alguna trastada de joven, unos malentendidos con mi mujer y diferencias políticas que siempre acababan en suspiros y renuncias al entendimiento. Había sido un buen hijo.
Determinando que mi comportamiento con ellos había sido lo suficientemente bueno como para no merecer tal castigo paternal, me vinieron a la cabeza las personas que había dejado en vida. Mi mujer y mi hijo siguen ahí arriba, ajeno a lo que les espera. Espero que estén bien. Me encantaría decirles que, aunque pasando calor, yo también lo estoy. De todas formas, no hay de qué preocuparse. Saben cuidarse solos.
Pasaron las semanas y nada cambió. No parecía tanto castigo, esto del infierno. Me adapté a las altas temperaturas, ignoraba los gritos de los gerentes e incluso conocí a algunos famosos, que si bien no eran seguidos por mí en vida, me sentí afortunado por conversar con ellos ahora, en la muerte. Ninguno se explicaba por qué había acabado aquí y no en el otro destino.
- El otro destino no existe afirmé convencido de lo contrario, yo no estaría aquí.
Qué equivocado estaba. Y qué poco tardé en darme cuenta. Esa misma tarde, me reuní con mis padres.
Después de mi siesta rutinaria y sagrada, aunque este término no sea el más adecuado para algo que sucede en el infierno, y justo cuando el reloj marcaba la hora acordada, llamaron a la puerta. Lentamente, sin pronunciar palabra, incluso con aires de solemnidad, como si de un Obispo se tratara, ambos se sentaron en el sofá de mi habitación, que previamente me había preocupado de ordenar.
Hice el amago de ofrecerles algo de beber, pero deduje que no iba a ser una charla amena entre padres e hijo. Así que permanecí callado y me senté a su lado, guardando una distancia de seguridad lo suficientemente amplia como para no sufrir la bofetada que quería cuando entré, pero que al sentirla tan cerca ya no veía tan necesaria.
Una vez cómodos, mi padre, molestado por la espalda, que también pasan los años en el infierno, se inclinó a por el mando de la televisión. Yo no daba crédito. ¿Íbamos a ver la tele ahora? ¿Satanás ha drogado a mis padres? empecé a preocuparme. Preferí callarme, ya que cualquier reacción por mi parte acarrearía estropear más las cosas. Sin mediar palabra, marcó el número 44 y después de observar algunos lugares y personas conocidos, me vi.
Ahí estaba yo, de rodillas, delante de la tumba de mis padres, llorándoles y maldiciendo el día en el que sufrieron el accidente que les trajo juntos al mismo lugar donde hoy nos reencontramos. Parecía mentira, pero la calidad de la imagen era espectacular.
Estupefacto, seguía con atención lo que iba ocurriendo en la pantalla. Mis padres, inmóviles, también repasaban las escenas sin pestañear. Fue entonces cuando mi inteligencia me advirtió: Algo no va bien.
Pasaron las horas y mi cuerpo cada vez se hacía más pequeño. A la misma velocidad, mi vergüenza aumentaba sin aviso de frenarse. Ya no podía pensar "Tierra, trágame". Demasiado tarde. Todos mis actos, desde que mis padres fallecieran, fueron apareciendo en la pantalla.
Las pequeñas deudas que consentía tener a sabiendas de que nunca pagaría, las mentiras laboriosas con el fin de no acudir al trabajo, los engaños a mi mujer, los gritos injustos hacia mi hijo, el abandono a mis amigos por orgullo, las discusiones con mi hermano por la herencia...
Todos los actos deleznables y condenables por la más permisiva conciencia aparecieron ante nuestros ojos. Sólo un golpe a la televisión, provocado por mi vergüenza, evitó tal atentado a la conciencia. Y fue cuando lo entendí todo.
Ése es el castigo al que estamos sometidos aquí. El horror de saber que todos nuestros actos malos, injustos y egoístas, serán observados y conocidos por las personas queridas, a las que respetamos y que desconocían la realidad de nuestro ser. Que no sabían, hasta que bajan a este lugar, que todos somos malos. Y lo peor de ser malo no es el mismo hecho de serlo, sino que los que te aman se den cuenta de que lo eres.
Comencé a llorar. Nunca lo hice en vida delante de ellos. Me dijeron que debían irse, que ése no era su sitio. Su destino era otro. Me despedí de ellos sin siquiera darles un abrazo. Demasiado asco me tenía como para ensuciarles.
Un tiempo después, pero aún hundido por lo que había pasado, sintonicé de nuevo el maldito canal 44. Apareció mi hijo. Sin despegarme de la pantalla, estuve siguiendo lo que acontecía durante muchos años.
Una mañana, mi hijo sufrió un infarto que acabaría con su vida.
Ahí viene. Se va a enterar.
Octave Parango
(http://3.bp.blogspot.com/_Ks7sC_6UnhM/SVTZHT4Ht2I/AAAAAAAACO8/khUPW1KyZzA/s400/Ruleta+rusa.jpg)
¡FUEGO!
Entro por el portal a todo meter, como si caminase a través de lava. Subo las escaleras dando saltos, de tres en tres. La llave se atasca en la maldita cerradura. Tengo que propinar un buen empellón a la dichosa hoja para que me permita el paso.
Una vez dentro del piso, tiro el abrigo y el jersey al suelo, dejándolos descolgarse desde mis hombros. Mi respiración es un jadeo ronco. Resoplo con fuerza, como un deportista a punto de enfrentarse a la competición. Me arde el corazón. Es una sensación maravillosa y perturbadora al mismo tiempo.
Entro al salón. Camino de un lado para otro. Mi cerebro funciona a trompicones. Es como si alguien me estuviese dando descargas en el hipocampo. Llego a acariciarme la nuca para comprobar la ausencia de electrodos.
Pese a los nervios, tengo claro que éste es el momento. O aprovecho el caos corriendo por mis venas o no lo haré nunca. Necesito valor, y sé que puede dármelo. Correteo a mi habitación, saco un Cd del estuche, voy a por el reproductor, lo conecto y busco la canción. Los terribles rasgueos de guitarra y la monolítica batería me hacen ponerme a dar saltos. Sí, es lo que necesitaba.
Abro el armero. Dios bendiga el tiro deportivo. La canción sigue retumbando incansable. Dura por lo menos siete minutos, así que aún hay tiempo. Cojo el revólver, uno del 38 que era el favorito de mi padre. Pronto estará todo arreglado.
Ya están llegando al estribillo. Es una canción en directo, frente a los campos elíseos parisinos. La gente se vuelve loca cuando el cantante los invita a corear una canción que se ha convertido en un mito.
Por eso es mi grupo favorito. Sus letras son complejas, y están escritas en un idioma que no comprendo, pero los estribillos suelen ser un par de palabras fáciles de pronunciar, por eso tienen miles de fans por todo el mundo. Esta canción en concreto se llama "Fuego", como el estribillo. Así es sencillo, cuando el guitarra haga un pequeño parón en el riff, sólo hay que gritar: ¡Fuego! Como si la casa fuese a salir en llamas.
Paseo de un lado a otro, con la botella de whisky, ya casi vacía, en una mano y el 38 cargado en la otra. Es divertido, aunque da mucho miedo. El estómago me arde, tanto que está a punto de hacerme caer al suelo.
La canción va a llegar al final. Éste sí que es el momento de la verdad. Tarareo los guitarrazos con todas mis fuerzas. Coloco el cañón sobre mi sien derecha. Respiro hondo.
¡Fuego!
Teodoro Balmaseda
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EL CUARTO HIJO
A doña Casilda Jiménez los dolores del parto la sorprendieron en plena elaboración del pan, ahí, en la diminuta cocina llena de cacharros y olores el dolor de una contracción le punzo en las entrañas, como pudo salió de ese cuarto vaporoso tirando a su paso las ollas y hasta desgarrando de un tirón las enmohecidas cortinas de su pequeño salón comedor, no le dio tiempo de llegar a la húmeda habitación que compartía con su esposo Manuel Gonzales y dos de sus pequeños hijos, se tumbo en medio de la tierra seca dando gritos espectrales que se desprendían de su cuerpo y escapan hasta tocar la puerta de la casa contigua. Ahí vivía Manolita Linares, quien por suerte era rápida para extender los chismes y no tardo en avisar a la comadrona, una anciana de cabello lustroso y mandil grasoso. Para cuando la comadrona hiciese su aparición, Manuel el esposo se había enterado del estado de su mujer gracias a la potente voz de la vecina, tiro entonces las pinzas con las que hacia la habitual reparación de maquinaria en la fábrica y se limpio las manos engrasada en el viejo mono mil veces remendado, tanta era su prisa por llegar y encontrase a la mujer a punto de alumbrar, que olvido el clavo que se asomaba de su bota minera y se clavaba sin clemencia en un pie maltrecho. Cuando llego a su pequeña casa de maderas, cartón y lata, lo primero fue espantar a las gallinas que escarbaban con todas sus esperanzas en la tierra sin encontrar alimento, dejando tan solo el suelo picado, se paseaban quietas alrededor de la mujer flaca que mas que vientre de embarazo parecía atacada por un gigantesco tumor, la comadrona restregada sus orejas alargadas y cerosas sobre aquella capsula amniótica intentando descubrir el latido extasiado de la vida. Manuel estaba feliz a pesar del salpullido nervioso que broto como jardín en todo su cuerpo, y se preparo para recibir al mundo a su cuarto hijo, al que había soñado tres noches anteriores reencarnado en el cuerpo de un joven cantante de gruesos bigotes negros y de piel tan clara como una luna de leche. La comadrona, poco entendida en ciencias pero con el instinto muy despierto ordeno todo aquello que debían traerle para ejecutar su armonioso trabajo, se arremango el vestido y se concentro con toda la fuerza de su alma antigua, encomendándose a cuanto dios estuviese disponible para la ocasión.
***
A las dos horas en que Casilda empezara el antiquísimo ritual del alumbramiento con gritos que estremecieron las endebles paredes de la casucha, la comadrona extendió los brazos para recibir al pequeño ser ignaro que permaneció segundos largos sin que de sus pulmones se desprendiese el anhelante rugido de la vida, aquella vieja de cabellos grisáceos, con las pupilas teñidas por delgadas manchas de una futura ceguera inminente y lenta, casi suelta de un solo impulso a la criatura al suelo estéril, al contemplar su naturaleza distorsionada, se valió entonces de su profesionalismo, de las batallas innumerables que había librado entre las piernas de todo tipo de mujeres, y lo apretó valiente entre sus pechos, era una bruja de pueblo, había recibido en sus manos tiesas y curtidas por los eternos años a muchas generaciones, era ese su destino. El niño de Casilda Jiménez era diferente –madre mía hija, este se me hace que no va a vivir- dijo la comadrona mientras se lo pasaba envuelto en una toalla amarillenta, Casilda; guiada por el instinto o por la curiosidad de saber a quien se parecía, lo miro de inmediato. Se quedo petrificada, las nauseas le subieron como una garra por la garganta, casi se desmaya en ese mismo instante en el que sus ojos se cruzaron con los de esa diminuta masa de carne, coágulos y sangre que a diferencia de los otros hijos, permanecía con los ojos bien abiertos, como si supiese lo que su madre pensara, adivinando los pensamientos en el aire que por fin penetro en sus pulmones y le hizo expulsar un gemido diminuto. Casilda se inundo de miedo y de inmediato los pechos que antes manaban como fuentes rebosadas de calostro se secaron, dejando solo el dibujo verdoso de las venas como raíces. La comadrona no se quedo para ver si Casilda alimentaba al recién nacido a quien además de ese aspecto extraño, le faltaban las cuatro extremidades.
***
Durante el embarazo en lo intimo del alma de Manuel se gestaba la esperanza sombría que con este hijo se redimiera su estirpe, este sería un hombre de bien, a lo mejor el abogado o el doctor que les trajese a todos la redención tan anhelada. En ello pensó Casilda mientras rosaba tímidamente la frente de su criatura con los dedos. En cuanto salió aquella matrona con la cabeza ladeada, Manuel entro dando pasos de humo, como pisando hojas muertas, lo primero que sintió fue el olor bogando en la atmosfera; mezcla de hierbas, sangre, agua y tierra, tan fuerte que penetraba en las ropas por más de un mes, miro a Casilda lánguida como una margarita deshojada apretando en sus brazos al fruto de sus entrañas. – ¿Que fue mujer?- pregunto con impaciencia. –A saber Manuel-. Respondió ella derrotada. Guiado por la incertidumbre, Manuel tomo en sus brazos el ser que llevaba parte de su esencia y al verlo no sintió el espanto frio que experimento la matrona, ni tampoco la decepción de su mujer, sino un desespero similar al de la muerte, pena por ese ser convulso que desde ese instante iba a depender absolutamente de esos dos enamorados miserables, que no entendían de métodos de control de natalidad o razones para frustrar la gestación de la vida en un vientre enjutado y anémico. No se dijeron nada durante casi dos horas, mirándose de reojo, como si fuesen cómplices del mismo delito, ni Casilda ni Manuel guardaron la esperanza de que ese hijo sobreviviera, el mundo en el que había nacido no le iba a ayudar en esa labor, ellos habían sido supervivientes de la guerra, del hambre, de la orfandad y la mala estrella con la que se ensaño la vida y sin leche en los tiesos pechos y la atención medica a lo mucho le daban una semana de vida y por ello no le escogieron nombre, Sin espacio donde aguardar la muerte hasta entonces inminente, el padre se las arreglo para armar un cajón de madera que puso en la cocina, cerca del fuego donde Casilda fabricaba a manera de alquimista sus deliciosos frijoles negros y las tortas de maíz. Si la muerte se llevaría aquella criatura sin nombre que por lo menos lo hiciera cuando estuviera calientito, pensaba, ese privilegio ninguno de sus otros hijos lo había tenido. Casilda no quiso forzar sus senos, deseaba que si su hijo debía morir fuera por la noche cuando ni ella ni Manuel pudieran sentir el paso sigiloso de la muerte entrando por la ventana, ¿para qué prolongar su dolor? Se cuestionaba mientras se debatía en darle o no alimentos, pero fue mayor su instinto e intento amamantarlo; sintió como la boca tibia se posaba torpemente y succionaba con la misma fuerza de los otros tres niños, tragando aire en seco que iba a dar directo a los pulmones que parecían estallarle dentro del pecho desnudo sin estruendo, sabía que se podía engañar el hambre pero no la sed, así que ato a sus espaldas el amasijo de carne envuelto en una tela espesa y se puso a preparar una mezcla de agua, maíz molido, azúcar y canela; pesada y humeante; remojo el dedo índice y se lo puso en la boca, así lo hizo durante una semana hasta que el crio sobrevivió a las predicciones de Manuel, Casilda quien nunca había creído en los milagros desde el fatídico día en que los reyes magos le dejaron solo carbón; estaba sorprendida de la fuerza de ese corazón pequeño que impulsaba a ese ser á permanecer en esta tierra por alguna extraña razón, casi no lloraba, su queja era como un maullido de gato famélico y su presencia casi invisible, el tiempo paso y a los catorce años, el cuarto hijo era la mitad de alto que el resto de sus hermanos pero igual de fuerte y valiente, había pasado las pruebas necesarias para enfrentarse con colmillos a la vida, a los seis años soñaba con ir a la escuela como sus hermanos, pero no pudo, por lo que su hermano mayor le traspaso sus escuálidos conocimientos hasta que el cuarto hijo fue capaz de leer por si solo el cuento de los tres cochinitos. Su vida hubiese transcurrido en aquel lugar olvidado de escombros, sino hubiese decidido conocer el mundo, soñaba y su corazón se agitaba en los adentros, se sacudía de un amor secreto y desconocido que lo impulsaba a continuar muy a pesar de las burlas de sus vecinos y hasta los desconocidos que venían de otros pueblos a contemplar tal capricho de la naturaleza, sus años pasaban y sentía como si un fuego le quemara las entrañas y el alma misma, hasta que una tarde se aventuro lejos de su hogar, se arrastro, cruzo calles con la ropa casi aniquilada hasta que sin aliento, casi sin sentido y arrepentido por lo que sus inmensos ojos color caramelo contemplaron, aturdido por los sonidos de la calle, la ciudad como un molusco gigante y gris saturado de almas mirando con desdén. Se quedo inmóvil y vencido sin saber cómo regresar, hasta que la figura de ella apareció resplandeciendo entre las sombras, con sus piernas ligeras y las manos fértiles, la sonrisa imprescindible y las pestañas negras como marco de los ojos acuáticos, se dio cuenta de la verdadera naturaleza de las cosas, de su alma entera a pesar de sus extremidades mutiladas por orden del destino, es como encontrarse en un jardín de flores, pensaba, aquellas que solo podía olor en sus sueños; ella lo miro con el alma convulsionando de fríos, maldiciendo en lo bajito la miseria, los designios de un destino sin duda cruel, a él le pareció que ella era todo lo que había esperado, las horas eternas deseando dos piernas para jugar al futbol, esperando los días para verlas brotar hasta que entendió con pena que jamás le nacerían, las noches a la intemperie de un techo de lamina imaginándose completo, ella se veía bien y todo su ser destilaba esa perfección discreta y encantada que tanto había deseado, creyó estar soñando y cuando ella le sonrió y le dijo Hola, se dio cuenta que haber nacido había valido la pena, para amar a primera vista y mas allá de las percepciones de su triste cuerpo incompleto.
Wafaa
(http://comunicatecontigo.files.wordpress.com/2009/08/heroe.jpg)
EL ANTONIO
Un buen día nuestro alcalde fue emparedado, en una torre de dos por dos encerrado a la vista de toda la ciudad. Nunca olvidaremos ese día, como tampoco olvidaremos a quien hizo posible tan grato prodigio. Se llamaba Antonio, como casi todos nosotros, nadie sabe hoy qué ha sido de él, aunque yo sí que sé mucho de su pasado, como sé de cómo se hizo nuestro héroe porque crecimos en el mismo barrio, un barrio que hace mucho dejó de existir pero cuya superficie se extendía, en gran parte, bajo el edificio donde el alcalde y sus compinches acabarían enjaulados. Nuestro barrio no tenía viviendas de ladrillos como los otros barrios, la mayoría eran chabolas construidas con chapas de hierro, con techos de uralita, con alguna pared de madera podrida. Todos nuestros padres eran alcohólicos, nuestras madres putas más o menos, los hermanos mayores la emprendían con la Rohipnol, con el caballo, con el trullo y la navaja, a algunos niños nos dio por meternos a albañiles porque más desgracia no cabía en nuestras casas. Antonio fue uno de ellos, y el más inútil, por cierto. Canijo como era, desnutrido desde muy chico, débil, enfermizo, ninguna cuadrilla lo aceptaba más de tres jornadas seguidas. En los primeros trabajos yo estuve a su lado, le vigilaba, caminaba junto a él cuando acarreaba la carretilla, le enganchaba del cinturón en las alturas, si le echaban yo me iba con él en busca de otro grupo, trabajo no faltaba y en todas partes nos pagaban la misma miseria. Dejé de verle cuando un constructor, el más rico de la provincia, el Porquero le decían porque de joven criaba cerdos, le escogió en persona, a Antonio y a un puñado de escuálidos más, para hacerle un palacete en lo alto del monte que domina la parte de la ciudad que mira al mar. Les prometieron mejores condiciones de vida aunque más tarde oí que el trabajo era terrible y los obreros contratados al aire libre dormían, en el suelo mismo donde la obra, donde el frío de la noche y el calor de toda la jornada. Lo que pienso es que el Porquero les dejó muy claro a los infelices que éste era el trabajo más decente al que podían aspirar.
Allí, en la mansión del Porquero, a Antonio se le dio por muerto. Un mareo de hambre se lo llevó desde el tercer piso hasta la boca de un camión-hormigonera. Por allí andaba el Porquero cuando le sacaron, tirando de garrucha, cubierto de cemento fresco y, creyéndole muerto, ordenó le quitei d'enmedio. A un kilómetro, en una zanja, al instante es cubierto de mortero.
Ya noche avanzada, el Antonio despierta apelmazado dentro del cemento, siente sus pulmones llenos de algún veneno, los brazos le pican y al moverlos todo se rompe, estalla y salta desde el interior de la zanja. Antonio se levanta y en ese momento ni se mira el cuerpo, se pone a cantar un aria de ópera y cantando vuelve al palacete. Su cuerpo, vestido tan sólo con el pantalón corto que siempre le conocí, no había cambiado de tronco para abajo ni de cuello para arriba, ni el mismo tronco tenía otra constitución que la que yo le conocía, pecho hundido, costillas abultadas, espalda arqueada, pero los brazos... sus brazos salieron de aquel hoyo como dos tarugos, como dos troncos de alcornoque, o como dos pilares, dos cilindros de piedra, dos columnas de templo de poco más de un metro cada una, lisos, sin forma, sin curvas de musculatura, blancos, como ceniza, ágiles y robustos, dos artefactos colgando de sus hombros y como apéndices dos manos tan huesudas como antes, pero de una fuerza inmensa y de una rapidez de movimientos nunca apreciada en extremidades naturales ni en ingenio alguno concebido por la Humanidad. Aunque esqueléticas, sus piernas y pies no fueron menos en este monstruoso mecanismo emergido de una zanja y un puñado de cemento. Tan veloces como los brazos atroces que sacudían el aire, en unos segundos las piernas llevaron a mi amigo de la infancia de la zanja al palacete en construcción, al tiempo que de su garganta, de sus pulmones achicharrados en yeso, manaba una voz de contralto, de castrato, componiendo un aria que en mi barrio nunca podríamos haber oído. Los que le oyeron cantar aquella noche creyeron que un ángel había bajado del cielo. Tumbados al raso, entre excavadoras y hormigoneras, sin fuerzas para ponerse en pie, los obreros le vieron faenar hasta quedar dormidos con su canto y el ronroneo del camión rumiando el hormigón. Al amanecer se encontraron bajo techo. El ángel, con el material almacenado, en unas horas y a destajo les había construido una nave.
Al día siguiente descubrió Antonio que su físico volvía a su estado anterior, lo que le convertía inevitablemente en un inválido rechazado por todo el gremio de la construcción, de modo que, con mucha paciencia, muchos ensayos y superando muchos fracasos, terminó fabricándose un sarcófago de mucha la argamasa y mucho el cemento, de grandes bisagras y ajustadísimo al cuerpo. Ahí duerme cada noche, hecho un mazacote, y a la mañana se levanta como un toro, cantando ópera con voz robada a un ángel, brazos de piedra más ligeros que un soplo, máquinas ajustadas, exactas, matemáticas. No voy a relatar su vida posterior como peón ni a dar cuenta de la incalculable cantidad de edificios, chalés, fábricas que construyó casi él solo, ni daré pormenores acerca de las marcas alcanzadas, cuántos adosados en un día, cuántos camiones de ladrillos en una hora consumidos, ni expondré cuánta fue su fama y cuánta también su obstinación al no aceptar sueldo mayor que el de los otros obreros, pero sí apuntaré que aprendió las artes de obtener cemento de cualquier parte, fundiendo en abrazos el elemento, mezclando y amasando sin necesidad de hormigonera. Para fraguar en un momento le bastaba con mover los brazos para hacer viento y cocía ladrillos moldeando con sus manos el barro de los campos y aplicando calor a base de violentos frotamientos. Todos los constructores lo querían, se lo disputaban hasta llegar al asesinato, para conseguir sus brazos provocaron matanzas entre cuadrillas, nunca hubo tantos albañiles muertos, a Antonio la gente le ama la voz pero le odia los brazos.
Atraído por su popularidad, el Porquero se reunió con él, al anochecer y muy poco antes de retirarse a su sarcófago el Antonio más parecido al de antes, el canijo del final de las agotadoras jornadas. Por sus brazos le ofreció, qué ironía, casa y comida, dineros y buena vida, y hasta un nuevo pantalón corto. Como Antonio se le niega, cuarenta capataces le caen encima y en un zulo, sótano abajo de la mansión, le encierran. Desde el momento en que se queda solo, la emprende a codazos con las paredes, a furiosos bocados se las come, hasta que la habitación queda desarmada, y como una ruina, desintegrada. Antonio no se conforma con huir, sino que en un rato, escaleras arriba y abajo, vuelve a montar el zulo taponando la puerta del dormitorio donde el Porquero duerme ajeno a sus trabajos. Después Antonio se escapa cantando.
Ya no construirá más casas para esos constructores, decidió el Antonio, y volvió al barrio, desplazado al extrarradio con todas sus chabolas por la reciente construcción del Palacio de Congresos. Allí le recibieron como a un héroe, los padres alcohólicos, las madres prostituidas, los espíritus de los hijos drogados. Allí le hicieron una fiesta, su madre, renegrida y arrugada, le presentó a una prima que ha estudiado y que él no conocía porque vivía en la India. El Antoñito se enamoró perdidamente, la prima descuidó su serenidad cuando vio los brazos como troncos de su primo, como pilares de cemento. En sus paseos por los aledaños del barrio, entre las montañas del estercolero en la cara oculta de la colina de los campos de golf, en sus conversaciones susurradas, instruye a Antonio su prima acerca del bien y del mal, de los arribas y los abajos, de las derechas y las izquierdas, de las injusticias, de la fuerza, de los brazos descomunales y los delicados abrazos.
Durante una semana entera Antonio se prepara, se entrena comiendo de la arena, comiendo de la grava, durmiendo y respirando el cemento sin cuajar, dejándolo fraguar en sus pulmones, cargando materia prima desde la cantera hasta la hormigonera, engendrando ladrillos y acumulándolos entre el barrio y el Palacio de Congresos. Mientras tanto, ella, la prima, que conoce bien las incógnitas del negocio, hace llamadas, encarga flotas de camiones, herramientas, grúas y materiales, logrando que, metódica y puntualmente, aquella mañana todo estuviera a punto y en su sitio.
En el interior del Palacio de Congresos, el alcalde daba su charla inaugural. Su público, lo más distinguido de la sociedad promotora y constructora. Hasta el alcalde llegó el canto, falsete glorioso y lejano, sin darse cuenta su discurso se fue suavizando y habló de mundos donde las licencias fueran moneda de cambio, de las grandes recalificaciones y los infinitos e indefensos campos, de civilizaciones sin leyes ni urbanismos, sin congresos ni senados. Fue el Porquero el que reconoció el canto y el primero en salir, abriéndose paso por salas y pasillos entre constructores vestidos para la sesión de golf y con pantalón de tweed. El alcalde le fue detrás y al punto todos les siguieron hasta el vestíbulo, donde quedaron agolpados y con las bocas abiertas. En el exterior, docenas de construcciones, podrían haber sido garitas si además de un chapucero tragaluz hubieran tenido unas puertas. En cada una de ellas, recluidos y sin capacidad de movimiento, un miembro de las fuerzas y cuerpos de la seguridad del estado y de la ciudad, y más acá, junto a las mismas puertas del Palacio de Congresos, terminaba nuestro Antonio la primera fase de su labor encerrando a los dos últimos polis entre ladrillos con sólo la fuerza de sus vertiginosos brazos. Políticos y empresarios no dan crédito a sus ojos cuando ya se les viene encima, en dos manotazos, una avalancha de ladrillos chorreantes de cemento fresco, y un muro enorme les tapa la visión de esquina a esquina por todo el frontal del Palacio de Congresos. Cuando atraviesan el edificio en busca de la salida trasera, otro muro les quita el resuello, y algunos caen desmayados al comprobar que por los laterales no hay más que pared y oscuridad. Parado en el mismo centro del tenebroso patio del Palacio de Congresos, afinando el oído, el Porquero distingue, por el canto de castrato angelical, que el Antonio se ha colado en el edificio antes de encajar el último ladrillo, pero es tarde para huidas, y en el mismo instante una jaula de cemento le deja ancladoal suelo, torcido el espinazo, la cabeza a la altura de las rodillas, fuera del bloque y atrapada por el cuello como en un cepo. A continuación Antonio con un brazo agarró al alcalde, con el otro fabricó una escalera que ascendía desde el piso de la entrada del Palacio hasta el borde de la muralla, más arriba del propio techo del Palacio de Congresos. Por allí le vimos aparecer, el alcalde convulsionando de terror en las alturas aferrado a su brazo. Y allí, sobre el mismo borde del muro y bajo los pies del alcalde le hizo una plataforma, y sobre la plataforma y alrededor de su cuerpo una torre, una torreta, una casetita de piedra con tabiques de un grosor tal que nunca los presentes pudieron imaginar, con ventanucos abiertos a todos los puntos cardinales, con eternas vistas sobre toda su ciudad. Para terminar, nuestro Antonio, entre aplausos y ovaciones, bajó del paredón por otra escalera que se hizo hacia fuera, con antepecho y de caracol.
Nunca olvidaremos ese día, como tampoco olvidaremos a quien lo hizo posible. Se llamaba Antonio, como casi todos nosotros, y fue famoso por mucho tiempo, no sólo por la cárcel que construyó aquel día y que se olvidó de enfoscar, de pintar y hasta de ponerle puertas, ni tampoco exclusivamente por las casas que, desde el día siguiente, y gratuitamente, levantó para todos sus vecinos, sino por unas cuantas batallas más que más tarde se vio obligado a librar, y hasta hoy, cuando ya nadie sabe qué ha sido de él, excepto yo, que sé mucho por ser de su barrio.
Rosa Zurita
(http://3.bp.blogspot.com/_4TU4h4OIxms/SISOSvQurdI/AAAAAAAACHk/HzCKLnLPXxE/s320/Chabolas-3_HZ.jpg)
QUIZÁ ESTO NO SEA UN CUENTO DE NAVIDAD
24 de Diciembre de 2009,
Poblado Chabolista de La Quinta (Madrid), 12 de la mañana.
Uff... siento un cosquilleo molesto en la oreja, al principio sólo era una ligera sensación, pero cada vez se hace más intenso. Intento moverme, pero la noche fue muy movida y tengo los músculos entumecidos.
El Cosquilleo empieza a transformarse en un leve escozor que aumenta de intensidad. Empiezo a romper la barrera del sueño, aunque me cuesta demasiado levantar los párpados... Uff... Me duelen las sienes y encima este maldito escozor en la oreja. Logro mover la mano y acercarla a la cabeza.
Mis dedos chocan con algo suave, recobro un poco más las fuerzas, abro los ojos y giro el cuello hacia el lado donde está mi mano. De repente me sobresalto cuando me doy cuenta de que "eso" suave que estaba tocando es una enorme rata gris con afilados bigotes. Esa rata me estaba mordisqueando el lóbulo de la oreja mientras dormía la mona en mi desvencijado colchón...
Cojo un cazo que hay tirado en el suelo y la golpeo varias veces hasta que los sesos se le desparraman entre las baldosas. Me levanto y la tiro por la ventana. Últimamente este poblado se está infectando de ratas. Una pena por ellas, las muy imbéciles no saben que aquí estamos peor que ellas... ¿qué buscan?... morirse, al igual que nosotros... al igual que yo.
Deben de ser más de las doce, por la explanada acaba de pasar Bob, con su deportivo, el hijoputa siempre llega puntual con sus mercancías. Del resto de chabolas empiezan a salir hombres y mujeres para arremolinarse como buitres alrededor de esa escoria. Yo también me acerco, siento como las venas de mi brazo se hinchan pidiéndome mi dosis. Anoche estuve en mi nube y necesito volver a ella, necesito volver a flotar y despegarme de esta ***** de mundo.
Vuelvo a mi chabola con el bolsillo vacío, pero con los gramos que me dan vida. Me he vuelto a quedar sin blanca... Mañana me volverá a tocar sacar la navaja en algún portal para conseguir algo de dinero. La primera vez que lo hice me detestaba a mí mismo por ser tan rastrero, pero la costumbre lo aplaca todo. O lo hago así o tendré que enfrentarme al "mono". Me niego a volver a sentir esa angustia, a que me caigan sudores por la frente y mi cuerpo tiemble convulsionado, a que mi mente se me nuble y las ganas me corroan.
Conforme la aguja penetra en mi vena, siento un alivio general, cómo la habitación empieza a dar unos suaves vaivenes. Una tranquila euforia me inunda, me siento lleno, completo. Al rato, los párpados vuelven a pesarme, esta sensación de placer me relaja mucho. Me pasaría así el resto de mis días.
Todo vuelve a la calma. Silencio. El aire susurra al colarse por las rendijas de la ventana. Tranquilidad y silencio.
Tocan en la puerta de chapa, me desperezo y voy a abrir. Es Bernar, un compañero que se vino a La Quinta hace dos años. Me dice que es Nochebuena, y que hay que pasarla en familia. Le dejo que pase, aunque prefiero estar solo y echarme a dormir otra vez. Para mi como si quiere ser día de Reyes, mis días son todos iguales, son para esperar que cuando me duerma no vuelva a despertar, por una sobredosis o porque me quemen la chabola.
Trae un pequeño paquete envuelto en papel de plata, cuando lo abre descubre un pequeño pastel de chocolate. Dice que quería compartirlo conmigo, que últimamente no hay quien me saque de aquellas cuatro paredes. Qué le importa a él lo que yo haga con mi vida, si es que la puedo llamar así. Le invito a sentarse y comenzamos a hablar. En estos dos años es el único al que podría considerar mi amigo, aunque estoy seguro que me vendería por unos gramos de caballo.
Ya ha oscurecido y tenemos que encender la bombilla lisa que cuelga del techo. Se me ha pasado corto el tiempo, en esta charla de cosas sin importancia. En los últimos minutos lo noto nervioso, mientras me habla parece que está pensando en otra cosa. Hay un momento de silencio y me mira a los ojos. Me dice que ayer los médicos voluntarios que visitan el poblado le dijeron que había empeorado. Que el SIDA se le había descontrolado, que la carga viral estaba por las nubes, y que le habían detectado una tuberculosis grave e incurable. Que le daban pocos meses de vida.
En el fondo ni me sorprende, la mayor parte de los habitante de La Quinta están infectados de SIDA, y tarde o temprano, llega alguna enfermedad oportunista que acaba con unos o con otros. Nos quedamos callados, se escucha la respiración intermitente de Bernar, parece como si se hubiera quitado un peso de encima. Le brillan los ojos. Me acerco un poco y le pongo la mano en el hombro. Continuamos callados, qué decir, si ambos sabemos que no vamos a solucionar nada.
Decido sacar mi navaja y partir el pastel de chocolate. Él me ofrece un porro, aunque ya sabe que voy a decir que no, yo no me meto esa basura, lo mío me entra puro y limpio en vena. Volvemos a retomar una conversación perdida, y a los pocos minutos ya parece que no ha pasado nada. Al final no va a estar tan mal la noche. Mereció la pena dejarle pasar.
Dos condenados a morir, olvidados por el resto del mundo, sentados como amigos bajo la luz de una cochambrosa bombilla, cenando un pastel, como el que cena un manjar. No son buenos tiempos para los diferentes. No son buenos tiempos para los perdidos de la sociedad, para nosotros, que no le importamos a nadie.
Muerdo mi trozo de pastel. En el fondo me siento feliz. Quizá esta sea mi primera "noche-buena" en años.
Nico Wilcomex
(http://4.bp.blogspot.com/_KLE7oP5QmTg/S5TjE7eSfJI/AAAAAAAABSQ/iAbOotzh6tM/s400/estrella+de+mar.jpg)
LA ESPUMA DEL MAR
Cuando la espuma del mar no te deja ver la ola.... O te metés con la tabla contra viento y marea. O te sentás en la orilla hasta que la espuma baje. Eso sí, puede llevarte todo el verano.
El viento húmedo de la costa, arrastra con su fuerza, agua, sal y arena. Factores todos que corroen cualquier superficie. Blanda o dura.
Le pega en la cara. Lo despeina. Le seca los ojos. Ignacio se para firme, y deja que el viento siga golpeando atrevido contra su cuerpo humedecido. No ofrece resistencia. No puede hacer nada por evitarlo. Ante eso, elije entregarse. Quedarse ahí parado, estático, y prestar los oídos a la desidia del aire que viaja a velocidad acelerada.
Pocos discutirían la inutilidad de una tabla parada a orillas de cualquier mar, por más oleado que se encuentre. Es claramente más productiva la experiencia, y las heridas hechas en la lucha contra las olas, que las provocadas por un viento que erosiona durante una espera sin final.
El mar devuelve a Ignacio años de faltas. La playa brinda el refugio que la realidad no le permitió armarse en años de esfuerzos. Y de desencuentros. De buscar sin encontrar, y de encontrar lo que él no buscaría.
El resguardo aparente que brinda la fuerza de enfrentar el enojo de Poseidón, tan metafórico. Ignacio mira el mar. Ya no guarda la cuenta de la cantidad de veces que salió vivo de entre las olas. Cada cosa que enfrentó Ignacio en su vida, le opuso olas gigantes. E Ignacio las fue pasando con la tabla de la supervivencia que se iba construyendo. Representa cada día en la vida de Ignacio ese mar que es distinto con cada luna.
Una vez más Ignacio se para frente a ese mar, gigante como todos los desafíos que se ha propuesto. Tan solo. Tan acompañado a la vez.
Al igual que con los desafíos, mientras de más lejos ve el mar, más grande le parece. La enormidad siempre se reduce a medida que Ignacio se sumerge.
Pero Ignacio está, una vez más, mirando el mar desde la orilla. Desde afuera. Recordando las veces que salió airoso de él. Y como al momento de poner la cara a los desafíos, el roce de la espuma le hiela los pies.
Porque algo que está claro por su propia naturaleza, y por la sola experiencia de ser vivido, es que hace más al alma y al corazón la tranquilidad que puede brindar a la conciencia saber que uno hizo lo que estaba a su alcance. Eso, antes que la sensación de estar seguro de que uno no se va a lastimar por no moverse. Sensación falsa, ya que la inactividad provoca callosidades donde no se perciben más que con el tiempo. Huellas de la falta de experiencia. Y de sentimientos.
Hay momentos en los que hasta los más fuertes son vencidos. Y no siempre por la ola más grande. La fortaleza no está en no caer. Es fuerte el que puede volver a levantarse, adquiriendo de lo vivido la destreza suficiente para enfrentar los siguientes desafíos.
Ignacio toma la tabla con fuerza. Siente una vez más el viento contra su rostro. Se pasa la lengua por los labios. Saborea la sal, y la traga. Siente nuevamente la espuma en los pies. Ese resto de ola que ya no está tan frío.
La espuma se va convirtiendo en ola. A medida que Ignacio entra al mar, eso que le helaba la sangre se vuelve parte de él. Como las cosas que le tocó enfrentar siempre. Tan ajenas hasta el momento en que él mismo las hacía propias, metiéndose de lleno en el problema, para de una vez por todas llegar a su solución.
Con esa misma convicción, Ignacio entra al mar. Y cuando ve que la fuerza de las olas no lo dejará seguir corriendo, hace una maniobra que le deja la tabla debajo de los pies. Ignacio empieza a burlar las olas. Siempre arriba de ellas, manipulando. Hasta que la ola que opera se empieza a desarmar. A hacer cada vez más chiquita, como pasa con los problemas cuando uno los enfrenta. Entonces Ignacio ve otra ola que se forma detrás. Fuerte, combativa, frontal. Allá va él a enfrentar la ola. Una sola maniobra es necesaria para dejar la ola pequeñita en el olvido, y empezar a sentirse único sobre la nueva cresta. Ignacio está pleno. Esos momentos lo hacen sentirse puro. Cuando manipula la ola desde arriba, parado sobre su tabla.
De repente gira la cabeza hacia el horizonte, y ve otra ola más. Ésta parece todavía más increíble que la anterior. Siente cada ola como un desafío que está dispuesto a enfrentar. Y ante el cual está dispuesto a triunfar. La pasa, la maneja. La maniobra, y otra ola todavía más fuerte.
El mar parece haber entendido el desafío de Ignacio, y cada vez se muestra más dispuesto a dar batalla. Manteniéndolo en la cresta, a incalculable distancia de la superficie terrestre, parece no dejarse dominar más.
De repente la tabla empieza a temblar. Se agita, pero no lo hace perder el equilibrio. Al menos no la primera vez. Otra sacudida. Ignacio extiende un poco más los brazos. Se concentra. Siente. Siente el mar. Siente la ola. Siente la espuma. Siente el movimiento. Siente el desafío. Siente la fuerza. Se siente él.
La ola lo hace revolcarse. Por suerte lleva la tabla atada a su muñeca. Hace una maniobra, y la pone nuevamente debajo de sus pies. Intenta pararse. Pero no puede. Ese mar que parecía tan tranquilo, está ahora traicionero, jugando con la fuerza de Ignacio.
Otro intento. Otra ola. Otra vez la tabla golpeándole el cuerpo. Otra ola pasando por sobre su cabeza. Otro poco de ese mar traicionero. Otro poco de sal en los pulmones. Y la perseverancia de Ignacio, que nunca se rinde ante las adversidades de la vida.
Concentración. Resistencia. Decisión. Otra maniobra. Y otra vez la tabla debajo de los pies. Ignacio logra pararse. Ignacio maneja una ola, casi como lo hizo con muchos de los problemas de su vida. Evita una cresta.
Ignacio sabe que una vez empezado, hay que terminar. Ve la ola que viene detrás. Sabe que no es la más grande que vio en su vida. Pero se cree invencible, único. Se le anima a la ola, que no es la más increíble que ha visto, pero no es una ola cualquiera. Todo dura segundos, pero parecen horas dentro del mar. Primero la mira. A Ignacio le gusta esa ola. Está dispuesto a llegar a ella. A manejarla, conducirla. La ola va directo hacia donde está Ignacio. Y él va a la ola. Una maniobra alcanza para operar la ola.
Concentración. Resistencia. Decisión. La tabla debajo de los pies. Ignacio maneja la ola, casi como lo hizo con muchos de los problemas de su vida.
Ignacio empieza a burlar la ola. Siempre arriba de ella, manipulando. Fuerte, combativo, frontal. Otra vez se siente único sobre la cresta. Ignacio está pleno. Manipula la ola desde arriba, parado sobre su tabla.
Ignacio está dispuesto a triunfar. La pasa, la maneja. La maniobra.
Ignacio siente. Siente el mar. Siente la ola. Siente la espuma. Siente el movimiento. Siente el desafío. Siente la fuerza. Se siente él.
Ignacio, que nunca se rinde ante las adversidades de la vida.
La ola lo mantiene en la cresta, a incalculable distancia de la superficie terrestre. La ola, que parece no dejarse dominar más.
Nuevamente el mar que lo hace revolcarse. La tabla sigue atada a su muñeca, pero esta vez las maniobras, a pesar de la convicción con que son efectuadas, no logran ponerla debajo de sus pies.
Ignacio insiste. Lucha debajo de la ola. Persevera. Se concentra debajo de la espuma. Ignacio resiste. Otra maniobra fallida. Más sal en los pulmones.
Ignacio, que nunca se rinde ante las adversidades de la vida, deja de hacer fuerza inútil.
Lucifer
LA ESTUPIDEZ DE LOS TIEMPOS MODERNOS
Manolín era un niño de diez años, espabilado y travieso como son los niños a su
edad, sobre todo los de las grandes ciudades. Sus padres, que rondaban los cuarenta y
tantos, eran modernos, de su tiempo; él trabajaba como creativo en una agencia de
publicidad y ella como recepcionista en un hospital de Barcelona.
Sentado a la mesa, en la cocina, ante un tazón cereales con leche y cola-cao, Manolín,
exclamó, quejándose:
¡Odio los trabajos escolares!. ¡Son estúpidos!. ¡Son una pérdida de tiempo!.
_ ¿Qué te pasa? -le preguntó su madre, entrando en la cocina.
_ ¡Odio a la señorita Injerto! -refunfuñó
_ Querrás decir Gertru -le corrigió la madre.
_ ¡Pues eso!-contestó para evitar discutir con ella.
_ ¿Y por qué?. ¿Qué te ha hecho?- preguntó, como si le interrogara.
_ Hoy nos ha recordado en clase que sólo falta una semana para que entreguemos
el ridículo trabajo de ciencias naturales- repuso, resignado.
_ ¿Qué trabajo? -inquirió, con sorpresa.
_ El de la colección de hojas- respondió, Manolín, de mala gana.
_ ¿Hojas de plantas?
_ Sí
_ ¿Y por qué no me lo habías dicho?-dijo su madre, en un tono nada aprobador.
_ Lo había olvidado- mintió.
_ Eso no es excusa. ¿Cuántas hojas son?- preguntó su madre, para intentar arreglar
la situación.
_ Nada menos que veinte- contestó, Manolín, como si el número fuera
desmesurado.
_ Eso es fácil- lo animó la madre.
_ No tan fácil porque cada una tiene que ser de una planta diferente- dijo, con
fastidio.
_ A tres hojas por día, ya la tienes hecha- dijo ella, como si aquello fuera coser y
cantar.
_ Los sábados y domingos no trabajo -contestó, Manolín, en plan chulo.
_ ¿Qué contestación es esa?. Hoy es sábado y hace una mañana espléndida.
Acábate el desayuno que voy a cambiarme y nos vamos al parque.
_ ¡No pienso desperdiciar la mañana haciendo una ridícula colección de hojas! -se
quejó.
_ ¡Eso ya lo veremos! ¿Pero cómo se puede ser tan irresponsable?- dijo ella,
incrédula.
_ En el futuro los robots se encargarán de todo. Bastará con decírselo y apretar un
botón, sin abandonar el mando de la tele- vaticinó Manolín.
_ ¡Déjate de fantasías y vámonos al parque!- dijo ella, intransigente.
_ ¡Ay, qué rabia meda!. !Desperdiciar así el día!. ¡Que se ponga a llover, aunque
sólo sea un poquito!- gritó, implorante.
Y pensó, para sí: "Hoy será un día horrible. Lo presiento".
_ ¡Bueno, basta de tonterías!- dijo la madre, tajante.
Por el tono de su madre, Manolín entendío que no había nada que hacer. Así que no tuvo
más remedio que deponer su actitud y acompalar, aunque de mala gana.
Al llegar al parque, Manolín, lanzó una rápida mirada panorámica y se dijo para sí.
"Aquí no hay tele para mirar. Sólo unos aburridos árboles. ¿Y ahora cómo me
entretendré?. Esto es muy aburrido. Todo es demasiado lento. Los pájaros tendrían que
volar más deprisa, las nubes tendrían que pasar más rápido. Prefiero que me
escandalicen con un primerísimo plano de alguien sufriendo a que me aburran".
_ Aquí hay demasiado silencio. Tendría que haber música de fondo- le dijo a su
madre, en tono de protesta.
_ ¿Por qué no te concentras oyendo el canto del mirlo? -le sugirió su madre, en
tono persuasivo.
En aquel momento un mirlo, con su cuerpo negro y robustosy su pico amarillo naranja,
posado sobre la rama de una acacia, lanzaba al aire un trino pausado y melodioso,
acompañado de un vigoroso gorjeo.
_ ¡No puedo!. Estoy acostumbrado a mirar la tele mientras como, a escuchar
música mientras estoy estudiando, a hablar por el móvil mientras voy andando-
contestó, desbordado por la situación. Y luego sentenció:
_ Además, ¡los animales me crispan los nervios!.
Y, al instante, sorprendido por aquel extraño nombre, preguntó extrañado:
_ ¿Qué es un mirlo?
_ Un pájaro insectívoro- le respondió la madre, con el deseo de que aprendiera.
_ ¿Qué quiere decir insectívoro?- volvió a preguntar, desconcertado.
_ Que come insectos. Si leyeras más, tendrías más vocabulario- respondió la
madre, en tono de regañina.
_ Estoy acostumbrado al ruido de las motos, de las radios, de la tele, de la gente en
la calle- contestó, en tono sincero. Y añadió, intranquilo:
_ Aquí hay tanto silencio que puedes oír tus pensamientos. Vámonos, me estoy
poniendo nervioso. Además el polen me da alergia- dijo, visiblemente alterado.
La madre se asustó, y decidió que lo mejor sería que abandonaran el parque. De vuelta
a casa, pasaron por un gran supermercado. Manolín miró a través del cristal de la puerta
y le dijo a su madre, impaciente.
_ ¡Cómprame un bollicao!.
_ Eso no es nutritivo. Te compraré una hamburguesa vegetal para la merienda.
_ ¡Qué asco!. - respondió el niño, haciendo una mueca con la cara. "Si niega que
los bollicaos no valen la pena mi madre no puede ser de este mundo, no puede ser
humana"- se dijo, perplejo.
La madre tomó un sobre del estante y el niño se lo quitó de las manos, al vuelo, y,
mirando el etiquetado leyó: "Caliéntese en el microondas durante cinco minutos"
_ "¿Cinco minutos en el microondas?. ¿Quién puede perder tanto tiempo?. En
internet y con el móvil se obtiene todo al momento"- se dijo, para sí, incrédulo.
_ ¡Cómprame algo nuevo!- exclamó, caprichosamente.
Y se dijo, para sí: "Recibir algo nuevo es excitante. Todo lo que tengo
me aburre".
_ ¡Ya está bien caprichos absurdos!.- contestó la madre, en tono reprensivo.
_ Si no puedes comprarme algo nuevo, haz que lo viejo parezca nuevo- dijo a la
madre, en tono desafiante.
"Lo único importante es la novedad"- pensó, aseverativamente.
La madre lo miró, poniendo cara como si no entendiera a su hijo, mientras leía el cartel
que llenaba la pared de la entrada, escrito en letras desmesuradas de imprenta:
"¡COMPRE – USE – TIRE!"
Bardazoso
(http://3.bp.blogspot.com/_95wARY7kEG4/SZA_DG1c7_I/AAAAAAAAAdY/CV0lRRMi26Y/s320/Loro.jpg)
EL LORO, LA LORA, MI VECINO Y SU ESPOSA.
A mi vecino se le escapó la lora. Él dice que se la robaron pero yo estoy convencido de que se escapó huyendo del aburrimiento. Dicen que los animales, tarde o temprano, acaban pareciéndose a sus dueños. Compró esa lora hace cinco meses para que le hiciera compañía al loro que vivía con él desde hace años. Quiso buscarle una compañera a su pequeño amigo porque lo veía muy triste y alicaído, melancólico, con ganas de tener una pareja. De modo que ese loro llevaba tanto tiempo con mi vecino que ya era como mi vecino, una persona ensimismada y aburrida, un hombre cuya vida se concentraba exclusivamente en la tienda y en el loro. El loro vivía en la tienda hasta que los de sanidad le dijeron que en una tienda de alimentación no puede haber animales. Desde entonces, la jaula dejó de estar a la vista de los clientes y pasó a ocupar un lugar de la trastienda, junto al televisor, la cocina y la cama de mi vecino. Un día vi un cartel pegado a una farola hecho de una manera muy rudimentaria en el que se veía la foto de un loro. En realidad era una lora, bajo la imagen podía leerse la siguiente frase: "No se ha perdido, la han robado. Responde al nombre de Laura y es muy cariñosa. Quien sepa algo de su paradero que llame al teléfono que aparece más abajo. Se gratificará cualquier información que me ayude a encontrarla". Cuando fui a la tienda a comprar pan y cervezas, mi vecino, con lágrimas en los ojos, me contó que su Juanito, el loro, estaba deshecho, que echaba tanto de menos a su compañera que no jugaba ni reía ni decía payasadas. Al parecer, los animales también desarrollan sentimientos de pérdida. Me contó cómo jugaba al fútbol con los dos pájaros y cómo éstos se apareaban en la intimidad. Bajo su punto de vista, la lora no tenía ningún motivo para escaparse porque llevaba una vida perfecta. Pero mi vecino es un tipo cuya existencia no sobrepasa las fronteras de la tienda y de sus mascotas. No hace otra cosa que atender la tienda y cuidar a sus mascotas. Él no sabe que es un tipo aburrido porque lleva la vida que quiere llevar, el aburrimiento se demuestra en el hastío de su esposa. Su esposa no sonríe nunca, salvo cuando alguno de mis hijos, que son muy graciosos los dos, entra en la tienda para comprar pan, cocacola o el periódico. Suele entablar conversaciones muy entretenidas con ellos que luego, cuando soy yo el que va a la tienda, me las cuenta con una expresión de regocijo y diversión. Cuando eran jóvenes, mi vecino y su esposa emigraron a Suiza y vivieron allí durante años. Tuvieron dos hijos tan aburridos y apáticos como su padre. A menudo he oído a mi vecino hablar en alemán o francés con algunos clientes turistas procedentes del país alpino. Sin embargo, a ella nunca. Ella es una mujer silenciosa que hace su trabajo como a distancia, como si estuviera en otra parte. La esposa de mi vecino, igual que la lora de mi vecino, también se escapa a diario. Sus paseos son tan largos y prolongados que no es raro verla aquí y una o dos horas más tarde verla a varios kilómetros de aquí. Siempre va sola y silenciosa, su expresión no transmite tranquilidad ni relajación, sólo hastío. Cuando ella y su marido están juntos en la tienda apenas hablan entre ellos, no se pelean ni hablan ni interfieren en lo que esté haciendo el otro. Es como si el tiempo de cada uno fuera un tiempo propio, como dos tiempos diferentes que hubieran coincidido en el mismo espacio por pura casualidad o por alguna extraña paradoja relacionada con un pasado común. Muchas veces me he preguntado qué vio ella en él para convertirlo en el hombre de su vida. A lo mejor mi vecino, en su juventud, era un tipo emprendedor y vitalista, a lo mejor sus años en Suiza lo convirtieron en el hombre vacío que es ahora. No lo sé, el caso es que esta mañana calurosa de domingo he visto un nuevo cartel pegado a las farolas. Estaba dando un paseo en bici con mis hijos y vi la foto. Era ella, la esposa de mi vecino. Una mujer de sesenta años que aún conserva parte del atractivo juvenil que alguna vez la hizo deseable. La esposa de mi vecino nunca me habló de su juventud pero no es difícil adivinar en ella una belleza escondida que no se diluyó con los años sino con las decepciones. Las decepciones son muy peligrosas, pueden convertir una apariencia en una pesadilla. Mi vecino sigue pensando que alguien secuestró a su esposa, igual que sigue pensando que alguien le robó el pájaro, pero yo creo que su esposa prolongó su paseo hasta el punto donde no es posible volver. Te pones a caminar por la orilla de la playa, por ejemplo, hacia el sur, y cuando llega la hora de volver, no vuelves, sino que sigues caminando, como si el simple hecho de caminar y alejarse signifique olvidar todo lo que has sido, como si cada paso que te aleje suponga un nuevo comienzo. Mi vecino, con todo, es una buena persona y no comprende por qué tiene tan mala suerte. Fin.
Mojácar. Julio del año 2009. Un día 20.
¿¿??
(http://imagenes.solostocks.com/m1654618/gigante-coche-teledirigido-4x4.jpg)
EL CLIENTE
Lo que quiero dejar claro desde un primer momento, es que nunca he trabajado de cara al público y el caso que a continuación voy a relatar es solo fruto de mi imaginación, imaginación calenturienta ya que esto en la realidad es imposible que pueda pasar, ya que el cliente siempre tiene la razón, al cliente se le fideliza y no se le maltrata y si el cliente no queda satisfecho se le devuelve su dinero.
Lo que relato se veía venir desde lejos, y digo lo de lejos porque estuve dando largas a un señor durante ocho meses, si, ha oído bien, ocho meses.
Lo cierto es que bien pensado yo al tendero (en este caso yo) le hubiera montado gresca tras gresca, hasta la gresca final, pero he de reconocer que el señor tuvo paciencia infinita ante mis indicaciones y la dejadez de una central descentralizada, apática, inútil e inoperante. El señor en cuestión, tuvo la osadía de comprar en navidades un coche eléctrico de radio control de dimensiones gigantescas, pero de calidad mínima. Era gigantesco porque yo me podría haber montado en el dichoso coche y podría ya que estaba encima haberme ido a la *****. El coche valía 100€. Imagínese la situación, el señor buscando un regalo de navidad para su hijo y de repente apareció ante el, "el supercoche" sin dudarlo un momento, lo cogió, lo empaqueto y lo pago, vamos un "vini, vidi, vinci" a lo cutre. El día de Reyes, el chaval se levanto y vio que tenía el regalo más grande, más espectacular y más mejor del mundo, y por supuesto su "papi" también era el mejor. Pero lo mas maravilloso de todo era que el coche era con control remoto, así que podría manejar semejante monstruo, hacia delante, hacia atrás, hacia la derecha, hacia la izquierda, eso si a baja velocidad y no mas de diez minutos seguidos después de un modesto tiempo de carga, veinticuatro horillas de nada.
Todo bien, hasta que en algún momento en plena conducción de su todo terreno, ¡zas! Dejo de funcionar como por arte de "birli-birloque". El niño se lo diría a su padre y este fiel a su amo se presento en la tienda con el coche, y para ser justos, en el plazo que marca la ley para reparaciones o reclamaciones por objetos defectuosos.
El señor trajo el coche incluso en su caja y en un estado más o menos decente. Me indicó que el coche había dejado de funcionar sin motivo aparente. Las preguntas de rigor, ¿carga de batería? ¿pilas del mando?, examine el coche, estaba usado pero no en exceso, mi dictamen fue que había muerto.
Le tendría que haber cambiado el coche y punto, o le tendría que haber dado otro coche
parecido, me hubieran echado una bronca de central y punto, fin de la historia. Pero la empresa no devolvía el dinero, y al pasar de cierto dinero, el dictamen de la avería, lo tenía que hacer el servicio técnico, por supuesto nuestro.
-Mire- le dije al cliente-yo no se lo puedo cambiar, es el servicio técnico el que dictamina lo que le ha pasado al coche, son las normas de la empresa y en un plazo de dos a tres semanas usted tendrá su coche reparado o un producto similar.
Y le dije esto porque el coche había muerto, había dejado de funcionar por lo malo que era y ya esta. El señor quedo satisfecho y yo me quede con la sensación de que el coche monstruoso me daría algún quebradero de cabeza.
Bueno, el coche se fue al servicio técnico y con las mismas y en igual estado al que se fue vino, incluso antes de dos semanas, lo cual significaba que no se habían dignado ni a mirarlo, que es lo que solían hacer en los casos en los que no tenían ni **** idea de lo que le pasaba al coche. Llamé al señor, que se persono en la tienda y le intente explicar lo mejor que pude el dictamen del servicio técnico. Que venia a decir más o menos lo siguiente:
-El juguete en cuestión tiene barro en las ruedas lo que significa que se ha metido por
terreno húmedo, la placa base se ha mojado y por lo tanto el coche ha dejado de funcionar. La rotura se ha producido por mala manipulación y no lo cubre la garantía.
El hombre por supuesto no admitía que un coche con una semana de juego se pudiera
romper y por supuesto menos aceptaba que su hijo lo hubiera estropeado. Le intente hacer ver que lo habían examinado a conciencia y que estas conclusiones las emitía un servicio técnico totalmente imparcial.
El hombre por supuesto se negaba a creer a nada y me decía que no se iba de allí hasta no llevarse otro igual. El problema era que no había coches iguales ya y que yo no estaba muy dispuesto a ponerle cien euros en la mano.
Llame a central para ver que se podía hacer, o para ver si me autorizaban a devolverle el
dinero, y nos quitábamos un problema tonto de encima. Manda el coche otra vez me dijeron en central, muestra inequívoca de que la primera vez no había nadie mirado el coche.
Vuelta a explicarle al señor las cosas, y el coche que se vuelve a quedar en la tienda, y el hombre que ya no se fue muy contento.
No supe nada del coche hasta el mes de abril, es cierto que por dejadez mía, no me interese lo mas mínimo por lo que le podría estar sucediendo al bólido, pero desde central tampoco se tomaron ninguna molestia en contactar con el señor. Cuando llego el coche avise al señor, y este se presentó en el mes de julio. Venia cabreado, porque sabía que el coche no se lo iba a cambiar. Por lo visto unos días antes había llamado al teléfono de atención al cliente y desde allí también le habían dicho que no le cambiarían el coche, que ya estaba en tienda y que pasara a recogerlo, pero que no se lo cambiarían. Supe que venia cabreado porque tacho a mi compañero de central como: "el maricón ese del teléfono". Me dijo que si no le resolvía el problema volvería y veríamos a ver que pasaba, le dije que tenia hojas de reclamaciones a su disposición, que si esto, que si lo otro, vamos, capotazo por aquí, capotazo por allí.
Por la tarde estaba yo tan tranquilo y se presentan cuatro tíos, y no es que yo sea pocho, y no me amilano así como así, pero estos eran mal encarados. Pensará usted que me lo hice encima y sin moverme del sitio, pues no se crea que me dieron ganas de decir aquello de "tierra trágame" y rapidito, pero aguante el temporal. Uno de ellos me dijo que tenía un gimnasio de Kick-Boxing. El jefecillo de la caterva era el hermano del señor, osea el tío del niño y era él, el que le había hecho el regalo al niño, entiéndase: su sobrino. Pardiez que venia enfadado. Uno de ellos comenzó a
comprobar la consistencia de las góndolas, ya que tenia intención de derribarlas todas, el del gimnasio me decía que el se dedicaba a partir caras, y yo tenia todas las papeletas.
El tío del niño me comentaba que a las malas podía llegar a ser un delincuente peligroso y que no le tocara los huevos, cosa, que bien le digo no apetecía ni lo más mínimo. No me negará, que la escena no era un poco surrealista, y las cosas no me pintaban nada bien, pues así y todo, saque fuerzas de donde no las había, y rebatí todos los argumentos que "el grupo salvaje" me dio, y así conseguí que como en las películas de mafiosos me dieran una demora en mi ejecución. "Te doy veinticuatro horas chaval para que soluciones el problema", si no volverían. En otras circunstancias y con otros personajes, a lo mejor hubiera actuado de otra manera, pero sabia que mis amigos volverían, igual que volvió "Terminador" en la película y destruyó la comisaría entera, y lo que era peor a todos los que allí se encontraban.
"El grupo salvaje" se marcho, quede a solas con mi yo interior y después de dos minutos de profunda reflexión dictaminé que lo mejor seria darle otro juguete al señor y dejarme de historias. Si, me declaro culpable de no haber cumplido las normas de la empresa, pero también pienso que yo estaba detrás del mostrador para dar un servicio al cliente, no para que me partieran la cara, o lo que es lo mismo, el miedo es libre.
Al día siguiente, para que no pareciera que me había cagado en exceso, llame al hermanísimo y le dije que tenía su problema resuelto, que se pasara cuando quisiera.
El tío vino al momento, se llevo un par de juguetes por el valor del otro coche y a tomar por el culo, caso cerrado. Así es la vida, y a veces lo mejor es una retirada a tiempo, lo que sucede que es complicado saber cuando retirarse y también es complicado saber hasta donde puedes apretar a un cliente. Hay que reconocer que aguantar ocho meses para que te solventen un problema con una castaña de coches, suena a guasa, y si bien al final todos perdimos los papeles, también queda demostrado que este señor demostró tener una paciencia digna del mas pintado, y la paciencia también se acaba.
Ignacio Groelio
(http://2.bp.blogspot.com/_hMPS11iBW9s/SGn-1RxxlMI/AAAAAAAAD2o/O-3a2OAfzpw/s400/Irak+guerra+ni%C3%B1os.jpg)
ANA, SANTIAGO Y DIEGO
I
Ana, Santiago y yo dormíamos juntos desde que se destruyó la casa. Yo tenía cuatro años y debería recordarlo todo de manera muy vaga, pero las sensaciones fueron tan intensas, que puedo revivir cada escena casi con lujo de detalles. Él siempre quería abrazarla... decía que porque era el mayor, no obstante que yo siempre le recordaba que Ana tenía dos años más que él... entonces decía que eso no importaba porque él era el hombre. Yo quería ir al medio, por eso me molestaba... Tenía miedo de las bombas... El sonido de las explosiones que me despertaba todas las noches... las pesadillas, el recuerdo del fuego y de los escombros... entonces yo pasaba por encima de él y me acurrucaba entre los pechos suaves y tibios de Ana... y ella me abrazaba tiernamente hasta el amanecer.
Ana tenía catorce años, los cabellos largos y castaños, era espigada y frágil, algo pálida y de ojos claros... mi madre decía que había tenido complicaciones al nacer. Siempre tuvo problemas de salud, así que, por nuestra casa, de cuando en cuando circulaba todo un desfile de doctores. Aun así, yo creo que Ana era la más fuerte de nosotros, porque a Ana siempre parecía sucederle lo peor y nunca moría... al poco tiempo volvía a sonreír... siempre con ese rostro débil y ojeroso, pero volvía a sonreír.
Santiago, por el contrario, parecía estar sano todo el tiempo. No lo recuerdo enfermo ni una sola vez. Era imparable, siempre andaba merodeando entre los jardines, trepado en los árboles, molestando a la servidumbre, y escapando en la noche para ir a nadar al lago sin ropa, porque decía que así era más emocionante. Creía que si lo atacaba un animal salvaje lo vencería fácilmente con la destreza de un héroe mitológico; su gran decepción, consistía en que nunca lo había atacado ninguno... era un tipo con suerte, mi hermano.
En realidad, los tres teníamos más suerte que otros chicos de nuestra edad. Vivíamos en un pequeño paraíso alejado de la ciudad. Para tener algo, sólo había que pedirlo. Casi no veíamos a mi padre, pero sabíamos que llegaba tarde, de noche, y casi no veíamos a mi madre, pero sabíamos que se perdía entre las habitaciones de la enorme casa... Nada nos molestaba siempre y cuándo pudiésemos estar cerca los tres... o casi los tres... porque en realidad lo que yo siempre quise era estar cerca de Ana...
II
"Ya es hora de que aprendas a destetarte"- me decía Santiago todas las mañanas. Amanecía siempre de mal humor y lo primero que tenía que hacer era llamarme la atención por haberme puesto en medio de los dos mientras dormían. Hablaba con tono de menosprecio mientras mordía los restos de una manzana que había encontrado en el basurero, y no se cuidaba de escupirme en la cara mientras hablaba. –"Ya estás grande para tener tanto miedo" –decía- "Estamos solos... y pronto serás un hombre". –"Pero tú siempre duermes cerca de Ana" –le decía yo- "Eso es distinto, hermanito... yo soy el jefe ahora, y es mi deber proteger a Ana". Cada vez que decía eso, yo sentía que en mi interior, crecía con furia el deseo de ser más grande y más fuerte que Santiago...
III
En el año 14, después de la colonización, el lugar en el que crecí y sobreviví, se había transformado por completo. El lago había desaparecido, las ruinas habían sido removidas totalmente al igual que los pocos árboles que aún quedaban en las zonas cercanas después del bombardeo. Era una ciudad moderna en todo sentido y de extremo a extremo, por lo cual estaba también llena de vigilancia (aunque no pudieses percibirla), y había que moverse con cuidado. Ya quedaban pocos de los nuestros... en realidad, la mía era una de las tres últimas legiones de rebeldes a nivel mundial; las tres grandes alianzas habían triunfado, pero a nosotros no nos quedaba otra que seguir peleando... era la única razón por la cual seguíamos vivos.
No había visto a mi hermana desde el incidente del primer año, pero la había soñado día y noche. Hasta el día hoy, no le perdonaba que lo hubiese preferido a él.
IV
Caía la tarde. El asfalto quemaba. La sangre de mis compañeros, formando charcos sobre la pista, casi se confundía con el color de las nubes. Parecíamos piezas de una obra de arte trágico, una obra que no podría apreciar por mucho más tiempo, pues las botas se aproximaban hacia mí. Era el siguiente. Sentí el choque del arma contra mi cabeza. No quise cerrar los ojos. Decidí que iba a morir con ojos abiertos. Cuando él llegó.
- Suéltelo, soldado... Borre esa cara de idiota y suéltelo de una vez. Yo me haré cargo.
- Como diga, capitán.
El soldado retiró el arma y me ordenó levantarme mientras golpeaba la punta del botín contra mis costillas. Me levanté. El capitán me mostró el revólver e hizo ademán de dispararme contra el rostro. Río. Luego me obligó a subir al auto en el lugar del copiloto. Nadie más nos acompañó.
V
- Tanto tiempo sin verte, hermanito.
Sí, a Santiago tampoco lo veía frente a frente desde aquella tarde.
- Vaya si has crecido... quién te vería todo barbudo y con el pelo largo... Sí tienes pinta de revolucionario... y se ve que también comes tan mal como ellos.
Desde que era un niño ya se notaba el potencial de cabronazo que tenía Santiago. Se había convertido en un sujeto de metro ochenta, fornido, erguido como un roble; tenía el cabello rubio y los ojos verdes... Seguía viéndose como un hombre que nunca se ha enfermado de nada, sólo que su expresión parecía haber perdido la frescura y la vitalidad que lo caracterizaban... Algo había cambiado.
- Cómete algo.
Me lanzó un sándwich.
- Prueba algo decente siquiera antes de morir... y no me mires así, que no soy yo el que te va a matar, pero vas a morir, tenlo por seguro.
El auto seguía deslizándose por la autopista.
- Ah, vamos, traga, que a fin de cuentas, si no tragas, te caerás antes de que puedas intentar escapar o apuntar contra alguien para salvar tu vida.
Tragué.
Santiago encendió un cigarrillo y empezó a fumar. Yo detestaba el humo y él me lo lanzaba en la cara igual que cuando niño lo hacía con los restos de manzana que escupía mientras hablaba.
- Así que el "camarada Diego" –dijo-... Pensé que siempre se cambiaban el nombre... Supongo que querías que te recordemos... o, mejor dicho, que Ana te recuerde.
Sí, quería que Ana me recuerde.
- Es una lástima, pero Ana no podría recordarte ni aunque le grites quién eres en la cara; Ana está completamente loca.
Ana estaba encerrada en la habitación 303 del manicomio para prisioneros políticos.
- Sé a lo que has venido, Diego... y sólo yo puedo ayudarte.
VI
El incidente ocurrió tres meses después de la destrucción de nuestra casa. El Partido quería desaparecer cualquier rastro del régimen anterior, y ello incluía eliminar a su descendencia. Nos encontraron durmiendo juntos, como siempre, sobre el colchón sucio del sótano, que era lo poco que no quedaba en ruinas de nuestra antigua mansión. Los soldados nos sacaron a empujones y aquella vez sentí el asfalto tan caliente como la tarde en que me reencontré con Santiago; también tenía un arma contra la nuca, y también fue un rango mayor el que interrumpió, pero no para llevarme a mí, sino para llevarse a Ana.
Regresaron varios minutos después... minutos que sentí eternos bajo el calor intenso de la tarde y los escupitajos de la tropa. Ana tenía los ojos hinchados y enrojecidos, el rostro sucio de quien ha tratado de huir y se estrelló contra el barro... "Se ha hecho daño" –pensé, porque el vestido traía manchas de sangre.
Después soltaron a Santiago. Lo vi correr hacia Ana, quien lo recibió en sus brazos llorando. Los soldados los cubrieron con una manta y los hicieron caminar de frente. Subieron al auto.
Yo me quedé tirado en el asfalto, en medio del charco de sangre que me dejó la bala de un soldado en la pierna, sólo por diversión...
VII
Mi hermano recibió el amparo del nuevo régimen, fue reeducado y entrenado para entrar al ejército. Su desempeño superó las expectativas y fue ascendido a capitán con sólo veintiséis años. Yo fui rescatado por los rebeldes. Ana siguió siendo violada por el general del ejército durante los primeros tres años; después se volvió loca y la encerraron.
Santiago me dijo que sabía que yo quería matar a Ana, y que era el único que podía ayudarme. Sabía que tenía razón puesto que la "guerra" (si todavía podíamos llamarle así) estaba perdida. Yo mismo estaba solo. Todos mis compañeros de misión habían sido asesinados. La misión estaba abortada; sólo quedaba lo que yo, independientemente de los planes de la guerrilla, tenía que hacer, y la única forma de llegar a Ana sin ser asesinado, era escuchar lo que Santiago tenía que decirme.
Abrió la puerta.
- Bien, ya tienes lo que quieres. Ahora lárgate, y asegúrate de no morir antes de hacerlo... También asegúrate de no volver a encontrarme, porque entonces yo te mataré.
VIII
Santiago había amado a Ana con todo su corazón. Cuando éramos niños, aun antes de quedar huérfanos, él siempre estaba pendiente de ella. Yo sabía que en realidad todas sus hazañas de bravucón eran para impresionar a Ana. Ana sonreía. Santiago era un chico valiente. Siempre que escapaba al lago por las noches, regresaba con flores y caracoles de regalo para Ana. Santiago era todo lo que yo quería ser. Estaba celoso de Santiago porque atraía a Ana, y él estaba celoso de que Ana me acogiera entre sus sueños. Yo era el hermano pequeño, el "hijito" de Ana, un hijito libidinoso que busca con ansias los pechos de su madre... pero ella lo amaba a él.
Santiago había cerrado la puerta del coche y estaba a punto de arrancar.
- Una última pregunta –lo retuve-. ¿Por qué haces esto?
- Por venganza.
IX
Ana... seguías tan hermosa como la última vez que te vi... Parecías una diosa caída en desgracia con el rostro lleno de tierra y el vestido ensangrentado. Los años no pasan sobre ti, Ana... pareces la misma joven de catorce, con el cabello largo y castaño, con los ojos claros, tristes... Pálida... tal vez un poco más pálida porque la luz no te alcanza en esta habitación oscura... ahí, sentada con los hombros encogidos, con esa camisa áspera maltratando tu fragilidad, atando tus movimientos. Una parte de mí quisiera liberarte... otra parte de mi ser ansía destruirte... pero qué es la muerte sino el encuentro entre la más plena libertad y la total destrucción...
Me acerqué a ti y me postré de rodillas. Me miraste. Creo que tus ojos brillaron un poco. El tiempo ha respetado hasta tus lágrimas de la última vez... porque siguen en el mismo lugar. Déjame besar tus labios, Ana... déjame ocupar el lugar del hombre que siempre amaste por esta única vez...
Ya está... aunque no me reconozcas, Ana... soy el niño que acogías todas las noches entre tus pechos y que luego dejaste tirado en el asfalto para abrazar al traidor.
Soy Diego... tu hermano, y he llegado hasta aquí porque debo apagar el rencor que sembraste en mi corazón... y que he anidado durante todos estos años, para seguir con vida.
Silencio.
Aire.
Disparo.
X
En ese momento entró el capitán. Yo estaba de espaldas, con el cuerpo reclinado hacia el cadáver, tragando agua con sal, pero sabía que era él... reconocía el sonido de sus botas.
Abrió la puerta de golpe. Giré hacia él. Encendía un cigarro y sonreía.
- Ahora me he vengado de ti –echó humo por la boca-.
Volvió a mí la escena del general llevándose a Ana.
- El trato no fue por mí –se buró Santiago-... ellos me querían en el ejército.
Santiago era el más fuerte de los dos.
- El trato fue por salvar tu asquerosa vida.
No.
- Ana se dejó violar para que no te maten a balazos aquella vez.
No.
- Gracias por liberar a Ana, hermanito... -se acercó, me pateó a un costado y levantó el cadáver con cuidado para sacarlo de ahí-. Al fin podrá descansar.
Se alejó. Caminó con la muerta en brazos, tiró la puerta y salió.
Alexiel Vidam
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LA ÚLTIMA ESPERANZA
Hace tiempo que no escribo por eso de los exámenes. No tengo apenas tiempo para chatear con Lis y contarle cómo van las cosas. Además, con todo este lío de apuntes y libros, me ha entrado una pereza enorme que me impide ponerme delante del teclado y dejarme llevar como en otras ocasiones. Sin embargo, hoy es diferente.
Escribir me sirve para relajarme y para poner en orden ciertos pensamientos que me rondan últimamente.
El martes viví una experiencia que creo, me ha marcado profundamente y para toda la vida. Hasta entonces no sabía lo cruel e injusto que podía llegar a ser el mundo que me rodeaba y la impotencia que se puede llegar a sentir en décimas de segundo.
Hasta ese momento pensaba que lo más importante era salir con chicos, pillarme la borrachera padre el fin de semana, estudiar cuando no había más remedio y pasar de todo y de todos. Pero no es así. Por lo menos desde el martes.
Me dirigía al instituto como cualquier otro día, con la diferencia de que tenía que hacer un examen de matemáticas con la ingenua intención de aprobarlo y quitarme esta asignatura de una vez por todas.
Como era de esperar, mis esperanzas por hacer un examen brillante sólo se quedaron en eso, así que decidí no hacer más garabatos sobre el papel y salir de clase lo más airosamente posible.
Cuando me dirigía en dirección al parque donde nos solíamos juntar a la hora del recreo, oí un tremendo golpe seco. Fue en ese preciso instante cuando mi alma empezó a resquebrajarse.
Un motorista saltó por los aires delante de mí con tan mala suerte que su cabeza chocó de lleno contra el bordillo....no llevaba casco.
En un principio, no me percaté de la gravedad de la situación ni cómo había sucedido todo.
Fui corriendo hasta donde estaba tendido. Tenía toda la cara cubierta de sangre, los ojos cerrados y sufría convulsiones. No me había dado cuenta de quién era...hasta que reconocí su camiseta: era Daniel.
"No es posible", -dije en voz baja-,"si esta mañana le he visto antes de entrar a clase". Pero sí, era él y ahora estaba en el suelo luchando entre la vida y la muerte.
Yo estaba ahí de pie, mirándole, quieta sin saber qué decir, qué pensar...Se estaba desangrando y no podía hacer nada. Sentía como el mundo, mi mundo, se hubiese parado en seco. No había nada más, nadie más...sólo estábamos él y yo.
La ambulancia tardaba en venir y la impaciencia y los nervios afloraban entre todos los que estaban alrededor de Daniel. Entretanto, yo seguía sola ante él, repasando cada uno de los momentos que habíamos vivido juntos en los últimos meses y en cierta manera, despidiéndome de sus recuerdos poco a poco. Aún así, seguían quedándome fuerzas para la esperanza, la última.
Daniel seguía tumbado en el suelo, inmóvil, sangrando y sangrando mientras el sol lucía de manera intensa como nunca. Hacía calor, demasiado y la ambulancia no llegaba.
Tras unos minutos interminables, unas sirenas lejanas rompieron ese silencio monótono que había comenzado quince minutos antes...Y yo seguía allí de pie, sin gesticular palabra, preguntándome cómo se sentiría Daniel, si es que aún podía sentir algo.
Intentaron reanimarle en el mismo asfalto: tubos, oxigeno, gasas... pero todo era inútil. Daniel no reaccionaba por lo que sólo quedaba trasladarle al hospital.
Todos se quedaron allí alrededor de un charco de sangre, petrificados y horrorizados por lo ocurrido. Entretanto, yo desperté de mi letargo accidental. No entendía qué hacían esas personas paradas mirando al suelo y llorando.
Yo quería ir al hospital para saber cómo estaba Daniel, porque la incertidumbre me estaba ahogando. Sin vacilar ni un solo instante más, cogí un taxi hasta mi destino. Un viaje eterno que me valió para ordenar mis pensamientos confusos. Tras recapacitar unos instantes, me di cuenta de que por primera vez en mi vida había rezado un Padre Nuestro de corazón, sin pedir nada a cambio para mí, como solía ser habitual en época de exámenes. Lo había hecho desde dentro, con la suficiente fe como para creer que Daniel iba a sobrevivir y que todo lo que estaba pasando se quedaría en un mal recuerdo. Pensar en todo esto me tranquilizó bastante. Pero la pesadilla no había hecho más que empezar.
Al llegar a urgencias, tuve una sensación rara, una de esas que es mejor no experimentar nunca. Cuando iba por el pasillo, la gente me miraba con lástima, tal vez conmovida por mi cara pálida y completamente desencajada. Al final del pasillo, casi como en un túnel oscuro estaba Óscar, quien negando con la cabeza no tuvo valor para decirme, lo que yo sin palabras, ya sabía: Daniel había muerto.
De nuevo, volví al letargo del que había salido apenas unos minutos antes con la diferencia de que ahora no había marcha atrás. Él no volvería a abrir los ojos nunca más. Sentí cómo un escalofrío recorría mi espalda. Mi corazón latía a mil por hora. No podía moverme, mi cuerpo era demasiado pesado para hacerlo. No podía creerlo. Él ya no estaría junto a mí, riéndose, charlando conmigo, compartiendo sus secretos, besándome... Una lágrima recorrió mi mejilla. Sentía dolor y rabia. De pronto, recordé el pensamiento tranquilizador que había tenido en el taxi y un intenso rencor se apoderó de mi. "¿De qué me ha valido la fe? ¿Quién es Dios para llevarse a Daniel? ¿Por qué Daniel?",-gritaba en alto una y otra vez-.
Me dolía tanto el alma que salí corriendo hacia ninguna parte. No quería mirar atrás...
Había pasado la noche sin dormir y no había probado bocado. No tenía ni fuerza ni ganas. No querían que fuera sola al funeral, aunque yo me empeñaba. Así que vinieron a buscarme a casa. Seguía ausente en mis pensamientos, en mis recuerdos, en Daniel.
Llegar a la necrópolis no hizo más que intensificar todo el dolor que sentía dentro. "Me dijiste que este verano nos iríamos de acampada y que me enseñarías a pescar", -pensé fugazmente-, "que siempre estarías a mi lado y que cuando cumpliéramos 18 podríamos hacer más cosas juntos sin que nuestros padres nos pudieran decir nada. ¿Por qué no cogiste el casco? ¿Qué hago sin ti ahora?".
No aguantaba más y tuve que salir corriendo y esta vez sí, rompí a llorar.
Un ramo de claveles blancos era lo único que quedaría de ti en ese maldito bordillo delante del instituto...el rojo nos conmovía demasiado.
Seguía sin creer como alguien tan lleno de vida, ya no estaba y yo sí, al igual que miles de personas que no se lo merecían. ¿Por qué Dios le había señalado con el dedo?
Muchos de mis esquemas se rompieron en ese preciso instante, entre ellos, el valor de la fe. No podía seguir creyendo en alguien tan injusto. Y así ha sido.
Daniel ya no está, pero su recuerdo ha quedado en mí... y aún sigo sin entenderlo. Lo único que sé, aunque suene paradójico, es que su muerte valió para abrirme los ojos y cambiar mi vida. Simplemente por eso, gracias.
Creo que ya entiendo el motivo por el que necesitaba escribirte: hoy cumplirías 18 años.
Flor de Loto
(http://acrobatas.blogia.com/upload/sonando.JPG)
EL SUEÑO OLVIDADO
Como casi todos los niños, cuando yo era pequeña soñaba con lo que iba a ser de mayor.
Por aquel entonces las niñas cantábamos una cancioncilla sobre nuestra vocación futura que decía así:
"Quisiera saber mi vocación, soltera, casada, viuda o monja..."
Algo tan inocente como eso causó en mi uno de los primeros conflictos serios de mi infancia, yo no quería ser ninguna de esas cosas
Yo quería ser artista. No sabía muy bien cual iba a ser mi arte pero estaba convencida de que antes o después yo sería famosa, y que allá donde fuese brillaría con ese arte mío, aún por descubrir.
Mientras tanto, en el colegio mis compañeras soñaban con ser misioneras y dedicar sus vidas a convertir a los pobres negritos, para los que todos los años postulábamos el día del Domund.
Se veían a sí mismas como protagonistas de esas historias de mártires, que con tanto realismo nos relataba la madre Genoveva, y que preferían morir despellejadas a perder su virginidad en manos de algún infiel que sin duda querría violarlas.
Yo en esos momentos me sentía avergonzada y reconcomida conmigo misma. No solo no compartía esos cristianos y abnegados propósitos, sino que en el colmo del desatino, soñaba con unos brazos brillantes como el ébano que me abrazaban frenéticamente. Y lo que es peor aún, no solo no me resistía, sino que me entregaba a ellos con una pasión impropia de una alumna de Nuestra Señora del Rosario.
Al ir creciendo, la vida como si de una potente máquina segadora se tratase, se encargó de ir segando mis fantásticos sueños.
Todo fue tan rápido que ni siquiera fui consciente de cómo cada uno de mis proyectos, planes y deseos, se fueron desvaneciendo.
De repente casi sin darme cuenta tenía novio. Yo por aquel entonces estudiaba en la universidad y pensaba seguir haciéndolo, pero sin saber muy bien porqué accedí a sus deseos y abandoné los míos
Mi sueño más inmediato se convirtió en llegar a fin de mes. Después en encontrar otro trabajo para que los niños pudiesen ir mejor vestidos y poderlos llevar al mejor colegio. Luego en ahorrar para comprarnos un piso más grande y seguir pagando las letras del coche, mas tarde para que mis hijos fuesen a la universidad. . .
Entre medias sacar tiempo de donde no había para cuidar de la casa, y en temporada llegar la primera a las rebajas, para conseguir ese fantástico modelito que me haría parecer la estrella que ya nunca sería.
Y precisamente fue en un día de rebajas en los grandes almacenes a los que todos vamos en Enero, cuando un espejo me devolvió la imagen de alguien a quién había olvidado hacía mucho tiempo. Hacía años que no miraba dentro de mis ojos, creo que en algo así como en un pacto no pactado nunca conmigo misma me lo había prohibido.
Pero esa mañana, sin saber porqué no cumplí esa norma. . . y me la encontré. Allí estaba ella, aquella niña que iba a ser famosa y a la que unos brazos negros como el ébano abrazarían con una lujuria, incapaz ya de imaginar.
Un sollozo ahogado se me perdió en el corazón
En los días siguientes, casi de reojo, sin querer mirar, mis ojos volvieron a encontrarse con mis ojos. Cada día me era más fácil hacerlo y cada vez me resultaban más familiares.
Y de nuevo la segadora volvió, pero en dirección inversa. No segaba, pero lo arrolló todo tan rápidamente como la vez anterior
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Desde la ventana de mi estudio, aquí en Camerún, diviso la redacción de mi periódico. Mi firma es tan cotizada que me permite el lujo de elegir destino.
Pero casi os voy a dejar. Omar acaba de abrazarme y no puedo evitar volverme loca de placer cada vez que distingo el color de su piel en contraste con la mía
P.D. Por cierto, nunca vi por aquí a ninguna de aquellas compañeras, misioneras de vocación, ¡pobres¡ ¡no cumplieron sus sueños¡
Helena de Troya
(http://piensaxdios.files.wordpress.com/2009/12/mentir.jpg)
HUNG UP
Madonna nos quiere contar su secreto, según está dicho en las sagradas notas de su video clip, pero ella misma pide perdón en diferentes idiomas, como si ese, su misterio, fuera tan delicado y vergonzoso.
Seguro que no es nada importante, debe ser solo un bluff para la propaganda, para que todos compremos su disco; yo ya lo hice, es muy aburrido y no cuenta nada interesante. Pero que se va a hacer, ya estoy acostumbrado a que Madonna me mienta. Y es eso lo que me gusta.
Me encanta que me digan cosas que no son ciertas, que me hablen al oído, susurrando lo más bajo posible, así me imagino qué es lo que me estás diciendo.
Mentime que me gusta. Pero Mentime mucho, todo el día. Siempre.
Engañame, contáme tus verdades pero en susurros.
Imáginate que me harías, cómo, cuando, dónde, pensalo rápido y hacelo que lo espero, aquí parado apoyado en esta columna.
Estoy vestido, mi camisa tiene esos botones, que son broches, asi que de un tirón me la abrís, así ves todo mi pecho peludo, mis cicatrices, mis músculos abdominales, el ombligo grande y gordo. Mi pozo negro. Mis brazos fuertes y gruesos, mis manos sin anillos. Mi uñas. Busca los pocos pelos que sobresalen de mi nariz. Averigua lo que necesites.
Sácame el pantalón, tíralo al otro lado y déjame desnudo.
Dame vuelta y mírame por todos lados, tentá cada centímetro de mi piel, observá todo, poro por poro, cada uno de mis lunares y mis pecas.
Tomáte el tiempo que necesites, no tengo apuro, hacelo con ganas y conciencia, buscá en cada uno de mis rincones, mi secreto.
Escudriñá por todos lados, hacéme cosquillas y raspá la planta de mis pies.
Cuando lo encuentres, sujétame por atrás y en mi oreja izquierda, entre soplidos desesperados, no contengas tus ganas y grita el enigma recién descubierto por ti.
Pero no te olvides de mentir.
Así cuando la farsa sea grande y no la soporte más, me suelte de entre tus brazos, y por fin pueda zafar de todo ese mundo que has construido para mi. Te golpeé, te de vuelta la cara, te dejé moretones bajo tu ojo, me aparté de ti, solo unos pasos, para poder ver desde la altura de mi cabeza en lo que haz acabado siendo. Quiero ver el resultado de tu mentira.
Y así volver a inventarte, a imaginar que hubieras sido sin mi, a patearte, a darte golpes con mi vara fina y rígida por todos lados. Te llenaré de marcas, para que por fin puedas adular delante de los demás. Para que todos sepan que me perteneces. Y puedas pedir perdón.
Perschak
(http://3.bp.blogspot.com/_Y9w9jkbff-I/S7ItsvXcvoI/AAAAAAAADhU/PuoAUUlTanE/s1600/PRE_corazon_roto_jpg_874778526.jpg)
L 29
Esa tarde Lisa esperaba con ansiedad el concierto de Rubén Blades. Me llamó al celular hacia las cinco de la tarde de aquí y me dijo que ya tenía la boleta. A mí me hubiera gustado estar allá, pero no se lo dije. Me limité a murmurar que Blades había sido un mal amigo (con Willie Colón), como si eso fuera cierto y como si eso tuviera algo que ver con su música y con el concierto al que iría Lisa sin mí. Cuando colgamos, me puse a escuchar por Internet un par de canciones de Blades y me tomé varias cervezas. Luego salí a caminar por Montparnasse y traté de olvidarme del asunto. Eran casi las once de la noche de aquí cuando el celular volvió a timbrar (yo no contesté). Cuando volví a mi casa me quedé viendo "in the mood for love" de Wong Kar Wai. Eran casi las once de la noche de allá (las 6 de la mañana de aquí) cuando yo marqué (ella no contestó).
Después de la primera llamada y antes de su concierto, Lisa se sentó a esperar a que pasarán las horas en un café de La Soledad. Trató de escribir un par de postales. No sabía si las enviaría. Quizá por eso las escribía, porque si estuviera segura de enviarlas a lo mejor no se atrevería a escribirlas. Cada postal traía un collage de fotos de algunos Parques Nacionales de Colombia. Ella conocía bien todos esos lugares: Gorgona, Farallones, Corales del Rosario, Nevados. Yo también.
Después se fue para el concierto de Rubén Blades. Un par de días después me llamó y me dijo que teníamos que separarnos. Le pregunté si su decisión tenía que ver con el concierto (no respondió). Yo tampoco dije nada más. Nos quedamos un rato mudos. Dos semanas después recibí una carta suya. Bueno, no era propiamente una carta, pues lo normal es que la gente "escriba" cartas, pero no, ella no hizo eso. Lisa me envió 5 fotos suyas sin agregar palabras.
Esas fotos no me mostraban ni sus tacones negros, ni sus candongas violetas, ni sus uñas pintadas de azul, ni su cadena de plata con un dije de delfín, ni su reloj sin marca, ni sus marcas en su piel (algunas solo mías). Sólo hablaré de sus uñas, mi fetiche preferido. La recuerdo siempre comiéndose las uñas mientras veía una serie americana un sábado en la tarde (digamos Dr. House). Y en la noche la veo frente a un espejo, tratando de limarse "los restos" de uñas que le quedaban colgando. Y la veo, mordiéndose los labios frente al espejo. Y la veo, pintándose las uñas de rojo y de negro, o de azul. La veo como veía a mi mama hace veinte, hace diez, hace cinco, hace dos años. Siempre me gustó acompañar a mi mama dónde su estilista, al "Gran salón Leo y sus Matices". Me gustaba el olor del removedor y de los esmaltes. Me fascinaba, es decir, me fascina, ver a las mujeres en sus tocadores, llenarme de todos los olores artificiales que provienen de incontables neceseres. Me gustaba ver a Lisa, desnuda frente a mí, tomándose fotos con su cámara automática. Y ahora, de todas esas imágenes, sólo puedo palpar las cinco fotos ascé(p)ticas que me mandó. En cambio, en lo que no puedo ver están todos mis fantasmas, atrapados en un solo frasco, en una caja de Pandora de mil fragancias, más o menos secretas. Sólo palpando en mis manos vacías puedo asir esos espacios suyos a mí memoria.
En las cinco fotos elegidas, los ojos de Lisa se esconden para la cámara a propósito. Es decir, se esconden de mi. No quieren verme. ¿Por qué? Ni siquiera quiso ponerle su nombre ni un título. Aún así la primera foto me gusta mucho. Esta sentada con una falda corta, negra, de cuero, con las piernas cruzadas. Hay tantos colores en ese cuadro! Hay tantas "cartas robadas", hay tantos velos del deseo. Pero apenas me entusiasmo con esos roces del pasado, empiezo a imaginar quien tomó las cinco fotos. Y me da por pensar que fueron tomadas un par de día después del concierto de Rubén Blades. Es raro. Si me fijo bien, parecen haber sido tomadas por un niño o por un enano. O por alguien que estaba sentado digamos en una silla de ruedas. ¿De dónde sacó eso?
Ah, casi olvido decirlo, L 29 es el nombre de una fragancia desconocida que aparece en la mesa de Lisa. ¿A qué sabrá ese aroma? Debe ser nuevo. Debe haberlo elegido sin pensar en mí y acaso ya ha sido otro el que lo ha probado. L 29... ¿lo compró ese día, para estrenarlo en ese concierto? Esa noche en la que se conoció con X...esa noche en que empezó a olvidarme. Esa noche en que Blades cantó "cuentas del alma". Eso me lo contó Leoncio, un amigo común que estuvo en ese concierto, a pesar de estar en silla de ruedas, (recién operado de su rodilla). Leoncio si que la pasó muy bien. Hasta conoció una mujer con la que ahora vive. La conoceré en julio cuando vuelva a Bogotá. Si, porque como dice Rubén Blades, "todos vuelven"...
Aquiles Cuervo
(http://4.bp.blogspot.com/_b_zMPPKzHwg/SzlYkhNGQrI/AAAAAAAAA1Q/2SUzpMMRxQ4/s400/llorando1.jpg)
COSAS QUE PASAN
Aquel sábado los dos estaban solos en casa. El venía encontrándose ligeramente indispuesto desde que se levantó por la mañana. Al anochecer, después de cenar y mientras veían la tele, sintió un repentino y agudo dolor en el pecho, se llevó ambas manos al costado y, al tiempo que emitía un agónico lamento, una fuerte sacudida le hizo contraerse en el sillón. Fue como su hubiera sufrido una súbita descarga eléctrica.
En realidad se trataba de un ataque al corazón. Ella acudió apresuradamente al teléfono para pedir auxilio médico. Mientras aguardaban la llegada de la ambulancia, no pudo prestarle la menor ayuda ya que nada sabía de medicina. Lo único que hizo fue acunarle entre sus brazos. El tiempo pasaba con una lentitud insoportable y él parecía encontrarse cada vez peor.
Por fin llegó la ambulancia, lo metieron dentro y lo trasladaron urgentemente al hospital. Una vez allí, pasó a la unidad de reanimación, pero por más que lo intentaron, nada pudo hacerse por salvarle la vida y murió.
Cuando ella lo supo casi no podía creerlo. ¡Había sucedido todo tan inesperada y rápidamente!. Tan solo unas horas antes se encontraban juntos y eran felices, y ahora él estaba muerto. Se había ido, así, de golpe, como se desvanece un puño en el aire.
Pudo verle una vez más en el pasillo del hospital, bajo las frías luces de neón, antes de que lo llevaran al depósito. Se hallaba tendido sobre una camilla y cubierto por una sábana verde. Una enfermera le había permitido que pudieran estar solos por un momento.
El tenía el rostro contraído y pálido, con los primeros síntomas de la rigidez, y su ralo pelo gris estaba en completo desorden. Entonces ella, sin decir nada, sacó un peine del bolso y comenzó a peinar sus revueltos cabellos. Aquel pequeño gesto de cariño supuso su último adiós al hombre que había amado. Después desapareció.
Y nadie, ni la esposa ni la familia, pudo averiguar quién era aquella mujer que estaba con él cuando murió.
Jcaro
VIAJE A MI URBE ESPACIAL
No es simple abortar la vida cotidiana y arrojarse al mundo a explorar lo que se encuentre por su paso, sin regla pre – escrita o convencionalismos establecidos. Un buen día tomé mi cacharro, lo llené de mi bagaje cuasi intelectual con las experiencias vividas y sus fracasos, decidí enterrar el pasado y echarme a andar por la autopista hacia cualquier lugar. Locación que me plazca, me apropio de ella, y de no ser así, pues la dejo correr.
Mapas, combustible, captadores experimentales de vivencias, cava con hielo, destapador y cualquier bebida dulce para aplacar la sed cuando apremie. Una vez equipado, selección de la ciudad que me abrirá paso por su entrepierna para adentrarme a disfrutar de sus paredes, aromas, imágenes, jardines y placeres.
No es la muchacha del Dauphine contando el tiempo ni el ingeniero del Peugeot de una crónica cortaziana, quienes tengo a los lados. Es sólo una semejanza ante la coincidencia de entrar por la autopista del Sur, no a París, sino al testigo de nuevas vivencias que con mi auto puedo recorrer, por mi ciudad especial. Dos canales son suficientes para llegar sin embotellar el tráfico, pero con el disfrute absoluto de pensar que pronto acabará su soledad ante mi próximo recibimiento.
Tomo el cuadrante norte, amplia autopista, residencias de lado y lado, símbolo de la opulencia que emana de una riqueza desigual y ella me sonríe y me llama, tómame aquí, disfruta a lo lejos la montaña azul, absorbe mi belleza, por lo menos el tiempo que dure tu visita. No, no vayas más adentro, que por esta zona quiero que me aprecies así, perfecta, hilada, quizás fría, pero adecuada como primera vista, capta mi memoria, tómala de recuerdo y haz que perdure.
No todo es alineado en la vida y así como tuve el placer de vivir la zona opulenta, me adentro por el cuadrante sur. Si, la zona de barrios humildes, de calles horadadas a la espera de una migaja de riqueza que medio alivie el paso de mi auto por encima de ella. Es particularmente interesante, pues de ellas afloran historias de penas, vergüenzas, alegrías, sinsabores y donde el atractivo mayor no proviene de la perfección urbana adecuadamente estilizada, sino de la calidad de su gente, trabajadora como ninguna, creadora de vida.
Un centro atroz de comercios, oficinas públicas, gente bien gente, y otras no tanto, pero que conforman un collage unificado de entes que pudieran parecer puestos al azar y se entrecruzan alineadas con cierta logicidad, hacen de este rebullicio un atractivo insospechado de elementos imagenológicos captables por un lente o por una retina, convertibles en papeles de un recuerdo.
No puedo evadir la visita al cuadrante artístico de la ciudad, donde recorro desde una mole seudo cultural que conforman museos, galerías, teatros, librerías, plazas abiertas hasta murales grafiteros, probablemente dibujados con catalizadores mentales, propiciadores de verdadera expresión popular. Bares, cafés y demás centros de recogimiento intelectual ofrece esta urbe al paso de un visitante como yo, dispuesto a drenar sus inquietudes detrás de una barra, un lente o tras los acordes de Vivaldi para violín y flauta y luego continuar la farra, al compás de una bella dama, en cualquier hostal.
Acabó el tiempo de abrazar, sin Onetti en el camino, pero viendo a mi salida, por la autopista 91 un pasajero a la espera de alguien que le lleve. Le embarco y tiene en sus manos, un mapa, una cámara, una cava con hielo, un destapador y una bebida dulce. Terminó de captar sus vivencias en esta ciudad especial.
Contratelón
REDUCCIÓN CONCEPTUAL
Nómada en su provincia, errante en la capital, ¿se atreven ustedes a desvirtuarlo algo más? Era propio, su carácter, de alguien aquejado por la enfermedad; no tenía mal de amores, tan sólo la esperanza de que al llegar a casa un estupendo tazón de leche fría le estuviera esperando. La leche había sido su consuetudinaria compañera, aquélla por la que había hipotecado su salud. Pero qué rica estaba. Solía despedazar en trocitos las magdalenas integrales que su vecina le proporcionaba con cuenta gotas, pues ella sabía de su adicción. La vida se convirtió en un reflejo sobre superficie blanca; en una esponjosa textura de color tostado; en el suplicio de una tarde veraniega sin cacao. ¡Cuánta incomprensión había experimentado antaño, cuando aún no dejaba migas allá donde se posaba! De forma gradual fue perdiendo los sentidos: el oído, la vista, el tacto y el olfato; el gusto nunca lo perdió, de eso estaba orgulloso. "Es un cambio para mejor" se decía, resignado, aunque los reproches pronto terminarían. Una vez quedó reducido a tamaño irrisorio (aquél que le caracterizaba era demasiado tosco, muy poco ergonómico), el estrés y las preocupaciones afloraron sin previo aviso: era el precio a pagar por su dulce existencia. Sumergido en un denso medio traslúcido, se había acondicionado bastante bien, y la preocupación por la pérdida de sus orificios naturales parecía ya algo del pasado. Al principio el contraste le contrarió, nunca se había puesto en tesitura; pero una vez reblandecido y asimilado a su nuevo entorno, todo fueron facilidades. Ni siquiera tembló cuando llegó su momento, pues no tenía ya esa capacidad, estando disperso de forma tan precisa. Un único pensamiento relampagueó al final, hallando el medio adecuado para dejar su impronta; era tan sólo un esbozo, una ligera idea, pero parecía decir algo de forma clara y concisa: imbuido en tan blanquecino ambiente, ¿quién no hubiera disfrutado siendo una galleta?
Mangédoc
INVISIBLE
Aquella mañana me levanté a la hora de costumbre, y, también como de costumbre, me dirigí a la cocina de casa para tomar algo antes de irme. Allí estaba mi madre, ya vestida para ir a trabajar, con su taza de siempre en la mano. Nada más entrar, ella acabó rápidamente su café y se fue. En aquel momento no le di mucha importancia, mi madre nunca ha sido demasiado comunicativa. Tampoco le di ninguna importancia al hecho de no tener ni pizca de sueño, pese a haber estado escribiendo sobre unos contrabandistas espaciales o sobre la corte bizantina (no estoy seguro, pero tampoco tiene importancia) hasta las tres, o quizá las cuatro de la madrugada.
Salí de casa con tiempo de sobra y caminé solo por las calles de mi barrio, esas calles que jamás dejaban de oler a combustible de coche y a orín de perro, durante algo más de diez minutos. Cuando llegaba a las inmediaciones del instituto, allí estaban llegando manadas de los alumnos más madrugadores de los cursos más inferiores, en definitiva, decenas de agresivos pre-adolescentes a los que no sentía ninguna necesidad de dirigir la palabra. Llegué el primero a clase. Aún faltaba más de un cuarto de hora para que empezara la primera clase. Me senté encima de una mesa, justo al lado del radiador, y me puse a mirar por la ventana el mismo paisaje que veía todas las mañanas. Al rato entró Y, la única mujer capaz de hacer que mis adolescentes hormonas bailaran como en un hormiguero. Ella se detuvo en su sitio y, sin ni siquiera mirarme, se puso a rebuscar en su mochila Yo me acerqué a ella para decirle hola y para preguntarle cualquier bobada que pudiera iniciar una conversación. Cuando llegué a su lado, la encontré tratando de hallar el paquete de tabaco. Yo le dije "hola Y" y ella no hizo nada. Simplemente se limitó a seguir buscando el tabaco y a marcharse al lavabo cuando hubo dado con él. Yo la seguí algo mosqueado hasta la puerta del aseo y comprobé que estaba fumándose un cigarrillo con sus amigas, así que dejé el asunto para otra ocasión. Tras esto, el resto de alumnos y alumnas de mi clase empezaron a llegar de una forma más o menos continuada.
La profesora no tardó mucho en llegar, y con ella, todos los alumnos que esperaban su llegada fuera del aula entraron en ella. J, mi gran amigo J, el que me había acompañado los dos últimos años de estudio, entró en clase in extremis y se sentó a mi lado sin decir nada. Como cada mañana, la profesora controló la asistencia a clase, pero esta vez tuve una gran sorpresa. Cuando llegó a la letra c, se saltó mi nombre, C, y pasó directamente al de mi compañera D. Casualmente esto tampoco tuvo para mí ninguna importancia. "Bueno –pensé- mejor así que al revés".
La mitad de la mañana pasó casi volando. Cuando llegó la hora de almorzar, J salió corriendo de clase. Yo le perseguí por los pasillos gritándole, con un cabreo ya considerable, porque, que la mujer de mis sueños me ignore es algo a lo que ya estoy acostumbrado, que la profesora se salte mi nombre es algo normal teniendo en cuenta que su proximidad a la jubilación la hace estar intelectualmente bastante desatinada, pero que J no me hable, eso sí que necesita una explicación.
J estaba en el escondrijo de costumbre, comiéndose un donut con la mirada perdida. Yo me acerqué a él y le di un empujón al tiempo que le gritaba, pero no se inmutó. Seguía con la mirada perdida y con la mente absorta en no sé qué. Harto de esta situación, me fui a la cafetería a pedir un refresco, pero no conseguí que la camarera me hiciese caso por más que me dejé la voz en ello.
Cuando acabó el descanso, volvimos a clase. Yo me volví a acercar a Y pensando que a lo mejor ahora podría entablar una conversación, aunque sólo fuese para que se riera de mí, pero ni por esas. J volvió y se sentó de nuevo a mi lado con la misma actitud de todo el día. Luego llegó el profesor y todos se sentaron excepto yo, que permanecí de pie junto a J. El profesor empezó su discurso como si nada y yo salí de mi rincón para colocarme a su lado, pero él no me vio. Al punto empecé a insultarlo y a
meterme con el acné de A, con la obesidad de L, con la nariz de M... pero nadie reaccionó en absoluto, ni para bien ni para mal. Casi entrando en estado de desesperación, salí corriendo del centro, subí por la primera calle que había y me metí en el primer comercio que encontré. Empecé a gritar a la dependienta que si me podía oír, sin resultado. Entonces se me ocurrió la gran idea de robar aquel establecimiento para que me detuvieran. Me puse a coger pequeños objetos que no necesitaba y salí de allí sin que nadie me viera, pese a estar al descubierto, y sin que sonara la alarma, con total impunidad. Totalmente derrotado, tiré lo que había robado a un contenedor y me senté en un banco.
Al caer la tarde volví a casa. Mis padres estaban discutiendo, también como de costumbre, sobre una puerta o algo así, así que me metí en mi cuarto para no tener que escucharlos. Mi cuarto ya no era el mismo, allí ya no estaban ni mi cama ni mi armario. Sólo quedaba mi escritorio.
Cuando salí de mi habitación era ya de noche y mis padres estaban cenando en silencio, sin mirarse. Yo volví a mi habitación y me puse a pensar en lo que me pasaba. Era invisible, nadie me veía ni me podía oír, como si mi situación familiar hubiese invadido todos los aspectos de mi vida.
Suponiendo que, al ser invisible, no tendría hora de llegada, aquella misma noche me metí en el instituto sin grandes dificultades. Entré en el cuarto de los expedientes y empecé a buscar mi nombre, C, sin resultado. No era invisible. Era inexistente. No era como si hubiese dejado de existir, era como si nunca hubiese existido.
Pasé la noche entera en mi clase, sin reparar en que ni siquiera tenía sueño. Cuando amaneció, fui a la cafetería, pero me di cuenta de que no tenía hambre. Más tarde llegó Y. La miré, pero ya no era igual, ya no producía en mí la misma sensación de placer y temor de siempre. Esto sí que me preocupó. Aquella misma tarde fui al gimnasio del barrio y me introduje en las duchas femeninas y no sólo no tuve ninguna dificultad en acceder al lugar, sino que no experimenté ningún cambio físico, hormonal o sentimental ante tal cantidad de mujeres desnudas. Posiblemente había perdido mi cuerpo. Posiblemente nunca podría tener relaciones sexuales. Posiblemente jamás llegaría a la mayoría de edad, ni iría a la universidad. Posiblemente mi escritorio era lo único que me vinculaba al mundo sensible. Posiblemente estaba condenado a vagar solo por toda la eternidad. Y aun así, no sentía nada, sólo el vacío. Quizá así era mejor.
Maese Pako
QUERIDO DIOS
Por el derecho de los niños
A vivir sin miedo.
Aquí estaba, tal y como se había prometido a sí misma, con el alma dispuesta para la felicidad. Al contrario de lo que imaginara noches atrás, sus manos no temblaban de emoción, ni el corazón le crepitaba agitado, queriendo escapar de su pecho. Tampoco estaba exaltada por la incertidumbre de lo que pudiera ocurrirle. Simplemente esperaba, igual que en cientos de instantes de su vida pasada. Se dejaba nuevamente atrapar por la ilusión. Confiaba en que los cielos se compadecerían de ella y, de una vez por todas, se le ofrecería la oportunidad de iniciar una vida nueva, donde el miedo no fuese el único protagonista y el titilar quebradizo de su pulso, el exclusivo compañero de viaje.
- ¿Qué cosa más terrible puede venir ya? - Se preguntaba para sus adentros, en tanto que sus pupilas, empapadas de recuerdos, se arremolinaban en el pavor de otros tiempos.
Ellos llegarían de un momento a otro.
Las monjas le habían ordenado que esperase sentada en un banco de la entrada. Horas antes se había lavado y peinado escrupulosamente para causarles buena impresión y Sor Ángeles, la superiora, había examinado sus uñas y oídos, con la intención de asegurarse de que no los hubiera olvidado en su aseo. Cuando hubo terminado, se colocó el vaquero nuevo, aquél que su madre le había regalado en el último cumpleaños, al cumplir 14, justo 3 días antes de que se marchara. Le tenía un cariño especial a aquel pantalón, puesto que le traía a la memoria la estampa de su preciosa cara, aunque, a la vez, esa imagen le provocaba un gran desasosiego, ya que con ella también regresaban las marcas de muchas cicatrices. Cuando eso sucedía, el terror paralizaba todos sus músculos, incluso su cerebro.
- ¿Por qué no podré pensar en ella sin que aparezca él inmediatamente? Hago grandes esfuerzos por revivirla en mi mente, porque ella no merece que yo la olvide jamás, pero lo no consigo sin que la presencia oscura de él ensucie mis recuerdos. - Al final, siempre que estos pensamientos la invadían, acaba llorando amargamente.
Desde hacía una semana, en la que le comunicaron que vendrían a buscarla, sólo pensaba en sus rostros. Cómo serían, se preguntaba cada noche al acostarse. Imaginaba en él a un hombre afable, complaciente y de mirada dulce; alto, quizás, fuerte, pero de figura esbelta. A ella la soñaba rubia, con una brillante melena rizada, cuyos bucles adornaban graciosamente un rostro tan blanco como inmaculada es la espuma que desprenden las olas al romper contra los acantilados; sus ojos, enormes, serían del color del mar.
- Ruego que ella sea cariñosa conmigo, que me abrace y bese continuamente. Necesito mucho todas sus caricias. – Pedía a Dios cada noche con profunda emoción.
Cuando tales ensoñaciones sobre sus imaginarios padres adoptivos hacían acto de presencia, al unísono la embargaba un potente sentimiento de culpabilidad. A medida que aumentaba su ansia por conocerlos, por tenerlos a su lado, por consentirles invadir cada uno de los recovecos de su soledad, la memoria de sus propios padres se hacía más y más pequeña, debilitándose lentamente, hasta terminar desapareciendo por completo. Era el momento en que una serena paz embargaba su alma, aniquilando de este modo ese vetusto pavor, antiguo camarada que tan bien conocía y cuyo portentoso afán había arruinado todos los rincones de su infancia. ¿Se parecía, quizás, aquella sosegada quietud a lo que otros seres humanos llamaban felicidad? Después el sentimiento de culpa retornaba, oscureciéndolo todo nuevamente.
Las monjas habían sido muy bondadosas con ella, por esta causa les procesaba un gran afecto, no exento de agradecimiento. Sin embargo, no eran lo que ella soñaba. Tanto las hermanas como las otras niñas de la casa de acogida se habían esforzado de manera desmedida, desde que ella llegara, para que se recuperara. Al principio, se negaba a salir del dormitorio donde la habían instalado. Su convencimiento de que corría peligro la hacía sufrir profundamente y sus noches de pesadillas no tenían fin. Estaba convencida de que su padre vendría a buscarla para vengarse de ella. Él lo había prometido, le había jurado que la buscaría, que antes o después la hallaría, aún cuando se ocultara en el fin del mundo, a pesar de que transcurrieran mil años, y que cuando eso sucediera...
- Pagarás todo el daño que me has provocado. – Le dijo encolerizado aquella tarde plomiza de octubre.
- Pero ¿es que no entiendes que yo quiero a mamá y que no podía consentir que te salieras con la tuya una vez más?
- No dejaré que estés tranquila ni un sólo día más en toda tu vida. – Y los ojos del padre, inyectados en sangre, se clavaban envenenados en los de su hija.
Todavía suponía para la niña, aún a pesar de los meses transcurridos, un enorme esfuerzo salir a la calle, campar por lugares que no estuviesen protegidos por paredes, andar por ahí... El mundo se le había vuelto, de repente, gigantesco y, convencida de que él aparecería en cualquier momento y por cualquier esquina para arrebatarle la vida, se agitaba en temblores sin cesar.
Aquella tarde en la que su madre se marchara, ella llegó del colegio y cuando abrió la puerta de la casa ni siquiera se percataron de su presencia. Solía ser así a menudo. Nada que merendar, como cada tarde, ningún beso para recibirla, ni una afable palabra o una mirada de complicidad. Nada. Entonces era cuando la inundaba ese fatídico sentir que la invitaba a pensar que su existencia no importaba a nadie. Y siempre, al final, la odiosa pregunta sin respuesta...
- ¿Por qué me ha tenido que tocar a mí? ¿Por qué, yo?
Como cada día iba directa a su habitación. Sabía que no debía detenerse. En el camino hacia su pequeña guarida estaba el salón y en él ellos discutían a gritos. En ocasiones, se cuestionaba si no esperaban a que ella llegase para montar el circo, porque era difícil convencerse de que, a diario, hubiese motivos para tanta discusión.
Aquella tarde, todo parecía igual que miles de atardeceres pasados.
Cuando la madre comenzó a llorar, como a menudo solía ocurrir, a arrodillarse, suplicándole que la perdonara por las lentejas saladas, el filete crudo o el escote demasiado grande, él empezó a vociferar más fuerte aún, como siempre. Porque con la debilidad de la madre, el padre se crecía. A continuación, el escandaloso estruendo de las cosas que a ella se le caían de sus temerosas manos se hacía incesante. Platos llenos de comida y vacíos, cubiertos procedentes de la mesa y de los cajones, ollas, sillas, cuadros..., brincaban enloquecidos por toda la habitación. Al final, siempre los golpes. La hija se tapaba los oídos con toallas, cantaba canciones aprendidas en el colegio y, con frecuencia, se metía debajo de la cama. De ese modo, se imaginaba que ella no vivía allí, ni formaba parte de aquella familia que era la suya.
Aquella tarde, no obstante, todo fue diferente.
Dos meses atrás la madre había ido a esperarla a la puerta del colegio. Su brazo izquierdo, todavía envuelto con una venda a consecuencia de la última paliza que el padre le había propinado, yacía ya sin escayola. Aprovechando la visita al médico para las últimas radiografías, se había hecho un análisis de sangre, cuyo resultado parecía haberla puesto contenta. Hacía tiempo que su hija no la veía sonreír de aquel modo. Y entonces se lo confesó. Estaban esperando un bebé.
- Ahora todo cambiará. – Le prometió. - Él se apiadará de nosotras y nos dejará vivir en paz.
Al verla así, sintió que era una hija muy afortunada, pues consideró que poseía la madre más bella del mundo. La felicidad en la que el corazón de su madre estaba anegado, le ayudaba, incluso, a disculpar a su padre. De modo que, más por ingenuidad que por convicción, se alimentó de las mismas esperanzas que la madre. Al principio, daba la impresión de que ella tendría razón, es decir, de que un período de sosiego reinaría en sus vidas. De hecho, algunos signos así lo auguraban: cuando regresaba del colegio, mamá le tenía preparada su merienda favorita: un trozo de pan con chocolate. Mientras la chiquilla engullía sonriente aquel dulce manjar que le sabía a gloria, su madre la contemplaba con inusitada complacencia. Y ambas eran dichosas de un modo que resultaba insultante.
Aquella tarde, sin embargo, todo se transformaría.
Tras golpearle el rostro con sus puños, se dirigió a la cocina para coger un cuchillo. Tenía previsto acabar con su vida de un certero golpe, como si nada. Como si la vida de su madre no valiera un comino. Como si su hija, al quedarse sola, pudiera volver a ser feliz como si nada. Como si él fuese el amo y señor de su existencia y del destino de su propia hija. Él, que se las daba de ser tan hombre... Así fue como recibió varias cuchilladas, sin que su hija pudiera evitarlo. Ese día la chiquilla también se había tapado las orejas para no oír, para evitar tanto sufrimiento, aunque sus lastimeros lamentos cesaron antes que de costumbre. De ese modo contundente fue como descubrió que la única rendija de escape, que ambas habían alimentado, se diluía, para siempre, en manos de la muerte. El asesinato de su madre y de su hermano, todavía en el amoroso vientre, cercenaron todas cuantas mágicas esperanzas ella había forjado sobre la faz de esta tierra... Ya sólo le quedaba él.
Aquella tarde, cuando dejó de oírla gritar, salió de su habitación dominada por la angustia, temiendo encontrarla como la halló: inmóvil, tumbada sobre el sofá, anegada en un océano de sangre. Él estaba tratando de ahorcarse con una cuerda que había colgado desde la baranda de la escalera. No lo pensó dos veces, llamó a la policía. Cuando éstos llegaron, él todavía conservaba un hilo de vida, aunque ella, a pesar de los abrazos y lamentos de dolor de la niña, que se aferraba a su cuerpo con desconsuelo, ya había fallecido.
Mientras lo introducían en la ambulancia que lo llevaría al hospital y con voz casi imperceptible, prometía no parar hasta acabar también con ella. Estaba enfurecido porque no lo dejó terminar con su existencia. Sin embargo, la hija de ambos pensó que si su madre no merecía haber sido condenada a morir, él sí debía sufrir la pena de continuar viviendo.
Está en la cárcel, es verdad, pero algún día saldrá y ella se pregunta...
- ¿Qué ocurrirá entonces conmigo? ... Querido Dios, te ruego que te apiades de mí.
***
Isabel Freyre
UNAS NOCHES EN UNA PLAYA
Era mi playa, había sido siempre mi playa. Siempre, desde hacía tres años en que me había trasladado a una ciudad de mar buscando tal vez, las energías que dan el agua y el sol, acaso simplemente mi destino. En esos primeros días, en los que andaba de aquí para allá, empapándome de todo, descubriendo rincones, encontré mi playa. Y al instante fue mía. No es que tuviera nada especial, más bien carecía de algo de lo que yo solía huir con frecuencia, gente, aglomeraciones, agobio. Y me daba paz. Comencé a ir a ella alguna que otra mañana, algunos ratos por la tarde, incluso me encantaba vivir en ella las primeras luces del crepúsculo. Pero no fue hasta unos meses después de residir en la ciudad, cuando tuve una noche la necesidad de pisar su arena. Y entonces, esa playa, me dio cosas nuevas, en las que tanto la luna como las estrellas y el silencio, tenían mucho que ver. Me sentía llena de energías cada vez que, casi de madrugada, su soledad era solo mía. Entonces, extendía mi pañuelo ocre y rojo sobre la arena, me desnudaba y ofrecía mi cuerpo al mar, a la noche y a todas las fuerzas de la naturaleza. Ellas, agradecidas por mi confianza, me llenaban de vida, de sensaciones inimaginables, y estimulaban esa fantasía con la que tuve el don de nacer y que aunque a veces me ha traído muchos problemas, generalmente me servía para escapar de una realidad tan a menudo cruda y cruel.
Esa noche, estaba tumbada boca abajo, viendo como las olas lamían la orilla tan próxima a mí. Cerré los ojos y pensé en el mar. Me imaginé navegando en un velero con rumbo desconocido, llegando a islas por descubrir llenas de calas paradisíacas y vegetación exuberante. Todos mis sentidos viajaban conmigo en la fantasía.
No lo oí llegar. Pero sabía que alguien estaba muy cerca de mí, sentía que con solo acercar las manos me podría tocar. Y tuve miedo. Entonces, unos dedos comenzaron a acariciar mi espalda con mucha suavidad. Durante un instante estuve a punto de abrir los ojos, levantarme y enfrentarme al desconocido que tenía la osadía de explorar mi piel. Pero solo fue un instante y no lo hice. Continué con los ojos cerrados y permití que esas manos suaves, cálidas, acariciadoras, continuaran con la exploración de mis sentidos. Sentía recorrer los dedos por mi espalda, luego por mi nuca, más tarde por mi cabello, llegando hasta la piel de mi cabeza. Y momento a momento, la sensación de paz, de serenidad, de confianza y de protección, fue aumentando, hasta desear que esas manos jamás abandonasen mi cuerpo. Luego continuaron por mis hombros, por mis brazos, por mis nalgas, por mis piernas y por mis pies. Durante horas, esas mágicas manos recorrieron mi cuerpo, como empapándose de él, descubriendo cada poro, cada recoveco, captando, de ello estaba completamente segura, cada sensación y emoción que mi alma, y todo mi ser, experimentaban. Más tarde las manos se separaron, con desgana, de mi piel, y sentí cómo el desconocido se alejaba caminando, con pasos cortos y cansinos, como si no quisiera separarse de mí pero no tuviera más remedio que hacerlo.
Esa noche dormí como jamás había conciliado el sueño.
Transcurrió el día con una lentitud exasperante, y solo podía pensar en que llegaría la noche, regresaría a mi playa, me tendería boca abajo sobre mi pañuelo, cerraría los ojos... y las cálidas manos de la noche anterior volverían a tocar sobre mi piel una nueva sinfonía de sensaciones, emociones y sentimientos. Y así ocurrió. Y perdí la noción del tiempo. Durante horas, las yemas de sus dedos acariciaron mi piel llenándose de ella, durante horas, esas maravillosas manos dialogaron con mi alma y conocieron más y más los registros de mi piel que a cada instante se hacía más y más sensible. Sabía que el desconocido me estaba conociendo más de lo que jamás nadie me había conocido, y no me importó, todo lo contrario, me gustó como pocas cosas me han gustado en esta vida. Y a través de sus manos, y de mi piel, yo iba conociéndole a él, aunque no podría expresar con palabras todo lo que me transmitía. Cuando se alejó me apené, pero supe que no tardaría en volver a sentirlo sobre mi cuerpo.
Y así fue, la noche siguiente y la siguiente a la siguiente... y la otra.
Una noche me tendí sobre mi pañuelo en la arena, pero mi rostro se ofrecía a la luna, que esa noche estaba llena, a las estrellas y a las manos que no tardarían en tomar contacto con mi piel. Y así fue. No sentí vergüenza de mi plena desnudez de cuerpo y alma. Las cálidas y ya amigas manos, exploraron mi rostro. Las sentí sobre la frente, deteniéndose en cada promontorio, en cada recoveco, las sentí sobre mis cejas, sobre mis párpados, hasta en mis pestañas. Sentí como los dedos acariciaban muy suavemente mi nariz, mis orejas, mis mejillas y mis labios como queriendo dejar en sus yemas el recuerdo de cada uno de mis rasgos. Y a cada caricia aumentaba en mí la serenidad, la paz, la sensación de sentirme completamente protegida. Luego descubrió mi cuello, mis pechos, rodeando suavemente mis areolas y pezones. Me sorprendí de no sentirme excitada sexualmente, pero no eran caricias sexuales, eran caricias de ternura y paz, caricias de descubrimiento. Luego exploró mi vientre, mi monte de Venus, mis muslos, rodillas y pies. Mi cuerpo, mi piel, se cargaba de energías y se estaba haciendo mucho más sensible de lo que jamás imaginaba podía llegar a ser la sensibilidad. Incluso, durante unos eternos y maravillosos segundos, sus dedos se detuvieron, con una sensibilidad casi sobrenatural sobre la mancha en forma de tortuga que tengo en el vientre, sobre el costado izquierdo. En esos momentos me di cuenta de que desde el primer día había imaginado que el dueño de las anónimas y mágicas manos me acariciaba sin posar los ojos sobre mi cuerpo, solo con sus manos. Y a pesar de haber acariciado como lo había hecho la mancha en forma de tortuga, continué teniendo la certeza de que era así. Sus ojos no se posaban en mi cuerpo, solo sus manos.
Durante varias noches más, seguí presentando mi rostro a la luna, al reflejo del mar en el cielo, y esas manos sin las cuales no me imaginaba poder vivir. Ellas me hacían sentir viva, serena, creativa, ellas me hacían conocer segundo a segundo nuevas cosas sobre mí misma, y lo que descubría me gustaba. Y también lo que descubría en esas manos y en el dueño de ellas. Sus manos comulgaban con mi piel y mi piel con ellas, su alma penetraba en la mía y la mía en la de él.
Desperté inquieta esa mañana, con la sensación de que estaba próxima a perder algo. Y cuando llegó la noche, la inquietud se había convertido en pánico. Pánico a que mi piel, todo mi cuerpo, quedase huérfano de sensaciones, pánico a la ausencia de todo lo que había recibido y dado durante tantos días. Extendí mi pañuelo sobre la arena, me desnudé y me tendí sobre él con los ojos cerrados. Esperé en vano. Mi piel sintió la carencia de esas manos y lloró. También lloraron mis ojos, con lágrimas que surcaban mis mejillas hasta morir en los dibujos de mi pañuelo.
A esa noche de ausencia siguió otra y otra, y luego otra. Hasta que llegó el día en que supe que esas manos tan queridas y añoradas, nunca volverían a posarse sobre mi cuerpo despertando mi piel como lo había estado haciendo.
No regresé jamás a mi playa.
Había dejado mi trabajo, pues ya no lo necesitaba, mi siembra había terminado y por fin había dado fruto. A pesar del dolor que me producía la carencia de esas manos sobre mi piel, mi vida había continuado y una tarde había encontrado esa casa con la que tantos años había soñado. En un pequeño pueblo, frente al mar. Una casa vieja, pero con la magia que produce lo entrañable. Con una amplia planta baja en la que pensaba poner mi tienda de artesanía, una primera planta en la que viviría y un ático que sería mi estudio, mi taller de creatividad, el rincón donde esperaba lograr que mis pinturas plasmasen en los lienzos todo el arte que había descubierto saliendo de mi piel, donde seguro echaría más si cabe de menos, esas manos que tanta serenidad y tanta vida me habían dado.
Mientras tanto, y antes de abandonar para siempre la ciudad, recorría las calles buscando entre las manos de los transeúntes aquellas que aunque jamás había visto, tenía la certeza de reconocer en el momento en el que mis ojos se posasen sobre ellas. Pero todo fue en vano. Por más que las buscaba, no lograba encontrarlas.
Salí por última vez a la calle en una búsqueda entre desesperanzada y suplicante, unas horas antes de dejar para siempre la ciudad que durante un tiempo había sido mi compañera y mi morada. Lo último que me faltaba por llevar a la casa de mis sueños, reposaba en el maletero y en el asiento posterior de mi coche. Caminé sin rumbo, como tratando de dejarme llevar por algo desconocido que tal vez me encaminase hasta el hombre de las manos que tanta magia habían dado a mi piel. Cayeron unas gotas, miré al cielo y me di cuenta que se avecinaba una gran tormenta. Aumenté el ritmo de mis pasos. Y entonces cayó el chaparrón, fuerte, intenso. Me refugié en la entrada de un comercio y pensé en esperar unos minutos hasta que escampase. Pero la tormenta arreció. Descubrí que me encontraba a la puerta de una galería de arte y entré. Pensé que sería una buena forma de pasar el tiempo. La galería estaba vacía, al menos la primera sala en la que se encontraban expuestos docena y media de óleos que me parecieron vulgares y sin contenido artístico. Pasé a la segunda estancia. En el fondo de la misma, sentada frente a un pequeño escritorio, una mujer repasaba unos papeles. Levantó la mirada al entrar yo en la sala y la saludé con un vago gesto de cabeza al que respondió con otro más vago todavía que el mío. Regresó a sus papeles y en esos momentos, dejé de existir para ella. Centré mi vista en las esculturas que me rodeaban. Eran de varios artistas, creadas con estilos y materiales diferentes. Las primeras que vi, no me dijeron nada y caminé lentamente por la habitación con ganas de dejar la galería y salir a la calle, donde esperaba hubiera amainado la tormenta para seguir mi búsqueda de esas manos sin las cuales no me imaginaba poder seguir viviendo.
Entonces vi la escultura. En bronce, tonos verdosos, como si tuviera cientos de años, y de unos setenta centímetros de altura. La tenía apenas a medio metro de mí. Mi cuerpo se detuvo en seco, mi corazón, durante unos segundos, dejó de latir, para luego dispararse con latidos que parecían retumbar por toda la sala. Miré hacia la mujer, pero seguía inmensa en sus papeles. Me acerque a la escultura y me asombré. No se parecía a mí, era yo. Cada detalle de mi cuerpo aparecía frente a mí. La escultura tenía mis ojos, mis labios, mis manos, mis pechos, mi vientre... era exactamente igual a mí. Mi alma sonrió y supe que había terminado mi búsqueda. El hombre, las manos de las que me sentía huérfana, estaban muy cerca de mí. Me acerqué todavía más, hasta tener la escultura a apenas diez centímetros de mis ojos. Y de nuevo, todo mi ser se paralizó. No me lo podía creer, no era posible. En el vientre de la escultura, casi en el costado izquierdo, estaba la mancha con forma de tortuga.
- ¿Le ocurre algo?.
La voz de la mujer me hizo dar un brinco. Me repuse y me acerqué a ella. Me miraba como si acabase de darse cuenta de que yo estaba loca, y un cierto brillo de miedo apareció en sus ojos.
- No, no me ocurre nada-le respondí-me ha encantado esa escultura. El desnudo de mujer. Me gustaría comprarla y conocer al artista.
Mis palabras tranquilizaron a la mujer que comenzó a revolver entre sus papeles como buscando algo.
- Lo siento, no está en venta.
- Entonces, quisiera conocer al escultor.
- Lo siento, pero tampoco puede ser.
En esos momentos sentí pánico. Había tenido tan cerca el encontrar al dueño de las manos mágicas que no podía renunciar a él.
- ¿Por qué?.- Pregunté casi con miedo a la respuesta.
- Nos dejó la obra solo por un par de días. Nos dijo que alguien vendría a verla, pero que bajo ningún concepto ni por ninguna cantidad, podía ser vendida.
- Imagino que la quiere para él, para verla cada mañana, para contemplarla cada tarde, para sentirla cada noche.
- No, no puede ver sus obras. El escultor es ciego.
Salí de la galería. Sentía que no era real lo que me estaba pasando, pero la lluvia, que seguía cayendo en tromba, me demostró la realidad del momento. Lloré, pero las lágrimas se confundieron con la lluvia que recorría mi rostro. Sabía que cuando sus manos acariciaban mi piel, mi cuerpo no era observado por sus ojos.
Sin apenas darme cuenta caminé hacia mi playa, como en un último intento de grabar en mi recuerdo todos esos momentos inolvidables vividos en aquellas noches. Me detuve sin entrar en la arena, mirando el horizonte. Sonreí con nostalgia, di media vuelta y me encaminé hacia mi futuro.
Subí en mi coche y arranqué. Tenía ganas de llegar a mi casa, al final de un camino que había trazado hacía ya mucho tiempo. Y sabía que en aquella casa a la que me dirigía, estaría la esencia de esas manos que habían dado tanto a mi alma y a mi piel. Sonreí.
carpe diem
CARNE DE CAÑÓN
Pensaba comenzar este relato con el disparo de un escritor que comienza su relato hundiendo el cañón de la pistola sobre su sien temblorosa. Hubiese estado bien, patéticamente épico. Pensaba describir la imagen del dedo que aprieta el gatillo. Serían descripciones precisas, cortantes, secas como el mismo disparo. Ahí estaría la clave del relato, en el dedo que aprieta el gatillo, en el gatillo que cede lento, en el cañón que se hunde en la sien y en la sien —sien blanda, blanca, carnosa y húmeda— que recibe el cañón, como arropándolo.
Para la imagen del dedo que aprieta el gatillo, tenía preparada una descripción exhaustiva de cada instante: primero el brazo, luego la mano, luego el dedo que apretará el gatillo, luego la pistola, de nuevo el dedo que se acerca al gatillo, la sombra del escritor suicida, de nuevo el dedo, el cañón que se acerca a la sien, el dedo otra vez, la sombra de nuevo y finalmente el disparo. Y luego nada, salvo un lacónico "Fin". Sería una buena secuencia, como a cámara lenta, con lenguaje crudo, secante, sin barroquismo de descripciones absurdas que sólo nos alejan de lo que realmente nos interesa: la maldita sangre.
Pensaba escribir el relato de un escritor frustrado que se abre los sesos por cualquier razón ¿Qué más da? No nos iba a interesar la historia de ese suicida, ni su pasado ni su presente. Daba igual que tuviese treinta o sesenta años. No importaba su vida anterior, ni su paso por la Universidad, ni si escribía poesías marítimas o ensayos científicos. Tampoco nos iban a importar sus amores frustrados, ni sus inclinaciones políticas ni si un accidente de moto le dejó tetrapléjico. Pensaba tan sólo centrarme en ese momento del cañón acoplado en la sien, un relato con un par de elementos (Carne y cañón) donde tras unas cuantas letras quedase olor a carne quemada y poco más. Sabía como hacerlo, lo tenía todo pensado. Sabía como hacer para que tras leer una treintena de líneas al incauto lector le quedase la sensación de que estamos rodeados de gente rara, trastornados, sangre y violencia. Sabía como hacerlo y estaba en ello cuando he caído en la cuenta de que no puede ser, maldita sea, de que no me queda ni una triste bala en la recámara, que hoy es domingo y no abren las armerías hasta mañana por la mañana. Y mucho me temo que para entonces ya habré perdido la inspiración.
Dorrego
MI GEMELO
Dejaste muchas cosas en casa que, realmente no fue nunca tu casa, aunque mi gemelo te ve por todos los rincones. Mi gemelo, que se quiso inmolar como cordero cuando te fuiste o mas bien cuando no regresaste porque irte, lo hacías todos los días, pero al día siguiente volvías, llenando la casa de luz, según sus palabras.
Mi gemelo es un ser pensante con cierta inteligencia y escaso sentido práctico. Mi gemelo es un buen corazón con sentimientos tan fuertes que doblegan la voluntad. Por eso, precisamente por eso le quiero y le aborrezco a un tiempo. Yo quería su inmolación, yo quise darlo en ofrenda a los dioses para salir de ti, para matar tu violencia.
Te llevas todo por delante, te llevas todo a tu paso y no digamos que embistes como toro bravo, si apenas con paso danzante te acercas lentamente, revoloteas al aire, te meces muy suavemente en el viento; pero arrasas.
Si tocas algo, tu contacto es como seda, rozas como calida caricia y el tonto respira aroma de ti como es más caro perfume. ¡Ay de mi gemelo!, que percibió todo esto sin entender que eras brasa de hoguera exaltada que nada más quería quemar todo el prado y esparcir las cenizas para que, sólo quedase la huella de tu paso suave, cadente y sensual. ¡Ay de mi gemelo! que por haber nacido conmigo quizás no creció.
Mi gemelo ríe con esa frescura que produce la lluvia en días de verdadero calor. Mi gemelo tiene dos faritos azules que iluminan al mirar, pero mi gemelo también llora con aullidos de lobo y sollozos de niño. Y he aquí donde lo detesto porque yo insisto en que tan limpia sonrisa matizada de picardía y tan resplandeciente brillo en sus ojos no pueden, no deben, hay que evitarlo a toda costa, oponerse duramente, negarse con firmeza a que, se opaquen o apaguen dentro de esa expresión que ahora tienen, donde ni siquiera tristeza hay.
A decir verdad, no se trata de que este en tu contra, es sólo la regresión al vacío y el gemido constante de tus cosas porque así me lo ha explicado mi gemelo, que cada habitación te llama, y el baño es el peor; un peine que clama, una hebilla que solloza y que decir del cepillo y tu jabón de miel. En fin, que no se puede permanecer allí por mucho tiempo.
Te digo que no es nada personal, pero es que en la vida se puede ser cualquier cosa, pero es menester el mantener cierta seriedad con lo nuestro, con lo que nos pertenece.
Lamat
¡UF, SALVADA!
El despertador suena a las siete en punto. Abres los ojos, te colocas boca arriba mirando al techo y dices: Adiós.
Parpadeas quince veces, múltiplo de cinco, y solo entonces puedes incorporarte y poner los pies en el suelo, el derecho primero. Bien, por ahora el día está controlado.
Te metes en la ducha y acabas, como siempre, con un chorro de agua fría que dura el tiempo en el que dices mentalmente: El agua fría activa la circulación y despierta los sentidos. Esta semana toallas verdes, tus favoritas.
El desayuno de hoy: un kiwi, tostadas con margarina y mermelada de ciruela, y cortado descafeinado con sacarina.
Mientras apuras el café, enciendes el ordenador y buscas, en el documento de Excel de nombre Ropa, el día de hoy, miércoles veintisiete de febrero: vaqueros estrechos, camiseta blanca y jersey negro de cuello redondo; los zapatos planos de cordones y de accesorio una pulsera, la negra.
Abres el armario. ¿Dónde has puesto los tejanos estrechos? ¡Ostia! Este lunes llovió y es el día de la lavadora de color, así que ahora tus tejanos estrechos están en la ropa sucia. Corres al cesto y rebuscas hasta encontrarlos. Te los pegas a la nariz e inspiras. Huelen fatal, no te los puedes poner. Vale piensa, piensa, piensa... ¡Ya! Cambiarás la ropa de hoy por la del próximo miércoles y a partir de ahora esto se podrá hacer cinco veces al año por si vuelve a pasar. Más vale prevenir.
En la vida, bien lo sabes tú y a pesar de lo mucho que te esfuerzas por evitarlos, hay contratiempos. Es entonces cuando se necesita un plan B. No obstante, existe una clara diferencia entre estos procedimientos alternativos y lo que bajo ningún concepto te está permitido: el hecho de esquivar lo que se tiene que hacer.
Como aquellas vacaciones en las que todos tus amigos se fueron a Canarias y se lo pasaron de miedo montándose en camello, fotografiándose en el volcán y bañándose en las piscinas del soberbio complejo turístico en el que se alojaron. Mientras, tú empleaste el mes de agosto viendo llover desde la ventana de la habitación del hotel. Habrá quien diga que desperdiciaste el verano. ¿Te podrías haber ido con ellos obviando el orden de la lista de Viajes? Sí, pero no lo hiciste. Mantuviste el equilibrio y seguiste las directrices. Tocaba letra uve y continente Asia. Las opciones eran limitadas, de hecho se reducían a una sola. El monzón no era motivo para no ir a Vietnam de la misma manera que la aurora boreal, por mucho que te apetezca verla, no es motivo para forzar un viaje si en el plan no se dan las circunstancias para visitar Alaska en las fechas adecuadas.
Actuaste como debías a pesar de que todos se hicieran cruces. ¿Quién te obliga? te preguntaban perplejos ante tu determinación que a ellos les parecía terquedad sin sentido. Pero es inútil explicarles, no entienden. Nadie te obliga. Tú te obligas, porque hay que tener pautas. No se puede dejar todo al azar, es mucho mejor planificar, eso da seguridad.
La psicóloga interpretó que ese amparo que te proporcionan tus listas es, al parecer, producto de una incapacidad para tomar decisiones. Esta supuesta ineptitud viene de algo que hicieron tus padres para que te creyeras que todo lo que hacías estaba mal, y encima con el único propósito de llevarles la contraria. Más o menos era eso, no acabó de quedarte claro porque tampoco escuchabas mucho cuando ella hablaba. Tontunas, que diría tu abuelo. Menuda pérdida de tiempo y dinero.
Nunca hubieras ido a un psicólogo de no haber sido para dejar de oír al loro que tienes por hermana que se puso muy cansina cuando descubrió que a veces vomitabas. Tampoco había para tanto. De hecho los vómitos continuaron durante las visitas y lo sigues haciendo ahora, dos años después de que el psicólogo diera por terminada la terapia. Claro que tuviste que mentir y decir que ya no lo hacías, pero fue porque enseguida te diste cuenta de que no iba a comprender nada de nada.
Tú no vomitas todo lo que comes, vomitas sólo cuando te saltas tu dieta, cuando comes más de lo que quemas. Pero eso, lo que pasa, la ***** de los imprevistos. Y entonces ¿qué haces?, ¿no vas a cenar con los amigos?, ¿no vuelves a probar el chocolate en toda tu vida? Si comes más de lo que necesitas, no tienes porqué quedarte con el exceso de grasas o de hidratos. Los vómitos son como los laxantes, para limpiar, para compensar lo que entra y lo que sale.
Así que: optas por vomitar para estar delgada, te inclinas por la comodidad de tener una programación anual para saber que ropa ponerte y fijas el día de la semana en el que vas a lavar la ropa. ¿No es eso tomar decisiones?
Pues ya puede ver todo el mundo que tienes poder de resolución. Hoy cambias la ropa y lo mejor, podrás hacerlo cinco veces al año. Es un buen argumento porque tiene el cinco.
Las cosas las haces siempre de cinco en cinco porque es tu número de la suerte y es verde. Desde pequeña imaginas los números de colores: el uno y el nueve son negros, buen color para vestir pero no para la fortuna, el dos y el ocho son amarillos, el tres es azul claro y el cuatro azul oscuro, el seis es beige y el siete rojo, bonitos pero no son verdes.
En tu vida las cosas vienen en paquetes de cinco: lees cinco libros a la vez; dedicas dos horas y media, cinco periodos de media hora, a cada una de tus aficiones; tienes cinco pares de gafas; quince pares de zapatos, tres veces cinco y ahora incluso puedes saltarte cinco días la pauta del vestir. Lo del cinco no se lo contaste a la psicóloga, sabe Dios que cosas retorcidas hubiera visto ella en esto. Total con lo fácil que es: el cinco mola porque es verde. Punto. Y vale ya de colores, Ofelia o llegarás tarde al trabajo.
De camino a la oficina paras a comprar el periódico y dos minutos antes de llegar al quiosco tienes uno de esos presentimientos que a veces te agreden sin venir a cuento: si hoy en el quiosco está Pedro no pasa nada pero como esté su mujer, tu padre se caerá si sale de casa. No es una tontería, desde que le pusieron la prótesis en la rodilla anda con mucha dificultad y con la muleta se maneja muy malamente. La mujer de Pedro saluda, te tiende el ejemplar del periódico y tú le das los buenos días con cara de pocos amigos.
Pagas tan deprisa como puedes y marcas en el móvil el teléfono de tus padres.
─¿Sí?
─Mamá, ¿está papá en casa?
─¿Y dónde va a estar? En la cama nos pillas.
─Dile a papá que hoy no salga de casa en todo el día.
─¿Eso por qué?
La voz de tu padre se oye lejos y suena a fastidio.
─La nena Ramón, que dice que no salgas en todo el día.
Oyes otra vez a tu padre.
─Que dice tu padre que si se puede saber porqué no va a poder él salir de casa, que el médico ha dicho que aunque le cueste tiene que andar y hoy se iba a acercar al ambulatorio a por recetas.
─Dile que ya vendré yo el viernes a comer y que le acompañaré al médico.
─Dice tu hija que ya te acompañará ella el viernes a las medicinas y... No, nena, el viernes no puedes venir que a tu padre y a mí nos han invitado a comer fuera. ¿Te quieres venir mañana?
─Mamá, yo vengo los viernes. Mañana no puedo.
─¿Y por qué no puedes?
─¡Pues porque no! Si no es este viernes, ya vendré el próximo y papá que se quede en casa viendo la tele.
─Tu padre hará lo que le venga en gana, que no estoy yo para discutir con él y tú estás muy alterada, cariño. Hoy no tomes café.
Son muy tozudos y no atienden a razones. Harán lo que quieran, como siempre, y que pase lo que tenga que pasar.
El metro no coopera para aliviarte el mal humor ¿Tanto le cuesta a la gente entender que los pasillos de los transbordos tienen dos direcciones? ¡Se circula por la derecha! *****, esto de tus padres ya te ha agriado el día.
Cuando llegas a la oficina Salud ya está en su mesa, nunca consigues llegar antes que ella.
─Buenos días, Ofelia.
─Buenos días, Salud.
─La jefa quiere verte con el informe de las visitas de ayer. Ha salido dos veces a preguntar por ti.
─Voy.
Irás en cuanto hayas tecleado las letras del alfabeto, de la A a la Z, cinco veces. Después encenderás el ordenador e imprimirás el informe. Salud, como siempre, te observa con el rabillo del ojo sin atreverse a preguntar y tú tecleas tan rápido como puedes.
Tu jefa asoma la cabeza por la puerta de su despacho.
─Buenos días, Ofelia. Acércame el informe con las visitas de ayer, por favor.
─Ahora mismo.
─Ahora mismo es ya, Ofelia. Hace rato que lo necesito.
─Sí, sí. Voy.
Te pones tan nerviosa que te equivocas al teclear. Ahora ya no sirve y tienes que volver a empezar.
—Ofelia...
Interrumpes el tecleo, contrariada y enciendes el ordenador. Tu jefa eleva las cejas extrañada.
─¿El ordenador estaba apagado? ¿Qué es lo que tecleabas?
─Imprimo el informe y te lo llevo.
Evitas mirarla a la cara y al no obtener respuesta a su pregunta, ella entra de nuevo en su despacho. La impresora escupe, por fin, el maldito informe y tú se lo entregas mortificada porque hoy ya es la segunda cosa que no sale como debiera.
Y en efecto, no podía ser de otra manera, la jornada en la oficina resulta nefasta: te achicharras la lengua con el café que has sacado de la máquina, el ordenador se cuelga y tienes que rehacer un documento que ya casi habías terminado y te atizas un golpe monumental en la cadera contra el canto de una mesa. Para que luego digan que las cosas pasan por casualidad. Si hubieras podido teclear tranquila el abecedario hoy no te ibas a casa llagada y amoratada.
Volver a tu piso te devuelve un poco de sosiego. En tu territorio todo es más fácil de dominar. Lo de los vaqueros de esta mañana era un aviso del día que te esperaba. Aún así, no ha sido culpa tuya. Fue la lluvia del lunes. ¿Lo ves? Por no planificar. La lluvia podría organizarse y caer por ejemplo en martes que no toca lavadora.
La cena no te sabe a nada, tienes la cabeza en este día que es, a pesar de que no lo consigues, para olvidar. La tele tampoco te entretiene y prefieres apagarla. La imagen desaparece en el momento en que el presentador del programa pide entusiasmado que se reciba con un fuerte aplauso a.... A, la última palabra que escuchas hoy antes de ir a la cama. A, la palabra que debes recordar y decir en voz alta mañana al abrir los ojos.
Mientras te cepillas los dientes, barruntas que hace tiempo que necesitas listas nuevas. Por ejemplo, una para las cremas: las reafirmantes, las hidratantes, las anti-manchas, los peelings, no se pueden usar todas a la vez. También deberías actualizar la de la ropa con las cosas nuevas que te has ido comprando. Y una para las depilaciones que la madre naturaleza te ha hecho prima hermana del oso Yogui y rasurarte enterita de una es tarea imposible. Y...
¡Ojalá tuvieras tiempo para todo eso! Quizá te convendría pensar muy seriamente en la posibilidad de solicitar a tu jefa trabajar solo media jornada.
Entonces, como casi cada día cuando te relajas, o lo intestas, te vienes abajo. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no puedes tomarte una cerveza sin sentir como se te infla la barriga y te vuelves gorda, muy gorda y ya nada te queda bien, y nadie te encuentra guapa? ¿Sabes cuál fue la última vez que no te pusiste como una fiera cuándo alguien llegó tarde a una cita? ¿O el último día que te vestiste de rojo porque te apetecía y no por obligación?
¿Sabe alguien lo extenuante que es pasar el día contando las calorías que engulles con cada bocado? ¿Puede nadie imaginar lo estresante que es calcular todo el ejercicio que se ha de hacer para compensar cada pedazo de lechuga? Tienes tanto miedo a no caer bien, a que te tu miedo a no caer bien, a que te encuentren fea, a que te salgan arrugas, a que te cuelgue el culo, a que descubran que eres tonta.
Cómo te gustaría pasar un solo día sin clavarte las uñas en las palmas de las manos cada vez que te sale algo mal, o diferente de lo que habías planeado.
Atalanta
EL MONO DOCTOR
En el pueblo de Paso real vivía un anciano médico al que todos querían y respetaban, se había ganado el aprecio de las personas porque además de curar sus enfermedades no les cobraba nada por sus servicios. Un día le llegó un cliente trayéndole de regalo un pequeño mono, el médico se encariño con el animal al punto que lo dejó como mascota en el consultorio, mientras el galeno trabajaba atendiendo a las personas, el mono lo observaba con detenimiento, cierta mañana el doctor se ausentó de su casa para realizar algunas compras en el mercado, cuando regresó al hogar se llevó una gran sorpresa porque encontró al mono utilizando sus instrumentos de trabajo, entre otras cosas, había colocado el tensiómetro sobre el cuello del perro y al gato le había colocado algunas vendas de sutura sobre la cabeza. Intrigado el anciano medico agarró una cadena y amarró al inquieto mono a la rama de un árbol, las personas que acudían a la casa les extrañaba no ver al mono dentro del consultorio pero el médico les respondía que por ser muy travieso lo tenía encadenado sobre la rama de un árbol. Unos vecinos le aconsejaron al doctor que comprara una compañera al mono y los metiera dentro de una jaula. La siguiente semana el doctor decidió comprar una enorme jaula de metal y una compañera femenina para su mono, los días transcurrieron con normalidad, el travieso mono estaba muy contento con su nueva compañía femenina y saltaba de un lugar a otro bailando y jugando, el buen comportamiento del mono obligó al doctor a quitarle las cadenas y muy pronto los alegres animales se movían sueltos de un lugar a otro por toda la casa. Cierta mañana al doctor le extraño no encontrar las inyectadoras en su lugar y presintiendo otra travesura del mono busco por toda la casa pero no encontró las jeringas, al siguiente día el anciano medico salió rumbo a la farmacia a comprar unos medicamentos pero regreso a mitad de camino, una algarabía de animales lo obligó a asomarse con cuidado por la ventana de su consultorio y vaya sorpresa, no podía creer lo que veían sus ojos, el inquieto mono tenía una inyectadora en su mano y trataba de clavarla sobre una de las patas de la asustada mona, sin perder tiempo el anciano medico entró a la casa y se abalanzó sobre el mono pero el ágil animal salto sobre la mesa y alcanzando la ventana se perdió entre los arboles llevando entre sus manos varias jeringas. De nada valieron los intentos del médico por atrapar al travieso mono, el cual muy alegre saltaba de rama en rama seguido muy de cerca por su compañera. Cuentan las personas del pueblo que el mono no regresó más al consultorio y de vez en cuando se escuchan los angustiados chillidos de los monos en el bosque, algunos cazadores sostienen a ver visto a un enorme mono tratando de clavarle una inyectadora a sus compañeros, de allí surgió la leyenda por toda aquella zona y pueblos vecinos del mono doctor.
M.Ibarra
LA TRAICIÓN DE LA DISTANCIA
Durante estos años, de una forma u otra, mis amigos supieron soportarme con paciencia y buena voluntad. Ellos conocen mi sinceridad cuando relato las vivencias en España, ya sea de forma tácita o velada. También saben el precio que se paga cuando alguien decide emigrar aún de propia voluntad y en busca de un futuro mejor. Llevo tres años fuera de ese país de fantasía que es Argentina. En todo este tiempo enfrenté innumerables inconvenientes: la burocracia estatal, el papelerío inútil, la ignorancia y desidia de los empleados públicos, la discriminación, el pago de facturas propias y ajenas y, lo peor de todo, soportar las relaciones laborales que son la misma ***** en cualquier parte del mundo. A pesar de ello, tozudo y persistente como soy, siempre me mantuve con la misma entereza. Sin embargo, la distancia me pegó un golpe a traición del cual no me pude reponer y no sé el tiempo que me llevará hacerlo. Una fría mañana de enero abrí mi correo y lo que parecía ser un e-mail más de un amigo, se convirtió en una nefasta noticia que comenzaba con..."Luis se suicidó". Escueto y directo ¿para qué más? Luego seguían los detalles del suceso, los leí como una crónica policial de cualquier periódico pero sin asociar que el protagonista era mi amigo. Luis había decidido adelantárseme. Jamás seré capaz de adjetivar ni juzgar su decisión, lo que me jodió fue la distancia, la ausencia y la falta de despedida. Perplejo y sin poder creerlo, seguí con mi día habitual hasta qué por la tarde noche y acodado en la barra de uno de los tantos bares de Madrid; Luis volvió a mí con su larga cara con grandes ojos celestes, sus torpes movimientos, su pingüino andar y la voz entre púber y galán. Parecía que el recuerdo intentaban tomarlo de la mano para retenerlo y traerlo de regreso; pero no, ese deseo era tan solo mío y nada tenía que ver con su decisión. El intenso recuerdo fue interrumpido cuando sentí una mano en mi hombro.
─ ¿Qué haces gordo? ¿Qué estás tomando? ─de inmediato miré como un boludo el vaso que aún contenía la mitad de cerveza—. Dale che, pedime una que ando sin un mango.
─ Pero ¡qué haces acá pedazo de pelotudo! ¿No te boleteaste? ─Luis estaba parado junto a mí, bien empilchado, aunque estaba algo pálido.
─ Sí, me boletié anoche, y estoy pegando unas vueltas despidiéndome de los gomias.
─ Claro, te apareces así como si nada ¡flor de cagazo me pegaste! ─dije mientras trataba de tranquilizarme─. Decime ¿se puede saber por qué ***** hiciste eso?
─ Vos sabes la historieta, no daba para más ¿pero me vas a pedir algo o no? ─aún no podía salir de mi asombro, le pedí otra caña al gallego—. Gracias che, pensé que me dejabas con la garganta seca. Te decía, vos la sabés, la empresa familiar para la *****, los acreedores y el banco persiguiéndome todos los días, la hija de **** de mi ex que no me daba el divorcio y sólo llamaba para pedir más y más guita, los pibes cada uno en la suya sin darme ni cinco de pelota y la tía en el asilo que ni sabía dónde carajo estaba ni me reconocía cuando iba a visitarla: ¡todos me tenías las pelotas por el piso!
─ ¡Pero sos un boludo! Te dije mil veces que te vinieras para acá, qué comenzaras todo de cero, de alguna u otra forma nos hubiéramos arreglado. Pero no...
─ Ya lo sé gordo, pero venía ladeado, mal perfilado y las depresiones...De esas sí que no sabés nada, esas me las morfaba yo solito ─hizo un silencio que respeté—. Che, ¿nos tomamos otra? Está buena, ¿verdad?
─ ¡Hombre! Vente pa'qui, sírvete otra ─el gallego vino con el pedido─, vale, venga, gracias.
─ ¡Qué boludo! ¡Mirá cómo dominás el idioma! ─ambos reímos como cuando éramos jóvenes.
─ Mirá que sos jodido Luis, boletearte en una iglesia, empastillado y mamado...
─ ¡Ja...ja...ja! Pero no me mamé con cualquier cosa, fue con Johnny Walter etiqueta negra ¡alguien lo pagará! Lo saqué con el último saldo disponible que me quedaba en la tarjeta de crédito ─siguió a las carcajadas como disfrutándolo─. Tendrías que haberle visto la cara al cura cuando me encontró, hasta me puteó y todo.
─ ¿Y ahora? ─le pude preguntar recién cuando dejé de reírme con su ocurrencia.
─ Nada, ahora nada, me extraña gordo. Lo que siempre dijimos ¡se joden los que quedan! ─se terminó la cerveza.
─ ¿Te hago poner otra o estás apurado?
─ ¿Apurado? Pero... ¡dejate de joder! Tengo una eternidad por delante ─pedí otra cerveza—. Ésta será por los viejos tiempos. ¡Mirá que las hicimos en el secundario! ¿Te acordás del de Matemática Financiera? Y... ¡El de Estenografía! A esos vos lo tenías loco.
─ Claro, vos no, si vos eras un santo ¡no me jodás Luis!
─ ¡Qué tiempos gordo! El de Matemática Financiera fue el que llamó a tu viejo al laburo, ¿no? ─asentí con la cabeza mientras tomaba—. Dale contala otra vez.
─ ¡Pero si te la sabés de memoria!
─ ¿Y qué hay? Dale, contámela.
─ El pelotudo llamó a mi viejo al laburo por teléfono ─ahí ya no aguantamos y empezamos a reír─. Le dijo que estaba progresando porque de 0,25 en el primer bimestre había sacado 0,75 en el segundo.
─ ¡Tu viejo casi te mata!
─ ¿Y vos?, la que le hiciste al de Economía, ¿te acordás?
─ ¡Cómo no!, le apoyé las patas del escritorio sobre cuatros tizas y cuando se apoyó, ¡se fue al carajo! ─seguímos riendo como dos adolescentes y eso que las anécdotas estaban desgastadas de tanto repetirlas─, y cuando puse en el baño, donde sabíamos que iba el de Contabilidad, el petardo atado al pedazo de espiral ¡qué boludo! Salió corriendo al medio del patio con los pantalones por las rodillas, ¿te acodas? ─no podía contestarle porque estaba ahogado de la risa—. ¿Tomamos la última mientras te contás lo que le hiciste al de Estenografía? ¡Dale!
─ ¡Otro! ¡Flor de hijo de ****! ─pedí otra caña y comencé a relatar mientras el gallego traía la cerveza—. Fue cuando quiso tomar una prueba sorpresa, le firmé la hoja en blanco y me senté sobre el pupitre e hice yoga durante los 45 minutos que duró la clase.
─ ¡Ja...ja...ja! ¡Qué turro! Era la época que en la tele daban Kung Fu. El enano se volvió loco y te tocaba el hombro y vos nada y yo le decía "¡Déjelo que está en trance!" ─ahora sí reímos largo rato, hasta pensé que me estaban mirando los otros parroquianos, Luis siguió—. Pero a ese se la teníamos jurada, ¿te acordás? Cuando organizamos la huelga y no le entró nadie a clase ─hizo silencio─. Bueno gordo, esto está bueno pero te dejo, tengo que seguir despidiéndome de algunos. Gordo, de verdad, ¡gracias por todo! sé que lo intentaste, de onda te lo digo. Chau che...Después nos vemos ─y se fue, así como había venido, de repente.
─ ¡Hombre! Ponme otra...
─ Oiga amigo, ¿usted no tendrá que manejar verdad? No es cosa mía pero ya ha tomado bastante...
─ ¡No hombre! Tranquilo, si vivo aquí, a tres calles pa'arriba ¡gracias de todas formas! ─el gallego puso otra y me fui.
Esa fue la última vez que vi a Luis. Sé que nunca más estará activado en el MSN la cara de "CHUCKY" con el mensaje "el limado de fábrica" o "el abrojo" como solía recibirme cuando estaba "on line". Cuando le preguntaba "¿por qué esos mensajes?", él decía "´limado de fábrica´ porque no salí bien del molde" y nunca me explicó por qué escribía "el abrojo". Quizás fue la manera de advertirnos a todos de su necesidad de aferrarse a algo. Me quedó un sabor amorgo ¡**** madre! Muchas veces traté de entusiasmarlo con la idea de un viaje a España pero siempre me respondía con una innumerable lista de necesidades de las personas que los rodeaban pero jamás me dio una sola razón ligada a lo que él quería hacer. Salí del bar y, de camino a casa, no pude quitarme de la mente su recuerdo. Aquellos años compartidos en el secundario, el estreno de tantas vivencias, las travesuras y los intentos de convertirnos en invencibles conquistadores de mujeres imposible. Su verso de "amigo amor" que terminaba siempre en lo mismo: junto a otros compañeros compartiendo cervezas en algún bar de cuarta en Constitución. Llegué a casa. Como un autómata fui al ropero por la valija, la abrí y comencé a revolear lo poco que quedaba en ella. Sabía que la había traído. Ahí estaba, dentro de un sobre de papel madera, la típica foto enmarcada del viaje de egresados, todos apiñados frente a la cabaña del bosque Los Arrayanes en Bariloche. Fui tocando la cara de cada uno de los compañeros como si los estuviera acariciando hasta llegar a la de Luis, sonriente, alegre, dando su mejor cara. Di vuelta el cuadro y empecé a leer las dedicatorias buscando la de él: "Gordo querido, el mañana nos pertenece. Luis". Lloré y maldije a la **** vida por no darnos la oportunidad para cambiar las cosas. Quizás nos faltaron más picados, más recreos, más travesuras, más asados, más vinos, más manos, más abrazos, más... Recogí el sobre, metí la mano dentro y encontré otra foto, ahí estábamos todos frente a la puerta de quinto segunda, unos días antes de terminar el curso. Luis, por ser alto, estaba detrás de todos, esta vez había quedado congelada en su carota una mueca diferente, como sabiendo que un ciclo se terminaba. Me senté en el piso, recogí las rodillas y tomando la foto con mis dos manos, lo miré y le dije:
─Luis vos sabrás los porqué de tan terrible decisión. Sé que donde vayas la vas a pasar bien, te sobra clase ─besé la foto continué─, descansá en paz amigo y que DIOS te perdone, lo que es yo...no creo que pueda hacerlo.
Ya pasaron dos años desde que Luis decidió adelantárseme, quizás esté preparando la fiesta de bienvenida para cuando nos encontremos. Hasta hoy no he podido borrar su dirección en mi MSN, quién te dice "el abrojo" se vuelva a encender. Siempre guardaré en mi corazón su recuerdo y el de todos los compañeros de quinto segunda durante esos años felices cuando empezábamos a desgastar la vida.
Atribulado
EL REGRESO
Padezco de una atracción enfermiza por Europa, por España, será que a mí, ha regresado un antepasado, quizás le toco morir por estos lares y su fantasma urge de regresar del sitio, donde salió y me busca a mí para semejante misión.
Existen días que la necesidad es muy fuerte, como si ya la conociera recorro Córdoba, Málaga, Andalucía, por las calles de esta ultima marcho altanero, sobre bayo potro, la siniestra descansa sobre la empuñadura de mi acero toledano, una espada de confesión especial, hecha por los maestros de la ciudad de las tres culturas, la ciudad donde han vivido por años en armonía, árabes, judíos y cristianos. La ciudad de Toledo, especialistas en el arte de fundir el acero y hacer excelentes armas.
Saludo a las damas a mi paso con un leve movimiento de cabeza, mientras, toco el ala de mi ancho sombrero con la diestra, bellas, las mujeres españolas, pero las trigueñas andaluzas, son únicas, tienen un salero especial, no creo, que exista mujer en la tierra cuyos ojos, sean tan bellos, chispeantes, habladores, despiertan tanta lujuria, con tan solo, una mirada, por ello, cuando miro a una dama, solo le miro a los ojos, hablan más que los labios, por una rápida mirada, puedes ver, desde el corazón, hasta el alma, descubres el fuego que arde en su sangre, solo los ojos, dicen antes que los labios, si vas por buen camino, si es tierra segura, la que pisas o andas sobre un pantano, los ojos desnudan los sentimientos, los deseos, las pasiones, el brillo de los ojos, es el perfecto indicador para el camino a seguir.
Vivo, para una linda chica, que baila en una taberna de la ciudad, dónde es aplaudida y deseada por todos los que allí se reúnen, morena, delgada, que cuando la aprieto en mi pecho, pienso que la puedo fracturar, por su ternura, con ojos más negros, que la noche en alta mar, pero cuando me besan, brillan como dos luceros, de un carácter bien fuerte, que mantiene a límite, a todos los beodos parroquianos del tugurio, a más de uno, le ha partido el entendimiento, con una jarra de vino, por tocar, donde no debe.
Es mi alegría, mi vida, mi sufrir, el aire que respiro, solo vivo para ella, sin ella no hay razón de vivir, por eso me voy a las Indias, a pesar de sus negativas, de sus pedidos, que no valla, está decidido, voy a Santiago de Cuba, a buscar reales, para darle una vida de reina, a mi bella Loly, marcho pronto para Cádiz y en el puerto de Santa María, tomare la nao, que me llevara a la fortuna y el oro, que necesito para nuestra vida feliz, está decidido, así será, es la única manera de conseguir fortuna rápida.
Dios, es Santiago de Cuba, hemos llegado a puerto seguro, al fin, tierra firme, termino el movimiento constante, los vaivenes del barco, bajo mis pies.
Me adentro en las callejuelas de la ciudad, una ciudad no parecida a cualquiera de las ciudades españolas, que conozco, esta es nueva, se nota el impulso de las construcciones, está surgiendo, no existen calles pavimentadas, además el sofocante calor, la ropa se pega al cuerpo, mientras traspiras abundantemente, lo colorido, de las personas con que te cruzas, desde los más blanco, hasta los más cobrizos, hombres y mujeres todas las tonalidades de piel, que puedes imaginar, las encuentras aquí.
Busco de taberna en taberna, información sobre la partida de una flota, una nueva expedición, hacía una nueva aventura, una nueva conquista de tierras desconocidas, la única forma de riquezas. Se habla de una flota que partirá próximamente para México, a enfrentar al rebelde Cortez, que se revirado en contra del gobernador general, Don Diego Velázquez, hablan de las riquezas de México, me alegra llegar en tan justo momento, cuando una expedición esta por partir.
Vivo como puedo, con los reales que he traído me alimento de mendrugos de pan, carne salada, queso y vino, hemos salido en grupos a los campo cercanos y buscado frutas, hemos casado algunas de las especies que existen, algo como grandes ratas, que los indios llaman jutias, de exquisita carne, duermo donde me coge la noche, me he bañado, par de veces en el rio, para sofocar el bochorno del color, con estas ropas de paño y lana que he traído desde Andalucía es asfixiante, pero nada me detiene, solo la idea de riqueza y el amor de mi Loly, me hacen sacar fuerzas, para seguir adelante.
Es tarde, bebo mi séptima jarra de vino, un vino acido, avinagrado, que quema el esófago mientras desciende hasta el estomago, pero no hay mas, entrar al sitio cuatro forasteros desconocidos, quizás llegados como yo a última hora, están tomados y buscan camorra, fatal de mi, siempre es igual, donde entra un borracho, es mío, se acerca a nuestra rustica mesa en busca de pelea, veo venir el desenlace, una combate, una trifulca, veremos qué pasa, estoy listo para esgrimir mi espada y terminar con el infeliz momento. Comienzan con palabras fueras de tono, mordaces hirientes, provocadoras, espero ver si cansados, se retiran, pero somos el blanco de todas las miradas, siento el calor en el rostro, no es miedo, a mi mente viene la imagen de mi Loly y sus ruegos "no pelees en las tabernas, puedes ser el perdedor, sin ser el causante", las bromas, pasan a burlas inaceptables, sin pensar un minuto más, me levanto, empujo la mesa y a su vez desenvaino mi acero, comienza la lucha, combato contra alguien, que no es un buen espadachín, será fácil de derrotar, alguien, de los que compartía mi mesa, cae a mi lado,... algo pasa en mi espalda, me arde, siento el calor de la sangre que recorre mi reverso, estoy herido, me sablearon a traición, por la espalda, mientras combatía, en que tierra estamos, que los hombres se matan a traición, el acero de mi contrincante me toca en la parte derecha de la panza, el dolor es punzante, las fuerzas me abandonan, me debilito, otra herida, creo que es el final, caigo, todo da vueltas a mi alrededor, veo a mi Loly, que corre a mi lado, anegada en llantos, grita mi nombre, se tira sobre mi cuerpo herido, llora y me reclama "te lo dije, no vengas a buscar riquezas, si ya tienes una, mi amor, que hare ahora mientras espero y desconozco de tu muerte", sus lagrimas bañan mi rostro, pero, hay de mi busco y no veo sus ojos, sus lindos ojos negros, no están. Comienzo a alejarme de ella, veo que llora sobre mi cuerpo, pero estoy viendo la escena desde lo alto, continuo separando, hasta que son difusas la imágenes, se borran, las pierdo, desaparecen, no estoy.
G. Muñoz
EL HOMBRE QUE SE CREÍA HORMIGA
Tuve un amigo que estaba convencido de que era una hormiga. Medía casi uno ochenta y difícilmente se lo podía confundir con un bicho pequeñuelo como la hormiga, aun la brasileña que mide unos cuatro centímetros. Pero él insistía. La última vez que lo vi tuvimos una discusión fuerte.
- Pablo -le dije- es imposible que seas una hormiga: eres grande, tienes dos patas, hablas y tu DNI dice Pablo Germán Alcántara, Nro. 25.678.987.
- Apariencias de una realidad más profunda, inasequible para mentes simples como la tuya. Yo SOY hormiga, aunque APAREZCO hombre. Confundes permanentemente esencia con existencia, ser con aparecer, estructura con coyuntura, proceso con evento, inconciente con conciente.
- A ver, necesito pruebas: qué comen las hormigas.
- Jé! Obviamente que me viste despachar recién un buen cocido de carne con batatas, patatas, calabaza y coliflor. Eso forma parte, obviamente, del plano apariencial de la existencia , puramente formal, dependiente de esa dimensión oculta, central y estratégica que comanda los artilugios de la realidad aparente a fin de ocultar la Verdad a los ojos de los ignorantes, como tú.
Entonces, algo molesto, me fui al lavadero, abrí un polvoriento estante y saqué un viejo pero efectivo veneno para hormigas, en aerosol. Regresé y mientras Pablo se entretenía cortando unas hojas de mi ficus, de un modo peculiar (con las uñas, infligiéndole dolorosos y pequeños cortes, por donde fluía la savia), mientras se deleitaba en esa tortura, lo rocié íntegramente.
Saltó como demente, presa de un atroz sufrimiento: me miró como reprochándome mi conducta y comenzó a caer hacia el piso, y a mover al azar y sin sentido sus brazos, ennegreciéndose ahora, mientras sus horribles antenas giraban descontroladas. Mordía el aire con sus pinzas, intentando colocar en su lomo los trozos de ficus que había cortado. Se empequeñecía rápido, pasaba como él diría de apariencia a esencia, de coyuntura a estructura, moría hormiga ante mis ojos. Sus seis patas, por último cesaron de agitarse.
Creo que a partir de ese momento me convertí en devoto de filosofía kantiana, aquella que no deja engañarse con las apariencias de lo visible, aquella que nos relata la imposibilidad de saber la profunda realidad de lo existente. En general adherí al empirismo extremo de Berkeley, que
insiste en descartar la realidad por fuera de los sentidos: la realidad es mera configuración de nuestras percepciones, sin existencia comprobable más allá de esas impresiones puramente circunstanciales. Quizás todos fuéramos cucarachas o quizás hipocampos, quizás todas las noches me abrazo a una foca olorosa creyendo que es mi adorable mujer y posiblemente matamos hormigas a pisotones no sabiendo que estamos así asesinando seres humanos que aparecen bajo la percepción como simples bichitos negros. Pobre Pablo.
Lexis
PROMESAS ROTAS
El local estaba como maldito, era amplio, tenía una buena entrada de luz y unas vidrieras excelentes. Estaba revestido de un cerámico de muy buena calidad y de paredes muy bien conservadas. Una gran cantidad de negocios habían intentado triunfar pero sin éxito alguno. Lo curioso era que el local estaba situado en una zona sumamente comercial y plagada de emergentes y fructíferos negocios, tan solo en esa manzana había 25 de los mas variados rubros. En medio de semejante infierno comercial yacía solo y despoblado el local de la señora freire. Yo, parado en la vereda miraba el frente, tratando de encontrar una razón por la cual ningún negocio prosperaba, recordando que el último comerciante que intento triunfar hasta contrato un profesional del marketing, pero no saco ni para pagar ese servicio.
Mientras pensaba, una voz que venía de una terraza de enfrente llamó mi atención, era un niño de no más de 12 años. El abuelo tiene la respuesta —dijo el niño.
Al acercarme me aclaro que su abuelo era el único que podía decirme por que ningún negocio prosperaba. Por alguna razón le creí y acudí al lugar que el muchacho me había marcado.
Al llegar un abuelo que dijo llamarse OMAR me atendió, al pasar logré ver fotos de el con una mujer que no habitaba la casa. El anciano me advirtió que si tenia una mente amplia me contaría todo. Tomando un café pregunte disimuladamente. Comenzó diciendo que el local lo habían usado para festejar su boda con una hermosa mujer, su ex mujer, ANA. Ella era una persona muy espiritual, continuó, creía en el amor eterno e incondicional, en las doncellas mágicas, en los ángeles que cuidan personas. Una tarde me mostró un libro que cuidaba como a su propia vida, en el estaba escrito un antiguo y exótico ritual de amor, fuimos hasta el lugar donde seria nuestra boda y allí, ritual de por medio, hicimos un pacto de compañerismo sin fin. Quedé impresionado cuando de golpe y a mis espaldas apareció un ser extraño pero no temible, una mezcla de todo lo que uno no imagina, pasó a mi lado mientras una electricidad carcomía mis dientes y me obligaba a tragar saliva, con unos ademanes indescriptibles ANA me indico que el ser aprobaba nuestro pacto.
El día de la boda llegó, pero nunca olvidaré lo terrible que fue para mi tener que cortar la torta con ese ser mirándome a dos metros. Nunca me considere un loco ya que ANA me advirtió que solo los dos podríamos verlo. Pensé que en la luna de miel desaparecería, pero no, se mantuvo todo el tiempo en la puerta del hotel, a tres mesas del comedor donde almorzábamos y flotando cerca de las bollas en lo lejano del mar.
Ya en nuestra casa nunca se animo a entrar, era verlo en las mañanas junto al diario, parado allí, inmóvil pero intensamente vivo. Con el tiempo sus molestas apariciones fueron más esporádicas hasta que desaparecieron por completo.
La monotonía castigo mis promesas de amor eterno, y aunque el amor de ANA estaba intacto, el mío se había desgranado. Por culpa de un cuerpo ajeno la abandone, ella enloqueció de tal manera que un día salió de casa y nunca más regresó. La e buscado por años pero es como si se la hubiera tragado la tierra. Al romper el pacto que hicimos en el lugar el ser esta furioso y de algún modo espanta a la gente, el local nunca volverá a funcionar.
Me despedí del abuelo y regrese al lugar, angustiado, escéptico, seguro de que la historia no era más que una fabula de un hombre entrado en años y delirios. Pero esa parte estúpida que hay en mi no dejo de pensar en lo que había escuchado, mirando el frente del local me pregunte que sería de mí si esa historia fuese verdad.
Al siguiente día, mientras limpiaba levanté la vista y pude ver una pequeña ventana en el último piso, le pregunte a la dueña y respondió que era un reducido altillo donde se guardaban cachivaches, pero era imposible entrar, en lugar de una puerta se había levantado una pared, pero eso no acobardo mi curiosidad, arremangue mi osadía y comencé a subir. El lugar olía a muchos años, los roedores tropezaban entre si mientras la silueta de la antigua puerta aun se veía en la improvisada pared. Por alguna razón pegue mi oído a la puerta y en ese mismo instante una locura parecida al terror subió por mi espalda. Había escuchado una especie de exhalación y eso fue lo que me empujo a tomar una masa y ensañarme con la pared. Los impactos fueron aturdiendo mi cansancio, tanto que ignore los gritos de la dueña. La pared se rindió y me brindo un agujero por el cual pude entrar.
Me calciné en el momento que logré ver una vela encendida en el último rincón del lúgubre lugar, la pequeña ventanilla escupió luz y me brindó una silueta espeluznante: una consumida anciana me miraba desde un inmundo rincón de oscuridad. Quedé bloqueado, pensando cuanto tiempo llevaría allí y como había hecho para sobrevivir en tan cruel lugar.
Estiro su mano y al grito de "OMAR" intento ponerse de pie y, en ese instante en que mi mano temblaba tanto como la mano de la anciana, logré comprender quien era realmente. Traté de sacarla lo más rápido posible pero un respiro en mi espalda me diría que no, un ser sumamente extraño me tapaba el agujero en la pared. En su mano tenía un jarrón con agua y una especie de cacerola que en un segundo se estrellaron en el piso. Como una ráfaga empecé a sentirlo en mi cuello, pero gracias a la intervención de la anciana logré que me dejara vivir. Después de un largo momento de preguntas sin respuestas nos que damos los tres allí, entre los ojos escurridos de la anciana y la mirada protectora del extraño ser que respiraba amenazante. Me rogó que la dejara tranquila y me marchara, mirando la silueta del extraño ser que se ocultaba en la oscuridad, no hubo razón para negarme.
Sus sueños de amor eterno la obligaban a quedarse allí, amando al extraño ser que fue testigo de su felicidad. Ver a ese ser mimando las arrugas de la anciana me hizo comprender el poder que tiene en algunas personas las promesas, y que romperlas a veces, significa más que un acto de traición.
Sus recuerdos la había secado y, logrando sobrevivir gracias al misterioso ser, había optado por morir allí, donde una vez nació.
Me retiré muy lentamente, sin decir una sola palabra, mirándola, pensando en su pasado, su presente, descubriendo que toda su vida había terminado el día en que alguien rompió su promesa.
DI MELLA
AMOR FRITO
Ya no te quiero vida mía. Hace tiempo empecé a dejar de quererte. Día tras día, el sentimiento se ha ido erosionando hasta convertirse en polvo y arena. Estoy frente a ti y me avergüenzo. Soy incapaz de decírtelo. Es más sinceridad de la que puedo soportar.
Fer, ¡por favor!, ¡despierta!, pareces ausente. Comes con la cabeza gacha, sin dirigirme la palabra. ¿Qué sucede?
Después de quince años de convivencia lo sabes casi todo sobre mí. Me asusta que descubras la verdad, no quiero herirte.
Nada. No pasa nada, cariño. Estoy algo cansado. Sólo eso, -mentí sin convicción, evitando mirarte a los ojos-.
¿Quieres que te crea? Llevamos demasiado tiempo juntos, no soy tan estúpida. Presiento que estás a muchos kilómetros de mí. No puedo continuar viviendo con esta incertidumbre, acongojada, a la espera de un indicio de cariño, de una caricia furtiva que nunca llega.
Qué puedo decir si me condenas como a un hereje. Mi pecado es llevar una existencia anodina, es soñar ser deseado, es querer encontrar mi lugar antes de que se me escape la vida.
¡Miserable, hipócrita!. Cualquiera pensaría que tu vida es un cúmulo de calamidades y despropósitos. Eres un privilegiado, con un envidiable trabajo, tiempo que saborear, amigos y familia de los que disfrutar y lo más valioso, mi amor. Sólo me queda sacrificarme. Lo haré ante ti si lo necesitas.
No seas melodramática. Me intentas chantajear. Es absurdo.
¿Eso es lo que piensas? Crees conocerme pero no, no es así. Jamás te has molestado en buscar lo que hay dentro de mí.
Sin que pudiera reaccionar te lanzaste a por el cuchillo que brillaba sobre la mesa. Lo cogiste con manos temblorosas. Me mirabas con rabia, esgrimiéndolo en alto sin saber qué hacer. Aproveché tus dudas para saltar sobre ti y agarrar el cuchillo con ambas manos. Cayó al suelo. Empecé a sangrar.
¡Qué cojones haces! Estás desquiciada Eva, -te grité descompuesto-.
Es por tu culpa, por tu maldita culpa. Me estás volviendo loca. No puedes seguir tratándome con ese desprecio.
Ella tenía razón. La sangre se iba acumulando en el parqué, yo me encontraba ligeramente mareado. Me envolví la mano en una servilleta..
Las cosas cambian indefectiblemente Eva, necesito respirar, necesito sentirme útil. Tú y yo, nos empeñamos en discutir para mostrar al otro lo peor de sí mismo. Nos hemos perdido el respeto.
Era esclavo de mis lacerantes palabras. Tus ojos enrojecidos me miraban con expresión desafiante y me hicieron estremecer. Sentí miedo.
¡Cómo puedes ser tan cínico, cómo te atreves!, -empezaste a decir con indignación-. Si me acerco a ti, me rechazas con cualquier pretexto, no te atreves a enfrentarte a la realidad.
No es cierto, nunca me ha importado hablar. Pero no soporto los gritos, los insultos, los continuos reproches, resulta un espectáculo patético. He perdido la confianza en nosotros.
¿Puedes creer que jamás te oí decir un "lo siento"?.
¡Sólo me faltaba eso! Pretendes que me pliegue a tus deseos porque sí. Vivir juntos significa mucho más de lo que tú propones. Es sinónimo de compartir, de dos, del par, no sólo eres tú. Yo no soy la responsable y tú lo sabes.
No quiero, ni lo primero, ni lo último. Sólo te ruego que me dejes ser yo, luchar por mi identidad como individuo. La desidia me invade. Camino por una vereda solitaria, cada vez más angosta y que amenaza con asfixiarme.
Fer, conozco perfectamente tus inquietudes, hemos pasado por situaciones similares. Tus miedos los he hecho míos. Padezco en secreto cuando no puedo ayudarte.
"El amor es dolor", siempre te lo dije Eva. Cada persona es un micro universo complejo, difícil de alimentar. Nos podremos encontrar en muchos puntos del camino pero al final nuestro yo debe prevalecer, necesita sobrevivir, si no, la felicidad no existe.
Yo te quiero, siempre te he querido con generosidad. No soy ninguna egoísta. A tu lado me he sentido especial, segura de mí misma, he conocido momentos deliciosos, aunque tal vez esté hablando de tiempos remotos, ya extinguidos.
Las cosas del querer no duran eternamente. La más extraordinaria historia de amor tiene fecha de caducidad. Cuando llega el amor, llega el destrozo, todo lo que se encuentra alrededor deja de ser racional, es incontrolable.
Ya no me quieres, te has cansado de mí.
Apreté con violencia el puño para que el dolor me ayudase. Exigía ser sincero por el bien de los dos pero las palabras se agolpaban en mi boca. No pude hacerlo.
Aunque de la llama no quede más que una aislada chispa, no puedo decirte eso Eva, no quiero decírtelo... soy una persona insegura, un pusilánime al fin y al cabo.
Tienes miedo a equivocarte, a lanzar todo por la borda y que no haya vuelta atrás. Eso es humano.
¿Qué pasa conmigo y nuestra vida?
Entre nosotros sólo quedan escombros, la inercia se ha apoderado de nuestra existencia. Yo quiero más, mucho más: improvisación, calentura, carcajadas, complicidad, algo que tuvimos y que ahora es una quimera.
Yo también lo quiero Fer. Confío en nuestro futuro.
Me abrazaste con fuerza, mientras tus lágrimas mojaban mi camisa. Se me hizo un nudo en la garganta. Yo también necesitaba abrazarte, y lo hice. Nos mantuvimos unos minutos mudos con nuestros cuerpos entrelazados.
Era mi despedida, ya lo había decidido. Por la mañana, cuando saliese a trabajar, te abandonaría para siempre.
(Basado en mi propia experiencia. Lo cierto es que me equivoqué y ahora vivo solo y alcoholizado).
Pericles
CADA OVEJA CON SU GRIAL
- Buenas tardes, caballeros-
Ni a Santi, ni a José, ni a Xavi les extrañaron aquellas palabras, ni su estudiada ceremonia. Eran sus amigos desde... No menos de veinte años, seguro, tiempo más que sobrado para conocer a Alfonso, unas veces brillante, otras con ideas de lunático. Tampoco se sorprendieron cuando, en el tono más solemne e imperativo posible, como si fuera el capitán que comunica a sus soldados una delicada misión, les dijo:
- Hay que rescatar al Emperador.
Ninguno de los tres preguntó a que emperador se refería. Historiadores todos, se divertían conversando sobre antiguas batallas de Napoleón Bonaparte, el Gran Corso, Le Petit Caporal. Naturalmente, el plan para sacar de Santa Elena, aquella isla perdida dios sabe donde, a un monarca que llevaba casi dos siglos muerto, tampoco les pareció motivo de sorpresa. Cosas de Alfonso, adicto a los chistes malos, con su humor peculiar, tan desesperante que Santi, aunque agnóstico, pedía más de una vez a Dios que fulminara con su rayo a aquel patético aspirante a rey de la comedia.
Nada hubiera podido asombrarles si no fuera por un pequeño y casi insignificante detalle, que venía a alterar la rutina de los sábados por la tarde. Su amigo lucía una apariencia un tanto fuera de lugar, aunque sólo un tanto. Porque, a ver, seamos honestos: Si la gente sale a la calle con los pelos de punta o vistiendo horribles cazadoras claveteadas, por no hablar de esos peshings o pirshings que provocan angustia, ¿por qué no va a poder salir un tipo de metro noventa a la calle con el uniforme de grognad? Y no, grognard no es el apellido del último novio de Belén Esteban. La palabreja tiene que ver con aquellos tipos como armarios de la Guardia Imperial, con sus prominentes mostachos, que en el campo de batalla parecían armas de destrucción masiva. Aunque ellos si existían, lo comprobaron en sus carnes prusianos, austriacos o rusos. Y también sus costillas.
Imperturbable a las miradas escépticas de sus compañeros, Alfonso hasta llevaba un brazo dentro de la guerrera, imitando a su ídolo. Santiago, un poco harto de su obsesión con la historia, le espetó.
- Tanto leer, tanto leer... Te va a pasar como a don Quijote.
José terció con su acostumbrado sentido común.
- Lo mismo que a Mecano: ay que pesado, que pesado, siempre pensando en el pasado, etc.
El otro hizo como que no les oía y se lanzó a una arenga vibrante.
- El Emperador nos necesita. Sus carceleros ingleses conspiran para matarle porque, indefenso y todo, aún le temen. Debemos sacarle de esa isla maldita y devolverle a Francia. Allons, enfants de la patrie.
Santi se le quedó mirando otra vez.
- Ya. ¿Versión Edith Piaff o Mireille Mathieu?
Alfonso puso cara de esas cosas no se preguntan.
- Piaff, siempre Piaff.
Todos coincidieron. Tantos libros de historia, leídos y vueltos a leer, cuando lo que necesitaba su amigo era una rubia maciza, a ver si lo espabilaba de una vez, al pobre, porque no había más que verlo: se le estaba quedando cara de archivo, con esa expresión cenicienta de los viejos pergaminos del siglo XII. Intentaron disuadirle, pero en vano. Más terco que una mula, el muchacho. Al día siguiente, sin avisar siquiera en el trabajo, se marchó hacia la aventura. Sólo dejó, en el facebook, unas palabras y un enlace a un video de youtube con la Heroica de Beethoven, versión Karajan. Porque lo suyo, por muy loco que le creyeran, era justamente eso, un acto de heroísmo. No podía fallarle a Napoleón: la Historia estaba en sus manos.
Cuando se juega el destino del mundo, palidece cualquier otra consideración. ¿Lógico, verdad? Ustedes, puestos en el mismo lugar, tampoco habrían dudado en vaciar la cuenta corriente. Dejando, eso sí, lo suficiente para la próxima mensualidad de la hipoteca, porque Alfonso hasta en el descontrol se marcaba unas líneas rojas que nunca cruzaría. Aquellos tres mil euros le serían, sin duda, de mucha utilidad, tal vez para comprar armas o voluntades que le permitieran salir de situaciones extremas. Que los pérfidos ingleses son muy taimados.
Mientras viajaba en el avión se preguntaba porque iba a salvar a Napoleón y no a la Armada Invencible, o a los trescientos de Leonidas. Un pensador mediático, al que entrevistaban en "Psicología a punto", le dio la respuesta. La intuición. Según el viejecito calvo de la fotografía, una forma de conocimiento tan buena como otra cualquiera. Y él intuía que de aquella odisea aparentemente descabellada iba a salir algo bueno. Quién sabe, quizá necesitaba riesgo y pasión después de tanto tiempo de no vivir para otro proyecto que el pago de los recibos.
No, no estaba haciendo ninguna locura. ¿Acaso los caballeros artúricos no buscaban el Grial? Pues él se había formado también el suyo, que para eso España es un país libre, rediez. ¿Locura? Locura es entramparse a cuarenta años, como ha hecho medio país al que sólo le falta salir a la calle en romería, gritando hasta perder el resuello aquello de ¡Vivan las caenas!
Había comenzado, como manda el sentido común, por el principio. La Wikipedia le informó de que Santa Elena estaba en África, a muchos kilómetros. Más de los que había imaginado.
- Vaya-, comentó con cierta decepción.
No le importaba comentar la jugada con la pared desde que un psiquiatra, Rojas Marcos, recomendaba hablar sólo. Algo sanísimo. Servía, como el sudor, para eliminar toxinas. En este caso las del alma.
Después buscó un software de envejecimiento. Desde 1815 había pasado mucho tiempo, así que necesitaba tener una idea, ni que fuera aproximada, de cuál podía ser el aspecto del Emperador. Aunque seguro que utilizaba crema antiarrugas, el muy coqueto. Lo imaginaba en París, posando para David, Gérard o Ingres, para después revisar sus lienzos quisquilloso. Con cara de lanzarse a una desaforada venganza corsa si no le representaban como el macho alfa de Europa.
- Sáqueme un poco más alto, Monsieur.
Hasta puede que uno de esos pintores reuniera valor para hablarle claro.
- Nadie es mejor por su estatura, Sire.
A Su Majestad, que le vamos a hacer, le obsesionaba ser corto de talla. Pero, y tú, Alfonso, ¿Te aceptabas a ti mismo o querías, como el emperador, huir hacía adelante para compensar una frustración secreta?
- Secreta la mía, porque la de Napoleón era vox populi-, respondiste con tu manía por la precisión.
- No me fastidies, Alfonsito. ¿Es que no te das cuenta de que vas a quedar ante todo el mundo como un maldito freaki?
- ¿Freaki? ¿Yo? Freaki es el que le ríe las gracias al primer rapero maleducado. Yo voy en pos de alguien con verdadera grandeza, del hombre que promulgó el Código Civil, que puso los cimientos del Estado francés.
Tomó un poco de aire, sólo para volver a la carga.
- Hay una gran diferencia. ¿Por qué no puedes verla? No lo entiendo.
Llegaste al aeropuerto exaltado por la discusión. Tenías billete con Air Torrelodones, una compañía low-cost con graves problemas económicos, lo sabías. Hacía tres meses que no pagaban a sus trabajadores, pero un compañero del trabajo había viajado con ellos sin problemas. Confiabas, por eso, en que ahora sucediera lo mismo. Pero en un puesto de información algo te dio mal fario, tal vez la forma en que te miró aquella rubia florero de ojos azules cuando le dijiste con quién viajabas.
- Air Torrelodones.
La chica te miró como si fueras un apestado. Ah, con esos, exclamaban sus ojos. Sólo le faltó decir un "que dios le ampare".
Fue entonces cuando tuviste el ataque de realidad. Aún no habías tramitado el equipaje, aún podías desdecirte. Suerte de esos ordenadores en los que consultas Internet por un euro, porque así entraste en facebook para borrar tu despedida. Con un poco de suerte, nadie la habría lo leído. En el trabajo, cuando llegara el lunes, nadie sabría nada. Y, como un vencido don Quijote, regresaste a casa mientras no dejabas de pensar que el sol de Austerlitz te alumbraría en mejor ocasión.
Bernardino de Mendoza
EL EMBRUJO DE LOS CRISTALES
Cuando Evaristo Cienfuegos recibió la noticia de que tenía cáncer sufrió tal conmoción que se quedó paralizado con la carta entre las manos, de pie, lívido y yerto como efigie de alabastro, de tal suerte que su esposa, que lo zarandeó y le habló hasta que no tuvo fuerzas, tuvo que recurrir a las artes antiguas de Anselmo el curandero y del ingenio mecánico de una gato hidráulico para conseguir desprenderle de los agarrotados dedos la epístola fatal que había prendido con la fuerza contumaz con que los cangrejos atenazan a sus presas.
La alocada carrera de la Evarista al salir de su casa y el posterior retorno con el curandero tras sus pasos presurosos no pasaron desapercibidos a las inevitables vecinas que, descuidando sus quehaceres, hilvanaban parrafada tras parrafada en medio de la calle, de modo que, en pocos minutos, a la puerta del hierático Evaristo Cienfuegos se había congregado más de dos tercios de la población local entre desocupados, comadres, niños y perros vagabundos.
Hizo falta un galón y medio de aceite de coco de la Martinica y tres horas de pacientes friegas sobre las entumecidas articulaciones, y las voces tiples de los niños de la escolanía de la parroquia -que para entonces se habían personado en la casa y desde el fondo de la habitación entonaban pianísimas mazurcas y pavanas en fa sostenido-, para que el cuerpo de estatua silente que presidía el salón de la estancia con sus ojos de vidrio comenzara a relajarse y recobrar el rosado color de la carne, que en el caso de Evaristo era de un pardo tostado, consecuencia de los soles inclementes que lo acompañaban en su diario errar por el monte, pastoreando el reducido rebaño de cabras que había heredado de sus ancestros desde tiempo inmemorial y cuyos orígenes se remontaban a los descendientes de uno de los soldados que acompañaron a Lope de Aguirre en su búsqueda de El Dorado a través del Amazonas y que logró sobrevivir en la jungla a pesar de la locura de su jefe, del dengue y las picaduras de mosquitos de los pantanos, y que más tarde dio en yacer con una indígena, de resultas de lo cual inauguró la estirpe en que habría de nacer, cuando ya el mundo había dejado de ser viejo, el ahora presunto enfermo.
He visto la muerte, fueron sus primeras palabras balbucientes. En realidad, cuando leía la carta, por su mente atravesó la imagen poderosa, como río de lava, de aquella noche en que llovió con tanta intensidad que la falda del monte se precipitó ladera abajo, arrastrando todo lo que encontraba a su paso y anegando, en un suspiro atronador, el fondo del dormitorio, e inundando, a su vez, todas las estancias de lodo, ramas y cabras ahogadas.
Durante varios días estuvo presa de fiebres delirantes que la diligente esposa, siempre asesorada por el sabio Anselmo, se encargó de mitigar con compresas frías de agua de caléndulas y sopas tibias de calabacín. Pero había caído en el mismo estado de mutismo que cuando era una estatua de carne. La Evarista, mientras lo atendía, no cesaba de preguntarle cómo se encontraba, pero que si quieres, sólo esporádicos suspiros entrecortados y débiles quejidos de plañidera exhausta lograban trasponer el umbral de sus labios trémulos, agrietados como páramos yermos.
Asustada por el persistente hermetismo de su esposo, Evarista recurrió de nuevo a los oficios del chamán, que exigió para adentrarse en los vericuetos tortuosos del cerebro de Evaristo Cienfuegos una buena jarra de ron de caña y miel de isla Margarita y palitos de mirra y sahumerio.
Cuando la ingesta deleitosa del dulce licor y la aspiración del humo de incienso lo fueron adormilando, se dispuso al exorcismo y concentró su sapiencia antigua en descifrar las alucinaciones neblinosas que tenían aferrado al enfermo.
Evarista observaba al curandero con un punto de impaciencia, pues éste más parecía dormitar una cogorza que estar por la labor de expulsar los demonios del cuerpo de su marido. Pero la impaciencia se fue tornando bostezo en aquella atmósfera de humo aromático y dulzón y la parsimonia exasperante del brujo. Sólo cuando la voz estentórea del viejo Anselmo tronó en la estancia, el sopor se convirtió en lúcida vigilia.
- Que el ave quetzal te proteja, Evarista, porque vas a perder marido y hacienda- fueron las únicas y pastosas palabras del curandero, antes de que comenzara a roncar como trueno de galerna.
En la mañana del cuarto día de estar postrado en su delirio, Evaristo Cienfuegos dio un respingo y se levantó sobresaltado. Con paso resuelto, como quien se encuentra en posesión de una verdad sublime, se dirigió hasta el arcón, cogió las monedas que guardaba en el fondo del mismo y se encaminó hasta la cuadra. Al cabo, salió montando a Federica, la famélica mula que nadie sabe cómo logró sobrevivir al último diluvio en que ellos perdieron la mitad de su ganado y en el que no hubo pastor que se librara de ver bajar a alguna de sus reses flotando en el río camino del mar. De esta guisa, talonando decidido a la desgarbada acémila, con un pitillo de hebra colgando del belfo y sin volver la mirada, se fue alejando camino de la ciudad hasta que fue engullido por el laberinto inextricable de la jungla.
Después de varios días en los que nada se supo de sus movimientos, apareció de repente por entre la enramada, con una luz desconocida en la mirada y las alforjas atestadas de botellitas de licor de las más variadas formas y colores, de esas que se ofertan en las barracas de feria y son el trofeo de los tiradores más certeros.
La paciente Evarista, que vivía con el alma en vilo desde la premonición del sabio Anselmo, se limitó a mirar a su marido con la resignación de quien confía en los designios sobrenaturales, y lloró por dentro.
Durante un período de tiempo que parecieron siglos, dos veces por semana, Evaristo Cienfuegos hacía el mismo recorrido hasta la cuidad y volvía con su cargamento de botellitas de licor. Y así se mantuvo hasta que se le acabó la plata y las ferias de los pueblos vecinos fueron incapaces de abastecer su demanda.
Como quiera que esta inesperada vocación de coleccionista se había convertido en una monomanía que parecía no tener fin, Evarista decidió que lo más prudente era dejarlo hacer, de modo que, a partir de entonces, dedicó todo su empeño a cuidar de las gallinas que, desde que Evaristo enfermó, estaban dejadas a su libre albedrío y picaban acá y allá, sin orden ni concierto, en busca de lombrices y toda suerte de inmundicias.
Con el devenir de los días, y dado que la pasión por el vidrio minúsculo se había instalado en su voluntad y, como garañón desbocado, lo arrastraba sin freno, Evaristo Cienfuegos vendió las pocas cabras que aún le quedaban para seguir ampliando su colección de botellitas de licor, mientras su mujer veía cada vez más cercana la hora en que su marido le comunicaría la venta de la casa, y extrañada estaba de que a estas alturas todavía no hubiese mencionado el tema, aunque, a decir verdad, desde que éste volviera en sí del exorcismo, no había vuelto a pronunciar palabra alguna ni sobre lo divino ni sobre lo humano. Sólo cuando una pareja de desconocidos con saco y corbata bajaron de un coche que habían estacionado a la puerta de su casa, tuvo la clarividencia de que había llegado la hora, aún antes de que uno de ellos le mostrara el papel de desahucio que acreditaba que habían perdido el escaso patrimonio que aún les quedaba, "por impago de la hipoteca", según le leyó el más estirado de los dos, con un extraño acento de ciudad que le hizo evocar la única vez en que fue a la gran urbe a comprar un mantel de vainica para el ajuar. Pero a estas alturas, poco o nada de la vida le importaba a Evarista. Ya hacía tiempo que había desistido, incluso, de cuidar las gallinas, de tal suerte que éstas habían colonizado hasta el último rincón del dormitorio, emporcando las sábanas que un día fueron blancas y percudiendo cuanto encontraban a su paso, que no era otra cosa que botellitas de licor cada vez más opacas y cochambrosas rodando por los rincones. Así que atravesó la estancia y se acercó frenética hasta el arcón, de donde sacó el mantel de vainica que le comprara su mamá y que sólo usaba para las grandes ocasiones, único vestigio inmaculado que perduraba en aquel promontorio de ***** en que se había convertido su hogar, otrora reluciente en su miseria, y, cerrando la puerta tras de sí, con la misma prestancia con que los cisnes pasean sus estirados cuellos por los estanques, cruzó entre los absortos forasteros con paso presuroso, mientras rezongaba con un punto de crispación en la voz: "¡quédense también las botellitas, pendejos!".
Del miserable y mal parado matrimonio nunca más se supo. De Evarista cuentan que, a falta de hijos que criar, se había marchado a cuidar de su anciana madre, y andaba todo el día con el pelo enmarañado, abandonada de sí misma y la mirada perdida como una loca, a la espera de que su mamá dejara este mundo para acompañarla en el último viaje.
De Evaristo Cienfuegos tampoco se tienen noticias fidedignas. A veces, los viajeros contaban que lo habían visto en la feria de un remoto poblacho, tirando balines en las barracas para ganarse una botellita de licor, como si fuera un imberbe de pantalones cortos. Hay quien asegura que había muerto de mala manera a manos de un trapecista itinerante que lo había sorprendido amancebado con su novia, pero esas eran historias de gente errabunda a la que no se podía dar crédito. Lo único cierto fue que al año justo de recibir la infausta misiva, el cartero de la demarcación devolvió al hospital una segunda carta por "paradero desconocido" en la que el director felicitaba al destinatario porque había habido un error burocrático y le habían remitido unos análisis clínicos que no le correspondían, lo cual quería decir que no padecía el carcinoma que le imputaban, y que perdonara los trastornos que aquel traspapeleo pudiera haberle ocasionado, por lo demás, apostillaba el firmante, "si usted estima conveniente emprender acciones legales contra esta institución, sepa de antemano que está en su derecho. Atentamente".
Miguel Ángel Amado
CARMELA Y SUS BOTINES COLORADOS
Carmela es todo un personaje. No tiene tiempo ni tampoco espacio. Viene de lejos calzando unos botines colorados que son su magia. Posee el encanto de aquellas personas que parecen haber cruzado mundos enteros antes de llegar a tu lado como si jamás se hubiese movido, de haber estado siempre ahí y de haberlo conocido todo como si ya lo atesorara en algún recóndito lugar de su alma.
El mundo de Carmela está poblado de miles de diminutos seres alados que van poniendo perlas en su camino, que luego irá colocando en el tapete que tiene fuera del tiempo: los días de sol que le encienden el cabello y los de viento que se lo revuelven, pues piensa que acaso le despeinen el alma también y le gusta sentarse a recomponer el juego que el viento desbarató.
Carmela ama la vida, ama los árboles, los pájaros y las estrellas. Todo observa con un toque de dedicada atención. El amor es su religión que derrama, despreocupadamente, como si sembrara la tierra.
De nada sirve que ponga el despertador media hora antes. Siempre llegará tarde. Siempre. Es su sino como lo es el no encontrar novio. Y eso que Carmela es arrolladora. Resplandece tanto que la belleza se avergüenza de existir. Los espejos también. Los hombres se la comen con los ojos pero Carmela no funciona con clave como los ordenadores. Tiene llave, que es distinto.
Por eso vive sola. Su tiempo y su vida los llena con otras cosas. Sus botines colorados, su paraguas y su espejo la tienen ocupada. Sus botines que embetuna como si en ello se le fuera la vida y que luego cepilla hasta arrancarles el color. Por no hablar de su paraguas. En el fondo, ¿quién mejor que él sabe protegerla en los días húmedos de otoño?, ¿ y quién mejor que su espejo devolverle la imagen de todas las mujeres que fueron y serán?
Jamás se sintió sola. Nunca. Ni en la soledad de la ausencia ni en su almohada cuando el sueño no acude. Siempre la mece alguna emoción que la acuna hasta que cae rendida en los brazos de alguna deidad oscura como la noche. Carmela no vive sola, tiene ángel. Los miles de seres alados que la rodean van perlando su camino. Por eso busca el silencio pues sólo cuando acalla el mundanal ruido, descubre ese hilo dorado que la conecta al universo que la rodea. Sólo entonces se siente parte de ese gigantesco puzle que es la vida y en el que la pieza que es ella encaja perfectamente. Y halla su significado como una palabra desconocida de un idioma cualquiera.
Carmela jamás va a misa. Pero le encanta entrar en las iglesias cuando están vacías. Sólo ahí encuentra ese silencio tan necesario. Sólo entonces lo encuentra, a El, en el fondo de su corazón y le charla como a un amigo. Ya ha dejado de pedirle novio. Ha entendido que no es necesario darle nombre, número de teléfono y hasta dirección si hiciera falta. Ha descubierto que él sabe mejor que nadie quien será su compañero.
Carmela no pierde la esperanza. Se deja llevar por las olas de la vida en plena confianza. Sabe que su barca puede zozobrar pero jamás volcar. Tiene fe. Aunque a veces cuando un llanto incontrolado la inunda, ella le pida a El que cierre los ojos para que no la vea llorar. Sabe que no es justo. Tiene otras muchas cosas por las que darle las gracias a la vida. Sólo cuando se ha secado la última lágrima y se ha restregado la cara, le pide a Dios que los vuelva a abrir y haga como si nada. Carmela no llora, le lagrimean los ojos.
Carmela no le teme a la muerte. Sabe que algún día llegará su hora. Sólo se arrepiente que pase tan rápido y todavía le queden cosas por descubrir. Por lo demás, piensa que es un descanso merecido. Sabe que volverá, por eso no le tiene miedo a la muerte. No quiere que la lloren, sabe que volverá a encontrar los que cruzaron su camino. Carmela quiere que la entierren bajo un árbol en medio del campo. No quiere ser una caja más en esas urbes sumergidas que son los cementerios.
...Y a la imagen de todas esas mujeres que fueron y serán, Carmela sabe que, como los árboles que tanto amó en vida, morirá de pie, sin rendirse jamás.
Sylvananavona
DOBLE VIDA
Hacía varios días en una charla cotidiana me lo habían contado. De esas tantas historias que son relatadas en los diálogos de novios o de familia para ejemplificar algo y dejar a un lado los desgastados temas políticos o de violencia que se hacen el pan de cada día. Y no necesite más de 15 días para conocer muy de cerca la protagonista de aquel relato que le dolía hasta al más insensible.
Su rostro lo decía todo, el fuerte color de la sangre no parecía dibujar un poco de alegría en sus mejillas, que se hacían tan pálidas como la pared del desgastado baño. Algunas letras de los sonados vallenatos, baladas y música de despecho, se combinaban en metáforas perfectas para darle ritmo al dolor, que sonaba en el alma con la intensidad de los recuerdos que se hacían presentes.
Lloró, una y mil veces lloró, con lágrimas sinceras e indefinidas, tan reales como las de años atrás, como cuando el amado esposo en el estallido de su irracionalidad decidió acortar su vida huyéndole a las sumas y restas de los pesos, con un acto salvaje y aterrador que le apagó los sueños, pero le encendió el sufrimiento a quien le había jurado amor eterno.
Su llanto entró en una mezcla de reclamos a quien creía la miraba desde lo alto, era como si dos canciones se hicieran la misma para hacerle saber que el dolor no era uno, como si la fiesta sombría bailara con otra razón del destino. Las sillas oscuras, el telón donde se proyectabas las figuras de los sueños de quienes se creían artistas, estaban iguales, a lo mejor guardaban más polvo, pero las diminutas manchas eran cómplices de la oscuridad. Tal vez todo se hacía igual, pero el héroe furtivo, que intentó apagar con gotas de lluvia el fuego del sufrimiento elevado, ya no estaba, desde su resignada silla ya no cantaba con su desafinada voz los versos sin rima que le dictaba su alma.
Pensaba que era increíble, pero la soledad que vivía, en medio de la alegría de quienes se abrazaban en pasos coordinados por la bulla y el licor, le mostraban que era más cierto que la misma realidad, un vacío más que universal le marcaba el presente. Meses atrás, cuando su segundo amor luchaba bajo humillaciones por el sueño americano, en una fría noche estrelló sus ilusiones hacia el norte, cuando el motor de sus sentimientos se dirigía al sur en busca de unos centavos que permitieran ahorrar más esperanza.
La doble vida del amor se multiplicó sin piedad en el más infinito dolor, por eso ni el más efusivo de los abrazos de los amigos del alma calmaba un porcentaje mínimo de las penas que se incrustaron en los sentimientos de niña y de mujer. El implacable destino había dado fin sin preguntas a la vida de quienes se adueñaron de su corazón, por eso la anhelada noche de viernes atormentaba como la madrugada del lunes, que traía los mismos compromisos, sin que el fin de la jornada significara una luz de alegría.
El llanto no se detenía, las lágrimas se duplicaban en sus mejillas marchitas, sus manos temblaban más que de costumbre; una cerveza me llevó a la barra, deseé abrazarla, tal vez amarla y dibujar en su futuro la ausencia de la esperanza, pero los días que llegaban a su lado estaban impregnados de lo incierto, la bondad de mi corazón no estaba triplicada para iluminar su rostro condenado, mis latidos amaban a la jovencita ilusionada que me acompañaba, y no se atrevieron a enfrentar la oscuridad de la tragedia, al final yo sólo tenía una vida y la fiesta apenas comenzaba.
Kardo
PAISAJE MARINO
La misma hora, el mismo lugar.
Como cada día, desplegaba sus bártulos delante de él: colocaba el caballete, sacaba las pinturas y las distribuía por la paleta, en una amalgama de colores que poco a poco iba volcando sobre el lienzo, dando forma al paisaje, recreando la belleza que tenía ante sí, y mostrándome la belleza que él no podía ver, porque era él mismo, un cuadro pos sí solo, allí, de pie, en un ligero claroscuro, su silueta marcada sobre el fondo de edificios, feos, no, ni siquiera feos, simplemente vulgares, o tal vez parecían vulgares al compararlos con él, con su altura desgarbada, con su ropa manchada de pintura, con sus increíbles ojos que, sin ser azules, parecían reflejar el intenso color del mar que tenía delante de él, con sus labios siempre dibujando una semisonrisa que parecía estar destinada a mi, que me encontraba justo enfrente de él, pero que sin embargo yo sabía que no iba destinada a nadie en particular, a nada en particular, o a sí mismo, como única ofrenda que se permitía ofrecerse.
Era el tercer día que se repetía la escena, era el tercer día que mi corazón latía bruscamente al salirle al encuentro, mientras el resto de mi persona permanecía allí tirada, sobre la caliente arena, con el bello fondo marino detrás de mi, deseando que mi anónimo pintor se fijara en mi, pero sabiendo que me anulaba por completo, que pasaba su mirada a través de mi cuerpo como si fuera de cristal, cuando en realidad era de gelatina que se derretía cada vez que él miraba en mi dirección.
¿Qué podía hacer?
Nunca le había visto antes, y probablemente no volvería a verle cuando terminase su cuadro, desaparecería de allí como si nunca hubiera existido, y tampoco yo habría existido para él si no hacía algo por evitarlo, pero algo, ¿como qué? Acercarme, hablar con él, eso era lo lógico.
Haciendo de tripas corazón, y de corazón pulmones, respiré profundamente y recogí mis trastos, buscando una naturalidad que estaba lejos de sentir, porque no dejaba de saber que estaba en su línea visual, se tenía que dar cuenta de mi presencia, aunque sólo fuera porque le molestase, porque le cubriese una parte insignificante del paisaje que pintaba.
Conseguí salir de la arena sin tropezar más de cuatro veces, con una torpeza no menos patética por ser habitual, y cerca de él me senté en el pequeño muro que separaba la arena del paseo marítimo, sacudiéndome los pies antes de calzarme, y siempre lanzándole miradas de reojo, esperando que se fijara en mi, deseando que se fijara en mi, temiendo que se fijara en mi.
¿Me estaba mirando?
!Sí! por un momento su mirada se posó sobre mí, sentí sus ojos recorriendo todo mi cuerpo en una fracción de segundo, y a mi sonrisa histérica respondió con su sonrisa suave, dulce, agradable como una caricia, y que como una caricia me hizo sonrojar y desviar tontamente la mirada, para volver a mirarle... ¡demasiado tarde!, también él había vuelto a concentrar su atención en el mar, en la arena, en la playa, en la pintura, por supuesto, ¿para qué iba a seguir mirando a una
idiota que no sabía mantener la vista en lo más hermoso que había en el paseo? No, no podía dejarlo así, había visto a dios, había sentido su mirada en mi cuerpo, había recibido su sonrisa, y ahora tenía que dar un paso más, tenía que acercarme a él, tenía que hablar con él.
Conseguí cruzar esos escasos cien metros con no más de dos tropiezos, y me detuve a su, ligeramente detrás de él, fingiendo observar el cuadro, cuando lo único que veía era su deliciosa espalda inclinada sobre el lienzo, cubierta con una camiseta de tirantes de la que salían sus morenos brazos, tan morenos como las piernas que el corto bañador enseñaba, ocultando sólo el precioso culito que se adivinaba bajo la tenue tela, y una vez más el dueño de tan espectacular cuerpo me miró, sólo un momento, y otra vez me dirigió aquella sonrisa que cualquier dentista odiaría a muerte, antes de volver de nuevo su atención al cuadro, ignorándome brutalmente.
- Es muy bonito -me atreví a susurrar, siempre a su espalda.
No lo había pensado, lo había dicho en voz alta, pero el amo y señor de mi corazón no se dignó hacerme el menor caso, siguió pintando como si no me refiriera a él, y pensé que tal vez pudiera ser eso, que no supiera que me refería a él.
- El cuadro -insistí, en voz un poco más alta- es muy bonito.
Que si quieres arroz, Catalina.
Siguió pintando como si tal cosa, sin siquiera volverse hacia mi, sin darme las gracias por el comentario.
- ¿Seguirás viniendo por aquí cuando lo termines?
Aquellas pocas palabras volvieron a teñir de rojo mi rostro, sin tener la virtud de que el muchacho se dignara mirarme en ningún momento, demasiado orgulloso de sí mismo como para tener en cuenta lo que alguien tan vulgar como yo pudiera decirle.
- Me gustaría volver a verte -insistí, una vez más, sin querer admitir mi derrota.
Nada, ni una mirada, ni una sonrisa.
- Bien, gracias por hacerme tanto caso.
Molesta, comencé a alejarme, justo en el momento en que se acercaba una mujer, con la que me crucé y a la que observé, sorprendida por su evidente parecido con el joven pintor, al que tocó en el hombro para llamar su atención, y al conseguirla hablarle en el fácilmente reconocible lenguaje de signos, cosa que, evidentemente, me dejó muda.
¡Haz algo, háblale, habla con ella...!
La pareja se alejó, paseando cogidos de la mano, madre e hijo compartiendo el lenguaje para mi secreto, y con ellos se llevaron un trozo de cielo, un trozo de mar, y un trozo de mi corazón.
Eme jota
Anunciar que, frente a los 21 relatos de la primera edición, esta segunda edición ha superado los 100 relatos, cifra que continua ascendiendo por momentos :yahoo:
LA REDENCIÓN
Carmen comienza el diálogo, ya roto, sobrio y débil. La amapola que parecía crecer en la maleza del desconsuelo, en la tierra gris e inerte de la que brota, cae vencida ante la gota del ojo ajeno. Una Carmen se arroja al fuego y comienza por exigirle el tiempo robado. Le cuenta que se siente sola y enferma, que intenta caminar por la ola con pies de cristal y sin horizonte, desesperada y con miedo.
Es el final de una larga travesía. La leve arenilla que cayó durante años forma un montículo, en esencia pequeño, en presencia, difícil de solventar. Es el final de una historia de amor al uso, de miradas que buscan a quienes no quieren ser encontrados, de caricias estériles, de besos grises y de suspiros mudos, callados. A Antonio le sangra el corazón. La bronca es su antídoto. La blasfemia su expresión. Sin embargo, ahora, todo está dicho. Coge su abrigo y se marcha. La libera, a ella, tentadora, como la guitarra al flamenco, amarrada su cabeza a una larga coleta. Sus ojos, otrora azul cobalto, se esconden tras el párpado, que cae igual que el monte sobre el sol en primavera. En una habitación avellana, salpicada con pequeños animales de plástico, osos de terciopelo y una muñeca de cabeza rota, se vuelve ovillo y rueda al sofá, hacia la miseria que invita a reír y llorar a la vez y a descompás. Con el tiempo acepta el descarrile, la niebla en la traviesa que la detiene y con ello la salva. Lo agradece. Es vital.
La puerta cruje cual gruta de la que emergen lenguas de piedra a punto de quebrar, después de hablar o atacar. En su éxtasis, deja caer pequeños granos de arena y acaso minúsculos trozos de pintura roja que muestra la humedad y el color verdoso de un hogar en peligro de putrefacción. Se marcha sin recoger el hosco agujero en el que vació sus desdichas, en el que derramó sus quejidos. La libera, sin saber Carmen qué hacer con todo ello y cómo luchar contra los cuatro elementos: la tierra, contra la imponencia del muro cuyas rocas no
atraviesan ya vocal ni suspiro alguno, y el agua, que se filtra por aquellas paredes que un día cubrieron con vapor y que ahora se enmohecen por el vaho y el frío que expiden ambos cuerpos. El fuego, al caer, sin elección. Carmen se pregunta qué hacer también con el aire, liberador para el preso, asfixiante en demasía. Desplegar las alas para lanzarse sobre el vacio no tiene sentido.
Si él tuviera el tono de Carmen o siquiera hubiera aprendido algo de ella, seguro que le hubiera dicho en más de una ocasión, antes de terminar con aquella farsa, que entiende que cuando nació sus ojos eran opacos como los de un búho y sus piernas cortitas de paloma. Que siempre se sintiera atrapada cual canario en el espeso árbol. Que no pudiera avanzar porque de sus brazos brotaba vello y no plumas vigorosas que la auparan hacia el cielo. "Si no pude desenredarte de cada hilo, de cada rama, ni te ayudé a avanzar en cada paso, lo siento. Pero pedirme, además, que te deje atravesar libre el cristal para que puedas volar igual que un pájaro, eso Carmen, eso es pedirme demasiado", le diría.
Pero ya era tarde. Antonio calla y la deja del que la liberará de su enfermedad. A Carmen ya no le queda alternativa. Tuvo que huir de un ser masculino a la antigua usanza, coartador, viril y vil al mismo tiempo. Cubrir con lágrimas la imagen que en su día se posó sobre su iris. La fuerza de su presencia siempre logró sus manos, falsamente consoladas. Pero nada más. Quiso alcanzarlo y cambiarlo, más, ¡qué pena!, pues de dos cuerpos contrapuestos sólo puede emerger desconsuelo, y luego piedra, y luego arena.
Paran los días y cicatriza el pesar. Es lunes y su cita, que había esperado ya demasiado tiempo, se presenta ante ella como algo real, posible, al fin posible. Devuelto Antonio al país del que nunca debió salir, y sopesado el peligro entre acabar de enfermar por consentir lo retrógrado y lo absurdo, o vivir; decidida a acabar con la sangre que en forma de manantial
emerge de vez en cuando de sus entrañas, es el momento de dar el paso y terminar con esta sinrazón que hace años domina su vida.
Ataviada con sus mejores trajes, como manda la tradición cuando uno visita a un extraño en un pueblo obsoleto, Carmen sale a la calle. Al fondo, bocas negras tejen el hilo que cubre el cielo con una manta grisácea. En el interior de alguna ventana se adivinan las brasas que atizan las pocas viejas que en la mañana quedan olvidadas por la voz del olivo que aguarda la descarga de su peso. Carmen esquiva las miradas de los vecinos, la curiosidad de los ojos que se escapan por los entreabiertos postigos de un pueblo cruel y antiguo como él sólo. Se detiene frente al caserón de fachada marchita que deja caer el peso de su esqueleto sobre el muro de la vieja iglesia. Otro paso hacia delante y otra despedida. La de la panadería, la misma que llenaba de colores la vieja piedra gracias al reflejo de su dulce cristalera en el exterior. Recuerda sus vitrinas, que firmes como niñas de comunión, mostraban sus encantos al goloso. Era otro tiempo, de sabor a chocolate, de ángeles con cabellos rubios, de sabor.
Avanza hacia su propósito desprovisto de las sinuosas formas que en su día le dieron esplendor. En el horizonte, observa cómo pequeños hombres se balancean al ritmo que marca el gigante que toma el campo cada mañana de invierno. Invade la nada el susurro de la maquinaria leve. Criba la criba la aceituna y la fuerza, mitad disuelta, mitad apropiada por vigorosas ramas. Divisa a lo lejos hombres que desfogan y pegan con la vara a la madre tierra. Las mujeres se arrastran entre sus piernas. Una jornada, otra tarde, siempre. Ahora recuerda cuando era una de ellas, cuando bebió el néctar que engendró costumbre, a veces buena, casi siempre mala. Espera el autobús y reniega del día en que llegó a este pueblo para quedarse.
Hoy ya era otro lunes, atrás quedaron la locura, los celos, la falda larga, las caderas apretadas, las piernas juntas, la brujería, el olor a chimenea. Era su cita con el que la puede liberar, tan anhelada, tan necesaria para su vida.
Vacía como momia, se estremece ante lo que puede acontecer. El autobús la lleva hasta el lugar elegido para la exploración. Desciende por las escaleras del habitáculo y una bocanada de azahar le revuelve el cabello, hoy suelto, mientras avanza sobre la recoleta plaza a la que nadie olvidó colocar su banco, su árbol, su fuente. Una calle la separa del lugar que busca. Hierática, la hilera de flores que divide la calle acaricia la falta a su paso y la decora con pinceladas azules, lilas y rosas. Llega luz de domingo de ramos.
Con más pudor que miedo, no hay opción. Es el momento de cortar el derrame que durante años la atormenta. Ahora no puede volverse atrás. Le invade la ansiedad. Sus ojos ya no se baten con el que va, con el que viene. Sus ojos no dan vida a la miseria. Atrás quedó su ilusión de cenicienta, de blancanieves, de bella en busca de su zapato, su manzana o su bestia. Por fin dejó de ser la enagua en la mesa, el porrón en el patio, la merienda en el zurrón y la faja en la joven universitaria. La punta de la torre que avista a lo lejos le dibuja, cual dedo índice, un nuevo horizonte.
En su cabeza danzan malditas las horas perdidas. Sus manos tiemblan asustadas por la incertidumbre. Se cura o no se cura. Esa es la doble opción. Contiene a la fiera que emerge de dentro, asustada, acorralada, desesperada. Lo mira. Le habla. No hay marcha atrás. Llega su redención: fuera el dolor, adquirida la pérdida, liberado el cautivo. Llega su redención.
Nazareth
POR FAVOR, NO RESPONDAN..
Memé
Por favor, no respondan
Subo los escalones hacia el piso apresuradamente, pues es seguro, que mi madre ya estará esperándome con impaciencia. No crean Vds. que vamos a una fiesta, no, vamos al ambulatorio. Los médicos, toda su vida, han ejercido sobre ella una increíble fascinación. Ha seguido con devoción todas las recomendaciones que le han hecho. Ha cumplido al pie de la letra cualquier diagnóstico. Las recetas son un tesoro inapreciable, que guarda celosamente en el cajón de su mesilla de noche. Seguramente, me dirán ustedes..., esto les ocurre a todos los ancianos. Pero, les quiero preguntar: ¿nos ocurrirá a nosotros también?
–¡Mamá, ya estoy aquí!
–Hola hija, estoy preparada. Cojo la tarjeta y nos vamos ahora mismo.
La encuentro arreglada, peripuesta: con zapatos de tacón bajo, pendientes, pulseras, collares, pintada y con la peluca, que se ha comprado para superar su calvicie; sin ella no quiere salir a la calle. Se agarra a una muleta que ya forma parte de su anatomía y arrastra su pie. Intento ayudarle. Me mira a los ojos, como resignada.
– ¡Madre, te pongas como te pongas te voy a coger del brazo, es la única forma de que no te caigas!
–Pero si yo no me he caído nunca, contesta.
–Sí, menos la última vez que, por enseñarme lo bien que subías con la pierna izquierda, te diste un tremendo porrazo y todos los que estaban a nuestro alrededor me echaron la culpa. ¡Por cierto!, todavía no comprendo el porqué.
–Eso fue sólo un resbalón y claro... me caí.
No hemos avanzado ni diez pasos cuando se para y me dice:
–No puedo soportar que me lleves sujeta, prefiero apoyarme en tu brazo.
Tengo que ceder porque no me queda otra alternativa.
Seguimos andando lentamente y la siento incómoda.
–Cuando lleguemos al ambulatorio me suelto, me advierte. Allí me encuentro como en casa, y no necesito ayuda de nadie, me conmina muy seriamente.
Al cruzar el umbral del ambulatorio, va con paso ligero hacia el ascensor olvidándose de usar la muleta.
Llegamos con media hora de antelación. Una sala espaciosa con sepulcral silencio se abre ante nosotras. Sobre las baldosas blancas y negras nuestros pasos retumban. Las paredes verdes de un tono indefinido y las ventanas blancas dan al entorno un aspecto frio, muy poco acogedor.
En un rincón, tres sillas se encuentran separadas del resto. Un orondo señor permanece sentado en una de ellas. La mirada perdida en el vacío, como ausente. Supongo, que espera la llegada del doctor. Todas sus pertenencias están repartidas, con aparente descuido, sobre los asientos.
–Hija vamos a sentarnos aquí, al lado de la puerta, porque somos las primeras, dice mi madre de modo imperativo.
– Mamá, las tres sillas están ocupadas y las demás vacías, nos podemos sentar en cualquier otro lado.
No me escucha, o no quiere escucharme, y decide sentarse al lado del orondo señor. Él, molesto e incómodo recoge sus cosas precipitadamente e intenta replegarse, pues ya mi madre ha tomado posición y ocupa sin más una de ellas. Sin ningún respeto, me llama en voz alta:
–¡Hija ven, aquí tienes una silla vacía!
No me atrevo a levantar la cabeza, contengo la respiración. Por el rabillo del ojo, atisbo la cara del hombre con gesto perplejo. Coge, sin más, sus cosas irritado, enojado y se traslada hacia otro sitio más lejano.
Mi madre refunfuña – ¡Qué tarde es..., y la enfermera sin venir!
–No tienes nada que hacer, no tenemos ninguna prisa, la contesto para tranquilizarla.
Una mujer joven, con paso ligero se acerca hacia nosotras. Mi madre, que generalmente necesita tomarse su tiempo para levantarse, se precipita sobre ella. La doctora retrocede alarmada, al verse acosada por una anciana esgrimiendo en su mano derecha un papel.
–Es sólo para que lo lea, dice mi madre tranquilizándola. No sabe el tiempo que hubiera perdido si no hubiera sido Vd. tan amable.
La doctora lo lee y sonríe.
–Menos mal, comenta mi madre, satisfecha de su gestión. Así no tenemos que esperar.
Algo más tarde, aparece por el pasillo la enfermera hacia la consulta. Pasamos, Tomamos asiento. Saca un cuestionario y empieza con una batería de preguntas que mi madre contesta con desgana.
–Mamá te pregunta la señorita que si caminas..., que necesitas andar.
–Sí, me doy paseos por el pasillo, dice mientras carraspea.
Está cansada de tanto protocolo y de tanta fórmula, ella sólo quiere contarle a la enfermera, alguno de sus múltiples sufrimientos, conseguir la lista de medicamentos y marcharse con sus cuarenta o cincuenta medicinas. No, no es exagerado, es el número de recetas que nos vamos a llevar del ambulatorio.
–Señorita -gimotea- estaba tan contenta con no incomodar a mis hijos..., pero ahora tengo que molestarles porque me encuentro fatal. Fíjese una de mis hijas viene tres veces al día a cuidarme y por la noche a meterme el pie dentro de la cama..., porque yo no puedo. Mi hijo también está pendiente. Mi nuera, ¡bendita nuera!, que me hace comiditas, y mi hija mayor que viene de tan lejos... a ayudarme.
–Mujer, no se preocupe, –responde la sufrida enfermera– son cosas de la vida, mientras la atiendan todo está bien.
Continúa con su eterno monólogo exterior y la enfermera, entre receta y receta, la escucha con la paciencia que parece derrocha, con todos los enfermos.
Llega el momento de marcharnos. Me apresuro a coger las recetas e intento meterlas en mi bolso. Su mano, más rápida que la mía, me las arranca y las coloca por orden en el suyo.
Entre lamentos la arrastro, lentamente, hasta encontrar la puerta.
–Mamá, la enfermera tiene otros pacientes ¡Vámonos! la digo con urgencia.
Abandonamos el ambulatorio. Nos cruzamos de acera. La miro, su cara da muestras de excesivo cansancio.
–Estoy deseando llegar a casa, no puedo más. Cada vez que vengo al ambulatorio acabo destrozada.
Subimos lentamente las escaleras que dan al vestíbulo y, por fortuna, el ascensor funciona. Al llegar, se acomoda en su insustituible silla de brazos. Coge las recetas y las enumera, las coloca por orden: recetas de mañana, de tarde y de noche. Ya están convenientemente archivadas. Respira mucho más aliviada.
–¡Tengo medicinas para dos meses!, ya no tengo por qué preocuparme.
Se remueve incómoda en su silla, sin decir palabra. Presiento que quiere algo más.
–¿Quieres que te encargue en la farmacia las recetas? Sí, si no te importa, me contesta.
–¿Necesitas algunas pastillas? le pregunto para confirmar.
–No, no me hacen falta, todavía me quedan para unos cuantos días.
Entro en la farmacia blanca, reluciente, llena de productos de cosmética. Mujeres hermosas, delgadas, perfectas, cuelgan en cartones, dando a entender lo bien que se encuentran.
Si quieren que les diga la verdad, pienso que es para disimular que, tras esas paredes se esconde el dolor. Esparzo sobre el mostrador todas las recetas. El farmacéutico, un hombre atildado y muy ordenado, me mira sonriente y me dice escéptico.
–¿No las necesitará Vd. ahora?, muchas de ellas tendré que pedirlas.
Quedamos en que las subirá a la mañana siguiente.
De vuelta otra vez, la encuentro ordenando todas las pastillas que tiene que ingerir a la hora de cenar. Las deposita en una bandeja de cristal y las cuenta, una y otra vez.
– ¡Fíjate, cuanta pastilla! total para nada, me puedes decir... ¿qué hago yo, con mi edad, en este mundo?
Me callo, no la contesto. Voy a la cocina, preparo la cena.
Me despido. La dejo mascando bocado, pastilla, pastilla bocado.
A las diez de la noche, ya en mi casa, cansada del largo trayecto de vuelta, el teléfono suena. Lo descuelgo al primer timbrazo. Al otro lado del hilo escucho, una voz quejumbrosa me dice:
–Hija todavía estoy esperando a que el farmacéutico suba las recetas. Aquí acurrucada..., en la habitación de la entrada..., por si no oigo el timbre. Con los nervios de punta ¿No te dijo que las traía hoy...?
–No mamá, te pregunté que si necesitabas alguna medicina y tu contestación rotunda, fue que no. Te las subirá en cuanto las tenga, que será mañana. Como comprenderás, a estas horas de la noche, la farmacia está ya cerrada.
–Bien... te dejo, me dice entre sollozos: no sé si podré dormirme con esta incertidumbre.
Sí..., ya sé que es muy mayor, me dirán ustedes. Que tengo que comprender su postura y que la vida no para ella otra cosa, que: sus médicos, sus medicinas, su ambulatorio.
– ¿Nos pasará, en el futuro, a todos lo mismo?, les pregunto. Pero... por favor, no respondan, no quiero oír su respuesta.
Mercedes Mo
HIJOS DEL ODIO
I
El pueblo dormita tendido sobre la colina. Allá abajo, corre el río lamiendo la parte baja. Se enrosca como una culebra sobre cuadras y pajares, deslizándose por el valle como una mariposa que revoloteara sobre una flor dormida. Sigue su curso lento y silencioso, se aleja del pueblo hasta que se pierde en la lejanía convertido en una línea verde y gris formada por los chopos y los cañaverales de la ribera. Se deja de ver al tomar una revuelta, pero sus aguas cristalinas avanzan renqueantes hasta morir lejos de las lindes del pueblo.
Antiguamente, el pueblo no era más que cuatro casas mal distribuidas a lo largo del río, pero no donde ahora están, sino mucho más abajo, en pleno valle, hasta que llegó la riada y arrastró con ella casas y animales. Por eso vinieron a hacerlo aquí arriba, en plena colina, donde ahora está, que como dice José el Tonto, a ver si el agua sube hasta la plaza.
El pueblo antiguo lo fundaron los romanos. Y como estaba asentado en un lugar de paso, junto a una encrucijada de caminos, llegaron después los visigodos y más tarde los árabes. Todavía quedan vestigios de lo que fuera el antiguo pueblo romano y restos del viejo castillo moro en lo alto de una montaña. Como lugar de paso que era, por aquí pasaron también vagabundos y mendigos, músicos y trovadores, comediantes y titiriteros, poetas y coplistas, húngaros y gitanos, capadores y albarderos, afiladores y lañadores, y no sé cuánta gente más que llegaba al pueblo tratando de ganar algunos céntimos y un poco de comida.
Después de la riada, reconstruyeron el pueblo encima de la colina, por eso están las casas tan pegadas. En realidad, el pueblo no es ahora más que unas pocas calles estrechas con sus casas apiñadas alrededor de la iglesia. Sólo la plaza es grande y ancha con un olmo centenario en el centro, marcado en su mitad por la hendidura que le produjera un rayo un lejano día de tormenta. La iglesia está al saliente. Tiene una veleta en forma de medio gallo, y tordos y palomas, y vencejos que la rondan los atardeceres de verano. Frente a la iglesia, al otro lado de la plaza, está la escuela. Junto a la escuela está el ayuntamiento. El ayuntamiento tiene un escudo en la pared y un balcón salido hacia la plaza con la bandera de España. Cada año, el primer día de fiesta, el alcalde se asoma al balcón y se dirige al pueblo:
-Queridos paisanos –dice-. Aquí estamos reunidos un año más para celebrar las fiestas. Sólo os pido que reine la paz y la amistad en estos días. Y no lo digo por decirlo, sino porque os conozco bien, y sé que sois brutos como arados.
Tras el discurso, la gente aplaude y grita vivas a su alcalde mientras José el Tonto patalea y ríe con su risa de idiota y mea en el tronco del olmo centenario.
Pero ya el segundo día de fiesta, los mozos habían apedreado a los del pueblo vecino y habían tirado a los músicos al pilón de la fuente, mientras José el Tonto aplaudía y berreaba, escupía y meaba a los que estaban dentro del pilón.
José el Tonto es el único hijo de la Eulalia. A ciencia cierta, no se sabe si nació tonto o se hizo después, pero desde muy pequeño se veía ya que iba para tonto y, de una forma u otra, todos sabían que acabaría en tonto. Era hijo de su abuelo, que si no tenían bastante pobreza y hambre en la casa, llegó otra boca más que alimentar.
José se hizo un mozalbete pidiendo limosna de puerta en puerta. Hasta que un día, alguien le dijo:
-Anda, José, deja de pedir y ponte a trabajar, que edad ya tienes.
Pero como según dice el refrán a ningún tonto le da por trabajar, y como aunque no fuera muy listo que digamos tampoco era tonto del todo, se debió dar cuenta de que aquello de pedir limosna era mejor que hincar el lomo y que con un poco más que se lo hiciera podría pasar de medio tonto a tonto del todo, comenzó a enseñar el pito a las mujeres que cosían al carasol de la tarde, a ir hasta la puerta de la escuela a insultar al maestro, a llamar fascista al alcalde y a masturbarse a la orilla del río, escondido entre los olmos, cuando las mujeres lavaban la ropa, arrodilladas frente al río.
Más tarde, empezó a ir a misa y a arrimarse al cura. Pasó de monaguillo a sacristán, y siguió viviendo del cuento sin necesidad de trabajar.
Pasaron los años. Cambiaron los tiempos y llegaron otros nuevos. En esto, llegó al ayuntamiento un joven de barba larga que dijo ser asistente social, o algo así, y que lo enviaba el gobierno de la Comunidad para ayudar a la gente necesitada. El joven de barba larga dijo que había que dar una paga al tonto. Después de esto, no le quedó otro remedio que seguir siendo tonto para que no le quitasen la paga.
Al abuelo-padre de José el Tonto lo encontraron muerto una tarde de primavera a la sombra de un nogal. Allí estaba, balanceándose sobre una cuerda como una ristra de chorizos colgada en la despensa.
Al Tonto, por hacer una gracia, le preguntaron un día:
-Dinos José, ¿qué quieres?
Y el Tonto dijo:
-Quiero la luna.
-¿Para qué, José?
-Para jugar con ella a veo veo las noches de luna llena.
-Mira, José, ¿no la ves allá arriba, enredada en las ramas del cerro? Anda, corre y cógela.
Y José corrió hasta la cima del cerro. Pero cuando llegó, la luna se había ido a otro cerro. Corrió hasta el otro cerro, pero la luna ya no estaba allí, se había ido a otro. Así pasó José la noche, corriendo de cerro en cerro, hasta que la luna se desvaneció con las primeras luces del alba y José no encontró el camino de regreso.
II
Toribia recorre las calles del pueblo seguida del viejo lebrel. Camina despacio, en silencio, como si fuera un fantasma. Lleva unas alpargatas rotas, un vestido raído y una toca de color negro con encajes colgada sobre los hombros. Dicen, que después de tantos años encerrada en la choza, se presentó un día en el pueblo, desafiante, ufana, buscando venganza, como si quisiera desasirse de tanto tiempo de humillación y vergüenza.
Toribia es una mujer anciana. Toribia ya no atrae a los hombres. Pero en sus tiempos, fue una moza guapa y lozana por la que suspiraron los mozos más ricos del pueblo. Pero ella fue a fijarse en un joven honrado y sin fortuna, y rojo para mayor INRI.
Al marido de Toribia lo fusilaron por rojo al acabar la guerra. Y Toribia, cansada de aguantar rapados, palizas y otras humillaciones, se fue a vivir al chozo de pastores abandonado que hay a la subida de las eras y a esperar tiempos mejores. Allí vivió, sola, olvidada, sin que nadie la molestara durante algún tiempo. Vivía de un pequeño huerto y unos pocos animales que cuidaba. Hasta que una noche de juerga, en medio de una borrachera, alguien dijo que podían subir a joder con Toribia.
Aquello fue sólo el principio de lo que vendría después. Porque los hombres tomaron la costumbre de subir hasta la cueva a abusar de Toribia. Y a la mujer, sola y desamparada, no le quedó otro remedio que entregarse a los hombres sin que de su boca saliera una sola queja, ni un insulto, ni siquiera una frase de clemencia.
-Joder lo que queráis –decía resignada-. Pero por lo que más queráis, no me dejéis preñada.
La cueva de Toribia se llenó entonces de hijos. Del fondo de la cueva, surgían siempre unos ojos que brillaban en la oscuridad mientras observaban como los hombres fornicaban con su madre. Hijos que echaban a andar por el camino de las eras y se marchaban de allí apenas cumplían los doce o trece años.
Pasaron los años, Toribia se llenó de arrugas y los hombres dejaron de subir a la cueva. Una tarde de verano, Toribia vio desaparecer al último de sus hijos por el camino de las eras. Entonces, la soledad se apoderó de ella.
Hasta que una mañana de domingo, cuando ya nadie se acordaba de Toribia, apareció en el pueblo. La vieron caminar calle adelante, altiva, orgullosa. Cruzó el pueblo, subió a la plaza y entró en la iglesia a la hora de misa. Todos los presentes volvieron sus ojos hacia la entrada y la miraron con asombro:
-Es una roja –dijeron unos.
-Y una **** –gritaron otros.
Pero el cura dijo:
-Es una hija de Dios.
-Que la echen a la calle –pidieron unos.
-Que vuelva a su cueva –sentenciaron otros.
Pero el cura dijo:
-Dejadla en paz.
Desde ese día, Toribia baja los domingos a misa y mendiga a la puerta de la iglesia. Hasta que una mañana, se decidió a caminar por las calles del pueblo a pedir limosna de puerta en puerta.
Entonces, las gentes protestaron:
-Es el diablo en persona. Echémosla de aquí.
Pero el cura dijo:
-Es una hija de Dios. Denle limosna.
Y como el cura era una autoridad del pueblo, la dejaron en paz y le dieron limosna.
Toribia baja ahora todas las tardes al pueblo en compañía del viejo lebrel. Cruza las calles seguida por la traviesa chiquillería que corre tras ella, la llama **** y le tira piedras.
-Soy lo que vuestros abuelos me hicieron –dice-.
Pero los chavales continúan tras ella insultándola y tirándole piedras.
Toribia se vuelve otra vez hacia los niños:
-Un poco más de respeto, chavales, que soy la madre de vuestros padres.
Toribia vuelve a la cueva y llora en silencio. A Toribia ya no le duelen las pasadas humillaciones. Toribia llora porque se siente vieja, sola y cansada. Toribia mira sus manos huesudas y demacradas y no encuentra en ellas ninguna huella de su pasada belleza. Toribia llora por el marido muerto y por los hijos perdidos por esos mundos de Dios.
Los hijos de Toribia regresan todos los años por Pascua. Llegan cargados de regalos para celebrar con ella el día de su cumpleaños. Llegan con sus estrafalarias pintas, sus gorros llamativos, sus camisas de colores y sus raras vestimentas. No entran al pueblo. Toman la senda de las eras y suben hasta el chozo donde nacieron. Toribia llora entonces, los abraza y les dice lo mucho que los quiere.
Los hijos de Toribia andan desperdigados por todas las partes del mundo. El mayor, el que es hijo del viejo alcalde fascista, vive en una chavola del suburbio de Villaverde y recoge cartones y trapos viejos por las calles de Madrid. El segundo, el hijo de Miguel el Cacique, trabaja como limpiador de cloacas para el ayuntamiento de una ciudad. Tiene un hijo camionero y otro que trabaja en un alto horno. Un hijo que está de guardia civil en el Norte y otro que es terrorista. También tiene un hijo en la Legión Extranjera, excombatiente de la guerra Vietnam, que ahora está de casco azul en Afganistán, y otro que es mercenario y nunca sabe dónde está. Y la más joven, la única chica, trabaja de **** en el barrio chino de Barcelona.
Toribia extiende un gran tablero a la puerta del chozo y come con sus hijos. Los hijos de Toribia le cantan el cumpleaños feliz. Toribia sopla y apaga las 104 velas con su boca desdentada. Sus hijos aplauden y la besan. Ella llora otra vez, los abraza y les dice lo mucho que los quiere. Ellos le piden que se venga a la ciudad. Pero ella contesta que no, que nadie la sacará ya del viejo chozo, que aquí se quedará, sola, por los siglos de los siglos, escupiendo a la gente sus miserias. Luego, les desea suerte, que sean felices. Besa a sus hijos, les añade un amuleto más al collar que cada uno lleva colgado al cuello, desfilan en orden por la senda de la eras, y hasta el año que viene por Pascua.
Toribia empina la botella y bebe hasta ahogar las pasadas humillaciones en alcohol. Toribia está borracha, sale a la noche y grita sus penas a la luna. Las montañas devuelven el eco de sus voces como si la escarnecieran. Las voces se hacen cada vez más débiles, se apagan, desaparecen, el infierno las reclama. Toribia desciende por la cuesta de las eras y entra en el pueblo. Camina por las primeras callejuelas, escupe al pueblo, insulta a sus habitantes dormidos. De su boca aflora todo el desprecio y el odio que ha ido acumulando a lo largo de su perra vida, desde que era una niña cuando corría feliz por estas mismas calles hasta ahora que anda como sonámbula por ellas, pobre, vieja y humillada. Toribia atraviesa la plaza, baja por el callejón de las Ánimas y llega a las afueras. Cruza por el puente romano de piedra, pero se detiene cuando llega a la mitad. El pueblo sigue dormido allá arriba. Mira el agua, duda, alza los ojos, implora al cielo, piensa en el marido muerto, en los hijos perdidos por esos mundos. Mira otra vez al agua, ve su figura reflejada en el fondo, parece que la esté llamando. A lo lejos, escucha el aullido del viejo lebrel que quedó atado a la puerta de la choza. Se detiene a escucharlo, pero sólo escucha en el silencio los sonidos de la noche: el canto de los grillos, el rumor del agua, las campanadas del reloj dando su última hora. Toribia mira de nuevo al agua y cree que su figura la está llamando desde allá abajo. Avanza, sube hasta el pretil del puente, da un paso más, cae. El agua la arrastra enfurecida, su imagen se confunde ya con la figura que momentos antes quedaba reflejada en el cauce. Su silueta sube y baja, aparece y desaparece. El río la arrastra, la mece, la abraza con sus innumerables brazos, va borrando de su mente todos los años de dolor, humillación y vergüenza. Pero Toribia se afierra con uñas y dientes a la vida. Se agarra con fuerza a las cañas de la orilla, grita desgarradamente, pide socorro. Pero su grito se pierde en la noche y sólo el viejo lebrel responde a su llamada. El agua bambolea su cuerpo sin vida de lado a lado del cauce. Toribia se aleja del pueblo, el agua se la lleva, la arrastra el río en sus infinitos brazos, se hace cada vez más pequeña, desaparece para siempre, hasta que no queda de ella más que su fantasma vagando por las calles y su espíritu ascendiendo en la noche, desvaneciéndose como el humo por encima de los tejados.
III
El espíritu de Toribia se levanta del río y vaga por las calles del pueblo. El viejo lebrel que la olisquea en el aire se enfurece y lanza al viento su aullido lastimero. Su lamento rasga la noche, las nubes se abren y empieza a llover a mares. El río ruge allá abajo como un lobo enfurecido, se sale del cauce, arrastra a su paso los corrales y pajares de la parte baja como un día arrastrara el antiguo pueblo romano.
José el Tonto grita desde la Luna. José grita y llora sin saber por qué, luego aplaude y patalea de alegría sin que tampoco sepa por qué, y mea desde allá arriba como meaba en el olmo de la plaza el día de la fiesta mayor. La luna proyecta tristemente la figura de José sobre el pueblo en sombras, traza sus formas invisibles sobre el perfil de las calles, corren calles abajo arrastradas por el agua hasta que desaparecen engullidas por el río.
Llueve a mares. El pueblo dormita oculto bajo la lluvia. Con la tormenta, se apagan las luces de las calles y el pueblo queda a oscuras. El viento sopla con un ruido ensordecedor doblando árboles, arrastrando hojas caídas. Por encima del furor del viento se escuchan todavía palabras, voces, gritos, ayes, quejas y lamentos que se pierden en la noche.
Los hijos de Toribia vagan por el pueblo con el féretro de la madre a hombros. Preguntan quiénes son sus padres, exigen explicaciones del por qué de su perra vida, del por qué la condenaron a aquella mísera existencia. Los hijos de Toribia caminan con dificultad, se abren paso entre el viento y la lluvia, salen del pueblo, cruzan el puente de piedra sobre el río y llegan junto a las tapias del cementerio. Allí se detienen, dejan el féretro en el suelo, en el mismo lugar donde fusilaron al marido de su madre para enterrarla junto a él. Allí la entierran, en el muladar donde lo enterraron a él, el muladar donde entierran a los rojos y a los suicidas.
Llueve a mares. El cielo descarga toda su ira sobre el pueblo como si de un castigo divino se tratara. Truenos, rayos, gritos, voces. Gritos y voces que ya no se sabe de dónde vienen ni quiénes las pronuncian. Gritos y voces que se confunden con el ruido de la lluvia en los tejados, sobre las calles, sobre la torre de la iglesia, sobre el olmo centenario... Cuando el reloj del campanario da su última hora.
Comala
VER Y HACER
Cuando Aymara se levantó del asiento, sus muslos yacían en un profundo sueño. Tanto rato sentada en aquella incómoda silla repitiendo millones de veces la misma rutina, sin parar. Pensaba cómo carajo había llegado a aquel lugar. Ella, la esperanza de su familia, la reina del liceo, la que sólo tenía que respirar para ser complacida por decenas de hombres que se derretían ante sus encantos. Recordaba ahora aquellos días de gloria. Cuan rápido habían pasado los años. Como se habían desmoronado sus sueños, todo por casarse con el más apetitoso de los hombres, ese ser que poco a poco, entre fracaso y fracaso, fue perdiendo su brillo, y al que no dejaba aún no sabia por qué.
Aún conservaba casi intacta la escultural belleza que la había hecho ser la mujer más deseada de todo el sector. Allí estaba, escondida detrás de la pinta de cachifa renegada; tras el sudor de estar horas y horas cortando papel, como en el cuento aquel que leyó en el liceo, sin pensar. A pesar de una vida de hambre su cuerpo se resistía a perder su lozanía, parecía que mientras más se empecinaba la vida en agredirla más se oponía su cuerpo ante aquellas agresiones, ningún hombre -ni mujer- podía ni siquiera aparentar indiferencia ante aquella estampa, que para colmo era consagrada con una cara de diosa y un espectacular y desatado cabello que no necesitaba casi de ningún cuidado para parecer bello. Una belleza exótica, provocadora, casi se puede describir como una belleza de esas que los hombres relacionan con las prostitutas, redonda, voluptuosa, algo salvaje.
Últimamente no pensaba sino en el sexo. Había regresado despreocupadamente a la maravillosa época de la masturbación, ejercicio que además de relajarla la sumergía en las más increíbles fantasías. Siempre de la misma manera, nunca cambiaba su rutina. Se desnudaba, se miraba largo rato en el espejo, contemplaba incrédula su vientre absolutamente liso, fuerte, en el que se notaban las costillas bien delineadas finalizadas en un hermoso y gran culo, el cual a ella le parecía algo feo, pero que en realidad era la envidia de muchas mujeres que la conocían. Sus senos eran redondos, altos, parecidos a los que lograban las demás mujeres a través de una costosa cirugía estética y que a ella se los había regalado la naturaleza. Su monte de Venus con poco bello, bien definido, con un gran clítoris sabrosamente recubierto por unos labios anchos y rosados, dejando entrever aquella sensualidad casi infantil que tanto excitaba a los hombres. Se imaginaba ella misma como un hombre haciendo el amor salvajemente con la imagen reflejada en el espejo. A los pocos minutos comenzaba a sudar, luego poco a poco deslizaba sus manos que hacían contacto con un profundo y húmedo centro, que al sentir el roce de sus dedos se convertía en centro de su universo. Lentamente aquel cosmos se iba calentando, sin perder el ritmo, suave, delicado, sutil, que la alejaba de la tosquedad y rudeza de su esposo. Pensaba que sólo una mujer podía conocer así sus sensaciones. La imagen en el espejo la convertía de repente en un varón que quería penetrar los más recónditos lugares de esa imagen reflejada. Se imaginaba con esculturales damas, obscenas y prohibidas haciendo discurrir con gusto su lengua por los orificios más sensuales del cuerpo. Al rato sus pezones que querían dispararse al infinito comenzaban a dolerle un poco, un dolorcito divino que la ponía en trance. Su cuerpo le pedía acelerar pero su mente quería verlo sufrir. Así este cuerpo se veía en la necesidad de producir una reacción violenta que hacía estremecer hasta sus más recónditas fibras, allí venía una sacudida que la dejaba exhausta por varios minutos.
Como extrañaba a su prima Melisa quien se había ido a vivir los Estados Unidos y con la cual luego de ingerir grandes dosis de licor se desinhibían y hacían un sexo maravilloso, en el que la vergüenza y el remordimiento aumentaban la pasión y en donde Melisa se entregaba a ella como su esclava, pues como lesbiana veía en Aymara la encarnación viviente de todos sus sueños. Aymara estaba conciente que era la dueña absoluta de aquel ser entregado totalmente a ella, pues Melisa se había enamorado locamente. Aymara comenzaba a preocupase por su preferencia por esta mujer que la mimaba, la cuidaba y que no disimulaba su pasión, pues hasta su marido, siempre tan distraído, le había advertido muchas veces que su prima estaba obsesionada por ella, que esto era peligroso, ya que él cada vez que la veía, sentía que tenía ganas de matarlo, lo que ella llegó a comprobar por el odio que su prima no disimulaba a su esposo, por lo que muy a su pesar ella misma decidió abandonarla, lo que además de una gran depresión ocasionó la huida de su prima. Lamentaba perder a aquella mujer, conocedora del placer femenino, que pasaba horas enteras acariciándola con sus manos, su lengua y con unos muy útiles juguetes, y que la hacía sentir cosas insospechadas.
Una tarde cansada de la misma rutina se había atrevido a ir a un elegante despacho para realizar una entrevista como secretaria de un ejecutivo, Al día siguiente la llamaron que había sido seleccionada, que empezaba ya. Con la esperanza del primer día de trabajo Aymara se dirigió a su nueva vida. Mostró su identificación y el guardia la trató con un respeto que le sorprendió, le entregó una identificación en la que se leía luego de la palabra cargo Asistente a Vicepresidencia, casi se desmaya. Subió en el ascensor, allí sufrió el primer aviso, dos elegantes ejecutivos se secretearon algo que no fue lo suficientemente discreto para no oírlo –vez este bomboncito debe ser el nuevo juguetito de Miguel, que **** de su madre tan listo_ sólo las ganas de cambiar su vida impidieron que se regresara por donde mismo había entrado.
Pasaron tres días y nunca vio a su jefe, pues en ese entonces estaba de viaje de negocios a los Estados Unidos. Al tercer día como a las tres de la tarde observó que se abría la puerta y entraba su nuevo jefe, conversando alegremente con otro ejecutivo. Era realmente bello. Sus facciones denotaban un origen europeo, seguramente italiano. De estatura mediana, no tan alto, se veía que practicaba deportes. Su vestir, un traje perfectamente cortado para él, y su andar denotaban elegancia y seguridad. Al recibirla notó su dulzura y simpatía. El doctor Miguel se la pasó hablando por teléfono como dos horas. Ya eran las seis y Aymara no sabía que hacer, si retirarse o quedarse y no decir nada. Se decidió por la segunda opción. Su jefe no notó su presencia.
Tarde ya vio entrar a la oficina de su jefe un bello joven, demasiado joven. Tendría unos dieciocho años. Su lozanía y su juventud se notaban en su vestimenta, unos jeans ajustados y una franelita pegada que hacía de radiografía de un cuerpo escultural. Desde su oficina donde pasaba totalmente inadvertida observó como el bello joven parecía reclamarle algo a su jefe. Estaban sentados en un sillón extrañamente cerca uno del otro. En cierto instante Aymara observó como su jefe le acariciaba la cara al Adonis. Las caricias se fueron repitiendo y de repente se convirtieron en una larga serie de apasionados besos. Primera vez en la vida que veía besarse a dos hombres. Los besos fueron seguidos de un acto sexual extraordinario. Le resultó una experiencia magnifica ver a estos dos machos en acción. No pasó mucho tiempo y ambos quedaron completamente desnudos. Bellos. Acariciando con las manos y las lenguas sus hermosos miembros circuncisos. Era evidente que ninguno sospechaba de su presencia. Debió irse a la hora de salida. Observó con un inmenso placer como su jefe introducía su miembro viril en el culo liso, grande y bello, de su amante. Ella sin darse cuenta hace rato que se había metido su mano juguetona en la pantaleta y acariciaba su sexo descaradamente, igual que las voyeurs de las películas pornográficas que tanto encantaban a su esposo. No aguantó más y en consonancia con los dos hombres tuvo un orgasmo extraordinario.
Sus gemidos fueron escuchados por los hombres, quienes voltearon a verla los dos a la vez. -¡****! duró poco mi estadía en la empresa- pensó. Luego de la sorpresa inicial, los hombres soltaron unas sonoras carcajadas.
Desde ese día Aymara ya no es la misma. Ha llegado a congeniar con este jefe extraordinario del que sólo ella sabe su secreto, que la trata como una reina, ya que le sirve de excusa perfecta ante su conservador círculo social, pues como permanentemente se quedan juntos hasta tarde, todos piensan que es su amante. Ella goza en extremo de estas sesiones de amor masculino que la hacen delirar como espectadora de excepción. Ahora dos hombres, sin tocarla, le proporcionan el máximo placer que ha sentido en su vida. Hasta con su aburrido marido logra sentirse bien al imaginárselo penetrado por los dos amantes. Por ello, cada vez que hacen el amor asoma una sonrisa reprimida. Ahora su esposo está feliz, pues Aymara le ruega que la penetre por detrás, lo que él, como todo hombre, toma como un acto de sumisión que eleva su ego. Ella deja que su imaginación vuele y consigue así estupendos orgasmos.
Albert Cañas
BENDITA NO ERES
El despertador sonó a las cinco de la mañana. María estiró el brazo y lo apagó. Abrió los ojos, bostezó y, con la boca todavía abierta, tragó de golpe la penumbra de la habitación. El amanecer demorado. Se encogió un poco debajo de las frazadas. Cierta tibieza comenzó a subirle por las piernas. Un calor espiralado. Se llevó las manos a la cara. Gotas en la frente, en el cuello. Chupó el agua salada de los dedos. Cerró los ojos con fuerza, con tanta como para recordar la cara del hombre con la que, esta vez, había soñado.
Hilos de luz comenzaban a filtrarse por la ventana. Le dejaron ver la cruz de madera con el mártir crucificado. Justo en la pared de enfrente. Le pareció más grande, inmenso. Amenazante.
El calor en su cuerpo no menguaba. Se sacó el camisón, la bombacha húmeda. Tenía que levantarse, asearse, vestirse adecuadamente. Pero era tan arrollador el deseo. Las manos se movieron. No supo gobernarlas. O no quiso. Se deslizaron urgentes por la inmensidad de la piel. Y el vientre, la mota de pelos del pubis. Las partes secretas que ni siquiera tenían nombre.
Se acostó boca abajo. Las piernas se separaron con ira. Los movimientos de cualquier hombre por detrás. Imaginó tocándola con dedos ásperos. Agua tibia, pegajosa. Parecía que su cuerpo entero llovía. Los labios abiertos, la saliva escapando. Se frotó, se frotó. Un espasmo y la cara hundida en la almohada para ahogar el grito. Ahogar la culpa, la vergüenza.
Se encogió de golpe. Apretó las piernas hasta que le dolieron los huesos. Todavía latía ahí abajo.
La mañana había avanzado en la habitación. No quiso mirar la cruz. Abrió el ropero. Sacó de la percha el atuendo negro y lo apoyó con delicadeza sobre la cama. Se puso una bombacha limpia. Luego se peinó, se sujetó el pelo con varias hebillas y se acomodó el velo.
Luego abrochó uno a uno los botones del hábito. Con el rosario ente las manos, se persignó y se encaminó apurada hacia la capilla encendida.-
luciagrisa
LA ÚLTIMA CARICIA
Juan tenía una de las enfermedades más raras del planeta. Una noche, mientras navegaba por la red en busca de información actualizada para un trabajo académico sobre sexualidad y placer, ingresó a un sitio que invitaba a los internautas a medir el tamaño de su pene para realizar una encuesta remunerada. Animado más por la curiosidad que por el dinero ofrecido, registró con exactitud las dimensiones de su órgano genital en estado de flacidez, tal como lo requería la página consultada. Guardó las medidas en su agenda electrónica con el propósito de responder la encuesta en otro momento, pues tenía mucho sueño y debía madrugar a dictar clases en la universidad.
Al otro día, luego de tomar una ducha, verificó las medidas y quedó sorprendido por los resultados. Su pene había aumentado de tamaño. Al realizar varias veces la medición para descartar posibles errores, encontró que efectivamente tenía un incremento de un centímetro de longitud. Sin encontrar respuesta lógica frente al hecho, desayunó más rápido que de costumbre, olvidó momentáneamente lo sucedido y partió hacia la universidad.
Una vez concluida su jornada académica y ya en la confortable biblioteca de su casa, acompañado por Bruno, su mascota doberman, y por las notas musicales de Giovanni Gabrieli, compositor del barroco temprano, dedicó el resto del día a preparar su próxima clase sobre la leyenda de las amazonas.
Mientras avanzaba en su investigación, una idea aterradora cruzó por su mente: "¿Cómo sería mi vida si mi pene siguiera creciendo un centímetro cada día?", se preguntó, seriamente preocupado. En ese momento fue interrumpido por una llamada telefónica de la universidad. Le informaron acerca de la suspensión de clases durante tres días, a causa de las festividades anuales. "Aprovecharé el tiempo para avanzar en mi ensayo sobre mitología griega", pensó. Y se dispuso a tomar las cosas con más calma. Al caer la tarde llevó a Bruno a un parque cercano donde corrieron y jugaron hasta el cansancio. De regreso a casa y luego de una cena frugal, vio el noticiero, bebió una taza de café y se quedó dormido en su sillón preferido. Bruno, siempre a su lado, parecía asumir su papel de guardián de la noche.
Pronto amaneció y Juan alcanzó a ver por la ventana de la sala una lluvia pertinaz que caía lentamente sobre los árboles del parque, como preludio de un día frío y nublado. Luego de breve ducha, tomó en sus manos una pequeña regla y midió, de nuevo, el tamaño de su pene. Y ¡Oh sorpresa! Tenía dos centímetros más respecto a la medida inicial. Esta vez sintió que un sudor frío recorría todo su cuerpo... Volvió a tomar la regla y confirmó que no había error en la medición. "¿Será posible que esto esté pasando?", se preguntó.
Como tenía todo el tiempo disponible, dedicó la mañana a investigar por Internet los posibles casos clínicos de su patología. Revisó la literatura médica sobre episodios de crecimiento progresivo del pene y no encontró respuesta científica que lo dejara satisfecho y tranquilo. La llamada macrofalosomía, considerada por algunos como un desorden de carácter hormonal a nivel de hipófisis, no lo convenció lo suficiente como para pensar que podría ser su caso. "Consultaré al mejor especialista del país, pero lo haré después de investigar por mis propios medios", pareció decirle a Bruno, que lo miraba en espera de una caricia tardía sobre su negra testa.
Al revisar la mitología griega le llamó la atención el culto a Príapo, un enano deforme, con un enorme falo en perpetua erección, símbolo de la fuerza fecundadora de la naturaleza, con quien, pensaba, llegaría a competir si el tamaño de su pene seguía en aumento.
Pudo leer, también, fragmentos de la obra de Maggie Paley, "El Libro del Pene", donde la autora sostiene que en el paleolítico el hombre le daba una connotación divina a su miembro generador y que en la cultura griega, Príapo y Hermes eran considerados como los dioses del pene y adorados por su capacidad para dar fertilidad a las mujeres y buena suerte a los hombres, no sólo en la batalla que se libra en el lecho, sino también en la guerra con otros pueblos.
Se imaginaba compitiendo con Rocco Siffredi, conocido como el 'semental italiano' por el gran tamaño de su pene y por su resistencia como pareja sexual, o con la fama de Rasputín, 'el monje loco' de Rusia, quien poseía un pene de cuarenta centímetros, del cual se conserva la mayor parte, en una solución de formol, en el Museo Erótico de San Petersburgo. "No me gustaría figurar en el Guinness Book of World Records," pensó.
Mientras se dedicaba a la preparación de algún alimento para él y para su mascota, deleitó su acongojado espíritu con la "Fantasía para un Gentilhombre", de Joaquín Rodrigo. Luego de una breve siesta, llevó a Bruno al parque y dejó que el perro jugara libremente por la sombría arboleda. De regreso a su casa, tomó la decisión de ir a consulta médica al día siguiente.
Esa noche le resultó difícil conciliar el sueño. Trató de alejar de su mente oscuros pensamientos que aumentaban su angustia. Permitió que Bruno se acostara a sus pies para sentirse menos solo y menos triste. Después de algunas horas y de muchas vueltas en la cama, se quedó dormido mientras en el ambiente se escuchaban los acordes del primer movimiento de la Sexta Sinfonía de Beethoven.
Otro día comenzaba en la vida de Juan. Despertó ojeroso, hizo un poco de gimnasia rápida para despejar su mente y tomó su acostumbrada ducha, sin mirarse al espejo como solía hacerlo y sin fijar la mirada en sus genitales, pues tenía miedo de confirmar sus sospechas. Tomó la regla y midió el tamaño de su pene. Sus dudas se disiparon al instante: su miembro había aumentado otro centímetro y ya era más notoria la diferencia respecto a la primera medición.
Con más desconcierto que los días anteriores, preparó su cereal con frutas, atendió las necesidades de Bruno y llamó a un reconocido urólogo. Por su insistencia, logró una cita para ese mismo día en las horas de la tarde.
A sus cuarenta años, Juan era un brillante catedrático universitario, respetado y reconocido por la comunidad académica de la región. Dos meses atrás había vivido su peor crisis afectiva al romper relaciones con Alicia, una joven y hermosa violinista francesa, a quien aún amaba. Tenía la esperanza de un pronto retorno. De allí su preferencia musical por el barroco y los clásicos, única manera de calmar la tristeza de una separación dolorosa.
Esa tarde Juan acudió al consultorio del especialista. Luego de una revisión física detallada, el médico le ordenó varios exámenes de laboratorio para descartar posibles sospechas de lesiones cancerosas o de otro tipo de enfermedades conocidas por la ciencia.
Tres días después fue citado al consultorio del galeno para conocer el resultado de los análisis. No pudo ocultar la ansiedad que lo embargaba.
— ¡Hola Juan!, ¿cómo te sientes hoy?, preguntó el médico.
— Muy mal doctor, mi pene ha crecido seis centímetros, dijo Juan, atropellando las palabras y notoriamente preocupado... ¿Qué será lo que tengo?
—Debo ser sincero contigo —le contestó el especialista—. La junta médica del hospital conceptúa no saber absolutamente nada acerca del origen de tu caso. Se han descartado todas las enfermedades conocidas, con base en el resultado de las pruebas. Mientras seguimos investigando, te recomiendo estar en permanente contacto conmigo, tener calma y si eres creyente, mucha fe en Dios.
De regreso a casa y más confundido que nunca, entró al supermercado y compró provisiones para una semana. Pensó que lo mejor era pedir una licencia en la universidad pues no se sentía en condiciones de dictar clases. Tuvo deseos de llamar a Alicia para contarle todo lo sucedido pero su maltrecho orgullo se lo impidió. Tan pronto llegó, abrazó a Bruno, escogió a Vivaldi para mitigar su dolor y se sentó frente al ordenador. Buscó ansiosamente la página web culpable de toda su tragedia y quedó muy desconcertado al descubrir que el sitio había desaparecido de la red.
De pronto, los violines de Vivaldi se mezclaron con los sonidos de su teléfono celular. ¡Es Alicia! —Gritó, mientras saltaba de su silla—. ¡Le contaré todo!
— ¡Hola mi amor, qué grata sorpresa!, le dijo Juan.
—Yo... era tu amor, ahora sólo soy tu amiga... Pero, dime, ¿cómo estás?
—Tengo problemas. ¡Necesito verte pronto, es urgente, por favor!, respondió Juan.
—Yo también deseo estar contigo, pero ando en gira de conciertos fuera de la ciudad. Cuando regrese, dentro de dos semanas, iré a visitarte. Te mando un beso. "Au revoir".
Al oír la dulce y sensual voz de Alicia, gratos e íntimos recuerdos se agolparon en su cerebro y sucedió lo que Juan no quería: ante sus ojos una lenta, dolorosa y extraña erección estaba teniendo lugar.
— ¡Adiós, mi amor!, le dijo, mientras colocaba su teléfono cerca al ordenador.
No quería imaginar lo que sucedería cuando volviera a ver a Alicia, con toda su desnudez y su ternura, dentro de dos semanas, metida en su cama, interpretando a Bach, con la fuerza y la pasión de siempre.
Para evitar ser visto por los vecinos, llevó a Bruno al parque en horas de la noche y a su regreso se dispuso a contestar todos sus correos y a trabajar en sus ensayos literarios. Estaba tan agotado que se quedó dormido sobre el teclado del ordenador. Al verlo así, Bruno, a su lado como siempre, lamió afectuosamente su rostro y lo despertó. Juan se levantó pesadamente de la silla y se tiró en su cama. Durante el resto de la noche los acordes de los 'concerti grossi' de Händel parecieron acompañar sus sueños.
Al otro día, muy temprano, Juan siguió su rutina. Tomó una ducha y volvió a usar la temida regla. Con rabia esta vez, agregó otro centímetro a su registro numérico. Ya no había duda. Nada podría evitar esa terrible realidad: su pene seguía aumentando de tamaño de forma incontrolada y él no quería llegar a soluciones extremas como la cirugía o el suicidio. Su agnosticismo no le daba opciones 'divinas' para encontrar una salida. "Si no hay causas médicas conocidas, existirá otra explicación racional", pensaba repetidamente. Tenía la convicción de que si dejaba de cavilar por unas horas en el problema y cambiaba de actividad, podría ver la luz más adelante. Retomó entonces el trabajo sobre el mito de las amazonas y seleccionó los conciertos de Brandenburgo como fondo musical. Trabajó de manera incansable durante todo el día, hasta que llegó la hora del paseo vespertino con Bruno. El aire fresco del parque y el sonido de la naturaleza le devolvieron momentáneamente la tranquilidad.
Ya en su casa y luego de cenar, se recostó en el sillón a reconstruir su pasado. Se remontó a los más lejanos recuerdos de la infancia y avanzó lentamente por todos los estadios de su vida, tratando de encontrar posibles episodios traumáticos, sentimientos de culpabilidad, conductas delictivas, o experiencias que pudieran haber incidido en su patología. No encontró nada malo. "Si pudiera morir en este momento y volver a nacer, repetiría con orgullo, toda mi vida", pensó. Se veía a sí mismo como un hombre bueno.
De pronto, se quedó observando la colección de sus discos compactos en los estantes de la biblioteca. Sintió que una fuerza extraña lo impulsaba a fijar su mirada en un estuche en particular: "Obras Maestras del Canto Gregoriano", que años atrás le obsequiara un monje cartujo, amigo de su padre. Era música que nunca había escuchado, por no ser de su preferencia. Se reacomodó en su sillón y acompañado por Bruno, se dispuso a oír con gran concentración las voces armónicas de "Media vita in morte sumus" y al rato cayó en un profundo letargo.
Al otro día, algo de gimnasia, una ducha fría y la verificación de las medidas. Pero al usar la regla notó que no registraba aumento alguno en el tamaño de su pene y que al contrario, había una reducción de un centímetro. "¿Qué estará pasando?", se preguntó. De pronto, sus ojos se iluminaron y un presentimiento alegró su corazón. Trabajó largas horas en su ensayo sobre mitología griega y al caer de nuevo la tarde, llevó a Bruno al parque. Al regreso, sus vecinos lo escucharon entonar una extraña melodía. Por la noche, continuó con el canto gregoriano. Sintió que le agradaba y que algo estaba cambiando en su interior. Se durmió más temprano y más tranquilo. Y Bruno guardó su sueño.
Tan pronto amaneció rompió el orden de su rutina y tomó con mano temblorosa la pequeña regla. Segundos después gritó pleno de alegría: "¡Sí funciona!"... Su pene continuaba reduciendo su tamaño, un centímetro cada día, sin una razón aparente. "Si es lo que yo creo, le prepararé a Alicia una grata sorpresa", agregó.
Durante los días y las noches siguientes, su casa se convirtió en una fuente de cantos gregorianos. Suspendió todas las actividades académicas para dedicarse, exclusivamente, a este género musical, sentado en su cómodo sillón y con Bruno a sus pies.
Cuando Alicia regresó de su gira de conciertos, fue a la casa de Juan y no lo encontró. Sólo Bruno permanecía echado junto al sillón. El silencio absoluto que allí reinaba asustó a la joven violinista.
Los vecinos le contaron una historia triste. Le hablaron de ambulancias y de clínicas psiquiátricas... De 'locura mística'... "Pobre Juan", decían.
Aquella tarde lo vio sentado en el jardín del sanatorio con la mirada perdida. Acompañada por Bruno, se le acercó y lo besó con ternura en las mejillas. Ni una palabra salió de los labios de Juan. El perro lo miró, esperando, quizá, la última caricia sobre su negra testa. Y Alicia creyó ver dos lágrimas casi humanas que brotaban de los ojos de Bruno.
Albacora
RETRATO AL ESPEJO
Cuando conocí a Fernando Astrán en una exposición de arte supe que quería un retrato. Sabía de sus premios y prestigio internacional. Era el artista más importante de la ciudad y el más huraño. Nunca me han hecho un retrato, dije, al presentarnos. Porque es mejor mirarla en persona, respondió. En sus ojos y sus manos nerviosas el hastío por estos lugares. Tomamos un trago afuera, me atreví. No..., me falta mi casa, te llamaré para hacer tu retrato. ¡Acepto...!, casi grite y le pasé mi número.
Desde esa noche no supe de él hasta recibir su llamada tres semanas después. ¿Decidió pintarme maestro?, respondí. No, no vuelvo al retrato aún, la llamo por otra cosa, necesito un favor. Sí maestro, haré lo que pueda, respondí nerviosa. Bueno, pero debe venir a mi casa, queda en... Si, sé donde,...en Altora. Si, ¿podría esta tarde?
Hice un par de llamadas y cancelé una cita, "me espera Fernando Astrán", me repetía durante el trayecto. Miré, no pretendo molestar, pero usted me puede ayudar, me la han recomendado muy bien, dijo, después de colgar mi bolso en un perchero a la entrada de su estudio.
La casa resplandecía, olía a flores o perfumes y había frutas frescas y maní. Ventanales desnudos rodeaban el espacio inundándolo de luz. Le mostraré la casa y con un café le confesaré el misterio, bromeó, pero lo traicionó su ansiedad. Maestro... Dígame Fernando... Mire maestro Fernando, somos curiosas las mujeres, dígame de que se trata y luego el café, me gusta oscuro, le solté cuando vi que vacilaba. Sonó un teléfono y contestó en la cocina. "Si, aló..., ¡no, aún no lo completo...!, les dije que no llamaran aquí, puede estar chuzado... ", escuché. Bueno no se hablé más, exclamó mirándome de frente, sabe que gané la Bienal Ciudad Omán, al parecer arrebaté el premio a Doris Olaya, ¡el arte contemporáneo superó el neo barroquismo tecnológico!, exclamó, ...y debo retirar ese dinero del banco, pero no deseo ir allí. Pero apenas me conoce, susurré. No crea, leo su columna y eso me basta, además... Lo haré, interrumpí, después de todo, los artistas son muy ajenos al asunto del dinero. Gracias, aprecio su gesto, veámonos mañana a las dos en Bhuda's.
Dibujaba mi rostro; sabía cuando trazaba sombras o marcaba fuertes líneas por la presión que transmitían sus manos al lienzo. Es natural la inquietud de los primeros momentos, las tensiones se marcan en el rostro y se trasladan al lienzo, lo cubren de ruido, dijo la primera tarde.
Fijaba en mi retina sus gestos, grababa sus palabras, que horas más tarde traduciría a un lenguaje más humano, por que Astrán siempre me pareció inhumano. Miraba por encima de sus hombros la pared atiborrada de libros y pinturas. No los he leído todos, dijo, sorprendiendo el fisgoneo.
Su rostro transmitía tranquilidad, pero su voz revelaba una poderosa tensión interior. No has estado quieta un minuto completo, vuelve mañana a las tres, dijo y dejó caer su brazo. Y con el pincel aún entre sus dedos, desde la ventana oteó Ciudad Omán a lo lejos.
Los retratos se convierten en autorretratos, supongo que pasa lo mismo a los escritores, dijo al siguiente día. Sospechó lo que urdía y disimulé mi turbación. Tomé asiento y me hizo girar con las señas similares de un arquero que organiza su defensa ante un peligroso tiro libre. Así es, indicó cuando ya desesperaba. Me ofreció rodajas de naranjas que comía con avidez. Son buenas para el pulso, las comía Miguel Ángel, mientras pintaba acostado el techo de la Sixtina. Prefiero café oscuro... Y me lo llevaba en una cafetera metálica ganadora de un premio mundial de diseño. Se lo iba a decir y tensionó su rostro indicando silencio, realizando una serie de trazos rápidos y furiosos. Por hoy hemos terminado, ¿quieres verte?, preguntó, pero no está listo. Cuando esté consumado, dije, un poco desilusionada, apenas pasó media hora. Nunca estamos terminados... y hoy tienes negrura en tu cara, sentenció y puso dos manos inmensas en mis hombros y me besó.
Solíamos conversar poco en la sesión pero Fernando hablaba cada vez más, sospeché que demoraba el retrato para tenerme más tiempo con él. Una tarde de viernes descubrió en mi libreta una frase que dijo acerca del arte: "Somos fantasmas, el arte se crea a sí mismo a través de nosotros, destruyéndonos. F. A.". Qué es lo que tramas, preguntó. Hago tu retrato, dije y palidecí como una intrusa. Me rogó que le contara, que no estaba molesto. Se llama etopeya lo mío, es un retrato moral o ético, hecho con palabras; y lo que haces tú al pintarme es una prosopografía, dije sonriendo, para liberar la tensión. Suena aterrador, ¿una qué?..., exclamó divertido. No conocía tú risa, exclamé. Cuéntame, merezco saber lo qué escribes, me conminó. Empezó el primer día que vine, confesé, me lo sugirió la soledad, el reto que significó abrir tu puerta a una desconocida, quería escribir eso para no sufrir ese dolor que es tuyo. Puedo leer lo que has escrito, preguntó. Un espejo de palabras, nada que no exista en las luces y sombras de esta casa, en tus palabras o tus obras, respondí. Muy ingenioso, hacerme un retrato mientras te retrato, no pierdes el tiempo, dijo con sorna. Son apuntes, maestro, nada serio, dije y me despedí.
Me entregó un paquete que me pidió no destapar hasta el lunes siguiente. No podía ser el retrato, no estaba terminado y tal vez lo demoraría, mientras se disponía para su nueva era de soledad.
"Así será el morir..." dijo la voz de mi madre y desperté. El sueño tenía sabor de augurio: caían hojas secas a mi cuarto que se convertían en páginas que procesaba mi impresora. Pasé el día encerrada, era sábado y tenía cita con Fernando pero no me sentía con humor para ir, le llamé para excusarme y no contestó. Me extrañó pero no presté atención, tenía demasiadas ocupaciones.
El lunes abrí el paquete, para mi sorpresa era el retrato. Fui al periódico y percibí cierta intensidad en las miradas. "Estoy susceptible", pensé y pregunté qué pasaba. Sabemos que eras amiga de Fernando, dijo alguien. ¿Cual Fernando?, pregunté. Astrán, el artista, de verdad lo sentimos.... ¡Sentimos qué!, grité y salí corriendo.
Vendió su casa, sus pertenencias y obras y juntó ese dinero a la suma que retiré del banco días atrás, para cumplirle una cita a la fatalidad: pagar el rescate por su hermano secuestrado. Pocas personas lo sabían. Y Fernando ya no podía seguir viviendo, luego de esa afrenta, sin casa, sin taller, sin arte, sin país, sin nada. Sentí rabia por haber apuntalado su solipsismo. Allí me sentía en otro mundo, sin sospechar que su fractura no era del carácter sino del espíritu, que su soledad no era del artista sino del sitiado. Y yo ayudé a ese encierro, cuando pude haber sido una puerta, una sencilla mujer para el amor.
Se enamoró de mí, pero no me lo dijo, lo descubrí con miedo y callé. Los raptos eróticos los guardamos en la memoria, en un pacto tácito de silencio, para no enredarnos la vida. Y él guardó su dolor, como frío espejo que guarda la herida del mundo, sangrando hacía adentro, para curarla. Con Fernando se mató el artista para salvar el hombre y yo no dije nada. Nunca.
Inclinado a la izquierda de la tela mi rostro ovalado miraba con tristeza la bruma que escondía Ciudad Omán a lo lejos. El paisaje era el que yo miraba desde su estudio y, abajo a la derecha, brillaba en óleo blanco la firma de Fernando bajo una frase que no leí el día que lo descubrí:
"Espejos, fina piel de misterio, puertas hacía la muerte, lo que desconocemos, siempre están ahí..." F. Astrán.
Mangelu
NO COMETERÁS ACTOS IMPUROS
Estamos en el interior de la iglesia de Santa Maria della Passione. El viejo reloj del párroco apunta ya a las cinco de la tarde, en la fecha en que el día comienza a robarle terreno a la oscuridad con nocturnidad y alevosía.
Un silencio casi promiscuo invade cada uno de los rincones del templo, y desde la entrada solo vemos de espaldas a una mujer sentada en el quinto banco a mano derecha contando desde el altar mayor. Parece joven, pero necesitamos acercarnos más para comprobarlo. Nos aproximamos sin despegar demasiado los pies del pavimento. La inesperada escasez de luz hace que no nos paremos siquiera a contemplar los frescos de la bóveda o las pinturas de El Bergognone que flanquean la nave central. Así que seguimos avanzando hasta colocarnos un banco por detrás de ella. La observamos desde un ángulo de cuarenta y cinco grados. No debe acaso haber llegado aún a los treinta años. A pesar de estar bajo cobijo, este final de año está siendo especialmente adusto en la región de Lombardía y una precisa combinación de rosa y negro sigue cubriéndole las manos y el cuello. Aún dejando pocos resquicios al exterior podemos adivinar que es una chica bastante atractiva.
Su mirada sigue hibernando desde que entramos; pudiera estar clavada en el crucifijo del altar o bien en algún otro punto cercano a éste. Y de repente sus ojos se nos muestran más tiernos que nunca un instante antes de que baje la cabeza.
Nos situamos ahora sobre la hornacina de la fachada de la basílica, justo detrás de la estatua de San Pedro, el cual no nos extrañaría que se contrajera con este tiempo tan frígido. Sobre nosotros una inscripción avisa al turista de que se cumplen casi tres siglos desde que Giuseppe Rusnati terminará el frontispicio. Miramos a nuestra izquierda donde un hombre envuelto en un gabán avanza con paso tenue pero continuo. Dobla la esquina y abandona la Via Filippo Corridoni. Acaba de dejar atrás el liceo científico y el restaurante Daniel's donde un matrimonio alemán continúa allí de sobremesa. Es un sacrilegio estar en Italia y comer en un restaurante de comida rápida, le dije la mujer a su marido. Él, con cierta nostalgia, se apoya en que echaba de menos las würstel alemanas después de una semana en el país transalpino.
El hombre del gabán acaba de pasar la Via privada Perugia y está a unos treinta metros de nuestra posición. Se acerca hasta donde estamos y ahora podemos ver únicamente la corona triangular de su borsalino. Sin despojarse de sus guantes negros abre el portón y entra en la iglesia. Volvemos al interior. La joven parece más tranquila que cuando la dejamos hace unos minutos. Tiene algo entre su mano y su pecho izquierdo. Aprieta con fuerza. Un poco más. Hasta que un rectángulo de papel comienza a doblarse y al soltarlo comprobamos que se asemeja bastante a algún tipo estampa o relicario. Dos bancos por detrás de ella, vemos de frente al hombre, un tipo maduro, de pelo plomizo, parco en movimientos, y que ronda los cincuenta y cinco años. Tenemos que achinar un poco la vista para adivinar sus rasgos. Tiene una cicatriz que nace en la comisura del labio derecho y termina en el lóbulo de la oreja diestra asimismo. Se levanta apoyado en una de las pilastras, en un punto intermedio entre la discreción y el sigilo. Gira alrededor de la columna, cuando chasquea una de sus rodillas. La joven no se ha percatado y sigue absorta con el tipo a un escaso metro tras ella.
En ese momento el matrimonio germano da por concluido la hora de descanso y piden la cuenta en Daniel's. Por el gesto de la señora, el local no ha debido ser una gran elección por parte de su marido, pero al menos han comido y tomado unos cappuccini por un precio módico, mientras trazaban el itinerario para estar tarde; amén de evitar que el frío alpino siguiera violando el aire de sus pulmones.
Un metro por delante de la joven, sintiendo la frialdad del mármol rosa del suelo, tenemos vista preferente para ver cómo de la misma manera, el hombre ocluye la boca de la joven mientras le susurra un non ti muovere y le inocula una mirada abyecta en sus labios vidriosos. Para nuestra sorpresa, la chica no está forcejeando, parece abandonada a este individuo como si de una penitencia celestial se tratase.
Retornamos a nuestro palco con San Pedro. Michael y Corinna están al principio de la calle haciendo aspavientos. Él sostiene un mapa y ella señala en dirección opuesta a Santa María. Avanzan finalmente por la calle hacia el templo, aunque se paran cada dos metros.
En la iglesia, una de las capillas da cierta protección al desconocido mientras se regodea tocando los blanquecinos pechos de la joven. Arquea la ceja, quizá le extrañe que no haya tenido que amordazarla como hizo con aquella otra años atrás.
Michael y Corinna están ya frente a la portada principal. Tiene narices que habiendo llamado a tu hijo Zaratustra quieras ver ahora todas las iglesias de la ciudad, le dice ella. Tú lo que pasa es que solo quieres ir de compras, responde él, como rindiéndose, mientras se enfunda un gorro de lana y gira en dirección al Quadrilattero d'Oro para satisfacer el instinto asesino de su mujer con la tarjeta de crédito.
Es justo entonces cuando se escucha un grito desde dentro de la basílica. Corinna suelta una bolsa y casi resbala con el hielo al cruzar al interior. A continuación vemos entrar a su marido. Dentro, el gemido de un varón rebota aún desde la entrada hasta el presbiterio. Corinna y Michael miran atónitos como un sacerdote sostiene media imagen de la Virgen de Fátima y a un hombre que yace sangrando entre trozos de porcelana. A su lado una chica se sube trémula su ropa interior. El sacerdote, tras santiguarse tres veces y aún con el gesto torcido, se acerca a la chica y le dice: hija mía, ¿por qué no avisaste de algún modo?
Ella deja caer sus párpados y susurra: Padre, confieso que he pecado...
Enzo Di Salvo
LA ESCAPADAI
Ya era mala suerte que el viejo hubiese elegido el sábado para morirse,
por muy padre del jefe que fuese, pues implicaba que el entierro sería
el domingo por la mañana, el único día que tenía libre en toda la semana.
La siguiente idea que cruzó por la mente de Tomás fue que el taxista
acariciaba la funda de cuero del volante con verdadera lascivia, exhibiendo
una pequeña muestra de fetichismo dominguero sobre ruedas.
-Ésta semana en "La escapada " nuestro concurso semanal, sorteamos un fin
de semana para dos personas en Castelldefels...
hotel de cinco estrellas en primera línea de playa con todas las comodidades...
el precio de los desayunos no está incluido.
Tomás escuchaba las palabras del locutor de radio pensando que sería
estupendo que esa playa, ese hotel y esas comodidades fueran para él.
Y seguro que podría negociarse lo de los desayunos.
Respecto a lo de "para dos personas" no las tenía todas consigo.
A decir verdad no tenía ninguna consigo, aunque, ahora que lo pensaba,
la nueva camarera no estaba nada mal. Además, hacía un par de días le había
felicitado por sus croquetas con un brillo especial en los ojos.
Claro que sería complicado que su jefe le diese libre el sábado, y más difícil
todavía que se lo diese también a Julia, la camarera. ¿O era Nuria?
El locutor de radio volvió a distraer a Tomás de sus inofensivas cábalas.
-La pregunta de hoy es bastante difícil, pero seguro que alguno de nuestros
oyentes la sabe. Allá va. ¿Sabrían decirnos cuál es la capital de Indonesia?
Una luz se encendió en los abismos de la memoria de Tomás y parpadeó
tímidamente durante unos segundos, tiempo suficiente para que sus labios se
despegasen, susurrando: Yakarta.
-Si tienen la respuesta llamen al 908-25-50-02 y participen en nuestro concurso
semanal.
Ya saben, "La escapada" les está esperando a la vuelta de la esquina.
Los pulgares de Tomás corrieron como alma que lleva el diablo saltando de un
número a otro como si fuesen troncos a los que aferrarse en mitad de un
profundo río.
-Buenas tardes. ¿Me dice su nombre?
-Yakarta.
La palabra saltó atropelladamente de la boca de Tomás, incontenible.
-No le oigo bien. ¿Me puede repetir su nombre?
-Ah, si si, Tomás Pacheco...es Yakarta.
Una fanfarria instantánea tronó al otro lado del teléfono.
-¡Respuesta correcta! Enhorabuena Tomás, es usted el primer finalista de la
tarde.
El rostro de Tomás fue cubriéndose por un halo de indignación.
-¿Finalista? ¿Cómo que finalista?
-Así es. Haremos dos preguntas más y una vez tengamos a otros dos
finalistas les haremos una nueva pregunta a cada uno. El que la acierte se lleva
el premio de la semana..."La escapada"
El taxista, mirando a Tomás a través del espejo retrovisor, interrumpió la
animada conversación.
-Hemos llegado al cementerio, son nueve con cincuenta.
Haciendo oídos sordos a la demanda del taxista, Tomás intentaba zafarse del
pequeño inconveniente que el funcionamiento del concurso le suponía.
-Pero es que estoy en un taxi, bueno, a punto de bajarme, y no puedo escuchar
la radio.
-Vaya tranquilo, hombre de dios. Nosotros le llamamos dentro de un rato para
hacerle la pregunta final. Vamos con la siguiente llamada.
Para cuando Tomás le dio las gracias, al otro lado de la línea no había nadie,
tan sólo un pitido que rivalizaba en desagradable con la machacona voz del
taxista.
-¿Se baja o qué? Son nueve con cincuenta y no tengo cambio.
Tomás pagó religiosamente y puso pies en polvorosa, recordando que a la hora
de ser enterrados los muertos no esperan a nadie.
II
La ceremonia ya había comenzado y Tomás no tuvo más remedio que
colocarse al final del todo, aunque bien visto, más que un impedimento esto
era toda una ventaja. Desde su posición podía estar atento del móvil sin llamar
la atención de los numerosos asistentes al funeral.
Los minutos fueron cayendo sobre Tomás uno detrás de otro, como losas, y el
ansia por el quimérico fin de semana en la playa iba creciéndole en el
estómago como una gigantesca planta carnívora dentro de un invernadero.
Las palabras del sacerdote llegaban a sus oídos mal y tarde, como si tuviera
resaca de pronto.
Un trago no me sentaría mal –pensó Tomás-, rezando para sus adentros,
pidiéndole al dios de las ondas radiofónicas que se apiadase de él y le
concediese el premio.
Llegado el momento en el que los asistentes al funeral se acercaron uno
por uno a darle el pésame a la familia del difunto, Tomás le echó un último
vistazo al móvil antes de guardarlo en el bolsillo de su chaqueta, y se preparó
para las inexcusables condolencias.
Al llegarle el turno dejó caer un débil -lo siento mucho-, palabras que su
afligido jefe acogió con total desinterés, sin apartar la vista ni siquiera un
instante de su difunto padre.
Tomás siguió la trayectoria de la mirada del patrón hasta acabar
dándose de bruces visualmente con el pétreo rostro de anciano
que le era desconocido por completo.
Torpemente fue avanzando hasta encontrarse a los pies del muerto, y aunque
la visión de un cadáver siempre impone respeto, Tomás no podía dejar de
pensar en el hotel de Castelldefels.
Inquieto por el sin vivir que le asaltaba, volvió a mirar el móvil a escondidas.
De repente, una femenina mano sacudió el hombro de Tomás a modo de
saludo. El impacto, aunque leve, fue lo suficientemente consistente
como para que el móvil se le escurriera de las manos y fuera a caer dentro
del féretro, sobre el pecho del finado.
-¿Qué tal?
Sin necesidad de girarse, Tomás reconoció la voz de la nueva camarera.
-¿Tomás? ¿Te encuentras bien? Tienes muy mal color.
-No... estoy bien, es que siempre me impresiona ver a un muerto.
-contestó ahogadamente, maldiciéndola por dentro hasta casi hacerse daño-.
El féretro fue cerrado por un par de enjutos trabajadores del cementerio,
quienes, ayudados de una polea mecánica hicieron que la pesada caja fuera
descendiendo lentamente hasta quedar varada en el fondo de la tumba.
Valiéndose de una pala, uno de los trabajadores arrojó tierra sobre el féretro,
hasta que, súbitamente, el jefe de Tomás se la arrebató de las manos,
encargándose personalmente de hacer el trabajo sucio.
Tomás se había quedado lamentablemente petrificado, observando con
impotencia cómo el móvil, la escapada, el fin de semana, el hotel y la playa
iban quedando sepultados bajo el peso de la tierra.
La camarera le miraba de reojo, conmovida por aquel misterioso aire de
tristeza que lo iba envolviendo y que lo hacía tan atractivo a sus ojos.
Al principio pareció un lejano y agudo lamento, y tuvieron que pasar unos
segundos hasta que el sonido se hizo absolutamente perceptible.
Un sudor frío cruzó la frente de Tomás como un reguero de pólvora a punto de
arder. Sobre los rostros de los asistentes se fue imprimiendo un hálito de
extrañeza, salvo en el jefe de Tomás, ensimismado en su tarea, impasible.
Cuando fue indudable que el sonido del móvil venía del féretro, Tomás,
saltándose todos los controles de protocolo y saber estar habidos y por haber,
dio un paso adelante, el más en falso que imaginarse pueda.
A medida que avanzaba iba dejando de pensar en nada, vaciándose. Al borde de la
sepultura se le ocurrió que estaría bien decir algo:
-Lo voy a coger, que lo mismo es importante.
Antes de que nadie le respondiese saltó al interior de la sepultura, dejando
atrás todo atisbo de decencia, cavando su propia tumba a marchas forzadas.
Abrir la caja no fue difícil, pues en situaciones extremas el ser humano es
capaz de multiplicar su fuerza física (también su vileza), pero al pegarse el
móvil a la oreja, detectó que la polea automática se había puesto en marcha y
comenzaba a subir peligrosamente, al igual que la indignación de los asistentes
al entierro.
-¿Si?
-Hola Tomás. ¿Estás preparado para la pregunta final?
-Eh...claro, claro.
En aquel momento, el jefe de Tomás percibió como un delirio la trémula voz de
su empleado. Al levantar la vista un mazazo de macabra realidad le recibió con
los brazos abiertos. La pala se le escurrió de las manos.
-Nuestros otros dos finalistas han fallado la pregunta, lo que significa que si
usted acierta se lleva "La escapada" de ésta semana. ¿Está preparado?
Al contestar afirmativamente haciendo un ademán con la cabeza, Tomás fue
consciente de que ya no había marcha atrás. Algunos familiares se habían ido
acercando, apretando los puños.
La pregunta es: ¿Cuál es la capital de Mozambique?
A punto de desfallecer, haciendo un esfuerzo mental al que sólo se ven
expuestos ciertos primates en aras de la ciencia, Tomás acarició la respuesta,
la vomitó.
-Maputo.
Apenas pudo escuchar la reacción del locutor, pues en ese momento un
aguacero de mamporros, aderezados por palazos, fue cayendo sobre él más a
siniestro que a diestro.
Tan sólo había podido retener una palabra, que resonaba dentro de su
azotada cabeza como un mantra inexpugnable: ¡ganador! ¡ganador! ¡ganador!
III
La amplia sonrisa de Tomás tenía algo de perturbador. A ello ayudaba la
ausencia de un par de dientes y la aureola de sangre que se había ido
formando alrededor de la boca.
El conductor de la ambulancia se ajustó el cinturón de seguridad y encendió
la sirena.
-¿Sabe usted? Es la primera vez que tengo que traer a alguien del cementerio
al hospital. Siempre es a la inversa.
Tomás comprobó lo poco agradable que resultaba hablar con un par de dientes
menos, ceceando grotescamente.
-Ez la primera vez que gano algo.
-¿Cómo dice? Es que no oigo nada con la sirena.
-Entonces zoy algo azí como un muerto viviente.
-Je je, algo así. Como un zombie.
Tomás, palpándose las heridas como a cámara lenta, dejó escapar sus
últimas palabras, las cuáles salieron de su boca pagando un doloroso peaje.
-Zoy un zombie ganador.
Caparazón
RAREZAS
Estamos tan acostumbrados a existir que los hechos más sorprendentes de la vida nos pasan desapercibidos. Sólo si nos paramos a contemplar y reposamos la vista sobre lo usual podremos percatarnos de que eso que llamamos rutina tiene poco de repetición, y mucho de recreación.
Despertar. Recordar algún sueño y sentirse mal o bien. Extrañarse de lo enrevesado de lo soñado y preguntarse por el origen de tanto enmarañamiento. Sentir que yo soy yo y no otro es algo que solo se puede sentir, no se puede pensar. Si se piensa pierde su tensión, su matiz vertiginoso.
Partir hacía el trabajo. Arrancar el coche, cilindros, pistones, bujías, mecánica en general, el primer coche del mundo ¿Cuándo fue? Me agarro al volante y acelero en las curvas para que el coche agarre. El hombre y la máquina. Cierto poder me embarga, cierta satisfacción. Enciendo la radio, ondas musicales, acortamiento de las distancias.
Ya ves que es posible sorprenderse a cada paso. Sigamos.
Un café. Activación. Comienzo a despachar clientes. Medio kilo de manzanas, dos de tomates. Rojos, verdes, amarillos, miente el arco iris, los colores son infinitos. Procuro no crisparme con algunas frases desabridas provenientes de clientes malintencionados. Sólo colores, reparto colores. Tres kilos de naranja para ti, tres de marrón para usted. La señora que espera su turno en la puerta enciende un Ducados y exhala el humo hacia la calle procurando no molestar. Viene con el delantal puesto, vive cerca. Su piel ajada y su rictus resignado denotan mala vida. Pasa el mundo entero en una sola mañana, reacciones universales, frases traducibles a cientos de idiomas, semblanzas de todo tipo que se pueden ver en cualquier establecimiento. Aquí, en mi tienda, todo pasa. Todo muere y vuelve a nacer de igual manera, con su ciclo perfecto de imperfecciones encadenadas. Cierro el portón, me mancho con un poco de óxido la mano: marrón, húmedo, pegajoso. Me limpio con un trapo.
Comer. Necesidad convertida en rito para algunos, obstáculo hacia otra cosa para otros. Cortar, pelar, calentar, guisar, preparar. La historia del hombre es una evolución que va de lo crudo a lo cocinado, de lo virgen a lo elaborado. Lo que antes era comida sin más ahora puede ser arte culinario, lo que antaño fue coger por los pelos y penetrar ahora está repleto de prolegómenos, de caricias y afectos.
Observa las miles de ramificaciones de cada pensamiento, de cada idea, las millones de posibilidades que podrían haber sido pero que nunca serán. Todas están ahí, esperando para ser pensadas.
Una infusión. Azúcar no, sacarina. Tintineo, dejar la cucharilla sobre el plato y sorber. Quema. Calor. Necesito un abrazo. Carolina se fue, le dieron una beca para estudiar en el extranjero. Su olor se quedó, todavía no consigo desprenderme de él, por mucho que aspire en otras pieles, su aroma persiste como una maldición. Pero también pasará, como pasan los días nefastos que creemos interminables. En cambio, esta sensación de extrañeza, este estar aquí sin saber cómo ni por qué no tiene salida, no tiene por donde escapar. El dolor, la tristeza, el cansancio, la alegría, se localizan, proceden del hipotálamo, de los músculos, del sistema nervioso o de quién sabe qué partes del cuerpo. Tienen origen, sabemos cuando nacen y cuando mueren. Pero lo raro, lo extraño, lo que no sabemos explicar, eso que no duele ni causa sufrimiento, es aún peor, porque no es sublimable, porque no podemos contarlo.
Suena el timbre. Mi amigo. Me siento mal, me acuerdo de Carolina, él se sienta frente a mí. Puedo contarlo. Sentir la extrañeza de las palabras saliendo por la boca, la ruta del sonido, la cueva del oído; no puedo contarlo, es incomunicable, incompartible.
Fíjate bien, el mundo cambia a cada momento, tú no eres el mismo que empezaste a leer este cuento, algo en ti ha cambiado, una milimétrica parte, un tono nimio, algo imperceptible, pero pensable al fin. Sino como se explica esa sensación de renovación y renacimiento que nos inunda cuando una vez leída la última página de un libro, cerramos la tapa y respiramos henchidos para palpar nuestro nuevo yo. Cómo se explica sino el cambio que se produce en la mirada cuando se vuelve de un viaje. Cómo explicar esa sensación de empequeñecimiento que aborda al que pasa los días sin tomar el plato principal de la vida. Bien consumiéndonos, bien expandiéndonos, vamos cambiando a cada instante. No te extrañes, o mejor sí. Quizá no sería recomendable asimilar como naturales todas estas cosas, todos estos detalles, por que si así fuera, ya no sería extraño, ya no sorprendería y acabaría formando parte del lado superficial de la normalidad.
Hora de volver al trabajo. La tarde espera. Promete una puesta de sol, un paseo por el parque y una cena con amigos. Hago caja, billetes y monedas, papel y metal. El símbolo. Nada sin dinero. Cien, cincuenta, veinte. Surto mi cartera, nunca se sabe. Esta vez no me mancho la mano al cerrar el portón, la memoria, el aprendizaje, aquello de no tropezar dos veces. Se despide el día ofreciendo un crepúsculo de tonos rojizos y anaranjados. Respiro hondo. La belleza. El sol, dios que perdió su trono, ejemplo para el fuego. Al fin, la oscuridad. Comienzan a encenderse las farolas. El verde del parque se tiende ante mis pies, los niños gritan, las madres también y yo cierro los oídos. Un banco, tablas de madera, un grabado: Mario y Luisa, 10-11-2003. Esa manía por dejar constancias, por pasar a la eternidad. La vanidad. ¿Qué hubiera sido del arte sin la conciencia de la mortalidad? Me recojo entre mis propios brazos, hace frío. ¿Existieron de verdad las glaciaciones? ¿Cuándo será la próxima? ¿Quién la vivirá? Comienzo a andar, las palmeras parecen paraguas gigantes, un niño lanza una pelota que llega hasta mis pies, la recojo, sopeso su redondez y la lanzo. Jugar, prepararse para la vida, aprender a reír, a obedecer, a comprender, a repeler, a tantas cosas, y cuando por fin creemos saber algo, se acaba el tiempo. Lo han dicho tantos poetas, tantos filósofos; aun así, cada vez que se piensa es inevitable esa sensación: la de extrañeza.
Como estarás comprobando, cualquier lugar puede ser el idóneo para darse un baño de rarezas. Y es que lo imperceptible no está en las cosas, está en nosotros, en la manera de graduar nuestro discurrir.
Vuelta a casa. La ducha. El agua caliente corriendo por mi espalda. Placer. Jabón, frotarse el cuerpo, hoy con rapidez, no hay tiempo. Otras veces, las velas, el incienso, sales de baño; de nuevo, la necesidad convertida en ceremonia, en gusto para los sentidos. Se acaba el aseo, toca elegir la ropa. Haciendo gala de mi condición masculina me devano los sesos para combinar un par de colores que conviertan mi vestimenta en un conjunto armonioso. Pantalón negro, camisa amarilla. Todo para descubrir después que estos colores se matan, que no casan. Habría jurado que estos dos colores estaban de moda hace dos años. Pero la moda es- ya lo dijo Cortázar- así de versátil, así de arbitraria. O se lleva o no se lleva. Es muy sencillo, fácil de comprender, pero no por ello deja de ser irritante. ¿Cabe rareza mayor que la de concebir que lo que hace cierto tiempo resultaba agradable a la vista ya no lo sea? Como explicar al resto del mundo que a mí me gusta llevar pantalón negro y camisa amarilla desde la primera vez que probé esa combinación y que seguramente dentro de veinte años me seguirá gustando. ¿Es que no cabe la constancia de gusto en la ropa? ¿No cabe ser fiel a una estética como se es fiel a cierta tendencia literaria, cierto estilo artístico o cierta ideología? ¿COMO NO SENTIRSE EXTRAÑO?
Un restaurante. Lugar de reunión. Aquí se encuentran la gula y el preludio de la lujuria, que no es otra cosa más que el vino. Dar las buenas noches, repartir besos y apretones de manos. Comienza la conversación, un trago, pasan los minutos y no paro de oír las frases de siempre, los mismos chistes fáciles, las mismas preguntas. Aperitivos, otro trago. Dejo de escuchar, solo oigo: murmullos, palabras inconexas, el ardor de los que se pisan al hablar. Humo, cigarrillos, las mejillas se van sonrosando. Vuelvo a estar entre ellos y levanto mi copa para brindar por esta noche que se ofrece plena para dejar de pensar. La ebriedad, tan recomendada por Séneca y tan vituperada por médicos y campañas publicitarias, es hoy mi salvación, mi vía de escape, la única forma posible de pertenecer a la masa y compartir la visión nictálope de los que abarrotan las discotecas. En otras ocasiones, después de otras cenas, he optado por no diluirme, por seguir concentrado en mi propio ser, sosteniendo la copa vacía en mi mano como quien aguanta la propia lucidez. Entonces, cuando esto ocurre, cuando se miran con frialdad los cuerpos que danzan y sudan mientras uno se mantiene inmóvil y seco, sobreviene la extrañeza para conminarme dulcemente a volver a casa. Pero esta vez, fue la parte achispada de mi cuerpo la que me invitó a reunirme con el sueño.
Creo que ya te habrás dado cuenta de que esta historia no resulta extraordinaria. Todo el mundo tiene o acaba por tener un trabajo, todo el mundo se enamora y desenamora, pasea por parques y sale a cenar con amigos. Lo singular, lo específico de la vida de cada cual lo pone la mirada que empleamos para observarnos a nosotros mismos y a los demás. No basta con ver, hay que mirar. Lo raro, lo extraño, aquello que puede exaltarnos y hacernos sentir únicos y hasta asomados a un abismo hay que buscarlo, no se presenta sin más.
Mi cama. Por fin el descanso. El mareo se va desvaneciendo. Dulce sopor. Entrega al sueño. REM. Una imagen se instala en mi mente, sólo veo piezas que caen y van encajando unas con otras cuando llegan al suelo, yo soy el encargado de ir colocándolas en la posición adecuada para que cuando tomen contacto con otras piezas encajen perfectamente. Las hay que parecen eles, otras son crucetas, las que más, una especie de serpientes como las de las señales de tráfico que indican curvas. Mucha tensión, no paran de caer piezas. Despierto sudado, todavía no es de día, respiro aliviado y recuerdo el sueño. Entre fascinado y extrañado me acomodo de nuevo para retomar el descanso. Mañana será otra partida.
Ricardo Reis
EL DOCUMENTO
Desactivó la alarma, cerró la puerta del departamento y pegó una pequeña cinta transparente entre la hoja y el marco, abajo. Algunas precauciones no se pierden.
Prendió todas las luces y se encerró en el escritorio, con el maletín. Abrió el último cajón de la biblioteca, sacó el 38 y lo puso sobre la mesa, mientras revisaba los papeles.
Apenas comenzó, se detuvo; tomó el revólver y recorrió nuevamente el departamento: fue a la cocina, pensó en que un té lo calmaría, corrió al cuarto de servicio, revisó los baños y se lavó la cara con agua fría; controló todas las ventanas. A pesar de que estaba en el octavo, nada estaba de más.
Se encerró nuevamente en el escritorio. Los documentos parecían conscientes de su importancia; altivos e indiferentes, mantenían sus márgenes impolutos, las letras legibles, las palabras inapelables. El timbrado rojo le recordó la sangre que costaron. Rodríguez ponía empeño en revisarlos, pero la ansiedad sumaba torpeza. Evitaba sentencias que intuía, salteaba párrafos y volvía para atrás para leer las primeras líneas. Llegaba al final de un capítulo y no podía resumirlo mentalmente; saltaba a otro con el compromiso de releer todo el documento detalladamente, después del primer análisis. Suponía lo que decía; sabía que aunque no lo leyera las atrocidades estaban ahí, en negro sobre blanco, pero si las leía, el veneno pasaría del papel a sus ojos y le contaminaría el alma. Sus manos temblaban solo por tocarlo.
De pronto escuchó un ruido. Puso el documento dentro del maletín, y este, atrás de la computadora. Montó el arma y apagó la luz del escritorio. A los cinco minutos de quietud y expectativa caminó hacia la puerta y, apoyado sobre la pared, abrió apenas una rendija; espió, comprobó las luces prendidas, no vio ninguna sombra y se escurrió por el pasillo que conectaba el escritorio con el estar, el toilette y las dependencias de servicio. Desde el lavadero, ingresó al bañito trasero y vio la tapa del inodoro baja, él nunca la dejaba así. Pensó que tenía la ventaja de conocer el departamento y comenzó a apagar las luces, caminando con la espalda contra la pared y el oído atento. La transpiración le hizo arder los ojos, rápidamente se pasó la manga izquierda sobre la cara y, en ese momento, le pareció ver una sombra en el cuarto principal. Silenciosamente corrió hacia allí y pateó la puerta: la cortina era chupada por un resquicio de la ventana, apagó la luz pero ninguna silueta se recortó contra el resplandor exterior. Recorrió toda la pieza y abrió el placard; la ropa desordenada no ocultaba a nadie. Salió al balcón y el ruido externo lo sobresaltó, solo eran autos. Volvió al interior y revisó el segundo dormitorio, todo estaba en orden. El baño principal tenía una canilla goteando, la cerró con fuerza mientras miraba hacia la mampara de la ducha. Siguió apagando luces hacia la cocina. Un seseo alertó sus instintos antes de comprender qué sucedía. Corrió a la cocina y vio la pava sobre una hornalla abierta y sin fuego. Por una vez se vio víctima. Corrió a cerrarla y tomó una decisión definitiva. Sacó los documentos del maletín y los quemó en la estufa del escritorio. Volvió al pasillo y gritó lo que había hecho, el silencio fue absoluto. Empapado y tembloroso camino despacio hacia el living, donde permanecía la única luz prendida; desde la arcada que conectaba al pasillo miró todo y no detectó ninguna anomalía. Rodeando el ambiente contra la pared fue hasta la puerta de entrada y comprobó que el panel de la alarma no marcaba ninguna zona con movimiento, más que esa. La boa de la angustia lo estrujó, miró hacia abajo: la cinta transparente seguía allí.
Raskolnikov
MIS ABUELOS
A las ocho y media en punto de la mañana los médicos se dispusieron a preparar la sala
de operaciones. Mi abuelo se dio un baño, se peinó y se perfumó como hace cada mañana al levantarse, solo que aquel día lo hizo un poco antes de lo habitual. Había estado en vela toda la noche, hojeando una y otra vez las mismas revistas y periódicos que se fueron amontonando durante su larga estancia en el hospital y escuchando entre tanto las noticias que daba la radio. Tras el temprano aseo, se sentó en el sillón que estaba situado junto a la mesita para mirar a través de los polvorientos cristales de la ventana el amanecer de aquel día lluvioso, con tanta atención que parecía que fuera la primera vez que veía salir el sol. Mi abuelo, un hombre que durante setenta y dos años no había agarrado nunca un resfriado importante, allí estaba, devastado por un cáncer. Aunque debo decir que él en ningún momento había dado muestras de debilidad alguna. Siempre se mantuvo con una entereza formidable, digna de ser admirada, y lo único que parecía haberle molestado un poco más de todo aquello era el haber perdido parte de su hermoso bigote. A la hora prevista, una de las enfermeras de turno, que ya había compartido con él todo un mes de cuidados, entró en la habitación para controlar el suero, y mientras lo colocaba de nuevo en la camilla, procedió a rasurarle el cuerpo. Mi abuelo había construido una entrañable amistad con todo el personal de cuidados, a los cuales había prometido una caja de aguacates de su propio huerto en cuanto saliera de allí. Les había contado todo tipo de historias sobre sus hijos y nietos, y les habló especialmente de mi abuela, a la cual se refería siempre como la gran mujer de su vida. Cuando terminó su labor, la enfermera se despidió de él besándolo en la mejilla y dio paso a la familia. Mi abuela, apresurada, entró la primera y se sentó junto a él en el borde de la cama, agarrando su mano- temblorosa por primera vez- con toda la fuerza que le daba el cuerpo, tratando de transmitirle la serenidad que ni ella misma tenía. Pese a que ahora se encontraba algo más asustado por lo inminente de la operación, mi abuelo era único en poner siempre un toque de humor en situaciones dramáticas y trató de arrancar la sonrisa de los presentes haciendo alusión a la deliciosa comida del hospital o a lo práctico que resulta tener un televisor que funciona con monedas. A la única que no podía engañar era a mi abuela, que continuaba agarrando su mano con fuerza y percibía todos sus temores en carne propia, a pesar de aquella máscara de indiferencia que él pretendía mostrar. Una nueva enfermera irrumpió de golpe en la habitación para colocarle a mi abuelo tubos, cables y demás parafernalia, frente a la mirada triste de mi abuela que ya no pudo contener las lágrimas y comenzó a llorar desconsolada ante la idea de tener que soltar la mano de su marido. Había que abandonar la habitación en breve y mi abuelo le pidió a mi abuela que le guardase su reloj de pulsera. Ella, secándose las lágrimas con el antebrazo, lo retiró cuidadosamente y lo colocó en el bolsillo izquierdo de su rebeca con el celo del que guarda el más valioso de los tesoros. Él continuó diciéndole cosas pero a estas alturas, comprenderán, que mi abuelo ya casi no podía levantar la voz a causa de los sedantes que le habían suministrado, y mi abuela, casi sorda por la edad, ni siquiera se molestó en intentar entenderlo. Se besaron y se apretaron la mano con más fuerza, hasta que la misma enfermera los obligó a separarse.
Eran casi las nueve cuando la habitación quedó vacía, en cuyo centro solo se hallaba la desoladora imagen de mi abuela acariciando su bolsillo izquierdo, como queriendo asegurarse a cada instante de que el preciado objeto seguía allí. En este punto de la historia debo decir que mi abuela es una de esas personas sensibles hasta el infinito, débil y con gran facilidad para enfermar. Toda la fortaleza que le sobraba a mi abuelo le faltaba a ella pero, a pesar de todo, siempre supo aguantar la tormenta hasta el final, aunque fuera a base de lágrimas y dolores de cabeza. Tocaba ahora retirarse a la sala de espera, donde había que resignarse a estar durante seis largas horas, que era lo que aproximadamente podía tardar semejante intervención, y más aún, por el tamaño y extensión del tumor que oprimía los intestinos de mi abuelo. El único modo de hacer que el tiempo transcurriera más rápido era mantenerse en activo subiendo y bajando las escaleras del hospital, ya sea para ir a tomar una taza de café o fumar un cigarrillo en la calle. Había un gran bullicio de gente moviéndose de un lado para otro, tratando todos de ignorar el reloj; todos menos mi abuela, que lo había rescatado de su bolsillo y no paraba de mirarlo. Se había acomodado en una de las sillas de la sala y no se volvió a levantar ni para ir al baño. Cada hora salía uno de los médicos para informar de cómo iba todo, promoviendo así la agitación general. Mi abuela hacía grandes esfuerzos para enterarse de lo que contaban, pero creo que en el fondo sabía que, pasara lo que pasara dentro del quirófano, ellos siempre le mentirían para evitar que se preocupara demasiado. A medida que pasaban las horas, las caras de los médicos delataban peores noticias, y ella por fin estalló en llanto. Aquella imagen de mi abuela llorando, inundada de incertidumbre, poseída por el miedo, es una de las escenas más sobrecogedoras que jamás he presenciado. Mi abuelo seguía en la camilla del quirófano y la angustia crecía en su interior ahogándola en la tristeza más profunda. Los médicos incluso dejaron de salir durante un buen rato, mientras que la frialdad de aquella sala parecía calar hondo en mi abuela, que estaba palideciendo por momentos. Pasaron dos horas desde las últimas noticias, cuando por fin salió otro médico, dijo algo rápido mientras se pasaba el brazo por la frente y volvió a desaparecer. Mi abuela miraba a su alrededor poniendo atención a los comentarios, tratando de descifrar los gestos, las miradas, y hallaba el desconsuelo en los ojos húmedos de los presentes. Entendió que le ocultaban algo, que ellos sabían más de lo que finalmente le contaban. Entre los susurros de la sala, su cabeza daba vueltas buscando salida a la desesperación creada por las dudas infinitas.
Los ecos que percibía solo consiguieron acrecentar la incertidumbre y durante un rato decidió aislarse en sus recuerdos, dejando así de prestar atención a lo que no podía o no quería entender. Estaba retrepada en el duro asiento de plástico de la sala de espera, con la cabeza hacia abajo, mirando el reloj de pulsera que sostenía con las dos manos. Aquel reloj fue un regalo que ella le había hecho a mi abuelo en sus bodas de oro; todo el tiempo juntos, toda una vida. Se encontraba tan ensimismada que ni siquiera se dio cuenta de que las agujas se habían parado. Su cuerpo, encogido y tenso, se mecía adelante y atrás como si estuviera siendo empujado por alguna fuerza extraña. Cerró los ojos y se dejó llevar por el continuo vaivén, entrando así en una especie de duermevela. En su mente no había más que oscuridad, todo estaba confuso, comenzaron a brotar demasiados recuerdos de golpe; más de cincuenta años de recuerdos atropellándose en su cabeza, y todos se mezclaron creando imágenes sin sentido. De pronto, le pareció escuchar al médico que volvía a salir, percibió las ruedas de una camilla y algún que otro sollozo. Los pasos de todo el personal quirúrgico paseaban por su cabeza como si se tratase de un desfile de martillos, mientras ella continuaba inmersa en sus propios pensamientos, más cercana a un sueño que a la realidad que tanto le asustaba, y en algún escondido rincón de su memoria se sintió por fin a salvo del dolor. La oscuridad de su mente se dispersó, dando paso a una serena claridad que procedía de alguna parte. Abrió los ojos y las lágrimas se habían secado. Distinguió una imagen que la inundó de paz y sosiego. Una tímida sonrisa se dibujó en su cara. Su rostro parecía incluso rejuvenecido. Un leve rubor apareció en sus mejillas al oír con absoluta claridad la voz que repetía su nombre y, sin dudar un momento, agarró con ternura la mano que mi abuelo le tendía.
No faltó nadie. Familiares, amigos, conocidos del pueblo... Nadie faltó al día siguiente al funeral de mis abuelos.
Beba Jiménez
LA VIDA IMAGINARIA
En un intento a la desesperada por escapar de la tristeza del desamor, ya casi melancolía, Diana decidió dedicar las mañanas de los sábados y los domingos a los personas más necesitadas. Guiada por este propósito, se presentó en la residencia de ancianos El otro hogar, en la periferia de la ciudad, a ofrecer desinteresadamente sus servicios. Estaba dispuesta a desempeñar, dentro de sus posibilidades horarias, cualquier labor: desde limpiar culos hasta bailar la jota.
La directora del centro, quien sólo necesitó unos minutos para percatarse de las portentosas cualidades que, como animadora, atesoraba la voluntaria, le sugirió que se dedicara a entretener a los residentes durante La hora de todos.
-En la residencia llamamos con esta expresión a una especie de recreo de una hora más o menos, las mañanas de los fines de semana, en el que los internos se dedican en el salón de actos a compartir actividades diversas: lectura de poemas, chistes, representaciones teatrales, proyección de películas.... Una hora que casi nunca dura sesenta minutos; a veces, sobre todo en los días mustios de invierno, apenas alcanza los tres cuartos, y en otras ocasiones, en primavera principalmente, supera con creces las dos horas. Pronto te darás cuenta de que en El otro hogar la relatividad hace de su capa un sayo.
-¿Puedo entretenerles con lo que se me ocurra?
-Baila, canta o, mejor, cuéntales historias. Les chifla que les cuenten todo tipo historias, cuanto más disparatadas, mucho mejor. Por cierto, me llamo Adelaida Ramales.
-Y yo Diana Ríos.
Diana, dueña de una hermosa voz, más aficionada a la literatura que a la música, en los siguientes fines de semana, en La hora de todos, se dedicó a contar historias al grupo de ancianos que acudía al salón recreativo, cada vez más numeroso. Historias que se inventaba sobre la marcha. La directora había dado en el clavo. Su imaginación era tan portentosa como sus dotes de narradora. Diana lo comprobaba a diario con creciente asombro. Había acudido a aquella residencia a dar, y se había encontrado con el mejor de los regalos.
Al mes, los internos más curiosos y lenguaraces, que ya habían adquirido confianza con ella, empezaron a asaetearla a preguntas sobre su vida privada. Diana, quien fuera de la residencia no soportaba a las personas indiscretas, en la atmósfera empática que se respiraba en aquel lugar, accedió de buena gana a satisfacer la curiosidad de sus interlocutores. Para ello, casi sin pretenderlo, se convirtió en la Diana que le hubiera gustado ser, no en la que era. En cuanto llegaba el sábado a la residencia, dejaba en la puerta a la Diana real, y cruzaba el umbral convertida en la Diana de los cuentos de colorín colorado: enamorada, bibliotecaria, feliz. Y, para su sorpresa, los ancianos veían en ella a quien decía ser, no a quien en realidad era. .
Entre las muchas cosas que fabuló sobre sí misma, Diana Ríos dijo que se había casado con un hombre extraordinario que pertenecía a Médicos sin Fronteras, quien, además, en los ratos libres, se dedicaba a escribir poesías y cuentos fantásticos. No habían tenido hijos porque él viajaba a menudo para poder socorrer a algunas de las víctimas de los innumerables conflictos y desastres que se producían en el mundo, pero confiaba en que pronto los concebirían. También les contó que ella trabajaba, de lunes a viernes, en la Biblioteca Municipal. Sobre este particular, no tuvo que imaginar demasiado, ya que, en efecto, Diana trabajaba limpiando las dependencias de la Biblioteca Municipal.
Mientras daba rienda suelta a la imaginación, sus ojos, iluminados por los sueños que se recortaban contra el horizonte de su utopía particular, despedían un extraño fulgor que se reflejaba en los ojos de los residentes, más mujeres que hombres, que la escuchaban con arrobo.
Un sábado, al llegar a El otro hogar, se encontró en la sala de espera con un hombre que, a pesar de su aspecto corriente, a Diana le atrajo al primer golpe de vista. En sus ojos le pareció distinguir la chispa de la bondad, una tentación irresistible para una mujer como ella.
-¿No será usted la cuentista? –preguntó él.
-¿La cuentista?
-Eso dice mi madre, quien, por cierto, habla maravillas de usted. La adora.
-Bueno, vine a la residencia, hace hoy tres meses, con la intención de ayudar en todo tipo de labores, pero Adelaida, la directora, muy ducha en leer el lenguaje de los ojos, ya sabe, el que aflora de lo más profundo del alma, me pidió que les contara a los residentes historias, leídas, escuchadas o inventadas, daba igual, cualquier historia que les hiciera pasar un rato ameno. El séptimo día, o sea, el cuarto fin de semana, sobre la marcha, ante las preguntas de carácter personal planteadas por algunos de los presentes, se me ocurrió relatarles algunas peripecias de mi vida imaginaria, aunque ellos, con una fe ciega en mí, se las creyeron a pies juntillas. Desde entonces, más que la cuentista, me he convertido en la embustera.
-La verdad de las mentiras. Ese es el cometido de la buena literatura. Contar mentiras que conduzcan a la verdad de cada lector. Encantado de conocerla. Me llamo Andrés.
-Y yo Diana.
-Uno de mis nombres favoritos. Su marido trabaja en Médicos sin Fronteras, ¿no?
-El de mis historias, sí.
-Qué casualidad.
-¿Por qué?
-Porque yo, antes de dedicarme a la medicina privada, trabajé en Médicos sin Fronteras.
La mujer se ruborizó hasta las orejas.
-¿A qué se dedica el otro? –preguntó el hombre.
-¿Quién?
-El marido de la vida real.
Diana entornó los ojos.
-Discúlpeme. La acabo de conocer y...
-No tengo marido.
Si Diana no hubiese parpadeado justo en ese instante, habría percibido el ramalazo de luz que iluminó fugazmente los ojos de Andrés.
-¿Puedo asistir como escuchador a la sesión recreativa de hoy?
-Esta mañana no creo que le resulte muy interesante lo que voy a contar. Desde que les presenté a mi marido imaginario, el que presta sus servicios en Médicos sin Fronteras, los ancianos siempre me piden que les narre alguna anécdota sobre él. Hoy pensaba hablarles de su experiencia en Bosnia.
-Entonces, hábleles de mí. Así, su imaginación pisará tierra firme. Estuve en Sarajevo hace unos años.
-¿De verdad?
-La verdad de las mentiras.
Una hora después, Andrés y Diana salieron juntos de la residencia.
-Resulta curioso.
-¿A qué se refiere?
-A la magia de la literatura en general y de los cuentos en particular. Ni la una ni los otros se conforman con pertenecer al ámbito de la ficción, a veces, como por arte de birlibirloque, se materializan en la vida real –razonó él.
-¿En mí?
-Y en mí, también. Quizá.
-¿En usted? ¿Qué quiere decir?
-Se lo diré dentro de unos minutos, en el restaurante El manjar, mientras almorzamos. ¿Acepta mi invitación?
-¿Para reunir el material de otra de mis historias?
-Sí, a lo mejor el primer capítulo de la historia de su vida... y la mía.
Álvaro Flores Pacheco
EL BIZCOCHO DE CRISTINA
- Hola Bibiana, buenos días. No veas que noche he pasado. A la niña le ha salido un orzuelo de los chungos y no ha podido pegar ojo del dolor. Cuando por fin estaba a punto de meterme en la cama me he acordado de que me tocaba a mí traer el desayuno, así que ya me ves a las cuatro de la mañana batiendo huevos para hacer el bizcocho. He estado por llamar a Miguel, que siempre se acuesta a las tantas para que se encargara él, pero luego me ha dado apuro. Es tan raro... Ah, y que no me olvide de contártelo antes de que llegue: cuando salía de la ducha me ha enviado un sms Trini, que quiere que la acompañe el lunes a no sé qué historia sobre salud, se ve que si voy yo la cosa quedará como más formal por el rollo de la innovación y esas movidas. Yo creo que ella sólo se quiere preocupar del tema social y todo lo de sanidad se la suda. Supongo que me tocará ir con ella, qué remedio, es la favorita. Ya se podría llevar a Pepe, que últimamente está en todos los fregaos. Qué tío. Entre él y Tere se lo comen todo y se llevan toda la gloria. Aunque comer, aparte de Francisco, claro, la que más come es Elena, que se está tragando todos los marrones habidos y por haber, con lo a gusto que estaba ella en Administraciones. Ten cuidado que vas arrastrando el pañuelo. Por cierto, ahora que me acuerdo, se ve que van a tumbar a Ángeles. Me lo insinuó Tere el otro día, claro que tampoco me extraña, pero a ver a quién ponen, con Ozores muerto. Perdona, eh, Bibiana, ya sabes que a veces me sale el humor negro. Voy a ir cortando el bizcocho, ¿me ayudas? Con la histeria que le da a este tío con la puntualidad, lo mismo me monta un pollo por no tener el desayuno a tiempo. ****, que ahí llega. Luego te cuento. ¡Buenos días, José Luis!
Víctor Deza
LA MAGIA DE LAS SIESTAS En la casa cerrada donde vivía mi abuela aún quedan muebles. Un armario, algunas
sillas y el ropero en el cuarto de atrás. Mi primo Alberto ya se llevó algunas cosas y
ahora hay que levantar el resto, decidir quién se lleva qué y a quién le regalamos lo que
nadie quiere. Han pasado varias semanas con la casa vacía. Recorro las habitaciones en
penumbras reconociendo rincones. Cierta levedad en las rodillas, como convaleciente de
largas fiebres, me acompaña por los cuartos vacíos.
En la pieza donde murió la abuela el ropero en el medio de la habitación parece el
último sobreviviente de un naufragio. Al entrar, las viejas tablas del piso tiemblan y
entreabren con un quejido la puerta del ropero que me enfoca directo en la luna de su
espejo. Una mariposa blanca se escapa de la boca oscura y pasa casi rozando mi nariz.
Instintivamente me echo hacia atrás y la sigo con la mirada hasta que la veo perderse en
los rincones sin luz. Hay olor a alcanfor en el aire estancado. Ese olor, tan propio de mi
abuela, de la casa de mi abuela y de las siestas infantiles en verano, cuando papá y
mamá me dejaban, junto con mis hermanos, en la vieja casona para ir a trabajar. La
abuela imponía silencio en la penumbra del cuarto enorme. Sólo había que tener
paciencia. Conteníamos la inquietud bajo las sábanas perfumadas a la espera de que la
abuela se durmiera para escaparnos escaleras arriba a visitar a la tía Eloísa, que nos
esperaba en su altillo antes del trajín de la merienda. La tía Eloísa era dulce. Para
nosotros, una presencia silenciosa y permanente en la casa de la abuela. A esa edad no
entendíamos de desplantes y amarguras y disfrutábamos de esa segunda abuela menos
estricta, más comprensiva y mucho más cómplice. En el cuarto de la tía Eloísa no había
un plan preconcebido. Algunos días nos contaba cuentos de misterios y detectives, otras
veces las camas altas y mullidas, con parrillas de generosos elásticos que chirriaban a
cada salto ofrecían cancha para acrobacias extremas. Y cuando el alboroto amenazaba
con despertar a todos, pasábamos a revisar el ropero. Ese mundo cerrado con olor a
alcanfor guardaba los mejores tesoros. Los vestidos de su madre, mi bisabuela, que
colgaban severos de las perchas se transformaban en desfachatados disfraces. La estola
de seda conservada entre papel de arroz se volvía la cortina de flecos que separaba mi
"casita" de la de mi hermana o el telón de fondo de un escenario de varietés. Los
sombreros de plumas y pedrerías salían de las cajas a rayas y se volvían canastos para
compras o cunas de bebé. Un universo al que teníamos acceso con la magia de la tía
Eloísa, quien como un hada pequeñita iba habilitando cada tarde sorpresas
inimaginables. Parecía que el ropero no tuviera fondo y siempre aparecían novedades
que nos metían en los mundos inventados de unas caravanas con forma de trencito o una
toallas blancas con bordados turquesas. Cuando empezábamos a escuchar movimientos
en la planta baja se acababa la diversión. Conocedores del los rezongos de la abuela,
esperábamos con nerviosismo en la escalera a que no estuviera cerca y muy
compuestitos aparecíamos en la cocina, prontos para recibir la merienda. La tía Eloísa
apenas demoraba un poco más en aparecer. Con la misma magia con que había
desplegado su universo encantado volvía todo a su lugar y su habitación recuperaba su
apariencia para la tarde siguiente. Una vez, intrigada por la velocidad con que ordenaba
todo, volví a subir corriendo y la sorprendí, lo juro hasta hoy, con una varita al mejor
estilo Mary Poppins, indicando, a cada componente del desparramo, ocupar por si solo
su lugar.
Otra mariposa blanca escapa por la puerta entreabierta del ropero de la abuela y me
devuelve a la vieja casa cerrada. Miro mi silueta en el espejo y trato de imaginarme a la
niña disfrazada de muchos años atrás. Me dirijo hacia la puerta entreabierta del ropero.
El crujir de las tablas acompaña mis pasos y, con cada pisada, el reflejo del espejo
dibuja luces en la pared. Me acerco despacio pensando en el destino de los vestidos de
mi bisabuela y en estos otros, los de mi abuela, que pienso regalar al hogar de ancianos.
Al abrir la puerta, una nube de mariposas blancas me envuelve. Salen y salen en
bandadas cegándome por completo. Un estremecimiento me recorre la espalda desde la
nuca e intento protegerme con los brazos sobre la cabeza y girando sobre mí. La turba
de mariposas parece no tener fin y el torbellino de escamas me cerca soplándome la
cara. Y así como salen, se escapan por una rendija, escurriéndose de la habitación,
dejando una estela luminosa de aire con olor a polvo. Todo vuelve a estar inmóvil. Sólo
el rayo de luz por donde escaparon las mariposas parece ser de este tiempo. Mi paso
recupera el crujir del piso. Con un temblor, me acomodo el pelo y el vestido y miro al
ropero con la gran puerta abierta hacia atrás. Me inclino en su boca abierta de viejo baúl
sin fondo y veo sólo quedan montoncitos de retazos negros desparramados por el piso.
Beta Caroteno
CALLE ABAJO
Manejo despacio, sin mirar a los lados. Ha sido otro día miserable para mí, lleno de recuerdos sin solución ni salidas. Sólo quisiera llegar a casa, prepararme un café amargo y sentarme frente al televisor hasta la llegada del sueño. Si llega.
Sólo quisiera bajarme de este taxi y olvidarme de todo. Pero sigo recto, acelero hasta que un pasajero me hace señas desde la acera. Es una chica silenciosa, extraña, adolorida, como si estuviera aburrida del mundo. Yo me detengo junto a ella, la dejo entrar en mi taxi con su ríspido silencio. No me dice nada, por lo que asumo que debo seguir por esta avenida.
Durante un rato conduzco sin mirarla. Luego la miro, no porque quiera, sino porque hace un año recogí a otra chica idéntica a ella. La misma expresión extraña, adolorida, misteriosa. Era también de noche y también estaba cansada.
¿Cómo te llamas?, le pregunté en aquella ocasión.
Pero no me respondió. Continuó en su espacio interior, creo que con una sonrisa o un estiramiento de labios.
Esta chica también odia el mundo, pienso, es indescifrable. Me gusta. No quiero evitarla.
Sonrío para mí. Después, con cierto desdén, acelero, y mi Ford empieza a corcovear. A mostrarme que le queda poco. Muy poco. Que es un viejo auto sin futuro.
La Chica sigue sin mirarme. Pupilas de hierro fundido. Párpados de bronce.
Yo, sin embargo, la observo de reojo e imagino cosas. La veo cruzando una calle. Meciéndose en un columpio. Jugando con un perro. Esperando un taxi. Besando a alguien en un parque. Conversando con un grupo de chicas. Parada junto a un poste. Peinándose detrás de una ventana. Todas las mujeres, todos los niños, todos los hombres, todos los carteles, tienen su rostro.
Ella empieza a revisar su bolso (todavía sin mirarme) y saca una lima de uñas. Comienza una rutina de uñas. Tiene habilidad. Una especie de armonía para estirar los dedos. Para maniobrar la lima.
Me detengo en un semáforo. Una señal del tránsito a mi derecha tiene el rostro de ella. Detrás de una señal que dice PARE también está ella, haciéndome un guiño. En otra señal a mi izquierda aparece una foto de ella. Otra señal a lo lejos con líneas discontinuas dibujan su silueta.
Una chica que va cruzando la calle, por supuesto que con el rostro de ella, me mira y me dice:
Siempre, por mucho que nos alejemos, vamos corriendo desaforadamente hacia el punto de partida. La cuerda del pasado nos arrastra hacia donde no esperábamos o no queríamos volver.
Los autos detrás de mí empiezan a aullar. Cláxones ensimismados.
Acelero, mostrándole el dedo del medio a los autos que me pasaban por el lado, aullándome.
Ella termina de limarse las uñas. Les echa aire con los labios abultados, sensuales. Por un rato. Aire y más aire. Tiene que quitar toda mácula de fealdad de sus uñas. Esas uñas perfectas que observo y observo como un tonto, sin poder evitarlo. Sus uñas largas, pintadas de negro. Esas uñas que se parten, se hacen añicos al chocar contra el parabrisas cuando freno inesperadamente.
Ella cierra los ojos. Deja correr las lágrimas. Las gotas de sangre que escapan de algunas cutículas. Se succiona algunos dedos. Asume el dolor en silencio, sin mirarme.
Un gato, le digo, había un gato cruzando la calle.
El gato negro sale despacio de abajo del Ford. Seguro ni se ha enterado de que estuvo a punto de echar a perder su cuarta o quinta vida. Avanza hasta la acera. Salta hacia un muro y se queda mirándome. Tiene el rostro de ella. La misma expresión extraña, adolorida, misteriosa.
Las uñas te volverán a crecer, le digo apenado, sin saber, en verdad, qué decirle a una chica como ella.
Ella sigue chupándose los dedos. Enojada. Fuera de sí
Embrago primera, segunda, tercera. Pasamos otro semáforo. Otras chicas con su mismo rostro. Otras señales del tránsito con su rostro en diferentes posiciones. Pintado o en sombras. El mundo es una reminiscencia de su pelo, su boca, sus uñas partidas. El mundo se viste con sus ademanes, su respiración, sin embargo ella me dice:
Detente allá, a mitad de cuadra, en la casa azul.
Pero sigo de largo. No puedo detenerme. No puedo frenar y dejarla aquí. Despedirme. No verla de nuevo junto a mí, chupándose sus hermosas uñas. Venenosa. Bañada de odio. No, no puedo dejarla ir.
Te pasaste de cuadra, comemierda, era allá, me dice, y me mira a los ojos por primera vez en el viaje.
Acelero. Sesenta kilómetros. Cien. Ciento diez. Mi viejo Ford se supera a sí mismo. Es mi cómplice. A lo mejor una bujía revienta y aquí acaba todo. A lo mejor se desprende un foco. O una rueda. Nada me importa. Mi objetivo es seguir. Hacer mía a esta chica arisca. Someterla. No pensar en las consecuencias. Seguir.
Ella se enoja. Se muerde los labios. Golpea el auto con las manos. Con los pies.
Si no paras esta ***** me voy a tirar, dice.
Sin embargo continúo acelerando. O por lo menos lo intento. Aunque el Ford corcovee y quiera partirse en dos. Aunque ella me golpee con el bolso en la cara, el pecho, los brazos, en la barriga, en la cara de nuevo. Aunque grite en mi oído para desconcentrarme.
Ahora todos los rostros de ella diseminados por la ciudad me gritan. Me exigen que detenga este taxi de *****. Que levante el pie del acelerador.
Ahora ella golpea el auto y amenaza con saltar. Ya tiene la puerta abierta. Un pie afuera. Pero no creo que se atreva. No a ciento diez kilómetros por hora.
Sólo quiero llevarte a un lugar apartado para conocerte, le digo, para hablar contigo, saber más de ti.
Pero no me escucha. Continúa golpeándome en la cara con la mano abierta. Quiere hacerme reaccionar. Obligarme a escapar de un letargo que yo no veo. Pero a estas alturas todo me da igual: su furia de chica extraña, adolorida. El sonido de su bolso en mi rostro. Mis manos. Mi abdomen.
¡Voy a saltar!, me alerta.
Pero no le hago caso. No extiendo mi brazo para evitar su salto. No detengo el auto. No voy tras ella.
Acelero. Dejo pasar el tiempo. Trato de pensar en mi deseo de llegar a casa. De abandonar mis estúpidos recorridos nocturnos a lo largo de esta avenida. De abandonar mi intento de destartalar completamente el Ford antes de llegar a cada semáforo.
Acelero, pero al final no me queda más remedio que detenerme de una vez en esta casa azul, casi a mitad de cuadra. Bajar del auto y tocar a la puerta. Esperar la salida de una mujer vieja y obesa. Una mujer de facciones extrañas, adoloridas, misteriosas. Una mujer que es, evidentemente, la madre de la chica.
De sólo mirarle a los ojos adivino que, de algún modo, aún espera a su hija. Que está totalmente destruida. Pienso en pedirle perdón. En contarle todo lo que ocurrió e inclinarme a sus pies. Pero no logro hacerlo. Sólo me atrevo a respirar profundo y preguntarle por una chica con un aspecto extraño, adolorido, misterioso.
¿Por qué a veces hacemos preguntas cuando en realidad conocemos las respuestas? Será que en el fondo deseamos estar equivocados.
La mujer obesa suspira cansada y me habla de su hija. Una chica evidentemente arisca. Llena de resentimientos. De odio hacia el mundo. Pero conforme con ella misma. Satisfecha. Feliz dentro de sus propios parámetros. Una chica no precisamente hermosa ni fea, sino diferente, con el sello distintivo de su particularidad. Muerta hace más de un año. Encontrada enigmáticamente en medio de la avenida.
No averiguo detalles, ni me intereso en su pesar. Le pongo una mano en el hombro. La muevo. De arriba abajo. De abajo arriba. Ella suspira de nuevo. Me mira con los ojos sin luz.
La analizo. Me amoldo a sus posibles pensamientos. Llego a imaginar que hasta podría perdonarme si le cuento la verdad, pero luego me figuro que no, que únicamente desea despedirse de mí para seguir con su noche. Olvidar su tristeza mirando el televisor. Bebiendo acaso un café amargo hasta la llegada del sueño. Si llega.
Supongo que al final nadie podrá arrebatarme la culpa. La irracionalidad de haberme dejado llevar por un impulso que yo mismo ni entiendo. Que nadie pondrá el perdón en una esquina cualquiera hasta que logre encontrarlo. Supongo además que deberé cargar mi pesar por mucho tiempo, hasta que se me caigan los hombros o hasta que una bujía o un neumático revienten y mi viejo Ford no tenga más remedio que rodar cuesta abajo.
Es un hecho. Una realidad.
La mujer obesa se me queda mirando. Al parecer tiene algo que hacer allá atrás en la cocina. A juzgar por el balido de la cafetera. Algo que hacer en la sala. A juzgar por el bufido del televisor.
Me despido. Muevo la cabeza hacia abajo. Le digo, Siento mucho la muerte de su hija, y regreso a la acera. Antes de llegar al Ford la mujer me dice que vuelva cuando yo quiera. Puede invitarme a un café amargo. Luego adquiere el rostro de la chica y añade, esta vez sonriente:
El mundo no está a favor de nadie. Es un juez imparcial. Solo que a veces no puede decidir, ni entender. ¿No crees?
Y le digo que sí. Aunque sin mover la cabeza. Ya no tengo fuerzas para mucho.
Y
A TRAICIÓN
A doña Concha no le gusta hablar. ¿Para qué? Además no entiende la razón de ese hombre para saberlo. Si ya le dijo que no es pariente de la muchacha. Ni pariente, ni nada. Pero está pálido. Así que la vieja se conmueve. Despega los labios y la sed se le cae en escamas.
--No iba a la fuerza, joven. Estaba con el pecho calmo. Yo la vi.
El hombre se desespera en su traje azul lustroso de pocos años y mucho uso. La mujer frente a él vuelve a cerrar la boca con serenidad. Da la impresión de ser de tierra. Es polvosa y permanente.
La inmensa ciudad se ha callado junto con ella. La noche se asoma tras los edificios más lejanos y el viento se apresura hacia la vieja. Nada más se escucha un crujidito. Es ella, el suelo seco cuarteándose, la carne vieja que se abre paso a través de más pliegues.
El hombre respira profunda pero brevemente y ella entiende, aunque no se mueve.
--Mire, señora-- dice mientras se aferra a la orilla cuadrada de su saco y lo estira hacia abajo con las dos manos nerviosas -- ¿Cómo se lo explico...? Nadie más que usted puede ayudarme porque dejaron que lo viera todo. Necesita contarme porque le pueden hacer daño a Elena, ¿me entiende?
Los autos pasan cerca pero el ruido sigue llegando hasta la esquina en la que están ellos lejano, amortiguado por la angustia del muchacho, por sus horas sin sueño y la imaginación siempre perversa.
--Estese tranquilo, ella se fue por la güena.
--Créame, Elena iba forzada. La persona que se la llevó seguramente la amenazó. ¿Traía pistola?
Concepción se santigua de prisa pero sin tambaleos, sin dudas ni miedo. Ella no vio armas.
La niña no rechistó. Se fue tranquila, dice. Y su mirada sube por la roca amarillenta del templo a sus espaldas, hasta arriba. Pasa por la sombra de una cruz enorme que corta el azul y regresa precipitada a la calle imantada por el agudísimo chirrido de unos discos de freno gastados.
Se oye el rearrancar motores de la otra esquina y un grito, más ritual que furioso, de protesta por la lentitud: cuatro segundos de espera mientras en los autos de la fila de adelante se mete primera. Concepción sonríe y camina hacia el arroyo entre los coches que acaban de frenar. El joven, su traje azul, se quedan estupefactos en el tercer escalón del templo. Tiene la boca contraída, muda de repente a la mitad de la cara.
La anciana se acerca a uno de los autos. Una mujer de melena colorada rebusca en su bolsa y Concha estira entonces la mano. La conductora la mira y descubre cómo desde el centro del nido de arrugas que es su cara, surge un chispazo color café con leche. Es su mirada que se pone súbitamente verde. El reflejo del semáforo en sus ojos impulsa al automóvil, dejando a la mano morena y pecosa, extendida sesenta centímetros sobre la calle y vacía.
La vieja regresa sin prisa ni sorpresa hasta el joven de azul y sus preguntas.
--¿Qué más vio? -- casi suspira el hombre. Le duelen las piernas. Está asustado. Lleno de la aspereza del presentimiento. No puede convencer a la vieja. No habla aún y ella tiene la verdad --. Tenga --dice, y estira su mano con un viejo recurso doblado en cuatro --. Si usted me dice qué pasó con la muchacha le daré más. Se lo prometo. Le daré mucho para que ya no pida ni esté parada aquí todo el día sin que nadie le de nada.
Me quiere pagar para que le diga. Es policía, concluye la vieja guardando inexpresiva su billete. Y habla. Le dice lo que piensa: que él seguramente es policía y ella vieja y que la muchacha por la que él pregunta se fue tranquila. Tiene los ojos como de arena, agrega.
El se pasea en un mismo cuadro del cemento. Sube y baja un escalón. Trata de contener la desesperación, el insulto. No puede ahuyentar a la mujer, necesita saber. ¡Maldita ignorancia! A mí qué me importa de qué tiene los ojos, piensa. Toma aire, esta vez una larga bocanada. Abre otra puerta y pregunta.
--¿Cómo sabe que iba tranquila?
Concepción sacude su desconfianza con un gesto de su boca que se mueve despacio. Es casi una sonrisa. Piensa en un niño bobo que no puede comprender. Y recuerda a Delfino. Qué sería de él en esa ciudad y esos tiempos. Delfino. La fuerza del hombre repegándosele, haciendo que el roce lento inventara en la mitad de su pecho dos sobresaltos obscuritos que le llenaban el alma de un rápido caminar de hormigas. Delfino que hacía lo prohibido. Su hombre tibio, ansioso. El amante lleno de sorpresas al que ella dejaba hacer sin cerrar los ojos, llenándose de aquel olor, pero sin permitir que todo eso le desquiciara el ritmo de los pasos.
-- No caminaba a la carrera ni arrastrando los pies. En eso le conocí que iba a gusto. Cuando una va como chivo correlón o como si el agua le diera a la cintura, entonces es que sí va de mala gana-- explicó cruzándose el extremo del rebozo que insistía en resbalarse.
--¿Y el hombre cómo era? ¿La traía agarrada del brazo? ¿Discutieron? --se empeña en saber él y su saco sufre de nuevo.
. --Él nomás esperó a que ella entrara a la iglesia, se le arrimó y le dijo algo. Luego salieron caminando juntos para el coche. Ahí, enfrentito al trueno aquel chaparro.
--Podría jurar que la obligó de algún modo. Pero ¿era la misma muchacha, está segura de que era la de siempre?
Concepción piensa en la muchacha mientras sus pies se afirman en el rugor del suelo con un deslizamiento lento, que finge inmovilidad y sin embargo traza un ángulo amplio. La recuerda bonita aunque no sabe por qué, si no lleva el pelo largo, ni moños, ni collares, ni nada. Va vestida de arena como sus ojos, lisa, ligera, seria.
--Viene todas las semanas a misa de seis, joven.
La vieja recuerda muy bien a la niña de olor fresco aún en la distancia. La que entra antes de la última campanada, pero distrae la mirada y coquetea con la luz bajita de los vitrales los cuarenta minutos del oficio. Está segura de que es la misma muchacha a la que vio irse con la ilusión en los pasos y la boca medio abierta, como con un beso atoradito ahí. Y no con una línea de boca; sin esa raya pálida y apretada del miedo. Era como yo cuando me fui con Delfino-- piensa la vieja, aunque eso se lo calla porque ella también se llevó guardada en un puño toda su esperanza. Iba, como ella, limpiecita, con los ojos brillantes. De Delfino dijeron que se la robó. Que era un desgraciado y ella una niña. Que la arrastró a la mala. Pero no. Ella se fue con él.
--Ya le dije todo, joven. Aquí no hubo nada malo. Es la vida. Una de mujer que jala con su hombre.
--Él no es su hombre. ¡No es su amante, carajo!--Y el aire no le alcanza--¡Entienda!--Las manos se le tropiezan con el vacío al intentar estirar su saco hacia abajo. La voz se le quiebra.
Concepción se arrima a la pared junto a la puerta de entrada. La gente está por salir de la ceremonia..
--Por favor, señora... Elena, la mujer de que hablo, no se fue con nadie. Esto no es un asunto de enamorados. Ella me citó aquí anoche porque quería decirme algo muy importante y si no pudo decírmelo fue porque ese hombre se la llevó...¿Me entiende?
La anciana no sigue los argumentos de su interlocutor pero ve las palmas de sus manos empapadas en sudor y sus ojos que la miran directamente. Sonríe abiertamente ahora sí y hubiera mostrado los dientes grandes y parejos, mazorcas enfiladitas, pero ya no los tiene. Los hombres le dan ternura porque no entienden nada. Son como niños.
--No podemos perder más tiempo -- se exalta él. Y los diez últimos, largos minutos frente a la piedra del templo vuelven a desfilar febriles. Fija sus ojos en la mujer tratando de comprenderla y contenerse. Recuerda sus impotencias: el fuego que se traga un árbol, las niñas coreando burlas. Cuatrojos, cuatrojos. Su rabia que no podía hacerlas callar a patadas. Elena --reacciona con un sobresalto--; hace un recuento de su pequeñez y justo antes de zarandear a la vieja ve la iglesia.
--Por la Virgen de Guadalupe, señora...-- se le ocurre de pronto. Su mano se extiende hacia la mujer--. Por caridad, cuénteme todo.
El orden queda de cabeza. Concha cree que los ojos que ella llama de arena guardan más un amor que un secreto, pero acepta el argumento tan gastado de la desesperación y la fe que conoce bien. Pordiosera, la mano extendida está vacía. El hombre tiene su angustia, nada más, y alarga el nombre de la virgen como conjuro. Ella sabe de eso. Se recarga cansada en la piedra. Ya es de noche cuando deja salir violentamente fuera de su pellejo terregoso todas las palabras que puede guardar una vieja limosnera llena de tiempo para mirar. Habla del coche al que subieron, del color de la piel y el pelo, de la dirección que tomaron y las palabras que escuchó. Habla y trata de alejar a su Delfino de la memoria. Cuenta la historia de la muchacha linda y el hombre moreno a quien no pudo verle los ojos atrincherados tras unos lentes obscuros. Dice todo a pesar de su gratitud por la moneda doradita que todas las tardes de martes Elena siempre tuvo tiempo de darle. Y se queda acurrucada en su reboso, intranquila, con el recuerdo de una noche en la ranchería, con el cuerpo reconocido en su memoria. La silueta resucitada de Delfino está mirando sobre su cuello y ella tiene miedo de haber cometido una traición.
Tripafat
ADVERTENCIA FINAL
USTED NO QUIERE SER EL VECINO DE VAN GOGH.
No lo intente.
Tampoco quiere llamarse Gauguin, ni Theo, aunque es posible, ellos pueden ir y venir cuando se les antoja.
Yo, en cambio, soy el vecino de Van Gogh, ya lo he dicho.
Se sorprendería si fuera el vecino de Van Gogh.
Arlés era una ciudad pacífica como un cementerio hasta la llegada de Van Gogh.
Desde entonces me recuerda al peor barrio de París.
Todo resulta sorpresivo si es el vecino de Van Gogh.
No le recomiendo ser el vecino de Vincent Van Gogh, se lo reitero: Usted no quiere ser el vecino de Van Gogh.
Si es el vecino de Van Gogh puede llegar a conocer la imperfección del mundo, el caos y la azarosa probabilidad de la muerte.
Su casa será un torbellino de ruidos, oraciones, caídas, golpes y estridencias.
¡No!
Impediré por cualquier vía que se convierta en el vecino de Van Gogh.
Si necesita dormir o comer; si necesita estar solo y pensar esto o aquello, no lo logrará.
Créame, no quiere ser el vecino de Van Gogh.
Sus cuadros son horrorosos.
Sus tonos ambiguos y densos.
El amarillo se superpone hasta negarle al resto su textura.
Van Gogh es un loco, un esquizofrénico, un demente, un pervertido, un maniático, un alucinado perenne.
Le advierto.
No es un artista.
El día que llegue a ser el vecino de Van Gogh, querrá mudarse, escapar; incluso, querrá matarle.
Si definitivamente es el vecino de Van Gogh, se convertirá en un asesino.
Odiará a un hombre para siempre.
Huya, se lo aconsejo.
Si es un hombre inteligente, no querrá ser el vecino de Van Gogh. Lo escuchará discutir con las paredes, arremeter contra los impresionistas sin causa aparente, extenderse en monólogos ofensivos contra su madre, su padre, y el resto de los pintores parisinos.
Era un hombre tranquilo, normal como cualquier otro hasta que me convertí en el vecino de Van Gogh.
No sé si me entiende.
No soy obsesivo, pero le advierto: la esquizofrenia es contagiosa, aunque lo nieguen.
Si es el vecino de Van Gogh descubrirá la miseria de un hombre. Lo he visto comerse un pan mugriento y trabajar en sus "cuadros" veinte horas seguidas.
He descubierto un ser vengativo, pleno de envidias y rencores. Un ser esquivo como pocos.
Aléjese de Arlés.
Era una ciudad tranquila, confortable.
Ya no lo es.
Todo perdió su curso apacible.
Si usted, por causas azarosas, se convierte en el vecino de Van Gogh, descubrirá el insomnio.
Van Gogh no duerme.
No lo necesita.
Trabaja de madrugada.
Grita de madrugada.
Si es el vecino de Van Gogh, tendrá que dormir de día, eso si el no está.
Si desgraciadamente es el vecino de Van Gogh, verá cómo sus manos comienzan a temblar, su apetito desaparece.
Vivirá el miedo constante de creer que el techo le caerá encima.
No alucino.
Es una posibilidad real, tan real como un incendio, un derrumbe, o una explosión.
Compréndame.
Tengo motivos suficientes para pedirle que no se convierta en el vecino de Vincent Van Gogh.
No lo haga.
Tal vez viva una vida apacible si es el vecino de Gauguin, de Seurat, de Toulouse-Lautrec, o de Monticelli.
No lo sé.
Es una opción.
Si elige, o le imponen ser el vecino de Van Gogh, quéjese, rebélese, confiésese enfermo, imposibilitado de viajar, diga que el sur le aterra, que prefiere las grandes ciudades, el bullicio, las grandes avenidas, la torre Eiffel, o invoque el cauce del Sena como motivo de inspiración.
No venga a Arlés.
No se convierta, aunque se lo impongan, en el vecino de Van Gogh.
No es un consejo.
Es una orden inapelable.
Si lo hace, una corte lo juzgará.
Imagine la guillotina, descúbrase conducido hacia la horca, hacia el suplicio.
Si cree en Dios, palpará el infierno, los nueve círculos de Dante, las cadenas, el fuego, la incertidumbre.
«He asistido a la pesquisa de un crimen, cometido en
la puerta de un burdel de aquí; dos italianos han ma-
tado a dos zuavos. He aprovechado la ocasión para en-
trar en uno de los burdeles de la callejuela...»
Allí se le puede encontrar: en los burdeles, en los sitios obscuros, entre prostitutas y mendigos que posan para él sin enfados, siempre junto a ellos, como uno más.
No dudo entonces el equívoco del crimen.
Con certeza, Van Gogh mató a los italianos.
Si fuera el vecino de Van Gogh lo supiera, pero usted no es el vecino de Van Gogh.
Imagínese que después de un gran escándalo de su vecino con una de sus modelos, comienza a escuchar cómo caen al suelo (que es su techo), una docena de búcaros, herramientas, bastidores, lienzos y tubos de pintura.
Pasado unos minutos de sosiego, nota que entre las cuarteaduras del techo, comienzan a brotar tonalidades diversas.
Su casa, sus muebles, sus libros, sus platos, y su cuerpo, se tornan amarillos, azul magenta, rojo, verde esmeralda, blanco de plata, hasta convertirlo todo en una suciedad irreparable.
Otras veces puede ser orine, sangre, agua, o Dios sabe qué sustancia.
Si todavía quiere ser el vecino de Van Gogh, le advierto: Él, Van Gogh, puede tocarle a la puerta a cualquier hora, pues en ocasiones (no siempre), siente una necesidad ineludible de comunicarse con alguien.
Por eso elige a su vecino.
Le escuchará un monólogo interminable referido a la fatalidad del artista, la rapacidad de los comerciantes, la mediocridad de ciertos pintores, la (in) trascendencia de su obra.
Llorará como un niño y tendrá que consolarlo, pues él espera que así sea, tendrá que beber y fumar a su lado.
Escuchar sus sermones referentes a Dios.
Le invitará a leer a Víctor Hugo, a Zola, a Tolstoy, a Dostoievski, a Guy de Maupassant y a muchos otros.
Luego se irá, cuando amanece, y lo dejará abatido, sin ánimos, sintiéndose un desaliñado irreverente.
Con un poco de inteligencia, descubrirá la falacia.
Van Gogh no es un artista, es un excéntrico, un egocéntrico.
Esta es la definición exacta: un egocéntrico irredimible. Compréndame.
Es una fatalidad sin límites ser el vecino de Van Gogh.
Para no serlo, es preciso seguir su itinerario: si Van Gogh se muda a Londres, vaya a Madagascar.
No es un sitio agradable, pero estará alejado.
Si Van Gogh decide permanecer un tiempo en Bruselas, en París, o en Ámsterdam, viaje a China, a Indonesia, a Japón, a Dresde, o a Pakistán.
Si decide alquilar un hotel, pregunte si Van Gogh está hospedado. De ser positiva la respuesta, alquile otro, no en la misma ciudad, allí no estará seguro.
Si desgraciada o inevitablemente es el vecino de Van Gogh, envíe a su familia (si la tiene) a otra parte.
Un consejo personal: si es el vecino de Van Gogh, evite una familia: esposa, hijos, cuñados, suegros.
Viva solo.
Evite cualquier compromiso social a desarrollarse en su casa: reuniones de trabajo, recepciones de negocio, sobremesas.
Sin previo aviso, Van Gogh aparecerá desnudo o disfrazado de general prusiano, dispuesto a ejecutar a los traidores que allí se reúnen.
Ciertamente podría ejecutar a alguien, y no querrá que sea a su esposa, a su hijo, o a su mejor amigo.
No acceda, bajo ninguna circunstancia, a ser su modelo.
Si es otoño, el invierno puede encontrarle en la misma posición.
Si es el vecino de Van Gogh, descubrirá una noción circular del tiempo, pequeñas aberraciones comenzarán a atacarlo.
Quizás sea una hipótesis, salga desnudo a la calle, o ataque con una navaja a Gauguin.
Luego, puede perder una oreja, tocarle la puerta a su vecino y entregársela como un obsequio inigualable, mientras la sangre va cubriendo su cuerpo, hasta desfallecer.
«Físicamente estoy bien; la herida se cierra muy bien y la
gran pérdida de sangre se equilibra...»
Si es el vecino de Van Gogh, envidiará la cárcel: sus horarios ajustados, su tranquilidad inherente, y la seguridad de compartir entre muchos una pena común.
Si persisto, no es por celos, por envidia, o por una sed intrínseca de venganza.
Me inspira cierto grado de altruismo, de entrega al prójimo amparado en mis enseñanzas cristianas.
Después de todo, es libre de elegir.
Aquí está su dirección:
Restaurant Carrel, 30, Rue Cavalerie, Arlés.
(Departamento de las Bocas del Ródano)
Para cuando llegue, no me encontrará.
Lo he intentado.
Pero no puedo.
No quiero ser el vecino de Vincent Van Gogh.
En cambio usted es un sadomasoquista.
Tengo la absoluta certeza: es un sadomasoquista.
Solo alguien así querría ser el vecino de Van Gogh.
Alguien tan enajenado, tan loco, tan esquizofrénico, tan perturbado, tan extraño, podrá ser un perfecto vecino para Vincent Van Gogh.
Él lo necesita.
Yo no.
Me marcho.
En la noche no estaré aquí.
Es una pena.
Amo la ciudad.
Arlés era apacible.
Hoy parece el peor barrio de París.
Dejé la llave con el mesero.
Se llama Philipe.
Al llegar, solo diga que es el nuevo vecino de Van Gogh.
Todos lo abrazarán, tal vez sea el último voluntario.
En próximas semanas, el vecino de Van Gogh merecerá un salario interestatal.
No aspiro a que me entienda.
He perdido las esperanzas.
Groenlandia, o La Tierra del Fuego son lugares apacibles.
Allí me encontrará cuando no lo resista.
PD: Bajo el piso de la cocina permanece cargada una pistola. ¡Úsela!
¡No sea cobarde!
No permita, bajo ninguna circunstancia, que otro se convierta en el vecino de Van Gogh...
El equilibrista
A DIOS PONGO POR TESTIGO
-Relájese, no se mueva y no gesticule. No se preocupe de nada, en breve, en cuanto me avise la alarma, estoy de nuevo con usted. Solo serán unos minutos.
Ella asintió con la cabeza, casi sin respirar.
Permanecía allí, en la quietud de la acogedora habitación, obedientemente inmóvil, bocarriba, con los ojos y los labios cerrados, mientras escuchaba la música de fondo y respiraba el aroma que se desprendía del incensario; ajena a todo, casi dormida, respetándo el procedimiento marcado que la alejaría un poco más de la decrepitud; cumpliendo a rajatabla la técnica que detendría sensiblemente el tiempo, desafiando su corrosivo transcurrir.
Nada podría hacer que se estropease algo -era una mujer de talante obstinado y voluntad férrea- si de ella dependía; todo saldría a la perfección. Los segundos, los minutos, con su cadencia cachazuda, no lograban impacientarla ni lo más mínimo; los escozores, el dolor de espalda y el hormigueo de las piernas, no conseguían menoscabar su ánimo inquebrantable.
Pensaba en grandes mujeres como Isabel La Católica, ella sí que sudó la camiseta; Juana de Arco, antes muerta que traicionar sus ideas; Hipólita, reina del ejército amazónico; o la bella y heroica Judith, cuya determinación salvó a su pueblo de la invasión.
Soñaba con parecerse a ellas, con lograr sobresalir en algo, despuntar, y eso requería pleno dominio de una misma, un físico potente, disposición para el sacrificio y tener muy claros los objetivos a alcanzar.
Envidiaba a aquellas mujeres con ágil inteligencia y natural elegancia que, sin pretenderlo, conseguían recabar todas las miradas al entrar en cualquier lugar, llenándolo con su sola presencia, o atraer la atención de todos los que allí estaban nada más abrir la boca para hablar.
De repente, mientras estaba sumida en estas reflexiones, escuchó un fuerte sonido, un pitido largo, como una sirena clamorosa, lejano, pero que a la vez parecía estar encima de ella. Luego cesó. Pensó que se trataría de la música ambiental y alguna extraña broma de los duendes del sonido, o, seguramente, la alarma, que avisaba de que el tiempo de espera había llegado a su fin.
-Bien -pensó- se me está entumeciendo todo el cuerpo y empiezo a tener frío. ¡No sé por qué se empeñan en poner el aire acondicionado tan fuerte! ¡Si no hace tanto calor!
Prosiguió su espera pacientemente, convencida de que en pocos minutos sonaría la puerta, alguien entraría en la habitación y la liberaría de su voluntaria parálisis.
-Seguramente habré calculado mal el tiempo, estando aquí tumbada, casi dormida, y concentrada en mis pensamientos, no creo que haya sido muy consciente de los minutos que han pasado.
Al instante, otra vez el pitido, al que ella le buscó la explicación de que, probablemente, el anterior se trataría de una alarma referente a otra persona que había empezado antes y era este último el que la concernía a ella. Continuó tumbada relajadamente.
Momentos después, temblores, truenos, como si de la peor tormenta se tratase, pero nada; nada que pudiera hacerla cejar en su empeño ni moverse un solo ápice.
Esperó, esperó y esperó... Y ya, cuando tenía la cara como el cartón, cuando ni la música de fondo sonaba y el silencio lo inundó todo, se levantó de la camilla, se quitó las dos rodajas de pepino que le cubrían los ojos y salió de la habitación. Estaba completamente sola, la gente había dejado abandonadas sus pertenencias, varios teléfonos móviles comenzaron a sonar siniestramente, los cristales estaban resquebrajados o hechos añicos y todo estaba cubierto de un polvo gris, como si hiciera décadas que nadie pasaba el plumero; aquello parecía una película cuyo guión lo hubiera escrito el mismísimo Stephen King.
Al asomarse a la avenida, comprobó con horror que casi todo eran escombros, los edificios estaban derruídos -hasta parecía que se había nublado el sol- y ni un alma transitaba por las callles.
Ni un bombardeo pudo hacer que se echara a perder su mascarilla hidratante de aceites esenciales.
La Gárgola Almada
EL MISTERIO DE LA CUARTA PUERTA
La mañana del 10 de diciembre en la ciudad de Texas, lugar donde ocurren sucesos inexplicables, sucedió algo que altero la vida ordenada de Steve, el es un adolescente de 16 años, muy divertido, siempre bromista y alegre, pero esto era solo una mascara ya que debajo de ella se encontraba a una persona triste y desolada pues estaba pasando un momento muy dificil en su vida la separación de sus padres, el nunca pudo superar el engaño de su padre y por eso lo odio, guardándole un profundo rencor, por ese motivo decidió vivir con su madre y alejarse de quien le hizo tanto daño . Esa mañana Steve se levanta temprano con el fin de cumplir con la orden de su madre de cerrar la puerta principal ya que esta debía ir a trabajar. Después de cumplir con la petición de su madre, comienza a escuchar ruidos, era un sonido tan inquietante que asustaría a cualquier persona. Steve estaba muy nervioso, miraba a todas las direcciones pero no encontraba la fuente de esos ruidos, hasta que de repente se escucha que una de las puertas del segundo piso se cierra con mucha fuerza, el perturbado decide subir para ver que era lo que estaba sucediendo, para su sorpresa observa que algo estaba mal había cuatro puertas y el sabia muy bien que solo existían tres en ese pasillo. La primera sensación que lo invadió fue el miedo, luego incertidumbre, curiosidad, pero todo llevaba a la primera sensación, no sabia que hacer, miles de preguntas surgieron en su cabeza ¿Cómo? ¿Por qué?, pero no encontraba respuesta alguna.
Luego de tanto pensar, tomo la decisión de ver que era lo que había atrás de esa puerta, ya no podía más con la sensación de curiosidad. Steve se acerca a la puerta, y la abre, cuando esta dentro de la habitación observa que había una ventana, una mesita de luz y un espejo. Este no entendía nada, pero lo que hizo fue aproximarse a la ventana, al llegar a ella ve un paisaje muy lindo, una casa parecida a la de el, eso fue algo que lo sorprendió demasiado, de repente escucha un ruido como que algo había caído al suelo, al dar la vuelta observa un portarretrato sobre el piso de madera, lo levanta y lo acomoda en la mesita de luz, pero para su sorpresa este vuelve a caer al suelo, regresa a recogerlo y ve una foto que lo dejo sin aliento era la imagen de su padre. El no entendía absolutamente nada, ¿porque esa foto en ese cuarto? fue una de las preguntas que lo confundió. Steve no podía sacar los ojos de esa foto había algo que no lo dejaba un sentimiento muy fuerte que lo impedía, de repente una lagrima cayo de sus ojos y por mas que intento no pudo impedir llorar.
Después de unos minutos seco sus ojos y dijo:
- el no se merece ni una lagrima mía.
La bronca y el desprecio lo invadieron, necesitaba hacerse el fuerte y recordar todo lo que había pasado pero por dentro deseaba abrazarlo y volver a verlo. Steve deja la foto sobre la mesita y decide salir de ese cuarto para llamar a su madre y decirle todo lo que había sucedido, pero no pudo la puerta estaba trabada, la desesperación lo irrumpió y empezó a patear la puerta para ver si lograba abrirla pero nada esta seguía cerrada, desorientado y perturbado se deja caer sobre el suelo.
De repente escucha una voz que decía:
- acércate al espejo.
Steve llega a el repitiendo una y otra vez:
- ¿que quieres de mi?
- Mira y veras. Le dijo la voz
- ¿Qué tengo que ver?
Steve comienza a ver distintas secuencias de su vida en el espejo. Una de ella fue cuando dijo su primera palabra que fue "papá", cuando jugaba a la pelota con el, las veces que le contaba un cuanto antes de dormir y las veces que este le dijo: "te amo hijo". Steve quebró en llanto y grito:
- basta, porque me haces esto
- encuentra la palabra que no has dicho aun y sálvate sino no podrás vivir en paz. Respondió la voz en el espejo.
Steve arroja sobre el la mesita de luz, ya no podía mas la angustia y el dolor podían mas que nada.
De pronto una luz muy brillante comenzó a desprenderse de la ventana y lo encandilo, se acerca a ella y a parece en un parque. El intentó entender que era lo que estaba sucediendo pero no lo logro, grito una y otra vez pidiendo auxilio, pregunto más de una vez ¿donde estaba? ¿Qué había pasado? ¿Qué querían de el? Pero nada, no encontraba respuesta alguna. Comenzó a caminar sin rumbo, hasta que encontró una casa esa fue su primera impresión pero después se dio cuenta que no era una casa sino un hospital, por consiguiente decide entrar al hospital aunque no le agradaban demasiado.
Al ingresar al mismo, observa que no había nadie, estaba todo desolado. Comenzó a recorrer cada sector, gritando:
- ¿hola, hay alguien?
Pero nadie respondía. Repentinamente ve un cartel que decía: "habitación 4", da unos pasos más y observa otro anuncio que decía lo mismo. Inmediatamente concluye a ir a esa habitación, recorre más de un pasillo hasta que llega a su destino. Steve observa una y otra vez la placa con el número 4, inquieto se pregunta:
- ¿Por qué el numero 4? ¿Habitación numero 4, puerta que aparece en mi casa con el mismo número? ¿Qué esta pasando?
El miedo y los interrogantes lo invadieron pero no se dejo vencer por eso, en consecuencia abre la puerta y observa una camilla, y sobre ella se encontraba una persona. Se acerco a la misma diciendo:
- Hola, necesito que me ayudes. Afirmo.
Pero para su sorpresa al terminar de decir esas palabras distingue que la persona que estaba en esa camilla era su padre, el no sabia que hacer, se puso nervioso y triste al verlo en esa situación, su padre estaba con los ojos abiertos y a penas podía hablar, pero no impidió que hablara con su hijo.
- hijo mió, siempre te he amado y me has importado pero cada vez que he querido acercarme a ti no he podido, no me has dejado, lo intente una y otra vez cada día te llamaba y no me atendías, te iba a ver y me rechazabas, se que he cometido un error grande que fue arruinar la familia y fui pagando por eso el peor castigo fue no tenerte cerca. Pero yo soy el culpable de que me trates así y me lo merezco, porque se que te hice sufrir.
Steve quedo anonadado por las palabras de su padre, y a su vez triste porque no podía hacer nada para salvarlo, que había dejado pasar el tiempo, que su odio no lo dejo sentir lo que el corazón le pedía a gritos que era el perdón y una segunda oportunidad. Lo primero que dijo:
- padre perdóname, te he amado toda mi vida pero el odio y la bronca me impidieron decirte cuando te amo, que te he necesitado demasiado, que cada noche esperaba a que regresaras a darme un beso. Se que en parte fue mi culpa porque cada vez que venias a verme, que me llamabas te rechazaba, pero por dentro me moría por abrazarte y decirte mil veces que te quería.
Después de abrir su corazón, Steve se sintió mas tranquilo y abrazo a su padre, y dijo:
- DIOS perdóname por haber sido tan testarudo, por no aprovechar las oportunidades que se me presentaron para estar bien con mi papa, por la ira que me invadió y sobre todo por no saber perdonar, quisiera volver el tiempo atrás, quisiera que no se muriera.
De repente después de un abrir y cerrar de ojos Steve apareció acostado en la cama de su habitación, no entendía nada, sube corriendo las escaleras para ver cuantas puertas estaban, pero solo había tres, cada vez entendía menos, pensó que solo había sido un sueño, pero al borde de una de las puertas encuentra un papel que decía: "habitación numero 4", en consecuencia baja las escaleras rápidamente y llama por teléfono a su padre para arreglar un encuentro y así fue por primera vez Steve se iba a encontrar con su papa. Luego de unas horas la madre de Steve regresa a su casa y se entera de todo lo que había sucedido, su cara cambio de color, no entendió mucho le pareció algo fantástico y raro para ser real. Pero lo que mas le ocasiono asombro fue la decisión de Steve de volver a ver a su padre. Eso la puso muy feliz, pero a la vez seguía sin entender nada.
Luego de unos días Steve se entera de que su padre estaba atravesando por un momento muy dificil estaba muy enfermo y le quedaban pocos meses de vida.
Bela
ERROR HUMANO, CALAMIDAD SEGURA
A pesar que la juventud que esta sobre pujante en tantos seres, percibo en ellos el desanimo del viejo que en su carrera ve las cosas decender. Párese una contradicción pero es lo que me ocurre cada ves que miro al mundo sin conciencia ni destino seguro, pareciera que todo ocurre sin un propósito perdurable. Es todo un correr tras el viento, como menciono un famoso Salmista. O talvez es un correr tras lo incierto, tras la mera ilusión del deseo vehemente de cada uno de ellos que quiere alcanzar sus quimeras y no logran siquiera identificarlas. Párese que el día se nublara constantemente ante sus ojos, pues el sol se esta oscureciendo y borrando detrás de una densa nube negra que amenaza con cubrir la claridad permanente que el día tiene en sus organismos lozanos. Aunque parezca extraño, la vida por ocupada que la tengan suele detenerlos para que se cuestionen: ¿con que propósito busco lo que sé donde esta y lo que no e perdido? cuando piensan en ello pueden reflexionar que talvez con menos trabajo y menos dificultad hubiesen resuelto lo que les ocupa con tanto afán, o desvela o enfada, si lo hubieran hecho desde un principio como nos lo recomendaron, nos lo advirtieron o instintivamente lo quisimos hacer. Cuanta energía podrían haber ocupado en ser felices. Claro esta que no aprendemos antes de equivocarnos. Por eso ustedes que me escuchan permítase aconsejar, que no les pase como a todos que tenemos siempre algo que lamentar, o tristemente reprocharnos cuando no hay mas que alegar. Es el destino del hombre imperfecto tropezar sin poder dirigir su propio caminar, y también tiene culpa la ignorancia con la que enfrentamos nuestro aprender sin querer dejarse dirigir.
José Víctor Ferrada
EN POCOS SEGUNDOS
Luis entregó su examen escrito. Había tenido poco más de una hora para contestar aquel cuestionario que le podía permitir cambiar de vida si llegaba a aprobarlo en esta ocasión. Llevaba preparándolo varios años y no era la primera vez que se presentaba, ya lo había hecho con anterioridad en otras ocasiones y siempre suspendía; había muchos competidores y muy pocas plazas para cubrir.
Era un futuro incierto el que se dibujaba en su horizonte. Su vida siempre había estado marcada por la adversidad y la mala fortuna; resultaba tan insatisfactoria que se sumía en un profundo pozo del que tardaba días en salir. Sabía que después del examen volvería a sufrir esa muda y lenta agonía del que espera un resultado, una nota. ¿Y si volvía a suspender? ¿Y si seguía ocupando la plaza de opositor eterno?
Salió del aula cabizbajo . Oía a su alrededor los comentarios de otros opositores sobre las respuestas: un acierto por aquí, dos fallos por allá...No se dignó a hablar con nadie, aunque muchos de los allí presentes intentaron acercarse a compartir esta última experiencia, habían coincidido en otras ocasiones en estos procesos inquisitoriales y era normal relajarse con los comentarios más variopintos. Pero nada distrajo su atención y tomó rumbo hacia la parada del autobús más cercano para regresar de nuevo a su pequeño apartamento de cuarenta metros cuadrados en las afueras de la capital.
Era un hermoso día de primavera y para esta ocasión no había escogido un vestuario en consonancia con la temperatura ambiental, el jersey de cuello vuelto le sofocaba con los primeros rayos de luz que se pegaron a su cuerpo nada más salir de aquel edificio. Un sudor espeso recorría sus espaldas y se asomaba por entre las ranuras de las patillas mostrando su profundo malestar. Se secaba de vez en cuando y, conforme avanzaba en su camino, más agobiante era el calor que se asía a su cuerpo como piedra al cemento.
Tomó el autobús y se sentó junto a la ventanilla, se vio reflejado en el cristal del vehículo sobre el fondo oscuro de los edificios exteriores, su imagen se mostraba distorsionada por una pequeña concavidad del vidrio: era él, el reflejo de un fantasma que comía, andaba, estudiaba, pero que sólo era eso, un fantasma.
El autocar estaba prácticamente vacío, era horario laboral y sólo unos pocos, los parados como él, circulaban por este trayecto. Sólo algunos tenían la desdicha de tener todas las horas del día para sentarse a contemplar desde esa ventanilla el mundo exterior, sonámbulo, impasible y anodino. Tenía todas las horas del mundo para una vida contemplativa y meditativa que no deseaba. Desde ese ángulo se quedó contemplando el puente que cortaba en forma de espada ondulada el tramo del río Guadalquivir a su paso por Córdoba. Siempre había disfrutado de aquella estampa, su trazo firme, sus piedras amarillentas recién restauradas le daban a la imagen un aire señorial. Se bajó cerca de allí, lo más cerca posible para poder dirigir sus pasos hacia el río.
Andaba sobre el puente y sentía su cuerpo pesado, como si llevara pegado bajo sí las enormes rocas que soportaban el peso de aquel majestuoso acueducto medieval. Sus pies estaban pegados al piso del suelo y cada movimiento se hacía lento y aparatoso, como los primeros pasos de un niño que rompe a andar con el miedo al vacío que pasa por delante de él. El paisaje era espectacular: edificios medievales en su entorno que mostraban su grandeza; y el río, que desbordado en su caudal por las recientes y cuantiosas precipitaciones escupía espuma de su boca a borbotones, como si Vulcano hubiera encendido las llamas bajo sus pies. Objetos variados corrían siguiendo su curso como si de una carrera de fondo se tratara.
Era un día de primavera, un día de primavera cualquiera y se dijo para sí, "Seré breve". Tomó impulso sobre sus piernas, se apoyo en sus brazos para coger fuerzas; Saltó de un solo golpe, sin dudas ni contemplaciones, y cayó en espacio de pocos segundos sin que apenas nadie pudiera contemplar aquel espectáculo. Su cuerpo caía como lanza sobre aquellas aguas mareadas y enfangadas por el brusco movimiento de su trayectoria. Las fuertes corrientes llevaron su cuerpo a las profundidades mientras en la superficie pequeñas burbujas sobre aquel inmenso caudal anunciaban su descenso hacia la muerte.
Patronio
LA MUJER DEL BIKINI NEGRO
El monte se dibujaba imponente allí mismo, ocupando la mayor parte de la superficie del horizonte visto. Si uno estirara sus manos, tendría la impresión de poder tocarlo, de poder acariciar suavemente aquellas laderas verdes, pero esto, sólo era una ilusión óptica ya que, aunque ciertamente estaba cerca, aún le separaba una considerable distancia, acrecentada por el río que había que sortear para llegar a los campos que rodeaban su base.
Alrededor todo era ruido. El verano, como siempre, traía a aquella piscina el desorden de la gente, el olor a bronceador, la algarabía de los pequeños. Chapoteos y voces se mezclaban por igual. El sol brillaba implacable, expandiendo sus rayos en aquel cielo azul de Agosto. Gafas de sol, cuerpos tostados, refrescos, helados... La vida debiera ser como un helado dulce y fresco que uno pudiera devorar a su propio antojo, lentamente dejándolo deshacerse contra el paladar de la boca o sorbiéndolo ávidamente. La vida debiera ser muchas cosas, pero a veces no era más que ese mismo helado derretido, que el sol termina por consumir sin que nadie pueda aprovecharse de su sabor, de su frescor. La vida, en la mayoría de las ocasiones, era una mera ilusión óptica como la de ese monte plantado delante de aquellas instalaciones veraniegas; algo tan cercano, tan al alcance de la mano, pero sólo aparentemente.
Existía también en aquella tarde una felicidad líquida que parecía mezclarse con el agua azul donde los acalorados bañistas trataban de disipar sus calores. Un tipo de felicidad colectiva que parece repartirse por igual cuando un considerable número de personas realizan la misma lúdica actividad.
La mujer del bikini negro se solazaba en sus pensamientos tras los cristales oscuros de sus gafas de sol. Felicidad... pensaba precisamente en ello, pero en esa otra felicidad más íntima, la que aguarda en el espacio de una caricia, en la intensidad de una mirada. Era excesiva para la vista aquella profusión de cuerpos al sol en las toallas, paseando por el césped y con cabezas emergentes en el recuadro de la piscina. La vista no atinaba donde posarse. Contempló largamente el cuerpo musculado y aún prácticamente imberbe de un adolescente, y obscenamente se deleitó pensando en lo que sería cabalgar sobre aquel muchacho; pero no, no era ya tiempo de ejercer de maestra de ceremonias. Estaba cansada, se sentía cansada hasta para eso. Era mejor abandonarse, había llegado el tiempo de dejarse hacer sin oponer resistencia y lo que realmente le gustaba ahora, eran los hombres maduros, con un pecho de vello ensortijado en el que poder reposar su cabeza burbujeante de pensamientos.
La mujer del bikini negro enciende un cigarrillo parsimoniosamente. Sus labios se fruncen formando arruguillas alrededor del rubio filtro, un anticipo de la edad que inexorablemente va cercenando la juventud cada vez más lejana. Aspira con deleite y exhala el humo en blancas volutas que se deshacen en la caliente tarde. La vida se apura, se succiona como ese cigarrillo, pero como su humo, termina por desvanecerse, por difuminarse, por convertirse en nada.
Apaga el cigarro y se levanta, un mohín de cansancio, aburrimiento o mero desdén asoma en su semblante. Se detiene un momento a mirar a una joven madre con una pequeña niña de la mano. Hace mucho tiempo, aunque no tanto, a pesar de que a ella en ese momento le parezca toda una vida, ella también fue una joven madre, ¿feliz entonces? Tal vez, no en vano era más ignorante y la ignorancia es un salvoconducto para ser feliz. Ahora, la maternidad, es como un bocado cargado de sabor que ya se ha consumido, que habiéndose tragado y digerido, aún conserva restos de su sabor entre los dientes. Su hijo ahora está en su propio camino, inmerso en sus propios descubrimientos, y en eso, ella no tiene ni quiere tener cabida ya.
La vida es un instante, un flash en el que el ayer y el hoy se entrecruzan, se funden de tal manera que el tiempo pierde su medida, porque muchas de las cosas que se vivieron ayer, parece que sucedieron apenas hace un instante. La mujer del bikini negro se desliza en el bucle del tiempo de sus recuerdos, anclada no obstante a todo lo que este presente pueda ofrecerle, de momento esto: una cálida y brillante tarde de piscina.
Las ramas de un sauce son movidas por la brisa y una lluvia de hojas desciende lentamente hasta el suelo. El verano languidece ya, como la tarde. Tal como languidecen también los sueños de la mujer del bikini negro, porque por mucho que a veces pretenda creer que aún no es tarde, que aún hay tiempo, sus etapas ya están cumplidas, vividas. Ahora le queda buscar en los cielos de las cuartas, de las quintas, de las ya innumerables esperanzas.
Arroja la colilla consumida a una papelera. Ella misma a veces ha llegado a sentirse así, llena de papeles inútiles y ajados, como ese mismo recipiente que observa. Sonríe cansadamente, pero aún así uno puede llegar a imaginar sin mucho esfuerzo, los restos de una gran belleza pasada. Recoge su toalla, echando un último vistazo a la piscina. Camina impulsada por sus esbeltas piernas en las que la celulitis es evidente. Camina hacia su casa, hacia otro nuevo día, hacia otro nuevo tiempo. Atrás queda la piscina, por delante su vida y entre ambas, recortada su silueta contra el alto monte, la mujer del bikini negro.
Antonia Grandes
CAVIDADES
En el caserón umbrío y descascarado de don Humberto Jilena, que fue el médico más rico y más gordo que hubo en Poblalánguida, la siesta estaba prescrita incluso para los sirvientes, quienes se veían obligados por ello a dejar de conspirar en la cocina contra la obesidad del amo y la cómica desmemoria de la señora, momento que aprove-chaba la nieta de don Humberto, Loyola, la Jilenilla, para desobede-cer los consejos del médico y auscultar en la consulta de su abuelo los pensamientos de Chalín, el mozo encargado de cantarle flamenco al mayor tesoro del paciente jardín botánico del doctor Jilena, su mag-nolio, a fin de que viviese feliz, hermoso, profuso y aromático. Chalín, a quien el médico había rescatado de un amo panadero y zurrador tras haber escuchado su cante una noche por la ventana de un sótano tahona, pronto se enamoró del magnolio, al que cantaba al menos veinte veces al día, y de Loyola, la Jilenilla, por la que aquel verano abandonó al magnolio precisamente cuando más necesitado de fla-menco se hallaba el árbol para sobrellevar las tórridas horas, y se tendía en cueros completos en la camilla a instancias de la muchacha, quien le auscultaba los pensamientos y trataba de diagnosticarle si eran de amor o de sufrir o de qué eran. «Ay, no, Chalín, no; lo que estás imaginando no puede ser», susurraba la Jilenilla al tiempo que apretaba el diafragma del fonendoscopio contra la frente de Chalín y le sonreía como una impúber adúltera de diecisiete años flacuchos y hermosos, de flaca de ciudad y de las jesuitinas. «¿Por qué no estás tranquilo? ¿Por qué te crece eso? ¿Por qué no piensas en lo que tienes que pensar, Chalín, por qué?», decía con mucha clínica en la voz y desviaba Loyola sus ojos de agua hacia los visillos encendidos de la ventana de la consulta, escuchando con atención mientras el mozo que le cantaba flamenco al magnolio de su abuelo le alcanzaba con la vista la carne esculpida de su tetilla cónica por el escote ahuecado de la blusa medio morisca y pensaba que el pezón rosa y pequeño de la nieta de don Humberto podría llegar a humear —como humeaban las hojas de periódico que él se entretenía en achicharrar con la lupa buena que le regaló el médico— si continuaba mirándolo de esa ma-nera, hasta que caía en la cuenta el muchacho de que la Jilenilla le estaba escuchando los pensamientos y entonces se ponía a pensar en otra cosa: en que el magnolio estaba solo, sin cante, en que su madre se iba a morir por la tos que tenía, en que se avecinaba una guerra. «Calla, calla, Chalín, deja el magnolio, al magnolio no le va a pasar nada, a tu madre tampoco, y lo otro son habladurías de los periódi-cos, tú no hagas caso». Pero Chalín no había abierto la boca, como tampoco la abría cuando Loyola se reía de él a causa del círculo que el estetoscopio dejaba impreso en su frente, ni cuando la nieta de don Humberto Jilena se subía a la camilla y, a horcajadas sobre su cuer-po, procedía a auscultarle los sentires de las cavidades del pecho, cen-tímetro a centímetro, meciéndose ella al mismo compás que le indi-caba la sangre latida que le oía al muchacho a través de los tubos me-tálicos del instrumento.
Lorenza Yema
ROPA SECA
Qué es lo que ha pasado que hemos vuelto a ponernos la ropa y a pasar frío, que en cualquier caso abriga menos que la piel ajena, lo sintético de la modernidad, yo que siempre he estado en contra del uso de pieles, exceptuando tu caso. Quizás tengas otro sitio en el que secar la ropa mojada, calentarte un tazón de chocolate o mirar a los ojos. Yo no tengo chimenea ni chocolate, en cualquier caso. ¿Tú no, Erizo? Y cada vez más frío y lana, y punto, plumas.
Ayer te quitaste la chaqueta cuando viniste de visita, pero últimamente no es lo habitual. La costumbre de que me casa sea fría, pero desde hace casi un año enciendo la calefacción cuando vienes, y el resto del día está apagada, aunque también últimamente echo un poco de leña al fuego, solo un poco, si vienen según qué visitas. Te quitaste la chaqueta y tenías la ropa seca. Ya no te pesa, ¿O la secaste antes de venir por cinco centavos en el Brooklyn de los sesenta('s) (qué préstamo)? O en otro sitio, no necesariamente una lavandería. No lo dices, callas y ropa seca.
Ya sabes que el desnudo siempre me ha sentado bien. Estoy más guapa con piel y nada, te digo.
Y a ti también, joder. Ese jersey marrón que te pones para salir a la calle deja que te diga que es horrible.
Y eso, Erizo, que antes íbamos sin ropa y tenía meno frío (me gusta pensar que tú también) y nos mirábamos más a menudo.
Quizás hoy me encuentres sin ropa en el sofá. (De todas maneras, aún tengo ropa tuya y mía en el armario por si quieres volver a salir, que es Invierno fuera, aunque ya sabes que si te vienes en mi casa suele ser verano; aunque ya te dije que deberíamos vivir juntos, que la ropa que llevas te está pequeña porque te la hicieron en ese gran Edificio de detrás de la avenida, no intentes engañarme diciendo que siempre la has llevado así, sé que una vez llevaste trajes a medida, y la ropa que tienes a medio hacer entre tú y yo te sienta mejor y no tiene ese asqueroso tono gris, que apaga el calor de la chimenea, que ardería bien sobre madera y estarías más caliente.)
Mae Maroto
ALGO BOSTEZA
La primera persona inteligente que conocí era Alberto, mi tío. Los domingos mis padres me llevaban a su casa para ellos poder irse al bingo de la iglesia. Eran días interminables donde él no hacia más que leer un libro, mientras a mí me enviaba a que pasee por el estúpido jardín. Recuerdo las bugambilias y sus sombras, la de las 3, la de las 3 y 15, la de las 12 en punto. El rincón donde meaba el gato y ese penetrante olor a espárragos. El verde del césped, el amarillo de las margaritas, el rojo de las rosas, el verde del arbusto, el marrón de la tierra y las hormigas. Sobre todo las hormigas, insectos implacables, insectos inagotables, insectos insoportables.
Al cabo de media hora regresaba donde mi tío y le decía: "¿Puedo ver tele?". Y él con el dedo índice me instaba a callar hasta que hubiese terminado de leer la página. Luego levantaba la cabeza y me decía : Burgués! Alma de gorrino, poco poeta, igualito a tu padre. A mí no me molestaba parecerme a mi padre, era rapidísimo corriendo, y ademas cuando ganaba al bingo nos traía pollo a la brasa y me dejaba ver toda la tele que quisiese.
Que remedio, me tocaba volver al jardín. Pero algo compartíamos, pues mientras yo bostezaba ante la hermética belleza del ficus él cabeceaba al unísono de aquellas interminables oraciones de Proust.
"Así, durante dos veranos, en el calor de jardín de Combray sentí, motivabada por el libro que entonces leía la nostalgia de un pais montañoso y fluviátil, en donde habrían muchas aserrerías, y en donde pedazos de madera irán pudriéndose, cubiertos de manojos de berros, en el fondo del agua trasparente; y no lejos de allí, trepaban por los muros de poca altura racimos de flores rojizas y moradas."
Marcel proust.
Marti Sipos
EL BICHO DE LAS PIERNAS
Ahí estaba yo, sentado en un sofá, en una casa desconocida, borracho como un perro. Enfrente mío estaba ella, o mejor dicho lo poco que podía ver de ella, un poco de la cabeza, un hombro de vez en cuando, y una fabulosa pierna que asomaba. El resto lo tapaba un lienzo enorme con su caballete a juego.
Aquella noche había salido con unos cuantos amigos, de toda la vida. Nos emborrachamos, hablamos, criticaron a sus novias. Vamos lo de siempre. El resto está un poco borroso. Se me separe de ellos, siempre lo hago; me canso de la conversación banal y me largo a mi aire. Soy incapaz de aguantar a las mismas personas más de tres horas. Luego entré en un bar y pedí una cerveza; necesitaba estar solo. Era un bar de mala muerte, lleno de vejestorios borrachos apoyados en las mesas y en la barra. Uno de esos en los que el humo de los puros inunda el ambiente y el suelo esta pegajoso. Pero este bar tiene algo distinto; al otro lado de la barra hay una camarera realmente bonita. Una chica de pelo rubio y liso, con la cara afilada y ojos verdes. Durante un rato la veo caminar arriba y abajo de la barra; veo sus pechos deslizarse por encima de los vasos sucios y de las botellas vacías. Aun no se que lo mejor de su cuerpo aun esta por llegar.
-¿Que tal estas guapo? -La voz de la camarera me sorprende. Por un momento me giro y miro a mi alrededor pensando que le habla a otra persona; pero estoy rodeado solo por vejetes.
-¿Te pongo otra cerveza? -Me dice con una risita.
Empezamos a hablar; me contó que solo trabajaba en ese bar de mala muerte, así lo definió, porque le daba la posibilidad de pintar. Yo le dije que me gustaría ver sus cuadros alguna vez. Cuando cerró el local me invitó a su casa; quería enseñarme sus pinturas. Accedí a ir con ella. El resto de la conversación debió ir bien porque lo siguiente que recuerdo es estar sentado en el sofá y por alguna extraña razón ella me está pintando. Tenía una cerveza en la mano y sonreía como un idiota. Cuando me dí cuenta de la cara que debía estar poniendo relaje los labios de inmediato.
-Así esta mejor. Ahora si pudieses dejar de moverte seria la ostia.
Dejé la cerveza en el suelo después de dar el último trago y me quede quieto; convertido en piedra, casi sin pestañear.
-Relájate hombre. Estas tenso, y así no puedo retratarte; estas borroso. ¿Cuéntame porque entraste en el bar solo?
Le hice caso; me acomode en el sofá lo mejor que pude y empecé a hablar.
-Fui porque soy un asocial que no aguanta a la gente.
-A mi no me pareces un asocial; simplemente es que no has encontrado aun a la gente apropiada.
-Puede ser. Había salido con mis colegas, con los que llevo desde que era un enano. Pero como siempre me parece que su charla esta vacía y me canso.
-Eso lo puedo entender, a mi también me pasa.
-Pues yo no lo entiendo. Daría un brazo por cada uno de ellos; daría hasta que no quedase de mi más que la cabeza. Y aun así no puedo aguantar con ellos más de tres horas. Luego me voy con la sensación de que la gente es idiota.
-Eso no es verdad. -Dice ella.
-¿Como que no? A la gente le importa más el futbol, la ropa y las zorras que salen por la tele que cualquier otra cosa. Si me acerco a una tía y le pregunto cual es el último libro que a leído o si ha visto alguna buena película me mira con cara de loca. En cambio si un amigo mío le dice que conoce al futbolista fulanito la tía pierde las bragas por irse con él.
-Ya, eso es verdad. Hace nada me fui con unas amigas a Madrid de escapada de fin de semana. Lo primero que hicieron nada más bajar del tren fue ir a un Zara. Como si no hubiesen Zaras en Valencia. Como si todas las tiendas no tuviesen la misma **** ropa. Así que las mandé, educadamente, a tomar por culo y me fui al Prado.
Me quedé en silencio observándola; imaginándomela a través del lienzo. Reconstruyendo su cuerpo empezando por la pierna perfecta que asoma por la derecha del caballete. Una muslo firme y torneado; de músculos elásticos y bien definidos. Una pierna salpicada aquí y allá con restos de pintura y coronado por un píe que se mueve marcando el ritmo a una música inexistente.
Miro esa pierna fijamente y derepente cambia el peso de una pierna a la otra y su gemela hace su aparición por el lado contrario del lienzo. Aquí y allí aparecen formas redondeadas que captan mi atención. Es como una mujer por piezas que yo tengo que encajar con paciencia y cuidado intentando que el resultado final se lo más perfecto posible. Como una de esas colecciones que venden en los quioscos. "Mujeres de colección ya disponible; con la primera entrega una pierna y de regalo un juego de uñas. ¡Compre ya Mujeres de colección! la primera entrega por solo dos con noventa y cinco".
Después de un rato mirando me dí cuenta de que debía parecer un perturbado mental. Así que elevé la vista hasta que dí con su cara. Sus ojos me miraban fijamente; recorriéndome de arriba abajo. Achinaba los ojos como si hubiese algo que no entendiese y luego los abría completamente. Me sentía alagado de tener esos dos focos verdosos fijados en mi, alagado y un poco incomodo.
Miré la habitación a mi alrededor. Era pequeña, sus cuadros descansaban contra las paredes y apilados en el suelo de la habitación. Los únicos mueble eran el sofá, una pequeña mesa que servia a la vez de soporte para la tele y el omnipresente caballete que dominaba la habitación situándose justo en el centro. La luz de las farolas de la calle entraba tenuemente a través de las persianas de laminas proyectando una imagen rayada en el suelo. Si seguías esas líneas de luz te llevaban de vuelta a sus piernas donde decidí quedarme.
Ninguno de los dos hablaba. Simplemente nos mirábamos fijamente el uno al otro, nos analizábamos. Ella miraba mi triste figura despachurrada en el sofá y yo los poco retales de su figura que conseguía captar. Sobre todo esa pierna que aparecía y desaparecía como uno de esos espectáculos en los que una pierna enfundada en una media negra hace su aparición desde detrás de una cortina de terciopelo.
Aunque podría haber seguido allí eternamente mi cuerpo no estaba de acuerdo, lo sentía entumecido y tenía unas enormes ganas de orinar. Me esforzaba por no parecer inquieto, por no agitarme en mi asiento; pero ella debió de darse cuenta.
-¿Por qué no hacemos un descanso?
-Me parece perfecto porque tengo que ir al baño.
Mientras caminaba camino del retrete la oí gritarme que en la nevera habían cervezas. Así que meé un chorro totalmente transparente y con olor a alcohol y fui a la cocina. Cuando volví a la habitación ella estaba de pie frente a la ventana. La veía entera; llevaba unos pantaloncitos cortos a cuadros y una camiseta de tirantes blanca. Me quedé en la puerta observando sus hombros, su espalda, su culo, y aquellas increíbles piernas. Sostenía un porro en la mano y la luz del amanecer dibujaba rayas en su piel.
-¿Quieres?- Me dijo alcanzándome el porro. Se lo cambie por una de las dos cervezas que traía.
Bebimos y fumamos en silencio. Ella seguía frente a la ventana, parecía exhausta. Deambulé por el salón hurgando entre los cuadros. Eran bastante buenos, algo distinto, captaban la esencia de las cosas.
Volví a mi posición de estatua en el sofá y ella se coloco de nuevo tras el lienzo. El espectáculo de la mujer por fascículos volvía a empezar.
-Cuéntame algo de ti.
-¿Que hay que contar? trabajo en una oficina de contable; todo el día mirando números. En fin una vida normal. Me levanto pronto y voy a trabajar, vuelvo a casa para comer y otra vez al trabajo. Los fines de semana salgo por la noches y me emborracho todo lo que puedo, y por el día me quedo frente al televisor viendo series.
-No me refería a eso. Lo que en realidad quiero saber es que te mueve. Por decirlo de alguna manera: ¿Que quieres ser? -Me miraba con una enorme sonrisa en la cara.
-Que quiero ser. -Empecé a reírme. -¿Es que acaso tengo diez putos años? Lo que soy es lo que soy y ya esta. Tengo veintinueve; ya no puedo cambiar lo que soy. Todas las elecciones que he tomado en mi vida me han llevado hasta donde estoy hoy; no quedan opciones, no puedo gobernar mi vida, solo me queda dejarme llevar por el camino que he marcado.
-No seas idiota; siempre se puede cambiar. Yo antes trabajaba de diseñadora industrial. Estudié la carrera porque todo el mundo decía que la pintura no da dinero, que estudiar bellas artes es perder cinco años de tu vida. Así que les hice caso; acabé la carrera y entre en una empresa en la que todo el día dibujaba pomos; solo pomos. De puerta, de armario, de cajón, de coches ¡Joder! putos pomos todo el día. Simplemente me harte y lo mande todo a la *****. Mi madre lloraba, mi padre me miraba con desaprobación y mi novio me dejo porque decía que con solo su sueldo no podíamos llegar a fin de mes. Eso me escoció, todos los que deberían haberme apoyado me dieron la espalda. -Hizo una pausa y suspiró- Aun no me has contestado. ¿Que quieres ser?
-Quiero ser escritor. -Las palabras parecían ridículas a medida que salían de mi boca; pero aun así ella sonrió, parecía contenta.
-Eso está muy bien.
-Eso es imposible. No puedo ser escritor solo porque quiero.
-¿Como que no? No es como si quisieras ser fallera mayor de valencia o astronauta. Lo único que necesitas es un ordenador y tiempo; y por lo que se tienes de los dos.
-Creo que no lo entiendes. No puedo ser escritor; todo lo que escribo es una *****.-Por un momento me siento decepcionado con ella. Sigue viviendo en el mundo de fantasía adolescente en el que piensa que puede conseguir lo que quiera.
-Como todo el mundo.- Dice riéndose. -Nadie cree que sus escritos son buenos. Ni siquiera yo pienso que mis cuadros sean buenos. Pero aun así me levanto cada mañana, pinto y empapelo esta **** ciudad con mis cuadros. Me recorro todas las galerías y lo pubs colgando mis cuadros.
-Pero es que tus cuadros son buenos.
-Lo que te pasa es que eres un vago. Quieres levantarte un día y que una editorial llame a tu puerta diciéndote "Voy a publicarte esa novela que no me has enviado ¿Te acuerdas? Si, hombre, esa que ni siquiera has escrito" Despierta, eso no va a pasar.
Volvimos a quedarnos en silencio. Joder tenía razón; lloro por las esquinas pensando que soy diferente, pensando que tengo algo que los demás no tienen ¿Y que hago para demostrarlo? Llevar la misma vida vacía que ellos. Trabajar, salir, beber, follar, buscar pareja, pensar en el futuro, niños, casa, perro, vejez, enfermedad, ataúd. ¿Por qué? ¿Para qué?
Seguí mirándola. Ya no quería a la mujer por piezas; me había cansado de montar el rompecabezas. La quería a ella entera, desnuda, con su piel rosada encima mío.
-Ya esta casi terminado. Quedan algunos retoques, pero ya se los daré mañana.
Me levanté pesadamente del sofá y camine hasta colocarme al lado de ella. Entonces lo vi. Era yo. No me refiero a que era mi retrato, ni a que me pareciese a la pintura. Es que era yo. Todas mis inseguridades, mis problemas, mi tendencia antisocial. Todo estaba allí reflejado. Era fantástico; podía estar siglos mirando ese cuadro, pero decidí no hacerlo. Me giré, la agarré por la cintura. Ella me beso.
-Creí que no ibas a hacerlo.
-Es que a veces soy un poco lento.
Seguí besándola. Mis manos recorrieron sus hombros, su espalda, su culo, y aquellas increíbles piernas.
-Te gustan mucho mis piernas ¿Verdad? No dejabas de mirarlas.
-Me gustan demasiado.
Piezas de nuestra ropa fueron cayendo en el suelo hasta que estuvimos completamente desnudos. Luego ******** en el suelo entre la ropa y los tubos de pintura, bajo la atenta mirada de mi retrato. Era algo así como auto voyeurismo.
El maratón siguió en su cama. Fuimos hasta allí desnudos, parándonos cada dos pasos para meternos mano.
A la mañana siguiente nos duchamos y volvimos a la carga. Acabamos desparramados en la cama con el cuerpo cubierto de sudor.
-Voy ha hacerte el mejor desayuno de tu vida. Soy una experta en preparar cereales con leche y zumo de tetra-brick.
La vi marcharse desnuda por el pasillo. Tenía un culo impresionante. Me levanté y fui al salón a vestirme; mi ropa estaba llena de pintura en el suelo. Me vestí lentamente con los ojos clavados en mi mismo. El cuadro me miraba fijamente como diciendo "Esto es bueno, es más, es cojonudo. Ahora todo va a empezar a ir bien" Me despedí de mi mismo con la mano.
El café humeaba en una taza en la mesa. Le dí un beso y me senté a desayunar. Ella se sentó enfrente mía, aun desnuda. Sus pechos bamboleaban cada vez que se movía; tenía razón, fue el mejor desayuno de mi vida.
-Dentro de nada tengo que ir a trabajar. Me gustaría quedarme contigo toda el día pero hay que ganarse el pan.
-¿A que hora sales?
-A las dos.
-Pues iré allí a las doce. Me parece que me voy a hacer asiduo de tu barra.
Me despedí de ella con un beso, luego de sus piernas y por último de mi mismo y me fui a casa. De camino pensé en el cuadro; en el cambio que toda esta noche había supuesto para mi. Tenía que retratarla igual que ella había hecho. No con pinceles y un lienzo, soy incapaz de hacer una línea recta, sino con palabras. Palabras largas y estilizadas para sus piernas. Cortas y hermosas para sus ojos. Juguetonas para sus dedos. Si, tenía que hacer todo eso. Hacer por ella lo que ella hizo por mí. La diferencia es que ella si que es pintora y yo no soy escritor. De todas formas estaba feliz, caminando por la calle con mi camisa llena de pintura y una sonrisa en la cara. Por primera vez en mucho tiempo era feliz. ¡A ver cuanto me duraba!
Txapis
VIAJE HACIA EL ENSIMISMAMIENTO
PREÁMBULOLa manera de comenzar y terminar esta elaboración, tal vez no sea la más adecuada, la falta de estructuración o la complejidad en la tormenta de ideas que se tambalean entre estas páginas puede hacer difuso el contenido. Pero es que escribir, no es algo racional, es una fuerza inexplicable la que te hace comenzar. Son las ganas de liberar emociones y pensamientos las que te hacen inician la escritura.
El texto intenta hacer reflexionar al lector sobre sus propias vivencias, las ejemplificaciones son sólo las pistas para poder comenzar el camino de la reflexión hacia el autoconocimiento.
Espero que cada palabra, párrafo o idea sea representativo para el lector y le ayude a recordar situaciones semejantes en las que los aprendizajes y emociones expuestos cobren vida propia.
Aunque pueda resultar extraño, el verdadero creador de este ensayo es el propio lector, simplemente marco las directrices desde las que poder proceder. Enmarcando ideas, caminos, aprendizajes y hechos relevantes les llevo hacia sí mismos. Si tuviera que decir un fin último en esta elaboración...sería la de responder a la pregunta ¿_Quién eres tú?
Espero que al realizar la lectura de este relato y sobretodo al completarlo, podáis responderla.
VIAJE AL ENSIMISMAMIENTOCuando hice la maleta de manera apresurada, jamás imaginaba que el viaje iba a ser tan interminable. No era la primera vez que me proponía este destino, muchas veces había intentado organizarlo, lo había hablado con diferentes personas, pero por fin me había atrevido a llegar a un lugar que aunque aparentemente estaba muy cerca, pocos son los que habían conseguido divisar por completo todo su paisaje, recorrer todos sus caminos, oler sus sensaciones y encontrarnos con nosotros mismos a lo largo de esta infinita estancia.
Para poder llegar, decidí optar por el transporte más rápido para llegar hacia allí, el silencio. ¿Por qué? A veces no es cuestión de palabras, dicen. Que con callarse y dejar el silencio fluir es suficiente, para poder expresar todo aquello que es necesario. Evalué el silencio en diversas situaciones y fue capaz de darme paz, tensión, tristeza o alegría según su calidad.
Disfrutar de esos momentos, aunque difícil, se convirtió en un placer para los sentidos. Son aquellos momentos en los que todo parece pararse y el pensamiento se focaliza en una sola sensación. De repente la respiración, las palpitaciones parecen acompasarse y todo se hace mágico.
Sucede en diversas situaciones, una de ellas mientras recordamos. En esos instantes parece que los recuerdos se hacen eternos. Se rompe el silencio, porque en nuestra mente aparecen conversaciones, caras, situaciones inolvidables que se hacen lágrimas.
Caben los interrogantes para cuestionarse, si en un futuro o incluso en este presenta tan ambiguo volverán esos recuerdos y nos harán libres... porque éramos felices.
Recomiendo recordar para ser feliz, mirar atrás porque si indagamos en nuestras vidas existen momentos especiales que tal vez, cuando los estábamos viviendo ni siquiera éramos conscientes de su trascendencia.
Importante es vivir, pero más importante se hace recordar pues sino, ¿De qué sirve vivir etapas buenas en la vida, si no las recuerdas?
Los recuerdos hacen la felicidad eterna, pues extienden en el tiempo de manera infinita momentos en que sonreímos.
Además necesitamos elementos materiales que nos recuerdes esos instantes de bienestar, así nos aferramos al futuro con más seguridad.
Haciendo presente las experiencias pasadas, es como más nos acercamos a como va a ser nuestro destino.
Lamentablemente, olvidamos que el futuro no tiene por qué parecerse al pasado. De todos modos, es adaptativo...para no caer en el pesimismo del presente.
Cabe preguntarse, ¿Por qué todo acaba en el momento más hermoso? Para guardarlo en la memoria como algo positivo y aunque primero nos invada la pena al recordarlo...con el paso del tiempo es reforzante.
Me di cuenta de que los finales engloban mucha más dificultad que los comienzos, ya que mezclan la tristeza del cese de una etapa con la incertidumbre de tener que caminar hacia una nueva.
Silencio, ahora quiero recordar.
Después de suplir con todo el itinerario del silencio me pregunté si tal vez cogiendo un atajo por el mundo de las divagaciones y las creencias sin credencial, podría llegar aún más rápido a mi destino.
Decidí sentarme en el lugar más cómodo y visitado del transporte:
La duda de la existencia. Después de danzar entre mareas de pensamientos errados por las creencias increíbles y por las ciencias de lo inexacto me veo en la obligación de responder a la creación.
¿Cómo se crea la materia?
¿Por qué existe?
¿Por qué desaparece lo que apareció, en el momento menos esperado? ¿ Es lo que es y no otra cosa?
Vi que cuando analizamos la existencia suele invadirnos un profundo enigma enmascarado con ideas tranquilizadoras creadas por generaciones que no resuelven sus conflictos y los depositan en las generaciones siguientes.
Pregunté una y otra vez, explicándome a mi misma que la nada no podía crear la existencia, con lo cual debe haber otra dimensión en la que surja la existencia. El ser humano no es eterno, no es tampoco finito, es simplemente transformación indefinida.
Después me planteé la injusticia que suponía el morir de manera aleatoria, sin previo aviso, sin cerrar proyectos, dejando todo empezado y nada sin terminar. Después comprendí que el ser humano al transformarse indefinidamente nunca muere.
Además en la tristeza de la muerte encontramos la esencia de vivir. Nadie es más consciente de lo extraordinario de la vida que la persona que va a morir, da significado a cualquier detalle, gesto o estímulo. La muerte es necesaria para ver lo bello que es vivir. Y necesitamos esa aleatoriedad para vivir más intensamente, "si todo se pudiese dejar para mañana, no lo haría hoy". No saber la duración de nuestra vida, nos hace vivir más intensamente, crear metas y proyectos constantemente.
Además forjar metas y proyectos constantemente y me pregunte ¿Para qué? Cumplen una doble función, a la vez que nos ayudan a vivir, nos ayudan a poner barreras a los pensamientos de muerte. Cuantas más cosas por hacer, más motivación por vivir la antesala de la muerte de manera más activa.
Así nos damos cuenta, de que la vida aunque ilimitada es finita (cómo los espacios cósmicos en los que no hay un vacío absoluto, sino relativo).
De repente, el viajero del asiento de enfrente me dijo: que el invento más valioso era la muerte, porque sin ella no habría vida, ya que simplemente no sabríamos que existe.
Y así asimilé que todo ello da vuelta dentro de la misma figura concéntrica: "las cosas son creadas por su opuesto". Esto es sencillo, por ejemplo, sólo somos capaces de ver lo bello cuando hemos visto la fealdad, sólo disfrutamos plenamente de un objetivo cumplido cuando nos hemos esforzado por conseguirlo, sólo disfrutamos plenamente de una situación cuando hemos sufrido en muchas otras, sólo somos consciente de lo apasionante que es vivir cuando divisamos la muerte.
Para que exista debe haber un contrario que de significado.
Cuando bajé de este transporte me di cuenta de que no había logrado llegar a mi destino, a mi lugar idílico, allí donde me propuse llegar al principio del viaje.
El camino hacia ese lugar, se estaba haciendo más largo de lo que creía, de hecho parecía como si ningún medio de transporte me llevara hacia allí. Después de intentarlo de diversos modos, me di cuenta de que el lugar al que quería llegar tal vez no existía, o tal vez, no se encontraba en la dirección en la que había decidido viajar.
Lo llamaban felicidad, decían que era un estado de completo bienestar físico y psíquico, era un mundo idílico en el que todo era positivo y engendraba la más auténtica paz. Los problemas y las lágrimas, no tenían cabida en ese lugar, todo era perfecto, idílico.
Así, y casi de casualidad, me detuve en un pequeño terreno, situado muy cerca de esa gran ciudad: la felicidad.
Decidí que descansaría un poco allí, hasta intentar llegar de nuevo a la gran ciudad. Aunque no estaba muy motivada por ver ese pequeño espacio, me propuse descansar allí y continuar mi camino hacia la gran ciudad más tarde.
Era un sitio con encanto la verdad, había muchos placeres, pequeñas alegrías, entusiasmo, risas, y sus caminos principales estaban adornados de motivación y espíritu de superación.
Era agradable, algo nostálgico, no era totalmente ideal. Existían problemas, dudas, confusiones, desengaños y sueños rotos, sobretodo en la parte más antigua del lugar.
Después de descansar allí, durante un tiempo decidí empezar una nueva etapa allí. Tenía miedo del futuro y me dije: es un lugar real, no tan apartado como la gran ciudad y aunque no todo es positivo, en general era un sitio hermoso...perfecto para nacer de nuevo.
Me di cuenta de que sus placeres, sus alegrías y demás emociones positivas limitadas y breves en el tiempo, daban en suma algo parecido a la gran ciudad. Aunque no era un estado constante, ni global, ni ilimitado en el tiempo de alegría; era real y accesible, y me permitía no estar viajando constantemente a la espera de transportes hacia ciudades que tal vez ni siquiera existían.
Entonces me dije que el viaje había finalizado por el momento. Cambié mi domicilio allí y permanecí durante un largo período en aquel lugar.
Nunca abandoné la idea de viajar a la gran ciudad aunque me conformaba con desplazarme a las afueras de mi nuevo lugar de residencia y ver a grosso modo la arquitectura de la gran ciudad.
Ahora podía hacerme una idea subjetiva, más o menos acertada de lo que era la gran ciudad. Me gustaba imaginar cómo sería el día a día de sus habitantes.
Cuando necesitaba evadirme, me dedicaba a soñar con la llegada a la gran ciudad...tan hermosa como me imaginaba, quizás más.
Mientras tanto, en mi real y cotidiano lugar de residencia me sentía bien, mantenía el espíritu de lucha, pues no todo era perfecto en términos absolutos y ello me hacía superarme y tener motivaciones día a día para no caer en la infelicidad. Además mis compañeros de viaje, hacían mi estancia allí más cercana a la gran ciudad.
¿Me atrevería algún día a emprender de nuevo
mi viaje a la gran ciudad?
Alcolea
Me alegra mucho saber que el concurso está siendo todo un éxito. No he tenido la oportunidad de leer todos los relatos, pero por lo poco que he visto, creo que el nivel es verdaderamente alto. Es fantástico saber que existe tanto talento ahí fuera, y es fabuloso contar con vuestro apoyo. Seguid así. Un abrazo!!
John_andy, gracias a vosotros por apoyar con vuestro trabajo iniciativas como esta. :friends:
LA HERENCIA
La buena de Dora. La buena y generosa tía Dora. Siempre pendiente de los sobrinos lejanos. Elías levantó el brazo que sostenía la botella de ginebra en un brindis imaginario y unas gotas se derramaron sobre la hierba del parque, cuajándola de rocío.
Se acomodó la gorra, bajándola con ímpetu hasta las cejas grises que ocultaban unos ojillos brillantes. Luego canturreó una melodía acompañándola del entrechocar de las monedas en su palma abierta. Ahí estaba su pasaje a Matallana de Torío. El hogar de la tía Dora. Abandonó el parque y puso rumbo a la estación de trenes.
En el asilo de mendicantes le habían conseguido ropa, le habían afeitado y cortado las uñas, y le habían bañado a conciencia. Sin embargo, él no se había dejado quitar la gorra y mucho menos había permitido que la lavasen.
"¿Sabe usted que su tía mandó buscarle por todos los hospitales, asilos y albergues de Valladolid?", le decía el franciscano mientras le rasuraba. "Es una lástima que su tía no haya podido verle antes de fallecer". Una lágrima resbaló por la mejilla arrugada de Elías y el religioso añadió: "Pero ahí tiene usted, le ha dejado una bonita suma para que pueda vivir con tranquilidad los años que le resten. Es una oportunidad que no debe desaprovechar".
Mientras aguardaba en el andén, Elías palpó de nuevo la botella de ginebra que delataba su figura a un costado del pantalón. En dos horas comenzaría una nueva vida, ¿por qué no tirarla? Pero la botella permaneció en su lugar.
El viaje transcurrió sin incidentes hasta llegar a pueblo y fue en ese momento, mientras Elías parpadeaba para despejar la somnolencia del viaje, cuando vio a un hombre acercarse temerariamente al borde de la vía. Casi al mismo tiempo oyó el pitido del tren anunciando que reemprendía la marcha.
-¡Oiga! –gritó Elías, sobresaltando al hombre y haciéndole retroceder.
El hombre intentó acercarse de nuevo al borde, pero Elías ya estaba a su lado y le sujetaba por el brazo.
-¿Qué hace?
El tren ya se había puesto en marcha y el guardavías les hizo señas a los dos hombres para que se apartasen. Todavía aferrándole por el brazo, Elías se llevó al suicida frustrado a un banco y le ofreció un trago de su botella. El otro aceptó sin vacilar.
-Estoy arruinado –le dijo el hombre, que se presentó como Alfredo-. Perdí mi trabajo hace una semana, pero no he sido capaz de confesárselo a mi mujer. Y los niños, ¿qué dirán los niños?
Alfredo lloraba mientras le contaba a Elías que había decidido venirse a este pueblo, donde no le conocía nadie, para tirarse a las vías del tren y que su familia cobrase el dinero del seguro.
-Hombre, siempre hay una solución –le animó el otro.
Una hora después Elías se subía al tren de regreso a Valladolid, tan pobre como vino. Iba considerando que, si Alfredo y su familia invirtieran bien el dinero de la herencia de la tía Dora, podrían vivir con holgura hasta que Alfredo encontrase un nuevo trabajo o hasta la jubilación.
No le dolía en exceso la pérdida. Había sido un rico heredero sólo por unas horas. Y, al fin y al cabo, la buena y generosa Dora ni siquiera era su tía. Aquella mujer solitaria estaba deseosa de reencontrarse con un familiar ¡Y cuesta tan poco hacer feliz a una persona!
Fénix
COSA DE CUERNOS
Los cuernos es un tema,que desde hace tiempo me viene rondando por la cabeza;he dicho rondando,
no que me adornen la cabeza. Hago esta aclaración,porque en este tema hay mucho equívoco,se pueden dar situaciones absurdas,como la que ocurrió por mi causa.
El caso es,que sin tener nadie que pudiese engañarme (poner los cuernos) en aquella época, mucha gente para referirse a mi diga:Si el calvo de los cuernos. Ustedes pensaran,¿algo habrá?.
Si hubo que un día,se celebraba una asamblea en la que yo,como delegado sindical (entonces se llamaban enlaces) intervine con estas palabras:¡Compañeros,la ocasión la pintan calva!.Entonces yo ya era bastante calvo.
Al pronto salto el gracioso de turno diciendo:Si señor,aquí tenemos a alguien,que no tiene pelos en la lengua ni en la cabeza.
A l oír esto,la gente comenzó a reírse,has que mis compañeros pidiendo silencio consiguieron que se recuperara el orden.
Una vez estaba todo tranquilo (aunque yo no) continué diciendo:¡Compañeros hay que coger los "CUERNOS POR LOS TOROS". Fue acabar de decir esto,y comenzar la gente a reírse de nuevo,pero no solo eso,si no que la gente decía cosas como:
Que lo indulten.
Otros;que lo devuelvan al corral.
Había quién aplaudía.
La mayoría abucheaba.
Algunos hasta sacaron pañuelos.
Todo el mundo riéndose,todos menos yo y otro muy torpe,al que tuvieron que explicárselo para que se enterara. Ante esta situación tuve que irme sin rematar la "faena".
A partir de ese momento y durante bastante tiempo,cuando te encontrabas con alguno de los que habían asistido a la asamblea,te paraban y saludaban,pero no podían evitar hacer
la" bromita" otros apenas si te saludaban y iban directos al cachondeo.. y algunos con muy mala leche.
Los menos inofensivos,que eran los mas conocidos o amigos te saludaban: fulanito,como te va la ganadería,¿te cuadran los cuernos con los toros?.
A estos les contestabas de buen humor y les decía;la verdad es que no me cuadraban,así que aproveché lo de las "vacas locas" para dejarlo.
Otros mas bordes te dicen:De la calva ni te pregunto,ya veo como luce,¿pero de los cuernos que tal?
Con estos tengo menos contemplaciones y las contesto:A ellos me agarro cuando veo algunos,así que andate con cuidado.
Ahora que los mas bordes son aquellos,que sin tener en cuenta que vas acompañado,(y aún mejor si ellos si van acompañados) van y dicen:¿Que tal llevas lo de los cuernos?.
A estos,sin contemplaciones les digo:no tan bien como tu , no se como puedes acostumbrarte y me dirijo a los presentes diciéndoles;la verdad es que lo lleva muy bien.
Aunque hay situaciones peores,como la de un día que fui a unos grandes almacenes. Casualmente allí había dos de los asistentes a aquella asamblea; uno de ellos,(aquel tan torpe),al verme en voz alta y señalando con el dedo,le dijo a su compañero:¡Mira,mira,el calvo de los cuernos!
De pronto todo el mundo mirándonos,especialmente a mi,su acompañante sin saber que
hacer ni decir; yo,rumiando si le embestía o no. En aquel momento pensé;lastima no tener cuernos,que si no,este no se iba a librar de una buena cornada.
Al final me fui hasta el bobo,cogí su cabeza entren mis manos y le dije en voz alta,me alegro,ya veo que desde que te los corté,no te han vuelto a crecer y dicho esto,me fui de la "plaza" sin saludar.
Artemis
REFLEJOS
Despertó con un grito ahogado. Los primeros rayos del sol filtrándose por entre las persianas hacían retroceder sutilmente a las sombras de la noche, que se resguardaban en la penumbra de la casa. La frazada había caído de la cama, pero el frío glacial que recorría su cuerpo iba más allá de la realidad.
El sueño se repetía una y otra vez: se encontraba en un lugar sumido en la negrura, donde el único brillo provenía de un delicado espejo. Un temor indescriptible se apoderaba de su alma y apagaba el brillo de su mirada cuando veía su reflejo... Y despertaba.
Las agujas de su reloj realizaban con absoluta lentitud su danza circular. El tiempo transcurría sin prisa; eso la atosigaba. Una sensación de asfixia atenazaba su corazón al estar allí, en esa cárcel temporaria, encerrada en esas cuatro paredes que conformaban su aula, rodeada de bancos que para ella estaban vacíos o, mejor dicho, ocupados por esos jóvenes engreídos, burlones, ingenuos. En secreto, había comenzado a llamarlos los poseídos, ya que siempre estaban pendientes de los pensamientos ajenos y la sarta de estupideces que conformaban "su monstruo": la estética. El monstruo invisible que atacaba la ciudad, se colaba por la televisión y se abría paso en el espíritu de la gente, apagando su originalidad, convirtiéndola en simples autómatas.
En cambio, ella esgrimía su espada contra las generalidades; se sentía a gusto con los vestidos largos, los chalecos grandes, los guantes cortados. Se convencía de su negativa a esa realidad conformista y de que no necesitaba a ninguno de esos jóvenes, pero una sombra de dudas se filtraba en su ser.
El grito de la profesora la quitó de sus pensamientos. Al parecer, había descubierto que uno de sus alumnos utilizaba su celular, puesto que retaba severamente a un muchacho de la primera fila, sosteniendo un moderno aparato en sus manos. "Las falsas luciérnagas", se dijo Ivana, sin observar la escena. Sólo tenía ojos para aquel chico. Para su cabello negro, su mirada perdida, su rostro sumiso y distante. Esteban. A pesar de no haberle hablado jamás, lo sentía como un gran amigo; se arrepentía de su silenciosa rebeldía y juraba romper su timidez para, algún día, conversar con él. Algún día. "Uno lejano", se convencía, aunque sus sentimientos se ensanchaban en su pecho y pugnaban por abandonar el subconsciente y emerger en la realidad.
-Qué poco disimulo -Una chica pelirroja, rolliza, se acuclillaba en su asiento para murmurar a sus espaldas-. Creo que Esteban corrompe día a día tus falsas convicciones -agregó con una sonrisa.
Ivana estaba muy consternada como para responder. En primer lugar, estaba segura de que ella no demostraba sus sentimientos; iba en contra de sus principios. Y en segundo lugar, contradiciendo sus años en la escuela, jamás había dejado de ser la nueva; nadie se había molestado en dirigirle la palabra. Siempre se sentaba sola. Y ahora se interesaba por uno de sus compañeros y alguien le hablaba. Tras mirar su reloj por enésima vez, sintió que el mundo era cambiante, extraño.
Que, a pesar de su confusión, formaba parte de él.
La oscuridad vaciaba el calor de su alma. El frío calaba sus huesos; deseaba una luz, una compañía...
Y el brillo lejano del espejo proyectaba su propia silueta, maltrecha en las tinieblas.
Se acercó con pasos dudosos, ligeramente invadida por un profundo, indescriptible presagio... Se halló frente a un cuerpecito caliente, ávido de vida, inexperto. Un bebé. Ella.
De pronto, la oscuridad disminuyó, descubriendo hileras interminables de espejos. Un verdadero laberinto, misterioso e inquietante, habitado por reflejos infinitos que una vez habían pertenecido a ella, pero que ahora formaban parte de su pasado. Ivana dando sus primeros pasos, escuchando los cuentos de su madre, jugando con su padre, hamacándose en la mecedora de la abuela, llorando por la muerte de un ser querido... Miles de sus antiguas yo desfilaban tras los cristales, alegres, entristecidas, encerradas en los recovecos de memorias en cautiverio. Una pena insaciable la tiñó de vacío y temor.
-¿Quién soy en realidad? -se preguntó-. ¿Soy uno de estos recuerdos? ¿Soy la que soy ahora, esa que no se refleja en ningún espejo?
Asustada, intuía que la pesadilla se gestaba a su alrededor, tan lentamente como un anochecer, opacando aquel eco de risas y juegos lejanos.
-Estás encerrada, como cualquiera de estos reflejos -respondió una voz lejana, amarga como la hiel-. Sos el espejo que se niega a ser observado, el alma ofuscada por la falsa rebeldía, aquella que detesta su entorno, pero no hace nada por cambiarlo.
Su espíritu se retorció ante aquella crueldad; no quería conocer la realidad que maquinaba el sueño. Los cristales se empañaban: todas las niñas que había sido, todos sus juegos, gran parte de sus sueños, el fantasma luminoso de la infancia, desaparecían. Todo se reducía a negrura. A una flor marchita.
-¡No estoy encerrada! -exclamó, incapaz de contenerse-. Creo en la magia de mi imaginación, en la pureza de mi persona...
Antes de que pudiera terminar, unas sombras retorcidas y macabras emergieron de su alrededor y, murmurantes, revolotearon en su entorno, hirientes como arpías, feroces como bestias salvajes, engañosas como los faunos de sus viejos cuentos de niñez.
-¡Mentirosa!
-¡Tímida!
-¡Engreída!
-¡Miedosa!
Ella corría, desesperada, esquivando el filo de aquellas palabras desgarradoras. Su vida, sus convicciones, se desarmaban con el mismo ritmo vertiginoso que tornaba ese sueño insólito en la peor de las pesadillas.
Los espejos estallaron en pedazos, vaciando con sus agónicos lamentos los últimos sentimientos de un corazón envenenado. Sólo uno de ellos permaneció intacto. Al igual que su reflejo: una joven de apariencia decidida, apartada por sus pensamientos contrarios a los del resto, que fingía empuñar una espada contra su entorno... Que en realidad no era más que un ave atrapada en su jaula, una chica de mirada apagada, poseedora de un largo velo que cubría su verdadero rostro. Su espada era de papel. Y estaba llorando.
-Ésa sos vos...
-¡CALLATE! -chilló Ivana, cayendo rendida al frío suelo. Las sombras burlonas se reían de ella, pero ya no le importaba.
Al fin y al cabo, se trataba de una pesadilla.
La imagen cambió. Se encontraba en medio de un bosque, iluminada por un sol centelleante, asombrada por los matices de las hojas, por la caricia del viento, pero aún aturdida por la crudeza del laberinto de espejos.
Tardó en descubrir a la niña que se hallaba a su lado. Tenía ojos azules y un largo cabello negro; un libro grueso, lleno de ilustraciones, descansaba en su regazo.
-Hola -dijo, sumisa.
Ivana correspondió a su saludo, trazando un breve arqueo de labios.
-¿Sos yo? -inquirió-. ¿Es esto mi pasado?
La pequeña apartó la vista del libro y la miró fijamente, para luego dirigirle la sonrisa más hermosa que Ivana recibió en su vida.
-Sos nuestra liberadora -respondió-. Todos tus recuerdos estábamos entre las paredes de cristal del laberinto, pero la misma que nos encerró volvió para rescatarnos. Para hacernos formar parte de tu mente, de tus días, de tus noches, de la brisa que corre en la dirección que decidas tomar.
-¿Los liberé?
-Escuchaste la Voz, y ahora sabes que no sólo existís vos en el despertar del mundo. Hay almas que necesitan ser descubiertas, palabras que deben ser dichas, vivencias que requieren ser experimentadas para formar parte de tu Cielo, de tu Sueño, de tu Todo.
Ivana cerró los ojos, sintiendo cómo unas lágrimas inmateriales resbalaban de su espíritu. Reconocía su error y, al superarlo, se liberaba ella misma. Sus ojos retomaban sus colores, al igual que su alma: verde de pureza y espontaneidad, azul de aguas profundas, de palabras y sentimientos renovados. Su mirada iba más allá de su interior.
-A pesar de las tinieblas, también hay luz en la oscuridad. Busca esa luz, porque dos manos pueden más que una, porque tu cuento quiere ser compartido. Mira siempre hacia delante. Así nos mantendrás vivos a nosotros. A tus recuerdos.
Entonces, bajo el brillo de ese poderoso sol, la caricia de ese suave viento, la tonalidad mágica de esas hojas, supo que aquello no era un sueño. Que era su lugar. El refugio que debía dejar atrás para continuar su camino.
En ese momento tan real como irreal, la Ivana adulta tomó las manos de la Ivana pequeña y se unieron en una mirada eterna.
-Te quiero -murmuró la muchacha.
-Te quiero... -repitió la niña.
Ambas sabían que estaban aliadas. Que eran un solo ser.
Y que jamás se olvidarían.
Despertó con el corazón palpitando más que nunca en su pecho. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió frío. La calidez de su vida se reflejaba en cada uno de sus movimientos, como una flor que, luego de un arduo invierno, vuelve a abrirse ante la caricia del mundo.
Grande fue su sorpresa cuando descubrió, muy cercano a sus pies, el filo de un trozo de vidrio. Lo rejuntó en silencio. Supo que se trataba de un trozo de espejo. Y que no reflejaba una joven enfrascada en sí misma, atormentada por sus propias sombras.
Del otro lado de las persianas, el sol resguardaba un nuevo día.
Aer
EL ÚLTIMO TREN
No fue necesario que el despertador sonase, el reloj biológico incorporado le indicó que iba siendo hora de dar por acabado el duermevela y ponerse en pie. Cuando lo hubo hecho, se encontró con que su cuerpo se levantaba en precario. Rodillas dubitativas, músculos algodonosos por el sopor, consciencia adormecida sin descanso y una pesadez general que le desmañaba la verticalidad. Se calzó a tientas, pero al revés, equivocando de pie las zapatillas, y no tardó en notarlo. "Bien empezamos", se dijo. Caminó unos pocos pasos todavía vacilantes en dirección al aseo, y allí el espejo le devolvió una penosa versión de sí mismo: ojos enrojecidos e hinchados por el sueño esquivo, pelo revuelto al capricho de la almohada, señales para todos los gustos en la tensión de la cara... Sin duda estaba lejos de su mejor forma, pero había cosas que no se escogían. Y aquel era el día. Aunque hubiese amanecido así.
Desayunó poco más que el repaso del guión a desplegar, preguntándose si no estarían las guías reñidas con la naturalidad. Puede que sí, pero no con la naturaleza, al menos en este caso suyo. La ducha tibia obró el aclarado de su mente. Se vistió con parsimonia frente al espejo del vestíbulo, ayudándose de fijador para llamar al orden al pelo rebelde que le pareció menguado mientras lo peinaba; bueno, que huyera si quería, qué podía importar hoy eso; quien no iba a retroceder era él, desde luego que no. Cogió su auténtica carpeta de imitación piel y salió al día entrante decidido a refrendar con un sello de distinción la señal del calendario.
El verbo madrugar bien pudiera ser catalogado de acto contra natura, de atentado a la lírica de los sueños, de sabotaje a la biología humana durante su proceso de recarga corporal. Que fuese el último día de clase no la eximió de sentir las acostumbradas ganas de llorar cuando el despertador bramó la cruel orden de alzamiento. Después de todo, eran las seis de la madrugada, una hora siempre inmisericorde, fuese el último día de clase o no. Durante los largos meses de curso, ni una sola mañana había tenido contemplaciones aquel artefacto ajustado en modo intempestivo. Su reino, su reino entero daría en cada madrugón por un rato más entre las sábanas. Sus delicados pies tantearon el suelo hasta enfundarse en las chanclas de baño. La anestesia natural del sueño inconcluso apenas podía preservarla de la agresión térmica por contraste y no pudo contener un respingo. La calidez confortable de su cama era una isla en un mar de frío exterior que ni la declinante primavera había conseguido atemperar. En la ducha se le refrescó el pensamiento, al que volvieron los estudios en curso. No era fácil compaginarlos con el trabajo, pero por eso mismo tenía mucho más mérito el conseguirlo. Y ella lo había conseguido, sólo le quedaba rematarlo con el broche final. Hoy conocería el resultado de los últimos exámenes y si habría recompensa tras del sacrificio.
Sacrificio, una palabra que se adhería a la vida como una sombra ineludible. Crece contigo y cuando se te presenta ya no hay vuelta atrás ni nada sin eso. Te sigue entonces a todas partes, y por mucho que te escondas siempre acaba por llevarte al altar. Sacrificio seguro. A él nunca le había importado sacrificarse cuando el fin lo merecía. Había sacrificado tantas cosas a día de hoy, que poco importaba ahora la presunción de cordura. Le daba ya igual, estaba resuelto a tirar de la cuerda para poner a cero el contador. Era la hora de salirse del renglón y lo iba a hacer, vaya que sí. Había pactado con su conciencia quitarle el bozal al corazón y que pudiera así ladrarle cuatro frescas y sentidas verdades a la red de mordazas inducidas que envolvía el mundo. "No haré cosa alguna por la opinión, harélas todas por la conciencia": estoicismo senequista y unos gramos de suerte. Eso debería bastar.
Con esa predisposición anímica subió al tren y buscó el compartimento tapizado en azul que lo acogía los días laborables. Ella ya estaba allí. Sentada a solas con su discreción habitual, carpeta y bolso sobre el regazo, la dulce palidez del semblante cautivador, a medio camino entre el sueño y la ensoñación, una cara de amanecer asidua de sus sueños mejores; sueños alargados, recurrentes, ojalá que premonitorios también. No era una chica cualquiera, casi podía asegurarlo tras tantas mañanas compartiendo vagón y silencios de miradas furtivas; por eso estaba convencido de que merecía la pena el intento. Averiguó hasta que alguien le informó que era estudiante de último curso de Química y también pudo enterarse de que hoy era el último día. El último día de curso del último curso. Todo un ultimátum. Curso detenido con el tren, aquel último tren compartido. Un órdago, un todo o nada, un ahora o nunca, así que ya no había nada más que esperar sino que el ánimo no lo abandonase en presencia del momento crucial de la apuesta. Cruzaba los dedos ante su Rubicón de curso final, deseando que la autoconfianza le respondiese mejor que las rodillas al levantarse de la cama en la mañana señalada en rojo alerta y verde esperanza.
También ella tuvo meses para darse cuenta de que el sueño que se subía con ella al tren no era sólo el reventado por el aguijón del despertador, o el de graduarse en Química, por mucho esfuerzo o satisfacción que eso conllevara. La apariencia equilibrada de su compañero de vagón no la había dejado indiferente. Se subía cada mañana en la parada siguiente a la suya, siempre tan pulcro y metódico en la forma de aparecer, de sentarse, de desplegar el periódico del que ella leía con disimulo los titulares de portada. Más de una vez se había llegado a preguntar quién estaría detrás del periódico interpuesto entre ellos, de aquellos dulces ojos de hombre soñoliento; cuál sería su historia. Los titulares del periódico no lo aclaraban, nunca aparecerían impresos para decirle lo que su curiosidad femenina demandaba. Estaban los dos tan cerca y sin embargo tan lejos...
Él cruzó los dedos, se encomendó a todos sus dioses internos y deseó con todas sus fuerzas que su paso al frente no terminase resultando en falso. Tomó aire y sintió que ya no había vuelta atrás. La miró por última vez desde la salvaguarda de la inacción blanda y cobarde que iba a abandonar. La miró una vez más y una vez más supo que se odiaría a sí mismo durante el resto de su vida si no lo intentaba.
Tras aquella parada de animación suspendida, el tren pareció acelerar de pronto.
Ella no acogió mal la solicitud acompañada de sonrisa para sentarse a su lado. Trató de disimular su sorpresa por ver roto un guión tenido por irrompible y procuró aparentar naturalidad. Su prolongada sonrisa lucía un poco nerviosa, pero irradiaba luz verde. Y el tren entró entonces en nueva vía, común pese a lo extraordinario de juntar así las estaciones, de hacerse ya verdaderos compañeros de viaje. Pues contra pronóstico fueron cayendo los minutos conjuntos. Luego las horas, los días, semanas enteras; meses, años: toda una vida. El tren siguió de largo y ya no se detuvo, continuando su marcha de largo recorrido, proclamando victoria y entendimiento. Para ella, acostumbrada como estaba a bajarse siempre una parada antes por sus propias dudas y algún que otro desengaño, el no descarrilar supuso toda una novedad. El, por fin, pudo tomarse un trago de coherencia sin resaca. Dicen que de fondo se escuchaba el tictac de todos los relojes sincronizados en uno nuevo, de los dos. Compartido.
Azul
LA GARGANTA INEPTA
Nota: Este texto, originalmente, se escribió a forma de radionovela para un trabajo de la universidad. Para este concurso, se adaptó a texto literario. Es inédito.
Atención, radioescuchas, a petición del protagonista, se asignó para esta historia una narradora por razones que más adelante comprenderán. Sino, tal vez, se hubiera hecho muy... muy.... muy larga.
Era Agosto del año 2005 en Santiago de Cali, lo recuerdo como si hubiera sido ayer: el viento silbaba... Yo estaba en un parque que frecuento porque queda a pocas calles de mi casa: "el del perro". Me hallaba relajado, sentado en una banca, transportado por el cantar de los pájaros, que me hacía volar con ellos y a la vez, el del tráfico urbano, que me aterrizaba, me traía de vuelta a las calles.
La vi... primero de reojo, después con toda la pupila dilatada y ¿por qué no? con todos los sentidos. La vi pasar en su bicicleta, llevaba el cabello recogido en una cola. La ropa, la verdad no la recuerdo (por una extraña razón, nunca recuerdo cómo estaba vestido alguien); solo la frescura de su mirada perdida y la hermosa forma en que el viento la acariciaba. Físicamente, ella fue una ráfaga, pero en mi corazón quedaron resonando las llantas de su bicicleta haciendo traquear las hojas caídas.
-¿Quién era ella? ¿De dónde había salido?- Me pregunté muchas noches siguientes, sobre mi almohada, antes de dormir. Pero, el amor no se hace esperar, cerca de una semana después, la volví a ver en el Supermercado. Esta vez, yo estaba con Manolo, mi mejor amigo, que es el mejor de todos.
- Andà, hablale – me decía decidido.
- Pepepepepero essss quequeque...
- ¡Pero es que nada, dejà de ser tan gallina!
- Yoyyyyyoyoyo no sssssoy uuuna gagagallina
- ¡Cómo que no! Debes tener una cara de asustado- me decía, mientras me pegaba suavemente con su bastón en el pie.
- Es quequequeque essss mumumuy bonita, es quequeque vvvvvovos nono ennntendes
- Ya se que no la puedo ver, pero eso no te quita que te estés comportando como toda una gallina – Me respondió, mientras se acomodaba sus irónicas gafas de sol, que jamás cumplirían su función original porque a sus ojos él nunca les había estorbado, no lo conocían.
... Y sus palabras tuvieron un relativo buen efecto en mí. No quería ser, ¡eso no era de machos!
Después de muchos días de terapia psicológica extrema, me decidí, le hablaría. Aunque, había otro claro problema: Yo era un tartamudo y serlo es algo extraño. Es como si tu cerebro y lengua tuvieran un puente roto porque vos sabes que lo sos y obviamente, no queres seguir siéndolo, pero cada vez que abrís la boca, ahí está, como un vómito verbal, como si fueras uno por dentro y otro por fuera.
El siguiente domingo, fue en la iglesia. Yo no me había percatado, pero ahí estaba, tres bancas adelante mío. Esta vez, si recuerdo su ropa ¡Cómo no!: falda de Jean, blusa rosada, los zapatos no los podía ver porque me los tapaba la banca vacía de atrás. Entré en acción. Primer paso, me cambié a esa banca, justo detrás de ella; nos separaba una línea imaginaria perfectamente perpendicular a su hermosa espalda (aunque, yo no se la conocía, ¡pero debía ser hermosa!). Pasé toda la misa sumergido en su anatomía, ella era realmente un ángel. Traté de memorizar cada poro de su piel y ¡por Dios que casi lo logro! Ella estaba con sus padres, pues, eso parecía. Yo creo que todos los asistentes se debieron percatar de mi amor de mi nuevo e inmenso amor que ya se hacía evidente. Llegó el momento de "La Paz", llegó más rápido que nunca. Me llené de ansiedad, la sentí recorrer todo mi cuerpo. Vi como se besó y abrazó con sus "padres", después, pasó algo increíble: ¡Se volteó a mí... a mí! Me miró a los ojos por primera vez, me perdí en ellos, sentí un escalofrío llegar hasta a mi última arteria; estiró su mano, sonriendo. Yo hice un esfuerzo sobrehumano con cada cuerda vocal y músculo por responder:
- La ppp...ppp...ppp...ppp...ppp...la ppp...ppp....ppp...¡la paz!
Pero, ella ya se había ido, ya se habían ido todos, solo quedaba el barrendero. Mi esfuerzo, a pesar de inmenso, no fue suficiente. Mi corazón latía muy rápido, lo sentía en mi inepta garganta y así lo seguí sintiendo varios días. Estaba algo así como despechado, maldije mi laringe, la maldije cinco días contados hasta que la volví a ver y esta vez fue decisiva y coincidencialmente, en la misma primera locaciòn: el parque. Los pájaros y el tráfico armonizaban igual. Era, exactamente, la misma situación. Yo en la banca y en la misma posición del otro día, aunque, esta vez no tan relajado, cuando pasó por mi lado. Mi corazón y estómago saltaron de física emoción, hasta me dolió. Ahí estaba con short de Jean, blusa esqueleto, sandalias y... ¿un perro? Sí, un perro, un bóxer. La observé detenidamente, como lo ameritaba, como un psicópata. Ella caminó a través del parque "tangoneàndose", como exhibiendo algo, tal vez a sí misma o a su perro. Hubiera necesitado una botella de tequila para hacer lo que hice a continuación, sacando fuerzas sobrias, de mis físicas entrañas. Temblaba, sudaba, moría, claro está. Pero, hacer las cosas sin pensar es mucho más fácil, es como ser un robot, es lo máximo. Deberíamos hacerlo todo así, además, todo pasa muy rápidamente. De repente, me había ahorrado mucho trabajo y ya estaba ahí, a su lado y le había agujeteado el hombro. No sentía las articulaciones ni extremidades, mi cuerpo no tenía extensión alguna. Ella me miró, volví a sentir el mismo escalofrío de la iglesia. Tomé una gran bocanada de aire, cerré los ojos, entumecí mi mandíbula y como resultado:
- Ho...Ho....Hola, mi no...nombre es Jacobo. ¿Quie...quie...quieres ir a cicicine conmigo mamamamañana?
Ella me quitó la mirada, miró el piso (¿Por qué?), se rascó la cabeza y mirando al horizonte, empezó a hablar:
- Essssss....ssss... essss.....sss.... es es que ...que...
¿Qué? Esto no era posible, esto era simplemente lo más absurdo que el Planeta Tierra había visto. Ella estaba.... ¡Tartamudeando! Finalmente, el destino existe, es así de evidente. Esss que... que... que...
Simplemente, no lo podía creer. Estábamos unidos por este lazo que tantas veces maldije: ¡por una garganta inepta y estùpida!
- Es que... que ... es que... ¡Ay es que yo soy gay!
Lorena Arana
NADA DE LO QUE HE VISTO U OÍDO ME HA QUITADO EL SUEÑO
I
La luz del día, como una anciana, sobre la última croqueta de anoche, que el barman dejó, como por descuido, en la vitrina del Universal, aún no tocada por dedos humanos. Y son más de las seis. Al principio, la luz llegó con ganas de iluminarlo todo y con esas mismas ganas se quedó, a pesar del hueco en el estómago. Se quedó en la barra, sobre la vitrina de las croquetas, justo antes de asumir su derrota y pedir el primer güisqui del día.
Todo esto para decir que ya es de día.
Pero hoy el día comienza como una novela de detectives en la que el misterio estuviera resuelto. Como si la solución del enigma no interesara a nadie, y mucho menos al grupo que se congrega en el Universal, a estas horas, alrededor de la única croqueta que, inconsciente, ocupa el centro del universo. La rueda de tragos de anís, cortados y croissant se calma un instante, y el silencio es de una ternura cálida. Uno podría quedarse a vivir en ese silencio, si no fuera porque regresa el fragor de platos, cucharillas entrechocándose, la emoción de los bares de madrugada.
Bien poco importa cuándo empezó la comunión urbana, escribí, si aquellos tres estudiantes que me abordaron en el vagón de tren eran estudiantes (como me dijeron) o simples delincuentes. Aspiré una bocanada de aire frío que entraba a través de la puerta (siempre hay alguien que deja una puerta abierta, en cualquier lado del universo), otra bocanada de humo de café recién hecho, y una última de desconsuelo (o quizás fuera de coñac). Y aún así todo parece real: esos dos policías que no dudarían en aplastar mi cráneo para demostrar que existen. Míralos ahí, bajando el croissant con un cortado, disimulando.
¿Cómo sería empezar un cuento, justo aquí? ¿Sería yo el que cuenta la historia o la historia la que me cuenta a mi? Es asombroso lo proclive a los juegos de palabras que es uno con el primer sorbo de café. Uno de ellos llevaba una camiseta blanca, con una portada de The White Stripes serigrafiada. Yo no les contaría esto si no hubiera sobrevivido, ¿verdad? Pues no estén tan seguros. Estoy muerto. Puedo imaginar el rostro de sorpresa del lector. ¿Acaso puede un muerto contar la historia? Y entonces yo voy y digo: ¿Es acaso verosímil que yo esté escribiendo en una cafetería, de madrugada, o es una convención que es necesario asumir? A veces, es necesaria una historia para aguantar, sueños para pasar la noche. Sigamos soñando.
El que iba junto al de la camiseta sacó una navaja y la puso en mi cuello. Demasiado previsible. Mejor lo dejamos para otro día. Escribir el cuento, digo. Y eso que hoy me había puesto mi mejor camisa, consciente de que era cuestión de no levantarme de la silla hasta acabar el cuento. Hoy iba a escribir por fin mi primer cuento, y todos iban a decir, frente a mi camisa en la casa-museo: con esa camisa escribió su primer cuento.
*
Había salido del tren, y luego merodeado por la estación donde apenas había gente. La había escogido al azar, porque le había gustado una explanada de césped que vio desde el tren, sobre la que ahora se echó, todo lo ancho que era, y abrió el cuaderno de notas. No había otros chicos bebiendo o escuchando música que le distrajeran, y quizás esa ausencia lo hacía todo más triste.
Hace tiempo que las nubes han ocultado el tímido rayo de luz del principio de la historia. Descubro, con sorpresa, que alguien ha abierto la vitrina, y se ha llevado la croqueta. Quizás el fracaso de toda trama radique en que ya nadie se cree cosas como ésta. La literatura anda a remolque de intrigas, misterios, revólveres que no han sido disparados, hijos pródigos, subterfugios de novelas pergeñadas en habitaciones que son islas en ciudades inhóspitas.
Antes quizás fueran hermosas por fugaces. Hoy ni siquiera eso. Participaban de ese mundo ideal en que la causa precede al efecto, un mundo que la ciencia (y aún más la religión) han conseguido demoler, y el escepticismo ahora lo cubre todo, con su manto de frialdad y cinismo. Una mirada me hace levantar los ojos del cuaderno. Este tipo delira, habla solo. Hay miradas elocuentes, y hoy todas parecen decir eso, mientras me veo inclinado sobre la libreta. Y reconozco que hay algo ridículo en escribir mientras los demás hablan, (o leen, o escuchan música), algo que incita a preguntarse qué estará escribiendo este tipo.
II
Hay veces que esta distancia de lo que escribo me deja ver las cosas sin sarcasmo, pero la mayoría hace que su absurdo duela más. Se podría interpretar que con tanto hablar del pasado es que quiero volver a él. Y no es así: no porque esté resentido, ni herido, sino porque soy consciente de lo mucho que tiene de pose. Está bien esa literatura que se nutre de pasado. Está bien que tanto naufragio, tanta decadencia sirvan para algo. Si me devolvieran a mi infancia, con mi familia al completo, no sabría muy bien qué hacer. Si el ambiente es casi irrespirable ahora, volver a aquella época sería la asfixia. Quizás el futuro. Quizás allí no me importaría volver porque sé que la carga sería menos pesada, cerca de mis ilusiones. Pero tampoco pienso en eso demasiado. Hace daño. Habrá que conformarse con esta página, que no es casa.
En aquel azul, uno podría imaginarse la arena amable y dulce de una playa, donde al fin uno se está quieto, de una **** vez. Se refería al azul de la tinta del bolígrafo que utilizaba ahora, más un rotulador que un bolígrafo, o quizás los dos. Sin pudor alguno, se llevaba el rotulador a los labios y se quedaba pensando en el siguiente párrafo. Ahora pienso si no sería mejor salir al sol afuera. O a lo que las nubes han dejado del sol. También puede ser que esté cansado de Europa, de sus siglos de historia acumulada en sus fachadas, su civilización que empieza y culmina en un libro (la cita es de Mallarmé). Otro continente, quizás América o África, aunque me conformo con salir del Universal, donde me siento vacío, sin estímulos para escribir un cuento. Otro país donde no haría nada, no escribiría. Sólo estar quieto bajo el sol, de una **** vez, animado por el trasiego de los animales de carga. ¿Cómo sería una ciudad con edificios de sólo dos siglos? He estado en lugares construidos hace veinte años, lo cual no es nada despreciable. Poder dejar atrás el come-come de la tradición secular, solazarme en la contemplación de las moscas que acuden a la merienda. ¿Sería capaz de ser feliz en un lugar así?
Él sabía que sí. Y aún más feliz viendo un par de ojos bonitos, al día. Con unos ojos bonitos frente a frente, todo palidece alrededor. Curioso que en aquella explanada de césped no hubiera nadie, a aquellas horas, con aquel sol. Un par de ojos en los que mirarse. Quizás eso lo había animado a sacar el cuaderno de notas, abrirlo sobre las rodillas, sólo por matar el tiempo. No es que Europa sea un coñazo, pensó después de un rato, pero tiene el prestigio falso de lo que es auténtico por sufragio universal. ¿Qué **** hace éste hablando de Europa ahora?
O eso parecían decir los ojos que me hacían levantar la vista del cuaderno de notas. Sólo hace falta salir afuera, les hubiera dicho, echar un vistazo a los edificios de la ciudad que habitan. Memoria sobre memoria, piedra sobre piedra. Entonces quizás comprendan. Y es que hay veces que es necesario dejar atrás todo para que todo tenga sentido. Cruzar los puentes como el que lo hace sobre un cable, bajo la atenta mirada del circo, para ir de un olvido a otro olvido, mientras la multitud aplaude, enfebrecida.
Había preparado los libros, planchado un par de camisas, y los había dispuesto en la mochila de viaje. Aquella noche había soñado que sus dos ojos se convertían en dos rosas que crecían junto al bloque de pisos donde pasó su infancia. Y entonces comprendió que había llegado el momento de irse. Intentar el olvido, al menos. Pero las palabras habían aprendido a cruzar el puente, sobre todo en sueños, y él las veía venir, entre divertido y emocionado de poder recuperarlas. Había sobrevivido a otro ensayo de día, a otra sombra. Había tomado el primer tren al llegar a la estación, sin la más mínima emoción, y se había arrastrado hasta el asiento, donde había abierto un libro. Y sin embargo, no había podido concentrarse en la lectura.
Odiaba el país en que se educó, las instituciones que le hicieron creer en la civilización. Si sale cara, gano yo, si sale cruz, pierdes tú. Y en la oscuridad de este rincón, en un bar donde amanece, hago recuento de todo lo que no soy: John Lennon, Julio Cortázar, Luis Cernuda. A lo sumo, soy el que rebusca en el contenedor de las ideas de otro, hasta casi caerme dentro. La realidad es buena, la rutina nos hará libres. Copiar esto cien veces. Cruzo los dedos para que mañana sea igual que hoy (como buen maniaco), y dejo pasar este pensamiento para no caer en el sinsentido. Nos vemos a las cuatro, le dices a ése que siempre se despierta a esa hora. Dentro de un rato me levantaré de esta mesa para salir fuera. Todo puede pasar, y quizás en eso radique su magia: en que todo pasa, todo nos abandona, tarde o temprano. Tocando repetidas veces la madera de esta mesa (a pesar de que tiene patas, y así no vale), conjuro un pensamiento que se olvida fácilmente. Lo que dices me distrae de lo que eres, como si uno buscara despistar con las palabras, lanzar cortinas de humo al que escucha, extasiado. No les quepa la menor duda de que soy lo que queda bajo estas palabras, esta herida que deja ver el hueso. Qué pensará ese profesor, que ahora toma café a dos pasos de mí. Quizás sueñe con el fin de semana. Qué pensará ese torero, que apura de un trago su anís. Una chica cruza corriendo el bar. Una ambulancia pasa con su paciente que agoniza. Tenemos una eternidad por delante, no se agolpen. Sic transit gloriae mundi.
Los tres universitarios hacía tiempo que estaban allí, mirándolo escribir en su cuaderno de notas. Uno de ellos, no el de la camiseta con la portada de The White Stripes serigrafiada sino su amigo, dijo: levanta. Él se quedó un rato quieto, contemplando el brillo del sol en el filo de la navaja en la mano derecha del que habló. Entonces recordó "El Sur", de Borges, cómo el protagonista de aquel cuento sintió que toda la vida había estado esperando aquel momento: morir luchando, de forma heroica. Y comprendió que aquel esqueleto suyo había sido concebido para afrontar ese momento único. Tiró el cuaderno a un lado, y dejó latir la sangre en las venas. Por fin lo dejarían tranquilo de una **** vez. No tendría que levantarse más con el presentimiento de que hoy derramarían su sangre, porque hoy derramarían su sangre. Y pensó en que había algo de justicia en que fuera así, rodeado de árboles, arropado bajo el manto cálido de aquel césped que había entrevisto desde el tren, y que le había animado a bajarse en aquella estación, donde apenas había gente. Y ya sentía crecer las raíces abriéndose paso a través de las rodillas peladas, haciéndole cosquillas en lo que antes fueran sus pies.
Juan Corto
LA HOGUERA
Hay maneras y maneras de perder la cabeza. Si tuviera que elegir, no lo dudaría ni un momento. Perderla por amor es, sin duda, la mejor de ellas. Poco más o menos eso mismo ha debido de pensar Salomé.
Para comprender cómo he llegado a esa conclusión terdría que remontarme a cerca de dos años atrás. Podríamos retroceder más en el tiempo, pero creo que no ganaríamos gran cosa con ello. A fin de cuentas, existe tan sólo lo que conocemos y a Salomé la conozco desde hace poco menos de dos años, cuando apareció por el pueblo acompañada de su anciana madre, alquiló una casa y comenzó a llevar una vida austera y poco dada a la comunicación. Las salidas matinales a realiza las compras imprescindibles. Los paseos al atardecer. Algún vino ocasional en los bares del pueblo y alguna asistencia nocturna a las sesiones del cineclub.
Tenía, por tanto, toda la pinta de ser una solterona acomodada que busca la paz en un pueblo tranquilo, pero todavía vivo. Porque esa sería la definición justa de nuestro pueblo. Rodeado de montañas faldeadas por un hermoso castañar, se asemeja más a una vigorosa ciudad medieval, que a un villorrio decadente cuyos habitantes han sido absorbidos y vampirizados por la gran ciudad. Tal vez por ello Salomé no ha sido la primera persona que ha recalado en esta villa buscando el reposo, el trabajo o una nueva forma de vivir al margen de las angustias ciudadanas. Por eso tampoco su presencia despertó especial curiosidad, ni dio lugar a las especulaciones que entretienen la vida de aquellos que carecen de otra ocupación mejor. Aquí, hasta los viejos,parecen traerse algo entre manos en todo momento.
La primera ocasión de entablar conversación con Salomé tuvo lugar en El Parral. Conozco bien a sus propietarios y me gusta dejarme caer de vez en cuando por allí. Un rato de charla vale, en ese lugar, más que un puesto en el mercadillo. Cuando salgo, tengo la impresión de haber actualizado mis conocimiento sobre el pueblo. No porque nos entreguemos al cotilleo de barra propio de los bares, sino porque simplemente hablando un poco sobre la vida y milagros de los numerosos hermanos que componen la familia de los dueños, terminamos por repasar todo el tejido social del pueblo, sin por ello haber murmurado ni difamado a nadie en particular.
Pues bien, me encontraba en El Parral y le estaba diciendo a José, uno de los hermanos que regentan el negocio, que necesitaba alguien que se hiciera cargo del mantenimiento del camping fuera de temporada. Antonio estaba demasiado ocupado con las peonadas y con el taller de instalación de gas que quería montar, que no podría hacerse cargo de esa labor durante el tiempo que el camping estuviera cerrado. Creo que debería aclarar en este momento que soy la gerente del camping que se encuentra a poco más de dos kilómetros del pueblo, cerca de la carretera que conduce al puerto.
Fue entonces cuando Salomé se dirigió a mí por primera vez:
- Perdone, pero yo estaría interesada en ese trabajo, si considera que reúno las condiciones para desempeñarlo.
Su voz me pareció firme y tímida al mismo tiempo. No se trataba de esa prepotencia de la que hacen gala algunas forasteras, ni de la timidez de quien se enfrenta a otra mujer a la que considera superior.
No me atreví a interrogarla sobre su persona, más allá del nombre que ella misma me dio a conocer cuando iniciamos la conversación, ni tan siquiera sobre su disponibilidad o conocimientos. Cosa extraña, pues me gusta saber en todo momento con quién me juego los cuartos. No sé, era como estar hablando con alguien que suscitaba en mí el respeto y la ternura al mismo tiempo. Así que, tras unas cuantas indicaciones sobre las características del trabajo y su remuneración, con todo lo cual Salomé se mostró conforme, dimos por zanjada la conversación y salí de allí con un contrato más en la nómina del camping.
En las pocas ocasiones en que volví a hablar con ella a lo largo de ese invierno, la relación se limitó casi exclusivamente a recibir detalles de los desperfectos habidos, las reparaciones efectuadas, los gastos ocasionados y el estado general de las instalaciones. De vez en cuando se deslizó en la conversación algún comentario absolutamente tópico, al hilo del tiempo o de los cambios de estaciones y sus efectos sobre el paisaje. En algún momento pude también comprobar que, en los ratos libres, Salomé debía dedicarse a escribir o transcribir poemas, pues algún libro de poesía o alguna hoja de papel rellena con versos aparecían de vez en cuando encima de una mesa del comedor, sobre una silla de la Recepción y hasta en algún rincón perdido de la cocina.
Movida por la curiosidad, fui guardando algunos de aquellos versos en mi bolso y los leí detenidamente en casa. Cortos versos salpicados de imágenes, que tan pronto evocaban la luna menguante como las goteras de una habitación, la luz de una hoja mojada por la lluvia como las calles desiertas en la ciudad. Aquel escaso material daba idea de la tormenta que se desarrollaba en el interior de Salomé. Decidí desde entonces prestar mayor atención a mi relación con ella.
Durante el verano siguiente, después del puente de San Juan, que es cuando verdaderamente se inicia la temporada alta, decidí contratar a Salomé para atender las mesas del restaurante en las comidas y las cenas. Completaba su jornada cerrando algunos días la cafetería. No le costó demasiado aprender a servir una docena de cafés, algunas manzanillas y unas cuantas copas, que es a lo que generalmente se reduce la tarea de la barra. Además siempre procuro que de esta tarea se encargue alguien que contribuya, con su presencia y hasta con la música que elige, a que los ánimos permanezcan calmados y el barullo de la terraza no se expanda por la zona de acampada. Y tal como lo había pensado, Salomé resultó ser la persona ideal para cumplir ese objetivo.
La selección musical que realizaba fue otro elemento que alimentó mi curiosidad por ella. No es cualquier persona aquella que en esos momentos de la noche elige recuperar para la memoria a Lluis Llach, a Cesaria Evora, a Peter Gabriel o a Pete Seeger, sin renunciar por ello a descubrirnos a Misia montada sobre el unicornio azul o a Radiohead pidiendo al karma police que arreste a this girl, e incluso despertar nuestra apagada curiosidad, a la una de la madrugada, introduciendo de repente un tema interpretado por Albert Plá en el homenaje a Oskorri.
No. No era cualquier cosa Salomé. Vivo demasiado tiempo en el pueblo y tengo a veces la sensación de estarme perdiendo algo importante. Una sensación que, según he podido comprobar, comparto con bastantes amigos que han vivido siempre en la ciudad y, de repente, por circunstancias diversas, acaban en un pueblo. Por eso no me suelo permitir el lujo de dejar pasar estos momentos en los que, estando el camping abierto, tengo la oportunidad de vivir en la palabra de cuanta persona interesante se cruza en mi camino. No me importa quedarme hasta las tres de la madrugada, aunque tenga que levantarme al día siguiente a las ocho, con tal de procurarme ese placer impagable.
Durante aquel verano, fueron varias las noches en las que cerré la cafetería con Salomé, otras tantas las que permanecí durante horas procurando mantener mi atención sobre la conversación con amigos o clientes, que en cualquier otro momento hubieran suscitado mi atención sin esfuerzo alguno, mientras que ahora mi mente vagaba sin rumbo y mis ojos perseguían a Salomé en su deambular por la barra. En muchas ocasiones me sorprendí esperando que la terraza quedara vacía para ayudarla a recoger y acompañarla hasta el pueblo.
Gracias a ello fui conociendo algunos detalles sobre su vida, sobre su historia de mujer separada, sobre el alejamiento de unos hijos que no entendían que tuviera que abandonar a su esposo tras más de veinte años de matrimonio, su necesidad de asumir el cuidado de una madre anciana que había estado allí cuando el marido se escabullía en interminables y, por otro lado, inútiles jornadas de trabajo, mientras ella se quedaba sola con sus dos hijos, igualitos, por lo demás, al padre. Día tras día. Año tras año. Hasta que decidió que era suficiente, que podían valerse por sí mismos y, si no se valían, era su problema, porque edad no les faltaba y minusválidos no eran. Su renuncia a la ciudad y ese recomenzar a vivir, a descubrirse a sí misma en otro lugar completamente opuesto a aquel en que había pasado más de la mitad de su vida. Ese retomar la poesía que había dejado de escribir hacía, precisamente, más de veinte años.
Me fui acostumbrando a ella, hasta el punto de que cuando acabó la temporada comencé a visitarla con frecuencia en su casa, a invitarla a tomar café en la mía, a quedar para ir juntas al cineclub, a dar con ella largos paseos por el castañar en las tardes frías y soleadas del invierno.
Cuando llegó la nueva temporada Salomé volvió a trabajar en el restaurante del camping y esperé que retornaran los momentos mágicos que había vivido el verano anterior. Y lo que llegó fue la fiesta de San Juan y encendimos la hoguera y los clientes del camping se acomodaron en torno a ella y cantamos canciones y contamos chistes y aprendimos algunos divertidos juegos de campamento y allí estaba el motorista con su guitarra y sus viejas canciones de Silvio, de Pablo, de Serrat, alguna de Aute y sus nuevas versiones de Pedro Guerra, de Javier Alvarez, de Ismael Serrano y acabó la noche y murió la hoguera entre rescoldos de miradas famélicas entre Salomé y el motorista y, esa noche, tuve yo que cerrar la cafetería, después de que Salomé me pidiera permiso para irse a casa, porque estaba muy cansada y el motorista se ofreció a acercarla con la moto y cuando al día siguiente tuve que madrugar para servir los desayunos, comprobé que la moto no estaba junto a la tienda de campaña de su dueño.
Con la resaca y el sueño acumulado, acodada en la barra, mientras espero que llegue la avalancha de los aperitivos, pienso que se ha esfumado mi relación con Salomé. Al instante siguiente se me ocurre, sin embargo, que hay maneras y maneras de perder la cabeza y ella ha sabido escoger la mejor. Y termino por tranquilizarme pensando que los motoristas son de esa clase de hombres que siempre tienen el culo en la carretera, que se irá antes de que los rescoldos de la hoguera se hayan enfriado, mientras que yo siempre estaré aquí.
Pero qué tonterías estoy contando. Si yo nunca cuento estas cosas...
Bautista
DEMENCIA ESCRITORA
Y les enunciaba frases, cual aprendizaje forzoso nombrado para ser efectuado. Incluso a veces, yo anhelaba creer en sus excentricidades, tan sólo por un momento. Si su llanto, amargo fue, nuestra indulgencia, tarde llegó. Usaba su razón en contra de toda sabiduría que se le antepusiese, pues como ignorante más, lo sufrí. Y ahora nuestra autoridad la condena al sin fin, incitaciones provocadas, no demandadas. Hoy, sus vidas de papel son el legado correspondiente a una vida de intensos, son el obsequio de miles de empresas. Hoy sus vidas crecen en la quietud.
Calle Bécquer, tuvo la suerte de vivir en el lugar en el que las rimas del legendario, estaban aún presentes. Sus cercanos asombrados por no verla, creían en su infinita demencia como principal causante de todo, y cual equivocada se hallaba la sazón que creían albergar. Aumentaban su congoja, aunque su resentimiento se desvanecía. Incluso el husmear para ellos, era la principal fuente de todo conocimiento. Y entonces los que la conocimos suspiramos, cual hermosa palabra tenía. Su existencia encontraba sentido en aquellas vidas, que sin quererlo, consumarían sus días siendo abatidas con el sobrenombre de "dementes escrituras". Nuestra omisión traiciona tanto, que ahora incluso nos atrevemos a mostrar pesar. Me río, simuladores creados para devastar.
Frecuentaba el café de Federico García Lorca, aunque por las noches prefería a Valle- Inclán. Desayunaba en los periódicos hablando con Concha Alós y así hasta completar el sustento de reyes. Yo, solía pasear por allí y quedarme deslumbrada, casi siempre eran altas horas y la madrugaba no esperaba más, quizá dormía, tal vez escribía. Algo si sabía, su predilecto trataba del dolor, aunque nunca lo exhibió. Dejando atrás su desorden habitual, se la llevaron, atada, sin palabra alguna más. Quizá le dolería ser tratada como un animal, pero su decepción iba mas allá, sobrepasaba la percepción y la realidad. Llegó al psiquiátrico de la calle diecinueve, sin la solidez que la caracterizaba, sin palabras en su mirada. Le arrancaron la imaginación, el suspense de sus relatos, la emoción de sus lectores y las dudas de los animales. Bandejas vacías de todo condimento nutritivo, es lo que a mi parecer, le llevaban, ya encarcelada en su sin fin de oportunidades. La observaban, cual mota de polvo estancada en su hueco. La tocaban, aunque su tacto produjese una extraña sensación de condolencia y maldad. Y por último la estudiaban, como si fuera el enigma más grande de la humanidad. En una sala en blanco, sobre un papel blanco y con un lápiz blanco. Y escribió. Relató aquella historia cuyo protagonista era su propio tormento encerrado desde el primer latido de su corazón. Aquel que no era más que el fruto de todas las incitaciones, ciertas persuasiones que según ella la convertían en una papanata insignificante. Si les digo la veracidad de aquella prueba, el resultado fue inalterado, y aún así nadie asimiló como su mente se volvía simple en su totalidad. Volvieron a encerrarla tras aquello, en una celda blanca, con un colchón blanco y unas grandes sábanas blancas. Y aún con los trágicos sucesos cometidos, ella consideraba que su fortuna se agrandaba, pues la luminosidad de la estrella entraba por cinco barrotes blancos por los que, sus manos respiraban tranquilamente. Ella lo observaba desde la oscuridad mientras que él, deseaba tocar su piel. Desayunaba recordando críticas de Concha, tomaba un descafeinado con Federico y trataba de los asuntos del amor, con Valle había conocido la amistad, pero siempre, continuamente miraba al cielo y relataba las golondrinas de Bécquer, alzando su palabra, cual dulce recuerdo tenía. Quería relatar su historia, y quizá os preguntéis el por qué. Pues bien, soy la sombra de sus apáticas noches, el capullo de su embrujada novela. Soy la rugosidad de sus aportaciones periodísticas, arriesgado sí, pero me atrevo a decir que soy el destello de sus luceros, aquellos que leían y comprendían, suave verde olivo. Y os preguntaréis, vos, ¿cómo podéis saberlo? Sencillo. Vivía por absolutamente todas ellas, utopía que se convirtió en pura verdad. Ahora no sabría ni lo esencial, aunque ustedes intenten curarme diciendo que sí. Mi aflicción es conservada en lo más profundo de mi ser. Y os preguntaréis otra vez, vos, ¿cómo puede saberlo? Sencillo.
Aquella loca, era yo.
Lua
LA VIOLINISTA
Las cuerdas del violín llenaban el aire de un sonido celestial. Raramente podía disfrutar del privilegio de escuchar una intérprete tan exquisita, así que se acomodó en la butaca y cerró los ojos. Los compases danzaban ante él determinando la cadencia de la pieza que la genial violinista interpretaba. Cada nota era un paso hacia la gloria. La muchacha parecía fundirse con su instrumento, que vibraba con ella y parecía vivir sus más íntimos deseos y añoranzas. Solo un haz de tenue luz amarilla la iluminaba. No necesitaba más. Era tal la intensidad de su interpretación, que le pareció ver un halo misterioso circundarlos, acariciando la silueta única que el díptico evocaba.
El lamento de una gaita se unió al violín, gaita que nadie tocaba. No se sorprendió. Conocía la obra de memoria. Él mismo la había interpretado mil veces. Era su preferida. Solía tocarla para Alexandra cuando eran tan jóvenes que la música se convertía en el templo del amor que se profesaban. Alexandra ya no estaba, razón por la cual la pieza adquiría para él un significado nuevo e inexplorado.
La violinista parecía no querer terminar nunca su interpretación. Y nadie lo notaba. Nadie, salvo él. Pero tampoco le importaba. En realidad, lo agradecía. La magistral joven era todo lo que necesitaba para sentirse todavía vivo. Ella y su violín. Ella, con su largo cabello dorado refulgiendo estrellas. Si contemplarla era un acto sublime, tener el privilegio de admirarla y escuchar su música, era casi un milagro que le hacía brotar lágrimas.
Muchos años dedicó a aprender los más recónditos secretos de la música, desde las primeras clases que bebió de los labios de su madre hasta los severos profesores del conservatorio. Logró dominar cada detalle, incluso los que tenían tres bemoles. Ningún instrumento se le resistió. Abarrotó teatros y tuvo a sus pies a los auditorios más exigentes. La gloria adoptó su nombre y le colmó de luces sin sombras y de aplausos sin fin. Hasta el día que llegó Alexandra.
Ella cambió su vida. Le descubrió que la dicha era incompleta hasta que la conoció. Le mostró la belleza no soñada y le hizo hombre, músico y ángel. Alexandra era la luz y la paz. La verdadera música nació para él cuando le enseñó a tocar el violín. Y cuando ella se sintió capaz de arrancar vida del noble instrumento, él la animó a ofrecer su primer concierto como solista. A partir de aquella noche inolvidable él nunca volvió a tocar. Alexandra era la música; era la perfección que él había forjado, mientras se descubría incapaz de alcanzarla.
Alexandra ya no estaba en su vida ni en su mundo. Solo la muerte les separaría y la promesa se cumplió en pleno goce de su dicha. Fueron días amargos de llanto sin lágrimas, de silencio entre partituras y soledad entre amigos. Caras solemnes y tristes extrañándolo mientras él vagaba sin vida entre los asientos vacíos de la orquesta. Ningún día tuvo ya sentido hasta la noche de la violinista. Esta noche. Nunca pensó sentir de nuevo el fuego de la verdad latiendo en su pecho hasta que la joven tomó el violín como se toma una flor y comenzó a deshojar melodías y secretos que sólo él conocía.
Abrió los ojos para contemplarla nuevamente. Era bella, muy bella. Seguía tocando como si en ello le fuera la vida. Sus ojos estaban húmedos y miraban sin ver hacia el infinito que se extendía detrás de él. Su tierna mano agitaba el arco entre las cuerdas del pequeño y agudo instrumento, desbordando las últimas notas sublimes mientras una lágrima corría por sus mejillas y caía sobre el mástil del violín, en el instante en que el sonido de la última nota se agotaba en el aire. Todos guardaron silencio. Un silencio triste y reverente. Por un momento le pareció parte de la pieza, tan musical era y tan apropiado.
La joven se puso en pie y sus ojos dejaron de mirar al infinito. Dejaron de mirarle. Aquellos ojos tan familiares y tan tristes, se fundían en hermosura mientras las tiernas manos de la violinista depositaban el sublime instrumento sobre el féretro inerte de su padre. Y él le dedicaba una sonrisa mientras se disolvía en el viento, que ya interpretaba la melodía infinita con el inconfundible sonido de un violín singular.
Rosamar
CON PENAS EN LOS BOLSILLOS
Le obsesionaba de tal manera la idea de salir de casa dejando un grifo abierto que cada día, antes de ir a trabajar, cogía su móvil y tras acceder a la opción de video, se grababa cerrando los grifos.
Luego, ya en el trabajo, cuando la azotaba algún "y si me los he dejado abiertos" mezclado con alguna imagen catastrófica de inundación, tan sólo tenía que pulsar el botón de PLAY para que su cerebro se relajara como si contemplara el planeo de un avión de papel.
Que si revisaba el correo...PLAY; que si calculaba los gastos de gestión de un cliente...PLAY; que si se tomaba un café...PLAY. En los días tranquilos sólo mareaba al botón unas tres veces, pero en los de mayor obsesión comprobaba hasta que la batería del móvil le avisaba con tercos pitidos de su finitud, entonces llamaba a Luis para comprobar que todo estaba correcto.
Era miércoles, había sido un día de pocos PLAYs. Abrió cansada la puerta, estaban echadas todas las vueltas de llave. Luis no estaba. Se dirigió a preparar la cena, y en la cocina encontró enmarcada por el negro tizón de la vitrocerámica una nota. Tragó saliva y vio que sus miedos se asomaban sobre el papel intuyendo un desahucio amoroso. Y después de leer sintió que acababan de retirarle el suelo bajo los pies. Las primeras lágrimas embadurnaron su mirada de rimel; se vio sucia y se lavó la cara hasta eliminar el último resto de maquillaje. El agua corría al ritmo de sus lágrimas. Cuando terminó ni siquiera se molestó en cerrar el grifo. Como una zombie se dirigió a la entrada y, envuelta en silencio y soledad, se desplomó al lado de la puerta como si fuera un perro que espera ansioso a su amo. Soportó el peso de la cabeza sobre la madera y, en cuanto cesaron los hipidos, sin más ambages, empezó un striptease emocional de sí misma ante sí misma. Con orden obsesivo colocó su análisis en columnas mentales. En la primera columna situó todas sus "culpas", en la segunda sus "debería", en otra los "por qué" y en la última todas las "desesperanzas" presentes, pasadas y futuras. Al contemplar el futuro se sintió tan vacía como un peluche al que acabaran de retirar el relleno. Y se pasó toda la noche rumiando temas con banda sonora triste.
El sonido de un despertador lejano la sorprendió dormida. Se levantó de al lado de la puerta, retiró sus legañas con el agua corriente, y cerró el torrente sin comprobaciones ni PLAYs. Mientras caminaba hacia el coche, con la mirada perdida en el suelo, se dio cuenta de que lo único que había cerrado a conciencia durante todos estos años era el grifo de la alegría.
Comenzó a conducir en dirección al trabajo hasta que una cortina de lágrimas barrocas enturbió su mirada obligándola a parar. Estaba cerca de la playa. Se limpió las lágrimas con las mangas de la blusa y aparcó el coche en el primer hueco que intuyó suficiente. Se bajó a pasear por la orilla con la pretensión de recobrar el control. Su cuerpo se encorvaba obstinadamente en dirección a la arena invitándola a contemplar las conchas y los cantos polimorfos. Y sin demasiada consciencia empezó a recoger piedras; primero las mejor tratadas por su concepto de belleza, luego las más pesadas; y se fue llenando los bolsillos con ellas. Y cuando se sintió tan pesada como una estatua de mármol caminó hacia el interior del mar dejando que el agua la inundara, la lamiera, la besara. Pero el dolor que sentía no pudo ser remediado con los besos de la marea. Tal vez por eso se abandonó permitiendo que el agua ahogara sus piedras y sus penas.
Popeya
DIÓTIMA
Cuenta la leyenda que en los inicios de nuestra historia una joven llamada Diótima escribió en su antigua lengua el más sagrado de los relatos. En él su palabra no era la suya, en él estaba inmerso la inmensidad del universo, en él todo era posible: la fama y el olvido, la luz y la oscuridad, la buscada eternidad.
Pero solo compartió aquella creación con un niño. Únicamente él fue el elegido por la elegida. Ambos en soledad total reflexionaron a lo largo de sus vidas sobre tan divina y profunda manifestación literaria.
Al final de sus días en una ceremoniosa ocasión, Diótima, ya sin fuerzas humanas, dejó su historia a su querido discípulo. Éste, luego de meditarlo, derritió tan iluminadas palabras. Sin embargo, antes de ellos las había leído por última vez y había memorizado varios de sus pasajes.
Pasó el tiempo, pasaron los días y el discípulo no podía evadirse de sus pensamientos. Nada lo distraía de sus continuas divagaciones. Tanto ocupaba su pensar que deambulaba por las calles reflexionando en alta voz. Algunos curiosos lo tildaban de loco, otros seguían su razonamiento, otros apenas notaban su presencia. Entre aquellos que lo seguían comenzó a destacarse un inteligente muchacho. Éste continuamente creía encontrar la verdad, pero luego era persuadido por su maestro de sus errores. No obstante, aprendía de ellos y, con los años, logró obtener una gran y elogiable sabiduría.
Fue el tercer elegido, fue el que recibió tan apreciado legado por medio de la voz y la experiencia de su antecesor. Fue el que intentó trasladar nuevamente a la escritura el maravilloso relato de Diótima. Mas no lo logró perfectamente. El ideal se había perdido. Nos quedan únicamente fragmentos de lo que fue la más sagradas de las historias.
Quizás, en algún lugar lejano o cercano, exista otro elegido, otro pensador, otro singular creador.
Sebastián Narváez
PÉRGAMO
Longino, sentado en el escritorio mejor iluminado de la sala de escribas, trazaba sobre la superficie del papiro letras diminutas, manejando el cálamo con maestría. Copiaba para su benefactora Atia una de las obras más codiciadas de la biblioteca de Pérgamo, aquella que describía como, por designio divino, los hombres habían asignado a símbolos pictóricos diferentes sonidos, creando el alfabeto y la escritura. Antes de comenzar su trabajo, se había deleitado acariciando la superficie del papiro, recordando su tacto, familiarizándose de nuevo con él, pues hacía tiempo que en aquella sala, no hace mucho llena a rebosar de talentosos escribas, no se disponía de este material.
Alejandría, en su afán por poseer la mayor biblioteca del mundo, había prohibido el comercio de líber con Pérgamo al verse amenazada. Los rollos ya no llegaban, los escribas comenzaban a olvidar su arte, los talleres de papiro habían cerrado al no recibir la materia prima necesaria, y nunca más se volvería a ver en la ciudad a artesanos uniendo los fragmentos de corteza de líber para crear las grandes hojas sobre las que plasmar arte y sabiduría. La ciudad de Longino se había visto obligada a involucionar, a dedicar su fuerza a criar bestias y cultivar alimentos de nuevo y la gran biblioteca permanecía desierta.
Cuando la luz del sol se tornó insuficiente para continuar con su tarea, pidió al guardián de la sala que vigilase el papiro, puesto que era un artículo de lujo en aquellos días, y Longino no quería provocar la ira de Atia. El vigilante rió, nadie podía permitirse el lujo de encontrar una superficie donde escribir aquellos días aciagos por lo que, cuando regresase, el rollo de papiro seguiría donde lo había dejado, en aquella sala caída en desuso.
Mientras esperaba a que la tinta se secase, visitó el local de Senet más grande de la ciudad para distraerse y olvidar, con un vaso de cerveza, la situación de la desgraciada Pérgamo. Distraído, intentando encontrar el motivo por el que los dioses habían decidido desatar su furia contra aquel centro de la sabiduría, se acercó a él su sobrino Tito, inquieto y curioso, dotado de una gran inteligencia. Longino temía estos encuentros, pues ante la insistencia del joven por aprender el arte de la escritura, él solo podía ofrecerle largas. Sin embargo, esta vez el motivo de Tito era otro.
Desganado, acompañó a su sobrino hasta el antiguo taller de papiro en el que había trabajado hasta su cierre. Una vez dentro, el joven cerró a conciencia puertas y ventanas, antes de levantar la tapa de un gran baúl de ébano y sacar de él una fina lámina de un material que Longino desconocía. Tito, con ojos brillantes, le preguntó si serviría como base para la tinta. Su tío no dijo nada y se fue corriendo a la biblioteca. Enrolló descuidadamente el papiro de Atia, ya seco, y cogió su cálamo con seguridad. La tinta se integró sobre el nuevo material con trazos finos y desiguales, más legibles que en el papiro. El escriba no pudo hacer otra cosa que sonreír.
Volvió enseguida junto a Tito para que le explicase qué era aquel asombroso material y preguntarle cómo conseguir más. Su sobrino le explicó que había conseguido que un comerciante persa le explicase cómo crear aquel material a base de piel de oveja, cabra o terneros. Ante las ansias de saber de su tío, el joven le mostró el proceso de fabricación con la piel del ternero que su padre, criador de reses, había matado aquella mañana. Después de sumergirla en cal, la raspó para quitarle el vellón. Ya a la luz de las velas, la limó por ambas caras sobre una piedra lisa, para igualarla y, para terminar, la raspó con una piedra pómez.
Asombrado por haber encontrado el método con el que solventar el declive de Pérgamo, no tardó en visitar a Atia, que gratamente sorprendida, no tardó en dar a conocer el proceso de fabricación y financiar a los antiguos artesanos de papiro para que aprendieran a fabricarlo y remodelasen los talleres para su nuevo menester. La ciudad fue salvada de la caída y la biblioteca volvió a estar llena de escribas.
En una de sus conversaciones con Atia, Longino se dio cuenta de que, cuando una cosa no tenía nombre, no podía presumirse de que esta existiera realmente. Finalmente, y en homenaje a su amada ciudad, decidió nombrar aquellas finas láminas de piel como pergaminos.
Tito, convertido ya en un famoso escriba no dudó en plasmar sobre un pergamino la historia retocada, en la que él mismo había descubierto cómo crear el material sobre el que ahora escribía, y fue admirado por todos sus conciudadanos. Había logrado juntar una fortuna, que ya competía con la de Atia, enseñando el proceso de fabricación del pergamino y se había convertido en un hombre altivo y déspota.
En su lecho de muerte, Longino agarraba la mano de Atia mientras miraba a su sobrino con desprecio, desencantado tras haber leído la historia ficticia de cómo Tito había ideado el pergamino. Jamás había pensado que aquel hombre se hubiera convertido en un mentiroso, un fabulador. Las últimas palabras de la vida del anciano escriba, tacharon a Tito de ser un alejandrino que impedía que el saber fuese propiedad del pueblo, causaron mella en él.
Pasó meses recluido en su villa, arrepentido, con la única compañía de sus pergaminos, cálamos y tintas, hasta que un día decidió enmendar su error. Fue a casa de Atia, donde se encontraba el manuscrito de la historia de la creación del pergamino. La anfitriona lo recibió ofreciéndole un zumo de granada que él rechazó amablemente. Atia lo guió hasta su habitación y le tendió el pergamino, enrollado cual papiro. Cuando Tito lo iba a coger, lo retiró rápidamente y miró hacia un rincón de la estancia, donde había un pequeño cesto de mimbre. Le explicó que dentro había un regalo para él, por su gran labor como escriba. Confiado, él abrió la cesta, pero antes de que le diese tiempo a reaccionar, una cobra enfurecida clavó los venenosos colmillos en su cara. Él se quedó tendido en el suelo, inmovilizado, mientras veía a Atia extender el pergamino sobre una preciosa mesa de ébano tallado. Con una lima, la mujer raspó los lugares del pergamino donde aparecía el nombre de Tito y, mojando el cálamo en tinta negra, trazó los caracteres de su nombre en los espacios en blanco.
Las últimas palabras que Tito presenció en vida, fueron la que Atia pronunció tras una risa siniestra.
"La gloria será mía"
Necart
EL NIÑO DE LA CARRACA
En un pueblo de montaña, en la ladera de un valle, transcurrió hace varias décadas una historia que aún cuentan los ancianos del lugar. Todo empezó en un patio de vecinos.
Era un día de primavera. El centro del patio estaba al descubierto y daba algo el sol. Lo rodeaban unos pasillos techados. Arcos con columnas sostenían los techos de tejas. Eran las 4 de la tarde, una tarde de verano. Bajo los techos, 4 o 5 mujeres jugaban al bingo. A unos metros, 5 o 6 hombres bebían vino en una mesa. Reían y hablaban. Apuraban sus vasos y volvían a rellenarlos con el líquido morado que llenaba una botella de vidrio verde. Un niño moreno peinado impecablemente con la raya al lado daba vueltas por el patio. Llevaba en su mano izquierda una carraca. La giraba sin parar.
-Crjjjj, crajjjjj, carrrrr, crrrjjjj....
Paraba unos instantes. Después seguía.
-Crjjjj, crajjjjj, carrrrr, crrrjjjj....
-¡Niño, calla ya! –chilló un hombre de unos 55 años largos con una gorra de marino. Tenía el pelo gris y la cara cuarteada.
-¡Hay que ver qué pesadito es este niño, a ver si se calla ya! –dijo una mujer joven que jugaba al bingo.
-¡Sí, estate quieto ya, niño! –dijo una mujer que hacía calceta junto a la ventana de su casa. Era mayor. Llevaba un vestido negro y tenía el pelo recogido en una pequeña cola gris oscuro.
-El zagal este me está volviendo loco –dijo un tipo con el marcado acento de la serranía.
El niño seguía.
-Crjjjj, crajjjjj, carrrrr, crrrjjjj....
Paró y miró a sus vecinos. Alzó la cabeza y su gesto no expresaba nada. Después siguió girando la carraca.
-Crjjjj, crajjjjj, carrrrr, crrrjjjj....
Paró unos segundos. Volvió a andar dándole vueltas a su instrumento.
-Crjjjj, crajjjjj, carrrrr, crrrjjjj....
Eran las 5 de la tarde. El niño seguía en ese plan.
Los minutos fueron pasando, poco a poco. Finalmente llegó la hora de merendar.
Todos los vecinos del patio estaban ya muy cansados del ruido que hacía el niño. Algunos de los hombres ya estaban bastante borrachos. Dos de las mujeres también estaban empezando a notar ya el efecto de las dos copas de anís que se habían metido en el cuerpo.
-Crjjjj, crajjjjj, carrrrr, crrrjjjj....
-Yo estoy hasta los huevos de este niño –dijo el tipo de la gorra–. Si sus padres no se lo llevan nosotros tendremos que hacer algo.
-¡Niño, callateeeeeeee! –gritó un hombre grande de cuarenta y tantos años. Era alto y con la cabeza cuadrada. Tenía el pelo marrón claro. Del color del chocolate con leche.
-Crjjjj, crajjjjj, carrrrr, crrrjjjj....
El chico seguía parando unos segundos pero no tardaba en reanudar sus carreras girando la carraca como un loco.
-Crjjjj, crajjjjj, carrrrr, crrrjjjj....
-Cómo me duele la cabeza –dijo una mujer morena. Era muy lozana y tenía un pañuelo blanco en el pelo.
-Ya está –dijo otra de las mujeres–, le daremos unos pastelitos y una valeriana y así se quedará más tranquilo.
-Bueno, por si acaso ponle también un poquito de estos tranquilizantes en los pasteles. No son muy fuertes, pero para un niño valdrán. Seguro que así se pone a descansar y nos deja tranquilos un rato –dijo la mujer morena.
Metieron los pasteles en una habitación junto al patio. Eran siete u ocho. Los pusieron en una mesa con una sillita al lado. También le pusieron un vasito de leche y una taza con una infusión de valeriana. Le pusieron mucho azúcar. Llamaron al niño.
-¡Chiquillo, ven aquí al cuarto a tomarte unos pastelitos! ¡Que es la hora de merendar! ¡Tómate dos o tres, aquí tienes leche! ¡Y bébete esta tacita de infusión, que está muy buena! –le dijeron las mujeres.
-¡Eso, niño, y dejas un ratito tranquilo el cacharro! –le dijo el hombre grande.
El chico se metió en el cuarto. Dejó la carraca en la mesa y se sentó. Cogió un pastel y los adultos se fueron para el patio. Siguieron cada uno en lo suyo.
Al rato, el tipo grande dijo:
-Qué tranquilo se está sin el niño, eh.
-Sí, sí, se habrá comido los pasteles y se habrá quedado allí sentado o se habrá ido a su casa –dijo la lozana morena.
-Bueno, voy a recoger las cosas del cuarto –dijo la mujer mayor.
Entró en el cuarto.
¡¡¡¡¡¡AAAAHHHHHHHHHHHHHHH!!!!!! –se escuchó.
Los demás corrieron hacia la habitación y vieron al niño tendido en el suelo. La vieja estaba con los ojos medio cerrados y la mano en la cara. Estaba apoyada en la pared y parecía que se iba a desmayar.
-¡Anda, se ha comido todos los pasteles! –dijo la lozana morena.
-Qué niño más glotón –dijo de forma insensible el tipo grande de pelo marrón.
-Voy a tomarle el pulso –dijo el hombre de pelo gris y cara cuarteada. Se agachó y le cogió la muñeca.
-No respira –dijo poco después.
-¡¡¿Qué hemos hecho?!! –gritó asustada la mujer lozana–. ¡¡Quién nos iba a decir a nosotros que el niño se iba a comer todos los pasteles!!
-Bueno, habrá que avisar a su familia y a las autoridades. Pero que nadie mencione nada de esto nunca, ¿escucháis? –dijo con frialdad el tipo grande.
Con esto se refería al envenenamiento accidental del chico. Los otros lo sabían.
Todos le miraron asintiendo cabizbajos.
Días después fue el entierro. En el cementerio del pueblo había un gran luto. Al fondo, algunos vecinos cuchicheaban. Los implicados en la muerte se dirigían miradas que lo decían todo, que lo callaban todo. Sólo la joven lozana parecía algo más nerviosa.
El sepelio terminó y pasaron los días.
La vida ya no volvió a ser igual para los verdugos del Niño de la Carraca. La mujer mayor no logró reponerse del desmayo. La impresión que le produjo ver al crío sin sentido le provocó una crisis de la que no se recuperó.
El patio donde anteriormente había vivido y jugado el niño se fue quedando vacío poco a poco. Los implicados en la muerte del niño nunca dejaron de escucharlo. Todos tuvieron mala estrella desde ese momento.
Un día que el tipo grande de pelo marrón conducía su tractor por las afueras del pueblo escuchó algo a su espalda. Al principio era un murmullo, pero se fue convirtiendo en una voz de niño fuerte e insistente acompañada del sonido de una carraca. Se giró hacia atrás para ver y milésimas de segundo después estaba cayendo barranco abajo a causa del despiste. No sobrevivió a aquello. Tampoco nadie le echaría de menos. Era un mal tipo.
El otro hombre, el del pelo gris, abandonó el pueblo porque no podía vivir tranquilo, le atormentaba el recuerdo del niño. Escuchaba el sonido de la carraca día y noche y no podía dormir. Terminó vagando por las calles de una ciudad lejana. Convertido en un mendigo.
La lozana morena siguió viviendo en el patio unos meses. Escuchaba a todas horas el sonido de la carraca, no se lo podía quitar de encima. Tras un tiempo en esta situación terminó enloqueciendo, no pudo aguantar más y la llevaron a un manicomio. Mientras se la llevaban oía: «Crjjjj, crajjjjj, carrrrr, crrrjjjj....»
-¡¡Nooooooooo!! –gritó con la camisa de fuerza ya puesta y agarrada por dos loqueros.
Hoy en día, el patio donde ocurrió aquella tragedia está abandonado. En el pueblo se dice que todavía se escucha una carraca sonando en las noches de invierno.
Siburg
CARTA A UNA AMIGA (reflexión de domingo)
Lo primero de todo decir que no sabía muy bien cómo empezar esto, ni cómo afrontarlo. En fin, comenzaré advirtiéndote de que no me gusta nada cuando.... Bueno, cuando os veo así. No sé si son necesarias o no las situaciones en las que actualmente estáis envueltos, por las que atravesáis; ya sea queriendo o sin querer. Repito, no lo sé. El caso, lo único cierto (que no certero) es que están ahí; existen.
Me pides consejo, y eso es de agradecer (confianza que con confianza espero poder devolver) pero no haría falta si tal asunto no hubiese llegado a tal estado; a ese punto. Mas a mí no me concierne opinar, juzgar; criticar por supuesto. A mí me toca, como amigo y como solicitado, ofrecerme como se ofrece un voluntario: con entrega desinteresada.
Espero poder ser de ayuda; aunque he de advertirte que palparlas y moldearlas a mi humilde opinión quizá sea un desacierto por mi parte, las diversas situaciones por las que estáis atravesando me refiero. Pero ya que me tocó padecer tu dolor diré lo que pienso: te diré algo que tal vez pueda ayudarte, o simplemente lo enrede aún mas (Eso dependerá, tanto de cómo lo percibas, y de cómo sea capaz yo de expresarme) ¡allá voy!
Cómo decirlo... En mi caso concreto, en mi relación de pareja, tiempo hace ya extinta por otra parte, fue que no hice otra cosa más que dudar. Dudar y dudar.
Eran nubes blancas sí, pero nubes al fin y al cabo lo que veía en mi horizonte. Y dejando a un lado el poder haberla querido más o menos, porque evidentemente algo de todo eso existió, me ocurrió que empecé a experimentar la sensación visionaria, cual Nostradameus. Comencé a ver, contemplar más allá del presente; y mirar al futuro era algo que me atenazaba. Algo que me sigue atenazando irremediablemente por más que trate de evitarlo. Intento luchar contra ello, sí, contra el miedo que me produce la incertidumbre; que es el porvenir (ya sea lejano o inmediato) Pero me cuesta gran esfuerzo ¿Qué puedo decir? Siempre fue así, mi vida-mis normas; Y a mí siempre me asustó el futuro.
Bueno, que me pierdo. No he venido aquí para hablar de mí. He venido aquí para tratar de ayudarte. Pero he de confesar, no ya en lo que nos acontece, sino en un plano general, que yo no soy la persona ideal. Y ni mucho menos la persona perfecta (Disto mucho de ello) Mis defectos son tantos y tan variados que a muchas veces empañan mis dudosas virtudes. En el amor no fue una excepción: Siempre fui mejor amigo que amante.
A lo que iba, me veía alertagado, aborregado, sumiso y consentido. Y no sé si fue por miedo que, las ganas infundadas, terribles, de salir corriendo en dirección contraria a todo lo que se postró ante mí, penetraron en mi mente. Imaginé un futuro, un futuro junto a otra persona, y no sé si sería porque no era la persona que realmente quisiera para eso, o porque soy un cobarde para ciertas cosas ¡Siempre las eternas dudas! Que me sentí como un perro con el rabo entre las piernas (Asustado y temeroso. Perro cobarde, perro sin dueño. Ese era yo; he sido siempre yo)
Hoy siento síntomas de mejora. Quizá los años me van curtiendo, o quizá sea la soledad que a mi piel se va adhiriendo, pero hoy creo llegar a la conclusión de que más allá de la libertad individual como persona existe también una libertad colectiva. Y que una no es razón para destruir a la otra. Creo, se puede conseguir una relación de pareja donde una libertad colectiva sea cierta; y donde la libertad individual no sea aplacada, perseguida. Pero repito, creo; pues aún no he tenido la oportunidad de averiguarlo.
Es una incertidumbre que espero algún día desvelar. Al igual que mis miedos: espero poder acallar. Existe una frase muy buena que más o menos dice lo siguiente - El deseo de acostarse con una persona ocurre muchas veces, pero el deseo de dormir junto a otra ocurre con una sola - Y a mí siempre me gustó dormir solo. A mí siempre me gustó dormir solo... hasta hoy. Hoy lo único que pretendo simplemente es dormir (solo o acompañado)
Espero no te estés durmiendo, riendo o vete a saber qué. Ya te lo advertí que quizá no sea buena idea pedirme consejo pues tal vez palparlas y moldearlas a mi humilde opinión sea un desacierto por mi parte, las situaciones por las que estáis atravesando me refiero.
Ya has visto, me he perdido entre metáforas incluso; entre palabrería que en la postrimería de la contienda poco o nada tendrá que ver. El caso de todo es que, en mi mencionada relación de pareja, me veía coartado en mi libertad como persona, impuestos unos grilletes que no aceptaría, porque siempre pequé de ser muy libre (E ingenuo claro, porque estoy atado a casi todo... Como todos) Aunque, ya he aclarado que esto no necesariamente tiene que ser así. Y me pesó como una gran losa de cemento. Eso sí, lo que no hice fue tomar decisiones drásticas. Ni con tigo ni sin ti, podría decirse. O como el perro del Hortelano: ese que ni jode ni deja joder.
Quise tomarme un tiempo, reflexionar. Y claro, tanto dudar y dudar hicieron mella en la relación. Le infundé a la otra persona mis dudas: Y eso desencadenó en el hecho inequívoco de que al final se cansará de mí, y con razón. Y me dejara (no la culpo)
Al principio de dejarlo lo veía de una manera, tiempo después de otra. Ya en frío comencé a sacar conclusiones. Pero dejaré las conclusiones a un lado, no vienen al caso.
Ese es mi ejemplo vivido. Quizá hoy en día no actuaría como actué, no lo sé. El caso es que lo que pasó pasado está. No se puede volver atrás, y el daño queda hecho. Lo que sí es primordial es sacar una lectura de todo ello. Siendo consciente de lo negativo quedarse únicamente con lo positivo. En mi caso me sirvió, sin percatarme entonces de ello, para darme cuenta de lo bonito que es, de la magia que destila el hecho de que dos personas se amen. Es por eso que me sirvió para darme cuenta de "Qué es lo que no quiero" Y de ahí que desde entonces ande con pies de plomo (Pues dar palos de ciego en el amor sería un intenso sufrimiento, y no por miedo; sino porque no quiero hacer sufrir a nadie) Y no lo dudes, que amor existió a pesar de todo.
La conclusión, pues me temo que me enredo, lo que realmente quería decirte (Al margen de lo que ya hablamos la noche anterior), es lo siguiente: Tu libertad como persona no tiene por qué estar reñida con tu relación de pareja; Es difícil, bien que lo sé..., pero no tienen por qué ser incompatibles (¡Lucha!, intenta buscar la senda que te lleve por ese camino)
Y una última cosa para terminar. Si tú te sientes mal, si continuamente te muestras irritada, conseguirás que la otra persona lo esté. Y eso puede hacer que se forme una rueda, que gire, y que luego sea muy difícil de parar. Ten cuidado. Y nada. Los consejos, las verborreas que nos marcamos etc. De poco sirven, créeme. No existe un manual para esto que es la vida, o el amor (Ni soy yo un ejemplo a seguir... Consejos doy que para mí no tengo) Tu corazón o tu alma son tu guía, ellos te indicaran el camino a seguir, marcaran tus pasos. (Síguelos)
Escrito durante el transcurso del verano de 2008
Javier P
LA PUERTA GIRATORIA
De niña, Ana tenía dos patios. Tenía dos patios, dos jardines, dos casas, dos perros, dos madres. Trece gatos. Estas repeticiones y rarezas habían entretejido su particular sentido de la realidad. Ana aceptaba con calma el hecho de no poder distinguir el sueño de la vigilia. Jamás se había inquietado al ver seres pesadillezcos en plena calle y viceversa. Compartía su vida con los personajes más extraños: locas, perros, ciegos bicolor, aristócratas con cabeza de buitre; un origami de caras abriendo sus símbolos para ella.
Pero esa noche fue diferente.
Viajaba en colectivo. Iba sentada del lado de la ventanilla. El día era diáfano y no parecía existir peligro. "Sin embargo algo va a ocurrir", le decía una voz irreconocible y familiar a la vez. Ana se estremecía. Comenzaba a frotar mecánicamente sus brazos para darse calor. Algo frío la rondaba. Podía sentirlo en el regusto metálico y en los latidos oscuros.
De pronto, tocaban su hombro.
Ana despierta sobresaltada. Es tarde. Se viste con prisa. Baja. Afuera no hay nubes y eso la aterra.
Mientras espera el colectivo una sensación la alcanza. Ya ha tenido ese sueño. Entonces comprende. Está atrapada. Sus madres lo llamaban: la puerta giratoria. Una vez adentro las escenas se repiten inexorablemente hasta que se consiga romper el círculo. Ana necesita despertar y siente miedo. ¿Qué significa estar realmente despierta?
En el 110 el último asiento vacío da al pasillo. Esto la tranquiliza. No se sentará junto a la ventana, como en el sueño. Avanza despacio. Una saliva agria repta en su boca. De pronto el vehículo da un salto y Ana cae con horror. A su lado hay una mujer de espaldas. Frota sus brazos como si tuviera frío y observa la calle con desesperación.
Ana alarga su mano.
Sr. Wanatú
LA CASA DE RUBÉN
La casa era muy grande y estaba junto a la plaza de los laureles de indias, en una callejuela estrecha, cerca del lugar donde se había cometido un crimen, del cual se habló mucho en toda la comarca. No he dicho que pasé mi niñez en este lugar, sobre todo, en las vacaciones estivales. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa rural y de un pueblo no demasiado grande; tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas, donde había plantado un drago y algunos frutos menores para el consumo de la casa. A la entrada principal había un jardín, con plantas de la flora canaria, tales como: una palmera, un mocan, cactus, yedras, verodes...
Mi amigo y yo jugábamos en el jardín a los boliches, al trompo, con un camión, una pistola de hojalata y con un reloj que no andaba, justo al lado de las enredaderas y en un terrero con anchas losetas y adoquines en sus bordes, rodeado por muros coronados por maceteros y jardineras con piteras, cactus y demás plantas ornamentales autóctonas de Tenerife; fue una larga velada, que nos llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, Rubén, que estaba cansado y tenía sed, estiró los brazos y dijo: - Qué tontos y pequeños son esos juguetes.
Era un caluroso día de verano. Mi amigo y yo decidimos dar un paseo y pasamos frente a la puerta de un caserón antiguo que estaba en el Camino Real, propiedad de unos terratenientes de la ciudad. No sé si él golpeó esa puerta por travesura o distracción, tampoco sé, si tan solo amenazó con el puño, sin llegar a tocarla siquiera. Cien metros más adelante, junto al camino que giraba a la izquierda, empezaba el caserío, pero al cruzar frente a la casa que estaba inmediatamente después de la primera, salieron de allí unos hombres, para nosotros, eran unos magos del campo, haciéndonos unas señas amables o de advertencia; estaban asustados, encogidos de miedo. Señalaban hacia el caserón y nos hacían recordar el golpe contra la puerta. Los dueños nos denunciarían e inmediatamente comenzaría la instrucción del sumario en el Juzgado de Paz. Yo permanecía calmado, tranquilizaba a mi amigo. Posiblemente, él ni siquiera había tocado la puerta, y si en realidad lo había hecho, nadie podría acusarle por eso. Intenté hacer entender esto a las personas que nos rodeaban; me escuchaban pero absteniéndose de emitir juicio alguno. Después dijeron que no sólo mi amigo, sino también yo, iba a ser acusado. La contestación se recibió con indiferencia. Parecía que, ante todo, lo importante era habernos compenetrado. Destacaban, de entre ellos, el cabo de la Guardia Civil, un hombre joven y vivaz, y su silencioso acompañante llamado Guzmán. Me invitaron a pasar al guachinche campesino que estaba enfrente, suelen ser negocios familiares. Estos establecimientos tienen su origen en los "tenderetes" que montaban muchos agricultores y ganaderos del norte de Tenerife, abiertos desde que se "juraban" las pipas de vino (especialmente tinto), por el día de la víspera de San Andrés y hasta que se les acabase el producto de la cosecha, vendiendo directamente a los turistas ingleses y posteriormente al consumidor local, muy concretamente al de Santa Cruz de Tenerife y La Laguna. Probablemente tenga su origen en la expresión inglesa I'm watching you! /aim wachingye/ "le observo" (indicando con ello que el posible turista inglés se encontraba preparado a probar y negociar). Lentamente, balanceando la cabeza, comencé a caminar bajo las miradas severas de los señores, camino hacia el Juzgado. Estábamos muy nerviosos y pensando que no habíamos cometido ningún acto punible. Aún creía que una sola palabra sería suficiente para que yo, que residía en la ciudad todo el curso escolar, fuese liberado, incluso con honores, en este pueblo campesino. Pero después de atravesar el umbral de la puerta, pude escuchar al juez que se acercó a recibirnos:
-Estos jóvenes me dan lástima.
Sin duda alguna, no se refería con esto a mi estado actual sino a lo que me esperaba en futuro. La habitación se parecía más a la celda de una prisión que una dependencia judicial. De las grandes losas de la pared, oscura y sin adornos, pendía, en alguna parte, una argolla de hierro, y en el centro de la habitación algo que era medio catre, mesa y mostrador, donde trabajaban el juez, el secretario y un auxiliar, que componían todo el personal del juzgado.
¿Podría yo respirar otros aires que los de una cárcel? He aquí el gran dilema. O, mejor dicho, lo que sería el gran dilema, si yo tuviera alguna perspectiva de ser dejado en libertad, una vez que Guzmán me entregara el veredicto del Magistrado. Finalmente, todo quedó en un susto y fuimos absueltos, pero con la advertencia de no volver a pasar por delante del caserón de los ricachones de la ciudad. Cosa que no entendía, ni yo ni mi amigo.
El verano y las vacaciones continuaban y un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados llenos de bejeques secos y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Rubén nos llamaba. Bajamos y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, -me dieron miedo.
La madre con su voz severa, nos sermoneó por nuestra correría, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia en la ciudad y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...
-Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre.
Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres. Habiéndome despertado, por un súbito terror, casi a la primera vigilia de la noche, veo que toda la casa se encuentra completamente llena de la extensa claridad de una Luna en completo plenilunio, cuyo disco emergía entonces de las aguas del mar. Al hallar el silencioso misterio de la oscura noche, seguro también de que aquella excelsa diosa ejercía su majestad soberana, y de que todas las cosas humanas se regían por su providencia, y que no tan sólo los animales domésticos y los salvajes, sino también los objetos inanimados, subsistían por la influencia divina de su luz y de su poder; que sobre la tierra, en lo alto de los cielos y en las profundidades del mar, los mismos cuerpos ahora aumentan, ahora disminuyen, siguiendo el proceso de su incremento o de su descenso.
Desde aquel día esquivé como pude ir a la casa de Rubén, pero una tarde volví a ver a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas porque había muerto el marido de la madre de mí amigo; me miraron y sentí frío al verlas.
Cuando concluyó el curso y, volví de vacaciones a nuestra casa de veraneo en el pueblo, ya no veía a Rubén: estaba tranquilo: pero un día me avisaron, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, con temblores, debido a la fiebre alta y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, ésta, que se llamaba Petra, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...
Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie. Rubén y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida...; llamaban..., nadie. Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.
-Es mi hermana, mi hermana -dijo Rubén.
Y, convencidos de esto, buscamos las dos conchas por todas partes, y pusimos en su cuarto un cuenco, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»
Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.
Rubén languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la cámara en nuestras caminatas por los caminos y rincones de la zona.
Una mañana, se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar la foto, la madre decía: la "afoto", a sus parientes de Venezuela. Rubén y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Rubén y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.
Yo salí del zaguán y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Petra. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la he visto en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.
Acto seguido empecé a recordar las palabras de Petra: "No sabes la fuerza que tengo; rompo un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que muevo un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo. Quién ha dicho que estoy loca? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto. Desde que nací, todavía no he despertado".
La primavera no se había mostrado agradable. Sobreexcitado por la difícil y rara figura que había visto por la mañana, que me exigía extrema preocupación, penetración y escrúpulo, Rubén no había podido detener, después de la comida, la vibración interna de lo ocurrido. Tampoco había logrado conciliar el sueño reparador, que le iba siendo cada día más necesario, a medida que sus fuerzas se gastaban. Por eso, después del café, había salido, con la esperanza de que el aire y el movimiento lo restaurasen, dándole fuerzas para trabajar toda la tarde y parte de la noche. Yo seguí pensando en la hermana de mi amigo, pero su imagen no se iba de mi pensamiento. Traté de relajarme y dormir, dado que mis vacaciones eran cortas y debía descansar todo el tiempo posible. También pensaba que el próximo verano no iba a ir más a la casa de Rubén, para no encontrarme con su hermana, ni con los misterios que ocurrían en su casa Así pasé mis vacaciones ese verano con mi amigo Rubén.
Después de haber pasado muchos años, sigo acordándome de mis vacaciones en el campo, de la casa de Rubén, del guachinche, del caserón y del juzgado. Tampoco puedo olvidarme de Petra y de su misteriosa imagen.
Ppinexp
VISITANTES DEL VERANO
(El mosquito en la nevera)
En pleno verano sucedió algo bien particular en la cocina de mi casa, en la nevera para ser más exacto. Resulta que uno de esos mosquitos de la fruta se logró introducir en la parte menos fria del aparato. Lo vi por vez primera un día que iba a preparar una ensalada y buscaba un poco de lechuga; intenté desalojarlo de un manotazo pero fallé y no insistí, tenía mucha hambre. Tiempo después de olvidado el incidente quise un poco de leche para el café y ahí estaba de nuevo. Habían pasado muchos días, tal vez varias semanas, pero estoy seguro se trataba del mismo mosquito. Reconocí su vuelo y su vientre abultado pero sobretodo sentí una conexión inexplicable con ese ínfimo ser que esta vez hizo un par de maniobras en el aire para salvar su vida o por lo menos su permanencia en la nevera. Se aseguró volando detras de una mermelada.
El vuelo de los mosquitos de la fruta no es tan rápido y zigzagueante como el de las moscas comunes. En realidad tienen un vuelo lento y pesado e incluso son fáciles de atrapar pero mi nevera es refugio ideal para un mosquito. A apesar de no estar muy llena abunda en recipientes, bolsas o empaques varios y eso para no hablar de lo propicio como escondite que es el compartimiento de frutas y verduras. En esta ocasión cerré la puerta y volví a dejar el mosquito atrapado pero esta vez me pregunté porqué aún seguía ahí si todos sus compañeros, los demás que vi en la cocina, habían estado revoloteando al rededor de un dulce racimo de uvas, sobre el comedor, que desaparecieron cuando las comí, hacía muchas semanas.
De este ultimo incidente pasaron algunos dias y me volví a olvidar del asunto. En realidad pensé que la proxima vez que iba a saber de ese ser seria en forma de un pequeño cadaver. Pero no fue así y una tarde al volver a casa, después de más de un mes de ausencia, iba a guardar un queso y lo volví a ver. Esta vez, muy cómodo voló detrás de una lata cerveza y luego se asentó sobre un pedazo de coliflor. En ese momento me pareció un verdadero intruso y pensé en alguien que esta encerrado en un supermercado pero por supuesto sacando ventaja de la situación. Creí que todo lo que comía, proveniente de la nevera, habia sido primero probado, pisoteado o husmeado por el mosquito. Ahora si estaba decidido a sacarlo y tuve hasta tiempo para averiguar algo sobre el invasor. Cerré la puerta y me dirigí a buscar información sobre el insecto. Busqué detalles en una enciclopedia de biología y me di cuenta que se trataba de un díptero, una drosophila melanogaster o mosca comun de la fruta; tambien supe que, debido a su fácil manipulación y relativamente corto periodo biológico, era de uso frecuente en laboratorios de genética. Por corto período biológico se entendian unas cuatro semanas, máximo, en condiciones óptimas a una temperatura ideal (unos 25°C). Estoy seguro de que llevaba por lo menos dos meses y algunas semanas en mi nevera y se trataba del mismo individuo. Se me ocurrieron varias cosas: que se trataba de un ejemplar extraordinario, una especie de Matusalen de los mosquitos; que tal vez los mosquitos de laboratorio viven estresados y tienen una corta vida y que la ciencia cegatona no sabe de mosquitos prosperos como este; por su puesto se me ocurrió que no se trataba del mismo mosquito, que habia entrado por algún orificio o imperfección de la puerta pero ambas ideas fueron fáciles de descartar, especialmente por el periodo largo que estuve ausente. Me vinieron a la memoria algunos incidentes molestos, sobretodo en el campo, que he tenido con otros insectos: zancudos vampiros o zumbadores que no dejan dormir, hormigas o abejas que buscan compartir nuestra comida, avispas ponsoñozas, gusanos venenosos, polillas que comen ropa o atacan bibliotecas, etc, etc. Tengo que decir que aunque tengo simpatia por la naturaleza en general, en ese momento me acordé de todo esto y me sentí burlado por aquel insignificante bicho.
Esta vez si estaba decidido a expulsarlo. Abrí completamente la puerta de la nevera. Me tomó un poco de tiempo para desalojarlo pero lo hice. Primero sacudí la coliflor y de dos manotazos lo tuve casi afuera; intentó volver pero una tercera palmada lo detuvo.Debo decir que no lo golpeé duro, solo lo desalojé, y con un poco de paciencia hice que se dirigiera a la ventana que da a la calle, por donde tal vez había llegado y ahora escapaba. Desde ese día no se mas del mosquito.
Tellus
(http://img692.imageshack.us/img692/5446/guardiansecreto.jpg)
GUARDIAN ETERNO
Corrían, sus sombras iban quedando atrás, la oscuridad desaparecía ante sus ojos, el deseo los poseía y sus miradas encendían la pasión.
Isabel frenó su paso, dejó su rostro descubierto mostrando su juventud y Juan Manuel deslumbrado por ella la besó con frenesí.
Sus lágrimas se mezclaban con los latidos de su corazón y envolvieron a él en un deseo protector.
La unión de ella con el duque Andrés hacía de este amor un encuentro de amantes.
Nadia despertó, esos sueños y los encuentros secretos, la mantenían viva.
Su amante nocturno, generaba una adrenalina desconocida por ella.
Sus mañanas eran monótonas, careos y conciliaciones de divorcio de seres agobiados de la vida compartida sin amor la rodeaban.
En la oficina su secretaría leía su agenda cuando la calma se quebró. Un torbellino de gritos y un grupo de siluetas irrumpieron en el lugar.
En instantes se vio entre una multitud y detrás de ésta, hombres armados. Pensó en escapar pero, quedó inmóvil.
Un aroma la envolvió, el perfume de Juan Manuel. Su corazón palpitó descontrolado, sintió que su amante nocturno estaba allí a su lado.
Deseaba verlo pero la situación la frenaba hasta que... la voz de él la estremeció, sintió su respirar y un sudor frío la recorrió.
- No temas, ya pedí ayuda. Le susurró.
Tras su voz, gritos y corridas, afuera policías y adentro su amante medieval que la tenía cautiva redujo a los delincuentes. En minutos ella giró su cabeza, pensó que lo reencontraría en su presente, pero había desaparecido.
Otra noche, otro sueño y en él ya no corría, ni se escondía del mundo.
Juan Manuel en su cama la miraba, sus ojos lucían opacos, tomaba su mano y ella lo contemplaba, derramando lágrimas silenciosas.
Sus ojos la despedían, decía aquello que su voz ya no podía, sus manos un medallón se encontraba fuertemente atrapado.
Él cerró sus ojos. Nadia despertó agitada y sintió que Manuel había muerto.
El dolor la invadió. La mañana llegó junto con el abrupto despertar de su sueño y una fuerza la impulsaba a buscar a su amor medieval.
Días después recibiría un regalo comprado en una antigua capilla del Bolsón que la uniría al pasado. El medallón de Manuel volvía a sus manos.
Sin dudar decidió ir en busca de ella y una sensación de deleite para su alma la arrullaba.
Una fiesta tradicional religiosa la recibió, entre la gente y los colores una suave melodía la fue llevando a una región alejada cerca de una capilla que la cautivó.
Ingresó y un grupo de pobladores ejecutaban instrumentos típicos y un guía sobresalía del resto. Ella estaba atrapada por la música y al irse escuchó a sus espaldas una voz conocida.
"Esperé siglos este reencuentro ya sin ocultarnos. Fui un sueño, un perfume, una voz, un medallón y hoy tu realidad. Soy tu guardián eterno, el que te cuidó en silencio.
Mi Isabel estoy a tu lado".
Nadie sabe si el amor se termina cuando la vida acaba, pocos son los amores que atraviesan las barreras de la muerte y siguen encontrándose vida a vida amándose más allá del tiempo.
Ángel
DE CARTÓN...CARTONERO
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_ ¿Dónde vas?
_Voy con mi papa.
Llevo yendo muchos años ya.
O eso creo. Yo no recuerdo no ir.
Y tu? Quieres venir?
_No puedo.
Todos los días antes de ir a casa damos un paseo aunque yo a veces prefiero irme a ver dibujos y a merendar.
_Yo no tengo dibujos
_ ¿Cómo no los vas a tener? Todo el mundo los tiene.
_No pero yo tengo un camión muy grande y desde ahí puedo verlo todo.
Además como me da "mucha aire" me da por reír.
Me río mucho mientras papa frena en seco al paso de cada cartonera.
Entonces se baja y también mi tío.
Cogen los cartones y los lanzan ¿sabes?
Los lanzan muy fuerte y a veces me dan porque yo estoy.
Y ahí los vamos colocando entre "yo y mi primo".
Mi primo es más mayor.
Cuando yo sea grande quiero ser como el, menos........bueno es que no me gusta que se agacha y siempre lo veo el culo y no es que esté flaco eh.
No, que no lo está.
No sé porque se le cae así el pantalón.
A mi no, porque a mi papa, me tiene un cinturón.
Yo digo:-¡Primo que se cae!
Y tiro "pa" arriba pero no hay manera.
No me hace nada de caso.
Siempre está liado con las cuerdas porque todo esto hay que atarlo, que te crees, que cuesta mucho la recogida pa que esto se caiga de la camioneta.
¿Te gustaría venir un día?
Tu me enseñas los dibujos y yo te llevo con nosotros.
Seguro que te gusta y papa me deja, si.
Además paramos un rato todos los días y podemos jugar porque siempre llevo aquí un balón.
No mucho me dejan porque eso que beben en el bar(a papa le gusta ese bar) hacen así, y de un trago.
Un día me dieron a probar y está muy asqueroso.
Se llama ...... ...bueno no lo sé pero que más da.
No te gustaría.
¿Sabes una cosa?
Mi balón tiene un "cosío."
Lo digo porque si tienes tu, es mejor que te lo traigas.
No es que no se pueda con el mío pero es que le ha salido como un chichón y yo sé arreglarlo porque se pincha y eso se va ,pero me ha dicho primo que si pincho ahí esto se va a la chingada.
Yo no sé lo que es chingada así que no lo pincho.
Ahora me está enseñando a silbar y se enfada porque dice que no aprendo.
Dice que es importante que sepa hacerlo porque eso es algo así como decir..!Vámonos maestro!
Y entonces papa arranca y nos vamos.
Es divertido, pero vamos que yo no sé hacerlo.
No me sale y lo hago igual, igualito igualito, te lo juro.
No sé que pasa.
Papa dice que no pasa nada, que ya aprenderé.
Que si ha conseguido aprender la vieja, que yo también voy a saber.
No es que la vieja sea tonta. No.
Es que esto no es cosa de viejas.
Seguro que la tuya tampoco lo hace.
¿Qué estás mirando? Ah....esto es la Cruz de Caravaca.
Me gusta mucho y por pesado papa dice que me la presta, que hoy no hay humor para aguantarme, así que me la ha colgado.
Te gusta eh, pues la del primo es aún más grande.
Lleva una cruz del Cristo de los gitanos.
Nosotros somos gitanos ¿sabes?
Aunque cuando quiere primo hacerme de mal, me llama Payo.
Se ríe de lo rubio y ojos claros, pero papa dice que no le haga caso, que en la piel se ve que soy hijo de carbonero.
Yo me enfado y siempre me duermo.
Ellos creen que enfado por cansancio, pero es mentira, yo no tengo nada de sueño.
No sé por qué todos los días....me duermo.
Petrarca
HISTORIAS DE TABERNA
Me acomodaron en la habitación que daba justo en frente de la taberna....
Todos los niños se dormían con nanas. Yo no.
La farola de la esquina repartía la luz, mitad al tabernero y mitad a mi cuarto. Tenía las cortinas espesas pero se filtraba la amarillenta candileja por las costuras.
Las sonajas de mi cuna se callaban en las noches de juerga y era el compás del tres por cuatro el que ponía música a la madrugada.
En las habitaciones que daban al patio, aquellas del olor a dama de noche y a jazmín, sólo se acostaba el silencio.
En la mía siempre había jolgorio, a veces el griterío me hacia acurrucarme bajo las sábanas, en aquellas disputas de taberna en las que el vino peleón intervenía a destajo, se me apretaba el corazón sin entender como se mezclaban al segundo el drama y la alegría.
Delante de un vaso de vino se disertaba sobre los problemas vecinales, se cerraban tratos, se apostaba por la cosecha, se multiplicaban las alegrías, se sellaban amistades o se juraban enemigos.
Un vaso de vino era la efímera frontera del olvido, la puerta por dónde pasaban las penas para exiliarse.
Eso lo entendí yo mucho después, después que pasaran muchas madrugadas durmiéndome con las serenatas de Abelardo y su acordeón, mucho después de que la mesa de la esquina quedara huérfana de aquellos dos seres solitarios enganchados a la conversación amarga de una botella, mucho después de que el tamborileo de los dedos del tabernero dejaran en el mostrador una partitura flamenca a medio terminar, mucho después de que los novios que rondaban mi ventana, apagaran a pedradas la farola chivata de la esquina.
Desde mi casa se olía el aguardiente cuando en las mañanas de invierno, el frío se arrebujaba en las pellizas.
Al filo del hambre, la hoz, descansaba en el suelo mientras duraba la charla y la copa antes de que, cabizbajos, fueran al encuentro del jornal.
Unos pocos levantaban la voz y yo ya reconocía sus timbres y sus cantinelas.
Luego, una tregua para refrescar los quintos y rellenar las garrafas, preparar en la cocina sobre el papel de estraza unos tacos de tocino con los que empapar el alcohol al medio día.
Esas horas sin bullicio mientras los hombres iban al campo y las mujeres lavaban en los corrales, era mi tiempo para acudir a la escuela.
Allí aprendí muchas cosas, pero guardo lecciones de aquellos que pasaron por la taberna de Pedro y que aportaron a mi vida un conocimiento que no está escrito en ningún libro. Saber como siente un ser humano bajo la rabia, el dolor, la alegría, el hambre, el desamor, la incomprensión... También aprendí que la carcoma de la soledad hace de los ricos la misma viruta, el mismo serrín que con aquellos que beben para olvidar que no tienen nada.
Las señales que dejaba la borrachera por las aceras, amedrentaban a los chiquillos, inofensivos despojos que ensartaban historias con una retahíla triste.
José me daba miedo, aunque cantara. Y reía y lloraba al mismo tiempo y daba tumbos y caía... pobre José.
Recuerdo a Santos, una samaritana que lo llevaba calle abajo hasta su casa dónde mal vivían, camino eterno que alargaba la sombra de los veranos y de la cordura.... Hasta que un día fueron dos, sentados frente a la botella y se acompañaban el uno al otro, a ninguna parte.
El tiempo es lo único que ha pasado, sobrevive mi ventana frente a la taberna, y en ella las trampas apuntadas con tiza de generación en generación. La farola desentona oxidada, la casa vacía sin cortinas espesas que tamicen las realidades.
Ya hay otras borracheras que me quitan el sueño y otra música que me amansa...
Y yo, yo no se si soy la misma, mientras cuento esta historia de taberna en compañía de una copa de vino que me arranca la melancolía.
¡Va por ustedes!
No tengan miedo, no. No voy a cantar.
La Ganduya
LA CASA DE LOS OBJETOS PERDIDOS
Seis de Diciembre.
Caminaba rápido y mis botas quedaban empapadas por los charcos que iba atravesando en mi huida. Sin un lugar al que dirigirse, en mi cabeza se sucedían las imágenes, como si de la secuencia, del más cruel y horrible de los thrillers se tratase.
Me cruce con la señora Hawkins, ella agarraba con fuerza su paraguas tratando de protegerse de la intensa lluvia y del fuerte viento, y se sorprendió al verme calado hasta los huesos. En sus ojos puede ver tanta sorpresa como temor. Sin duda en aquel momento yo no era consciente de la impresión que podía causar a los demás.
Solo me preocupaba yo mismo, solo pretendía huir, pero..., maldita sea ¿de quien?
La vida había dejado de tener sentido para mi. Pocos hombres en mi misma situación hubieran reaccionado de manera diferente, y yo, no me considero distinto a los demás.
Cuantas veces había recorrido St. James street, y nunca me pareció tan desoladora como hasta ahora. La tarde gris y melancólica tampoco ayudaba mucho, pero dentro de mi la luz, esa que muchos dicen se puede ver tras recorrer el túnel, no aparecía, y la oscuridad sumía mis pensamientos en terribles y futuros acontecimientos, que me seducían con el simple ofrecimiento de una tranquilidad y una paz absoluta que darían descanso a mi existencia, a mi vida.
Mi abrigo, hacia lo que podía para protegerme de la tempestuosa lluvia, pero había llegado al punto de que poca agua mas podía absorber, y exhausto él, había dejado ya paso a la humedad que comenzaba a notarse en mi huesos.
Solo contaba la edad treinta y cinco años y en un segundo mi vida desapareció, se marcho casi sin apenas aparecer. Las mañanas de risas junto a ellas habían pasado de ser un regalo del que nunca creí ser merecedor, a una pesadilla, a un mal sueño, al que le tienes miedo, al que temes dar vida en tu cabeza por tu propia cobardía. Huía de esos recuerdos que creamos juntos, por la entupida razón de que me harían mas daño que bien, sin darme cuenta de que si de alguien nunca puedes escapar es de ti mismo.
Al girarme hacia atrás aun podía ver la que era nuestra casa, podía ver a mi pequeña, sentada en los peldaños que daban paso a nuestra casa, allí sentada, rodeando con ambos brazos sus rodillas, y con gesto de enfado, porque sin duda, algo no habría salido como ella hubiera querido.
St James street era una larga calle de casas residenciales a izquierda y derecha, con pequeños jardines algunas de ellas, y otras con elegantes casa portales. Un poco mas arriba, pasada la casa del señor Bell, la calle comenzaba a girar hacia la izquierda, para llegar al cruce con Malbourne street, lugar hasta el que paseábamos, mis chicas y yo, las tardes en las que el impredecible tiempo londinense lo permitía. Desde allí, se vislumbraba la ciudad, la gran ciudad. Pero cuando calle arriba caminábamos no era para adentrarnos en la gran urbe, sino para descansar y sentarnos en un viejo banco de madera maltratado por el tiempo, y en el que reza una leyenda que dice "Me disteis la vida, tomadla si la necesitáis". Allí sentados nos sentíamos a salvo de todo cuanto acontecía a pocas millas de nosotros.
Pero nunca estamos a salvo, siempre acecha algún peligro, y el más malvado de todos es aquel que no tememos. El que nos arrebata lo que mas queremos sin darnos tiempo a sufrir la pérdida. Es ese, tan cruel él, que no permite que las lágrimas caigan ni que los ojos se humedezcan.
El viento había comenzado a soplar con mas fuerza, la lluvia chocaba contra mi cara y sentía que me hacia daño: poco importaba. Mis pasos habían dejado de ser ágiles hacia rato, se habían vuelto dificultosos a causa de la fuerza de un viento que ponía todo de su parte para impedir mi huida. Maldito él.
Los árboles que me encontraba a mi paso se retorcían con inusual violencia, las hojas luchaban por seguir unidas a ellos, pero resultaba difícil.
La noche aun no había caído totalmente, quedaba en el cielo esa triste luz azulada que precede a la oscuridad de la noche, y que cada día se resiste a marcharse, aun sabedora que su final es irremediable.
"Me disteis la vida, tomadla si la necesitáis". Sentado en aquel banco mis dedos recorrían cada surco de cada palabra escarbada en la vieja madera. No había transcurrido ni un solo día, y allí habíamos estado riendo, planeando que hacer al día siguiente, mientras que mi pequeña agarrada a mis hombros se balanceaba y me preguntaba una y otra vez, hasta encontrar respuesta, el por que el cielo oscurecía cada tarde o por que la Dama Blanca, subida allí arriba no se aburría siempre de vestir con el mismo vestido blanco.
La lluvia hacia horas que continuaba incesante y yo seguía allí sentado, el tiempo parecía no querer avanzar, mientras que yo rezaba para que solo retrocediera y me devolviera cuanto me había quitado. Mis manos ocultaban mi rostro de todo aquel que se aventurara a caminar aquella noche por St. James. Supongo que todos creerían que aquel hombre que permanecía empapado bajo la lluvia, sin preocuparse de ponerse a refugio, seria algún desequilibrado o algún loco indigente, sin techo ni hogar al que acudir. Estaban en lo cierto, para mi no existía hogar, ni familia.
El fuerte viento que reinaba a sus anchas aquella noche fue cesando, muy rápido, tanto que en pocos minutos la lluvia ceso y el aire se torno en calma absoluta. Aquello me sorprendió un poco, el dejar de sentir el agua recorrer mi cuerpo empapado por un segundo hizo extraña aquella sensación.
Me atreví a levantar la vista, dejando que mis manos liberasen mis ojos de tanta oscuridad, y si bien en un primer momento no creí lo que se levantaba ante mi, poco tarde en cerciorarme de que no era la borrosa visión de unos traicioneros ojos, no se trataba del juego ilusorio de una mente herida.
Aquella casa que aparecía ante mi, juraría que nunca estuvo en aquel lugar. Cientos de veces había pasado por allí, y nunca estuvo ahí. Pero era tan real como yo mismo.
Era una casa de madera, clásica en su estilo, y algo distinta a las casas de lugar, pero encajaba sin la menor pica entre ellas. Su entrada dibujaba una sobria puerta victoriana pintada de blanco, mientras que su techumbre oscura no desentonaba con su facha ocre. Parecía no estar en buen estado, estaba algo descuidada, como si llevara años en aquel lugar, justo en cruce de St. James con Malbourne st, justo en lugar donde debí verla tantas veces.
La cerca que rodeaba el pequeño jardín que daba acceso a la casa y la puerta por la que se accedía al mismo, crujía y se movía al son de nuevo, del fuerte viento que había vuelto para que nadie olvidara quien era el dueño de aquellas calles desiertas. Casi sin darme cuenta me encontraba en el umbral de aquella puerta, por la ventana que quedaba a mi derecha, ninguna luz se apreciaba, nadie parecía haber dentro.
Con temor me atreví a abrir la puerta, despacio; el crujir de las bisagras hicieron dudar a mi atrevimiento, pero ya estaba dentro de aquella sala. El suelo de aquella estancia era de madera bien cuidada. En el centro de la sala había colocada una recia mesa, una mesa de comedor diría yo, pero ¿donde esta el resto del mobiliario?.
Si allí vivía alguien... donde se sentaba, o guardaba el ajuar. Justo frente a la puerta había una escalera que daría paso a la planta de arriba. Subí con cuidado y sin terminar de apurar los peldaños me di cuenta de que allí arriba solo había dos habitaciones, abiertas de par en par y que estaban totalmente desocupada; me dije a mismo que aquella casa debía estar abandonada, aunque no dejaba de repasar en mi memoria si en alguna ocasión llegue a ver aquella extraña casa en mis idas y venidas diarias.
Llegue a conclusión de aquella casa nunca estuvo allí, era imposible aquello que vivía en aquel momento.
Baje a la planta de abajo y me dirigí hacia la puerta que al entrar olvide cerrar, con la intención de echar un ultimo vistazo de salir de aquel lugar. Me quede junto a la mesa. Las dos ventanas de la estancia que daban al jardín estaban decoradas con un simple cortinaje blanco, que dejo de moverse al son de la corriente de aire cuando cerré la puerta de la casa.
En ese preciso instante note una corriente de aire frío que pensé debía venir de la planta de arriba, no recordaba haber visto ventanas abiertas cuando subí. Me dirigí a las escaleras dejando tras de mi la sala a oscuras, y de repente la habitación se ilumino. Que demonios esta pasando me dije. En un segundo, sin saber de donde ni como, la sala esta totalmente amueblada. Había estanterías llenas de libros, un sillón junto a una luz de lectura, vitrinas con elegantes vajillas, sillas que ahora si es estaban alrededor de la mesa. La sala estaba divida ahora en dos, y en el extremo de la sala pude ver lo que era una cocina perfectamente equipada. Incluso un sabroso olor salía de ella; me resultaba familiar aquel olor. Solo Helen cocinaba así aquel...asado.
Maldita sea me estoy volviendo loco, que es esto gritaba delirante. No es posible, ahora reconozco esto: estoy en mi propia...casa.
Recorrí con el mayor miedo que nunca he tenido en mi vida la escasa distancia que separaba la escalera de la cocina. Al cruzar el umbral no daba crédito a lo que ante mi se mostraba. Helen estaba allí, justo delante de mis ojos, y Marie, mi pequeña estaba sentada encima de la mesa esperando que su madre le diera a probar lo que ella cocinaba. Ambas estaban felices, sonreían como si nada hubiera ocurrido, como si aquel loco que separo para siempre nuestras vidas, no hubiera acabado con mis niñas aquella mañana de hacia ya... tres años.
El diario del Condado de Somerset la mañana del 8 de diciembre titulaba así su edición:
"Encontrado muerto en la calle James Clark, vecino de Coinbrook".
El Sr. Clark, viudo hacia ya tres años, fue encontrado sin vida en zona residencial donde vivía. Los vecinos del lugar encontraron su cuerpo a primera hora de la mañana, sentado en un banco de su propia calle. Al parecer, y según todos los indicios el Sr. Clark había tenido graves problemas psicológicos tras el trágico asesinado de su esposa Helen, y de su hija de 4 años, Marie. Ambas encontraron la muerte a manos del que se llego a conocer por como el Asesino del Somerset.
Todo apunta, según fuentes policiales, a que al Sr. Clark le sobrevino un paro cardiaco mientras paseaba la noche anterior.
Según vecinos del lugar era una persona extraña desde aquel trágico suceso que nunca llego a superar, e incluso fue visto por una vecina de la zona aquella misma noche en medio de una fuerte tormenta de agua y viento que azoto la zona la noche anterior, en dirección al lugar donde fue encontrado muerto.
Sus restos encontraran descanso en mañana de hoy en el cementerio de Hoodwood. Allí será enterrado junto a su esposa e hija.
Elyod Holmes
LAS HADAS
Natalia no recordaba cuándo que llegó al convento. Con tan sólo dos años una vecina la llevó al monasterio después de que la guerra la hubiera dejado huérfana de madre, una criada forzada por el señorito. Creció al cuidado de la hermana Rosa y la hermana Piedad, que hicieron de una infancia atípica, unos años de ternura, buenas palabras y comidas sabrosas, en un momento en el que era complicado tener el estómago lleno. A Natalia le parecía una pareja chistosa. Una morena menuda y con la mejor voz del coro, y otra de aspecto nórdico y atlético, de pocas palabras. Ambas de mediana edad.
Entre arcos ojivales y arquitectura gótico-románica diseñada para la meditación, la hermana Rosa se volcó en la educación de la pequeña, con una pena añadida, la de prepararla para el mundo por si algún día decidía irse. Le enseñó a leer y a pensar. Natalia aprendió a contar con los tomates del huerto, a declinar latín por las paredes de la iglesia y a comprender la historia del arte desde el mismo claustro que aparecía fotografiado en los libros.
Una tarde, durante la merienda, Natalia preguntó a su maestra:
―¿Las brujas existen?
―No creo ―contestó, con la certeza de que no satisfacía su curiosidad.
―¿Y a quién quemó la Inquisición?
―Ay hijita. Eso nunca debió haber ocurrido. Va en contra de la Biblia.
Natalia pensó sobre ello. Miró con perspicacia a la hermana Rosa.
―Entonces... Usted no cree en la Iglesia ¿Por qué se hizo monja?
La hermana Rosa estalló en risas.
―Muy aguda.... A ver... ―dijo, intentando buscar una respuesta coherente―. Cuando tenía tu edad me daban miedo las brujas, así que preferí creer en las hadas y las buscaba detrás de los robles. Luego me hice mayor y mi papá decidió que debía ingresar en el convento, así que creí en Dios.
―Yo creo en Dios y en las hadas ―sentenció Natalia mientras se zampaba unas rosquillas.
A los diez años, Natalia, menos alta y desarrollada que las niñas de su edad, cayó enferma de gravedad. Era una patología rara para la que no había diagnóstico, un adelgazamiento extremo motivado por una intolerancia a los alimentos básicos. Natalia, sudorosa, no tenía fuerzas para sujetar el termómetro con su boca, y entre delirio y cansancio, su cultura religiosa le hacía pensar que aquello era un castigo. Llevaba semanas en cama, acompañada de la suave mano de la hermana Rosa, cuando le preguntó:
―¿Qué he hecho mal? ¿Es que Dios ya no me quiere?
―No linda ―le consoló, acariciándole el pelo y la mejilla―. Algo habrá que podamos hacer, ―añadió, disimulando su preocupación.
Mientras, la hermana Piedad vigilaba a Natalia y a la hermana Rosa, que también había dejado de comer y a quien había escuchado blasfemar a escondidas ante la cruz. Rosa había perdido cualquier sentido de la realidad y de la disciplina, y tan sólo guardaba la compostura ante Natalia. Piedad sabía que aquella monja obstinada de izquierdas bailaría ante la tumba de la mismísima superiora antes que ver morir a la niña. Y no se equivocaba.
A Rosa, de monja le quedaban el hábito y el voto de castidad. Un cielo sordo a sus súplicas le llevó a desafiar a quien casi consideraba un tirano insensible. Juró desobedecer todos los mandamientos, excederse en todos los pecados y no pedir perdón.
Ocho años de cuidados diarios habían despertado en la hermana Rosa un instinto protector que no conocía. Antepuso los intereses del ser más lleno de gracia a los de cualquier Todopoderoso. Había sobrepasado el límite. No era su educadora, era su madre. Tan sólo le quedaba un último acto de fe.
Estaba a punto de amanecer cuando Rosa despertó a la hermana Piedad y le dijo con voz rota y nerviosa:
―Anoche soñé con la virgencita de Fátima. Tenemos un trato. Me está esperando y no regresaré. Dentro de unos días la niña estará bien. Dale esto.
Le entregó un pañuelo blanco perfumado que guardaba un objeto alargado, una virgen de apenas seis centímetros sostenida por una pieza de madera. Piedad no intentó persuadirla. Tantos años en silencio habían desarrollado entre ellas un lenguaje visual extraordinario. Rosa le pidió con la mirada que se hiciera cargo de la niña, como diciendo: 'Protégela con tu vida'. La hermana Piedad asintió con seguridad, apretando un labio contra el otro y reprimiendo su emoción.
Dos días después Natalia abrió los ojos y sintió como si hubiera salido de un sueño muy profundo. Tenía apetito y engulló un vaso de leche con galletas que, sin ella saberlo, había preparado la hermana Piedad. Seguía teniendo hambre y, mientras pensaba en cocidos y jamón, vio penetrar un rayito de sol por la ventana. Saltó de la cama, sorprendida de su propia energía, y levantó la persiana. Sintió el calor en su cuerpo. Algo más le maravilló, no estaba sudando. Aquello le pareció el síntoma inequívoco de que estaba sana.
Salió corriendo por el pasillo con su camisón blanco y largo hasta los tobillos gritando:
―¡Hermana Rosa, hermana Rosa! ¡Ya no sudo!
Pero la hermana Rosa no estaba. Ni en su habitación, ni en la cocina, ni en la sala de música, ni en la capilla. Allí se encontraba, rezando, la hermana Piedad, esperándola. Arrodillada y apoyando la frente en un puño de dos manos, sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Levantó la cabeza, para agradecerle al divino, giró la cara, para ver al ángel recién llegado, y por primera vez en sus años de clausura corrió a abrazar a alguien.
Natalia no había percibido nada extraño y repetía ansiosa:
―Estoy curada, estoy curada.
Pero tras las alegrías llegó el momento en que Natalia preguntó por la hermana Rosa. La hermana Piedad le pidió que se sentara, sacó el pañuelo con la virgencita de su bolsillo y, en forma de cuento, le explicó:
―Había una niña tan buena que la virgencita la quiso para ella, pero era una niña muy importante y nadie quería que se la llevasen. La virgencita estaba triste y la hermana Rosa le dijo: 'Yo estaré contigo siempre, si dejas que mi Natalia viva'.
Natalia era demasiado pequeña para asumir aquello. Negó la evidencia, pataleó, peleó con algún banco y echó a correr. Subió al monte, esperando que detrás de cualquier árbol saliera la hermana Rosa para decirle que todo iba bien. Se tumbó junto al arroyo en posición fetal y, cuando los ojos le escocían de tanto llorar, permaneció en silencio. Entre las hojas que caían y el escaso viento, notó una presencia y escuchó una melodía, como si un hada estuviese cantando.
Un día antes, la hermana Rosa había logrado llegar hasta Fátima, donde suspiró por última vez. Durante los segundos previos a la expiración, quedó envuelta por el recuerdo de Natalia. Y pidió verla una vez más.
Aina Pons
LA CIUDAD SIN ALMA
El cielo vestía un manto negro ribeteado con trazos de pincel rojizos, al fondo, las estrellas se veían extrañamente diminutas y parecían querer escapar de aquel lienzo presidido majestuosamente por la Luna. Imaginé que desde allí contemplaría la ciudad cada noche, inexorable, que sería guardiana y carcelera de secretos inconfesables sin poder librarse del peso del silencio. Me sorprendí a mí mismo boquiabierto y me dediqué una sonrisa cómplice: sabía que lo había presenciado todo. Pensé que sería algo entre los dos, y no dudé en despedirme con un beso envuelto en un gesto extraído de alguna novela de caballerías. Emprendí mi camino sin mirar atrás y sintiendo su mirada clavada a cada paso.
Las calles estaban sumidas en un silencio abrumador, casi ensordecedor. Escuchaba mis pasos de manera hipnótica mientras me abandonaba a mis pensamientos sin reparar en el paisaje que desfilaba a mi camino. El hedor ascendía desde las alcantarillas en nubes de formas y tonos fantasmales.
A medida que me iba adentrando en ella, la ciudad parecía sentirme en sus entrañas y se retorcía en laberintos de callejuelas que sorteé midiendo miradas con sombras que dibujaban siluetas a mi alrededor. Tuve la sensación de que si hubiera acelerado el paso, algo se me habría abalanzado desde la oscuridad, así que seguí caminado haciendo acopio de toda la cordura que pude reunir. Pensé en lo que había hecho, en la rabia que había dejado en aquel lugar. Me relamí los labios en busca del sabor de la sangre, de la venganza. Dejé escapar un alarido de satisfacción. Sería algo que no volvería a recordar una vez que estuviera lejos de aquella ciudad de hombres sin alma. Para cuando alguien se diera cuenta, ya sería un rumor en el viento.
Fue entonces cuando lo advertí. El terror me heló el estómago y sentí un cosquilleo recorrerme la espalda desde abajo hasta la nuca: el angosto callejón en el que me encontraba se presentaba como una sucesión de portezuelas y fachadas de ladrillo q se repetía de forma exacta giro tras giro. La idea de hallarme perdido en un laberinto de piedra en el corazón de aquella tétrica ciudad me envejecía por segundos. Busqué el calor de la luna, pero el callejón era tan estrecho que sólo pude adivinar su resplandor por encima de los tejados.
Pensé en volver sobre mis pasos pero sentí como la oscuridad que había dejado atrás cobraba presencia e iba avanzando hacia mí. En ése momento un susurro me sopló en el cuello y me giré de un salto, quedando orientado hacia la dirección que llevaba desde un principio. Me abalancé sobre la primera puerta que encontré y la aporreé una y otra vez aterrorizado hasta quedarme sin fuerzas. Nadie contestó. Miré de reojo a mi espalda y vi cómo la oscuridad avanzaba una distancia considerable hacia mí. Sentí como si hubiera miles de ojos contemplándome desde los ventanales de los muros que dibujaban el callejón. La certeza de no estar sólo me contrajo el corazón. Avancé corriendo, en busca de una esperanza en aquel túnel de ladrillo y miradas. Al huir sentí a mi espalda la oscuridad persiguiéndome. Pasé minutos recorriendo una y otra vez el mismo escenario como un bucle, la presencia rozándome en ocasiones, hablándome en lenguas muertas, hasta que en un giro advertí que el número que se alzaba sobre una de las portezuelas que había visto repetirse en mi camino no encajaba en mi memoria. No dudé un segundo y salté sobre ella con un movimiento instintivo. En ése mismo instante, comprobé como la presencia que me seguía se alejaba lentamente y comprendí que me había empujado hasta aquella puerta.
Tuve que frotarme los ojos al contemplar que el número que me había llamado la atención no era tal, sino un símbolo. Una medialuna. Agarré el aldabón con decisión y golpeé con él la puerta que se desencajó en un sinfín de movimientos de cerraduras desde el otro lado. Palpé la puerta con la mano, temblorosa, buscando algún significado oculto en la madera raída, como buscando un as que ocultar en la manga antes de entrar, pero al contacto se abrió rápidamente en un chillido de bisagras que se quejaban de dolor.
Un sentimiento de paz se apoderó de mi cuerpo y avancé hasta el interior sin rozar el suelo. A mi alrededor se formó un vacío infinito, la nada me envolvió de repente. Alcé la vista en la penumbra y fue entonces cuando contemplé el espectáculo más maravilloso que se había dignado a posar frente a mí. La Luna, gobernanta del mismo cielo que recordaba de nuestro último encuentro, se presentaba esplendorosa. La contemplé durante un periodo de tiempo en el que me pregunté si podría dejar atrás lo que había hecho, si podría olvidar cada segundo que pasé pensando en cómo hacerlo. Busqué una respuesta en ella, preguntándole qué podía hacer. Ella clavó su mirada en la mía y comprendí que nunca me dejaría marchar de aquella ciudad, de aquel callejón. Supe que siempre sería un ente en la oscuridad que había sellado un trato con aquel beso, y que sólo me quedaba hacer sentir mi presencia a los transeúntes que, como yo, se adentraran despistados en la noche.
Los secretos que alberga La Luna son el alma de ciudades pobladas de hombres malditos.
Alberto Camacho
AGUA, AZUCARILLOS Y AGUARDIENTE
Para nosotros era como si estuviera loco. Todo lo que hacía era rarísimo para un chico de 8 años de edad pero, por alguno de esos misteriosos resortes que mueven los mecanismos de la amistad, éramos sus amigos.
Solía venir al colegio con grandes cuadernos en los que dibujaba, aprovechando la falta de interés con la que aquellos curas nos daban clase, increíbles inventos como la bici-ducha, el barco-tren, y cosas por el estilo; cuando nos juntábamos para pegarnos pedradas con los de "A" –nosotros éramos de "C"-, él desaparecía sin dejar rastro; veía un chicle en el suelo, y lo cogía para metérselo en la boca entre expresiones de asco por nuestra parte; y cuando se sentía contento, se ponía a cantar a voz en grito alguna zarzuela, gesticulando como si fuera un importante intérprete del género chico, y haciendo él todas las voces:
El aceite de ricino
ya no es malo de tomar.
Se administra en pildoritassss
y el efecto es siempre igual.
Hoy las ciencias adelantan
que es una barbaridad.
¡Essss una brutalidadddd!
¡Esss una bestialidadddd!
La verdad es que sí: era un tipo verdaderamente raro; y nosotros le apreciábamos sinceramente, aunque no entendiéramos la mitad de las cosas que hacía.
Recuerdo que a su pupitre le llamábamos todos el "selvicajón", porque en él guardaba las cosas más inimaginables, escondidas entre libros de texto y cuadernos. A veces, en medio de una clase, levantaba la tapa de uno de esos viejos pupitres, que todavía tenía el agujero para el tintero, y sujetándola con la cabeza entornada hacia mí, me llamaba.
- eeeeh, eeeeeeh, ¡mira!
Levantaba yo también la tapa de mi pupitre para ocultarme de la vigilancia del profesor y, haciendo que buscaba algo en él, miraba qué es lo que quería mostrarme: un día eran hormigas guardadas en una caja de cerillas; otro su pequeño cactus, que todavía aún hoy me pregunto cómo duró tantos meses en aquellas condiciones. Solía tener también algún gusano que se enroscaba perezoso a los lapiceros; lagartijas que se le escapaban corriendo entre las risas disimuladas de sus compañeros...
No faltó la ocasión en la que, en medio de estas exhibiciones, sintiéramos que una enorme sombra se cernía sobre nosotros, y a continuación notáramos en nuestras propias cabezas cómo el dueño de tal oscuridad, que no era otro que el Hermano Artola, apuñaba con fuerza las tapas de aquellos pupitres chocándolas contra nuestras cabezas...
- Nos ha hecho un Mazinger... –decía mientras se masajeaba con una mano la cabeza y, como si no hubiera pasado nada, seguía a lo suyo tan ricamente.
De lo que fue de su vida una vez que abandoné aquél sórdido colegio de curas sólo lo supe por terceros, y todo ello tenía siempre un regusto legendario, aunque viniendo de él tampoco me extrañaba nada: que si se había ido a un kibutz, que si se había hecho misionero... Y así fueron pasando los años, hasta que su recuerdo, como el de mucha de la gente que desfila por nuestras vidas, fue disolviéndose en ese confuso brebaje que es nuestro pasado...
Hará cosa de una semana me lo encontré mientras paseaba por la ciudad, realmente fue él quien me reconoció, pues yo fui incapaz al principio de adivinar quién era ese religioso barbado y con tonsura, que parecía salido de un Zurbarán y me saludaba con tanta efusión.
Según me contó venía a visitar a su familia, ya que vive en otro lugar donde trabaja como traductor de hebreo y profesor en una Universidad. A pesar del tiempo que había pasado, por un momento me pareció que seguíamos siendo los mismos, que en lo más profundo de sus gestos y palabras permanecía el sedimento de aquello que había sido cuando éramos unos críos. Imagino que, hasta cierto punto, él también vería algo de eso en mí.
- Bueno, -le dije mientras nos despedíamos-, me alegro un montón de haber vuelto a verte, y me alegro sobre todo de saber que te va bien, de verdad,...
- Gracias, lo mismo digo, y espero que volvamos a encontrarnos antes de otro cuarto de siglo.
Cuando ya nos separábamos siguiendo cada uno nuestro camino, detuvo su paso, se giró y me llamó.
- ¡Oye!
- ¡Dime! – le respondí mientras me daba la vuelta.
- Que hay algo que se me olvida decirte.
- ¿Qué?
- Que todavía nadie se ha dado cuenta del talento que tengo para la zarzuela –se llevó la mano al pecho, y alzando el pulgar al cielo comenzó a cantar:
Junto al puente de la peña
por la noche la encontré,
y su guante chiquitito
le cayó a los pies...
Para nosotros siempre había estado un poco loco, pero lo apreciábamos. Seguramente porque cada vez que estábamos con él, conseguía dibujar una sonrisa en nuestra boca y dejar una profunda sensación de paz en nuestro interior.
Charles de Batz
LA LEYENDA DEL GUERRERO DE LA HERMOSA LUZ
Un hombre yace en el suelo en la exhalación final de la Gran Batalla con una herida mortal en el pecho. Aún está consciente y se aferra a la espada pues sabe que va a morir.
La luz de su alma, de su cuerpo, poco a poco se apaga mientras su sangre se convierte en un río surcando las profundidades de la tierra que juró defender.
El Guerrero de la Hermosa Luz va a morir frente a la Oscuridad pero no ha perdido, el sacrificio no ha sido en vano, él lo sabe, ahora todos lo saben, la Luz siempre se abrirá camino entre la vasta oscuridad, ahora todos los Guerreros de Luz saben que siempre podrán volver a este mundo hasta recuperar la plena luminosidad de su alma, para volver a convocar una nueva guerra y una nueva inundación cuando sea la hora, hasta que de nuevo la humanidad recuerde su verdadero origen y su verdadera misión.
El Guerrero de la Hermosa Luz se muere, su rubio cabello se ensombrece al igual que la palidez de su piel, apenas siente el profundo dolor de la carne desgarrada y de los huesos rotos, y, ante el umbral, vuelve la vista atrás para contemplar el futuro, y, a lo lejos, divisa la marcha de un pueblo rojo a través de un estrecho de agua y hielo hacia un continente joven y fértil, divisa formidables cadenas montañosas y vastas llanuras doradas a lo lejos... Las brumas le nublan la visión pero aún alcanza a distinguir la presencia de un gran animal paciendo en la hierba, desde donde un rumor le cautiva: tatanka, tatanka, tatanka... mientras un águila lo contempla desde el cielo en la hora suprema de su partida.
El Guerrero de Luz ha muerto y el rastro de su memoria se pierde en el Tiempo...
...Bajo las Colinas Negras norteamericanas, una mujer roja alumbra un hijo con la huella de un águila volando en los labios. El recién nacido llora con fuerza y un perro lobo se le acerca y le calma lamiéndole las manos. Entonces ella lo limpia, lo amanta y le da a su hijo su primer nombre: Sunkmanitu Tanka Okiya
Kimimela
LA ESPUMA DEL MAR
Cuando la espuma del mar no te deja ver la ola.... O te metes con la tabla contra viento y marea. O te sientas en la orilla hasta que la espuma baje. Eso sí, puede llevarte todo el verano.
El viento húmedo de la costa, arrastra con su fuerza, agua, sal y arena. Factores todos que corroen cualquier superficie. Blanda o dura.
Le pega en la cara. Lo despeina. Le seca los ojos. Ignacio se para firme, y deja que el viento siga golpeando atrevido contra su cuerpo humedecido. No ofrece resistencia. No puede hacer nada por evitarlo. Ante eso, elije entregarse. Quedarse ahí parado, estático, y prestar los oídos a la desidia del aire que viaja a velocidad acelerada.
Pocos discutirían la inutilidad de una tabla parada a orillas de cualquier mar, por más oleado que se encuentre. Es claramente más productiva la experiencia, y las heridas hechas en la lucha contra las olas, que las provocadas por un viento que erosiona durante una espera sin final.
El mar devuelve a Ignacio años de faltas. La playa brinda el refugio que la realidad no le permitió armarse en años de esfuerzos. Y de desencuentros. De buscar sin encontrar, y de encontrar lo que él no buscaría.
El resguardo aparente que brinda la fuerza de enfrentar el enojo de Poseidón, tan metafórico. Ignacio mira el mar. Ya no guarda la cuenta de la cantidad de veces que salió vivo de entre las olas. Cada cosa que enfrentó Ignacio en su vida, le opuso olas gigantes. E Ignacio las fue pasando con la tabla de la supervivencia que se iba construyendo. Representa cada día en la vida de Ignacio ese mar que es distinto con cada luna.
Una vez más Ignacio se para frente a ese mar, gigante como todos los desafíos que se ha propuesto. Tan solo. Tan acompañado a la vez.
Al igual que con los desafíos, mientras de más lejos ve el mar, más grande le parece. La enormidad siempre se reduce a medida que Ignacio se sumerge.
Pero Ignacio está, una vez más, mirando el mar desde la orilla. Desde afuera. Recordando las veces que salió airoso de él. Y como al momento de poner la cara a los desafíos, el roce de la espuma le hiela los pies.
Porque algo que está claro por su propia naturaleza, y por la sola experiencia de ser vivido, es que hace más al alma y al corazón la tranquilidad que puede brindar a la conciencia saber que uno hizo lo que estaba a su alcance. Eso, antes que la sensación de estar seguro de que uno no se va a lastimar por no moverse. Sensación falsa, ya que la inactividad provoca callosidades donde no se perciben más que con el tiempo. Huellas de la falta de experiencia. Y de sentimientos.
Hay momentos en los que hasta los más fuertes son vencidos. Y no siempre por la ola más grande. La fortaleza no está en no caer. Es fuerte el que puede volver a levantarse, adquiriendo de lo vivido la destreza suficiente para enfrentar los siguientes desafíos.
Ignacio toma la tabla con fuerza. Siente una vez más el viento contra su rostro. Se pasa la lengua por los labios. Saborea la sal, y la traga. Siente nuevamente la espuma en los pies. Ese resto de ola que ya no está tan frío.
La espuma se va convirtiendo en ola. A medida que Ignacio entra al mar, eso que le helaba la sangre se vuelve parte de él. Como las cosas que le tocó enfrentar siempre. Tan ajenas hasta el momento en que él mismo las hacía propias, metiéndose de lleno en el problema, para de una vez por todas llegar a su solución.
Con esa misma convicción, Ignacio entra al mar. Y cuando ve que la fuerza de las olas no lo dejará seguir corriendo, hace una maniobra que le deja la tabla debajo de los pies. Ignacio empieza a burlar las olas. Siempre arriba de ellas, manipulando. Hasta que la ola que opera se empieza a desarmar. A hacer cada vez más chiquita, como pasa con los problemas cuando uno los enfrenta. Entonces Ignacio ve otra ola que se forma detrás. Fuerte, combativa, frontal. Allá va él a enfrentar la ola. Una sola maniobra es necesaria para dejar la ola pequeñita en el olvido, y empezar a sentirse único sobre la nueva cresta. Ignacio está pleno. Esos momentos lo hacen sentirse puro. Cuando manipula la ola desde arriba, parado sobre su tabla.
De repente gira la cabeza hacia el horizonte, y ve otra ola más. Ésta parece todavía más increíble que la anterior. Siente cada ola como un desafío que está dispuesto a enfrentar. Y ante el cual está dispuesto a triunfar. La pasa, la maneja. La maniobra, y otra ola todavía más fuerte.
El mar parece haber entendido el desafío de Ignacio, y cada vez se muestra más dispuesto a dar batalla. Manteniéndolo en la cresta, a incalculable distancia de la superficie terrestre, parece no dejarse dominar más.
De repente la tabla empieza a temblar. Se agita, pero no lo hace perder el equilibrio. Al menos no la primera vez. Otra sacudida. Ignacio extiende un poco más los brazos. Se concentra. Siente. Siente el mar. Siente la ola. Siente la espuma. Siente el movimiento. Siente el desafío. Siente la fuerza. Se siente él.
La ola lo hace revolcarse. Por suerte lleva la tabla atada a su muñeca. Hace una maniobra, y la pone nuevamente debajo de sus pies. Intenta pararse. Pero no puede. Ese mar que parecía tan tranquilo, está ahora traicionero, jugando con la fuerza de Ignacio.
Otro intento. Otra ola. Otra vez la tabla golpeándole el cuerpo. Otra ola pasando por sobre su cabeza. Otro poco de ese mar traicionero. Otro poco de sal en los pulmones. Y la perseverancia de Ignacio, que nunca se rinde ante las adversidades de la vida.
Concentración. Resistencia. Decisión. Otra maniobra. Y otra vez la tabla debajo de los pies. Ignacio logra pararse. Ignacio maneja una ola, casi como lo hizo con muchos de los problemas de su vida. Evita una cresta.
Ignacio sabe que una vez empezado, hay que terminar. Ve la ola que viene detrás. Sabe que no es la más grande que vio en su vida. Pero se cree invencible, único. Se le anima a la ola, que no es la más increíble que ha visto, pero no es una ola cualquiera. Todo dura segundos, pero parecen horas dentro del mar. Primero la mira. A Ignacio le gusta esa ola. Está dispuesto a llegar a ella. A manejarla, conducirla. La ola va directo hacia donde está Ignacio. Y él va a la ola. Una maniobra alcanza para operar la ola.
Concentración. Resistencia. Decisión. La tabla debajo de los pies. Ignacio maneja la ola, casi como lo hizo con muchos de los problemas de su vida.
Ignacio empieza a burlar la ola. Siempre arriba de ella, manipulando. Fuerte, combativo, frontal. Otra vez se siente único sobre la cresta. Ignacio está pleno. Manipula la ola desde arriba, parado sobre su tabla.
Ignacio está dispuesto a triunfar. La pasa, la maneja. La maniobra.
Ignacio siente. Siente el mar. Siente la ola. Siente la espuma. Siente el movimiento. Siente el desafío. Siente la fuerza. Se siente él.
Ignacio, que nunca se rinde ante las adversidades de la vida.
La ola lo mantiene en la cresta, a incalculable distancia de la superficie terrestre. La ola, que parece no dejarse dominar más.
Nuevamente el mar que lo hace revolcarse. La tabla sigue atada a su muñeca, pero esta vez las maniobras, a pesar de la convicción con que son efectuadas, no logran ponerla debajo de sus pies.
Ignacio insiste. Lucha debajo de la ola. Persevera. Se concentra debajo de la espuma. Ignacio resiste. Otra maniobra fallida. Más sal en los pulmones.
Ignacio, que nunca se rinde ante las adversidades de la vida, deja de hacer fuerza inútil.
Ignacio sonríe... y se ahoga.
Lucifer
UN ACCIDENTE
- Me mandas un mensaje cuando aterrices, ¿verdad?
- Claro, amor. Un beso.
- Un beso, chau.
El colgó y suspiró profundamente. Hay que hacer algo, hay que hacer algo ya, qué pena de verdad, con lo lindo que está siendo todo esto, qué pena tener que cambiarlo todo. Las veces que la veo, ya leo en sus ojos este enorme deseo de arruinar mi mundo, ganas de rutina, instintos de hembra, con lo lindo que está siendo todo ahora, qué pesar. Habrá que hablar con ella cuando llegue de su dichoso viaje, pero la pregunta es ¿cómo decírselo? Te quiero, pero no te quiero a mi lado. Te quiero mucho, por eso no quiero que eso termine con un simple vivieron felices y comieron perdices, porque en los cuentos los perdices te los sirven ya preparados, y en la vida real hay que cazarlos y pelarlos y freírlos y luego ¿quién lava hoy los platos? y son cosas que matan todo el romanticismo de una relación.
Con lo lindo que está siendo esto, él viviendo en su país y en su mundo, tampoco se aprovecha de que ella no esté cerca para hacer cochinadas, vamos, respetar a tu pareja es respetar a ti mismo. Y allí está ella, al otro lado del mapa de Europa, Dios sabe si es Europa o no donde ella vive, pero está bien, o eso dice, y lo estará, porque pocos se pueden permitir viajar lo que ella viaja para verlo, o sea, tendrá sus recursos y su trabajo y sus amigos... Y esos encuentros tan románticos en el Mediterraneo, en el Mar Negro, en Roma, en París, esas pequeñas lunas de miel de 4 días donde no hay vajilla que lavar ni perdices que cazar. Ella es la mujer de su vida, tarde o temprano estarán juntos, pero ¿por qué tiene que ser ahora, cuando todo está siendo tan lindo?
Una llamada telefónica lo saco de los pensamientos. Era solo la primera del día, el teléfono no pararía en toda la jornada y quien sabe si entre tanta cosa que hacer se daría cuenta del YA LLEGUE que él mismo le había solicitado.
El mensaje nunca llegó. Marcó su número pero la voz automática (parece la misma voz de la misma mujer multilingue que te habla de todos los teléfonos del mundo) le comunicó que la persona solicitada se encontraba fuera de la cobertura. Se quedó disgustado, tenía una gran necesidad de hablar con ella, cosa que le pasaba cada vez que se sentia culpable tras haber mantenido una larga plática consigo mismo sobre la imposibilidad de tener un futuro juntos. Se le descargó el móvil, pensó. Qué irresponsable. Sabiendo lo que yo me preocupo por ella.
A la mañana siguiente su móvil tampoco respondía. Entre enfadado y preocupado, se conectó para ver si había algo en el correo, pero el buzón no mostraba señas de tener contenido nuevo que no fuera spam. Se enfadó de verdad. La página de las noticas que solía consultar a diario mostraba fotos desgarradoras de un avión caído, caras asustadas de los que esperaban a los familiares ya difuntos en el aeropuerto de Moscú y el rostro serio de un ministro dándoles su pésame. NO PUEDE SER. Sí puede. Consultó el horario del vuelo caído, intentó ver las listas de los difuntos que resultaron disponibles solo en cirílico que nunca pensó indispensable entender. Se quedó mudo. ¿Será podible de verdad que esta voz que que hace menos de veinticuatro horas le había prometido mandar un mensaje que no era más que una cortesía a fin de cuentas, porque si uno sale de viaje siempre regresa, sería posible de verdad que esa voz no volvería a sonar nunca más? Cerró los ojos y tras el recuerdo de su voz apareció el recuerdo de su rostro, su pelo, su cuerpo desnudo al lado de él en las camas de París, Roma y Madrid, siempre sonriente, siempre feliz y últimamente esperando las palabras que nunca llegaron. Este cuerpo que tanto amó, ¿en qué habrá quedado tras el accidente? Intentó imaginar la masa deformada de huesos, sangre y carne, pero encima de la terrible visión seguía su cara sonriente con la pregunta muda en los ojos. ¿Hasta cuando, amor? ¿Hasta siempre?
Intentó pensar fríamente. ¿Qué se hace en estos casos? ¿Debo ir ahora a Moscú? Y si me presento, ¿qué le digo a su familia? Hola, soy el tipo de la foto que estuvo tirándole a su hija (sobrina, hermana) por toda Europa. Encantado de conocerles, que pena que sea en esas circunstancias. Su hija (sobrina, hermana) fue un encanto. ¿Y su futuro? ¿Cómo influirá lo ocurrido en su propio futuro? Ella ERA la mujer de su vida, ¿podrá volver a tocar a otra mujer, volver a tener una relación? No vaya a ser que lo persiga el fantasma de huesos y sangre que él mismo acabó de inventar...
Se hizo un café y lo virtió en el fregadero. Bonita manera de calmarse los nervios ingiriéndose una dosis extra de cafeina. Ella decía que el café le hacía tanto bien que lo tomaba para despertarse y para dormir, para calmarse y para excitar el sistema nervioso. O simplemente por el sabor, para ser esa mujer con sabor a café, como se decía ella. No, no es posible que ahora que no esté me persiga por cada rincón de mi casa, que en cada taza de café o cada relato de Cortázar aparezcan sus rasgos que no me dejarían vivir tranquilo sintiéndome tan culpable como me siento. No sería justo, la amé como pude.
Podías haberme dado más, sonrió el fantasma. Podías haber cumplido lo que yo añoraba, maldito egoista. Todo lo que pasó fue por tu culpa, porque si no fuera por la necesidad de viajar cada cuando para esas dichosas lunas de miel que nos pegábamos, yo no estaría trabajando tanto. Si trabajara menos, no habría tenido que emprender este viaje del que no regresé. Y eso que me decías que me querías y que era para nuestro bien. Si solo supieras lo que me costaba seguir sonriendo cuando nos despedíamos en los aeropuertos, cuando me decías hasta la próxima y yo sabía que en esta próxima tampoco te atreverías a decirme QUEDATE, o VENTE CONMIGO, porque así se alteraría esa vida que tanto te gustaba llevar, se cambiaría tu mundo, pues bien, ahora que no estoy crees que te liberaste de mi, ¡qué fallo! Ahora siempre estaré ahí, en tu conciencia, o subconsciente, o como diablos se llame eso donde estoy y ya verás que te hubiera convenido mucho más estar ahora viendo las noticias del accidente sin darles mucha importancia, vaya, otro avión se cayó, que pena, pobre gente, ¿quieres un café, amor? gracias, ya sabes que sí.
Sacudió la cabeza inentando hacer que desapareciese la imágen que ahora parecía más viva que la propia mujer que tras abandonar su vida físicamente estaba tan empeñada en convertirla en una pesadilla después de su muerte. Pude haberte dado más. Ya es tarde, y la vida sigue. Si pudiera volverlo todo atrás, te gritaría QUEDATE CONMIGO, pero ya no hay como. Perdóname, amor. Si solo pudiera...
El mensaje llegó a las tres de la madrugada. YA LLEGUE LUEGO T CUENTO X LO DL ACCIDENTE CANCELARON LS VUELOS L MIO TMB BESOS AMOR. Su primer pensamiento fue MIERRRRRDA, luego sin saber bien por qué hizo la señal de la cruz y estuvo un rato con el móvil en la mano pensando como contestarle. BESOS AMOR. Ya hablaremos mañana. Aunque por otra parte, no es una conversación telefónica. Mejor en Londres, que nos veremos en un mes en Londres y ahí hablamos. De todas formas, hay que pensarlo con la cabeza fría. Ya hablaremos. Metió el móvil debajo de la almohada y se durmió haciéndole caso omiso al fantasma de sangre y huesos que le seguía sonriendo desde algún lugar recóndito de su conciencia o subconsciente o como diablos se llame eso donde viven los espíritus que no queremos ver ni escuchar.
Soledad Dominguez
ELENA
Sus ojos se iban despidiendo lentamente de la consciencia. Yacía en una cama anciana, en ambas mesitas que escoltaban el colchón reposaban marcos sin fotos, Elena decidió borrar unos recuerdos que dejaron de pasar por su corazón hace ya mucho tiempo y que la dejaban en flaqueza, ella siempre achacaba esa debilidad a la sed de los niños de su vecindario.
La precariedad de sus familias les impedía disfrutar de los batidos que vendía el doctor cuando a golpe musical pasaba por la manzana con su bata y furgoneta blancas. En las noches oscuras esos niños y niñas se escapaban de casa con las mugrientas pajitas de los batidos que otros niños se podían permitir y habían arrojado al suelo, y se colaban en casa de Elena.
Ellos sabían que Elena estaría enjaulada sin llave en su periplo voluntario hacia una inconsciencia que trataba de sobrevivir agarrándose al cuello de sus arterias. Entraban casi todas las noches oficiosas hormiguitas empuñando la sucia pajita multicolor y cuando el primero de ellos giraba el pomo de la muerta de la habitación con la cautela y sigilo del cobarde francotirador, una leve luz violeta penetraba sus ojos convirtiéndolos en grandes platos vacíos con pecas de pan marrón, verde y azul.
Una vez Elena se despertó y pudo ver a través de aquel zarpazo entre la puerta y la pared cientos de ojos con pupilas que abrían la boca enseñando blancas y brillantes pirañas dispuestas a desnudar cualquier cuerpo. Ante la sorpresa Elena se sobresaltó y los niños y niñas se convirtieron en blanca efervescencia que las grietas del suelo de madera se tragaron.
Elena nunca tuvo tiempo de agradecerles por haberla devuelto a la consciencia. Pero aquella noche, como casi todas, Elena no se despertó y aquel zarpazo en la pared comenzó a vomitar pequeñas sombras que infestaron el dormitorio. Sólo la tenue luz de escasos rayos besando la ventana que velaba el mudo tormento de Elena dibujaba parte de un puzle que había sido visitado en múltiples ocasiones por las polillas; pelo enredado, dientes rotos, collares incompletos, camisetas de colores que viajaban hacia el gris, pantalones mordidos y uñas negras rodeaban a Elena en un carroñero círculo perfecto.
Ciencafés
CRÓNICA DE UNA MADRE
Midiendo sin vara la felicidad que una vez hizo ebullición en mi sangre, esta tarde veo las calles converger irremediablemente en ángulos rectos en el barrio de Belgrano, los negocios exhiben las vidrieras de colores como si un arco iris se hubiera prendido de cada una de ellas. Es sábado, y desde temprano los cafés humean aromas de personas y tazas. Espero, como siempre espero. Voy a encontrarme con la periodista de un diario pequeño, se llama Valeria, creo a Lucas le gusta, la cité frente a La redonda, esta típica iglesia que a la tarde se rodea de artesanos, un lugar que en particular evoca algo de Inés, esa ligera bohemia que la envolvía
Me encanta pasear por las calles aunque echo de menos el pueblo, aún en ratos como éste en que quiero olvidarlo todo, pero la ansiedad sigue prendiéndose en el fondo de mi corazón buscando desesperadamente en los ojos de todas las mujeres los ojos de mi hija o de mi nieta. Algunas veces pensé que estaba cerca de encontrarlas pero fue simplemente una ilusión. No. No las encontré, ni encontraré nunca los ojos de Inés en las miradas de los miles y miles de seres que se cruzan en mi camino, porque sus ojos están ahogados.
Para mí el mundo se ha convertido en algo remoto del que sólo me quedan unos cuantos retazos. Fue necesario reunirlos en esta larga travesía de horrores y errores para poder permanecer en la cordura. Primero lo hice con mi marido, luego ayudada por Matilde y por último en compañía de Lucas, mi gran compañero, mi nieto, transformado en un luchador incansable, peleando por la búsqueda de la verdad, atravesando historias que abrían paso a otras historias. Sin embargo, estoy segura que el hallazgo de Candela es inminente y ni él ni yo descansaremos hasta encontrarla.
Aún Buenos Aires es hogar de los asesinos de la alegría, se cubren bajo los retablos dorados de las iglesias, en realidad, la ciudad de ellos es un mundo sombrío, porque la historia que han escrito es una historia de aflicciones e interrogantes que yo recorro gastando suelas y vida.
Recuerdo el día en que los grillos enmudecieron en Andecito cuando sonó el teléfono y esa voz anónima nos habló de de Inés. Todos los caminos se volvieron radiales, Los faroles se amordazaron, y entre la hierba de los jardines crecieron ramilletes de sangre. Inés se había esfumado, sin huellas, sin retorno, y la lluvia de ese día fue sólo una lágrima que se anticipaba como un cuerpo extraño.
La joven de la entrevista entró al bar, pidió un café y casi con vergüenza le preguntó:
_ Marta me va a perdonar por ser tan cruda, pero..., ¿Qué se siente tener una hija desaparecida?"
Marta bajó la cabeza buscando la verdadera respuesta ante tanta contundencia.
_Cuando se fue de Andecito estaba más preciosa que nunca, se lo comenté a mi marido. Estábamos orgullosos que fuera a la ciudad para estudiar en la universidad.
Marta tenía los ojos nublados pero una entereza conmovedora
_Sé que a mi Inés la han asesinado, Valeria. No tengo palabras para describir el día de la inhumación de catorce cadáveres pertenecientes a NN en fosas comunes en el cementerio de Moreno. Las bolsas que contenían los huesos exhumados quedaron abandonadas en distintos depósitos o fueron enterrados nuevamente. Los informes señalaban gran cantidad de tumbas de NN en numerosos cementerios del país, pero ninguno pertenecía a mi Inés, aún así plegué mis brazos y recé por ellos.
Como madre de Plaza de Mayo expusimos que si nuestros hijos fueron fusilados con sus compañeros, ahí iban a quedar. Porque ellos murieron por un ideal, por querer algo mejor, para nosotras el afecto impresionante que tenemos por nuestros hijos, no es justamente buscar un montón de huesos. Nuestros hijos son otra cosa, han pasado a ser otra cosa, están en todos los que continúan en la memoria, como eran cuando desaparecieron. Seres humanos concretos, amados. Jóvenes de una generación destruida por miserables.
Luego hubo denuncias sobre inhumaciones irregulares en diecinueve cementerios más a los que asistí con Lucas. Él me sostuvo con su fuerza espiritual para no caer el in cordura, en seis de éstos no se logró especificar el número de muertos NN involucrados y para los trece restantes se denunció un total de 1341 casos., en otros se exhumaron los restos de 598 personas, 23 de las cuales fueron identificadas. En fin, una cifra que no podré olvidar:1.939 cuerpos más Tampoco estaba mi Inés entre ellos. Por eso confirmo que ella fue arrojada al Río de La Plata, en un vuelo de la muerte, pero quiero que todos sepan, si usted lo escribe, que trabajaré sin descanso en la búsqueda de mi nieta. Se llama Candela, no sé si es el nombre que hoy tiene, pero para nosotros se llama Candela.
El reportaje siguió y Marta respondió a cada pregunta con la fuerza y entereza que la caracterizaban. Luego, se reunió con Matilde y emprendieron un largo recorrido por calles ajenas sin que supieran hacia dónde iban. Un viento cálido, inusual, las empujaba junto a las hojas que se empeñaban en dar círculos sobre la vereda como imitando los jueves de Marta en la Plaza de Mayo.
_Y se la llevaron a ella antes, Matilde ¿Por qué me la llevaron así?
Tengo grabada en la memoria las primeras reuniones con las otras abuelas. Yo iría a encontrarme con un grupo que me recibiría en una casa. Me dieron la bienvenida con una sonrisa y a pesar del dolor estábamos felices de componernos como grupo. Desorientada yo había llegado a ellas por Eleonora, que estaba buscando a su hijo, ella tenía ojos azules y una su sonrisa que te hacía olvidar todo, aunque fuera por un ratito. Me incorporé decidida a trabajar junto a esas mujeres increíbles, lo recuerdo como estuviera ocurriendo en este momento.
También tengo presente la confitería Las Violetas, simulábamos un festejo, un cumpleaños, tomábamos el té y cuando el mozo se retiraba sacábamos de abajo de la mesa nuestras cartas, los habeas corpus, nuestros primeros comunicados, esa confitería lleva para mí el sabor especial de lo clandestino. Tratábamos de organizarnos con alternativas nuevas, y a la vez teníamos que tener mucho cuidado por los seguimientos, nosotras también corríamos peligro, éramos sus madres,¡ que va!.
Yo quería un funeral para Inés. Pero ellos lo hicieron imposible, ni ese gusto pude tener: enterrar a mi hija, disponer de un lugar, un universo para las dos. Pero la vida es así, algunos no llegan a nacer nunca y otros nacen y mueren sin razón, los demás, también moriremos, es imposible escapar al anillo.
Dicen que un momento que jamás olvidas en la vida es el día en que uno descubre su mortalidad, yo conocí la mortalidad de mi hija tanto como la de Mario. A mi marido se lo llevó la enfermedad, pero a Inés, se la llevaron esos hijos de **** que me la arrebataron.
Recuerdo bien el funeral de mi abuela paterna, el olor del pino, el aceitoso aroma de los cirios, el ambiente cargado de angustia, esa angustia que se disfraza de pena por el muerto, pero que en realidad es angustia existencial, cruda y punzante.
Yo me hubiera conformado con enterrar a Inés. Lo diré hasta el cansancio.
Este no es el destino final, te lo prometo Inés, en algún lugar nos encontraremos y al abrazarnos sellaremos de nuevo esa conjunción matemática que se formaba cuando lo hacíamos ¿ Te acordás Inés' ¿ Te acordas hija?
Intento aferrarme con fuerza al trozo de vida incrustado en tu muerte, pero aún vivo, y me queda Candela. Le puse Candela, porque vos decías siempre que si tenías algún día una hija la llamarías Candela, Juan se reía, Candela, decía, si es nombre de vela, los dos se unían en una carcajada.
Estuve muchas veces cuando otras abuelas encontraron a sus nietas, Recuerdo que una tarde fuimos como de costumbre a la oficina del Juez, y de pronto nos mostraron un expediente con fotos de dos nenas, los nombres coincidían con los de las nietas de Alba, habían estado en Casa Cuna. Yo me di cuenta enseguida de que eran ellas, tenían la misma diferencia de edad que sus nietas. Alba no terminaba de reconocerlas, las veía muy distintas, la más chica era piel y hueso y a la otra le habían cortado el cabello al ras. Pero yo me dí cuenta de que el juez sabía perfectamente de qué eran ellas de las que hablábamos.
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Pero ahora Candela viene, es verdad viene, yo hablé con ella, vive en Recife, Brasil, aunque habla perfectamente castellano.
Se la llevaron sus padres adoptivos cuando sólo tenía seis meses. Ellos la recogieron sin saber que era la hija de una desaparecida o al menos eso le contaron, ya lo veremos, lo único que queda para confirmar definitivamente que es mi nieta es que se haga la prueba del ADN, pero yo estoy segura que es ella auque se llame Micaela. Ví su foto, es parecidísima a Inés, aunque ya pasó a su madre en edad. Mi hija murió con sólo veinte años ¡Que horror¡
¡Va a venir, me dijo que va a venir!, aunque no se atrevió a llamarme abuela.
Siento miedo por su llegada, por mi otra hija, por Lucas, mi nieto, mi amigo, por Matilde que está tan lejos, por mí misma. Pienso en el tatuaje de mi memoria, todas las imágenes y palabras que tuve que punzarme cuando las buscaba, ahora están selladas en tinta roja dibujando la cartografía de mil vidas. Trazo la geografía de mi existencia en un álbum familiar que se completará aunque quede alguna hoja vacía y quizá vuelva la tranquilidad de hacer un paseo, preparar una comida de domingo.
Un álbum que hable del reencuentro y de todos los reencuentros por que yo, no soy sólo yo, sino que en mi piel hay treinta mil pieles que buscan justicia.
Un Álbum que en los momentos más duros y olvidados sea esa familiaridad que necesitemos para entrar en territorios nuevos cercanos a la sangre y la historia de los que ya no están. Inscribiré el nombre de Matilde en él, porque ella es también, parte de Inés.
Sureña
LO QUE ME GUSTA (BA) Y NO DE TI
Siempre me ha gustado tu buen humor. Esa disponibilidad que te caracteriza, esa amabilidad que parece impostada -sin serlo-, esa incapacidad para decirme que no a nada. Venías a buscarme al trabajo cada día. Eso me encantaba. Me sentía cuidada contigo, siempre estaba todo bajo control, nunca estaba sola. Esto, ya no sé si me parecía o no agradable. Creo que a veces echaba de menos tener más tiempo para mí. Estábamos siempre juntos, y eso a me ahogaba. ¡Tenías tantos defectos irritantes! ¡Qué ruido hacías al comer! Me sacaba de quicio. ¿Y te acuerdas de cuándo intentaste arreglar la cisterna? ¡Lo peor de todo es que yo ya sospechaba que la ibas a dejar peor! Y qué impuntual eras...¿Sigues llegando tan tarde a todas partes? ¡La cantidad de horas que me habré pasado esperando en el sofá, teniendo cuidado de que no se me arrugara el vestido, mirando la televisión y ojeando el reloj cada quince minutos! Y luego aparecías tan contento, silbando y con los brazos extendidos con intención –no correspondida- de abrazarme. Como nunca te enfadabas por nada...Mira que me ponía nerviosa esa pasividad tuya. Te daba igual que me fuera un fin de semana a Salamanca con Santiago o de cañas con Matías, para ti siempre estaba todo bien. Qué distintos hemos sido siempre. Cuando tú salías con Raquel o con Ana, yo me mordía las uñas hasta que volvías. Luego disimulaba mis celos y los disfrazaba con besos y palabras de bienvenida y tú no te enterabas de nada. Qué dulce y qué ingenuo. ¿Te acuerdas de todas las fiestas sorpresa de cumpleaños que te preparé? Y nunca sospechaste. Disfrutaba mucho organizándolo todo, maquinando cómo invitar a tus amigos sin que te dieras cuenta, comprando el regalo a tus espaldas y escondiéndolo. Luego todas las celebraciones acababan igual, bebiendo...
El otro día, al volver después de tanto tiempo, me sentí rara. Tenía muchas ganas de llamarte. Cogí el teléfono y marqué tu número, pero colgué porque me dio vergüenza. O quizás tuve miedo. Miedo de que no quisieras quedar conmigo. De que te hubieras enamorado de otra. De que tuvieras hijos, o hijas, o hijos e hijas. Me senté en una terraza en el centro, una al azar, no quería ir a ningún sitio que me recordara más a ti. Mientras esperaba a que me trajesen la cerveza me preguntaba si todavía estaría abierto el Estragón. Parece que los locales a los que vas siempre, son también tuyos. Te pertenecen, porque existen gracias a ti. Y tú te fusionas con el ambiente, y ya no se sabe si te gusta el bar por cómo es, o si el bar es así porque tú vas allí. Yo creo que hay una especie de intercambio de esencias.
Ayer fue mi primer día en el trabajo. No había nadie apoyado en el árbol que hay en frente de la puerta principal. Un niño paseaba a su perro. Al pasar a su lado me quedé mirándoles. Si hubiésemos ido juntos habríamos tenido que cruzar la calle. Ahora tengo la libertad de elegir por dónde quiero caminar y de acercarme a todos los perros que me dé la gana. Aunque no sé si he ganado mucho con el cambio. Por más vueltas que le he dado en los últimos días no consigo recordar porqué te dejé. Tienes muchas manías, eres inseguro y tienes poca iniciativa, pero creo que esas imperfecciones nunca fueron un problema. A lo mejor me acostumbré a todo lo que me gustaba de ti y dejó de impresionarme. O a lo mejor nuestra vida se volvió un poco aburrida con los años. En cualquier caso, ya no importa mucho.
¿Podrás perdonarme? ¿Serás capaz de volver a quererme –si es que ya no me quieres- y de confiar en mí de nuevo? Me gustas y te echo de menos.
Tarta de Manzana
EL ASESINO DE LA BIBLIOTECA
La había estado esperando pacientemente y, por fin, la vio aparecer en la entrada de la sala principal de la biblioteca pública. Esta vez venía acompañada de otras dos muchachas de edad semejante a la suya, seguramente, estudiantes como ella, pero esto no le representaba ningún contratiempo ya que no le obligaría a modificar o cancelar su "proyecto".
Ya hacía un tiempo que la espiaba. La había elegido a ella, precisamente, por las mismas razones que había pensado en otras jóvenes de características parecidas. Para empezar, era muy atractiva. Poseía un cuerpo armonioso y sonreía de manera encantadora. Durante los días que la había estado espiando se había sentido fuertemente cautivado viéndola moverse con aquella gracia tan especial, llena de sensualidad. De una sensualidad inocente, si se me permite decirlo. Realmente, era un placer verla consultar sus notas de vez en cuando, o susurrar algún comentario a cualquiera de sus compañeras, procurando no perturbar el silencio casi religioso, reinante en la biblioteca. Tenía unos ojos chispeantes, unos labios seductores y húmedos y una piel de apariencia extremadamente suave. Esta sensación de una suavidad casi etérea, se hacía aún más notable en su cuello esbelto, de líneas estilizadas. Era imposible no reparar en su cuello, y más improbable aún, no experimentar la tentación de acariciarlo, de sentirlo palpitar en la yema de los dedos. Decididamente, aquel iba a ser el día. No podía ni deseaba demorarlo más.
Las personas, somos animales de costumbres. Yo sabía que a la hora aproximada de siempre, se dirigiría al aseo para tomarse un respiro, y quizás para aliviar, al propio tiempo, alguna necesidad personal. Así fue. Cuando vi. que se disponía a dejar su asiento, me adelanté discretamente y me dirigí hacia los servicios. Por suerte, en aquel momento no había nadie en el de las mujeres y pude introducirme en el mismo sin ser visto por nadie. La rapidez de mi maniobra impidió que un hombre que salía casi en el mismo momento del contiguo de caballeros llegara a descubrirme. Durante unos instantes permanecí quieto, a oscuras, temiendo que mi presunta víctima se retrasara, o que se le adelantara otra mujer acuciada por la misma necesidad. Pero, no. Tal como esperaba, ella empujó la puerta entreabierta y, confiadamente, penetró en el aseo. Antes de que se diera cuenta de lo que le pasaba, mis manos se aferraron en torno a su cuello y comencé a apretar fuerte, muy fuerte, con indescriptible deleite, sintiendo como mis dedos se hundían en la suavidad de su piel, notando como le faltaba la respiración y que, pese a sus desesperados esfuerzos, le resultaba imposible librarse de la mortal caricia. Enseguida, le faltaron las fuerzas y dejó de ofrecer resistencia...
* * *
Estaba tan absorto imaginando la escena y saboreando las sensaciones casi reales que le transmitía su cerebro, que no se dio cuenta de que un hombre ya mayor, seguramente un jubilado de los que acostumbraban a frecuentar la biblioteca, le pedía que le hiciera un poco de sitio para ocupar un asiento disponible que había a su lado.
— ¿Me permite? —le preguntó por segunda vez.
Sonrió amablemente y disimulando su contrariedad respondió:
—Sí, claro, naturalmente.
Iba a retirarse un poco como le pedía, pero, pensándolo mejor, se levantó de su silla y se marcho. De todos modos, ya se había roto el encanto. Tal vez debería elegir otro lugar para eliminar a sus víctimas, sin embargo, le gustaba que fuese allí, precisamente en la biblioteca, rodeado de cientos, de miles de libros que contenían toda clase de historias. Muy especialmente las que detallaban horrendos asesinatos, su preferidas. En aquel lugar le resultaba sumamente fácil imaginar sus propios crímenes. Por el momento, tan solo eran fantasías que tentaban su mente. Pero, quien sabe si algún día...
Barcino
EXAEDRO 14-61
Llegó con prisa a su bar favorito, donde tomó tres cervezas bien heladas para ahogar entre las burbujas el calor de la tarde. Luego de beber su última cerveza, se subió en un ómnibus largo e incómodo. A través de las ventanas pudo ver el sol rojizo que anunciaba la noche mortuoria. Nina se desesperaba cuando no encontraba una silla con ventanilla, pues sus ojos preferían perderse en el exterior y no en ese interior nauseabundo de personas sudorosas. Podía dejarse seducir por las calles y avanzarlas todas hasta su casa, pero debía llegar pronto a su habitación antes de ser descubierta por Sergio. Esta vez Nina no tuvo suerte. En el viaje fue de pie, apretujada en medio de muchas personas.
Ese día para la estudiante de Taquigrafía su "buena estrella" iba a apagarse, o quizá ya se había fundido hacia el mes pasado, cuando no supo cuántos tragos se tomó y amaneció en la finca de su profesor de Lenguas Muertas. Además, Sergio abrió la puerta en el momento en que Nina intentaba introducir la llave. Luego, éste le aseguró la captura de los últimos monstruos que vivían en el armario de su cuarto y le disparó un balín de su escopeta de plástico. A diferencia de otras ocasiones, Nina pareció despertarse con el doloroso pellizco del disparo. El pequeño niño abrió su rostro esperando los cocotazos en la cabeza. Pero lo único que hizo su hermana, fue dejar el sonido de sus pasos.
Mientras subía cada escalón, Nina recordó cómo bailaron ella y su maestro preferido al ritmo de las trompetas de Azzy Gillespie. Sacudió su cabeza para despejar la memoria y se introdujo por completo en su refugio. Con rapidez se puso frente al espejo donde desnudó su pequeño cuerpo o. Vio su vientre lampiño, notó el leve endurecimiento en sus senos puntudos y sacó el broche que retenía su abundante cabello. No pudo mirarse directo a la cara. Corrió al lavabo y al extraer de un sobre blanco dos numéricos exaedros, los tragó de inmediato. Un sabor amargo le invadió la garganta aniquilando las cervezas bebidas. Nina pensó que era exagerado el sentir cómo se deslizaban y caían los pequeños exaedros en su estómago y empezaban a disolverse.
Maurice apareció al lado del pizarrón explicándole las derivaciones del indoeuropeo. La espesura de su barba, sus mejillas abultadas y las líneas que surcaban sus ojos lo asemejaban a su padre. Sobre todo cuando éste le repetía con paciencia las variedades de lenguas romances y germanas. Nina se dejó llevar por el vértigo de su belleza y la combinación peligrosa de su juventud. El profesor se había encargado de desenmascararla, justo ese día en el que ella estaba más distraída que nunca. Nina se sonrojó y sin embargo, a manera de susurro dijo: - ¡Me aburre esta sala de clases!- Y abandonó el lugar. Su aroma se había esparcido por los pasillos del edificio y el profesor, como un perro sabueso olfateó el bar donde Nina escuchaba su música preferida.
Nina humedeció sus dedos índice y corazón para colocar en sus cavernas llenas de vida dos exaedros 14-61. Vino a su memoria el recuerdo de Maurice abriendo sus carnes... No tuvo espasmos, sólo se resintieron sus muslos y terminó tendida en la cama con sus piernas arriba. Un ahora pasó con la mirada fija en sus pies, que se mantenía recostados contra la pared. Nada venía a su mente, estaba en blanco como un muro recién pintado. Apareció de pronto un dolor cervical diferente al orgásmico de otras ocasiones. Sus fantasías eran arrebatadas con afiladas punzadas. Sergio gritaba y disparaba al otro lado de la puerta. Nina ya no sentía compasión o admiración por Maurice. Sus puños arrugaron las sábanas y su desnudez se llenaba de escarabajos rojizos. Un charco escarlata inundaba la cama y se escurría hacia las tabletas del piso. Nina y sus vestigios se arrastraban por la cama líquida y una maraña de animales se escapaba por las ventanas de su habitación. Sergio retrocedió unos pasos, empezó un tiroteo contra la plaga monstruosa que se escapaba por las rendijas de la puerta, mientras Nina lamentaba no tener el equipo de veneno insecticida de su hermano.
Yellow Brown
LA ELECCIÓN EQUIVOCADA
Romualdo era una suerte de asesino serial y viudo negro. Buscaba mujeres con fortuna, las seducía, se aseguraba la herencia a su favor y luego las mataba.
Ese era su propósito. Una vez no le fue tan bien.....Descubrió a Edith en un restaurant, no lucia tímida pero sí un valioso anillo. Al principio ella no quería conversar con él, pero Romualdo era un gran seductor y la conquistó. En una semana la enamoró.
Era soltera y había pasado muchos años cuidando a su padre enfermo hasta que murió.
Ahora ella tenia mucho dinero y no sabía que hacer con todo eso. Se casaron y firmaron un testamento que cumplía con la codicia de Romualdo....., fue cuando Romualdo comenzó a elaborar el plan asesino.....
Encima de la bañera había un estante donde Edith solía poner sus cremas y un calentador eléctrico que usaba para su depilación, puso a éste en el fondo de la bañera y la comenzó a llenar.
Como no había enchufes en el baño, pero sí en el pasillo, se dio maña para conectarlo. Pensó como hacer desaparecer el cuerpo. Decidió que después que ella entrara al baño él esperaría una hora antes de entrar. Comenzó a preparar los papeles de negocios de Edith. Pudo abrirlos y vio que en su chequera faltaban varios cheques, buscó el dinero y no lo encontró , pero sí había una carta para él con letra de Edith que lo sorprendió. En ella le decía de su duda sobre él y que la policía lo rodearía.
La casa estaba en silencio, pero él pudo escuchar los pasos pesados por las escaleras. Caminó hacia el baño, enchufó el calentador, había corriente. Se desnudó, se metió dentro de la bañera. Su cuerpo se retorció por unos segundos y un espeluznante grito paralizó a la Policía que lo miraba atónita. Quedó ahí con sus ojos abiertos como diciendo:" Esta vez tampoco me agarraron"
Msusan
AMOR TARDÍO
Lo tenía decidido, tomaría ella la iniciativa, estaba harta de perder amores por esperar que fuese el otro el que diese el primer paso. ¿O fue su complejo y la inseguridad lo que la habían llevado a anteriores fracasos? No podía perder está ocasión, no tenía edad, ni tiempo.
Teresa a los sesenta años se había enamorado como una adolescente, no podía conciliar el sueño, pasaba el día esperando la hora de verlo,
_¿cómo me habrá pasado esto a mí? Tengo fama de fría y calculadora... y ahora a la vejez, mira soñando como una tonta.
Quedó fascinada el primer día de clase, estaba con un grupo en la puerta del aula cuando llegó él, con una chaqueta de pana color beige con unos parches en las coderas, un pantalón vaquero bastante gastado y una cartera en la mano.
_ ¡Buenos días!
Ella levantó la cabeza para responderle y se encontró unos ojos azules que la miraban furtivamente, le atrajo su discreta mirada, no podía quitárselo de la cabeza.
Cuando se casaron las niñas, Pedro la animó a ir a la universidad, a que estudiase lo que le gustaba (historia del arte), pensaba que no aprobaría el acceso de mayores de veinticinco años (no había hecho un examen desde que se sacó el carnet de conducir, y leía poco, hasta ahora, no había tenido tiempo, pero se preparó con ganas y aprobó. Iba a gustó; recuperaba asignaturas pendientes; pero las clases que le impartía él, le pasaban volando, y le costaba concentrarse.
De estatura media, morena de ojos avispados y boca bien dibujada, entradita en carnes, pero bien formada, si se arreglaba podía llamar la atención, aunque era incapaz de levantar la mano para hacer cualquier pregunta, tenía buenas amigas en clase, con características similares a las suyas, hijos mayores, casa vacía, cabeza llena, marido de siempre, cosas de la edad. El profesor siempre era muy correcto, serio y respetuoso, nunca decía nada ajeno a las clases, un día se acercó a su mesa y con voz entrecortada y temblorosa le dijo,
- Teresa, hoy está usted muy guapa, - y se alejó.
_¿estaré soñando?
Nunca lo hubiese pensado, aunque sí deseado, le subió un fuerte calor por el cuerpo, sería la menopausia, pensó, no podía ser otra cosa, a su edad... no lo podía creer, con tantas mujeres en clase ¿se habría fijado en ella? ¿Habría descubierto él sus sentimientos? o sería el típico "Don Juan" y quería divertirse a su costa; fuese lo que fuese no le importaba, la hacía feliz sentirse admirada, cuando ya ni se acordaba del último piropo...se sentía viva. Llegó a casa sonriente, el marido le preguntó
_ ¿Qué tal la clase?
_mejor que nunca, no pensaba que me iba a ir tan bien.
Cenaron en silencio y se acostaron.
Después de dar mil vueltas en la cama, pudo dormir algunas horas, se despertó antes de lo habitual, se calzo las zapatillas, y con la bata por encima, se dirigió a la ducha,
Pedro, apartando un poco las sabanas, preguntó
- ¿dónde vas tan temprano?
-no puedo dormir, y ya son las siete.-
La presión del agua sobre el cuello, la relajaba, se enjabonó lentamente, después de secarse repartió generosamente la crema sobre su cuerpo, se contemplo en el espejo... no estaba mal del todo, si perdiese un poco de vientre...lo peor eran los pechos, eso sí, se podía operar, no sería la primera, ni la última, la juventud no lo piensa, pero ella no estaba dispuesta a pasar por un quirófano, ni su marido se lo iba a consentir. Con el albornoz puesto se dirigió al vestidor, Abrió el armario ropero y lo contemplo por un momento... tenía que renovar, había ropa de la comunión de las niñas, y la moda cambia tanto... necesitaba ir de compras, cogió una blusa ajustada color naranja, con la falda negra quedaba bien, se recogió el pelo con una pinza y se dirigió a la cocina para desayunar, Pedro ya lo estaba haciendo, se sirvió el café con leche y una tostada y tomo asiento en la misma mesa, él se levanto y se acercó para darle un beso de despedida.
Teresa le respondió, _adiós que tengas un buen día.
Tardó poco en salir ella. Cogió su bolso de mano, sacó la llave, y después de salir le dio la pasada a la puerta. . Le hizo el efecto, que la miraban los transeúntes con los que se cruzaba ¿se habría maquillado en exceso?. Sacó un pañuelo de papel del bolso y se lo pasó por la cara, así iba más tranquila, parecía que se había arreglado para una cita y no la tenía, ¿pero, y si lo veía? Nunca se sabe, el mundo es un pañuelo. Entró en unos grandes almacenes, visitó todas las plantas, se compró ropa interior a juego, estuvo probándose prendas y prendas, deambulaba distraída, hasta que oyó una voz por el megáfono, anunciando a sus clientes que iban a cerrar, sobresaltada, salió corriendo y paro un taxi, que la llevó a casa. Antes de poner la llave en la cerradura, abrió el marido, con la cara desencajada.
-¿De dónde vienes a estas horas? ¿tu sabes la hora que es?, He llamado a tú madre y no sabía nada, ¿para que quieres el móvil?,
_ ya sabes la poca afición que le tengo, además no es para tanto, soy mayorcita ¿no?. Se me ha ido el santo al cielo, ¿qué quieres que haga? ¡ya estoy aquí! ¿ has cenado?
- para cenas estaba, sin saber dónde estabas, ni con quién.
Teresa fue a la cocina y le preparó un bistec con patatas, ella se hizo una ensalada, por comer algo. Se pusieron a cenar, Pedro rompió el silencio,
- ¿bueno te habrás comprado algo ,no? por lo menos, enséñamelo.
- ahora cuando terminemos de cenar, y me lo pruebo ¡a ver qué te parece!.
Empezó a sacar prendas de las bolsas y a probarse, pantalones ceñidos, faldas cortas camisetas de colores llamativos,
- ¿no te has pasado?, comentó el marido.
- No, estaba todo rebajado.
- No me refiero al preció, es el estilo, tu no sales del gris y beige, siempre dices que esos colores no pasan de moda, y ahora me vienes con colores y prendas de quinceañera.
- Sí pero ya estoy harta, todavía tengo edad de llevar esta ropa, ¿o acaso crees que soy vieja?
- No mujer, que va, estás muy bien para tu edad, entradita en carnes, pero bien, además sabes que me gustan las rellenitas.
- Sí, como a todos, os gustan las pechugonas ¿pero sabéis como nos gustamos nosotras?
- Recogió toda la ropa y se acostó, no durmió muchas horas, antes de que sonara el despertador ya estaba en la ducha, se puso una blusa, mientras se abotonaba se contempló en el espejo, el verde le favorecía, bien maquillada y con los pantalones blancos...se encontraba atractiva. Al salir se encontró con un vecino que la miró con admiración, ella se percató, pero no le disgustó.
Al entrar en clase, se sintió centro de las miradas, y algún que otro comentario, haciendo caso omiso se sentó en la primera fila. Cuando entró el profesor sus mejillas cambiaron de color, respiró hondo... el profesor estaba explicando la clase, levantó la mano y preguntó ¿profesor cuándo tenemos la próxima evaluación? él mirándola desconcertado le respondió "ahora no lo sé, pero si quiere después lo miro",
_¡no, no hace falta,! era por prepararme bien. Al salir de clase, por el pasillo, oyó unos pasos cerca, un aliento en su cuello, y una voz que le dijo;
- ¿le pasa algo, Teresa?,
- Volvió a cambiarle el color de la cara,
- ¿Por qué lo pregunta, profesor'?,
- No sé la veo cambiada.
- Mejor o peor,
- Balbuceando respondió, "mejor, mucho mejor" la veo muy bien, ¿es usted viuda o separada?.
- Ni lo uno ni lo otro, casada y con dos hijas, pero estoy bastante sola....
- Se acercó un poco más y susurró...será porque quiere, ¿no?
- Podía percibir su olor, asintió la cabeza y se despidió acelerando el paso. No lo podía creer, era demasiado para un solo día, él siempre tan serio ...tan respetuoso, la intención estaba clarísima, no podía seguir con esto, siempre había sido fiel, ahora... no podía... su familia, su educación, la cabeza era una olla a punto de estallar, ¡había esperado tanto ese momento! se había fijado en ella! El corazón se le salía ¿y si se hiciese el ánimo, no sería la primera ni la última, el amor cuando llega... ya se sabe, y lo suyo estaba claro que era amor. ¿O quizá se refugiaba en fantasías amorosas, para llenar un poco su vida?. Salió de la clase y se dirigió al archivo, no sabía lo que buscaba, sus manos acariciaban las tapas de los libros, sin centrarse. sintió una mano posarse en la suya, no se atrevía a volverse, reconocía la mano, mediana, caliente, segura, no pudo resistir más, se volvió y busco su boca. allí fundidos en un esplendido abrazo, que ninguno de los dos hubiese roto, fue él, diciendo
_no, aquí no, no quiero comprometerte,-dando medía vuelta se fue, con la cara encendida y el paso largo.
_Teres se sentó en una silla, las piernas le temblaban.
Tenía que tomar una decisión, dormía poco, apenas comía, estaba ausente, el marido preocupado le decía
-"No te lo tomes así, come mujer, come, si te queda alguna asignatura, el próximo año la recuperas, tienes la vida resuelta, y estas muy desmejorada, tendrás que visitar al medico.
Ella lo miró sonriendo, pensó "que poco sabéis de las mujeres, "cuántas vidas tendríais que vivir para comprendernos" quizá si lo intentarais....
No pensaba forzar la situación, podía, pero no quería, se conformaría con eso, ilusión por verle, arreglarse por él, soñar, con eso ya le bastaba, no iría más lejos, seguiría" felizmente casada," sería su gran secreto.
nenica
MENDIGOS Y HOMBRES
Todo ocurrió rápidamente y sucedió cuando el cielo estaba nublado y hacía frío a causa del viento que quemaba como el fuego mientras no tan lejos, el mar, apenas roto por los retazos ennegrecidos de algunas nubes, mecía sus olas con rabia y desesperación.
-Eh...¿Qué haces?- grito con fuerza-
-Y a ti que te importa mendigo.
-Oye tu...-respondo de inmediato al hombre que está a punto de entrar en el agua- lo digo porque vas a coger un catarro de aúpa.
-¡Que más dá¡...
-Y además no quiero que manches el agua.
-Eso tiene gracia...-responde el hombre de color.
-Si te piensas ahogar mejor lo haces en otro sitio, vamos si es que quieres hacer esa estupidez.
El hombre gira sobre si y mira mis andrajos y mi rostro en el que se confunde la suciedad con la barba de varios días.
-No tiene sentido.
Y calla ante aquél silencio de Enero roto solo por el sonido de las monótonas olas.
-La vida siempre tiene sentido.
-Depende para quien y desde luego no para nosotros, en mi pais nos enfrentamos continuamente a la muerte, a la miseria y al dolor.
-Muy bonito.
-Tu no lo entiendes...vives bien....
-¿Tu crees?
-Si, claro que lo creo.
Guardo silencio y miro al hombre de color y pienso en su lucha que es la de todos y siento rabia y me embarga una piedad que acaba confundiéndose con la indignación. Una piedad sin saber debida a que, pero áspera y seca producida por el pudor a sentirme vivo sin que la indignación me impida sonreír, aunque sea una sonrisa sostenida, una mueca cruel que me hace sentir despreciable, anónimo ante el ser que ante mi se siente un desheredado de la tierra.
Me incorporo y miro hacia el interior de la ciudad, dirijo mis ojos al conglomerado de seres que pasan con indiferencia, que miran por el rabillo del ojo a aquellos despojos, miro sin ver al grupo de gente que camina, monjas silenciosas, travestidos impacientes, médicos con aspecto de dioses, punkis y adolescentes en patinete mezclados con un montón de seres de difícil identificación, robots anónimos que pasan por la vida vacíos, sin historias.
-Lo que no entiendo –me dice el hombre- es que tu estés contento.
-¿Lo dices por mi ropa?
-Si, eres un mendigo y un pobre.
-Sabes, la diferencia entre ser un mendigo y un pobre es que yo tengo una historia y un pobre no tiene nada.
-¡Que tontería¡...y yo escuchándote.
-Pues ahógate, pero si tu supieras contar tu vida, si se pudiera escribir una simple nota con tu historia, no tratarías de suicidarte, te agarrarías a ella.
Guardamos silencio cada uno de nosotros encerrados en nuestros pensamientos mientras a nuestro lado susurran los fantasmas del mar, los de los marinos que no llegaron a partir, el sonido de la ciudad en forma de aliento fresco mezclado con olor a rutina, a pescado, a los olores que desprende la gente de la mar.
-Yo no tengo nada ..-responde el hombre- abandoné mi país en busca de una vida mejor que aquí no he encontrado, no me queda nada.
-Si tu lo dices.
-Yo he luchado pero mi alma está vacía y mi espíritu cansado, ya no me queda esperanza.
Cuando los ángeles bajan del cielo acaban convertidos en salvajes, como la gente que indiferente pasa por las calles sin preocuparse del hombre sin destino, saboreando una gloria con sabor a soledad, un amargo sabor que no pueden evitar de sus corazones.
-Y tu familia....
-Mis hijos están pasando hambre.
Extraña noche poblada de negras estrellas que bañan a un mendigo y a un hombre de color, que ennegrecen el agua invitando al hombre a que acabe sumergido, tratando de abrazarle.
-No tengo nada que mandarles...no me dan trabajo y yo no se robar..ni tengo dinero para volver a empezar y si me detienen acabo en la cárcel de mi país....en deshonra.
Me incorporo y sujeto el envase de vino que me acompaña tratando de que no se derrame y camino todo lo rápido que me permiten mis pies mirando hacia delante, clavando los ojos en los transeúntes que se cruzan conmigo, tratando de alejar la imagen del hombre pero sabiendo que se le aparecerá la muerte, el momento que hasta entonces ha permanecido ajeno a mi vida.
Verus
LA LAVADORA
PROEMIO
¡Me han traído mi lavadora!, es la última maravilla técnica que existe, marca General Electric, modelo H132540 "Profile", con capacidad de 15 kilos. Levanto la tapa y encuentro un inmenso cesto blanco que al verlo me produce un maravilloso éxtasis celestial, ella es todo mi anhelo, y en esta vida mía no puedo ser más feliz. ¡Estás conmigo! ... y quiero empezar a lavar.
ACTO I
Han pasado una, dos, tres y cuatro semanas gloriosas en las que me he realizado en ese enorme cesto blanco, tan puro, tan terso, con esos pequeños y simétricos orificios, ¡Es bellísimo!, no cabe duda que es mi felicidad, ya que me hace ver las maravillas de la vida, ¡Oh!, quiero estar siempre lavando.
Hoy es Jueves, quinta semana al lado de mi hermosa lavadora, al despertar por la mañana corrí a ver su grandioso cesto blanco, coloqué el detergente, la ropa, el agua y ¡Guach!, ¡Algo huele a quemado! ¡Qué terror tan grande!, la lavadora no funciona. Aprieto el timer, vuelvo a conectarlo y no sucede nada. Desesperada, corro al teléfono anhelante y llamo a los técnicos para que vengan inmediatamente a reparar mi lavadora.
Esta es la sexta semana y se han retirado los expertos, ¡Estoy tan deprimida!, no he podido lavar durante toda la semana, espero que la arreglen pronto.
Un día más de mi existencia sin mi lavadora, pasan y pasan las horas, dicen que es el transformador, que tenía colocado uno de menor capacidad para el tamaño de la lavadora. Los técnicos se comunican inmediatamente con el dueño del lugar donde se compró mi lavadora, y éste, autoriza para colocar un nuevo y más potente transformador. Tengo que esperar hasta mañana.
Han llegado nuevamente, después de dos días, y me han colocado el nuevo transformador, mi lavadora funciona otra vez. Soy feliz, tan feliz, que durante tres días vuelvo al éxtasis, y al cuarto, después de recoger a mis hijos del Colegio, y tres largas horas de ausencia, llego a la casa y encuentro mi lavadora en la misma posición, ¡El timer no avanza!, muevo manualmente la perilla, funciona, y nuevamente se detiene, vuelvo a girarla, y permanece estática. Llevo ocho días pegada a mi lavadora ¡Me encanta el blanco de su cesto!, pero soy su esclava, tengo que vivir junto a ella, oprimiendo y tirando la perilla del timer, ¡No importa!, adoro mi lavadora.
INTERMEDIO
Diez días después vuelven los técnicos, ellos dicen (después de todo un día de estudios y pruebas junto a mi lavadora), que el voltaje no es el adecuado para la máquina, y dada esa conclusión he comprado un regulador de voltaje con óptima potencia, me ha costado una fortuna, pero mi bella lavadora con su cesto blanco bien lo valen. Lo instalan y se van.
Al día siguiente llegan nuevamente los técnicos a verificar, se desviven porque gire el timer, está puesto el regulador, y al fin da la vuelta, en sus rostros como en el mío se refleja la desesperación, el anhelo, porque parece que funciona, podré lavar y extasiarme, podré gozar de ese blanco, puro, blanco y hermoso cesto, girando, como una vida que sigue su destino sin detenerse, hasta llegar a su fin.
ACTO II
En el feliz entorno de mi vida, acompañada de mi alma en éxtasis, estoy lavando, y nuevamente se detiene el timer. Vuelvo a llamar a los técnicos, quienes estudian, observan, prueban, parecen científicos encontrando la vacuna para la terrible enfermedad, cuando al fin, se dan por vencidos. ¡No podemos! dicen ellos, la lavadora está dañada ¡Hay que cambiarla!
Me traen otra igual, ¿O es la misma? (en ese momento no lo supe, hasta más tarde en una conversación telefónica con la secretaria de ventas, en la que me reveló que mi lavadora era la única en existencia) ¡Claro, ella era única!, no podía haber dos iguales, ¡Imposible!, volver a ver ese hermoso canasto blanco me dio ánimos, ahora si, ¡A ser feliz!, los técnicos la conectan y se retiran. Voy a lavar, y el timer no gira. Llamo nuevamente, casi al borde de la locura.
Al día siguiente se aparece un sólo técnico, el otro está enfermo, con stress por causa de mi lavadora y no puede trabajar, el que está aquí, con cara de misterio me explica que a veces una resistencia del timer no queda bien conectada y esa puede ser la falla, felizmente mi lavadora vuelve a funcionar.
Pasan tres días y de repente, nuevamente el timer se detiene, ¡No! Otra vez, vienen los técnicos acudiendo a mi desesperación, uno de ellos completamente nuevo, el otro aún no se repone, estudian, observan, prueban, la situación se repite, pero ahora ya no son científicos, sino espías tratando de encontrar la fórmula para que no estalle la bomba atómica, finalmente, se dan por vencidos. Llamo por teléfono a la secretaria de ventas y siempre contesta con excusas, que el dueño de la firma está en Miami, que está en el hospital a causa de un accidente, que él se comunicará conmigo, pasan los días y nunca lo hace, así que le pido a la misma secretaria que transmita un mensaje a su jefe de mi parte: "Quiero mi lavadora, con su hermoso cesto blanco". No puedo continuar así, estoy enamorada de mi hermosa lavadora, es vital para mi, y ella se atreve a decirme que en mi casa hay algo por lo cual no funciona la máquina, que quizás no le agrada el lugar, que me enviarán otro modelo más sencillo, menos sofisticado, más pequeña. Yo me niego rotundamente, y vuelve a modular tranquila y pausadamente diciéndome que no hay otra en existencia. Se altera, me altero y dejamos todo en el aire. Colgamos.
CONCLUSIÓN
No se cuántos días han pasado y de repente han llegado con otra pequeña lavadora, con capacidad de siete kilos y que probablemente si funcione. Mi mente está descontrolada con la intrusa, la acomodan, se van, la abro y veo un terrible, deprimente y espantoso cesto angosto, grisáceo oscuro, casi negro. No lo soporto, no lo puedo ver, me acerco y la cierro... para siempre. Pido que se la lleven, ¡Quiero mi antigua lavadora!, ¡Mi hermoso cesto blanco!, ellos responden que son empleados nada más y que les ordenaron dejar la lavadora instalada y funcionando.
Corro, corro, y subo la colina.
Dicen que bajé hasta el río.
Dicen que alguien vio la figura de una mujer lavando ropa en una artesa.
Dicen que alguien la oyó murmurar acerca de un cesto blanco.
Dicen que estoy en un hospital, que mi mente se va a recuperar.
Y yo, lo único que recuerdo es el hermoso cesto blanco de mi lavadora.
Coquis
THE END
Un hombre viejo leía tranquilamente un libro, sentado en la butaca de un tren de largo recorrido. Estuvo leyendo apenas una hora, una vez iniciado el trayecto, mientras la delgada sombra de los árboles pasaba de tanto en tanto sobre las páginas, se extendía a través de la ventanilla, por el vagón.
Empezaba a quedarse dormido con el vaivén y con la lectura, cuando encontró la misteriosa hoja en blanco. Sorprendido, la volvió de uno y otro lado, sin encontrar ni una sola letra en ella. El viejo levantó la vista en el acto, mirando alrededor, con el ansia común por compartir aquel descubrimiento con alguien.
A su lado, los pasajeros oscilaban lentamente. El hombre observó con disimulo sus rostros inexpresivos, durante un momento. Se dio cuenta de que nadie hablaba con nadie, de que incluso los que parecían dormidos, mantenían una postura erguida en el
asiento, mirando al frente, con los ojos cerrados. A pesar de que el resto no mostraba interés alguno en él, el hombre tuvo una sensación incómoda. Le pareció que se volvían despacio hacia otro lado cuando él buscaba coincidir con su mirada; como si aquellas personas que lo ignoraban estuvieran disimulando a su vez, como si evitaran mirarlo a propósito. En ese instante, detrás de una butaca en el otro extremo, una cara demasiado pálida se giró de pronto, obsequiándole con una mueca exagerada, con una sonrisa que parecía temblar en los labios manchados de rojo, con una expresión a medias plácida, a medias burlona. El hombre, turbado, se levantó tan rápido como pudo, buscando aquel semblante con los ojos muy abiertos, pero no lo encontró.
Repitiéndose que todo aquello no era más que una idea absurda, pero todavía algo inquieto, se dejó caer en su asiento y volvió a la página de la novela, por lo demás regular, que sostenía entre sus manos. Se dio cuenta de que sus dedos seguían asidos al libro, negándose a desplazar la hoja para continuar con la lectura.
Una cosa extraña, se dijo, una página en blanco en un libro. ¿No le había sucedido nunca? No, nunca le había sucedido, y sin embargo era fácil imaginar la cadena de errores, en el fragor de la imprenta, que ocasionaran el desajuste...Pero una página en
blanco, dudó.
Murmurando, decidido a olvidarse de todo aquello por el momento, cerró el libro entre sus dedos. Súbitamente se sintió cansado, muy cansado. El sol resplandecía sobre elmar, lo cegaba a través de la ventanilla, con los últimos rayos de la tarde. El hombre
cerró los ojos, se recostó en su butaca, se estaba adormeciendo. Y poco a poco, empezó a recordar lo que estaba escrito en la página vacía.
La bella caligrafía de una voz silenciosa se originó muy despacio en su memoria. Deteniéndose, prosiguiendo con un razonamiento oculto que le maravillaba, su música le ponía sentido a lo seguía recordando, a lo que más tarde recordaría con claridad. Había en ella notas incomparables, completamente distintas a las de cualquier melodía, pero curiosamente aquella le resultaba familiar... Le pareció estar escuchando una banda sonora, con multitud de colores que se barajaban unos con otros, con el color de los momentos de su vida.
Mezclándose con la música, todos esos momentos empezaron a repetirse. Encadenándose de dos en dos, las imágenes de su infancia, de su juventud, multiplicándose después, parpadeaban en su mente con el sol, a la salida de cada túnel.
En su recuerdo se sucedieron ecos y voces lejanas, al mismo tiempo que surgían rostros o figuras con esas voces. Rostros elásticos que se estiraban hacia los límites, que una vez reconocía, se fundían para siempre en negro. Pasaron fragmentos cruzados de la
visión, espacios oscuros, truncados. Fracciones de espejos que siguieron rápido, que se sumaban en serie, que se detuvieron en la forma completa de uno solo, donde el mismo hombre se sonreía guiñándose a si mismo, siendo joven; se miraba satisfecho,
ajustándose la corbata en el vaho de la imagen, que se deslucía poco a poco con el trasfondo de la siguiente.
De esa manera transcurrieron algunas horas. El hombre no pudo saberlo nunca, pero el desenlace debía llegar justamente entonces, sin que él pudiera advertir en qué momento. Rodaba ya muy despacio el tren, aproximándose a su destino. Lentamente, con cada tramo que avanzaba, con cada pausa al traspasar los raíles, en el vagón empezó a desatarse un silencio intenso, sobre las cabezas de los pasajeros que ya semejaban figuras inermes, como muñecos. Cada vez la ausencia de sonido, de
movimiento, adquiría una presencia mayor, que lo colmaba todo. Con el mismo aire inmóvil, la luz se había congelado en el interior del vagón; ahora el silencio se anclaba en cada hueco, invadía parcela a parcela el espacio, lo inundaba por doquier, como si llenara por completo la atmósfera con cristal a punto de romperse. El tiempo se había parado de pronto.
En ese momento, los pasajeros, uno a uno, saliendo de sus propios cuerpos, se levantaron para marcharse, cuidando de no hacer ningún ruido. En el acto, uno tras otro, fueron desapareciendo. Con un sonido suave, apenas como un suspiro, se fueron a
través de la luz, se desvanecían en mitad del pasillo, a través de las paredes y de las ventanas, mientras el hombre había muerto. Antes de evaporarse, algunos de ellos movían la cabeza imperceptiblemente, al pasar junto al viejo, le sonreían un poco,
mirándolo con ternura, desde rostros como transparentes mariposas.
Se dice que el libro con la página en blanco se perdió entonces, y que unos días más tarde, fue descubierta por otro pasajero.
Héctor
EL DIENTE DE ORO DE JUAN VIANA
Mi padre, en silencio y casi hundido en el rincón, corta lentamente entre las manos un pedazo de queso con su pequeña navaja sevillana.
Desde afuera la humedad de Montevideo se cuela por las ventanas y nos carcome los huesos. La humedad nos hace sentirnos más abandonados
Intenté, desde que llegó, convencerlo para que utilice los platos en lugar de sus manos o la tabla de picar (jura que nunca tomó ni tomará como alimento nada que sea líquido). Tampoco ha lavado en este mes y medio un solo vaso. Los vasos pueden quedar días en la pileta y él, si yo no me hiciese cargo, se limitaría a ver aumentar la montaña como si se tratara de algo que fuera inútil entender.
Acostumbrado a comer y a beber en los bares o en la cárcel, donde los que lavan y preparan todo siempre son otros, se dedica en cambio, a un excesivo aseo personal y a mantener, rayando la manía, de manera impecable cada una de sus prendas.
Siempre causa la impresión de un hombre apenas salido de una barbería, vestido con ropas que exhuman olor de tintorería.
Me estira, sosteniéndolo entre la punta de los dedos, un poco de pan con una grotesca rebanada de queso y yo lo tomo agradeciendo.
Una cadena de oro y un par de anillos en cada mano le dan un toque de matón de mal gusto. En algún momento se lo sugerí y apenas me dirigió una sonrisa; al poco rato hice algo estúpido: le dije que no me avergonzaba de él. Nuevamente sonrió al tiempo que me clavó una mirada que a otro hubiese dado temor; yo en cambio entendí que desde el fondo de sus ojos me decía que se sentía solo; que estaba fuera de su tiempo, sin su ritmo de antes. Talvez también quería decirme que se rendía y que yo debía guardar ese secreto.
He tenido que sacrificar el orden de mis costumbres y mí tiempo, para entregarme poco a poco a sus costumbres: comemos fiambre casi todas las noches y porque Renata viene cada vez menos al apartamento, he perdido una buena razón para cocinar. Las botellas de vino han sido desplazadas por cajas de vinos casi siempre dulces.
Las luces apenas se encienden.
No miramos televisión, solamente escuchamos la radio en un viejo aparato que le pertenece tanto como su navaja, y nos resulta mejor estar sentados en un almohadón que tiramos sobre la alfombra o en el par de pequeños banquitos que antes solamente utilizaba para bajar alguna cosa de los muebles o buscar en el último estante de la biblioteca.
Cuando la comida todavía no pasó a mi mano escucho la frase y dudo por un segundo si en verdad la dijo.
-¿Qué dijiste? -pregunto lo que temo haber oído, y mi padre espera, porque como a todo viejo zorro, le encanta sorprender siempre y ver a los demás ser sorprendidos.
-Ayer me contaron que murió Juan Viana. -Esperó unos segundos masticando y agregó- Tu amigo. No creo que lo hayas olvidado.
Yo quedé en silencio. La sorpresa fue acrecentándose y lentamente se transformó en un nudo angustioso, estrujando el más profundo interior de mi pecho.
-Murió Juan Viana -dije la frase si no con solemnidad, sí con el detenimiento necesario, sabiendo que esa era una verdad que necesitaba consolidarse en el aire.
-¿Te acordás bien entonces? -los ojos de zorro me buscaron detrás de las manos.
-Si papá..., me acuerdo de él. Pobre tipo. ¿No? -dije convencido de que no podría llevar a las palabras todo el desconcertante terremoto de recuerdos que se habían desatado en mi cabeza al recordar ese nombre.
Un brillo se desenterró de entre mis años perdidos y se quedó sosteniendo todo mi desasosiego. Entonces, no sé cuanto demoré, pero una vez recuperado del olvido pude pensar que en verdad Juan Viana había muerto.
Mi padre no respondió y se levantó de la mesa haciendo crujir cada una de sus articulaciones como si fuese una vetusta maquinaria a punto de abatirse. Siempre repite que el frío y la humedad de las cárceles dejaron a sus huesos -que según él son de hierro-, un poco herrumbrados.
Miro la espalda de ese orgulloso testigo de otros tiempos, lo veo alejarse y desaparecer en el que ahora es su cuarto y antes mi estudio y me quedo solo, frente a la estufa.
Sosteniendo sin voluntad el vaso de vino, todavía lleno, repito casi sin querer ese nombre que tanto significó para el niño que fui.
El tiempo tiene la consistencia de una hilacha de humo y cuando quiero ir atrás me sumerjo en mis propias trampas y cuando logro rescatar algún suceso siempre me deja apenas convencido de pertenecerme.
Hay pocas cosas más ciertas que el hecho de que mi madre murió en un accidente; que mi padre, aunque lo negó, fue por segunda vez preso por un asesinato del que nadie nunca me dio detalles; de haberme criado con mi tía Gertrudis; es también muy cierto el hecho de que ella estuvo desde los veinte años hasta los setenta y dos enterrada en la misma silla de ruedas; que fui a una escuela a la que iban los niños de las familias más pobres del barrio y a la que iban solo unos pocos más pobres que yo; conocí la desilusión del amor a una edad muy temprana; es cierto que los pocos libros que leí una y otra vez de niño, sostenían la mentira de tía Gertrudis "si lees y te quedas en casa con tu tía, papá va a volver antes"; y tan cierto como todo ello es que conocí a Juan Viana, y que él me conoció a mí.
Frente a mi casa había un bar. En la época en que sucedieron los hechos se llamaba La Picada y luego, con el cambio de dueños, pasó a llamarse El Charabón.
Los dueños de la picada eran el señor Malán y su esposa: la señora Malán, y siempre se llamaron así.
No recuerdo cuando fue la primera vez que pisé el bar pero sí puedo volver a verme durante horas, subido a un banquito estudiando a los adultos que jugaban al billar o al pool.
El pool era para los más jóvenes de ellos o para los veteranos que alguna vez había vivido en Montevideo. Lo que sí no podría olvidar fue el momento en que el señor Malán apareció de los fondos del bar, donde todos suponíamos que vivían con un estuche fino de tela de jean.
-Petiso -me dijo al tiempo que extendía aquel envoltorio como una especie de ofrenda entre mis manos-. Lo hice yo, con mis propias manos -agregó-, y quiero que aprendas a usarlo.
Era un taco. Yo no podía creerlo. La alegría era doble. Por el regalo y porque eso quería decir que podría jugar.
En ese momento debo haber mirado el casin porque el señor Malán dijo que lo mío sería el pool.
A los pocos meses empecé a desafiar, a instancias del señor Malán a cada uno de los veteranos, y, poco a poco y con mucho sacrificio aprendí como ganarle a cada uno. Llegaba de la escuela a las seis de la tarde, apenas tomaba la merienda y ya cruzaba al bar. A veces los veteranos se aburrían de perder y solo cuando la luz del frente de mi casa se prendía y apagaba intermitentemente me detenía. Así me avisaba mi tía desde su silla de ruedas que ya era demasiado tarde para estar afuera de mi casa.
La primera vez que lo vi, ya todos en el bar sabían que estaba cerca del pueblo. Mucho tiempo después comprendí la bofetada que me dio la tía al recibir una noticia que para mí no debiera tener esa terrible consecuencia.
Yo estaba jugando solo y no había más que dos o tres que arremolinaban alrededor de sus copas de caña blanca.
Era invierno y por las ropas del enorme hombre que flanqueó en un segundo la puerta, la noche parecía un suceso terrible.
Nadie lo saludó claramente. Solo hubo un murmullo que él desdeñó.
Yo intenté seguir inmutable con mis ensayos de tiros imposibles pero tener a unos pasos su pesada presencia era algo que me hacía sentir profundamente incómodo.
Minutos más tarde estábamos jugando tranquilamente y poco a poco sus frases serenas y su voz profunda se ganaron mi confianza. Lo único que me ponía inquieto era el diente de oro que parecía acompañar su sonrisa, brillando cada vez que él sonreía.
Terminamos de jugar por esa noche cuando Malán me dijo que ya era tarde. Mi tía no había utilizado la luz para llamarme. Cuando estaba saliendo del bar me pareció ver su cara apareciendo apenas al costado de una cortina levemente levantada en la ventana.
Esa noche no rezamos juntos y yo me fui a la cama con ganas de contarle lo bueno que me parecía Juan Viana y como me había impresionado su enorme diente de oro y su frialdad para jugar al pool.
Ese invierno en el bar fue quizá en el que más creí crecer. No aumentaron a causa de su presencia los parroquianos y eso me dejaba horas enteras en que jugábamos e intercambiábamos frases por lo bajo, haciendo a propósito que los demás se quedaran sin entender. Parecíamos dos personajes de westerns: recios y lacónicos. La única diferencia era que él sí había matado hombres y yo no.
El 25 de agosto fue la última vez que jugamos. Esa noche hicimos solo una partida y después me invitó a sentarme con él en una de las mesas. Pidió una botella de whisky; el más caro, dijo. Y para mí pidió una Coca Cola de litro.
Bebimos en silencio. Cada uno su litro de bebida.
En determinado momento hizo una mueca que no le había conocido. Parecía estar acusando una puñalada. Algo lo molestaba y se contuvo hasta que acariciándome la cabeza me dijo:
-Perdoname..., pero tengo que hacerlo, ¿me vas a perdonar verdad?
Yo dije que sí apenas moviendo los labios y dejé escapar una lágrima.
Esa noche no pude dormir y mi tía, aunque no le conté nada de lo sucedido tampoco durmió nada hasta muy entrada la madrugada. Fue mi primera trasnochada.
El 29 lo agarraron lejos, en el campo. Dicen que se resistió y que hirió gravemente a un policía. Entonces no lloré y fue la última vez que pisé el bar. Todos esos hombres menos el señor Malán me parecieron unos hijos de ****.
Bebo el último trago de vino y me acuesto en el suelo.
A pesar de que intento recuperar en mi memoria la sonrisa de Juan Viana se me confunde con la mueca de aquella última noche en que estuvimos juntos. Apenas me vuelve el brillo del diente rasgando el tiempo y quedándose encerrado en una lágrima que apenas se me escapa.
Más cerca en el tiempo, mi padre ronca.
El alcohol hace que mi mano parezca ajena, apenas puedo llevarla a mi cara, y se humedece con unas lágrimas también ajenas.
Aldus Manutius
ENGAÑANDO A LA SOLEDAD
La ciudad aún dormía cuando Salvador llegó a casa. Soltó la bolsa de pan sobre la mesa del salón y con timidez se dirigió a echar un vistazo a la habitación. La encontró distante, fría, es como si estuviese planchada sobre la cama. La noche anterior, era la primera vez que se iba a trabajar con ese extraño pellizco en el estómago, sintiendo la sórdida sensación de que ya no lo amaba; no podía soportar la idea de no ser el hombre de su vida. Con el trabajo que le había costado encontrarla. Doña Mercedes, su vecina del cuarto, ya no era la primera vez que se lo decía: "Salva hijo, siendo como eres, a ver que mozuela es la que se va contigo".Pero lo cierto, es que al final la había encontrado, y lo mejor: no le había costado meses o años de cortejo, guardando apariencias y pagando invitaciones. No como su hermano Rafael, que estuvo once años de noviazgo, para después ver como su matrimonio expiraba a los tres meses de estar casado. Menudo chasco. Ahora vivía de nuevo con los padres y se pasaba las horas contaminando su habitación con el humo de sus cigarros y con su soledad. O como su amigo Frasco, aquel chico tan majo que conoció en la consulta, que le contó que llevaba años detrás de una muchacha, que al final lo único que quería era aprovecharse de él. Le prometió que le daría un beso, si él la invitaba siempre que salieran, a las pocas semanas se aburrió y empezó a no querer saber nada. Un día la pilló en una esquina besándose con otro tipo, Frasco puso mala cara y aún no le había dado tiempo a decir nada, cuando la chica hecha una fiera le dijo a gritos: "¡Que te creías que iba a estar con un imbécil como tú! Vaya golfa. Salvador sintió mucha pena después de escuchar aquella historia y pensó que a él también podría pasarle lo mismo, o incluso peor. De hecho, creía que Frasco era un joven bastante lúcido. Siempre hablaba de cosas interesantes, antes de que aquel médico simpático, los bombardease con preguntas absurdas y les soltase rollos dialécticos que no comprendían, y que seguro no interesaban a nadie. Salvador pensaba, que esos doctores que se dedican a hacer preguntas y a charlar, sólo sirven para hacer que la gente se vuelva loca.
Los primeros rayos del alba se colaron por la ventana del salón, e impactaron en la cara de un Salvador, que todavía se sentía del todo incapaz de entrar en la habitación. Le atenazaban el sueño y el cansancio de una noche de trabajo agotadora, pero la incertidumbre de no saber como ella iba a reaccionar, le podía, así que se tumbó en el sofá y se mantuvo a la espera. Pensó que lo mejor era que ella tomase la iniciativa. Si, era lo mejor, después de todo, anoche, en el momento cumbre sintió como se desmoronaba, y no le proporcionaba ese placer tan cálido al que le tenía acostumbrado. Un placer tan intenso, que hacía que se pasase las horas en el trabajo, ensimismado en sus fantasías, soñando despierto, anhelando todos y cada uno de los poros de su cuerpo. Casi siempre que pensaba en ella, se despistaba y terminaba por liar la trapatiesta. Unas veces quemaba un carro de pan, otras perdía la cuenta de los bollos que tenía que hacer...
¡Salvador, espabila ya! le chillaba Juan el encargado, que para colmo era su tío. Gracias a él, al menos tenía un buen empleo. Cuando Salvador tenía catorce años, su tío Juan, convenció a sus jefes y lo enchufó como aprendiz de panadero. Y aunque fuese a base de gritos y amenazas, había conseguido que se afianzase en un oficio, por que desde que tenía temprana edad, ya se podía percibir con claridad que lo suyo no eran los estudios. Lo cierto es que él era muy feliz con su trabajo, si bien, a veces se le hacían un poco pesadas las bromas de sus compañeros. Como aquella vez que lo convencieron para que metiera un reloj nuevo en un cubo de agua, para demostrar si era resistente al agua como ponía en la frontal; Salvador sumergió su reloj comprado a un africano en el top manta, y poco tardó en darse cuenta de que la mentira se encuentra impresa hasta en las carcasas de los relojes.
Los segundos corrían eternos, Salvador tenía la mirada perdida, clavada en el techo, mirando sin ver nada. A veces agudizaba el oído para intentar escuchar un suspiro, un gesto, algo que viniese del cuarto y que pudiera sacarle de aquel abismo de impotencia, de dudas, de cobardía. Los ecos de la ciudad en movimiento invadían el salón, le causaban la molesta sensación de cientos de avispas revoloteando a su alrededor. Turbado por la desesperación, se tapó la cara con el cojín y lo apretó con las manos. De esa forma se sentía mejor, seguro. Era algo que había aprendido en su niñez, de esa forma escapaba de todos los malos tragos que le hacían pasar sus hermanos mayores. Sobre todo cuando venían con amigos, entonces Salvador se convertía en el centro de todas las mofas.
Se escuchó ruido de llaves en el pasillo, Don Celestino, su vecino del b, como cada mañana salía para pasear a su perro. Salvador se sintió mucho mejor. Ambos se entendían muy bien porque durante años habían tenido en común la soledad, pues desde que Don Celestino enviudó, no se le había conocido compañía femenina. Muchas veces pasaban la tarde jugando a las cartas o al parchís, mientras hablaban de cualquier tema intrascendente. La cuestión era ganarle la partida a su particular destierro. Aunque Salvador, desde que vivía con su amada, hacía tiempo no pasaba por casa de Don Celestino.
Salvador se levantó timidamente y decidió abrir la ventana, pensó no le vendría mal un poco de aire fresco, pero se estremeció cuando miró al cielo y vio como el alegre sol primaveral, era tapado de forma paulatina por sombríos nubarrones grises. Un aire fúnebre se coló por la ventana y se paseo de punta a punta por el salón. Salvador sintió como se le agarrotaban los músculos y como el corazón le golpeaba el pecho pidiendo auxilio. Le pareció desfallecer, imaginó lo peor, tenía que ir corriendo a la habitación y saber de una vez que había pasado, pero era tal la languidez que sentía en sus piernas, que temía derrumbarse si intentaba dar un sólo paso.
De nuevo escuchó a su vecino, venía de darle el paseo al perro, Salvador sacó fuerzas de flaqueza y recorrió como pudo los metros de la ventana a la puerta principal, le parecieron kilómetros. Abrió la puerta con la destreza del que se ha tomado un litro de café solo, y por fin, habló con Don Celestino:
- Do...Don Celestino, por favor... tiene que ayudarme.
- Salvador ¿Qué te pasa? estás muy pálido...¿En qué quieres que te ayude?
- Es...es ella. No sé que le pasa, no me responde ¡Está muy rara!
- Ella ¿Quién?. Vale tranquilizate. A ver en que lío te has metido tú ahora. Déjame pasar...
Aunque ya hacía algunos años que estaba jubilado, Don Celestino era un abuelo de esos que ya no se asustan por nada, no en vano en su juventud, había pasado dos años en el frente ruso con la División Azul.
Salvador estaba clavado al suelo y ni siquiera se entretuvo en cerrar la puerta, miraba con ojos desorbitados, mientras tanto, con lentitud, Don Celestino avanzó hacia la habitación, dio dos golpecitos en la puerta, y como no recibió respuesta, se apresuró a entrar. Una vez se percató de lo que había pasado, le grito a Salvador:
- ¡¿Joder Salvador, pero para que tienes en la cama una muñeca hinchable?! ¡Y es qué, para colmo está pinchada!
Pandehigo
LA NOCHE ENTERA
Era una noche gris. Mi mujer hacía comida caliente. Yo pensaba. Por adentro. Sentía el ruido de las cacerolas. No importa lo que yo pensaba. Las cosas que veía me parecían serenas. Recordaba cosas que me habían pasado en el día. Pensaba en cómo reaccionaba a situaciones similares años atrás. Trataba de sacar un balance positivo de los últimos meses. El verdadero triunfo no es tener buenas noticias. Me gustaría saber superar las malas, pensé. Estaba muy profundo, realmente iluminado. Nunca había pensado de esa manera. Nada más dejaba que el recuerdo me trajera situaciones. Dejaba de estar. Dejaba el hambre de comida caliente que me daba la noche gris. Tuve la mente vacía de golpe. Agarré la revista de cable. Elegí una película para las diez. La vida de los otros. Quería ver la vida de los otros. Me había atraído el título. Había pasado mucho tiempo conmigo mismo y quería ver la vida de los otros. Cayó un rayo. El cielo se iluminaba. Otro rayo. Y otro. Un rayo con sonido de final de algo. Un plac seco. Algo de metal que se quebraba. La casa, a oscuras. Moví la llave de luz varias veces. Los planes de mirar La vida de los otros se iban al demonio. Tuve una sensación de desamparo. Mi mujer abrió la puerta. Venían voces del pasillo. Ella preguntó cuándo volvía la luz. La gente no contestaba. Bajaba la escalera. Prendí una vela. Nos sentamos frente a frente en los sillones. Ella me empezó a hablar de sus compañeras de la primaria. Le dije:
—¿Sabés que a mí también me buscaron los pibes de la primaria?
—No me dijiste nada. Sos capaz que te encontraste y no me dijiste nada.
—Me iba a encontrar.
—¿Había chicas?
—Las que me buscaron eran chicas.
—Por eso no me dijiste nada.
—Son imbancables.
—Vos sos así con todo. O te obsesionás o hablás peste de la gente.
—Me mató que me escribieran los de la primaria.
—¿Por eso ni me hablabas todo este tiempo?
—Estás loca. ¿Te creés que por eso voy a estar así?
—¿Y qué fue?
—Mucho trabajo, Gaby. Mucho trabajo. Lo de los de la primaria fue otra cosa.
—¿Y qué fue lo de la primaria?
—Primero la alegría. No te lo voy a negar.
—Claro, de encontrarte con gente de cuando eras chiquito.
—Qué sé yo. La alegría. Pero después un bajón.
—¿Qué te pasó?
—No me gusta que te me pongas en nena piadosa.
—¿Viste que a veces te viene un bajón y no sabés?
La luna había cambiado varias veces de lugar en el cielo oscuro. Las sombras se movían por el viento que hacía flamear la llama de la vela.
—Eran todos dos años más grandes.
—¿Dos años?
—Algunos tres.
—¿Y qué hacías con chicos tan grandes? Qué tonta. Claro, no te debés querés encontrar ahora porque todos deben estar viejos y no te querés sentir un viejo.
—Viejo las pelotas.
—Por eso, viejo no. Quién dijo que sos viejo.
La sentí muy cerca. Más cerca que por el solo hecho de ser mi mujer. Me contó cosas que jamás me había contado. Era como que estaba con una mujer que nacía de una oscuridad que la llama de la vela me hacía transparente, una mujer nueva. La luna se había desdibujado. El cielo se iluminaba. Y ahora que la vela no hacía falta, volvía la luz. Primero sonó el teléfono. Prendí la máquina. Mil e-mails. Me latían las arterias del cuello. Anotaba cosas en la agenda. Se me ocurrían cosas impostergables para anotar. Las anotaba a toda velocidad. Hacía una letra rápida, nervioso. No me importaba si después me iba a entender. Quería tener anotadas muchas obligaciones. Minuto por minuto todo controlado. Me tranquilizaba pensar que, ahora que estaba la luz, a la noche iba a mirar una película. No sabía cuándo mis planes se irían al demonio. Me angustiaba no saber cuándo volvería a hablar así con mi mujer, cuándo volvería a ver la luna cambiar de lugar toda una noche. Leí algo que había escrito antes de que se fuera la luz. Algo sobre saber sobrellevar las malas noticias. Cerré la agenda. Los perros ladraban en el parque. Voces venían de la calle. Un reflejo de sol iluminaba la vereda de enfrente.
Daishonin
LA MISTERIOSA FORTUNA DE LA FAMILIA RUIPÉREZ
A mediados del siglo pasado, la familia Ruipérez disponía en la ciudad de Toledo, un pequeño taller de orfebrería que le permitía vivir de manera acomodada.
Carlos Ruipérez era un joven orfebre que había heredado el negocio familiar. Al ser hijo único, desde pequeño entraba y salía del taller, donde mezclaba su afición por los juegos infantiles y el aprendizaje de un oficio.
Su padre Ismael, le enseñó a engarzar las piezas de plata y oro, a diseñar todo tipo de diademas, brazaletes y joyas, a las cuales se le incrustaba algún tipo de piedra preciosa como zafiros y esmeraldas, que eran muy del gusto de la nobleza de la época.
De joven, conoció a la hija de los Duques de Cuéllar, Lucía Fernández de la Cueva, que con frecuencia se acercaba a la orfebrería a comprar alguna joya.
Esta relación que empezó siendo comercial fue convirtiéndose en una relación más íntima, dado que los dos jóvenes, con gustos parecidos se atraían mutuamente, hasta que decidieron prometerse.
La familia Fernández de la Cueva gozaba de un prestigio de siglos en la ciudad, dado que su Ducado permitía a cientos de familias trabajar en los campos de viñedos que durante años explotaba la familia.
A su vez, la familia Ruipérez disponía de una buena imagen en la ciudad, dado que su negocio le había permitido vivir de una manera desahogada, aunque no tuviesen títulos de la nobleza.
Ismael, Duque de Cuéllar y padre de Lucía, su única hija, consideró que Carlos sería un buen marido para su hija, cariñoso y trabajador, que sacaría adelante su negocio de orfebrería e incluso mantener los viñedos del Ducado.
El taller de orfebrería de la familia Ruipérez estaba situado en un pequeño local compuesto por tres módulos diferenciados. El primero de ellos estaba localizado a pie de calle, ya que se trataba del local destinado a la venta al público, disponía de un ventanal exterior desde el que se mostraba la mercancía para atraer el impulso comprador de quien pasara por la calle.
De manera contigua se hallaba el taller donde fabricaba las piezas más caras y donde pasaba la mayor parte del tiempo. Para ello contaba con un pequeño patio que disponía de una gran pileta tallada en piedra de mármol de la época romana, ya que era frecuente en la orfebrería mantener las piezas en agua durante algún tiempo después de haber estado en el horno de fundición.
Este pequeño patio al aire libre permitía evacuar el agua de la pileta por las rejillas y también evaporar al exterior los vapores y humos que generaba el horno.
Por último existía una pequeña habitación que hacía la función del almacén, donde tenía depositados los materiales en bruto antes de su proceso de elaboración.
Al morir sus padres, Carlos se dedicó en cuerpo y alma a su taller de orfebrería, ya que al no disponer de lazos familiares, su objetivo era labrarse un futuro al lado de su prometida Lucía.
La soledad de Carlos favoreció que la joven pareja precipitase su matrimonio, por lo que Carlos pidió la mano de Lucía al Duque de Cuéllar, a lo cual accedió encantado.
La dote que el Duque estableció para el matrimonio consistió en la compra de un palacete de estilo mudéjar que se encontraba junto al taller de orfebrería, para que se pudieran unir ambos inmuebles y facilitar la vida familiar del joven matrimonio.
Sin embargo, un desgraciado hecho marcaría la vida futura de Carlos y Lucía.
Una plaga de filoxeras destrozó los viñedos que habían heredado de sus padres con tal voracidad, que tuvieron que tomar la drástica decisión de arrancar todas las vides de raíz, lo que suponía que hasta dentro de siete años, las vides no generarían una nueva cosecha.
Esta acción suponía la ruina para decenas de familias, sin embargo la generosidad que el Ducado de Cuéllar había mantenido durante siglos salió a relucir una vez más. Regalaron estas tierras a los campesinos, que con su esfuerzo y trabajo la habían labrado durante años, para que libremente cultivasen lo que ellos quisieran, por lo que los campos de vid dieron paso a multitud de pequeños latifundios de trigo, cebada y girasoles, entre otros.
Esta nueva situación obligó a Carlos y Lucía a centrarse en su negocio de orfebrería, dado que toda la herencia familiar había quedado dilapidada por el maldito insecto y ahora su único y exclusivo medio de vida sería lo que generase el taller de orfebrería para sacar adelante a su familia.
Dado que había trabajado con esfuerzo y ahínco desde muy joven, esta nueva situación económica no le afectó en demasía, sin embargo urdió un plan previendo que le pudiera pasar algo malo, para que no le faltara el sustento económico a su mujer, ya que pasaban los años y la pareja no conseguía tener descendencia, de ahí su temor, que si faltara algún día, Lucía no se encontrara sola, desamparada y sin recursos económicos.
En el patio que existía junto al almacén, levantó una sólida placa de la solería y depositó un gran arcón de hierro fundido, que estaría a salvo de cualquier problema de humedad y filtraciones. Encima de esa placa colocó la gran pileta de piedra. De esta manera nadie sospecharía lo que había debajo, además el peso de la pileta y de la placa hacían imposible que alguien intentase moverlo.
Todas las semanas, mientras Lucía dormía, Carlos bajaba al patio y con mucho esfuerzo y cuidado, movía la pileta y levantaba la placa de la solería. Abría el arcón y depositaba parte del trabajo realizado durante la semana.
De esta manera, el arcón fue recibiendo semanalmente broches de oro, diademas tratadas e incluso monedas de oro, que cambiaba con los mercaderes que venían a la ciudad a vender sus telas de Oriente.
Durante años, estuvo repitiendo esta operación cada semana y el arcón fue acumulando multitud de joyas y monedas, que supondrían una auténtica fortuna dadas las dimensiones del arcón.
Sin embargo, una epidemia de viruela asoló Toledo y Carlos y Lucía no fueron ajenos a esta terrible enfermedad, falleciendo a los pocos días.
Transcurridos cien años de aquellos sucesos, un joven empresario madrileño compró aquel palacete en ruinas, con las pequeñas salas adosadas al patio central. El proceso de recuperación del inmueble consistió en adecuar el edificio a un pequeño hotel con encanto, mientras el patio dado el buen estado que presentaba, albergaría el lugar donde los huéspedes tomarían algún refrigerio al aire libre.
Nadie podría imaginar, que aquella pileta que todos admiraban por su tallado, escondía en su interior la misteriosa fortuna de la Familia Ruipérez.
Laura Campos
CABALLEROS DE FORTUNA
La pinaza navegaba a la deriva en la creciente penumbra del anochecer. Algunos destellos, los últimos cañonazos de la batalla, rompían su muro de sombras. El humo parecía amortiguar sus truenos, como intentando convertirlos en un mal sueño. La pesadilla, no obstante, estaba en su propia cubierta.
El hedor de la sangre se aferraba, pesado, al destrozado maderamen; sólo el penetrante olor de la pólvora rivalizaba con él. A Nuño le asqueaba todavía más que los cadáveres mutilados esparcidos por doquier. Por ello se había encendido la pipa. En cualquier caso, ¿qué podía importarle lo que pudiera decir el contramaestre? Un pedazo de metal del tamaño de un cuchillo se le había incrustado en la pierna, muy adentro. Aquello sólo podía significar una cosa: gangrena y muerte. Ningún capitán de la armada se iba a molestar en socorrerle. ¿Qué sentido tendría? Era todos carne de horca; reos de muerte, como decían las gentes educadas.
El sol se hundió en el horizonte sumiéndoles en la oscuridad. Las nubes habían cubierto la luna y amenazaban tormenta. Tanta mala suerte le arrancó una risilla cascada. Santiago le preguntó de qué se reía. Era un buen muchacho y se alegraba de tenerlo todavía a su lado.
─Seguro que no te esperabas terminar así, ¿eh Santiago? Estarás deseando estar en cualquier otro lado.
El muchacho se giró hacia él, pálido en el fondo de sombras. A pesar de las lágrimas que le habían resbalado por el rostro había combatido como un jabato. Ni una sola queja desde que desertaran del San Damián. Un buen muchacho, sin duda.
─La flota de la plata ─continuó con una nota de cinismo─ ¿quién puede ser tan idiota como para intentar robar la flota de la plata?
El chico negó con la cabeza, su rostro angelical cubierto de sangre. Con voz trémula le interrumpió.
─No querría estar en ningún otro lugar, Nuño.
Había una nota feroz en sus palabras, mezcla de orgullo y dolor. Durante un instante quedaron en silencio, escuchando el crujir de las castigadas maderas y observando la silueta no demasiado lejana de las velas enemigas. Al amanecer vendrían a por ellos.
─Te quiero, Nuño ─rompió aquella quietud, de improviso, el muchacho─ has sido como un padre para mí.
El pirata no contestó. Silenciosas lágrimas le corrían por sus curtidas mejillas. Él no había encontrado el valor para expresarle su cariño; ni siquiera lo reunió para contestarle. Había cosas que le aterraban mucho más que los cañones, o que las horcas
Barbacana
MAL SABOR DE BOCA
No hubo nada en aquella soleada mañana de abril que sacudiera la cotidianidad de cada una de las mañanas laborales de Demetrio.
Se despertó, como siempre, a las 7, con un manotazo al despertador y un bufido. Al subir la persiana y sentir el calor de algunos tímidos rayos de sol en el rostro, se sintió contento, aunque aún amodorrado. Paladeó un regusto amargo en la boca.
Tras un desayuno frugal, una ducha y un par de caricias a su gato Pinpón, salió por la puerta a las 7:40. A las 7:42 volvió a entrar por la puerta para recoger el maletín olvidado y, por fin, a las 7:43 estaba de camino a la oficina.
Llegó casi puntual, a pesar del espeso tráfico que saturaba las arterias principales de Barcelona. Aquel día le correspondía a él abrir la sucursal, así que se apresuró a hacerlo antes de que llegaran sus compañeros. Después se quitó la chaqueta y la dejó en su silla y se dispuso a adelantar faena antes de que llegara el primer cliente.
Allí estaba, entrando por la puerta a las 8:37, Milagros, una costurera jubilada del barrio que cada lunes se acercaba por allí para realizar la misma operación: la retirada en efectivo de 80 euros. Nadie había podido convencer a la mujer del uso del cajero automático.
La mujer se acercó a Demetrio con una sonrisa (él era su favorito, estaba seguro) y dejó la cartilla de ahorros con el DNI dentro sobre el mostrador con un "Buenos días". Demetrio, dispuesto a corresponder con amabilidad y, sobre todo, con rapidez el trámite de la anciana, sonrió y saludó a su vez:
- Purfand goñi.
Tal vez porque la sordera comenzaba a hacer mella en Milagros, ésta no se inmutó y realizó su petición:
- Dame 80 euros, majo.
La mano de Demetrio se había quedado inmóvil cuando se disponía a coger la cartilla. De su boca habían salido unos sonidos inesperados y de fonética ridícula. Carraspeó un poco y tragó saliva, aún con un regusto amargo en la boca, y pensó que tal vez aún no había conseguido despejarse del todo.
"Cosas del hemisferio izquierdo del cerebro", pensó.
A continuación, realizó la operación, incluyó los billetes en la cartilla de ahorros de Milagros y se lo devolvió todo con una sonrisa.
- Gracias, guapo. Hasta el lunes que viene – se despidió la mujer, mientras se giraba para irse.
- Astinpa mor, pangira.
"Otra vez, otra vez", pensó desesperado Demetrio. La anciana lo había mirado de reojo antes de irse. Miró a su compañero, que tecleaba en el ordenador a su derecha. Afortunadamente, parecía sumido en sus operaciones y no creía que hubiese prestado atención a aquella conversación absurda.
Demetrio se aflojó la corbata. Había comenzado a sentirse un poco mareado. El reloj de pared marcaba las 8:43. De repente, su jornada laboral se le antojó una carga pesadísima que no estaba seguro de poder soportar. Bebió agua para borrar aquel sabor de boca tan desagradable y volvió a su labor anterior.
Eran las 10:25 y aún no había entrado ningún cliente más. Aquella mañana soleada de mediados de mes –y en tiempos de crisis – no parecía ser la más propia para la visita a una caja de ahorros.
Su compañero se levantó, se desperezó y se le acercó sonriente.
- Me voy a almorzar. En diez minutos vuelvo.
Demetrio asintió con la cabeza y cuando su compañero desapareció por la puerta sintió un ligero temblor. Ahora estaba solo en la caja, y si llegara algún cliente no tendría más remedio que atenderlo. Y quién sabe las barbaridades que le diría.
Miró el reloj casi fijamente durante los 14 minutos que su compañero estuvo en el bar de al lado. Éste regresó silbando alegremente. Le dio un golpecito en el hombro y le dijo:
- Venga, que Ramiro ya te está haciendo el café.
Demetrio se levantó, cogió la chaqueta y salió a la calle. El bullicio de la gente y de los coches lo aturdió durante unos instantes. Casi liberado de la tensión que había estado soportando aquellos 14 minutos llegó con paso alegre al bar. El camarero lo recibió con un café y con la cháchara de todos los días. Casi olvidando sus temores, Demetrio se dispuso a darle las gracias:
- Mirdusto.
Ramiro sonrió y siguió con su verborrea habitual. Demetrio se había quedado pegado a la barra, horrorizado por lo que el camarero pudiera haber pensado de él. De repente, se le pasó por la cabeza una idea genial: en la oficina alegaría que estaba enfermo de la garganta, que tenía fiebre y necesitaba irse a casa. Además, no era muy alejado de la realidad. Tenía la garganta extremadamente reseca. Aquel gusto que había notado al levantarse no había desaparecido. La lengua le rascaba en el paladar. Tal vez estuviera enfermo de verdad.
Al llegar a la oficina llamó a la puerta de la directora y entró. Entonces, frente a ella, se aterrorizó al darse cuenta de que no podría explicarle su excusa. Diana lo miraba interrogante, con las manos suspendidas sobre el teclado del portátil.
- ¿Qué tienes, hombre? Estás muy pálido.
- Estruj torbi lusanda, marpuso...
Demetrio se detuvo, horrorizado por los sonidos que habían salido de su boca. Comenzó a sentir un sudor helado en el espinazo. Se llevó la mano a la garganta y tosió. Tenía una pura lija en la boca.
- Uy, tú estás malo. Estás más blanco que la pared, chato – confirmó Diana – Anda, con las pandemias que hay por ahí no vengas a traérnoslas a la oficina. Vete a casa y métete en la cama.
De camino al párking oyó risas, voces, palabras, más palabras... ¿Por qué no podían salir palabras coherentes de su boca?
Condujo deprisa y a las 11.36 abrió de nuevo la puerta de casa. Pinpón lanzó un maullido claro y agudo, sorprendido gratamente por el pronto regreso de su amo.
- ¡Fasbundotes astiricón! Empestino trusbando geseldo marticores deselea...
La retahíla salió sola de su boca, liberada del encierro del camino. No era posible. Ni una sola palabra tenía sentido en todo aquello. ¿Qué podía hacer? Corrió a la cocina a beber agua. Apenas podía tragar. Tenía la garganta al rojo vivo. Entonces, a las 11: 43 sonó el timbre.
Allí fuera estaba su casera, Peah, una anciana irlandesa que de vez en cuando se pasaba por allí para nada en concreto. Dudó unos instantes tras la puerta, pero la golpeó sin querer con el codo, de forma que ahora ella sabía que estaba en casa. Peah llamó de nuevo y se acercó a la mirilla. Un ojo gigante de iris azul inundó la visión de Demetrio. Tenía que abrir.
- Hola. Mira, tú tomar facturas de la luz que yo tener en mi casa. Tú domiciliar en tu banco y luego decirme a mí... - disparó la anciana en un trabajoso castellano.
Peah le colocó un fajo de facturas en la mano. Pinpón tuvo la osadía de asomarse a la puerta, para disgusto de la anciana.
- ¡Oh, un animal! Sucio, sucio, mucho pelo.
- ¡Bonda, min! – exclamó Demetrio enfadado y cerró la puerta.
Ahora ya estaba a salvo. Decidió no abrir la puerta ni salir de casa, al menos hasta que se calmara su dolor de garganta. Puso las persianas en rejilla y se atrincheró con varias botellas de agua en el salón con las luces apagadas. Pinpón daba vueltas alrededor de la mesa con el rabo erguido, contento con aquel oscuro juego.
Cuando a las 14:15 sintió un vacío en el estómago, se vio tentado de ir a buscar algo de comida a la cocina, pero desistió al pensar en lo trabajoso que sería engullirla. El teléfono móvil sonó una vez.
A las 17: 32 Demetrio apenas podía tragar saliva. El resquemor de garganta se había vuelto tan insoportable que sólo podía beber más y más agua para apagar aquel pequeño infierno. El timbre había sonado una vez más y el teléfono móvil, otras tres veces.
Se encontraba en un estado de semitrance cuando escuchó el sonido de una llave accionando la cerradura de la puerta de entrada a las 21:40. Seguramente era Gloria, preocupada porque no había contestado a las llamadas – estaba seguro de que era ella quien había llamado insistentemente –. No había caído en dejar la llave en la cerradura y poner el pestillo. Ahora lo descubriría hecho un ovillo en el sofá, febril, delirante y sin poder expresarse con coherencia. Sin duda, lo tomaría por un loco.
Oyó los pasos de Gloria acercarse por el pasillo mientras pronunciaba su nombre, cada vez con un tono más alarmado. En un impulso ciego, Demetrio se vio invadido por un instinto liberador y subió una persiana. Un anochecer tranquilo descendía suavemente sobre el cielo de Barcelona. Abrió la ventana y aspiró a grandes bocanadas el aire tibio.
Justo en el momento en que se abrió la puerta del salón –eran las 21:43 – el cuerpo de Demetrio cayó a plomo desde el sexto piso. Antes de abrir la puerta, con la mano ya en la manilla, Gloria escuchó las últimas palabras desesperadas de Demetrio: "¡A la *****!".
Vaneamez
EL MURCIÉLAGO
El fusil del civil acecha entre las ruinas de la casa solariega. Ahora, hasta donde su vista alcanza, sólo ve restos de tiempos mejores esparcidos por el suelo, quebrados, descoloridos, y una abrumadora nostalgia se apodera de sus manos haciendo temblar el arma.
El olor a óxido y a humedad se adhiere al paladar del fugitivo que espera agazapado tras los restos un murete. El corazón le golpea fuerte y su impaciente tic-tac se acompasa con el inquietante ronroneo del moho devorando esas entrañas de piedra donde pasó su infancia. A sus pies, un muñequito de cuerda reclama su atención. Lo recoge con cuidado para que la pegajosa cantinela que el osito guarda en sus entrañas no delate su presencia. Lo observa y ahoga una lágrima.
De las paredes raídas se desprende el goteo intermitente de las tuberías picadas y, en su caída, espanta a las alimañas. Las ratas, en su carrera a ciegas, confunden los pasos del fugitivo que, desorientado, se abre camino en la oscuridad intentando alcanzar el balcón volado del segundo piso para poner a salvo su vida. Mil veces se había descolgado por él en la adolescencia, cuando a escondidas de sus padres, iba a encontrarse con su campesina. El recuerdo de Mariana Morales endulza la amarga imagen de las estancias desvalijadas donde ahora sólo habita el silencio salvaje que deja la guerra. Avanza cauteloso por la escalera que conduce al segundo piso intentando sortear la alfombra de cristales rotos que tapiza el suelo. Un culatazo certero le derriba y su cuerpo quebrado se desploma como un saco de huesos. ¡Rojo, cabrón! Masculla entre dientes un tricornio orgulloso. El Rojo silencia un alarido, apenas si puede respirar pero en un intento por recuperar su dignidad busca los ojos de la muerte.
La capa del civil aletea en la oscuridad como un murciélago furioso y la culata fría se pone en guardia dispuesta a estrellarse contra su pecho. En un instante fugaz sus miradas se cruzan y la rivalidad que los enfrenta se desvanece en un recuerdo.
El oso perezoso ha desempolvando su melodía olvidada y el silencio sombrío de las ruinas se llena de risas del pasado. Risas con olor a mantequilla y a pan migado en leche tibia y sus voces pueriles recorren los viejos corredores de aquella casa donde jugaron de niños persiguiendo una pelota de trapo. Y recuerdan sus narices sucias, sus rodillas raspadas por la tierra áspera de la calle pobre y las tardes de verano en el arroyo donde los niños del pueblo se masturbaban en corro. Ahora, el eco de esas risas se pierde corriente abajo encaramadas en un viejo neumático mientras vencedor y vencido se miran. "Nunca aprendí a nadar" murmura el fusil. El Rojo pestañea una sonrisa amarga.
Al fondo, en el corredor de entrada, centellean ya las linternas de la patrulla. El paso firme de las botas recias enturbia el descanso de las ratas. El tricornio se quiebra en una extraña mueca de nostalgia y grita enérgico: "¡Aquí no hay nadie!" Después, el murciélago levanta el vuelo y se pierde en la oscuridad.
Nostalgia
RARA BELLEZA
¿Vienes del hondo cielo o surges del abismo,
Oh, Belleza? Tu mirada infernal y divina,
Vuelca confusamente el beneficio y el crimen,
Y se puede, por eso, compararte con el vino.
Que procedas del cielo o del infierno, ¿qué importa?,
¡Oh, Belleza! ¡Monstruo enorme, horroroso, ingenuo!
Si tu mirada, tu sonrisa, tu pie me abren la puerta
De un infinito que amo y jamás he conocido
Charles Baudelaire
El pasado 22 de abril de 2010 se celebró el Día Internacional de la Madre Tierra (¡Vaya cicatería! Sólo un día, después de milenios de mecernos y amamantarnos; y sacudirnos de vez en cuando, como sabia y amorosa madre). Y el Concejo de Medellín decidió participar de la jornada institucionalizando el Día social y ambiental Sin Carro. Una jornada de doce horas cuya principal actividad fue la inactividad de los carros particulares de los municipios de Medellín y área Metropolitana.
Vale anotar que esta medida fue rechazada por la raza de los comerciantes (a la que cantara De Greiff: Gente intonsa/... cual si todo/se fincara en la riqueza, /en menjurjes bursátiles/y en un mayor volumen de la panza"), representada por Fenalco Antioquia; aduciendo que la misma está en contravía del desarrollo social y económico, y genera multimillonarias pérdidas.
Yo; personalmente, no la rechazo, hacerlo sería tan ridículo e inútil como protestar por el salto en picada de la bella Lina Marulanda desde el sexto piso de un edificio bogotano.
Tampoco puedo decir que me acogiera a la inocua medida, ni que me solidarizara con ella; pues, objetivamente hablando, resulta tan estéril e inútil como el alivio que podría experimentar el fumador que redujera su consumo de dos cajetillas diarias a sólo media el Día del no Fumador o el Día Internacional del Cáncer de Pulmón.
En fin, digo que no me acogí, pero sí me vi en la obligación de acatar la "Ley"; pues la sanción por infringirla que era de 15 salarios mínimos diarios se conmutó por la pena de una "sanción pedagógica" en las instalaciones del Tránsito, algo más severo todavía, si se considera lo insufrible que para un tipo de mi edad resultaría el verse obligado a volver a la "aborrecida escuela".
Y ahora sí, a lo que pretendía contar desde el comienzo, la crónica del fenómeno del cual tuve la oportunidad de ser testigo, como usuario del transporte público el pasado 22 de abril, Día sin carro.
La escena, o más exactamente el cuadro, tuvo lugar bajo el contundente sol de medio día, en el propio centro de una de las zonas más doblemente calientes de la baudelairianamente bella 'Medallo'. Me refiero al cruce de las vías de Cúcuta y Maturín, donde la promiscuidad de olores, de objetos, de frutas, de gentes y negocios; tanto en locales como en los andenes es toda una babel efervescente de vida y movimiento, un inmenso termitero.
Voy en un bus de la Milagrosa para la Alpujarra, y cuando éste se detiene en el mencionado cruce alcanzo a divisar desde la ventanilla a una mujer que sobresale del conjunto de cabezas de los peatones por unos asombrosos 30 o 40 centímetros, aproximadamente.
El flujo de carros y de peatones es atropellado, pero a la vez pesado y lento. Algo normal en estas zonas y a estas horas. Así que por unos instantes –con algunas breves interferencias- puedo observar a la sobresaliente dama: tiene el pelo largo, negro, espeso y lacio. Sonríe y conversa animadamente, aunque no logro distinguir con quién o con quiénes. Parecen estar detenidos esperando el cambio de luces del semáforo -lo cual es extraño, pues por aquí, y menos por estos lados, los peatones utilizamos muy poco esas cosas- ; pero no, sólo están esperando la oportunidad de cruzar la calle.
La mujer es blanca y de facciones finas y agradables. No parece tener más de veinte años; pero en un momento, cuando gira su cabeza y por poco se cruzan nuestras miradas, puedo mirarla de frente y atisbar en sus ojos, profunda e intensamente negros, que puede tener veinticinco años, pero también cuarenta. Es bella, aunque de una belleza que me atrevería a llamar corrompida, torturadora y a la vez martirizada.
Después de un breve lapso en que otro bus se interpone entre el mío y la sobresaliente muchacha, el flujo de los peatones es más libre y menos denso, y puedo observar con no poco asombro, que la mujer realmente no va caminando, sino que la lleva cargada en sus brazos un hombre de mediana edad, de pelo hirsuto, ralo y castaño; huesudo, pero de contextura gruesa y fuerte. Los acompaña un hombre moreno de mayor edad; casi un viejo, con el cual ríen y conversan.
Cuando mi bus se pone en marcha y logro tener un plano más cercano y completo de la escena, mi asombro se transforma en auténtica conmoción; pues así puedo ver claramente que la mujer carece por completo de sus extremidades inferiores, casi desde el mismo lugar donde nacen las piernas.
A partir de aquel momento comenzaron a desfilar por mi mente tal cantidad de imágenes, sensaciones y pensamientos que por unos instantes me olvidé de respirar, de oír y de ver, y no supe por dónde ni cómo desaparecieron mis tres personajes. Solo recuerdo que lo primero que se me vino a la mente después de recuperar el aliento, fue el inmenso Baudelaire y su morbosa atracción por la horrible belleza.
Sí, creo que esa mujer era la imagen viviente de la rara belleza, de esa cruel y monstruosa belleza que a todos; mujeres y hombres, atrae al extraño monstruo que todos llevamos adentro, y que es lo poco o mucho que de auténtico poeta todos tenemos.
El bus continúo su ruta; y yo, con la imaginación acompañé al insólito trío hasta después de su almuerzo, y a la dichosa y extraña pareja hasta su lecho, algo después de la cena.
Tefaruro
RUIDO
Hay ruido en todas partes.
A cualquier temperatura por encima de cero absoluto
los átomos se agitan con energía termal.
Esto pone en marcha un zumbido de fondo que impregna toda la materia.
Philip Ball, Masa crítica: cambio y complejidad.
Una de las primeras imágenes que conservo en la memoria –y ahora comprendo, mientras escribo, que esa imagen primordial condicionó lo que después en mí se hizo hombre– es de naturaleza acuática. Recuerdo, no sin cierto temblor estremecido de mi cuerpo, hallarme a los pies de una bañera mientras la mucama que se ocupaba de mí durante las largas ausencias de mis padres me iba desvistiendo sin premura. Después me recuerdo solo, contemplando la bruñida superficie del agua que llenaba la cubeta, tal vez ya desnudo y curioso, conservando a duras penas el equilibrio. La mucama había ido a abrir la puerta o a quitar del fuego una olla hirviente de verduras –nunca supo decírmelo, tal vez la vergüenza lo borró de su recuerdo– y me había dejado por unos momentos a solas en el baño. Tropecé, y mis cortas y torpes piernas de niño no pudieron sostener mi liviano peso, de modo que caí de bruces en el agua templada que cubría buena parte de la bañera. A partir de entonces las imágenes se vuelven borrosas, se convierten en la luz y en las lanzas irisadas que lastimaban mis ojos. Los sonidos de afuera –el crujir de las tablillas de madera del pasillo, el ajetreado ir y venir de la mucama que buscaba algo en los armarios– se vuelven difusos, y poco a poco mis oídos comienzan a habituarse al acuático silencio. Ese fue el primer silencio de mi vida, la primera y más absoluta abolición del ruido que incesable brota del mundo.
Después esa imagen primera queda superpuesta a otras que la envilecen y aniquilan. La mucama volvió rápido, tal vez alarmada al escuchar el chapoteo de mis piernas en el agua, y me encontró medio ahogado en la cubeta. Sacó toallas y me dio severos golpes en la espalda para que devolviera a la bañera el agua que obstruía mis pulmones. Recuerdo su rostro bañado en lágrimas mientras trataba de calentarme pegado a su cuerpo. Nunca dijimos nada a mis padres. El secreto perduró hasta su temprana muerte, momento a partir del cual olvidé lo sucedido.
Mi vida transcurrió desde entonces con absoluta normalidad. Crecí con los demás niños del vecindario, fui educado con los mismos miedos y valores de mi generación. Nunca tuve problemas notables. En la escuela mis profesores confesaban a mis padres que carecía del genio de los artistas, pero que seguramente llegaría a ser un hombre de provecho. Tal vez a causa de esos severos juicios mis padres se contentaron con lo que yo era, un muchacho despreocupado, ni muy tonto ni muy listo, que gustaba un poco más de lo debido de la soledad de los parques pero que, no obstante, no tenía problemas para relacionarse y hacer amigos. Durante mi adolescencia apenas les di quebraderos de cabeza. Inicié los estudios de comercio a la edad que me correspondía, no por vocación sino por instinto práctico, y terminé de graduarme sin honores pero sin sustantivos retrasos. Pronto encontré un empleo que me permitió independizarme, pronto degusté los placeres que se hallan al alcance de los hombres solos y adinerados. Desarrollaba mi trabajo con cierta solvencia no disimulada por mis superiores, de modo que fui ascendiendo sin premura hasta convertirme en jefe de ventas de una importante agencia de seguros. Mi holgada situación económica agradaba a mis padres tanto como las cada vez más espaciosas visitas que les brindaba. Viajaba poco, y siempre solo. Nunca, hasta ese momento, el recuerdo de lo sucedido cuando era niño me había atormentado.
La primera vez que volvió a mí el silencio fue una noche en que regresaba tarde del trabajo. Acababa de llegar de un penoso viaje de negocios que se había alargado más de la cuenta. Estaba cansado y un poco deprimido por las expectativas de ventas frustradas a causa del capricho de un adinerado cliente. Quería llegar a casa y tumbarme en la cama. Quería apagar la luz y que el sueño diluyera el farragoso cúmulo de sinsabores que había acompañado al viaje. Al llegar a la fachada del edificio en el que se encuentra mi apartamento observé que las luces de las ventanas del piso de arriba aún permanecían encendidas. Era tarde, y sus ventanas eran las únicas iluminadas de todo el vecindario. Al abrir la puerta de mi apartamento percibí con mayor nitidez los ruidos que ya resonaban en el hueco de la escalera. El hombre que vivía sobre mi cabeza sostenía una ruidosa conversación con otras agrias voces que supuse pertenecían a sus invitados. La música estaba a un volumen considerable, pero no lograba sofocar las risas y blasfemias que el alcohol y la madrugada hacían brotar de sus bocas. Malhumorado, me metí en la cama, sin ganas de subir las escaleras para recriminar al vecino su injustificable falta de consideración. Permanecí despierto hasta que la reunión terminó, y sólo después, cuando el último invitado se hubo despedido y marchado, pude conciliar el sueño.
Soñé largamente con el agua y el silencio.
A la mañana siguiente, apenas abiertos los ojos, comprendí que yo no era ya el mismo hombre. Algo en mí detestaba el ruido de una forma implacable y obscena y nada podía hacer yo para evitarlo. Era temprano cuando me levanté, y ya el ruido de los coches golpeaba con violencia los vidrios de las ventanas. Resultaban particularmente odiosos los bocinazos de los autobuses así como la discusión que un hombre y una mujer mantenían en el apartamento de al lado. Mi oído se aguzó hasta el infinito en esa fatídica noche, y a partir de entonces sólo encontraba sosiego bajo una pileta repleta de agua, tratando de invocar el sueño en que en mi cabeza reinaba el silencio absoluto que de niño había conocido. Con doloroso esfuerzo logré salir a la calle, no sin antes comprar en una tienda diez o doce pares de tapones de cera para los oídos. La voz del comerciante que me atendía me resultó insufrible. Cuando había terminado de pagarle me puse los tapones con la vana esperanza de que al menos así recobraría la serenidad. Salí a la calle, bajé las escalinatas del subterráneo y me dispuse a esperar el tren que diariamente me llevaba al trabajo.
Cuál fue mi desesperación al darme cuenta de que los tapones que llevaba en los oídos poco o nada podrían hacer por mí. Amortiguaban el bullicio de forma considerable, pero el ligero rumor que aún percibía me resultaba tan insufrible como el ruido del mundo al desnudo. Llegué como pude a la oficina, me encerré en el despacho y no salí en todo el día, anulando reuniones y citas. Tenía la esperanza de que mi estado se debiera a alguna alteración momentánea del sistema nervioso, a un pasajero trastorno cerebral, así que esperé sentado ante mi mesa, con las manos apretadas contra los pabellones auditivos, a que cayera la tarde y, con ella, la noche. Cuando todas las luces se hubieron apagado cogí el maletín y me marché lo más rápido que pude a mi apartamento.
Poco tardé en comprender que mi patológica alteración auditiva tenía carácter permanente e irreversible. Permanecí toda una semana encerrado en mi apartamento alegando indisposiciones pasajeras, ahogado entre las almohadas, retorciéndome de dolor apenas el más leve murmullo procedente de las calles o de los apartamentos colindantes rozaba mis oídos. Visité a dos médicos amigos que no encontraron anomalía alguna en mis órganos receptores. Tal era ya mi desesperación que incluso pedí consejo a un psiquiatra conocido de mi padre. Según su evaluación, sufría un trastorno mental debido al estrés al que me sometía mi puesto de trabajo. Me recetó calmantes y reposo, pero yo ya encontraba realmente imposible permanecer tranquilo en los cuatro muros de mi habitación. Abusé de las dosis de narcóticos para poder dormir tanto durante las noches como por el día, pero aún así el más mínimo sonido me arrancaba con violencia de la cama.
Pronto comenzaron a oírse rumores en el vecindario acerca de mi locura. Me lo confesó un tendero al que escuché con dolorido interés tapándome las orejas con las manos. Las pocas veces que salía a la calle, siempre avanzada la noche, lo hacía pertrechado con los tapones de cera, unas orejeras de lana, un gorro y, como último recurso, las manos pegadas con fuerza a las orejas. Los pocos paseantes nocturnos con los que me cruzaba apenas podían disimular una divertida mueca de asombro. De un día para otro me había convertido en un demente, en el grotesco bufón del que todos se mofaban con descaro.
Impotente para curar el mal, incapacitado para el mundo entero, decidí silenciar todo lo que me rodeaba. Dispuse las mesas y las sillas de la casa de tal modo que hicieran el menor ruido cuando fueran usadas. Coloqué algodones en los quicios de las puertas y engrasé meticulosamente las bisagras. Al más mínimo desorden causado por los vecinos llamaba a la policía y presentaba denuncias en los juzgados. El hombre que vivía sobre mi cabeza no tardó en pedirme explicaciones y, ante mi silencio, me agredió varias veces con violencia. No podían comprender que un hombre viviera atormentado por el ruido. No sabían que ellos, sordos e indiferentes, eran los causantes de mi desdicha.
Así transcurrió un mes sin que mi estado mostrara mejora alguna. Los narcóticos dejaron de proporcionarme sosiego. Las pocas horas de descanso de las que antes disponía se fueron acortando de forma paulatina hasta quedar reducidas a unos pocos minutos al día. Recibí una carta en la que se me comunicaba oficialmente mi despido. Vendí el apartamento con todo lo que contenía en su interior, excepción hecha de algunas prendas de abrigo y de mis gruesas botas de excursionista, y me dispuse a buscar un lugar en el que vivir lejos del ruido que a cada instante me torturaba.
Pero ni en los confines del mundo encontraría alivio mi tormento.
Hallé una pequeña casa a los pies de una de las laderas de una inhóspita montaña. A lo lejos podía contemplar un extenso valle que verdeaba en primavera y se cubría de un denso manto de nieve durante los meses de invierno. A la casa se llegaba atravesando un camino rocoso por el que no podían transitar los coches ni, en invierno, los hombres. El dueño me la vendió porque se marchaba a la ciudad, cansado del silencio y de la monotonía de los campos. Tenía un pequeño huerto de tierra pajiza que cuidaba con esmero. Sembraba hortalizas y verduras que daban sus coloridos frutos en los meses de verano. Una vez al mes me armaba de valor y descendía a un pueblo no muy lejano en el que compraba numerosas latas de conserva y lo necesario para hornear mi propio pan. La gente me veía pasar con las manos pegadas a las orejas con interés y extrañeza, pero nunca nadie hizo comentario alguno. Pasaba los días contemplando durante horas el cielo, viendo pasar las densas manchas negras de las aves migratorias, dolorido y atormentado por el antes apacible murmullo de la naturaleza.
Al cabo del tiempo mi estado no sólo no mejoró sino que empeoró considerablemente. Una fatídica noche, movido por la desesperación, decidí perforarme los oídos con un alambre afilado. La hemorragia no me mató, pero permanecí inconsciente hasta el amanecer. Al despertar creí que la sordera me salvaría de una muerte segura, o de una mortífera locura, pero cuál fue mi asombro al comprobar que incluso ahora percibía con nitidez los sonidos que resonaban a través de mi cuerpo, filtrándose en cada uno de los huesos de mi esqueleto, quedándoseme pegados a la piel de la cara. Salí desesperado a la fría nieve e introduje en ella la cabeza, pero aún así lograba captar el sonido de mi respiración, los desbocados latidos de mi pulso.
Ahora comprendo que el niño que yacía medio ahogado en la bañera nunca debió salir de ella. Ahora entiendo que nunca debió salvarse de esa muerte segura. La mucama me condenó a una vida ensordecedora. Tan sólo me queda corregir lo que el azar o el destino dejaron tantos años en suspenso.
Así acaba la historia de mi vida. Estas pocas páginas son el único testimonio verídico de mi locura. Ya he decidido que el último ruido que escucharé será la deflagración sorda de mi revólver, y que después todo será silencio.
Oliveira
ENTRE LOS PUCHEROS DE LA ABUELA
Me costó mucho tomar aquella decisión, finalmente decidí irme a aquel pueblo en que había nacido y al que no volvía desde hacía treinta años. Además pesaba sobre todo el deseo de Fina antes de morir.
Durante el camino me fui sintiendo mucho mejor y una extraña quietud iba envolviéndome al tiempo que el tren se acercaba a mi destino. Era como si los míos me protegieran desde el más allá, y me quisieran conceder después de mucho tiempo amargo, la tranquila y apacible muerte que tanto desean los gatos.
Al bajarme del tren y salir de la Estación, fui caminando por las calles solitarias como si las habitasen los fantasmas al anochecer, la mayoría de las casas estaban deshabitadas, cristales rotos, piedras caídas de los muros, agujeros en los tejados por dónde entraban y salían gorriones y jilgueros, golondrinas y palomas, mirlos y urracas en una algarabiílla ininterrumpida por ningún otro sonido. Silenciosos ratoncillos disuelven su reunión y se cuelan bajo las puertas astilladas a mi paso.
Llego a mi casa, cubierta con telarañas, aún habitable. Tan sólo hace seis años que murió la abuela y las mujeres de mis primos seguramente se acercan de vez en cuando a limpiar. Abro la puerta. Allí siguen, como siempre, los pucheros rojos sobre la brillante placa de carbón. Entre sombras me parece ver a mi abuela removiendo las brasas del horno de la vieja cocina y dándole vueltas con el cucharón al hervor de los pucheros mientras susurra: Dios está entre los pucheros, dijo Sata Teresa, y que no nos falte la comida de cada día en ellos, Señor".
Con el viento que entra al abrir la puerta, se mueve la mecedora bajo la ventana. Parece que está todavía allí Blanca, hecha un ovillo, durmiendo como una gatita mientras la abuela saca brillo al bronce.
Ladra un perro anunciando a su dueño que ha acudido curioso a la extraña novedad en el pueblo. Es el Antón con las huellas en la cara con que le ha pisado el tiempo. Es mi primo hermano. Más hermano que primo. Los últimos y los que no queríamos terminar la busca . Nos abrazamos.
• La abuela estaba segura de que regresarías a casa.
Me resbalan las lágrimas y le vuelvo a abrazar.
• He vuelto, sobre todo, porque Fina me lo pedía antes de morir. Dijo que la poco familia que nos queda está aquí y ella quería que esparciera sus cenizas por el monte. Si no, me lo hubiera pedido ella, creo que nunca hubiese regresado.
Nos volvemos a abrazar.
• Tengo un pollo que quedó del mediodía, lo traeré junto con una botella de vino, hay que celebrar tu vuelta. - Me dice antes de irse -.
Me quedo mirando la escopeta colgada sobre la alacena, casi entre pucheros. No tiene el seguro enganchado. "Es igual, me digo, no quedará en ella una bala".
"Las armas las carga el diablo", parece que escucho decir a la abuela..
Ya está de vuelta Antón. Vuelve acompañado de otro viejo y familiar rostro, Ismael, mi otro primo. Nos abrazamos apenas sin reconocernos. Con Ismael me llevaba peor que con el Antón, él anduvo detrás de la Fina. Ha pasado tanto tiempo y tantas desgracias de por medio que los rencores ya están olvidados. Lo importante es que otra vez estamos los tres primos juntos, como cuando éramos niños y jóvenes.
Nos sentamos los tres a cenar en un banco que rodea a la mesa rectangular en la cocina de la abuela. Antón trajo un pollo, unos pimientos, unos tomates, unas cebollas y unas lechugas. Busco en la alacena la fuente de porcelana que recordaba y entre todos preparamos una ensalada. También había traído buen vino. Ismael se acercó a por queso, unos chorizos y jamón, también trajo un orujo de su cosecha.
Nos sentamos los tres en la mesa, evitando hablar de aquello en que los tres no dejábamos de pensar.
Hablamos de cuando éramos chicos, de cuando la abuela nos perseguía con la escoba mientras nuestras madres trabajaban en la fábrica. De lo jóvenes que murieron nuestras madres, una detrás de la otra, antes de que nosotros cumpliéramos los quince años. Como la abuela, siempre de trasiego entre los pucheros de aquella cocina de la que se llevaban la comida para el bar del pueblo, nos fue sacando a flote a los tres mientras nuestros padres se fueron haciendo difusos en el lugar dónde emigraron para trabajar.
• Y luego te casaste con Fina – Dice Ismael, ceñudo como si el tiempo no hubiera pasado-.
• Y nació Blanca – Dice Antón para quitar acritud y con ello sin querer, mete el dedo en la llaga.
Entonces yo lloro como aquel día en que mi Blanca jugaba sentada sobre una manta en la puerta de la cocina. La acababan de bañar entre su madre y la abuela en un barreño de zinc que aún estaba al sol. Yo había llegado del campo para almorzar y no la quise besar para no ensuciar con mis manos de tierra su vestido azul.
Fina fue quien salió a mirarla cuando me hubo puesto el bocadillo con una tortilla a la francesa. Dijo en un hilo de voz que la niña no estaba y comenzó a gritar: ¡Blanca!, ¡Blanca!, por todas las callejas del pueblo.
Fue la primera vez que vimos a la abuela abandonar su fogón y sus pucheros para salir corriendo a la calle y comenzó a gritar el nombre de la niña por todas las callejas del pueblo.
Yo corrí a las madrigueras y a los pozos más cercanos en busca de Blanca.
Al anochecer todos los hombres del pueblo bateábamos los montes empecinados en la busca.
Mi niña con su vestido azul nunca apareció.
Unos meses más tarde, Fina y yo nos fuimos para empezar una vida lejos de allí. Nada volvió a ser nunca igual. La tristeza y la desesperación nos acompañó siempre.
Ahora estaba yo allí, con la intención de expandir las cenizas de Fina por el monte que contenía una parte nuestra hija y con la intención de quedarme a vivir en la casa de la abuela para sentirme más cerca de los míos y tener esa tranquila y sosegada muerte que desean los gatos.
Parecía que la abuela paseaba por la cocina y pasaba una bayeta por la place de carbón, ahora por el horno, ahora un paño por los cristales de la ventana, ahora se mueve la mecedora arrullando a Blanca.
Me levanto de la mesa. No era tiempo de recordar a los muertos que siguen vivos. Había pasado un ángel y el silencio había abismado entre los tres.
• Voy a coger unos vasos para el vino, más copas para el orujo.
Fui a la alacena.
• Yo me lleve a la Blanca, y la maté, y la eché en el pote de los cerdos. – Dijo Ismael -.
• ¿Cómo? – Exclamó ronco el Antón-.
• Quería ver el sufrimiento y la pena en el rostro de la Fina. Lo mismo que me hizo sentir a mi cuando casó con otro.
Yo miré para arriba de la alacena y vi la escopeta del abuelo, colgada con el seguro in enganchar como si de un presagio se tratara. "Las armas las carga el diablo" escuché decir a mi abuela". De un salto la alcancé Siempre he sido un buen tirador. La bala que debía esperar en la recámara quedó incrustada entre las dos cejas del Ismael, su cuerpo se desplomó quedando la cabeza sobre el fogón de la abuela, entre los pucheros entre los que está Dios.
Mariana Pineda
PARMENIO EL INVISIBLEParmenio estaba pegado a la silla. Intentó leventarse, pero pasó lo mismo que había pasado en los
tres intentos anteriores, simplemente no pudo. No era cuestión de tener las piernas dormidas o
algo por el estilo, estaba adherido a una banca de un parque cualquiera, tan simple y macabro
como eso. Pensó que tal vez había algún tipo de adhesivo del que no se había percatado, pero al
levantar sin dificultad alguna el libro que estaba leyendo y que acababa de dejar a su lado, encima
de la misma banca, su confusión aumentó. ¿Acaso era alguna clase de sueño? ¿O tal vez alguna
broma? Miró estupidamente para todos lados, con la leve esperanza de ver las cámaras
escondidas y que alguien se le acercara diciéndole que estaba en televisión, pero nada pasó.
Intentó de nuevo, pero no pasó nada. No podía separar su torso del espaldar de la silla, y no
podía levantar las piernas. Se quedó sentado, con expresión idiota, sin saber qué hacer.
Unos segundos después vio venir a una hermosa mujer, no pasaba de los venticinco años, y
caminaba con una suficiencia que rayaba en la pedantería, era casi como si este planeta fuera muy
pequeño para ella. Su pelo negro contrastaba perfectamente con su blanca piel, era alta y muy
bien proporcionada, era, a todas luces, una belleza. Parmenio sonrió, aliviado al sentir que lo
podrían ayudar, no obstante, cuando la mujer estuvo lo suficientemente cerca, Parmenio le habló
con cautela, con la prevención que la mayoría de los hombres sienten ante una mujer muy bonita.
- ¿Hola? ¿me disculpas un momento?
La mujer lo miró con displicencia, y aunque aminoró un poco el paso, no se detuvo por completo.
- Lo siento, pero no tengo dinero - contestó.
Parmenio sonrió, entre divertido y ofendido.
- No, no se trata de eso - dijo tratando de que su voz sonara convincente - es simplemente que no
me puedo levantar de esta silla.
Contra todos los pronósticos, la mujer se detuvo unos metros al frente de Parmenio, que la
observó complacido.
- ¿Qué?
- Sé que suena estúpido, pero de verdad necesito ayuda para levantarme de esta silla, estoy - hizo
una pausa buscando la palabra correcta - pegado - dijo por fin Parmenio, no era una gran palabra,
pero era el apelativo más acertado.
La mujer lo miró, primero incrédula y luego de manera inusitada, furiosa. No dijo nada más,
sencillamente se acercó a Parmenio y le asestó tremenda cachetada.
- No sé que fue lo que se imaginó usted, pero yo no soy una cualquiera, ¡soy una mujer decente! -
gritó la mujer, como si con esa sarta de incoherencias pudiera justificar su agresión.
Parmenio se llevó la mano a la mejilla adolorida, sin decir nada, sin poder creer que lo acabaran de
cachetar solamente por pedir ayuda. La mujer se alejó casi corriendo, histérica. Parmenio la
observó por unos instantes, aún con la palma en la mejilla, la rabia empezaba a hervir en sus
venas, aunque fue reemplazada por absoluta perplejidad y luego por un auténtico pánico cuando
notó lo que pasaba ahora.
Con los ojos muy abiertos, como quien quiere comprobar si un billete es falso, miraba su mano
derecha a contra luz; era increíble, pero estaba desapareciendo. Unos segundos después,
queriendo como nunca en la vida, estar equivocado, levantó la mano izquierda, para comprobar,
¡oh por Dios!, que también estaba desapareciendo. Bajó las manos al borde del desmayo y se
miró el cuerpo entero, sin estar por completo convencido; nada que hacer, todo él estaba
desapareciendo, lenta pero inexorablemente.
Un hombre de unos treinta años pasó al frente de Parmenio. Aunque la expresión más acertada es
la siguiente: Un gigante de unos treinta años, pasó por el frente de Parmenio. Este hombre era
sencillamente bestial, parecía que lo único que hacía en su vida era ejercicio, y tal vez comer y
dormir. Media más o menos dos metros de alto, por dos de ancho; una mole, para resumir. Sin
embargo se adivinaba algo de bondad en su mirada, y de todos modos, Parmenio no tenía muchas
opciones dadas las circunstancias, apenas lo vio le pidió ayuda, sin pensar en nada más, y
balbuceando algo ininteligible. El gigante se detuvo y lo miró confundido. Parmenio trató de
serenarse un poco, respiró profundo y volvió a hablar.
- Por favor ayúdeme - dijo con un tono de voz que intentaba ser neutro.
- Claro hombre - respondió amablemente el gigantón - ¿qué pasa?
- No me puedo levantar - Parmenio no atinaba a dar explicaciones, era una situación que ni el
mismo entendía.
La mole miró a los lados de Parmenio, buscando una silla de ruedas, unas muletas, un bastón;
cualquier cosa que implicara que Parmenio estaba diciendo la verdad; cuando no vio nada volvió a
observar a Parmenio, confundido.
- ¿Le robaron?
- No, nada de eso - Parmenio empezaba a sentirse un poco más tranquilo, al parecer había
encontrado a alguien dispuesto a ayudarle - es simplemente que no me puedo levantar.
El gigante no dijo nada por un rato, sólo miraba a Parmenio que intentaba sonreir. Unos segundos
después habló, el volumen de su voz empezaba a subir, anque seguía sonando amable.
- ¿Es usted discapacitado?... quiero decir... ¿por qué no se puede levantar?
- Escúcheme por favor, sé que le va sonar estúpido, pero por alguna razón no logro levantarme,
parece que la banca tiene algún adhesivo... - por un momento se le fueron las palabras al notar el
estupor de la mirada del gigante - no sé qué es lo que pasa, pero sólo necesito algo de ayuda, ¿me
daría una mano?
- Ahora escúcheme usted - el tono de voz de la mole se tornaba, poco a poco, amenazante - y
escúcheme con atención, no me gusta que se burlen de mi. Odio la violencia pero si tengo que
usarla, no dudo en hacerlo.
Era la típica acitud pasiva agresiva de aquellos que predican a los cuatro vientos no gustarles la
violencia, pero que a la hora de la verdad no se pierden un buen pleito, pero Parmenio no lo notó,
estaba demasiado asustado. Lo lógico habría sido dejar las cosas así y esperar a que pasara alguna
otra persona, pero Parmenio no estaba para esperar, lo que hizo fue insistir, craso error.
- No, no me estoy burlando de usted, solamente necesito que se acerque un poco y me ayude a
levantarme de esta **** banca.
No hubo mucho tiempo para reaccionar, en medio segundo el campo visual de Parmenio se vio
ocupado por un puño que más parecía el martillo de Thor, y medio segundo después hubo una
especie de estallido. Un estallido ubicado en la nariz de Parmenio, que sintió un punzante e
inesperado dolor, sus ojos se anegaron y las palabras de su mente se desordenaron como una
especie de rompezabezas sin armar. La sangre no se hizo esperar, manchó la camisa de
Parmenio, aunque en realidad era lo de menos, tomando en cuenta como estaban las cosas. El
gigantón esperó un poco, tal vez convencido de que Parmenio diría algo dándole otro pretexto
para volver a golpearlo, pero, afortunadamente para Parmenio, la razón apareció y éste guardo
silencio, sintiendo como el dolor en su nariz se esparcía por todo su rostro. Finalmente el hombre
se alejó gritando algo que Parmenio no escuchó, incluso el dolor pasó a un segudo plano, pues
ahora estaba más asustado que nunca pues había notado que la sangre que antes manchaba su
camisa, había desaparecido casi inmediatamente, y él mismo empezaba a volverse traslúcido.
- No es posible - dijo en voz baja, hablando consigo mismo - no es posible que nadie se dé cuenta
de esto y me ayude... no es posible.
El caminar lento pero seguro de una viejita lo sacó de su inútil monólogo, Parmenio la miró y de
un momento a otro sus esperanzas de salir del problemita revivieron.
- ¡Señora por favor! - dijo sin intentar disimular su angustia - ¡ayúdeme!
La anciana lo miró con expresión bonachona, y de inmediato se acercó a Parmenio.
- Si mi niño, claro que si, cuéntame - era casi demasiado bueno para ser verdad.
- ¡Por favor señora! Necesito que me ayude a salir de este problema.
La señora se sentó al lado de Parmenio, sobre el libro que él había estado leyendo.
- Tranquilo, todo va a estar bien - era una frase de cajón, un tremendo cliché, pero aún así logró
calmar un poco a Parmenio - yo tengo la solución a todos tus problemas.
¿Cómo era posible? ¿Qué era lo que sabía la viejita? ¿Acaso era una especie de ángel enviado por
Dios? Parmenio no lo sabía, pero esperaba con todas sus fuerzas que así fuera. La anciana tomó
sus manos casi invisibles y le entregó algo.
- Esto es todo lo que necesitas, ya vas a ver como todo se arregla - acto seguido se levantó y se
alejó sin decir nada más.
Parmenio la observó irse y por fin miró lo que tenía en sus manos. Cuando vio lo que era sonrió
ampliamente, le encantaba el humor negro, claro que no estaba tan feliz de sentir que el universo
se estaba ensañando con él, pero tenía que admitir que era muy gracioso; de tapa azul y
practicamente nuevo, el libro que la señora le había entregado decía en letras grandes" " Manual de
Autoayuda". Una hermosa, inmensa y estúpida ironía.
Dejó de reír como un imbécil justo a tiempo. Un hombre muy joven, seguramente no pasaba de
los dieciocho años, se acercaba a él, presuroso. Era alto y delgado, los pantalones caídos dejaban
ver unos boxer de cuadros, y el buso de capota le quedaba muy grande. Mientras caminaba movía
la cabeza al compás de alguna canción que sólo él podía escuchar a través de unos audífonos.
Parmenio lo miró acercarse sin mucha esperanza, igual ya no tenía nada que perder; con actitud
suplicante estiró uno de sus brazos hacia el joven, éste, cuando por fin se acercó lo suficiente se
detuvo, miró la mano de Parmenio y sonrió. Parmenio sintió como el miedo remitía, sólo un
poco. El joven buscó algo en los bolsillos de su pantalón, luego sacó unas monedas y las puso en
la mano de Parmenio; las monedas lo atravezaron como si Parmenio estuviera hecho de alguna
especie de gelatina preparada con mucha agua y unos segundos después cayeron al piso. Para ese
momento el joven ya había dado la espalda y se alejaba caminanando con la misma parsimonia,
moviendo la cabeza al compás de la música, con una sosegada sonrisa en su rostro, convencido de
haber hecho lo correcto, esos pequeños detalles eran los que harían de éste un mundo mejor.
Parmenio se entregó, se abandonó a la desgracia, no quiso seguir esperando un milagro, se relajó
por completo, dejó caer su cabeza y cerrró los ojos, se dispuso a esperar lo inevitable, se
desvanecería, y a nadie le importaba.
Unas voces infantiles lo hicieron abrir los ojos de nuevo. Un grupo de dos niñas y dos niños se
acercaban jugando, al parecer sin notar la presencia de Parmenio en esa banca. Reían y hablaban,
despreocupados como sólo los niños pueden ser. De la manera más casual se acercaron a
Parmenio y se quedaron callados, observándolo, fascinados. Parmenio no dijo nada, no había nada
que decir, las expresiones de los niños resumían la situación entera. Por fin una de las niñas se
acercó a Parmenio y llevó uno de sus deditos a Parmenio, despacio, como alguien que no sabe si lo
que va a tocar es demasiado frágil y se puede romper por el simple contacto. Sintió a Parmenio y
de inmediato retiró la manito.
- ¡Hace cosquillas! - dijo con una gran sonrisa. Los demás empazaron a imitarla y a reír con el
contacto de Parmenio, quien no lo podía creer. Esto tenía que ser una pesadilla.
Los niños eventualmente se cansaron del jueguito, así como llegaron, se fueron.
La odisea de Parmenio terminó, pasó lo que tenía que pasar, un ser humano común y corriente, ni
mejor ni peor, ni más ni menos culpable que cualquiera, un ser humano tan importante como
todos los otros seis mil millones, desapareció, y tal como lo predijo Parmenio, a nadie le importó
un bledo, en su lugar sólo quedó una mancha marrón en la banca.
Sólo pasó un año para que las autoridades tomaran cartas en el asunto, un tiempo récord. El
problema de la banca era urgente, algo que debía ser tratado con rapidez y eficiencia. La gente se
congregó al rededor del alcalde de la ciudad, quien sostenía unas tijeras y estaba ubicado justo al
lado de la famosa banca, que ahora estaba cubierta completamente. Había una cinta amarilla con
rojo frente al alcalde, que empezó su discurso, féliz como siempre con el simple hecho de
escuchar su propia voz, algo mucho más placentero que escuchar las voz de los demás.
- Queridos conciudadanos - dijo con su sonrisa ensayada - hoy es un día especial, un día en el que
queda demostrado una vez más que durante mi administración le daremos importancia a lo
importante. Acabaremos de manera rápida y oportuna con todo aquello que vaya en contra de los
intereses de las personas de bien.
Alguien dentro del público habló en voz baja, consternado.
- Pero si prometió construir escuelas, ya lleva tres años y nada de nada.
Varias personas lo miraron, molestas, pues querían escuchar al alcalde, no estaban para prestarle
atención a las idioteces de un anónimo. El hombre entendió y guardo silencio. Mientras tanto, el
alcalde continuaba con su perorata.
- Es por eso que hoy, después de una larga licitación, hecha por el bien de la transparencia,
hemos logrado que la empresa idónea para esta tarea pintara la banca, y la dejara de un solo color,
tal y como debe ser, de un solo color.
Un asistente del alcalde descubrió la banca, la mancha marrón había desaparecido, ahora se veia
igual que todas las demás bancas, de ese modo no incomodaría a nadie. El alcalde cortó la cinta,
recibiendo con beneplácito la merecida ovación de su público
Alvaro Vanegas
MI ÚLTIMO VIAJE A MARRUECOS
Deseoso de percibir a través de éste escrito, los ecos y vivencias que sentí especialmente aquel día en el polvoriento mercado bereber; las alegrías y esperanzas tantas veces anheladas; desde el recuerdo inolvidable de mi viaje por Marruecos con los sugestivos e intrigantes paisajes, junto a la apasionada nostalgia y una velada curiosidad. Aprovecho la ocasión que se me brinda, para expresar humildemente, todas aquellas sensaciones que me han acompañado a lo largo de mi periplo marroquí, en forma de relato, y que conforma mi admiración por el mundo árabe.
Entre el bullicio de la gente e iluminados por la luz del sol, se veía aquella masa desordenada como unas diminutas estelas, igual que se ve desde un avión la estela de una lancha motora en el mar.
Avanzaban en línea recta hormigueando el camino destartalado, sus rastros bañados por el reflejo solar, y unos cuerpos oscuros, sin identificar, ajenos a nosotros y a la sorpresa que nos desbordaba en aquel ambiente tan singular. Y así, nosotros hablábamos calladamente como unos diminutos seres, bajo la misma ilusión, en medio de aquella fiesta clamorosa.
El ritmo acompasado de los latidos de nuestro corazón, nos dio una idea bastante aproximada de lo que estábamos viendo, porque unas personas extrañas en la inmensidad de un océano árabe, puede desencadenar una sensación extraordinaria, y abrir para siempre ese paisaje con la realidad que nos envolvía. En ese paraíso, la mente nos flaqueaba, nos perdía en deseos de vivir algo único e irrepetible, a la vez que nos protegía de miedos y preocupaciones por medio del ambiente tan peculiar que nos encogía los sentidos.
De pronto, dejamos caer un ritmo arabesco sobre nuestros cuerpos volátiles, y nos vimos inmersos en un espectáculo sobrecogedor, cuyas ideas envolventes, nos entrelazaban por el abismo de las mayores ilusiones.
Era un día inmensamente luminoso, e hicimos el camino sobrecogidos de tanto trasiego, con mis zapatillas recién estrenadas y el parasol erguido como una seta levantada, sabiendo que hay un tiempo para cada cosa, y ahora tocaba un día perfecto donde el cielo era azul, el árbol medianamente verde, y el sol, un ovillo de abejas. Quizá la Naturaleza sólo existe en las cosas pequeñas y en sus talleres celestes, porque dicta sol para la fiesta de bienvenida a los turistas nuevos. Rayos helianos para los crepúsculos añiles. Un telón de luz que cierra el teatro del otoño. Sol, sol de noviembre que cae sobre nuestras cabezas desnudas, penetrando en el cerebro e iluminándonos con acierto.
Al subir las intricadas calles del pueblo, descubrimos una placetilla con casas deseosas de lluvia. Sí, estaba todo mojado y resbaladizo por el riego pertinaz de alguna mujer hacerosa. Sí, la luz era gris o casi blanca y nos costó más trabajo por eso abandonar el lugar apresuradamente, atravesar la esquina y salir a otra calle, camino de nuestro destino. Sí, sentimos algo así como que el día se acababa despacio y ya no lo volveríamos a destemplar hasta no se sabe cuando, pero ahora tocaba envolverse bajo el tupido velo de la alegría contenida. Sí, sentimos esa alegría también al otro lado. Sí, sentimos también esa metáfora que convierte al otoño en personaje romántico y al mirar mis ojos a un ventanal entreabierto, pude ver que andaba husmeándonos la figura de una mujer llena de felicidad.
Disfrutamos haciendo fotografías, captando detalles tan cercanos como el borboteo de la fuente en el patio de una mezquita; la mariposa bajo el efecto de la sombra de las hojas de los árboles y las ramas que sobresalían, o como la lagartija solitaria que se encuentra en una pequeña pendiente dando la espalda al sol y parece que camina por la vida de igual forma que vivimos nuestros sueños.
Este pueblo era una sorpresa escondida en la puerta del Paraiso, un encanto de embolados rocosos, un aire elegante en sus gentes sencillas, de historias perdidas en el confín de los tiempos, una elegía de ideas maravillosas, un oassis de palmeras añejas que llevan hasta el horizonte melancólico sus formas caprichosas, una fantasía suave en el desierto abierto a la vida eterna, una fiesta jubilosa, un desvarío del viento. Este pueblo era hermoso, valioso, original, aquietado, de una espesura errática, fugitiva y agreste, un alma llena de gratas esperanzas, un capricho de silencios, un embrujo álgido y festivo.
En su recóndita mezquita, las horas ceden al calor, el piar de los pájaros se desprende sobre las hojas luminosas una y otra vez, así como el agua del surtidor que se va desmigajando sutilmente sobre el suelo cálido. Una colección de sombras frescas revolotea todo su conjunto. El atardecer abriendo su telón armonioso sobre los lugareños se les queda en su mente con vados y atiborrados de imágenes mezcladas y difusas, con la Vía Láctea suspendida sobre los pasillos serpenteantes y en la crujiente oscuridad que se avecina. El canto de los grillos, abandonado a una sedante e inusual calma chicha, por la que vagan algunos turistas siempre un poco perdidos.
Ha sido durante este viaje cuando he captado el verdadero ambiente árabe, con sus calles y plazas llenas de alegría, con sus músicas, pasear por sus campos, oír el murmullo del agua en las mezquitas, reflejar el alma del pueblo y, sobre todo, grabar en mis neuronas las voces de sus gentes.
Todo viaje así mejora y purifica la visión del lugar que se visita, merced a una voluntad dispuesta a encontrar interesante lo que contempla la retina. En fin, que siempre sentimos deseos inmensos de viajar inseparables a estos mundos tan arabescos.
Después tuvimos que atravesar las calles resquebrajadas para llegar al coche, y apenas si hubo tiempo más que para atravesar un puñado de laberintos y acariciar el sabor antiguo que les envolvía. Era una mañana clara de un día de noviembre, mientras que las ancianas y los nietos tomaban el sol destartalado. A un lado la mezquita; al otro, adentrado en el horizonte y como sujeto por un hilo, nuestro respeto inmenso a esta civilización que tantas cosas tenemos en común: historia, costumbres, paisajes, ilusiones ...
Ahora, desde este preciso instante en el que estoy sentado frente al ordenador, a veces me embarga cierta nostalgia cuando no siento cerca estas sensaciones. No tengo miedo de las células siempre confundidas de mi cuerpo. Ni siquiera tengo miedo de la noche cargada de puñales, ni de las grietas de los muros, ni de esas olas más grandes que las otras que se nos tragarán en plena siesta, ni de la súbita erupción de los volcanes bajo cuyas laderas enfriadas alguien edificó su casa. No tengo miedo, porque sé que a pesar de todo, mis posibles olvidos van a tener perdón y que si aparece un desgraciado momento de abandono, puede llegar el fin de mi ser, pero me encontrarán junto a ellos. Un desliz de este tipo me remite a sentimientos vagos de complacencia que me provocan nostalgias y cuando camino de vuelta a casa por esas empinadas calles del Albayzín, tras esa caña tomada en paz con los amigos, hago el propósito de dejarme envolver por el torbellino de quehaceres que llenan mis días felices, en los que apenas puedo entretenerme y saber dónde disfrutar empujado a todas horas por el próximo objetivo que me he propuesto, para que en un rosario inacabable de cuentas, termine siéndo totalmente ajeno a mi voluntad.
Por eso, camino por la calles empinadas del Albayzín con la vaga esperanza de que, oculta en el ramaje del árbol solitario, amarillo de tan seco por la falta de agua, tiene que haber a la fuerza una solución para ese distanciamiento entre hermanos de sangre hispánica y árabe, y se me ocurre, que la preocupación que tenemos hoy, en nuestra sociedad, es el deterioro sentimental entre dos pueblos tan unidos por la historia. Más aún, sigo caminando y acabo convencido en una pronta esperanza de unión sincera y duradera.
Con el renacer de nuestra energía compartida, recuerdo que si las ramas de los árboles pueden llenarse de verdor, también los espíritus hispánico y árabe pueden hacerlo y que es fácil rectificar y encontrar un camino que nos satisfaga a todos, porque la convivencia, junto con el amor fraternal que nos une, la profesión de ayudarnos mutuamente, el bienestar común que nos envuelve, el debate y la compañía que podemos hacernos, es el bien supremo que nuestros deseos pueden concedernos.
Unidos y con el cuerpo flotando en una nube de fraternidad, la vida se ve de distinta manera. Adivino a través de mis pensamientos pasados, las sensaciones tan placenteras que ambos pueblos podemos gozar. El horizonte que se nos avecina de esta manera, irá lentamente transformándose en una fiesta de colores violetas, rojos y grisáceos y las noches jubilosas galopando por el oeste, contemplándo su dominio desde una privilegiada posición en el cosmos de nuestra unión sincera. Y es que estaremos entre nubes de algodones, volando, planeando, soñando,...
El pueblo árabe, es dulce y con un soberbio corazón, es como una mujer hermosa y delicada que confía ciegamente en su fuerza aún después de algún pasado combativo. Su historia desde alguna batalla casi perdida, no demuestra que haya renunciado a la búsqueda del perdón. Es un pueblo sensato y práctico. Que posee opiniones llenas de luz y pensamiento. Endémicamente lúcido, todas sus acciones se gestan en una placenta llena de gravidez, atiborrado de talento, de honestidad y coherencia, virtudes que no son por desdicha frecuentes en estos tiempos. Es como una mujer romántica, soñadora, rebelde.
Humanos, y el amor por el saber no les ha cambiado y basan su trabajo en el respeto a los demás.
Siento una agradable sensación al estar cerca de ellos, pues huyen de los rencores, hablan con pasmosa naturalidad, sin resentimiento, con sentimiento, sin masticar las asperezas que hay en la vida. Escuchándoles hablar, pienso que son muy exigentes consigo mismos. Soy capaz de alcanzar lo inalcanzable a su lado. No tienen complejo de nada, ya que no les gusta rodearse de mediocres, sino de gigantes del pensamiento en los mejores momentos. Convencen porque están convencidos de lo que dicen y hacen. Imprimen firmeza a sus convicciones. Les considero unas personas honestas y cabales que han demostrado un gran talento, coherencia y rigor en sus ideas. Se acuerdan de sus seres perdidos a todas horas, buscando en el álbum de los recuerdos aquellos momentos imborrables.
Ocupan, por méritos propios, no por cupo, el podio más alto del universo conocido. Se merecen lo mejor porque son los mejores entre todos. Son el sabor dulce de una sonrisa que va vertiendo su alegría exuberante. Un camino abierto hacia otro río que tiene en el regazo de una sombra su pulsión de almas enlazadas. De allí surgen, con su manto de bronce y nervio enjuto, con esa voz de ternura y de alborozo que exprime los meandros de la vida.
Son humanos y humanizantes, mitad maestros de sensibilidad exquisita y mitad reyes de la vida, con una voz templada en pociones de cantos ancestrales, con sentimientos exquisitos escondidos en sus mentes, en esa costra dulce de unos sueños que agradece la sangre de unas noches de pasión.
Cada mañana, mientras despierto pausadamente, me acerco a su pensar, a su soñar, y me quedo ensimismado. Por eso, quiero ilustrar sintéticamente en un libro de cuentos de las mil y una noches, el más maravilloso, el mejor de los sentimientos fraternales que se haya imaginado.
Vencejo
SILENCIO
- Hoy, en esta ciudad, ha ocurrido un milagro.
El Rey, cómodamente instalado en su trono y ajeno a la conmoción que provocaron estas palabras, oía al Sabio sin prestarle demasiada atención, intentando asimilar lo que aquella historia significaba para él... Más entre muchas otras ideas que poblaban su mente, una emergía por encima de todas: tan solo llevaba un día buscándole, y ya se le antojaba una tarea inalcanzable.
Pero lo deseaba. Desde aquella mañana anhelaba, con todas sus fuerzas, Conocer. "Quizá por lo oscuro y recogido de este castillo, me ha sido concedido escucharle" -meditaba de nuevo el Rey. Escucharle... No más audible que un murmullo, algo más leve que un siseo: exageradamente parecido al silencio. Más aquel silencio le resolvió, en lo que dura un bisbiseo, tantas cuestiones sobre su Reino y lo que lo rodeaba que toda la palabrería y verborrea de su séquito.
Por desgracia, justo cuando Silencio estaba a punto de revelarle una pequeña Verdad, o aspecto muy importante acerca del Rey mismo, fue requerido por la Curia Regis para resolver los inevitables –y la mayoría de las veces también irrelevantes- asuntos de estado. Y puesto que nada encrespaba más a Silencio que la fuerza con que estos hombres alzaban la voz, disputándose el honor de aconsejar al Rey en primer lugar, este había sido, a su vez, el primero en desaparecer.
Sin embargo, este Consejo de Sabios -que asesoraba de forma permanente al monarca- planteaba últimamente más problemas que soluciones daba: concesión de ducados, administración del Tesoro, la huelga de los espaderos, las frecuentes ausencias de la Cámara, la sequía (¡Pretenderán también que en esto interceda!" –suspiraba el Monarca), los continuos robos en los establos o el interminable sitiado al condado anexo... Y si alguna vez el "excesivamente numeroso hatajo de instruidos" tuvo respuestas para las cuestiones que le inquietaban, el Rey –que aunque era rey, no era tonto- advertía ahora que ninguno de los muchos consejos que entonces recibiera, le habría sido tan útil como el proporcionado por Silencio. Así pues, y en el transcurso de la interminablemente aburrida sesión parlamentaria, el Rey decidió retener junto a sí a Silencio.... Incluso, si esto fuera necesario, haciendo uso de la fuerza. "¿Qué se me ocultaría, de este mundo y del de los Dioses, si lo tuviera conmigo siempre? –meditaba el Monarca, mientras uno de los Oficiales de mayor edad llamaba al orden a otros dos Infantes más jóvenes- ¿Qué misterio no me sería mostrado, o que verdad inalcanzable no concedida?"
Como primera medida, y sin dar demasiadas explicaciones ("A silencio, con silencio se atrapa" –razonaba), el Rey ordenó censar a todos aquellos juglares embaucadores, demiurgos, charlatanes y demás gentes que hicieran de la verdad algo mudable a su antojo; había observado que cuando algo no sabían, transformaban lo ya conocido mediante la palabra, hasta hacerlo parecer una u otra realidad a los ojos de los demás... De manera que hubiera no solo una, sino dos, tres y hasta más verdades acerca de una misma cosa. "Si algo no saben –concluyó el Monarca- es permanecer junto a Silencio. ¡Con lo difícil que es hallarle!". Y puesto que a este silencio ellos no se acercaban, promulgó inmediatamente un edicto por el cual habrían de quedar confinados en sus casas, o -en su defecto- allí donde hicieran de la palabra falsa un hogar. De esta manera, tendría menos gente y lugares entre los que buscar a Silencio.
Decenas de copias surgieron, en apenas unas horas, bajo las plumas de los mejores notarios de la corte. Pero cuando ya anochecía, el Rey –que aunque era Rey, repito, no era tonto- cayó en la cuenta de que, en un reino tan grande como el suyo, se contaban aún por cientos los sitios en los que Silencio podría morar; incluso habiendo cerrado unas cuantas casas, mercados, plazas y baños públicos, eran demasiados los bosques, montes y campos en los que aquel intentaría ocultarse.
Al fin, consciente de que no tenía mejor opción -y no sin un cierto hastío-, convocó a altas horas de la madrugada una asamblea extraordinaria, reuniendo en ella a todos los Sabios del Consejo.
......................
El Rey, agradecido por la rapidez con que se habían presentado, sostuvo la mirada ante cada miembro del Consejo. Una vez hubieron tomado asiento, y en un tono humilde –que a algunos resultó burlón-, les preguntó:
- ¿Por dónde comenzaríais, Sabios entre los sabios, a buscar a Silencio?
Y fue silencio, un silencio sepulcral, lo que obtuvo por respuesta; El castillo entero enmudeció. Hasta que una mano titubeante, perteneciente al Sabio más anciano del reino, señaló con prudencia: - Mi rey, sorprendido me reconozco –y creo hablar en nombre de todos– por tan precisa cuestión... Pues aunque nada sabemos del paradero de Silencio, creíamos ser los únicos en conocer su existencia.
Ciertamente desconcertado, el Sabio caminó hacia el centro de la gran sala, casi inundada esta por una completa oscuridad; Aunque justo allí, y en aquel preciso instante, la tenue luminaria de la luna caía desde el óculo del techo, formando un círculo de luz perfecto. Con la voz entrecortada, se dirigió de nuevo al Rey.
- Una vez, hace mucho tiempo, tuvimos a Silencio a nuestro lado; con el compartimos nuestras dudas, a él nos encomendábamos para tratar con los dioses y con él alcanzamos grandes conocimientos... Hasta el punto de merecer justamente el nombre de Sabios. Y fue, en verdad, tanta la sabiduría que nos reportó su presencia entre nosotros, que al tiempo nos descubrimos incapaces de conocerlo todo; más aún, incapaces de conocernos siquiera a nosotros mismos.
Pero tal hecho a Silencio parecía no importarle; ante esto -y como un padre condescendiente con el hijo al que relata una verdad, tan simple, que esperara fuera ya conocida- objetaba que mayor conocimiento que aquel no nos podría ser revelado jamás.
Sin embargo, y pese al prudente consejo de Silencio -quien, no sin razón, callaba más de lo que sabía-, la idea de que los dioses se interponían entre el conocimiento perfecto y nuestro anhelo de saber fue creciendo en los corazones de sus más humildes siervos".
Al tiempo que pronunciaba estas zalameras palabras, todos los Sabios asintieron, lastimosos, en un murmullo que apenas llegó a oídos del Rey... Y cuya naturaleza solo Silencio -de haber estado allí- habría podido comprender.
- Llegó un día –prosiguió otro Prócer del consejo- en que, desoyendo a Silencio, nos rebelamos contra toda divinidad por ocultarnos verdades que a ellos les habían sido dadas conocer. Desde ese instante, y a sus espaldas, comenzamos a observar, escrutar, medir, pesar y analizar todo fenómeno o naturaleza creada, con el fin de encontrar un camino alternativo que nos llevara al conocimiento perfecto.
Fue entonces, y sin que ninguno de nosotros lo advirtiera, cuando Silencio se marchó.
De nuevo, un gimoteo inconsolable se alzó por encima de los presentes. En esta ocasión el Monarca no pudo evitar oírlo, posando su mirada –de manera un tanto menos cariñosa que al comienzo- en cada uno de los Sabios de su reino; estos, a su vez, le respondieron inclinando la propia sobre el suelo.
- ¿Qué ocurrió entonces? –preguntó al fin el Rey, ansiando un 'Saber' que se le antojaba muy distinto al que hasta ahora conocía.
- ¡Mi Rey, que torpe fue nuestro actuar! Pues si para dar la espalda a la más simple de las criaturas hay que conocer, tan siquiera en su contorno, la cara de la misma... ¿Cómo pretendíamos dar la espalda a los Dioses, cuando nunca -ni siquiera junto a Silencio- habíamos contemplado su faz? Querer escapar de su dominio y encontrárnoslos a cada paso que dábamos se convirtió en una misma cosa.
Sin embargo, y como un loco que negara contemplar el envés de una hoja al darle la vuelta al haz, nos resistíamos a aceptar que todo fenómeno y naturaleza creada remitía -como así advertimos con el tiempo- a una intervención divina; y que, en última instancia, era también a los dioses el fin al que tendían. Si en ese momento los montes, mares, ríos y criaturas todas hubieran podido hablar, nos habrían echado en cara nuestra ceguera...
- Y de hecho, lo hicieron –le interrumpió otro Sabio, mucho más joven que el primero.
- Aún así, y con el tiempo –continuó, no sin dirigir al que hablara una mirada reprobatoria–, aprendimos a desoír estas voces y, insensibles a todo aquella algarabía terrenal, continuamos nuestra búsqueda de un camino alternativo hacia la perfecta Sabiduría; Si cabe, con más ahínco que entonces. A partir de ese momento nos volvimos incapaces de escuchar otra cosa distinta a nosotros mismos, e incapaces también de sentir a Silencio... De quien nada volvimos a saber; olvidando, con el paso de los años, que era a este a quien nos encomendábamos para tratar con los dioses.
Un tercer Sabio se puso en pie. Convertida ya la noche en una espectadora más, la oscuridad bañaba por completo la sala de Próceres. Pero esto no impidió al Monarca reconocer, al instante, al hombre que ahora hablaba... Y si alguna vez su esbelta y atlética figura, sus dotes para la oratoria y el considerable dominio de la espada le hicieron parecer arrogante -a opinión del propio Rey-, no fue así en aquel momento.
- Esto, su majestad, data de una época que tan solo los más ancianos recuerdan... Pero incluso ellos habían desterrado a Silencio de su memoria. Sin embargo, las consecuencias de esta elección siguen hoy entre nosotros: Al no poder encontrar a los dioses de nuevo, fueron las cosas de este mundo las únicas que pudimos, desde entonces, conocer con certeza.
- Y sin ella –replicó el más docto de todos ellos, que contemplaba la escena en recogido silencio.
- Cierto es –continuó el segundo Sabio que hablara–, aunque tarde lo advertimos; y con ello tuvimos que aceptar que el valor de toda nuestra ciencia, era considerablemente menor que el más pequeño de los conocimientos adquiridos junto a Silencio. Pero ahora, mi Rey, somos ancianos y ninguna ayuda podríamos prestarle para encontrar, de nuevo, a tan discreto compañero".
En ese instante el Monarca asintió, comprendiendo. Todas las miradas se dirigieron de nuevo hacia él, inquisitivas... Motivo por el que juzgó prudente mencionar, a su vez y para admiración de los presentes, el huidizo encuentro con Silencio aquella misma mañana.
Al terminar de hablar, el mutismo con que los oyentes habían acompañado a los Consejeros que hablaron –habrás de disculpar, querido lector, que también te incluya en este relato- dio paso a encendidas exclamaciones de asombro e incredulidad. Instantes después, y sumido en sus pensamientos como estaba, el Rey no advirtió que el Sabio más sabio de su consejo volvía a ponerse en pie, tratando de alzar la voz por encima de los presentes, y provocando que el murmullo de voces tornara al más absoluto de los silencios; tan intenso, que alguno de los Consejeros creyó verlo moverse de nuevo... Aunque aquel silencio, ningún saber envolvía.
- (...) ¡Un milagro, si! –declaró de nuevo, esta vez gritando. Pues solo esto ha podido traernos de vuelta a Silencio. Yo nada tengo que reprocharme, pues todo intento de hallarle, por mi parte, habría resultado vano... Dado que fue él quien -al principio de todo- nos encontró a nosotros antes siquiera de empezar a buscarle. El Rey no pudo evitar sonreír... Presintiendo que, de igual modo, incluso él más sabio entre los Sabios "no se habría afanado excesivamente en localizar a tan sigiloso prófugo".
Los dioses, y pese a mi desobediencia –prosiguió-, han permitido vivir demasiado a este cuerpo mío... Cuerpo que ya nada vale por sí mismo; empero, en el ocaso de mis días, el tiempo, que todo lo roba, me permite conservar aún el recuerdo... Y recuerdo, mi Rey, que a Silencio sentí el primero, y el último fui en dejarle de ver; ocupado de continuo en mi trabajo no reparé en que, agazapado tras una montaña de papeles en blanco -y tratando de no hacer ningún ruido que me perturbara-, Silencio se iba poco a poco alejando.
Levantándose –y con él, el resto del Consejo-, el anciano Sabio condujo al paciente Monarca hasta una pequeña habitación, usada como almacén tiempo atrás y reconvertida ahora en Cancillería, donde los escribas del Castillo pasaban las horas redactando leyes, transcribiendo ordenanzas y autentificando todo tipo de documentos. Allí, en la esquina en que -por última vez- Silencio se refugiara, y medio oculta por decenas de archivos aún sin revisar, permanecía inscrita en la piedra, apenas legible –y carente de significado para el insigne grupo de Sabios-, la siguiente inscripción: s i v o l v e r a l o r i g e n n o e s r e t r o c e d e r
p u e s q u i z a h a c i a e l s a b e r c a m i n e s
c o m e n z a r p o r m i c o m i e n z o e s d e b e r
d e l q u e c o n o c e r s e e n V e r d a d a n s i e
Aquellas letras, redondas como la de un niño y escritas sin ningún tipo de ortografía, descansaban tan separadas unas de otras que costaba trabajo entenderlas. No le extraño al Monarca –cuanto menos, no tanto como aquella insólita escritura- que ninguna firma rubricara el enunciado: "Seguro estoy de que Silencio, hizo de una pausa el mejor final"
Un observador más erudito –que no por ello más prudente- y atento a la forma en lugar de al contenido, habría notado además que las letras no estaban talladas, ni pudieron ser grabadas con cincel alguno; la tipografía, generalmente profunda, ascendía en los extremos del grafema a ras de piedra... Pero se deslizaba siempre con un surco suave, sin mella alguna, intacta e incólume como escrita sobre la arena; Con la única diferencia de que dentro del castillo, protegida por los numerosos muros de pesada piedra, dormitaba ajena al devenir del tiempo: ni el viento ni el mar podrían llevarse nunca esos cuatro versos.
Sobre la urbe, y tiñendo de granate las almenas, amanecia.
Dominose U
ROBERTO
En un pequeño bosque los animales se preparaban para pasar el duro invierno.
Cada uno almacenaba sus alimentos y acondicionaban sus casas.
Una mañana cuando se levantaron los animales del bosque se dieron cuenta que había caído la primera nevada del invierno.
Cerca del bosque había un pequeño pueblecito donde todo el mundo se conocía y también todos los habitantes ya estaban preparados para afrontar el duro invierno.
En una pequeña casa vivía el carpintero del pueblo y su hijo Roberto.
Roberto era un niño muy espabilado y alegre todo el pueblo lo quería porque siempre ayudaba a quien lo necesitara.
La mañana que apareció la primera nevada Roberto se puso muy contento, sacó su trineo y se dispuso a buscar a sus amigos para jugar con la nieve.
Pero de pronto esa alegría se torno en preocupación cuando siguió nevando y nevando durante días hasta que la nieve lo cubrió todo.
Los animales del bosque no podían salir ni los habitantes del pueblo tampoco.
Por el pequeño pueblo pasaba el tren para traer viajeros y lo que les hiciera falta a sus habitantes.
Pero ya llevaban una semana sin que pudiera pasar el tren, cuándo una mañana al despertarse Roberto se dio cuenta de que su padre no se había levantado todavía y le pareció extraño pues su padre solía madrugar mucho.
Fue a su habitación y su padre le dijo que no se podía levantar, que se encontraba enfermo.
Roberto se dio cuenta que su padre tenía mucha fiebre, pero en casa no tenían medicinas y el tren no podía venir por la nevada para traerlas.
Entonces Roberto le dijo a su padre que iría a buscar al medico al pueblo más cercano .Su padre le rogó que no lo hiciera porque era muy peligroso con tanta nieve.
Pero Roberto le dijo que tenía que verle un medico para que se pusiera mejor, así que se dispuso a salir .Se puso su abrigo más calentito, la bufanda, los guantes, el gorro, unas buenas botas y salió en dirección al pueblo más cercano montado en su trineo.
El viento soplaba fuerte y cada vez nevaba más, Roberto seguía las vías del tren a duras penas pues con tanta nieve apenas se veían los raíles, cuándo las fuerzas le empezaban a flaquear y creía que no llegaría nunca, ha lo lejos diviso unas débiles luces y se dio cuenta que era el pequeño pueblo.
Cuando llegó allí no había nadie por la calle, con la gran nevada todos los habitantes del pueblo estaban calentitos en sus casas resguardándose del frío.
Roberto llamó a una de las casas y le abrió una anciana sonriente y le preguntó a Roberto que deseaba, el niño le dijo que vivía en el pueblo de al lado, su padre estaba enfermo y necesitaba que lo viera un medico.
La anciana le invitó a entrar y se calentara en el fuego y le preparó una gran taza de chocolate caliente.
Roberto se quedó dormido por el cansancio y el chocolate caliente.
Cuando despertó se puso furioso consigo mismo por quedarse dormido estando su padre enfermo y necesitando su ayuda.
La anciana había avisado al medico y estaba preparado para partir.
La mañana amaneció soleada y el conductor del tren les dijo que intentaría llevar a Roberto y al medico a su casa.
Como salió el sol las vías del tren se empezaron a limpiar de nieve, al derretirse esta por el calor.
Subieron al tren y se dispusieron a marchar.
Pronto llegaron a casa de Roberto y el medico le pudo dar la medicina a su padre que pronto se recupero.
El padre le dio las gracias a su hijo por ser tan valiente.
Y cataplin cataplado este cuento a terminado.
Destino
VIAJE A NINGUNA PARTE
- Estoy de camino, llegando sí, aunque para qué mentiros: acabo de salir de casa.
Para los escépticos que no se fíen de mi llegada a pie, que dejen de preguntar cada cuánto y se centren en cada qué. No importa cuándo, ni cuánto, ni dónde, sino qué. Qué hago aquí y qué haré allí será problema de mi yo del futuro, y es que yo no lo pienso resolver, bastante tengo con pensarme cada paso que doy. Que la costa es la misma, sí; el mar, mis pies, las chanclas también, pero el día se hace noche y en la oscuridad no tengo ojos para ver. Los kilómetros, los que marca mi reloj: la una y diez, de la tarde por supuesto. La distancia me pesa en los muslos y llega un punto en el que no entiendo el canto de los pájaros, no sé si es que cantan otra lengua. Las nubes caminan a mi paso, pero su pasaje parece menos pedregoso, más liso, con menos hándicaps, como más azul.
Quizás sea que me estoy volviendo loca, que no sé donde estoy pero los pasos los llevo contados y sé que a mi casa no voy, ¡pero es que el paisaje es el mismo! Los árboles me saludan con el viento, pero a todos los dejo atrás. Y entre protestas sigo con mis pies gemelos, mis chanclas roídas, mi camiseta sudada, mis ojos cansados, la mente nublada... Que no caigo enferma porque no hay enfermedad que supere la testarudez. ¿Y un sueño? Si me pellizco quizás se trate de un sueño, que al igual que mi propia vida, tendrá final. Pues largos son los años de inconsciencia y amargo es el despertar.
- Que no Tere, que no, que mejor me quedo en casa que no estoy yo para esos trotes.
Isabel Aduren
JUNTOS
__Escribamos algo a medias, dijo él.
__ ¿Por qué?, contestó ella.
__Otra aventura, respondió él.
__ ¿Quién empieza?, añadió
__ El que tenga la frase más original, dijo ella.
__ Erase una vez, dijo él.
__ Noooo, enfatizó ella, déjame pensar, espera,...No sé cuánto tiempo tiene que pasar....Ya puedes seguir.
__ ¿Esa es tu propuesta?, contestó él.
__ Sí, no sé cuánto tiempo tiene que pasar...., vamos, sigue,..., volvió a enfatizar ella
__ Está bien,..., sigo,...
No sé cuánto tiempo tiene que pasar para entender la vida. No sé si se mide en años, en meses, en semanas, en lustros, en vidas, quizás no me dé tiempo en ésta y tenga que volver de nuevo, alquilar un cuerpo y dejarme llevar otra vez por un útero materno, dejarme querer, sentir todo el amor del mundo y volver a crecer, de la mano en los paseos y con miedo por la noche, con pesadillas, con brazos que te toman y te estrujan, con amores imposibles, con celos y besos, con mas temores. En fin, vivir.
__ ¿Puedes seguir?, dijo él, mirándole a ella.
__ Lo intentaré, contestó bajando la mirada hacia su ordenador.
¿Por qué?, me pregunto, todavía te queda mucha vida, te queda lo que tú quieras, lo que quieras vivir, lo que quieras aprovechar tus días, tus noches, tus meses. Sal ahí y busca. Me dijiste hace poco que te encontrabas sólo en medio de todos. Pero no lo entiendo. Me lo tendrás que explicar mejor. Pero antes déjame que te cuente algo. Erase una vez un pequeño niño perdido por el bosque que vagó y vagó por un tenebroso bosque hasta que no pudo más, se sentó, se había hecho la noche, imagínate, las sombras envolvían todo, sólo que este niño tenía algo especial, era valiente, por naturaleza, ahora le llamarían genética. Se había perdido, sus padres, todos estarían buscándole, con todos los medios del mundo al alcance, pero no había forma de encontrarle, algunos bosques son infinitos, y las veredas y caminos parece que se multiplicaran, y los helechos dan paso a otros bosques más reducidos, y ni con toda la tecnología se puede batir esa extensión, siempre habrá recovecos donde alguien se pueda esconder y vivir allí a salvo de los demás. El niño estaba a gusto porque contaba con esa valentía y ese coraje que hacía que se riera de la oscuridad y que hablara con los sonidos de los pájaros que le traía la penumbra. Pero de repente, escuchó un sonido nuevo, algo inimaginable en un bosque de terror. Era una melodía la que le llegaba, suave y lejana, era imposible que los equipos de búsqueda llevaran música. Y esa melodía tenía una voz, que él asoció inmediatamente a una mujer, y seguro que esa mujer tendría un pelo precioso y una cara maravillosa para acompañar a ese tono que le llegaba. E inconscientemente sintió miedo, no, no le asustaban los ruidos desconocidos ni la falta de luz, le asustaba la voz más dulce que jamás un ser humano pudiera haber escuchado, y ese miedo le hizo encogerse y empezó a llorar. A medida que la voz se hacía más palpable y ya era capaz de entender lo que decía, sus lágrimas se hacían mares. ¿Sabes lo que hizo? Hacer uso de su valentía, ponerse en pie de un salto y correr, no despavorido, correr, con todo sus sentidos puestos en saltar ramas, troncos caídos, en esquivar la negra noche, correr buscando esa voz y al fin la encontró, bueno, no ésa exactamente, pero encontró a sus padres que le abrazaron como nunca hasta entonces lo habían hecho. Y después de contarte esto, dime qué piensas.
__ Ahora no sabré como seguir, dijo él, tras una pausa que se alargó, cómodamente instalada entre ambos relatores.
__Siempre puedes cerrar el cuento y ya está, se acaban donde uno quiere, apuntó ella.
__ Ya, pero falta algo, o mucho, o todo, dijo él.
__ Falta lo que tú quieras que falte, replicó ella, o lo que queramos, añadió.
__ Escucha esto: Me estaba empezando a enamorar..., dijo él.
__ ¿Es parte de nuestro relato a medias?, preguntó ella.
Él se encogió de hombros.
__ ¿De quién?, preguntó ella.
Y él calló, elevando su mirada hacia ella.
gotx
"UN DÍA MÁS...DIEZ MINUTOS MÁS."
Parecía un día cualquiera. Sonó el despertador y apreté remolona, como cada mañana, el botón de "repetir alarma" para aprovechar diez minutos más de sueño. Minutos en los que nunca había conseguido volver a dormirme... Pero nunca desistí, y ese acto reflejo se convirtió en parte de mi rutina.
Creo que era un día de Primavera porque al salir de aquella casa me fijé en los claveles de la mesilla del comedor. Brillaban como nunca por el reflejo del Sol que atravesaba la ventana, al son del "tic tac "del viejo reloj de pared que rompía levemente la paz de aquel hogar. Salí con prisa, como siempre, me hubieran hecho falta exactamente diez minutos más para no llegar tarde al trabajo.
Se llamaba Jesús, lo supe porque pude leerlo en el lomo de su libreta cuando cayó a mis pies y me agaché a recogerla. Fue la primera vez que nos miramos a los ojos. ...Y no es que yo sea especialmente extrovertida, pero... tras una contenida risa y unos cuantos gestos con claros indicios de timidez (ese tipo concreto de timidez a la que yo me refiero) me dio la mano, se presentó, y acabamos en el restaurante con toque francés en el que yo siempre veía parejas a través de la cristalera cuando iba corriendo a la oficina.
Preguntas típicas, respuestas estudiadas, gestos controlados, miradas interesantes,...y dos copas de vino que al brindar hacían brotar una carcajada de ambos por la situación que estábamos viviendo. Lo mejor de aquella cena, era que con cada bocado nos mirábamos a los ojos,..Y lo más bonito, era que esta mirada, por su propia intensidad, era incapaz de mantenerse más de un segundo. Era la situación incómoda que más cómodamente estaba viviendo.
Sonó el despertador. Sólo habían pasado diez minutos. Era martes, llovía, no había claveles, relojes ni restaurante con toque francés...y me levanté reacia a aceptar que todo aquello no había existido.
Esto fue hace tres años, y desde aquella fatídica noche vivo con la psicosis de encontrar esa mirada que reconocería entre un millón.
...Por eso, siempre miro a los hombres a los ojos cuando los mato.
Lena Bayón
HISTORIA EN VERSO (LA APARECIDA)
I
Ella llego con su cuerpo húmedo y oloroso a moho,
los cabellos mal hilados en la cabeza, despeinados,
cubriendo un rostro gris,
un cuerpo macilento,
el atardecer helaba, mas su piel helaba más;
la visión era triste,
de la garganta de él se apodero un nudo;
quiso correr y sintió el cepo,
ella abrió sus labios, pero las palabras no emergieron tan pronto...
II
-Vine desde allá, porque me dejaste sola,
solazaba mis penas en ti,
me arrobaba en tus miradas,
me mataste de desdeñas,
del infierno regrese,
encontrando un camino a seguir, a partir de las lagrimas que derrame,
en mi tumba, que es la puerta, maldiciones yo plasme, he de llevarte conmigo,
para que ni una más te ame mas,
para que ya no me hagas llorar muertes,
para que ya no me sienta viva entre los muertos,
¡Mira mi cuerpo! que soy barro que se carcome,
¿Recuerdas mis ojos? aquellos que tanto amaban atisbarte...
¡Ahora mira mis cuencas vacías!...
III
El cayó, ella tomo sus piernas y arrastrándolo por el monte se fue recitando poemas de amor,
el camino a su sepulcro de lágrimas lleno,
así esta tumba ahora esta orlada por perlas de Azur Cristal...
Shelomit (el pacifista)
OCHO EN EL CAMINO
Ese era el número de participantes en el gran viaje de sus vidas. Aunque todos conocían muchas grandes ciudades y localidades pequeñas, habían viajado al extranjero y ya peinaban canas (los que aún conservaban el pelo), esta experiencia nueva y única suponía no solo un placer, sino un verdadero reto.
"A mi edad tengo varios achaques" —comentaban—, pero serían capaces de hacerlo, lograrían la concha de peregrino caminando las etapas prescritas para ello. Estaban seguros de que su deseo se cumpliría porque el afán que sentían por lograrlo daba alas a sus cansados corazones.
Lo planearon muy bien. Cada uno se encargaría de una cosa pues sus capacidades eran diferentes y se complementaban perfectamente. Al antiguo militar se le encomendó la tarea de organizar las etapas. Era un experto en analizar planos y minimizar los riesgos que suponían —en este caso— las ampollas en los pies o las torceduras de tobillo y lesiones similares. Se lo tomó en serio y planteó un itinerario adecuado a las características de los peregrinos, sin excesos y que les permitiera disfrutar de su viaje.
Al arquitecto jubilado se le solicitó la búsqueda de albergues y casas rurales en las que dar reposo a sus exhaustos cuerpos al final de cada día. Como experto en edificación, eligió lugares emblemáticos y originales a lo largo de las etapas que el anterior había diseñado. Eran espléndidas construcciones regentadas por amables hosteleros que disfrutaban con las visitas de estos cansados viajeros.
El pintor se encargaría de ilustrar los paisajes y monumentos por los que discurría su camino. Además, sería el cronista oficial del grupo, pues era un excelente escritor que nunca se había dedicado a ello profesionalmente porque decía que "de eso no se puede vivir", pero mantenía el interés por el tema y disfrutaba con el cuaderno y los lápices.
El empresario jubilado tenía una labor muy concreta y en la que era especialista. Su tarea consistía en organizar las "comidas" que tendrían que hacer durante los días que durase su viaje. Era lo suyo y lo haría de maravilla. Conocía el tema perfectamente; todos los pequeños locales de comidas y los mejores restaurantes de la zona.
A pesar de los temores que el colesterol les producía, le recomendaron que siguiese su instinto y complementase las visitas a los restaurantes con un buen avituallamiento: chorizos, jamón, lacón y demás derivados porcinos puesto que, como iban a caminar mucho, "los quemarían en el trayecto".
Las respectivas mujeres estaban encantadas con esa distribución. A ellas se les dejaron "los trabajos menores": preparar un botiquín, encargarse de la documentación, alquilar un coche en el que transportar las pesadas mochilas, incluir un costurero sencillo en el equipaje, llevar los teléfonos móviles para las urgencias, etc. Por supuesto, se organizaron entre ellas y no olvidaron nada; es más, incluyeron artículos que a los hombres ni se les habrían ocurrido.
Disfrutaron muchísimo con la organización y, con todo preparado, iniciaron el viaje-peregrinaje.
Fue maravilloso. Gozaron en el camino como nunca en sus vidas. Descubrieron lo sencillo que puede ser sentirse feliz simplemente caminando por paisajes impresionantes, en buena compañía y con un objetivo común.
Por supuesto, hubo momentos malos porque sufrieron algunas heridas, ciertos días resultaron más duros y difíciles, se les estropeó el coche alquilado, hubo pequeñas trifulcas entre las parejas y cosas por el estilo, pero siempre acababan bien, reconciliándose y retomando su buen humor inicial.
Los mejores momentos se relacionaron con la comida. A media mañana, sentados al lado de un arroyo y comiéndose un "tentempié" contaban anécdotas de sus vidas pasadas, remontándose a la etapa en que habían sido novios, habían hecho la mili o habían tenido a sus hijos.
También se relajaban cuando llegaban al final de la etapa y elegían un lugar para "cenar". El empresario-jubilado les daba varias opciones en esa zona y votaban la que más les apetecía. Esas reuniones se convertían en largos períodos de charlas en las que se incluían los dueños del restaurante, los camareros y los vecinos de mesa que participaban encantados de las historias que se contaban. Se reían de todo y olvidaron los problemas que les preocupaban a diario. Comían y bebían con alegría (nunca se excedían demasiado) aunque acababan "empachados" porque "ya no estaban acostumbrados a comer tanto".
Les encantaba el compañerismo que establecían con otros caminantes y conocer a personas de todas partes del mundo que tenían el mismo objetivo que ellos. Aprendieron muchas cosas y compartieron sus experiencias con estos peregrinos a los que de otra manera nunca hubieran conocido. Les impactó especialmente una pareja de australianos que hacían el Camino de Santiago porque tenían que cumplir una promesa. Habían sufrido un terrible accidente de tráfico del que se recuperaron –aunque ella viajaba en silla de ruedas- y se sentían felices porque todos pensaban que no lo superarían tras permanecer en coma varios días. En esos momentos tan duros, decidieron peregrinar como ofrenda especial y, una vez repuestos, iniciaron el viaje. Aunque su ritmo era lento, no tenían ninguna prisa y sabían que alcanzarían su objetivo.
Esa situación vital les hizo pensar en sus propias vidas, en lo que consideraban limitaciones y se dieron cuenta de que no era para tanto. Ellos tenían años, estaban jubilados (o a punto de ello) y sufrían los achaques típicos de la edad pero, en comparación con aquéllos jóvenes, tenían capacidad para vivir de manera autónoma y, cuidándose, desarrollar una vida completa. Continuaban deseando conseguir abrazar al Apóstol pero se habían dado cuenta de que esta nueva sensación de paz podía considerarse el mejor de los regalos.
Llegaron a la Catedral tal como habían previsto. Cansados y felices. Se unieron a los miles de peregrinos que acudían a la misa y no pudieron evitar las lágrimas cuando recogieron el diploma acreditativo. Fue una ceremonia emocionante que colmó todas sus expectativas. ¡Lo habían conseguido!
Llegó el momento de la despedida. Curiosamente y, aunque tenían ganas de ver a sus hijos y nietos, estaban tristes. La experiencia vivida era muy fuerte y se les había grabado en el corazón. Nunca olvidarían el trayecto realizado porque les había cambiado su concepto de las necesidades diarias (se habían apañado con una pequeña cantidad de ropa), de su propia fuerza (habían caminado igual que muchos jóvenes a los que triplicaban la edad), su capacidad para resolver problemas (se habían arreglado sin el coche de apoyo cuando se estropeó) y descubierto que no tenían tan mermadas sus capacidades como pensaban antes de iniciar su VIAJE.
Manilara
I D.C.
Me preguntaba ¿Por qué conservo aún la vieja bañera? cuando la llenaba a base de calderos y lo que es peor, ¿Por qué no la había conectado a la toma de agua?, una vez sumergido en ella, me llegó la iluminación, en mitad del baño, sabía que si hacía lo que pensaba perdería su encanto. Cerré los ojos para relajarme, cuando todo empezó a temblar.
La tremenda sacudida hizo que volcara y que me diera de cabeza contra el suelo, perdiendo la conciencia; al despertar sentí frío y un fuerte dolor en las piernas, pero lo más preocupante era que estaba atrapado; afortunadamente la bañera había caído encima mía proporcionándome cobijo. La casa se había derrumbado entera, yo no veía nada, desorientado intenté moverla, pero era imposible, pesaba demasiado. Golpeé con fuerza y pedí ayuda; en vano me pasé media hora gritando.
El frío se colaba por las hendiduras recordándome que estaba desnudo, tenía hambre y era incapaz de salir, entonces pensé en mover los trozos del techo que ahora eran mi suelo, con mucho esfuerzo y después de cortarme varias veces con fragmentos de las tejas logré zafarme. Todo estaba oscuro, no había iluminación ninguna, hasta que mis retinas no se adaptaron no fui capaz de avanzar.
Me quedé mirando absorto el montón de piedras que antes era mi pequeña casita de campo, pero el relente me devolvió a la realidad, estaba helado y tenía los labios morados, no en vano estábamos a finales de diciembre, vivía solo a las afueras de un pequeño pueblo, por lo que tendría que desplazarme, pero entonces me acordé de mi vehículo.
Para mi sorpresa el coche estaba intacto, me creí salvado, intenté abrir las puertas, pero estaban cerradas, obviamente no tenía las llaves y tampoco sabía como forzarlo, así que busqué una buena piedra. Primero rompí la ventanilla del copiloto, accioné la maniqueta para abrir la puerta, pero el coche sin la llave no funcionaba, entonces probé a colarme dentro pero me pinché en el brazo con unos cristales. La sangre seguía manando por mucho que me esforzara por taponar con mis dedos, el escozor se pasó rápidamente.
Furioso cogí una piedra más grande y la lancé contra el cristal del maletero, con mucho cuidado fui quitando los pequeños vidrios para no volver a cortarme y poder introducirme sin problemas.
Dentro encontré una bolsa con la ropa de deporte, estaba sucia pero era lo único que tenía, tumbé los sillones y accedí a la parte delantera, recordé que en la guantera tenía el móvil, de nuevo me volví a ilusionar, pero al encenderlo ví que no tenía cobertura ni siquiera para hacer una llamada a emergencias. Miré la hora, las cinco de la mañana del 25 de diciembre, ya era navidad, entonces me ví en mi gran todoterreno, con GPS, navegador y con mi teléfono 3G con conexión a Internet sentado en el asiento del copiloto sin saber que hacer. Me taponé la herida como buenamente pude.
Decidí buscar ayuda, me encaminé hacía el pueblo, pero al dar los primeros pasos me extrañó no ver la torre de la iglesia, desde ese punto ya era visible, un mal presagio me asaltó y al llegar a lo alto de la loma lo confirmó, desde allí pude ver que todo estaba destruido e incluso se había abierto una gran grieta que lo recorría de este a oeste.
Aún así, pensé que la mejor opción sería inspeccionar por si encontraba algo o a alguien. Llegué a la abertura y me quede sorprendido, era muy profunda, no sabría determinar cuanto, dejé caer una piedra con la intención de averiguar su profundidad, pero no escuche sonido alguno, aunque tampoco hubiese sabido calcularla de haberlo escuchado; a su vez, era muy ancha, más de cinco metros, por lo que no me quedó más remedio que rodearla.
Finalmente llegué hasta los primeras escombros, de haberlo sabido no lo hubiera hecho, la hendidura se había tragado medio pueblo y la otra mitad estaba derruido, no había quedado ni una sola casa en pie, ni tan si quiera la pequeña ermita que había a la entrada; un escalofrío me recorrió la espalda al pensar en el sufrimiento que mis vecinos habrían padecido, no pude evitar llorar.
Me sentía muy mal, no sabía lo que había ocurrido, ni que alcance tendría aquella catástrofe pero el hambre era más poderoso, por lo que me puse a buscar alimentos, pensé en las huertas cercanas y en los árboles frutales; en principio parecían intactos. El segundo paso era encontrar agua. Me acerqué a la plaza mayor y ví una fuente, pero estaba seca.
Me senté exasperado sobre los restos del ayuntamiento. Saciado el hambre, mi mente se disparó, lo más probable es que Granada se haya visto afectada, no se si completa o parcialmente, es sabido que estamos en zona sísmica y los temblores son frecuentes y más últimamente con todo lo que está pasando, por lo que una vez que determinen los daños enviaran ayuda a las zonas afectadas, no creo que tarden mucho, amenos que los daños se hayan producido a nivel autonómico, pero no puede ser, los temblores deberían haberse repetido por todo el sur de la península al mismo tiempo y con la misma intensidad y eso sería imposible. Los primero rayos de luz hicieron que dejara de pensar.
Lo mejor es que me deje de especulaciones y me dirija hacía la capital, seguro que allí obtendré más respuestas: tengo que trazar un plan, lo primero es conseguir avituallamiento, cerca hay un supermercado, intentaré rescatar algo. Apenas si se podía distinguir donde empezaba la tienda, a calculo comencé a quitar escombros no tardé mucho en tener las manos ensangrentadas; el dolor era insoportable, los dedos hinchados y la mano parecía un guante de béisbol, debía buscar algo para ayudarme a cavar; pero donde buscar, mirara donde mirara solamente veía restos de ladrillos y tejas.
De nuevo me sentí inútil, estaba sentado sobre unas vigas de madera, me creía incapaz de sobrevivir por mí mismo, me había acomodado tanto que apenas si trabaja con las manos, el esfuerzo más grande era coger las botellas de cinco litros de anticongelante para el coche, de nada servía tener unas manos pequeñas y bonitas cuando realmente tenías que sobrevivir. Entonces pensé en utilizar unas chapas de metacrilato y una viga para hacer palanca. Al cabo de las cinco horas comencé a vislumbrar parte de las estanterías del coqueto recinto. Estaban vacías pero el ansia por conseguir comida me daba unas fuerzas extras que me permitieron completar el agujero y poder colarme entre los frigorífico de los congelados.
Entonces me llevé el susto más grande de mi vida, fui a mover un módulo cuando me encontré con el cuerpo del dueño, tenía la cara desfigurada y amoratada, el cuerpo hecho un ocho y las piernas aprisionadas con las vigas de lo que antes era el techo de la tienda. El corazón me dio un vuelco y unas enormes ansias me hicieron vomitar. Intenté salir a toda velocidad con tan mala suerte que me golpee en la cabeza.
Me hice una pequeña brecha, pero no vacilé en mi retirada, necesitaba aire y la escalada de más de tres metros la cubrí en pocos segundos, al salir lo primero que hice fue tomar una buena bocanada de aire. La necesitaba, pero la imagen del cuerpo me volvió a la mente y de nuevamente me puse a vomitar, era muy líquido pues llevaba un día sin comer, pero yo me sentí vaciarme por completo.
Me quedé mirando al agujero, sabía que si quería conseguir algo tendría que pasar por delante del cadáver, pero mi mente me lo desaconsejaba, de nada valía haber visto tantos muertos por televisión, yo me creía preparado, me consideraba una persona con bastante aguante, basándome claro, en lo visto en la pequeña pantalla. Pero cuando la realidad te golpea... ves realmente tu fortaleza.
No tenía más remedio, bajé con mucho cuidado, no dejaba de mirar constantemente hacía el lugar para ver si podía anticipar algo con la mirada, pero no lo conseguí, hasta que de nuevo me topé con él, quise mirarlo fijamente para vencer mis impulsos, pero mi estómago no estaba de acuerdo, una nueva bocanada intentaba salir pero lo impedí cerrando la boca. Las lágrimas brotaban aceleradamente de mis ojos, me costó un gran esfuerzo pasar por encima de los restos sin pisarlos, pero cuando apoyé mi pierna derecha resbalé y con la izquierda golpeé al cadáver en la cabeza.
Me sentí morir en aquel momento, desde entonces cada vez que lo recuerdo no dejo de pedirle perdón, lo había profanado, me sentía realmente mal, lo peor fue cuando tuve que hacer ese itinerario como mi ruta habitual. En el segundo viaje, intenté coger el cuerpo y meterlo en uno de los congeladores, pero era imposible, por mucho que tiraba no conseguía moverlo, finalmente opté por taparlo con unas toallas. Conseguí unas cuantas latas de conservas y unos zumos, los subí a la superficie y bajé a por más, cuando regresé me percaté que faltaban latas.
En un primer momento me alegré, lo más probable es que las haya cogido otro superviviente, me puse a gritar con todas mis fuerzas, pero no encontré respuesta, quizás sea muy tímido o tal vez un niño, me escondí y aguardé un rato, no tardó mucho el tunante gato en volver a coger otra lata de atún. Desilusionado opté por guardar la comida en una caja. Poco a poco me fui aprovisionando de una buena despensa. Ya tendría suficiente alimento para un par de semanas, pero tendría que volver a buscar más bebida.
Sin percatarme de ello la noche cayó sobre mí, no tenía reloj, pero si estaba tremendamente cansado, la mejor opción era la de pernoctar en la tienda, acondicioné como pude un rincón, coloqué unas cajas de cartón y unos rollos de papel de cocina, estaba medio tumbado y medio sentado pero serviría; el último pensamiento que pasó por mi mente antes de dormir fue una pregunta, ¿Me estaba convirtiendo en un ladrón, o por ser el único superviviente todo me pertenecía?, no me dió tiempo ni a planteármelo, me miré las manos sonreí al ver los primeros callos y me quedé dormido.
Mimikito
PREMONICIÓN
"Voy al cielo", musitó cansada desde la sillita con su lindísima voz. Su madre cambió el gesto. La fiebre le había subido a cuarenta grados y se dirigían a urgencias del hospital de una ciudad medio dormida. Su marido se percató e intentó tranquilizar a su esposa:
"¿Ves el cielo, cariño? ¡Qué bonito está! ¿Has visto qué bonitas se quedan las nubes cuando han descargado la lluvia?"
Sin quitar las manos del volante miró de reojo al asiento del copiloto y vio que a su mujer le corría una lágrima por la mejilla:
"No te preocupes. Es solo una fiebre alta. No es la primera vez, ya sabes."
Elisa no abrió la boca, se quitó distraídamente la lágrima y siguió con la mirada perdida. Detrás, la pequeña Laura, con sus dos años recién cumplidos luchaba contra sus párpados para mantenerlos abiertos.
Aparcaron el coche. Elisa y Laura siguieron a una enfermera mientras Carlos se dirigió a la sala de espera. "¡Maldita sea!" dijo para sí. "Tengo el móvil sin batería. ¡Precisamente ahora!" Intentó relajarse, fue a la máquina de café y sacó un chocolate caliente. Le ayudaría a entrar en calor y a matar el tiempo. "Lo que daría por un cigarrillo ..." pensó. Aunque hacía ya algunos años que lo había dejado, en algunas situaciones lo echaba en falta.
Casi una hora después salieron y Laura se abalanzó contra su padre.
"¿Cómo estás, princesa? Tienes mejor aspecto."
"Tiene placas. Tendrá que tomar antibiótico. Le ha bajado la fiebre a 38,5ºC". Elisa pronunció estas palabras maquinalmente como lo habría hecho un médico al final de su jornada. A Carlos le empezó a inquietar el estado de su mujer. Tenía ojeras y notaba que había vuelto a llorar. Hablaría con ella al llegar a casa.
Subieron al coche y emprendieron el viaje de vuelta. Laura cerró los ojos. Elisa los cerró también y Carlos, las manos aferradas al volante, no pudo esquivar la furgoneta que a cien kilómetros por hora se acababa de saltar el stop.
Jonaes
EL SUEÑO DE LA RAYA
Odio contar lo que he soñado porque todo siempre se pone muy confuso y me cuesta mucho explicarme, empiezo a gesticular demasiado y todo eso. Además, cuando alguien te cuenta lo que ha soñado, suele ser algo totalmente aburrido y que en el fondo sólo es preludio de espera para contar lo que has soñado tú. Así que no sé por qué, pero se lo estoy contando.
Estamos en una cafetería bastante alejados de la barra. Fuera hace el suficiente frío como para que aún no nos hallamos quitado los abrigos, a pesar de que ya tenemos un café delante. No me gusta cuando ella le echa tal cantidad de azúcar.
A lo mejor es porque me he quedado sin nada bueno que decir. O más bien que ella se ha quedado sin nada (nada) que decir y sus ojos, que son tan azules que cuesta creer que puedan sobrevivir al invierno, me están taladrando. A lo mejor es por eso que le cuento lo del sueño. Yo trato de no hablar mucho, por norma general.
-Pasaban cantidad de cosas. Creo que había asesinatos y de todo. Pasaba por lo menos un día entero. Es decir, empezaba de día y se hacía de noche... pero esta parte que cuento es de día y es la única que recuerdo claramente.
-Pero bueno ¿a quién habían matado? ¿Hacías de detective?
A esto me refería.
-No, no, de esa parte no recuerdo casi nada. Los asesinatos se encubrían, alguien fregaba el suelo y borraba pistas importantes. Pero la parte que recuerdo es que salía de una piscina, con mucho miedo y como "justo a tiempo". De pie, parado en el bordillo, empezaba a mirar la piscina, donde cada vez se veía con más claridad una mancha negra... era una raya.
-¿Un raya?
-Sí, me asustaba cantidad...
-Yo he soñado muchas veces con tiburones. De hecho, es que conozco muchas personas que han soñado con tiburones
-Bueno, son animales de la misma familia -añado, un poco dudoso.
Ella mientras apoya la taza (ruido de porcelana) y asiente con la cabeza.
-¿Y qué más pasaba?
-¡En fin! Es una tontería, pero ya sabes cómo son los sueños muchas veces. La raya empezaba a recitar una especie de poema... sobre el hecho de ser un raya, como con orgullo.
-¿Y cómo es que la oías? ¿Sacaba la cabeza para hablar?
-No. –no lo había pensado- Simplemente podía oírla, sólo eso.
Ella se ríe, lo encuentra tremendamente divertido. En estos momentos me gustaría besarla, aunque sé que eso no solucionaría nada. Ojalá recordara el poema de la raya.
Stalker
UNA CUMBIA DESECHADA
Nunca, en la existencia de los extraños sentidos, de los corazones compungidos, de los espejos respondones, sentí lo mismo. La primavera se hizo dueña del momento, no sentía el frio, ni el calor, ni la irascible brisa cargada de hojarasca y arenilla fecundadora.
-Y tu ¿a qué te dedicas?-preguntó
Sopesé contestar con la idiotez que apabulla o con la verdad que humilla. Elegí la humillante. Fingió desinterés con su cuerpo, pero yo, sin ser un especialista en lecturas corporales, percibí como sus ojos la traicionaban y tal y como apareció un buen día en mi vida, se quedó. Impetuosa, exigente y lacrimosa como la sombra de un sauce.
Subía los peldaños sin mover las caderas, nada que pudiera provocar el más mínimo síntoma de pasión. Dentro del local seguía sonando la música, allí los ojos no miraban, devoraban, las manos se movían tocando en el aire formas voluptuosas y fantasmagóricas, pero su expresión seguía imperturbable, así que nos sentamos en las sillas de mimbre y bailamos con la mirada y con las sonrisas estúpidas, nada más lejos de nosotros mismos, porque no evocábamos nada, sólo historia, la compartida, la no vivida, la deseada en los más profundos secretos de nuestras almas. Fue en ese momento cuando me dije:
-"O bien alguien le puso demasiados estrógenos a mis musas, o alguien le quitó la testosterona a sus duendes"
Los instrumentos siguieron sonando, me sonrió y se me vino a la cabeza la imagen de la dentadura postiza de Tata Ana, yo era un niño, pero recuerdo que era su bien más preciado. "Picajoso", el abuelo, se encontró con una segunda luna de miel cuando la vio con dientes. Sólo se la ponía los día de fiesta para ir a misa y cuando el abuelo traía los ánimos alterados. El día que la perdió era gris por el cielo y azul por el mar, y se lanzó a las aguas, le dio un arrebato de ansiedad, decía que veía colores saltarines como ranas venenosas de selvas profundas, según Paulino el practicante, eso le venía del sarampión galopante que sufrió el abuelo siendo mayor, me lo pegó a mí y a la abuela. Me salieron sarpullidos que mi madre odiaba y a los que combatía con jabón de azufre y, si hacía falta, con sal fuman.
Todas estas evocaciones no me las traía la cumbia de los tambores sordos y los ritmos acompasados y sensuales, venían de la tarde que se oscureció con las dudas. Ni ella ni yo concebíamos demasiadas esperanzas de ponerle luz a la noche, al menos una luz provocada por nosotros mismos. Volvieron a sonar los instrumentos y movió los ojos, supe que estaba bailando, quise acompañarla, pero sólo me salió, tras darle un sorbo al ron, mover la cabeza como un idiota.
Ninguno de los dos se desesperó por nuestras dolencias, el calor arañaba la espalda y un mullido susurro adormecía las piernas, sonrió de nuevo y la Tata Ana volvió a mi mente con su sensual y blanca dentadura nueva. Intenté comportarme como lo hubiera hecho "Picajoso" y desde la silla de mimbre, bailando aún con la cabeza, imité la forma fantasmagórica de tocar de los bailones, levanté la mano en un alarde de paso imposible, intenté acariciarle el rostro, pero la sonrisa se evaporó como el vapor de los volcanes indecisos, lenta pero firme, Tata Ana con ella y "Picajoso" con ambas. Recordé sus caderas en las escaleras y se me difuminó la intención. La cumbia estaba acabando y no vi otra oportunidad de acordarme de Tata Ana.
De vuelta a casa subió las escaleras con las caderas aún entablilladas y mi alma, que no yo, decidió quererla, nadie puede hacerme responsable de que nada sucediera después.
Con el tiempo volvimos al lugar, pero nada fue lo mismo, las luces, la noche, el aroma, todo diferente.
Nada es tan rompedor como una magia interrumpida, como unas caderas que no se mueven, como una sonrisa que ya no baila, como los ojos que no dicen nada y al final, la cumbia se desaprovechó, sonó constante y confiada durante varias vidas, pero como decía "Picajoso":
-"La cabra tira siempre al monte"
Y la vida continuó, cuando se desbrozó el páramo, una bofetada de soledad hizo aminorar mi marcha, lenta ya de por sí, a ritmo de cumbia desechada. Al fin, quizá ya tarde, un buen día movió las caderas y un chasquido de silencio hizo temblar el sitio. Tata Ana enseñó otra vez la dentadura y "Picajoso", como por arte de magia sobrenatural, resurgió de las cavernas del desasosiego y la miró, ella sabía lo que vendría después y mostró sus dientes nuevos en todo su esplendor. Respetuoso, aparté la vista de los sueños y los dirigí de nuevo a sus ojos. Decían cosas que yo imaginaba o imaginaba cosas que yo quería que dijeran, ¡maldita incertidumbre!
Apuñalé mi carencia de sabiduría y en un infantil ojeo, los vi retozar como si aun fueran jóvenes, como si estuvieran vivos y sentí la envidia del que no sabe y no entiende. "Picajoso" me miró y me hizo un guiño cómplice, lo hubiera escuchado hablar toda la noche, pero la luz deslumbradora de los dientes de Tata lo tenía subyugado.
El páramo, desierto ya, volvió a tocarme con violencia la cara, la cabeza, el alma. El sonido de los tambores tomó una cadencia lenta y pegajosa, las cuerdas se aflojaron tanto que el único recuerdo que tendré de esta cumbia es que se desaprovechó, como los nidos de las golondrinas, como las caderas que no se mueven, como la juventud con sus propios dientes, como mis deseos pensados y ¿quién sabe? Como los suyos no expresados.
Pedro Cuéllar Llanos
CÁNCER, UNO Y TRINO
No soy un creyente, ni siquiera un seguidor de los horóscopos, pero paso muy buenos ratos, contrastando, según qué medio periodístico, las diversas profecías a diario.
Sé, que los que tenemos la desgracia de ser Cáncer, despertamos en la mayoría de los mortales, una mezcla de extrañeza y rechazo; la realidad es que no somos ningún bicho raro sino más bien, cómo los demás de casa de su padre y de su madre.
Hoy, una vez más, me deleito, mientras desayuno, leyendo los horóscopos de tres medios distintos y cuando menos, resultan jocosas las diferencias y sorprendentes las predicciones que me hacen.
En el AMOR, yo, soltero empedernido paso de un matrimonio fallido a tener una nueva relación, que debo aprovechar en el primer medio; en el segundo, me sugiere que no haga caso a los cantos de sirena y permanezca fiel a mi pareja; el último,creo más astuto,me recuerda que más vale malo conocido que bueno por conocer y por lo tanto mantenga la situación actual, sea la que sea.
No menos estridente es la SALUD, para unos tengo una situación alarmante: colesterol alto,problemas de riñón y un sinfín de dolores que exigen de forma urgente cuidados; otros me dicen que estoy excesivamente delgado y por último el tercero sin más preámbulos que me cuide, opción muy recomendable, sobretodo, cuando se tiene 62 años, mi caso.
Chocante,al menos son los consejos en TRABAJO dónde, sin solución de continuidad, paso de equipararme con un ejecutivo agresivo que tiene al alcance de la mano el éxito profesional; a tener que clarificar mi"estatus" en la empresa , pues tengo un enemigo que busca mi despido; la más juiciosa, para mi es la última que me aconseja que guarde los ahorros.
Sonriente abandono la cafetería y voy meditando sobre lo leído y saco la conclusión que, gracias a estos ratos la vida es más llevadera.
MAÑANA VOLVERÉ A LEER EL HORÓSCOPO.
Garibaldi
ANTORCHAS EN ACCIÓN
Me habían encargado escribir un cuento para cierta clase en mis tiempos de estudiante. Desde hace tiempo quería explorar la temática de la inmolación. Y como en esa época tenía problemas con la policía alemana, fue relativamente sencillo tomar la decisión de emprender un viaje a Praga, para visitar el monumento que se hizo en la Plaza Wenceslao al joven Palach, quien en 1969 se prendió fuego en protesta contra la invasión soviética a su país, en ese entonces llamado Checoslovaquia, pero a partir de 1993 dividido en República Checa y Eslovaquia. Me confieso amante de la cultura checa, no así de la eslovaca. Esos son los caprichos que uno tiene, sobre todo desde el mundial de 2006, donde la República Checa lució una camiseta magistral, que me hiciera conocer la maquinaria de un tren en Brno un mes después de su primera venta al público.
Mi cuento, el que usted tiene entre manos, tuvo un primer esquema relativamente sencillo. Jan Palach debía aparecer, desde la comodidad de su cama, unas horas antes de su famosa autoinmolación, mirando el techo de su cuarto, como cualquiera de nosotros, que nos entretenemos, en las mañanas de algún fin de semana perdido en la memoria, con la visión de figuras extraordinarias, como cuando nos recostamos en el pasto de cualquier día de verano a mirar las formas de las nubes, o como aquella vez que miré durante dos horas interminables el accionar de un tren en Brno, que me llevaba lejos de la policía checa.
Y pensé que sería útil saber más sobre Jan Palach y su último día. Eso ya lo había pensado la primera vez que había estado en Praga, cuando por pura ironía buscaba información sobre Kafka para escribir un cuento que me habían encargado en la revista en la que trabajaba cuando vivía en mi tierra natal. En lugar de encontrar a Kafka, descubrí a un tal Mucha, pintor, cuya obra estaba expuesta en un edificio viejo cerca del reloj astronómico. Ese mismo día robé en una tienda de antigüedades un gorro del ejército soviético, que con el tiempo probó no solamente ser efectivo contra el frío de los crudos inviernos que debí pasar en mi estancia en el norte de Alemania, sino también en mis momentos de mayor necesidad estética. De alguna manera, ese gorro, que me recordaba a Mucha, que me recordaba a Kafka, que me recordaba a Palach, ponía en orden las ideas en mi cabeza al momento de escribir. Incluso ahora mismo lo uso, para poder escribir el cuento que se llama "Una muerte política llevada a sus últimas consecuencias mediante la purificación del fuego", donde narro el final de Palach, desde que despierta mirando las figuras en el techo de su cuarto hasta que muere, tres días después, en un hospital cercano a la plaza Wenceslao, donde conocí a una preciosa enfermera que al hablar me mostró las barreras del lenguaje.
Para hacer más creíble el cuento, investigué todo lo que tuviera que ver con la muerte de Palach. Su vida, aunque parezca cruda la aseveración, no me importaba en lo más mínimo. El problema fue cuando me tuve que enfrentar a las enfermeras del sanatorio de la calle Legerově. Nunca he aprendido a hablar checo, y el inglés en ese hospital era realmente básico, por lo que decidí grabar lo que me dijeran al momento de pronunciar el nombre de Palach, con la esperanza de conocer algún día a alguien que pudiera ayudarme con la traducción. Una de las enfermeras, con esa belleza que caracteriza a las mujeres checas, me explicó con ligera paciencia todo lo que sabía de Palach. En la grabación yo sólo me oigo decir "sí" en checo cada vez que había un silencio que consideraba un tanto prolongado. Está por demás admitir que "sí" es la única palabra que conozco del idioma. La grabación, así como el gorro soviético que robé de la tienda de antigüedades, me recuerdan a mujeres como la enfermera que me explicó, sin tener idea de que yo no entendía, la muerte de Palach.
Así que Palach, en mi cuento, está mirando, justo ahora, las figuras que se forman en el techo de su cuarto. Esto, por supuesto, es pura ficción. Desconozco si el techo del cuarto de Palach, el que realmente cobijó al suicida en sus últimos días aquel invierno de 1969, tendría la capacidad de hacerle imaginar figuras. Tal vez el techo estaba cubierto de mosaico, y de todos es sabido que el mosaico no te invita a ver figuras, sino más bien a pensar en el infinito. Cuando era niño, las teselas que formaban los mosaicos del baño en la casa de mis padres me ayudaron a entender el concepto de Dios. Era la época en que estaba a punto de hacer mi confirmación, y mis pensamientos estaban turbios como agua de olas con la lectura de pasajes bíblicos comentados en el catecismo. Ahora he olvidado la mayor parte de esa vida infantil. Prefiero escribir poesía y robar lo que me gusta. Como la camiseta de la República Checa en el mundial de Alemania.
Pero también mirar el techo de mi cuarto por las mañanas me hacía pensar en diversos asuntos. Recuerdo que esta mañana, mientras miraba el techo, pensé en escribir un poema referente a Palach, que pudiera retratar lo más fielmente que se pudiera el dolor físico y el estado emocional en que se encontraba cuando estaba ardiendo. Desgraciadamente, no escribí el poema. Algunos versos que aún recuerdo son:
La antorcha es fuego
y ceniza
y a veces quemaduras de tercer grado
Ablación no es ablución
es ardor en la vejiga
que deja de exudar
El profeta me ha dicho
bautiza con fuego
La antorcha es agonía de tres días
a veces menos
No sólo hice investigación de campo. La información del hospital, que aún no logro descifrar, tiene su contraparte en los documentos que logré recabar sobre la muerte de Palach. Mi objetivo es comprender, si esto es posible, el porqué de la autoinmolación, las razones psicológicas que lo llevaron a este acto, las ideas que detonaron la protesta mediante el fuego. Así descubrí que Palach había sido el primero, pero no el único que hizo esto. Un mes después, en el mismo sitio, otro estudiante, llamado Jan Zajíc, también se prendió fuego. Y después vinieron otros a prenderse fuego, si no allí, en cualquier otra plaza, como el señor Evžen Plocek en la placita que estaba a unos pasos de su casa en Jihlava. En esta plaza usé por primera vez mi camiseta de la República Checa, dejando atrás los recuerdos del escape en el tren de Brno.
Mi investigación me llevó a la conclusión de que debía cambiar por completo mi cuento. Me pareció más emocionante la figura de Zdenek Adamec que la del propio Palach. Cuando leí que Adamec había escrito en internet su nota suicida-manifiesto, horas antes de prenderse fuego en la plaza Wenceslao el 6 de marzo de 2003, supe de inmediato que debía partir nuevamente a Praga, para llevar a cabo las pesquisas que me permitieran conocer más sobre esta nueva información. En el viaje de vuelta, escuché siete veces, dejándome llevar por la melodía de la voz, la grabación de la hermosa enfermera, a quien debí haber invitado a salir en aquella ocasión.
Al pasar por tercera vez frente al monumento que los checos habían instalado para recordar los "heroicos" actos de Palach y Zajíc contra la injusticia de los soviéticos, pensé que tal vez algún loco, en un día apacible en la plaza Wenceslao, como los demás, decidiera que era hora de prenderse fuego. La sola idea de ser testigo presencial me entusiasmó, a tal grado de que tuve que entrar a una tienda de discos a robar el último álbum de un grupo desconocido. Justo ahora, que escribo las líneas de este cuento, llamado "Muchas muertes pasadas por fuego", el que usted tiene entre manos, estoy escuchando la música de ese grupo desconocido. Pocas veces un disco robado al azar me ha gustado tanto como este Hyje!, del grupo Traband. Lo mismo pienso de la obra de Mucha, que conocí al azar en un museo de Praga, y cuyo cartel de Hamlet para el Théâtre de la Renaissance cuelga en la pared de mi cuarto, cerca del techo, que miro cuando compongo poesía.
Mi vida en el norte de Alemania fue poco placentera. Al cuarto mes de mi estancia, fui acusado de allanamiento de morada, y se me quitó la visa de estudiante. Afortunadamente, los abogados de la embajada supieron llevar la situación a buen término. Procuré olvidar este episodio tan embarazoso lo antes posible, y para esto partí a Praga con poco equipaje. Cuando uso mi gorro soviético para escribir, por más que quiera concentrarme en el cuento que estoy escribiendo sobre todas las autoinmolaciones de la plaza Wenceslao, no dejo de pensar en la cara del juez alemán que realmente me creía culpable de haber entrado en una casa de la calle Töpferstraße el 28 de noviembre de 2005.
Las noticias sueltas que encontré en periódicos ingleses y alemanes sobre el suicidio de Zdenec Adamec concuerdan en la jovialidad del muchacho, incluso en el momento de su muerte. Se cuenta que llegó temprano ese día. Por la plaza pasaban apurados los oficinistas y los niños madrugadores que se dirigían a sus escuelas. Adamec se paró sobre el monumento a Palach, se roció petróleo, encendió un cerillo y lo colocó en su cabeza, como apóstol en Pentecostés. Una vez prendido, corrió en todas direcciones, aullando y riendo, mientras los oficinistas y los niños lo miraban horrorizados. Incluso hasta intentó dar unos saltos mortales de espaldas en la rampa del Museo Nacional. Dicen que era muy elástico y que los saltos mortales se le daban. La imagen, sin tener relación, me recuerda los cuadros de Mucha.
El Museo Nacional tuvo que cerrar sus puertas ante la ola de suicidios que se desencadenaron después de que Zdenek Adamec se prendiera fuego. La primera vez que visité Praga, tras los pasos de Kafka, quise entrar al museo. En ese entonces desconocía por completo las autoinmolaciones que se habían efectuado en ese lugar. También era ignorante de mis impulsos posteriores a escribir un cuento cuyo tema serían las autoinmolaciones, desde Palach hasta Novotný. Éste último, estudiante de 19 años, como casi todos, homónimo de un famoso narcotraficante, Václav Novotný, provocó que las autoridades tomaran cartas en el asunto y cerraran por un periodo indefinido la entrada al Museo Nacional. Viéndolo a la distancia, si hubiera estado abierto el Museo Nacional, mi cuento tendría otro nombre. Tal vez "Peripecias en el Museo Nacional de Praga", o "Tras los pasos de Kafka". Y tal vez no hubiera tenido que conocer la maquinaria en movimiento de un tren que partió de Brno.
Entre Adamec, muerto en marzo de 2003, y Novotný, que pereció en agosto de 2005, prácticamente cada semana se prendía fuego algún joven checo en el mismo lugar, en las mismas circunstancias. Las causas de las autoinmolaciones multitudinarias eran imprecisas. Se cree que todos pertenecían a un grupo secreto anarquista, llamado "los oscuros" ("darkerství"). O al menos esa pista aparece en la nota suicida-manifiesto que Adamec escribió en internet con el pseudónimo "Sataník" unas horas antes de su acto en la plaza Wenceslao. Esta información me pareció trascendente, por lo que decidí escribir el cuento que ahora usted tiene entre manos. De ahí el título "Los oscuros satánicos se purifican con fuego".
Desayuné unas salchichas vienesas y tomé un café cargado en un pequeño restaurante de la calle Opletalova, cerca del Museo Nacional. Pensé que tal vez ése sería mi último alimento. Había tomado la decisión de que, si quería escribir un cuento verídico sobre las autoinmolaciones en la plaza Wenceslao, debía prenderme fuego yo mismo. Nunca me ha interesado el cigarro, pero no me fue difícil hacerme de unos cerillos, que un fumador de la mesa de al lado había descuidado en su lectura matutina del periódico. Lo difícil, ese día, iba a ser conseguir el petróleo. Pensé que sería imposible, dado que no conozco el idioma, pedir a alguien un poco de petróleo. Tal vez, me dije, el alcohol que venden en las farmacias sea tan flamable como el petróleo. Si tan sólo, me dije, hubiera conservado el galón de petróleo que encontré en una casa en la calle Töpferstraße cuando era estudiante en Alemania.
En esa telaraña de nombres y apellidos estaba pensando, así como en las teselas del mosaico en el baño de mis padres, cuando paseaba esa mañana, con mi camiseta de la República Checa, una caja de cerillos y cinco botellas de alcohol etílico de 96°, por la plaza Wenceslao. La idea era prenderme fuego para poder tener bases científicas con las cuales sustentaría mi cuento. Usted seguramente ya intuyó que me propongo escribir un cuento naturalista. El olor del alcohol de 96° siempre me ha gustado, y logro percibirlo a metros de distancia. Tal vez por eso me extrañó el olor diferente, más dulce, más suave, de este alcohol checo cuando lo vertí sobre mi cabeza. Seguramente, pensé, la destilación es diferente en esta parte del mundo. O tal vez había robado cualquier otro líquido. Tal vez, pensé, es el aguarrás que utilizaba Mucha para pintar sus cuadros.
A Palach, desde los setenta, y ya con Zdenec Adamec y sus "darkerství", se fue creando la leyenda de las antorchas vivientes en acción. Fueron tan populares que comenzaron a circular videos caseros de todas partes del mundo, en donde podían apreciarse auto-inmolaciones de todo tipo. Recuerdo, por ejemplo, al filipino que se prendió fuego mientras bajaba en caída libre desde una avioneta. O el ruso que lo hizo en zancos en una arboleda, me parece que de manzanos. La cantidad de videos caseros que vi me hicieron pensar en el título del cuento que ahora usted tiene entre manos: "Autoinmolaciones en el mundo".
Mi problema con el gorro soviético es que fue confeccionado para usarse en el agreste clima de las estepas rusas. Ahora mismo, mientras escribo este cuento, tengo una comezón incontrolable en la cabeza. Pero temo quitarme el gorro, porque conozco las concecuencias. La última vez que lo hice, estaba escribiendo un ensayo sobre Kafka, una novela sobre cleptomanía y una obra de teatro sobre un capitán llamado Pedro. Los tres proyectos terminaron, de forma desastrosa, convirtiéndose en un poema. Poco después, sin esperanzas, eché al fuego el poema. De esta manera, pensé, glorificaría las muertes de Palach, de Zajíc, de Adamec, de Novotný y de Wenceslao, santo patrono de la República Checa, que murió quemado frente a una iglesia, a manos de su hermano.
Konec
LA ÚLTIMA CENA
En vísperas de navidad de un año ya olvidado, se encontraban en una mesa de gran extensión, una familia católica y capitalista sin ninguna conciencia social la cual estaba conformada por: una educadora, profundamente católica con valores y moral muy avanzada (de todas formas gozaba del sexo anal y una que otra orgía las cuales mantenía totalmente oculta), un padre estricto apegado a la fe cristiana , él cual se desempeñaba como director de un colegio católico, sus hijos eran un banquero, joven de gran fama que engordaba al ritmo del interés de su banco, y otro el cual podía vender abrigos de piel en el caribe. Otra familia era la compuesta por un padre estricto que imponía a su hija un comportamiento acorde a una monja (lo que él no sabía era que su hija hacia todo lo que quería hasta lo que su padre no se imaginaba que existía ), estaba su novio uniformado famoso por perseguir siempre lo mismo y nunca atrapar nada y por ultimo su esposa la cual trabajaba mucho y que tenía oculta la aspiración de un día descansar y ser atendida como reina, finalmente una familia que tenía a la cabeza un político liberal de buen vivir , de miedo a los homosexuales (como el que tienen los niños por la historia del viejo del saco), pero de amor por el bien social (a través de las cifras macro económicas obviamente), su mujer estructurada al estilo de la edad media, pero con la ambición de George Bush, Hugo Chávez, Hitler, Pinochet, Sebastián Piñera y otros tiranos, esta familia tenia tres hijos, él mayor pecador de ocio y de lujuria y poseedor de un encanto para alejar a la gente, el segundogénito al cual su ambición y avaricia superaban en magnitudes inimaginables su talento y él más pequeño que gozaba del pecado del gordo (o sea la gula) y por ultimo en esta interesante mesa se encontraba la matriarca de la familia, que era sorda y ya parecía estar embalsamada gracias a su avanzada edad. Nos encontramos ante esté cuadro de heterogéneos personajes y antes de la comida se comienza a dar una situación anticuada y que finalmente lo único que logra es acrecentar el hambre y deprimir el ánimo, se deben imaginar ante que situación nos encontramos, obviamente ante la oración de gracias (Dios debe darse cuenta lo felices que somos al comer y si Dios es amor sería más amado si nos dejara comer en paz). Cada familia debía mandar un representante para que realizare una oración de gracias, el primero en dar su oración ante la concurrida cena fue la madre de la familia católica que se dirigió a nuestro Dios en los siguientes términos: "Amado Dios, tú que me provees de todo y haz logrado hacer de mi familia una de la más grandes y hermosas por favor haz que quienes hoy nos acompañan obtengan lo mismo que nosotros, pero ten en cuenta que nosotros pedimos esto y por ser tan buenos nos des el doble de lo que a ellos darás", amen dijeron todos en coro, luego le toco al padre estricto que nunca dejaba hablar a nadie de su familia excepto a él y este se dirigió en los siguientes términos, "O señor proteged a todos los cuales hoy cenan y cortad las manos a todos los que buscan la fornicación fuera de matrimonio" amen dijeron todos y se persignaron a la vez, por ultimo le toco a la familia del político, en la cual era costumbre que el segundogénito diera su discurso gracias a su verborrea y cantinfleo habitual, pero esta vez el padre de familia decidió que su primogénito diera las gracias a nuestro señor, el padre dijo " esta vez será mi hijo mayor quien se dirigirá a nuestro señor, a parte nunca hace nada, todo esto en tono severo , esta bien dijo este y poniendo sus manos en posición de suplica se refirió a nuestro señor todo poderoso en los siguientes términos: "¡ O señor todo poderoso, creador del cielo y de la tierra, gracias por azotar con tu furia nuestro país ya sea a través de terremotos o maremotos y por destruir otros países, ya sea con huracanes o mandando sequías extensas, logrando destruir familias, produciendo hambrunas y creando más familias pobres con la gentil ayuda de los bancos y un estado ladrón, cuando vas a poner tu reino en la tierra, así como en el cielo, ese eslogan se parece al de 1989 realizado por el "no" –la alegría ya viene – creo que era , gracias por hacer a los ricos más ricos y egoístas y a los pobres mas pobres y resentidos e inseguros , gracias por permitir con tu poder de estar en todos lados violaciones de niños (quizás seas amante de los niños o sea pedofilico ). Dios ya que si estas en todos lados y vez esto, debe gustarte si no haces nada por impedirlo, también asesinatos de mujeres y guerras sin sentido, gracias por hacer que algunos se sientan culpables, de por vida, de errores pasados y que hoy los atormentan al criar a sus hijos, gracias por darnos personas sumisas a quienes esclavizar en bancos y otros trabajos, gracias por lograr que el lujo haga a la gente creerse personas que no son y nunca llegaran a serlo aunque tengan mucho dinero y gracias por darnos esta comida y este abrigo lujoso que nunca podrá disfrutar mas del 30% de la población mundial, también te agradezco por crear este día en la cual la gente pobre debe gastar lo que no tiene para no sentirse tan miserable e inferiores y no te doy más gracias ya que quizás todo sea culpa nuestra y esta oración no es nada más que una especie de morfina para sobrellevar la vida y creer que después de nuestra muerte tendremos una segunda oportunidad, pero si te voy a pedir algo, cuando se te ocurra hacer un universo nuevo en siete días no descanses el ultimo día, ni cuando lo hagas utilices alguna droga cósmica que altere tus sentidos porque este mundo te quedo como el culo.
Al terminar sus palabras el silencio lleno el salón y el único amén que se sintió fue de quien dio la oración, este levanto la cabeza y vio que todos lo miraban con furia y se paraban acompañados de una gran mueca de desaprobación por su palabras y mucho de ellos dirigieron sus más acaloradas palabras de desaprobación, por ejemplo: la familia de fé lo llamó blasfemo ojala Dios te mande al infierno y luego se retiraron, el padre estricto se paro y se fue sin decir nada luego la familia del político se levanto de sus asientos y el padre le dijo, te desheredo , su madre dijo con lagrimas en los ojos " tú no eres mi hijo, yo no te crié así",el segundogénito dijo ¡cagaste! , ahora toda la plata, la casa y los autos son míos y el gordo le dijo: comamos ya que estamos acá, yo sabía que tu capacidad de alejar a la gente alguna vez me serviría, y de esta forma siguió esa hermosa noche con ambos hermanos cenando en silencio junto a su abuela, la cual por su estado senil no se había dado cuenta de lo que paso, el gordo disfrutando de esa fértil mesa y el hablador que se decía en su cabeza "este día no debí haberme levantado".
Shespi
EL INGRÁVIDO
Me desperté, y en apenas un segundo, y mediante un paso que se transformó, por arte de magia, en un gran salto, me encontré, de repente, parado en la puerta de mi dormitorio. Miré para atrás sin entender cómo había llegado a hacer más de cinco metros en un instante. Pensé que estaba soñando, no sería la primera vez que mediante este artilugio de la mente uno se inventaba cosas para luego, en realidad, seguir durmiendo, como un simple mecanismo de defensa contra la vigilia. Pero éste no parecía ser el caso.
Abrí la puerta de mi dormitorio, di un paso como de cinco metros, atravesé el pasillo y aterricé suavemente en el baño. Confundido, me tomé de las paredes para no salir volando nuevamente. Lo primero que pensé es que me encontraría, quizás, en los albores de una rara enfermedad de la percepción. Algo había leído alguna vez al respecto. El tiempo y el espacio se distorsionan, a veces, en este extraño tipo de padecimientos. También cabía la posibilidad de haber ingerido, mediante un descuido, alguna sustancia alucinógena de dudosa procedencia. Esto era lo menos probable, porque yo no conocía ni siquiera la nicotina. Opté por la primera de las hipótesis.
Seguí caminando tomado de las paredes hacia el living donde se encontraba un teléfono para discar a mi médico personal; me sentía muy liviano, mis brazos ejercían una fuerza inversamente proporcional a la que me hacía volar. No se trataba, concluí, de un desorden de la percepción. Telefoneé sin éxito a mi médico, el aparato estaba algo lento. Luego me dirigí nuevamente al lugar que dio origen a todo esto: el baño de mi casa. Lo ejecuté de un salto y encontré la verdad cuando hice uso del inodoro. Los fluidos quedaban flotando en el aire como si estuviese en la luna. De chico siempre me decían eso, pero nunca pensé que efectivamente algún día se llegaría a cumplir. Comprobé más tarde, que todos los objetos que yo lanzaba al aire sufrían el mismo destino: flotaban como cuerpos celestes en el espacio sideral.
Las cosas se ponían cada vez peor esa ingrávida mañana. Huí del baño, catapultado por los fluidos flotantes, hacia la cocina. Antes del incidente, yo solía desayunar a esa hora y prepararme para salir a trabajar, pero esta vez me fue imposible verter el café en la taza: quedaba sujetado en el aire como una densa nube negra a la que ningún viento se negaba a mover. Decepcionado, me senté a pensar en una solución, aferrado de los respaldos, en el sillón del living.
Me percaté que mis pensamientos también eran más lentos; mi cabeza, aligerada de gravedad, se sentía más liviana, como un globo aerostático. De pronto, me surgió la inocente travesura de jugar con los objetos. Lo hice y convertí mi casa en un gigantesco móvil como aquellos que una vez conocí. Las cosas se deslizaban por un corredor ingrávido de una pieza a otra con sólo mover un dedo.
Descubrí más adelante, que la condición de ingravidez de los objetos era de una gran utilidad para la vida doméstica. Varias tares se podían realizar al mismo tiempo. Leía, mientras me vestía y almorzaba mientras me peinaba, como si tuviese una obsecuente e invisible secretaria a mi lado.
Con el tiempo aprendí un montón de nuevas habilidades que envidiarían hasta al más osado de los astronautas. La que más me hacía feliz era ciertamente la de volar, pero siempre sufría la intimidación de las paredes y la limitación de los circunscritos techos.
Decidí un día, que ya era hora de enseñarle al mundo mis nuevas capacidades y usarlas en mi beneficio y en el de todos. Un abanico de posibilidades se me presentaba con sólo abrir la puerta de mi casa y salir al mediocre mundo de la gravidez, ese mundo de cosas establecidas, sin vuelo y sin libertad.
Lo realicé bien temprano; al principio camine tomándome de las paredes, para que el impacto de mi superioridad entre la gente sea menor. No había nadie en las calles, y sin embargo el indicio de sus presencias se sentía por todos lados. ¿Dónde están?, me preguntaba yo.
Cuando alzo mi cabeza en busca de una respuesta, descubro que el cielo se había convertido en un amplio corredor de autos y gentes que volaban por doquier a gran velocidad y que me miraban como sorprendidos de que yo no intentase volar.
El bulon
LA BUENA VECINA
¿Que tal estamos, doña Paca, que no la he visto en toda la mañana...? —saludé a mi vecina, echándome a un costado de mis ciento veinte hermosotes kilos el palo de la fregona.
La señora Francisca arrimó la silla de ruedas a la barandilla y haciendo un gran esfuerzo se incorporó y dejó caer su consumido cuerpo sobre la barandilla, agarrándose fuerte a la madera para no caerse por el hueco de las escaleras.
—Ay, hija mía, que mañanita que llevo, venga a recoger..., que si cuchillos, que si cerillas, que si mecheros, que si las tijeras, que si la navaja de afeitar..., miedo me da dejarme algo por ahí encima, que al Rafita me le dan hoy mismo el alta y ya lo tengo otra vez en casa.
—Pues su hijo de usted tiene mucho peligro, doña Paca. No sé ni cómo le dejan suelto —le dije horrorizada por la noticia—. Tenía que estar con su hermano. Y el Pepe también. Los tres juntos, en una celda incomunicada, lo más lejos posible.
El Pepe, su marido, no hay día que no venga borracho. Borracho y siempre con ganas de bronca, que cada vez que su mujer abre la boca la arrea bien arreada. Y la muy tonta sin denunciarle. Pero lo de sus hijos eso si que no tiene nombre, vaya dos alhajas, madre mía. Menos mal que al mayor, al Joselito, delincuente muy conocido en el barrio y atracador de farmacias y estancos, se lo llevaron preso los maderos el mes pasado. Porque ahí donde lo ves, tan chulo y tan macarra, es tonto de la baba, que le pescaron cuando fue a comprar pilas para unos cacharros de esos que suenan, emepetres o como se llamen, a la misma tienda dónde los había robado. Y este, el que mandan de vuelta a casa, el Rafita, más tocado que la novena de Beethoven, entrando y saliendo del psiquiátrico con la misma frecuencia que entra y sale su padre del bar, que los médicos no hacen más que atiborrarle a tranquilizantes, pero como si nada, porque cada dos por tres le dan esos ataques de ira y arrasa con todo, con los jarrones, con la vajilla, con las sillas ..., hasta con su madre, que fue el Rafita, en una de sus crisis, quien la cogió en volandas y la tiró escaleras abajo, partiéndole la columna y dejándola tullida para toda la vida.
—¿Y qué voy a hacerle, Mercedes? —preguntó doña Paca, y acordándose de algo exclamó— Me voy para dentro, que he dejado las lentejas en la hornilla y se me van a quemar.
—Pues algo hay que hacer, doña Paca, que no se puede consentir tanto maltrato y tanta vejación —le grité antes de que se metiera en el piso, y cogiendo de nuevo la fregona volví a pasarla por el suelo del descansillo.
Por quinta vez aporreé la puerta y por quinta vez ni puñetero caso me hicieron. El Rafa no dejaba de vociferar obscenidades y de vez en cuando se oía la voz estropajosa del Pepe insultándole y mandándole callar. Me daba miedo por la señora Paca. De pronto, la puerta se abrió y apareció ante mí el Rafita con los brazos en jarras, desafiante.
—Que son las tres de la madrugada, Rafael, que ya está bien. Que todas las noches es la misma historia y así no hay quien duerma. Que como esto siga así llamo a la policía
Sin decirme ni por ahí te pudras, cerró de golpe la puerta y siguió gritando.
—Venga, Paquita, vámonos, que tiene hora a las diez... ¬—le grité a mi vecina abriendo de par en par las puertas del ascensor para que la silla no tropezara.
—Anda que no estás empeñada con la peluquería, Mercedes, hija, ¿para qué quieres que me tiña si no salgo nunca de casa? —dijo medio enfadada.
La dejé en manos de Ana Mari, la peluquera, mientras yo volvía deprisa y corriendo a casa. Tenía dos horas como mucho. Con una copia de la llave, que yo guardaba por seguridad, y con todos los objetos cortantes que encontré entré en el piso de mi vecina. Todo estaba a oscuras y en silencio. Dejé un cuchillo grande encima de la mesa de la cocina. Caminé de puntillas hasta el dormitorio, dónde el Pepe roncaba como un gorrino, y encima de la mesita de noche coloqué unas tijeras. En el comedor, sobre en el aparador, donde el teléfono, dejé una navaja con la hoja bien afilada. Cerré con cuidado la puerta y bajé a mi piso. A las diez y cuarto marqué el número de teléfono de doña Paca. El timbre sonó y sonó pero no lo descolgó nadie. Insistí. Al fin, oí la voz somnolienta y enojada del Rafita.
—Buenos días, ¿don José López García? —pregunté alterando la voz—. Bien, ¿sería tan amable de darle un recado? Es sobre su solicitud de ingreso permanente de un familiar, un hijo, creo. Dígale, por favor, que tenemos plaza para...
Al otro lado de la línea se oyó un grito furibundo y después nada, el más completo silencio.
Me tomé una tila, que falta me iba a hacer, y subí las escaleras temblando como un flan de gelatina. Recorrí el pasillo hasta llegar hasta la habitación de matrimonio. La escena era espantosa, casi vomito del asco. Padre e hijo yacían sobre la cama encharcada de sangre, revueltos, apenas se distinguía que pierna o que brazo era del uno o del otro. La pelea tenía que haber sido encarnizada y al final el Rafa le había clavado las tijeras al padre en pleno corazón y el Pepe le había hundido en el estómago la navaja de hoja bien afilada al hijo.
Hice de tripas corazón y me puse a la tarea. Alcé al Rafita como pude, que pesaba el condenado más que un saco de piedras, lo arrastré hasta la ventana y de un fuerte empujón cayó sobre la montaña de basuras que se acumulan desde tiempos inmemoriales en el descampado que hay detrás del bloque, donde todo el barrio tira sus inmundicias, que nunca jamás en la vida he visto ratas tan enormes como las que se revuelcan en aquel estercolero.
Poco a poco el cuerpo del Rafita se fue hundiendo en aquella montaña apestosa. También quedó sepultado el del Pepe, que arrojarlo fue pan comido, que no pesaba ni un comino.
A las once y media recogí a doña Paca. Parecía otra con el pelo de un solo color y todos los mechones en una misma dirección.
—Ay, Paquita, no sabe lo que ha pasado —le dije camino de casa—. Han venido los del psiquiátrico a buscar al Rafita, que van a probar con él un nuevo tratamiento en una clínica en el extranjero y conviene que no se comunique en un tiempo con él, unos dos o tres años. ¡Ah! Y de paso se han llevado al Pepe, que también tienen tratamiento para alcohólicos...
—¡Que cosa tan rara!, y luego dicen que la sanidad va mal...¿Tú crees que estarán bien?
—¡Estupendamente! Y ahora se toma un caldito que le he guisado y se echa un rato que yo ya le he arreglado la casa, y le he puesto a lavar las sábanas de las camas, que estaban ya muy rozadas.
—Pero que buena vecina eres, hija.
Mipedaguelpeniel
CATARSIS
El amor es aquello que nos permite decirlo todo, o no tener que decir nada...
Albert Harpert
Esa noche comprendió el significado de estar aislada por primera vez. Sentía como que las horas eran leñas de soledad que avivan la llama imponderable de la angustia .Hoguera infernal que llenaba de calambres y frió todo su cuerpo de princesita primaveral.
Veía la necesidad urgente de buscar ese abogado de Dios que pronto le divorciara de esta tristeza desordenada y obesa que sin piedad intoxicaba con ignominia el mismo centro de su alma. Era esa sirenita de siete colores que apostando a ser feliz se mancho de negro Algo así como que en su aventura de surfear las nubes y deslizarse como gacela por el arcóiris, alguien sin pensarlo dos veces le desinflo el corazón guiándole la vida banalmente hacia un aprensivo abismo.
Grávidas lágrimas corrían por sus mejillas sin visado alguno y le ahogaba la realidad de no tener posibilidad alguna para utilizar sus poderes humanos. Lloro horas, días, semanas, lloro aun no se sabe cuanto.
Con la misma pasaron noches que paulatinamente aumentaban su tristeza. El propio padre en desesperado intento le sujetaba mientras que su señora madre trataba de persuadirle con palabras alentadoras a cambio de algún que otro alimento, pero todo era inútil.
Otro día trajeron al cura del pueblo. Este le rezo unos ave marías, le hizo una cruz con agua bendita en la frente, y resulto que termino compartiendo lagrimas con la pobre chica. Partió el párroco no sin antes dejar la promesa de orar sin descanso por el alma de la damisela.
Una noche luego de algún tiempo decidió que su corazón era muy pequeño para albergar tanto dolor, y fue a la calle a compartir su desdicha con todos de una manera muy particular. Recordó que alguien dijo en algún momento: "Es religioso el acto mas humilde del mas humilde de nosotros, que en la oscuridad de su vida diaria realiza gustoso un progreso espiritual, sacrifica algo de sus pasiones algo de sus necesidades a la necesidad de hacerse mejor, esta es la verdadera manera de creer en Dios...". Y en una espontánea abnegación tomo varios grafitos y hasta un crayón de labios rojo, más para cuando todos estaban rendidos ante los brazos de Morfeo, sin pensarlo partió a la batalla corazón vs. Alma .El vencedor de esta homérica batalla se llevaría el mejor monolito al desahogo.
La primera victima fue el poste de la esquina en donde dibujo un par de gaviotas volando algo abstractas .Luego tomo un autobús y mientras viajaba pinto su asiento, los dos del frente, el de al lado y hasta a la hora de bajarse pinto una luna y un sol en la puerta.
No tenia rumbo, su vida era similar a una rosa flotando en el mar, lo que hacia no importarle ni siquiera la forma que tomaba el aire en sus pulmones.
Camino escribiendo y dibujando cuantas puertas, ventanas, muros, paredes se encontraba a su paso. La chica estaba inspirada con lo que hacia y aun mas que eso poseía una concentración en el arte que practicaba superior a la de miguel ángel en su capilla sextina.
En la puerta de un banco muy importante del lugar escribió dentro de un corazón sangrante "... Donde la dulzura y el amor son en vano, la ira es muy justa..." Luego en la valla comercial de un wiscky dibujo un unicornio sin piernas. En el pedestal de una estatua, honores a un ser muy venerado de la ciudad, dibujo un ángel encadenado de cuello y manos, para luego escribir debajo..." De tu capacidad de conocer y vivir la felicidad dependerá tu capacidad para conocer y aceptar el dolor..."
Así la sirenita herida recorrió toda la ciudad por varias noches seguidas no dejando un solo rincón de ella donde no se haga aducir su rebeldía pictórica .Todos daban algún comentario en las esquinas, murmurantes se preguntaban que estaba pasando, y pese a que algunos manos en boca, preferían practicar el silencio de los peces, otros afirmaron categóricamente que lo sucedido era obra y gracia del mismísimo diablo para confundir, y que el señor ya lo había anunciado. De hecho los párrocos del la ciudad se reunieron alarmados cuando aparecieron en las iglesias, al pie de los santos, dibujos múltiples que portaban un mismo mensaje escrito:..." Dios que tenéis el imperio de las almas, permíteme reproducir a la claridad del día, los demonios que se esconden bajo las tinieblas de los corazones humanos..."
Hubo alerta nacional, como cuando el instituto de meteorología anuncia que el huracán del siglo esta por llegar a las costas del país. Así dieron noticias en la tele, en la prensa sacaron fotos de los sospechosos, y hasta un ministro dio opiniones múltiples al respecto. Al final todos llegaron a una misma conclusión, un mismo ideal, y una misma sentencia al fenómeno que ocurría...borrar todo lo que había sido dibujado o ensuciado (Como realmente lo llamaron). Así, muros, autos, parques y calles, formaban parte del menú que estaba preparado para el exterminio de los dibujos y mensajes que salían de las manos de un ángel triste.
Pasaron días con sus noches enteras borrando sin cesar, quitaron hasta el corazón flechado que una pareja había hecho en la parada del autobús. Limpiaron todo como jamás se había hecho y luego de esto pusieron policías, guardias nacionales y hasta unos carros del ejército, a recorrer la ciudad las veinticuatro horas del día. Con esto quedaba absolutamente prohibido, de norte a sur de este a oeste, para todos en territorio nacional, dibujar algo con los colores del alma, por muy profundo que estos fuesen.
La mariposita de alas rotas detuvo su vuelo, pero esta vez no fue para posarse en las espinas dolorosas que le desgarraban. Mas bien decidió descansar encima de esa suavidad de los pétalos en la rosa .Entregándose como un cheque en blanco a la vida, y así como no le dejaron un lugar apto para colocar las radiografías de su dolor, una mañana de otoño se levanto desnuda mirando fijo al sol que le quemo las plumas y se tatuó en el centro del corazón con la punta de un rayo..."La felicidad es mi mejor venganza..." Construyendo así dentro del mas celeste lugar de su vida, un castillo azul para refugiar los sueños y el alma de los depredadores.
Con el paso del tiempo fue cambiando, a tal punto que cada vez que alguien dibuja una flor, o saca de sus labios un te quiero sincero, o simplemente empolle con un beso un pedacito de cielo. Ella sube un escalón mas a la felicidad y allí esta sumida en su propio mundo.
Sabe muy bien que la alegría cuando alguien común la desea, le busca en la piel de los demás ,pero cuando es sabia, se busca dentro de si mismo...
Yuri
EL NIÑO DE LA NAVIDAD
Es veintitrés de diciembre, frente al fuego y con lágrimas cayendo de sus acaramelados parpados, Víctor llora en el despido de su padre, un infarto detuvo su corazón, y dejo morir el de su único hijo. En sus manos, hojas viejas con hermosas escrituras, Víctor siempre escribió en honor a su padre, pero el jamás leyó las dedicatorias de Víctor.
"El niño de la navidad" lo llamaban, porque su cuarto se iluminaba con luces navideñas todas las noches del año, su padre le prohibía escribir tan tarde, porque podría dañar su vista y no dejaría dormir a la vecindad, por eso quitando los bombillos de su cuarto lo dejaba a oscuras todas las noches, aun así, el inteligente Víctor, husmeaba entre las alacenas y closets de la casa hasta encontrar las luces navideñas, para iluminar su habitación y poder terminar sus novelas, pero resultó que las casas vecinas esperaban con ansia los poemas de Víctor, toleraban las luces navideñas todo el año, solo para poder leer el ultimo capitulo de su novela, todo lo contrario a lo que su padre predijera.
Un día cualquiera, Víctor prometió en alguna de sus mareas literarias, que jamás estaría triste, que no derramaría ni una lágrima más, después de la desaparición de su madre hacía ya cinco años, y para la época, a sus cinco años de edad, esta promesa la rompió luego de sentirse mal por ultima ves, al encontrar las dedicatorias que le había regalado a su padre, en un pote de basura, y restos quemados en la hoguera, de mil maneras habían sido destruidas sus obras maestras.
Con sangre plasmada en papel, hizo la promesa aquel día, y con lágrimas sobre la tumba de su padre, hoy rompe nuevamente su frase prometida. El niño de la navidad calló en la depresión total, una depresión que no le prohibió escribir, pero jamás escribió sobre ser feliz. Sus poemas de tristeza inminente, causaron polémica al mundo moderno, ante su realidad sorprendente, con galardones fueron premiados sus éxitos, pero nunca su corazón.
"Seré feliz, mientras todos felices sean" ¿decían esto sus poemas?, sarcasmo mas grande no existía, en su corazón Víctor no quería ser famoso, el quería ser amado, el solo quería sonreír y que su fama no fuera por estar siempre triste. Sin embargo las editoriales lo obligaban a escribir y sin piedad vendían sus éxitos en todo el mundo, recogiendo inimaginables sumas de dinero.
Pasaron los años de tristeza y el niño de la navidad se convirtió en un anciano, alguien sin sonrisa, pero catalogado como el hombre más rico en el universo, la realidad es que jamás tuvo a quien darle regalos, así que ahorro cada céntimo que ganó. Ya de anciano no era más que el olvido de un escritor antiguo, un poeta de esos que los adolescentes aborrecen mencionar.
Un niño en Australia escribió un libro de ciencia ficción que hoy sobrepasa los récords de venta de Víctor, sus editoriales lo jubilaron sin preguntar si seguía escribiendo, su vida culminaba y no tenia ni en que pensar para pasar el tiempo.
"La felicidad es el precio que se debe pagar por una bella amistad
Y la tristeza el costo de una vida solitaria"
Fueron sus últimas palabras, y el texto colocado en su lapida, hoy veintiséis de diciembre, a tres días del suicidio de Víctor Guzmán, mas conocido como
"El niño de la navidad"
Benedit Madrid
EL DE LA NIÑA
Nació un día lluvioso, por ahí por Julio. Me contaron que sus padres estaban demasiado felices porque era niñita y ellos ya tenían un hijo hombre. En todo caso, siempre se noto que adoraban a su hija, su hijita, su mujercita...
Ella era bonita, tenía ojos oscuros, igual que el pelo, y su piel era blanquísima. Era parecida al hermano cuando chicos, después, con los años fue cambiando. Cambiaba el clima y ella cambiaba, cambiaban los vecinos y ella cambiaba, cambiaban las estúpidas modas y ella cambiaba, cambiaba el año, los meses, los días y ella cambiaba, cambiaban las horas...y ella cambiaba. Nunca se cambiaron de casa, ni cambiaron el auto, uno bien antiguo, el más antiguo del barrio. Nunca lo cambiaron, pero ella si que cambiaba.
Tenía ocho años más que yo, me miraba siempre con una sonrisa, igual que a mi mamá, mi perro también, jugaba siempre alrededor de nosotras, era chiquito, y nos miraba y nos sonreía, era juguetón, era café con leche y se moría a cada rato; era el truco que más le gustaba, por eso cuando se murió por última vez no me dio pena, ni siquiera lloré... Mentira, anduve triste por mucho tiempo, pero no le cuenten a mis papás, ellos le dicen a todos que soy valiente porque no saben que en las noches no era frío lo que tenía, era pena, mucha pena.
Cuando cumplí nueve, la invitaron a mi cumpleaños. Nunca entendí porqué, de hecho, aun no lo sé. Ella se iba al patio y se sentaba debajo del parrón con las piernas cruzadas, sacaba uvas y empezaba a comer. Siempre hacía eso, ni hasta en mi cumpleaños dejó de hacerlo. Ahora tampoco, a veces, incluso se acuesta en las baldosas frías y mira las estrellas y por supuesto, come uvas, muchas uvas, le fascinan las uvas. Yo le preguntaba porqué le gustaba estar ahí, si no había alguien con quien jugar, ni siquiera alguien para conversar, entonces, ella me miraba con una sonrisa y se encogía de hombros, después miraba para arriba, para el cielo, y me respondía algo que nunca entendía; miraba para arriba como si hubiese un papel pegado donde dijese la respuesta, o un caballero soplándole que decir, el caso es que siempre decía algo distinto, siempre se encogía de hombros y luego respondía, siempre la respuesta era diferente, siempre miraba para arriba, siempre se encogía de hombros, y sonreía...
El hermano era dos años más grande, pero ella era distinta totalmente. Menos cuando chicos, ahí se parecían harto, pero cambiaban y ya no se parecían ni se llevaban bien, ni se hablaban. Pero a nadie le extrañaba porque era ella, y ella casi nunca hablaba. Ella no hablaba ni hablaba ni hablará; No le gusta. Ella prefiere escribir. Siempre escribía, en su cama, en la mesa, en el living, en la entrada de su casa o debajo de mi parrón. Siempre escribía, comía uvas y callaba por horas y después se iba, daba las gracias y miraba con una sonrisa. Parece que no lo podía evitar, siempre sonreía, callaba, escribía... es la persona más monótona que he conocido, y me caía medio mal, pero no por nada, si no que porque yo quería ser como ella, pero si me callaba por mucho rato, todos me hacían preguntas y yo me encogía de hombros, y miraba para arriba, pero veía a nadie y a nada, así que respondía cualquier estupidez y todos me decían que estaba loca, pero igual no servía, porque no era de la misma manera que a ella se lo decían, porque conmigo no lo decían bajito ni entre murmullos, a mí me lo decían con risas, y eso me daba rabia.
Un día salió a caminar y no volvió en todo el día, y sus papás, incluso el hermano, estaban vueltos locos porque pensaban que le había pasado algo, pero mi mamá decía que no, que la loca andaba de paseo nada más, y murmuraba otras cosas que yo no alcanzaba a escuchar y que ella no quería que yo escuchase.
Cuando a la noche volvió, en su casa, que estaba al lado de la mía, se oían gritos, pero no de alegría. Y en mi casa, sólo se escuchaba a mi madre hablando con mi tía, y a una vecina hablando con mi madre. Hablaban en voz baja. Ellas tampoco querían que yo escuchara, y lo lograban.
Esa noche anduve con insomnio, y cuando fui a buscar agua a la cocina, la vi. Estaba bajo el parrón, estaba sola y con el pijama puesto. A que no adivinan qué hacía... Miraba para arriba, comía uvas y escribía.
Yo sabía que iba a estar ahí, lo sabía tanto como sé que si en este momento me asomo, la encontraré mirando el cielo, con un racimo de uvas en la mano y con la espalda en el piso gélido. Era fácil pasarse de una casa a otra. Ahora no lo es, porque ahora hay vidrios quebrados en el borde y no dan ganas ni de mirar casi, y de pasarse ni hablar.
Ella delgadita, ni tan baja ni tan alta, pero blanquísima, y cuando chica, se parecía al hermano. Eso me han contado, porque soy ocho años menor, y sería complicado haberlos visto cuando se parecían. Quizás en ese tiempo tampoco se llevaban bien. Quizás no se parecían o quizás ahora se parecen más...quién sabe.
Otro día, empezó a caminar hacia donde pasa el tren. La mamá la iba siguiendo de cerca con gran esfuerzo. Parecía sacada de un cuadro, porque gesticulaba mucho y movía la boca y cocinaba rico y era bajita y delgada, igual que la hija, que también parecía sacada de un cuadro, y que cuando llegó adonde se dirigía, se paró en seco y se puco a gritar. Eso me contaron, porque yo no la vi; que gritaba y que lloraba y que no hablaba, ni escribía, ni comía uvas, ni se parecía al hermano. Sólo lloraba y gritaba, pero ya no estaba sola, porque la gente había ido al espectáculo. Por aquí son chismosos, por aquí todos hablan mucho, menos ella, que sólo escribe y calla.
Después de ese día no la vi más, ni en el parrón, ni en la entrada de su casa ni en ningún lado, sólo cuando volvió, luego de un año, u once meses, o diez quizás. Estaba más delgada, seguía blanca, seguía callada... pero ya no se pasaba por el patio ni llegaba al parrón de noche; sólo la veía ahí cuando su mamá o su papá estaban en mi casa hablando con mi mamá de cualquier cosa, que ni a ella ni a mí nos importaba.
A ella no le importaba nada, el auto viejo, el más viejo del barrio, ni su hermano diferente a ella, ni yo, ni el tren, ni los chismes. Sólo le importaban sus escritos, las uvas y las estrellas, y talvez el parrón. Pero no su madre, ni mi perro. No, no le importaba. De eso me di cuenta cuando se murió, porque ni ser percató hasta el mes siguiente, eso que mi perro era el regalón de la cuadra. Pero a ella no le importaba, ni siquiera su mamá.
En un día con harto sol, los papás la dejaron en la entrada de su casa, sola, porque ya había pasado harto tiempo, eso me contó mi mamá, o sea, eso le contó a mi tía, al menos.
La dejaron sentada en la silla de playa que usaba su padre, y que estaba gris de tan vieja, igual que el auto. Ella estaba sola, hacía tiempo que no la veía así, y ya no sonreía. Mi perro tampoco, porque se había muerto hacía meses. A ella le gusta estar así, se notaba, porque aunque no sonreía, tenía los ojos distintos, y la piel igual de blanca.
Ese día, se paró y empezó a correr. Yo la vi, y mi mamá también, y mi tía, y como por aquí todos son chismosos, la vio media cuadra, menos su mamá, que estaba cocinando, como siempre. A ella le fue a avisar una de las vecinas. Pero era tarde. Ya ni rastro había de su hija, porque caminaba y corría rápido, porque era delgada y blanca y porque no le importaba nadie y se había ido.
Y se fue, un día, cuando me di cuenta que ni el parrón de mi casa ni sus escritos le importaban. Sólo las uvas y el cielo, porque era lo único que podía tener lejos. Creo.
Ni su mamá, ni su casa, de la que nunca se fueron, ni la silla de playa vieja, igual que como estaba mi perro, que era café con leche.
Un día, un día fue eso. Y ya no la veo más que cuando está en mi patio, mirando para arriba, buscando al señor que le sopla palabras, jugando con mi perro, aunque sigue sin importarle, ni que yo la mire...si ni sus padres le importan, y eso que cuando nació, en un día lluvioso, ellos estaban felices, porque la amaban, aunque su alegría eran puras lágrimas, aunque sus lágrimas eran para ella la nada misma, no de mala, sino que porque no le importaban y ya, y ni el cielo ni las uvas la cambiarán jamás.
Seudónima
MUJERES DESESPERADAS
Nuestro universo no es el único. Sería demasiado pretencioso creer que es así. Varios físicos han intentado dar una explicación a este hecho. Usted verá, existe una matriz para todos los universos, una base, y los que vienen después de ella son simples variaciones de la materia en el volumen. El tiempo y el espacio no son los mismos en cada uno de los universos paralelos. Aunque haya constantes, también hay variables. Por ejemplo, tomemos a esta mujer del universo 48, se llama Audrey.
Ella abandona el parque donde Montserrat Caballé y Marilyn Horne cantan Barquerole con racimos de globos atados a sus muñecas que se mueven al ritmo de la música de Hoffmann.
Camina unas cuadras pensando en qué cocinará esa noche para su marido, algo que pueda estar entre los alimentos que forman su dieta sin alejarse demasiado de las exigencias de Bill. Mientras hace la cola de la caja del mercado ve cómo el hombre parado delante de ella saca un pequeño sobre de plástico con dinero guardado entre las medias superpuestas que lleva, al menos, en el pie derecho.
Camina hasta su casa apretando la bolsa de papel marrón contra su pecho. El pantalón le queda un poco suelto y le molesta. Desde que almuerza sola, cinco veces a la semana, el régimen de las ensaladas está dando resultados. Su cuerpo apenas recuerda aquellos años de preparatoria en los que era parte del escuadrón de porristas y su pollerita se agitaba en el viento cuando era lanzada hacia el cielo por los fornidos brazos de los hombres, al tiempo que sacudía sus pompones. Los recuerdos la desesperan.
En el universo 17 existe esta misma mujer, con el mismo cuerpo, pero se llama Liliana. El tiempo no es el mismo, algunos años separan las circunstancias de sus mundos. En el mismo momento en que Audrey entra a su casa con la bolsa del mercado, Liliana imprime movimiento al brazo de su maneki neko, el gato de la suerte violeta que compró unos días atrás en el barrio japonés.
Se abriga y sale de su casa con el paraguas en el bolso, sin saber si la tormenta que se avecina será sólo una amenaza. Camina 12 cuadras y tres cuartos. Entra a un edificio. Firma en el registro de asistencia del colegio nocturno en el que trabaja, intentando no pensar en las historias de fantasmas que cuenta el sereno, de cómo por la noche se puede oír alumnos en las aulas vacías o las hojas de un libro que avanzan sin cesar ante dedos que ya no existen. Su miedo a la noche la desespera.
En el universo 24 la misma mujer es una reina. En este momento cae, empujada, de una ventana demasiado alta. Es el destino de una conspiración elaborada por su nieto. Antes de morir se desespera cuando ve cómo los perros callejeros se abalanzan sobre ella.
Mónica vive en el universo 6. Quizás el nuestro. Acompaña a su hijo que se balancea en una de las hamacas de la plaza. Pero sus ojos no están cumpliendo ninguna función maternal. No. Están fijos en el cielo que cada vez se vuelve más brillante. Su rostro se cubre de sudor en tan sólo segundos. Sabe que es una tormenta solar mayor a cualquiera de las que ya pasaron. Sabe que está observando el fin del mundo. Y la de ella es la mayor de las desesperaciones.
Máscara negra
NEGRO SOBRE DORADO
La lluvia caía incesante, ajena a todo y a todos. Al mirarla uno pasaba por alto la fuerza del mundo, dejaba escapar su implacabilidad. Ese día solo era posible contemplar su indiferencia. Llovía y llovía sin importar nada más. El cielo plomizo, las calles desiertas, los pequeños riachuelos junto a los bordillos. Incluso el tiempo parecía haberse detenido. Era como si el mundo hubiera parado de moverse y se derrumbara sobre la ciudad. Y como en un acto de mímica en su cabeza también llovía. Hubiera dado cualquier cosa porque esa lluvia interior fuera un torrente que lo arrastrara todo, porque se convirtiera en un diluvio que limpiara su mundo en un misericordioso acto de borrón y cuenta nueva.
Sin embargo la realidad era muy otra. Su lluvia se asemejaba más a un pequeño aguacero, más cercano al calabobos que al diluvio, una precipitación que arrastraba culpa, vergüenza, miedo, dolor y sangre.
Sentado en su viejo sillón (un mueble que alguna vez había sido blanco, pero que ahora presentaba un enfermizo color amarillento y despedía un penetrante olor a rancio), con un vaso de whisky en una mano y su frente en la otra, las imágenes le torturaban. Mirase hacia dónde mirase solo veía desierto, ciudades en ruinas y personas mutiladas en el suelo.
"Por la libertad, por la democracia, por amor a tu país", consignas que resonaban como un eco de muerte, como una risa burlona en lo más hondo de su alma. Contemplaba sus recuerdos como una película, se veía a sí mismo como un actor más, incapaz de reconocerse y sin embargo no podía escapar a la realidad de que era él.
Aquella guerra solo había sido una farsa, un circo orquestado por sabe el Diablo que motivos. No alcanzaba a ver el honor que supuestamente merecía por arrasar ciudades. La libertad y la democracia quedaban muy lejos de las salas de tortura que habían llegado a ser su hogar durante tantos meses. Había participado en muchos actos terribles. Cientos, miles de rostros le miraban desde sus recuerdos.
Y en especial aquel día, aquella despreciable mañana. Aquel pueblo en mitad del desierto se mostraba en su mente como un remanso de paz de un homogéneo color dorado. Un paraíso de papel de oro por el que los niños corrían, jugaban, saltaban y reían. A medida que revivía sus órdenes se le hacían más difícil ver otra cosa que no fueran los niños: "Que no quede rastro. Borrad ese pueblo del mapa". Y ellos lo habían hecho, porque las órdenes son órdenes. Habían caído sobre aquellos niños de oro como una lluvia negra de muerte y destrucción.
Aquellos gritos infantiles le pesaban en el alma más de lo que debía pesarle a Atlas el Mundo. Depositó con cuidado el vaso rebosante de licor sobre la mesa y con un movimiento lento asió el arma que descansaba a su lado. Trató de concentrarse en alguna imagen agradable, pero aquella lluvia en su mente le impedía ver cualquier otra cosa, solo se veía a sí mismo como parte de la tormenta. Y a los niños, que le devolvían la mirada confusos, con la clase de miedo e incomprensión que solo permite la inocencia.
Apretó el gatillo y un trueno restalló en el exterior. La tormenta había estallado por fin, dispuesta a llevárselo todo. En el interior también llovía: gotas de sangre que caían sobre el whisky. Seguía siendo negro sobre dorado, a pesar de todo.
Coon
LA TIERRA HOMBRE
. . . y el hombre no está solo en el planeta. . .
¿No?.
Por supuesto que no. Tú no estás solo, estás conmigo, con
tus padres o con cualquiera otra persona y si no estás con
alguien estás con algo; tu casa , tus lápices, tu ropa,
la tierra, el sol, las estrellas, etc. No se puede estar solo,
simplemente no.
Y si no estás con algo.
No, no se puede y no me interrumpas más. Tengo otras cosas
que hacer, mejor quédate callado escuchando si no me voy.
Sigue leyendo, por favor sigue.
. . . y el hombre no está solo en el planeta y mucho menos en
el universo, actualmente sabemos que este no es el único
planeta que tiene vida. Tenemos conocimiento certero acerca de
un planeta que, reviviendo viejas leyendas, se encuentra
habitado exclusivamente por mujeres. Su forma es idéntica a la
humana cuentan con los mismos matices y las mismas razas,
no obstante, su mundo y su historia son radicalmente distintos al
nuestro. En dicho planeta el sexo masculino no tiene cabida en
un cuerpo humano como sucede en la tierra.
Desafiando los límites de nuestra lógica el elemento
varonil está en un vegetal. Se trata de un árbol más bien
pequeño (como la estatura de un terrícola normal ) dotado con
un aparato reproductor de dimensiones fálicas muy similar al
que posee el macho humano, la diferencia está en sus
testículos, éstos se prolongan desde las raíces hasta el
tronco y evidentemente son mucho más poderosos que los
testículos de cualquier criatura terrestre.
Nosotros hemos denominado arbitrariamente a este planeta
"latierramacho".
Durante sus primeros años de vida las mujeres
latierramachistas se alimentan del árbol fálico, así como
nuestros niños se nutren del seno materno, una vez alcanzada
la madurez lo emplean sexualmente, su vinculación erótica es
natural, inocente, directa.. Esto es casi imposible de
entender por los humanos, criaturas que vivimos el sexo como
un placer, criaturas permanentemente acosadas por el
instinto y la moral.
Estas mujeres no se enamoran entre ellas, su gran romance
es el árbol fálico. Se proclaman a sí mismas "hijas del
universo" piensan que aquel singular árbol es la manifestación
concreta del Cosmos. Ellas no creen que exista algo
así como un Creador, por lo menos no al modo de la
religiosidad terrestre, el Cosmos es una especie de
animal cuyos huesos y vertebras somos nosotros.
Nos resulta difícil explicar porque ellas no
lo explican simplemente lo sienten, son ellas un
resultado entre el silencio religioso de los vegetales y
el cuerpo físicoespiritual de los humanos. Hablan con
muy pocos sonidos, a cambio utilizan gestos,
gestos totalmente distintos al de los humanos, infinitamente
más sutiles y variados, más anchos y comunicativos.
Tratar de exponer exclusivamente en palabras su
pensamiento es una labor que no tiene mucha fortuna, pero
no tenemos otra forma.
En materia científica son absolutamente ignorantes,
carecen de toda tecnología, pero poseen un fina sensibilidad
en lo que nosotros denominamos "calidad humana".
A la vista de un terrícola humano, el rostro de estas
mujeres es sobrenaturalmente sereno, se percibe en su actitud
la nobleza de los vegetales.
¿Y todo este relato es verdadero?
Tú que crees.
No sé que creer.
Sí... este relato es verdadero.
Rodrigo del Cerezo
LA MARTITA
.¡¡¡Allá va la Martita!!! Dijo Raúl, señalando con el dedo...y todos miramos a la misma dirección y cada uno de nosotros hizo un gesto de susto y cerramos las manos hasta en convertirlas en puños apretados.
La veíamos pasar cada mañana, no tenía hora fija, ni sendero programado, a veces aparecía por la vereda de enfrente como viniendo del supermercado, otras, era como si apareciera de golpe caminando por la vereda nuestra y cruzaba justo enfrente de nosotros que mirábamos detrás de la ventana.
Caminaba rápido, con un ritmo monótono, marcado por pisadas iguales y enérgicas y miraba en dirección a nuestra ventana y nosotros rápidamente ocultábamos el rostro detrás de las cortinas para no dejarnos ver, nunca supe si alguna vez nos vio o nos presintió, pero el hecho de escondernos nos hacía invisibles o eso creíamos y todo esto nos producía un indescriptible nerviosismo, temblores y risitas constantes, además sudábamos un poco...
¡¡¡ya pasó, ya pasó!!!, decía el menor de mis primos, el más travieso y salíamos afuera corriendo a tropezones para ver que dirección tomaba o verla desaparecer a la vuelta de la esquina de la panadería.
Le decían La Martita pero nadie sabía bien su nombre, escuchábamos a mamá y a las otras tías hablar de todo y de todos en el barrio, pero cuando hablaban de ella, el tono de voz cambiaba, los silencios eran mas marcados, las exclamaciones mas profundas, las miradas más acentuadas y había cosas que no decían y solo hablaban con los gestos y las manos y nosotros tratábamos de adivinar ese parco lenguaje matizado.
Nunca supimos muy bien donde vivía, qué hacía, y adonde iba, nunca nadie se tomó el trabajo de dirigirle la palabra o de dedicarle u n saludo displicente.
. Era extremadamente delgada, su cuerpo no marcaba ninguna forma, la planicie de su pecho no coincidía con la curvatura de su espalda y claro los vestidos le colgaban lacios sobre sus hombros en caída vertical hacia abajo en colgajos de enaguas superpuestas, grises, eran los trapos que vestía o marrones según el antojo de ese día.
Un rostro magro y anguloso daba lugar a las marcadas y profundas ojeras, marco de negrísimos ojos de mirada recta, precoz, en cada giro veloz de su cabeza.
En la marcha y a cada instante se encogía de hombros y giraba la cabeza para un lado o para el otro con rapidez sorpresiva y de estar cerca te clavaba la mirada penetrante como puntas de lanzas disparadas.
Infundía temor la pobre Marta, y nosotros, corríamos como locos a nuestra casa para verla pasar muy cerca nuestro, pero separados por el cristal de la ventana y susurrando o clamando nos apretábamos unos contra otros o casi encimados para ver o percibir su firme paso, al toque virtual de nuestras manos.
Ella fue protagonista de mis pesadillas, adivinando el lugar donde vivía, los numerosos gatos que tendría, las sombrías habitaciones, y aún el lugar donde dormía, imaginado en lúgubres y mugrientas sábanas, y polvo por doquiera...
Esa mañana, nos habían despedido antes de la escuela, (reunión de maestros...creo), venía pensando lo que haría al llegar a casa.
La calma que traía se vio interrumpida de inmediato, es más, sucedió en forma abrupta y sorpresiva ya que vi a Martita delante de mí, la vi enorme, su delgadez hacía que pareciera mas alta, su cabeza inclinada hacia mi, dejaba caer a los costados del rostro un cabello largísimo, fino, desaliñado y negro que enmarcaba en forma macabra la mirada fija ahora concentrada en mi persona y su boca, sonreía en una mueca desdentada por donde pude ver brillar las encías con saliva.
Sentí terror mezclado con un profundo asco incontrolado y me fue imposible moverme del lugar en donde estaba, quedé fijada como un insecto clavado en alfileres de un coleccionista o como los conejos bajo el potente ojo de luz de un faro momentos antes del feroz disparo que lo llevará definitivamente a la muerte.
Ignoro el tiempo transcurrido, sentí mis lágrimas calientes sobre el rostro y el copioso temblor de mis mandíbulas.
La Martita estiró una de sus enormes manos sentí su calor en mi mejilla, me secó las lagrimas vertidas, acarició suavemente mis cabellos, ella también lloró con suaves contracciones y sentí a la mujer adentro de ella, sentí su sensible espíritu amarrado, su soledad, su hastío, su angustia acumulada, lloró en silencio y guardaré por siempre ese momento en mi memoria.
Ella lloró, lloró en nuestro encuentro, luego partió alejándose más lenta, y yo, al girar pude ver como llevaba sus manos hacia el rostro y a sacudidas movía sus hombros y su espalda.
Ahora soy yo, la que la espera cada día.
Ahora soy yo, que prepara una palabra, un gesto, una flor una melodía.
Para entregarle y poco a poco ser su amiga, demostrarle que ahora dejó de estar perdida y sola para siempre.
Ahora yo, le doy los buenos días y le muestro mi colección de figuritas
Meyri
UN SUEÑO HECHO REALIDAD
Mara era una joven de poco más de diecisiete años, vivía en una pequeña aldea a cincuenta kilómetros de Lagos, en Nigeria.
Hacía ya más de un año, que un joven del poblado, atraído por el hechizo y la belleza de la chica la rondaba hacía bastante tiempo. Mara no deseaba acceder a tener una relación con el hombre, esquivándolo dentro de sus posibilidades. Pero aquella noche cambiaría su vida; volvía de casa de unos parientes, cuando al cruzar aquella esquina sintió como alguien le asía fuertemente de un brazo, tapándole los ojos a continuación. A partir de ahí, sus gritos quedaron ahogados una y otra vez , la mano que le tapaba fuertemente la boca le impedía pedir auxilio. La chica no pudo hacer nada por evitar la violación en aquel oscuro callejón; aturdida, confusa y sobre todo impotente, quedó en el suelo un buen rato; apenas recordaba nada, pero sus bragas rasgadas y el semen chorreando entre sus muslos, le hicieron comprender que no había sido una pesadilla.
Había podido reconocer perfectamente a su agresor, era el joven que insistentemente le llevaba rondando hacía tiempo, el mismo al que una y otra vez había estado evitando.
Ante el temor a ser rechazada por sus padres, Mara no contó a nadie lo ocurrido, ni tan siquiera a sus más íntimas amigas. Todo el mundo la notó rara a partir de aquellos momentos; ya no era la joven soñadora que quería comerse el mundo, sus ojos ya no irradiaban el brillo y la alegría que antaño poseían.
A partir de aquellos momentos, su única preocupación era que le bajara la regla; pero ésta no le llegó. En el fondo, quería pensar que el trauma de la experiencia vivida podría ser el motivo del retraso, pero no, el segundo mes tampoco le vino. Sumida en una tristeza que podía desembocar en una depresión, sacó fuerzas de flaqueza para pensar, para mantener la cabeza fría e idear un plan, pues no deseaba que su familia se enterara; era mejor desaparecer del pueblo que vivir con el repudio y el rechazo permanente de los suyos.
Aquella madrugada, Mara preparó una mochila con alguna muda de ropa, enseres de aseo y rompió silenciosamente la alcancía que guardaba durante años. Echada en su cama, fue contando las monedas y billetes. El recuento total ascendía a mil cien Nairas, que es la moneda nigeriana. Antes de abandonar el hogar familiar, escribió una pequeña nota a sus padres y miró durante un buen rato a Nimba, su hermana, que dormía en la cama contigua. Nimba tenía nueve años. Los ojos de la joven, empezaron a humedecerse ante el llanto amargo y silencioso, esa pequeña es lo que más quería en este mundo y seguramente ya no volvería a verla jamás.
Tras darle un cariñoso beso en la frente, Mara cogió silenciosamente sus enseres y salió de la casa. Anduvo más de media hora hasta que llegó a una carretera, la que conducía hasta Lagos, la capital de Nigeria. Andando durante casi dos horas por el arcén de la misma, llegó hasta una gasolinera, donde tras muchos esfuerzos consiguió que un camionero la llevara.
El camión, que transportaba madera, iba con destino al puerto, lugar al que ella quería ir, pues sin duda sería su punto de partida hacia un destino incierto y desconocido, pero sin duda mejor del que podía aspirar en su país.
Tras entregar al camionero un tercio del dinero que portaba, éste le presentó a un marinero de un buque maderero, quien tras obtener casi ochocientos Nairas de la joven, la acomodó en las bodegas del barco, entre el cargamento de maderas con destino al puerto de Valencia. Era el único sitio donde podía cobijarla, pues esa práctica, aunque habitual, estaba totalmente prohibida por las autoridades del país.
Durante los varios días que duró el viaje, tuvo que aguantar un calor asfixiante, solo mitigado por el agua que le bajaba diariamente el marinero. La comida consistía en algún bocadillo que el hombre le bajaba a escondidas. Las primera noches apenas pudo descansar; entre el calor, las ratas, arañas e incluso alguna serpiente que divisó entre los troncos, hicieron el viaje una pesadilla, un sufrimiento al que no estaba acostumbrada, pero lo difícil de su situación personal, hizo que sacara fuerzas donde apenas quedaban, llegando al fin a Valencia, el puerto de destino.
Aunque el buque llegó a media tarde, no pudo ser hasta la madrugada cuando el marinero la pudo desembarcar, no quería que la policía e incluso algún otro miembro de la tripulación, le sorprendieran con la joven.
Sin dinero, cansada, maltrecha por el viaje y sobre todo por la incertidumbre de su futuro, anduvo deambulando por la avenida del Puerto. Sentada en un parque, dormitó durante dos horas hasta que al fin amaneció. No le fue difícil contactar con una chica de su nacionalidad, pues era la hora en la que las prostitutas regresaban hacia sus casas.
Glorie, que fue quien la recogió, se dedicaba a la prostitución en Valencia desde hacía tres años. Siempre había convivido en algún piso con otras compañeras, pero al fin podía vivir sola; tenía alquilado un pequeño pisito en la calle de la Reina, cercana al recinto portuario, por lo que consintió que Mara se quedara con ella, al menos podría compartir gastos si la chica al fin se decidía a hacer la calle.
Una noche, tras una reyerta con otra prostituta en el Camino de Las Moreras, fue enviada a prisión de forma cautelar. En defensa propia, Mara le clavó un pequeño destornillador a la otra mujer, lo que motivó su ingreso en la cárcel de Picassent. Mientras estaba en el pabellón de preventivos en espera del juicio, nació su hija, una preciosa niña que pesó casi tres kilos al nacer, a la que llamó Esperanza.
Durante varios meses y entre el cuidado de su hija y sus labores en la prisión, tuvo tiempo para aprender español, si bien no lo escribía apenas, sí que se defendía bien con las palabras. Tenía una celda individual para ella y su hija en el pabellón de madres. Mara, aun privada de libertad, estaba feliz, su hija estaba junto a ella, no les faltaba de nada y poco a poco iba recuperando las ganas de vivir.
En el mes de Noviembre, un poeta valenciano impartió un taller literario en prisión, eran dos horas semanales. La joven se apuntó al mismo, pues sentía verdaderas ansias de aprender a escribir bien. Compuso incluso algún poema, que fue seleccionado para formar parte del libro que el escritor les prometió publicaría.
El día cuatro de Marzo, se presentó el libro en Valencia. Mara, junto a siete internos de Picassent, tuvieron la oportunidad de estar en dicha presentación, pues el escritor había hecho las gestiones oportunas para que algunos reclusos vivieran ese momento, libres por unas horas. Al final del acto, hubo un coctel, donde reclusos, algunos acompañados de sus familias, pudieron departir con todo el mundo, incluso firmar autógrafos del libro. Habían periodistas, algún que otro político y público, sobre todo eso, mucho público.
Aquella noche, ya de vuelta en prisión, Mara durmió abrazado a su hija, se sentía feliz, había hecho un sueño realidad, sentirse escritora por un instante, firmar incluso algún que otro libro junto a sus compañeros; al día siguiente salieron en la prensa, reconociéndose perfectamente en algunas instantáneas tomadas en la presentación del libro.
Desde niña le gustaba escribir, por lo que no dudó en un instante en haberse apuntado al taller literario de la prisión. Cuatro meses después, se celebró la Feria del libro de Valencia, donde un día se presentó el poemario. Fue el día 1 de Abril, cuando sentado junto al poeta, en la caseta de la organización de la Feria, se convirtió en la primera reclusa de la historia que firmaba un libro en una Feria; ese hecho sin precedente en la historia de la literatura mundial, hizo que fuera objetivo de cámaras de prensa y televisión.
La cofradía del Santo Cristo, de la Semana Santa Marinera en Valencia, solicitó, como viene haciendo desde hace siglos, su indulto; sin duda impresionados por la historia de la joven y sobre todo, por las ganas de sentirse útil a la sociedad; no en vano, su ejemplar comportamiento en prisión al cuidado de su hija, fue el mayor aval para que el consejo de ministros aprobara el finalmente el mismo, así como su permiso de residencia. Al cabo de varios años, pudo visitar a su familia en Nigeria, presentarles a su hija y sobre todo, abrazar con todas sus fuerzas a Nimba, su hermana., convertida en toda una mujer.
Sus sueños se habían convertido en realidad, Mara era una escritora de éxito.
Manu Soliver
MONSEÑOR
Soy Gerberga de Bonanza, por línea paterna, por línea de mi abuela paterna, Cunegunda Musicada, hija a su vez del Gran Duque Sisenando Petrina de Lucia Barga, muerto en una cacería en la madrugada del día de Reyes, por una súbita parada del corazón. Otros dicen que no, que murió entre los sudores de dos magníficas putas venidas del sur, de muy lejos. Desde entonces, los temblorosos rezos en la Basílica de Lucia Barga, en la misa de Reyes, parecen más un murmullo o un mal rumor que oraciones sinceras. Y todavía se habla, a la salida de misa, abandonado el escaso fervor, de la muerte del Gran Duque Sisenando Petrina, mi bisabuelo.
He dicho que mi nombre es Gerberga, aunque algunos se empeñaron en llamarme Gerbereda, por una confusión del Señor Obispo el día que me bautizó en nuestra Basílica y que enfureció a mi abuela. Un enfado que duró algunos años, pues la abuela Cunegunda achacó el error a las malas intenciones del prelado. Ese año, el disgusto se notó mucho en la procesión, donde los pendones parecieron lánguidos y las imágenes cohibidas en las andas.
En la primavera que siguió se levantaron vientos muy fuertes del Norte, más propios del ocaso de las Cabrillas, y cuando se acercaba el solsticio cayeron algunas lluvias. El otoño se pareció a su primavera y en las tardes de sol las gentes empezaron a sufrir disenterías, pujos y diarreas, de humores tenues muy copiosos, crudos y picantes. Sobre todo padecieron los que habitaban en las casas del Llano, desde donde se distinguía con claridad la casa palacio de Monseñor, por encima del muro y de los cipreses que franqueaban el viejo cementerio.
Ese palacio gozaba de un amplio jardín escalonado, seguramente trazado por un maestro jardinero lleno de inspiración; sus accesos el camino a su entrada en un corto paseo que invitaba a admirar su hermosa y ejemplar austeridad. De repente, aparecía el palacete, alumbrado en su interior por hileras de hachas de cera blanca que con su luz de la noche hacían día.
Los que vivían en los alrededores de la Plaza de los Mentirosos, mercaderes y artesanos en su mayor parte, también sufrieron llagas y postillas, sobre todo en las partes pudendas, y alguna calenturilla ligera de las que llaman miliares, pues salen en el cutis ciertos granitos parecidos al mijo, y cosas así; y las doncellas más jóvenes, que a todas les vino el menstruo de golpe, incluso a las que acababan de pasarlo, con lo que todas se inquietaron, sobre todo las nutrices, que no conviene proseguir la cría con la venida de los meses.
Al siguiente año, las estaciones discurrieron por donde debían y durante los once días centrales del invierno, la naturaleza dio un respiro y el mar se mostró en calma, para que criasen los pájaros. Pero sucedieron cosas extrañas con los astros y las cosechas. Y con los gallos, que dejaron de cantar al alba. Algunos culpaban de tanta maldición a las disputas entre mi abuela y el obispo resoplón, pero la mayoría pensaba que todo provenía por causa de éste.
Eran conocidas las generosas contribuciones que mi abuela Cunegunda hacía a la Iglesia, más allá de lo exigible, incluso después de mi bautizo, que fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Y la religiosidad que en ella todo lo abarcaba, que rezaba sus oraciones con las manos levantadas al cielo, como las de Moisés. Además, el Gran Duque dejó de cobrar a los campesinos y arrendatarios lo que por derecho le correspondía, cuando los cabezas de familia cayeron enfermos o el grano resultó escaso por culpa de un tiempo tan revuelto y tan mudado. Y se mandaron dineros para casar huérfanas y redimir cautivos y pobres vergonzantes.
En realidad, todos los asuntos de gobierno los manejaba la abuela desde hacía tiempo, mientras el Gran Duque, su padre, se dedicaba a la caza con gran entusiasmo, aunque le fatigaran unos desmayos como de gota coral. Pero él solo era amigo de andar en huertas, jardines y banquetes y al terminar de comer estaba ya ordenado el juego de cañas en el corral grande del palacio; dentro del cercado había un molinillo, casi a dos tiros de ballesta de su aposento, donde iba algunas veces a holgar si se encontraba muy cansado. La única dificultad que orilló en esos años él solo fue frente a los Embajadores de Bagamun, que vinieron a Lucia Barga con la mayor demostración de criados y riquezas, con pretensiones de hacer liga contra Las Tolbas; trajeron dineros y veinte caballos albaneses, un leoncillo manso y una doncella hermosa de sangre real, acomodada sobre una mula con gualdrapa de muchas labores sobre raso blanco. El Gran Duque rechazó la liga y la doncella visitó el molinillo, donde conoció de algunos juegos y mostró otros que, dicen, aceleraron el maltrecho corazón de mi bisabuelo.
Las gentes de Lucia Barga comenzaron a fijarse en las profundas y violáceas ojeras que resaltaban en la palidez de la piel de su obispo. Cuentan que algunas tardes, a la caída del sol, se le podía ver como una sombra inquieta, yendo y viniendo como alma en pena. Los más osados aseguran que eso ocurría cuando el obispo esperaba la llegada de la niña de los Gamboa, la familia portuguesa llegada hacía algunos meses, obligada por la despensera de palacio. Y acreditan lo dicho en el doloroso llanto de una criatura que apenas asomaba pecho y en los gritos rabiosos de la madre, que esas mismas noches se oían desde la casa de los pobres portugueses.
Los más descargados fingían y callaban, cuando no encubrían al obispo y disculpaban sus disputas. Otros reconocían, eso sí, en privado, que el obispo respondía a todo con muchos visajes, gestos y descomposición, más propia de un hombre loco que de religioso, con palabras soberbias e insolentes; como un pobre desjuiciado, en fin.
Fue por entonces cuando falleció el Gran Duque Sisenando Lapetra, mi bisabuelo, por aquellas cosas del corazón, como queda dicho, y días después coronaron a la abuela Cunegunda. Iba vestida, lo recuerdo, con ropa larga de brocado, un collar muy rico al cuello y un joyel en los pechos. Se celebró una discreta ceremonia donde cantaron la Antiphona: Ecce ego mitto Angelum meum, qui praæcedat te, con ella junto al altar de Santa María, en nuestra Basílica.
Esa misma tarde se pudieron ver por las calles algunos altercados contra el obispo, así de la gente de la ciudad como de las alquerías cercanas, pero se reprimieron solos, quizá por respeto a la abuela, la Gran Duquesa, a quien todos estimaban. Los que subieron por el camino del cementerio dicen que el palacio de Monseñor no parecía el mismo, que sus accesos y el propio patio se encontraban cubiertos de hojas caídas, y que su aspecto decadente era bien visible, contrastando con un huerto hasta entonces luminoso.
Yo tuve miedo, pues aunque era todavía casi una niña, pude darme cuenta de que no solo el palacio del obispo no era ya el mismo, sino que algo ocurría en Lucia Barga. Lo supe cuando un rayo cayó sobre la torre de aquel palacio, derrocó el capitel y quebró el reloj.
Nada supe de mi padre durante todo este tiempo, pues no acudió a la coronación de su madre ni a las exequias de la mía, la princesa Reinalda, digna de memoria a quien faltó la fortuna en las suertes de este mundo. Yo me hallaba en casa de una prima muy preñada, ya en días de parir, ayudando a las mujeres a preparar en sus potes los perfumes, bálsamos y ungüentos de pimienta, jengibre, canela, polvo de azafrán de los campos de Anatolia, azúcar con aroma de violetas, agua de rosas y cera y miel en panal. Fue entonces cuando recibí la noticia del agravamiento de la enfermedad de mi madre; desconsolada, partí con urgencia hacia Lucia Barga, con la esperanza de encontrarla aún con vida. Esa misma tarde alzaron pendones por ella en presencia de la abuela Cunegunda. Y no se guardó luto, pues así lo dejó ordenado en su testamento.
Mi padre, mi pobre padre, ¿cómo podía acudir a Lucia Barga? Muerto en lo de Argel, Dios lo tenga a su lado, pues servía al Emperador por aquellas tierras, nunca se encontró su cadáver. Entró en Argel con su galera para desembarcar a los españoles en los bateles y esquifes de la flota, con sus arcabuces, caballos y nueve tiros de artillería de campo. Y estando el cielo claro y limpio de nubes se levantó de súbito un viento áfrico que nace por aquellas partes, un viento que envanecía la arena y cegaba y lastimaba las caras. Se sintió mi padre herido de repente, se llevó la mano al pecho y notó la tetilla reventada como una manzana, desde la flor al pezón.
Voces deslenguadas aún afirman que vive y que tomó puerto en La Española, y que como le fuera bien en alguna de aquellas nuevas guerras, le dieron una escribanía de ayuntamiento en alguna villa. Y aún dicen más, que entiende de algunas granjerías, entretenido con la hermana menor de un Gobernador español, con intención de tenerla por amiga.
Antes estuvo en un batallón de cinco mil infantes que el rey español envió a favor del Papa, en guerra con los Venecianos...
Me pierdo, Don Pedro, me pierdo en mis recuerdos, pero dejad que termine de contaros. La decadencia no andaba solo en los dominios del obispo y su palacio, sino también en las calles y en las más nobles almas de Lucia Barga. Hablaban mal unos de otros, sin mirar que esta es una de las más viles venganzas de la tierra. Unos acusaban al Conde Atenor de conspirar por la Provincia de Carla Medina, otros al primo Merodaco de perseguir ser Oidor del Gran Ducado, al Licenciado Almadion de soñar con echar a su hermano y vengar sus injurias, y al Abad de Compludo de conjurarse para ser el nuevo Obispo de Lucia Barga.
Acudí entonces a casa de Monseñor y simulé estar con él en buena conversación al brasero. Vi la bolsa del breviario a su espalda y le pedí que lo sacara. Cuando se giró, con un hierro y de un solo golpe le quebranté los cascos. Así lo encontraron, con el breviario ensangrentado y algunas hojas arrancadas.
Nuestro río, hasta ahora fresco y caudaloso, se muestra seco a su paso por Lucia Barga, salvo por un hilillo como de baba que recorre algunos tramos, y el puente se asoma deshecho a él; las aguas de sus lejanos y legendarios saltos ya no cicatrizan las heridas y las fuentes gemelas no curan la demencia; al contrario, unas se han vuelto amargas y corroen las carnes de los hombres, y las otras han terminado por provocar el delirio. Las casas cercanas a la orilla aparecen inundadas de desperdicios y los campos son ahora de yertos rastrojos.
Hoy no hay obispo en Lucia Barga, pues terminaron por huir sus Provisores y la Audiencia Episcopal. Las gentes talaron la mayor parte del Soto que llaman de Magaz, propiedad del obispo, y rompieron las cubas de vino.
Razón debió tener aquel Astrólogo Judiciario cuando sacó un pronóstico en el que decía haber nacido una princesa que quitaría grandes males de este mundo, y esto no por más de pensar si fueron solos pecados de nuestro obispo, o si fueron tristes hados de Lucia Barga.
─Ego te absolvo in nomine patris, et...
Yahya Joshi
EN EL NOMBRE DE DIOS
Sabor a metal en los labios, y un gran gris sobre los ojos. Un zumbido, continuo y agudo en los oídos. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué había ocurrido? El zumbido comenzaba a despejarse lentamente y un entrechocar de metal retumbaba en el aire, esto trajo a su cabeza, su dolida cabeza, un primer recuerdo. Se llamaba Demetrio, lo recordaba. Esto abrió una nueva puerta, su esposa, en su hogar aguardando lánguida y triste su regreso. Una puerta más. Su regreso del campo de batalla. ¡Eso es! Él era Demetrio, un soldado de Dios, un cristiano luchando contra el infiel y protegiendo su tierra. El infiel, esos turcos selyúcidas eran cada vez más fuertes. Bajo el mando de su sultán Alp Arslan eran cada día más y más poderosos y su extensión conquistando territorios cristianos y bizantinos era imparable. Pronto Demetrio tras unos instantes lo recordó todo.
El sabor metálico y el zumbido, ambos, eran frutos de la batalla, recordaba perfectamente como abatió con su lanza al primer turco que se cruzó en su camino, atravesándole el cuello y desincrustándolo de la lanza después con su pie. En ese momento una flecha le paso cerca de la cabeza obligándole a agacharse y permitiéndole a su vez ver a otro turco que se acercaba por su espalda. Demetrio dejo su espalda descubierta al ataque del enemigo, buscando hacerle creer que no había percibido su llegada. El soldado turco, confiado, se acercó presto levantando el hacha con sus dos manos dispuesto a descargarla ferozmente sobre el incauto cristiano. Demetrio, curtido en más de diez batallas, fue rápido y preciso en sus gestos. Justo cuando el turco descargaba el hacha sobre su cabeza ferozmente Demetrio se agachó apoyando la empuñadura de su espada sobre el suelo. El soldado turco pillado por sorpresa y habiendo descargado su golpe con todas sus fuerzas perdió el equilibrio sobre Demetrio y comenzó a caerse rodando sobre él. Demetrio había calculado bien y cuando el turco rodó hacia el suelo con un gesto casi mecánico de su brazo derecho condujo la caída de éste hacia el filo de su arma atravesándolo por completo desde la espalda y a través de sus costillas. Tras esto todo estaba algo más nublado, la adrenalina golpeó como un azote en su cabeza dispersando de nuevo su sentido. Recordaba haberse lanzado sobre dos soldados turcos que remataban despiadadamente a uno de sus compañeros, recordaba también haber herido a uno en el brazo del arma y haber esquivado un tajo que de haber acertado hubiera cercenado su pierna derecha, lo que apenas recordaba, era de donde venía aquella maza que impactó en su cara.
Tras recordar lo ocurrido, la niebla sobre sus ojos, el zumbido y parte del malestar se esfumaron. Le dolía terriblemente la herida de la cabeza, debía de ser profunda y grande pues no paraba de manar sangre y eso que, seguramente, llevase un rato inconsciente. La sangre le recorría casi toda la cara, pegándole el pelo al rostro y llenándole la boca de sangre que dejaba un amargo regusto metálico en sus labios y lengua. Apenas se escuchaba ya ruido de batalla, la mayoría de los soldados estaban muertos o habían huido. Era difícil saber si habían vencido, o si los turcos seguirían con su inexorable avance, pero lo que si estaba claro es que miles de hombres habían muerto hoy ahí. Demetrio se incorporó y al comenzar a caminar se dio cuenta de que de alguna manera se debía de haber esquinzado el tobillo derecho, pues apenas podía caminar y le dolía terriblemente. La mano del arma también le dolía y aunque había perdido su espada y su lanza, no le fue nada difícil encontrar una espada nueva entre los montones de cadáveres. Nadie parecía haber sobrevivido. Caminó y caminó durante unos minutos y pronto una voz sonó entre un grupo de cadáveres. Era una voz que hablaba en una lengua extranjera y que repetía entre muchas otras palabras, el nombre de Alá una y otra vez. Se trataba de un soldado turco al que habían cortado una de su piernas y que, a juzgar por el charco de sangre de su alrededor y de su color de piel, debía llevar desangrándose prácticamente toda la batalla. Su mirada estaba vidriosa y sus manos y labios temblaban mientras continuaba murmurando. Demetrio se acercó a él, pero este ni siquiera reaccionó. Quizás estuviese ahí de cuerpo, pero su mente debió haber volado hace rato con Alá, pensó Demetrio. Con cuidado se acercó a él y poco a poco se dio cuenta de que no sobreviviría. La herida en la pierna del soldado turco, lejos de dejar de sangrar, continuaba, y a un ritmo preocupante, pronto, muy pronto el soldado moriría. Demetrio sintió pena, la batalla había terminado y en su cabeza ahora no existía el islamismo ni el cristianismo, Demetrio tan solo veía a un hombre muriendo ante sus ojos. Trato de ayudarlo pero no se le ocurrió como. Cerró la herida de su pierna con lo que quedaba de su propia túnica, y lo recostó en un claro en el suelo lejos del resto de cadáveres. El soldado turco se fue apagando lentamente, poco a poco, y Demetrio comenzó a rezar encomendando a Dios su alma de infiel. Demetrio no se dio cuenta, ni siquiera noto como el soldado turco al escuchar de la boca de Demetrio la palabra Dios había despertado de su trance y casi sin fuerzas había empuñado una daga cercana que un soldado bizantino había perdido en combate y la había clavado en el costado de Demetrio con su último suspiro de vida. Demetrio sintió dolor, mucho dolor. El aire de sus pulmones había desaparecido y sentía frio y asfixia. Sus ojos, cerrados en un rezo se abrieron de repente en un gesto crispado. Mientras un gemido se escapaba de sus labios pudo ver como el soldado turco moría con una daga en su mano que había clavado en su costado. Más dolor recorrió el costado de Demetrio y un hilo de sangre brotó de su boca. Sintió que esto había sido el final para su cuerpo magullado, que este golpe era el golpe que acabaría con su vida. Demetrio se recostó sangrante sobre el suelo a la par que con gran dolor se desclavaba la daga. Poco a poco se fue tumbando en el suelo, buscando sentir menos dolor y poder respirar. Su vida se le escapaba a cada suspiro. Entonces un ruido de caballos cercano lo alivio en su dolor. No sabía quién era, pero sin duda era una esperanza. No se había dado cuenta pero tenía los ojos cerrados. Entreabrió con dificultad uno de sus ojos a tiempo para ver como un par de carromatos bizantinos tirados por caballos paraban cerca de donde él se encontraba. Pronto las puertas de los carromatos se abrieron. Y del primero de ellos bajaron dos figuras. Primero bajó una mujer a la que Demetrio inmediatamente identificó, se trataba de la emperatriz Nicéfora esposa del emperador. A Demetrio le sorprendió verla allí, a una emperatriz, de hecho pensó que su futura muerte le hacía delirar. Sin embargo, la siguiente persona en bajar del carromato le hizo volver a su cordura. Se trataba de Constante, líder de la iglesia en Bizancio y amigo personal de la emperatriz. Constante era muy severo y justo, era un hombre de Dios y según le pareció a Demetrio, era su salvación enviada por el Todopoderoso. Varios soldados que acompañaban el carromato parecían buscar entre los restos de la batalla algún superviviente sin mucho éxito. Una voz cercana a Demetrio le hizo girar lentamente la cabeza hacia otra dirección. Un soldado informaba de la ausencia de supervivientes desde un par de pasos a la derecha de Demetrio. Demetrio sacando fuerzas de flaquezas trató de gritar con todas sus esperanzas, pero nada salió de su garganta más que una ensangrentada gárgara. Demetrio se sintió débil tras su esfuerzo y condenado por no haber logrado llamar la atención del soldado. Sin embargo la simple gárgara pareció haber llamado la atención del soldado, quien sorprendido se acercó a Demetrio y tras un rápido vistazo a su maltrecho cuerpo gritó informando a sus superiores de la existencia de un superviviente. Demetrio creyó haber perdido la consciencia durante algunos minutos pero cuando volvió a abrir los ojos vio frente a él al arzobispo Constante, quien con su pálido rostro y tupida barba escudriñaba a Demetrio. Demetrio probó a hablar:
- Mi señor, gracias por venir a salvarme – dijo Demetrio con un hilo de voz.
- Hijo mío – dijo el arzobispo con una seria y profunda voz- Poco puedo salvar de ti, pero salvaré tu alma.
- Gracias padre, ¿vendrá Dios a recoger mi cansada alma al campo de batalla? – dijo de nuevo Demetrio con un aún más desgarrado y agotado hilo de voz.
- No hijo, en el reino de Dios no hay lugar para los asesinos, pero yo le hablaré bien de ti cuando me halle junto a él en el cielo. Descansa y prepara tu alma para el infierno, pues Dios no manchará sus ropajes viniendo a un sitio como este.
Tras decir esto Constante se irguió lentamente, mirando los ojos de Demetrio fijamente sin ningún tipo de sentimiento, poco a poco giró la cabeza y se dio la vuelta para marcharse. Demetrio agarró sin fuerzas la túnica del arzobispo, en un último intento de marcharse con Dios quizás. Constante miro a Demetrio mientras el brazo de éste perdía poco a poco fuerza y soltó su túnica, tras esto se giró por completo y con un paso tranquilo comenzó a marcharse en dirección al carruaje, mientras poco a poco la vida en los ojos de Demetrio se apagaba para siempre.
José Luis Guerrero Fernández
EL AMANTE PROVISIONAL
Había una vez un hombre que amaba en los aeropuertos.
Y sólo en los aeropuertos
Quizás fuera la influencia de aquel entorno translúcido, todo acero y cristal. O tal vez la inconsistencia de un mundo cuyos habitantes estaban eternamente de paso. El caso es que a Marcos le atraían las mujeres de los aeropuertos y sólo esas mujeres.
Él se decía que la seducción radicaba en el misterio que las envolvía, en la historia que cada una arrastraba a la par que su maleta. Aunque también en la imposibilidad de fijarlas en su vida. Cada vez que un avión despegaba llevándose a su último amor, volvía a disfrutar de una libertad que estuvo en peligro. Sufría un poquito, sí, pero apenas se reintegraba al flujo de viajeros, divisaba a la que habría de procurarle el olvido y una nueva ilusión.
El amor que se le escaparía de nuevo de las manos como el agua se escurre de entre los dedos.
Esta querencia de Marcos por las situaciones inestables, su deseo de provisionalidad había surgido precisamente en un viaje cuyo regreso se vio entorpecido por una huelga, no recordaba ya si de controladores o de pilotos. La cuestión es que una multitud enfada y protestota tuvo que instalarse durante cuarenta y ocho horas en las asépticas e impersonales salas del aeropuerto. Sentada en el suelo, con la espalda contra la pared había una chica que ensartaba piedrecillas en un tira de cuero. Era un islote de calma en medio de la tormenta general. Marcos se sentó a su lado, ella contestó con una sonrisa a su saludo desganado y continuó con su trabajo.
—Tú al menos no pierdes el tiempo.
Pero la chica, mostrando su cara redonda y pecosa, de ojos gatunos, le soltó una parrafada en inglés y, para su desgracia, Marcos había suspendido siempre en esa asignatura. Pero como no tenía nada mejor que hacer, ni siquiera collares, ensayó la mímica para intentar una presentación
—Yo, Marcos, dijo mientras se daba una palmada en el pecho. Y luego señalándola con el dedo ¿Tú?
—Khaty, dijo, y rió para subrayar aquel primer dialogo digital.
Precisamente Caty se hacía llamar una compañera de trabajo de Marcos, (en realidad, Catalina), con la que andaba en una relación que por días se cerraba sobre él de manera irremediable. Porque la mujer, de ojos negros y pensativos, caderas de adolescente y pechos de matrona, le gustaba lo suficiente como para pasar con ella (no importaba en qué casa), parte de su tiempo libre. Fue precisamente la programación de ese tiempo, férreamente controlado por Catalina, y unos ciertos acontecimientos, los que produjeron en Marcos lo que más tarde sería conocido como el síndrome de los aeropuertos.
Pero ahora todo era provisional, unas horas robadas a lo cotidiano. Así que descubierto el éxito de la mímica, la siguió empleando para invitar a su nueva amiga a la cafetería, donde pudo saber que volvía a Glasgow después de visitar Egipto y que todo su equipaje estaba en aquella mochila mugrienta. Como lo suyo no era la verborrea, acabó viendo una ventaja en la imposibilidad de entenderse por otro medio que no fueran las manos. El aspecto de la chica hablaba por ella: pantalones coloridos, muy anchos y cogidos a los tobillos, un chaleco sobre una camisa y una especie de capote militar atado a la mochila, sandalias de tiras de cuero y piedrecilla, las mismas que un momento antes ensartaba en un cordón ¿Sería una hippi autentica? En el transcurso de las largas horas de espera, Marcos comprobó que no tenía prejuicios en cuanto al contacto físico-amoroso, que empezó con unos pellizquitos en las mejillas de la chica, que tenían toda la apariencia de la piel del melocotón y que abrieron de nuevo su sonrisa, la misma con la que dijo su nombre y aceptó acompañarlo a la cafetería. Animado por la aquiescencia de Khaty, el hombre deshizo su larga trenza rojiza para juguetear a gusto con aquella melena olorosa a curry y puestos en faena, buscaron un lugar cómodo para seguir, entre besos y cosquillas, avanzando hacía los territorios, antes secretos, del amor. La incursión a dichas zonas íntimas debió resultarles satisfactoria por que ya de madrugada, agotados y felices, se durmieron sobre una esterilla que la chica sacó de su repleta mochila. Los despertó el día que entraba a raudales por las cristaleras del aeropuerto La llamada para el avión de Khaty los sorprendió echándose agua en la cara para despejarse, ni les dio tiempo a un último café. Ella todavía mostraba su mejor sonrisa cuando él intentó que le anotara su dirección y corrió tras ella para darle la suya escrita en una servilleta. Pero la chica no cogió el papel, ni apuntó nada, tampoco dejó de sonreír durante el tiempo en que aún pudo verla, antes de que se la tragara la escalera mecánica. Al cabo de dos horas anunciaron su vuelo. Subió al avión todavía prendido de la maravilla de una noche inolvidable e irrepetible y ahí debió iniciarse en él aquel absurdo deseo que le impulsaba a buscar el amor de paso, el que debía partir apenas había llegado. El que sólo podría encontrar en los aeropuertos.
Entre tanto Catalina se preguntaba que podía haberle pasado a su hombre, por qué ya no la buscaba ni hacía planes con ella, es más, podría jurar que la rehuía. Caty era una mujer perseverante y además se había enganchado a Marc, lo tenía dentro de sus planes de futuro. Y en sus sueños. No renunciaría a él sin saber al menos porqué. Y decidió seguirlo. Así fue como se vio en el aeropuerto, camuflada tras una columna, tras un cajero, tras un expendedor de refrescos, observando a su Marc. ¿Y que vio? Pues a un hombre que miraba con interés los paneles informativos de horarios de salida y llegada de aviones, donde también podían verse los vuelos retrasados. Después estudiaba a las viajeras que tenía alrededor, especialmente a aquellas que ponían cara de contrariedad o impaciencia y a las que aún trataban de conseguir más datos sobre la demora. Entre las pasajeras obligadas a esperar hacía su elección. Entonces se sentaba al lado de la escogida o emparejaba su paso a los nerviosos pasos de ella. Unas veces era ignorado sin más, otras se iniciaba un intercambio de palabras o de sonrisas, era el tiempo de la mímica, arte que Marcos había acabado por dominar. Luego, cuando al cabo de algunas horas la mujer lo abandonaba, obediente a una llamada o a los requerimientos de la pantalla, la despedía al píe mismo de la escalera que separaba el mundo de los que se iban, del mundo quieto de Marc. Un día tras otro Caty vigiló al hombre que se había destinado y sin saber exactamente qué lo llevaba hasta allí, comprendió que soñaba, ¿pero en qué, con quién? Así que una tarde, cuando ya se marchaba, tropezó con él casualmente, justo al lado de la puerta.
— ¡Qué sorpresa, chico, venir a encontrarte al aeropuerto!
— Y tú ¿qué haces aquí?
— He venido a despedir a mi hermana, que se ha ido a Londres, anda, vamos a tomar algo, tengo la boca seca.
Con toda la cautela y la maña que sólo una mujer es capaz de utilizar, Caty consiguió que Marcos le contara la historia de la otra Khaty. O tal vez no fueron sólo las artes de ella que le hicieron hablar, sino su propia conveniencia. Mejor que su amiga supiera que andaba en otros mundos, que no debía contar con él. No quedó claro si esperaba volver a encontrarse con la hippi o si gozaba simplemente con el paso incesante de mujeres que iban de una ciudad a otra, cambiaban de país o de continente, vestían túnicas, saris o pantalones floreados. Sí comprendió Catalina que el hombre que eligió había cambiado de gustos y de expectativas. Lejos de mostrarse extrañada habló de la variedad de culturas, de la mezcla de civilizaciones, del interés que despertaban esas gentes venidas de todas partes. Luego se despidió de él y se fue a casa. Y se dedicó a meditar. Siempre pensó que detrás del desapego de Marcos habría otra mujer. Pero no, lo que había era una ilusión. Nadie, sólo sueños. Si lo quería, debía encontrar la forma de entrar en ellos.
Una tarde de viernes, el hombre que amaba en los aeropuertos se dirigió sin vacilar a una viajera que trataba de informarse sobre el tiempo de demora de su vuelo. Vestía un sari azul con cenefas doradas y lucía un lunar justo entre las cejas, tenía el pelo negro y brillante partido en dos y recogido atrás en un tirabuzón perfecto. Sobre el carrito de equipajes, una mochila gastada. Hablaba un castellano mestizo de no se sabía que lengua y llenaba los huecos de lo incomprendido con una sonrisa aquiescente. A ratos, Marcos llegó a pensar que aquella belleza hindú guardaba un cierto parecido con Caty. Eso mismo le ocurrió otra tarde, una semana de por medio, con una preciosa chinita que se envolvía en un kimono rojo y cuyo vuelo estuvo retrasado tantas horas que le dio tiempo a Marcos a averiguar lo que había debajo de tan casto envoltorio; nada, sólo la apetitosa piel de una mujer cálida, para cuyo lento disfrute debió darse prisa en buscar algún refugio íntimo. Y qué decir de aquella otra que arrastraba una larga falda floreada y llevaba el pelo recogido en multitud de trencitas enrolladas con cintas de colores... Pecosa y con el pelo pintado de hena, empujaba ante si una mochila gastada, igual a la que transportaron días atrás la chinita y la hindú. Era un guiño a lo racional, un hilo del que Marcos tiraría alguna vez, eso esperaba Caty, para encontrarla a ella sujetando el otro extremo
Pero el paso del tiempo ha tenido un efecto extraño sobre Catalina, el mundo del aeropuerto ha llegado a hechizarla también a ella. La búsqueda de cada nuevo disfraz, la incertidumbre acerca de la reacción de él, el alivio cuando la escoge entre las otras, el placer que por estar rodeado de riesgo es aún más placentero...Y es que no hay color entre sus aventuras semanales y la temida estampa de ellos mismos sentados ante el televisor, sin nada que decirse.
Como salida para una situación que no podía eternizarse, Caty había pensado presentarse un viernes vestida de ella misma. Si él se comportaba como de costumbre, querría decir que la aceptaba como aventura permanente. De todos modos Marcos tenía que saberlo; no sólo por la mochila y el rostro que, más o menos pintado, era siempre el mismo, sino por lo que sus manos acariciaban bajo las túnicas, los saris o los kimonos, los rincones secretos de cada uno, esos que ya habían explorado tantas veces refugiados en los desvanes del aeropuerto.
Las reflexiones de Caty están cargadas de lógica y ya se ha dicho más de una vez que ese viernes será el último, pero al final la puede el temor de hacer trizas una ilusión tan linda. Tiene miedo de que al salir del sueño, Marc ya no sea su hombre.
Además, que la vida da muchas vueltas y puede que en una de ellas aparezca la puerta de salida de esa situación tan extraña como preciosa.
Lo mejor, concluye Catalina, es esperar. Y de inmediato se pone a pensar en el disfraz del próximo viernes.
Camino
53, UN NÚMERO EN UNA ESTADÍSTICA
Cuando me planteo escribir un relato sobre algo que mi imaginación recrea no tengo miedo a equivocarme porque no tienen rostro los personajes, no los conozco, su vida sólo existe cuando alguien lee la historia y la hace suya. Alguna vez he escrito sobre alguien real, con nombre y apellidos, con dirección, con una vida más allá de mis letras pero han sido sólo unas guías necesarias para crear algún personaje o he recreado mediante palabras, ( sílabas, lexemas...) sentimientos hacia amigos que cara a cara me ha sido imposible gritarlos o también he voceado desprecios con mis palabras a seres que me han parecido vacíos, indecentes y lo peor, malas personas.
Ahora me he propuesto un reto, algo que llevo pensando durante un par de semanas y admito que me da miedo. Escribir, contar una historia de una amiga, rendirle un homenaje para que no sea recordada sólo como un número en una estadística porque a pesar de él tenía un nombre y una vida.
No intento engañarme a mi mismo y a quien pueda leer este relato contando lo maravillosa que fue, no es esa mi intención sino aproximarme lo más posible a la realidad que yo he vivido. Me faltan datos para recrear una biografía, no lo pretendo, simplemente es contar, desde mi punto de vista y del tiempo que llevaba conociéndola, como era ella, como era Encarni Alcázar la víctima numero cincuenta y tres del maltrato de género (o machista).
La conocí hará unos ocho años atrás, tengo que decir que no éramos amigos íntimos, conocía de su vida todo lo que ella me quiso contar y todo lo que con el tiempo yo pude descubrir. Era muy insegura y con el paso de los años aún dudaba más. Dudaba de su propia capacidad para decidir sobre su vida. Al principio era de las pocas mujeres Soldado que había en el Acuartelamiento, quizás destacaba sobre el resto por sus ganas de trabajar, su tesón, su responsabilidad. Supongo que tuvo que intimar con algún compañero del sexo opuesto, era joven y no mal parecida, pero siempre fue muy discreta con su vida privada. A Jesús Hernando lo conocí también, era Cabo especialista en Administración y por entonces tenía novia, Lola, otra Cabo de su misma especialidad.
La vida en el cuartel es un microcosmos dónde todo se acaba descubriendo y analizando. Todos nos preguntamos en alguna ocasión qué le podía aportar a Lola, una muchacha encantadora, aquel chico cuya prioridad siempre eran las fiestas. Salía días enteros sin ella y regresaba de madrugada, vivían en el cuartel. Los límites en las relaciones de pareja los ponen aquellos que la forman y es de suponer que ella aceptaba aquella situación con resignación. En el corazón mandan razones que la razón no entiende.
Como antes he explicado no se trata de ninguna biografía así que detalles de su vida privada, que no es el momento de airear, se dejaran por mi parte resguardados en mi recuerdo. Se que Encarni nunca tuvo suerte con los hombres y de alguna manera me dio la impresión que se sentía frustrada por ello. Jesús Hernando se fue a hacer el curso de Cabo 1º y al superarlo tuvo que cambiar de destino ya que en el Acuartelamiento no había un puesto en la plantilla para él. La Cabo Lola también se fue, abandonó el Ejército y posteriormente se casaron. Con la sabiduría que el tiempo da quizás pudiese ser que Encarni y Jesús no fuesen por aquel entonces simplemente conocidos. Lo cierto es que perdimos la pista de aquel muchacho y su mujer hasta que pasados un par de años descubrimos de casualidad que el novio de quien Encarni siempre nos hablaba era él. Ella odiaba conducir, le tenía pánico y sin embargo se compró un coche nuevo, aquello por lo menos a mi me extrañó. Nos hablaba siempre, tomándonos una cerveza o en los desayunos, de su novio, de lo bien que estaba con él pero jamás nos dijo quien era. Un día por esas casualidades que tiene la vida lo vimos conduciendo el coche de ella y claro se lo preguntamos a bocajarro, ella no lo negó, no tuvo más remedio que confirmarlo. Nos explicó que llevaba un tiempo separado y que tenía una niña pequeña. Muchas mañanas me llamaba por teléfono para que la recogiera de camino al trabajo. Siempre intentaba ser muy discreta pero, a veces, una discusión, una mala noche hacía que ella abriera una ventanita de su corazón y relatara aquello que le preocupaba. Era también testaruda como la que más y rara vez aceptaba consejos. Alguna vez solicitaba mi ayuda para asesorarla en el terreno laboral, nunca en el personal.
Desde que comenzó su relación con Jesús dejó de salir con sus amigas, nunca vino a reuniones con compañeros del trabajo, él no quería y ella pues le obedecía.
En el tiempo que llevaban juntos nunca compartimos con ellos ni un café ni una cerveza, ni tan siquiera una breve conversación. Supongo que él tenía algún poder sobre ella, el amor hace que nos volvamos ciegos e idiotas. Por lo menos este es el caso de Encarni que sólo sacaba su carácter con los amigos o compañeros y rara vez con quien tuvo que hacerlo. Se comportaba como una autómata programada. Jesús hablaba mal de su ex mujer y de las trabas que le ponía para llevarse a la niña. Ella no entendía la postura de Lola, creía en él y en la sarta de mentiras que pudo contarle. Alguna vez le dije que de casa para dentro hay que escuchar las dos versiones y no le gustó mi respuesta y cuando algún comentario no era de su agrado dejaba de hablar del tema. Digo todo esto porque había que medir mucho las palabras, se enfadaba con facilidad cuando aquello que se le decía no era lo que esperaba. Quien la conocía sabía cuando ella daba ya el tema por zanjado. Había que ser muy sutil con las apreciaciones que se le hicieran porque también es cierto que podía llegar a ser rencorosa.
Tengo la impresión que Jesús la tenía anulada por completo, sumisa a sus deseos, posiblemente creyera que el tiempo y su amor suavizarían el carácter de su novio y modificaría sus hábitos. No es fácil cambiar y más aún cuando ella aceptaba una y otra vez sus excesos. Luchaba como una fiera herida cuando en rara ocasión podías poner en duda el buen desarrollo de su relación. Los excesos eran muchos y de tal gravedad que tenían que haber destruido el noviazgo, pero aguantó y siguió apostando por él.
Encarni se había comprado su piso en Granada, vivía independiente y algunos fines de semana y en vacaciones Jesús lo compartía con ella. En la fecha en que los hechos ocurrieron él estaba de baja médica por lo que decidió pasar éste tiempo juntos. Con frecuencia yo la recogía por las mañanas para ir al trabajo, la última vez que lo hice, en un principio, no pude responder a su llamada, estaba conduciendo. Al llegar a un semáforo en rojo la llamé y le dije que la recogía donde siempre, ella me dijo que ya no importaba, había llamado a Jesús. Le dije que no era necesario que se levantara, que lo volviera a llamar y le dijese que yo la llevaba eran las 7:10 de la mañana, al final la convencí para que así lo hiciera. Cuando llegó al coche estaba asustada, compungida, me dijo que su novio se había enfadado y cuando volviera del trabajo ya tendrían una pelea. Le dije que aquello no era motivo de enfado, que no se preocupara, ella no había hecho nada malo. No la convencí con mis palabras, nadie la convencía de nada, excepto él.
Todo ese día estuve comentando aquel hecho a amigos comunes, su rostro reflejaba miedo. Si el miedo tiene cara, sin duda, era esa. Incluso a una amiga de ella le insinué que Jesús podía maltratarla. A los pocos días Encarni no fue a trabajar. Si estuviese enferma hubiese avisado a alguno de sus compañeros. La llamaron a su teléfono móvil y no respondía. Aquello no era normal en ella así que una compañera fue hasta su domicilio. Allí se encontró con la policía que estaba esperando a los padres de Encarni para que abriesen la puerta. Al llegar ellos, dos agentes entraron y se la encontraron yerme, sin vida.
Aquella instantánea narrada con posterioridad por Raquel, una compañera que se asomó detrás de los agentes, fue sobrecogedora. Amordazada y atada permanecía inerte sobre la cama. Aunque a los padres se les impidió el acceso al dormitorio, olieron la muerte. Antes de comunicárselo la madre gritaba y lloraba con las entrañas. Se rompió el denso silencio de aquella angustiosa espera.
Jesús Hernando unas horas antes había aparcado el vehículo de Encarni en el margen del puente de Dúrcal y se había lanzado al vació falleciendo en el acto.
¿Qué fácil es apagar la llama que prende una vida? ¿Qué derecho tiene nadie a imponer su voluntad?
La víctima cincuenta y tres tenía nombre.
Ruiz de la muela
LA PROMESA
I
Celine me preguntó lo del perro como tres veces y me dijo, mirando al techo, que yo no era sincera.
—Creo que hay algo que no me querés contar —su voz salía como paspada. Era la primera vez que la irritaba mi silencio. Siguió hablando como si le hablara a la lámpara, después se tapó la boca con el cubrecama.
Yo me sentí incómoda, me arrepentí de haber aceptado su invitación de quedarme a dormir. Pensé en papá.
Ella volvió a lo mismo. A lo de la sinceridad, a todo lo que ya me había contado: el corpiño que había robado y que me mostró la primera noche que nos quedamos sin dormir. Y nuestras manos habían cruzado la oscuridad de las dos camas para encontrarse y superponerse y permanecer así durante un rato. Celine me decía que se lo había metido en el bolsillo de la campera, que lo tenía guardado en el último cajón de su armario.
—Era de seda, ¿te acordás? Blanco, con una flor roja en el medio.
Esa madrugada habíamos hecho la promesa. Eso nos unía "para siempre" me dijo.
—Para siempre, Rocío. Amigas para siempre.
Y repitió el "siempre" porque decirlo seguido era reencontrarnos debajo del velador cualquier otra noche como esa, y recorrer con la vista el contorno de las cosas, charlando, hasta que el sol asomara rebanado por las persianas.
Celine hablaba en voz baja para que la empleada no entrara con su voz histérica a decirnos que nos callásemos y la zarandeara del hombro desapareciendo detrás de un portazo. Así era Delia. Nuestros intentos por contener la risa fracasaban casi siempre. Y al otro día, en el desayuno, cualquier modificación de su orden ¬¬—algún vaso que dejásemos sobre la heladera o las migas en el mantel—a Delia la alteraban, la sacaban de quicio. En el almuerzo aparecían sus comentarios venenosos. Entonces venía la madre de mi amiga, y Celine tenía que seguirla por el pasillo, tenía que encerrarse con ella en la habitación del fondo.
Yo la esperaba en su pieza, hojeando nuestro diario, escuchando cómo los gritos traspasaban las paredes. Después Celine volvía y sus ojos indicaban que yo debía irme.
—Te llamo —me decía. No nos preocupábamos demasiado. Sabíamos que se trataba de una fuerza superior a las nuestras. Solo esperábamos el momento en que los hilos se aflojaran y de nuevo volvieran las tardes con su rutina de encerrarnos en su pieza, o en la mía, desmarcando la punta doblada de nuestro diario, para seguir escribiendo la historia donde la habíamos dejado, completando las partes que le faltaban, todo. Hasta si había aparecido algún pelo en su pubis o en el mío o debíamos que seguir esperando.
Celine dejó de hablar. Se durmió boca arriba. Respiraba como haciendo gárgaras con el aire. Cuando apagó el velador sentí un gran alivio. Su interrogatorio acerca del perro me tenía mal, era como una bolsa de plástico que se me pegoteaba a la cara.
II
¬—¡Pasá! —me dijo desde la ventana—. Menos mal que no tocaste timbre. Casi todos siguen durmiendo. Vení, vení que te los muestro —me llevó a la cocina.
La jaula estaba sobre la mesada. Celine levantó el repasador que la cubría. Me mostró los dos hámsters que le habían regalado. Uno giraba la ruedita, el otro se metió bitosán en los cachetes y lo escupió dentro de una cueva de plástico. Todavía no tenían nombre. Ella los llamaba la Blanca y la Marrón, y no supo si eran machos o hembras hasta que un día, al sacar a uno de la jaula, parió sobre su mano.
—¿Querés tenerlos un rato? —me preguntó.
No quise. No sabía si me daban asco o miedo. Ella tapó la jaula con el repasador y sacó de la despensa un paquete de galletitas. También guardó en la mochila una sábana y dos revistas de su hermano.
—¿Adónde vamos?—le pregunté.
—A lo de los gemelos.
Nuestro barrio estaba lleno de construcciones nuevas. Al principio, algunos profesionales habían edificado ahí sus casas y prestigiaron los lotes. De a poco se fue convirtiendo en el barrio residencial más caro del pueblo. Los domingos se veía a los autos dar vueltas a la manzana.
—Esperá que me quiero cambiar —me dijo señalando nuestras bermudas: eran iguales. Las habíamos comprado en el mismo lugar, el mismo día. Solo que como mis piernas eran más gordas y cuando corría me las rozaba, el color se había gastado en la entrepierna, se habían formando unas bolitas horribles sobre la tela.
—Quedate así, igual no nos va a ver nadie —le dije. Entonces se puso la mochila y salimos. Corcho empezó a seguirnos, pero ella le chistó que se fuera para adentro. El perro se quedó mirándonos desconcertado, después empezó a lamerse los huevos.
La obra quedaba a dos cuadras. Era de una pareja que venía todos los días, a la siesta, a ver cómo iba. Los hijos, idénticos, parecían de nuestra edad. Al principio a Celine le habían gustado. Hasta que una tarde se acercó y los invitó a su cumpleaños, pero no fueron; a partir de ahí empezó a odiarlos. Y desde una pared medio derrumbada de la obra de enfrente solíamos espiarlos hasta que se iban.
Vimos al auto en la puerta. Los imbéciles se habían trepado a un árbol y lo sacudían. Nos escondimos detrás de una pila de ladrillos esperando que hicieran el paseo de siempre: que recorrieran las tres habitaciones, que subieran la escalera, que miraran el paisaje por un hueco de ladrillo. La mujer siempre movía las manos como dándole indicaciones al marido.
Cuando se fueron, trepamos el muro. Subimos al segundo piso. Ahí vaciamos la mochila: la sábana para tapar el agujero y que nadie nos viera, las revistas, el paquete de galletitas, la caja de tizas.
Celine subió al techo e hizo pis entre las vigas. El chorro cayó como un hilo formando un charco. Ella quería que yo también hiciera. A mí no me salía.
—¿De qué tenés miedo? —me dijo—. Estamos solas.
No tenía ganas, por eso no me salía. Ella se bajó de nuevo la bombacha e hizo otro charco en la escalera.
—¡Mirá la cascada! —gritó, y las dos nos reímos al ver cómo el pis caía serpenteando.
Nos pusimos a ver las revistas.
—Así las quiero tener, Rocío—dijo señalando las tetas de la mujer de una de las fotos—, así de grandes.
Después comenzó a refregarse los pezones. En algún lado habíamos leído que te crecían más si te las tocabas. Eso estimulaba no sé qué hormonas.
—Ayer a la noche, mi hermano se metió otra vez en lo de Delia. Me trepé a la casilla del gas y los vi.
Y me contó como él la besaba, le tocaba las tetas, la iba desvistiendo. Yo trataba de imaginármelos. Delia era bastante gorda y la ropa siempre le quedaba ajustada, en cambio a él todo le quedaba flojo. A veces hasta se le caía el pantalón. Un día Celine le dijo que se le veía el calzoncillo, delante de mí se lo dijo. A él no le importó. Para él nosotras éramos "dos nenitas". Me daba bronca, a Celine también. Por eso ella no aguantó más y una vez le dijo que sabía todo lo que hacía con Delia. Él le pegó una cachetada, la dejó llorando. A mí me costaba entender cómo a él le podía gustar la sirvienta. Delia era mucho más grande, además no era linda. Tenía una pierna más corta que la otra, rengueaba. El no, no era feo. Tenía el pelo largo, castaño, repartido por mechones que le caían sobre los ojos. Para mirar, sacudía la cabeza o se pasaba la mano tirando el pelo hacia atrás, hasta que se le volvía a caer sobre la cara.
Pasamos la tarde en el techo. Celine partió la tiza al medio e hizo unos dibujos en la pared. Después escribió mi nombre. Yo lo borré con un ladrillo. Así los dueños no iban a casa a quejarse. Ya una vez, unos vecinos nos habían agarrado.
Volvimos por la vereda de la viuda Goitán. El hijo jugaba con un cachorro que le habían regalado los vecinos, después que se le murió el perro. El cachorro pegaba saltitos y se caía sobre el pasto. Cuando nos vio, corrió hacia nosotras. Yo me acerqué para acariciarlo.
—¡No lo toques! —me gritó el nene y corrió detrás del cachorro, lo subió a upa y lo entró.
Celine no dijo nada, pero no hacía falta ser adivina para darse cuenta: pensaba que la culpa de todo lo que había pasado un mes antes había sido mía. Por eso le dije que mejor no volver a casa tan temprano: no podía imaginarme en la pieza, encerrada con ella y su mirada de "creo que hay algo que no me querés contar".
—Hay otra construcción a seis cuadras... —le propuse.
En realidad no conocía ninguna construcción a seis cuadras. Lo único que hice fue arrancar yuyos al pasar por un baldío para sacarme la bronca y las ganas de llorar.
III
Lo primero que vi al llegar fueron las bolsas rotas, la basura desparramada por la vereda. Y, en el medio, el perro del viejo Frank, muerto. Un círculo de vecinos lo rodeaba.
—¡Está muerto! —gritaba la viuda Goitán, y lo repetía cada vez más fuerte a medida que el alemán y los hijos corrían hacia nosotros—. ¡Pársifal está muerto!
Nos abrimos para dejarlos pasar. El viejo se arrojó sobre el animal y lo alzó, el peso lo inclinó hacia atrás. El cuerpo del perro estaba tieso. La cabeza, con las pupilas mirando hacia la nada y un colmillo que asomaba de la boca, cayó lánguida sobre el brazo del alemán, que lo acurrucaba. Hacía mucho calor, las moscas volaban por todos lados y vi cómo varias aterrizaron sobre el lomo de Pársifal. Adolfo, el menor de los Frank, comenzó a llorar. Germán le acariciaba la cabeza, mientras contenía las lágrimas y se mordía el labio. El viejo se llevó al perro sin decir nada, escoltado por sus hijos.
Aunque vivían enfrente, a muy pocos metros, no nos conocíamos demasiado. Sabía que todos lo llamaban "Frank", porque el apellido era impronunciable. Se ocupaba mucho de sus plantas. Cada vez que yo caminaba por su vereda, levantaba gentilmente una mano para saludarme y con la otra tiraba hacia atrás y hacia adelante la máquina de cortar pasto. Sabía que su esposa estaba enferma: se deprimía. Pasaba noches enteras llorando, rompía cosas. Solía pasearse por el barrio en camisón, hablando sola, en alemán. Era una mujer rubia, de pelo demasiado corto. Tenía un enorme busto que asomaba por el escote de sus camisones floreados. A veces pasábamos meses enteros sin tener noticias de ella, hasta que se volvía a escuchar su llanto y se veía de nuevo la luz encendida a las dos de la mañana.
De a poco, el círculo de vecinos se fue desarmando: se habían llevado el perro y no quedaba demasiado que mirar entre las bolsas rotas y la basura. Frank recostó el animal sobre el pasto, y a través de la ligustrina advertí que se ponía a cavar en el jardín, junto a los rosales. Sus hijos hundían las manos en la tierra y la arrastraban hacia atrás, apartándola del pozo.
Los demás chicos subieron a sus bicicletas y comenzaron a gritar y a reírse como antes de ver muerto a Pársifal. La Goitán le dio un coscorrón al hijo que pisaba las cáscaras de naranja enchastrando la vereda. Se lo llevó a empujones hasta la casa, gritándole que era un sucio, un puerco.
Celine me tiró del brazo, dijo que fuésemos al cordón de la vereda de enfrente. Nos sentamos bajo la sombra de un árbol.
¬—Mejor vamos a tu casa —le dije al rato.
—No tengo ganas —me contestó, mirándose los pies.
Nos quedamos en silencio, ahí sentadas. Celine pinchaba hojas secas con una rama y perseguía hormigas que se subían a la vara y caminaban hacia sus dedos. La sacudía y caían sobre la vereda. Yo no podía dejar de mirar lo que hacía.
—Mi papá dice que alguien puso veneno en la basura.—dijo.
—No creo que alguien haga eso.
—Mi papá dice que tu papá puso el veneno.—dijo, sacudiendo la vara de nuevo. —Ya es el segundo que se muere en la entrada de tu casa.
Crucé la calle y cerré el portón de un golpe que lo hizo temblar. Ella se quedó del otro lado de las rejas y bajó la vista para mirar de nuevo a las hormigas.
IV
En realidad no me puedo dormir, papá, por eso te escribo. El diario está casi lleno. Me faltaba solo esta hoja y lo termino. No quiero escribir nunca más diarios. Ya no me interesa que las cosas importantes queden anotadas. Tampoco me importa lo que digan de vos, ni me importa que Celine no me vuelva a saludar. Vi lo que hizo con la promesa que habíamos hecho. Una noche habíamos prometido ser amigas para siempre. Lo habíamos escrito en un papel y las dos habíamos firmado. Cada una tenía una copia. Ella rompió la suya. Está afuera, al lado de los tachos. La tiró ahí.
La mía sigue guardada en el cajón. No pude romperla. No puedo romper las promesas. Por eso no nunca le dije nada. Por eso ni siquiera salí, cuando afuera empezó de nuevo todo el griterío. Me quedé acá adentro y los vi desde la ventana. Celine estaba contra el portón de casa. El hermano se tiró llorando encima del perro y le apoyó la cabeza sobre el lomo. Ella no lloraba. Sus ojos estaban como los míos la noche que entraste a contarme lo que habías hecho y me dijiste que no se lo contara a nadie.
Y yo te prometí guardarlo como una tumba.
Salvania
HELEN Y BRYCE ECHENIQUE
La presente narración la viví en la Universidad Sorbona, en Francia. Muy cerca a lugares exóticos como parques, teatros y cafeterías. Recuerdo que muchas veces iba a las cafeterías no a tomar una sino dos tazas de café, como usualmente lo hacía, sino porque allí se reunían muchos artistas, entre los cuales pude observar a Bryce Echenique, aquel que era mi profesor de biografía analítica en la universidad.
Tuve la inmensa suerte y el destino de mi parte encontrarlo siempre allí, ya que así me era más fácil tratar de investigarlo y de tomar apuntes, para la tarea que debía realizar.
Grande fue mi sorpresa y mayor aun mi tristeza al ver a Helen en aquel lugar.
Helen, era una chica que tenía los ojos color ceniza, labios color carmín y figura de mariposa. La había observado muchas veces. Sin duda alguna, era una muchacha muy simpática, pero las necesidades de mi vida, hicieron que la vea como una chica más. Estaba más empeñado en terminar mis anotaciones y resúmenes para el trabajo de análisis biográfico de la vida de Bryce Echenique que en poder salir y conversar con alguna chica. No tenía mucho tiempo para eso. Aquel trabajo era el más importante para mí. Era terminar de la mejor manera ese trabajo. Era el pasaje hacia la consagración como escritor. Tal como lo dijo Bryce Echenique; maestro en la universidad a quien debía presentarle el trabajo mencionado; "aquel de ustedes que consiga llegar a describir con mayor acercamiento mi vida, no sólo está aprobado sino que además, si es que logra acercarse mejor al análisis de mi vida será invitado a mi hospedaje este sábado y compartirá conmigo un almuerzo".
Nos supe que hacer por unos instantes, no quería que nada ni nadie impidiera que logre hacer el mejor trabajo. Pensé rápido. Decidí hacer algo al respecto, ya que si aquella chica simpática pero a la vez mi mayor competidora por conseguir el tan ansiado sueño de lograr conocer más a Bryce, lograba acercarse a él estaba perdido. Nadie podía ganarme esta vez. Ya me había pasado lo mismo con Ernesto cardenal.
Hace dos años. Cuando estaba en el 5° ciclo, recuerdo que Ernesto realizo un concurso interno para ver quien lograba acercarse más no a su poesía sino a la poesía de Walt Whitman, ósea a una poesía universal como él lo decía, "más que ser un poeta, hay que ser una persona con sentimientos universales", nos repetía siempre.
Aquella vez quede en segundo lugar, no porque mi poema no fuera el mejor. Para Ernesto si lo era pero para los demás el poema del brasileño era mejor que el mío.
Recuerdo bien que Ernesto me dijo: "muchacho tu poema es bueno, me gusta mucho, pero no es que me guste a mí sino a los demás". Allí radica la belleza de la poesía, en saber que no sólo nos gusta a nosotros sino a los demás. Diciéndome esto termino.
Pasaron dos años desde aquel episodio infortuito y ahora la historia parecía no serme indiferente.
Casualidades de la vida, Helen era brasileña. Y escribía muy bien. Pude notarlo en algunas anotaciones que hacía. Era un achica muy empeñosa. Pero pensé que al ser este un trabajo de investigación muy diferente a otros, podría tener mayor ventaja frente a los demás.
Estaba muy equivocado. No podía perder un segundo más. Era ahora o nunca.
Me acerque a la mesa donde se encontraba Helen.
Sentí que mi corazón latía muy fuerte. Estaba lleno de emociones encontradas. Me tranquilicé antes de saludarla. Pensé en mi vida y Bryce, y en las palabras de Ernesto.
- ¡Hola Helen! ¿cómo estás? – susurré con un tono de voz muy calmado, que me sorprendió mucho.
- ¡Hola Lito! ¿Cómo estás? – me dijo, mirándome con sus ojos sonrientes.
- Bien, bien. Qué casualidad encontrarte por aquí. Si no te molesta voy a pedir tres copas de vino – dije sin dudarlo.
- ¿Tres copas de vino? – pero y ¿va a venir alguien? – me dijo muy sorprendida.
- ¡No! No va a venir nadie – replique.
- ¿Entonces? – dijo ella.
- Es un secreto de familia. Siempre se pone una copa más en la mesa cada vez que haya más de una persona. Es algo que siempre funciona para tus propósitos. Le dije, mirándole a los ojos.
- ¿y cuál es tu propósito? – dijo. Notándosele muy interesada en mi relato.
- Mi propósito y el mayor de todos es besarte. Le dije, pensando que se ruborizaría y así pronto se iría de aquel lugar y me dejaría por fin solo.
- ¿Así que quieres besarme? Uhm........ pues creo que deberías hacer más que eso para conseguirlo. Me dijo. Desconcertándome aún más, ya que pensé que se iba marchar.
Por unos segundos me quede pensando. Sin darme cuenta sentí algo húmedo en mis labios. Pronto vi que era Helen la que estaba besándome.
- Tienes una linda mirada, me dijo.
Pude comprender al instante que en los momentos en que estuve pensando, la estaba mirando involuntariamente a los ojos.
Sin duda alguna fue aquello, lo que la motivo a hacer lo que hizo.
Ahora no sabía qué hacer. Creía que diciéndole que quería besarla se iría y muy por el contrario se acerco más a mí. Me tomo de los brazos y me dijo que yo le gustaba desde siempre.
Me dijo también que era un escritor muy bueno, que esta vez sí conseguiría ganar la cita con Bryce Echenique.
Ánimos Lito, sé que tu lo vas a lograr me dijo, con una sonrisa muy bella y unos ojos que reflejaban la iluminación de las velas de nuestra mesa.
Me quede confundido por unos instantes. Era mi competidora. Mejor dicho era ahora mi enamorada. Al parecer eso era desde ya. Recuerdo que nos besamos y luego nos fuimos a escribir al parque.
A los dos diez después de estar con Helen, ella vino muy triste y me dijo lo siguiente:
- ¡No sabes lo que ha pasado Lito! ¡Estoy tan triste! Mi madre me acaba de llamar esta mañana comunicándome que mi padre ha fallecido. Tengo que ir Lito, pero si voy no creo que pueda regresar. Te quiero mucho y no sé qué hacer.
- ¡Calma mi vida! ¡Ánimos!. Verás que todo va a estar bien. Te quiero mucho y voy a estar siempre contigo – le respondí.
- Entonces ¿te vienes conmigo? – me dijo, soltando una sonrisa en medio de tantas lagrimas.
- No lo sé mi vida. Sabes que tengo que presentar el trabajo. He trabajado tanto para ello. ¿tú me entiendes verdad? – le dije, sintiéndome muy mal por las palabras que le decía a Helen.
- Entonces todo se acaba aquí. Allá en Brasil seguiré con mi vida literaria. ¿No te lo dije verdad? Mi familia tiene una editorial muy reconocida. Así que ¡adiós! – me dijo estas palabras y llorando se fue.
Recuerdo que todo pasó muy pronto. A veces prefiero olvidar a Helen y Bryce por unos momentos. Ambos me traen muchos recuerdos. Y recuerdos muy tristes y me que me hacen llorar hasta el día de hoy. Llorar como lo hizo Helen cuando no me fui con ella.
Son las tres de la mañana y yo me encuentro aquí escribiendo esta historia.
Diez años después, todo quedará para la anécdota. No pude ganar el almuerzo con Bryce aquella vez. Pero al menos me consuela escribir esta historia. Son las tres de la mañana y leo en una página de internet de un diario español una entrevista que le han hecho a Bryce. Leo también, dos páginas más adelante, que hay una gran reseña a una mujer llamada Helen Maturana y a su gran éxito con su editorial.
Casualidades o no de la vida todo ello me trajo el recuerdo de Helen y Bryce; y ahora años más tarde, como no. Estoy de vuelta en un concurso literario.
Marshall Gorky
EL HUECO DE MI ESCALERA
Tengo el mundo a mis pies. Lo observo por el hueco de la escalera desde la última planta, el sexto piso, la cúspide, el final, donde llegan muy pocos, donde yo he conseguido llegar para tener una visión clara de las cosas. Me gustaría decir que es una escalera de caracol, como en las películas, el hueco sería entonces un círculo con una barandilla en espiral, como un remolino en aguas turbulentas, un remolino que absorbe o expulsa personas según bajan o suben. Pero no es así, no es una escalera de caracol, el hueco de la escalera por el que observo el mundo es cuadrado, de una barandilla tubular y metálica, impersonal, fría, distante, con ángulos rectos que evitan deslizarse abajo y arriba sin parar, siempre se retiran las manos de esas esquinas, no tienen la continuidad del círculo, de la espiral.
Paso días y noches asomado al brocal del pozo que es esta escalera, mi escalera, observando, soñando, esperando, distraído, aburrido, pensando, brazos que ascienden, que descienden, alguien pegado al pasamanos, alguna cabeza sin pelo, el lateral de un cuerpo en un vestido de mujer, ropa con mangas, sin mangas, de colores que ni siquiera sabría definir; permanezco atento, escuchando algunas voces, palabras sueltas, escuchando murmullos, silencios, incluso algún llanto. Paso desapercibido, pocos miran arriba y advierten mi presencia, soy como un búho anónimo apostado en lo alto de un roble del bosque, viendo pasar la vida sin ser visto.
Intento discernir entre unos y otros, comprenderlos, conocerlos, el tiempo me ha enseñado a reconocer y apreciar los pequeños detalles, analizo a las personas por su modo de subir, de bajar, por sus ropas, por su pelo, por sus voces, me gusta conocer a quien hace este camino simplemente observando desde lo alto.
Esta mañana subía una pareja de no enamorados, ella subía detrás de él, sin ningún interés en caminar a su lado, ni de él en caminar con ella, se diría que están juntos porque no encontraron su verdadero amor, porque no supieron esperar; ambos llevan una alianza que les quema. Se cruzan con una madre en la segunda planta, preocupada, baja rápido, apoyándose, busca un teléfono y consuelo de alguien, si subiera hasta aquí yo mismo la ayudaría y hablaría con ella.
Algunos se saludan fríamente al cruzarse, otros ni se miran, unos pocos se abrazan, algunos se besan, todo el mundo debería abrazarse, al menos así lo percibo desde aquí. Deberíamos ser más cariñosos, deberíamos irradiar alegría a los demás, sin mentiras, con sinceridad, deberíamos dar lo que nos gustaría recibir.
Un niño baja corriendo, canturreando un idioma ajeno, saltando escalones de dos en dos, de tres en tres, apenas acaricia el tubo metálico que debería asegurar su bajada, apenas le importa, baja feliz, quiere salir fuera a jugar o a comprar golosinas. Un día de estos voy a encargar que me compren golosinas para guardarlas y dárselas a algún niño que suba por aquí. O mejor aún, se me ocurre ahora, compraré un saco de caramelos y cualquier día los lanzaré por el hueco de la escalera, como los reyes magos que veía de pequeño recorriendo la ciudad, repartiendo ilusión y caramelos en igual proporción.
Todos los días veo un brazo oculto bajo un traje, esposado a un reloj caro, un brazo que pierdo en la tercera planta, siempre he dicho que es alguien importante, aunque no para mí. De verlo a diario le conozco casi como al de mantenimiento, todo el día utilizando mis escaleras –bueno a este le conozco personalmente-, todo el día haciendo escalones, arriba y abajo, con su cinturón de herramientas –chulísimo por cierto-, con su bolígrafo y su lapicero en el bolsillo, siempre preocupado porque todo funcione correctamente.
Todos los días veo también subir a mi amor, la conozco solo con ver su brazo, da igual que lo lleve vestido o no, conozco su brazo desnudo y conozco su brazo con cualquier ropa que lleve puesta. Muchas veces se asoma y me lanza un beso que sube flotando como pompa de jabón que yo exploto con mis labios besando. Es una mujer increíble, un poco loca, ¿Quién no lo está?, le gusta jugar, le gusta amar y es amable, tiene miel en los ojos y seda en el pelo.
En el fondo del pozo tengo un amigo también, lleva uniforme azul y de vez en cuando se asoma mirando hacia arriba, me saluda con la mano y desaparece. Al principio cuando se asomaba no me saludaba, pero un día yo le hice un gesto con la mano –me gusta hacer amigos-, y él me devolvió el saludo, desde entonces siempre lo hacemos, es un buen amigo aunque no hablamos por la distancia que nos separa.
Algunos días veo también subir un brazo enfundado en una túnica negra, de manga ancha, sube casi levitando, se diría que no utiliza los escalones, sus dedos huesudos, una hoja metálica y afilada por encima de su cabeza enfundada en capucha, nunca mira arriba, siempre se desplaza rápido y con decisión, perdiéndose en una planta o en otra. Tampoco nunca llegó aquí, jamás vino a esta altura desde la que observo el mundo –al menos yo no le vi-, no le conozco por tanto y seguro que no tiene amigos ni conocidos aquí arriba.
Esto veo desde mi atalaya, desde la sexta planta de un lugar en el que me siento bien, donde están mis amigos, mis enemigos, mis conocidos y desconocidos, mi mundo, mi amor, mis recuerdos, mi olvido. Esto veo por el hueco de la escalera del hospital psiquiátrico de La Esperanza, mi cuadrado pozo de escaleras de barandilla metálica.
Cuentaestrellas
VÍCTIMA Y ASESINO
Lautaro, más alma en pena que ser de mente y vida. Lautaro, muchacho sin brillo alguno en sus ojos reposados sobre motas moradas. Lautaro, cuerpo resignado al olvido. Lautaro, víctima del desamor.
Mira a través de la ventana, indiferencia reflejada, envidia escondida. Y los ve besarse y no dice nada, pero lo piensa.
Ella se sienta sobre su regazo y le lee una revista.
Lautaro anhela. Lautaro siente.
Y lo ve a él mirarla con suavidad. Y el rostro de su Mariana aparece delante de él. Lautaro no dice nada, ignora.
Lo ve a él acariciarle la cabellera, y recuerda el dulce perfume que emanaba su Mariana.
Él le cierra la revista, pero ella no se enoja, no se altera: le sonríe. Y la luz de su Mariana lo ilumina otra vez.
Los ojos de Lautaro no expresan nada, pero su corazón late fuerte. Muy fuerte. Y sólo Lautaro lo siente.
Ellos se besan y los labios de Mariana acarician los suyos con delicada ternura. Amor.
Lautaro, cadáver viviente e invisible, repite esa palabra en su mente inútil. Una vez. Y otra más. Amor, amor, amor...
Lautaro sigue observando, pero ya no soporta. Se va.
Y la feliz pareja es sorprendida por un loco con apariencia de autista, que los mira y no dice nada. ¿Es un fantasma?
Ella es apartada de una bofetada de su regazo y él es interceptado por dos manos temblorosas que se cierran en torno a su garganta y lo asfixian, lo asfixian, lo asfixian...
Y ella se cuelga sobre el asesino ausente y lo araña, lo golpea, lo muerde. Pero el asesino no dice nada. No la siente. Continúa matando. Y él muere.
Los vecinos oyen intrigados, cautivos, expectantes. Pero no hacen nada. No hablan, calla, se esconden. Oyen.
Gritos. Llantos. Golpes. Silencio.
Lautaro, ya alma sin vida. Lautaro, portador de una agonía infinita. Lautaro, la víctima y el asesino.
Él yace sobre el sillón almidonado, con los ojos abiertos y espantados, frío, inmóvil, muerto. Y ella descansa eternamente sobre un mar rojo, magullada.
Lautaro ve. Lautaro oye. Lautaro siente. Siente la presencia de aquella sensación de ingenuo soñador, la alegría sin causa ni efecto, el sentimiento de inalcanzable vuelo, la esencia de la vida. El amor.
Lautaro ve. Lautaro oye. Lautaro siente.
Lautaro lo mató a él, la mató a ella, pero no destruyó su amor.
Sigue impune, intocable. Inalcanzable.
Y Lautaro toma un cuchillo, ya con la mente en blanco, y se atraviesa el agonizante corazón.
No siente dolor. Ya no más.
Lautaro muere.
Chica fantasma
LIBERTAD AL MINOTAURO
Aquello era inaudito. En el ágora de Heraklion, abarrotada, se extendió un silencio asombrado.
La comitiva acababa de entrar en la amplia plaza, precedida por los acordes de pífanos y sistros. Tras los músicos aparecieron el rey Minos y su hija Ariadna que, como era costumbre, habían acudido a recibir a los barcos llegados de Atenas con su cargamento de catorce jóvenes, siete varones y siete muchachas, tributo anual de la ciudad ática al poderoso monarca de Creta. Éstos caminaban detrás en ordenada fila cuando uno de ellos, el de barba rubia y ojos determinados, se desmarcó del grupo, encaramándose a un bloque de piedra que se alzaba junto al recorrido. Acto seguido el resto de los atenienses se arracimaron entorno a él, las cabezas alzadas en actitud desafiante. Fue una maniobra tan desconcertante que nadie movió un músculo, congelados en su estupor.
Entonces, desde la altura de su improvisada tribuna, el joven tomó la palabra: - ¡Ciudadanos y ciudadanas cretenses! Mi nombre es Teseo, hijo de Egeo, rey de Atenas, y he venido como portavoz de un movimiento que cada vez cobra más fuerza en mi ciudad. En esta misma isla se está produciendo una situación de injusticia intolerable: un ser, cuya única falta es haber nacido distinto al resto del género humano, está siendo retenido, contra su voluntad y de por vida, en un angustioso laberinto por un gobernante que proclama su pretendida justicia por todo el Mediterráneo. El rey Minos, que tantas veces nos ha dado pruebas de su ecuanimidad y sentimiento popular, sin embargo se muestra fanático en el tratamiento que otorga al Minotauro, obligando a una criatura sensible e inteligente a pasar el resto de sus días en un aislamiento brutal, impidiendo que se desarrolle como sujeto y que sea dueño de sus propios actos. No podemos permanecer impasibles ante este atropello injustificado, esta manifestación de fuerza coercitiva; todos los que creemos en la libertad debemos unir nuestras voces para exigir el excarcelamiento de nuestro hermano oprimido. ¡Liberad al Minotauro!
- ¡Liberad al Minotauro, liberad al Minotauro! - un coro se elevó a sus pies y catorce puños se agitaron en el aire.
Ariadna fue la primera en reaccionar. Se acercó al grupo vociferante, la cara roja de ira, las finas cejas arrebujadas entre sus ojos celestes.
- ¡Cómo te atreves a hablar así de mi padre! ¿Conceder derechos al Minotauro, dices? Esa bestia, mitad toro, mitad hombre, es un monstruo que se alimenta de carne humana, un peligro para todos los habitantes de Heraklion y de Creta. El rey únicamente está protegiendo a su pueblo de los ataques de esa fiera abominable. Y tú, Teseo, - apuntó el dedo índice directamente a su rostro, - no eres más que un cobarde que te niegas a enfrentar tu propio destino, pues todos sabemos bien que pronto acabarás en el estómago de ese demonio; para eso os traemos cada año.
Teseo la miró estupefacto; abrió la boca y tomó aire pero en ese momento Minos bramó: - ¡Basta! ¡Ni una palabra más! ¡Soldados, a ellos!
Hombres armados se abalanzaron sobre Teseo y sus compañeros. En el tumulto, el ateniense pudo zafarse durante un momento de sus agresores y agarró el brazo de Ariadna. - ¿Es que no sabes por qué estamos aquí? ¡Pregunta a Dédalo! - Un brazo musculoso surgió detrás del cuerpo del joven y le agarró por el cuello, arrastrándole hacia los demás. La muchacha aún pudo distinguir su voz ahogada, que repetía: - ¡Pregunta a Dédalo! ¡Pregunta a Dédalo!
* * * * *
El sol caía a plomo sobre el vallecito cubierto de olivos y pinos que saturaban el aire con un pesado olor a aceite y resina, mientras las chicharras chirriaban enloquecidas. Pero dentro del palacio de Knossos, en el pasillo donde Ariadna conversaba con un hombre maduro de pelo ralo entre columnas de fuste granate y capitel de ébano, reinaba un frescor que impedía pensar en el intenso estío del exterior.
- Pero, Dédalo ¡entonces tú lo sabías!
El hombre movió la cabeza con tristeza. - Soy la única persona en toda la isla que conoce la verdad. Tiene que ser así, fui yo quien proyectó el laberinto.
Ariadna paseaba con pasos cortos, mirando al suelo. - No puedo creer lo que me estás diciendo. No es posible que mi padre sea tan cruel.
Dédalo suspiró. - El universo de los sentimientos es tan complejo como mi diseño de la morada del Minotauro. Tu padre nunca pudo perdonar a Pasifae su infidelidad, aunque fuera con el mismísimo Zeus. Es cierto, el fruto de aquellos amores no es responsable de nada pero Minos es un hombre herido y, como el resto de los mortales en esa situación, no atiende a las razones más elementales.
- No le justifiques -, siseó con ira la joven. - Es mi hermano, por Hera, mi propio hermano -. El pasillo se asomaba a uno de los innumerables patios del intrincado complejo palaciego. Ariadna asió la balconada y dejó caer la mirada hacia los niveles inferiores. - Cómo ha podido engañarme de esa manera... - Con las palmas abiertas golpeó rabiosa el murete. - ¡Y no sólo a mí, sino a toda la isla! - Se volvió hacia Dédalo con ojos eléctricos. - Se ha aprovechado del miedo de los cretenses, miedo que, por otra parte, él mismo se ha encargado de fomentar y dirigir, para respaldar su innoble acción. Nos ha tenido aterrorizados por un horror que no existe; sólo los dirigentes más abyectos utilizan unas tácticas tan retorcidas para unos fines tan bajos. Ningún ateniense ha sido sacrificado, sólo venían a hacerle compañía a mi pobre hermano. ¡Ay, con razón Teseo se asombró en el ágora cuando le increpé! -
Dédalo se acercó a ella y le posó con dulzura la mano en el hombro. - ¡Qué podía saber él! Un mes antes de que se cumpla el año desde la llegada de los jóvenes entro en el laberinto por una entrada secreta que sólo yo conozco y por la noche, sigilosamente, les hago salir y les embarco de nuevo a Atenas. Muchos vuelven con pena pues acaban entablando una verdadera amistad con el Minotauro, después de compartir con él tantos días de encuentros musicales, recitales de poesía y obras de teatro dirigidas y escenificadas por los visitantes y el anfitrión. ¡Qué carne humana, ni qué pamplinas! ¡Calor humano, eso es lo que necesita el cautivo!
Ariadna levantó el brazo y asió con fuerza la mano del hombre. - Luego Teseo tenía razón. Le ayudaré; no sólo por el lazo que acabo de descubrir y que me une al prisionero, sino porque es justo que el pueblo sepa la verdad, que se desvanezca esta odiosa mentira. El rey nos debe una explicación, a ellos y a mí, y cada uno debe exigírsela desde el lugar que le corresponde: yo misma desde palacio, con las razones y argumentos que tan bien he aprendido asistiendo a sus imparciales juicios, y los cretenses desde la calle, que mi padre oiga su clamor de indignación desde las puertas mismas de este palacio de Knossos. Alguien debe tirar del hilo que desembrolle esta madeja y, para mí, será todo un honor.
* * * * *
- ¿Me estás escuchando, hija mía?
- Lo siento, padre -, Ariadna volvió la cabeza hacia el rey, pero al igual que la multitud de personas que se agolpaban entorno al gran patio central de Knossos, no podía evitar interrumpir la conversación cada pocos segundos para dirigir la vista hacia la alta abertura del corredor del propileo norte.
La expectación era evidente. Toda Heraklion aguardaba en la periferia del inmenso espacio ceremonial mientras Minos y su hija presidían la escena desde un mirador columnado que se abría en el flanco del este. De pronto una figura barbada se recortó en la oscuridad del propileo y avanzó hacia el centro de la explanada.
- ¡Hermanos y hermanas cretenses! -, Teseo, con los brazos en cruz, se dirigió a la multitud. Bajó el brazo derecho y se giró. - Minos, Ariadna... Hoy es un gran día que será recordado por todos aquellos que luchan por la dignidad universal pues se ha hecho justicia; una justicia anhelada que, si bien brotó lejos de esta isla, ha tenido a sus adalides más ardientes aquí, entre las gentes de Heraklion, que durante días reclamaron a su rey respuestas ante un hecho que claramente les había sido ocultado. De todos es sabido que cuando el pueblo habla, su voz es potente y arrolladora; por eso nunca debemos olvidar que juntos somos una fuerza imparable que demanda ser escuchada, pues en nuestras reivindicaciones anida un verdadero sentimiento de integridad que los poderosos tienen el deber de acatar -. Aplausos y gritos de entusiasmo surgieron espontáneos, coloreando la plaza de una intensa emoción.
Cuando las voces se calmaron, Teseo prosiguió. - Pero no debemos olvidar a quien también luchó por el fin de este encarcelamiento ignominioso; Ariadna, - los ojos de ambos jóvenes se encontraron, - quien, con hábiles palabras, apeló a sentimientos fraternales que no sólo la vinculan a ella misma con el rehén, sino que también conciernen a todos los seres conscientes que tienen derecho a una vida digna -, de nuevo se escucharon vítores ensordecedores.
Teseo cabeceó en dirección al rey. - Minos, una vez más, no nos ha decepcionado, demostrando ser un hombre sabio; ha sabido atender a aquellos cuyas razones no admiten rebate, cuyos principios están fuera de toda duda. El Minotauro, pues, es libre. Él mismo lo confirmará -, y miró hacia el norte.
Todas las bocas enmudecieron. Lentamente, entre las sombras, se fue distinguiendo una silueta imposible: una recia testuz coronada por dos astas marfileñas y cubierta de un sedoso pelo zaino, los belfos húmedos del aliento exhalado y ojos mansos aunque con un destello inteligente, el cuerpo de hombre bien proporcionado, sólo cubierto por una breve falda de lino blanco atada a la cintura. El Minotauro se acercó a Teseo y habló con voz profunda y aterciopelada.
- No estoy acostumbrado a dirigirme a tanta gente y tampoco hay palabras para expresar mi infinita gratitud. Tan sólo espero que mi presencia hoy aquí traiga calor a vuestros corazones porque es la merecida recompensa a la lucha que emprendisteis.
Ariadna se asomó desde el balcón. - Hermano ¿qué vas a hacer ahora?
El Minotauro sacudió una oreja, como si un moscardón le estuviera importunando. - Esta isla ha constituido mi encierro durante muchos años, necesito saborear otros aires y texturas. He oído que hacia poniente hay un territorio poblado por grandes uros, esos inmensos bóvidos, los últimos de su especie. Creo que me dirigiré hacia allí, intuyo que tenemos muchas cosas que compartir. Además, debe ser una tierra muy especial, pues su forma se asemeja a la piel de un toro secándose al sol...
J.B.
EL SEÑOR DEL ALMA ROTA Y LA SONRISA ETERNA
La casa de Manuel está totalmente vacía. Como cada madrugada, la suave caricia de una estrella se refleja en la armadura inerte de algún paladín etílico; y hasta el rocío, otras veces apático y narcisista, ha decidido robarse la arrancada para regalarle las primerísimas gotas de su llanto. Paciencia, bondad, locura, estos son los principales atributos de un maniquí octogenario que se empeña en dibujarnos el alma con el color de su sonrisa. Si la vida no se contara por años vividos y sí por lágrimas derramadas, entonces Manuel sería la persona viva más añeja del universo. Pero a pesar del dolor, ahí está todos los días, las tardes, las noches; sus ojos siempre mirando de frente, como si quisiera hacernos una radiografía y beberse nuestros más terribles secretos, hacerlos suyos y aliviar la carga de nuestros hombros. Y aunque hay muchos que le desprecian, ignoran y lastiman, su espíritu no sabe de rencores ni vanidades insulsas; ama tanto a los que respiran su silencio, como a los que llegan a su casa, y sin darse apenas cuenta, profanan su espacio.
El frio que viene del mar le obliga a ponerse el abrigo verde de siempre, con los mismos agujeros en los bolsillos y los botones multiplicándose ante tantos ojales excitados. Pero igual sirve para calentarle la mitad del esqueleto, de la otra se encarga una pequeña botella plástica repleta de ron. Aprovecha para darse un trago bien largo, casi eterno, así debe ser antes de revisar cada una de las baldosas del caminito principal. Con excesiva ternura, espulga los corchos y las cenizas que algún demonio humeante arrojó justo encima de un manto de romerillos. Sin pausas vuelve al patio en busca de un cesto metálico enorme, es tiempo de jugar basquetbol con una veintena de latas de cervezas, otras tantas de refrescos y estuches de confituras. Mientras el ron aún circula con luz verde a través de su garganta, mira el reloj por primera vez, acaricia la nieve sobre su cabeza y con lágrimas encontradas, descubre las risas infantiles y las minúsculas pisadas sobre la arena del patio; las huellas de una pelota en la pintura del muro frontal, y luego se alarma con el olor a hierbas quemadas, residuos de alquimias alucinógenas y condones.
Manuel le rompe el sueño a una vieja canal, hinca sus rodillas en la gélida lámina de acero que antecede al cajón de arena. Con la mirada disuelta en la desilusión, intenta apagar las luces que aún se yerguen a lo alto de las farolas, y sin muchos mimos, aprieta los labios contra la rosca de la botella y termina el sorbo con un graznido. Luego se planta frente al corredor que reina entre las sillas voladoras y el carrusel, y como todas las noches, comienza a llorar. Una fotografía recorre su cuerpo, besa sus manos, seca sus lágrimas; una vez más la soledad de su hogar juega de médium para reencontrarse con los que tanto amó y perdió súbitamente en aquella caprichosa autopista...
Pasan las horas, los sueños, pasa la vida delante de sus pupilas amoratadas y el pectoral descocido, pasan todos, hasta dejarlo sólo en la inmensidad de un cielo desteñido que sirve de techo a su hogar. Muy pronto las nubes empezarán a correr de un lado para el otro, como si quisieran gambetear los rayos del sol y ser las únicas protagonistas del despertar. Manuel sabe que es inminente la ruptura de la armonía, que su casa necesita abrir las puertas para todos y, allí estará él una vez más dándonos la bienvenida, con las cejas desaliñadas y el cabello torcido, el corazón a flor de piel...y una sonrisa siempre abrochada en el alma.
Alfredo
ENFOCANDO EL TELESCOPIO CON PRECISIÓN
Enfocando el telescopio con precisión, confirmó lo que suponía, la trayectoria había cambiado. Era una modificación imperceptible, mínima, pero en cuanto comprobase los cálculos su suposición quedaría corroborada.
(Se atribuye la invención del telescopio a Hans Lippershey, un fabricante de lentes alemán, pero recientes investigaciones atribuyen la autoría a un gerundés llamado Juan Roget en 1590, quien dos semanas después de que lo patentara Lippershey, intentó patentarlo.)
Antes de bajar a su despacho, a donde ya había enviado los datos para que se iniciara la computación que refutara el desastre inminente, se asomó por la ventana que daba a la ciudad vieja de Jerusalén.
(Hay otra curiosidad relativa tanto a la nueva Jerusalén, que simboliza a la ciudad santa, como a Babilonia, que simboliza a la ciudad perversa: en Apocalipsis 18 aparece un lamento por la Babilonia destruida; en Apocalipsis 21 aparece la descripción de la nueva Jerusalén. Las descripciones de lamentación y de sentido negativo dadas a Babilonia, aparecen revertidas, en sentido de gozo y alegría para Jerusalén.)
Las columnas de humo ascendían desde la frontera con Palestina, tan grandes que se podían ver desde donde él estaba.
(El conflicto de la Franja de Gaza, denominado Operación Plomo Fundido por las Fuerzas de Defensa Israelíes, fue una ofensiva militar precedida por una campaña de bombardeo aéreo sobre la Franja de Gaza, que tuvo inicio el 27 de diciembre de 2008 y que finalizó el 18 de enero de 2009. Fue dirigida contra objetivos de la infraestructura de la organización Hamás, principalmente puertos, sedes ministeriales, cuarteles de policía, depósitos de armas y los túneles subterráneos que comunican la Franja de Gaza con Egipto. El conflicto fue descrito como la "Masacre de Gaza" en gran parte del mundo.)
Pensó que tal vez ya no tenia sentido prevenir del desastre, pero de todas formas se sentó delante del ordenador y vio como los cálculos terminaban de realizarse.
Arcac
ATARDECER DE SOMBRAS
Calma en la tarde, quietud, sosiego.
Todo es vida a mi alrededor, se respira, siendo maravilloso sentir la tarde fresca.
Desde el más pequeño ser rebosante de energía, desde la más pequeña abeja jugando al escondite entre las hojas;... bocanadas de fuerza en sus vuelos...
Desde la alocada golondrina... aladas hélices con el viento, sinuoso malabarismo con él entre sus plumas. Deliciosos gritos de felicidad exhala su pico, llenando mis oídos de poesía.
Pero ahora, cruel la memoria, viene a mí la llamada nefasta, con el sonido del dolor, avisado previamente por el presentimiento y por el maldito sonido de él mismo. Fue el grito alertador... Banshee celta, plañidera de desgracias.
Y la noticia.
Se acerca la Dama Negra, portando su letal guadaña:
-Hola... ya te conozco ¿me recuerdas verdad? Me destrozaste...
No respondió, se arrebujó en su oscura capa, me miró y agachó su cabeza. Sus pasos fueron lentos.
Ese sentimiento de paro en vida y el irónico movimiento de bullicio alrededor...
¿Cómo puede ser posible? ¿Cómo se puede agonizar en esta tarde de vida?... angustiosa contradicción.
¡Sí veo jugar a los niños en el parque!
¡Sí huelo el aroma dulce de las flores!
¡Sí ahora mismo el viento agita mi cabello!
¡Sí hay tanta gente que te quiere y te necesita!
Ya llegan, ya surgen de mis ojos, hilos soldados de hiel.
Hay paraíso, ¿verdad? Se feliz en él.
Cuando llegues, dile a mi padre amado que lo llevo presente en mi corazón, que no deja de habitarlo, que tengo construida una cabañita para él, hecha de troncos de fuertes abrazos y de tejas construidas a base de besos, mimos y ternura...
¿Recuerdas papá?, todo esto fue tuyo, es tu hermoso legado. Bendito sea.
Ese es el consuelo de los mortales que verdaderamente aman; la maravillosa herencia de sentimientos que nos dejan los que se van.
Intentando olvidar los desgarros del alma... tiras finas de ácido hirviendo, retorciéndose a su merced...
Te deseo un feliz viaje, no hallarás obstáculos, lo impide tu bondadosa nobleza en vida.
Y yo, aquí me quedo, anochecer de latidos contradictorios.
Respirando vida, pero con la punzada hiriente de la triste despedida.
Paquicasas
QUE CORTO SE ME HACE EL VIAJE
Entre candilejas
Han pasado casi veinte años y una pluma arrastrada por la brisa se arrebuja en tirabuzón sobre mi historia. He vuelto a verle, esta tarde, sobre las seis y diez, tan guapo, con el cabello largo, a mí me gustaba así, melena al viento, ojos entornados, rostro enardecido y sus labios en susurro para mi pecho. Siete mil días de amor, desde aquel 1º de noviembre del 90, cuando acudimos a ver "Candilejas" al cineclub del colegio. Llena de su aroma estuve, arropada en mis temores por su abrazo, eran butacas rojas, creo, llevé mi mano a su corazón para sentir que ese muchacho de pelo brillante, gafas oscuras y bíceps musculosos se había inmiscuido en mi hueco para ocuparlo hasta la eternidad. Lloré angustiada cuando Calvero se alejaba de Terry y él supuso que aquellas lágrimas nacían por el viejo cómico, pero qué equivocado estaba, quizá nunca supo que irradiaba la felicidad por mis ojos al conocer el dulzor de los amores inmortales. Tres días después dibujábamos al son de su piano los acordes de aquella canción, "vértigo, que el mundo pare, qué corto se me hace el viaje".
Esta tarde reponían la película en el salón de actos del mismo colegio, ahora remozado, con nuevas butacas más cómodas, suelo de parqué y paredes forradas en tela burdeos, ahí donde no te he dejado venir conmigo a ningún acto, donde he rememorado cada instante de aquel mes de noviembre, de Todos Santos a San Andrés, desde cuando él me sedujo con su guitarra hasta las nueve de la noche del día treinta, cuando lo abandoné a las puertas de "Bugatti", el pub de la calle María Lostal, sin saberle decir por qué, con el alma desgarrada por la arpía de Lola, que me embaucó en la ingenuidad y me marché a París. ¿Recuerdas lo que te conté sobre mi tiempo en París? No fue por aprender francés, mon chéri, ni por conocer mundo, ni por trabajar en el Folies Bergère, escapaba para suturar la herida de sus presuntas infidelidades, las que Lola se inventó y me contó para enjugar la envidia por su ruptura con Josep, el catalán tan feo. Y caí como una tonta... la creí y lo abandoné. Me río ahora, ¿sabes?, ahora que ya lo tengo conmigo, ahí afuera esperándome, pero cuánto sufrí, cuánto me tergiversé los sentimientos para desviar la amargura por convencerme de que él sería feliz con las otras y no conmigo.
Charlot nunca me gustó, ni siquiera mudo. Y sin embargo, he visto "Candilejas" más de mil veces en las siete mil noches de amor, incluso hasta nueve puestas diarias, cinco cintas de video destrocé, dos deuvedés ahora, "Candilejas", my darling. Supe pronto que estaba en la sala, lo supe, lo supe, no puedo contarte por qué, apenas a los cinco minutos de comenzada la película, y cerré los ojos, repetí todos los diálogos para evadirme, para evitar mis pensamientos, como si pronunciara un mantra para la meditación y así saliera levitando de aquella sala con mi corazón desorbitado. Calvero en inglés, Terry en español, entre Candilejas te adoré... Me besó por primera vez en el parque, al segundo día de salir, después de bailar una y cien veces a mi alrededor en una danza de seducción adolescente. Me hacía tanta gracia... tanta gracia. Entramos a pasear por el Botánico, quise sentarme en el banco donde mi madre le daba de comer a los patos. Él se puso con las piernas hacia el otro lado, por debajo del respaldo, su hombro a centímetros de mi hombro. Giré la cabeza, me miró... me besó.
Salí la primera del cine, sorbí los recuerdos en mi entraña cuando me apoyé en el dintel de aquella puerta que nos vio pasar abrazados. Estábamos unas veinte personas en la sala, chicos del colegio, seguro que les habían obligado a verla para charlar en clase sobre ella, si no, no me lo explico, también quizá profesores, o a lo mejor amantes maduros que se refugiaban en la oscuridad de un cine antiguo, qué romántico. No tardó en salir. Cuando lo vi, le quedaban unos siete pasos para llegar a mi lado. Oh, querido mío, tomando un café en "La Taberna del Holandés", qué recuerdos, me dijo que también sintió mi presencia, que vino sin saber por qué, qué casualidad, su hermana le anunció aquella reposición, y que él seguía soltero, que había dado muchos tumbos, de aquí para allá, que se ganaba la vida cantando, doce discos grabados, que aún guardaba aquella guitarra de nuestros tiempos, de palosanto, que había vivido estos años al compás de las canciones que interpretábamos juntos, todos recuerdos de golpe, allí en la cafetería de al lado, mirándolo embobada, mirándome embobado, dos adolescentes de nuevo, de regreso a los diecisiete, estudiantes de COU éramos, él con una camiseta de Spandau Ballet, azul oscura, yo con mis calentadores de bailarina. Cantaba "vértigo, que el mundo pare, qué corto se me hace el viaje". Y me besó.
Han sido años de espera, de vísperas, de paciencia y amor escondido en ese mundo de las nostalgias que se convierten una y otra vez en realidades que desaparecen, en ese retrato que nunca supiste que era suyo, el que llevo en mi cartera, es él, Ismael, un joven loco, con sus canciones, sus poesías, mis amores y sus amores, y mis ofrendas, esas velas que todos años dedico a San Antonio, ¿lo entiendes?, no había opción posible. Han sido años de alfombra roja que se extiende y se recoge, donde ahora paso y ahora no, donde tú estabas, donde siempre supiste que no pisarías y donde a cada rato apartabas mis melancolías para convertirlas en guirnaldas, oh, mi cielo...
Sé que leerás esto a la luz de la luna, hoy sobre las diez, cuando vuelvas a casa. Te dejo todo preparado, la cena en el microondas y la tarjeta de mi abogada al lado de la escultura de Quinn. No quiero nada, no me llevo nada.
Calvero
ESPORAS
Espora 1. f. Biol. Célula de vegetales criptógamos que, sin tener forma ni estructura de gameto y sin necesidad de unirse con otro elemento análogo para formar un cigoto, se separa de la planta y se divide reiteradamente hasta constituir un nuevo individuo.
La chica se asustó cuando su amante, dormido, se volvió y le dijo "esporas". El solía dormir sin apenas moverse y a ella le gustaba abrazarse a su espalda. Ese día ella se apartó bruscamente de él, ya que se despertó con la imperiosa necesidad de hacer pis. Entonces fue cuando él se dio la vuelta, abrió los ojos y mirándola fijamente dijo "esporas", cerró los ojos y se volvió del otro lado. A ella se le helo la sangre y la orina. No se atrevió a abrazarlo de nuevo y no pudo conciliar el sueño en toda la noche. La siguiente noche que durmieron juntos, ella se agarró como siempre a la espalda del chico, plácidamente dormido. En mitad de la noche ella se fue separando de él, muy despacito, casi imperceptiblemente. Y entonces él se volvió más rápido que el día anterior, abrió los ojos, la miro fijamente, dijo "esporas", cerró los ojos y se dio la vuelta. Ella paso el resto de la noche mirando como se consumía una vela con olor a fresa. Y encuentro tras encuentro pasaba lo mismo, con pequeñas variantes. Dormir con su amante dejo de ser un placer para convertirse en desasosiego, el cuerpo de él amenazando siempre con volverse, incluso aunque ella no se moviera. Ya no quería vivir aferrada a su espalda. Le dejo, por otras cientos de causas. Cada vez que oye la palabra esporas un escalofrío recorre su espalda.
Espora 2. f. Biol. Forma de resistencia que adoptan las bacterias ante condiciones ambientales desfavorables.
La chica se asustó cuando su amante, dormido, se volvió y le dijo "esporas". El estaba en estado de duermevela cuando dijo aquello, pero sintió el sobresalto de ella. Al volverse de espaldas se despertó completamente y se preguntó porqué había dicho "esporas". Recordó que estaba soñando con un bosque de grandes helechos salvajes y acariciantes. Notó que ella se había quedado rígida y que no se acercaba a su espalda rodeándole con sus brazos, como siempre hacía. Sintió un raro alivio y una cierta ligereza. La siguiente noche que pasaron juntos se dio cuenta de que le molestaba un poco que ella se pegase tanto a su espalda y fue incapaz de dormirse. Cuando sintió que ella se iba separando de él con un movimiento casi imperceptible y ya sólo quedaba un hilo de piel entre ellos, se volvió, mucho más bruscamente que la vez anterior, abrió los ojos, la miro fijamente, dijo "esporas", cerró los ojos y se dio media vuelta. Ella se alejo totalmente de su espalda y él se durmió plácidamente. Siguió haciéndolo encuentro tras encuentro, con ligeras variantes. Lo cierto es que ya no soportaba que ella viviese aferrada a su espalda. Cuando por fin le dejo, se regaló a sí mismo un precioso helecho para la entrada de su casa. Sus horas en vela le había costado.
Espora 3. f. Biol. Cada una de las células que, en un momento dado de la vida de los protozoos esporozoos, se forman por división de estos, producen una membrana resistente que las rodea y, dividiéndose dentro de este quiste, dan origen a los gérmenes que luego se transforman en individuos adultos.
Alejandra Bacteria
LA CRUZ DE UN ARTISTA
"Los envidiosos no encuentran la paz"
¡Dios los salve!
Y así era ese hombre. Fiel a sí mismo, como el arte que convoca y domina, apresando entre sus manos lo infinito.
No usaba guayaberas ni zapatos de piel. Simplemente colgaba en su pecho una cruz: Amar al prójimo.
Su mano izquierda sujetaba una guitarra y la derecha una flor de lirio para la primera muchacha que se atreviera a mirarlo. El río estrenó su primera pieza musical. Lo saludaba como a su mejor amigo, sin importarle si llevaba guayabera o zapatos de piel, solo sabía de la cruz que colgaba en su pecho: Amar al prójimo.
Tenía buenos amigos. Trabajaba y cantaba día y noche, despidiéndose del sol y dándole los buenos días a la Luna.
Se cansó de dar serenatas gratis al presidente y lo apartaron.
Empezaron a mirarlo con espejuelos oscuros, ignorando todo el arte que había hecho en aras de la libertad; entonces comprendió que se estaba ahogando en el mismo mar donde otros sin talento salían a flote.
Continúa en la calle... solitario.
Todos los sábados cruzaba aquél puente, por donde pasan los poetas pensativos y ebrios cuando no pueden silenciar sus penas y las ahogan en vasos de té con menta.
Un domingo lo vieron en la iglesia. Se preguntaron: ¿Por qué lo dejaron entrar? Se rieron de su fe, pero él llevaba la cruz en el pecho: Amar al prójimo y la casa de Dios siempre está abierta. No importa los zapatos de piel ni las guayaberas blancas.
Muchos opinan que es una persona rara. Otras que es un homosexual reprimido. Nadie es capaz de penetrar en lo profundo. No pueden saber de qué estrella vino para que lo insignificante se eleve hasta el dominio de lo etéreo.
La música de su guitarra es contagiosa como el Sida. El Sida mata, su música revive a los muertos.
Con la esperanza en las cuerdas de su guitarra se presenta a concursos. No triunfa. Tiene su público, pequeño, pero lo tiene.
¿Cuál será su sueño?
Cansado de andar se sienta en el andén y como un juglar comienza a cantar.
Muchos bravos y asombros.
¿Quién es él?
¿De dónde viene?
¡Qué pelo tan largo!
¡Qué raro es!
¡Qué bien canta!
A lo lejos se escuchan unas voces.
¡Ese hombre es un loco religioso!
Nadie escucha. Su canto apaga toda frase maligna.
¡Ese hombre es un loco religioso!
Gritan de nuevo ellos. Los envidiosos e incapaces, los que fabrican piedras para que los talentosos sin zapatos de piel ni guayaberas blancas caigan al suelo, olvidando que con la cruz en el pecho solo se puede subir al cielo.
Quisieron apagar su voz con pedradas y cadenas. Los allí presentes no entendían lo que sucedía y de esta forma fue herida una anciana. Fue como único él tiró al suelo su guitarra y va al auxilio de la víctima.
¡Ese hombre es un loco religioso!
¡Ese hombre es un loco religioso!
La anciana grita:
¡Este hombre es un caballero, un artista, un laurel, ayúdenlo!
Desapareció el cantor.
Algunos lo vieron por la calle de la capital probando suerte. Otros que se fue a Francia galopando en el caballo del Quijote, con la guitarra bajo el brazo y su cruz: GOTEANDO SANGRE.
Grafitti
MUERTE EN PARIS
Era aún muy temprano en aquella cálida mañana de otoño cuando el día amaneció suavemente ante
mis ojos con un horizonte teñido de seda color violeta, deshilachado en jirones de nubes blancas,
además de un impresionante aroma a tierra mojada, a perfumes embriagadores de mi cercana sierra,
creando un ambiente de mágica voluptuosidad, presagio tal vez de lo que el destino nos tenía reservado.
El aire estaba lleno de sensaciones conocidas bajo la luz trémula del amanecer que envolvía las casas
como un espejismo en la distancia quedando mis sentidos embriagados de olores y sonidos
inconfundibles, llenos de transparencias que se iban alejando ante mis ojos.
El corazón se me salía del pecho, y sus latidos retumbaban en mis oídos como música celestial. Al fin
iba a cumplir mis deseos: en breves momentos viajaría a París: la ciudad del amor, la ciudad de los
enamorados, la sin par y fantástica ciudad francesa, la dueña de mis fantasías estaría a mi disposición
durante un corto espacio de tiempo. A pesar de habernos levantado tan temprano y no haber pegado ojo
en toda la noche, nada ni nadie hubiese podido sujetar nuestras expectativas, nuestro ímpetu, nuestras
ansias desbordantes en aquel frenesí que nos había envuelto hacia ya bastantes días, desde que supimos
que al fin haríamos aquel maravilloso viaje que habíamos anhelado durante tanto tiempo.
Nos esperaba un largo camino que recorrer hacia el tan ansiado destino y al volver la vista atrás guarde
en mi memoria los recuerdos mas queridos del lugar a donde nos dirigíamos, y sentí una oleada de
emoción contenida, comprendiendo de pronto que nunca en la vida dejaría de soñar con el, porque
aquellas mágicas ilusiones tanto tiempo acariciadas quedarían grabadas en mi frágil y pequeño corazón
de mujer ensoñadora y romántica.
Íbamos un grupo bastante homogéneo, con jóvenes marchosos de ambos sexos, con ganas de
aventura y dispuestos ante todo a pasarlo lo mejor posible, a intentar apurar todos los minutos y horas
disponibles con la única misión ineludible de disfrutar al máximo de aquellos días envueltos en los
placeres que la vida quisiera poner a nuestro alcance. Y allí estaba él, junto a mí, ávido como yo de
nuevas emociones, de darme todo lo que poseía, de poder ofrecerme unos momentos de placer, de
estrecha unión, codo con codo, cuerpo a cuerpo en esta magnifica odisea que se nos presentó casi por
sorpresa.
Nos dispusimos a ocupar nuestros asientos en aquel pequeño autobús multicolor donde los lazos se
estrecharían hasta límites insospechados. Y él, siempre junto a mí, sin dejarme casi respirar, notaba a
cada instante el susurro de su voz en mi oído, casi a diario, día y noche sin apenas tregua. Y eso a mí me
excitaba cantidad. Era como estar enganchado a una droga que no podías ó no querías dejar a pesar de
que te lo propusieras, de que hicieras denodados esfuerzos por desligarte de ella, alejarte lo más posible.
Pero eso era del todo impensable, mi mente se resistía a un alejamiento aunque fuese temporal.
Imposible. Estaba colgada de tal manera que nuestra separación hubiese supuesto un trauma psicológico
en mi ajetreada vida. Hechos el uno para el otro, destinados a entendernos de por vida. C,est la vie.
El viaje se nos hizo un poco largo pero al estar siempre tan cerquita de su boca, escuchar cada día su voz
y poder sentir el roce de cada botón de su piel lo hizo más llevadero. En mis pequeños espacios en
soledad quise pensar que llegó en el momento justo, forjamos juntos nuestro destino, necesitaba sus
palabras para que me abrigasen, llevármelas conmigo cuando ya no estuviese. Su compañía hacia más
corta la espera y las horas pasaban apenas sin sentir, nuestra atracción era mutua, indescriptible en
algunas ocasiones. Una simple mirada nos bastaba para saber que esperábamos el uno del otro, un
simple gesto, una dulce melodía tantas veces escuchada alteraba nuestras neuronas, nos ponía en la
barrera que une el amor y el odio, tal era nuestra química que vivíamos pendientes únicamente de
nuestros encuentros. Lo demás no importaba, el mundo nos sobraba. Después de hacer escala en un
pequeño pueblecito fronterizo de montaña y pasar una noche realmente agradable llegamos ya casi en el
ocaso de un día pletórico de color, con una mágica luz crepuscular a la ciudad por excelencia del amor,
la ciudad de la luz, el encanto: al romántico París de todos mis ensueños adolescentes, el París de mis
ilusiones, con sus callejuelas donde poetas y artistas hicieron realidad sus sueños, bohemios de vidas
errantes, con sus famosos monumentos, sus canales, su cultura, sus célebres museos, sus gentes, A la
eterna ciudad de los enamorados. París. Oh la la!
Y allí estaba yo, junto a él, por supuesto, inmóvil como estatua de bronce ante la majestuosidad de la
Torre Eiffel, impávida ante aquella hermosura de color, ante aquella mole imponente que sobrecogía,
derritiéndome por momentos al haber hecho realidad aquel viaje, el summun de mis sueños. Y sobre
todo del ambiente que en sus cercanías se transmitía, donde se reunían gentes de todas las
nacionalidades en un amplio bagaje de culturas y de idiomas compartiendo aquella cálida y luminosa
noche donde el gentío deambulaba incesante a su alrededor. Y a pesar del cansancio acumulado en la
larga travesía estuvimos hasta la madrugada viviendo la noche parisina, disfrutando del encanto de esta
ciudad. Fueron unos días inolvidables recorriendo lugares de ensueño, caminando por sus calles en
estrecha unión, descubriendo al unísono una puesta de sol en atardeceres deslumbrantes, un amanecer
indescriptible, practicando el francés casi a diario y sobre todo por encima de las veleidades cotidianas
forjando una amistad que nunca pensé podría llevarme a extremos inexplicables. Nos lo dimos todo,
fuimos el uno para el otro en aquel paraíso añorado. En mi larga existencia de amoríos y aventuras no
pude encontrar jamás un compañero que me satisfaciera de la manera en que él lo hizo aquellos días:
fiel, amable, cariñoso en su interior, alegre y juguetón a veces, con un deje de nostalgia otras, pero era
comprensible debido a la lejanía. Y todo nos lo permitíamos: no hubo en ningún momento ni reproches
ni súplicas ni tan siquiera un atisbo de cansancio por el agotador ritmo que nos impusimos. Quizá por
eso no supe calibrar los pequeños detalles que poco a poco fueron llegando a nuestras plácidas vidas,
aunque al cabo de unos días le noté algo raro, cansado tal vez, distante conmigo. Ya no era el mismo,
eso era indudable. Había un no se qué inexplicable en su proceder y eso no podía pasar inadvertido:
pequeños olvidos, palabras lejanas, sus mensajes ya no eran tan relevantes, no tenían la profundidad de
los comienzos, intentos de alejamiento, dejarme tirada en las mejores ocasiones cuando más estábamos
disfrutando, hacía oídos sordos a mis requerimientos, a mis llamadas suplicantes y en el colmo de su
desfachatez llegó en más de una ocasión a dejarme con la palabra en la boca. Me encontraba sola,
abandonada y encima a tantos kilómetros de mis seres queridos. Yo notaba por momentos que ya no me
correspondía como antaño y eso me dolía en lo más hondo de mi corazón. Y me preguntaba impotente:
¿dónde quedaron sus cariñosos mensajes, el susurro de aquella voz recorriendo mi oído, el suave
contacto de su piel contra mi piel, nuestra alegre melodía, los momentos buenos y malos compartidos?
Estaba anonadada. En mis temores internos pensé inocente que el conocimiento tan profundo al que
habíamos llegado era la causa de su alejamiento ó podría ser el aburrimiento que había llenado nuestras
vidas. Y era comprensible en parte ya que llevábamos por lo menos siete días con sus correspondientes
noches a todo confort sin pensar en las posibles consecuencias, sin separarnos el uno del otro más que
en contadísimas ocasiones. Y tenía además una mala leche encima porque después de haber pasado
varios días aprendiendo sus puntos flacos, aceptando sus deseos, recorriéndome una y otra vez todos
sus recovecos, entrando y saliendo a mi antojo, recopilando información para sacarle el máximo juego,
archivando sus menús, configurando sus accesorios, corriéndome en más de una ocasión para encontrar
el punto justo...... No sabía que pensar, aunque yo en mi ceguera veía solo motivos banales. Pero la
realidad era bien distinta: no era cansancio, no era la rutina de las parejas, no era tampoco la confianza,
que a veces da asco, no eran ni por asomo mis continuos sobeteos. La verdad era pura y dura:
¡Me lo había cargado! Yo solita, sin la ayuda de nadie, no hubo tampoco menage a trois (una relación de
3) en mi inconsciencia, por querer que estuviese siempre a punto le tenía muchos ratos enchufado, a
deshora, a destiempo, cuando no lo necesitaba, porque estaba pletórico de energía, a tope. Pues yo, tonta
de mí, lo ponía clavadito en la toma de corriente, para que cumpliese, para que no me dejase en la
estacada en el mejor momento: cuando llamase el otro. Al fin, con su exasperante parpadeo me avisaba
de sus molestias, con sus estertores agónicos presagiaba una muerte anunciada.
Y claro, su corazoncito mecánico no pudo resistir mis continuos embistes, mi obsesión enfermiza, y tal
como entró en mi vida salió: en una mañana de otoño con olor a tierra mojada. Y sin remedio, al cruzar
la frontera, ya en su tierra, le perdí para siempre. Aunque hasta que no paso un buen rato no supe
calibrar la realidad y la magnitud de mi hazaña, ya que como nuestra relación había decantado por otros
derroteros y como nuestro divorcio era una realidad en ciernes debido a sus continuos engaños que no
podía tolerar a pesar de nuestro contrato, quizá por eso no sufrí en demasía. Que se le va a hacer. C'est
l'amour. Pero después de todo, C 55, corazón, que sepas que a pesar de tu silencio yo aún te hablo, te
extraño muy a menudo, a través de la distancia aún te tengo, tan solo con el recuerdo de tus palabras
vives todavía cerca de mí. Y ahora, sentada en la penumbra de mi habitación, rememoro con añoranza
los momentos vividos, pero con rabia me revelo pensando que quién me quita ahora a mi de la cabeza el
rumor de tus sonidos, el roce de tus teclas, la voz que escuchaba cada día y hasta el calor que desprendía
tu cuerpo. Pero sé que no estoy sola. Estarás tú por siempre porque aún te llevo en mi boca, en mi
corazón, y en mis recuerdos más íntimos. Además de en los números rojos de mi cuenta corriente por la
factura astronómica que me llegó a los pocos días de regresar del tan romántico viaje por el París de mis
sueños. Solo decirte que donde sea que estés mereció la pena, mi amor. Volvería a repetirlo. Aunque
siento decirte que ahora lo haría con un C 45 que me han recomendado que son más potentes.
Amelie
UNA HISTORIA MÁS
¿Qué nos lleva a enamorarnos de determinada persona? Normalmente ¿coincide la persona de
quien te enamoras con la que más te conviene? La verdad es que no suele ser así. Te puedes pasar
toda tu vida al lado de una persona pensando que es "el hombre o la mujer de tu vida" y ser
completamente falso. Lo malo es que pareces darte cuenta cuando han pasado veinte años.
¿A qué viene esa búsqueda incesante de la felicidad en otro que no sea uno mismo? Está bien
colaborar para que la persona que está a tu lado se sienta bien, pero no hasta el punto de que eso te
anule, te aniquile. No, si supone una renuncia total a sí mismo.
Con frecuencia solemos basar nuestro propio estado de ánimo en el ánimo de los demás. Si nuestra
pareja está bien, nosotros estamos bien. Pero, ¿de verdad?
Fíjate en María. Se casó a los veinte años enamoradísima de un compañero de la facultad. Ella
ni siquiera terminó la carrera. Mientras él la acababa, ella trabajó para mantenerse, y cuando él
encontró un trabajo, se quedó embarazada.
Nunca hubo mujer más orgullosa de su marido que María. Admiraba su gran capacidad para los
estudios. Jamás repitió curso ni le quedaron asignaturas pendientes. A pesar de tener trabajo, no se
durmió en los laureles y continuó haciendo cursillos y masters que ampliaran sus conocimientos y
su currículum.
Admiraba su gran dedicación al trabajo. Se entregaba en cuerpo y en alma a él. De hecho, logró
ascender rápidamente en la empresa gracias a méritos propios y a su tesón. Todo el mundo le quería
y elogiaba.
Admiraba su correcta y elegante forma de vestir. Trajes de chaqueta informales que le daban un
tono responsable y a la vez desenfadado, conjuntos sport, zapatos de buena piel.
Admiraba su responsabilidad como padre. Sus hijos siempre tuvieron lo mejor dentro de sus
posibilidades; fueron a colegios bilingües y en verano pasaban un mes en el extranjero estudiando
idiomas.
Con ella, nunca pudo ser más correcto. En cuanto se colocó, no la dejó que volviera a trabajar.
"Tú dedícate a la casa y a los niños, cariño, ya tienes bastante con eso. Tengo que compensarte de lo
que has trabajado hasta ahora". Es más, hasta le puso una señora para que la ayudase. Además,
nunca se olvidaba de un aniversario, y esa noche, la llevaba a cenar y le regalaba flores.
Pero cuando los hijos se fueron a completar sus estudios a Estados Unidos, María se quedó sola
en una enorme casa sin nada que hacer. Sus amigas, eran las mujeres de los compañeros de trabajo
de su marido, si es que se les podía llamar amigas. Alicia si que había sido una buena amiga, ¡qué
tiempos aquellos! ¿Qué habrá sido de ella?
Hacía siglos que no iba a un cine a ver una película de acción y a llenarse el estómago de palomitas.
Claro, que había ido a un par de conciertos de quién sabe quién en la Fundación para Nuevos
Talentos Artísticos.
¡Sus libros! por alguna parte debían estar sus libros. ¿Y si terminaba ahora la carrera? Nada más le
faltaban dos años. Claro que desde entonces tal vez ya no le convalidarian ninguna asignatura. Pero
podría empezar otra.
Tal vez debía hacerle caso a Maruchi, la mujer del jefe, y tomar unas lecciones de tenis. Pero le
resultaban tan aburridas...
Se asomó a la ventana para ver si veía llegar a su marido. Últimamente le había dado por irse
caminando a trabajar. Total, no quedaba muy lejos. Como a la media hora le vio doblar la esquina.
¡Ay que ver que bajón has dado hijo! - se dijo para sí- aunque te tiñas el pelo y hagas squash por ti
también pasan los años. ¡Pero si hace nada eras un chaval! ¡Uy, mira, si hasta tienes menos pelo!
¡Sí, sí, desde aquí arriba se te ven algunos claros!
Anda que hoy, a ver que rollo trae, que si Martínez, que si Álvarez Rubio, seguro que este fin de
semana tenemos cena de negocios. Venga, que yo que tú me buscaba una amante, a ver si te
alegrabas un poco.
Esa debió ser la frase clave. De repente, se dio cuenta de que estaba viendo su vida como en
una película. Que el señor al que estaba observando desde la ventana tanto le daba que fuese su
marido como el vecino de enfrente.
Como dicen que pasa en el último suspiro, fragmentos de su vida pasaron en segundos por su
mente. Y se echó a reír. Se retorcía de risa mientras pasaba del sofá a la alfombra.
Así la encontró su marido cuando entró por la puerta. ¿Qué te pasa querida?-le preguntó. Y
María, sin poder dejar de sonreír le miró y le dijo: Cariño, acabo de descubrir que me importas un
bledo.
Clara Valls
RAMITA DE AZAHAR
Murmullo de hojas, piar de golondrinas, colores y olores salpicando la ciudad...Ya decía yo...Eran los fríos del invierno los que me habían hecho olvidar los adornos de la primavera.A ver...a ver...Si.., si: primavera, verano, otoño e invierno, y otra vez la primavera. ¡Eso es! Estamos en primavera. Por eso reviven todos mis sentidos.
Siento la brisa enmarañar mis cabellos. El brillo del día iluminar mis ojos, pasa la gente distendida, sin prisa"...¡ Buenos días!...¿ Buena mañana , eh ?...¿ El paseíto no?..." Qué lejos queda ahora el bullicio de la gente y la ciudad en este pequeño pueblecito, mi pueblo, mi casa, mi hogar ¡Qué placer! ¡Cuánto cobijo!
¡Ah!...¿ Qué es ese llanto que espanta mi corazón!...Allá a lo lejos...Alguien sufre. No puede ser. Me acercaré... ¡Oh, no! El maullido continuado de un gato... ¡Qué silencio ahora! Por fin el azahar ahogó su lamento.
Me acercaré al acantilado...No hay nadie, solamente la soledad, amplia como el horizonte. Qué tranquilidad...Es extraño, las aguas no llevan hoy su azul inmenso. Ahora, al pie del faro van cargadas de violeta intenso... ¿Y esos chillidos? Parecen niños...¡Ay, no! Son gaviotas sobrevolando el puerto... Hace tanto tiempo...El agua, la nieve, el frío...
Apenas recordaba pero ya veo, ya siento, ya oigo...
Sonido alegre de pájaros; balanceo de hojas; agua transparente y guijarros blancos ahondando la vertiente. La mar estrellada contra la roca, espuma blanca y encaje de bolillos; mi vida. La vida que regresa como salamanquesa a espantar niñas y corretear paredes blancas como en mi infancia. Allá en el cine de verano respirando aroma del jazmín. Las pipas saladas, el regaliz, los altramuces y la silla de enea¡ Qué no daría yo por darme ahora ese festín!
Cuántas primaveras ya, cuántas se anclaron en mí pecho como siempre, rebosante de amor universal, infalible, imprevisible, múltiple e infinito que atrapa a jóvenes, viejos y animales sin excepción.
Soy muy mayor y aunque mis análisis dan bien algo me falla, esa desconocida que se llama memoria. Dice mi geriatra que no cabe más...Será eso... ¡Huy!..¿Qué hora es?... ¡Olvidé mi cita en el asilo!....Cogeré esa ramita de azahar que el naranjo desprendió; he de llevarla a mi amor que hace rato que me espera.
Camelias azules
EL ANGEL RUBIO
Llevaba el sobre en el bolsillo derecho de su camisa totalmente empapada de sudor.Llegar desde el pueblo hasta el destacamento era un trayecto duro de más de dos horas bajo un sol de justicia. El terreno era pedregoso, seco y sin apenas árboles que pudieran cobijar de la impecable canícula y dar algo de sombra al viajero. Hacía seis meses que no llovía y el polvo se apoderaba de todo: de los caminos, de los cauces secos de los riachuelos, de las plantaciones abandonadas y de los pueblos que salpicaban aquel valle árido y desértico.
Llegó chorreando sudor a mares. El soldado de guardia lo miró despectivamente. Como los militares solían mirar a los campesinos. No se dignó siquiera a darle los buenos días. Sencillamente le preguntó:
-¿Eres Jacinto Olivares?.-
El hombre asintió azorado. Aquel soldado medía metro ochenta y estaba bien alimentado. La piel bronceada por el sol, pero no requemada como la suya. Su mirada altiva, orgullosa en contraste con la suya, huidiza y temerosa. Su delgada figura de metro sesenta, encorvada y prematuramente envejecida por el duro trabajo en la tierra contrastaba con aquel militar vestido de blanco inmaculado donde resaltaban las cartucheras de color negro carbón, la bayoneta colgando del cinto a la derecha y la enorme pistolera en la izquierda.
-Entra en la sala, el comandante te recibirá cuando pueda.-
Jacinto Olivares entró sin rechistar. Anduvo despacio, como si el suelo fuera de cristal y tuviera miedo a romperlo. Al fondo estaba la sala de espera. Una mugrienta habitación de paredes blanquecinas y desconchadas. La suciedad reinaba por doquier. Una bandera nacional descolorida colgaba descuidadamente de la pared del fondo. Un retrato en blanco y negro del Presidente de la República, con bastantes años menos, era, junto con la bandera, él único adorno que presentaba aquel desolador y maloliente aposento. El olor a orina impregnaba aquel lugar, seguramente porque los urinarios de la tropa debían estar cerca y hacía meses que no se limpiaban. Jacinto se sentó en una silla hecha de cañas y estopa, muy usual en aquellos parajes. Había unas cuantas diseminadas por la sala. Su mirada se fijó en una puerta con un letrero encima que ponía "comandancia". Sabía que de un momento a otro la puerta se abriría y le pedirían aquel trozo de papel sudado y arrugado que guardaba como un tesoro en el bolsillo de su camisa.
Al poco rato de estar sentado se percató que no estaba solo en aquella sala. Justo a su derecha se encontraba un muchacho de no más de veinte años, de cabellera rubia y ojos de un azul profundo. Su piel era blanquecina, aunque daba la sensación que estaba sucia, como tiznada por el humo de algún incendio. Sus manos tenían rasgos delicados, totalmente alejadas de las manos de un campesino. Vestía una larga túnica blanca e iba descalzo. Jacinto quedó intrigadísimo porque estaba seguro de que aquel muchacho debía de ser un extranjero, probablemente algún estudiante europeo atrapado por la revuelta sorpresa de los campesinos de izquierdas que arrastraron a todo aquel vasto territorio semidesértico al caos y la violencia. Ahora que habían sido derrotados, el ejército ocupaba militarmente aquellos parajes y llevaba a cabo sangrientas represalias.
- Si, - se dijo Jacinto para si- este infeliz debe ser algún muchacho de casa bien sorprendido en cualquier pueblo del valle en medio de una escaramuza y ahora está en el cuartel para presentar denuncia por el robo de sus pertenencias y el saqueo de su pensión de la que tuvo que marcharse al ser presa de las llamas.
En aquel preciso instante la profunda mirada azul de aquel muchacho se encontró con la de Jacinto y éste la apartó avergonzado. Tuvo miedo de que aquel infortunado joven adivinase sus pensamientos e intentó distraerse mirando la fotografía del Presidente. Presentía aquella mirada clavándose en su nuca y empezó a inquietarse. Ya tenía ganas de entregar el sobre y marcharse de aquel condenado lugar. Detrás de aquella puerta se oía el repicar de una máquina de escribir y el murmullo de voces humanas.
-¿Qué haces aquí, Jacinto?- le preguntó de sopetón el joven. Jacinto se sobresaltó como si le hubieran tirado un cubo de agua fría por todo el cuerpo. Aquella voz era dulce, metálica y enérgica a la vez, impropia de un jovencito y con un acento igual al que se pronunciaba en aquellos lugares. Pero en todo el valle nadie tenía constancia de que hubiese personas rubias y de piel tan blanca.
Jacinto se volvió temeroso hacia aquel joven y vio que lo miraba fijamente con una dulce sonrisa en sus labios. Se tranquilizó un poco, pero su alma agitada seguía teniendo cierto resquemor y ganas no le faltaban de salir de aquella habitación lo antes posible.
-¿Cómo sabes mi nombre, sino te conozco?- preguntó entonces Jacinto tras reunir algo de valor.
-Eres Jacinto Olivares, tercer hijo de María Grande y de Pedro Olivares, nacido en la aldea de Santa María de Engracia y peón en la quinta de San Pedro Toluca, casado con Emiliana Paredes y padre de seis hijos.
Jacinto no dijo nada. Aquel chico le sabía su vida de memoria, mejor que muchos de los peones que compartían su trabajo en la quinta. No tuvo arrestos para reaccionar. Su mente trabajaba lo mejor que podía para poder identificar a aquel joven que sin duda alguna debía ser hijo de algún conocido suyo. Pero no lograba dar con la respuesta. Temía que fuese una trampa de los militares.
-No te esfuerces, Jacinto, no me conoces. Pero, yo lo sé todo. Y ahora, dime, ¿qué haces aquí?.-
Jacinto tembló de miedo. Por unos segundos creyó que estaba delirando. Posiblemente las dos horas de caminata bajo el sol en ayunas le estaban jugando una mala pasada. Así que decidió levantarse y acudir al soldado de guardia para cerciorarse de que estaba solo en aquella habitación, que era víctima de una tremenda alucinación, pero antes de llegar a donde estaba montando guardia, aquel le gritó:
- Vuelve a tu sitio, el comandante aún no te ha recibido.-
Jacinto iba a protestar cuando el soldado le abroncó enfadado:
- Que vuelvas a tu sitio, te he dicho, campesino del demonio.-
Jacinto regresó de nuevo a aquella habitación lleno de angustia. Por un instante tuvo la esperanza de que aquel joven fuera producto de su delirio, pero cuando vio que le esperaba aquella sonrisa dulce y enigmática se sentó derrumbado en su silla desvencijada, convencido de que aquel ser esperaba su respuesta para poder dejarle en paz.
-He venido a entregar un sobre- dijo Jacinto resignado.
-¿Y por eso tienes tanto miedo?. ¿Qué contiene el sobre?.-
Jacinto se retorció las manos. Estaba nervioso e inquieto. En el fondo sabía que nunca tendría que haber aceptado aquel encargo. Pero su familia pasaba apuros y le ofrecieron un buen dinero por ello. La idea partió del cacique de su quinta. Muchas de aquellas tierras fueron arrasadas por campesinos armados y llenos de ira. Pero cuando el ejército hizo acto de presencia ya se habían marchado. El coronel del regimiento ya estaba harto de perseguir fantasmas y de ver a sus hombres morir en emboscadas traicioneras. El cacique le dio la solución. Buscar un delator, alguien que pusiese nombres y apellidos a los revoltosos y descabezada la revuelta, moriría la revolución. Y el cacique le habló de Jacinto Olivares, un peón trabajador, padre de seis hijos y muy religioso que se había negado a unirse a los sediciosos. Ahora pasaba por momentos de extrema penuria económica. El coronel lo citó de urgencia y le propuso que elaborase una lista y que la entregara en la comandancia de Palo Alto antes de tres días. Nadie sabría jamás que él había sido el delator y a cambio recibiría una compensación económica por su patriotismo que salvaría a sus hijos de la hambruna. Además, con su gesto ayudaría a terminar con aquella cruenta guerra que se cobraba miles de vidas por el fanatismo de unos pocos.
La estratagema dio resultado y Jacinto accedió a elaborar la lista cuando más desesperado estaba de ver a sus hijos famélicos recorriendo las basuras de la quinta en busca de alguna cosa con la que matar su hambre atroz. ¿Por qué tenía que defender a aquellos revoltosos que nunca se habían preocupado por su bienestar?. Le preguntaba su mujer cuando dudaba en redactar la lista a la luz de la única lumbre de su miserable casucha. Al final se decidió y analfabeto como era le fue dictando los nombres al capataz de la finca quien los anotó en una hoja de papel, la dobló, la metió dentro de un sobre y se la entregó a Jacinto.
- Y ahora ves al cuartel de Palo Alto y se la entregas al comandante Ramírez en persona. El te estará esperando.- le dijo el capataz, hombre rechoncho y repelente que se pasó toda la revuelta escondido en el granero de su suegro por miedo a ser pasado por las armas por los revoltosos.
Pero quien le esperaba era un muchacho rubio y enigmático.
- Una lista, dentro del sobre hay una lista. Pero tu ya lo sabes- contestó Jacinto.
El joven volvió a sonreír. Pero esta vez su sonrisa escondía cierta tristeza.
-Ya sabes que lo sé todo- le dijo el muchacho.
-En esta lista hay escritos los nombres de los principales líderes de la revuelta del Valle. Y eso es tanto como decir que hay escrita su sentencia de muerte. No estoy orgulloso de lo que he hecho si esto es lo que te preguntas. Pero un hombre debe velar primero por su familia. Y sé que Dios me lo perdonará.-
. Dios lo perdona todo, Jacinto. Pero Dios no quiere que entregues esta lista. Piensa en lo que crees y piensa en que debes tratar al prójimo como quieres que te traten a ti mismo.- contestó el muchacho mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.
Jacinto no dijo nada. Se sumió en un mar de angustiosos pensamientos. Aquel joven tenía razón. Entregar esa lista era como entregar a Jesús. Y no dejaba de ser inmoral salvar la vida de su familia a costa de la vida de otras personas. Había sido una persona débil y rastrera, lo mismo que el cacique y el coronel pensaban de él, y gracias a aquel muchacho se dio cuenta a tiempo. Si querían matar a aquellos hombres que lo hiciesen, pero no porque fueran acusados por él. Así que se santiguó y rezó un padrenuestro en silencio.
-¿Con quién **** estás hablando, Olivares?- le espetó de golpe el soldado de guardia plantado delante de él con la frente sudorosa y la cabeza a punto de estallar por dos horas de servicio a plena canícula- ¿Acaso el sol te ha reblandecido el cerebro, maldito destripaterrones?.-
Jacinto iba a contestar cuando se percató que aquel joven ya no estaba en la habitación. Lo buscó por todas partes y finalmente cuando se convenció de que no se encontraba en ningún sitio dijo alucinado:
-Con nadie, señor-
Y acto seguido salió del cuartel a la carrera, como alma que lleva el diablo, ante la atónita mirada del soldado que solo atinó a gritar.
-¿A dónde vas, maldito, vuelve?.-
Al poco rato la puerta de la comandancia se abrió y apareció en el umbral el ordenanza del comandante.
- Jacinto Olivares- gritó el oficial.
-Se ha ido, mi teniente- contestó el soldado compungido y asombrado aún de que aquella miseria humana fuera capaz de correr de aquella manera.
El teniente no dijo nada. En su rostro se vislumbró una mueca de contrariedad y disgusto. Entró en el despacho y cerró la puerta. Al cabo de unos segundos se oyó gritar al comandante. Luego sonó el timbrazo del teléfono del comandante y al soldado le llegaron los ecos de una conversación inaudible pero muy subida de tono.
Al poco rato el teniente volvió a abrir la puerta y se plantó ante el soldado. Lo miró con aires de superioridad y dijo con voz grave:
- López, tome el caballo y vaya corriendo al cuartel de Las Margaritas en la frontera. Acaba de llamar el cura de la iglesia de San Pablo Mártir para decirnos que ha desaparecido la estatua de mármol del Ángel Rubio.
- ¿La que según la leyenda se aparece a los que van a pecar para salvarlos de la tentación?. Todo el maldito Valle está lleno de sus apariciones desde que empezó la revuelta, mi teniente-
- Y yo que narices sé, López. No me venga con sandeces de curas. Esa estatua tiene un valor arqueológico incalculable. Dicen que es de la época de Hernán Cortés. Así que corra a avisar al cuartel por si la quieren sacar por la frontera. La línea telefónica con Las Margaritas está cortada Y esta vez procure llegar a tiempo-
López saludó a su superior molesto por la recriminación y se encaminó a las cuadras. Le fastidió el encargo porque esa tarde tenía previsto ir a visitar a la hija del panadero a la que pretendía seducir con mil y un engaños aunque le robase la honra de por vida porque cómo solía decir a sus compañeros, a las mujeres solo las aguantaba una noche. Después de gozar un buen rato con ella iría con el teniente a detener al padre por connivencia con la rebelión. Iba al trote pensando en la cita que tenía que retrasar por culpa de una maldita estatua de mármol llena de supersticiones cuando sentado en una loma divisó a un muchacho joven de no más de veinte años, de cabellera rubia y ojos de un azul profundo. Su piel era blanquecina. Sus manos tenían rasgos delicados, totalmente alejadas de las manos de un campesino. Vestía una larga túnica blanca e iba descalzo. López pensó que aquel joven estaba herido y desviando la montura se dirigió hacia él al galope. En ese preciso instante el joven le miró con una dura expresión en el rostro y el soldado se sobrecogió cuando oyó gritarle:
-¿Qué pensabas hacer esta noche con la hija del panadero?.-
Cayo Varas
SALA DE ESPERA
El aire fresco de la mañana se escurrió por la pequeña rendija que permitía la ventana. Resulta esencial que las ventanas u otras aperturas al exterior permanezcan bloqueadas para evitar intentos de suicidio en los hospitales, más aún si se trata de la planta de oncología y con más énfasis si la división es la de enfermos terminales. Tan hermético es a veces este tipo de edificios que apenas deja salir el miedo.
La máquina del café regurgitó su sintético producto que a pesar de su reducido precio resultaba caro por su sabor. Las demás opciones, caffè latte, chocolate, cappuccino o té, quedaron al margen. Prefirió café solo, oscurísimo, pero sin brumos ni la jugosa espuma que dejan las cafeteras de los bares. Levantó una pestaña metálica del lateral de la expendedora y extrajo un palito de plástico para mover el azúcar. Miró el palito, quién demonios ha considerado que esto es una cucharilla, musitó.
Acababa de llegar y ya tenía ganas de irse. ¿A qué huele un hospital? No sé a qué huele, sé que huele a sentirse mal, a sentirse enfermo. Ocupó una de las dos sillas en tándem del lado derecho de la sala. Frente a ella, otras dos sillas igualmente gemelas pero en este caso ocupadas por dos niños, sus dos hijos.
- Mamá, ¿puedes decirme la hora que es?
- Las diez y media van a dar.
El niño de la derecha, aparentemente mayor y más alto se dirigió a su hermano.
- Ves, lo que te he dicho, lo que dice mi reloj. Mira las diez, y esta aguja en el seis, que es "y media" - mostró su muñeca con un reloj con el escudo del Real Madrid en su fondo.
- No me gusta, es muy pequeño...y casi no se ve el escudo.
- No es así.
Carola sonrió y dio un sorbo al café. Además de malo, el café de estas máquinas sale ardiendo, pensó.
- A mi me parece un reloj muy bonito - medió la madre.
- ¿A que sí? – preguntó con retórica el dueño mientras el otro niño hacía un gesto de resignación mirando a otro lado - ¿has visto? voy a la habitación a por la caja en la que venía, verás que chula – no hacía mucho que había aprendido en el colegio el término "chulo", y ahora era una de cada tres palabras de su conversación.
El niño se fue y Carola quedó frente a su hijo, el menor, que permanecía desdeñado.
- Oye José, ven, acércate.
El jovencito obedeció con la cabeza baja y esperando una reprimenda o las típicas lecciones que le daba su padre ante toda acción de su despreocupada vida.
- ¿Tú sabes guardar un secreto?
El niño afirmó con la cabeza.
- ¿Me lo prometes?
- Sí - frugal.
Carola bajó la voz.
- El reloj es minúsculo...y ¿sabes qué? - el niño la miró con los ojos de par en par - el escudo casi no se ve.
El infante soltó una carcajada en la que se leía un claro "lo sabía". Pero bajó inmediatamente el tono de la risa porque su compañero de disputa se acercaba por el pasillo. Carola hizo un gesto para que se moderara y le susurró como recordatorio un "lo has prometido".
- José, mira la caja. La voy a usar para meter las pegatinas del mundial.
- Sí, sí, que chula, como el reloj – miró a su madre con una sonrisa de oreja a oreja.
Carola se levantó y al pasar junto a ellos les pasó la mano por la cabeza con cariño. Es una pena ver a dos personajillos como ellos en un hospital, dos niños que ni siquiera sabrán el significado de la palabra "oncología". Malditos tumores, pensó. Se entristeció con la vida...o con la muerte. Los niños son el motor de la alegría, divina inconsciencia, y verlos allí resultaba antagónico. Volvió a intentar tomarse el café, seguía ardiendo.
Llegó al fondo del pasillo, se dio la vuelta y volvió hacia la misma sala de espera. ¡Qué demonios de hospital! Viene una un día y lo pasa fatal. Los niños deberían estar en un parque jugando y no aquí, en un nido de tristeza como éste.
- Señora Martín – alguien la llamaba. Martín le gustaba como nombre, pero curiosamente ella lo tenía como apellido.
- Sí, dígame – se dio la vuelta. Ver a un médico acercarse a ti en una situación como ésa era sencillamente horripilante. La temperatura corporal cayó varios grados y sintió un frío gélido.
- Tengo los resultados, me gustaría comentárselos.
Al fondo del pasillo, sus dos hijos seguían cuestionando cualquier tema trivial sin fijarse en ella. A la sala de espera había llegado un enfermo hospitalizado, un hombre algo senil y bastante desarreglado que buscaba un refugio donde fumar sin ser advertido. Evidenciaba claras muestras de dejadez y una pronunciada barba canosa de unos días. Los niños no advirtieron ninguno de estos desarreglos, sólo veían en él a alguien mayor capaz de arbitrar en sus debates.
- Oiga señor.
- Hola pequeños, ¿qué hacéis aquí? – sonrió y se sentó junto a ellos. Que suerte tener alguien con quién hablar, pensó.
- Usted, ¿de qué equipo es? – Adrián era el portavoz una vez más.
- ¿De fútbol dices?
- Sí, de fútbol, es usted del Madrid ¿no?
El anciano no pudo evitar reírse. Miró al techo, tosió airadamente y de nuevo se dirigió a los niños.
- Pues no. Soy del Barca.
- ¿Por qué? – esta vez era José el que no entendía una respuesta así.
- Sencillo. Porque el Barca tiene al mejor jugador del mundo, Lionel Messi. Messi es Dios.
- ¿Messi? ¡Va! Cristiano es cien veces mejor, todo el mundo lo sabe. Anda José vámonos que este señor no sabe de futbol, dice que Messi - Adrián cogió a su hermano de la mano y se lo llevó hacia su madre. El hombre se quedó riendo con sarna contento de haber provocado aquel disgusto al pequeño. Qué gracia tienen, dijo sin bajar la voz.
A la mitad más o menos del pasillo, su madre hablaba con el médico. Carola miraba a sus hijos andando, tan delgaditos, tan graciosos, tan decididos y no paraba de temblar.
- Dígame por favor lo que dicen los resultados.
- Debo serle franco, la situación es muy grave. La metástasis ha acelerado mucho el proceso y las probabilidades son muy, muy bajas - el segundo "muy" venía a decir que las probabilidades no eran bajas, eran nulas.
- Pero, ¿en los dos casos?
- Tanto en uno como en otro, no podemos hacer mucho para evitar una muerte, digamos que, inminente - el médico sabía como hablar de estos temas, directo, con tono amable pero sin rodeos, clavando el puñal y sacándolo inmediatamente para no ensañarse ni dar lugar a divagaciones.
Carola se giró contra la pared gimoteando, Dios que dura es la vida a veces, se dijo.
- Señora, no me queda otro remedio que decirle que estimamos que las próximas 24 horas pueden ser definitivas y no creemos que podamos aguantar mucho más. Siento dar estas noticias, pero si necesita ayuda, tenemos un servicio de consuelo con psicólogo a su disposición. Le tengo que dejar.
- Muchas gracias – su cabeza daba vueltas. ¿Qué hago? No sé ni qué hacer, ni a dónde ir. ¿Dónde puedo tirar este asqueroso café? Debería haber bajado a la cafetería. Maldita sea. No paraba de discutir con ella misma. Sacó un pañuelo y dejó el café sobre el mostrador de enfermería. Sus hijos la alcanzaron.
El médico no se había alejado aún y Adrián le hizo una señal.
- Oiga, doctor, ¿usted de qué equipo es? ¿del Madrid, verdad?
- Claro que sí – intentó no sonreír, ni siquiera ser amable, debía mostrar seriedad, aquella señora estaba pasando un trago muy duro de digerir. Descuidó una mueca y rápidamente volvió a su semblante anterior, serio y distante - me marcho.
- Perdóneles, su abuelo es un fanático del Madrid y no para de ver partidos con ellos y ahora no piensan en otra cosa – rompió a llorar – lástima que eso no pueda volver a pasar más.
- Señora, insisto, tiene a la psicóloga a su disposición, le ruego que considere visitarla.
- Gracias, de verdad, no es necesario. Ya me repongo - respiró hondo un par de veces, se limpió con el pañuelo y miró a sus hijos tan llenos de vida – Venga niños volved a la sala de espera, mamá ya va para allá.
Sus dos hijos tenían poca o ninguna idea de la causa de la tristeza de Carola, por ello, volvieron para la sala y tras un breve silencio retomaron su conversación.
La longitud de los días es totalmente proporcional al sufrimiento experimentado. Por esta razón, aquel día contaba con segundos impunemente eternos en los que un pensamiento podría prolongarse durante horas, recorriendo el futuro y el pasado. La imaginación debería impedir la recreación de ilusiones tristes, de situaciones lamentables dominadas dictatorialmente por la impotencia.
Con un tránsito lento y tedioso, con el ocaso del llanto, la tarde llegó y Álvaro, su marido, trataba ahora de consolarla en la misma sala de espera en la que estaban sus hijos. Eso sí, habían tenido la deferencia de situarse en una esquina que hacía la sala para que los niños pudieran quedar un poco al margen de sus palabras.
- Entonces no hay salida, ni en un caso ni en el otro, ¿no es así?—el marido hablaba con toda la ternura del mundo.
- Nada, si operan, nada, y si no operan pues lo mismo.
- ¿Se lo has dicho a ellos?
- No, no puedo.
- Creo que lo haré yo. Son niños, pero algo hay que decirles.
Se levantó sin soltar la mano de su esposa hasta el último momento y se acercó hacia sus hijos.
- José, Adrián, venid aquí.
Los niños hicieron caso con ligereza y se colocaron en paralelo frente a su padre.
- Os voy a decir una cosa muy importante y quiero que me prestéis atención ¿de acuerdo? – los niños atendían petrificados - Sabéis que teníamos un pez y que un día el pez se fue al cielo, ¿os acordáis?
- Sí, Nemo - así le habían llamado.
- Bien, pues resulta que ahora es el abuelo el que va a ir al Cielo con Nemo y con Dios, eso quiere decir que ya no vamos a ver al abuelo más porque se tiene que ir, pero no os preocupéis porque va a estar muy bien y va a cuidar de Nemo.
Hubo un silencio suficiente para que los niños ordenaran un poco aquella información en su cabeza.
- Vale – los dos niños contestaron al mismo tiempo y se relajaron, creían que habían hecho algo malo.
- Ahora quiero que vayáis y le deis un beso muy grande a mamá porque está muy triste.
- ¿Está llorando? - preguntó José.
- Un poco, pero seguro que si le dais un abrazote deja de llorar. Así que venga a darle ese abrazo a mamá.
Los dos niños esquivaron a su padre y comenzaron a recorrer, casi sin saber por qué, más que porque se lo había dicho su padre, el trecho que les separaba de su madre.
- Oye Adrián, ¿crees que el abuelo cuidará bien de Nemo?
- Claro, el abuelo le daba de comer en casa cuando no estaba mamá, ¿no te acuerdas?
- Sí, sí, claro - siguió pensando para sí mismo - Pero...
- ¿Qué? – Adrián se sentía orgulloso de poder resolver las dudas de su hermano.
- ¿Crees que el abuelo estará bien en el Cielo?
- Pues no sé, me imagino que estará bien porque estará con Nemo.
- ¿Te acuerdas que el abuelo decía que no aguantaba a los del Barca?
- Sí, a mí me pasa lo mismo.
El pequeño José alargó su minúsculo dedo índice apuntando al viejo con el que habían hablado minutos antes sobre sus preferencias futbolísticas y continuó su exposición.
- Es que aquel señor dice que Messi es Dios, y ya verás como se va a poner el abuelo cuando llegue al cielo y vea que a Nemo lo está cuidando Messi.
Harpo
EL DOLOR SE LLAMA PABLO
Pablo es mi suegro, ¿o ya no lo es?, bueno como si no lo fuera porque hace cinco años dejó de ser quien era: aquel hombre valiente, fuerte y emprendedor que supo sacar adelante a una familia de diez miembros sólo con la lucha diaria de su trabajo y traerla a Barcelona desde su manchega tierra natal a principios de los sesenta. Quien lo viera ahora no podría imaginarse siquiera que un día levantó él solo una casa de cordel en horas nocturnas para proporcionar un techo a los suyos.
Pablo hizo de todo allá en su tierra: de albañil, de cosechero, de jefe de equipo en la refinería de Calvo Sotelo, en Puertollano... Aquí, en este último lugar sufrió su primera cornada de dolor. Una noche lluviosa y oscura que salía del trabajo apresurado para guarecerse del temporal, cayó en una zanja cuya presencia no advirtió a causa de la oscuridad, y cayó en tan mala postura que se le rompió la bolsa biliar. En el Hospital de la Fuente Agria estuvo internado más de un mes. Cuando al fin le dieron el alta y se disponía a dejar el Hospital, la persiana de la ventana de su habitación le golpeó la cabeza de modo tan desgraciado que le obligó a coger de nuevo la baja hospitalaria.
La familia pasó todas en la primera negra época de Pablo. Sin embargo, estaba escrito que de aquello tenía que salir, y así se cumplió, para bien y esperanza de todos, el dicho que dice que "Dios aprieta, pero no ahoga". Y la familia salió adelante, y Pablo, con una cicatriz en el estómago con la forma de una hoz y doce puntos de sutura en la cabeza, volvió a doblar la esperanza sobre la tierra y el tajo, y con las manos y la mente puestas en alimentar y vestir a su mujer y sus hijas siguió sin pensar en otra cosa que no fueran las mujeres de su vida.
Sólo algún día de fiesta se podía permitir el lujo de pasear, su mujer Mercedes cogida de su brazo, por la calle Torrecilla abajo hasta desembocar en el paseo de la Fuente Agria, y allí, si el tiempo acompañaba, se tomaban unas berenjenas de Almagro que en un puesto callejero compuesto de un simple tonel de madera servía su dueña. Luego Pablo consultaba en el tablón del escaparate de algún bar los resultados de la quiniela por si la suerte hubiera tenido a bien premiarle, que no era nunca; entonces con cara de resignación rompía el boleto poniendo la esperanza en el siguiente y, chino chano, sintiendo en su brazo la mano constante de su mujer, desandaba el camino hasta la casa para descansar y reponer fuerzas con vistas a la jornada laboral del día siguiente.
Y así una semana y otra, un mes y otro mes, un año y otro año. Hasta que llegó el momento de mirar hacia el futuro de sus hijas y comprender que allí, en una ciudad de provincias, no lo iban a encontrar, y servir no quería que sus hijas lo hicieran. De modo que, siguiendo el ejemplo de un hermano suyo que llevaba viviendo en Barcelona un año ya, Pablo se puso el mundo por montera y hacia la próspera capital de Cataluña partió en tren con una de sus hijas, la que hoy es mi mujer y que entonces era una mocita de catorce años.
Contar lo que vivió y peleó Pablo desde entonces es hablar de andamios y destajos, de pasarse noches enteras con la paleta en la mano y salpicaduras de cemento en la cara para terminar a tiempo un mercado de abastos, una gasolinera o un edificio de despachos en el Ensanche de Barcelona que exigían la máxima urgencia.
Cuando recuerdo de Pablo toda esa lucha sin cuartel y lo veo ahora reducido a un cuerpo indefenso con mente infantil, el alma se me cae al suelo y me niego a recogerla porque comprendo que el dolor es un animal cruel y pegajoso que una vez que ha escogido el cuerpo de su víctima no se despega de él si no es para verlo morir lentamente con la tristeza alojada en la mirada y el desánimo más atroz engarrotando sus manos.
Y lo bueno es que hasta hace cinco años este hombre, convertido hoy en un niño, era todavía el luchador de siempre, el hombre que sabía posponer su propio bienestar al de su familia, de su gente, el hombre que trabajaba sin cesar para que nos les faltara de nada, incluido el piso nuevo y moderno que compró en la parte más alta de Maragall, cerca de la encantadora Plaza de Ibiza, corazón de la vida comercial de nuestro querido barrio de Horta.
Este hombre que ahora veo derrotado y con mente de niño, postrado en la mudez y en la imposibilidad de comunicarse con el mundo que le rodea me ayudó un día a terminar mi casa de montaña y se levantó una entera él solo en El Vendrell, donde instaló su refugio al llegarle el bien merecido descanso de la jubilación. Aró la tierra de la huerta, la abonó, sembró y plantó hortalizas y árboles frutales y, viéndolos crecer y ayudándolos a madurar, empezó a soñar un futuro sosegado y tranquilo.
Pero no, no, señor. Cuando todo parecía estar de su parte, Dios y la vida saludable le abandonaron. Y hace ahora cinco años, en la mesa familiar de la Nochebuena, rodeado de su numerosa familia, detuvo de repente su habla y su sonrisa, se llevó la mano a la sien izquierda, y ahí se paró todo para él.
Quien lo conoció un día no se cree que este niño con cuerpo de hombre, de mirada apagada, de leves sonidos guturales y lento arrastrar de pies, sea Pablo, el valiente emprendedor y padre de ocho hijas a las que trajo un día de La Mancha a vivir más y mejor en Barcelona, el mismo Pablo al que hoy un rosario de dolor lo condena a una silla pegada a la ventana para mirar, sin ver, a la gente que pasa por la calle, arrastrar una vejez de infancia irreversible y avanzar sin quejas hacia la muerte como si fuera un árbol talado.
Becqueriano
MEZKLUM
Esta semana que yo recuerde no ha pasado nada especial. Tuvimos un susto la anterior, que se quedó sólo en eso, una falta. Lo teníamos hablado desde que nos casamos. Los hijos no eran negociables en nuestra relación. Sí que estuvo algo enfadada porque el día que fue al ginecólogo no pude acompañarla, pero se le pasó. Quizá un poco más irascible por la tensión y eso, pero nada que con un ramo de flores y una tarjeta cariñosa no se arreglara. Lo de que no nos comprendéis es típico, a todas les pasa lo mismo en esos días. Mejor dejarlas y, como decía mi abuelo, los toros bravos desde la talanquera.
Ella siguió de compras con sus compañeras de trabajo. ¡La de chuminadas que pueden existir para una casa! Eso sí, si algo le sugiero que no queda bien o no me gusta, lo descambia. No le importa.
La tanteé, por si colaba, y le hablé de una nueva pala de pádel Varlion. Es increíble, el no va más, ¡menuda ilusión tenerla! Los domingos juego con mi vecino, mientras ella se va al cine con su mujer. Pues me la compró y mi vecino ¡joder qué suerte, consigues todo lo que quieres!
El sábado la acompañé a comer a casa de su madre. Vamos todos los sábados. Nos viene bien por no guisar y recoger, ¡menudo rollo! En cuanto acaba la sobremesa nos marchamos. ¡Ya se enzarza en interminables charlas telefónicas con su madre cada noche! Además yo siempre tengo algún trabajo pendiente y ella organiza la casa. Se le da muy bien.
Por eso, que se pasara esta semana entera sin pisar la calle más que para ir al trabajo, me dejó perplejo. Y que no quisiera salir fuera a celebrar su cumpleaños, más. Que no le apetecía nada, dijo. Pero yo no le hice caso y preparé una sorpresa en un restaurante nuevo del que me habían hablado. Reservé antes de decírselo y no le di otra opción. La conozco bien, si se encabezona es la única manera. Cuando ella protestó, bromeé "Mujer que cuarenta tacos no se cumplen todos los años" Creo que lo empeoré. Pese a mi insistencia fue con desgana, relatando que estaba apática y no podía con su cuerpo.
Vamos a Mezklum, un restaurante un tanto chill Out lleno de luminosidad, para animar a Laura que está baja de moral. Eso le dije a mi hermano y a mi cuñada que nos iban a acompañar. Con ella se lleva bien.
Aún no estaba lleno cuando entramos. Era más grande de lo que me había figurado. Al llegar al segundo salón mi hermano, que cotilleaba la decoración del local, se quedó mirando con descaro a la pareja de la mesa junto al reservado que nos habían dispuesto. Yo la miré de soslayo por curiosidad. Y no pude disimular tener la misma impresión. ¡Se parecía tanto a ella!
El reservado repleto de cojines y envuelto en una especie de mosquitera blanca. El suelo de cristal dejaba ver bajo nuestros pies, unas ruinas que algún día excavaron. Tuve que controlar la sorpresa pero no pude ocultar mi enfado cuando, nada más traernos la carta, mi hermano me soltó a bocajarro "oye, ¿qué fue de Margarita? Carraspeé, tardé en contestar ¡Qué tontería! Poniendo la mano en el cuello, respondí con voz azorada "No sé, no he vuelto a verla desde el instituto".
Me volví a Laura y, sin dar tiempo a una posible réplica de mi hermano, sugerí "Cariño, me han recomendado que no dejemos de pedir el mousse de dulce de leche. Lo hacen riquísimo".
Laura con voz y mueca seca replicó "antes tendremos que pedir los entrantes y algo de segundo plato ¿no?" Se había dado cuenta de algo.
Mientras nos poníamos de acuerdo sobre qué cenaríamos, me fui relajando aunque me duró poco. Laura se empeñó en pedir champán antes de la cena. Le advertí "Te recuerdo, cariño, que te levanta dolor de cabeza".
Laura reteniendo la respiración contestó "Y yo te recuerdo que si ya lo tengo, me alivia, tesoro". Al ver su cara enrojecida como si fuera a estallar, me fijé que había cambiado la raya de su pelo y el mechón del flequillo se le volvía a la cara. Con irritados manotazos intentaba quitárselo de en medio. La cosa se ponía mal. Mi hermano propuso dejarlo para el brindis del final. Sí, eso, ¿podríamos brindar por las ataduras?, me espetó con las manos y los ojos alterados. Di un respingo. La llegada del camarero me ayudó a mantener el tipo. Pese a todo había algo especial en su cara, estaba más guapa.
Después todo parecía marchar bien, ellas dos hablaban sin hacernos mucho caso. Un alivio. Escuché cómo le decía que la salsa caramelizada del lenguado estaba muy rica y me relajé.
Hacía bochorno. Me quité la chaqueta y al ir a colocarla en el respaldo de la silla pude mirarla con detenimiento. No era ella, era más joven y sus ojos no eran azules, sino marrones. La chica me sonrió. Le devolví la sonrisa. Al sentarme otra vez frente a Laura aún debía esbozar algo de esa leve sonrisa devuelta porque ella la interceptó. Y mantuvo unos ojos de reproche que nunca le había visto hasta que desvié los míos y los llevé a la mesa. Tardó un rato en quitárseme un molesto tic en el párpado que no podía dominar.
Cenamos sin mediar palabra, menos mal que mi hermano no dejó de alabar toda la comida que nos servían y los recovecos del restaurante. En cuanto tomamos el postre, Laura pidió una aspirina y quiso marcharse. Nadie le llevó la contraria. No me apetecía irme a casa pero ni protesté. En el intervalo en que Laura fue al baño, mi hermano comentó que cada vez estaba más rara. Pero mi cuñada atajó con que lo único que pasaba es que se le notaba que estaba a disgusto.
Nos despedimos. Ellos se fueron a tomar una copa por allí cerca. Nosotros nos fuimos hacia el parking de la plaza de Benavente a recoger el coche.
Me esforcé por mantener la mente en blanco, no quería bronca. Estoy seguro de que iba por el camino pensando que mi hermano y yo éramos cómplices, que me encubría. Mira que se lo tengo dicho, que no me hable entre dientes en su presencia. ¡Qué manía tiene! No se da cuenta de que los hombres no podemos ocultarles nada.
De repente la escuché decir en alto "quién"
¿Quién qué, cariño? Le pregunté
Tú sabrás, yo no he dicho nada, lo has imaginado, me respondió cortante.
En voz baja argumenté "Perdona creí haberte oído decir..."
Ella añadió con voz de fastidio "Es mejor dejarlo estar"
Lamenté haber preguntado e hice como si no la hubiera oído.
Se detuvo un instante. Una parte de ella quiso seguir hablando pero puso el dedo índice entre los labios apretados y se contuvo. Su mirada clavada en mí insistía en reprocharme. Yo, por segunda vez en la noche, tuve que apartar la mirada. No volvimos a hablar. ¡Vaya nochecita!
Aceleré el paso. Fue llegar al parking, buscar las llaves del coche y comprender que se me habían caído al sacar la cartera con las prisas y los nervios. Yo había invitado, yo tenía que pagar. No quiso acompañarme y se quedó allí rígida como un pasmarote. Sacó su polvera y por el espejito simuló pintarse los labios argumentando que se le habían resecado. Pero lo orientó para poder ver cómo me alejaba. No tardaré, le grité intranquilo. Y no me detuve ni un segundo. La llave la habían guardado en el mostrador del restaurante. De modo que no pasé de la entrada. Casi ni les di las gracias.
Cuando volví no estaban ni ella ni el coche. Recordé que siempre lleva el juego manual de llaves pero nunca lo utiliza. Se me ocurrió pensar en por qué no me las daría. ¿Por qué se habría llevado el coche? La llamé al móvil, como no contestaba, cogí un taxi. El taxista quería charleta pero yo no podía prestarle atención.
Entré en casa. Todas las luces encendidas. Laura, normal, encerrada en el cuarto de baño y yo dándole vueltas a ¿dónde se habría metido?
Golpeé con los nudillos la puerta ¿Estás bien?
Claro, contestó como si nada. Eso sí, no vino al salón, estuvo pululando por las habitaciones y yo sentado en el sofá reconcomiéndome sobre si el coche estaría intacto. No le pregunté ni protesté por no empeorarlo. Parecía tan tranquila, tan calmada que me puse nervioso. Así que pensé que ya se habría quedado a gusto vengándose de mí por lo de la chica.
Al día siguiente como todos los domingos me levanté y fui a la panadería. Me encanta el currusco de pan crujiente con mantequilla. Antes pasé por el garaje y respiré. El coche no tenía ni un rasguño. Cuando volví me pidió que hiciera el chocolate. Me cogió por sorpresa, yo nunca lo hago. Tardé porque las dos primeras tazas se rebosaron en el microondas.
Entré el comedor con ellas en la mano. No daba crédito a lo que veía. Estaba terminando de comerse un currusco y el pan decapitado en sus dos extremos. Su caja de cereales de salvado sin tocar. Pero si a ella le engorda el pan ¿por qué se había engullido mis curruscos? Y sin apartar la vista de mi mano comenzó a dar vueltas a la alianza, se la quitaba y se la ponía en el dedo jugueteando con ella hasta que se le cayó a la taza de chocolate. ¿Qué se le estaría pasando por la cabeza? ¿A que no me ha perdonado que no la acompañara al ginecólogo? Comencé a hacer bolas con las migas de pan para que no creyera que la observaba.
Por fin habló "cuidado, cariño, si no bajas los hombros, vas a contracturarte los trapecios, ya sabes que son tu punto flaco". Recogió sus cacharros del desayuno y los llevó al lavavajillas.
Entonces comprendí que después de todo quizá hubiera pasado algo. Si no por qué iba a estar tan rara...
Aniram
LOS AMORES POSIBLES
"Cuando se es virgen se piensa que
todos los amores son posibles"
ERRI DE LUCA
TERMINÓ LA GUERRA y continué enviándoles cartas de amor a los pilotos. Me despertaba temprano, antes del canto del gallo, encendía el brasero y me sentaba a escribir: los chicos esperaban mis cartas y afuera todo era gris. La melancolía de Holden me provocaba arabescos en las pupilas y remolinos en el corazón. Los griegos consideraban el bazo como el centro causante de la melancolía, pero en Holden parecía ser hereditaria e indestructible. En cuanto Gustav se cortaba el pelo, se constipaba. A Marcelo nunca podrían derribarlo: tenía algo de fauno y había nacido para que yo le contemplase desnudo en una cama del Hotel Tannhäuser. Dorian dejaba demasiada carne en la corteza del melón, me besaba como un adolescente sin verano y dormía, con esa respiración de perro trufero sin suerte, hasta que la luz se colaba por todas partes.
Escribía a diario a mis pilotos porque afuera todo era gris. Dejaba un rastro de carmín en los sobres, sintiendo algo reconfortante y triste, me ponía el abrigo que perteneció a mamá y salía al encuentro del buzón de correos agujereado por la metralla.
En el vecindario decían que estaba loca, que no era más que una solterona amargada, pero ahora que ha estallado de nuevo la guerra, la única casa que no han bombardeado, la única que sigue en pie, es la mía.
Eudora Bail
DIARIO DE UN SUEÑO
10 de junio de 2009.
He decidido comenzar este diario porque hace dos días me ha empezado a ocurrir algo que no puedo explicar. Últimamente he tenido un sueño que no me deja descansar por las noches. En él yo estoy caminando hacia mi escuela, para lo cual paso cerca del mar. En ese momento escucho un grito desgarrador, y al girarme veo en el agua una silueta de una chica ahogándose. Me quedo petrificada ante la imagen y automáticamente me despierto. Llevo dos días soñando lo mismo. Me siento muy cansada porque tras despertarme no puedo volver a conciliar el sueño.
Bueno espero no volver a tener esa pesadilla...
11 de Julio de 2009
He vuelto a tener el mismo sueño, no sé qué hacer, estoy por contárselo todo a mi madre,
¿Me estaré quedando como una **** cabra? No sé, pero no puedo soportarlo más, vuelvo a ver a esa chica ahogándose en el mar y no hago nada, me quedo allí, plantada, observando la escena. Definitivamente se lo contaré a mi madre, quizás necesite ayuda de un psicólogo o algo, no sé.
12 de Julio de 2009
13 de Julio de 2009
Se lo conté todo a mi madre, al principio no me dio importancia, me dijo ``anda niña con las tonterías, ya se te irá de la cabeza'', pero no, no se ha ido, ya hace dos días que no escribo, y he vuelto a tener esa pesadilla, aunque ha cambiado algo, ahora tras ver la silueta de la chica, me acerco a ella, doy unos cuantos pasos en su dirección, pero no logro llegar, por mucho que corro, no lo logro.
Creo verdaderamente que me estoy volviendo loca. Se lo he comentado a mis amigas, ellas sí que me han tomado más en serio. Me han dicho que a veces hay sueños que quieren decirnos algo, que significan algo más de lo que pueda parecer, una especia de aviso.
Para esta noche mi madre me va a dar un tranquilizante para que pueda descansar mejor, pero no creo que sirva de mucho la verdad.
14 de Julio de 2009
15 de Julio de 2009
¡No puede ser! He vuelto a tener la pesadilla, cada vez me acerco más a la figura de la mujer. El tranquilizante que me dio mi madre solo me funcionó la primera noche que me la dio. A la siguiente noche volví a despertarme sobresaltada.
Estoy más que preocupada, mi cuerpo cada vez está más cansado. Mi madre ha decidido llevarme al médico ya que mi aspecto es más que deplorable.
Acabo de llegar del médico. Ha sido bastante gracioso, me ha dicho que puede ser a causa del estrés. Yo no estoy de acuerdo con él, yo no estoy estresada por dios. Debe de ser por otra cosa. Voy a dirigirme al lugar donde sucede mi sueño.
Es todo tan real, cuando estuve en la playa sentí el mismo sentimiento que recorre mi piel en el sueño, puede visualizar la figura de la chica ahogándose... No sé qué hacer, todo es demasiado raro.
16 de Julio de 2009
Que más escribo, sólo hago repetirme. He vuelto a tener la misma pesadilla de todos los días. Aunque vuelvo avanzar un poco más. Me lo estoy comenzando a tomar como un juego, un juego bastante extraño. Cada noche me acuesto pensando hasta donde podré llegar.
La pasada vez continué hasta que mis pies pudieron tocar las pequeñas olas que se crean en la orilla. Esa vez, pude sentir el terror de la chica, su angustia, sus gritos se me han quedado grabados en la memoria. No, pensándolo mejor, esto no es un juego, estoy harta de todo. He llegado a la conclusión de que nadie puede ayudarme, sólo yo puedo acabar con esto.
17 de Julio de 2009
Anoche antes de acostarme estuve buscando por internet método para llegar a los sueños con plena conciencia, con el fin controlar mi mente en él. En una página bastante interesante, leí un ejercicio donde te enseñaba algunos truquillos según los cuales podrías, una vez dormido, controlar todo lo que soñases al igual que si estuviese despierto. Decidí probarlo, en fin, no tenía nada que perder.
El resultado ha sido fascinante. Como siempre, tras cerrar los ojos, comencé el camino hacia mi instituto. Pero esta vez fue diferente, tenía conciencia de lo que hacía, no era como antes, que vivía el sueño como espectador, en esta ocasión controlaba mi cuerpo. Continué el camino, hasta llegar a la playa. En ese momento corrí para llegar a tiempo a la orilla y poder ver la imagen de la chica con más claridad. Cuando llegué no había nadie, quizás aun no había llegado. Pero por desgracia, o por fortuna, nunca llegó. No sé qué ocurrió esta vez pero el sueño se alteró, quizás por la técnica que empleé antes de dormir, no estoy segura, pero lo único que sé es que esta vez la joven no se ahogó. Quizás ya se ha acabado todo, al fin podré descansar tranquila...
Siento un gran alivio en mi pecho cuando leo esto en voz alta. Se ha acabado, no me lo creo. Aunque por otro lado, era emocionante, vivir, bueno mejor dicho, soñar todo eso e intentar descubrir la identidad de la chica.
18 de Julio de 2009
¡Ha vuelto a pasar! He vuelto a tener la pesadilla como al principio las tenías, es decir, observándolo todo como espectadora, y allí estaba la chica, gritando desesperada, y yo allí petrificada frente al inmenso mar.
Todo es muy raro, estoy empezando a asustarme. Esta vez he sentido aún más el dolor de la chica, como si la que me estuviese ahogando fuera yo misma. Ha sido muy angustioso, no quiero volver a pasar por ello.
No quiero volver al médico, me mandarán al psiquiatra, aunque puede que sea lo mejor, quizás necesite ayuda médica. Creo que me he obsesionado demasiado con todo esto. Mis amigas ya no me creen, piensan que me estoy quedando algo tocada de la cabeza, es divertido, más que nada porque no lo niego, pero no puedo hacer como si nada hubiese pasado. Llevo muchos días tratando de explicar todo esto, no lo he conseguido, pero tampoco quiero que todo desaparezca y quedarme con esta intriga. No, no quiero eso, quiero llegar al fin de la cuestión.
19 de Julio de 2009
20 de Julio de 2009
21 de Julio de 2009
22 de Julio de 2009
He encontrado este diario escondido en su armario, soy la madre de María, y he decidido acabarlo en honor de mi hija.
Hace tres días desapareció, no sabíamos dónde estaba. Llamamos a la policía y comenzó una amplia búsqueda. Esa misma tarde una mujer avisó de que había visto a mi hija en la playa esa mañana.
Fuimos hacia allí, mi corazón se rompió en mis pedazos cuando vi a los buzos sacar a mi chiquitina del fondo del mar. Los ojos se me llenan de lágrimas mientras recuerdo el momento.
Aun no me lo creo, sigo esperándola todos los días para almorzar, no soporto la pérdida. Ahora me siento más culpable que nunca, debería haberle hecho más caso. No le di mucha importancia a sus pesadillas y ahora mira, ha muerto. Un psicólogo me está ayudando a superar un poco este golpe tan duro. Le he contado todo lo que escribió en este diario, él me ha dicho que lo que ella sufría no eran sueños, sino otra cosa, no recuerdo bien el nombre... premoniciones creo que lo llamó. Según él, ella estaba viendo su propia muerte. Lo que no comprendo es cómo pasó todo, como llegó ella al mar, por qué se introdujo en el agua, por qué no nadó.
El psicólogo me recomendó que terminase el diario, para ayudarme a pasar página, aunque eso para una madre es imposible, nunca la podré olvidar, nunca podré perdonarme no haberle prestado toda la atención que se merecía, nunca podré dejar de preguntarme qué pasó aquella mañana, aunque creo que nunca lo sabré, eso solo lo sabe ella, allí donde esté. Adiós María, te quiero, cariño.
Nunca te olvidaré...
Wyatt
Amapola
¿Qué le indujo a Juanjo aquel amanecer de octubre a transitar el bosque? Nadie le vio salir. Supieron que no se encontraba en la casa cuando no acudió al desayuno familiar.
Se había levantado temprano, cogido un chubasquero e introducido en el bolsillo "El gato negro" de Allan Poe, su escritor fetiche. Tiene la intención de caminar, explorar nuevos senderos de la ladera norte del bosque y sentarse a leer hasta la hora del almuerzo. No sabía entonces que una terrible tormenta y la falsa seguridad en sí mismo, iban a llevarle a un punto de no retorno, a extraviarse por completo. Perdido en el bosque. Esa sería su realidad.
Al atardecer, la madre de Juanjo decide llamar a su amigo íntimo. Le extraña el comportamiento de su hijo. Siempre le comunica adónde y con quien va. Pero esta vez no lo ha hecho.
–Pedro, tú eres su mejor amigo, dime, por favor, todo lo que sepas de la desaparición de Juanjo– suplicó la madre.
Pedro, que parece conocerle bien, sofoca el incendio de atrocidades y desgracias que se vaticinan en el entorno familiar:
– Juanjo conoce perfectamente todos los rincones y vericuetos, es un explorador nato, con suficientes recursos para salir de cualquier apuro. Pero advierto que su personalidad no admite intromisiones. Tiene su lado oscuro, como todos tenemos, y hay que respetarlo. Si no aparece en las próximas horas podemos pensar en algún percance serio y habrá que poner su desaparición en conocimiento de las autoridades. Pero, de momento, debemos darle un margen de intimidad. Puede tratarse de un aislamiento voluntario.
–Mi hijo es amante de la naturaleza, del senderismo, los animales... pero también está obsesionado con el misterio– insistió la madre. Me preocupa su fascinación por los ritos secretos de las sectas, las historias sobrenaturales, sobre todo las de terror. Ya sabes lo que se dice del bosque... Además, para más intranquilidad, no se ha llevado el teléfono móvil.
Avanzada la noche sin noticias, Pedro reúne a un grupo de amigos montañeros. Deciden salir en busca de Juanjo. Van provistos de todo tipo de herramientas, mantas, focos, provisiones, cuerdas...cualquier cosa que pueda resultar necesaria en aquellos umbrosos parajes.
Juanjo está desorientado. Se le ha echado la noche encima. Está en el límite menos transitado del bosque, allí donde se pierde el valle y surge la negrura del lago. Hace rato que percibe sombras siniestras. Le envuelve la bruma de la fronda. Sabe que se están dando las condiciones para el rito de la bestia: la luna llena velada por la intensa neblina, sombras y formas desconocidas entre la tempestad de lluvia y viento, aves nocturnas retornando a sus nidos..." Y esos malditos gritos... ¿Son chillidos? ¿Maullidos de gatos salvajes?". Instintivamente se palpa el chubasquero. Allí está el libro, con el terrible Gato negro, que él se imagina intentando pasar las páginas.... ¿Son sus garras las que atenazan su pierna? Cree oír una risa sarcástica saliendo del fondo del bolsillo. Su corazón ha emprendido un salvaje galope. Arroja el libro a la maleza que circunda el lago y cierra los ojos. Está desconectado del mundo real.
Son las mentes sensibles las que descubren y gozan a fondo con mundos diferentes. Juanjo está convencido de que ante fenómenos inesperados, sorprendentes, sobrenaturales, se producen sensaciones que llevan al individuo a sentir vértigo, mareos y hasta náuseas. No puede perder la serenidad. "Necesito alguna señal que me incite a la acción, a la espera, a algo que, para los humanos, tenga sentido". Le extraña la placidez de las aguas en medio de la terrible tormenta. Llega al convencimiento de que se aproxima la hora del espectro de la bestia.
Baraja la idea de conjurar a los fantasmas para salir del tiempo muerto pero, en el último momento, el miedo le atenaza. Permanecer en silencio es también invocar. Decide alejarse del lago: le ejerce una extraña atracción.
Allá, a lo lejos, vislumbra una línea sinuosa que pudiera ser un sendero. Camina entre matojos, enfangado, campo a través. Al acercarse, comprueba estupefacto que se trata de una carretera. "¿Cómo es posible que haya estado cerca de una carretera y no haya percibido ninguna señal de vida? ". Sin alimento, sin ropa de abrigo, sin teléfono móvil, sin nada que le pueda poner en contacto con el mundo civilizado, piensa, desfallecido, que en algún momento acabará pasando un coche. Se sienta, ovillado, en el borde de la cuneta, debajo de un frondoso castaño. Su único horizonte es esperar acontecimientos. Está exhausto. Lleva todo el día perdido en el bosque, en medio de la persistente lluvia, sin más refugio que su chubasquero.
Un ruido apagado, pero continuo, le lleva a dirigir la mirada en la dirección de la que procede. Los faros de un vehículo alumbran a duras penas la carretera. Se aproxima con una lentitud inquietante.
Aterido de frío, cuando el coche está a corta distancia, Juanjo se incorpora y comprueba, con terror, que el coche no lleva conductor. Después de tantas señales oscuras, su mente ha dejado de funcionar con racionalidad. Decide aceptar lo que está viendo como una sesión de espiritismo, pero también como su única oportunidad para salir de aquel lugar. Cuando el coche pasa por delante de él, abre la portezuela y se sube en marcha.
El coche avanza penosamente. Juanjo mira de soslayo el asiento vacío del conductor. Presiente que está a merced de una fuerza diabólica. Son las doce, la hora del conjuro. "Lo que venga de ahora en adelante pertenecerá al mundo de lo desconocido. "
Los amigos han comenzado la búsqueda. Divididos en grupos, rastrean desde las estribaciones del pueblo hasta la zona del lago. En la ribera, entre la maleza, uno de los montañeros descubre el libro de Poe:
– ¡Aquí, un libro! Es de Juanjo, seguro.
Otro dice haber visto un gran Gato negro corriendo hacia la espesura... Un coro de pájaros nocturnos se encarga de neutralizar las voces que llaman a Juanjo. Tan arraigada está en el pueblo la idea de que el bosque está habitado por seres del más allá, que se pierden en observar movimientos extraños, más que en localizar a la supuesta víctima. Hay unanimidad: "Juanjo está en el lago, por voluntad propia o ajena. De aquí no nos movemos".
¡Rápido! ¡Hay que peinar la zona, colocar focos en las copas de los árboles, zambullirse en las negras, profundas, heladas aguas... y pedir ayuda!
Juanjo se encuentra a pocos kilómetros de sus amigos ¡Si él lo hubiera sabido! De manera brusca, siente lo que el cree una garra que le golpea en el hombro. Un haz de luz proyectado sobre su rostro le deja deslumbrado.
La carretera hace una leve curva y las tibias luces del coche dejan adivinar la través de la lluvia racheada lo que parece una gasolinera.
Juanjo todavía está inmerso en el paroxismo del terror cuando oye una voz que le grita al oído: Oiga, amigo ¿no cree que debería bajarse, echar una mano y empujar?
Perdido en el bosque
LA MUERTE DE UN AMIGO
Ayer fue una mañana fresca de un día de primavera, pero para mi no fue primavera, porque lloró mi corazón. Murió un amigo. El sufrimiento fue tan fuerte como el quejido de tus heridas cuando caías. Agonizabas sobre el piso,. Te habían matado. Tus venas abiertas mostraban tu dolor, te desangrabas de sufrimiento.
Eras tan alto, enhiesto, imponente, tan bello y fuerte. Con tus movimientos mecías el amor. Estabas lleno de vida y cobijabas a tantos seres.
Hoy estas derrumbado. Los asesinos te arrastraron y no se a donde te llevaron.
Querido árbol de alcanfor, cada hachazo que ayer te dieron, lastimó mi corazón . La sierra con la que te destruyeron hirió mi alma.
No llores bello árbol mutilado y valiente. Alguien te mató sin sentimientos. En el aire amargo de esta tarde aún se respira tanta tristeza. Hoy miles de pájaros revolotean enloquecidos porque no encuentran refugio. Muchos han perdido sus nidos. Ellos están alborotados y desesperados, como yo, que desde mi jardín no puedo verte.
Querido árbol eras uno de los pulmones de mi barrio. Hoy sos hojarasca fría y también una caja de lindos recuerdos.
Sol
EL ARCOÍRIS
Había una vez un pequeño pueblo, no muy lejano de la gran ciudad donde vivía Daniel, niño de lentes, pecas semirubias, ojos verdes, cabello castaño y una ingenuidad nada envidiable para los tiempos que corren. Aquel poblado del que Daniel ya les había hablado a sus padres incontables veces presumía de tener el más bello arcoíris que se posara sobre la tierra.
Tras algún tiempo de ruegos, los papás de Daniel accedieron a emprender un viaje para conocer aquel lugar y, si el clima lo permitía, también el arcoíris. Muy de mañana, se levantaron el sábado siguiente a lo acordado y tomaron camino hacia aquella región.
Cuál no sería su sorpresa que apenas llegar se encontraron con la cara maliciosa de un gitano. Como si estuvieran en un paseo safari, mientras el coche ingresaba al pueblo, los gitanos salían de sus casas y de los comercios para, con curiosidad amén de pensamientos más lucrativos, saber de los recién llegados.
La intuición de Rodrigo Torreblanca, papá de Daniel, presentía que aquello les iba a generar problemas, así que disminuyó su velocidad e intentó dar una vuelta forzada para regresar por el camino por el que habían venido. Por desgracia, no pudo hacerlo. Los gitanos ya habían rodeado el automóvil y comenzaban a balbucear cosas en su lengua y a mover las manos de manera alocada.
-¡Salgan! –gritó abruptamente don Rodrigo al tiempo que abría la puerta y salía aprisa del coche mientras su familia lo imitaba.
Detrás de ellos quedaba el coche que ya empezaba a ser desvalijado. Corrían frenéticamente, entre gritos, maldiciones y polvareda. Pero no iban a regresar y tampoco se detendrían. Fortuitamente empezó a llover. Entonces los gitanos, los que no se afanaban en obtener algo del botín que les habían dejado, se metieron a sus casas y aplacaron su deseo de perseguirlos y obtener algo más de aquellos que la Providencia había mandado. Pronto el sol despejó las nubes y un hermoso arcoíris enmarcó el cielo debajo del cual huían.
-Ves, papá, te lo dije: ¡es el arcoíris más bello que he visto en mi vida! –alcanzó a decir Daniel antes de que con una sola mirada su padre le hiciera callar por lo que quedaba de la tarde.
Catalina Boix
LA CASA DE LOS ABUELOS
Un día de verano de 1997 mi padre consiguió, por fin, que lo acompañáramos a Pedràneu. Llevaba años pidiendo volver a su pueblo, más años de los que tenía yo, porque recuerdo que cuando era pequeño mis hermanos mayores ya estaban hartos de oírle hablando de la casa de sus abuelos y de que quería ir al pueblo a ver qué se había hecho de ella. No tenía ninguna voluntad de recuperar la casa, sabía que el paso de seis décadas, una guerra y siete papas habrían borrado cualquier testimonio de los Coca en el pueblo. Le movía sólo la curiosidad, las interminables horas sentado en la oscuridad sin nada más que hacer que pensar en la casa, en el pueblo, en los siete años que vivió allí con sus hermanos, la única felicidad pura que hallaba al escarbar en su memoria.
Pero ninguno de nosotros confiaba en que fuera capaz de localizarla. Era apenas un mocoso cuando salió del pueblo para no volver, hacía sesenta años; y además era ciego. Había ido perdiendo la vista progresivamente; cuando yo era pequeño ya veía poco, y nos teníamos que acercar mucho a su cara arrugada y a sus gafas de culo de vaso para que nos reconociera y en seguida empezó a no ver nada más que nada. Sobre todo en primavera le daba por decir que veía como sombras, como ropa tendida, y nosotros le decíamos que quizás, que quizás. Le queríamos mucho, con ternura, igual que él a nosotros, aunque nos pasáramos el día luchando todos a gritos contra su senilidad.
Aparcamos en la plaza del pueblo, porque en todos sus recuerdos aparecía siempre la iglesia -pero a veces delante de su casa, a veces a la vuelta de la esquina, a veces recordaba el tañido de las campanas como si proviniera de debajo mismo de su cama de niño- y mis hermanos creían que con ese punto como referencia quizás pudiéramos encontrar la casa. Pero fue inútil. Andamos y desandamos todas las calles, nos detuvimos en todas las esquinas, le describimos todo lo que veíamos mientras él sopesaba las opciones y decidía que fuéramos hacia la izquierda, o hacia la derecha, aunque hacia la derecha no se pudiera ir, y mi padre creía que habían construido edificios donde antes había eras, y que habían plantado viñas en los lugares más inverosímiles. Como si estuviéramos en otro pueblo, nada de lo que veíamos concordaba con sus recuerdos, delante de la farmacia no había ninguna fuente, y no hallamos plaza alguna con un olmo en el centro. Al principio nos dio vergüenza preguntar, pero donde tenía que haber habido una casa con las puertas verdes habían abierto un colmado, y yo decidí entrar, y los clientes me dijeron que no conocían a ningún Coca, y les respondí que creía que al abuelo le llamaban "el Camacoixa", y entonces una señora que estaba sentada en una silla junto a la puerta dijo que sí, que algo había oído de pequeña, pero que creía que el hombre había muerto y la mujer se había ido a Barcelona, y un señor que no estaba cuando yo entré me peguntó (¡a mí!) si era la casa que estaba bajando al río, y antes de que yo reaccionara otra señora le dijo que no, que en aquella había vivido el tío Esteve, que se llamaba Giralt, y él respondió malcarado que ya lo sabía, que se refería a la de más abajo, y me indicó la dirección, y yo entonces ya no entendía nada, y les dije que gracias, y me fui yendo de espaldas, dejando frases a medias.
Regresamos a casa con aires de funeral. Mi padre no habló en todo el viaje, por más que nosotros charlábamos de otras cosas, para distraerlo y que no se pusiera triste.
Al día siguiente murió, sin dolor, de un mal que nadie le supo diagnosticar.
Inuyasha
LITERATURA MUTANTE
-Pepa, tú siempre has sido demasiado moderna para este pueblo.¡ Pero con la bromita ésta te has pasado! Yo no tengo por qué aguantar las risas del maestro de mi hija diciéndome que dónde le he comprado a la niña este Quijote así que ya me estás devolviendo mis euros que me voy a Sevilla a comprar uno de verdad
La persona que en un tono muy enojado me decía eso era Jacinto, un vecino de cortas entendederas al que había soportado durante ocho cursos en el colegio del pueblo. Ya sabía cómo se las gastaba así que le devolví el dinero con un sarcástico:
- Me parece muy bien, Jacinto. Y si puedes comprar un Sancho de verdad, tráetelo también para el pueblo y seguro que se hacen amigos...
No me respondió; se limitó a coger el dinero y salir de mi librería.
Disculpen que no me haya presentado. Soy Mae, una mujer de cincuenta y dos años que heredó de su padre una papelería en Villablanca y la convirtió en la única librería de la comarca. Desde entonces, he disfrutado mucho de ella y también he luchado contra demasiados elementos para mantenerla viva.
Cuando mi vecino Jacinto dejó en el mostrador el ejemplar de "El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha", sentí lástima de él y de sus camisas celestes. Era el típico niño de buena familia que lo más largo que había leído en su vida era el título de la hermandad cuya virgen sacaba religiosamente todos los 16 de julio. Como no quería perder mi tiempo ni mis sensaciones pensando en ese tipo de personas, me acerqué a la estantería de los libros clásicos y puse el libro en el lugar que le correspondía. Ahora me arrepiento de haber dejado pasar por mis manos un libro único que nadie más podría volver a leer.
Intentando borrar de mi mente el desagradable incidente, volví a mi tarea de encuadernar artesanalmente una tesis que me habían encargado. Pero sin que hubiese pasado más de media hora, llegó a la tienda mi amigo Luis con la guía de Cuba que le había vendido el día anterior:
- Mae, tenías toda la razón: esta guía es mucho mejor Lonely Planet.- Y soltó una carcajada infantil-. El único problema es que no te ofrece información de museos ni de restaurantes sólo te cuenta historias de cubanos y, sobre todo de cubanas ... -y se volvió a partir de risa.
- ¿Ya te has fumado algo o qué? El año pasado me fui a Cracovia con una guía de esas y todo estaba donde lo decía y como allí estaba escrito. – Mientras yo hablaba Luis seguía riendo
- Pues sería la de Cracovia porque ésta es un poco más .... –Otra carcajada explotó en su boca- Lee el capítulo de Trinidad, por ejemplo
Cogí el libro por la página que me mostraba Luis en la que aparecían algunas imágenes de edificios coloniales y un mapa del centro histórico. El problema fue que yo esperaba leer:
"Esta noble ciudad colonial representó durante muchos años la imagen de la tradición española en la isla ...."
Pero lo que estaba escrito debajo de TRINIDAD era
"Nunca olvidaré el calor de su piel de ébano en mis labios, ni sus largos dedos encendiendo mis deseos en cada caricia. Desde entonces solo busco su recuerdo en el cuerpo de cualquier mujer ... "
Luis soltó otra sonora carcajada al ver mi cara de sorpresa. Extrañada e intentando pensar en alguna explicación para que en una guía se hubiese colado un relato erótico, descubrí a mi amigo quitándome de las manos la guía y diciendo:
- ¡Que sepas que me voy a la FNAC a comprar una guía de Cuba de verdad pero que ésta no te la devuelvo que no veas los buenos ratitos que Esmeralda y yo estamos echando antes de cruzar el charco¡
- ¡Que te den, Luis¡- respondí yo, entre sus risas, tranquilizándome pensando en que algún trabajador de la imprenta se había lucido personalizando un libro que al final lo distribuyó por error y acabó en su librería. Ese pensamiento me hizo descartar la idea inicial de comunicar a la editorial la errata en la guía: no me gustaría que por mi culpa sancionasen a un escritor de relatos eróticos.
Como era una época de mucho trabajo, no volví a acordarme ni de los incidentes hasta que al día siguiente se acercó a mi librería el director de uno de los colegios del pueblo que conocía desde hace años y, tras saludarme con amabilidad, me hizo una extraña pregunta:
- Espero que no le moleste la pregunta, Mae. ¿Usted dónde compra los libros que vende en su librería?
- Pues en los almacenes y, a veces, en las mismas distribuidoras.- Mi respuesta fue tan sincera como mecánica porque estaba tan sorprendida por la pregunta que no tuve capacidad para reaccionar.
- Se lo comento porque ayer tuve que hacer guardia en la biblioteca y, tras anotar en el registro el ejemplar de "Momo" de Michael Ende que usted nos vendió, empecé a leerlo. Y le prometo que, aunque esté muy bien encuadernado y las ilustraciones sean muy similares al libro que yo me leí hace veinte años, las palabras de este libro no tienen nada que ver con la historia original. ¿Usted se lo ha leído?
- Sí, hace años –Mentí. En realidad suelo leer los libros que me gustan antes de entregárselos a mis clientes; y Momo siempre me gustó- ¿Qué ocurre en este "Momo"?
- Por ejemplo, el barrendero no aparece en todo el libro ni la tortuga tampoco. Y los hombres grises son tiranosaurios. Mire, compruébelo usted misma.
Cogí el mismo libro que había leído dos días antes y que después embalé para enviarlo al colegio. Entonces, Gigi y Beppo eran los mejores amigos de Momo; en el caparazón de Casiopea se formaban letras y los hombres grises fumaban puros. La misma historia que había contado varias veces en las tardes de cuentacuentos de la librería
Pero en el libro que me traía el director del colegio, nada estaba en su sitio. Momo ni siquiera vivía en el anfiteatro. Sin salir de mi asombro, me disculpé:
- Lo siento mucho y no entiendo cómo ha podido ocurrir. Ahora mismo llamo a la editorial para comentar la extraña publicación y que me envíen un ejemplar con la historia real de "Momo". En cuanto llegue, personalmente lo compruebo y se lo acerco al colegio.
Cuando el maestro se despidió cortésmente, yo volví a comprobar que ese libro ya no era el que había escrito Ende; parecía como si un duendecillo maligno hubiese estado jugando a moldear nuevos escenarios y nuevos personajes con el barro de las antiguas historias.
De repente, conecté el quijote de Jacinto, la guía de Luis y el Momo del colegio y un relámpago me recorrió la espalda.
- ¿Qué está pasando en mi librería?
Me fui como una posesa a la estantería de libros infantiles y abrí una encuadernación muy lujosa en la que Caperucita no era una niña ni vestía de rojo. Me derramé en el sillón de lectura junto al escaparate por puro asombro; ni siquiera intenté encontrar alguna explicación a todo lo que estaba ocurriendo.
El resto de la historia ya la conocen todos ustedes. Lo que acabo de relatarles es sólo cómo viví en primera persona los primeros contagios del virus y que fue en mi librería donde nació eso que llaman ahora la Literatura Mutante, en la que los personajes saltan libremente de unos libros a otros creando nuevas historias, viviendo sensaciones distintas, inventando tantas vidas nuevas como libros se agolpan en las librerías infectadas. Estas letras son sólo un relato de mi modesta e ignorante aportación a la difusión de este virus que está consiguiendo que muchos ojos vuelvan a disfrutar leyendo libros ...
Rfve
LA PARADOJA DLE VIAJANTE DE SEGUROS
Es tarde. La noche juega con la luna sobre el reflejo de las llantas del automóvil que la empresa tan gentilmente le cedió para sus viajes. Está cansado de la ruta. Alguna vez disfrutó de esa libertad, de los ojos agotados y las mañanas con dolor de espalda. Pero hoy no. Hoy esta cansado y piensa en Maggie y en su mujer. La nena es su vida. Se lo dice a sus amigos; al que quiera escuchar. Maggie sonríe y el mundo sonríe con ella.
Ahora acelera como impulsado por algo que apenas percibe, pero que sin embargo está ahí, y es una masa de ansiedad, una piedra, que le abre la herida del recuerdo. Esa sensación de vacío que se convirtió demasiado rápido en parte del juego de su vida.
El automóvil responde. Es un modelo nuevo, de ese mismo año, y Ricardo está agradecido de haber dejado atrás esa porquería con la que comenzó a hacer sus primeros viajes de trabajo. Lo único seguro en la venta de seguros, dijo quien luego sería su jefe y su amigo, es que no hay nada seguro. Ricardo piensa en el peligro, en esa ruta desierta, en los pueblos y ciudades que visita, en la desolación. La noche cayó como un adoquín pesado, sin suavidad ni espera. Así cae la noche por esto lados del mundo. Hace frio. Con la noche, la helada. Ricardo lleva y trae su atención del asfalto oscuro a la comodidad semi iluminada de su cabina de conductor. El traje que lleva se adapta de un modo tan perfecto a su cuerpo que parece hecho a medida. Siempre elegante, bien vestido, perfumado, dijo aquella su vez jefe, y Ricardo es obediente. Esa obediencia la aprendió de chico; es la certeza de su vida.
A la distancia, iluminado apenas por el reflejo de la luna, la figura disímil de un hombre corta la monotonía del paisaje. Tiene un trozo de cartón entre sus manos con el que intenta transmitir un mensaje. Llama la atención en la nada que hay detrás y por delante de él, pero pasa. Se convierte en un instante en un objeto más, uno que se hace pequeño, diminuto e innecesario en el espejo retrovisor del auto de la Agencia. Lleva varias horas de silencio, de pensamientos que se agolpan, de un paisaje helado y muerto. Tantas horas que esa presencia lo perturba. Hay vida, después de todo, en esa ruta. No obstante, Ricardo obedece. Nunca subas a un desconocido, dijo su jefe, aunque agradezcas la compañía. Y Ricardo obedece. Es cierto que una charla amable le devolvería la energía, le quitaría el sueño y el mal humor de un viaje que promete convertirse en eterno.
En poco tiempo habrá una ciudad, habrá luces y vida. Es cuestión de esperar un poco, de ser paciente, que es el rasgo madre del que viaja y del que espera. Su pie, de cualquier modo, responde a una motivación alejada de este pensamiento, y se hunde en el acelerador. Ese hombre en el camino le recuerda que mientras el viaja, mientras los faroles de su auto iluminan los letreros de la ruta, la máquina de la humanidad sigue su curso. Hay una falsa seguridad en la cabina del conductor, pues se sigue tratando de un cuerpo humano, rodeado de chapas y de engranajes, a una velocidad que despedazaría a cualquiera. Y ahí es cuando el miedo, esa otra presencia de su vida, entra como un llamado o como una cachetada imprevista. Uno minutos más tarde, hay un hombre, otro hombre, o quizás el mismo hombre, con un cartel enfrente de sí, al costado de la ruta. Ricardo lo mira y lejos de bajar la velocidad para confirmar esa primera impresión de la locura y del cansancio, acelera aún más. A cierta velocidad, a cierta hora, en ciertas condiciones climáticas, en ciertos momentos del año. Santa Rita. Ahora puede ver el mensaje que intenta darle. La ansiedad es eso que se percibe en el cuerpo, una agitación en el estómago, un nudo ciego. Es posible que se engañe, pues carece de misterio la presencia de un hombre, y luego otro hombre, al costado de ruta, pidiéndole a los automóviles que pasen que le alcancen a un pueblo cercano. Al margen de la hora. Sucede a cualquier hora, también en la noche, y la mente engaña.
Respira. Una bocanada y luego otra. Quisiera ser un fumador, encender un cigarrillo, reírse de él mismo. No obstante, es Ricardo. El padre, el esposo, el vendedor de seguros. El que paga impuestos, el que vive una vida tranquila, en un barrio tranquilo, con una familia tranquilina. Pero aquel hombre se repite. A unos cien metros la figura vuelve a aparecer. Ricardo tiembla, quiere evitarlo, hace un esfuerzo por evitarlo, pero su cuerpo ahora piensa y actúa guiado solo por sí mismo. Logra ver un rostro mientras se acerca, la letra temblorosa que alguna vez, quien sabe cuándo, indicó el nombre de esa ciudad, Santa Rita, que él conoce y que preferiría no conocer. Observa, esta vez, la cara desesperada del hombre, la barba rala, el aspecto sospechoso del que espera algo de alguien. Hay necesidad, pero también hay afecto y respecto en ese rostro. Y el hombre se arroja. Cuando el automóvil último modelo de Ricardo se acerca a toda velocidad, cuando la distancia se desanda al punto de que no existe la mínima posibilidad de detenerse, el hombre se arroja de un salto imprevisto sobre la carrocería. El instinto se activa, el temor, la supervivencia. Todo transcurre tan deprisa que el pensamiento llama a la acción y Ricardo hace un esfuerzo por detener el auto. La fricción de los neumáticos sobre el asfalto y luego la gravilla de esa ruta perdida, suena en la distancia de la noche. Sin embargo, no hay nadie quien la oiga. Ricardo tiene sus manos sobre el volante, el cuerpo tieso dibujando una figura recta que se conjuga con el asiento mullido. El miedo apenas le permite mirar el cuerpo aparentemente sin vida, arrojado como un animal a un costado de la ruta. Lo único vivo es él y el motor de su auto que grita por escapar, que pide en alaridos silenciosos que se vaya de ese lugar infectado de muerte. Ricardo acelera. Se aleja con la velocidad de un criminal. Es un criminal. Quizás no sea un asesino, pero sí un criminal. Trata de justificar el pie en el acelerador, los calores de saberse en una falta que está tan fuera de él como puede estar. Aquel acto fue cometido por otro hombre. Fue provocado. Ricardo es inocente. Lejos están Maggie, y Mariana. La ruta vuelve a ser un desierto de normalidades, un campo detrás de otro, cosas anticipables, que la mente trae aún antes de que sucedan. No obstante, a la ansiedad de la desobediencia, al hacer lo indebido, se le suma el alivio del final de una pesadilla que promete despertar en otra aún más profunda. Pero nueva. Un minuto, una hora, un periodo indefinido de tiempo. La sangre se acomoda más rápido de lo que Ricardo espera. Y ahí está ese hombre otra vez. Es pánico lo que lo invade, la certeza de que algo anda mal en esa ruta, en esa desolación en la que se convirtió la noche. Como una alucinación, como una estafa al sentido común que gobernó su vida, y que ahora, de repente, viola toda norma lógica y arruina los planes de una existencia planeada y anónima. La figura aparece casi al mismo tiempo en que ya pasa, ya sucedió, ya existe en el espejo retrovisor. Porque la dimensión es real, ocurre en este mundo. La mente juega estos juegos, aunque se permita dudar de lo que siente, también hay alivio en su cuerpo. Es algo que se niega a confesar, pero la visión, esta vez, lo devuelve a la irrealidad de un sueño, de un pesadilla, de algo que ya se está acostumbrando a vivir. Debe jugar ese juego. Un juego cuyas reglas son previas a las situaciones que propone. Porque unos minutos después, el hombre impone su paciente espera. Ricardo lo observa como una parte más de ese todo en que se convirtió este viaje. Un personaje que por perturbador no deja de ser conocido. Va a detenerse. Lo decide aún antes de llevarlo a cabo. Es como si su mente se hubiese detenido, y el agente de seguros, el padre, el esposo, el chico obediente, por fin obedeciera a lo que está escrito, a lo que debe suceder porque está destinado a suceder.
Por fin se detiene. La sensación física de ese hombre, ese viejo, acercándose hacia el auto, le genera una incomodidad que se niega a analizar. Oye la puerta abrirse, a la noche y al frío entrar a la cabina del auto, de ese refugio que hasta entonces se reservaba para sí mismo.
Hay una gota de melancolía que inunda el alma de las personas. Se percibe en las ocasiones en que menos se la espera. Sin embargo, está ahí, siempre, como al asecho de quien se atreva a mirar. Una apoteosis, algo que es seguridad y es duda. Explota en sus ojos un temor ahogado, la maldad del que conoce el desarrollo natural de lo antinatural.
-Cuando yo tenía tu edad –dice el hombre, y su voz es mucho más suave de lo que Ricardo esperaba-, cuando yo tenía tu edad, esto sucedió.
Unos cientos de metros, un kilómetro y otro. La ruta que desgasta a la noche en su interminable paisaje nocturno. Ricardo se atreve a mirar el traje ralo de ese hombre, la barba cana, el portafolio de cuero marrón entre sus zapatos gastados.
-Voy a Santa Rita –dice.- Es la próxima ciudad. A usted le queda de paso-
Hay un rastro de humanidad, algo habitual, y hasta cotidiano, que ameniza el momento. Es el sonido del asfalto contra los neumáticos, sumado al silbido opaco del motor del auto, y ese hombre, que debería estar muerto, que debería nunca existir, que sin embargo carga una verdad definitiva.
-Hace ya mucho que me esperan –dice.- Tanto que no me acuerdo. Muchos años, no se cuántos, pero le puedo asegurar que demasiados. Me costó entender cómo llegar, pero por fin lo entendí, un día lo entendí. Aunque entenderlo fue solo el comienzo. Tenía que llegar usted.
Aquello lo estremeció. Ricardo dejó que la sensación le recorriera el cuerpo. Después de todo, no había motivo para pelear contra lo inevitable. Sin embargo, quiso saber.
-¿Qué está pasando? -dijo. Tuvo que decirlo.- Usted debería estar muerto. Yo mismo lo atropellé, unos kilómetros atrás, hace menos de quince minutos.
-¿Menos de quince minutos? ¿Unos kilómetros atrás? Y usted que sabe del tiempo. Vamos a Santa Rita –contestó el hombre. Usted me va a llevar hasta la entrada de la ciudad y va a continuar su camino. Al menos hasta donde pueda. Eso está pasando.
Ricardo sintió como la impotencia se trasladaba al odio y el odio a la violencia. Pensó en lastimar a ese hombre, en herirlo de un modo profundo, sin consecuencias. No obstante, luchar contra esa frustración era un trabajo sin garantías, así que se dejó caer contra el asiento y suspiró.
-¿Hasta donde pueda? -dijo.- ¿Qué quiere decir con eso?
El hombre clavó su vista en la ruta. Su rostro cambió de repente cuando los faros del auto iluminaron la entrada a la ciudad de Santa Rita. La noche seguía siendo noche, el frío era idéntico a sí mismo, y se reproducía en el corazón de Ricardo que comenzaba a impacientarse.
-¡Qué quiso decir con eso! –gritó.
Hubo un instante de silencio, una quietud provocada que le ahueco los ojos.
-Este es mi parada –dijo el hombre.- Yo me bajó acá.
Ricardo detuvo el auto a un costado de la ruta. Le sorprendió descubrir que no había visto pasar otro vehículo en toda la noche. Aquello que al principio lo tranquilizaba ahora le produjo un intenso temor. El hombre se bajó del auto y lentamente miró hacia las luces de la ciudad que dormía.
-Todo pasa –dijo el hombre antes de perderse en la oscuridad de un camino secundario.- Hasta usted mismo.
Hubo tiempo para mirarlo desaparecer, para sentir el fluir de la sangre agolparse sobre sus sienes. Y el auto continuó con su camino. Quiso despertar, salir de una vez de esa lugar en que se había metido. Se culpó de no ser más seguro de si mismo, de no haber increpado a ese hombre con más autoridad y hacerlo hablar. A la fuerza si era necesario.
Ahora las luces de la ciudad quedaban atrás, y otra vez la nada de la ruta y de los campos. Ricardo pensó en que aquel sería su último viaje, que era una locura pasar tanto tiempo alejado de Maggie. La extrañó. La extraño demasiado. Sintió como el recuerdo se hacía parte de él, como lo alejaba con cada metro que hacía. Extraño su cama y su vida. Extraño a su mujer. Lo que quedaba atrás.
De repente, el auto se detuvo. Ricardo trató de ponerlo nuevamente en marcha pero el motor estaba muerto. No hubo temor en su corazón, sólo una franca resignación. En el asiento de atrás estaba su portafolio de cuero marrón. Lo agarró y bajó del auto. Los primeros pasos fueron los más cansadores, luego el impulso que había ganado le sirvió para seguir con su camino.
Un tiempo después, mientras caminaba, notó que el día se negaba a salir. Pensó, como una idea luminosa, en encontrar un cartón en donde escribir con letras grandes y claras el nombre de la próxima ciudad, que era a la cual él se dirigía.
Javier Silva
ROMA EN EL CORAZÓN
Como tantos otros días, Esteban llevaba despierto un buen rato cuando sonó el despertador. El frío de la habitación se hacía notar en aquella penumbra atenuada por el cerquillo de luz del único quemador que funcionaba en la estufa. Eran casi las cinco y media de la mañana, y Esteban se disponía a comenzar otra jornada. Bostezó largamente hasta que encontró fuerzas para comenzar el nuevo día.
La bruma desdibujaba la dársena y los tinglados cercanos, ahora con la presencia de un barco vulgar con pabellón de conveniencia. Algunos cormoranes sobrevolaban las plumas de carga anunciando mal tiempo.
Esteban giró la esquina y comenzó a subir lentamente entre los edificios grises como el suyo, construidos aprovechando los tabiques y cimientos de las conserveras que ya pasaron su momento de esplendor. Era una barriada sin terminar en un extremo del puerto donde sobrevivían unas decenas de familias. La calle era una cuesta estrecha, casi perpendicular al puerto que acabada en un tramo de escaleras con acceso a la parada de autobús.
Caminaba despacio, camino del hospital, con la mente puesta en imágenes vividas en el pasado. Así anduvo un rato hasta que las primeras gotas de lluvia le devolvieron a la realidad. Se imaginó a Mireia desvelada y haciendo esfuerzos por respetar el sueño de su compañera de habitación. Todas las madrugadas eran parecidas; ella procuraba no quejarse cambiando de postura mientras el dolor era soportable. Luego, se agitaba más y más hasta desembocar en jadeos descontrolados que buscaban mitigar el sufrimiento. Una vez pasada la crisis, se abandonaba a la espera de la primera inyección calmante del día.
Duras y lentas horas aquellas, suavizadas cuando era capaz de concentrarse en la visita de Esteban y en los ratitos que pasaban juntos, cada día, guardados en la cajita del corazón para revivir en las madrugadas insomnes. Pero era inevitable agobiarse ante el reto ineludible de conocer el diagnóstico. Como mucho, iba a ser cosa de uno o dos días le dijeron; lo cierto es que el médico les había comunicado que los resultados estarían listos para la semana pasada.
Llevaban casados casi veinticuatro años que habían pasado en un suspiro hasta que la enfermedad hizo que el tiempo se detuviese para ellos. Su marido Esteban era un buen hombre con el que había sido feliz a su manera. Es verdad que no llegaron a disfrutar de una casa propia pero los trabajos que iban saliendo les permitían vivir dignamente con algunas estrecheces. Tampoco habían pedido mucho a la vida: ese hijo que no llegó, o la ilusión compartida y nunca satisfecha de haber conocido Roma.
Mientras ella sufría un nuevo amanecer, Esteban esperaba el primer autobús de la mañana. Allí solía coincidir con una mujer cargada de baldes que regentaba un puesto de flores en el mercado. Gracias a ella, Mireia solía recibir un hermoso clavel blanco a tan temprana hora. Una flor siempre fresca en medio de la desnudez del mobiliario de la habitación 104 como signo del cariño que ambos se profesaban y esperanza de que no se sentiría sola.
En el hospital, salió del ascensor y se encaminó lentamente hacia la 104. Un celador ocupaba buena parte del pasillo empujando una camilla. Al entrar, casi tropieza con la enfermera que acababa de llegar con el sedante; al verlo, se disculpó por el retraso farfullando unas palabras. Mireia se encontraba en medio de una convulsión y no acertaba articular palabra. Ni siquiera se pudo percatar de la llegada de Esteban. Antes de salir, la enfermera con ese tono mecánico que delata haber dicho cosas similares muchas veces, le explicó la mala noche que había pasado su mujer, al tiempo que le recordaba los pocos minutos de que disponía. La otra cama estaba vacía.
Solos los dos, Esteban cogió la mano de la enferma con infinita ternura y comenzó a susurrarle los sentimientos más cariñosos que le salían del corazón. Tuvo fuerzas para inclinarse al oído de Mireia y revivir a media voz algunos de los momentos felices que habían pasado juntos. Poco a poco, el dolor daba señales de ir aflojando en el frágil cuerpo de la enferma.
El agotamiento, el sedante, los suaves arrullos de su marido o todo junto a la vez, lo cierto es que Esteban tuvo tiempo de contemplar a su mujer dormida, respirando suavemente, aunque el rictus de su cara denotase más tensión que descanso. "Dolor, última forma de amar" se dijo, sin saber que la frase que acababa de balbucir ya la había inmortalizado un poeta.
Viéndola así, tan vulnerable e indefensa, temió que en cualquier momento se presentase la agonía. Todavía estuvo unos minutos contemplándola en silencio, secando con dulzura el sudor perlado que resaltaba en su frente. Había sobrepasado con creces el tiempo de visita, pero continuó sentado junto a ella un buen rato, mimándola, sin acordarse de su trabajo ni de la enfermera. Mireia se despertó sobresaltada cuando todavía estaba allí su marido; el dolor aun no era intenso, y pudo esbozar una sonrisa que irradiaba todo el agradecimiento que sentía. A él le bastaba con eso.
Cuando salió del centro hospitalario, el tiempo había templado aunque seguían los nubarrones llenos de agua. Caminaba consciente de que la enfermedad de su mujer había corrido mucho en los últimos meses; a medida que se alejaba del hospital, quería volver a su lado mientras no dejaba de preguntarse, cada vez más alto, qué daño hacía él si se quedase más tiempo en la habitación con ella.
Deambulaba hacia la parada del autobús, de camino al trabajo. Mientras tanto, la ciudad ajena al dolor de ambos, iba adquiriendo el ritmo acostumbrado. Ahora tenía por delante una dura jornada de trabajo, a la que seguiría un nuevo paso por la habitación 104.
De nuevo en el autobús, estaba asustado ante la perspectiva de nuevos torbellinos de dolor y fuertes emociones. No estaba seguro si iba a ser capaz de soportarlo solo.
La siguiente visita a la 104 no fue más fácil. Los pasillos olían a fármaco más de lo habitual y los metros finales le resultaron interminables. Al entrar en la habitación, nada más verla, lo único que pensó es que había muerto. Esteban se sintió flaquear en medio de un intenso dolor en las sienes que le ayudó a mantener el equilibrio. No sabía muy bien qué hacer allí, de pie, con una rosa blanca en la mano frente a una enfermera que no conocía y a su mujer, exánime en la cama sin atisbos de vida.
Luego le informaron que se encontraba en estado de coma pero que, en principio, estaba fuera de peligro. Los resultados de las pruebas realizadas no eran lo que todos sospechaban y había razones para la esperanza. Al menos seguía con el suero puesto. La enfermedad no había ganado la batalla aunque las últimas resistencias estaban a punto de ceder. Estaba sobrepasado.
Medio aturdido, bebió el vaso de agua con la píldora que le colocaron en la palma de su mano. Otra vez volvió los ojos hacia ella, a su bella durmiente que posiblemente iba a despertarse para compartir juntos las horas y los días, mientras le depositaba cuidadosamente la flor junto a una de las mejillas de la enferma.
Ya era noche cerrada cuando se sorprendió a sí mismo paseando entumecido por el muelle más cercano a su casa. Seguía aturdido y no recordaba los pasos que había dado hasta llegar allí. Con su reloj olvidado en la mesilla de noche, no tenía idea de la hora que era. Seguía destemplado aunque el viento había amainado. Enfrente, un marino fumaba con aparente placidez apoyado en una de las regalas del desvencijado mercante maltés, ajeno a lo que se cocía en el interior de Esteban.
Al cabo de un rato, se sentó en el noray más cercano, y comenzó a sollozar envuelto por el cansancio y las emociones acumuladas a lo largo del día, de todos los días. Hacía tiempo que no lloraba de esta manera. Pasó largo tiempo derramando lágrimas de niño grande. Poco a poco, se fue serenando y la tensión fue cediendo para dar paso a una gran paz, tan real como el noray y el viejo buque con el pabellón de conveniencia.
Miró al suelo; allí estaba el informe que le habían entregado en el hospital. Sin apenas moverse lo empujó con el pie hasta dejarlo caer al agua. Aquello no era el recuerdo que guardaría de Mireia. El sobre fue deslizándose serenamente por la popa del mercante hasta perderse entre las sombras. Cuando ya no pudo distinguirlo, se levantó con otro ánimo para enfilar hacia el oscuro edificio que llevaban compartiendo juntos tantos años.
Tardó en entrar en casa. La recorrió sin rumbo fijo, ensimismado en la paz interior que tanto le había esquivado los últimos meses. Al pasar por la salita cogió mecánicamente una fotografía en la que estaban los dos juntos, sonriendo. Ya sin la incómoda ropa mojada, se dejó caer en la cama depositando la foto junto a la almohada. La miró fijamente tratando de inmortalizar toda una vida. Entonces pensó en la idea de viajar a Roma cumpliendo aquella ilusión de ambos, nunca realizada.
Sin tiempo ni fuerzas para más emociones, se quedó profundamente dormido.
Lur
CARTA DE AMOR
Hola, mi amor:
Como todos los días, y la mayoría de las madrugadas, hoy me he despertado pensando en ti. Con lágrimas en los ojos y el recuerdo de tu mirada.
A veces, las lágrimas son de alegría. Poseo tantos recuerdos bonitos relacionados contigo. Tantos momentos que hemos pasado juntos, tantas noches en vela hablando por teléfono, el recuerdo de tus caricias y tus besos... Es muy difícil haber pasado tanto tiempo conociéndote y queriéndote, para luego recordarte un instante y poder evitar sonreír. Cuando estoy despierto, esa alegría solo dura unos instantes, hasta que regreso a esta realidad, donde tú ya no te encuentras conmigo. Pero cuando me duermo, y me traslado al mundo de los sueños, vivo en un lugar donde seguimos juntos. Donde esa alegría, si tengo suerte, puede durar toda la noche, pero nunca un poco más. No tengo derecho a ser feliz en la vida real.
Otras veces, las lágrimas son de pena. Sería demasiado afortunado si siempre que soñara contigo fueran sucesos felices. Estoy tan triste durante el día debido a tu ausencia. Es tan fácil acostarse y seguir echándote de menos, que es inevitable tener pesadillas con ese mismo sentimiento. Recordar una y otra vez que te has ido, que nunca volverás, que mi vida sin ti no tiene sentido. Que, quizás, si un día dejara de poder recordar tu mirada, me volvería loco.
Esos ojos azules que son un trocito de cielo. Ellos me han mirado infinitas veces y me han dejado ver tantos sentimientos: amor, tristeza, rabia, alegría, celos... Esos ojos a los que miraba y me transportaban a otro mundo, en los que me perdería para siempre incapaz de retirar mi mirada de ellos. Esa mirada que me despertaba la mitad de los días, y que la otra mitad se descubría bajo mis besos. En sueños, cuando te veo, todavía te brillan los ojos. Incluso estando seria, tenían ese brillo. Desde el primer momento en el que los vi, supe que eran especiales. Como tú.
Hace casi seis años cambiaste mi vida, mi concepción del amor. E, inevitablemente, mi futuro. Desde el primer momento, supe que serías mía, que intentaría lo imposible por conseguirte. Pues, cuando se trata de amor, lo único imposible sería dejar de amarte. No sé si tuve suerte, o si también tendré escondido algo especial en mi interior que tú descubriste, pero conseguí que fueras mía.
Cuando vi que empezabas a mostrar interés por mí, me asusté mucho. La intensidad de mis sentimientos era cada vez más fuerte, pero todo había sucedido en mi imaginación. Quizás no me encontraría preparado para vivir una historia real contigo a mi lado, juntos.
Antes pensaba que la poesía era una exageración de los sentimientos. Pero, cuando pensaba en ti, palabras preciosas acudían a mi mente para intentar describirte. A veces, sin mucho éxito. Mis sentimientos eran mil veces más bellos que las infructuosas palabras que incluyen los diccionarios. El amor es indescriptible. Para mí, tú eres amor. Así que eres indescriptible. De esa manera lo descubrí.
Porque amar a alguien es dejar de quererse un poco a sí mismo. Porque pones a una persona delante de ti siempre. Para tonterías como que elija la comida, el lugar de una cita... Pero también para elecciones más serias tales como mudarte a donde ella viva, dejarle decidir los nombres de vuestros hijos, e incluso dar tu vida por ella. Porque no se ama para siempre, si no más aun.
Una cosa es enamorarse y otra muy distinta amar. El enamoramiento se da al principio de la relación, cuando vas conociendo a la otra persona y te das cuenta de que cada vez te gusta más, de que necesitas pasar más tiempo con ella, de que está empezando a formar una parte indispensable de tu vida. Luego, cuando la relación y los sentimientos se afianzan, y ya conoces a esa persona, entonces puedes decir que la amas.
Cuando amas a alguien, es que tus sentimientos han cruzado una línea. Si se intentara medir los sentimientos en una escala, puedes decir que una persona te gusta mucho y le das un ocho, o que te gusta un poco y le das un cinco. Si ella te defrauda, perderá puntos. Si te agrada, los ganará. Pero llega un momento en que los sentimientos se salen de cualquier escala, pues ya amas a esa persona, y no hay vuelta atrás. Puede que ella no sea perfecta, que esté con otra persona, incluso que te haga daño. Pero nada de su comportamiento hará que la ames menos. Lo único que puede hacer algo en esos casos es el tiempo.
Nosotros no podemos decidir si enamorarnos o no, por mucho que haya gente que crea que sí. Igual que no elegimos si es el momento adecuado o la persona correcta. Lo peor es cuando empiezas a enamorarte de alguien que de entrada ya sabes que es platónico, porque está con otra persona o porque en tu familia no va a ser bien visto o por cualquier otra razón. Y tú, poco a poco, te vas enamorando y vas sabiendo que acabarás sufriendo. Pero no te importa, pues en esos momentos eres demasiado feliz. O quizás sí, debido a que no es la primera vez que amas a una persona que no es la más adecuada para ti, y tienes alguna idea de cómo serán las cosas.
Creo que nunca debemos arrepentirnos de amar a alguien, pues es lo más bonito que nos puede suceder. Y nadie debería hacernos sentir mal por ello. No existe la persona perfecta, sino simplemente alguien que será perfecta para ti. Aunque tu familia no esté de acuerdo porque no sea de tu condición social o no tenga tu mismo nivel de estudios. O a tus amigos no les parezca correcto porque no sea de tu misma raza o religión.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Un sentimiento, muchas más. Si tuviera que describir el amor, diría que es una contradicción. La alegría infinita cuando tú te encontrabas conmigo. La inmensa pena ocasionada por la separación, aunque fuera momentánea. Que hagas latir mi corazón a cien por hora cuando me rozas. Que consigas que éste se pare al colocar tus labios a escasos centímetros de los míos. La más dulce tortura que jamás ha existido.
Cuando me enamoré de ti, llegué a pensar que no había nada más fuerte que el amor. Pero ahora nos encontramos separados. ¿Quiere decir que yo me equivoqué? ¿Quizás es la muerte más fuerte que el amor? ¿Puede ser verdad esa leyenda de que cuando muere una persona joven es que la muerte se enamoró de ella y por eso se la lleva consigo? Si es verdad, lo comprendo. Yo tampoco pude resistirme a tu mirada.
La muerte puede haber destruido nuestra unión. La podría haber destrozado el tiempo, la distancia, la rutina... Pero no ha ganado. Ninguno habría conseguido ganar, pues yo sigo enamorado de ti y mis sentimientos nunca cambiarán.
Siempre tuyo.
Rayo de luna
JOHN SMITH EL AVENTURERO
John Smith es un aguerrido aventurero, que, en 2008, y tras descubrir un anuncio, vio que, si cruzaba una cordillera, llamada Amoris, que según los expertos, era más difícil de cruzar que el propio Himalaya, obtendría como recompensa el mayor placer que un mortal puede buscar: La felicidad.
John ya se había aventurado en ese tipo de menesteres, pero según el anuncio, la recompensa que era ofrecida colmaba todos sus deseos. Así pues, cogió su sombrero de aventurero y sus utensilios de escalador, los cuales eran imprescindibles y emprendió la aventura.
Le sorprendió ver que era el único que se había apuntado a tal hazaña. Al parecer y según dijeron los lugareños que vivían al lado del comienzo de la cadena de montañas, todo el que lo había intentado nunca había vuelto. Pero eso a John bien poco le importaba.
Tardó casi dos años en cruzar aquellos riscos y en varias ocasiones rozó la muerte. De vez en cuando, a lo largo del camino, obtenía alguna recompensa, pero no era ni la mínima parte de lo que, se suponía, esperaba al final de la Codillera Amoris.
Y llegó el día en que el descenso culminó.
Pero todo estaba desierto, no había nadie esperándole, nada de vítores, y mucho menos esos placeres que eran la recompensa. Aquello le frustró mucho, pero, tras varias semanas en las que creyó volverse loco, levanto cabeza y vio que otra montaña se extendía a unos kilómetros de distancia... ¿Y si se había equivocado y había invertido todo ese tiempo en una empresa ficticia, falsa? Volver a empezar le resultaba duro y aunque la anterior experiencia no le había dado ni la más mínima oportunidad de éxito, aunque su trabajo bien lo había valido; para el guardaba buenas experiencias y, aunque había sido un mal trago, sabía que había miles de aventuras que recorrer y que, esperaba, le depararan mejor fortuna. Así que, por única respuesta os diré que John Smith volteó su pico de alpinista como si de Billy el niño se tratara, se lo enfundó en su cinto, miró hacia adelante y comenzó a caminar hacia una nueva aventura.
Y aún así... aunque cruce mil montañas, se seguirá acordando de la cordillera Amoris... y que aunque se pierda en el olvido la seguirá amando, en el fondo, como el primer día. Pues aunque no le reparó grandes beneficios, su experiencia como aventurero se vio incrementada enormemente...
"Si se puede colocar un pie un metro más arriba o un metro más adelante...no lo dudes y sigue caminando"
Manuel Garrote
EL LOBO
-"El lobo abatió la cabeza".
-"A veces los días adquieren la dureza del hierro o de la piedra, su misma frialdad. Respirar requiere esfuerzo; no se encuentra donde huir o un lugar en el que reposar y pensar; el mundo gira en vertiginoso espasmo. Las personas apenas paran quietas, los animales cambian constantemente de situación o de cuento. En esos días, a la incertidumbre de un destino ominoso, se añade la sensación de ingravidez, la pesadumbre de acaso estar equivocado.
A mi modo de ver, uno tiene que desempeñar su papel en esta vida. No siempre elegimos nuestro destino ni nuestra historia, ni siquiera con quién nacemos o hasta dónde llegamos, menos nuestra manera de ser: me refiero a ser lobo, cordero, araña, hombre. Y si, por otro lado, abandonas tu función, comienzan los problemas. Sé que puedo parecer meditabundo, incluso misántropo, pero no todos los días me hago estas reflexiones, no todos ellos amanecen sombríos ni acaecen las mismas situaciones. En otras ocasiones salgo de casa contento, quizá por lo ocurrido la noche anterior, por la nimiedad de una sensación temprana o porque pienso de manera positiva. Por ejemplo, cuando sucedió aquello con Pedro.
Ja, ja, ja, ¡qué muchacho!, constantemente decía que yo llegaba y salían todos los de la aldea a defenderse. Mientras yo los miraba divertido desde las piedras buitreras, y así varias veces. Los aldeanos se enfadaban con él, pero no era mala persona, así que le regañaban y volvían a sus asuntos, hasta que un día ya no acudieron...; otro... ni respondieron; después... ni miraron. Hasta Pedro se aburrió del juego.
Cuando esto sucedió, supuse, que aquello se podría trasformar en una buena oportunidad para mí. Escogí un día, normal, como cualquier otro, para evitar alertas o imprevistos al salirse la gente de su rutina. Bajé sigiloso hasta la pared del aprisco y aguarde detrás bastante rato, oliendo en todo momento por si Pedro llegaba con los perros o más muchachos, pero todo estaba tranquilo. No esperé más..., el olor de las ovejas me enloquecía, mi boca se hacía agua, deseaba comerme la carne suave de alguna de aquellas deliciosas criaturas tan sabrosas. El instinto se desataba por completo al tener delante el estímulo necesario. Cuando eso sucede, lo reconozco, soy incapaz de controlarme, una fuerza más poderosa que la razón me arrebata y trastorna por completo, me arrastra, me anonada. Tal comportamiento también lo he observado en los humanos en variasdas ocasiones, sobre todo en lo referido al miedo como el que yo produzco, o al sexo. Pero todo había sido planeado antes de que el instinto se superpusiera a toda otra consideración, así que no había problema.
Sigiloso..., caminé a lo largo de la pared, salté las tapias detrás de las que todavía dormitaban las ovejas recogidas, comencé a ensañarme con ellas. Entra en mi naturaleza matar a cuantas pueda, llevarme el mayor número, porque no siempre la caza es posible, o no abunda o no se puede conseguir. Entonces, la vida o la muerte dependen de lo que hayas guardado, la tuya y la de los que dependen de ti, porque, de hecho, no suelo ni cazar solo ni vivir solo, sino que dependo de otros y otros de mí.
Los animales balaban alocadamente, se empujaban entre sí, y, siendo como son tontos de remate, ni preparaban defensa ni se escondían. Sus cuellos ofrecían blancos perfectos para mis dientes de cazador, para mi ansia y deseo; se entregaban como si estuvieran dispuestos a servir a su amo, a aquel que en verdad requería su sangre y su carne para vivir por encima de ellas y una vida más plena que ellas.
En esto, llegó Pedro. Me alertó el ladrido de su perro ovejero, pequeño, menudo, muy vivo y listo, pero en absoluto rival para mí. Me asomé con las fauces llenas de sangre. El perrillo se asustó y reculó con ladridos asustados. Detrás venía el mastín. Pedro me vio y también se asustó, comenzó a gritar: «¡El lobo, el lobo!», como otras veces, pero nada ni nadie se movió. «¡El lobo, el lobo!», gritaba a voz en cuello, pero nada. Corrió hacia unas piedras desde donde se veía la aldea, el mastín quedó confuso y quieto, sin saber si seguir a su amo o venir a por mí. «¡El lobo, el loooooboooooo!», pero nadie respondió. Al cabo se oyó: «¡Cállate niño!»
Seguí con las pocas ovejas que quedaban, agarré con las fauces a una de ellas y me escabullí presuroso, temiendo que el mastín se decidiera a venir y tuviéramos que entablar lucha. Pedro corrió hacia la aldea, donde le vieron tan alterado y transpuesto, que empezaron a sospechar si no habría algo de cierto. Subieron armados con sus miserables, crueles, mortíferas armas tan solo para encontrar los restos de los animales. Pertechados del miedo ancestral al lobo, de la inquina y el odio hacia el rostro voraz e inhumado de la naturaleza., distraídos por un momento de la monotonía tras la que se esconde la inconsistencia y levedad de sus vidas. Pero yo no estaba.
Luego inventaron ese final de la historia: que si me persiguieron y mataron. Mentira. No fue más que una justificación para no avergonzarse de lo que pasó y mantener una cierta dignidad. Normalmente se cree lo malo de quien se piensa malo.
Con Caperucita fue diferente, la historia, el sentido, la eticidad fue diferente. Los lobos huimos a los humanos. Son seres peligrosos, extraños, descarnados, sin entrañas, crueles. Alimañas que hacen cualquier cosa aunque no les fuerce el instinto o la necesidad. Algo único en la naturaleza, auténticos abortos producto de una aberración desconocida. Ese día..., yo había salido a dar un paseo, en fin, un paseo para un lobo es explorar en busca de algo, y raramente solos, como he dicho, pero me fui un poco mas lejos de lo habitual.
A Caperucita la conocía de otra vez. Conocemos a todos los habitantes del bosque y a todos los humanos, ¡pobres imbéciles!, que entran y salen de él como por su casa sin saber quién los ve o los huele o los siente. Supe que se dirigía a casa de su abuela, como solía hacer. Acostumbraba a llevar viandas de olor delicioso en la cesta; pensé en asustarla y comérmelo, o algo así. Me adelanté corriendo para esconderme y asustarla, pero llegué hasta la casa de la abuela en el momento en que ella abría la puerta. Al verme, se asustó, gritó; yo también, más que ella. Salí huyendo cuanto podían mis patas. Ella se encerró en casa. Entonces apareció aquel leñador que dice el cuento, realmente un tipo vagabundo que merodeaba por las casas buscando qué comer o qué robar. Ni llegó a tocarme, cobarde como era, pero entró en casa de la vieja paralizada por el susto. Él la mató.
Cuando volvía por el bosque camino de mi manada, me topé con Caperucita, más bien con el olor de su cesta; antes de verla, de intuirla siquiera, mi olfato me lanzaba oleadas de placer. Carne cocinada como saben hacer los humanos..., bestias crueles, pero que cocinan como nosotros jamás haremos. ¡Ah, esa carne suave, blanda, sabrosa, sazonada, bañada en salsa...! Quizá sólo comparable al dulzor exquisito e inolvidable de la sangre fresca.
Aún recuerdo la primera vez que probé la sangre, a aquel solitario y distraído conejo con el que me estrené como cazador. Su sangre agitada palpitaba tibia, fluía rápidamente por la herida. Yo pensaba que habría que desgarrar enseguida la piel para saciarse de carne, pero me quedé extasiado por aquel sabor delicioso que se me escurría entre los labios mientras atenazaba a la presa para que muriera rápido. El conejo apenas se debatió, paralizado por el miedo. Muchos creen que los matan las dentelladas, cuando, en realidad, el miedo los ejecuta. El miedo..., enemigo peligroso para todos, compañero de algunos, de nosotros, de mí mismo. Nos acompaña constantemente, tanto por dentro, porque siempre vivimos asustados, como por fuera, porque nuestra figura, nuestra sola silueta, engendra el miedo en las mentes de los hombres, de los niños, de las mujeres... Pero ese temor procede de su propia conciencia, de algún lugar remoto que recuerda la muerte de sus antepasados a manos de fieras, de leones de largos colmillos, de animales grandísimos que ya no existen, de seres nocturnos que cruzaban por sus sueños aterrorizando..., pero no nosotros, que huimos su presencia y su olor en cuanto podemos.
El olor..., los hombres se creen poderosos por su vista, pobres ingenuos, sin olfato, sin oído...deambulan ciegos por un mundo lleno de olores, sabores, sonidos. Por el día, además, la luz; por la noche los murmullos, las sombras fugitivas, ciertos sonidos, múltiples y diferentes sabores. Cruzar la noche en el bosque resulta incomparable con cualquier otra sensación. Resulta una experiencia embriagadora; te llena de tantas sensaciones que quedas como repleto de vino (si yo fuera un humano bebedor), la mente ligera, vivas las emociones, los sentidos tan despiertos como puedan estarlo, atentos a todo, en parte por precaución, en parte por deseo, un deseo más profundo que la propia urgencia del momento, el deseo y agobio de la vida.
El olor de la cesta me atrajo como un imán, el olor de la carne cocinada, más perturbador que el de la sangre tibia. Ella se asustó, comenzó a correr pero sin soltar la cesta, y yo... tuve que seguirla. Jamás un humano podrá comprender, ni siquiera imaginar la fuerza del instinto. Cuando se besboca no se pude controlar, ni retardar. En esos momentos tengo la impresión de que mi cuerpo y también mi voluntad funcionan de manera autónoma, me veo como un muñeco que no puede dejar de moverse, de accionar, una marioneta impulsada por hilos interiores, invisibles poderosos, irresistibles, de acero incoloro, que no se ven pero que no se pueden dejar de obedecer.
Corrí tras ella. Caperucita, cada vez más asustada, tropezaba, se levantaba, buscaba desesperadamente refugio, y yo sin poder parar, aunque quisiera, dándome cuenta de que iba hacia el desastre. Caperucita se acercó a la casa de la abuela, la puerta casualmente entreabierta y se abalanzó dentro, yo también. Por fin, ya dentro de la casa, dejó la cesta en el suelo. Me acerqué y trate de coger lo que había dentro y salir con ello en las fauces para comerlo en el bosque. Según salía aparecieron los cazadores. Tardaron en reaccionar. Cuando lo hicieron, yo conseguía los primeros árboles, ellos se acercaban al umbral de la puerta. Entonces caí en la cuenta de que dentro de la casa flotaba un olor dulzón, cálido y sabroso, el olor inconfundible de la sangre.
Los cazadores salieron al momento, de repente, furiosos, alterados, mirando y corriendo hacia donde yo había huido; gritaban voces tremendas; me insultaban: asesino, alimaña, la ha matado, a por él, matémosle, acabemos con todos ellos. En fin, conocen la versión que dieron, que si el lobo había matado a la abuela para meterse en la cama y esperar a Caperucita, incluso algunos sugirieron alguna intención sexual..., todo invención, patrañas. También fue fantasía el final de la historia. Yo huí, ellos hicieron una batida, mataron a algunos de los míos, a otros animales también. El vagabundo durmió en la plaza, en el banco de siempre, arropado en una vieja manta, bajo la que ocultaba una navaja con el filo manchado de sangre seca. La sangre seca pronto.
Así son las cosas, no me quejo. Mejor dicho, me quejo pero me resigno. Sé que soy un lobo y serlo me procura obligaciones y rémoras. También puede ser maravilloso. ¿Recuerdan ustedes la hermosa poesía "Los motivos del lobo" de Rubén Darío? Siempre he pensado que ese hombre debía de tener alma animal para poder acercarse a entender así los sentimientos íntimos que azuzan a los lobos, conseguir entrar en el engranaje interno que hace que nuestras acciones tengan sentido. No, no teman, no me pondré romántico. Eso sería lo último que podría tolerarse a un lobo. Se imaginan a un lobo enamorado de la linda doncella a la que ha de comerse en el siguiente recoveco del cuento..., ¡ja, ja, ja! Muchas historias de humanos se componen más o menos así, y hablan de amores para acabar en muerte, pero no está mal que se mantengan las tradiciones literarias que hacen a los malos, malos, y a los buenos, buenos.
Y así se nos va pasando la vida a los lobos de mi manada. Días mejores, peores..., ya nos contentamos si conseguimos vivir ese día sin sobresaltos, cazar una presa sabrosa y pasar el resto del tiempo jugueteando por el bosque o tumbados o con los cachorrillos. Nos gustan mucho los cachorrillos. Cazamos juntos, es más efectivo, la manada multiplica la fuerza de cada uno de nosotros y las piezas se cobran más fácilmente. No puedo sino sentir resquemor si me comparo con los perros. ¡Seres despreciable! Han perdido su propia naturaleza dejándola al arbitrio de los humanos; sin ellos no son nada. Pero lean historias sobre ellos... curiosamente, cuanto menos perros son, cuanto más diluida y acabada aparece su naturaleza, en más se los considera. Por ejemplo, aquella historia despreciable de un perro que con otros animales miserables tocaba instrumentos musicales por un mezquino sustento y el aplauso de los humanos al ver a seres ajenos más allá de su naturaleza. ¡Oh..., esos lugares infames a los que llaman circos! Allí va la gente a ver a los depravados perros venderse por comida, ahítos de palos, de insultos, de horas de saltar por un círculo o de jugar con una pelota...
Ahora, atrapado por una pata, aguardo mi suerte. No espere nadie oír un quejido cuando se aproximen a darme el golpe de gracia. Si puedo le lanzaré una dentellada a quien lo haga. La trampa del bosque resultó efectiva. Así solo cazan los cobardes, los humanos, los perros, las arañas, los sapos. He aprendido a soportar el miedo, a vivir con miedo, no me importa morir con él. Al final, resulta un compañero algo molesto pero muy útil. Dirán del cazador que ha sido poco menos que un héroe: capturar un lobo y acabar con él de manera sangrienta y despiadada, a palos, pero, realmente, no es más que un humano, que hace lo que hacen los humanos, nada de heroico anima esa actuación".
-"Entonces el lobo abatió la cabeza. El caso es que cuando le fui a pegar y la bestia me enseñó los dientes..., juraría que aquel engendro del diablo me conocía..."
Pindarico
CUERPO Y ALMA
Respiró dificultosamente y su cabeza volvió a sumergirse. Podía sentir como el poco oxigeno obtenido había sido insuficiente. Sintió como las olas se peleaban con su cuerpo, sabia que no iba a aguantar mucho más. Necesitaba volver a la superficie por un poco más de aire. Pataleo con fuerza intentando ganarle a la fuerza del mar pero era imposible. Sus pulmones exigían el aire que ya no tenían.
En la superficie pequeñas burbujas se dibujaban. Nadie que las pudiera ver.
Una pequeña pausa en la naturaleza la permitió volver a la superficie. Alcanzó a respirar y vislumbrar, a la lejanía, la costa donde todo había comenzado.
Intentó nadar, pero las olas no se lo permitían. Era solo un insecto atrapado en una red de hilos azules. Imposible de desatarse, de pelear por lo que tanto anhelaba.
La sal le cubría la boca, le ardía la garganta con cada trago que le forzaba a tomar cada movimiento del mar.
Comenzó a sentirse débil, comprendió que no tenía sentido pelear una batalla que ya estaba concluyendo. Se tranquilizó ante la realidad que pronto se aclaraba en su mente. No saldría de allí. Agradeció morir en el lugar que tanto amaba, en el mar, cerca de la tierra que lo había visto nacer.
Ya no luchaba contra las olas, solo se dejo arrastrar por los movimientos del agua. Su mente comenzaba a desprenderse de aquel cuerpo que se resistía a hundirse aun cuando ya no le quedaban fuerzas.
Pudo verse a si mismo flotando entre las olas. Vio como aquel hombre que al comienzo luchaba por el aire ahora se vencía ante la inmensidad del agua azul.
Desde la orilla del mar, él apenas era ya visible. Pudo ver como respiraba por última vez y se sumergía definitivamente.
Caminó por la orilla, tratando de ver si podía observar aquel cuerpo que el mismo mar rechazaría con el tiempo. Caminó tranquilo esperando verse a si mismo arremetido hacia la orilla, como toda madera sin vida que flota hacia la superficie.
No alcanzó a ver más. Tomo una piedra y la lanzo tan lejos como su fuerza se lo permitía. Calculó que para aquel instante él ya había muerto. Se despidió de aquel muñeco que en algún momento había sido parte de él. Le agradeció sus últimos intentos, pero ¿qué cuerpo resiste cuando su alma ya se ha despedido?
Lilén
SIGO INTENTANDO
Me desperté esta mañana pensando que nada podría ir más mal, realmente los días transcurren sin que yo encuentre razón para sonreír o sentirme motivada a planear algo tan simple como ir a la calle, comprar el diario e intentarlo de nuevo, pero cuando me pensaba que ni valía la pena salir a una mañana fría a por el diario y quizá un bollo caliente que me haga sentir que debo perder un poco de peso, me percaté en esa revista vieja que ha caído del estante, ese estante del que no veo nada hace mucho, aunque debo decirlo, tiempo es lo que más me sobra ahora, lo he ocupado en lamentarme más que en ocuparme en algo.
Deje para luego el diario y me dije que debía poner un poco de orden, después de todo me parece que no dejaré de estar en casa durante algún largo rato, me he enfadado por momentos conmigo misma, nunca me sentí tan deprimida y no soy yo mujer que se deje vencer por obstáculos que los he tenido muchos en la vida, pero sin duda a mi actitud desanimada ha contribuido mi vecino, sí ese Don Juan empedernido, ha trabado charla conmigo mientras volvía ayer de una entrevista de trabajo, me ha pintado tan negro el horizonte que me he dejado embaucar, estoy tan deprimida como él.
Pues bien, mis viejas revistas han caído al suelo y me pensé sino era momento de alejarme de las preocupaciones leyéndome alguna cursi historia de amor que abundan tanto en ellas, quizá deba leer que es fácil al menos en la imaginación, ligar un chico guapo y rico, que ya sé yo que en la vida real no se liga ya ni por equivocación, pero entre pasar las hojas ya arrugadas de flacas modelos con mini prendas de la temporada pasada, me he topado con algo interesante.
Y cuando ya pensaba que la vida no podía ser más gris, me encontré con una de esas historias que de verdad llaman a la tristeza, la muerte de una chica que no pudo en años disfrutar de una vida normal por estar confinada a un aparato para sobrevivir y que aún así se las vio para intentar mucho y lograr bastante, una carrera universitaria y una vida que en sus palabras antes de morir, pensó había sido feliz. Me sentí avergonzada, y una lágrima rodó en mi mejilla no tanto por mi propia historia que ahora veo no es nada, sino por alguien que superó la adversidad y se sintió que podía y logró la felicidad.
He constatado mi propia realidad, nunca fui tan quejumbrosa como ahora, debe ser que ahora tengo compañía a la hora de quejarme de la vida, no soy la única que estoy desempleada y tampoco la única que se lamenta de ello, pero luego de terminar la revista he pensado que hay cosas peores sin duda alguna, ya la paso bastante mal para cubrir la renta este mes, y quizá deba volver a casa, los estudios deberán esperar, y estoy pensando seriamente reorientarme a otra cosa que no sea mi sueño de convertirme en una chef internacional, es lo que hay.
Pero sea que me convierta en una chef o vuelva a casa y quizá me emplee en aquella que ahora me avergüenza decirlo, he tachado de "estúpida tienda de regalos" de la que mis hermanos y yo hemos sobrevivido gracias al empeño de nuestros padres, la realidad que hoy he constatado es una, me sentiré deprimida mientras quiera sentirme así, y puedo tomar mucho café y comer muchos bollos, así que compraré también muchos diarios y veré muchas ofertas, pero realmente cuando logre hacer algo será cuando me deje de pensarme como la víctima de la crisis y me asuma que la vida tiene cambios y que debo vivirlos cual van y vienen, total las cosas tienden a cambiar y sino cambian nada ganaré con sentirme derrotada.
Aquella chica del diario luchando por la vida con una discapacidad, me recordó cuán discapacitados podemos volvernos por nosotros mismos, en otro nivel de nuestras vidas, cuando pensamos que si alguien nos abandona no encontraremos nunca más alguien más o que no podremos sobrevivir sin alguien a nuestro lado, que si intentamos y fracasamos solamente estamos destinados al fracaso, "Somos los que comemos" dice el libro que he comprado para hacer la dieta, creo que "Somos lo que pensamos" y esto es realmente estupendo porque podemos mudar de pensamiento si así lo queremos.
No me convertiré tampoco en un gurú de la motivación pero debo decir, que al terminar de leer aquella revista, decidí que no es tan mala la vida de ser desempleada, aparte de que no veré las rebajas de Zara para no pensar que debo ahorrar esos euros, quizá deba ver más allá que es una oportunidad para reorientarme en otras, ¿quién sabe lo que me espera a la vuelta de la esquina? No lo sabré mientras permanezco en casa en mi pijama, así que he arrancado esa hoja de la revista y la he doblado para ponerla en mi bolso.
Me he duchado y me he atado el pelo, hasta me he visto atractiva en el espejo, tomando la carpeta con mis referencias laborales me he lanzado a la calle, ¿saben qué? ¡hace frío! Pero he sonreído al salir y he respirado hondo pensando que aún puedo intentarlo otra vez, igual si hoy no consigo empleo el mundo no ha terminado para mi, estoy segura que hace falta mucho para eso, intentaré otra vez, de eso se trata ¿o no?
Carmin
MIS AMIGOS BAILEYS Y PUPPET
Este relato cuenta la convivencia esporádica y placentera con dos seres entrañables que me cautivaron desde que se cruzaron en mi camino, aportando una interesante experiencia y algo de "frescura" a mi vida.
Los días navideños de 2008 fueron especiales para mí. ¿El motivo? Que por primera vez entraba en nuestro hogar el amigo más leal que se puede tener: un perro. Se llamaba Baileys. Cuando lo conocí, le pregunté a su dueña por qué le había puesto el nombre de ese dulce licor irlandés fabricado a base de crema de leche y whisky. "Por tener el mismo color que esa bebida cuando era cachorro".
No tenía un pedigrí concreto, es decir no era de pura raza, pero como la mayoría de los perros de compañía era obediente, cariñoso y noble. A diario daba muestras de su inteligencia. Tenía unos ojos chispeantes al tiempo que mostraba la serenidad propia de su edad adulta. Me alucinaba su capacidad de observación, la forma en que parecía analizar nuestros movimientos y lo que significaban.
Estaba muy bien adiestrado. Al llegar lo pasearon por toda la casa, señalándole las habitaciones que podía utilizar y los sitios que le quedaban prohibidos se los mostraron con un sonoro y brusco ¡aquí NO!, frase que era repetida con igual vehemencia junto con un gesto de autoridad, cada vez que él intentaba traspasar, como distraídamente, alguna de las puertas no permitidas. Pronto se habituó al nuevo hogar y a mi compañía. Me seguía a todas partes vigilando con atención lo que hacía, especialmente si estaba relacionado con la preparación de la comida, entonces se le iluminaban los ojos, se le ponían las orejas tiesas y se le hacía la boca agua.
Una anécdota graciosa: una noche que sus amos salieron con unos amigos, cuando llegó la hora de acostarnos mi marido y yo, lo dejamos en su habitación sobre su mantita y tras acariciarlo para que se quedara tranquilo, nos metimos en nuestro dormitorio; al poco oímos gemidos y unos tímidos golpecitos sobre la puerta.
MIS AMIGOS BAILEYS Y PUPPET
-¡Anda, ahí lo tienes! ¿Y ahora qué hacemos?
Abrimos sigilosamente la puerta y lo encontramos, al muy sinvergüenza, erguido apoyándose en sus patas traseras y llamando la atención con las delanteras. Le regañamos y lo devolvimos a su sitio, pero se repitió la función y esta vez en cuanto la apertura tuvo la amplitud suficiente se coló y tras una carrerilla se tumbó en el suelo junto al lateral izquierdo de la cama. No le importó lo helado que estaba el mármol.
-¡Fíjate cómo sabe cuál es tu lado!
-¡Eres un caradura!, ¡venga a tu cuarto!
Ni se inmutó, como si no fuera con él, se hizo el loco con una enorme eficacia, así que nos dimos por vencidos. Instantes después salió como una exhalación al oír que llegaban ellos, dando muestra de su alegría al verlos, saltando a su alrededor. Mirándolo, me acordé de una frase de Víctor Hugo: "los perros tienen la sonrisa en la cola".
Ambos se divirtieron mucho al contárselo, imaginándose la cómica escena, mientras que Baileys les devolvía sus caricias con una dulce mirada y subiéndose sobre ellos. Iba de un lado para otro nervioso y se paró justo donde estaba la correa de paseo, lanzando el mensaje de que necesitaba salir a la calle. Aunque era algo tarde, accedieron llevándolo un ratito a desahogarse. Volvió agradecido y contento con ademanes un tanto orgullosos como diciendo: "lo conseguí todo".
Al día siguiente los dos nos quedamos solos bastante tiempo. Tuve la impresión de que me entendía y captaba el cariño que le había tomado. Se lo leía en sus ojos, con los que parecía comunicarse conmigo, así como con sus expresivos rictus e incluso sus silencios acompañados de movimientos. Venía detrás mía adonde quiera que fuese y yo no paraba de hablarle, emulando a los personajes Cipión y Berganza de la novela de mi admirado D. Miguel de Cervantes Saavedra, "El coloquio de los perros", con la salvedad de que en vez de un diálogo entre dos perros, lo ensoñé entre una mujer y un perro...
MIS AMIGOS BAILEYS Y PUPPET
Me encontraba limpiando el polvo de los muebles, para lo cual tuve que mover las figuras del Nacimiento y el resto de adornos de Navidad. Él los miraba como curioseando.
-¿Te gustan?, verás, es que en estas fechas el hogar toma una forma muy especial para recordar un gran acontecimiento para los cristianos. Además aprovechamos para reunirnos todos los miembros de la familia. Ya has visto cuántos nos sentamos a la mesa...
-¡Uf y tanto! Todavía me acuerdo de la marabunta que entró mientras yo me escondía detrás de mi protectora al ver a tanta gente junta. Luego me relajé y hasta me parecieron simpáticos, los tres más jóvenes sobre todo, desde que echaron a mi plato aquellos trocillos de jamón para ganarse mi confianza. Oye, es que estoy de las "pelotas" que tengo que comer habitualmente hasta...
-Me lo imagino, pero piensa que lo hacen pensando en ti. Según todos los entendidos, el pienso canino es la mejor alimentación para vuestra salud y bienestar.
-¡Mira qué graciosa! ¿Y por qué no coméis vosotros algo parecido, en vez de esos apetitosos platos que huelen a gloria, o esas tapitas que os he visto preparar con tanto esmero y luego paladear, jactándoos de lo deliciosas que están?
-¡Ja, ja, ja! No te falta un poco de razón, sin embargo te repito que el pienso es lo adecuado para ti, pensando en tus necesidades nutricionales, en tu dentadura, etc.
-¡Ah, también listilla! ¿Acaso no tenéis vosotros dientes y esas necesidades tan raras que has dicho?
¡Ay, Dios mío! Me pregunto cómo podría conseguir que lo comprendieras y no te sintieras... "discriminado".
-¡Ji, ji!, me parece que te he pillado y te has quedado sin argumentos, ¿eh?
-No es cierto, puedo contestarte hablando sobre las semejanzas y desigualdades que tenemos: ambos somos seres vivos, mamíferos e incluso los científicos han demostrado que compartimos en un porcentaje muy alto el ADN ancestral por lo que también tenemos en común muchas enfermedades, pero los humanos estamos dotados de una personalidad más completa aún (conciencia, creatividad, inteligencia emocional, intencionalidad, razón, voluntad y algunas cosas más). Resumiendo, de entre los animales el hombre es el único que tiene palabra, es racional y...
Baileys se mueve de un lado a otro incómodo y contrariado.
-¡Corta el rollo! Para mí todo esto es demasiado, juegas con ventaja, ¡mona!
-No te enfades, es verdad que me he "pasao" con el discurso, pero te lo habías ganado y has de saber que es bueno ser capaz de reírse de sí mismo. Un escritor estadounidense dijo: "si no tienes sentido del humor estás a merced de los demás".
-Supongo que eso también os lo podéis aplicar vosotros, ¿no?
-Por supuesto, quienes hacen uso habitual de la risa y se toman las cosas con buen humor mejoran su calidad de vida significativamente y eso se ha demostrado tanto en personas sanas como enfermas. Fíjate cómo los niños suelen ser más felices que los adultos, estoy segura de que se debe a que ellos se ríen muchísimo más que nosotros, incluso les brotan con bastante facilidad las carcajadas que benefician tanto a la salud.
-Eso sí que suena bien, ¿ves? Y digo yo..., si sabéis que es así, ¿por qué no se ven más caras sonrientes por todas partes?
-Seguramente porque somos muy torpes para vivir. Nos metemos tan de lleno en la vorágine del trabajo, los problemas diarios y demás obligaciones, que la mayoría no desconectamos ni pensamos más a menudo en las bondades que tiene reír.
-¡Qué estupidez!
-Y que lo digas, el humor da libertad, optimismo... y la fantasía te ayuda a evadirte de la dura realidad con la que tienes que convivir.
-Otra vez estoy confundido, ¡me rindo!
Da unas vueltas por delante mía con cara de disgustado y como refunfuñando.
-¡Anda!, pero ¿qué te pasa ahora?
-¡Yo que sé!, que no comprendo y me da rabia.
MIS AMIGOS BAILEYS Y PUPPET
-Perdóname, realmente éstas son meditaciones para mí misma y confieso que lo he averiguado a raíz de haberte conocido. Me ha picado la curiosidad desde entonces y he procurado informarme lo máximo posible, con la única intención de relacionarme contigo de la mejor manera posible.
Le paso la mano por el morro como disculpándome y con voz apacible prosigo.
-Mira, existen muchas diferencias entre nosotros, por ejemplo los años de vida media (entre doce y dieciséis en vuestro caso versus alrededor de los ochenta en el nuestro); a vosotros se os considera adultos a partir de los doce meses y las personas no lo somos hasta los dieciocho años; en cuanto a las horas de sueño, nos ganáis porque tenéis doce no consecutivas, mientras que nosotros solemos dormir de seis a ocho. No somos ni mejores ni peores, sólo diferentes en algunos aspectos, por lo que cada uno tenemos nuestro papel en esta vida que nos ha tocado en suerte. De todos modos nos acoplamos perfectamente como viene demostrándose a lo largo de la historia.
-Bueno, vale...
-La que he liado para que te convenzas de que has de comer principalmente pienso, si quieres vivir más y mejor.
-¿Qué remedio me queda?
Me mira con cara de asco y resignación. Me percato de que no va a ser posible que cambie de idea, así que hago un cambio de tercio.
-¿Sabes?, tengo muchísimo interés en intimar contigo. Podrías contarme cosas tuyas, algunas experiencias.
-¡Guauuh!, pues... No me gusta la soledad, porque se me hace el tiempo eterno y me asustan los ruidos extraños en el exterior, como los "cohetitos" de los gamberros, que los odio.
MIS AMIGOS BAILEYS Y PUPPET
-La verdad es que sólo soy feliz cuando gozo de vuestra compañía.
-Me enterneces, ¡ay qué nobleza!
-No te creas, a veces soy travieso, haciendo cosas que tengo prohibidas a sabiendas de que va a enfadarles, es mi forma de vengarme cuando no están conmigo.
-¿Por ejemplo?
-Acomodarme encima de la cama y que me vean al llegar, hecho un rey, sobre la colcha. ¡Se ponen de los nervios y a mí me falta estirarme y sacarles la lengua!
-¿Cómo te atreves pillín?, ¿qué te tenemos dicho? ¡Vamos, a tu sitio! ¡Hoy no vas a tener ningún premio, a ver si aprendes!
-Me hago el arrepentido, obedezco, pongo cara de mártir y me tumbo panza arriba. Al final no llega la sangre al río, alguna que otra pequeña penitencia, pero de ahí no pasa porque tengo los mejores dueños del mundo y me quieren un montón.
-¡Ji, ji, ji!, tiene su gracia pero no está bien, pues tienen que trabajar, hacer compras, etc., a todas partes no pueden llevarte y así has de asumirlo.
-Sí, sí, pero no deja de ser un fastidio y el reloj parece detenerse. Lo que me gusta es convivir con ellos y compartirlo todo, como también lo estoy haciendo ahora contigo.
-¡Eres un cielo! Te voy a echar de menos cuando te vayas.
-¡Guau!, haces que me sienta protagonista ¡Yo, un simple perro!
-¿Acaso no formas parte de la naturaleza y ahora de la familia?
Parece reír con hocico y ojos mientras camina enaltecido unos pasos. Justo en ese momento, la conversación se interrumpió al llegar el resto de la familia, pero Baileys se puso muy contento porque se lo llevaron a la calle y pudo respirar aire puro.
Las vacaciones de Navidad pasaron muy rápidas y al despedirme de ellos lo hice con pena, me dejaron un enorme vacío. Los días siguientes se me iban los ojos para los perros con los que me cruzaba y esperaba con más ilusión los fines de semana que venían a casa.
MIS AMIGOS BAILEYS Y PUPPET
A lo largo del primer semestre de 2009 las visitas que nos hicieron permitieron que mi relación con Baileys se hiciera cada vez más profunda.
Pero...
Ocurrió aquel siete de julio, nunca lo olvidaré. El cuerpo de nuestro querido amigo se marchó de este perturbado mundo, quedando su entrañable recuerdo en nuestro corazón. Sólo nos consolaba pensar que vivió feliz, sabiéndose querido de verdad y amparado hasta el final. Unos días antes lo despedí con un "achuchoncillo" que significaba ¡hasta pronto! ¿Quién me iba a decir que se convertiría en un adiós definitivo e imprevisible?
Cerré los ojos y creí comunicarme con él:
-No te olvidaremos. Descansa en paz. Te mando un beso grande y un guiño (lo has entendido...). Mientras, soñaré con tu imagen recibiéndome alegremente, también a las puertas del cielo. Tú ya lo has alcanzado, yo trabajaré para tratar de merecerlo.
Sus dueños no pudieron soportar su ausencia. Pensaron que únicamente podría ser mitigada de una forma... Adoptaron a un cachorro, precioso a nuestros ojos, de pelo blanco con manchas negras y barriga llena de pecas, que desde el principio nos conquistó. Le pusieron por nombre Puppet. Me enviaron unas fotos que me produjeron una enorme ternura. Su mirada era triste, entre confundida y miedosa. ¡A saber cómo lo habían tratado en su corta vida! Cuando lo escogieron en la protectora de animales, estaba acurrucado en un rincón con cara de desvalido. Pero le bastaron unos días de convivencia, juego, mimos y cuidados, para mostrarse satisfecho.
En la primera visita que nos hizo, nos ganó a todos y nos dejaba embobados por la rapidez con que aprendía.
Nos recuerda enormemente a Baileys en cantidad de detalles, con las diferencias propias de su edad. Éste siempre tiene ganas de jugar, es incansable, mientras que aquél se mostraba mucho más sereno, aportando una compañía tranquila y sosegada.
MIS AMIGOS BAILEYS Y PUPPET
También a él le encanta nuestra comida y está a la que cae cuando ve movimientos de cocinar, poner o quitar la mesa. Y qué decir de los saltos y brincos que da cuando intuye que toca salir a la calle. Los mismos que cuando llega a su segundo hogar y se reencuentra con quienes es posible que considere una especie de "abuelos humanos".
Creo sinceramente que Puppet es hoy un perro sano y feliz, así como que Baileys aprueba desde allí el cariño y cobijo que le hemos proporcionado. Cada uno de ellos ocupa un rinconcito de nuestro corazón.
Y colorín, colorado...
Sólo añadir nuestro más sentido agradecimiento a nuestros hijos por los maravillosos momentos de felicidad y entrañables recuerdos que nos están regalando. No es necesario enumerarlos, ellos saben perfectamente a cuáles me estoy refiriendo.
Escritora malacitana
RÚBRICA
Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, en el preciso instante en que me dio la espalda, dejando por zanjado el tema, punto y final a una conversación incomoda para ambos. Apreté con fuerza el pisapapeles, la esfera terrestre seccionada por sus polos, una pieza de coleccionista, y como se suelen hacer las cosas más importantes de esta vida, sin pensarlo dos veces, fui a su encuentro. No quería explicaciones. De nada me servían ya sus argumentos... Y todos los motivos esgrimidos hasta entonces... carecían de sentido... El mundo se le vino encima. Aunque no me faltarían motivos, no lo hice movido por ningún deseo de venganza; se equivoca si es eso lo que piensa. Para usted y los que son como usted sería mucho más fácil así, ¿verdad? Allí quedó, desplomado sobre la moqueta, diría que con delicadeza, de un modo estudiado, como si, previéndolo, lo hubiera estado ensayando largamente en los últimos meses, apenas sin ruido. Nunca dejaba nada al azar. Me arrodillé junto a él. Apestaba a colonia cara. Hasta en los pequeños detalles era desmedido. Sus gafas, de montura de pasta negra, que en la caída habían rodado bajo la silla del escritorio, estaban intactas. Las recogí y se las puse. Si hubiera podido me hubiese dado las gracias. En las fotos que los diarios publicaron al día siguiente su cadáver aparecía de lo más decoroso, de ese modo, su imagen, al menos, no sufriría ningún daño.¿Cuántas veces no se lo habré oído decir? Sus palabras aún siguen resonando en mi cabeza: "iniciativa, Damián, iniciativa. Le falta a usted iniciativa". Por primera vez en mi vida tomé una decisión y fui capaz de llevarla hasta sus últimas consecuencias. ¿Lo entiende ahora? Quise demostrarle que estaba equivocado. ¿Los demás? Vinieron dados. Por fin había encontrado algo que me distinguía. ¿Cómo dejarlo? ¿Vanidad? Sigue sin entender nada. No podía quedar en el anonimato. Estaba obligado... Mojé mi dedo índice en el charquito de sangre, tibia, pese a pertenecer a un hombre tan frío, en el amplio sentido de la palabra, y me esmeré en la rúbrica.
Korolenko
EL VERDADERO SILENCIO
Mientras escucho "El antihéroe", de Deluxe, en mi reproductor de música, noto cómo el portaaviones comienza a moverse cada vez más lentamente. Mis compañeros también lo sienten y cada uno demuestra, a su manera, que se ha dado cuenta de que puede que ya no tenga que volver a madrugar por la mañana para ir al trabajo, que no vuelva a besar a su mujer mientras la abraza, que no vaya a tener la oportunidad de ganarle a su hermano en la "Play", o que no vuelva a ver salir el sol.
Esos pensamientos provocan una reacción distinta en cada uno de ellos: uno cierra los ojos con fuerza y se encoge en la cama, como si así nadie fuese a verlo y obligarlo a hacer lo que se supone que va a tener que hacer en unos minutos. Otro entrelaza los dedos de las manos y empieza a rezar. Otro alarga la mano hacia su mesilla y, sin mirarlo, coge un paquete de chicles que dejó en ella al acostarse, se mete uno en la boca, y empieza a masticarlo brusca y compulsivamente. Otro se levanta de la cama, esboza una leve sonrisa mientras mira hacia las gafas de sol que tiene en su mesilla, y se agacha para empezar a ponerse las botas tranquilamente. En cuanto a mí, simplemente escucho el final de la canción con los ojos cerrados, apago el reproductor, lo meto en el bolsillo de la cazadora, y me quedo tumbado en silencio.
Qué silencio.
No es que mis compañeros no hagan ruido: no paran de oírse toses, muelles de somieres, cordones atándose y pistolas cargándose. El silencio al que me refiero en realidad sólo lo oigo yo. Es un silencio expectante, tenso, triste, muy parecido al que deja el final de una canción del rey del blues, B. B. King.
Pero no puedo disfrutar de él por mucho tiempo, porque a los pocos minutos de apagar mi reproductor la sirena del barco empieza a gritar con ese sonido que no entra por los oídos, sino que atraviesa el cráneo y va directamente al centro de dolor del cerebro, donde se queda incluso después de dejar de sonar. Por lo que sé, esa clase de sonido sólo sabe emitirlo la sirena de este barco, todos los relojes despertador que he tenido, y todos los llantos de bebés que he oído.
Pero el efecto que consigue ese sonido es instantáneo: mi compañero de litera, el resto de compañeros de camarote y yo aceleramos lo que estuviésemos haciendo y empezamos a salir por la puerta con paso rápido y sincronizado mientras nos colocamos el casco.
Las lanchas ya están preparadas a lo largo de toda la eslora del barco, y todos sabemos cuál nos corresponde, así que, aunque cualquiera que nos viese pudiera pensar que vamos a acabar chocando unos con otros en cualquier momento, no hay ningún tipo de caos en nuestras carreras y sabemos perfectamente hacia dónde tenemos que ir, sin tener que preocuparnos por tropezar con otro soldado a la carrera.
No soy el primero que llega a la puerta de entrada de mi lancha, pero tampoco soy el último. En mi vida he hecho colas de espera más largas que esta en parques de atracciones, cines, bancos... pero ninguna así de tétrica. Sólo podría ser más lúgubre si estuviesen tocando la marcha fúnebre y quien estuviese soltando las arengas para que entremos rápidamente en la lancha fuese la mismísima Muerte con su capucha negra, sus dedos huesudos y su guadaña al hombro.
Cuando ya estamos todos en la lancha-ataúd, la de la guadaña cierra la puerta metálica desde fuera y da la orden de bajarnos al agua. Descendemos despacio, escuchando sólo el ronroneo de la polea y el mar chocando contra el barco. No quiero mirar hacia arriba, porque estoy seguro de que vería una sonrisa sarcástica dentro de la capucha de nuestro carcelero. Tardamos sólo unos segundos en bajar, y en cuanto nos posamos en el agua, el motor de la lancha se pone a rugir, empezando a avanzar casi sin dar tiempo a que se suelten los cables de la polea.
Qué silencio.
El estruendo del motor de la lancha. El violento choque de la quilla rompiendo las olas. El soldado detrás de mí rezando oraciones que, si en algún tiempo he podido entender, ahora no tienen más sentido que las gafas de sol del soldado a mi izquierda.
Sí. Puedo escuchar el silencio. La noche es despejada, pero no hay luna.
Siempre he asociado el silencio con la luna. Se me hace extraña una noche silenciosa sin ella. Supongo que sabrá que esta tranquilidad no va a durar mucho o, no sé, quizás esté esperando otra cosa.
La lancha empieza a aminorar. Los motores ya no hacen tanto ruido. Las plegarias cesan detrás de mí.
El silencio se apaga.
El soldado se quita las gafas de sol y dice: "Al fin".
Esas dos palabras desencadenan lo que puede ser una noche completamente inhumana, o quizás demasiado propia del hombre. La compuerta de la embarcación baja de golpe sobre la arena de la playa al tiempo que todos mis compañeros empiezan a gritar. Cada vez más y más alto. Son gemidos incomprensibles, frases cortas y sin sentido, o simples aullidos. Yo no grito.
Todos corremos. Incluso las nubes que han aparecido de repente. En plena carrera miro hacia el cielo y las veo, tapando apresuradamente la noche para que esta no pueda ver las caras desencajadas de mis compañeros, guiados por sus fusiles y sus ansias de matar... o de morir.
¿Hacia donde corremos? Creo que todos lo saben, pero no son capaces de decirlo.
Y si alguien lo dijese, ¿de qué serviría? ¿Quién lo iba a oír?
Y aunque alguien lo oyese, ¿qué haría? ¿Acaso hay algo que se pueda hacer a estas alturas?
No lo entiendo. Desembarcamos, corremos, gritamos. ¿Todo esto para qué? Invadir un país, defenderlo de otro... en cualquier caso nosotros tenemos que hacer lo mismo. Por qué lo hagamos puede importarnos o no, pero nada cambiaría aunque lo supiésemos.
Sin embargo esta carrera histérica y en masa no ha tenido la respuesta esperada por todos mis compañeros: nadie nos ha atacado.
La playa queda ya atrás, la carrera se ha convertido en un caminar angustioso, y los gritos se han vuelto miradas penetrantes y desconfiadas en la noche. Nadie habla.
Silencio otra vez.
Me fijo en el cielo de nuevo. Las nubes no han cambiado de forma ni de posición. Han estado aguantando tensas, esperando oír explosiones, silbidos de balas seguidos por gritos de dolor, maldiciones e insultos y llamadas desesperadas de auxilio. Al ver que, al menos aún, no es así, una tímida brisa empieza ahora a deformarlas; pero siguen cubriendo todo el cielo. No se fían.
Seguimos avanzando.
Hemos entrado en un bosque. Las hojas secas caídas crujen bajo nuestras botas. Es un sonido quejumbroso y triste, muy acorde con la situación.
Delante de mí un soldado rumia incansablemente un chicle, ya sin sabor, abriendo completamente la boca para luego cerrarla de forma brusca, haciendo un sonido que se confunde con el de la hojarasca. Ese gesto, sumado a sus ojos abiertos como platos y a su postura, encorvada hacia delante empuñando el fusil allá donde clava la mirada, demuestra que mis compañeros no están ni mucho menos tranquilos. No les parece normal haber llegado hasta aquí sin que haya muerto nadie o, como se diría en argot bélico: "sin bajas".
"Sin bajas". Que expresión tan fría para decir algo tan triste. Miro a cada uno de mis compañeros y me imagino a sus padres o mujeres recibiendo la noticia de que su hijo o marido "ha sido baja en combate".
Que forma más grotesca de enterarse de algo así.
El ruido de la hojarasca ha cesado. Estamos en una zona del bosque con una maleza bastante alta que llega a la altura de las rodillas.
El ruido del caminar es ahora más sereno, pero esto no se refleja en las caras de mis compañeros. El soldado de delante se ha dado cuenta de lo insípido de su chicle y lo ha escupido sin dejar de mirar incansable en todas direcciones. Pero ello no le impide seguir rumiando de forma compulsiva.
A un gesto del soldado primero todos nos agachamos. Han visto moverse la maleza frente a nosotros. Sí, ahora lo veo yo también. Todos apuntan con sus fusiles al centro del movimiento. Parece que desean que sea un soldado enemigo. No. Sería estúpido. Donde hay uno hay miles. Y donde hay miles... hay lucha, muerte.
No sé si llegarán a relacionar un único soldado con su muerte, pero deberían. El hecho de estar aquí no significa que le hayan perdido el miedo morir o que deban querer matar. Al menos espero que no sea así.
Yo sólo miro.
De repente, el movimiento cesa y se ve aparecer una cabeza. Demasiado pequeña para ser de una persona. No. Al instante, dos largas orejas se alzan por encima de la pequeña bola. Un conejo. El enemigo es un inocente conejo.
No hay más movimiento.
El soldado primero indica que podemos continuar. Al levantarnos el conejo huye despavorido. Me pregunto si mis compañeros pensarán que va a reunirse con su pelotón y planear un ataque para acabar con nosotros. Yo por mi parte pienso que va a esconderse en su madriguera y a quedarse en ella tiritando de miedo hasta que llegue el día.
Avanzamos, siempre avanzamos.
El guía nos indica con un gesto que nos estamos acercando a las puertas de la ciudad. Cada vez hay menos árboles, sí, pero no se ve ninguna luz a lo lejos.
Miro al cielo. Las mismas nubes. Es extraño que nos sigan, pero en el fondo me gusta. Además, creo que al que siguen es a mí. Soy el único que las mira. Nunca me he fijado mucho en el cielo, pero desde que empezó todo esto me gusta ver algo que no sea de color camuflaje o esté hecho de metal.
Bajo la mirada y veo lo primero que me indica que hemos llegado a una zona habitada por el hombre: una carretera. Ahora, sin embargo, veo algo que me lo demuestra: un hombre tendido en un charco de sangre.
No se ve ni un alma alrededor y delante de nosotros hay un muro de piedra bastante alto. Lo rodeamos por donde nos indica el guía hasta llegar casi al final.
Nos detenemos.
El soldado primero envía una avanzadilla al borde del muro, desde donde se supone que se ve toda la ciudad. De la avanzadilla sólo se asoman dos.
Allí están, ante la ciudad. Nadie les ha disparado. Nadie da la alarma. Nadie les ve. Uno de los dos esboza una leve sonrisa. Lleva unas gafas de sol colgadas en la camiseta. El otro se queda agachado, muy quieto y con los ojos cerrados; entrelaza los dedos de las manos y empieza a susurrar lo que parecen plegarias.
El de la sonrisa vuelve para informar al resto de la avanzadilla, y de esta uno se acerca a informar al soldado primero. Este nos indica que avancemos y camina hacia delante con paso decidido y casi sin cubrirse.
Todos avanzamos... y todos lo vemos.
En efecto, desde nuestra posición podemos verlo todo, es decir... nada.
La ciudad está totalmente destruida.
Los bombarderos han hecho demasiado bien su trabajo.
Desde luego ninguna instalación militar ha quedado en pie. Tampoco ninguna casa.
No hay ningún soldado enemigo respirando. Por allí, sí, allí veo un niño tendido. Tampoco respira.
Yo sí respiro, pero cada vez me cuesta más.
Me pongo los auriculares de mi reproductor y le doy al play. Suena "Nos gusta hacernos daño", de Deluxe.
Miro al cielo. Las nubes ya no están. No creo que las haya arrastrado el viento. Simplemente... han desaparecido. Tampoco hay estrellas. Sin embargo ahí está: La Luna.
Es entonces cuando lo entiendo. Éste es el verdadero silencio al que esperaba asomarse esta noche. No es el silencio de los que estamos aquí, de pie; sino el de todos aquellos que ya no están.
Cualquier palabra que se pronunciase ahora no rompería este silencio... a no ser que hiciese desaparecer la luna... o me hiciese dejar de mirarla.
Hobbes
DÍA DE SUERTE
Al salir a la calle sentí que hoy iba a ser mi día de suerte, así que fui a la tienda de discos a ver si encontraba algo para mejorar mi colección.
Comencé a caminar y la tormenta se desplomó sobre mí. Decidí correr para no mojarme mucho, pero los semáforos se interpusieron en mi camino. Un coche que volaba a gran velocidad sobre el asfalto decidió aterrizar sobre un charco de agua grisácea. En este momento el tiempo se ralentizó y observé las millones de gotas acercándose a mí. Las menos me golpearon en la cara con furia, el resto decidieron dormir en mi chaqueta. Por fin el semáforo cambió el color a verde y crucé.
Había olvidado que la suela de mis zapatillas estaba pegada con cola desde el último partido que jugué, así que no llegué a los diez pasos cuando me elevé cincuenta centímetros sobre el suelo y caí de espaldas a la acera.
Me retorcía en el suelo y miré a los lados para asegurarme de que nadie había visto semejante acrobacia. Me incorporé como pude y me levanté doblado en cuarenta y cinco grados. Cojeando y totalmente mojado seguí caminando hacia la tienda de discos.
En ese momento, me crucé con una mujer a la que le estaban robando el bolso, y me acerqué, lentamente, a ayudarla. Cuando estuve lo suficientemente cerca, el atracador me golpeó y volví a descansar en el suelo. La mujer comenzó gritar que le estaban robando el bolso, y el ladrón huyó a una velocidad impensable para mí en ese estado. Ante los gritos de la mujer, un policía que pasaba por allí creyó que yo era el atracador, por lo que me invitó a acompañarle a la comisaría. Ya en comisaría, me registró en busca de algún arma, a lo que yo contestaba con quejas del dolor que sentía cuando me tocaba la espalda.
El policía, preocupado, mandó llamar a un médico para que me registrase ante la insistencia de mis quejas. El doctor no tardó en llegar, y de una manera brusca me quitó la camiseta, se echó para atrás, cogió el teléfono y llamó a la ambulancia. Al parecer, en una de las dos caídas me había clavado unos cristales rotos en la espalda y en la pierna.
Me sacaron rápidamente de la comisaría y me sentaron boca abajo en la camilla. El tráfico en esta ciudad los días de fútbol es muy intenso, por lo que tardamos cuarenta y cinco minutos en llegar al hospital, cuando andando nos hubiese costado unos diez. Ante la tardanza, me llenaron la espalda de vendas para no perder mucha sangre. Hacía pocos días había estado una semana en un apartamento de un amigo cerca de la playa y mi piel se había bronceado, por lo que los médicos que me acompañaban y el conductor me bautizaron como "El hombre vaca" por el contraste entre los vendajes y mi piel.
Ya en el hospital me llevaron a la sala de urgencias, y una enfermera me dijo que por favor me quitase los pantalones. Nunca pensé que me negaría ante tal proposición, pero había recordado que el jueves pasado perdí la apuesta con Luis y acordamos que tendría que llevar durante una semana un tipo de ropa interior poco acorde a una persona seria.
Pregunté que si por favor podían tratarme las heridas sin tener que desnudarme, ya que era muy tímido y me daba vergüenza que una mujer me viese así. La enfermera me contestó que no pasaba nada, que si me sentía incomodo al tratarme una mujer llamaba a un enfermero para que no me supusiese tanto problema. Y así lo hizo, se presentó ante mí un hombre de dos metros, con una percha por espalda y con cara de no comer en una semana. El hombre procedió a quitarme los pantalones con mucha más suavidad que la mujer, y al ver el tipo de ropa interior que gastaba, sonrió.
Sin decir palabra, me fue tratando las heridas y al acabar, me acompañó a la salida, no sin antes darme el número de su teléfono en una servilleta y guiñar un ojo.
Cogí el primer taxi que pasó y me senté lentamente. Le indiqué la dirección de mi casa, y me contestó que en seguida estaba. Pero esa voz me resultaba familiar...
-¿No te acuerdas de mí?- dijo la mujer que conducía el taxi.
-¡Me resultas familiar, pero no te pongo un nombre!
-Soy Laura- dijo entre risas.
Hace tres años conocí a Laura en un pub. Poco a poco comenzamos una relación que la gente consideraba seria, a mi no me lo parecía. No voy a entrar en más detalles, solo decir que la última vez que la vi fue desde la calle y ella estaba lanzando mi ropa por la ventana.
-¡Ah, Laura! ¿Qué es de ti?
-Nada del otro mundo, aquí estoy, ganándome la vida.
Otro detalle que considero importante: Laura tenía dos años menos que yo, así que cuando la conocí aún estaba estudiando, pero tuvo que dejar los estudios por mí, ya que yo tenía que vivir en otra ciudad por mi trabajo y allí no cursaban la carrera que estudiaba, de ahí lo sarcástico que resulta su contestación.
-Me alegro de que todo te vaya bien
-¿Qué te parece si damos una vuelta?
Aquí comenzó un monólogo de insultos dirigido a mí que prefiero eludir. Cuando se calló me paré a mirar por la ventanilla del coche para ver donde estábamos, y me pareció que habíamos llegado a un país devastado por la guerra.
-¡Baja!
Lo hice lo más rápido que pude y el coche desapareció dejando una estela de humo negro y polvo.
Comencé a caminar sin rumbo intentando buscar algo que me indicase donde estaba. Al cruzar la esquina, entro en la primera puerta que había para preguntar al dueño del establecimiento como volver a mi casa. Cuando me paro a pensar donde había entrado, se me escapa una sonrisa al ver en la caja un disco en oferta que siempre había estado buscando.
Y es que sabía que hoy iba a ser mi día de suerte.
Microdrive
EL GENOCIDA
Bartolomeo Pi Salvador vivía entre esquimales en la tundra canadiense. Había llegado sin otra cosa que un anorak alpino y una maleta de efectos personales, caminando distraídamente por el hielo. Así, a primera vista, parecía un corredor de seguros pero, como nadie esperaba encontrárselo allí, fue bien acogido por la tribu.
Tras unos meses de aclimatación, obtuvo permiso para cazar y pescar, y para construirse un hogar. Llevaba una vida estable pero, en lo más oscuro de la noche, fue capturado por tres escuadrones de rangers, una fragata y un satélite espía. No le dejaron ni vestirse.
De vuelta al cuartel, unos recibieron medallas y palmaditas, a él le metieron en una celda, a la espera de que llegase la orden de trasladarlo a su país natal, en donde estaba acusado de crímenes contra la humanidad.
Bartolomeo Pi Salvador guardaba la calma, esta vez con cara de desempleado de la función pública, en su celda gris; pasaba el rato reuniendo guijarros de hormigón para organizar desfiles militares.
Llegó el amanecer en que lo trasladaron al aeropuerto, directo de vuelta a España bajo severas normas de seguridad, perseguido por cientos de periodistas acusadores.
Barajas recibió al criminal con pancartas, voces y gritos. Algunos exaltados expresaban su dolor increpando a la policía, otros narraban a las cámaras de televisión las atrocidades de que habían sido testigos en vidas pasadas. Los periodistas captaban todo con el ojo objetivo y añadían comentarios sin cesar, en referencia al atuendo y al corte de pelo de Bartolomeo Pi. Los índices de audiencia sobrepasaban los límites de lo esperado, alcanzando una estadística sobrenatural.
El genocida, como fue bautizado, dio una conferencia de prensa en los lavabos para señoras – por razones de seguridad - ante diez mil profesionales del espectáculo. Las preguntas volaban sin orden ni concierto por la sala higienizada, mientras Bartolomeo soltaba una retahíla de mea culpas, con cara de ministro compungido en entierro de mineros. Ni unos ni otros entendían lo que se decía pero el ojo objetivo captaba todo y transmitía.
Comisaría no estaba preparada para alojar un boom mediático semejante, así que el detenido fue trasladado a las mazmorras de Palacio Real, entre soberanas disculpas a las organizaciones pro defensa de los derechos humanos, las cuales supieron hacer la vista gorda en un caso tan gordo como ese. La acampada general que siguió a tal decisión, en los jardines italianos de Palacio, indignó a los promotores de cámping, quienes exigieron al ayuntamiento una compensación en forma de cobro de la entrada a todos los mochileros que desplegaran su petate en el jardín. Pronto se instalaron cámaras de seguridad en el interior de la mazmorra, conectadas a pantallas gigantes, concertadas con cadenas de televisión que abonarían pingües derechos de retransmisión.
El juicio no se hizo esperar. Jueces, abogados y fiscales supieron limar asperezas mediante tómbola a tres números que había de señalar quiénes compartirían cámara con el genocida.
Al abrirse la vista, la indignación contra Bartolomeo era tan grande que el alguacil anunció la entrada del magistrado con un "¡Que se levanten, ****!", tras el cual los espíritus volvieron a la calma.
La enumeración de los crímenes llevó cuatro meses y diez días, unas trescientas sesiones de juicio. Remontaban a su más tierna infancia y, entre los más espeluznantes, se encontraban:
- Exterminio de los residentes de su pueblo natal, al declararlo el Ministerio de Defensa polígono de tiro para caza-bombarderos, merced a los informes de Bartolomeo, por entonces empleado en él.
- Tortura selectiva y pública de todos los turistas alojados en Benicasim, merced a un bando municipal falso sobre terrorismo en bañador.
- Internamiento en campos de concentración de los albaceteños residentes en Murcia y de los murcianos residentes en Albacete, con la vana esperanza de inscribirles en un programa de televisión.
- Por último, asesinato en masa de quinientos mil opositores a un puesto de profesor de lengua española en Melilla, por rellenar equivocadamente los formularios de inscripción.
Lo que le había valido la impunidad al criminal, durante muchos años, fue la dificultad para adivinar los móviles de sus crímenes, puesto que Bartolomeo Pi nunca se benefició de sus actividades como genocida. Instado, en repetidas ocasiones, por el ministerio fiscal y por el magistrado, Pi Salvador confesaba ante las cámaras que su única intención había sido llamar la atención de Matilda Suárez del Pontón, vecina del pueblo de al lado, mujer algo mediocre pero noble (la tal Matilda fue quien, con el paso de los años, ató cabos sueltos respecto de las masacres y aviso a la Guardia Civil).
Nadie podía ni quería creer en las palabras del acusado, por lo menos en un principio. Se barajaron múltiples teorías, defendidas por expertos reputados, sobre deformación cerebral, maternidad no deseada, exceso de masturbación o escolarización prematura. Cientos de testimonios pasaron por el banquillo para corroborar una u otra tesis. Si coincidían dos o más eruditos en la sala, la atención del público se desviaba inmediatamente hacia el debate que entablaban sin remedio los maestros, de un banco a otro, con grandes elogios a sus antecesores en la disciplina, así como a sus propios descubrimientos. La belleza de las proposiciones, la férrea construcción de los argumentos y la certeza con que se expresaban admiraban hasta al juez instructor. Sin embargo, Bartolomeo Pi les observaba molesto y procuraba cortar la perorata pedante con alusiones a alguno de sus crímenes más salvajes, obligando al juez a recobrar la compostura con algún que otro "¡Silencio!".
El veredicto finalmente decretó la cadena perpetua o mil años de cárcel. El público, dividido, no pudo evitar un ligero sentimiento de tristeza y culpabilidad, tras tantos meses de entrañable familiaridad con el acusado desde los sofás de sus casas. Algunos sondeos anunciaban el declive de las estadísticas a favor de canales deportivos. Nació el "síndrome de Bartolomeo", consistente en un vacío existencial, náuseas y pocas ganas de trabajar. De ahí que la cadena de televisión propietaria del programa estrujara las mentes de sus guionistas para seguir con "el Bartolo" – como acabó llamándole todo el mundo – o para encontrarle un reemplazante.
En esto que Bartolomeo sufrió un segundo secuestro. El público norteamericano, que había seguido el juicio por gentileza de una bebida refrescante, no estaba de acuerdo con el fin que le esperaba al genocida en España; había dispuesto una arena con leones, pumas y cantantes obscenos en un estado desértico, cuando los marines, por segunda vez, recibieron un mandato del presidente y se llevaron al cautivo a su país (hubo quien acusó a los gobernantes españoles de montaje, pues la operación se retransmitió en directo).
Qué sorpresa nos llevamos cuando, en medio del tropel de banderas estrelladas, generales amaestrados, bestias feroces, cáctuses enhiestos y cantos patrióticos desafinados, el famoso comediante Alfonso Mangueras descendió del cielo en tanga rojo y gualdo a raptar al Bartolo por tercera vez; se lo llevó volando hasta Barajas de vuelta y lo depositó como a un bebé en pañales, bajo la hilera de banderas internacionales que dan la bienvenida al viajero. Allí acudió la gente a sentarle sobre sus hombros, a preguntarle por su salud y a perdonarle los desmanes, a cambio de un poco más de diversión.
Avellano
CANSANCIO
El cansancio, el sombrío y agotador cansancio. No me refiero a ese cansancio que uno supera después de unas horas de buen sueño. No, el verdadero cansancio, el que hace que el alma parezca sufrir una debilidad que es imposible de reestablecer.
El cansancio de aquel que ha peleado por algo y siente que no avanza. El de aquel que se encuentra destruido por sus propios pensamientos y que no sabe a quien recurrir, dado que es uno quien lo lleva y lo carga.
Es el cansancio del alma, el cansancio del propio espíritu. Un cansancio que no tiene solución ni fin. Es determinante, paraliza la mente pero no el cuerpo. Es un cansancio visible solo para aquellos que lo han vivido, no cualquiera puede comprenderlo.
Se observa en los ojos de quienes han perdido, de quien lucha sin avanzar, contra un mar de personas que no lo ven, no lo escuchan, no lo sienten.
Es el cansancio del que camina hacia el otro lado de la dirección dispuesta por la mayoría, de quien espera alguien que no va a llegar, del que ha perdido el rumbo porque no comprende el camino recorrido o porque el mismo camino realizado tiempo atrás pesa demasiado porque le ha abierto los ojos a realidades invisibles para el resto.
No hay forma de detenerlo. No hay sueño reparador, no hay persona que lo facilite o ejercicio que lo ayude. No hay palabras consoladoras, ni oídos que liberen las voces que retumban dentro de esas mentes cansadas.
Detenerlo es imposible. La realidad se vuelve absurda, uno sólo puede pensar en ese cuerpo sin mente, que se maneja automáticamente. Porque hoy los cuerpos pueden vivir, sin mentes y sin espíritus.
Afortunados aquellos que miran sin ver, que escuchan sin oír, que leen sin comprender, que lastiman sin conocer el dolor del otro. Si, ellos van a sobrevivir. El resto... el resto sólo se mantiene pensando en que el cansancio les ha ganado y que la pérdida de toda ignorancia fue su despedida de este mundo tan irreal.
Veo ese cansancio en tus ojos, no los cierres. Deja que los vea y muéstraselos a todo aquel que pueda comprenderlo dado que ellos me guían y, quizás algún día, te pueda acompañar.
Elina
EL TÚNEL
No cabe duda que el mayor de los pecados de la humanidad es la soberbia. No en balde está catalogado dentro de los siete pecados "Capitales" por la Iglesia. La soberbia siempre llevará implícito el pretender un dominio sobre los demás, entendiendo que quien es soberbio, siente estar mejor ubicado en la escala de lo social. Casi nadie está exento de pecar así. Si no, observemos el destructivo término "naco" tan arraigado en el habla peyorativa de casi todos los que habitamos el Distrito Federal. Naco es para algunos aquel que tiene menos recursos materiales, independientemente de su cultura o situación profesional. Para otros, el término naco se confiere a los que habitan en un barrio con menor prestigio de aquél en donde vive quien está profiriendo el insulto. Muchos otros denominan naco al que viste diferente, se peina con distintos tipos de ungüentos o tal vez por no utilizarlos. Y les llaman nacos porque utilizan marcas de ropa, lociones, desodorantes o pantalones que no corresponden al supuesto nivel social del insultante y que él mismo considera como el mejor, y además le exime de ser llamado como tal.
Cuando se analiza más a fondo este término se puede observar que éste es utilizado en todos los medios socioeconómicos, culturales y sociales de nuestra sociedad. Es decir, siempre seremos nacos para otros que así nos han catalogado por razones muy parecidas a las expuestas atrás y tal vez en otro nivel o hasta "casta" social.
Tú, querido amigo Alonso no podías sustraerte de esta cadena de nacos que sólo por el hecho ser soberbios debieran también ser clasificados de esa manera. Y mira, cómo también caigo yo mismo en la misma condición de soberbio-naco, sólo por haberte clasificado así.
Durante años te has dado cuenta que tu peor falta o tu mayor defecto ha sido la falta de amor hacia los demás. Ya desde niño habías aprendido que pertenecías a una clase diferente sólo por el hecho de que tu papá tenía más dinero que muchos de los papás de tus compañeros en el colegio. Y recuerda a tu mamá:
- Comerás puras porquerías – decía- cuando le pedías ir a casa de uno de tus amigos a comer. Esas familias no saben comer – se burlaba. – Siempre sopa aguada, sopa seca y un guisadito-, haciendo énfasis a las diferencias sociales que podían existir entre tú y los demás hasta en la mesa que podrías compartir.
Entonces comenzaste a vivir de forma diferente. Cuando visitabas a tus amigos, lo hacías desde tu pedestal. Cuando ellos eran quienes te acompañaban, en esas rarísimas ocasiones que tu mamá lo había autorizado, eras tú quien se regodeaba por dentro al creer que sí, que eras diferente y por lo mismo superior.
Fue en la prepa cuando comenzaste a conocer otra realidad. Conociste a Allende, al Che, a Castro, también a tu novia, tus amigos y tu propio asomo al mundo... Entendiste que existían millones de jóvenes que luchaban por un mejor equilibrio social y que tú, hasta ese momento, habías sido siempre parte del "enemigo" aquél, por quienes muchos jóvenes de tu edad morían al enfrentar estados autoritarios y conservadores. Eras tú, quien desde ese pequeño mundo de mentiras habías colaborado para que los distingos en oportunidades y vivencias estuvieran siempre ahí. Y también fuiste enemigo cuando aquellos jóvenes lucharon en esos años sesentas y setentas del siglo décimo nono. Y luego añorarías sus propias causas y entenderías, aunque muy tarde, que tú no querías ser victimario de tal desolación.
Y más adelante adquiriste la costumbre de dar limosna a los que suponías los más jodidos, a los viejos de la calle, a los vagabundos a los más despreciados y ahora hasta asesinados por el simple gusto de verlos sufrir. Seres que son en apariencia desperdicios sociales; hombres y mujeres que han vivido en el alcohol, en las drogas o simplemente han padecido de alguna enfermedad mental. Así, dando esas monedas, a manos sobre todo, agradecidas, quieres reivindicar las culpas de tu pasado que te hizo pensar que eras superior.
Ya no esquivas ahora lleno de asco las manos de un niño moquiento que te detiene, cumpliendo la tarea que sus padres le imponen: pedir un poco de caridad. Ni crees ya que eres mejor a quienes han vivido pobres en lo económico pero muchas veces enriquecidos por su compromiso con los demás. No, ahora supones que porque votas por los partidos de izquierda, o porque acudes a los conciertos populares estás logrando una mejor condición en el amor a los demás. Y te esfuerzas vanamente porque la soberbia se ha vuelto karma en tu existir.
Y no tengo más que observarte Alonso, reviso el trayecto que va de CU hasta la estación Hidalgo en tu supuesto viaje hacia el mundo de lo trascendental.
Vas en carrera desbocada a unos quince o veinte metros de profundidad. En tu "i-pod" escuchas una selección musical que no tiene mucho que ver con lo que gusta a quienes te acompañan en esta ocasión, aunque eso no te hace mejor o peor aún. En el viaje que inicias, suena la voz de Cesárea Evora, con sones de carnaval, y la adoras sólo por ser extraña al gusto popular. Hace mucho calor y no te desesperas Alonso, aunque eso te lleve a recordar, por momentos, los infiernos de Dante. ¿Te habrás condenado ya y estás en los infiernos? –sonríes sólo de pensarlo-. Sigues adelante hundiéndote, más y más, en ese oscuro túnel bajo la tierra y no te importa sentirte, en ocasiones, interrumpido por sonidos extraños que surgen como cuchillos a tus oídos: sones de salsa, cumbia o merengue y siempre acompañados con pregones melódicos de un pasajero que como ordenando dice: -Señora, señor, señorita... ¡En esta ocasión, se va a llevar lo que hoy traigo a la venta! Representaciones internacionales ha sacado a la venta el nuevo éxito..." -, y lo sientes como si fuese tu obligación comprar.
Pero no sucumbes a las tentaciones que ese tipo de ofertas pueden provocar. Ni siquiera a aquellas que garantizan que tendrás un mayor conocimiento o pericia en la computación. Tampoco con la oferta de versos dulcísimos y hasta chabacanos de un autor popular. Agradeces siempre ese dispositivo que te permite escuchar tu propia música. Selecciones de ópera, música sinfónica, piano, tango, flamenco y hasta música más bien comercial. Subes aún más, el volumen de tu aparejo para evadirte de esa realidad que empieza a no gustarte. Y de pronto descubres a un viejo cerca de ti. Te parecía agonizante. Te fijas bien en él y no, no está muerto, para tu sorpresa, te das cuenta que hasta habla. De él surge, en medio de tu propia música, una vocecilla que invita a comprar una suerte de congelada con sabor a chamoy.
Miras con vaguedad hacia un lado y otro, encuentras seres siempre extraños para ti. Captas rostros que en tu personal desinterés, no tienen nombre, edad, historia propia o afanes y turbaciones con lo que te conviertes en su igual. Te percatas de que los sueños de los que han quedado dormidos flotan y adivinas sus tardes en el billar o hasta sus noches en un lupanar sin comprender tal vez que durante la noche no pudieron dormir por alguna desazón como te sucede tantas veces a ti.
Y surgen como fantasmas en medio del trajín cuerpos gordos, flacos, sudorosos, menudos y hasta cuerpos enormes que avientan y te la mientan, mientras luchas por conseguir una mejor posición dentro de ese corral de metal. Y hay mareas de hedores, humores y pedorreras silenciosas que te ofenden pero que también forman parte de tu excursión. Entonces, tienes que agarrarte de lo que puedas ya que el vaivén de aquel que ahora supones un catafalco de cuerpos muertos en la indiferencia general, se vuelve látigo y te avienta contra los aceros que hieren tu cuerpo o hacia esos tipos extraños que golpean tu rostro, tus piernas o tus brazos para advertirte que tú no eres más, ni mejor. Y coges tubos, brazos, manos y hasta los hombros cuando te lo permiten tus compañeros de suplicio. Se escuchan disculpas, se escuchan mentadas y hasta te enfadas, pero, contra ese vértigo que el insensible conductor provoca, no hay mucho qué hacer. El movimiento, entonces cumple con su función de entropía al acomodar a todos en compacta formación.
Ya con una posición más benigna tratas de mirar afuera de la lata vertiginosa y sólo adviertes un rápido reflejo que corre en contra dirección y te asustas al escuchar el chirrido metálico del cajón que viaja en contrasentido y te angustia el siseo de su velocidad. Y piensas entonces que ambas láminas y acompañantes pudieran colapsar en un terrible accidente. E imaginas la escena en medio del túnel que se cubre de sangre, de llantos, de gritos. De gente con quien jamás pensaste compartir ni el morir.
Comienzas a ver ese vaho de los alientos infectos que te ofenden y mancillan con una supuesta invisibilidad. Escuchas el goteo de torrentes de sudor, percibes la fétida orina que se ha secado en ropas sucias con dos o más días de suciedad. Y adviertes tinturas de agujas que exhiben demonios, calaveras, cuchillos, santos, nombres o hasta monstruos en una creación prolija en brazos, torsos, piernas y pechos de tus compañeros en ese colectivo padecer. Y aguantas, pues, y te sitúas como un simple observador extraño a lo que te rodea pero finges hermandad.
Viajas a más profundidad, Alonso. Y te seguirán momentos de mayor intranquilidad, tu bonhomía se pone a prueba. El vaivén y todo se ha detenido en un nuevo latigazo que impulsará a todos hacia el frente, por la inercia que obliga. Se hace el silencio y el calor empieza a hacerse insoportable. Con toda seguridad has llegado a tu purgatorio imaginario. No hay ya ni una brisa ahí. Hasta los pregoneros callaron. La música que antes deleitaba en tu pertrecho, ahora lastima tus oídos por la presión del auricular. Poco a poco se han apagado todas las voces, quienes dormían despiertan; la luz artificial titubea y surgen rápidos destellos, acompasados de una oscuridad que sólo a cincuenta metros debajo de la tierra se puede percibir. Surge un ambiente de tensión generalizada, el silencio reina y te comienzas a angustiar.
Te pones a recordar la caída de la mañana. Y te sientes de nuevo frágil, inerme, solitario y confundido entre los mares humanos que siempre te hacen sentir una pieza más dentro de esas masas en un permanente tránsito dentro de la ciudad. Tu soberbia traicionó una vez más tus ímpetus de amor. Fue al salir del Metrobús, en la estación de "Perisur". Querías bajar ahí como muchos. Una parejita de novios, ella uniformada de médico y él vestido, pensaste que de patán, se ubicaron como postes en medio de la puerta y se esforzaban para no salir ni perder su ubicación en el centro del acceso al autobús. Ese tipo reflexionaste, creyó que eran momentos de mostrar a su hembra que él era un macho brindándole protección. Así, empujaban ambos oponiéndose a quienes intentaban salir. Toda una batalla de fuerzas y tal vez para algunos de poder, pensaste en esos momentos. Y tú, tu eras uno de los que mayores derechos creías tener para salir con libertad. Derechos que consideraste adquiridos dada tu condición de burgués con cierta preparación y presencia que te volvían a diferenciar de los demás. Unos jalaban, otros empujaban y tú ahí sin poderte asir de algo fijo que te permitiera salir, entrar o por lo menos no resbalar. Saliste pues, pero tropezaste y caíste entre el autobús y el andén. Entonces gritaste pendejos a los viajantes emparejados: la estudiante de medicina y su imbécil galán.
Poco amor mostraste, como tantas veces, pero ahora te tranquilizas, el viaje continúa y quieres seguir con tu selección musical. Y te siento lejano de todo lo que te rodea, acompañándote con la majestad de Donizetti y tratando de recuperar tu capacidad de mostrar algo de amor en lo que resta del trayecto. Pero aquellos gritones que sienten ser dueños de los vagones insisten en pregonar más. Y su música de barrio te invade y distorsiona las suaves notas de la "Furtiva Lacrima" que con tanto sentimiento cantaba Di Stefano, y te enfadas y llegan otros pregones, y otros les siguen como en un desfile desquiciante que te desespera. Pero recuerdas que sólo trabajan, eso te hace sentir que has mejorado y no como cuando un ente lacrimoso te pidió un poco de compasión y sólo se te ocurrió ignorarlo. O también cuando te ofendió el rancio humor de la viejita vestida de negro que pedía algún dinero para pasar su viudez y te burlaste cubriendo tu cara ante la risa de todos tus compinches del club. Ahí siempre habías estado pecando, reconoces; ¡De un modo capital!
Crees ser mejor ahora. Ya no desprecias a los viejos de la calle. Concurres con las masas al concierto popular. Dices ya no pecar. Dices que eres mejor y que desde tu juventud entendiste el valor de los demás. Te empeñas en esos pensamientos. Te agarras del sentimiento de bonhomía que crees estar adquiriendo y entonces te llega un tufo; uno que no habías percibido con anterioridad y que ha invadido el espacio. Observas a derecha, e izquierda y descubres que proviene de un crío, y que la fetidez surge entonces, avasalladora, incontenible, insoportable. ¡Es el terrible exudado del chemo, del resistol, el cemento, el thiner! Doblemente pecas ahora por lo que sientes de aquel crío: su olor y el saber que es casi un niño el que te ofende; sin pensar si quiera que también tú le pudieras ofender a él y sólo por lo que estás tratando de juzgar. Pero, si te fijaras más, tal vez retirarías las culpas con las que le señalas. No más de trece años y una desolada mirada se advierten en ese pálido y esquelético cuerpo, tal vez un triste pasado le llevó hasta aquella verdad. Hiede su ropa si, también su sudor y su aliento; ¡Claro! Pero espera, nuevamente quieres escapar, huir a tus desahogos, tus holguras, a tus perfumes y a tu siempre presente soberbia. Y de pronto y con arrepentimiento, te das cuenta que has vuelto a pecar. No podías hacer nada por el chico te justificas; ¿O tal vez no querías? Y respondes que tampoco él te lo había pedido y que en todo caso no era tu vida, tampoco tu problema. –Ni mi culpa- gritas a tus pesares. Simplemente lo ignoras tratando de evitar que en tu cara se refleje cualquier señal de asco. Y mira Alonso, lo menos que le pudiste ofrecer era un poco de respeto, ni siquiera eres capaz de sentir ya no amor, sino tan sólo algo de compasión.
Ahora con suavidad hace su arribo el convoy. Por fin llegas a tu destino. El vagón ha abierto sus puertas. Llega algo de aire; ¡Estás vivo! Luchas contra quienes se afanan por entrar antes de que puedas salir. Vas rumbo a Bellas Artes. Tu destino es la exposición de René Magritte y cruzas por la Alameda Central. Te has perdonado y hasta olvidas. A tu paso observas nuevamente gente sin personalidad, gente que hace tumultos cuando está reunida y te percatas de pronto que estás libre de ese niño en el tren. Y sí, lo estás de tu encierro pasajero, tal vez del sofoco, pero te lastimarán el resto del día los recuerdos del túnel, las angustias de tus propias miserias y cómo en el anonimato de unos cuantos minutos volviste a fracasar en el amor.
Luis Brotons
ÍNTIMO
El hombre de la gabardina gris fumaba nerviosamente en la oscuridad del callejón. Un sombrero también gris cubría parcialmente su bello rostro. A pesar de la noche y de la lluvia que se posaba educadamente sobre el asfalto, hacía calor. Cuando el hombre vio a la chica de rojo salir del portal se dio cuenta de que lo que verdad deseaba era coger el primer avión que le llevara de vuelta a casa y hacer el amor con su mujer, quizás también desayunar con sus hijos al día siguiente. En vez de eso abandonó su escondite y empezó a seguir a la chica de rojo. Ella giró la cabeza y le reconoció justo antes de acelerar el paso. Sus tacones y la lluvia repiqueteaban al compás sobre el asfalto mojado; esta suave danza espoleaba al hombre de la gabardina gris en pos de su presa. La persecución duró muy poco, ni siquiera fue necesario correr. Con su mano derecha tapó la boca de la chica, con la izquierda le torció el brazo y la arrastró consigo. Caminaron juntos unos cincuenta metros, alejándose de las viejas casas residenciales y adentrándose en los campos que se hallaban justo enfrente de aquellas. Ella trató de gritar, forcejeó de manera mas bien desangelada y fue abofeteada con la misma desgana. Cayó al suelo y entonces si, profirió un leve grito seguido de otro mas fuerte y armónico. El hombre se quitó la gabardina y el sombrero y los dejó caer sobre la hierba húmeda, saboreando como su talento natural fluía con desmesura premeditada. Ella esta vez contuvo el aliento al observar el hermoso rostro del hombre y la profunda cicatriz que surcaba su mejilla izquierda, acentuando su atractivo.
La chica apenas luchó cuando el hombre se abalanzó sobre ella y aferró su cuello con ambas manos, fuertes, seguras. Por el contrario, olfateó con deleite su caro perfume y puso sus cinco sentidos en sentir su cuerpo apretado contra el suyo. Mientras era estrangulada pudo apreciar como el pene del hombre crecía bajo sus pantalones, ejerciendo una agradable presión sobre su bajo vientre. La chica reprimió una sonrisa de triunfo al mismo tiempo que abría los ojos desmesuradamente. Todavía tuvo que mantener la mueca unos segundos hasta que el "corten" del director acudió a su rescate. Tras cruzar una mirada cómplice la chica y el hombre se apartaron el uno del otro. Él encendió un cigarrillo tratando de disimular su notoria erección, ella cruzó los dedos y pestañeó felicitándose por su mala interpretación. En unos segundos fueron informados: tendrían que repetir la escena desde el principio.
Bardamu
ESOS OJOS AZULES
Cuando Ema cumplió veintidós años estaba segura de estar en el lugar correcto, en el tiempo justo. Orgullosa de su vida, tenía todo lo que siempre había querido, aunque había perdido a su madre cuando tenía tan solo un año de edad, pero no la recordaba.
En cambio, cuando volvía a sus recuerdos, veía a su padre, quien la dejo cumplir su sueño de ser enfermera, a pesar de que añoraba que su única hija siguiera sus pasos para convertirse en abogada.
Muchos de los deseos de su padre no encajaban en la vida de Ema. Era sencilla, su cabello lacio y castaño, al igual que sus ojos, sus gestos eran delicados y llenos de ternura como su voz. Su gran talento la distinguía en su trabajo, es que la enfermería había sido su sueño desde muy pequeña. Esos anhelos se fortalecieron cuando ayudaba a su tío en el consultorio, quien además llego a ser su mejor maestro.
Resulta ser que fue también el único tío que conoció y que falleció de leucemia cuando Ema tenía quince años. No sabía nada de la familia de su madre, habían perdido contacto cuando ella murió, nunca le mandaron una tarjeta ni se molestaron en presentarse, todo esto la mantenía aun mas desinteresada.
Para Ema su padre era su única familia y el sentía lo mismo. Se llamaba Tomas Gutiérrez, era muy amable y sociable casi con todos los que lo conocían, la mayor parte del tiempo lucia despreocupado y feliz, siempre vestía arreglado con un cigarro en la boca, a pesar de los reclamos de Ema. En casa solía fumar su pipa frente al retrato de su fallecida esposa, sin mostrar tristeza, solo desazón. En ciertos asuntos era reservado, como en el amor, él no volvió a casarse. Pero algo que adoraba era llenar su casa de amigos, vecinos y personas que decían ser parientes.
Podría decirse que Ema era completamente lo opuesto, no tenía amigos y tampoco creía necesitarlos, a pesar de los reclamos de su padre. Era feliz a su manera, nunca le faltaba nada, Tomas le cumplía todos sus caprichos; después de todo se tenían el uno al otro, no podían existir ni siquiera secretos.
De todos los días de la vida de esta particular familia nos interesa sobremanera el siguiente: el día que Ema cumplió veintitrés años, fue un día de lluvia en verano. Su padre como de costumbre invito a sus amigos y vecinos a una gran fiesta en su casa.
Sin embargo, Ema no entendía si la razón de su angustia era el hecho de que no conocía a ninguno de los invitados o se trataba de algo más.
La noche estaba lluviosa y oscura, el ruido de los truenos aturdían y el viento agitaba fuertemente la copa de los arboles. En esos momentos se inquieto aun más. El reloj marcaba las diez, su padre aun no llegaba del trabajo, estaba demorando demasiado. Ella lo esperaba en la puerta mientras los invitados entraban empapados con regalos ruidosos por el papel celofán. De pronto, el teléfono suena, esto la sobresalto aun mas.
Es para usted – dijo la criada – es del hospital.
Ema salió a toda velocidad con el auto, casi no podía respirar, estaba asustada, esperaba lo peor pero rezaba por estar equivocada. Cuando llego al hospital, el mismo donde ella trabajaba, el médico que había asistido a su padre, un conocido se acercaba a ella en la sala de espera. Pero ya conocía esa expresión en el rostro, esa manera silenciosa de hablar.
No hace falta –dijo Ema, con una voz que se apagaba al igual que sus ojos.
Cuando finalmente despertó, habían pasado tres meses, porque durante todo ese tiempo sintió como si hubiera estado dormida. Aun cuando se mudo a un pequeño departamento, en otra ciudad, incluso ahora en su nuevo trabajo en otro hospital, pero siempre con el mismo recuerdo solo con diferente matiz.
Todo le pareció un sueño, hasta que una carta la despertó.
Creo que un día me canse de dormir – decía la joven de semblante brillante, mejillas rosadas y cuyos ojos se perdían en medio de tanta luz – por eso vine a buscarte.
Una sonrisa amable, casi avergonzada, de un muchacho se correspondía a la de Ema.
Pero si no me conocías. ¿Cómo me encontraste? – pregunto, acercándose hasta acariciar los labios húmedos de Ema.
Quizás era el destino – respondió Ema, mientras dejaba caer su rostro en el del joven, y a pesar de los recuerdos de aquella carta hablándole de su madre, de secretos oscuros, ella era feliz.
Todo tenía una razón, el haber conocido a Julio era lo más maravilloso que jamás había imaginado sentir, el ahora era su vida, su destino.
Julio tenía casi su edad, solo dos años más, sus ojos marrones oscuros y cabellos dorados. Casi no podía separarse de Ema, se habían enamorado desde el primer momento en que se conocieron. Fue cuando Ema llego un día cualquiera, de hojas amarillas, presentándose como su vecina, que vivía en un pequeño departamento frente a su casa. Nunca supo porque apareció sola, preguntando direcciones, tonterías, pero clavando su mirada en él, en su vida.
¿Sabes porque te traje aquí? – pregunto Julio levantándose, mientras el sol encendía el lago que miraban – es mi lugar favorito, cuando me enojaba me escondía ahí, en esas piedras – dijo señalando una especie de covacha cerca del borde del lago – yo la construí – continuo, mirando un pequeño hueco que se formaba en medio de un cumulo de piedras apiladas que hacían de paredes, y una muy finita y larga, dispuesta a modo de techo.
Aquí solo entraría un niño – rio Ema – y uno muy travieso – agrego, acercándose a abrazarlo – El lago será nuestro lugar.
Pensé que te entristecía, cuando lo viste por primera vez te cubriste la cara con tu pañuelo rojo – dijo Julio, tapándole su boca con el pañuelo que Ema usaba en el cuello – sé que cuando te sonrojas, cuando lloras y cuando piensas en tu padre te cubres con su pañuelo.
Entonces, voy a tener que guardarlo, para que no sepas tanto de mí – dijo Ema sonriente.
Ema abrió los ojos cuando leyó la carta, la misma decía que era injusto no saber la verdad, que ahora por fin sabría como murió su madre. Su primer impulso fue arrojarla y paso horas mirando el papel arrugado en el piso, quería que se marchitara al igual que todo lo que la rodeaba, incluso el tiempo. En el sobre estaba remarcada en trazos gruesos la palabra "Rosas", pero hallo algo mas, otra hoja amarillenta y gastada, como si se hubiera leído muchas veces, se deslizo del sobre.
Empezó por el final, la firmaba su madre: Linda Rosas, los ojos de Ema se detuvieron en algunas líneas: "Estoy confundida, tengo vida dentro de mí pero parezco estar muerta..."; la fecha era del año en que Ema nació, unos meses antes. "Cuando vi esos ojos azules no pude sacármelos de la cabeza, ellos son su vida...","...desde el día en que me case estuve esperando como una estúpida, para que se enamorara de mi..."
Cuando termino de leerla, estuvo lista para continuar con la otra carta; así entendió y supo que su madre se había suicidado, pero el porqué, era lo más frio y tajante que unas palabras le habían hecho jamás.
"Fui tan estúpida..."
Era un día lluvioso, el invierno se hacía sentir hasta en los huesos, la oscuridad del firmamento había borrado la orientación del tiempo, la proyección del amanecer se confundía con el ocaso de la noche.
Ema salió a mirar la casa de Julio, el estaba de viaje, se verían dentro de una semana. Los días parecían tener más horas y la melancolía llenaba los espaciosos minutos del día.
Era de tarde, el hermano de Julio llegaba a casa, con su habitual sonrisa, como si sus perfectos dientes insistieran en mostrarse, su nombre era César, tenia cabello castaño y unos ojos tan azules como aquel místico lago. Era tan solo unos meses mayor que Ema.
¡Ema! – Le grito desde su puerta – ya no me visitás, ¿solo venias por Julio?
Es que... - respondió cruzando la angosta calle que los separaba – no quiero que nos descubra tu novia – concluyo riendo cuando estaba a su lado.
En mi corazón solo hay lugar para vos – continuo César, mordiéndose sus labios rojos y fríos, por haber dejado escapar esas palabras, por expresar esos sentimientos reservados para él.
Cuando estuvieron adentro, en la sala, César sirvió las tazas de café y Ema comenzó a reír, a hablar, a decir cuánto extrañaba a Julio y cuando su voz empezó a quebrarse, César le tomo de las manos. A pesar de la amistad que había formado la inmensa confidencia que los unía, un color rosa se asomo en el rostro pálido de Ema. Le pareció como si en ese instante estaría hablando con otra persona, una diferente.
Entonces, Julio sintió que ese era el momento, precipitadamente la estremeció entre sus brazos y derramo un mar de ternura enfrascado en un beso. Quiso decir "lo siento" cuando vio los ojos agigantados de Ema, pero en cambio la beso de nuevo, hasta que ella lo empujo casi sin fuerzas por la sorpresa.
Es que no podía aguantar más...Ema yo te amo y cada vez que te veo con mi hermano, yo...- trataba de explicar mirando hacia todos lados, sosteniendo su cabeza como si fuera a caerse.
No sigas – lo detuvo Ema – el es tu hermano y yo...
Ema sintió que ese no era el momento, sin embargo las palabras brotaban de su boca, no las podía detener más.- Y yo también- dijo con firmeza.
Cesar había callado y esperaba cualquier respuesta, incluso la pérdida de la estima de Ema por esa ofensa. Las palabras que oía lo dejaron atónito.
¿Qué? – Reacciono - ¿Por qué me decís eso?
Porque es la verdad, mi padre y tu madre eran amantes, naciste cuando mi madre estaba embarazada de mí. Ella sabía que vos eras su hijo – sentencio.
Mi mama jamás haría algo así – la interrumpió enfurecido – ¡estás loca!
¿Qué pasa? – pregunto una mujer mayor de cabello enrulado y voz ronca, era Clara, su madre, entrando por la sala.
Ema dice que soy su hermano y que vos tenias una relación con su padre – le contesto indignado – decíle que es mentira.
Es verdad mi padre se llamaba Tomas Gutiérrez, usted trabajo con él, yo vi su foto en su oficina la tenia al lado de la de mi madre. Ella sabía su nombre: Clara Montés y su dirección estaba en su agenda, pensó que nunca me enteraría – gritaba Ema, casi temblando.- Todos sabían que él la engañaba. Pero cuando supo que tuvieron un hijo, cuando vio los ojos azules de Cesar, ella...
¡Él no es tu hermano! – pronuncio Clara, llorando desesperada, abriendo más que nunca sus hermosos ojos azules – Yo ni siquiera sabía que tu madre existía, no tenia idea que el día que nuestro hijo nacía, el se tenía que casar con ella.
Como si fuera por primera vez, Ema vio esos penetrantes ojos azules y no pudo sacárselos de la cabeza. Encontró un nuevo sentido a las palabras de su madre. Los ojos de Clara, ese hermano suyo era mayor que ella, pues sus padres se casaron dos años antes de tenerla. Era la edad de Julio, el joven que le juro amor eterno en aquel lago, el que la volvió a la vida.
Ema sintió que otra vez sus ojos se apagarían, abrazo con fuerza su vientre y lanzo un grito encubierto en un llanto.
Pasó una semana, ya no respondía los llamados y el departamento se mantenía cerrado. Julio había regresado y estaba sentado en la misma sala de la revelación, su madre lo acompañaba.
¿Por qué le dijiste? – preguntaba sin cesar, con furia en la voz, apretando los dientes pero con lágrimas en su mirada.
Porque era lo mejor, vino aquí para arruinar nuestras vidas, no por vos, vino para destruirme. – respondió Clara.
Ella cree que soy su hermano – dijo Julio levantándose como insultándola con sus gestos – Porque no le dijiste también que su verdadero hermano se ahogo cuando tenía dos años, ahí en el lago. Y que me adoptaste porque yo nací el mismo maldito día, y a César porque tenía los ojos azules como tu hijo – concluyo y se quedo mirando hacia la casa de Ema, recordándola - porque no le decís que es adoptado ¿Por qué guardaste ese secreto?
Porque no quiero perder de nuevo a mi hijo, ¡a mis hijos! – gritó Clara tratando de abrazarlo, pero Julio la aparto empujándola bruscamente.
Ya lo perdiste.-
Julio volvió al lago, el que tanto entristecía a Ema, quizás con la esperanza de hallarla riendo frente a la pequeña cueva, pero esta vez ni siquiera estaba el sol, solo el frio y el agua llena de escarcha por la helada de la noche. Recordó el pañuelo de Ema envolviendo su blanco rostro, así como la nieve cubría el suelo; pero en medio del todo lo gris que lo rodeaba algo sobresalía de las piedras, algo rojo.
Dentro del pañuelo, había una carta. La letra de Ema hablaba casi como su voz, temblorosa y triste. Los ojos de Julio se detuvieron especialmente en estas líneas: "Cuando vi esos ojos azules de tu madre, pude entender todo...","...y aunque me duele aceptarlo no puedo verte más...".La fecha era de hace una semana atrás."Tengo vida dentro de mí, pero parezco estar muerta..."
Julio se tapo la boca con las manos para ahogar un grito, y las lagrimas borronearon las últimas palabras de Ema, que decían: "Cuando mires al lago nos hallaras."
Por unas palabras, por una carta Ema descubrió la verdad; de la misma manera Julio supo que su amada estaba en el fondo del lago, y atando el pañuelo en su cara supo que el también lo estaría.
Libre
SUBTERFUGIOS MANCHEGOS
Le dije al compadre que concluí que estábamos vivos por casualidad y no supo interpretarme. Él prefiere achacar las cosas a la divina providencia. Mi madre nos decía que era obligatorio el rezo diario para lograr lo que uno se propone, pero había que agregarle un jaloncito sin ponernos a esperar porque Dios es uno solo para todos y cada quien con sus problemas.
Resulta que mi compadre se metió en envites con su jefe que está pagando bien porque gana mejor. El jefe tiene dos perros nuevos, no hay quien toque un fruto de sus plantaciones.
La apuesta la habían hecho hace tres días. Apostaron que desde el oscurecer a la media noche con luna llena, el compadre debía llenar una caja de frutas con los perros sueltos. A cuentas del compadre irían las mordidas. Con el oscurecer encima de la última noche junto al desespero golpeándole la cabeza, concurrió a solicitar mi auxilio y partiría la ganancia en dos, de ser triunfador. Si perdía, además de no cobrar salario, debía trabajar un jornal extra durante un mes. Recordé los perros de su jefe, cuál de los dos más fieros. Cachimba, mi perra, cayó en celos. Nos salvaría. Los perros detrás de Cachimba permitirían al compadre concluir en término justo antes de que los animales detectaran nuestra presencia al cruzar la cerca. Me animé para contestar al compadre: llena tú la caja con frutas mientras entretengo a los perros.
Al día siguiente asomó el compadre con los dineros. Su jefe contrató un guardián. Lo sabía todo, menos mi presencia. Me contó que su jefe no quedó satisfecho y le propuso repetir la apuesta. ¿Qué tú le respondiste? Pues sí. Debes ayudarme.
Te diré dos cosas. La primera, si vuelves a apostar no cuentes conmigo. La segunda, debes darme más de la mitad del dinero si quieres que uno piense con el estómago lleno porque con pocos recursos, poco se puede.
Prefiero el propietario con el cual trabajo por las mañanas, es menos divertido por tener menos dinero. Además me queda la tarde para sembrar mi hiato y atender mis animales.
Apenas conciliaba el sueño con la preocupación. Ese jefe no acostumbrado a perder, podía ese día azuzar los perros, duplicar la guardia o robustecer la cerca del lugar escogido para la apuesta.
Entonces, en el vírate para un lado de la columbina y vuélcate para el otro, llegó a mi mente la imagen muy clarita del adulón del jefe de mi compadre. Recordé anda de cumpleaños. Mañana temprano compraré cuatro botellas del mejor vino. Dos, se las dejaré donde acostumbra desayunar y dos donde cena.
Después anunciaré al compadre fije con su jefe la apuesta para el oscurecer. A esa hora el guardián adulón estará chispo y como prevenir es mejor que lamentar, le pagaré mi deuda a la tejedora antes de comprarle a su hermana dos sacos de frutas de la misma especie y calidad del jefe del compadre para que no haya que arriesgarse a caminar demasiado, sino llenar la caja con cuidado por la parte de afuera de la cerca y trato hecho.
Cuando el compadre me trajo los dineros, con gusto le hubiese preguntado: ¿Cuándo es la próxima apuesta? No lo hice porque podría ser una altanería y eso es castigado, Además quien mal anda, mal acaba.
Recé tres Padre Nuestro y le puse una vela al Señor. Mi mujer seguía empecinada en ponerle Crisolito a la criatura por nacer porque la partera le hizo la prueba del cuchillo y aseguró que era varón. Me dije, que le ponga como mejor le valga, lo primordial es nacer con apetito y dentadura para romper las piedras.
Esa tarde decidí visitar al dueño de la venta para ver si quería comprar la mitad de mis animales. Camino a la venta escuché un ruido lejano. Me bajé del burro para colocar el oído en el suelo. En la distancia veía el polvo levantarse. Por la forma de moverse deduje que eran truhanes. Me percaté con antelación que los dineros entregados por el compadre los tenía encima. Me senté en el camino como el que va a quitarse una molestia del calzado y traté de esconder los dineros debajo de una piedra, ninguna se levantaba. No quedó más remedio que guardarlo bajo mis glúteos. Así los esperé, fingiendo dolor en una pierna y simulando valentía.
El jefe de la banda tenía los dientes manchados, patilludo de presencia y una mano embarrada con sangre fresca. Buscaban a Alborne, un hombre que decían tener mucha plata y propiedades. Me preguntaron si lo conocía. De oída si, le contesté. Bien lo salva que por malestar llevo una pierna a rastra y por la otra uno de mis hombres fue a un duelo con un marqués y otros tres fueron a cobrar apuestas ganadas. Les di orden de ejecutar si los deudores no pagan. Por eso no llegué primero que ustedes a ese lugar. Pero, déjenme algo allí que tan pronto mis hombres regresen les seguiré el rastro.
¿Quiere unirse a nosotros al regreso de sus hombres?, inquirió el jefe de los bandidos.
En estos instantes no. Es allá, le indiqué, verán la casa de Alborne al final de la arboleda. Le sugiero descansen allí por si alguien se les adelanta. Ah, a él le gusta cambiarse de nombre, les afirmé.
De haberse bajado de los jamelgos, hubiesen escuchado mis latidos transformados en susto.
Al alejarse, recogí los dineros y me apresuré en el regreso a la casa para evitar encontrarme con ellos. De paso por allí le pagué mis deudas al molinero.
Opino que procedí con gentileza. Alborne llegó aquí después de Fetouche. Ambos hacen lo mismo: curar personas, animales y atender partos. La diferencia es que Alborne no cobra, el que quiere o puede le regala algo. Fetouche exige su paga, ha obligado a mujeres a acostarse con él. Es un avaro. Sería criminal que los bandidos maltratasen a Alborne, hombre de bien; que Fetouche se las arregle con ellos.
Visitaré al cura para darle los dineros que le prometí al Señor si me ayudaba en las apuestas y contarle el altercado con los bandidos que me viene a bien decirlo...
Cóndor
BASTET
Yo estaba ahí, sentado en el living, como un novio de antes, con el tic que me agarra en la aleta derecha de la nariz, que me sube el labio de arriba cuando estoy nervioso, ya saben, como cuando vamos a ver fútbol.
¿Por qué entré? A Luli siempre la encontraba a la salida del trabajo. El viernes me había dicho que quería salir el fin de semana, y me dio la dirección de la casa para pasarla a buscar. Todo bien, a mi me gusta mucho Luli, pero.
- Pasa un minuto, Migue, que ya estoy casi lista – me dijo cuando abrió la puerta.
¿Casi lista? Estaba buenísima, como siempre. No sé qué es lo que me gusta tanto de ella. Cuando la miro en detalle, no tiene lindos ojos, muy rasgados para mi gusto, el pelo rubio que no es rubio, pero el conjunto, la forma lenta y envolvente de caminar, un minón.
Yo entré y ahí nomás me atacó el olor a gato.
Ven que te presento a mi mamá. Encantada, siéntate Migue, estábamos a punto de tomar un cafecito, No, no, gracias, ya nos vamos, Pero ven, es un minuto, siéntate, ¡Armando, baja, que vino el amigo de Luli!
Por si esto fuera poco, un gato amarillo que me vio entrar y se dio cuenta de que odio a los gatos , se me vino a refregar en las piernas en círculos de alevosía, que no me dejaron concentrar. Mi aleta y mi labio subían y bajaban. Me los tapé con la mano.
- Ven, Bastet, no molestes a Migue – le dijo la madre, como para que yo le dijera no es molestia, señora, a mí me encantan los gatos, pero no dije nada.
Ya la madre traía una bandeja con queso y salamín, y vasos, que para mí tenían preparados, porque Luli ya estaba lista. En vez de ponerse la campera, agarró al gato en la falda y se me sentó al lado. El maldito bicho pasó a mis piernas, dio una vuelta para acomodarse bien y se quedó enroscado arriba de mi bragueta, midiéndome con desconfianza. Me traspasaba la vibración caliente de un ronquido continuado, como de satisfacción malévola. Se me erizaban los pelos de la nuca y le miraba el cuello con ganas de estrangularlo, pero ni le toqué la cabeza, me causa impresión tocar a los gatos vivos.
- Se ve que le gustas, no va con cualquiera – dijo el padre, como si hablara de la hija. – Escucha cómo ronronea, y tiene la cola quieta. Los animales son muy perceptivos, se dan cuenta de cómo es una persona. Te digo más...
Ahora venía lo de "le falta hablar" y "que son más inteligentes que los humanos", si conoceré gente así. Perceptivo las pelotas el animal. Perceptivo tendría que haber sido yo.
De ahí el viejo empezó a indagar de mi trabajo, de la facultad, ¿vieron cómo hacen? hasta que Perdón, ¿dónde está el baño?, pregunté, y Luli me sacó al gato y me indicó la puerta.
Olor a gato en el baño, como en el living, mezclado con perfume, peor. Claro, ahí en el rincón, las piedritas. Me lavé las manos, miré el temblor de la aleta de la nariz, la refregué un poco para tranquilizarla y salí. Desde la puerta del baño se veía, abierta, la habitación, una cama matrimonial llena de almohadones, donde dormían dos o tres gatos más, no quise mirar mucho, porque ya estaba en el pasillo. En la repisa, una estatuita de bronce con vestido egipcio, de una mujer con cabeza de gato. Abajo, unos papelitos doblados. Desde el sillón me vio Luli, que le estaba dando queso al animal directamente de su boca. Mi labio empezó a temblequear de nuevo.
- Esas estatuas son de la diosa Bastet, egipcia – me explicó. Nosotros le hacemos peticiones escritas. Es muy milagrosa. Por eso le pusimos el nombre a mi gata. Yo no podría vivir sin ella, ¿no es cierto, divina? – y le daba besos en las orejas.
Yo pensé en mis amigos, en la pastita azul de las ratas que usamos para exterminar a esos demonios del barrio, que cada quince días nos devastan las jaulas y los jaulones, se comen a los mejores pájaros, dejando un desparramo de plumas en el piso, y un instinto asesino en nosotros.
Me abroché la campera, y la miré a Luli, ¿Vamos?
- ¿No quieren quedarse a comer? – dijo la madre. – En un ratito viene mi hermano con la señora...
- No, gracias, otro día –dije, mientras Luli me miraba con esos ojos verdes, con ganas de que yo dijera que sí, y yo pensaba cómo iba a hacer para que esa fuera la última vez que la veía.
Ethel lili
Cuando la noche alcanza su quiebre, ¿ termino mi cuento?
Firma, fecha, guardar. Hace tiempo, he aprendido a imponer una distancia entre el recién parido y yo, antes de releerlo. Hay que dejar que la tinta se seque, que se funda con el papel, que sea más parte de él, que de quien la ha escupido sobre su blancura. Dejamos muchos sentimientos en los escritos, como para ser tan objetivos y anular parte si está de más. Apago la portátil satisfecho por la tarea cumplida; por fin algo que vale la pena, en este viernes maldito.
El reloj y la heladera dicen que una vez más, me tendré que conformar con poco. Fue un día duro, y el obsesivo acoso de Inés, ese que no sé por cuánto soportaré, desbordó mi tolerancia. Con qué derecho me reclama esa mujer. Qué autoridad cree tener para cuestionarme todo. Mi vida a su lado fue un infierno, un agónico despertar diario, que proponía ser cadáver, antes de mi muerte. Jamás volveré con ella, lo sabe, por esa razón me perturba. Es astuta, todo lo calcula. Su actuar provoca inseguridades en mi actual pareja, entendibles desde ya. Cómo puede Alicia intentar una vida a mi lado si, aunque Inés ya no es mi esposa, se perpetúa en mi existir.
Basta de pensar en ella, realmente fue un viernes para olvidar, y como mi estómago no reclama tanto, me acostaré sin llenarlo. Mil vueltas en la cama, cientos de imágenes. No sé si es por el frío o la bronca, pero no logro dormir. Enciendo la portátil. Abro mi correo, tan absurdo como siempre. Archivos copiados para muchos, inútiles pedazos de nada que me niego a ver. Ante este nuevo medio de comunicación, no puedo menos que añorar las cartas, blancos mensajes que ya nadie envía.
Desde el escritorio, el cuento parece llamarme, seductor; como una mujer febril en una noche de sombras. Un clic, y aparece ante mis ojos. Comienzo a leerlo "Entro en su cuarto...", mi razonamiento me impide seguir, para no romper las reglas de corrección que yo mismo he dictado por años. Sensaciones encontradas me invaden, murmullos internos sugieren diferentes mensajes. Algo dice que siga leyendo, mientras que otro susurro me alienta a salir del departamento y poner un verdadero fin a esta historia. Mi mente desordenada no da tregua. Todo comienza a girar...
Entro en su cuarto como un ladrón; me pregunto qué hago aquí, qué pretendo al irrumpir en este lugar que ya no me pertenece. Al oír su congoja fastidiosa, un sudor helado me recorre. Intento calmar mis latidos y me apoyo en la cómoda, donde unos cajones se cierran ante la presión de mi cuerpo y crujen como toda esa casa vieja.
Escucho pasos, y su rostro aparece tras esa puerta, que en su chillido la denuncia. Procuro decir algo, pero su boca se abr al beso y calla mis palabras. Toda ella se brinda a una escena de la que no quiero formar parte. La empujo, parece no darse cuenta de que no vine en busca de su entrega e intenta abrazarme hasta su voz "Volviste, Rubén, volviste". Comienzo un sincero discurso que la llena de ira, que la descubre. Sus ojos de pantera, esos que tantas veces clavó en mi alma, me buscan. Frenética, se abalanza sobre mí como la fiera que es. Ya no postergo lo que me trajo a este lugar...
Mis manos rodean su cuello, que oprimo lentamente, pero con fuerza. Un placer desconocido se apodera de mí, al sentir como la frágil estructura de su garganta se desmorona entre mis dedos. En instantes, toda ella se derrumba. Y desde el suelo, aún apretando mi nombre entre sus labios, Inés proclama su triunfo.
La oscuridad se apodera de la escena, y todo parece quedarse dormido en los pies del tiempo. Cuando la noche alcanza su quiebre, termino mi cuento.
Ada
VIENTO
El niño tenía prisa por saber , el juego le esperaba, pero una duda crecía en su cabeza impidiéndole pensar en otra cosa.
-¿Por qué existe el viento?, ¿Por qué?
El hombre adulto urdío varias respuestas pero se dio cuenta de que estaba obligado a decir la verdad, solo la verdad contentaría al niño.
- Lo cierto es que el viento existe porque la Tierra se acelera, empieza a correr más de lo debido y por eso el viento roza nuestra cara, nosotros nos movemos, no él , es igual que cuando tu corres como un loco y creas viento. Rompemos el aire que estaba allí quieto, sin molestar a nadie y lo llamamos viento.
-¿Por qué?, ¿Por qué vamos tan rápido?.
- Siéntate porque he de empezar por el principio y ahí moviéndote como una lagartija me pones nervioso.
Hace mucho tiempo, o mejor hace muchos tiempos, La Tierra se dividía en el país de la luz y el país de la sombra. Esto era así porque como El Sol estaba fijado con unas enormes vigas de acero al techo del firmamento siempre sus rayos chocaban con la misma parte del planeta. Éste a su vez flotaba atado con una gruesa liana de docemil nudos que a modo de cordel la unía con el suelo del firmamento ( evitando que se escapase flotando como un globo gaseoso hacía otros universos más elevados) y por tanto ofrecía constantemente la misma cara al poderoso astro.
Los hombres del país de la luz eran tiznados o negrazos y disfrutaban de abundante comida que crecía sin dificultad en las selvas y vergeles. Sólo las periódicas sequías interrumpían su vida regalada. Eso y el insomnio, pues era difícil protegerse de la luz, lo que les obligaba a alargar las fiestas hasta un amanecer que nunca llegaba y la diversión a base de bailes y frutos fermentados acababa a menudo en el desfallecimiento e incluso en el mismo fallecimiento.
Los hombres del país oscuro eran albinos o lechosos , tenían la vista aguda y la mano rápida para cazar a las pocas alimañas que se adentraban en las zonas umbrías. A veces intentaban llegar al país del sol donde sabían que el fruto maduro caía sobre la mano despreocupada, pero al cruzar la luminosa frontera quedaban irremediablemente ciegos y era apaleados por los hombres marrones que sin dificultad los mataban o esclavizaban aunque los hombres lechosos fueran mejores luchadores y cazadores debido a que siempre habían tenido que esforzarse mucho más para sobrevivir.
Cuando los hombres soleados sintiéndose muy superiores a los albinos, a quienes exterminaban con tanta facilidad en su territorio, decidían hacer expediciones de castigo al misterioso país de la noche , los lechosos les sacaban las entrañas antes de llegasen a verlos . Pues en las tinieblas sus pupilas se opacaban, quedaban extasiados con el color negro que precede a la muerte, con la oscuridad que marca el inicio del viaje hacía la otra vida, con el color del cuarto de espera hacía la nada . Y tanto les atraía esa oscuridad perfecta y misteriosa, inexpugnable a la luz, que no podían hacer nada por defenderse.
Así era la vida para desgracia de los hombres blancos que añoraban llegar a la zona de sol pudiendo proteger sus ojos antes de ser lanceados por los celosos moradores de la luz.
Uno de entre ellos , Atón, decidió que la única esperanza era traer el sol a sus dominios en vez de mudarse ellos. "Si Atón no va a el Sol, que el Sol venga a Atón", sentenció ceremoniosamente, y ese dicho quedó como lema en la cultura de los lechosos.
Atón conocía el gruta que llevaba al corazón del mundo, no era el único pero si fue el primero en afrontar el riesgo que conllevaba la empresa de recorrer toda la gruta, y también el primero en intuir que desde el corazón del mundo podría mover este a su antojo.
Llegaron a la plataforma central tras una penosa expedición en la que descubrieron que había oscuridades mucho más profundas que la que ya conocían, y allí, tras talar y transportar todos los árboles del país oscuro, construyeron una inmensa noria con treinta mil palas . Tardaron más de siete años en esta tarea, pero no lo sabían porque al no tener estaciones medían el tiempo en términos de aburrimiento, así cuando llegaron a una maxiunidad de aburrimiento absoluto la noria estaba construida. Después el notable Atón y sus seguidores se dedicaron a reclutar tanta gente como pudieron con ruegos, promesas y amenazas; todo valía. Lo que empezó en una asociación voluntaria acabó en una leva y al final consiguieron reunir doscientosmil remeros y estos empezaron a empujar hasta que un crujido les indicó que avanzaban. El primer movimiento fue el inició de la rotación eterna , la velocidad dependía del empeño de los remeros, pero una vez iniciado el tambaleo en la cuerda que llevaba diez mil años inerte, siempre quedaba una ligera oscilación. Tres días estuvieron empujando sin descanso para conseguir este primer movimiento, cientos de remeros murieron extenuados, la guardia de Atón, creada para estos menesteres, evitaba la huida de los inicialmente voluntarios en pro del advenimiento del Sol. Una vez logrado este desplazamiento, el esfuerzo siguió siendo brutal pero no inhumano, se pudo lograr un ritmo acompasado y la Tierra arrancó.
La frontera de la luz se movió, primero unos centímetros y luego un palmo en cada esfuerzo. La guardia de fronteras vio, incrédula , echarse la noche sobre ellos y abandonaron sus puestos olvidando armas y pertrechos. El pánico se extendió por el país de la luz que tardó en reaccionar , los jefes abandonaban sus poblados con los mejores caballos y los más diestros guerreros, pues seguían a la claridad para huir del evidente fin de mundo. Los hombres lechosos avanzaban lentamente guiados por su caudillo Atón, que había abandonado la gruta dejando al mando de sus guerreros a su hijo, Atón El Joven , sobrenombre este que perdería con el paso del tiempo.
Los más valerosos entre los hombres oscuros se organizaron entorno al joven Simao, que se había hecho cargo de su poblado al abandonarlo su jefe, y empezaron a tener en la frontera constantes escaramuzas en las que salían triunfantes los hombres lechosos, pues aunque las huestes de Simao aniquilaran a sus enemigos a la luz del día la frontera avanzaba contra ellos y en la oscuridad eran presa fácil de sus enemigos. Así pasaron años .
Idénticas montañas azules y nevadas surgían en la lejanía generación tras generación y las hordas blancas aceleraban, tañían los tambores y se elevaba el espíritu guerrero, pues la leyenda decía que en el circo interior de aquellas montañas existían los parajes más fértiles que había conocido el hombre. Allí era donde la naturaleza había hecho el ensayo general del paraíso, allí se escondían los últimos reyes soleados. Redoblaban el paso pensando en riquezas a saquear, en un pillaje pleno de lujuria y placer. Creían que llegaban al corazón del país de El Sol, pero sólo era una etapa más. Eran en verdad montañas conocidas, eran las negras montañas heladas de Pirón, donde se abría la angosta gruta que llevaba al centro del mundo. Les costo entender que aquello era el corazón de su propia nación. Entonces cayeron en la cuenta de que siempre conquistaban los mismos lugares y que sus hijos estaban condenados a culminar la misma estéril invasión.
Los hombres oscuros no intentaban dominar las tierras extrañas, pero su vanguardia se fue enardeciendo cuando se dieron cuenta de lo fácil que era acabar con las huestes rezagadas de los blancos. Huían tan rápido que alcanzaban la retaguardia del enemigo y eliminar a los soldados viejos y a las mujeres encinta era tan sencillo que apenas si tenían que aflojar el paso, de tal suerte que los más cobardes entre los negruzcos se fueron envalentonando y de la idea del fin del mundo se paso a la del mundo eternamente repetitivo y más bien agotador. Las vidas antes sedentarias se había trocado en un nomadismo sin descanso. Sólo de noche interrumpían su marcha y si se rezagaban por la celebración de alguna festividad , por pereza o por simple descuido, su mundo se les empezaba a escapar, pues en aquellos días los hombres del centro de la Tierra movían ésta tan rápido como era posible. Cual retraso en el despertar, cualquier parranda que se alargara, hacía que la tinieblas se les echaran encima, y nadie sobrevivía a la oscuridad.
Los largos lustros de reyertas y conquistas estériles fueron dando paso al mestizaje. Los lechosos cada vez soportaban mejor el sol , al principio usaban vidrios ahumados con los que proteger sus ojos para saltar la frontera , más tarde les bastaba con parasoles de cañamo que acabaron siendo el yelmo reglamentario de su uniforme de campaña. Los morenos empezaron a distinguir los contornos de la noche y las teas que en principio necesitaban para adentrarse en el país oscuro y que tan bien les delataban para regocijo de sus enemigos, se reservaron para indagar en las abundantes grutas del país de la sombra que tanto se asemejaban a sus propias cuevas. Sin embargo esta adaptación de los hombres a medios hostiles no se tradujo en nuevas y masivas invasiones, pues ya estaban hartos de vagar y luchar. Su ansia guerrera disminuyó y buscaron una vida más regalada. Llegaron a la conclusión que alternar la luz y la sombra, el descanso y la actividad, el misterio y la vida cotidiana, era lo más razonable. Además el continuo movimiento había llegado a desencajar el eje que ligaba la tierra a la gran cuerda dando lugar a caprichosas rotaciones oblicuas y ahora se gozaba de tiempos más cálidos y más fríos en las mismas tierras, con lo que permanecer en un lugar se hacía cada vez más apetecible y variado.
Las escaramuzas acababan en cansinas expediciones comerciales y el conocimiento de los otros fue mitigando el odio ancestral. Un día Atón El Nuevo, hijo de Atón El Que Fue Joven, decidió desposarse con la princesa Lena, hija de Simao y liberó a la mayor parte de los remeros del centro del mundo, que entonces ya eran en principalmente esclavos negros capturados en las guerras o proscritos de ambos mundos. La Tierra empezó a moverse a un ritmo pausado y los hombres dejaron de seguir al sol o a la noche y se sintieron seguros dejando que estos pasaran sobre sus cabezas. Así empezó una época de prosperidad y de mestizaje y surgieron hombres parduscos, amarillentos, rojos, albicelestes , cobrizos y mulatones.
Desde entonces cuando la música o el látigo anima a los proscritos - pues son los únicos remeros que quedan en el centro del mundo- estos aceleran demasiado el paso y el aire azota nuestra cara, y la brisa de crucero se convierte en viento de viaje. Creemos que es viento, cuándo sólo es aire contra el que chocamos desde la noria de la Tierra, pero nunca dura mucho, porque si no bajaran el ritmo, si el viento no amainase , sería síntoma de que La Tierra se acelera y llegaría el ocaso cuando tomamos el café tras el almuerzo.
El niño se levantó y se fue corriendo a la playa, podía haber abandonado antes al viejo con su historia, pero no lo hizo porque sabía que la contaría de todas maneras. Como el anciano era ciego de nacimiento podía incluso hacerse la ilusión de que alguien le escuchaba, aunque su fino oído o su despierto olfato le dijeran lo contrario.El niño prefirió quedarse con el viejo y lechoso Atón hasta el final y cuando volvió a jugar, el partido estaba acabando, pero de pronto La Tierra empezó a correr y el viento le trajo un balón al que nunca podría haber llegado, así que chutó con decisión tirándose a la arena. El balón voló con rapidez insospechada y el griterío le hizo saber que había entrado en la portería, que la victoria no era esquiva esta vez. El aire le saludó en el rostro antes de alejarse. Las banderas que indicaban una mar calma ondeaban al viento con tal fuerza que parecía que la Tierra quisiera irse a otra parte.
Lumbier
LA DECISIÓN
Angus era un pastor alemán y vivía en una chabola. Sus dueños, un camionero bebedor y una ex cabaretera, malvivían con él. Pepe, de aspecto desaliñado y nariz permanentemente amoratada, era feliz empinando el codo cuando la ocasión lo requería y, cuando no, también. Trabajaba más bien poco y, cuando lo hacía, era por encargo de algún amiguete con fines logísticos no muy claros. Angus prefería no saber qué contenían las cajas que amontonaba en el camión, pues su instinto perruno sospechaba que no era nada bueno. Y con bueno quería decir legal. La mujer, Estrella, una rubia platino de carnes sueltas que en tiempos mejores habían estado en su sitio con mucho brío, gritaba a su marido desde que se levantaba hasta que se acostaba. Incluso en sueños le había llegado a propinar algún guantazo. Cuando estaba de buen humor, entonaba aquellas canciones picantes que de joven tantas alegrías le dieron. "¡Todos me admiraban, Pepe, no como tú, que no sabes la joya que tienes en casa!", comentaba de vez en cuando, siempre gritando. El matrimonio no se soportaba, pero se basaba, sin embargo, en una especie de rutina infernal que les mantenía vivos.
Ninguno de los dos hacía mucho caso a Angus, su perro. Cuando se acordaban, le dejaban algo de la comida que les sobraba, que era más bien poca. Angus podía contar con las extremidades de sus pezuñas las veces que Estrella o Pepe le habían acariciado. Y no hablemos de jugar... Cuando era cachorro, los primeros días de convivencia no paraban de lanzarle piedras o palos de madera para que fuera a recogerlos. "¡Mira!", decía Estrella, "Nunca tendremos mayordomo, pero este chucho da el pego". Pero estos tiempos de divertimento pasaron y nunca volvieron.
Pese a todo, Angus estaba contentísimo porque una nueva misión de alta importancia le había sido encomendada: su profesión actual iba a ser la de perro guardián. Pepe se las había ingeniado para pintar las letras "PROHIBIDO EL PASO" en un pequeño cubículo de madera situado cerca de su chabola. Pensó que las letras en rojo bien grandes y Angus al lado eran una amenaza bastante evidente para los que intentaran robar sus pocas pertenencias. "Te voy a pintar un letrero parecido en la puerta de casa, Pepe. Prohibido el vaso es lo que tendría que estar para ti. ¡Borrachuzo!", se descargaba Estrella arremetiendo contra su marido para descargar la amargura que llevaba consigo.
Angus nunca había tenido una profesión y estaba harto de vagar por los alrededores buscando comida o perras en celo. A veces, se aburría tanto que se quedaba tumbado en el suelo viendo los pies de la gente caminar de un lado para otro. Un albañil que venía de trabajar con las botas llenas de restos de cemento seco, las chanclas de una chica joven deshilachadas y bastante sucias, los pies descalzos de un niño de pocos años acompañado de las zapatillas de estar por casa de su madre... Tal era el panorama de su barrio, pero ahora tenía un nuevo estatus. Angus se imaginaba cómo sería su trabajo. Vigilaría constantemente los alrededores de la casa de quienes habían depositado su confianza en él. No pasaría una. Sabía que tenía un ladrido bastante ronco, lo que espantaría a las alimañas que se atrevieran a llegar hasta su territorio.
Cuando llegó su primer día de trabajo, se quedó helado. Agachó la cabeza y gimió como un cachorro cuando vio la cadena que su propietario había preparado para él. No iba a ser un agente de la ley con autoridad y decoro como él imaginaba en sus sueños, sino un esclavo. La cadena de tres metros de longitud partía de la misma casucha donde Pepe había escrito "PROHIBIDO EL PASO" y finalizaba en su collar. Con el llanto del pobre Angus como fondo, Pepe lo encadenó y masculló "¡Ea! Ya te hemos colocado". Angus, cabizbajo, sacudió sus pulgas con la pata derecha y se posó en una caja de madera como una estatua viviente. Su corta vida había estado siempre marcada por la pobreza y unas condiciones durísimas, pero este último desengaño había podido con él. Tenía los ánimos bajísimos y durante los primeros días de "actividad laboral" no hizo más que gimotear y aullar por la noche para espantar sus miedos.
Pasaban las semanas y su tristeza iba en aumento. Cada día era un suplicio no poder andar más que unos pocos metros para estirar las patas, hacer sus necesidades, olisquear nuevos animales en el barrio... No podía soportarlo más. Pensó qué podía hacer y, él solito, llegó a una conclusión: necesitaba escapar. Era una opción que le daba mucho miedo, puesto que, aunque no le trataban bien ni comía apenas, tenía un lugar fijo donde estar, donde vivir. Jamás se había planteado marchar a otro lugar. Siempre había preferido la seguridad de recibir palos de sus dueños que la incertidumbre de un nuevo barrio, con gente desconocida y dueños nuevos. Pero esto era antes de ser un perro esclavo. Su dignidad había llegado a un límite y se dispuso a maquinar su fuga para conseguir una vida mejor.
Esperó a que Pepe saliera de la chabola, oliendo como siempre a vino barato, con uno de sus amigotes camino del bar donde ver el fútbol. Paciente, espantó miles de moscas hasta que Estrella también salió de la casucha con sus piernas llenas de varices sobre unos tacones plateados. Se iba a casa de su hermana, donde jugaban timbas de tute hasta que empezaba la teleserie. Fue entonces cuando Angus comprobó la sensación que se tiene al incumplir las normas, al desobedecer, al vivir la propia vida sin inhibiciones ni ataduras. Todas estas sensaciones nuevas le dieron fuerzas y tiró de la cadena que le ataba. No estaba simplemente escapando de esa atadura, sino que escapaba de Pepe y sus golpes, de Estrella y sus gritos, de la tarea que le habían encomendado y le denigraba hasta el punto de ser el hazmerreír de los vecinos. Al recordar la carcajada que soltó uno de los sobrinos de sus dueños al verle, comprendió que era un perro payaso, un pasmarote atado a la desgracia. Tras varios intentos tiró por última vez con tanta rabia que logró soltar los eslabones y salir corriendo, cadena a rastras, por la callejuela como una centella. No sabía adónde iba a ir, pero no le importaba nada más que correr libre lejos de aquel lugar triste y cruel.
Estrella fue la primera que regresó a casa aquella noche. No se percató de la ausencia de Angus y entró directamente en la casa para preparar algo de cena. Venía contenta, pues había ganado a la vecina quince euros a las cartas. Estrella esa noche se consideraba una afortunada, pero no era la única.
Pepe tardó más de hora y media en reunirse con su mujer. Giró la cabeza mientras abría la puerta de la casa y notó algo extraño. Entrecerró los ojos para ver mejor en la oscuridad y no consiguió divisar a Angus. La expresión de su rostro fue cambiando de sorpresa a fastidio en cuanto se dio cuenta de lo ocurrido: alguien había soltado a su perro. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que el animal hubiera decidido irse. No consideraba que el animal tuviera la picardía ni las ansias de libertad necesarias. Furioso, dio una patada al aire hasta estrellar el pie contra la gravilla del suelo, cuando un sonido metálico llamó su atención. Era diminuta sortija de oro. La guardó rápidamente en el bolsillo y entró en casa olvidando a Angus y sintiéndose afortunado. Lo que no sabía es que alguien más lo era esa noche.
Angus descansaba por fin en las inmediaciones de un parque. Miraba a la gente con ojos cansados, pero estaba feliz. Había recorrido calles y calles huyendo de la mala reacción de sus dueños. En varias ocasiones, cuando ya se había alejado bastante de su barrio, le asaltaban la duda y el miedo a ser encontrado por ellos y llevarse paliza atroz. Pero ahora ya estaba muy lejos del infierno de su pasado. No tenía casa, no tenía amigos ni comida. Pero eso era lo que menos le preocupaba en ese momento. Tendría tiempo para conseguir todo eso, porque ya tenía lo más preciado: su libertad.
Se tumbó boca arriba y, moviendo sus largas patas como queriendo alcanzarlas, miró las estrellas y sonrió. Si es que un perro es capaz de sonreír.
Ororo
LA VISITA
El libro póstumo de Alan Doherty ya está en las librerías. Es una supuesta biografía y sin embargo en su interior no se encuentra Papá. La vida es así. Ni siquiera una mención al hombre que le cobijó, al español que le apartó casi literalmente de las balas. Que le evitó la muerte. El que impidió que su sangre irlandesa se derramara, que se ahogara en la arena que baña la costa en la que navegó Papá.
Ni una palabra sobre la persona que –sin, saberlo, pobrecito— le entregó un mal día a su hija, a la más joven. Yo, Caterina, la más fea de una familia de bellezas. La más inteligente de una extraña tribu de mentes predilectas. La rubia feúcha que siempre acababa mareándose sobre la verdadera joya de la familia, el barco de Papá. La Poison Ivy. Treinta metros de eslora que han traído a mi padre mucha más felicidad que nosotros, que la tribu, e infinitamente más agradecimiento que su larga lista de intelectuales exiliados y recogidos por su infinita bonhomía.
El tiempo ha demostrado que Papá dedicó demasiado tiempo a recogerles, a darles un techo y comida, a hacerles sentir que nuestra isla era su isla, que Villa Drac era su casa. El final del ciclo siempre era el mismo: en cuanto se encontraran fuertes, tan pronto el miedo les abandonara y reanudaran sus actividades, ponerlos a navegar. Alguien que no navegaba no podía ser amigo de mi padre.
Tampoco explica en la lengüeta interior del libro de Doherty que en su vida haya perseguido hasta la cama a las hijas adolescentes de sus amigos, o que no acudiera a su pueblo natal cuando su madre moría.
Nadie comprende mejor a un exiliado que otro exiliado. Mi padre había tenido, en lo que él llamaba sus años mozos, en la capital, demasiado dinero y un apellido excesivamente empingorotado para poder alcanzar la cima. Puede parecer una contradicción, pero pregúntenle ustedes a los tiempos, quéjense a los años que a mi padre le tocó vivir el Madrid nocturno, y frecuentar los lugares en los que los establecidos, los elegidos, los que sí publican o exponen, instalan su corte, que, como debe ser, posee su bufón, sus nobles y sus campesinos que sufren. Mi padre era, en aquel Madrid, una jerarquía que solamente se conoce en la Edad Media de la poesía.
La del noble que sufre. Añadan a ello el orgullo más bello que puede lucir un hombre, el del deportista. Piensen en una persona de una complexión en la que inspirarse, de un cuerpo habituado a pulverizar a cualquier rival. Hecho a medirse semanalmente, casi a diario, con competidores que no presentan capacidad alguna. Piensen en un marino alejado del mar. Llegarán al lugar en que recaló mi padre: en cinco años se encontraba de nuevo en Mallorca, con un título de licenciado que jamás llegaría a utilizar, una mujer tan espléndida como desconocida para la crème de Mallorca y un ojo puesto en la compra de la Poison Ivy. Completemos la historia: hablemos de un conflicto en Europa, hablemos de un hombre que reconoce y admira a aquellos artistas que entran en nuestra isla, que les ofrece todo porque, tan secreta como dulcemente, sabe que han saboreado una miel que a él le ha sido negada, a él, al nadador, al marinero. Se la negaron unos y otros durante toda una vida. Los que bebieron su vino. Los que sepultaron sus textos para alabar cualquier mediocridad. Pocas personas saben que nunca dejó de escribir. Que en su despacho había una lluvia de textos cuando dejó de respirar. Le negaron el éxito a él, a la persona que podía navegar sobre cualquier cosa que flote.
A la edad en que Alan Doherty, entró en nuestra casa, yo solamente había conseguido acabar un libro de pensamiento que hoy ni siquiera considero un verdadero tratado de filosofía: la Galaxia Gutenberg, pero ya había decidido que quería ser filósofa. Por supuesto había arrojado en la página doce al propio Doherty, cuyos libros había traído Papá al comedor una semana antes, como si presentara con ello el futuro huésped. Solamente yo, Caterina, la rubia feúcha, la hija que no había heredado el germen de la navegación, se intentó asomar a la obra del escritor irlandés. No pude leerlo, ya lo he dicho. Sin embargo una fotografía en la solapa –otra vez el engaño en la cubierta del libro— sirvió para que me odiara durante mucho tiempo, para que odiara a mi padre por hacerle entrar en casa.
La noche que llegó, nuestro huésped se marchó directamente a su habitación porque estaba agotado. Alan Doherty no cenó con nosotros la primera noche porque se encontraba exhausto por el viaje. Sonrió a todos los que nos sentábamos en la mesa, y Papá le acompañó al único cuarto que no daba al mar.
Dejó entre nosotros, entre las frutas y los cubiertos y la cena de bienvenida, un fuerte olor a persona desaseada. Encontrarse muy cansado tras un viaje es normal; desde luego no en un hombre de la vitalidad de mi padre, claro, pero sí en un escritor sedentario que jamás acelera su pulso. Sin embargo, desde el jardín trasero, desde el almacén de los juguetes de mi padre –velas, chalupas, botavaras, mástiles, piraguas—, Papá advirtió, como yo lo hice, que en la habitación de invitados la luz permaneció encendida hasta bien entrada la noche. Vimos como su sucia figura se dibujaba una y otra vez en la leve cortina.
Doherty declinó el cuarto día la invitación de mi padre a surcar con la Poison Ivy la herradura que nos albergaba. Odiaba los barcos, decía. Los veía salir, los veía llegar, veía a Papá siendo el patrón de todos ellos. La segunda semana de Doherty en nuestra casa, yo quedaba en Villa Drac con el ilustre invitado.
Gracias a ti, Papá, a tus amigos, a Pommera, a todos nuestros huéspedes, he sabido desde muy pronto qué es lo que había que hacer para llegar a lo más alto. Para no fracasar como tú lo hiciste. Sin embargo a navegar nunca he aprendido. Tú sigues siendo el único patrón de la Poison Ivy. Gracias a nuestros acogidos, sin que tú nunca lo hayas sabido, gracias a que tú partías y yo quedaba en casa con Doherty, con el hombre que aparece en la lengüeta de este libro que no tiene un párrafo para ti, también he conocido cómo es un gran hombre en la cama, un gran pensador, una persona acostumbrada a que se le reconozca por donde va. Ya sé cómo es un genio. Un auténtico cerdo.
Rafael Navarta
EL MENDRUGO DE PAN
Aquel día, su falta de sentido de la orientación le iba a jugar una mala pasada. En la huída precipitada ante el avance enemigo, cometió la imprudencia de separarse demasiado del pelotón y se perdió.
Había anochecido. No se veía ninguna luz alrededor. El pánico le tenía encogido, paralizado. Hacía viento y el crujir reiterado de los arbustos hizo que le latiera el corazón con fuerza. Aunque no había probado bocado, un imprevisto retortijón en el vientre le obligó a bajarse los pantalones de su raído uniforme y agacharse. En aquella postura, se sintió aún más indefenso. Asustado, se incorporó deprisa y se agarró con fuerza al fusil. Ni en limpiarse tan siquiera pensó.
Con la máxima cautela trató de avanzar un trecho más, pero se dio de bruces contra un árbol. Estaba tan agotado que desistió de seguir. Se sentó en el suelo y lloró; más tarde se estiró y, aún no queriéndolo, se quedó profundamente dormido.
Estaba amaneciendo cuando un puntapié asentado en las costillas le despertó sobresaltado e hizo que se incorporase inmediatamente.
Dos soldados, sin decir palabra, le apuntaban con sus fusiles.
-Dame el arma -ordenó al fin uno de ellos- y vente.
Todo ocurrió tan deprisa, de forma tan inesperada, que el muchacho, en su marcha obligada hacia la posición enemiga, casi olvidó que era un prisionero y se sintió, entre ellos, como uno más. Pero, cuando no mucho después llegó al campamento, le sobrecogió observar las miradas, entre burlonas y desafiantes, de los miembros de la tropa.
Un fuerte empellón en la espalda le precipitó al interior del barracón y le hizo caer de bruces sobre el suelo. No haría mucho que se desocupó el lugar porque, en un rincón, se podía apreciar un mendrugo de pan todavía en buen estado. El muchacho se lanzó sobre él.
Apoyado en la pared, con el cuerpo encogido, se preguntó, muy asustado, qué habrá sido de la persona que no pudo llegar a consumir aquel mendrugo y, una gota de sudor frío, le bajó por la frente.
La puerta del barracón se abrió y, junto con la luz del exterior, entró un soldado que dejó en el suelo una caja y le ordenó que metiera en ella su documentación y las demás pertenencias que llevara.
El capitán, tras marcar en el mapa la ruta a seguir al día siguiente, ojeó por encima la documentación del prisionero, se la pasó al teniente y, en tono severo, le dijo:
-Mañana nos vamos. No quiero lastres. Ocúpate del prisionero.
Antes de dar cumplimiento a la orden que, con tan pocos remilgos le sugirió el capitán, el teniente se sentó, como otras veces, a repasar la documentación del soldado. Le sorprendió leer que su primer apellido coincidía con el suyo. Pero aún se sorprendió más cuando, poco después, advirtió que la documentación del prisionero se correspondía con la persona de su sobrino. "¿Será posible?- pensó. Lo que me faltaba. ¡Madre mía! ¿Qué hago yo, ahora?".
Se levantó de la silla y se puso a caminar precipitadamente de una punta a la otra de la pequeña estancia. "Si intercedo por mi sobrino- pensó- pongo en peligro mi carrera. ¡Esta familia me lleva por el camino de la amargura! No sé qué hacer. Es verdad que su padre ya me devolvió el dinero que le presté, pero... no es esto. ¿Qué dirá mi mujer? Con lo que le costó decidirse a invitarles a comer por Navidad y... ¡vaya chasco nos llevamos! Con una excusa tonta, esos muertos de hambre, rechazaron nuestra invitación. Un desprecio así ella no lo ha olvidado, ni podrá olvidarlo nunca. La conozco. Y si ahora, además, expongo nuestra seguridad y nuestra prosperidad por él ¿qué pasará? Pues que se pondrá conmigo hecha una fiera. No sé, no sé. Debo pensarlo con calma. Pero... no hay tiempo".
Era ya oscuro fuera cuando el teniente salió a dar las órdenes oportunas.
Al día siguiente, muy temprano, levantaron el campamento y, sin lastre alguno, marcharon hacia territorio enemigo.
La guerra terminó al fin y, como suele ocurrir, los beneficios de la paz impuesta cayeron sólo sobre el bando vencedor. El teniente mejoró ostensiblemente de rango y su mujer estuvo siempre muy orgullosa de él.
Los padres del muchacho asesinado no recibieron nunca noticias de su hijo. El teniente, que mantuvo cierta relación con ellos, aunque escasa, tuvo la precaución de destruir a tiempo toda su documentación.
Con la paz, una oleada de fervor religioso irrumpió en el país. Quizás por este motivo - y también debido a un molesto cosquilleo que le perturbaba en alguna parte indefinida de su persona- el teniente, un día, decidió confesarse.
-Estos escrúpulos tuyos- le expuso cariñosamente el sacerdote- prueban tu buen corazón. No sufras más, hijo. Hiciste lo que tenías que hacer. Lo que te exigían tu Patria y tu Dios.
Lentisco
UN CHICO ESPECIAL
Mario era un chico especial. Por lo menos, eso era lo que decía su madre... Tenía casi 30 años, pero todavía era un niño, un niño muy especial.
Con sus gafas sujetas por una cuerda alrededor de su cabeza, tenía un cierto aire intelectual. Cuando se miraba al espejo, le gustaba verse con ese aspecto, con su pelo un tanto escaso sobre su cabeza, sus gafas redondas con su montura dorada... Mario era un poco coqueto y pasaba largos ratos en el baño, peinándose, arreglando el cuello de la camisa... hasta que su mamá le llamaba desde el otro lado de la puerta.
-Mario, date prisa, que vamos a llegar tarde.
Su mamá era la persona a la que más quería en el mundo. También estaba su hermana, Silvia, pero ella era la segunda. Además, algunas veces le hacía bromas que no le gustaban, le escondía sus juguetes...
Pero su mamá era muy buena. Siempre estaba cerca de él, nunca se enfadaba, le ayudaba a atarse los cordones (cuando a él no le salía...), le compraba sus cromos de coches, le llevaba al colegio y le esperaba cuando salía. Era la mejor mamá del mundo...
Mario también tenía muchos amigos. Cuando subía al autobús que le llevaba al colegio, siempre saludaba a Juan, el conductor, a María, la "conductora" (aunque siempre se sentaba al lado de Juan y nunca le había visto conducir...), y luego a todos sus amigos, Iván, Rubén, Sandra, Lucía... que, como él, iban al colegio.
El colegio tenía un nombre un poco largo: "Centro Especial para Niños con Síndrome de Down". Mario no sabía lo que significaba eso, pero sabía que era un centro especial porque él era un niño especial. Por eso, porque era un niño especial, había tenido que ir tantas veces a los médicos, a que le miraran su corazón, que a veces le dolía un poquito. "Es que lo tienes muy grande", le decía su madre, pero él no la creía, porque luego siempre le miraba con una sonrisa... Mi mamá siempre me sonreía...
Mario siempre estaba contento. Todos los niños del colegio eran sus amigos, y también tenía amigos no especiales, con los que jugaba algunas tardes en el parque cercano a su casa. Jugaba en los columpios, les enseñaba sus cromos, jugaba al escondite (en eso él era muy bueno, siempre sabía dónde esconderse mejor...), y luego, muchas veces, terminaban comiendo chucherías que había comprado su mamá.
Algunas noches, cuando se acostaba, sonreía y pensaba que tenía mucha suerte en ser un niño especial. No lo cambiaría por nada en el mundo...
Dorian Gray
LAS LÁGRIMAS HERVIDAS
Otra vez terminó el regaño de la madre, sudorosa, con la piel caliente por esa malvada ola de cuarenta grados que castigaba hasta las plantas, robándoles su color y ese brillo ecuatorial que hacía rebotar la luz a saltitos.
El niño resistía que su madre estuviera desdichada después de haber enviudado, pero no le perdonaba el hecho de que no creyera en él, que lo mirara con esos ojos encharcados como se mira de frente a la locura, que lo callara poniéndole la palma de la mano en la boca como si estuviera sacudiendo con su lengua un nido de malas palabras.
Si él le decía que había hablado con su padre era verdad, si lo había visto decenas de veces no era invención suya. Bastaba con entornar la mirada en una noche y esperar a que el viento llegara con su padre, que ahora proyectaba una tímida sombra gris y un cuerpo gaseoso más alto y alargado que cuando murió por culpa de una estúpida picadura.
El primer miércoles de agosto lo tuvo cerca, tan cerca que pudo oler su pelo y una brizna de su inconfundible aliento, a manzanilla y galleta de anís. Era su padre, sólo que ahora hablaba con un chorrito de voz, tranquilo como un susurro, relajado como un pez.
Padre e hijo rieron en el portal de la casa, hablaron del croar de las ranas, contaron estrellas fugaces y durmieron entre los ecos silbantes del calor; pero el padre no sudaba, mientras que el hijo dejaba bajo su trasero un charco húmedo sobre el asfalto.
Un día amaneció el niño en medio de la calle, tenía las manos entrelazadas y una peste a manzanilla que a su madre hizo estremecer. Lo duchó tres veces, le repasó la piel con un estropajo bañado en alcanfor, y al final, descontenta con el resultado, le pidió que se fuera a correr hasta el pueblo, con el fin de hacerlo sudar. Su madre entró a la casa con una extraña sonrisa. No creía en piratas, mucho menos en fantasmas, pero su hijo no podía engañar ni a una vaca, y tener que dudar de su única compañía la estaba enloqueciendo más con cada hora que pasaba. El muchacho llegó sudando a manzanilla y con el pelo bañado en agua de anís. La viuda esa tarde entornó los ojos como su hijo le explicó. Vio nubes inquietas sobre sus ojos. Vio siluetas quietas. Vio la luz que iluminaba el patio, y se quedó dormida pensando que desvariaba.
En la noche, que se vino azul y seca, una corriente sacudió por la mujer, su mano sintió el peso de un dedo, su brazo reconoció el tacto del mismo brazo que cada noche la palpaba con suavidad. No olía a anís, pero era él. Lo tocó serenamente, sin llorar, y lo besó como se besa lo imposible, ahogada en felicidad porque su hijo no la había engañado.
Margot
NATURALEZA MUERTA
La ciudad, a esa hora es un enjambre de hombres y mujeres que van a sus trabajos. Solamente él camina por las calles sin ver más allá de sus pensamientos, de la misión que, indefectiblemente deberá cumplir antes de que acabe el día. Los ojos de Asaka Hayamoto están fijos en ese maletín, donde hay información de alta confiabilidad.
Pensar que el planeta está en sus manos le causa frío, aunque sea primavera.
Melchor Washington Echagüe está listo para mostrar su obra al mundillo artístico de Montevideo. Es su primera exposición, la expectativa es tan grande, que se puede escuchar el latido de sus arterias. El cuadro más importante es una naturaleza muerta distinta.
El público recorre la exposición, y queda frente a esa obra, tan diferente a las acostumbradas. Es una mezcla de flores y frutas contenidas en un casco de soldado. Tanto las flores como los frutos presentan partes metálicas que se esfuman con los pétalos o la cubierta de las hortalizas. Es un cuadro raro pero hermoso.
La crítica será benévola con al pintor.
Mientras la mañana se establece en Tokio, Asaka, sabe que debe llegar a tiempo. Hay demasiada ansiedad en su pecho, aunque su rostro no lo demuestre.
Su descubrimiento puede ser el fin de la Tierra, si es captado por manos enemigas.
Hace varios meses que trabaja en esta investigación. Solo ha confiado en su viejo profesor de la Universidad, Oyakai Yamykioto, físico de gran sabiduría y serenidad. Él sabrá calmar la ansiedad del nipón. En el maletín lleva una pequeña caja que contiene su descubrimiento. Apenas más grande que una caja de música, y sin embargo su poder destructor es desbastador. El planeta está en peligro.
Cuando comenzó a desarrollar las fórmulas, lo hizo pensando en el avance de la ciencia. La cura de enfermedades neurológicas o genéticas. Un hito esperado por la humanidad desde hace más de medio siglo. Recomponer el tejido nervioso, cuadripléjicos que vuelven a caminar, ciegos que podrán leer, sordos que oigan sin audífonos.
Tantas cosas. Pero en manos inescrupulosas, es un arma tremendamente poderosa, capaz de dejar en pie ciudades enteras, pero sin humanos.
Las calles se empiezan a congestionar, tránsito, motociclistas, bicicletas. Asaka camina rápido, aun faltan unas quince cuadras. Por momentos mira hacia los costados, se da vuelta disimuladamente. Nadie lo sigue. Apura el paso.
El vino de honor se sirve a las dos horas de empezada la muestra.
El periodismo está fascinado con la obra principal, y también con los canapés que acompañan la bebida. Es una realidad.
Hay preguntas y reportajes al pintor. Melchor responde con cordialidad, acepta los flashes y las cámaras. Es su noche.
El canal de mayor rating le pregunta por su Naturaleza Muerta y el responde que así puede ser el futuro del hombre, si no se toman recaudos.
—Nosotros somos los únicos responsables de todo lo que ocurre. No nos lamentemos tanto, si no somos capaces de parar en esta carrera tecnológica que, sin dudas, nos llevará a la destrucción como raza humana.
Aplausos, y siguen los brindis.
Asaka está llegando a la casa del maestro. Sigue inquieto. Ya está en la puerta.
Lo recibe una empleada. Se saca los zapatos entes de entrar al cuarto del profesor.
Con una reverencia se saludan, un abrazo occidental en franca demostración de afecto.
Delicadamente saca la pequeña caja del maletín y la deposita sobre la mesa de trabajo del físico. Luego despliega las carpetas donde está toda la información.
El maestro escruta todo con su ceño fruncido, ensimismado en el proyecto. Asaka muestra signos de preocupación.
Al cabo de más de dos horas en las que casi no hablan, sólo revisan y leen manuscritos y constatan con libros, el profesor dice lacónicamente:
—Es un buen intento sin duda, pero es seguro que cuando se conozca, será mal utilizado. No debes dejar huellas de todo esto en ningún medio. Ni escrito, impreso o simplemente digital. Debes borrar todo lo que has descubierto. Es mi consejo.
Asaka sabe que en su computadora, bajo cifrado, está todo. Ahora tiembla. Sabe que es un arma muy poderosa, que si bien su intención fue buena, es el responsable de lo que pueda ocurrir.
Saluda nuevamente, y se va a su casa. Hay huellas que borrar, hay datos que destruir. Queda mucho por hacer, a pesar de tanto como ha trabajado los últimos meses.
En Montevideo, en la Galería de Arte Matisse, ya ronda la medianoche. Sigue el júbilo. Melchor Washington Echagüe está exultante. No pensó tanta repercusión. Mañana los diarios de Uruguay y del mundo hablarán de su muestra, de su paleta, de su obra.
Melchor se siente un consagrado.
Mediodía en Tokio. Asaka baja al subterráneo, intenta tomar el coche que está por salir. Al subir siente un tirón en su mano derecha, la que lleva el maletín. Cuando reacciona, está dentro del habitáculo y el tren se pone en marcha.
Sabe lo que vendrá.
No hay ruinas, solo ciudades vacías.
El cuadro de Melchor Washington Echagüe está en la misma pared de la galería, ahora totalmente desierta.
En las afueras de Tokio, Asaka muere como un kamikaze, noblemente.
Fidias
LA ESPERA
Se me cortaba la respiración del esfuerzo, pero no me importaba y seguía corriendo. Me chocaba con la gente en el pasillo pero no daba disculpas ningunas porque necesitaba llegar cuanto antes junto a ti. Llegué a recepción e intenté preguntarle a la muchacha que tenía delante dónde estabas, pero no: las palabras se me atascaron en la garganta y la chica tuvo que salir de detrás del mostrador para poder entenderme y tranquilizarme. Me senté a esperar fuera y empezó a consumirme la impaciencia hace 20 minutos. Ahora no puedo quedarme sentada, necesito saber que ocurre allí dentro, si estás bien, si me necesitas a tu lado, si... No, no puedo aceptar que te mueras, no puedo, ¿qué voy a hacer sin ti? ¿Cómo voy a saber seguir adelante sin tu ayuda, sin tus consejos, sin esa sonrisa que me pones cuando me quieres regañar y no lo consigues, sin que me llames solo para preguntarme si he comido bien?
Intento calmarme y me vuelvo a sentar, cerrando los ojos, pero entonces se me agolpan los recuerdos y escucho otra vez el teléfono y vuelvo a oír la voz que me dice "tu madre acaba de tener un accidente. Está en el hospital". Y entonces vuelvo a llorar y me desespero en esa silla que me parece el propio infierno.
Abro los ojos y delante mía pasa una mujer joven, de mediana edad, con una niña de la mano, llorando, rogándole a su madre que no la lleve a la consulta. Y empiezo a recordar el día en que me desmayé de repente y lo siguiente que recuerdo es estar en una habitación blanca con tu rostro al lado hinchado de tanto llorar, con unos surcos negros bajo ellos que reflejaban los momentos de angustia que habías pasado sin saber que me ocurría. Y a pesar de su aspecto en ese momento ese rostro me reconfortó y me dio la seguridad de que estaba a salvo. Miré después a todos lados por si lo veía a él, pero él nunca estaba, no se molestó en ir.
Sale una enfermera de la habitación donde te tienen, corriendo y el ruido de su prisa me trae de vuelta a la realidad. Me había sumergido en un recuerdo sin ni siquiera darme cuenta, pero ahora estoy aquí y todavía no sé nada de tu estado. Miro el reloj y han pasado 45 minutos desde que llegué.
No sé qué hacer, no puedo quedarme quieta. Me llevo la mano al bolsillo y busco mi móvil porque necesito hablar con alguien y buscando en el listín telefónico veo su nombre, el de él, el que nunca estaba y me quedo allí plantada mientras una rabia ciega me va recorriendo por dentro y sin poder refrenar el impulso estampo el móvil contra el suelo y me siento contra la pared llorando.
Escucho voces en el pasillo y me esfuerzo por entender que pasa. Creo que es mi madre, pero no consigo saber por qué grita. Entonces le escucho a él, mi padre diciéndole que se callara, tirando todas las cosas que encontraba en su camino y escucho golpes que sospecho son contra mi madre. Corriendo me acerco al pomo e intento abrir la maldita puerta, pero no llego muy bien al pomo y de la misma rabia me pongo a darle batalla a la puerta con mis patadas y puñetazos. Pero nadie me está escuchando y nadie vendrá a ayudar a mamá asique lo único que puedo hacer con mucha impotencia es sentarme en el suelo contra la pared, sollozando todo lo fuerte que puedo para no escuchar lo que pasa fuera.
Me sobresalto cuando un hombre me toca el hombro. Me había vuelto a quedar atrapada en un recuerdo. El hombre me pregunta si estoy bien entregándome el móvil o lo que queda de él y yo, algo aturdida le digo que sí y me fijo en su uniforme, que me muestra que es celador. Cuando se aleja me vuelvo a sentar en la silla a la que recordaré el resto de mi vida con un profundo odio. Miro otra vez el reloj y cuento 60 minutos de desesperada espera. No comprendo por qué nadie ha salido a explicarme que ocurre e intento recomponer el móvil que he estallado contra el suelo, pero el esfuerzo es en vano porque estoy muy nerviosa y mis dedos no son capaces de dejar de temblar. Siento deseos de lanzarlo otra vez lejos, pero me obligo a serenarme y a recomponerlo. Lo consigo y al intentar encenderlo parece que funciona aunque la verdad, no me importa si se rompe o no; no en este momento. Escucho mi nombre y veo a mi hermana con el rostro rojo de tanto correr. Se acerca y empieza a hacerme mil preguntas, una detrás de otra y yo sin poder hablar solo contesto "no sé, no sé" escuchando como se me quiebra la voz mientras escondo la cara en su hombro abrazándome a ella con desesperación. Y nos quedamos así, llorando, sin poder hablar. Cuando consigo algo de aire le explico lo que sé. Después de un rato de silencio me dice que va a por un café, que si quiero algo. Le digo que no y se va. Cierro los ojos y apoyo la cabeza contra la pared.
Me estás sacando de quicio. Voy a perder el autobús y tú sigues explicándome como tengo que cocinar tal y cual cosa y no paras de repetirme que tenga cuidado con los desconocidos, que no salga sola y ya no aguanto más tu preocupación y te corto diciéndote que si mamá, que me cuidaré muy bien sola, que gracias pero pierdo el autobús. Me miras casi llorando y me abrazas. No consigues comprender que tu niña ya es mayor y se va a estudiar fuera. E intentado hacerte entender que voy a estar aquí, cerca, pero te da igual, no quieres que me vaya. Y luego en el autobús sonrió recordando la escena y me doy cuenta de que es normal que te preocupes tanto y más habiéndonos criado tú sola, porque él hace muchos años que se fue, gracias a dios y tú has sido nuestro único apoyo. Siento el móvil en el bolsillo y en la pantalla veo tu número. No puedo reprimir una carcajada. Acepto la llamada y escucho tu voz al filo del teléfono, diciéndome que no se me olvide llamarte en cuanto llegue para saber que llego bien. Y te digo que si sonriendo para mí.
Oye, estabas soñando en voz alta, me dice mi hermana despertándome. Me froto el cuello dolorido por la postura y escucho a mi hermana decirme que como se me ocurría no dormir en toda la noche por tener por la mañana un examen. Ahí está regañándome, como hace mi madre. El solo recuerdo tuyo me encoge el estómago y me giro hacia la puerta dónde estás, seguramente entubada, con un montón de personas alrededor haciendo mil cosas que no sé. Muevo enérgicamente la cabeza para ahuyentar esos pensamientos y veo al final del pasillo a amigos tuyos que se acercan para saber cómo estás, muchas personas con las que ahora no puedo hablar y mi hermana se hace cargo de informarles. Saco mi móvil para volver a mirar la hora. Cuento ya 97 minutos en esa silla odiada. Y me doy cuenta de que mi móvil marca la misma hora que marcaba cuando hablé contigo por última vez, hacía un mes. Me gritaste porque no te quería escuchar. Te dije que me dejaras en paz, que no te metieras en mi vida, que tu no eras nadie, que quien te creías para hacerlo. Y tú me dijiste que no te hablara en ese tono, que no te faltara el respeto, que eres mi madre. Abrí la puerta gritándote que ojala no lo fueras, que hubiera sido mejor y de mi boca salieron un montón de cosas que jamás deberían de haber salido, porque no las sentía y nunca las sentiré, pero fue mi enfado el que habló por mí y mi maldito orgullo me impidió llamarte para pedirte perdón y explicarte que no quería decir eso, sin que tu admitieras antes tu culpa. Y ahora estoy sentada en esta silla con la que soñaré el resto de mi vida, sin saber si te podré volver a ver o esas últimas frases serán el último recuerdo que te lleves de mí. Y no puedo soportarlo, las lágrimas vuelven a caer y lloro ruidosamente, sin importarme que me encuentre en medio de un hospital y sin darme cuenta de que despierto las miradas de las personas que han venido a verte. Todos se acercan para intentar consolarme, pero me niego a que nadie me abrace, a que nadie me toque y sigo llorando allí sentada hasta que lanzo un grito con el que desprendo toda mi rabia, dejando sorprendidos a todos los presentes. Y abro los ojos casi sin respiración y veo a un hombre que sale de la habitación donde estás, un médico y se acerca preguntando por tus familiares. Mi hermana responde por mí y entonces lo escucho, mi salvación, las palabras que permiten que el aire vuelva a pasar por mi garganta y me deje respirar. Estable, fuera de peligro. Me precipito sobre la puerta haciendo caso omiso a la prohibición del médico y te veo allí, respirando y me agarro al marco para desplomarme en el suelo hincando las rodillas. Estás viva.
Yiyi
LO INEVITABLE
Caminaba despacio, podía oír el sonido de sus pasos en el crujir de las hojas. El bosque era un lugar conocido para ella, sin embargo, por primera vez, lamentaba no haberlo recorrido con mayor frecuencia. Los misterios, pocos para una joven escéptica como ella, surgieron en su mente sólo por un instante.
Respiró pausadamente, solo se detuvo un instante para reconocer su entorno. Mientras pudiera oír aquellos sonidos familiares que la naturaleza le proporcionaba estaría tranquila. No le importaba no poder ver mas allá de sus pasos; la oscuridad nunca había sido un problema para ella, no veía razón alguna para que comenzara a serlo ahora.
Estaba cansada, había comenzado su caminata en las primeras horas del día y la tenue luz entre los árboles le indicaba que el día iba llegando a su fin. Sabia que un descanso no retrasaría lo inevitable, sin embargo no se detuvo, continuó caminado, controlando que su ansiedad creciente no perjudicara su ritmo.
La esperaban, ella lo sabía. No importaba el tiempo que demorara, la esperaban. No porque se lo hayan dicho sino porque ya lo había visto. Era ella, siempre, la misma expresión, su rostro apareciendo desprevenidamente en el marco de la puerta. El resto, asombrado ante su presencia, pero no por estar allí sino por su expresión, tranquila, resuelta. Ella lo sabia, lo había visto.
Vislumbró la luz de la cabaña entre los árboles, se acercó sigilosamente para escuchar las voces en su interior. Estaban todos, tranquilos, charlando, esperando lo inesperado...
Entró con paso firme, no dijo nada, se dirigió directamente hacia la habitación que ya tenía la puerta abierta. Ninguno de los presentes hizo comentario alguno. No había mucho por decir, solo miraron su expresión y la dejaron atravesar el cuarto sin detenerla con preguntas o saludos innecesarios.
Él, sentado en una pequeña mesa con expresión cansada y el cigarrillo ya encendido. No había nadie más en la habitación que ellos dos. Uno, sin comprender la presencia del otro.
Sin desear extender la situación, ella se dirigió al pequeño escritorio que se encontraba bajo la única ventana del cuarto. Abrió el primer cajón y sacó una hoja.
Es hora, dijo, sin mayor expresión. Sé que me estaban esperando, la oscuridad me alcanzó antes de lo deseado.
Él solo la miro sin entender más allá de lo necesario. Tomó la hoja que ella le alcanzaba al pasar cerca de su mesa. Por un segundo, se levantó levemente de la silla como intentando acercarse, quizás para hablar, pero pronto se dio cuenta que no tenia mayor sentido. Espero tranquilo el próximo movimiento de ella. La vio acercar una silla junto a la suya. El silencio se hizo ensordecedor. No aguantó la presión de su pecho y las dudas de su mente, ¿cómo lo supiste?
Ella, con una cansada sonrisa extendiéndose por su rostro, respondió ¿no te lo dijeron?. Es comprensible, quién creería estas locuras. Empecemos; pronto amanecerá y tengo que volver al pueblo. Allí también me esperan, pero a diferencia tuya, allí no seré testigo de un suicidio, solo tengo que acompañar a quien, a su pesar, igual nos va abandonar. Ya has decidido lo que vas a escribir, apúrate, no me queda tiempo ya.
Él escribió sus últimas líneas, ella fue testigo nuevamente de la soledad en un mundo saturado de personas.
Comahue
EL BRILLO DE LA PLACA
Una espesa capa de niebla arropaba la ciudad cual pudoroso manto de armiño afanado en ocultar su desnudez en la gélida noche. Las luces del alumbrado público distorsionadas por el inclemente fenómeno atmosférico semejaban ser valiosos adornos de valiosa pedrería, caprichosamente engarzados con objeto de realzar su distinguida elegancia.
Eso pensaba mientras conducía con suma prudencia, huyendo no sabiendo muy bien de qué, porque conocía sobradamente los peligros de esa carretera, sobre todo con el tiempo infernal que asolaba desde días atrás la ciudad y su cercano entorno, al menos; nevaba a más y mejor, hacia frio, lejos, muy lejos, del calor que se debe pasar en el supuesto infierno, por eso nunca entendí que habláramos de tiempo infernal cayendo copos de nieve a mansalva.
Habíamos discutido Héctor; mi esposo, yo, Clara; su esposa, naturalmente. O sea, una pelea conyugal iniciada por un mal entendido absurdo muy mal resuelta; sobre todo por mi parte, pues él se aferró a sus ideas y yo a mi confortable abrigo de piel primero y minutos después al volante de nuestro Audi 80, sin atender razones, ni su consejo de analizar la situación con más calma, en pos de hallar una objetividad de la que en ese momento carecía, como quizás debiera de haber hecho.
Efectivamente huía, si, en busca de un lugar tranquilo en el que poder leer con mayor serenidad las notas que había pergeñado Héctor en su Cuaderno de apuntes, en cierto modo su Diario, por mucho que se empeñara en llamarle pomposamente "Cuaderno de bitácora".
Desde que se jubiló de su actividad laboral se dedica a escribir y sospecho que nunca se ha propuesto sacar un sobresueldo haciéndolo, pero si que busca afanosamente un ramalazo de gloria en forma de un reconocimiento público a través de cualquier Certamen literario o la publicación de alguna de sus historias. Sería inmensamente feliz publicando algo, ver su nombre impreso en el lomo de cualquier libro colmaría todas sus aspiraciones. Claro que tampoco le haría ascos a ganar un premio literario y en eso está.
No escribe mal; creo yo, mirándolo objetivamente, lo que no quita para que otros lo hagan mejor, tiene gran capacidad de fabulación, se expresa correctamente e incluso esboza ramalazos de ingenio, aunque puede que esté algo desfasado respecto a las tendencias modernas. No conseguir salir premiado en ninguno de los innumerables Concursos en los que se ha presentado le ha llevado a un estado de postración lamentable. En cierto modo me siento culpable porque nunca le he animado, reconozco que soy una lectora de vocación tardía, carezco de la formación necesaria para juzgar sus escritos con criterio académico o al menos solvente. Comencé tarde a leer y no se por qué nunca pensé que me había casado con una persona con inquietudes literarias, por eso nunca me hubiera imaginado que anhelara tanto ser premiado o reconocido y de haberlo conseguido, muy probablemente hubiera puesto en duda la equidad de los Jurados de esos Certámenes.
Nuestra disputa comenzó de forma banal, días atrás cometí la estupidez de empezar a leer unas reflexiones suyas casi a escondidas y me sorprendió cuando apenas había comenzado. Después de reñirme desabridamente, quiso hacerme creer que eran apuntes para un Relato, pero yo me quede muy preocupada tras leer los dichosos apuntes y eso que no los pude terminar a conciencia. Esa noche no hablamos más del asunto, sin embargo como no me quedé tranquila y ante el temor de que me los escondiera, me levanté de madrugada y me fui a su escritorio a terminar de leerlo tranquilamente hasta el final. La lectura detallada me intranquilizo más si cabía y pasé unos días bastante desasosegada, hasta que ayer tarde estalló otra vez la tormenta, porque nuevamente salió el tema a relucir, recriminándome la imprudencia de entrometerme en sus borradores cuando aún no estaban listos para ser leídos, ignorando que ya tenía una copia en el bolsillo. Me alteré bastante y salí escopetada de casa, estaba muy preocupada por lo que había leído, le dejé con la palabra en la boca y solo me empujaba el deseo de sopesar tranquilamente el documento que había fotocopiado en un descuido suyo, analizarlo sin sobresaltos y en profundidad para saber definitivamente su calado y saber la postura que debía tomar.
Este es el origen de mis desvelos, el "borrador" que decía mi marido:
<<Me zarandea el alma y acechan a mi espíritu varias congojas.
Zozobra el pensamiento cuando mirando hacia adelante no vemos futuro; llevando, sin embargo, saturado el pasado.
Llevamos arriada la bandera del entusiasmo, esa que otrora enarbolamos con decisión y optimismo.
Parece llegado el momento de batirse en retirada; nada más queda por hacer, sino esperar o adelantar el instante postrero porque ya no caben ilusiones ni esperanzas.
Aguarda sí, pero ¿para qué?, ¿bajo qué estado anímico?
Una rendición sin condiciones, un abandonar sin presentar más batalla al cruel destino, sería un indigno colofón para un luchador infatigable hasta ahora.
Sin embargo, habiendo comenzado a fallar el motor de la ilusión; ese que empuja a esa esperanza de subir algún peldaño más en la escalera de los sueños, de saborear alguna nueva sensación de progreso; eso es, una vez agotado el cupo de la ilusión, no cabe sino rendirse a la evidencia de haber cumplido el ciclo.
Aletean en nuestro entorno pájaros de alegre trino, anunciando venturosos caminos a seguir, pero es una ilusión pasajera, siendo que la vereda por la que caminamos cada vez se torna más angosta.
En derredor, esa salvaje jungla en la que habitamos no ayuda nada; somos, la especie humana, el mayor depredador de la Naturaleza.
Poseedores de una experiencia casi inigualable, este importante bagaje, tristemente no nos sirve para nada hoy en día y antes de ser un valioso pasaporte para movernos por el mundo, resulta un lastre casi imposible de soportar a la hora de caminar hacia adelante.
Llegados a cierta edad, estamos acorralados en un rodal de incomprensión y no sentimos asfixiados al respirar el contaminado hedor del progreso.
Nosotros ya transitamos por ese camino ha tiempo, pero nos parece haberle recorrido con mayor respeto hacia las generaciones que nos precedieron.
A veces nos sorprendemos meditando la onírica posibilidad de viajar a otra época, pero nunca terminamos de discernir si lo que querríamos es viajar a cualquiera de ellas con el bagaje de conocimientos que poseemos ahora o huérfanos de ellos.
No es nueva la duda que nos embarga, habiendo vivido toda una vida aplastados por la etérea presencia de Dios; si realmente fue Éste quien creó al hombre o fue a la inversa, como muchos sostienen hoy en día.
Desde luego no es descartable que el género humano, ansioso por encontrar explicaciones racionales al misterio de la vida, buscara un ser superior para someterse mediáticamente a sus dictados, angustiado, también, por hallar una justificación a su indeleble existencia>>
Detuve el coche a las puertas de un atractivo restaurante de la carretera de Burgos, tampoco demasiado lejos de casa, un lugar donde habíamos ido a comer más de una vez, sin embargo al verme sola no me reconocieron. Busqué una mesa en un rincón solitario junto al ventanal para seguir viendo nevar pero ahora mejor protegida. Pedí un café solo y una copa de coñac Remy Martin, el favorito de mi esposo. Volví a releer el documento que antecede a estas líneas y a meditar sobre el mismo; no hacía otra cosa desde que lo descubrí. Saqué la misma conclusión que la primera vez que le eché la vista encima tan atropelladamente; no tenía duda alguna, no se trataba de ningún apunte ni de ningún Borrador, eso era una falacia para justificar su incierto deambular por los vericuetos de una inminente depresión. Eran elucubraciones sobre conceptos muy delicados, era el cruel lamento de un hombre honrado decepcionado en el ocaso de su existencia y yo debía hacer algo para ayudarle; además, algo importante, se trataba de mi esposo y seguía muy enamorada de él, eso justificaba cualquier acción no punible o simplemente ilegal.
Lo pensé según retornaba a casa. Entré mansamente, dispuesta a ofrecerle mis disculpas por la pueril forma de comportarme, a la par que solicitaba comprensión para mi absurda forma de proceder, alegando haberme obnubilado ante un texto que no había sabido entender, debido a mis carencias literarias, no sabiendo distinguir entre la verdad y la ficción. Debí de hacer un alegato verosímil, pues la cosa funcionó y el perdón surgió sin demasiadas dificultades, en el fondo creo que estaba deseando perdonarme, cosas del amor.
En los siguientes días, aprovechando su ausencia debido a los paseos terapéuticos recomendados por el médico, revisé con cuidado su Agenda de Certámenes literarios donde anotaba meticulosamente los Relatos que enviaba, los diferentes destinos, el Patrocinador y la fecha del fallo. Observé que curiosamente en ningún apunte figuraba la cuantía del premio a obtener; o sea, confirmaba mi sospecha de que no era el dinero su razón de escribir sino el noble afán de encontrar el reconocimiento sobre una actividad que creía hacia bien y muy probablemente fuera verdad.
Moví mis hilos con absoluta discreción, mandé mensajes subliminales por diferentes medios a muchos amigos nuestros, les fui haciendo partícipes de mi altruista anhelo, dejé caer sibilinamente en los foros adecuados el agobiante clima de desencanto que soportaba en casa y sus motivos o razones.. No me defraudaron.
Antes de un mes Héctor me recibía alborozado al regresar de la peluquería, le habían llamado por teléfono para comunicarle que se había quedado finalista, junto a otros cuatro participantes, del Premio de Narraciones Breves convocado por la Casa de Cultura del Ayuntamiento de Hoyo de la Sierra; el pueblo donde tenemos una casita, donde pasamos muchos fines de semana y todos los veranos.
En Hoyo de la Sierra, a pesar de ser un pueblo pequeño, les gustaba hacer las cosas a lo grande, por eso el fallo final estaba previsto que se hiciese público tras una cena en el Casino con la indispensable presencia de todos los finalistas, condición inexcusable para optar a cualquiera de los galardones, razón por la cual le habían llamado en busca de confirmar su asistencia. No cabía en sí de gozo, nunca le había visto tan feliz y tan nervioso, dudaba en la manera de vestir para acudir a la cena, los días transcurrían con desesperante lentitud en su criterio y es que los nervios le tenían dominado. Temí que le pasara algo si no llegaba pronto la fecha de la resolución del premio, yo también estaba feliz y dichosa viéndole a él disfrutar por anticipado, me preguntaba si estaría bien leer unas cuartillas en caso de ser premiado con el primer galardón o resultaría petulante, andaba impaciente en hallar la forma adecuada de dar las gracias, aunque solo fuera por el hecho de haber sido seleccionado como finalista y un sinfín de elucubraciones más que casi terminaron con mi paciencia.
Lo de la cena fue el acabose; un manojo de nervios incapaz de probar bocado y mucho menos de sujetar el tenedor debidamente, la servilleta acabó hecha un rebujo indescriptible. Solo conseguí que se calmara algo a los postres, con objeto de poder escuchar tranquilamente el resultado de la votación hecha pública por el Secretario del Jurado. Primero fue desgranando con estudiada parsimonia las diferentes fases de las votaciones, creando una atmósfera de creciente expectación que al pobre Héctor casi le cuesta un infarto agudo. Ahora bien, cuando más cerca estuvo de que se le parara el corazón fue cuando escuchó al Secretario decir con nítida voz: <<El Ganador del Primer Certamen de Narrativa Corta, Ayuntamiento de Hoyo de la Sierra, ha sido don Héctor Galván, por su Relato "EL OCASO DE UN LUCHADOR">>
¡Qué brinco, Dios mío!, juré que una y no más, santo Tomás.
El premio en metálico, tras consultármelo allí mismo, lo donó al Convento de las Monjitas de Jesús Nazareno que tienen en el pueblo una Residencia para ancianos, pero la placa de bronce que le dieron, a la que saca brillo un día sí y otro también; que no se si la va a desgastar de tanto sobarla, preside el salón de la casa. Cuando observo el brillo que destella gracias a la dedicación que le presta Héctor, sonrío complacida y pienso en lo fácil es hacer felices a los demás; sobre todo si son hombres y, además, les queremos.
Terrón de tierra
JULIO VALDÉS QUIROGA
Nadie llegó a conocer nunca la auténtica identidad de Julio Valdés Quiroga, el ilustre crítico de prensa, azote de la política y la cultura, flagelador de la sociedad y la moral. Julio Valdés Quiroga siempre tenía la palabra exacta, la más precisa y la más bonita para cada ocasión, la más ponzoñosa y cargada de veneno. No había nadie que le cayera en gracia, nadie que se librase de su corrosiva prosa, siempre tan acertada y por eso tan odiosa, esa prosa que hacía reír siempre a todo un país, excepto a tres o cuatro personas. A todos les encantaba Valdés Quiroga, excepto a los que habían sido objetivo de sus burlas. Cualquiera podía imaginarse a aquel hombre; un joven listillo engominado y siempre de traje, un guapito de cara de palabra fácil, bigote y perilla, un intelectual seductor, un chulito de alto standing al que todavía no le habían partido la cara.
Sin embargo, la realidad es que el verdadero Valdés Quiroga no se parecía en nada al que imaginaban todos. Julio Valdés Quiroga tenía talento para escribir, sabía redactar, hilaba argumentos con precisión; pero esto no lo convertía en un hombre elegante ni en un hombre moderno. Pero el auténtico Julio Valdés Quiroga era un joven de veinticinco años que aun vivía con su madre, enganchado al ordenador y a los videojuegos, gordo, terriblemente gordo, e incapaz de ir a afeitarse o cortarse el pelo. Disfrutaba con su escritura, pues sentado al teclado y sin tener siquiera que salir de su habitación, podía hacer que media nación se revolviese de rabia al leer el periódico. Su editor apenas hablaba con él por teléfono, y no lo conocía en absoluto. Más de una vez le había pedido concertar con él una cita, pero Julio no tenía ninguna intención de salir de su casa. Se había encontrado con una auténtica ganga con aquello de los escritos, era un trabajo que le entretenía y que sólo le exigía ver la tele y estar un poco al tanto de la actualidad, y era un trabajo que iba a aprovechar al máximo, así que no quería perder su tiempo entrevistándose con el editor. Sabiendo además que su imagen podía dar al traste con todo el valor comercial de su literatura.
Julio Valdés Quiroga era un escritor ácido y mordaz, un individuo muy inteligente que sabía pensar, sabía contar lo que pensaba y sabía contarlo de manera que hiciera daño al que no estuviese de acuerdo. Un cerebro terriblemente rápido a la hora de interpretar y de evaluar, criticar y reprender; terriblemente traumado, también, por una sociedad que lo aislaba y le daba de lado. Todo lo que no era Julio para las personas, lo era para los periódicos. Jugaba a manejar a la gente en el mundo literario, cuando no podía tratarla en el mundo real.
Así vivió el auténtico Julio Valdés Quiroga durante muchos años, ganando dinero a espuertas sin que sus padres supieran nada de ello. Si se enterasen de aquel negocio, lo echarían de casa. Y viviendo solo, ¿Quién le lavaría la ropa? ¿Quién cocinaría para él? No, era mucho mejor mantener la identidad oculta. Ver a su padre paseándose por la casa mientras maldecía el periódico no tenía precio.
Por lo que dar un paso más en aquella estafa se antojaba inevitable. Aquel paso más se llamaría "La refinada e increíble historia de Julio Valdés Quiroga", y sería un libro que ya estaba en trámites de publicación. A Valdés Quiroga nadie lo conocía, nadie le había visto, pero todos estarían al tanto de su vida. Y era ésta una vida apasionante y llena de anécdotas, una crónica de lujo y de excelencia, de inmenso talento y de prestigio social. Julio Valdés Quiroga provenía de una familia rica y poderosa y desde siempre había desestimado a las clases sociales más bajas, así como a los nuevos ricos que solo intentaban aparentar. La cultura y los estudios de Valdés Quiroga eran infinitos, y su agudeza mental insuperables. Había redactado discursos para empresarios y políticos, había escrito para famosos periodistas, pero estaba cansado del secreto y del anonimato; todo iba a salir a la luz y todos aquellos que se habían enriquecido gracias a su pluma iban a ser descubiertos. Y no sólo eso; Julio Valdés Quiroga había formado parte de una gran cantidad de escándalos sexuales con conocidas mujeres de nuestra sociedad, y en aquella biografía iba a desvelarlos. Tenía muchas historias que contar, y las contaría.
Aquella biografía circuló por el mundo entero. Todos querían leer a Valdés Quiroga, todos le odiaban y le amaban a un mismo tiempo. Sus escritos revolucionaron la moral europea e hicieron caer en picado a toda la aristocracia de la posmodernidad. Cayeron uno a uno todos los portada de revista y los famosos de medio pelo, gracias a la ácida tinta de Quiroga. Si realmente Julio Valdés Quiroga hubiera existido, podría haberse sentido muy feliz.
El día en el que "La refinada e increíble historia de Julio Valdés Quiroga" fue publicada, fue el día en el que se suicidó un tal Daniel Huertas, un joven de veinticinco años que vivía con sus padres y que apenas salía de casa. Al no encontrar los editores a ningún Julio Valdés Quiroga escritor en ningún rincón del planeta, toda la fortuna que recaudó la obra fue a parar a una joven universitaria llamada Ana María Ferradas, según los deseos del propio autor.
Y así acabó todo. Nadie volvió a saber jamás de ese gran desconocido que en realidad era Julio Valdés Quiroga.
Elegance
EL SECRETO DE CARMEN
Cuando Carmen Tolosa nos contó el secreto de su aparente, pero creíble, juventud, no nos atrevimos a reírnos en su cara por el profundo respeto que nos infundía.
En aquel tiempo, Carmen del Valle Tolosa rondaba los setenta y cinco según las malas lenguas, aunque había quien le calculaba un lustro más o un lustro menos asociando su presencia con algún evento específico y sacando cuentas. Es que estuvo presente en cuanto acto público se llevó a cabo entre la inauguración de la escuela primaria y la ceremonia de apertura del Centro de Salud, incluyendo los bautismos de la Plazoleta Manuel Belgrano y de cada monumento o edificio de importancia. Puede vérsela en las fotografías (cuyo esfumado sepia delata redondamente su antigüedad) ora luciendo una capelina con un primoroso bouquet de nomeolvides, ora con la mollera protegida por un casquete con pluma de avestruz.
Cabe aclarar que Carmen fue la última descendiente de una familia de rancia estirpe, ligada íntimamente al poder económico y social de la región, que se inició con Don Diego Miguel Tolosa, quien, según consta en fehacientes documentos, llegó a estas tierras galopando junto al mismísimo Jerónimo Luis. Y de manos de quien recibió, en pago por los importantes servicios prestados, una cantidad incalculable de tierras tan diversas como ricas, que con el correr de las generaciones fueron loteándose y vendiéndose al mejor postor acrecentando la fortuna familiar y amasando a la par nuevos negociados agropecuarios. Los Tolosa eran convocados en cada emprendimiento y consultados antes de cada decisión política porque era célebre su buen tino y porque además siempre se caracterizaron por ser gente sencilla, para nada soberbios y sumamente generosos en sus aportes a la comunidad. Características que Carmen había heredado y cultivado como una benigna hija criada en las viejas costumbres de la casa paterna.
Cuando pienso en Carmen, no puedo evitar recordar su carácter clemente, su expresión constantemente alegre y vivaz y, por sobre todo, su belleza delicada y natural, libre de afeites e imposturas. Cuando yo era una niña, ella era una mujer madura pero firme, esbelta, bastante más alta y erguida que las otras señoras de su edad, con una sonrisa amplia de dientes blancos como la espuma y los senos turgentes empujando las puntillas del escote. Así la recuerdo desde mi infancia y así también desde mi adolescencia y mi adultez. Bella, airosa, afecta a las tertulias y a recibir visitas en su casa cercana a la estación de trenes. Siempre me pareció que tenía unos cuarenta años. Con esto quiero decir que, si bien en las fotografías bicolores se la ve más joven -porque obviamente alguna vez lo fue-, aunque yo crecía en edad y en mañas, ella permanecía en ese aspecto físico de cuarentona agraciada que nunca ha parido ni trabajado duro. No se privaban las comadres del cotorreo irónico al respecto. Oí decir que se mantenía buena moza porque no se había embarazado (lo que descreí inmediatamente porque Sor Genoveva tampoco estuvo embarazada y era un pergamino caminante), que tenía un pacto con un demonio, que era vegetariana (cuando yo misma la había visto comer asado con cuero en las peñas de la iglesia) y se bañaba en agua helada cada madrugada, que bebía sangre de pollos para reponer la sangre que perdía en las menstruaciones, que absorbía la doncellez de los varones de los pueblos vecinos y no sé cuántas tonteras más que, por supuesto, surgían en el imaginario popular gestadas por la envidia de las que envejecían dolorosamente y sin remedio. Más de un mancebo la deseaba sin remilgos, mezclado entre los caballeros que la cortejaban a cada paso, subyugado por esos ojos negros como azabaches, grandes y rasgados, enmarcados por las gruesas pestañas y las cejas densas, capaz de darlo todo a cambio de ser el dueño de esos labios rosados y carnosos que derrochaban sonrisas.
Así fue siempre desde que tengo memoria. Desde las veces en que la cruzábamos de pasada en las idas a la feria, cuando Amandina y yo íbamos asidas cada una de una mano de mi madre a hacer las compras para la semana. Desde aquellos viernes por la tarde en los que, a la salida de la escuela, íbamos ambas a su casa a aprender bordado y crochet, que ella enseñaba a las niñas de buena familia que deseaban aprenderlo, como un pasatiempo en el que se sentía útil y en el cual nosotras nos sentíamos en la gloria. Fantaseando con que los tapices de las paredes y las alfombras nos pertenecían por un rato y con que la servidumbre que deambulaba por las salas estaba allí pura y exclusivamente para servirnos el té con masitas que coronaba las clases, en las que Carmen mixturaba tejido con conversación y nos dejaba boquiabiertas con las anécdotas de sus viajes por el mundo. Así continuó durante sus últimos años de vida, cuando mi hermana, en edad de merecer, y yo, ya esposa y madre, la visitábamos sólo por el placer de sentir su compañía y sin más excusas que las ganas de disfrutarla.
Durante una de esas charlas, Amandina se atrevió a hacerle la pregunta que todas hubieran querido hacer. Cómo era posible que Carmen tuviera esa piel de porcelana inglesa, sin una mínima arruga que confesara su verdadera edad; ese cabello renegrido y espeso, sin una sola cana; esas manos lisas, sin manchas. Y mientras Amandina enumeraba las cualidades que correspondían a las de una mujer en plena sazón, con la mirada arrebolada por la admiración, Carmen no demostraba vanidad alguna. Dejó que mi hermana se despachara con su rosario de elogios y luego, con una leve luz de astucia en las pupilas nos confesó su misteriosa receta de la eterna juventud.
El rostro de Amandina se convirtió en una máscara cerúlea y yo misma pensé que eran divagaciones de vieja con chochera o, en el último de los casos, una mentira definitivamente increíble para salir del paso y llevarse el verdadero secreto al egoísmo de la tumba. Pensé también que era posible que no hubiese secreto y que Carmen fuera un ángel o un hada, o una elegida por los cielos para ser bendecida por un don único en el universo. Cualquier cosa hubiera podido creer, menos que tres veces al día, todos los días del año, desde su cumpleaños número cuarenta y cuatro, Carmen bebía el líquido de una lata de champiñones, granos de choclo o cualquier otra conserva al natural. Era inverosímil. Por eso tuvimos que contener la risa y el asombro e ignorar definitivamente la confidencia, poniendo cara de haber recibido una lección imprescindible que pondríamos en práctica apenas cantara el gallo.
Diez años después, hará ya unos quince, Carmen murió de un cáncer que le consumió las vísceras en menos de dos meses. Antes, dejó todo arreglado para que una fundación para pacientes oncológicos recibiera el total de su fortuna. Hasta el último centavo, al punto en que ni en la bóveda de los Tolosa la enterraron: fue a parar a un nicho, en un cajón de cedro, como el más pobre de los cristianos. Ni mi hermana ni yo seguimos el desopilante consejo. Y no hablamos más del tema hasta que el verano pasado supimos que iban a sacarla de su lugar. Cada determinado espacio de tiempo, los nichos que no son pagos deben desocuparse para que puedan ocuparlos nuevos fallecidos. Generalmente, se procede a la cremación de lo poco que queda y se convoca a los allegados para que decidan qué hacer con las cenizas. Carmen no tenía deudos. Tras discutir si nos correspondía o no, Amandina y yo tomamos la decisión de estar presentes en ese instante, porque sentíamos que se lo debíamos a cambio de los divertidos momentos que nos había hecho pasar en vida.
Llegamos temprano, cuando apenas clareaba en los callejones del cementerio. Amandina traía un cofre muy bonito y delicado en el que planeaba reunir las cenizas para luego enterrarlas bajo uno de los rosales añejos que bordean la estación de trenes, con una breve ceremonia a la que, al final, no asistió nadie más que nosotras. El cuidador del cementerio retiró la tapa del nicho usando un martillo y una bigornia que producían unos ruidos impactantes que se reflejaban contra las paredes del pasillo. Después, silbó para que apareciera su ayudante y, entre los dos, cargaron el cajón hasta el crematorio con la misma actitud con que se carga una bolsa de papas de un camión a otro. Ya en el crematorio, abrieron el cajón con nuevos golpes de martillo y de bigornia, mientras un fuego, -parecido a la imagen que uno se hace del infierno- crepitaba escupiendo un aroma acre que no se iba del todo por la chimenea, sino que se esparcía en el ambiente en bocanadas que nos envolvían y se nos metían entre las ropas. Allí estaba. Fresca y firme como siempre. El cuidador y su ayudante la levantaron por los hombros y los pies y la apoyaron sobre una bandeja semejante a las que se usan en la panadería. Bella, joven, tersa la piel y brillantes los bucles renegridos como el cielo en la noche, la vimos entrar a la hoguera y deshacerse con el mismo crujir de las hojas secas que se pisan en el otoño. Amandina me miró sin disimulo y entreabrió los labios, como si tratara de decirme alguna cosa. No la dejé. Mis ojos se clavaron en los suyos y le susurré, firmemente, que no se atreviera a contarle a nadie lo que habíamos visto.
Quiero suponer que Amandina tuvo intención de obedecerme. Por mi parte, estoy absolutamente segura de no haber hablado. Los empleados del cementerio no pudieron haber dicho nada. De haber sido así, la gente del pueblo hubiera comentado en plena plaza el perfecto estado del cadáver. Lo que ocurrió fue exactamente lo contrario: nadie preguntó nada sobre la cremación. Pero desde hace unas semanas vengo notando la ausencia de latas en los almacenes del pueblo. Es casi imposible conseguir conservas al natural y, hasta donde sé, no hay ningún problema con los productores. No quiero juzgar livianamente el sentido común y la capacidad de discreción de mi propia hermana, no está bien, no debería. Pero hay algo que no deja de llamarme mucho la atención: Amandina, parece verse más joven que nunca (al igual que algunas de sus amigas) y, lo que es más extraño todavía, cada vez que viene a visitarme, trae una enorme tarta de champiñones que no me atrevo a comer.
Encarna
PADRE PUTATIVO
No era la primera vez que buscaba la complicidad de la noche para escapar. No soportaba su mirada, pero aún menos las risas burlonas de sus compañeros en la carpintería. Ya todos conocían la noticia; había corrido de boca en boca por todo el barrio y ninguno de sus compañeros se atrevía abiertamente a encontrar en sus labios su confirmación, se conformaban con guardar ese silencio cómplice que le convertía en el hazmerreír de la carpintería, y que le arrancaba de un zarpazo la fama de hombre serio y responsable que durante tantos años se había esforzado en ganar.
Cuando se unió en matrimonio, tras tres años de noviazgo, lo hizo con la mayor ilusión del mundo, soñando con llenar su casa de niños, tal y como había sido la suya, con ocho hermanos jugando y discutiendo la mayor parte del tiempo, mientras sus padres intentaban poner paz entre ellos. Sin embargo, tras el primer año de matrimonio y con los fallidos intentos, empezó a sospechar que uno de los dos era estéril, pero aún así no quisieron hacerse las pruebas de fertilidad, temían que tras conocer el resultado ninguno pudiera evitar las miradas de culpabilidad y reproche del otro. Fingieron que tampoco era tan importante ser padres y que si dios no lo había querido, alguna razón tendría para ello.
Así que cuando ella le confesó que estaba embarazada, su primera reacción fue de sorpresa. Ante él se abrió un abismo que recuperaba de su interior el machismo más rancio y desvencijado; deseaba fervientemente que sus espermatozoides, definitivamente, se hubieran rendido a sus exigencias. La otra posibilidad no quería ni contemplarla, y tampoco quería preguntarle abiertamente el por qué, temiendo que su reacción fuera de enfado y le reprochara su desconfianza. Por eso, cuando ella se sentó frente a él y mirándole directamente a los ojos despejó todas sus dudas confesándole que el hijo que esperaba no era de él, que había sido engendrado por obra del espíritu santo, pero que él era el padre putativo, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no verbalizar las barbaridades que pasaban por su mente en ese preciso instante.
¿Del espíritu santo? ¿A qué se refería? ¿Padre putativo? ¿Había perdido la razón o es que no pensaba confesarle el nombre del padre? Ella nunca había sido especialmente religiosa, es más, en alguna que otra ocasión se burlaba de él cuando justificaba las desgracias con alusiones a la voluntad de dios o a la presencia del maligno. Ahora, sin embargo, le daba una excusa tan de perogrullo que insultaba su inteligencia más allá de lo imaginable. Parecía como si -una vez más- volviera a reprocharle su mediocridad y falta de carácter, convencida de que cualquier milonga le bastaría para tranquilizar su conciencia; como si él tan sólo necesitara un por qué y lo de menos fuera la consistencia del mismo. ¿Qué sería lo próximo? ¿Pedirle que le acompañara a Belén a lomos de un burro para que tres señores venidos de Oriente les sacaran de pobres?
Su primera reacción fue abandonar la casa (tal y como ella habría supuesto), montarse en su coche y conducir hasta que el cansancio le obligó a parar. Afortunadamente, su cobardía, su aliada más fiel, volvía a hacer acto de presencia y ponía tierra de por medio permitiéndole escapar, una vez más, sin afrontar directamente el problema, dejando que el tiempo o los otros aportaran la solución. Condujo a una alta velocidad por la autopista escapando de un fantasma de ida y vuelta, consciente de que su desahogo temporal le obligaría a volver sobre sus pasos y regresar al hogar, a la protección de su amante, sin la que no sabía vivir. Decidió, entonces, que debía afrontar la situación de la manera más civilizada posible. Admitir que su esposa había tenido una aventura puntual, fruto de una noche loca con sus antiguas compañeras de instituto, con las que se veía una vez cada tres meses para rememorar su adolescencia, escapando -también ella- de un matrimonio rutinario que a él le complacía pero que a ella empezaba a hartarle.
Hacía tiempo que había desechado la absurda posibilidad de adoptar un hijo para poblar su jardín, para traer nuevamente la felicidad al hogar, esa que anidó durante los dos primeros años de matrimonio y que poco a poco fue escapando por todos los resquicios. Ambos evitaban hablar del tema pero siempre estaba presente, y aunque nunca descubrió en su cara ni el más leve reproche, sabía que ella abrigaba la íntima convicción de que el problema estaba en él. Fue él quien primero se negó a hacerse las pruebas, obligándola a ella a rechazarlas también; fue él el que cada día hablaba de lo feliz que había sido su infancia en la casa familiar, haciendo que ella se sintiera culpable por impedir que formaran un auténtico hogar; fue él, en definitiva, el que necesitaba volver al pasado para no afrontar el presente y prepararse para el futuro.
Por eso, ya más fríamente, cuando pensó en el embarazo, jugó a imaginar que era suyo, que la criatura que llevaba en su vientre era fruto del deseo compartido de ser padres y el hecho de no ser él el genitor carecía de importancia. Excusas tan socorridas y simples como las que habían hecho acto de aparición en su matrimonio en anteriores ocasiones, en un número tan elevado que se habían incorporado a la cotidianeidad. Sus deseos de paternidad eran superiores a la pretensión egoísta y ridículamente viril de ser el generador del ser, como una prueba más de su mentalidad trasnochada y machista contra la que toda su vida había tenido que luchar, y que ahora le obligaba a justificar ante los otros el estado de su mujer. Mentiría. Como siempre...
Cuando regresó a la casa ella ya estaba en la cama y mientras se desnudaba para meterse bajo las sábanas, supo que ella fingía dormir. La complicidad entre ambos hacía su aparición cuando más lo necesitaban, sobre todo él. Mejor era así, que fuera ella la que marcara los tiempos, como siempre, la que administrara de la mejor forma posible y civilizada esta situación. Confiaba en ella y en su buen criterio para tomar la decisión más adecuada para los dos y por los dos, como siempre había hecho, con esa sorprendente naturalidad que mostraba para solucionar con sencillez lo que para él era una gran catástrofe. Si lo había hecho en anteriores ocasiones, por qué ahora tenía que ser diferente. Apagó la luz de la lámpara de la mesilla de noche y tras darle un beso de agradecimiento en la mejilla, se dispuso a dormir, confiado en que el sueño difuminaría definitivamente su angustia. Como siempre...
Ella, la madre de la criatura y la esposa bajo sospecha, encendió la luz de la lámpara, en un primer gesto ritual fruto de un insomnio crónico que le obligaba a celar. Se palpó con sumo cuidado el vientre deseando encontrar los primeros síntomas de su embarazo, más allá de las náuseas y del cansancio que venía presentando desde hacía algo más de dos semanas; más allá, por supuesto, de la evidencia prosaica de la ausencia del periodo. Jugó a adivinar las minúsculas formas del feto, sabiendo perfectamente que aún no tenían geografía alguna, pero era feliz recorriendo brazos imaginarios y piernas cortas que se estremecían al ser acariciadas, un cuerpo que, probablemente, le permitiría ser madre... por segunda vez.
Él fue bastante claro cuando la cubrió: "Dios te ha consignado para ser la Madre de Dios", y ella guardó un silencio respetuoso y se autoproclamó servidora y humilde esclava del Señor, aceptando su voluntad por el íntimo convencimiento de que la única forma de ser madre era a través de un milagro. Explicárselo a su marido no resultaría tan complicado. Él, como siempre, escucharía con atención sus palabras y respiraría aliviado al saber que ya ella se había hecho cargo de la situación. Él, como siempre, dormiría tranquilo pensando que ella le daría una versión para contar a sus compañeros, amigos y familiares, tal vez no muy convincente pero sí original. Aunque reconocía que esta vez tendría que esforzarse mucho.
Ella, como siempre, tuvo que tomar la decisión, tal y como había hecho cuando de novios decidieron formalizar su relación a través del matrimonio, pese a su íntima convicción de que no era la decisión adecuada, de que se estaba precipitando porque él la necesitaba, de que debía estar a su lado. Él, él, el... La maternidad negada tampoco era tan ansiada, fue más una exigencia de él que un verdadero deseo de ella, y aunque no le disgustara el tener un hijo, tampoco tenía especial interés en ello, si venía pues sería bien recibido, pero si no, tampoco pasaba nada. Lógicamente, fingía ante él una decepción enorme por no poder hacerle padre; su felicidad, a merced de demasiadas vicisitudes, estaba sacrificada a un bien mayor: la felicidad de él.
Así que ahora, cuando el paso del tiempo ha cerrado sus heridas, y de la mano de su hijo se dirige al colegio, no puede evitar pensar en ella, en si ha podido perdonarle, en su capacidad enorme de sacrificio y en lo felices que habrían sido educando conjuntamente al niño. Su hijo, el Elegido, está en el mundo para cumplir una misión que sólo las voces más autorizadas conocen. Su hijo, el nuevo Mesías, ese que le fue entregado por la misma enfermera que cerró los ojos de su difunta esposa el día del parto y que juega con algo que lleva oculto en el bolsillo trasero derecho, sigue siendo para él un auténtico misterio. Por eso, en los veinte segundos que tardó en perder la conciencia y en abandonar este mundo para unirse con ella, apenas pudo comprender por qué su hijo (y sobretodo, el de su mujer) sacó una navaja del bolsillo y acercándosela al cuello le cortó la yugular.
Bovari
ELLAS ME HACEN TAN FELIZ
La noche cae inexorable sobre la ciudad. Es hora de recogerse tras un día agitado, pero dulce. Suena el móvil, justo ahora que voy a entrar en el metro. Descuelgo sin fijarme en la procedencia de la llamada. Una voz femenina, cálida, me detalla las innumerables ventajas de cambiarme de compañía. Por no sé qué extraña razón, sigo escuchando. La cadencia de las palabras de esa mujer me ensimisma. Le pongo imagen a esa voz. Me la imagino alta, muy alta, casi como yo. Y delgada, pero con curvas insinuantes. El pelo rojizo, de larga melena. Los ojos deben ser verdosos, casi transparentes. Sus labios, sensuales, apetecibles. Vuelvo al presente: "Oiga, señorita, ahora no tengo tiempo. Si puede llamarme más tarde..."
Accedo al subterráneo. Hay mucha gente en el vestíbulo. Vaya, un control de viajeros. "Su billete, por favor", me dicen en tono afable. Levanto la mirada y me quedo absorto ante ella. Es preciosa, sin duda, y me cautiva. Repaso su figura mientras saco el ticket. No le encuentro defectos. Me gustaría prolongar el encuentro. "Vale, puede seguir, muchas gracias". Estoy perplejo y no reacciono. "No ha oído, que puede seguir", añade un tipo desagradable de uniforme. Avanzo con lentitud, observándola sin pestañear, hasta que tropiezo con otro viajero. ¡Me gustaría tanto volver a verla!
El vagón está abarrotado. Gentes de todas las razas y colores, que seguramente se dirigen a sus alojamientos o en busca de la última copa del día. Mi estatura me permite divisar de un extremo a otro, lo que repito mientras se suceden las estaciones. Por fin entra ella. Tiene un rostro perfecto, ligeramente maquillado. Lleva el pelo recogido en una coleta de caballo, con cinta a juego con el color del vestido. Mira hacia donde yo estoy. Me ha visto y le sonrío. Creo que no se ha dado cuenta. Decido ir a su encuentro, varios metros más allá. Cuando estoy a punto de llegar, para el tren y se abren las puertas. Ella sale y yo dudo. No es mi destino, me digo con recelo. Me quedo. En qué hora. Ella me lanza un beso con ambas manos. Aún así, me derrito de felicidad.
Para celebrarlo, tomaré algo camino de casa. Entro en el bar y me acerco a la barra. No hay ningún cliente. Tal vez sea ya muy tarde. Me acomodo en el taburete. "¿Hay alguien?, inquiero en tono alto. Aparece una mujer tras la cortina. "Lo siento", musita en voz baja. "¿Qué va a tomar?" me pregunta con un acento meloso, seguramente sudamericano. Le pido una cerveza mientras la examino. Me encandilan sus ojos brillantes, que refulgen con las luces pálidas del garito. El cabello suelto le quita años. Andará por los 30, calculo. Sigo observando. Tiene un cuerpo rotundo, esculpido probablemente en el gimnasio. Hablamos durante unos minutos, hasta que la llegada de unos clientes interrumpe la velada. Pago y, antes de irme, ella me desliza un papel con su número de teléfono. Al marcharme, sin que me vean los otros, le apunto con el índice y el pulgar, como si fuera un pistolero. Nos reímos.
Llego eufórico al hotel. He quedado con ella y me hago muchas ilusiones. Las horas que han pasado desde que salí del bar se me han hecho interminables. Siento el cosquilleo que produce sentirse atraído por una mujer... Según transcurren los minutos, me vence el cansancio. Cierro los ojos y caigo en el sopor. Floto por momentos. Creo que han llamado a la puerta. Estoy volando. ¡Soy tan feliz!
La señora de la limpieza entró en la habitación y vio al individuo con la cabeza inclinada sobre la almohada. Decidió no despertarlo. De camino al baño, lo miró de reojo y apreció una enorme sonrisa en su cara. Al cabo de unos minutos, dio por concluido el trabajo. Pasó de nuevo ante él y no parecía haberse movido. Al acercarse a limpiar la mesilla, se dio cuenta. Gritó con todas sus fuerzas, como implorando la presencia de alguien más en la escena, hasta que el silencio se hizo de nuevo. Con las manos tapándose la cara, las lágrimas luchaban por resbalar por sus mejillas. Miró por entre los dedos y comprobó que aquel hombre estaba muerto.
Unos días más tarde, los familiares recibieron el informe de la autopsia. En él indicaba: "Causa del deceso: muerte natural".
Miguel Angel
LA FOTO
La calma reinaba en aquella mañana del último domingo de diciembre. Mientras el verano comenzaba a desandar su camino en Buenos Aires decidió, por unas horas, hacer un culto a la soledad. Todos tenemos un espacio al cual acudimos para encontrarnos con nosotros mismos, el suyo era el río, el río de Quilmes. Lo fue desde pequeño, cuando ayudado por las escultoras manos de su padre levantó enormes castillos de arena a los que más tarde dio vida colmándolos de sueños y aventuras. El paso de los años transformó esa constructiva arena en un imaginario verde césped donde gritó a los cuatro vientos cada gol convertido en porterías perfectamente improvisadas con irregulares montoncitos de ropa. Más el tiempo no se detuvo ahí, y un buen día su efervescente adolescencia, junto con otra del mismo tenor, se adueñaron de aquellas playas para, en secreto, besarse. El río, siempre el río, testigo y cómplice de sus vivencias.
Aquel domingo de diciembre volvería una vez más. Esta vez no iría en busca de castillos, ni de fútbol, ni de besos. Hacía tiempo que venía madurando la idea de marcharse a otro país, y no había sitio mejor donde canjear sus dudas por certezas. En bici, y con su desgastada mochila negra sobre la espalda, dibujaría el camino; una botella de agua mineral, los cigarros y las llaves de casa serían su equipaje de mano. Estaba por salir, cuando de repente se acordó de una amiga inseparable, su cámara de fotos. Fue hasta el dormitorio a buscarla y la guardó en la mochila. Aún no sabía que esa tarde congelaría las primeras de sus últimas imágenes de Argentina.
Apenas pasado el mediodía, y con el sol sobre su cabeza, salió de Wilde. Serpenteando en paralelo a las vías del tren atravesó Don Bosco y Bernal hasta incursionar en territorio quilmeño. El calor era agobiante. Detuvo la marcha un par de minutos para beber un poco de agua y aprovechó para mojarse un poco la cabeza. Al instante recuperó su ritmo cansino pero constante.
Remontando la Rodolfo López alcanzó a ver bajadas las barreras del paso a nivel. El tráfico parecía haberse mudado de ciudad, los pájaros se contaban sus andanzas en las copas de los árboles. Llegó al tiempo que el silbido del tren anunciaba su pronto paso. Se le ocurrió desmontar de la bici y hacer una foto, en blanco y negro como de costumbre. Solía presumir de su sensibilidad diciendo que esos dos colores le bastaban para darle vida a la imagen más inerte. Buscó un sitio desde donde lograr un buen encuadre y quedó expectante. El tren, aún detenido en la cercana estación, lo escrutaba desafiante.
Mientras aprestaba la cámara, la locomotora comenzó a forzar el paso y el silbido, poco a poco, fue transformándose en una ensordecedora bocina. Los rieles se iban tensando cada vez más, los durmientes veían interrumpida su siesta. Ya estaba preparado. Se separó un par de metros de las vías, cerró los ojos y, que el remolino que generaba el paso del convoy le hiciera volar su gorra roja no le importó. Esperó que éste se alejase un poco, se quitó unos mechones de pelo de la cara y disparó. No disponía de tiempo suficiente para dos intentos así que si a la primera no había podido registrar lo que pretendía, habría perdido su oportunidad. Se refugió bajo la sombra que le regalaba el toldo de un cerrado kiosko de diarios y revistas para comprobarlo. Allí se quedó durante un instante observando la imagen. No estaba muy seguro de haber logrado lo que quería, sin embargo, aquel último vagón, medio desenfocado, algo más nítidos los de delante, hicieron que se le escapara una leve sonrisa. Sin querer había obtenido una imagen mucho más real de lo que pretendía. La borrosa imagen de aquel vagón venía a representar todo el mar de incógnitas que su cabeza generaba sobre la decisión de partir. No había hecho más que retratar su propia duda. Apagó la cámara, la guardó en la mochila y se colgó ésta del hombro. Aún le quedaban unos veinte minutos por delante.
Irigoyen, Alem, San Martín, Rivadavia, célebres nombres de la Argentina de ayer, hoy simples nombres de calles, formaban su ruta. Pedaleaba un poco, caminaba otro tanto. Echaba un vistazo a los alrededores. La "peatonal", la Catedral, la plaza principal. Pasó por delante de "El Piave", decidió entrar y comprarse un helado, de vainilla, como siempre. Y así, con el helado en una mano y la otra en el puño del manillar de la bici, continuó andando.
Entre recuerdos y recuerdos llegó hasta el Boulevard Otamendi. El "Boulevard" es uno de los dos caminos que desembocan en la costanera, el más antiguo y el más bonito también. Con poco más de un kilómetro de largo y una lengua ajardinada que divide los dos sentidos del tránsito, es el paso obligado para todo aquel que va en dirección al río. A esa altura, la atmósfera ribereña comenzaba ya a envolverlo dentro de un manto de aromas diversos.
Cuando por fin llegó a destino ató la bici a una columna y se sentó. Luego de desnudar sus pies, los apoyó sobre la arena todavía húmeda por la marea anterior. Prendió un cigarro. Se quedó un largo rato mirando como las olas morían en la playa, una tras otra, después de tanto esfuerzo. Intuyó una mueca del destino. Tal vez él, aquella tarde, con un viejo cansancio a cuestas, también llegó hasta allí para morir un poco. Una escurridiza lágrima escapó de su encierro y humedeció la arena un poco más aún.
Los casi cuarenta grados que azotaban Buenos Aires lo empujaron a un leve contacto con el agua, agua que aún suele estar bastante fría en esta época del año. El contraste le erizó la piel. Muy cerca de allí, y de pie como desde hacía cinco décadas, el muelle de pesca seguía poniéndole el pecho al río. Al igual que tantas otras veces se llegó hasta él. Subió los escalones y, esquivando cañas de pescar y tensados hilos de nylon, recorrió sus más de trescientos metros. Mientras tanto, por debajo de él, las aguas pasantes dejaban fluir su agitada melodía. Hacia el final del muelle buscó un hueco. Dejó la mochila en el suelo, y encendió otro cigarro. Se quedó casi media hora con su mirada recostada sobre el horizonte.
Antes de abandonar el muelle, y aprovechando la altura, volteó su mirada e imaginó una panorámica. Pensó que era un buen momento para otra foto y sacó nuevamente la cámara de la mochila. En ese instante, vio a unos chicos, diez o doce tal vez, correteando por la playa detrás de una pelota. Bajó la cámara, apoyó sus codos sobre la barandilla y se quedó un largo rato hurgando y hurgando en esa imagen. En ella quería encontrar a Jorge, a Juan, a Omar, a sus amigos, los de la infancia, los de la adolescencia. Hubiese dado lo que no tenía por volver el tiempo atrás y retratarse con ellos allí mismo. Se angustió al darse cuenta de que ya no había sitio para su niñez en esa foto. Una segunda lágrima se deslizó suavemente por su mejilla. Conciente o inconscientemente, volvió a alzar la cámara, enfocó y disparó.
Su bici, su desgastada mochila negra, su gorra roja y su vieja cámara de fotos hoy ya forman parte de sus recuerdos. Y aunque algo amarillentas por el paso del tiempo, aún conserva aquel par de fotos en el oscuro interior de su mesita de noche. Como un celoso carcelero sólo les permite ver la luz cuando quiere mostrar a sus amigos de ésta, su segunda tierra, España, donde, cuando niño, fue feliz.
Sem Raisez
LA LUNA DE LOS NIÑOS HUÉRFANOS
Extiendo un plano de España sobre la mesa del comedor.
-¿Ves? –le digo a mi nieto señándole un lugar-. Nosotros estamos aquí, en Santander, y tus padres están allá –y le indico otro-, que se llama Cadiz. Papá y mamá, que son médicos, tuvieron que ir a un congreso. Pero volverán pronto.
El chico observa pensativo el mapa y recorre con el dedo la distancia que separa ambas ciudades.
-Están muy cerca la una de la otra -me dice-. ¿Por que no vamos a verles?
-¡Oh, no! Sólo lo parece. Se necesita un día entero, o más, para llegar, si vas en coche. ¿Tú has estado en Comillas, verdad? Donde vive tu tio –Afirma con la cabeza-. Pues fíjate, esto es Santander y ese puntito Comillas. ¿Cuánto tardas en recorrer esa distancia los días que vais a visitarle? Casi dos horas entre pitos y flautas, ¿no? Pues compara con Cadiz.
Suspira resignado.
-Entonces ir a la Luna está más cerca.
Le miro sorprendido.
-¿A la Luna?
-Si. Dime, abuelo, donde está la Luna en este papel.
-Aquí no sale. Esto es un mapa de la Tierra, y la Luna no está en la Tierra, si no en el cielo. A la Luna no se puede viajar. Bueno, alguno lo ha hecho, pero en cohete, y nosotros no tenemos de eso. Además, ¿para que ir? Alli no vive nadie, no se puede respirar, y no hay árboles, ni ríos, ni nada de nada. Nos aburriríamos.
Alza sus ojos hacia mi y me reprocha muy serio:
-Dices mentiras, abuelo.
No puedo dejar de sonreir.
-¿De donde sacas que miento? ¿Acaso has estado tú en la Luna, muchachito, para hacer esta afirmación?
Aparta el mapa a un lado, decepcionado, como tantas veces le he visto hacer con juguetes que ya le aburren. Permanece así unos instantes hasta que se levanta y se dirige a la ventana. Es una noche de julio, calurosa, y la Luna, por la ventana abierta de par en par, resplandece, redonda y amarilla, sobre el campanario de la iglesia. Mi nieto se queda embobado mirándola. Yo, por detrás, me acerco a él, y le acaricio los cabellos. Enseguida le rodeo con mis brazos, apoyo el mentón en su cabecita y, en silencio, trato de adivinar sus pensamientos. Pero yo soy muy mayor, y el es un niño, y no es probable que nuestras reflexiones coincidan. Hace mucho que, desgraciadamente, prescindí de los sueños y me volví escéptico a las fantasias. Él ahora, en cambio, vive de pleno ese espacio paralelo. Por eso no me asombro cuando asegura:
-Muchas noches voy alli –y me señala la Luna.
-¡Ah! ¿De verdad? ¿Y como vas?
Se vuelve hacia mi y me observa con sus ojos grandes y azules. Luego se encoge de hombros.
-No lo sé. Pero estoy sentado en una piedra muy grande. Estoy solo al principio, pero enseguida llegan otros niños a hacerme compañía.
-Que niños. ¿Amiguitos tuyos?
-No los conozco. Son niños que no tienen papás ni mamás. Se sientan a mi lado.
-¿Niños huérfanos? ¿Y de que hablais?
-De nada. Los niños huérfanos hablan poco.
-Lo comprendo –le digo-. Es muy triste estar sin papás ni mamás.
-Bueno, hay días en que no paran... Miramos juntos el mundo desde allá arriba. Cuando es la hora nos da pena bajar de la roca y regresar.
-¿Pena? ¿Y eso? Tú, muchachito, ¿que quieres hacer siempre allá arriba? ¿No te gusta estar aquí?
-Si, pero en la Luna más. Hay una flor. Una flor muy bonita a la que hay que cuidar para que no se la coma el cordero. Los niños huérfanos la quieren mucho. ¿No la ves brillar?
-¿A la flor?
-Claro.
Realmente, mi nieto tiene una imaginación prodigiosa. Me fijo en la Luna pero, por supuesto, no soy capaz de distinguir nada más que un circulo dorado, ahora parcialmente cubierto de nubes.
-¿Dónde? No, no la veo.
-Abuelo, abuelo, que te estás quedando sin vista. Allí, allí, a la derecha –y extiende el brazo para precisarme con el índice el sitio exacto. Y añade-: El principito nos tiene encargado que la protejamos. Sólo hay esa flor y es muy delicada. Hay que limpiar además la Luna de baobabs para que no crezcan y la dejen a oscuras. La flor necesita mucha luz para vivir. Y también tenemos que vigilar al cordero, que siempre está hambriento...
-¿Un principe dices? ¿Vive un principe en la Luna?
Mi nieto me mira asombrado, como si hubiera dicho la mayor estupidez.
-¿Ya no te acuerdas del principito, abuelo? Una vez me leiste algo sobre él y nos hicimos muy amigos.
Recapacito y sí, recuerdo que meses atrás le leí algunas páginas del cuento de Saint Exupery.
-Tienes razón, pero no sabía que viviese en la Luna.
-Es que no vive alli –me responde muy serio.- Nos visita algunos días. Nosotros, durante la espera, regamos y mimamos la flor para que no marchite. Y mantenemos alejado al cordero, no vaya a comérsela. La flor nos lo agradece y nos sonrie. Y los niños huérfanos son felices porque entienden que son responsables de su vida y que ella les corresponde con sus hermosos colores y su aroma. ¡Ünicamente tienen eso, pero es tanto para quien no tiene nada!
Me conmuevo. Los hombres hemos olvidado que una sola gota de agua puede calmar la sed en el desierto. Necesitamos que nos lo recuerden los niños. Y aun asi procuramos que la memoria sea flaca para llenar sin remordimientos los aljibes de nuestro egoismo. Y me cuestiono si mi nieto no se sentirá solo con las continuas ausencias de sus padres por motivos profesionales, si mi compañía no le es suficiente, al no haber sabido darle el afecto necesario, y que por ello necesita viajar a la Luna con sus amigos huérfanos para que allá, contemplando el mundo con tristeza, el principito les hable de amor y fidelidad.
Le acuesto esa noche con más ternura de la habitual. Le arropo. Le vigilo hasta que el cansancio le vence. Luego, en mi biblioteca, rescato el libro de Saint Exupery, que abro al azar. "Lo esencial es invisible a los ojos", le dice el zorro al principito. A los ojos del hombre, me digo, no a los ojos de los niños. Éstos miran con el corazón. Vuelvo a la ventana con el precioso cuento bajo el brazo. La luna se me aparece ahora más misteriosa que nunca. Pero no veo en ella nada más que el satélite que me ha acompañado durante todas las noches de mi vida de adulto: una masa de piedra muerta dando vueltas alrededor de la Tierra. Y me apena haber perdido la mirada de la infancia.
Me duermo al cabo de mucho rato. Mal y poco porque a primeras horas de la madrugada me desvelo con la sensación de haber tenido un sueño extraño cuyo contenido se me desvanece al instante. Intento recuperarlo sin éxito. Opto por levantarme e ir a la cocina a por un vaso de agua. Camino por el pasillo y al pasar por delante del dormitorio de mi nieto observo que la puerta no está entornada, como la suelo dejar, si no abierta del todo. La luz de la mesita de noche permanece encendida pero la cama aparece revuelta, con la sabana por los suelos. Cuando me acerco compruebo alarmado que mi nieto no está. Le llamo por la casa sin obtener respuesta. Un impulso desconocido me empuja entonces hacia la ventana donde antes estuvimos observando la Luna. Ya no está enfrente, si no algo a la derecha, tal vez más pálida, con el circulo menos perfecto pero todavía muy visible. Y en un rincón, amarrada a la tierra con tenacidad, la flor se yergue bella y solitaria. La adornan un leve celaje de polen plateado y múltiples pétalos con los más variados colores y tonalidades. No me sorprendo. Porque de pronto sé que no me he despertado, sino que sigo dormido. Y que por un milagro he rescatado el sueño y dentro de él regreso a mi niñez olvidada. No descubro por parte alguna a mi nieto y a los muchachitos huérfanos. Se me ocurre pensar entonces que muy probablemente estarán ocupados en encerrar al cordero y en podar los baboabs que amenazan a la flor. ¡Se necesitan tanto los niños y ella! Decido esperarles. Me siento, pues, en una silla, apoyo los brazos cruzados en el alféizar, y sonrío al cielo, tranquilo y satisfecho por ser durante unos instantes un niño como ellos.
Charul
EL CASO DEL HERMOSO CADÁVER
Dormía mal por la noche; tenía esa ansiedad provocada por los 40 cigarrillos consumidos a contrarreloj durante las horas de sol; esa ansiedad en que una se va quedando dormido y de repente sufre una especie de apnea debiendo volver a la consciencia por miedo a morir de asfixia. Su padre había muerto de un ataque al corazón, pero eso no la desalentaba de su ritmo de vida. Era una mujer con éxito, dirigía una de las compañías de consultoría más prestigiosas de Madrid. Había pospuesto su ardiente deseo de ser madre y esposa por una familia de empleados que no la estimaban demasiado. Mantenía una relación bastante distante con sus amigos y hacía tiempo que el verbo follar había casi perdido la semántica. Pero eso no la preocupaba; lo que verdaderamente no la dejaba pegar ojo era su miedo a la oscuridad.
Desde niña su madre la había llevado al cine que estaba al otro lado de la calle; primero fueron las matinales; esa sensación cuando apagan las luces de la sala y todo se sumerge en sombras, le producía un inconsciente terror. En una de esas mañanas de sábado, quizá por error del personal del cine o en un intento de aterrar a los niños del pueblo, el caso es que proyectaron Blacula. La mezcla de violencia fortuita y el sexo desenfrenado la sumergió en un pavor desconocido. Después de aquel día le costó conciliar el sueño; por su ventana discernía la figura del hombre que frecuentaba sus pesadillas con mensajes proféticos sobre su muerte. Así transcurrió su infancia, hasta que poco a poco fue olvidando aquel suceso; sin embargo el insomnio sobrevivió hasta su madurez dejándole unas constantes ojeras bajo sus verdes ojos.
Aquel día cumplía 35 años, nadie la felicitó en su despacho; recibió la llamada de su madre y algún amigo que aún recordaba la fecha, quizá porque la tenía escrita en su agenda. No tenía ganas de celebrar nada, se sentía extraña, angustiada por un miedo irracional. Se fue a casa y cenó, se acostó a la hora de siempre, no sin antes mirar en los armarios, bajo la cama, cerrar las ventanas y persianas y tratar de conciliar un sueño que la alejara de sus temores. Poco a poco sus párpados vencieron, poco a poco se fue trasladando a su vieja casa en el pueblo, su cuarto estaba como ella lo recordaba, estaba sola en la casa. Era un día de tormenta y los rayos reflejaban el exterior. De repente aquella figura casi olvidada volvió a resplandecer bajo la lluvia. La niña no se asustó, sólo dijo:
- Llevo años esperándote.
-Vengo a cumplir lo acordado.
A los dos días la policía entró en el piso, tras una llamada de alerta de su madre. Cuando entraron vieron el cadáver más hermoso yaciendo en la cama. Su cara estaba pálida y tersa, esbozando una sonrisa de placidez, como quien deja este mundo después de la felicidad que precede al amor eterno. En su cuello había signos de asfixia y dos hilos de sangre lo abrazaban. Nunca se aclaró el crimen, pero en la ciudad se siguió hablando un tiempo de su cadáver exquisito.
Ondina del duero
EL VIAJE DE ISABELLA
El diablo enfurecido hace gárgaras con las piedras y expulsa su aliento fresco en forma de vapor.
El agua estalla contra las rocas y brama. En el horizonte, el cielo descarga relámpagos sobre el Iguazú.
Entrar en la garganta del diablo con el farol de la luna llena, tiene el vértigo de la alucinación.
"El calor es inmenso. Hace meses que no llueve," dijo la mujer y dejó un juego de tohallas. La más nueva, todavía conservaba los hilos que dibujaban "Hotel Buen Día".
Me acosté vencida por el sopor del mediodía. El último pensamiento que recuerdo, antes de abandonar la vigilia, fue "no sé cómo será Macondo, pero seguramente debe tener algo de este lugar... más allá de la soledad, claro".
El sonido del viejo teléfono a disco me despertó. "Tiene una llamada desde Buenos Aires señora, es de parte de Carlos. Bueno señora, sí señora, le digo eso. No, el ventilador funciona, lo que pasa es que se cortó la luz. Disculpe señora".
En busca de algo que produzca una sensación aunque sea parecida a la frescura, fui al parque y me zambullí en la pileta. Sentí que me hundía en una ciénaga de lodo tibio.
"Para ir a la ciudad se toma el micro amarillo que pasa por la ruta".
"Dos con cincuenta", me indicó el hombre con una camisa celeste, y cortó una tira de papel. Cuando arrancó, una nube de polvo inundó el ambiente.
"Disculpe, el centro dónde queda". "Ya lo pasamos" dijo el señor, y me miró por el espejo.
Me bajé entonces en una calle desierta y caminé por sus veredas angostas. En una esquina leí FOTOCOPIADORA Y CONFITE ÍA. TENEMOS AIRE ACOND. Increíble, el lugar soñado se había materializado.
Entré y respiré profundo esa frescura que en Buenos Aires me secaba la garganta y los lagrimales, y se convertía así en objeto de rechazo. Qué extraña se puede volver la sensación del frío en una atmósfera que arde. Por momentos, parece que hasta la piel se olvida ese registro.
Pedí una cerveza y me acomodé en la silla como para quedarme un tiempo bastante prolongado. Cuando vi sobre la mesa el vaso biselado por el hielo, me apuré a probarla. Y sí, por fin ella estaba fría, o mejor dicho, en ese contexto, estaba helada. Ya entiendo la revolución que provocó la llegada del hielo a Macondo.
Recorrí como con pinceladas, una y otra vez, aquellas paredes verdes, las caras de los lugareños y la mesa donde dos viejos desplegaban un mapa. Las voces hablaban del clima, de la vida después de la represa, dos juegos doble faz, esto no es normal y una canción, decía cómo ganarse el primer millón, vaya consejos. Mientras tanto, terminé de a poco la cerveza. No quiero ser reiterativa, pero hasta la espuma estaba fría.
Pegado en el mostrador, descubrí un afiche "Visite cataratas en luna llena", me gustaron esos dos sustantivos juntos. Buena combinación, pensé. Saqué la libreta, infaltable en el bolso de un periodista, y anoté el teléfono.
Con la luna alta y radiante, fui hasta la ruta y esperé el colectivo que iba "a cataratas".
Una vez en el parque, me sumé al grupo que caminaba hasta la estación Central. El tren que nos internaría en la selva parecía el de una montaña rusa, y las indicaciones también, "no se puede sacar los pies ni las manos, arrojar objetos," etcétera, etcétera.
Mientras tanto, una pareja de españoles me preguntaba por los indígenas y sus leyendas. En realidad, poco sabía de ese tema pero, hablando de historia, al menos podía mencionar a un coterráneo suyo.
- "En el circuito de las cataratas, hay una placa que recuerda el paso de Álvar Núñez Cabeza de Vaca ¿La vieron?"
- "¿Que recuerda a quién?"
Bueno, el olvido es un camino sin atardecer.
Cuando sonó el silbato, los vagones quedaron a oscuras y empezaron a moverse. La vegetación formaba un túnel que nos irradiaba humedad y frescura. Las luciérnagas eran los únicos puntos de luz intensa.
Nuestras pupilas se dilataron y se acostumbraron a un escenario de sombras y contornos. El movimiento alerta de los ojos y el despertar de los demás sentidos, reproducían, en algún punto, primitivas escenas que nos parecen enterradas, hasta que vuelven a emerger.
La española soltó por primera vez la mochila y envolvió con los brazos su panza en cuarto creciente. El hombre le cubrió la espalda a la mujer y escondió la linterna apagada entre las piernas como quien resguarda un arma.
Dicen que la adrenalina se puede oler, y es posible que de ser así, haya quedado flotando en el aire estancado de la noche. Y también es posible, que un animal que estaba al costado del camino, haya percibido este olor que me imagino picante e intenso.
¿A qué se le teme en la noche? ¿Qué es amenazante en ese lugar? ¿Cómo son los sonidos en la oscuridad? ¿Qué tan intenso es el quiebre de una rama en la penumbra?¿A qué huele el aire de la selva? ¿Cómo es al tacto, la piel humedecida con el rocío?¿Qué sentido toman los músculos en esta naturaleza? ¿Cómo se ven los ojos del otro en un escenario desconocido? ¿Qué valor tiene la luz? ¿Qué historias se habrán inventado en estas tierras para disipar los temblores?
Nos bajamos del tren y empezamos a transitar en fila por los senderos. Lejos, sobre un horizonte negro, se levantaba una nube iluminada por la luna.
Aceleramos los pasos en la dirección de esa boca que rugía. Caminamos hasta desembocar en una especie de balcón que nos ubicó en el epicentro del sonido.
Ella estaba ahí, intensa, poderosa, brutal. El sonido ensordecedor, nos decía que en esa garganta ya no había nudos.
¿Quién bautizó a esta criatura como garganta del diablo? Quién logró nombrarla con tan sólo tres palabras. El diablo es un hombre, pero la garganta y las cataratas tienen la fuerza de una mujer furiosa que expulsa la espuma de la rabia.
Regresamos a la estación Central en silencio. Al bajar del tren, un camino de antorchas nos marcaron el sendero hasta una mesa vestida de blanco. "Felíz año nuevo", dijo un señor con la tonada dulce de los misioneros. "Salud", respondió un español, y chocamos las copas. Bienvenidos nuevamente al 2006.
En el trayecto de vuelta, cuando el colectivo salió a la ruta, el chofer abrió la puerta con la intención que circulara el aire. Sentimos que el viento que nos pegaba en la cara traía el olor de la tierra mojada. Un hombre con borceguíes, tradujo la sensación en un augurio.
En el hotel, me acosté y fijé la vista en el techo, ante tantos estímulos, necesitaba una pantalla en blanco donde descansar los sentidos.
Al día siguiente, me despertó un trueno que hizo vibrar la lámpara. Fui hasta el comedor y vi a través de las ventanas que la gente se reía y levantaba los brazos.
Salí al parque descalza y sentí la humedad del pasto. Levanté la cabeza, cerré los ojos y dejé que las gotas me mojaran la cara. "Es una bendición", decía la mujer de la recepción, "una bendición". Noté, por primera vez, que las chicharras habían dejado de gritar.
Al entrar a la sala, nos repartieron tohallones blancos que enseguida se tiñeron de rojo, con el barro de los pies. Me acerqué a un hombre que intentaba encender un cigarrillo y le pregunté si sabía cómo llegar a la frontera.
- "La verdad es que no sé ¿Un cigarrillo?"
- "Bueno, gracias". Hacía años que no sentía el sabor incomparable del tabaco.
-"Señora, tiene una llamada desde Buenos Aires, es de parte de Carlos".
Miré la lluvia que golpeaba contra el cristal, mi mano que sostenía el cigarrillo largo y fino y, en segundo plano, los pies descalzos del hombre.
- "Dígale que ya no estoy en este lugar".
Carmela
SIMULACIONES EN LA SELVA
En la sabana, el pastor guerrero masai que sale con su rebaño de vacas a aquel lugar próximo al río donde los pastos son abundantes y frescos es sorprendido por un león que, después de almorzar una porción de gacela, va a abrevar al cauce. El masai engaña su miedo respirando hondo, inmóvil y simulando ser una lisa pared de granito sobre la que fluye una breve cascada de agua cristalina y mansa. El león, sin hambre y ante el gran bípedo que extiende su brazo con un palo que finaliza en una cortante lengua de acero o una boca que escupe fuego, poderoso como para que le respeten casi todos en la selva, rehúye el peligroso encuentro simulando no ver vacas ni pastor y que el calor le urge buscar la fresca sombra que le regala un frondoso pero lejano árbol. El rebaño, ante la pasividad mineral del guía y la inquietante proximidad del felino, simula pastar y simulando y pastando se organizan en círculo con los adultos más fuertes de pezuñas, dientes y cuernos ocupando el perímetro que protege a hembras recién paridas, viejos de roma cuerna y terneros.
Restablecida la frágil normalidad, en el cauce, los cocodrilos simulan ser agua oscura que se mueve entre el agua clara, troncos de rugosa y grisácea madera que sobre la superficie flotan o troncos abandonados en la orilla al sol ardiente de la mañana, en espera que una res, vencida por la sed y el calor y desatento el pastor guerrero, se adentre apenas un metro o quizás menos en el atractivo frescor que desde el río llama, para saltar sobre ella y con hambre prehistórica comer su carne, su sangre, su piel y hasta a los rivales que la presa disputen y, después de la cruenta comida, volver a simular la quietud, la inmovilidad eterna economizadora de los saurios, hasta otros descuidos y otras presas.
Un creciente temblor del suelo perciben masai, vacas, león y cocodrilos. Como la piel de un tambor golpeada, la tierra tiembla, a menos de doscientos metros, entre una nube de polvo rojizo, la manada de elefantes avanza hacia el río. Los elefantes simulan ser una comitiva de carros blindados en formación de a cuatro con los machos y hembras más fuertes en la vanguardia, la retaguardia y los flancos, y los retoños, los ancianos y enfermos, como comando de infantería, protegidos entre ellos. El pastor y el ganado se alejan varias centenas de metros del cauce, él, evitando la proximidad del león que dormita a la sombra su siesta, el ganado mugiendo su sed que debe esperar un impreciso momento, el que dura el refrescante baño del auténtico rey de la selva, para ser colmada. El león levanta la cabeza cauteloso, se incorpora y se aleja hacia otra sombra, otro árbol más alejado de la manada, ha perdido su posición en el anfiteatro pero está a salvo de mortales acometidas inesperadas, las hembras están criando y un felino próximo es una amenaza. Los cocodrilos abren un extenso claro en el río con su anfibio e inquietante desplazamiento y vuelven a simular una siesta de troncos viejos que flotan en el agua, vuelven a simular ser agua en el agua, antiguos vegetales entre los nacientes vegetales de la orilla del cauce. Los elefantes llegan al río, al lugar de siempre de la manada, al que le condujeron sus padres y ellos conducen a sus crías, el desocupado por los hambrientos saurios. En riguroso orden, como un ejército muy disciplinado, se inicia el juego de abrevar y refrescarse, los jóvenes confiados y los adultos vigilantes y todos trasegando agua del cauce al estómago y desde éste, en parte, con la trompa a modo de surtidor, a la espalda y la cabeza, mientras mueven las orejas, inmensos orgánicos abanicos, para enlodarse el cuerpo. Dos machos y una hembra adultos, los pretorianos de la manada, avisados por una imperceptible brisa en la quietud de la sabana, llaman a formación de alerta, la ancestral maniobra protectora, formación en cuadro de adultos protegiendo en el interior a cachorros, parturientas y viejos; un terrible enemigo, el peor posible, en la lejanía se otea, ya desde muy temprano, de su inconfundible hedor y del rum rum de su máquina, el aire y la tierra a la manada han advertido. En una aldea distante unas horas, antes el azar y el dinero han reunido a un guarda del Parque Natural, ineficaz, borracho y corrupto y a un nuevo rico europeo que cansado de vender la Costa Mediterránea por kilómetros, con mar, peces, pescadores, pueblos blancos y sol incluidos en el lote, ha dejado de creerse un dios para pretender ser un hombre poderoso, y quiere decorar la entrada de su lujoso apartamento de 1200 m2 con un arco de marfil, los magníficos colmillos del mayor y más sano de los elefantes africanos. Ellos; el guarda corrupto, que bebe licor de alta graduación alcohólica de una cantimplora mientras mantiene fuertemente agarrados con la otra mano los dos mil dólares en el bolsillo de su chándal de imitación de la marca Nike; el cazador millonario y furtivo, provisto de un arsenal de armas de alta precisión, molesto por el sofocante calor, ansioso por cobrar la pieza y volver al hotel de Nairobi, gozar varias noches del alcohol, las drogas y el sexo de una de las muchas negras adolescentes que para los ricos turistas blancos ofrece el mercado, después, de todo harto, contemplar orgulloso su trofeo y volver en su jet a Barcelona para en las tertulias de amigos, contarlo; y el traductor -el guarda se expresa en un complicado swahili y el millonario en un torpe inglés- sudoroso, asustado, espantándose las moscas con el sombrero; han observado apostado tras el brezo el juego de simulación del soldado guerrero masai, las vacas y el solitario león y han hecho un ejercicio de paciencia y caridad, el guarda corrupto y borracho y el interprete, para convencer al asesino millonario, explicarle que la presa no es el pacífico león, que al elefante, cuando éstos llegaban, hay que sorprenderlo relajado, desarmado. Pero los elefantes no se desarman, la ansiedad del cazador es mucha y la precisión, a pesar de la tecnología, poca. Suena un disparo, un silbido veloz recorre el cielo solo medio metro por encima de las cabezas del pastor y su rebaño, a la mala puntería se suma un molesto picazón en el cuello blanco, una hormiga roja está almorzando. Del cauce se levanta un denso y multicolor manto de asustados pájaros que durante unos segundos con un babel ensordecedor de píos, cantos y graznidos ocultan el mugido de las vacas, el rugido del león y el barrito amenazante de los paquidermos. El león huye confundido en la espesura del matojo seco de la sabana, con trotecillo apresurado pero sin la desordenada y veloz carrera, lo importante es no mostrar su diáfana silueta, simular ser tallo seco entre secos tallos, alejarse, poner distancia, sin abandonar su camuflaje, entre su cuerpo hermoso y el atronador estampido de olor a pólvora y fuego; el masai en guardia, presuroso y prudente, agrupa su ganado y busca temeroso el origen del disparo; los elefantes guardianes arrancan en veloz carrera hacia donde proviene el hedor a miedo, sudor y pólvora y, llegando al brezo, pisotean con las patas delanteras dando violentos cabezazos y barritando enojados retornan a la manada; los intrusos han subido apresurados al Land Rover y se alejan escupiendo peste a fueloil, humo y ruido desaforado; los cocodrilos con su simulación vegetal ocupan el claro dejado por los elefantes que, huido el enemigo, se disponen para volver a la selva en busca de árboles de hojas frescas y tiernos tallos. El Sol, ya vertical, aplastante en su insistencia ha convertido en un horno la sabana. Es hora de volver al poblado para el pastor y su rebaño. Pero antes la vacas tienen que beber, beber hasta saciarse, y aún más allá, en el poblado el agua es muy escasa y solo los humanos, y moderadamente, pueden degustarla. Se inicia un juego de estrategia en el que un error puede costar una vaca y el atrevimiento la vida a un cocodrilo. Separa en pequeños grupos el ganado y uno a uno los va arrimando al cauce, las patas sobre el seco talud y las bocas donde remansa el agua, las vacas beben con los ojos tristones vigilantes y el masai con su afilada lanza mantiene a raya a los anfibios de hambre atávica. Abrevadas las vacas, bajo el desafiante calor vuelven a la sombra del poblado, ese minúsculo claro en la selva, con cuatro cabañas de paja y barro y una robusta empalizada para corrales, que los funcionarios del Gobierno la han asignado; en Nairobi no gustan los pastores nómadas porque su continuo transitar les hace incontables e ingobernables, además de no querer que muestren su mísero orgullo en los numerosos safaris fotográficos; allí él comerá carne y leche de cabra, frutos recolectados en la selva y el yogurt que, con leche y sangre de vaca, las mujeres han preparado. Horas más tarde cuando el cielo comience a pintarse de rojo, pasado el asfixiante calor, volverán al río y a los pastos para regresar con el fresco anochecer, las vacas a la cerca del establo a rumiar y mugir su satisfecho y complacido descanso, el pastor a cenar sentado en el círculo que frente al fuego han formado sus hermanos, a agradecer a la diosa, próxima y cierta, los pastos, el río, el ganado, las frutas, la sombra de los árboles, que la alegría inunde el poblado, que los viejos mueran de viejos y los niños nazcan pobres pero sanos, que los días transcurran sin miedos ni sobresaltos; que no sea como el dios anciano y barbudo del que le hablaron los misioneros blancos que les trajeron curas para sus heridas, zinc y ladrillos de arcilla para las cabañas, comida para los jóvenes y la doctrina de un dios lejano, incomprensible, injusto, intolerante y conminante, que prohibe amarse sin su bendición, vengar la muerte de un hijo o el robo de una vaca y en su nombre los pueblos poderosos a los pobres como ellos aplastaban. El león protegido en la maleza, llegado el ocaso, sale en busca de caza, de noche los grandes herbívoros, aunque cautelosos, son más accesibles y algunos están casi desarmados, su poderoso sentido de la vista a oscuras queda mermado. Los cocodrilos enlodados o amagados en el juncal de la orilla esquivan el frío de la noche simulando ser latentes minerales, economía de esfuerzos, ni un parpadeo que cueste una millonésima de julio de su bien guardada energía. En un pequeño claro, protegidos por los grandes árboles y sus familiares parásitos, duermen su pesado sueño, de infantil reparo, los elefantes. Pero no dejan nada al azar, en una duermevela vigilan todos y rodeando al grupo se han situado los adultos jóvenes y sanos. En el poblado de los hombres, entre la capital y el Parque Natural, en la cantina que regenta un indio, el guarda corrupto bebe alcohol adulterado y a voces se lamenta, casi llorando, de que el bwana fuera tan mal tirador, tan ansioso en cobrar la pieza y poco paciente ante la mordedura de la hormiga; si hubiera habido éxito esta mañana, salvada la feroz embestida de los adultos, después de que la manada abandonase al muerto, dos o tres horas apenas, el bwana blanco tendría sus trofeos y él otros dos mil dólares americanos. En una suite de un lujoso hotel de Nairobi, después de un relajante baño espumoso, el millonario blanco apura su bourbon con hielo y descansa de la excitación y el miedo sufridos en la mañana. Está satisfecho, unas palabras en afrikaans del intérprete han hecho que cambie el sabor de amarga derrota de su saliva por el más dulce del éxito logrado:
‒Lo que importa bwana, es tener el marfil y vivir para contarlo. Hay furtivos profesionales que no tiene donde almacenar los mejores trofeos porque la presión de los jóvenes ecologistas complican su salida al mercado. Está de suerte, los precios han bajado. Por diez mil dólares, mañana tendrá el par de colmillos más grandes y sanos que lograrse puedan después de un año cazando, mucho mejores que los vistos en la accidentada jornada.
‒Toma el dinero, doce mil dólares, pero el marfil lo quiero en la suite esta noche antes de la doce, si sobra tanto, no representará una tarea descabellada.
Cena opíparamente y con una botella de champaña y una copa se tiende en una hamaca, mientras degusta el espumoso, espera su trofeo y observa a una jóvenes norteamericanas de blanca piel y cabellos rubios, casi albinos, que en la piscina iluminada nadan. Llegan el intérprete con su trofeo envuelto en una vieja alfombra, suben a la suite, la calidad y hermosura de las piezas le emocionan, guarda en el armario los trofeos y despide satisfecho al intérprete. Después, sentado en la cama, apurando el espumoso le invade una sensación de poder, de hombre resolutivo y eficaz y piensa en la entrada de su apartamento tan ostentosamente decorada. Pero, ay, una pequeña mácula aparece en su ufana complacencia y poco a poco se agranda, no fue hombre para cobrar la pieza, no fue hombre para la caza y, apurando las últimas gotas de champaña, como hombre acostumbrado a resolver, como mercader resolutivo, resuelve: llama a recepción y pide otra botella de champaña y que la suba una negrita adolescente, no más de catorce años, que le urge recomponer su hombría como Dios manda.
Blas villegas
ACCIDENTES
Se me antojó nacer justo cuando la tía Pepa estaba retando a la Clodomira, su gallina regalona, y bien chueca por la manía de poner huevos donde se le frunciera y dejarse pisar por don Cloro, el gallo del vecino que quedó desgallinado con la última sacudida de la tierra. También nací porque ya no me aguantaban más en la barriga y me tenían harto los berridos y las críticas de mi progenitora que estaba más pesado que tapa de submarino.
De chico me crié entre gallinas honradas y embusteras, las más veces al mando del Cipriano, un gallo de pechuga tan empingorotada que incluso hasta varias horas después de recocerla aún no se atrevía a entrarle el tenedor. Entonces afilamos los dientes del modo que pudimos, pero en mis tripas el Cipriano seguía mandándose la parte de que no había dejado gallina con ganas de extender la soltería, y que eran puras papas que los huevos de gallina soltera ayudaran a conseguir marido. Pobre Cipriano, sabroso después de todo.
A cargo mío estaba la labor de recoger huevos. De a una contar las gallinas. Caso de no hallarlas todas, ir donde el vecino y agarrar del pescuezo a las fugitivas, y eso que la alharaca se sentía hasta en el polo Norte, y el regadero de plumas daba para fabricar un plumón de **** madre. Pusieran la cara que pusieran, con o sin el consentimiento del gallo, a las buenas para volar adonde no corresponde al punto les recortaba las alas. Después del desayuno les llevaba afrecho. Pan añejo remojado en vino a ver si en lugar de cacarear se les ocurría hablar. Y cuanta sobra no encontraba en la cocina. Que yo sepa, nunca se quejaron. Sumisas se avanzaban hacia la comida en tanto yo métales palos y patadas a los patos que en un cerrar de ojos enchufaban el gaznate entre gallinas pánfilas viendo esfumarse la comida como si estuvieran en el cine admirando la gallardía de don Cloro.
Las veces que me lateaba, del velador de la tía me hacía con el espejo que le habían traído de Francia pero que años después supe que se le había olvidado a ese prometido que nunca se acordaba de las promesas. Explicándoles que no traía malas intenciones (tampoco buenas) me les acercaba hasta dar con la Tomasa, una gallina panzona, de patas poco menos que invisibles, que continuaba viva porque el de arriba es bien olvidadizo y, como el tío Roque, prefiere las pechugas tiernas. Unos cuantos granos de maíz me la conquistaban. Muy oronda emprendía vuelo a su cajón favorito dándome el trasero forrado en plumas naranjas, y yo comenzaba a iluminarle la entretención del gallo del modo que la llamaba la tía Pepa. En esto no se distinguía mucho de las gallinas cuando le bajaban las ganas locas y me confesaba estar muriéndose de frío en pleno verano así que me tendía a su lado y ella acércate un poco más que no muerdo. ¡Pamplinas! Mordía y lamía más que el Pocaspulgas, el perrazo del Laurel Podrido. Así llamaban al dueño de una huerta que seguía en pie gracias a los acuerdos con don Sata, por lo que el cura del lugar, don Checho, le hacía el quite, no fuera a pegársele otro mal, porque con los que tenía daba para erigir una torre en medio de la plaza. Bien redondo era el padrecito asediado por las moscas cuando se las pergeñaba para subir al púlpito y los kilos lo bajaban ahí mismo. Fuera de esto, era como tonto para el pipeño y sólo practicaba la castidad durante la misa.
Como iba contando, a la hora de alumbrarle la salida a la Tomasa, volteaba la cabeza de cresta color lacre, caduca hacía tiempo, y empujaba un huevo. Ni ella comprendía lo que estaba pasando. Pero igual. El huevo no era para mí, era para la tía Pepa. Nada más llegar la noche le hacía un agujerito en el que introducía los tres pelos del último que le había echado el ojo de puro tentado de la risa y no porque de ahí salía una buena esposa.
Pobre tía Pepa moriría esperando a su príncipe azul. Qué no hacía cuándo venía un forastero. Comenzaba yendo a la misa de las seis de la mañana, mientras yo platicaba con mis gallinas. Les preguntaba cómo habían dormido. Al ver que se hacían las sordas, cogía dos trozos de pan y los ataba a las puntas de una cuerda que tiraba al gallinero. Primero no pasaba nada. Pero bastaba que una picoteara un trozo para luego ser imitada. A continuación, el forcejeo. Una gallina reculaba, y la otra, para no ser menos, hacía otro tanto. La más fuerte le arrancaba el pan del buche. ¿Qué hacía la debilucha? Bueno, miraba de lado, del modo que miran todos los plumíferos. Después de pensársela, vamos dando picotazos al trozo de pan que arrastraba la otra gallina hasta engullirlo. El segundo forcejeo. Ahora se invertían los papeles. Paraba la función al oír el alegre taconeo de la tía Pepa que, tras ir a la cocina, desaparecía en el baño. Aunque jamás le echó llave a la puerta de roble macizo, yo prefería aguaitarla por el ojo de la cerradura. Alta. Esbelta. De pelo renegrido. Ojos muy relucientes. Sin un grano adicional de grasa. De pechos erectos y nalgas diseñadas a la perfección. Equilibrando una apetitosa y frondosa "i griega" negra bajo el vientre. Adonde fuera captaba broncas y miradas en idéntica medida. Los hombres querían comérsela con ropa y todo; las mujeres juraban que era una fresca, una tal por cual que se lo pasaba echándole el ojo a maridos de mujeres castas, que todos los días van a misa, no como ella que únicamente va las veces que se deja caer un soltero, pero más casado aquí y allí, que si el día menos pensado se juntaran todas sus mujeres, ese mismo día lo colgaban de las bolas. La tía Pepa no les daba pelota. Que hablaran todo lo que quisieran. Total, mejor que nadie sabía cuánto placer podía esperarse de sus maridos.
Salía del baño en leche de burra convertida en una reina. Perfumada. A continuación se ponía su mejor vestido. Sacaba la porcelana fina en las ocasiones especiales. Me mandaba a cortar margaritas. Rosas. Claveles si era la época. De ahí, al gallinero. A recoger huevos. Como si las gallinas trabajaran para mí, para la tía Pepa. Si le traía la docena, me estrujaba contra sus pechos. Excitado oía yo, embutida la cara entre aquellas tibias colinas, que tan bien me hacía en las noches de invierno, los latidos de un corazón siempre demasiado esperanzado. Cuando seas grande, vas a ver cómo te llueven las mujeres, decía mirando el reloj. Impaciente. Más predispuesta a la desilusión que a montarse en el próximo sueño.
Entre dos y tres días duraban tales suplicios. Entonces sólo era el sobrino que quedó huérfano a los meses de nacer debido al trágico accidente de la Marisol, la hermana mayor. De memoria me conocía la versión del accidente. Sí. Accidente. Claro que no trágico de la forma que lo contaba la tía Pepa. Más bien medio trágico, medio chusco, medio al lote. Mejor dicho, bien al lote. Mi progenitora no se murió, sino se le murió... al campo. Fue parirme y decir que iba a la capital por unos díitas a hacerse unos exámenes importantes. Y los médicos dan mucha cuerda así que por favor no se impacientaran. No volvió más.
El accidente de la tía Pepa. Justo el mismísimo día de su matrimonio. Dio pie a mi accidente. Ella. Al fin en lo suyo. Más contenta que perro con pulgas. Viene y dice ante el altar que no pensaba casarse con ése. Del estupor casi se traga el cura la bandeja con los anillos. ¡Eh! ¿Un chiste? No padre, este hombre está casado. Si usted nos casa, por parte baja comete bigamia. Además eso, quiero un hombre para mí, el matrimonio no es un gallinero, menos una sociedad cooperativa, ni ella tampoco una gallina que se conforma con esperar el día que la pisen y hace la vista gorda cuando pisan a las demás. Sacando pecho (algo sencillísimo en su caso) se marchó de la iglesia. Mandó al carajo a los invitados. La fiestuca. Los anillos. Al futuro. Por supuesto que el novio se hizo humo. A la salida del templo la estaba aguardando yo. Vámonos rápido a casa, dijo cogiéndome del brazo. Acurrucándose para que nadie viera el menjunje de risa, llanto y otras cosas más.
Retornamos a pie. Necesito caminar, repuso, ordenar los pensamientos. También necesito cariñitos locos, agregó al cabo de unos segundos. Ella, vestida de novia. De blanco impecable. Yo encamisado y con la corbata con que habían fusilado al tío Roque. Íbamos por un camino encharcado. Echando chistes. Muy del brazo. Muy juntos. Detrás de los postigos veíamos los ojos agrandados. Oíamos los comentarios. De que otra vez no quiso casarse porque seguía arrecha conmigo. Vaca vieja, pasto tierno. La vieja perversa de treinta y sepa ella cuántos años más tenía el descaro de encamarse con su propio sobrinito de apenas veinte, y después de lavarse la zorra en el confesionario de nuevo en las mismas.
Había llegado la hora de emprender vuelo. La última noche que pasamos juntos. Y nos comimos con toda la fuerza de antes. Como quien dice, apoyados por distintos accidentes. Fue la del terremoto. Todavía dicen las malas lenguas que fue culpa nuestra. Que tanta degeneración tenía que provocar la ira del Señor y enviarnos un terremoto. Mis asuntos en la capital nos fueron distanciando. En la mañana aquélla me encontraba diseñando un conjunto habitacional antisísmico. Véngase cuanto antes, conminaba el telegrama. Hice caso. La casa de campo, así como el campo, se hallaban de lo más abandonados. Nadie sabía nada, pero todos estaban convencidos de que había ocurrido un accidente.
Hallé la casa ordenadita. Limpia. Como si la tía Pepa se hubiera marchado anoche. En la cornisa de la chimenea estudié las fotos. El sitio, era el de siempre, pero para mí uno nuevo. El retrato de una rubia de ojos burlescos paralizó mis ojos. ¡Hm! Volteé la foto. A mi querida Josefa de parte de alguien que te quiere como a una hermana, figuraba escrito con letra muy estilizada, y firmado a nombre Marisol. ¡Ajá! Luego, se trataba de mi madre. Y se vino al campo única y exclusivamente para tenerme. ¿Quién sería mi padre?
Actos seguido, me encaminé al gallinero. A través del enrejado lleno de agujeros divisé dos gallinas picoteando. Encantadas de la vida. De tarde en tarde escarbaban. De tarde en tarde volvía la infancia. Cuando yo y las gallinas platicábamos mañanas enteras.
Accidentado
ODIO LOS LUNES
Odio los lunes. Y, si llueve, todavía más. Mi compañera, una especie de Mari Poppins de bata blanca, siempre me dice que si no existieran los lunes y los martes, no apreciaríamos los viernes y los sábados. Y me lo dice sonriendo con carita de monja. Será verdad, pero no deja de ser jodido madrugar cinco días seguidos, esperando dos que se pasan volando, mientras se te pasan las semanas, los meses y los años, y la juventud y la vida en ese estúpido trajín de días... Estoy pesimista, sí. Es que es lunes, y llueve. Y, aunque mañana será fiesta, no dejo de pensar en que mucha gente no ha trabajado hoy. Cuando quieres amargarte, te amargas, no cabe duda. Y yo, últimamente, no puedo quitarme la tristeza ni restregándola. Pedro me lo dice todos los días, cuando aparece, claro, que, a veces, ya estoy durmiendo y se queda para otro día.
Así que me puse la bata, los zuecos y las medias, tan blancas como negro era mi ánimo y mi humor. Abrí la puerta de la consulta y le eché un vistazo al primer paciente, y único, de la mañana. Era un anciano delgado, y parecía que alto, que ocupaba su asiento con modestia y calma. Tranquilo. Distinguido. Sereno. Al mirarle no podía precisar si llevaba dos minutos o dos horas sentado en esa silla. Parecía como si el tiempo circulara a su alrededor con calma y armonía. Todo en él destilaba paciencia y seguridad. Se levantó al llamarle y entró en mi consulta. Me saludó, me sonrió y me tendió su mano lastimada.
Antes de atenderle, le pregunté si llevaba mucho tiempo en el centro de salud. Sonrió. "Más o menos, quince años. Mi mujer y yo entramos y salimos de aquí, por causas diferentes y achaques distintos, cada dos por tres. Le digo una cosa: hay semanas que voy a comprar el pan dos o tres veces, ¿no?, pues al médico tres o cuatro..." Me reí: "Ya será menos...!" "Claro, mujer, soy un poco exagerado, pero una cosa le digo: veo a Don Luis más que a mis hijos" Y se volvió a reír. Me contagió. No lo había dicho de una manera triste, melancólica ni enfadada. Lo dijo, porque era verdad. Y, como era verdad, estaba asumido por él. Nada más.
"A ver qué le ha pasado en la mano", le pregunté. "De todo: tengo la muñeca dislocada, me he quemado la palma y tengo un arañazo en un dedo. Tú verás por donde empiezas..." Y se volvió a reír. "Dios santo, ¿y cómo se ha hecho todo esto?". "Bueno, no fue a la vez, primero, tropecé en un seto y caí sobre la muñeca; después, haciendo el desayuno, me quemé la mano, y, para rematar, al poner la rosa en el vaso me pinché con una espina... Debo decirle, señorita, que eso fue lo que más me dolió... Le diré, con orgullo, que, después de 60 años, manipulando rosas, nunca, jamás me había pinchado con ninguna. Pero, alguna vez tenía que ser la primera... Creo que me estoy haciendo viejo".
Yo estaba aturdida. El señor, a pesar de su edad, tenía el aspecto más inteligente y vivo que había visto desde hacía muchísimo tiempo. Pero no cabía duda de que chocheaba. "Perdóneme, pero ¿dice que ha estado saltando setos y recogiendo rosas esta mañana, con la lluvia?" ¿Y a su edad?, pero me mordí la lengua.
"No, señorita, no fue esta mañana, fue ayer. Lo que pasa es que hacía un día tan triste y frío, que mi Marta estaba muy tristona y alicaída. Y no quise dejarla sola para venir a urgencias. Los domingos no le gustan ¿sabe? Le ponen triste. Desde siempre. Nos casamos hace casi sesenta años y no he conseguido quitarle la murria de los domingos. Y creo que ya no lo conseguiré. Así que, todos los domingos de nuestra vida, desde hace 57 años, le preparo el desayuno, le llevó una flor, casi siempre una rosa. Y la dejo desayunar tranquila, haciéndose a la idea de que es domingo, y que la sigo queriendo, a pesar de todo. No se me ha olvidado nunca. Y menos ahora, porque cada día lo necesita más. Verá, si venimos al médico es por ella. Hace muchos años que está enferma, que tiene muchos dolores, que duerme mal, que se cansa por todo, que tiene miedo a estar peor, que olvida lo que estaba haciendo, que tiene el mundo cambiado, que tiene frío en agosto y fiebre a todas horas. Pero me mira y sonríe. Y le brillan los ojos como cuando tenía quince años. Y se ríe a carcajadas de muchacha loca. Y nunca olvida ponerse sus pendientes y su carmín en los labios. Y su humor de todos los colores, hasta negro, y todos le sientan bien. Y riega las plantas, y me hace rosquillas y me hace reír y llorar con sus cosas. Siempre ha sido una compañera diligente, sorprendente y animosa. Generosa conmigo y con nuestros hijos. Todos los segundos, horas y años de nuestras vidas dedicado a otras personas. Y sin quejarse. Solo se permitía el lujo del malhumor unos minutos cada semana, cuando abría los ojos cada domingo. Pero ahí estaba yo, con su café, su tostada y su flor, perfectamente ridículo y enamorado, para que se le pasara pronto"
"¿Y de donde sacaba las flores; supongo que no encontraría rosas todas las semanas?" le pregunté ensimismada en su historia, mientras vendaba su mano.
"No", se reía a carcajadas, como si no dolieran sus heridas. "Muchas veces era difícil. No siempre eran rosas, claro. Hubo flores robadas de los parques y las macetas de los vecinos; compradas el día anterior o medio marchitas de varios días antes; hasta tuve una maceta clandestina en mi mitad del armario" Su risa era contagiosa, y yo procuré hacerle el menor daño posible, porque comprendí que era una persona muy delicada y un hombre insustituible y muy valioso. Como una flor. "Y, cuando había agotado todo, recurrí a la imaginación: postales, dibujos, figuras de todos los materiales, hasta compré un hierro con forma de rosa, y le puse una, al rojo vivo, en una tostada... Ya sé que es una niñería, pero solo por verla reír como se rió ese domingo, hubiera dado una fortuna..."
"¿Y nunca discutieron tanto como para que no hubiera flores un domingo?" Di que no, di que no, supliqué en mi interior. "No. Las flores son delicadas. Como el amor. Se mueren con los silencios, los reproches, el orgullo o la soberbia. Y no teníamos de eso. Teníamos demasiados problemas, disgustos, inquietudes y cosas que hacer cada día, como para cargar con todo eso. Y nuestra casa era demasiado pequeña para convivir con el egoísmo. Y lo echamos. Y solo quedamos nosotros. ¿Ha acabado ya, señorita? Tengo que hacer la compra y Marta me estará esperando para hacer la comida. Se preocupará si me retraso".
"Ya he acabado. Gracias por contarme su historia tan bonita. Parece un cuento. Ya no hay personas como ustedes. Se lo digo por experiencia. No quiero ser indiscreta, pero, dígame, ¿ha pensado qué pasará si algún día le faltara ella? ¿Como serían sus domingos sin desayunos en la cama, sin flores?
"Jajajaja. No sea cursi, señorita. Ustedes los jóvenes siempre pensando en la muerte. Prefiero que se muera ella antes que yo, para asegurarme que siempre va a estar cuidada. Y si es así, yo seguiré mi vida, con lo que me quede. Con mis recuerdos, mis libros, mis películas, mis paseos, mis hijos y mis nietos... Bueno, lo único que tengo claro es que los domingos me quedaré en la cama hasta muy tarde, sin prisa..."
Volvió a reír con su risa joven y clara; me rozó la mejilla como una caricia de aire fresco y limpio. Y salió por la puerta, frágil y fuerte. Me pregunté si dentro de unos días estaría listo para saltar un seto y robar una flor. Claro que sí, me contesté. Estará de **** madre. Igual que este lunes que huele a tierra mojada y a aire limpio. Me siento bien. Mañana es fiesta. Cuando venga Mari Poppins se lo voy a contar todo. Llorará. Es muy romántica. Y también a Pedro, cuando llegue a casa. ¡Quién sabe...!
Paki
DELIVERY
- ¡María, ahí te lo dejo!
La mezcla de semen y orina que expulsó Dolores bajaba por la calle como si una pequeña tromba se hubiera instalado frente al portal de María. Más de una hormiga se extrañó por aquel diluvio repentino y espeso.
Manuel volvió a la hora. María lo esperó encima de la paja, al lado de las ovejas, en el pesebre que era salón de recibo de todas las casas en el pueblo. Su hija Agustina la acompañaba.
- ¡Ya te fuiste con la **** aquella para seguir desgraciándome la vida!
- Déjame tranquilo. Es que bebo y me enfermo, me pongo loco. ¡No me dejen beber más, no me dejen beber más!
- Padre, lo fuimos a buscar donde Jacinto y usted nos golpeó. Luego se largó a casa de esa mujer, que dejó un regalico en el portal.
María subió a su cuarto. Por cada escalón que subía Manuel prometía, como lo hacía durante los últimos seis años, no volver a la casa de esa perdida.
Una hora antes, Dolores bajó hasta su casa y volvió a acostarse al lado de Manuel, abrazada al cuerpo que por cada visita semanal, a veces hasta dos, le dejaba un quintal de verduras y granos que cargaba al lomo. En ocasiones, algún pedazo de ovejo.
Vicente, el marido de Dolores, esperaba pacientemente en el bar del pueblo a que el señor del mercado se cobrara. Aquel pueblo fue pionero en muchas cosas, incluido eso que ahora llaman delivery.
Vicente escribía poemas y cuentos que nunca leyó a nadie. Mucha gente lo buscaba para que redactara cartas que luego eran enviadas a algún país de América del Sur o a otras zonas de España, a parientes lejanos o amores viajeros. Decían que era rojo. Una que otra vez le pedían que leyera esquelas enviadas desde aquellos mundos lejanos: "aquí hay mucho trabajo y la gente es alegre y ríe por todo. Algunos meses llueve mucho y en otros ya no llueve, pero hay sol caliente todo el año y en las noches refresca. Espero traerte pronto con los chiquillos ¿cómo están? Al Felipito se le quitarían todos los males del pecho aquí. Ya tengo reunido un dinerillo que les mandaré para que puedan venir y estemos juntos de nuevo", decía un escrito enviado por el esposo de Francisca desde Venezuela. Francisca, que para dar de comer a Felipito y a Lolita también recibía su mercado semanal, su delivery.
Vicente llegó a soñar con llegar a un puerto, esconderse, viajar de polizón y atracar en una playa soleada del sur de América. Llevarse a Dolores y a sus hijos a vivir otra vida, a hacer mercado como se debe, pagando en la caja, llevando las bolsas hasta su casa. Sus sueños los vaciaba en un papel, los leía y releía.
"Cuida que no se vaya sin pagar", ordenaba Jacinto, dueño del bar, a su hijo Pedro, quince años de edad y diez de monaguillo en la iglesia. Alguna vez, entre dientes, le dedicó un "Salve" o un "Ave María" al poeta rojo. "¿Has visto al diablo alguna vez?", preguntó Vicente. Pedro respondió que no. "Yo tampoco, aunque dicen que está entre nosotros".
Esa noche, al volver a su casa, Vicente se cruzó con Manuel. Se saludaron con cortesía y acordaron encontrarse el jueves para jugar la partida de dominó habitual.
- Y hablar algo de poesía – gritó Manuel. María lo esperaba en casa.
Vicente cruzó el establo, subió las escaleras de madera de la vivienda más pequeña del pueblo. Dobló a la izquierda y al fondo. En la cama de mazorca vieja, encontró a su mujer tendida. Se acostó y abrazó al cuerpo que aterrorizaba, una o dos veces por semana, a algunas hormigas que transitaban frente al portal de la casa de Manuel y María.
El guayanés
ANCIANA MADRE TIERRA
Abro los ojos, parpadeo unos instantes, los cierro.
Abro los ojos progresivamente, casi con deleite. Las pestañas se despegan y la pupila emerge de la oscuridad a la luz. Amanece.
Parpadeo unos instantes. Luces y sombras ondean a media asta, ligadas unas a otras cual código de barras. Rítmicamente, las más claras son vencidas. Atardece.
Los cierro pausadamente, con descanso, con aplomo; como despedida de un absurdo. Un manto negro cubre el horizonte. Anochece.
Trazo sobre mí líneas que me fraccionan y reparten. En vertical unas, en horizontal otras. Van dando forma a mi esqueleto, componiendo mi estructura. Coloco en cada una de ellas el día, la tarde, la noche, con distancia, con cadencia; siguiendo una secuencia cíclica y equilibrada, distinta y certera.
Tres colores ocupan mi espacio repartidos indistintamente. Azul, marrón y verde. Con claridad observo que el azul destaca cubriéndome por completo, dotándome de vida. El marrón se acomoda y expande, mientras que a instancias de él nace el verde.
Salpico con ellos la sólida estructura que voy formando sobre el vacío donde todo queda en suspenso, todo es infinito.
Crean un orden compacto y férreo, poblando la existencia. Dejo brotar la energía - aplicando la Hipótesis de Gaia -, y permito que ésta se repliegue sobre mí para engendrar a la Madre Naturaleza: ahondando simas, abriendo volcanes, extendiendo la estepa, esculpiendo cordilleras, allanando caminos, recortando cabos, dando profundidad a los océanos, creando arroyos, encauzando ríos, despoblando el desierto, desplegando el manto celeste que corona el cielo, colgando de él estrellas y luceros; generando vida.
El astro sol refleja su luz en mi cuerpo líquido, azulado. Me cruza, abarca, rodea, poniendo con ella principio y fin a cada día.
La luna, enamorada insomne, jovial Selene, sonríe de lado cuando crece, cuando mengua. Desaparece si se vuelve vergonzosa por creerse nueva, para luego renacer altanera y brillante como ninguna; completa y llena.
Las estrellas y constelaciones hacen divertido el tránsito de la luz por el silencio, en este universo de brillos y sonidos ausentes donde yo me alojo; colgada de un hilo de seda con herraje de nácar.
La naturaleza fluye trazando sus leyes. Se adapta al cambio, evoluciona. Puebla y florece bajo la gélida escarcha, bajo el dulce sol de agosto, bajo el agua que de la tierra mana; creando un lustroso manto de flores blancas, violetas, amarillas y malvas.
Los árboles agradecidos, extienden al cielo sus ramas dejando fluir la savia vital que les estimula, acariciando con la punta de sus hojas la horquilla celestial que los protege y guarda.
Los animales surgieron de un cataclismo, de una fórmula desconocida y ponderada; irrepetible y única. Quedaron exentos de racionalidad, vástagos mudos de una prole atávica, dotados de instinto, carentes de intelecto.
Y por fin la humanidad nació de mi unión con Urano, tras una prolífica transformación de bestias errantes (cíclopes, gigantes, titanes) en seres vitales dignos de raciocinio. Animales evolucionados gracias a la palabra. Organismos dotados de conciencia, capacidad de elección, conocimiento de sí mismos, de otros. Seres humanos, entes sociales poseedores de estados emocionales latentes y cadentes, son el colofón de mi obra.
Biosfera, atmósfera, océanos y tierra componen una desbordarte fuente de energía en continua transformación, amparadas en el sagrado equilibrio entre ying y yang.
Este matrimonio dual, esta unión de fuerzas opuestas y complementarias, abonan la vida en el planeta por mí gestado, concediendo a sus habitantes el potencial divino de la reproducción y adaptación a los cambios que sufren mientras evolucionan.
Soy la Anciana Madre Tierra que vela eternamente por su ancestral descendencia, manteniendo el complejo equilibrio que permite la vida. Agotada de emanar el principio creador en mi perpetua andadura, os cubro de bendiciones que guíen vuestro camino y me permito ahora descansar; para ello: abro los ojos, parpadeo unos instantes, los cierro.
Palo de Luz
UNA LECCION DE AMOR
Un padre le dijo a dios, ¿Sr. Porque tienes a mi hijo en esa cama? mira que lindo, es no le hace daño a nadie solo velo sr, esta tan enfermo y me duele tanto verlo así, porque no le mandas este dolor que tengo de ver a mi hijo así a otros, a los que roban, matan, se drogan a esos porque no les mandas nada, entonces el padre comenzó a escuchar la voz de dios que le dijo, mira hijo no digas como todos ¿ porque a mi? Mejor escucha con atención todo lo que te voy a decir, yo soy muy justo y a todos les hago pasar pruebas para ver que tanto piensan en mi, y que tanto me quieren y confían en mi, mira hijo lo que tiene tu pequeño es algo insignificante que se cura con amor, el padre se quedo pensando y le dijo "con amor" Sr. Si hijo mira para que me entiendas la enfermedad que tiene tu hijo solo con amor se puede curar, el padre estaba completamente confundido, dios le dijo no me entiendes verdad el moviendo la cabeza le dijo que no, y dios le siguió diciendo si mira yo le doy pruebas a toda la humanidad a ti hoy en este día te toco esta, según tu creas en mi tu hijo se sanara. El padre le contesto: pero esta prueba es muy grande Sr. No creo lograrlo, dios le dijo, yo se que lo lograras porque he visto en tu corazón que tu me amas tanto como amas a tu hijo. Al padre se le escurrieron las lagrimas y le dijo es cierto Sr. Y si yo te amo a ti tanto como tu me amas te prometo Sr. Que no seré como todos los demás al contrario yo te diré gracias sr, porque me mandas esta prueba para recordarte diario para no olvidarme que existes y para ver el milagro que harás en mi hijo porque yo se que lo que pase con el es por que así lo quieres y si tu me quieres no harías nunca nada para lastimarme al contrario tu siempre ves por todo el mundo y te acuerdas de el, pero yo no quiero ser uno mas del montón yo prometo quererte siempre no quererte como todos nada mas para pedirte algo y perdóname Sr. Por no creer en ti y llorar por una simple enfermedad, que como tu lo dices solo se cura con amor. Entonces Sr. Ya te puedo decir que mi hijo esta curado por que el amor que siento por ti es más grande que el mundo entero.
Entonces dios le dijo ves hijo que fácil es la vida a mi lado entonces no llores solo ámame y yo resolveré tus dolores, tus tristezas las volveré alegrías y las penas no existirán mientras estés a mi lado. Entonces hijo recuerda que te quiero y no llores mejor regálame diario una sonrisa aaa y enséñale a tu hijo a amarme como yo lo amo, recuerda esto siempre y ahora vive la vida a mi lado como te enseñe "con amor".
"El padre sonrió y le dijo gracias Sr. Por enseñarme que en cada pena o alegría tu estas conmigo".
Un amigo del chat
EL MAESTRO
Aquella mañana tuve que madrugar. Antes de que llegaran los niños había que quitar la nieve de la puerta de la escuela y abrir un poco de camino para evitar caídas dolorosas. Hacía tiempo que no nevaba tanto pero el frío intenso de la última semana parecía amenazar con alguna fechoría. Empezó a nevar el domingo por la tarde, y a las ocho de la mañana del lunes la capa de nieve continuaba creciendo. Si aquellos primeros días de 1941 ya eran duros por sí mismos, se convertían en insoportables con los latigazos de esta furiosa climatología.
Yo tenía veintinueve años y ejercía de maestro en el pequeño pueblo de La Coromina, en la provincia de Barcelona, desde hacia cinco. Durante la Guerra Civil mantuve la escuela en funcionamiento y una vez terminada y acatadas las nuevas normas de enseñanza al capricho de los vencedores, logré continuar en ella.
El día, a pesar de la nieve, era triste, con el cielo tapado y una blancura demasiado apagada para resultar bonita. Ya había abierto una franja de un metro de ancho que iba desde la puerta hasta la verja exterior cuando vi, difuminada entre la densidad de los copos que caían sin cesar, la silueta de alguien que se acercaba pisando la nieve de manera tan prudente como segura. Era Emeterio Salinas, jefe local de Falange.
- Buenos días García - me dijo levantando la mano derecha al más puro estilo fascista.
- Buenos días, Don Emeterio. Vaya nevada, ¿verdad?
- Sí – contestó, seco.
- ¿Qué le trae por aquí tan temprano?
- He venido a hablar con usted.
Dejé de apartar nieve con la pala y me incorporé por completo, mirando a Don Emeterio con rostro interrogante y, dándome la vuelta, me dirigí al interior de la escuela sin decir nada. El me siguió.
Ya dentro de la clase, apoyado en mi mesa, levanté la vista asumiendo la dudosa bondad de la visita.
- Usted dirá.
- Un amigo me ha comentado que su hijo le contó que hace unos días se llevó todos los niños de excursión, a ver cómo el río "Aigua d'Ora" desembocaba en el Cardoner.
- Sí. Ya hace tiempo de eso. En otoño. Estudiábamos los ríos y como lo tenemos aquí cerca, pensé que sería una buena idea que pudieran ver una desembocadura.
- En cambio - prosiguió Salinas, que parecía no escuchar mis explicaciones - mi amigo le preguntó los principales afluentes del Duero y no supo de qué le hablaba.
En seguida me percaté de sus intenciones.
- Creo que es más lógico que primero conozcan los ríos que pasan cerca de sus casas – dije en tono defensivo.
- Lo que es lógico no lo debe decidir usted. Creo que los temarios que aceptó hace dos años son bastante claros - decía don Emeterio, ignorando mis argumentos.
Estuve a punto de iniciar una discusión sobre la enseñanza pero, a tiempo, pude vislumbrar su inutilidad.
- Vaya al grano, don Emeterio. ¿Qué ha venido a decirme?
Con déspota parsimonia sacó un papel de la parte interior de su chaqueta y me lo acercó.
- Envié un informe al Gobernador Civil y este lo remitió al Ministerio de Educación recomendando tu traslado. El viernes llegó la orden al Ayuntamiento y me lo han dado a mí por si quería tener el placer de entregárselo - me dijo con cruel cinismo.
- ¿Un traslado? Pero, ¿por qué lo ha hecho? - pregunté reteniendo la rabia interior que se apoderaba de mí por momentos - Hace cinco años que dedico las veinticuatro horas del día a la enseñanza de los niños de La Coromina.
- Por eso mismo. Ya es hora de un cambio de aires. En la provincia de Palencia hay un pueblo llamado Herrera de Pisuerga que se ha quedado sin maestro. Le esperan a usted el miércoles por la mañana. Y ya de paso conocerá uno de los principales afluentes de Duero. Buen viaje, García.
Y con este falso cumplimiento se puso el sombrero y salió de la clase sin cerrar la puerta, al ver que llegaban los primeros niños rebozados de nieve, más por las bolas que se habían lanzado que por los copos que seguían cayendo. Todos iban tapados con tanta ropa como tenían y, apenas entrar algunos se apresuraron a vaciar de nieve los zapatos agujereados y así evitar la hipotermia de algún dedo.
Me senté en mi mesa sin saludar a ninguno de los niños que poco a poco iban llegando a la escuela. Se me había caído el mundo encima. Tenía todo el lunes para encajar la situación, dejar la escuela en condiciones para el maestro que llegara y despedirme de todos. No había hecho grandes amigos en La Coromina, pero creo que me he había convertido en un maestro popular y todo el pueblo me apreciaba. Pero, ¿y Dolores? Hacia dos domingos que, saliendo de la iglesia, conseguí compartir con ella un paseo de diez minutos ante las miradas complacientes del algunos vecinos y la presencia, ocho o nueve pasos por detrás, de su madre. Con diferencia, el mejor rato desde mi llegada a La Coromina. En cuanto llegara la primavera tenía previsto pedir permiso a su padre para salir con ella y, aunque faltaban meses, ya tenía elegida la ropa que ponerme y pasaba largos ratos ensayando el discursito que pensaba soltarle. Pero entonces todo se iba al traste. Todos los planteamientos de vida entera que me había montado en dos semanas se esfumaban de repente por el capricho de los caciques.
Pasé casi toda la mañana en silencio. Mandaba trabajo a los niños y volvía a sentarme para zambullirme otra vez en esa corrosiva tristeza que hacia aflorar mis instintos mas agresivos.
- Si le hubiera soltado un palazo cuando lo tenía delante ...
A la hora de salir pensé que no podía dejar marchar a los niños y niñas sin despedirme. No hacerlo, solo significaba revelarse contra todo, ignorando a los únicos que no tenían ninguna culpa. Hacerlo, en cambio, era doloroso.
- Escuchadme un momento - dije mientras empezaban a recoger plumas y libretas - Os tengo que decir algo muy importante.
Todos se quedaron en silencio. Yo también. Mirando los rostros inocentes recordé que fue más o menos a su edad cuando decidí que de mayor sería maestro. ¿Vocación, quizás? ¿Puede una vocación desgarrar un sueño de vida?
- ¡Ni hablar!
Cogí mi chaqueta mientras los niños continuaban expectantes a aquello tan importante que debía decirles.
- Abrigaos bien. Hace mucho frío – dije finalmente.
La cara de decepción se apoderó de ellos. Esperaban recibir alguna noticia del tipo "mañana no habrá clase" o similar. Todos fueron saliendo mientras los miraba sabiendo que no les volvería a contar nunca más qué ríos son más importantes, o cuáles son las cordilleras que más les interesan. Todos aquellos niños volverán a clase, pero yo no.
Al mediodía dejó de nevar y en el cielo empezaron a aparecer tímidas pinceladas de color azul. Decidí que dedicaría la tarde, y si era necesario, la noche, a luchar para poder seguir al lado de Dolores. Renunciaría a ser maestro y buscaría la manera de poder quedarme a vivir y trabajar en La Coromina.
Lo primero que hice fue ir a pedir trabajo a la mina de potasa. Pagaban poco, pero la empresa era grande y crecía. Me echarían del piso que ocupaba, reservado para el maestro, pero ya entraría como huésped en casa de algún vecino, o alquilaría alguna habitación. Mis condiciones de vida, ya bastante duras por sí mismas en aquellos años de posguerra, empeorarían, pero el solo hecho de poder seguir cerca de Dolores lo minimizaba todo.
Mi problema, sin embargo, era que no tenía experiencia en ninguna de las tareas relacionadas con la empresa minera.
- Ven mañana- me dijo un encargado, después de rogarle trabajo como si fuera limosna - Empezarás de aprendiz en la carpintería.
Ser aprendiz significaba cobrar casi nada, pero lo más importante era poder entrar. Una vez dentro, ya intentaría ir progresando hacia empleos menos duros y más valorados haciendo valer mi capacidad intelectual.
Por otra parte, debería posponer la visita al padre de Dolores y continuar el "cortejo puntual" una temporada más, hasta haber conseguido algún ascenso que me asegurara una economía suficiente para poder aspirar a casarme con ella y poder mantenerla.
El maestro dejaría de serlo, pero seguiría viviendo en La Coromina. El maestro era inocentemente feliz.
El sol, que logró asomarse justo antes de esconderse, dio paso a una noche serena que comenzó a helarlo todo. Las calles nevadas de La Coromina se endurecieron y el peligro de lastimarse hizo que casi todo el mundo se cerrara en casa y se acurrucara cerca del fuego, apurando leña para no tener que salir a buscar antes de que se fundiera la espesa capa de nieve que cubría los bosques de alrededor. A mí me quedaba muy poca, pero la estaba haciendo quemar con suficiencia consciente de que seria mi última noche en aquel piso.
- El que venga, que se busque la vida - pensaba.
Alrededor de las ocho, estaba ordenando mis cosas para preparar un incierto traslado hacia no sabía dónde, cuándo alguien llamó a la puerta.
- ¿Quién es? - pregunté con voz enérgica, asustado, consciente de la rareza de una visita a esas horas y con las calles en aquellas condiciones.
- Soy Dolores – dijo una voz detrás de la puerta.
Con el corazón latiendo con fuerza exagerada, más que el día del paseo, me levanté corriendo a abrir. Cubierta de bufandas y pañuelos para protegerse del frío y al mismo tiempo pasar desapercibida, Dolores no se atrevía a entrar y esperaba en el rellano de la escalera, temblando y con los ojos húmedos.
- Sólo he venido a despedirme – dijo con voz insegura.
Sonriente y cogiéndola de la mano la invité a entrar, cerrando la puerta tras ella. Con tanta educación y respeto como me permitía la inesperada situación, la ayudé a desenvolverse la cabeza hasta dejar su maravilloso pelo castaño a la vista. No me lo podía creer. Estábamos los dos solos en mi casa. Nadie nos vigilaba y la tristeza que acompañaba a Dolores se esfumaría al saber la decisión que yo había tomado.
- Mañana empiezo a trabajar en la carpintería de la mina, Dolores. No me voy. Me quedo en La Coromina - dije, contento, esperando en ella una reacción alegre.
Dolores se sorprendió, me miró y echó a llorar desconsoladamente sobre mi pecho, cogiéndome los brazos con rabia y apretándolos contra su cuerpo.
- No llores. Todo saldrá bien y podremos continuar juntos - decía yo.
- Mi padre no quiere que hable contigo - dijo sollozando.
- Ya le convenceremos, no sufras.
- Ayer por la tarde me comprometió con otro hombre.
Eso me paralizó. Asombrado, no sabía qué decir mientras Dolores continuaba con su llanto amargo y doloroso.
- Da igual. Lucharé por ti. No me daré por vencido - dije con inconsciente valentía.
-¿No lo entiendes? – dijo ella - Me han comprometido con el hijo de Emeterio Salinas. ¿Quieres luchar contra él? Te han trasladado para quitarte del medio. Vete Jaime. Aquí morirás de pena y dolor. Olvídate de mí y de La Coromina y empieza de nuevo.
Me besó en la mejilla, dejando una lágrima como único recuerdo y se marchó sin volver a mirarme.
El maestro no dejó de serlo. Dejó La Coromina y se convirtió en el maestro de unos niños que tenían la suerte de vivir al lado de un río importante.
Udura
UNA CITA PERFECTA
Aquél iba a ser el día o aquélla iba a ser la noche, qué importaba. Todavía no había amanecido pero a él le daba igual; ni siquiera había dormitado unos minutos, así que la posición de los astros tampoco era muy relevante. Porque aún faltaba mucho para que amaneciera, pero iba a verla, hablar con ella, tal vez olerla, quién sabía, mil cosas. Llevaba horas perfectamente vestido sentado en la penumbra de su dormitorio, junto a la ventana. Hacía ya un buen rato que los coches que cruzaban el horizonte, trazando a velocidad uniforme la gran curva de la nueva ronda de circunvalación, lo hacían de uno en uno y a intervalos imposibles de medir. Los veía aparecer por el este con sus luces blancas y luego se esfumaban en la oscuridad durante un segundo, para volver a materializarse transformados en resplandores rojos que miraba empequeñecer y empequeñecer hasta extinguirse para siempre. Eso era todo. Sin contar lo de dentro de su cabeza, claro. No había puesto música para acompañarle. No había hojeado un libro. Simplemente disfrutaba de la espera contemplando la porción de extrarradio nocturno que le ofrecía su ventana y escuchando cómo su propia voz le recitaba sus mejores deseos. En alguna ocasión le pareció que lo hacía en voz alta, pero no se preocupó de cerciorarse. Lo que sí comprobaba a menudo era la hora. No transcurrían diez minutos sin que se sacara el móvil del bolsillo e hiciera que la pantalla se iluminara en un color azul hielo que le gustaba. Con la misma frecuencia estiraba el cuello y miraba hacia la calle, receloso de que la mala suerte decidiera burlarse de él. Pero todo iba bien ahí abajo. Todavía faltaba un rato para que llegara el momento. La parada del autobús seguía solitaria. Envuelta en la iridiscencia pálida que emitían los neones que alumbraban la publicidad incrustada en la marquesina, parecía un escenario del futuro. En el póster, un tipo demasiado perfecto para pisar La Tierra del siglo XXI lucía unos calzoncillos carísimos, hiperelásticos, de diseño. Esa clase de ***** fashion-light-cool a treinta y seis euros la unidad era lo que les metían por los ojos a los ciudadanos condenados a usar el transporte público a diario. Y también a él, que llevaba toda la noche esperando con miedo su modesto momento de gloria. Toda la noche o toda la vida, sólo él lo sabía. Se sorprendió preguntándose si un equipo de publicistas habría cobrado montones de euros por colocar la **** de aquel modelo exactamente en esa posición. Y en seguida se levantó de la silla. Dio unas vueltas a la habitación mientras se planchaba la ropa con las palmas de las manos y sacudía la cabeza mirando al suelo. Intentando convencerse de que ese tipo de pensamientos extraños era lo que le hacía ser un tío extraño. Se detuvo, hurgó en sus pantalones y el móvil volvió a pintar la habitación de un aire azul desvaído. Ya sólo faltaba un cuarto de hora para las cinco y media. Comprobó por enésima vez que la parada permanecía tranquila y se dirigió al cuarto de baño. Y empleó esos últimos minutos en observar con detenimiento su reflejo, en perder el tiempo al trazar planes de última hora con la esperanza de mejorar su aspecto. Pero cualquier pequeña modificación que aplicaba a su pelo o cualquier recorte en su barba rala le parecía que empeoraban su imagen anterior. Acabó optando por meter la cabeza bajo el grifo y secarse/despeinarse con la toalla. Luego se envolvió en una nube de desodorante y no pudo evitar pensar que todo aquello era innecesario y ridículo. Pero no tanto como abortar la operación a estas alturas. Aunque sólo fuera por no haber pegado ojo en toda la noche, la situación exigía cierta culminación. Así que ahí estaba: sentado en la parada desde hacía unos minutos, medio encogido por el frío que condensaba su aliento en fugaces nubes blancas, cuando escuchó unos pasos que se aproximaban. Buscó una postura natural en el banco de metal o plástico, lo que fuera. Cruzó las piernas de modo indeciso y al instante las separó con un gesto aún más vacilante. Quería parecer tranquilo pero notaba sus músculos tensos como alambres. Mientras se removía sobre la superficie helada se lamentó de que ningún coche hubiera aparcado esa noche en el carril bus; le habría venido bien revisar su apariencia reflejada en una luneta. O tal vez no. Tal vez eso habría aumentado su inseguridad. Sí, probablemente, se dijo. En cualquier caso, dejó de preguntarse sobre esto y todo lo demás cuando se dio cuenta de que los pasos resonaban ya muy cerca. Un segundo después ella aparecía por detrás del cartel anunciador. Iba distraída, rebuscando cualquier cosa en su bolso, y se sorprendió de modo demasiado evidente de ver a alguien en la parada a esas horas. Y dudo, también de manera muy visible, si sentarse en el banco. De manera tan visible que hasta él se dio cuenta de la indecisión de la chica y se sintió todavía más incómodo, estúpido, extraño de lo habitual. Ella optó por permanecer de pie a unos cuantos metros de él, arrebujada en el interior de su abrigo. Vista de cerca le gustaba lo mismo que desde la ventana. En un arrebato de audacia pensó en levantarse y entablar una conversación intrascendente con ella. El frío, las deficiencias del transporte público, lo inmorales que son algunos horarios laborales. Cosas así, para parecer alguien normal. Pero se limitó a permanecer sentado y decir un Hola avergonzado en un momento en que ella pareció mirarle de reojo. No le quedó claro si la chica le había contestado. Sí, una rápida nubecilla de vaho había salido de su boca, pero podía haber sido la materialización de un suspiro de tedio o simplemente su respiración. Y ya no hubo tiempo para aclararlo. El autobús llegó y la chica se escupió algo en la mano y lo tiró a la papelera. Luego subió al bus sin despedirse. Tampoco lo miró desde detrás de las ventanillas empañadas. Él se quedó un rato viendo cómo se alejaba el vehículo. Era bonito, un luminoso oasis de calefacción rodando sobre el asfalto mojado la ciudad oscura y fría. Se preguntó dónde iría. Cuando lo perdió de vista se levantó, se dio unas palmadas en sus mulos ateridos y se acercó a la papelera. No le costó demasiado encontrar el chicle. Aparentemente de fresa ácida y recubierto de ceniza, una cáscara de pipa y una serie de pequeños fragmentos no identificables. Impregnado en saliva fresca y caliente, brillaba a la luz de las farolas. Subió a casa sosteniéndolo entre el índice y el pulgar. Se sentó de nuevo junto a la ventana y se metió la masa en la boca. La masticó. Los jugos y los tropezones se esparcieron por su paladar. Justo antes de quedarse dormido pensó que aquél era el sabor del amor.
Rojo13
EL PACTO
A los diez minutos de conocerse, obnubilados por la pasión, Marta y Julio hicieron un pacto de mutua sinceridad. "Nos lo diremos siempre todo. También lo malo. Porque callar es peligroso. No dejemos nunca que el silencio nos separe". Eso dijo Marta durante la vorágine del beso inicial. "Tienes mi palabra", respondió Julio febrilmente, convencido de que aquella era la mejor opción posible. Acto seguido, se fundieron en un abrazo asfixiante.
Diez años más tarde, con la pasión algo maltrecha, aún mantenían su pacto a rajatabla.
-¿Sabes, cariño –dijo él abriendo un yogur caducado- hoy apenas te deseo. Pero no debes preocuparte, ya me ha pasado otras veces y no es grave. Aunque podría ayudarme un poco que te depilaras con más frecuencia. También que perdieras algo de peso.
-Lo siento, querido –dijo ella removiendo con desgana su café- pero no haré ningún caso a tus indicaciones. Como sabes, nunca has sido una persona demasiado inteligente. De hecho, si no fuera por mi extraña fijación hacia el matrimonio, te habría abandonado hace siglos.
Pronto comprendieron que su relación naufragaba y buscaron ayuda. Una amiga de Marta les recomendó un psicólogo experto en parejas quebradizas, al que acudieron de inmediato.
El psicólogo fue tajante: "La relación peligra por un exceso de sinceridad. Les aconsejo silencio. Ni por asomo se digan todo lo que piensan. Acostúmbrense a hablar poco e intercambiar únicamente frases cordiales. En caso de necesidad, tendrán que desahogarse por escrito a espaldas del cónyuge. Secretamente, digamos. Aquí tienen dos cuadernos, donde podrán anotar sin peligro aquello que omitan en sus diálogos de pareja. Les deseo mucha suerte". Antes de irse, Marta y Julio cogieron con aprensión sus respectivos cuadernos mientras el psicólogo acariciaba un pingüino disecado que tenía sobre la mesa.
Durante meses, siguieron con rigor la terapia. Y la comunicación entre ambos se volvió más afable. Aunque también más escueta. A lo sumo, dos o tres frases raquíticas frente al televisor alguna noche. El resto del tiempo lo dedicaban a anotar minuciosamente en sus cuadernos lo que no se decían. Pero los cuadernos comenzaron a multiplicarse exponencialmente, ocupando habitaciones enteras (el desván, el estudio, la cocina).
Hasta que al final no quedó espacio para Marta y Julio.
Luder Velipuolii
EL CRIMEN
A pesar de estar próxima la última hora vesperal, el calor con¬tinuaba antojándoseme sen¬cillamente insoportable. Algo así como un intangible vaho, insolente y pegajoso, rodeán¬dome con tenaz in¬sistencia en una insatisfecha y evidente eva¬poración en ab¬so¬luto agrada¬ble. Por el retrovisor sólo alcanzaba a ver una in¬dolente nube de polvo, de un sucio y macilento marrón tur¬bio, desatada por la tolvanera que levantaba el vehículo.
Una inmensa alegría tremó por unos ins¬tantes entre mis manos cuando a derecha e izquierda comen¬zaron a pa¬sar veloces las desiguales hileras de los árboles. En realidad, los sedicentes árboles (por lo demás casi exclu¬sivos habitantes vegetales de aquellos contornos de hui¬diza ver¬dura), no pasaban de ser más que dos hileras de secos toco¬nes carcomidos y horada¬dos por efecto del degra¬dante clima. Sin embargo, me aliviaba tre¬men¬damente saber que tras ellos, y la pronunciada curva en insóli¬to des¬censo, apare¬cería aquel ventorrillo que tantas veces me había salvado la vida. La sequedad de la gar¬gan¬ta, una inape¬tente saliva pas¬tosa engolosada al paladar, se me hacía real¬mente in¬sufrible.
Por fortuna, allí estaba el ventorro y no un indó¬cil cam¬pamento de tuareg entre las adustas arenas. Se ex¬tendían junto a la desigual y escorzada edificación unas raquíticas matas de evónimos ornadas por la ropa interior de la dueña, que parecía estar orgullosa de la dimensión de sus carnes hasta el punto de exhibirlas sin el más mínimo decoro: dos bragas (que bien pudieran servir de tapete a una mesa camilla) y un sujetador de descomunal tama¬ño. Más atrás, esparcidas con dudosa ecuanimidad a los flancos de un enteco camino, diez o doce casas de deplora¬ble aspecto terminaban de dar al paisaje la desalentadora sensación de pobreza y desen¬canto que tantas veces había refle¬jado en mis lienzos. Suspiré con cierto alivio al bajarme del coche, diluci¬dando con agrado sobre la certeza de que sería la última vez que me ve¬ría obligado a realizar tan incómodo viaje.
Con indecible fruición (y afianzándome irremisiblemente a un tan ambiguo como evidente presa¬gio) tomé asiento en una ines¬table banqueta junto a una de las me¬sas de remendadas ta¬blas, saludando a los que como yo se refu¬giaban de los rigores del sol bajo el deshila¬chado y desafecto som¬brajo de cañizo que, inmisericorde, dejaba al resquemor del sol infiltrarse por sus abundantes brechas. Dos tipos de astroso aspecto y de rostros no total¬mente desconocidos, tras devolverme cortésmen¬te el saludo volvieron a enfras¬carse en la partida de dominó que interrum¬pieran con mi llegada evidenciando algo más que una perceptible curiosi¬dad.
Enfrente de mí la señora Engracia (tras su enorme e in¬separable vaso de ginebra) y su hija Nina, esperaban clientes. La señora Engracia era la única dama del lugar que, a lo vis¬to, se había ganado el tratamiento. Y llamar señora a tal mu¬jer no dejaba de ser un tácito eufe¬mismo o una mordaz ironía. Ex¬tremadamente vieja (o bien excesiva¬mente avejentada por la mala vida) solía usar una vestidura talar de lustroso aspecto aunque no por ello menos horrible, y un tupido velo insufriblemente ajado, que de usarlo para cubrirse el rostro por completo hubiese ganado, a no dudar, al menos en presencia. (Pocas veces había visto un ros¬tro tan horrendo y desagradable, digno de figurar en cualquier tratado de teratolo¬gía). De su enorme boca surgía una len¬gua desmesu¬rada, oscura y casi perfectamente trian¬gular, que asomaba en sus dos terceras partes a impulsos de un desacertado tic ner¬vioso.
Por el con¬trario, Nina era una joven de extraor¬dinaria y deli¬cada belle¬za. Una núbil ninfa que desper¬taba en mí un ex¬traño sentimien¬to que me desasosega¬ba y atur¬día de singular manera. Tan sólo en contadas oca¬siones había hablado con algu¬na de las dos, es¬tableciéndose entonces por toda con¬versación un simple cifrado de miradas fugaces y mono¬sílabos en contes¬tación a las más tópicas preguntas. En realidad siempre, -no sabría decir porqué- las había evitado con manifiesta pre¬mura. Era la pri¬mera vez que acce¬día, con cierta premedita¬ción, a sen¬tarme enfrente de ellas, elu¬diendo la costumbre de situarme en algún rin¬cón lo más opuesto posi¬ble.
La patrona, de serrana y excesivamente opaca presencia, sa¬lió de estampida por la estre¬cha puerta del vento¬rro, (cuántas veces creí que quedaría obturada allí, entre los qui¬cios) dándome la bienvenida con extrema vehemencia. Tras el estrujarme de rigor, (olía a sudor y cocina) tornó a entrar, proba¬blemente adivinando en un grato acto de volición mi más ferviente deseo en aquellos momentos, para volver al cabo de unos instantes con un gin-tonic cargado abundante¬mente de gi¬nebra e hielo. Mien¬tras sufría los rigores de su prolífica y exultante arenga, un muchacho de as¬pecto desaliñado sa¬lió del ventorro para acercarse diligente¬mente a la señora En¬gracia.
Recibía con paciencia los dengues de la obesa ventera, pres¬t¬ándole tan sólo la mínima atención im¬pres¬cindible para no par¬ecer descortés, sin dejar de obser¬var la escena que acontecía ante mis ojos. El muchacho, que ha¬bía puesto encima de la mesa un billete, intentaba con¬ven¬cer a la señora Engra¬cia para que accediese a pres¬tarle los estragados servicios de la joven, al parecer sin demasiadas posibili¬dades. La vieja per¬manecía inaltera¬ble, limitándose a negar con un elocuente ges¬to de cabeza mientras esbozaba una sarcástica son¬risa de desdén. Una y otra vez vol¬vía el muchacho a in¬sis¬tir acer¬cándole el billete e impe¬trándole con la mirada, sin ob¬tener la poco dable anuencia. Al rato, convencido ya de lo estéril de su propósito, estrujó el billete con salvaje resen¬timiento para marcharse visible¬mente enojado, no sin antes volcar, como por descuido, el vaso de ginebra de la proxeneta mu¬jer. Una buida mirada de la an¬ciana acom¬pañada de invec¬tivas y toda suerte de improperios reptó tras la sombra hui¬di¬za del muchacho. En el ambiente que¬dó por unos instantes la ener¬vante presencia de algo así como el re¬manente de una eva¬nescente amenaza, a todas luces agorera.
Tras tan inequívoca demostración de lo hirsuto de su carácter, la señora Engra¬cia miró sig¬nificativa¬mente a su pupila, (no sé por qué razón parte de aquella mira¬da no me pareció totalmente ajena mi persona) para adentrar¬se, con si¬giloso paso no exento de cierta altivez, en el ven¬torro.
Con precisa y disonante in¬mediatez, sentí una intensa vaha¬rada de calor asfixiándome el rostro, un ligero amago de des¬vane¬cimiento que no podía atribuir a lo caluroso del tiempo ni a la bebida. Quizá me percaté en aquel momento de que la pre¬sen¬cia in¬cierta de a¬quello que anómalamente se dejaba sen¬tir en mi interior desde hacía rato iba a tomar consistencia de in¬mediato. Sentía, por lo pronto, la leve mirada de la jo¬ven esforzándose por encontrarse con la mía, ajustada obsesi¬va¬mente y con fin¬gida convicción a las torpes evolu¬ciones en círculos del hielo al golpear descompasadamente contra las paredes del vaso. Ni siquiera me atrevía a alzar la vista. Desde hacía tiempo intuía que habría de llegar ese mo¬mento, y no me aver¬güenza el con¬fesar que lo temía pro¬funda¬mente. Había algo en la mirada de la muchacha, a menudo lán¬guida y triste, muestra de una resignación poco re¬primida, que me enternecía y desazo¬naba hasta límites ex¬tremos. Varias ve¬ces había descubierto un furtivo destello en aquellos apagados ojos, y en modo al¬guno podía permanecer ina¬ne ante tal mirada que no parecía sino encerrar una se¬creta súplica, un promiso¬rio mensaje que comprendía -no sin cierto temor- perfecta¬mente.
-¿Puedo sentarme? -Dijo desusadamente alguien con voz de mujer al otro lado de la mesa.
Pienso, aun sin poder precisarlo con un mínimo de cer¬teza, que respondí afirmativamente, o bien simplemente así lo enten¬dió ella, sorprendiéndome de nuevo cuando tomó asiento a mi lado, rozando su rodilla con la mía en un ambiguo gesto de premedi¬tación o descuido. Yo, en el fon¬do, me sentía cruel¬mente des¬plazado de toda conversación. Tan sólo llegaba a asu¬mir alguna acotación difusa, como parte de un lejano eco que llegaba a mis oídos fuera de todo contexto, revestido de absorbente de¬seo. Una obsesión represada a fuerza de fatua temperanza comen¬zaba a fluir por mis venas con pa¬radójica y elocuente voracidad.
-¿Me estás escuchando? ¿Te pasa algo? -Sus preguntas me sobresaltaron de nuevo, sacándome sú¬bitamente del ensimis¬mamiento en el que estaba inmerso. Sentía más vivaz, más pun¬gente aún aquel impulso desmedido. Un insólito prurito cuyo antídoto de sobras conocía.
Sin pensarlo más la tome de la mano, y ante la atónita mi¬rada de la ventera cogí la llave del cuarto que usaba habi¬tual¬mente de la mugrienta tabla colocada en uno de los ex¬tremos de la barra para bus¬car, sin más preámbulos, la con¬fidencia cóm¬plice de la habitación. No la idea de abra¬zar aquel deli¬cado cuerpo, ni de poseer efímeramente el fuego que se despren¬día de su misterioso halo titilante de deseo, me im¬pulsaban en a¬quel momento. Era algo más, can¬dente y de insospe¬chada vivaci¬dad. Quizá también de no propalada certi¬dumbre.
Nada más abrir la puerta de la habitación Nina se lanzó a la cama que chirrió con estridencia al recibir su peso. Su cuerpo tremaba levemente, mientras sus ojos se ba¬ñaban en lágrimas de ignoto signifi¬cado. Un penetrante olor a azahar se des¬prendía de su cuerpo cuando la atraje hacia mí, abrazándonos con des¬medidas ansias, como si una extraor¬dinaria fuerza nos atra¬jese inevitablemen¬te. Mis labios, azacaneados en rozar su bo¬ca, no se detuvi¬eron hasta en¬contrar los suyos jugosos y dis¬puestos, apetecib¬les y abiertos, fundiéndonos entonces en un largo be¬so.
No po¬dría precisar cuándo tiempo pasó. Creo que hubiese podido per¬mane¬cer allí, absor¬bido en la satisfacción más pro¬nun¬ciada, dete¬nido el diapasón elocuente del reloj de la año¬ran¬za, durante toda la eternidad, de no ser por la velei¬dad inoportuna de la cual hizo gala en aquel momento. Brusca¬mente se deshizo de mi abra¬zo. Su cuerpo inmarcesible delimitado en el eventual dintorno del bal¬cón como una unívoca pro¬yección abierta a la brisa pue¬ril del ata¬rdecer. Apoyada lánguidamente en la barandi¬lla, mien¬tras su miraba res¬balaba con una lasitud eminentemente especu¬lativa sobre las ensortijadas sombras del atardecer, dijo:
-Quiero irme de aquí. Esta noche. Contigo.
En aquel momento tuve la certeza de que la evidencia que encerraban aquellas palabras era lo que siempre había temido y ansiado de ella. Hasta aquel preciso instante había inten¬tado soterrar un sen¬timiento ya irremisible¬mente afianzado a mi corazón, hasta convertirlo en un des¬amorado e instintivo odio por el baldón que significaba su forma de vida. Com¬prendí en¬tonces que era inútil resis¬tirme a lo que parecía ser inevita¬ble.
Mientras intentaba ordenar de alguna manera mis sen¬ti¬mientos, ella decidió tomar un baño, quizá tan sólo en la certidumbre de darme tiempo a meditar. Al salir de la tosca bañera, su cuerpo semides¬nudo perlado levemente de gotas de agua hubiese eclip¬sado cualquier Venus soña¬da por el hombre. Nunca an¬tes había admirado tan per¬fecta y prís¬tina belleza. La dul¬zura dimanante de aquellos inten¬sos ojos negros cayó en mi cerebro como un turbión, ofuscando mis sen¬tidos.
Tras una frugal cena que la ventera nos sirvió en la habi¬ta¬ción (no sin dejar un mudo mensaje de desapruebo subrayado por elocuentes gestos y duras miradas marcadas de acrimonia) nos acostamos siendo aún temprano. Ni si¬quiera fui capaz de amar por una sola vez aquel cálido cuerpo que subrep¬ticia¬mente, deseaba con excesiva elocuen¬cia desde hacía tiempo. En los últimos resquicios de mi ce¬rebro se encerraban las agra¬man¬tes secue¬las de aquello que había intentado alejar en¬tre dudas y para¬dójicas conje¬turas. Quizá el anormal y ele¬vado número de lienzos arrancados a aquel poco prolijo pai¬saje de repetidos y monótonos rasgos había denunciado des¬de siemp¬re el auténtico motivo de mis reitera¬dos viajes.
Al fin, el sueño pudo derrotar la vigilia exasperante im¬puesta por mis pensamientos, pues desperté sobresaltado cuando el sol hacía ya rato que recalcinaba el maltratado pai¬saje. El sudor empapaba por completo mi cuerpo, mientras diluía levemente el acíbar renuente de una cruel pesadilla. Entonces -creo que fue entonces- constaté con asombro que ella no estaba allí. Aguardé impaciente su regreso multiplicando los se¬gundos por eternidades. Sentía una atroz compresión en el estómago y el acerbo regusto de la hiel en la garganta cuando decidí mar¬char.
Nada aparentemente fuera de lógica pude apreciar en el sa¬lón de la venta a excepción de la vacui¬dad más absoluta y la casi irreverente presencia de algunos vasos de con¬tenido aún humeante afian¬zados irremisiblemente al mostra¬dor como ine¬quívocos vestigios de una insólita premura. Pa¬seaba nervioso, intentando periclitar, o más bien exonerar de mi ánimo ex¬trañas aprehensiones. En el patio sólo el sofoco del calor hacía acto de pre¬sencia. Des¬pués de tomarme dos copas de aguardiente que hube de servirme yo mismo, aguar¬dé bajo el emparrado mientras fumaba un cigarrillo. Aquella desusada quietud parecía dar pábulo a cualquier ex¬traña y ant¬erior ¬con¬jetura almacenada en mi ce¬rebro. Dejé sobre el mostrador con cierta largueza el importe de lo que creí serían mis gas¬tos, no sin sentir un fuerte dolor en el estómago se¬guido de un amago de vómito. No dudaba de lo ur¬gente de aleja¬rme de aquellos parajes, pero tampoco me decidía cuerdamente a hacer¬lo.
Aún indeciso, cogí los lienzos que la patrona había guar¬dado detrás del mostrador y subí al coche. Lancé el vehículo a toda velocidad, estando a punto de atropellar a una muchacha que salió de im¬proviso a la carretera de de¬trás de unas adel¬fas medio secas.
Era Nina.
Sus ojos pare¬cían crepitar con un extraño resplandor de alegría que acompañaba una amplia son¬risa de su boca. No obstante, algo así como una sombra oscura atenazaba su rostro. Abrí la puerta y la dejé entrar sin pronunciar palabra. Ella se limitó a dejar un pequeño adminículo en la parte posterior del vehículo y a depositar en mi mejilla un beso que me pare¬ció un tanto frío. Al pasar por el puentecillo que cruzaba el ancho y poco cauda¬loso río, divisé a lo lejos un grupo de personas apiñadas en uno de sus cembos. Me apresuré a bajar del coche sin parar siquiera el motor. Algo extraordinario y te¬rrible había sucedido.
En el centro del lecho había un árbol caído, ya total¬mente podrido. Junto a él, en un inverosímil y desmembrado abrazo, un bulto negro se balanceaba inerte a merced de la débil corrien¬t¬e, des¬tacando con viveza un rostro inmensamente blanco y la vio¬lácea hendidura de una boca de la que sobresalía una tri¬an¬gular y desmesurada lengua amoratada.
Petrificado, exangüe, sólo acertaba a escuchar la voz de Nina que me llamaba. Volví al vehículo y arranqué con ins¬tin¬tiva premura, sin pronunciar palabra, sin dar pábulo a otras posibles dudas.
Nina miraba la carretera con pretendido in¬terés. De sus labios apre¬tados y fir¬mes, no surgió una sola palabra. Yo me limitaba a seguir a veloz marcha el sinuo¬so trazado con sorprenden¬te firmeza y fia¬bilidad. Pa¬recía como si el vehículo circulase por unos intangibles raí¬le¬s, guiado por la mano de un destino tan si¬nuoso como la carretera.
De soslayo la miraba. Su hermoso perfil reflejaba un sutil enigma del que quizá ya jamás obten¬dría respuesta. Sólo al salir de la amplia curva y llegar a la lla¬nura, desde donde ya no se divisaba el río, volvió la vista atrás. De sus inmensos ojos negros bro¬ta¬ron entonces tenues lágrimas som¬breadas de cierta luz de intensa amar¬gura y terri¬ble proximi¬dad.
Un extraño fulgor que cierta¬mente la do¬taba aún más de una increíble e inquietante belleza
Álvaro sijé
A TRAVÉS DEL BOSQUE
Llegar a su casa por la vereda o la carretera es un trayecto de cuarenta a sesenta minutos en auto o caballo... si pudiera atravesar el bosque, desde mi ventana casi puedo ver la suya, lo que nos separa es este espeso bosque, a través de él la distancia no parece superior a tres kilómetros, a buen paso y sin desvíos podría estar en su casa en quince o veinte minutos y recuperar el anillo.
En realidad no sé que me orillo a entregarle el anillo como si yo la quisiera como esposa, desde que la conozco y aun antes he sentido su mirada penetrar mi mente, imponiéndome sus deseos no expresados como parte de mis deseos y cuando ella da la vuelta me doy cuenta de mi debilidad, me fortalezco sin embargo ya no es posible cambiar los hechos ni desandar lo andado. Pero este es el punto de no retorno y no pretendo llegar al altar condenado mi vida y mi alma a la esclavitud a la cual me somete mi princesa encantadora, antes prefiero ser sacrificado y libre o prófugo de mi propia vida que vivir bajo el jugo de su amor.
Quisiera poder atravesar este bosque así como lo hace la niebla que lo puebla de norte a sur y de este a oeste, que navega sobre rodeando cada tronco de árbol negro elevándose untuoso alrededor y entre los helechos que se levantan como manos muertas desde la tierra, quisiera atravesarlo raudo como una flecha y llegar a su alcoba pero el bosque parece a veces tan impenetrable como una cortina de hierro, tan sólido como la pared de rocas del acantilado, tan frío y temible como el infierno de la mente humana.
Tomo el catalejo e intento hallarla pero ya es tarde y la oscuridad que se cierne sobre este paraje convierte en noche el atardecer, tomo entonces el rifle con mirilla telescópica nocturna y buscando un claro entre el apretado follaje de los abetos vislumbro al fin su frágil cuerpo, su pálido rostro. Ahí está mi verdugo regodeándose de mi aprisionamiento, tiemblo, ella se sabe mi dueña, planea mi sufrimiento. La luz de la mirilla le toca el pecho pero ella esta distraída y no se da cuenta, la acaricio durante unos segundos y me estremezco sé que si me topo con su mirada habré perdido la cordura final y no haré lo que debo hacer.
Me monto en el misil y atravieso el bosque hasta llegar a sus senos en los cuales abro un canal directo a su corazón para poder salir de él, dejar de ser su prisionero, su esclavo; ser al fin libre de esa pasión enfermiza que me une a ella. Ella exhala y yo soy poco a poco liberado y retomó mi camino a solas regresando de un mal sueño de mi letargo, cruzando de espaldas y a oscuras un bosque de encanto hasta llegar nuevamente a mi casa desde cuya ventana he disparado un tiro certero en contra de la mujer con quien planeaba casarme.
Ombligo de Luna
LA LLUVIA
Cada una de las sillas del teatro está ocupada por una prenda de vestir, acabo de llegar muy mojada y me he sentado en el único hueco libre.
Afuera está lloviendo, lleva lloviendo toda la semana, llueve a ratos, llueve lento, llueve rápido, llueve agua de tristes nubes grises, llueve agua dulce, llueve ácido e incluso algún exquisito paladar declararía que llueve salado. Llueve en diminutas gotas que parecen no mojar pero calan hasta los huesos.
De camino al teatro se me ha enganchado el paraguas con el de una de esas rápidas señoras que no ven a dos pasos fuera de su mundo, rasgándose por completo la tela roja. He decidido tirarlo en un contenedor y ahora estoy empapada. Con suerte he llegado temprano y podré acomodarme antes de que comience la función.
Voy al baño a secarme con papel la cara y el pelo, me miro al espejo y reconozco el error, no ha sido buena idea lo del papel porque ahora parezco a punto de ser devorada por un ejército de suaves hormigas blancas.
A la vuelta del cuarto de baño las prendas siguen inmóviles en las sillas. Mi asiento está en la tercera fila, más o menos en el centro de la sala, me doy cuenta de que es uno de los mejores sitios porque puedo ver panorámicamente todo el escenario, qué raro, pero es el único asiento que por razones obvias no sólo está ocupado por una prenda.
He tenido que salir veinte minutos antes de que terminara la clase de francés para que me diese tiempo a llegar a la función y todavía no hay nadie en la sala. Quizás la representación no sea esta tarde, últimamente ando con la cabeza en otros lugares. Busco la invitación en el bolso, no hay quién encuentre nada en esta maleta, parece mentira que necesite tantas estupideces en el día a día. Aquí la tengo:
"En nombre de la organización Tras los bastidores, tenemos el placer de invitarle a la representación de una nueva versión de El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare, el miércoles 13 de agosto...bla bla bla..."
Efectivamente me he equivocado, más bien se equivocaron los de la imprenta porque hoy es miércoles pero doce de agosto no trece.
Por qué no me ha dicho nada el tipo de la entrada, el muy cretino demasiado ocupado en mirarme el escote, todo empapadito como estaba cuando he llegado. Ni se ha fijado en la invitación. Ha dicho algo como que la función comenzaría en unos veinte minutos, de todas maneras esperaré un rato a ver, total con esta lluvia la otra opción sería pasar el resto de la tarde encerrada en casa.
La sala es linda, conserva el romanticismo de uno de esos anacrónicos teatros de barrio en el que se representan irreconocibles versiones de clásicos, nadie diría que hasta hace unos años fuese una fábrica de telas. Creo que leí en algún lado que se trataba de una fábrica textil, levantada tras la consolidación de la industria catalana hasta finales de los años setenta, cuando comenzaron a llevarse las fábricas a China y a la India y tuvieron que cerrarla. Mayores excedentes, capitalismo, globalización, siempre la misma *****.
El techo quizás sea demasiado alto, aunque con esta estructura la acústica no será mala del todo. Por un momento me imagino cómo sería trabajar día tras día en un sitio como éste, frente a un telar casi diez horas cada jornada, en plena post-guerra y recién casado con Dolors, la regordeta hija de doña Eulalia, amiga inseparable de mamá y la única que aceptó mi propuesta de baile en las fiestas del barrio del ya lejano verano de 1940.
Siempre me divirtieron estos viajes imaginarios y desplazados en el tiempo, ¡Ay Dolors qué noches de pasión pasamos en aquel pisito de la calle Regomir!. Son cortos trayectos atemporales de ida y vuelta, menos la vez que la vuelta parecía no llegar y me la pasé soñando con que era la artífice del secuestro y posterior asesinato de uno de los más despiadados cabezas de las familias florentinas del siglo XV casi tres días seguidos.
Lo peor de las reformas de las fábricas es que el resultado siempre es un edificio triste, aunque la sala sea una maravilla y esté cuidada al mínimo detalle nunca logrará librarse de la capa de nostalgia de un pasado truncado, "Factoría cerrada por traslado", "Factoría con ínfulas de teatro", "Factoría arrendada a un puñado de artistas"... ¿Dónde te metiste Pirandello?
Nostalgias aparte, el único inconveniente del teatro son estas sillas, todas de tapicería roja, muy bonitas, eso sí, pero tan incómodas que si sigo sentada mucho más tiempo acabarán con mi espalda.
Han pasado más de quince minutos y aún no ha llegado nadie. Es increíble cómo llueve, hacía años que no llovía tanto. Quizás alguien se haya enfadado allá arriba y no pare de llover en meses, no me extraña porque con este panorama cualquiera es capaz de tomarla con nosotros. Lo peor es la humedad, los huesos se quedan algo así como sin aceite, les cuesta moverse y duelen por las noches. Y el olor, olor a fruta podrida, olor a Venecia, olor a mar mezclado con semen, un agobiante olor a muerte. Esta noche tuve una pesadilla con la lluvia, y al despertarme lloviendo, pensé que tal vez ocurra como el año que en Macondo no dejó de llover y se nos quede cara de moho, las paredes encojan y la ciudad se convierta en un lodazal.
Acaba de oírse la puerta, por un momento la esperanza de compañía me perturba, pero desaparece en segundos porque simplemente se trataba de un anciano despistado en busca del cuarto de baño, pensé que sería alguno de los dueños de las prendas. Tendré que resignarme a aceptarlas como mis únicas compañeras, al menos guardarán silencio. Me fijo en el bolso rosa de mi derecha y en una chaqueta gris de un asiento más allá. Es como si cada prenda de vestir conservara la marca personal del dueño y qué raro, ese bolso rosa parece el bolso que Carol llevaba el viernes cuando cenamos en mi casa, lo recuerdo porque iba conjuntado con los pantalones y con las pequeñas piedras incrustadas en unos pequeños aros de plata que llevaba en las orejas. Por simple curiosidad miro la chaqueta gris, tal vez sea una de las chaquetas de Simón no lo sé, son todas tan parecidas y suelo fijarme más en la ropa femenina. Por el tamaño podría ser, pero Simón me dijo que el jueves no podría venir, claro que hoy es miércoles. Mejor llamo a Carol y le pregunto; ***** saltó el contestador:
- Hola Carol, soy Cris, estoy en el teatro, creo que me confundí de día pero no sé. Y vosotros ¿dónde estáis? Llámame luego, Ciao.
- Silencio, el ensayo va a comenzar.- Se escucha tras el telón.
- Perdona, no sabía que estabais ahí.- Mi voz resuena por toda la sala.
La cosa comienza a pintar bien, me gustan los ensayos, con sus bromas, confusiones, risas y meteduras de pata, que la impecable falsedad de la función intenta evitar. Además si veo la función esta tarde mañana no vuelvo, prefiero a Mdme. Lacourt y sus estrictas lecciones de passé compossé: Je suis allé(e), tu es allé, il est allé ...
Qué diferente es todo en los ensayos, con el telón a medio subir y los actores medio disfrazados, si no fuera por el chillido de esas dos goteras del escenario, debieron poner toallas para recogerlas y no cubos metálicos, casi no escucho nada con el goottteeeeooooo.
- Cris, despertá, te dormiste, boluda.- Ángel me toca el hombro y del susto pego un salto en el asiento.
- ¿Eh? ¿Qué pasa?
- Que te dormiste, la función recién va a empezar.
- Una mala noche, la lluvia no me dejó dormir.
- ¿Qué decís? Hace que no cae gota desde mitad de febrero y calláte que ya aparecen Teso e Hipólita.
- Pero...
- TESEO: Bella Hipólita, nuestra hora nupcial ya se acerca: cuatro días gozosos traerán otra luna. Mas, ¡ay, qué despacio mengua ésta! Demora mis deseos, semejante a una madrastra o una viuda que va mermando la herencia de un joven.
- HIPÓLITA: Pronto cuatro días se hundirán en noches; pronto cuatro noches pasarán en sueños, y entonces la luna, cual arco de plata tensado en el cielo, habrá de contemplar la noche de nuestra ceremonia......
Sigo sin entender nada, Carol a mi derecha rebuscando desesperadamente algo en el bolso rosa, Oberón en el escenario y de fondo el molesto tintineo de una lluvia que no puedo dejar de escuchar.
Lucia belano
LÁGRIMAS EN ARENA
Sola en casa, Amalia no puede desviar la mirada perdida de una de las ventanas de la sala; fuera llueve a mares, pero esa lluvia embravecida es un mar que no le trae a Alonso de vuelta, que no le arroja a descansar en sus brazos después de otra dura jornada de trabajo en la barca, y encima anochece tras el cristal donde pega la frente y las manos extendidas, y el vaho deja una señal que se enciende y se apaga en vano, inútil como la luz de un faro que alumbrara un océano desierto. Además el tiempo vuela aunque a Amalia se le haga eterna la espera; comienzan a brillar las farolas en la penumbra de las calles vacías del pueblo, de repente un relámpago le ilumina la cara, arrebatada da media vuelta y atraviesa resuelta el pasillo, coge su chubasquero del colgador atornillado en el envés de la puerta de la casa, abre y cierra a su espalda con un portazo.
Amalia se sumerge en el furioso diluvio cubriéndose con la capucha y al doblar la esquina camino de la playa empieza a andar a fuerza de piernas contra el viento de levante, que le azota el rostro con un látigo de nueve colas de agua y la frena entera pero no la vence, así que alcanza el paseo marítimo, se detiene, mira a su derecha y a través de las olas que caen del cielo y rompen en la acera observa el viejo caserón que desde que ella tiene memoria acoge a la cofradía de pescadores, cerrada. Esto debería sosegarme, se dice, porque de ahí no se marcha nadie hasta que ficha el último colega, pero entonces... ¿¡Dónde se ha metido mi marido!? Y comienza a pensar lo peor. ¿Y si la barca se ha ido a pique, un compañero le ha encontrado en alta mar a la deriva, exhausto y congelado, y le ha llevado a urgencias para que le hagan entrar en calor? ¿Y si ha naufragado y se ha hundido antes de que pudieran salvarle? No, no, no puede ser, todo el mundo le estaría buscando; no permitirían que el piélago les derrotara sin lucha, no se rendirían hasta hallar los restos de la catástrofe o el cuerpo...
De un golpe de timón Amalia aleja de sí aquella imagen funesta, reanimada pisa la arena, atraca en la orilla y entorna los ojos para escrutar mejor el horizonte mientras la tormenta le acribilla la cara, pero la noche viste de viuda por una gaviota petroleada y la vista se pierde en la oscuridad mar adentro. Ella intenta calmarse de nuevo, convencerse de que vive una cruel pesadilla de la que despertará en cualquier momento con Alonso a su lado sano y salvo, pero en seguida se reconoce incapaz de aquietar la zozobra de su mente, de ahogar los fatales presagios que vuelven a tenerla en vilo. ¿Y si la barca? ¿Y si él? ¿Y si una pérfida sirena?
A Amalia se le va la cabeza, las lágrimas pugnan por asomarse a la playa, ella se muerde los labios para que el llanto no le aborrasque la mirada, entonces siente un nudo marinero en la garganta, la presión en el pecho que le impide respirar, un grito contenido en las entrañas, violentos temblores que la agitan desde los hombros hasta las yemas de los dedos de los pies, y estremecida ruega a un Dios en el que no cree, con voz convulsa, que no le haya ocurrido nada malo a Alonso.
Solo en su barca, Alonso arranca el motor fuera borda y pone rumbo a la costa. El crepúsculo empieza a dorar un mar que pronto cesará de ser balsa de aceite; el viento del este arrecia y por el cielo se avecina el temporal.
El pescador alcanza la playa cuando ya llueve a mares y aunque la corriente marina le ha apartado unos metros del punto donde suele atracar en tierra firme, salta a la orilla, arrastra a fuerza de brazos el bote hasta la arena que no acostumbra a empapar la marea, recoge sus bártulos de la cubierta, le da media vuelta a la barca y ahí la planta, de vuelta a casa.
Protegido por el chubasquero del bravo oleaje que le embiste a traición, a Alonso parece propulsarle el levante al paseo marítimo, sin embargo allí se detiene, mira a su derecha, se levanta un poco la capucha con la mano izquierda y a través de la colérica tempestad que se lanza contra las oscuras calles desiertas del pueblo ve el viejo bar donde suelen reunirse algunos compañeros a maldecir la faena, abierto. Amalia quizá se preocupe, se dice, porque ya anochece, pero... ¡Un día es un día, diantre!
Alonso pisa la acera mojada, se acerca al refugio que hoy le va a resguardar también de las ráfagas de agua con que ahora le ametralla el viento francotirador apostado en la fosca, empuja la puerta, sano y salvo entra, en el televisor juega España, se sienta en un taburete, se acoda a la barra y pide un sol y sombra.
-Oye, ¿ésa que baja por ahí no es tu mujer? –le apunta un colega.
De un trago Alonso apura la copa, paga, desciende de su asiento, tira de la puerta, sale del bar, mira a su derecha, reconoce el chubasquero de su esposa que se apresura en la playa, camina a su estela, se le aproxima en silencio, por la espalda la abraza sin mediar palabra y ella que hasta ese instante ha conseguido contener las lágrimas a duras penas, empieza entonces a deshacerse en llanto, resbala entre los brazos de su marido, cae hecha charco, comienza a filtrarse en la arena, al fin desaparece y queda Alonso estupefacto, solo y de luto.
Ala chica
UN ACTO SENCILLO
Una voz llorona al otro lado del teléfono, dice:
—Mamá me cogieron.
— ¿Qué paso?
—Iba para el concierto de Metallica y el mono se agarró con unos tombos.
— ¿Cómo así? ¿Qué estás diciendo?
—Y luego Felipe se metió a defenderlo y le pegaron.
—Como así, Natalia, qué paso ¡hágame el favor!
—Y el flaco también se metió, mejor dicho todos nos metimos y nos cogieron y nos llevan en una camioneta.
— ¿Y ahora en dónde estás?
—En una camioneta te estoy diciendo.
—¿Y para dónde te llevan?
—Para la UPJ.
—¿Qué es eso?
—No sé, es como una cárcel provisional.
—Natalia por favor habla en serio.
—Es en serio mamá, me llevan a la UPJ (sollozos).
— ¿Dónde estás, por qué lado?
—Déjame miro... Vamos como por la treinta, creo... Oiga espere qué le pasa, suelte mi teléfono, no sea abusiva.
—Natalia, Natalia, háblame.
—Mamá... mamá me están...
Martha tira las sabanas al piso, se levanta y camina por la habitación golpeando libros, revistas y ropa. Enciende la luz y marca al celular de su hija: ...tendrá cobro a partir de este momento. Siente el viento frío de la madrugada. Siente que el apartamento está vacío porque su hija, su pequeña niña recién salida del colegio está afuera. Hace las llamadas que puede y nadie la ayuda. Siente deseos de llorar pero no puede.
Por las llamadas que hizo se entera que la UPJ es un sitio inmundo en el centro de la ciudad a donde llevan, sin discriminación, a todos los infractores o aquellos que la policía sienta que deban pasar una noche encerrados por cuenta del estado. Llama a la UPJ y le informan cordialmente que su hija saldrá en veinticuatro horas, tal vez menos, pero que tranquila que estará separada de los hombres, por el momento junto a otras quince mujeres. Un sargento, lapidario, le dice:
—Mi señora no hay nada que yo pueda hacer. Con mucho gusto le colaboraría pero no se puede.
Y le da la dirección de la UPJ:
—Eso se ve de lejos, es la puerta naranja grande en la trece con treintaitrés, por el ladito de trasmilenio mi doña y si viene no venga sola porque es peligroso.
¡Claro que Martha irá a ver a la niña! Toma el carro que tiene parqueado en el garaje de un edificio de diez pisos del norte de la ciudad, donde los celadores pasan sus rondas mientras ella piensa que hacen muy poco por el barrio. La zona se ha venido a menos por estar rodeada de barrios de invasión. Personas que se asentaron y que Martha mira con desprecio porque quieren tener lo que a ella le ha costado años y años de sacrificio y cuotas en el banco que aún debe. Gente que se tomó por asalto aquella tierra y han construido viviendas que después de un tiempo tendrán agua, luz y teléfono, allí, muy cerca del estrato cinco de Martha en donde ella paga servicios costosos.
Mientras acelera por la circunvalar piensa que hubiese sido mejor haber cogido un taxi, pero no quería tener que justificarse con un taxista morboso. Ella es una mujer de cuarentaicinco años, hermosa como pocas, alta, desgarbada con una delgadez casi anoréxica pero revitalizada por unas caderas protuberantes y unos ojos azules que miran profundo como el océano. Se sabía de memoria la lascivia de los taxistas y su preguntadera: ¿Para dónde vas belleza? ¿Qué haces a esta hora por aquí tan solita? ¡Pendejos!, qué piensan que les voy a sonreír y a mirarlos con deseo. Idiotas. Ni en sus sueños. Acelera el pedal hasta llegar a los noventa kilómetros por hora; no hay congestión pero aun así sigue pensando que fue mala idea traer el carro.
Mientras enciende un cigarrillo se imagina a su pequeña. Recuerda lo que le acaba de decir su esposo: ese sitio es una porquería, una especie de cancha grande, casi un coliseo en donde meten a hombres y mujeres separados por una reja. Allí van a parar todos los subnormales de esta ciudad, todos los ñeros, ladrones, gamines, indigentes en fin toda la escoria. Eso dijo. Se imaginó a su pequeña, aterrada. Su hija, estudiante de ingeniería en una universidad privada. Tendría miedo, frío y hambre. Lamentó no haber traído una chaqueta.
Había hablado con un general viejo amigo de su padre y le había dicho que eso era bueno para el carácter de la niña: He sabido que es muy rebelde Martha, a lo mejor eso le ayuda, sólo es una noche, no le va a pasar nada. No le respondió pero hubiera querido decirle muchas cosas. Pensaba en su niña, su pequeña, y recordó las peleas diarias, la tirada de platos y ollas, los gritos, el sarcasmo y el odio, los reclamos.
El auto iba veloz. Era rojo, deportivo, del año, y podía alcanzar cien por hora en una curva como si nada. La cabellera rubia de Martha se movía con el viento de la madrugada. Fumaba. Pensó en su niña rodeada de indigentes pidiéndole cosas. Tratando de robarla. Quizá se masturbarían cerca de la reja mientras su niña cerraba los ojos, mientras se untaba de ese olor asqueroso y oía aquellos gemidos, acurrucada en una esquina de ese patio. Esos hijueputas podían verla, pensar en ella, decirle monita, mamacita.
Los odiaba, odiaba el mundo, odiaba la ciudad, odiaba a su hija por meterse en problemas y hacerla levantar a estas horas, odiaba haber traído el carro, odiaba sentir ese frío de cristal cortado que le golpeaba el rostro a las 3 de la mañana, odiaba no haber abortado cuando tenía veinticinco años, odiaba haber perdido la beca de especialización en Francia, ahora estaría peor o mejor, qué importa. Odiaba este país de *****. Odiaba madrugar a trabajar y maquillarse en la baño todos los días y gastar dinero en joyas y artilugios para parecer más bella. Odiaba que su cigarrillo se hubiera acabado, odiaba que su **** marido la tratara durante años como a una ****, que la hubiese usado de esa manera. Odiaba a su padre y a su madre por haberla metido en esta vida de ***** como gerente de un banco, a comer *****. Odiaba a sus jefes, morbosos que le miraban el culo a la menor oportunidad. Odiaba que le cogieran las tetas duro, así fuera en medio del placer. Se odiaba a sí misma. Odiaba no poder llorar como quería, odiaba esa única lágrima, diminuta, que se deshizo contra el marco de la ventana.
Al fin llegó, parqueó al frente de la puerta inmensa de color naranja. En una caseta cercana compró comida y le dio 10.000 pesos adicionales a la mujer, para que le cuidara el carro. Aunque vestía casual, Martha atraía todas las miradas. Ella y su jean apretado que delineaba sus bellas formas resultado de muchos años de gimnasio y buena dieta. Ella con sus ojos azules y su furia de madre.
En la puerta gigante y anaranjada, Martha increpó al auxiliar de policía que hace la guardia:
—Hágame el favor y déjeme hablar con quien esté a cargo.
El muchacho la miró burlonamente. Algunos la ven con la resignación de los que ya intentaron todo preguntando por sus seres queridos. Martha mira fijamente al patrullero, y aguarda. Él la remite a su sargento que es una mujer madura y malgeniada, casi de la misma edad que Martha. La sargento la mira con desdén y en un listado confirma que sí, que Natalia Prada, la hijita de Martha, está detenida en la UPJ. Martha le agradece la información.
Un acto sencillo.
Martha toma a la sargento del cabello y la golpea contra la pared, varias veces, la golpea en el rostro y, finalmente, le da un rodillazo en la pelvis y la tumba, justo antes de que dos agentes se abalancen sobre ella.
Martha golpeó a la sargento, con decisión, pero no tan violento como para que le levanten cargos, apenas lo necesario para que la encierren en la UPJ de doce a veinticuatro horas, lo suficiente para encontrarse con su hija y protegerla, como debe ser.
Bruno dexter
DOS LÍNEAS PARALELAS SE TOCAN LEJOS
Las olas incesantes lo arrancaron de su inconsciencia. Entreabrió los ojos y descubrió que la noche envolvía sin clemencia a la costa, testigo furtivo de la tempestad silenciosa. Confundido y con gran esfuerzo, se puso en pie, sosteniéndose con dificultad sobre sus piernas que temblaban con arrítmica fuerza. Sentía la arena mojada asentada en su cara, y en la boca, el sabor amargo del agua salada. Quiso recordar, pero fue en vano: su pasado era borroso e inconciliable. Estaba desorientado y le fue difícil mantener el equilibrio al coordinar su cuerpo, pero se decidió a caminar por ese sendero de arena que se anunciaba incierto a orillas del mar. Era una noche sin cielo: las estrellas brillaban sin censura y la luna alumbraba con una intensidad imperturbable; a sus espaldas se proyectaba una sombra que copiaba con lealtad sus movimientos. Su desconcierto no le permitía advertir que su ropa húmeda le pesaba, ni que llevaba un puñal en la mano, y hurgaba vagamente en su memoria la sucesión de recuerdos que explicara su situación. Se sentía observado. A su derecha, bailaban imponentes las olas impecables de azul marino, que se elevaban hasta donde vuelan las aves, y descendían con furia y soberbia hacia la arena. A su izquierda, se encontraba la vegetación ignota, la selva verde, la flora expectante. Su ansiedad se intensificaba con los ruidos de la noche, provenientes del mar inquieto y del follaje clandestino. Gotas de sudor emanaban vacilantes de sus poros, su mirada nerviosa tropezaba con imágenes del pasado y de a ratos corría y se detenía para mirar atrás, pero sólo alcanzaba a ver la playa solitaria manchada de un camino de huellas y su sombra, enervante y simétrica a su posición. Se tranquilizaba pensando en que pronto amanecería y que entonces todo sería más claro, pero el tiempo transcurría, y la oscuridad se dejaba aglutinar por la luz de la luna que se arrellanaba en la noche eterna. Su cuerpo, efigie de la paranoia, resentía el cansancio que le implicaba desplazarse en esas condiciones, pero en su momento le pareció descabellado y absurdo descansar en medio de lo incierto; mejor hubiera sido renunciar.
Nunca divisó indicio alguno de civilización en donde pudiera pedir auxilio, y si siguió avanzando, fue por puro instinto, pues el hambre y el delirio comenzaron a carcomerle la conciencia. Y se sintió débil e indefenso cuando al voltear hacia atrás, su sombra, con puñal en mano, levantaba hipnotizador el brazo oscuro y lo blandía con elegancia, nefasto e impío, ante el grito de horror ahogado en la arena, mojado de espuma y sangre.
Jerónimo Cienfuegos
NI SE COMPRA NI SE VENDE
Mi pueblo está situado justo al pie de una gran montaña rocosa. Es un lugar
privilegiado, incomparable...Ni el mejor fotógrafo, ni el mejor pintor del mundo
podrían plasmar tanta belleza en sus obras. El aire puro, el canturreo de los pajarillos, el
aroma a tomillo y romero impregnan el paisaje.
A la gente del pueblo les gusta ir a la montaña a pasear, a recoger espárragos,
palmitos...Los niños del colegio van de excursión y la romería también la celebramos
allí. ¡En fin! Todos disfrutamos de tan bello lugar.
Un día llego al pueblo Don Tiburcio, un señor muy rico y poderoso, con su
administrador. Tenía grandes mansiones, hoteles, coches de lujo y también era gran
aficionado a la pintura. Le gustaba coleccionar cuadros. Todo lo que se proponía lo
conseguía , ¡Claro, con tanto dinero!
Este señor quería comprar la montaña, para construir una cantera y multiplicar su
fortuna. Fueron a hablar con el alcalde del pueblo y el alcalde les respondió:
-Mire usted, Don Tiburcio, la montaña es del pueblo, por lo tanto no es competencia
mía, es competencia de los habitantes el pueblo.
El administrador le dijo a Don Tiburcio en voz baja:
-A estos paletos, en cuanto le hables de dinero, seguro que dicen que sí.
Entonces, Don Tiburcio, le propuso al señor alcalde reunir a todos los habitantes del
pueblo, para hablar con ellos del tema de la cantera .
El día de la reunión acudimos todos los habitantes del pueblo, mayores, jóvenes y
niños. Todos escuchamos muy atentos la propuesta de Don Tiburcio pero no nos
convenció.
Don Tiburcio insistía. Que si nos pagaría mucho dinero... que si la cantera crearía
muchos puestos de trabajo... que si tal, que si cual. De pronto se levantó un anciano y
le preguntó a Don Tiburcio:
-Señor , he oído que usted es aficionado a la pintura.
Don Tiburcio respondió:
-Sí, la verdad es que me apasiona.
El anciano le dijo a Don Tiburcio:
-Entonces seguro que habrá visitado el museo del Prado.
Don Tiburcio respondió:
-Pues claro que sí.
El anciano le dijo:
-Usted habrá observado que en el museo del Prado hay guardas de seguridad para que
nadie toque los cuadros, no le hagan fotografías y no se deterioren ya que
forman parte de nuestra historia y tenemos que procurar conservarlas lo mejor posible.
Pues aquí, en este pueblo, nosotros somos los guardas de seguridad que cuidamos de
nuestra montaña para que no se deteriore, ya que forma parte de nuestro pueblo y de
nuestra historia y sepa usted, Don Tiburcio, que hay cosas que no se pueden
comprar con dinero. Para nosotros la mejor herencia que podemos dejar a nuestros
hijos, es conservar este lugar , porque esto sí que es Patrimonio de la Humanidad.
TeDeCal
EPITAFIO
Volví de las lejanas tierras de Egipto nada más conocer la noticia de la grave enfermedad de mi padre. Mientras nos acercábamos a las costas de mi país natal, tenía la esperanza de encontrarlo, aún, con vida para poder narrarle mis viajes y lo mucho que había aprendido junto a aquellas gentes.
Lo que más me fascinaba era su creencia sobre la existencia, además de un cuerpo, de dos elementos espirtuales. El llamado "BA" o alma, y el " KA" o doble cuerpo. Al llegar la muerte, se producía la separación del elemento corporal de los espirituales, pero el Ka para sobrevivir necesitaba del cuerpo por lo que era necesario desarrollar algún tipo de técnica de conservación, la cual llamaban embalsamamiento.
Adoctrinado por varios sabios había presenciado varias momificaciones. Y desea contar a mi padre el procedimiento por el que se extraían los órganos y se vendaba el cadáver antes de ser introducido en su sarcófago donde reposaría rodeado de figurillas, denominadas " USHEBTIS", que estaban destinadas a servir al difunto. La momia junto con sus objetos más preciados eran depositados en una tumba, desde donde comenzaría su viaje hacía el juicio con Osiris, y su camino al Más Allá.
Desembarqué y tuve el presentimiento de que llegaba demasiado tarde. Uno de los siervos que vino en mi busca, me anunció que mi padre había suspirado por ultima vez, unas horas antes.
Cuando llegamos a casa mi madre con otras mujeres se dedicaban a bañar, y ungir con aceite su cuerpo enjuto. No me dejaron acercarme hasta no haberlo envuelto en un sudario, que dejaba al descubierto su rostro desencajado. Como era su único hijo varón, me aproximé a colocar sobre su boca una moneda.
Recé una plegaría mientras rozaba sus labios amoratados. Le deseé una buena travesía junto a Caronte, por el río del Infierno.
Mi madre tenía los ojos llenos de lágrimas. Había sido educada para servir a mi padre desde que la prometieron al cumplir los 12 años. A la muerte de sus padres recibió una gran fortuna que mi padre administró, mientras ella se encargaba de las labores de la casa ayudada por sus fieles esclavas a las que trataba con cariño.
En los últimos años que pasé en mi casa paterna, vi como mi madre, convencía a mi padre para que las liberara y, algunas nos abandonaron, quedándose las más ancianas ya que se consideraban parte de la familia. Mi progenitor nunca tuvo concubinas y, aunque les separaban más de15 años de edad, siempre se amaron como el primer día. Por eso, en aquella hora, mi madre se lamentaba de que los Dioses no la llevaran con su esposo.
Al día siguiente expusimos el cuerpo con los pies dirigidos hacía la puerta y comenzó el lamento. Varias mujeres ataviadas de negro y con el cabello recogido, se golpeaban el pecho mientras entonaban cánticos. Delante de la casa un vaso con agua lustral traída de una vivienda vecina, servía para que se purificasen los que habían acudido al velatorio a dar el último adiós a mi padre, o a cerciorarse de su fallecimiento.
Al tercer día, antes de la salida del sol, tomé del brazo a mi madre, que se tambaleaba sin dejar de sollozar y nos dirigimos por las calles secundarias de la ciudad hacia la necrópolis. El difunto, sobre el mismo lecho en el que había estado expuesto, se movía, a un lado y otro, del carro que los transportaba. Durante la procesión, hube de detenerme un par de veces, para dar de beber a mi madre y limpiar el sudor de frente.
Su palidez iba en aumento, y en algún instante, temí por su vida. Le susurraba palabras de consuelo, pero al divisar las murallas, exhaló un suspiro y se desplomó a mis pies. Un corro de plañideras vino en mi ayuda,
El cortejo se detuvo unos minutos. Cuando recobró el aliento, nos pusimos en camino hasta la tumba. En lo alto de un montículo había una pira funeraria. Las llamaradas nos calentaron el rostro y secaron las lágrimas de mis mejillas. Algo de polvorilla me entró en el ojo y me separé unos pasos de mi madre. Fue el tiempo necesario para que saliera corriendo de mi lado. A todos los presentes nos pilló desprevenidos. Cuando quisimos darnos cuenta era demasiado tarde,
Sin poder detenerla, mi madre se arrojó sobre la hoguera y se abrazó a su amado esposo. Los dos fueron devorados por el fuego
Recordé uno de mis viajes, donde la viuda, por ley era entregada a las llamas y pensé en sus rostros de horror. Mi madre, sin embargo, se había convertido en pasto del fuego sin el menor temor.
Recogí sus cenizas en una vasija y regresamos a casa. Nadie se atrevía a pronunciar palabra. Estaban aún conmovidos por el sacrificio. Cuando llegamos al patio los sirvientes se encargaron de las ceremonias de purificación. Me lavaron todo el cuerpo, y sirvieron la comida fúnebre. A medida que pasaba la tarde, la casa se fue quedando en silencio.
Durante la noche, me dediqué a contemplar las estrellas. Ya no tenía nada que me retuviera allí. Había barajado la idea de quedarme con mi madre hasta que se repusiera, del dolor de la muerte de mi padre, pero ahora no era necesario.
Tal vez, ella sabía lo mucho que añoraba el mar y mi viajes, y por eso no había querido convertirse en una carga. O puede que los Dioses le tenían preparado ese destino desde su nacimiento.
En los días siguiente liquidé las deudas, vendí mis pertenencias y repartí entre la servidumbre algunas monedas. Mi herencia era cuantiosa y me permitía vivir holgadamente.
Compré un pasaje en uno de los barcos que zarpaban al atardecer. En la necrópolis tomé unas cuantas piedras y debajo de un pequeño montículo cavé un hoyo donde deposité las cenizas. Deposité las piedras, unas sobre otras, y escribí un pequeño epitafio para que en los años venideros, los caminantes que pasaran por aquel lugar, recordaran a mi padres:
"dos amantes en vida, cuyo amor ni siquiera la muerte pudo matar"
Ana y yo
DIENTES, DUDAS Y SUPERHÉROES
El día que confundí a mi padre con un superhéroe había dormido poco. Estaba intranquilo y no paré de dar vueltas en la cama jurándome a mí mismo que esa noche descubriría toda la verdad. Resulta que durante la cena, un mordisco a la manzana Reineta que tomaba de postre había hecho que me despidiera de mi primer diente de leche, uno de mis paletos para ser más exactos. Mis padres, todo ilusionados, se sonrieron y me dijeron que si lo guardaba bajo la almohada, esa noche me visitaría el ratoncito Pérez. Había oído hablar demasiado de él como para no saber quién era y, qué demonios, ahora que podía, estaba dispuesto a llegar al final del asunto.
Cuando ya no soportaba a mis padres cuchichear con esa cara estúpida, haciéndoseles la boca agua porque su ojito derecho crecía a pasos agigantados, me levanté de la mesa y fui al baño. Subido al taburete, me miraba en el espejo y no le veía la gracia por ningún sitio. Era una auténtica catástrofe. Una desgracia en toda regla. Aquel maldito hueco, que no era superior a un grano de arroz, iba a ser mi ruina. Por si no tenía ya bastante con las gafas de culo de vaso que me habían puesto hacía dos semanas, ahora esto. No estaba dispuesto a pasar por algo así de nuevo. Lo pensé un instante y decidí actuar. Eché el pestillo de la puerta y viendo el pegamento para la dentadura de la abuela, pensé que si era capaz de pegar algo como eso, no tendría problemas con un simple dientecito. Así que me eché un buen chorro por toda la boca. ¡Puf, qué ascazo! La boca me sabía a mamá cuando se levantaba de esas siestas ruidosas que se echaba con papá los domingos. Me enjuagué rápidamente pero no había forma de eliminar el sabor a cuarto de la abuela de mi boca. Como soy una persona bastante racional, deduje que si lo que quería era hacer desaparecer el mal olor, qué mejor remedio que contrarrestarlo con una dosis de otro más agradable. Miré alrededor y sólo vi el frasco de Baron Dandy del abuelo. Hubiese preferido algo más fresquito y juvenil pero no estaba para exigencias y le di un buen trago. Algo no debió funcionar del todo bien, una sensación de plenitud en mi boca, como si me hubiera comido tres polvorones de una tacada, me inundó hasta salírseme por las narices. Qué mal rato. No lo pasaba tan mal desde aquel verano que fuimos a Torremolinos y el abuelo y yo nos quedamos atrapados en el ascensor del hotel. Con los nervios del momento le dio su famoso ataque flatulento y lo que empezó como algo divertido se convirtió en un auténtico drama. Cuentan que cuando el técnico consiguió abrir la puerta, yo había perdido la conciencia, mi abuelo, con la mirada perdida, conjugaba el verbo ser en francés y el técnico, dos recepcionistas y treinta y cuatro curiosos, entre los que se encontraban mis padres, tuvieron que ser atendidos por el SAMUR por intoxicación de la nube virulenta.
Así que, como eso no funcionaba, fui derecho a la caja de herramientas de papá y cogí el Superglú. Jolines, qué rapidez de pegado. No me dio tiempo llevar el diente a la boca cuando ya se había adherido al dedo. Estuve haciendo el tonto un buen rato y pasando el diente pegajoso de una a otra mano como el juego de la patata caliente hasta que en una de las ocasiones se me cayó al lavabo y casi me da un infarto viendo cómo a punto estuvieron de irse por el sumidero todas mis esperanzas de volver a la normalidad. Total, que cabreado, recuperé el diente y lo sujeté con las pinzas de depilar de mamá, puse el tapón al lavabo por si acaso, le apliqué un poco de pegamento y me lo coloqué rápido en el hueco apretando con fuerza. Cuando me di cuenta que lo estaba poniendo de canto tiré hacia abajo pero solté inmediatamente por el dolor. Me miré aterrado al espejo viendo cómo las pinzas colgaban pegadas del diente torcido. Estaba a punto de llorar pero tuve que contenerme porque mamá llamaba a la puerta del baño. No podía dejar que me viera así. Primero, porque pensaría que tenía un hijo subnormal y para eso ya estaba mi hermano Pablo y segundo, porque como dije anteriormente, se supone que yo heredé los genes racionales de la familia y era todo un desagravio. Tenía que volver a arrancar el diente. Al ver el hilo dental, se me ocurrió anudar un extremo a mi diente y otro al pomo de la puerta. Me senté en la taza del váter frente a la puerta y la abrí destensando el hilo y la volví a cerrar de golpe antes que me viera mamá. En serio, nunca hagáis esto. El hilo se rompió pero las pinzas cayeron al suelo junto con mi diente y una lagrimilla, que se animó a acompañarlos. Decidí desistir y pensar una solución desde la cama. Cuando abrí la puerta mi madre me miró con cara de perro pero cuando utilicé mi recién estrenada sonrisa se enterneció y pareció olvidarse lo que quería gritarme. Con la mayor de sus sonrisas pero extrañada, colocó el diente bajo la almohada, sin preguntar de dónde había surgido la costra de pegamento y sangre que tenía alrededor.
Mi intención era la de permanecer despierto como ya hiciera en navidad cuando los que me visitaron fueron los reyes magos. Esos tres vejestorios no podían escapárseme, tenía demasiadas preguntas para ellos: ¿Por qué narices van todavía en camello si todo el mundo sabe que el metro es mucho más rápido? ¿Por dónde entran? ¿Tienen llaves de todas las casas? ¿Puedo ver el llavero? ¿Por qué no dejáis las coronas y las pieles y vais en chándal que es más cómodo? Si sólo trabajan una vez al año qué hacen el resto... Pero lo que más me molestaba era cuándo me iban a traer lo que les pedía en mi carta no en la que mamá hacía por mí. Lástima que el sueño pudiera conmigo y en la única cabezada que recuerdo llegaron, dejaron los regalos y se fueron. Hoy no pasaría lo mismo. Pensé que a lo mejor, si pudiese hablar con él y plantearle mi situación el ratoncito Pérez fuese un tipo comprensivo y me dejase quedarme con el diente. Así estuve, matando el tiempo, pasando la lengua de un lado al otro del nuevo hueco y de vez en cuando metía la mano bajo la almohada para asegurarme que allí seguía. Hasta que me dormí.
Me despertó un ruido y abrí los ojos sobresaltado. Miré a mi alrededor, recordé mi propósito y palpé bajo la almohada. Al tantear el diente me sentí aliviado. Entonces ocurrió, una sombra bajo la puerta me mantuvo alerta. La figura del ratoncito Pérez volvió a mi cabeza, me levanté y a través de la cerradura observé una inmensa y oscura silueta con capa que no paraba de cruzar el salón de mi casa de un lado al otro. Jolines con el ratoncito Pérez que crecidito estaba- Pensé. Luego, más calmado, todas las piezas del puzzle encajaron en mi cabeza. El ratoncito Pérez tenía demasiado trabajo esa noche, así que, para poder llegar a todas las casas decidió pedir prestado a Batman su batmóvil. Desgraciadamente, como era muy pequeño no llegaba a los pedales y Batman tuvo que hacer de chófer mientras él cambiaba los dientes por regalos. Estaba claro, al menos era la única conclusión racional para explicar que Batman estuviese deambulando por mi salón. Preferí no tentar la suerte y puesto que el tal Pérez no tardaría en hacer su aparición me volví a la cama para preparar mi discurso. Mientras me arropaba, el pomo de mi puerta cedió. Rápidamente cerré los ojos y contuve la respiración hasta que me percaté que lo que pretendía simular era que estaba dormido no muerto. Noté cómo unas poderosas manos me incorporaron y removieron la almohada. De inmediato supe que Batman no sólo estaba conduciendo al ratoncito Pérez de casa en casa, si no que le estaba ayudando en su trabajo. Mientras oía sus pasos alejarse hacia la puerta entreabrí los ojos y cuál fue mi sorpresa al ver a mi padre enfundado en su bata negra de guatiné saliendo de mi cuarto. Entonces fui presa de la duda y a mi cabeza asaltaron infinidad de preguntas. ¿Qué hacía mi padre con Batman y el ratoncito Pérez? ¿Acaso les conocía y les estaba echando una mano? O espera, ¡cómo no se me había ocurrido antes! ¿Era mi padre Batman? ¿Acaso se dedicaba a ir repartiendo mamporros cada noche, ataviado con su batín negro? ¿Lo sabría mi madre? ¿Qué pensaría el abuelo de esto? Me levanté de un salto y corrí hacia la puerta dispuesto a acribillarle a preguntas. A este paso seguro que mi tío Paco era Robin... Sin embargo, recordé lo del diente y decidí regresar para recogerlo. Tal vez, ahora que mi padre le estaba haciendo ese favor, podría hacer la vista gorda con mi diente y devolvérmelo. Es lo más lógico. Volaba hacia la almohada y no pude detener mi imaginación infantil, al levantar el almohadón descubría el mapa de un tesoro pirata escondido, o mejor todavía, las llaves del batmóvil de mi padre para poder ir al colegio y presumir delante de todos... Puf, ya veía los ojos de envidia que pondrían. Seguro que Chemita se lo pensaría dos veces antes de hacerme la zancadilla en el recreo. Bueno, y Jimena, si le daba una vuelta por el barrio seguro que por fin me haría caso y quién sabe tal vez hasta me dejaría ser su novio. Cuando lo que encontré fue un triste euro perdido entre las sábanas, se me quitaron todas las ganas de descubrir la verdad, me metí en la cama y pensé que si eso era todo lo que podía darme Batman o mi padre o ese ratoncito de *****, el oficio de superhéroe estaba muy mal pagado.
Loret
LOS ROSTROS DE AVA
Los ojos en la playa observan los cadáveres sin querer creer lo que ya sospechaban o sabían, negándose a aceptar la única explicación posible porque es demasiado fantástica y estas cosas no ocurren así, no pueden. Lewin y Cardiff no nos muestran los rostros en la arena, pero asentimos y nos conformamos con imaginar que esa mano extendida es de Pandora, la que murió porque un holandés errante necesitaba su amor para por fin descansar y poder ponerle un final a la historia.
¿Pero dónde encuentran entonces su lugar los incrédulos, o los poetas, o los rastreadores de leyendas? Algunos siguen negándose a aceptar que fuese el cuerpo de Pandora Reynolds el que hallaron en aquel puerto del Mediterráneo, y hacen correr rumores sobre otro destino, sobre otra vida y otra muerte. Cuentan que la voluble Pandora pensó que su belleza aún merecía iluminar otros guiones, y que decidió abandonar en el primer puerto al sorprendido holandés, que no encontró a quién pedir explicaciones. Cuentan que tiempo después fue vista en un tablao de Madrid, y que allí bailaba y hacía soñar a los que sólo les estaba permitido conocer de ella su nombre, María Vargas. Pero siempre hay quien no se conforma con soñar la belleza y necesita poseerla, encerrarla en un plano, y así el cine volvió a llamar a las puertas de Pandora o María. Adoptada por un director venido a menos, de nombre Harry o Joe y con aspecto de detective privado, la descalza María volvía a ser el centro del universo ficticio, regresaba para alumbrar la oscuridad de las salas de cine y los deseos de los hombres. De los hombres, excepto los de Harry, porque un cineasta sabe que sus historias siempre acaban perteneciendo a otros. Y así vivió María, dejándose adorar como un ídolo lánguido y ceniciento, esperando al príncipe que le calzara el zapato de cristal. Y al fin halló a quien habría de amarla siempre, pero, lamentablemente, éste sólo disponía para ello de todo su corazón, lo cual lejos del cine nunca es suficiente. María olvidó que la vida siempre llega a tiempo de estropear el guión, y de nuevo murió para que podamos ponerle fin a la historia, aunque siempre aparecerá algún incrédulo, o poeta, o rastreador de leyendas que lo ponga en duda.
Llueve sobre una tumba en Italia y, al otro lado del mundo, un holandés inmortal y triste llora por María Vargas y continúa vagando eternamente.
Los Inocentes
VIERNES, OTRA VEZ
Hoy es viernes, viernes desidioso. Unos treinta y ocho grados corretean por las calles entre los coches, las motocicletas y los autobuses de línea. Si miras al horizonte, puedes ver cómo la realidad deja de ser estática y se vuelve de un material maleable, vaporoso.
Es viernes y como cada tarde estoy trasegando café, con el iceberg que hundió al Titanic flotando en mitad del vaso, en la terraza del bar de al lado. Como cada tarde, dispongo de una media hora para el ritual del café en soledad. Jornada de reflexión, palomas sobrevolando peligrosamente las cabezas, cielos despejados, la sombra de un buen toldo, jóvenes con barba, piernas de mujer...
Es viernes y la camarera está harta. Resopla a mi lado y dice para sí que no puede más. Pregunto por simpatizar y me cuenta que ella sola ha montado la terraza y que ella sola la ha de desmontar, que está perdiendo peso, que se mira al espejo y se ve desmejorada, que pesaba cuarenta y cinco kilos y que ya debe rondar los cuarenta y dos, que va a exigir una baja por depresión para tirarse en la cama e hincharse a comer chocolate, a ver si engorda... Yo asiento con la cabeza y sonrío. Me gusta que las camareras se tomen ese tipo de confianzas. Bastante soportan ya. No está de más permitirles que abran la tapa de la olla a presión, de vez en cuando. La observo cuando se da la vuelta, de regreso al interior del bar. Fijo la vista en su trasero, que ya es un viejo conocido, y pienso que tiene razón: ha debido perder peso.
Es viernes y parece ser que hoy juega España y que ha habido un tremendo accidente en una estación de trenes. Leo ese par de titulares, al revés, en un periódico gratuito que alguien dejó olvidado sobre la mesa. No me molesto en saber más, no me interesan los futbolistas, ni los muertos. Ni los futbolistas muertos. Las palomas siguen sobrevolando la terraza. Una desciende a tierra para picotear algo cerca de mí. Posee un plumaje negro brillante y sus ojos inquisitivos se clavan en los míos. Nos miramos el uno al otro, juzgándonos.
Hoy es viernes y nada es atípico. Las estudiantes en minifalda cotillean y critican a otras estudiantes en minifalda. Hay un grupo de guiris que se está poniendo las botas a base de patatas grasientas, pescado y cerveza. Una pareja de modernos con grandes gafas de sol pasea a un perro color canela. El perro tira de la cadena haciendo que su dueño acelere el paso. El perro ladra a la paloma. La paloma aletea y emprende el vuelo. Se va sin despedirse, la hija de ****.
Hoy es viernes y un hombre de unos cincuenta años, encorvado, con la mirada desvaída pasa por detrás de mí y se detiene:
―Oye chico, ¿tienes un cigarro?
―De liar.
―Bueno, se fuma igual.
El tipo toma asiento a mi vera y empieza a balbucear algo sobre una camarera. Está borracho, es evidente. Yo le ofrezco papel y tabaco y él comienza a rular, mientras su cabeza se bambolea de un lado para otro. De repente, comienza a gritar:
―¡Esa camarera! Yo le he dicho... yo le he dicho... ¡Ponme un quinto! Y ella: son uno veinte... Y yo... sólo llevo un euro... ¡Y no veas cómo se ha puesto! ¡Será...!
―Eh, eh, no digas eso, es buena chica.
―Es buena chica, es buena chica... Sí, es verdad, es buena chica...
De repente, el tipo junta los dedos de su mano derecha en una trompetilla que se lleva a la boca, me mira y se pedorrea. No puedo evitar la carcajada.
―¿¡Qué va a ser buena chica!?, ―insiste―, esa lo que es... es una...
―Eeeeh... Déjalo ya, hombre.
Echo un vistazo alrededor y veo que la gente nos observa. Las estudiantes permanecen calladas y miran de reojo. De igual modo los guiris y hasta los modernitos del perro. Que les den, -pienso-. Este tipo está montando una escena, pero me ha caído bien, la verdad. El problema es el miedo, me digo. El de la gente, ante que un completo desconocido, borracho, se siente en tu mesa, sin pedir permiso. El de la camarera ante la pinta de este pobre hombre. Y el de él ante la cara y la actitud hostil de ella. Si eliminas el miedo, no queda nada.
―Oye, ―me dice, una vez que se ha calmado un poco―, me lo puedes liar tú... Yo voy ciego y no atino.
―Claro, hombre.
Le enrollo el cigarro y se lo ofrezco. Busco el mechero, pero para eso sí ha sido ágil y ya le ha prendido fuego, antes de darme cuenta.
―En fin... ―comenta el tipo, entre suspiros―. Otro día más...
―Sí... ―asiento, observando el mismo paisaje de todos los días―. Otro viernes...
Spanda
EN UN VIEJO TEATRO
Cómo le gustaba aquel viejo teatro, era el único lugar donde parecía ser feliz. Se paseaba correteando de un extremo a otro del escenario. Danzaba como un pajarillo enjaulado que es puesto en libertad. Brincaba con los ojos centelleantes mirando al techo. ¡Oh, dios! Hacía tanto que no se sentía tan libre, tan dichosa...
De pronto se detuvo. Permaneció inmóvil unos segundos con una pequeña sonrisa en su rostro. Se dio la vuelta y bajó unas oscuras y resbaladizas escaleras situadas al fondo. Poco después apareció envuelta en una preciosa capa de seda azul. Comenzó de nuevo su danza por todo el espacio, revoloteando como una mariposa de flor en flor. Estaba hermosa, a pesar de sus casi sesenta años.
Pero toda esa alegría se transformó en angustia. Sus piernas empezaron a flojear, sus manos temblaban y su expresión era de horror. Pálida y sin pestañear se derrumbó y cayó sobre rodillas en el suelo. Una lágrima rodeó su pómulo hasta llegar a la comisura del labio. Ni siquiera se inmutó.
-Otra vez no...- susurró entre dientes.
La misma melodía de siempre, aquella que la perseguía en sus sueños... 'soy sólo un actor que olvidó su guión'. Resonaba en su cabeza, una y otra vez, sin saber porqué, cómo, cuándo.
En la calle sonó el frenazo en seco de un coche. Se oyeron pasos rápidos que pisaban los charcos formados por la lluvia. Entró en el auditorio una joven. En una mano sostenía un paraguas empapado, casi tanto como su rostro bañado en lágrimas. Avanzó velozmente entre las butacas y profirió un grito ahogado:
-¡Mamá!
La señora, arrodillada aún en el escenario, levantó la cabeza.
-¿Mamá? ¿Quién eres tú?- dijo con un gesto de incertidumbre.
La joven rompió a llorar, era la viva imagen del dolor.
-Ma...má, por favor, vamos a casa, deja de darnos estos sustos...- apenas podía articular palabra. Aquella situación cada día se hacía más insoportable. Su madre, la misma que le había regalado la vida, no la reconocía, no sabía quién era, no tenía recuerdos... Se acercó a su progenitora, la sujetó con fuerza y ambas se dirigieron a la salida. Una destrozada por el dolor, la otra totalmente desconcertada, sumergida en un mundo de pensamientos vacíos...
Lía
VISITA NOCTURNA
La noche comenzaba a caer rápidamente sobre los rubios campos de trigo, el granjero recogía a las bestias con rapidez en el granero para que no quedaran a la intemperie. La tarde había sido muy húmeda y la noche se pronosticaba con tormenta y muy posiblemente niebla. En el interior de la casa la mujer del granjero cocinaba en el fuego de una chimenea un poco de caldo en el caldero que había heredado de su madre. Cuando el hombre termino de recoger los animales, regreso a su hogar para compartir en el calor de su salón una buena cena con su amada esposa.
Mientras cenaban, él le contaba a su esposa las experiencias vividas a lo largo del día de pastoreo en las próximas colinas del norte y ella los quehaceres diarios de la casa. Todo era normal y rutinario, al igual que todos los días del año.
Tras el caldo y un poco de queso con pan, ambos decidieron retirarse a dormir. El día había sido largo y duro, y, si los dioses querían, tendrían que volver a levantarse con el canto del gallo para seguir trabajando. La noche transcurría plácidamente hasta que unos fuertes golpes retumbaron en la casa. El granjero se despierto al oír el estruendoso sonido, pero al abrir los ojos y escuchar el ensordecedor sonido de la tormenta que se ha desatado fuera, resta importancia y vuelve a tumbarse en su lecho junto a su amada esposa. Los golpes volvieron a retumbar, esta vez el granjero supo de donde provenían.
Calzándose y colocándose un abrigo por encima, tomo una vela y comienzo a descender las escaleras. Alguien volvió a golpear la puerta y el susto casi hace caer al granjero rodando peldaños abajo. Con el cuerpo colmado por los nervios y la ira que le provoca el que alguien interrumpa sus placidos sueños en una noche tormentosa, se acerca a la puerta y pregunta...
- ¿Quien anda hay fuera?
Pero no recibe respuesta alguna. Creyendo haberse vuelto loco, se volvió para marcharse. Pero la puerta otra vez sonó. Descolgó el cerrojo y con cuidado entreabrió la puerta de la casa.
Un anciano lo miraba con ojos tristes mientras una incesante lluvia le calaba la ropa y hasta los huesos.
- Buenas noches buen hombre, está lloviendo y necesito refugio. No tengo dinero, pero los dioses le pagaran su bondad con migo.
- Estáis loco, viejo. ¿Pensáis que voy a recoger en mi hogar a un desconocido? Tendría que estar tan loco como vos para hacerlo, y eso ya es bastante pues solo los más tontos se atreverían a caminar bajo esta lluvia.
- ¿Quién es?- se oyó la voz de su esposa proveniente del piso superior.
- Márchese anciano.- y el granjero volvió a cerrar la puerta.
Al llegar a la planta de arriba, le conto a su mujer lo que había sucedido. Ella se mostro afligida por el desconsiderado trato que su esposo le había propinado a aquel pobre anciano, pero en sus manos no estaba el poder hacer nada en contra de la voluntad de su esposo. Así que ambos volvieron a tumbarse en la cama para volverse a dormir.
Cuando el sueño ya los mecía y los acurrucaba en su cálido y acogedor pecho, una estruendosa voz resonó en todo el valle e incluso más allá.
- Tu, granjero, osas despreciarme cual perro salvaje, tratas mejor a tus mulas que aun hombre que te pide ayuda. As de saber que yo te maldigo, maldigo tus tierras y a tus animales. Que en la penumbra de la noche, cuando el frio congele los huesos, los caídos en desgracia acudan a tu morada para saciar su hambre, que arranquen todo lo fértil que aquí habite y arrasen estas tierras para que solo la paz reine en ellos.
El granjero se removió agitado y corrió a abrir la ventana, en la cama su mujer lo miraba con los ojos cargados de pánico. Fuera no había ya nadie, quien hubiese hablado no estaba ya allí.
Con temor, el granjero volvió a la cama y se acurruco junto a su esposa. Ambos temían las maldiciones que buhoneros y gitanos regalaban sin compasión a los desdichados que por desgracia les caían mal. Entre todo aquel ajetreo, el sueño regreso y los meció con dulzura hasta que los ojos de ambos se volvieron a cerrar plácidamente.
El mugido agónico de una vaca saco al granjero de su letargo. Se calzo y corrió a asomarse por la ventana de su cuarto. Una espesa niebla lo envolvía todo. El relincho de un caballo siguió al estertor de un cochino.
- Ramón, algo sucede hay fuera.
- Tranquila mujer, será algún animalillo que esta asustando a las bestias en el granero.
- Puede, o puede que sea la maldición de ese viejo. ¿Por qué no lo dejaste entrar?
- No recojo mendigos bajo mi techo, y ese anciano no será una excepción por mucha maldición que pronuncie.
Armado con el azadón, el grajero salió de su casa camino del granero. Iluminado por una pequeña lámpara de aceite, recorría la distancia que lo separaba del lugar del que seguían proviniendo el quejido de los animales.
Se paró en seco, algo le había rozado el brazo, algo gélido y que parecía arrancarle el alma con solo su tacto. Un sonido metálico resonó a sus espaldas, algo se movía cerca de su casa. Olvidando a los animales, corrió de regreso a su hogar para comprobar que su esposa estaba bien. Una sombra aparece entre la niebla, unos ojos amarillentos lo miran y se desvanecen entre la niebla. Al llegar a la casa sentía como el frio le congela los huesos.
Corre escaleras arriba y entra a trompicones en su cuarto, sobre la cama reposa su esposa. Su piel esta blanca y de tacto gélido, sus labios morados y su cuerpo rígido, todo ha terminado para ella, aunque al menos su rostro muestra la serenidad de no haber sufrido.
El suelo crujió a sus espaldas, se giro abrumado y una sombra se desdibujaba en el hueco de la puerta. Asustado comienzo a retroceder, la sombra avanzaba rápida hacia el granjero y a cada paso hacia más frio el ambiente de la habitación. Ramón no tenia escapatoria, solo había una forma de salir de allí. Tira hacia la sombra el azadón y rápidamente se gira y salta desde la ventana.
El suelo estaba blando gracias al agua que caía incesante desde las primeras hora de la noche, pero pese a todo se ha lastimado el tobillo al caer. Con un nudo en el pecho y con el pánico debilitándole las piernas, i tentaba correr a cuatro patas hacia el granero. Allí creía que podría esconderse, entre los animales, de aquella fatídica sombra, pero al entrar en el granero solo ve el destrozo que el gélido tacto ha causado en todos sus animales. Como estatuas de hielo se mantenían de pie, inmóviles, sin vida.
Se giro asustado y vio como la sombra caminaba hacia él en la espesura de la niebla, de pronto junto a esta aparecen tres más. Sabe que no podrá huir de aquellas cuatro criaturas, pero aun así se aferra a una última esperanza y se adentra en el granero. La temperatura aun era más fría allí que en su hogar. Se arrebujo entre dos alpacas de paja y comenzó a rezar a sus dioses. Es el fin.
Las sombras sienten su calor y caminan sin reparos hacia donde se escondía Ramón. Se acercaban, más y más. Sus gélidos dedos rozaban la piel del hombre que apretaba los ojos en un último intento de mantenerse oculto, hasta que finalmente lo agarran y siente como su cuerpo se relaja.
Un fuerte golpe en la puerta despierto al granjero. Todo había sido un sueño. Respira profundamente y se alegra de ver a su asustada esposa a su lado. Siente con cierto placer el cálido abrazo que ella le propina a consecuencia del miedo que sufre. Con calma descendió y abrió la puerta. Un anciano lo miraba desde el exterior con ojos de pena, el agua había calado su ropa y temblaba de frio.
- Buenas noches buen hombre, está lloviendo y necesito refugio. No tengo dinero, pero los dioses le pagaran su bondad con migo.
- Pasad buen hombre, en mi hogar podréis descansar al calor del fuego mientras tomáis una sopa caliente...-dijo mientras un escalofrío le recorría todo el cuerpo.
Anidiom
LOLA Y PAULA
Todo comenzó hace ya varios años. Casi no puedo recordarlo bien. Al principio le das poca importancia y lo achacas al cansancio lógico por el trabajo y al estrés. Recuerdo cómo al comentárselo a Lola pensamos en tomar unas vacaciones, para recuperar el tono y las fuerzas.
La realidad es que poco a poco te vas encontrando peor. Es como si tu vida entrara en una hipérbole de sensaciones mezcladas entre lo físico y lo anímico. Los hombros te pesan, el cuello rígido te impide movimientos simples y el caminar se te hace cada vez más difícil. A la vez, empiezas a despertarte por las noches sin motivo aparente, tienes cambios de humor que nunca antes habías tenido y surgen los primeros problemas al hablar.
A medida que pasa el tiempo, te conviertes en el personaje principal de una película a cámara lenta, en la que los personajes a tu alrededor circulan a velocidad normal y tú sin embargo, mantienes tu ritmo cansado viendo pasar la vida e intentando alcanzar todo aquello que poco a poco se te escapa de entre las manos.
Lentamente dejas de controlar tu cuerpo. No te responde como te gustaría y empiezas a golpear insistentemente sin querer el brazo del sillón o riegas el mantel más a menudo de lo que quisieras.
En realidad, es algo que vas asumiendo paulatinamente. Cada día, una dificultad nueva se añade a las anteriores, y es ahí donde hay que estar fuerte. Tal vez no sea fácil explicar que depende de nosotros mismos el sentirnos mejor, el unir los estados físico y anímico para provocar una sensación de bienestar. Hablo desde la experiencia de sentirme bien conmigo mismo, de convivir con mi enfermedad y de encontrar un espacio de confort entre tanta sinrazón.
Como comprenderéis no puedo hacerlo solo. Necesito de los que me rodean, de los que me quieren.
Lola, la mujer con mayúsculas, la que ha compartido toda su vida conmigo; mis hijos Carmen y Alberto que a pesar de tener su propia vida lejos de nuestro hogar, me dedican buena parte de su tiempo, y por supuesto Paula, nuestra nieta.
Paula tiene doce años y es la hija de Carmen. Todas las tardes viene a visitar a "ese pedazo de abuelo", como ella me llama.
Tenemos un acuerdo firmado como un juramento de ley: cada tarde nos juntamos y hacemos nuestros ejercicios, ella de su curso de sexto de primaria y yo de mi terapia para intentar retrasar los efectos de la enfermedad. Y aquí sí que no hay excusas que valgan; cada uno a su tarea con esfuerzo, con ilusión y con dedicación, que los resultados se van viendo día a día.
Paula es una magnífica estudiante y me lo pone realmente difícil porque saca unas notas extraordinarias y yo, naturalmente, tengo que estar a su altura y debo esforzarme cada día un poco más.
Nos ponemos objetivos semanales. Ella sus exámenes periódicos de las asignaturas y yo conseguir la máxima independencia en las actividades de la vida diaria, y eso sí que me exige un esfuerzo al límite. Pero no hay más remedio que hacerlo. Es mi parte del trato.
Estoy entrenando otra vez el escribir. Ahora me salen las letras movidas y Paula se ríe, claro. Como ella tiene esa letra tan bonita y tan redonda, intenta ayudarme para que yo la haga igual. Al final, estoy seguro de que lo voy a conseguir.
Cada tarde se sienta conmigo un rato y me ayuda a realizar mis ejercicios. Tenemos preparados en una caja de plástico un montón de botes y tarros de café con sus tapas, y me ayuda a enroscarlos y desenroscarlos varias veces, hasta que me canso.
Otras veces sacamos un rompecabezas de veinticuatro cuadrados, bastante grandes, y entre los dos lo terminamos. Ya casi nos lo sabemos de memoria porque cada día hacemos una de las caras.
Pero no creáis, que yo también le echo una mano a ella. Cuando tiene que repasar alguna lección, lo hacemos juntos. Naturalmente, yo voy más despacio pero me espera y si hay algo que no entiende, intento explicárselo porque son materias que aún tengo frescas en la memoria.
La verdad es que mi disfunción es mayor física que intelectual y por eso puedo más o menos seguir el ritmo de Paula.
Es una delicia cuando suena el timbre y la veo aparecer cada tarde con esa sonrisa de ángel. Lo primero que le pide a Lola es un buen bocadillo y antes de ponerse a estudiar nos cuenta todas las cosas del colegio, de sus compañeros y de los maestros y sus motes.
Es una niña lista y despierta. Se da cuenta de todo. Cuando ve que me canso o que no soy capaz de hacer alguna de las tareas, deja sus cosas y se acerca a darme un beso o a hacerme alguna carantoña mientras me ayuda con el trabajo.
Algún día que no ha venido, la casa se transforma en un lugar triste y aburrido. Ya sabemos que no va a estar toda la vida viniendo por las tardes a casa, pero el día que falta, Lola y yo nos miramos intentando disimular la tristeza que nos embarga.
Pero yo tengo que seguir trabajando mis actividades porque al día siguiente Paula me pedirá explicaciones y resultados, así que con la ayuda de Lola me pongo la ropa de trabajo y cumplo con mi obligación.
Cuando te encuentras de frente con esta enfermedad, se levanta delante de ti un muro con el que vas a tener que convivir el resto de tu vida. Es difícil al principio asumir todos los cambios que se van produciendo, asumir que no vas a ser capaz de realizar con normalidad movimientos y esfuerzos que antes te resultaban sencillos.
Lola siempre ha intentado minimizar las consecuencias dándome todo su apoyo. Y lo consigue, porque su sola presencia me motiva para trabajar y conseguir los objetivos, las pequeñas conquistas de cada día. Qué importante es para mí que ella esté siempre a mi lado.
El avance de la enfermedad te hace reflexionar a menudo. Y piensas en silencio sobre la vida y las circunstancias, sobre los excesos y las carencias. Qué poca importancia damos a las cosas cuando las tenemos; cómo obviamos la importancia de un simple gesto, de una caricia o de una sonrisa. Ya ves, una sonrisa, un gesto tan común que ahora casi me resulta imposible realizar.
Ayer contesté mal a Lola. Siento en el alma haberlo hecho, pero esta enfermedad a ratos me vuelve loco. Intento racionalizar las cosas, pero no sé porqué a veces la mente trabaja a un ritmo diferente.
Menos mal que ella nunca se queja. Siempre la encuentro a mi lado con una sonrisa en los labios y una palabra de ánimo. Lola y Paula forman el eje de mi existencia; son como brazos complementarios de una palanca que mueve mi vida. Sin ellas no sería posible seguir adelante.
Sus risas, sus esfuerzos, los sueños, las regañinas, el cariño...
Gracias a ellas vivo. Gracias a ellas y a las ganas de vivir, que me hacen pensar que cada día que pasa, hemos vuelto a saltar el muro que tenemos delante y que aunque haya otro detrás, mañana sacaremos fuerzas de no sé dónde, para volver a saltarlo una y mil veces.
Cartenía
EL TÍO ARTURO
Mi tío Arturo estuvo enamorado de aquella muchacha desde siempre. Ella era unos años menor que él y había nacido con una diabetes infantil que nunca la abandonó. Ella también lo amaba pero el temor a su padre, siempre hacia que le evitara la mirada cuando se encontraban en algunos de los paseos del pueblo, allá por los años cuarenta.
El tío Arturo se fue a la capital a terminar sus estudios universitarios y cada fin de semana, regresaba siempre con la esperanza de hablarle de alguna manera a pesar de la cara de perro malhumorado del padre.
Lo que mi tío no sabía, es que aquel padre, viudo desde que esta única hija nació, sufría diariamente la enfermedad de aquella muchacha, que en cualquier momento les podía dar un susto considerable.
Prefirió el tío Arturo dejar pasar algún tiempo, el amor todo lo puede. Ellos sabían que dos, no es lo mismo que uno mas uno, ya que el amor cuando duele mata, porque los amores que matan, nunca mueren. Uno de esos años, el tío Arturo se casó con aquella muchacha. Ella sabía que su vida se podía complicar en cualquier momento y quiso dejar un buen recuerdo de su amor para el tío Arturo. Un simple embarazo les cambió la vida y la felicidad había comenzado a caminar junto a ellos. Una bella y hermosa niña nació y su nombre fue como el de la madre, "Mónica". En su primer año de vida, le diagnosticaron la misma enfermedad de la madre, diabetes infantil.
La esposa del tío Arturo no alcanzó a ver el primer año de su hija 'Moniquita" falleció una tarde de domingo, contemplando a través de la ventana de su cuarto el paso de unas grises gaviotas de invierno, junto a mi tío que mantenía en sus brazos a su pequeña niña. El padre de la esposa de mi tío, no soportó aquel dolor y lo encontraron aferrado a la foto de su única hija, dormido para siempre en su pieza.
El tío Arturo dedicó toda su vida a Moniquita y desde siempre la atendió mejor que cualquier madre y solo era capaz de ver la vida por los ojos de su hija, donde se reflejaba el amor de su amada esposa. Algunos años pasaron por la vida de aquel padre con su hija. El tío desde pequeña la bañaba, la vestía, le daba de comer, la llevaba de paseo, le enseñaba cosas de la vida de aquel aburrido pueblo. Siempre se encontraba pendiente de cada detalle de la vida de su preciosa Moniquita. Cuando ella alcanzó su edad escolar, la llevaba y traía diariamente a la escuela a unas pocas cuadras de la casa que juntos compartían.
Al regresar en las tardes, las palabras mas dulces expresadas por un padre a su hija, era todo lo que se escuchaba en aquella humilde casita.
Una de aquellas noches, el tío Arturo como siempre, le leyó un cuento antes de que su Moniquita se durmiese. Ella no despertó y él jamás pudo sobrellevar su pena, hundiéndose en un extraño sopor. El tío Arturo jamás se restableció de aquellas dos perdidas y nunca lograron sacarlo del dolor que lo hundió en ese sopor en el que vivía rodeado de sus recuerdos. Sigue viviendo solo, hablando con sus amores en las tardes de domingo, sentado todavía a sus casi 90 años en el mismo banco de pino verde, con aquel portarretrato viejo y descascarado con el que conversa a solas. Los que han logrado que le muestre la foto, solo han conseguido algunas lagrimas, ya que en aquel portarretrato, se alcanza a observar la imagen de un par de rosas blancas atadas por una cinta.
Una señora que con el tiempo llegó sin conocer a nadie a vivir a aquel pueblo, se sentó una tarde junto al tío Arturo. Ella si vio a sus amores en aquella foto, se la pidió prestada, le dio un beso en sus manos y salieron juntos caminando por aquellos paseos donde nadie jamás los volvió a ver.
Algunos de los más viejos del pueblo, en las noches calurosas, nunca se sientan en aquel banco de pino verde, los que lo han hecho, escuchan la voz del tío Arturo hablando con sus Moniquitas.
Paloma
SIPHIWE
El fétido olor de su cuerpo la angustia. Su piel es una célula apagada. Sólo la esencia del ambiente le es familiar. ¿Dónde está él? Trata de abrir los ojos pero no responden. Entonces por qué siente, por qué vive y por qué recuerda. Por qué piensa en Ebony, el Caribe, la cena antes de dormir. No entiende por qué oye su propia voz. Quiere moverse, pero las olas la arrastran lentamente. El sol quema su piel. La arena está tibia, casi hierve. Su cuerpo inmóvil empieza a petrificarse. Qué pasará con el alma, de la que tanto hablaron las monjas del colegio, sus sentimientos y los recuerdos.
Ahora está en otro mundo y un futuro que no comprende. Siente algo en el pie, como si un pez le mordiera un dedo. Quiere reír. Al lado de Armand, todo le causaba gracia.
El mordisco se hace más fuerte. "No es un pez" La intensidad del dolor le molesta. Si tan solo pudiera gritar y apartar al animal como lo hacía en Nairobi. "Si no estuviera aquí...", pensó.
Escucha voces en otro idioma. No es español, papiamento o inglés. Dos hombres recogen y cargan su cuerpo. Quiere gritarles que está viva, que los puede oír, que la salven, que la lleven con el médico.
Las voces se multiplican. Niños, mujeres. Un perro le lame las piernas, una gallina picotea su cabeza. Le molesta. "Apártenla" Las manos de una mujer le remueven parte de su ropa. Recordó entonces cuando era niña y su madre lo hacía antes de ponerle el pijama de color violeta. No le molestó. No importa tampoco si los hombres la están viendo. La gallina ya no la picotea, ni el perro le lame. Percibe la caricia de una hoja con agua limpiándole el cuerpo. "Quieren llevarme al hospital... sí, me están bañando para quitarme el agua salada" Tiene escalofríos. Espera el cobijo. Huele algo. Es el laurel. Armand lo utiliza en sus guisos. Le llega otro olor. No puede detectar qué es. La mano de un hombre; no es la misma de antes. Tiene callos. La manosea. Lo siente encima. Es mucho más pequeño que ella. Quiere quejarse. Quiere que esto termine.
"Buenas noches, te amo, Siphiwe", le dijo Armand antes de dormir.
Ebony estaba anclada a cien leguas de la isla de Los Roques. Tres días antes salieron del puerto de La Guaira. El velero de doscientos cincuenta pies de eslora los llevó sin motor hasta Los Roques. Armand se enorgullecía de esto.
Siphiwe recuerda la tormenta, la brisa, el crujido de las velas, el roce del viento. El ruido insaciable de las jarcias; la lluvia azotando las ventanillas del camarote.
Armand tomó un valium antes de dormir. Ella no logró despertarlo. Durante la tormenta, la arboladura de Ebony se resquebrajó. Entró al camarote por la escotilla y fracturó la embarcación. Un remolino de agua mandó todo al fondo. Siphiwe quiso salir a la superficie, pero no lo logró. Entre los despojos del velero, ella flotaba.
Se celebra una ceremonia. Como un coro griego las voces de los hombres acompañan al hombre que ahora está encima de ella. Él la hace suya. Termina. Termina la ceremonia. Se escucha un silencio. Las manos de una mujer la tocan. "¿Y ahora qué?"
Voltean su cuerpo, le agarran sus nalgas, sus piernas. Untan una emulsión. Es el olor a mostaza, el que no recordaba: es mostaza, laurel y sal. La mueven. La sazonan como las carnes que Armand preparaba en el grill de la terraza. Son varias manos. Son muchas manos que la tocan. "No estoy en Los Roques. Sentiré cuando el fuego cocine mi cuerpo, cuando la grasa que tanto tardaba en eliminar en el gimnasio se derrita más rápido" Quiere llorar, pero las lágrimas se quedan dentro de ella.
Sus pies y sus manos son amarradas a una estaca. Si alguien pudiera ver esta escena. Si alguien pudiera ver a la niña del Country Club en una estaca como un chancho. No, nadie puede verla. Sólo ella lo sabe. El sol arde en su cara. "¿Dónde habrán quedado mis lentes?"
Con cada paso su espalda roza la tierra seca. Le molesta el olor a laurel. Ya no tiene vergüenza, ya no la siente. Le urge que todo termine. Los otros gritan, parecen esperar instrucciones. Se acercan a ella y la amarran con mayor fuerza hasta que sus mejillas tocan el palo. Advierte el calor del fuego, como el que sintió hace unos días bronceándose en la cubierta del Ebony. La tocan, la voltean. Todavía piensa. Las llamas asan su cuerpo. Le untan más mostaza.
La retiran de las brasas y del barrote. La acuestan en un camastrillo de bambú. Otra ceremonia prosigue. Otras palabras que no entiende. Quisiera no imaginar el primer mordisco. La acuestan boca abajo. Le pinchan la espalda con un filo de madera. De nuevo hablan. Parece una discusión. La agarran del cuello. Un machete separa velozmente la cabeza de su cuerpo.
Ya sólo puede pensar. "Soy una célula, un átomo en el espacio. Soy nada... Mi alma flota en una isla del Caribe"
Alguien arroja la cabeza a un perro. La toma, corre y se escapa entre los matorrales. Muerde su cara, le arranca un ojo y luego el otro. Sacia su apetito. Escarba un hoyo. Quiere gritarle, quiere que el perro la oiga. La tierra cayendo en lo que queda de su rostro la llevó a esos juegos con Armand en la playa. Sólo que esta vez, no puede sentir la arenilla entre sus labios.
R.A.Albarrán
BIANCHI
Erase una vez una persona de bien, de buen corazón, de valor y honestidad, inocente desde que nació. Esta persona era varón, de tez pálida y cabello como el tizón, tenía diecinueve años y, como nadie, había llegado a su edad sin conocer el mal. A veces se rumoreaba en la montaña donde vivía, que no era del todo "espabilado", que "le faltaba un agua", mas esta persona, de nombre Bianchi era bastante inteligente, sabía de todas las cosas malas de su mundo, sabía quién le tomaba el pelo y cuándo se reían de él, sin embargo, por principios, por puros principios, y sólo por principios, hacía como si no se diera cuenta. Algunos le beneficiaban siempre que les era posible, «se lo merece, no es como los demás», decían.
Bianchi ni siquiera mataba a los mosquitos, le daban pena; de hecho, una noche de verano, cuando iba a apagar la luz para irse a dormir vio a una avispa medio dormida en la mesita, y tanta clemencia le inundó que la dejó vivir. Al día siguiente, naturalmente, apareció con unas cuantas picaduras de notables envergaduras, sin embargo, no fue capaz de enfadarse. Ni siquiera consentía que la rabia empezara a circular por sus venas cuando sentía el dolor y la injusticia, en cambio se calmaba y seguía viviendo en limpieza como si nada.
Sus padres no estaban muy de acuerdo con su modo de ser, «hay que ser bueno, pero no tonto», le decía de pequeño su madre; «a ver si espabilas un poco, si te dejas pisar no te irá bien», le decía su padre ya más de mayor. Pero él no podía ni quería cambiar lo que era.
Había quien se preguntaba de dónde le venía la virtud a Bianchi, ¿de nacimiento?, ¿por las influencias recibidas? Tenía siete hermanos, todos ellos mayores que él, mas ninguno de ellos se le parecían en nada; algunos tenían más buen corazón, otros eran más cabezones, otros eran más impulsivos, pero a ninguno de ellos se parecía en lo más mínimo. Lo de Bianchi parecía sobrehumano, parecía como si tuviera espíritu... Sí, como si todos los demás fueran bestias a su lado y él fuera un espíritu con cuerpo de hombre.
Todo esto, que causaba admiración, reflexión y a veces hasta discusiones entre los demás habitantes de la montaña, cambió en la noche de un veinticuatro de mayo. Cuando se levantó por la mañana y fue al espejo, a lavarse la cara, como todas las mañanas, pudo diferenciar un pequeño lunar en la mejilla izquierda. No le dio mayor importancia, pero al parecer el lunar crecía por segundos, y cuando fue a desayunar, su madre llena de estrépito le gritó:
— ¡Pero hijo mío!, ¿qué llevas escrito en la cara? —Bianchi estaba desconcertado. —Seguro que ya te han gastado otra de esas bromas de mal gusto. Anda y vete a lavar.
Bianchi se fue al baño y pudo ver perfectamente cómo se divisaban ahora varias letras en la mejilla que unidas expresaban maldiciones hacia sus vecinos, el calibre de tales palabras era tan grosero como irreproducible, eran para dejar helado a quien las leyese. Lo cierto es que sus vecinos no se habían portado muy bien, así que aunque tal vez era demasiado, de algún modo se lo merecían. Bianchi no quería herir los sentimientos de nadie, pero tenía que salir afuera, tenía que bajar al pueblo y llevar el correo a cada uno de los habitantes de la montaña, ese era uno de sus oficios, así que a pesar del calor se ató una bufanda y salió montaña abajo.
Durante su paseo observó caras de todo tipo y lamentaciones variadas, le extrañó mucho todo eso, pero siguió caminando hasta que por la noche llegó a su casa. Le recibieron las carcajadas de su padre:
— ¡Así se hace!, ¡desde luego!, ¡cómo se nota que eres hijo mío! Le has dado una nueva lección a todos ellos.
— Pero...
— Venga vete, ya te puedes ir a lavar toda esa tinta. —Bianchi no sabía de qué le estaba diciendo su padre, pero, ahora que estaba parado se miró el brazo y espantado comprobó que estaba lleno de insultos, blasfemias y maldiciones. —No sabes cómo se ha puesto todo el pueblo. Como tú tienes fama de bueno, a todos los que están escritos en tu piel se les va a hacer pagar duro. Algunos dicen que en el fondo tienes mala uva, otros que es un milagro, ¡pero mira!, el que ríe el último ríe mejor, ¿eh?.
— Pero papá...
— ¿Qué?, ¿qué hijo?, ¿qué?
— Nada.
Bianchi se fue a dormir aquella noche muy triste, mas su despertar fue aún más desalentador. Cuando notó que sus ojos estaban abiertos fue apresuradamente a mirarse la piel, y está no estaba blanca, sino negra, parecía como si unos garabatos hubiesen tapado a otros hasta que a la piel no le quedase otra tonalidad que la de la oscuridad. Bianchi se preguntaba el motivo de esto, no lo entendía, no lo encontraba, tal vez ni lo hubiera.
Yahuán
STEPHEN Y EL BOSQUE
Transcurrido ya cierto tiempo, Stephen trató de avanzar muy lentamente a través de aquel bosque, abriéndose camino como podía entre las grandes malezas que entre aquellos cipreses abundaban. Sobrecogido con cada paso que daba, al observar inquietante y boquiabierto que ese lugar no solamente guardaba una flora espectacular, sino que además la fauna que habitaba en esa zona era también realmente sorprendente. Lo vio al observar atónito, como un pequeño grupo de ciervos corrían a lo lejos, unos detrás de otros, brincando y pasando alegremente entre las flores y los arbustos que proliferaban del terreno. Los ciervos parecían mostrar, al igual que la vegetación, una increíble pureza y belleza a la vez, a través de sus cuerpos esbeltos, sus perfiles perfectamente bordeados y trazados a través de la suave claridad de la luz del día, reflejando una serie de figuras contorneadas en los suelos a través de sus preciosas formas y creando de esta manera, un bonito contraste de sombras que parecían juguetear armoniosamente con la superficie del terreno en la que se encontraban.
A Stephen le dio la sensación en esos instantes, de que aquellos ciervos, se trataban sin lugar a dudas, de los ejemplares más maravillosos y extraordinarios que nunca jamás había contemplado. Pero para su sorpresa, su admiración no acabaría con dichos ciervos, sino que además, un poco más tarde, a medida que iba avanzando con paso muy cuidadoso y sigiloso a la vez, entre aquel laberíntico entramado de cipreses que parecían no acabar, llegó a observar lo que le parecía un ejemplar muy joven de jabalí, que se encontraba recostado al lado de un grueso ciprés, con la cabeza hundida entre sus menudas y finas patas, que acababan en unas pequeñas y redondeadas pezuñas. Sin duda a Stephen, el jabalí le parecía un animal realmente increíble, y llegó a recordar la verle, uno de los muchos libros que su tía le regalaba sobre la fauna en los bosques, ya que aquel animalcillo que tenía a pocos metros de distancia en frente de él, se asemejaba mucho al que aparecía en la portada de uno de esos libros que le regalaban.
El joven Stephen, sabía perfectamente que se trataba de un mamífero paquidermo, variedad salvaje del cerdo, que se distingue por tener la cabeza más aguda, la jeta más prolongada, las orejas siempre tiesas, el pelaje muy tupido, fuerte, de color gris uniforme, y los colmillos grandes y salientes de la boca. Aquellos colmillos, a Stephen le causaban una verdadera sensación de aturdimiento, ya que cuanto más se fijaba en ellos, más parecían llegar a mostrar que irradiaban una leve luminosidad muy clara e intensa en las puntas, (como si el jabalí acabara de pasar sus vigorosos colmillos por el afilador del pueblo), y precisamente eso al joven muchacho le impactó bastante.
En un esfuerzo que el joven chico no sabría si bien catalogarlo como valiente y arriesgado, o más bien como un esfuerzo estúpido e innecesario, trató de acercarse lo máximo posible al animal, pisando con la punta de sus zapatillas el terreno por el que atravesaba, para llegar a alcanzar de la forma mas sigilosa y discreta posible, al espléndido ejemplar de jabalí que descansaba a una distancia a la que ahora a Stephen se le antojaba muy pequeña. Cuando la distancia que les separaba ya no sería superior a dos metros, a Stephen comenzó a extrañarle enormemente que el animal no se alertara de su presencia, ni siquiera oyendo el leve ruido que se generaba con sus zapatillas, al quebrar accidentalmente algunas pequeñas ramas secas que se encontraban desperdigadas por el terreno por el que iba delicadamente avanzando.
En un estado de alerta máxima, y con los nervios a flor de piel, el chico comenzó a alargar poco a poco su brazo de cara a la pequeña cabeza del animal, que descansaba tranquilamente acurrucada entre sus bonitas patas color negro azabache. Escasos centímetros separaban ya la mano de Stephen de la cabeza del animal adormilado, y rápidamente, al muchacho le comenzaron a temblar todos los músculos del brazo y del antebrazo, pareciendo que iba a estallar irrevocablemente con tanto nerviosismo que iba acumulando y que se veía cada vez más acrecentado, a medida que la distancia era cada vez menor...y menor...y menor... ( ¿realmente querría tocarlo en esos momentos?, no lo sabía seguro, pero sí, quería comprobar su estado, y llegar a acariciarlo, como cualquier niño inocente querría acariciar a un pequeño perrito o gatito, que se encontrara casualmente por la calle de su barrio paseando sin rumbo alguno)... la distancia que le separaba del jabalí era casi insignificante, y la punta de sus finos y largos dedos parecían ya rozarlo..., y de repente...¡¡Ahhh!!...La cabeza del jabalí se irguió a una auténtica velocidad de vértigo, casi imposible de imaginar, y con ese rápido y frío movimiento, entornó sus ojos, ( rojos e inyectados en lo que parecía sangre coagulada alrededor de unas cuencas vacías y llenas únicamente de negrura, vació, y oscuridad, y más oscuridad), en el rostro del pequeño Stephen. El chico cayó hacia atrás, tropezando con sus propias piernas, que temblando tanto del miedo y del horror que estaba viviendo en aquel preciso instante, le daban el apoyo y la estabilidad de dos débiles y flacuchos spaghettis. En el suelo, mirando al cielo tras haber caído de espaldas, totalmente indefenso y esperándose encontrar de frente con aquella cara diabólica y fantasmal del animal, aguardó el momento de lo que sin lugar a dudas sería para el pequeño Stephen, el día de su muerte.
Cuando Stephen creyó que el jabalí había huido definitivamente y que ya no estaría allí, (ya que pasó un breve tiempo sin que notara su cercana presencia), al incorporarse del suelo, su rostro se elevó lentamente desde el suelo, muy confuso y aturdido, y quedó parado a escasos milímetros del hocico del endemoniado animal, (expulsando este un olor bastante desagradable, como a quemado, a azufre o plástico ardiendo, y generando un ambiente de hedor insoportable, todo ello mezclado con el ambiente de terror y horror que Stephen vivía en esos momentos). El aliento del jabalí parecía acariciar los dulces contornos de la cara del chico, como si quisiera penetrar a través de su acaramelada piel para inyectarse en lo más profundo de su alma. Stephen, trató de alejarse poco a poco del rostro del diabólico ser, (generando en su interior, un ritmo desacompasado y brutal, de lo que parecía ser un corazón a punto de sucumbir y estallar en mil pedazos), y comenzó a arrastrarse muy lentamente hacia atrás, ayudándose con las piernas y los brazos que tenía apoyados en el suelo, para no alarmar al animal y de esta forma evitar que de alguna manera pudiera llegar a abalanzarse sobre él.
La horripilante mirada del jabalí, parecía reflejarse a la perfección en los ojos a punto de estallar de miedo del chico, que gritaban por salir y escapar de aquel lugar. El monstruoso animal, siguió con sus ojos diabólicos, (que parecían analizar hasta la última célula del cuerpo de Stephen), todos los movimientos que este trataba de llevar a cabo para alcanzar una mayor distancia entre su cuerpo y el del animal. Un animal que parecía haber resurgido de las profundidades de los Infiernos.
Stephen, haciendo acopio de una fuerza extremadamente sobrenatural para tratar de alejarse lo máximo posible del jabalí, giró cuidadosamente su cabeza de un lado a otro para intentar divisar algún tipo de objeto, (ya daba igual el que), y así cogerlo y, de esta forma ser capaz de poder eludir la presencia de este, bien arrojándoselo o agitándolo vigorosamente. Su búsqueda, sin embargo, fue lamentablemente en vano, ya que lo único que llegó a observar desde allí tirado en el suelo (posiblemente lo único y lo último que llegaría a observar con vida) fue, una leve mariposa que se apoyaba sobre una gran piedra blanca a escasos metros del cuerpo tendido del joven. Una mariposa que Stephen identificó rápidamente con el parecido que guardaba de sí mismo en su respectivo rostro. Mostrando en vez de su rostro lleno de dolor, miedo, terror y horror, (que era lo que sentía en esos momentos), un rostro muy humanizado, agradablemente tierno, alegre y además feliz, al saber que se hallaba fuera de cualquier tipo de peligro. Un rostro que se veía acompañado de unas hermosísimas alas de colores que la mariposa parecía desplegar con gentil y brillante sutileza. En las alas: coloreadas y brillantemente espléndidas y, llenas de lucidez y encanto; Stephen vio lo que nunca esperaría llegar a ver...El rostro de su padre en el ala izquierda de la mariposa, y el de su madre en la derecha, viendo como ambos, contemplaban con una gran y generosa sonrisa, lo que llegaría sin lugar a dudas a acontecer en unos instantes. El joven chico comenzó a gritar tratando de que en algún lugar sus gritos pudieran llegar a alertar a alguien, o a ALGO...Un espectáculo realmente sangriento y demasiado macabro para ser observado iba a comenzar. Un espectáculo de verdadero horror, indudablemente de mucho, mucho horror...
— ¡¡Stephen, Stephen...!! ¡¡Cariño,...!! — El leve balanceo que le producían los brazos agitados y llenos de preocupación de su madre, acompañados de su tono de voz algo entristecida, generaban en ella el perfil de una pobre mujer desdichada, desesperada e incontrolada por los nervios, que se encontraba al borde de la cama de su querido hijo.
— ¿Mamá?...¡¡Oh, Mamá!!... — Nunca antes Stephen, se había alegrado tanto al ver a su madre situada al lado suyo, tras acabar de despertarse y observando como ella, sentada junto a él en la cama de su dormitorio, le acariciaba con suavidad su tierno rostro, sudado y muy, muy asustado. El chico, que yacía muy confuso en la cama, llegó a experimentar una sensación de absoluto bienestar y de gran tranquilidad al comprender que por fin, la gran pesadilla que parecía que nunca iría a terminar, ahora solamente quedaría escondida en los recuerdos más oscuros de su infancia.
— ¡Cielos santo, hijo, pensé que te estaban matando! Hay que ver los sustos que me has dado a lo largo de tu vida, pero que no son nada en comparación con este. Al oírte gritar y gritar tanto, pensé que realmente te estaba sucediendo algo malo, y bueno, al saber que ahora lo que habrás tenido haya seguido seguramente un mal sueño, estoy realmente tranquila cariño, ¿verdad mi amor?, un mal sueño, ¿no es así? — Cogiendo levemente la mano de su hijo y llevándosela hasta su mejilla para después besarla, la madre de Stephen se irguió de la cama muy lentamente, y una vez en pie, se acercó a la cabezera de la cama del chico, acercando su rostro al de su hijo, para darle un gran beso en la frente y desearle también que tuviera unos próximos felices sueños para lo que quedara de noche.
— Sí, todo fue un mal sueño. Gracias mamá...Te quiero.— Aquellas palabras por parte de Stephen sonaron realmente dulces y melodiosas. Su risueño rostro mostraba una cálida y profunda sensación de amor que parecía irradiar por toda su habitación.
La madre de Stephen se alejó hacia la puerta, parándose un momento a contemplar la cara hermosa y bella de su querido hijo, al que adoraba más de lo que el propio chico jamás pudiera llegar a imaginar.
— Buenas noches Stephen. — Susurró la madre cerrando lentamente la puerta de la habitación.
— Buenas noches mamá. — Añadió el pequeño joven, acompañando con su voz, el chirriante sonido que producían las grasientas y oxidadas bisagras de la puerta de su dormitorio al cerrarse esta lentamente, sumiéndolo poco a poco en la más profunda oscuridad.
Stephen se arropó todo lo bien que pudo cuando se quedó de nuevo solo en su habitación. Se tapó la cabeza hasta cubrírsela casi por completo. Todavía seguía pensando en el horrible sueño que acababa de tener, y no le haría mucha gracia volver a encontrarse con el intrépido animal correteando sigilosamente por los rincones más oscuros de su habitación.
Tratar de conciliar el sueño de nuevo iba a ser una tarea muy complicada, entonces, Stephen pensó que dejaría encendida durante el resto de la noche la pequeña luz de su mesilla de noche, para sentirse más seguro y así poder dormir tranquilo...
Vio que el tiempo pasaba y continuaba sin dormirse, así que decidió bajar a la cocina a calentarse un buen vaso de leche.
Bajó silenciosamente los peldaños de la escalera (que comunicaban el piso de arriba de los dormitorios con el piso de abajo, donde se encontraba la cocina y el gran salón-comedor). Luego siguió a través del un gran y amplio pasillo que recorría toda la planta inferior de la casa y al fondo del pasillo le aguardaba la cocina.
Entró rápidamente manteniendo el silencio con sus gruesos calcetines de lana que llevaba puestos, y acudió sin pensárselo dos veces al frigorífico. Sacó el cartón de leche, lo abrió delicadamente, vertió un poco de contenido en un vaso, y...¿A qué demonios olía esa leche, no estaría estropeada?. Stephen percibió un desagradable olor que lo echó para atrás, quitándole repentinamente las ganas de tomársela. De modo que derramó en el fregadero el contenido de leche que acababa de verter en el vaso y, posando el vaso ya totalmente vacío cuidadosamente sobre la encimera, se giró y se topó en mitad del pasillo y sumido en la absoluta oscuridad con un par de círculos rojos que parecían surgir de la nada. Círculos en forma de objetivos oculares diabólicos, procedentes de algún ser... Dos objetivos rojos como la sangre se hallaban suspendidos en la total oscuridad de la casa, contemplándole a él. Stephen reconoció rápidamente de qué se trataba, y ahora comprendía de dónde diablos procedía el olor desagradable que atribuyó erróneamente a la leche.
Aquel entrañable animal de los Infiernos, ahora se hallaba en su propia casa...Stephen sabía que no podría tratarse de un sueño. Ese no. Lo peor de todo era que esta vez era real. Lamentablemente, demasiado,... demasiado real...
James Richard Hoffman
LOS CAPITANES
¡García, García! – le gritaban al capitán.
Cansados, aburridos, con la ropa hecha trizas, los cabellos empolvados, las bocas coaguladas y las almas hechas un manojo de flores marchitas, de esas que rematan por las tardes en la salida del cementerio.
Sin embargo, García no escuchaba, no quería y no podía, sólo caminaba. Había estado así casi doce días y ellos lo sabían, le gritaban por costumbre, sin espera de respuesta.
Nadie desertaba, el camino de regreso era peor que el de ida, faltaban veinte días, quizás treinta, ojalá quince decían ellos, para encontrar al enemigo, descansado, fresco y preparado. Allí empezaría su venganza, una vez nosotros muertos, haber si aguantan el camino para casa, aunque tenemos chance de victoria, si que la tenemos, pero ¿Qué hacer? Si García ya no escucha.
Oye, ¿Cómo decías llamarte? – preguntó otro que se había olvidado el nombre.
-Nicolás, Nicolás Balbuena, si aún recuerdo el nombre te preguntarás, es por mi viejo y por mi vieja, tu me entiendes. Los domingos solía llevarlos a pasear, pero ahora que me muero, ¿Quien lo va a hacer? Así que me dije: "Si recuerdo mi nombre será más fácil que alguien me entierre en casa o al menos lleve mi fusil, así los viejos en domingo pasearían por mi tumba, el llevándola del brazo y ella con la cabeza recostada, con la cara sonriente porque no los habré abandonado". Si pensabas que quería sobrevivir y llevarme el honor y toda esa *****, eres un huevón Ricardo y mira que me acuerdo de tu nombre- le respondió y siguió la marcha. Ricardo calló le dio una palmada en el hombro y avanzó detrás de el.
Faltaban unas horas, García no escuchaba, pero al menos ya hablaba. Era un avance, casi nada, pero al menos era algo, no sería suficiente obviamente.
A lo lejos los veían: Elevados, celestiales, fusil en mano a la espera de una orden. García hecho un loco no escuchaba, no hablaba, solo gritaba y gritaba dejando tierra a cada paso, pues se había puesto en retirada, empujó a Balbuena, luego a Ricardo y a otros cinco más, quería escapar, pero no pudo. Los vencidos se habían lanzado a la victoria, ingenuos y perdidos, pero felizmente para ellos desesperados y resignados. A las tres horas de pelea finalmente habían ganado.
García abrazaba su fusil y echaba vivas a su nombre, algunos lo siguieron, otros empezaron a contar a los vencidos, no a los caídos, ellos ya eran de los cuervos, pero si a los de pie, confundidos y jadeantes, que en el silencio veían a sus padres, hermanos y a ellos mismos, desnudos, desarmados, deshonrados. Puntos que se mueven en la arena, que alguien en el cielo hubiera confundido con una ventisca.
García volvió a hablar y podía escuchar, pero no quería. Decía haber vencido adjudicándose derecho a ejecutar prisioneros, algunos estuvieron de acuerdo, la mayoría no, se le quiso consultar a nuestros muertos, pero ya tenían suficiente con ser desnudados para meterlos bajo tierra, incluso no faltó quien le diera una nalgada al más proporcionado. García pidió ejecución para honrar a los caídos y finalmente le hicieron caso. Terminó decapitado.
Luego tomó el poder un amigo de García, que pidió calma, la calma no llegaba y terminaron matándolo, mientras los prisioneros se morían, así poco a poco alguien tomaba el poder e iniciaban el retorno a casa, pero siempre salía otro ejército al frente dispuesto a la lucha, ellos tampoco se negaban y todo empezaba.
Vencían las batallas, ya eran más de cien, se habían vuelto señores de la guerra, casi nadie moría en pelea, pero por cada batalla vencida un líder era ejecutado. Vencían por desesperación a ejércitos más grandes, tomaban prisioneros que al tiempo se integraban hacia ellos, si es que no morían aunque algunos si vivían, incluso uno de los primeros prisioneros logró ser capitán, pero también fue ejecutado.
Pasaron treinta años y solo quedaban veinte hombres, sucedieron dieciocho batallas y solo quedaron dos hombres, que vencieron a otro ejército en la decimonovena batalla, finalmente el capitán del regimiento de un solo hombre, mató a su único oficial, quedándose solo.
Al verlo así el capitán ejército que venía a enfrentarlos sintió pena y lo incorporó a su tropa. Así sucesivamente han pasado más de mil años y siempre después de cada batalla ganada muere un capitán, los hombres ganan por miseria, olvidan sus nombres y al final hasta sus voces.
¿Y los viejos de Balbuena?
- Pues se fueron a la ***** y sino ojalá que se vayan- dijo Ricardo cuando Balbuena lo atravesaba con una lanza matando así al capitán.
Billy Fish
SUEÑOS
Todo empezó con un sueño rarísimo. Raro porque Elena casi nunca se acuerda de lo que sueña y por alguna extraña razón esta vez sí que se acordó al despertar. La razón puede ser que este sueño puede tener significado:
I SUEÑO
Estaba ella como en mitad del campo, sólo había un par de árboles casi secos visibles en todo aquel extenso terreno, lo demás sólo eran montículos de tierra, el sol quemaba. Estaba acompañada de una chica que conoce, la cual le extrañó que apareciera en este sueño, porque prácticamente no significa nada para ella, es simplemente una conocida. Se aproximaban a bajar uno de los montículos de tierra y justo abajo, en un llano rodeado de montañitas había una persona, la cual sabe que era un chico y de gran importancia sentimental para ella, pero no logró recordar con exactitud de quién se trataba. Ese chico tenía en sus manos algo parecido a una ballesta pero con flechas más pequeñas y apuntaba hacia ella. Le dio gran alegría al verlo y lo primero que hizo (antes de saber que era a ella a quien quería atacar) fue aproximarse a él. De repente, empezó a dispararle, le dio en la cara, sobre todo en los labios. Como es lógico, se activó su instinto de supervivencia, y empezó a correr para huir de allí. Cuando fue a buscar dónde estaba la chica que iba con ella, vio que no se había movido, tenía la mirada clavada en Elena que parecía que le decía: ¿por qué huyes? Él te importa, lucha por él aunque te esté atacando. Y fue ella quien hizo que no saliera corriendo hasta ponerse a salvo, y que luchara por esa persona que quiere. Entonces Elena se paró un momento, mirando a su "amiga", y siguió corriendo, pero esta vez en dirección contraria, en dirección de quien le estaba disparando. Estaba llena de valor, y le había hecho creer tanto en sí misma...
Le recordó que no podía salir corriendo por puro miedo, sino que tenía que vencerlo para lograr lo que quiere. Ahora los disparos no le dolían tanto, sabía que le estaban dando en todos los lados de su cuerpo, pero no le importaba, porque más le importaba la persona que le disparaba. Lo último que recuerda es que estaba aún corriendo, ya muy cerca de él que todavía tenía su ballesta en posición de disparo. Pero se sentía bien consigo misma, porque había conseguido que el dolor no le importara más que él. Que lograra que no le siguiera disparando sería otra cosa, ya había hecho todo lo posible, pero eso nunca lo podrá saber porque se acabó el sueño...
Este sueño probablemente surgió aquella noche de su imaginación fruto de su estado emocional. El cual se encontraba confuso. Debido a los típicos problemas de adolescente que todos los adultos tachan de tonterías, aunque en realidad saben que el dolor que provocan es un dolor serio). Problemas como amor, desamor, amistad, familia, estudios, futuro... Problemas que provocan gran angustia en momentos de bajón.
Pero puede que esos sueños –digo "esos" porque no solo hubo uno- no fuesen solamente sueños. A la larga Elena se dio cuenta de que esos sueños en realidad eran metáforas de su angustia, de su dolor, de su situación.
Hay un chico en su vida (principal sospechoso del I Sueño) muy importante para ella. Pero la relación con ese chico es bastante extraña, teniendo en cuenta que ni siquiera se conocen en persona. Es alguien que conoció hacía unos años por la red. Por aquel entonces era un chico que le transmitía la confianza que nunca tuvo en nadie; el cual le hizo sentir bien, sus conversaciones y su complicidad le hicieron pensar que tal vez ella pudiese llegar a ser alguien en la vida de los demás, y eso la verdad es que le animó muchísimo. Se puede decir que estos dos adolescentes se enamoraron a distancia, aunque eso sólo duró unos meses ya que se dieron cuenta de que era un amor prácticamente imposible en esa situación.
Aclaro que Elena no es una chica lo que se dice normal. No tuvo una buena infancia debido a sus complejos y a la facilidad que los niños tienen para reírse de los complejos ajenos sin remordimiento ninguno. Y eso, a la larga, puede acarrear pequeños traumas que pueden manifestarse a lo largo de su vida. Aunque para ella todo esto tiene una parte buena, Elena ha desarrollado un carácter bastante personal; y pese a su excesiva timidez y al rechazo de los demás hacia esa personalidad tan única, le encanta su forma de ser tal y como es, porque es diferente a todos los demás (cuyas personalidades a veces le repugnan y mucho), y por eso nunca había podido considerar a nadie su amigo.
Decidieron que lo mejor es que fuesen amigos. Y era una buena idea porque se puede decir que son como almas gemelas. Pasaron los años y estos dos se habían convertido en mejores amigos. Para Elena, este chico era la única persona que la tomaba en serio y que se molestaba en poder ayudarla y escucharla en malos momentos. Pero después de tanto tiempo volvieron a manifestarse esos pequeños traumas de Elena, aunque por opinión de él eso siempre había ocurrido pese a que ella no se diese cuenta. Un día él no pudo más, y tuvo que decirle todas las cosas que se había callado tanto tiempo para protegerla. Al parecer, Elena había aceptado la amistad pero sentimientos contrarios (amor) nunca habían desaparecido y los manifestaba constantemente, cosa que a él le hacía daño ya que no sentía lo mismo y no podía soportar que Elena sufriese. Finalmente acabaron sin hablarse, cosa que era lo mejor en esos momentos, aunque después siguieron siendo tan amigos como siempre.
Entonces, Elena tuvo otro sueño:
II SUEÑO
Soñó que se encontraba frente a una explanada cogida de la mano de su hermano pequeño. Pero era una explanada peculiar, se trataba de un campo de ortigas. Su hermano –que llevaba pantalones largos- empezó a tirar de ella para atravesar ese campo, pero Elena se dio cuenta de que estaba en pantalones cortos y le produjo gran terror la idea. Su hermano insistía y ella temía que tendría que enfrentarse a todas esas ortigas, aunque sería lo más valiente. El sueño acabó ahí, en esa situación de angustia extrema producida por el temor a atravesar el campo de ortigas.
Puede tratarse de otra metáfora, la cual representa la necesidad que la vida le empuja a enfrentarse a todos sus temores y problemas, porque si no lo hace nunca llegará al final del campo de ortigas y no podrá alcanzar ese paraíso que hay tras él, nunca podrá alcanzar la felicidad que se esconde tras los problemas.
Por eso, Elena decide seguir adelante, siguiendo el consejo de sus sueños, esquivando y/o eliminando todos los obstáculos para poder alcanzar su sueño de convertirse en una buena doctora que le permitirá abandonar su infelicidad de siempre (en el sentido de parecer feliz, pero no serlo en absoluto) y llegar a ser dueña de la felicidad que tanto había deseado.
Elena
CRECIMIENTO
Hace tres semanas que felizmente te enterramos. Por desgracia hubo de ser en el cementerio donde yace toda mi familia, porque como somos muchos y con tendencia a morir jóvenes, me hicieron rebaja. Dudé si pagar más por mantenerte lejos, pero ganó la economía. Pedimos que excavasen el hoyo más profundo que permitiese la ley, o el precio que pagamos. Ya hacen ocho las veces que he ido a visitarte desde entonces. No es nostalgia, es sólo que me gusta comprobar que sigues bien hundido en la tierra. Fantaseo con olvidar todo esto y no volver, pero en los últimos días he presentido un algo, un manto gris, una mancha rasposa que trepa por tu lápida, que me intriga y me sigue en mi camino a casa, permaneciendo a mi lado como un hilo que me recuerda el trayecto que he de volver a recorrer si no quiero enloquecer. Ayer por la noche me sentía sola, pero yo no tengo miedo a la soledad. Sólo a ese tipo de abandono apenas temporal, al cabo del cual se presiente un regreso violento. Así me sentía, como si estuvieras a punto de llegar desde tu retiro, siguiendo el hilo, con la tormenta pegada a tus talones. Puse la radio, que siempre ha sido mi compañera cuando la ansiedad empieza a hacer crecer un nosequé en mi garganta, pero sólo pude sintonizar un programa religioso. Una frase pronunciada por uno de los contertulios me llegó adentro. En medio de una alocución apocalíptica, dijo: "La corrupción del alma, que acaso sobrevive a la muerte y contamina los objetos cercanos, la piedra y el polvo del suelo, cualquier cosa fría que llegue a tocar."
Con cada visita el cambio en la superficie de la tierra donde yaces se hace más evidente. Aquel rastro de aspecto mucilaginoso ha ido creciendo hasta volver casi ilegibles los trazos excavados que identifican tu tumba, mientras su textura se ha ido volviendo familiar y tan desagradable como un lavado con agua fría. Es pelo, es tu pelo. Son tus barbas tentaculares que se estiran para recibir un poco de la luz que el resto de tu cuerpo ya no puede sentir. Te has convertido en semilla y abono de hediondos cabellos rizados que señalan en todas direcciones, sin decidirse hacia donde crecer, con la misma indiferencia que siempre tuviste. Es repugnante que hayas elegido semejante forma de aferrarte a la existencia, de seguir estando presente en mi vida. No puedo soportarlo y empiezo a arrancar colgajos a tirones, a puñados. Quiero cortar tu resto de vida. Quiero afeitar tu vanidad. Quiero matarte otra vez hasta que te quedes quieto...
Un vigilante me ha visto y me lleva aparte suavemente, con la práctica de quien lleva tiempo tratando con los que han perdido a alguien. Lloriqueando protesto que apenas he conseguido eliminar la mitad de aquel rastro. Asegura que se encargará de que la tumba vuelva a estar limpia, pero cómo va a estar limpio algo que sólo contiene porquería. Le sugiero que recurra al fuego; pero él no sabe y no me entiende, me mira muy serio y casi parece triste, aunque dudo que alguien que se dedique a semejante trabajo pueda preocuparse realmente por mi situación. Quizá es cierto que no estoy bien, me laten los oídos y me pican las manos bajo la piel. Decido tomarme tres días de descanso mental antes de volver otra vez, pero me los paso soñando con hombres melenudos, barbudos, incluso de pies peludos. Al llegar compruebo que el vigilante ha hecho un buen trabajo, pero a pesar de todo el esfuerzo una sombra de aspecto capilar vuelve a insinuarse a ras de suelo. Disimuladamente, con parsimonia, recojo un palito del suelo y me inclino ante la tumba. Empiezo a escarbar, vigilando a mi alrededor, nadie se fija en mi. Rasco despacio y pedacito a pedacito voy arrancando islotes de musgo pinchudo. Escarbo y limpio desde la zona más alejada de la lápida, encima de donde deben de estar tus asquerosos pies, y me voy acercando hacia la cabeza, donde el vello se vuelve más lacio y resistente, cada vez más difícil de eliminar. Pero a mitad de camino algo me detiene, como un muro que no deja que el palo siga removiendo la tierra. Cavo más profundo para ver que es, que son , y las saco a la luz; una, dos, tres piedrecillas amarillentas, puntiagudas y algo curvadas hacia mi, colocadas apuntando hacia el cielo. Me producen una impresión de degradable conocimiento, de algún modo esa mezcla de sucios tonos y formas me resulta familiar. Cavo y cavo y cavo y las manos me sangran pero no puedo parar ante lo que asalta mi cabeza y no, no, no, hay más, cinco, seis...¿ocho? No...son diez.... son diez como imaginaba y se que ya no hay más, nadie tiene más...son diez piedrecillas...diez uñas.
Sinfonía Numérica
LA VERDADERA REALIDAD
En cierta ocasión, en un lugar que no se sabe muy bien donde está, pasó algo espectacular. Por primera vez en la historia de la Tierra, se dio algo nunca visto, realmente sorprendente e impactante, en cierta ocasión, en un hormiguero... bueno, mejor pensado, no sería bueno empezar por ahí, ¿no? Comenzando entonces desde el principio, esta historia empezaría por algo así:
Érase que se era una historia peculiar, en un hormiguero donde sólo había una reina. Esta, al ser invierno, tenía que dejar de poner huevos y entrar en una fase de latencia, como si hibernara, sin embargo, había algo que quería hacer antes de eso. Quizás fuera sorprendente, pero esta reina, pese a serlo, nunca había salido de su palacio, y no por voluntad propia, sino por consejo de sus fieles ayudantes. Al principio no le importó, amedrentada por la infinitud de accidentes, narrados por sus consejeros, que podrían ocurrir si salía de su gigantesco palacio; pero ya estaba harta de imaginarse cómo sería su reino, guiada sólo por las descripciones de sus hormigas mas acérrimas. "Su reino se extiende tanto, que sus súbditos no pueden ir de un extremo a otro ni en una semana", "hemos tenido tan buena recolección este año, que ni una hormiga pasará hambre este invierno, y todo gracias a su mandato, le doy mi más profunda enhorabuena" le decían, y la reina se maravillaba a diario de lo próspero que era su hormiguero. Sin embargo, un día esto cambió, la reina se hartó y, sin previo aviso y ante la sorpresa de todos los que estaban en sus aposentos, salió de estos, de su palacio, y cogió el primer túnel que vio. Debido a lo inesperado del asunto, nadie la pudo seguir y, rápidamente, la perdieron de vista.
-Bien, conseguí salir –dijo, pero su alegría cesó al ver a su más fiel consejero, Gofred, frente a ella.
-Mi reina, ¿qué hace aquí? No puede abandonar su palacio.
-¿Y quién se supone que eres tú para darme ordenes, Gofred? Te recuerdo que soy la reina –dijo con tono severo.
-Sí, por supuestísimo, alteza –respondió agachando la cabeza-. Pero, mi reina, no sabe la de cosas que puede acarrear su salida de palacio, si acepta mi consejo, estaría mucho más segura y cómoda en...
Fue a continuar, pero la mirada seria de la reina lo calló.
-Al menos déjeme guiarla, no se vaya a perder –dijo al fin, resignado.
-De acuerdo, Gofred.
Este asintió y se puso delante de ella, dispuesto a guiarla por aquellos túneles tan enrevesados. Ella, contenta por poder ver su reino al fin, lo siguió mientras observaba ilusionada todo aquello. Por increíble que pudiera parecer, pocas veces había visto un túnel, desde que tenía memoria había permanecido en su palacio.
Estuvieron andado un buen rato, mientras la reina se maravillaba de lo bien hechos que estaban aquellos pasajes, así como lo maravillosas que eran las casas que allí se encontraban, casi tan grandes como sus aposentos.
-Me encanta mi reino, Gofred –dijo la reina entusiasmada.
-Y todo es gracias a usted, majestad.
¡Valiente adulador este Gofred! Ella sonrió y siguieron caminando en medio de aquellas hermosas y lujosísimas mansiones. Estuvieron andando otro rato y, finalmente, la reina se acabó parando, extrañada.
-Gofred, esto ya lo he visto.
-Perdone mi descortesía, pero creo que se equivoca, mi reina.
-No, estoy segura de que estas casas ya las he visto.
Reinó el silencio durante unos segundos, mientras Gofred se ponía un poco tenso. Creo que te han pillado, pequeño Gofred.
-Mil disculpas mi señora, pero tiene razón, volvimos al principio. De todos modos, creo que sería mejor si volviéramos a...
Pero era tarde, pues al girarse, la reina no estaba detrás de él, sino que había ido por otro camino y ahora se dirigía a un pequeño hueco que conectaba con otros túneles.
-¡No mi reina! ¡No debe ir por ahí! ¡Es peligroso!
Rápido como una bala, se plantó frente a la reina, impidiéndole avanzar. ¡Cómo de rápidas son las hormigas cuando les interesa!
-¡Déjame pasar ahora mismo, Gofred!
-No puedo, mi reina, es peligroso ir ahí sin protección.
-¿Por qué razón?
-A veces se cuelan en el hormiguero otros insectos y se comen algunas hormigas. Las hormigas soldado controlan la entrada, pero no pueden con todos los intrusos –a eso se le llama agilidad mental.
-Sé defenderme por mi misma, déjame pasar, además, ahí no parece que haya ningún insecto extraño.
Sin embargo, pese a eso, Gofred no se movió. La reina, haciendo gala de su impaciencia y su mayor tamaño, lo apartó de un golpe y siguió avanzando. Si es que uno no se puede enfrentar a una hormiga que es varias veces más grande.
-Pero alteza, no debería ir –dijo, detrás de ella.
Sin embargo, fue en vano. Entró y, al girar una esquina, vio algo horrible. Estaba en una gran sala, con un agujero en el techo del que no paraban de entrar hormigas con alimentos a la espalda, que iban depositando en un sitio específico, volviendo luego a salir. Sin embargo, aquello no era lo espantoso, lo que la había horrorizado eran las hormigas soldado que había allí, con látigos en las patas. En una ocasión, una pequeña hormiga paró, exhausta, y como recompensa se llevó cinco latigazos y varios gritos, volviendo a trabajar al instante. ¿Qué era aquello? ¡Ella no había mandado que se hiciera algo así!
-¡¿Qué se supone está pasando aquí?! –Gritó furiosa, y fuera de sí.
Todo en ese momento se paró, tanto obreras como soldados, y miraron con sorpresa a la reina, muchos de ellos nunca la habían visto, pero la reconocieron al instante, pues ese tamaño descomunal no lo tenía cualquier hormiga. Ella los observó a todos y una angustiosa sorpresa la invadió cuando, al verla, en vez de notar alegría en los ojos de sus súbditos, sólo vio tristeza, desprecio. No la querían.
-¡Qué alguien me dé una explicación ahora mismo!
Miró atrás, pero no vio a su consejero.
-Tú, soldado, dime qué pasa aquí.
El soldado, sobrecogido, tardó unos segundos en poder articular palabra.
-E-Estamos regulando la recolección, mi reina.
-Ya es invierno, la recolección debería haber parado la semana pasada.
-Pero los altos mandos nos comunicaron que, por orden suya, todavía no se parara, que no hacía frío suficiente.
-Yo no he dicho eso.
-Nosotros sólo obedecemos órdenes, alteza.
-¿Aquí se acaba el hormiguero?
-Sí, mi reina.
Aquello le impactó.
-¡¿Y los vastos túneles? ¿Y las grandes mansiones de todas las hormigas? ¿Dónde está la prosperidad? ¿Dónde está mi reino?! –Les gritó a todas, desesperada.
-¡Tú nos has robado todo eso! –Gritó una voz entre la multitud.
-¡No podemos cavar nuevos túneles por ti y tus cortesanos, por construiros vuestros palacios y mansiones!
-¡Es todo culpa tuya!
-¡No pasamos el día recolectando comida para vosotros!
-¡Mi familia hace dos días que no come, y no paramos de trabajar!
De repente, todo se convirtió en un griterío constante, y las hormigas soldado comenzaron las represiones a latigazos, latigazos que provocaron la respuesta de las trabajadoras, que contraatacaban con mordiscos o con lo que tuvieran a mano. En cuestión de segundos, la revuelta se extendió y todo aquel lugar se inundó de gritos, golpes y conflicto. La reina comenzó a llorar, no era aquel el reino que ella gobernaba, su reino era próspero, feliz, donde todos trabajaban y obtenían su recompensa por ello, un paraíso.
Salió corriendo, tenía que encontrar algún culpable, alguien que fuera el causante de todo su engaño. Vio a lo lejos a Gofred, que entraba en un lugar que debería ser su casa. Lo siguió y, tras varios segundos que tardó en llegar, entró. Aquel lugar era excepcional, bellísimo, pero la reina se dio cuenta de a costa de qué había conseguido él aquello. Recorrió el inmenso lugar y vio, al fondo, una gran cantidad de alimento, una montaña exagerada que bien podría alimentar a toda la colonia durante algunos días. No podía creerse lo que veía. A su lado, había una puerta entreabierta.
-Gofred... confiaba en vosotros, me habéis engañado –dijo, más con angustia que con rabia.
Decidió ir por aquel camino y, a lo lejos, vio un agujero y cómo todos sus consejeros, con toda la comida que podían llevar a su espalda, escapaban por aquel pequeño agujero que había en el techo. La reina, sorprendida, lo miró, se suponía que sólo había una entrada al hormiguero.
-¡Esta aquí!
Gritaron de repente a su espalda. Al girarse, vio una hormiga que la señalaba y cómo multitud de ellas entraban de golpe en la casa. Al parecer, las obreras habían ganado la batalla.
-¡Lo siento! ¡Yo no sabía nada! ¡Por favor, creedme! –gritó la reina, desesperada.
-No esperes que ahora confiemos en ti, alteza -la última palabra la dijo con sorna.
La reina, con pavor, al ver que no atenderían a razones, corrió tanto como pudo, intentado llegar a aquella entrada, o mejor dicho, salida de emergencia. A mitad de camino, miró hacia atrás, y vio como las obreras le estaban ganando terreno. El miedo le hizo correr más rápido, llegando allí en cuestión segundos. Al instante y sin pensar, subió tan rápido como pudo hacia aquel orificio que la llevaría a la superficie, consiguiéndolo justo antes de que una obrera la agarrara. Alarmada, salió al exterior y se encontró con unas finas y largas hierbas alrededor. Se dio cuenta de la estupidez de su idea nada más salir. Nunca había estado en el exterior, se había criado siempre en su palacio, no sabía nada de fuera. No sabía qué hacer, se había quedado bloqueada, su vida había pasado de ser un paraíso a ser un caos en cuestión de minutos, no podía creerse lo que estaba sucediendo, todo aquello... tenía que ser un mal sueño. Sentía desesperación, miedo y mil cosas más que no supo definir, y allí, sin saber qué hacer, la reina se quedó parada, mientras veía cómo sus súbditos la rodeaban.
-¡Acabaremos con tu tiranía! –Gritó uno.
Los demás gritaron de emoción y entre unos cuantos la cogieron. La reina lloró y, sin oponer resistencia, dejó que la llevaran a donde fuera. Miró al cielo y vio a varios humanos, uno muy bien vestido, subido a una estructura, hablando sin parar, mejor dicho gritando, y sacudiendo las manos a su vez, mientras que los otros lo miraban y aplaudían cuando hacía una pausa. Miró a los ojos de aquel hombre que gritaba para todo aquel público, y para su sorpresa vio que, aquellos ojos, eran iguales que los que había tenido ella durante todo ese tiempo, aquellos eran los ojos de un ignorante, ignorante de las necesidades de su entorno, ignorante de la verdadera realidad, sumido en un mundo aparente, su lujoso mundo aparente, y de repente, mientras era apresada por su pueblo y la llevaban de vuelta al hormiguero, sintió una gran compasión por él.
El pequeño doctor
BRITO
Cada vez que pasaba por el túnel de Cibeles, Brito agarraba la mano de su madre una pizca más fuerte de lo normal, cosa que su madre no percibía pues siempre iba con prisa y pensativa. Brito, recién salido de la infancia regordeta y aún sin cuerpo desgarbado de adolescente, observaba refugiado en esa mano adulta a los mendigos tapados con mantas, tumbados sobre cajas deshechas o colchones pringosos, unos despiertos, otros dormidos, alegremente borrachos o sobriamente tristes, de ojos inquisidores. Los miraba ávido; los contaba y tomaba nota mental de sus cambios y evoluciones, siempre procurando no encontrarse de vuelta con miradas de reproche o de superioridad, que de todo había. Las peores pupilas, las más llenas de razones, se las clavaba un mendigo guapo ¬¬–sucio, pero guapo– al que faltaba una pierna pero que parecía manejarse mejor que el resto. Brito se imaginaba cada día una historia diferente para aquella pierna perdida, siempre en circunstancias prácticamente heroicas: por ejemplo salvando a un niño de un tiburón, saltando con un bebé en brazos desde un balcón incendiado o rescatando víctimas de un tremendo terremoto. Y no se podía explicar cómo semejante valor natural había ido a parar a un túnel mojado, donde se colaba la lluvia y también se colaban nuevos pobres todos los días.
En esos días de lluvia intrusa Brito ponía especial cuidado en no pisar charco alguno, no fuera a ser más bien pis en vez de agua de lluvia, porque incluso el pis de un héroe sigue siendo pis al fin y al cabo. Como esta operación le hacía dar saltitos o pasos cambiados a menudo, su madre le decía hijo qué pesado eres, quieres andar bien, no ves que llevo prisa.
Fue una de esas veces en las que Brito -mirando siempre al suelo- intentaba evitar un charco sospechoso, cuando al subir la vista para caminar a paso normal casi choca con uno de ellos, brazos en jarras frente a él, sonrisa de oreja a oreja. Precisamente uno de los que dormían en colchón: semejante privilegio, se decía Brito curioso, un colchón donde otros no tenían ni manta siquiera. Al sentir su aliento cerca del pelo, Brito pegó un respingo tal, que su madre, que sí había visto desde lejos al mendigo e inconscientemente se disponía a rodearlo, soltó de golpe la mano atenazada de Brito y del susto dejó caer el paraguas que llevaba enganchado al brazo. Por Dios Brito, qué susto, pero qué tonto estás, de verdad, le decía, recuperando paraguas, cartera e hijo rápidamente, haciendo caso omiso de la mueca de estupor en Brito y también de lo que la había causado, el mendigo sonriente, el mendigo privilegiado. Brito echó a andar de nuevo torpemente, mano más fuertemente agarrada, pero sin dejar -esta vez- de mirar al mendigo, volviendo la cabeza.
Saliendo del túnel, Brito hablaba a su madre. Mamá. Mamaaaaá. ¡Mamá! Queeeeé, Brito. Que ese señor se reía. Qué señor, hijo. El del túnel. Qué señor del túnel. Ese, el que estaba delante de nosotros. Pero Brito, delante de nosotros iban cincuenta personas. No, jo, el señor pobre. Brito. No se dice los pobres. Se dice los mendigos. Pues eso, el mendigo que se reía y los pobres no se ríen nunca. Bueno, Brito, los mendigos te he dicho; que no pasa nada, que cuando llueve se mete ahí la gente que no tiene casa.
Venga, vamos, qué es tardiiísimo.
Brito se preguntó muchas veces aquel día por qué aquel pobre se reiría. En el patio dejó pasar un par de ocasiones de gol estupendas; en casa no se concentraba repasando los ríos y montañas de la Comunidad y tampoco acertaba a pasar de nivel en la Nintendo, como solía. Aquel pobre se había reído en sus narices y eso era muy misterioso. Tal vez era una especie de jefe de todos y por eso tenía colchón. Tal vez controlaba quién comía y qué se comía. Tal vez era el mayor enemigo del héroe guapo y cojo. Tal vez le había ganado a éste el colchón jugando a los dados. Tal vez por eso se reía.
(...)
Al día siguiente, mañana lluviosa y repetida de otoño, Brito miró mucho de frente a pesar de los charcos, la vista bien dirigida al pobre que se reiría, que se iba a poner de un momento a otro delante de su madre, de él, de toda la humanidad riendo y con los brazos en jarras. Y, efectivamente, el pobre apareció. Y su madre lo vislumbró y ya estaba para rodearle cuando, riendo sin parar, el pobre, ese pobre de risa retorcida y siniestra dijo Eh tú, chaval, que has perdido la cartera por el camino.
La madre dijo extrañada Gracias señor y a continuación Brito, hijo, pero qué desastre qué desastre, con lo tarde que es y la prisa que tengo; dando media vuelta en dirección contraria y tironeando a Brito del brazo, que, perplejo, no dejaba de mirar al pobre que otra vez se reía un montón...
Un poco más adelante y ya en dirección a la boca del metro, una mendiga llamó poderosamente la atención de Brito. Era aquella mujer que tanto podía tener la edad de su madre como ser mucho más vieja y que Brito caracterizaba mentalmente como la que nunca se peina y además canta. Una de las pocas mendigas que osaban situarse entre el gran grupo de hombres, pareciendo encontrar su hueco sin bravatas. Que a veces se rodeaba de muchísimas cajas de cartón y las descomponía, sin duda, pensaba Brito, para hacerse una cama mejor. Se notaba a la legua que aquella mendiga, mujer y superviviente, tenía su espacio vital definido y preciso, producto de tiempo, le parecía a Brito, mucho tiempo, pero estaba claro que había conocido otras comodidades, a ver si no por qué reproducía una habitación con tanto ahínco, reservando su intimidad: que más daría allí, donde cualquiera podía asomarse o retirar sin más una de las cajas, pensaba Brito; donde de todas maneras se oía lo que decían todos, lo que hacían todos, incluso lo que sentían todos. La mendiga ahora parecía dormitar y apoyaba la cabeza en una mochila igualita a la suya. De hecho, era la suya. No cabía duda. Era una mochila de marca Acep estupenda, pero sin ruedas como esas de ahora, que se quedaban para los niños pequeños, cosa que él ya no era ni lo quería ser. Con sus escudos y distintivos de sus equipos de baloncesto y fútbol favoritos. Con su firma en una esquina e incluso con la mancha de grasa en la parte de abajo, cómo se había enfadado su madre al encontrar un sándwich de salchichón estrujado en el fondo.
Brito se paró en seco y su madre, más nerviosa, le volvió a soltar la perorata de que llegaban tarde y que era un desastre y eso. Pero Brito ni se movió, vista fija en SU mochila. La madre entonces volvió la vista en la dirección en la que Brito miraba y reparó en la mochila, Huy, Brito, pero si esa es TU mochila, pero bueno, ¿cómo es que la tiene esta señora? Hay que ver, de verdad... Y ya se dirigía a hablarle, a reclamarle a aquella mendiga lo que pertenecía a su hijo cuando éste se agarró de su brazo más fuerte que nunca y tiró hacia atrás, hacia él, lejos de la mendiga y su sueño placentero. Hijo, ¿qué pasa?, ¿por qué haces eso, hombre? ¡Tenemos que recuperar tu mochila! Ya me dirás cómo se te ha caído y cómo es que no te has dado cuenta, hijo, con lo que debe de pesar, que siempre la tienes llena de cosicosas, y de chuches, que te he dicho, Brito, que no puedes comer tantas chuches, ni tantas pipas, ni tantos donuts, ni... Mamá, interrumpió Brito muy sereno, que no, que ya no me los voy a comer, que te calles, jopé.
Era evidente: alrededor de la mendiga se adivinaban los papeles de caramelo y los envoltorios de bollicao vacíos, las cáscaras de pipas, los trozos de albal. Los libros y cuadernos, sin embargo, perfectamente ordenados en un montón, con el plumier encima, al lado de unos tetrabriks vacíos, algunos con monedas y otros, no. La madre miró alternativamente a Brito y a la mendiga dormida. A Brito le pareció que la escrutaba con más atención de la que se suele poner cuando uno observa a un desconocido, por extraño que éste nos parezca. Incluso notó un ligero temblor en la mano de su madre, y un brillo extraño en su mirada. Durante dos largos minutos, su madre no acertó a hacer o decir nada. Luego se recompuso enseguida, y sin mirar su reloj de pulsera, como solía, soltó a Brito de la mano y recogió con cuidado el montón de libros, cuadernos y plumier, que puso en manos de Brito, sin decir una palabra. Pesaba, pero Brito no dijo nada y dio media vuelta, con su madre, en dirección a la salida.
Qué más llevabas en la mochila, Brito, le preguntó su madre tras un rato de silencio. El chándal viejo de gimnasia, Mamá. Bueno, está bien, le decía su madre en tono calmado pero serio, no pasa nada. No pasa nada. Parecía más pensativa de lo normal. Justo al salir del túnel se cruzaron con el pobre guapo y cojo, que se ponía en pie con no mucha dificultad. La madre se detuvo por primera vez desde los muchos meses que llevaban haciendo juntos ese trayecto y observó también aquellos ojos profundos, melancólicos, durante un largo instante. Después cogió la mano a su hijo, más fuerte de lo que Brito acostumbraba a notar y marchó hacia las escaleras. Miró luego a Brito seria y le dijo tomándole de los hombros, Mañana estrenas el chándal nuevo y ay de ti como no me saques un sobresaliente en gimnasia y también en matemáticas, Brito, ay de ti.
Brito se percató al llegar a casa de que su madre, por primera vez desde hace ni se sabe el tiempo, buscó la agenda de teléfonos vieja, que gracias al móvil ya casi nunca usaba, y buscó entre sus páginas un número, nerviosa. Pensó que debía meterse en su cuarto y hacer los deberes, que no estaba bien escuchar conversaciones de mayores. Antes de hacerlo sin embargo, acertó a oír a su madre con voz entrecortada algo como soy yo, tu cuñada... que le extrañó mucho, porque un cuñado de su madre sería tío suyo y que él supiera, no tenía tíos. Pero decidió no preguntar y en su lugar, se propuso como fuera averiguar cómo había perdido su héroe guapo y mendigo la pierna, tenía que saberlo.
Australia
EL AGUJERO
Los gritos lastimeros del niño resonaban en el claro, se elevaban en sollozos desgarrados procedentes de los lindes del sendero y el hombre se apresuró. Al llegar, observó al niño asomado a un derrumbe, un pozo ciego de escombros profundo y oscuro. Con alarma creciente, comprobó la peligrosa inclinación del chiquillo y, en cuanto estuvo a su altura, lo apartó. Entre lloros, el niño le explicó que su hermanito Juanjo se había caído hacía ya un rato.
El hombre, consternado, empezó a llamar al pequeño a gritos, pero sólo le respondía su propio eco. Sin pensárselo, resolvió bajar. Lo que distinguía del fondo cubierto de maderas verdosas enmohecidas y de piedras rotas se le antojaba lejano y tuvo unos vergonzosos segundos de dudas antes de introducirse, agarrado a unas raíces sobresalientes profundamente enterradas en la tierra sedienta alrededor del agujero que parecían resistir su peso. Despacio, colocando poco a poco los pies ciegos y utilizando las raíces gruesas y secas, se deslizó, el corazón encogido, a través del acceso obstruido por los restos de cascotes, piedras y otros desechos abandonados desde tiempos antiguos.
A cada paso lento, se paraba para animar al chiquillo y elegir cualquier protuberancia o hueco en la pared irregular de tierra donde asegurar el pie. Las gruesas raíces, ensortijadas como ramas polvorientas de un árbol fantasma escondido bajo tierra, empezaron a crujir, a temblar bajo su peso y terminaron por ceder, arrastrándolo, mudo a pesar del espanto, a la oscuridad abarrotada de restos viejos y recuerdos ominosos. Cayó sobre bloques de piedras afiladas, sepultadas bajo matojos salvajes.
Dolor, sangre, inmovilidad, el bombeo loco del corazón que intenta sobrevivir, la mente aterrada que registra cualquier detalle para salvarse. Apenas unos segundos para que se imponga la temible verdad. Su vida dependía de un rescate rápido, del niño que se había quedado ahí arriba y al que oía llamarle en débiles "señor, señor".
Pero a pesar del sufrimiento y del miedo, no olvidó el motivo de su bajada. Agudizó todos sus sentidos para distinguir al niño a buen seguro desesperado, malherido o tal vez muerto. Percibió una débil respiración algo ronca que le llegaba como un oleaje interrumpido en medio de su dolor. Iba y venía mientras perdía y recuperaba la conciencia, acompañada por el sonido de unos breves gemidos que retumbaban con un eco ligero en el fondo de lo que se convertiría en su ataúd terroso si no llegaba alguien pronto. Pero poco a poco, las inhalaciones ligeramente sibilantes e irregulares se fueron apagando mientras el malestar también menguaba. Comprendió entonces que la respiración moribunda le pertenecía. Hizo un último esfuerzo para balbucear llamando al niño y le asaltó una horrible sospecha, ¿y si el tal Juanjo y su hermano le habían gastado una broma? Moriría sin descubrirlo nunca.
Arriba, el niño siguió llamándolo un rato más, hasta que se cansó. Empezaba a tener hambre. Miró su reloj, último regalo de papá para su cumpleaños, y comprobó que se acercaba la hora de comer. Rebuscó en la mochila, encontró una botella arrugada de zumo ya caliente y se puso en marcha. La mañana había sido un poco aburrida hasta que se le había ocurrido el juego tan tonto con Juanjo de asomarse a ver qué había en el fondo del pozo de escombros. ¡Cómo se habían reído al ver al hombre ese bajar! Todavía debía de buscar a su hermano, pero él no tenía tiempo de comprobar si volvía a subir. A medida que avanzaba en la mañana brillante, se fue olvidando del hombre, y apresuró el paso.
Mamá se ponía hecha una furia cuando llegaba tarde, además se preocupaba por todo, menuda pesada estaba hecha, eso es lo malo de ser hijo único.
Malomar
TENDENCIAS ESPECTRALES
I
Miércoles a 23 de febrero del 2010. Ingreso aceptado. El paciente muestra un cuadro de hipertensión arterial, fiebre alta, sangrado nasal y vómito continuo. Carece de identificación personal y no tiene un centavo al bolsillo (esto es lo peor de todo). Si he aceptado que lo metieran es porque el seguro social me paga por esta clase de trabajos en los cuales una no tiene otra cosa que ganar más que el orgullo de haber salvado, en algún momento de la vida, a otro ser humano. Pero esto no es lo grave, sino que presenta de entrada un cuadro de traumatismos en la parte occipital del cráneo, como si alguien hubiera intentado meterle ideas a la fuerza, en su cabeza. Por la misma parte donde una guarda los recuerdos y los momentos en que fue desdichada. Quizá –y esto es lo más probable- es que es una de esas sobredosis de drogas, porque los tiempos en que se volaba viendo el cielo y volar a los pájaros, ya pasó, no existe, es solo un triste destino que fue marcado más para los pájaros que para los hombres. Le han asignado la cama 302, al lado del viejo con cáncer al pulmón, que ya no debe durar más de dos o tres días. Y, como en estos hospitales, las camas están de cuatro en cuatro en cada sala, las camas van oliendo a muerte postergada después de que cada paciente se va. Especialmente de aquellos que por azares de la vida, lograron salvarse de lo que se presumía una muerte segura. Tal era su inmovilidad que las dos enfermeras del otro pabellón tuvieron que ayudarme a desvestirlo y ponerle la túnica blanca. Oxígeno, eso es, oxígeno es lo que le falta, y por eso le puse el respirador. Y con el alcohol antiséptico le borre las manchas de sangre que tenía regadas por el cuerpo; de los moretones, como casi de todo, se ocupara a su tiempo, el tiempo. Cuando estaba en la facultad me dijeron que cosas así iban a pasar, por eso una debía tener el estómago fuerte y los nervios templados.
Ya en la cama y con todos esos cables dentro del cuerpo uno debe sentirse como un aparato, que si se desconecta se apaga, pero la diferencia es que al volverlo a conectar para encenderse de nuevo, este aparato ya no se enciende de nuevo. Dentro de su inmovilidad física sé, que su cabeza como un engranaje, sigue su curso, las sinapsis siguen su trabajo, pensando, tal vez en lo último que vio, o en algún recuerdo metido entre golpe y golpe. Por ello es bueno hablarles, dicen, para que se sientan vivos, sino puede que se les olvide y se den a la muerte como comida para perros. Así se justifica la venida diaria de aquella monja que habla las tardes, leyendo pasajes de la biblia y frases de motivación. Almohada, sábana, control de los ojos. Todo listo, me voy porque aún fuera de esta parte de mi vida, tengo un par de bocas a las que alimentar, y ellas me esperan, como deben esperarlo a él, pero a diferencia que éste no va a llegar. O quién sabe, tal vez.
II
- Esto se ve y se siente en mal plan. Deben creer estupideces. Y aún no puedo abrir los ojos, se ve todo azul o rojo, y yo que me había creído que en estos instantes se vería todo negro, negro. Pero nada. Creo que esa última chela estuvo mal, debí coger mis tereques e irme, la loca esa debe llamarme desesperada. Mejor. Así le cobro los celos que me dan cuando imagino las porquerías que hace cuando no estoy con ella.
A ver, a ver, qué ***** pasó aquí? El cielo? No, no. El infierno? Tampoco. Salí, si. El poste de luz donde me arrimé a vomitar. La sangre. Si *****, ya le cogí el hilo, vomité sangre y me preocupé. Pedí ayuda y nadie me hizo caso, Oí esos: borracho de *****, que vergüenzas, y todo lo demás. Ya. Los dos tipos que se acercaron. El golpe en la cara, la sangre ahora de la nariz, mi celular, ***** y eso que no lo tenía más de un mes. Entonces es la verdad, las cosas no me duran nada a mí. La patada en el estómago, el manotazo que lancé al aire y el palazo en la cabeza. Je. Ya decía yo. En dónde estoy? Mi casa? Casa? Je. El cuartucho en donde duermo. No. Aire, solo siento aire dentro de mí, un aire dulzón. Los ladrones. Esos fueron. Tal vez estoy muerto, pero aún no me doy cuenta. Y sigo pensando, debe ser que me estoy preparando de a poco, pero no veo el túnel largo, uh, eso si es para jalarse los pelos. 21 años y ya viendo las cosas como viejo, la edad me pegó con fuerza, la edad y las chelas. O el cuartucho, o la muerte.
Escucho el sonido de la tos de alguien a mi derecha, una tos ronca y hueca. Unos pasos que suenan cada cierto tiempo, digamos que cronométricos. Los pasos digo, no el tiempo, aunque también. Conclusión. Estoy en la morgue y por eso oigo aquella tos. Dicen que los muertos recogen los pasos, éste, tal vez, vino a recoger su tos. Qué pena. Debió haberla querido mucho. Escucho. Se acercan esos pasos, pero es raro, esta vez presiento que tardaron un poco menos de lo común.
Mis cabellos: los están revolviendo. Odio que hagan eso, me hacen sentir como un chiquillo. Je. Eso le decía a la loca esa. Y por cierto que será de ella?. Bueno, al punto. La mano es delicada, ahora se pasea por mi rostro, por mi nuca, por mis brazos. La muerte me está tocando para ver la calidad de muerto que se lleva. O sea que es una escogedora. Inteligente muchacha, no sea que le toque un muerto que ya esté muerto, y le salga el tiro por la culata y no tenga el gusto de matar a su muerto. No, es una mano transparente, lo sé, lo siento, no es la fuerza con que me recostaron aquí. Es suave, un viento, digámoslo así. Viento, qué será de la loca esa? Estará bien, en este momento me disculpo de las veces en las que la traté mal. Se siente bien esta mano. En el pecho, los brazos.
No puedo abrir los ojos aún. Pero sé que miro todo por el aire que entra en mis manos. Estoy en un hospital, la que da esos pasos debe ser la enfermera. No hay otra respuesta. Pero la mano de ayer no es la misma. Claro. Obvio. La mano de mi dulce mocosa de besos ácidos, es diferente, por supuesto. Pero entre manos, opinamos luego. Espero. El aire tiene una carga de alcohol y saliva.
Ya no hay tos, a mi tercer día, ya la tos se acabó. Tal vez movieron al enfermo a cuidados intensivos, porque debió agravar, su tos cada vez era más fuerte, como un martillazo. Y la mano estuvo puntual, es alguien que se sienta, me toca y de a poco me va haciendo liviano el cuerpo. Papá. Es su mano, la reconozco, hace tanto tiempo que no tengo esa mano sobre mi rostro. Papá. Si conocieras a la muchacha de los ojos saltarines, te agradaría conversar con ella de las tradiciones de la ciudad. Ojalá, papá, llegues esta noche para conversar. No con la boca, porque tampoco la puedo abrir. O no. Intentemos... no, no la puedo abrir. Pero con el aire que sale de las manos, con ese sí. Raro que se te olvide que estabas muerto y me visites todas las noches. Raro que se te olvide algo a ti. Te espero... o me esperas. Ojalá las cosas salgan bien. Ojalá llegue la mano transparente de mi papá al que se le olvidó la muerte. Ojalá la muchacha de los ojos saltarines esté bien. Ojalá...
III
El hospital estaba casi lleno el día en que ingresó el muchacho. El papel que contenía la información personal, necesaria para poder dejarlo ahí como a un par de zapatos viejos, descansaba ya en la carpeta que algún día será archivada en el desván. Así se archivan los cuerpos de los muertos dentro de la tierra, que los recibe, pero no los diferencia, ni los organiza. Debido a los evidentes retazos de violencia que pasaron por su cuerpo, ingresó –por decirlo de alguna manera- directamente a cuidados intensivos, ya que el doctor había dicho que las afecciones eran graves, y que por algún motivo metafísico, el paciente perdía fuerzas a diario, como dice el refrán: "No hay peor enfermo que el que no quiere curar".
Las enfermeras van y vienen en un desfile descomunal por las tardes. Merodean los corredores y las camas, puede ser que alguno se les murió dentro de esa leve capa de silencio, en un suspiro final atronadoramente callado y mudo. Van y vienen. La monja que llega las tardes a veces no tiene el más mínimo deseo de llegar, se entretiene en alguna estantería de la ciudad mirando vestidos que le hubiera gustado ponerse en alguna ocasión especial, que no va a llegar. Se para en el medio y empieza sus rezos, mariposas de alas suaves que no se escuchan, abre la biblia y sigue con su diatriba infinita. Incluso las enfermeras, se paran y se santiguan una o dos veces por semana.
La encargada del pabellón donde está la sala de cuidados intensivos, mira a todos con una ternura maternal que a ratos se torna en desprecio amoroso. En especial con aquellos barbajanes que no tienen una identidad específica en la habitación. En especial con aquel muchacho que yace en la cama, conectado a los aparatos, muriéndose un poco todos los días. A diferencia del anciano de la cama 301 que murió de un severo cáncer al pulmón, inevitable, soberano. El anciano ha elegido su muerte. Eso se llama democracia final o mortuoria. Piensa la enfermera. Mira los párpados cerrados del muchacho, cama 302. Las extremidades inmóviles y la sangre ya seca en las marcas de los golpes.
Por la noche algo singular acaece en la habitación. Tiene cuatro camas. Por el momento solo está ocupada una. Las demás... la muerte, ya se sabe, es un proceso natural. En la noche, entre el delirio del sueño y la amargura de que después de un solo día de asueto, le han dado de nuevo el turno nocturno, se frota los ojos con demencia animal. Imposible. Parece que en el borde de la cama hay una luz con forma de persona. Nadie puede ingresar al hospital después de las cinco de la tarde. Nadie. Por ello, bosteza un poco, da un sorbo al agua embotellada que tiene a la derecha de la silla, y retoma su sueño. Es evidente, nadie viene a visitarlo, nadie entra en el hospital después de las cinco. Ridículo. Nadie.
IV
Madre mía, se nos va el joven, se nos va, y me parece que ha sonreído un poco. Está feliz de morir. Déjenlo entonces. Ese resplandor de las noches que viene a acariciarle el pelo, se lo lleva. Déjenlo al pobre, se rezará un poco. Nadie ha venido a preguntar por él, en ya una semana entera que lleva aquí. Se nos va, se nos va. A quién? No sé. Tal vez a mí. Pero no es seguro.
Me acerco. Ya no tiene pulso. Ha muerto despacito. Casi sin dar molestia. Esa sombra blanca de las noches ha venido y se lo ha llevado, lejos, donde ya no huela a cama de hospital, ni a alcohol antiséptico. Se nos fue. Llenar de nuevo los papeles y dejar que se lo lleven para que con lo que queda de él, estudien anatomía los de la facultad. Jesús, el círculo se cierra. Y yo no sabía de dónde traían esos esperpentos con los que yo aprendí.
Es la noche, no hay nadie, y es mi último turno nocturno. Ya he tendido las camas, pobre joven, como que empecé a tomarle cierto cariño. Qué es eso?... la sombra... pero la cama está vacía. No. Son dos sombras, sentadas en la cama 302, mirando a la pared. Alma bendita! El joven. Ahí está, sentado, apoyando su cabeza en la sombra. El destino. Aquí se reencuentran. Aquí han de terminar sus días de humanos. Los muertos tienen suerte. Se ve que siguen ahí, revolviéndose los cabellos. Casi se puede escuchar sus risas. Pero no son risas. Destino. Han venido aquí, no les molestaré, dejemos que sigan esperando su algo triste, tal vez el carruaje de la muerte que ha de venir por ellos, pero se ha tardado un poco –un par de días para ella, no es más que unos microsegundos para nosotros- déjenlos, esperando... para siempre.
Canio
THÁNATOS
I
Era noble, un joven de buena cuna nacido entre el chirriar de espadas, el rugir de tambores y los cánticos estremecedores de clarines y trompetas. Ya de niño servía como paje y escudero del noble de Borghese, con el que habría de aprender las técnicas de combate. Al llegar a la mayoría de edad tomaría su oficialidad con una grandeza y desparpajo jamás vistos, y de ahí en adelante serviría a su Rey, Alfonso X, como el más grande de la ciudadela castellana que en mármol le envolvía.
Después de arreglarse el cabello, Roger, heredero de la casa de Béarn prepara el baño del que emergerá sin rastro de pecado. Con firmeza toma su túnica blanca y una capa púrpura que representa su sangre, la que está dispuesto a derramar por Dios y por la iglesia.
A la salida le esperan sus zapatillas marrones, del color de la tierra a la que todos volverían, para recordarle que hay que estar dispuesto siempre a bien morir.
Con una sonrisa despidió a su madre que terminaba de equiparle con su cinturón blanco, y una espada, con sus dos filos iguales, representantes de la justicia y lealtad que defendería a los oprimidos.
"...mantente alerta, con confianza en Cristo y loable en tu fama."
II
Las muchachas del lugar volvían con sus cántaros sobre el regazo, recitando alegres cánticos al son de las aguas que respondían hipnotizadas a sus plegarias. Sus sedosas melenas se fundían con los sueños de los maleantes que lanzaban sus cadenas con las miradas ardientes en deseo y lujuria.
Sin duda, ella era la más bella, solitaria sonreía al reflejo de la luna. Sus ojos, carceleros del inmenso océano, traían la claridad de su luna marmórea. Sus labios, tinteros de amapola, jugaban en la cárcel de los ojos de mil amores soñados.
Eran sus manos de porcelana y jazmín blanco, de olas profundas surcadas en espuma y melancolía.
Era ella, el sueño, el amor platónico jamás ideado. La tela blanca se ceñía a su cuerpo, y entre el misterio y el recelo la modelaba a su antojo en hilos finos de niebla y cristal enredado. Suspiraba el viento, pues apenas alcanzaba su piel desnuda, revoloteando cansado por sus pies descalzos.
Solitaria, caminaba por estaciones de humo, por versos del ocaso, y de cuando en cuando se la oía apaciguando los aullidos atroces de los temblorosos árboles atrapados por la noche.
Nadie sabía su proceder, ni tan siquiera su nombre, a pesar de los intentos de los curiosos incapaces de romper la armonía que sustentaba entre sus dedos. Intentar acercarse a ella, no sé, era como naufragar en un desierto.
III
La noche se había cerrado sobre Sara que aguardaba impaciente a su enamorado en una plaza desierta a las afueras de la ciudad. La fuente extendía sus aguas en un manto de cristal que tintineaba con el viento incauto que se atrevían a rozar su superficie.
Los árboles cercaban el lugar entre sombras sinuosas que se desperezaban entre los susurros de las hojas.
Unos pasos chapoteaban contra el barro que se modelaba entre huellas. La voz quebrada de Roger formaba su eco contra los querubines de la fuente, que inertes observaban a su prometido.
Sollozos y súplicas amargas comenzaron a perderse en la espesura de los árboles del Cerro de los Ángeles.
- ¿Roger?- El miedo comenzaba a apoderarse de la joven. A medida que los pasos se iban acercando, las voces del bosque se iban difuminando
- Sha...rr...a. – Las palabras se arrastraban de su boca, como heridas en batalla tragaban bocanadas de aire que no sanaban su respirar.
- Amor, rompe esta distancia, déjame tocar este momento, algo de tu aliento sofocado, del efluvio que columpia el aura nocturna de tu boca. En tanto tus dimensiones tiemblan y no hay nada que no sea el eco de tu mirada. Dime ¿qué cruza por tus ojos sin aliento, ausentes y apagados? ¿Es acaso que ya no me amas?
- Sa...ra, yo...puedo jurar... que te busqué en la fragancia de las rosas, en el amor platónico, en mis noches, qué se yo, en el fuego trémulo de los deseos. Y así, tu luz invade esta cárcel extraña y yo confieso que mi amor es eterno.
Lágrimas cruzaron las mejillas sonrojadas de la muchacha. Sus cabellos de bronce bailaban en su pecho. Sus manos se extendieron frágiles por la nuca de su amado, el aire se agolpaba contra sus siluetas, en un intento desesperado de salvar distancias y en su fallido intento, un beso sonó en la noche.
IV
En ese estado de recogimiento que debe ser el de la vigilia, se le informará de todos los trabajos y sufrimientos que ha de pasar al tomar la caballería. Acto seguido se pondrá a orar de rodillas, todo lo que pueda, pidiendo el perdón de sus pecados y la asistencia divina en la tarea que se le presenta.
El alba despuntaba las copas de los árboles que se mecían con sigilo. Sara dormía plácidamente sobre un banco de piedra. La seda malva envolvía su perfecta silueta que despertaba con los primeros rallos de sol. A tientas palpó a su lado, pero su amado había desaparecido en secreto, al igual que su amor.
Se asomó a la fuente, cuyas aguas le devolvieron una sonrisa angelical. Se mojó el cabello para recogerlo en una trenza que caía por su espalda y se dirigió al castillo de los Borghese.
Al llegar al patio pudo ver a su padre, el Señor Borghese instruyendo a un joven perteneciente a la baja nobleza, de ojos cristalinos y mirada elocuente, Roger de Béarn.
Los últimos días habían sido una tortura. Ocultar sus miradas, sus gestos, sus escapadas a altas horas de la noche del mundo circundante. Su amor era una fuerza incontrolable que se debatía por ser liberado, como la furia encerrada lucha por cruzar lares inhóspitos.
- Hija mía, se hace tarde y estarán esperando al señor Béarn en casa, será mejor que le acompañes a la puerta- dijo el Señor Borghese cruzado por el cansancio.
- Sí padre- la señorita Borghese inclinó la cabeza antes de alejarse de su padre y adentrarse en la espesura de sus jardines. La cosecha había florecido y los lirios cantaban alegres canciones al viento. Roger sostenía su mirada en el horizonte.
- ¿Así es vivir aferrado a tu recuerdo, que viene como agujas, tramitaciones, algas trenzadas en el fondo de mi océano?- las palabras manaban de su boca independientemente de su mirada, que seguía aprisionando el horizonte.- Sara de Borghese, dame tu mano y levantemos el telón que separa nuestras vidas
- Mi padre.... mi destino de él pende, pero mi amor será siempre tuyo, infinito como los segundos que pasan si no estás a mi lado.
- Se escribirán canciones que relaten nuestro amor, jamás un hombre amará de tal forma a una mujer.
- Esta noche, cuando la última sombra recoja sus andares, volverá la vida a mí, y con ella, mi amor. En la espesura del bosque, frente al suspirar de las aguas de la fuente, nos juraremos amor eterno.
- Entonces, rezaré por que termine el día entre tus brazos con mi corazón en tus manos.
V
El crepúsculo comenzaba a extender sus brazos vaporosos sobre las empinadas calles de piedra. A la derecha del tortuoso sendero que conduce a la fuente de los ángeles se alzaba la cruz elevada por las paredes marmóreas de la catedral. En su interior un joven enamorado suplicaba clemencia y perdón.
- Credo in unum Deum Patrem omnipotentem, factorem cœli et terrae, visibilium omnium et invisibilium...
- Hijo mío, la iglesia debe cerrar sus puertas, no obstante, si pudiese ofrecerle cobijo sería un grato placer servir a los hijos del señor.
- Gracias padre, ya marchaba.
- Tienes mala cara hijo, ¿seguro que no puedo ayudarte en nada?
- Mm....Gracias padre, pero no se requiere nada. Que descanse.- la mente manipulaba cualquier palabra de auxilio que tratase de formular, quedándose atrapada en su cabeza: "Padre, mi amor se ve amenazado por una mujer divina, quizás Afrodita. Todo en ella me lleva al delirio, su voz, sus manos, su cuerpo... todo deseo rompe mi lógica y me incita a desearla más que a mi propia vida"
- Ve con Dios hijo mío.
Aquella misma noche juraría amor eterno a la mujer de su vida. Aquel sería el día que había aguardado con paciencia y ninguna diosa desalmada o delirio de su imaginación podría impedirlo.
Un susurro rompió el hilo de sus pensamientos. Levantó la mirada, quizás esperando encontrar a su prometida, Sara, y sin embargo le acarició una suave sonrisa mecida por infinidad de aromas primaverales. Su voz se acurrucaba en sus rincones embalsando su mente en una botella de cristal que naufragaba a la isla del desenfreno y la locura. Sus labios se abrían y se cerraban en movimientos sensuales, desvarío de la pasión cegadora. Sus manos se acercaban, peligrosas por ostentar la tentación entre sus dedos de porcelana. Y al igual que la noche que les encarcelaba, él sabía que daría su alma por poder besarla.
- Silenciosa, de plata y marfil, yo te he visto aspirando distraída el aliento que la tierra emana. Yo, aspiré un día aromas que tus campos abrían, como fantasmas de un mal sueño, rutas de melancolía.
- Estoy convicta, amor, cómplice de tus besos, sin dormir, recelosa de sus ojos de ébano. – su voz se deslizó por cada rincón de su mente, su melodía se prolongaba regocijándose en el placer que lo encharcaba todo. Sus notas son y fueron celestiales, su canto es envidia de ruiseñores, de la brisa del mar o del silbar de las hojas primaverales.
- Hay tanta luz, y tan sombría en tus dimensiones, donde no camina el viento ni respiran las hojas. Hay pétalos en los días de tus vestiduras, que se desvisten de sus corpiños ajustados al caer la primavera en abanico desterrado. Y no es eso, es algo que cae, una rosa inundada, una huella confusa sin sonido ni sombra, unas manos que ondulan palpitando sobre el musgo de sus caderas sin descanso.
- Cada vez más ausente, como ráfaga de mar que va y viene, y se arrastra lejos del silencio.- Ella jugaba con cada palabra a su antojo. Su voz comenzaba a tomar parte de una melodía inducida por las aguas cristalinas que corrían por las alas de los ángeles que reían ajenos a su amor delirante.
- ¿Qué buscas de mí?
- Sara – concluyó al fin su musa que con una caricia fundió la piel en su mirar.
VI
Una sombra se movía entre los árboles, Sara vio hecho realidad el peor de sus temores. Una mujer esbelta, de largo y ondulado cabello que mecía el viento, rozaba con sus labios de rubíes el torso desnudo de su amado. Sus ojos feroces simulaban mares de tormenta, sus manos recorrían ávidas de sed sus brazos desnudos y su pecho se deslizaba entre la niebla que les envolvía.
El tiempo se paraba, sólo oía las gotas de agua que emanaban de la fuente de ángeles. Todo se volvía oscuro y su cuerpo pesado tiraba de ella sin control. Eran aquellos ojos los que atravesaban las ondas de su cintura, diligentes, estimulaban el ferviente fuego de sombras. Aquellos ojos, los que bebían en delirios, ambrosía del alma, arena y mar de la espuma de sus playas.
Sara perdió la conciencia, de ella tiraba la corriente del óleo cristalino que dibujaba su lecho. Su amor sigiloso y quedo rompía en estallidos de agonía y dolor, sus gritos se ahogaban entre las notas en armonía que bailaban entre las ondas de las aguas que bebían de su débil voz. Y sólo quedaron recuerdos, recuerdos y...nada.
VII
Apunta el alba sobre un rostro desfigurado por la sed de almas extraviadas en el Cerro de los Ángeles. Sus cantares ya han cesado y sonríen al joven mutilado por delirios. Él la mira, Sara yace en el fondo de las aguas sin vida, entre sus manos se enreda el cabello cobrizo que brilla a la luz de la tenue luna.
- Tú me has quitado la vida con tus ilusiones. Bestia, Dios te salve de tu desdicha. ¿Quién eres?- gritaba el joven desgarrado sin apenas aliento a la figura sin nombre que fundía la niebla de las aguas en sus labios ensangrentados.
- Mi nombre.... Thánatos
- Tú... mujer de tinieblas, llévate contigo mi vida.
Y así, al caer la noche, los gritos sentenciados de un alma vagan por los rincones en busca de su enamorada.
Madison Esepunto
VENGANZA EN DIRECTO
Reconozco que era una traición con alevosía, pero los malos tratos de Álvaro me llevaron aquella tarde de primeros de octubre al límite de lo humanamente soportable. Como en otras ocasiones, llegó malhumorado a casa pero esta vez agitando una factura del banco en la mano y montó un número violento con la excusa de que se pagaba mucha electricidad. Tiró los portafotos de nuestra boda contra el suelo destrozando los marcos y los cristales saltaron por el aire, maldiciendo su mala suerte en la vida culpándome de ello. Luego descargó en mi cara un bofetón con tal violencia que me dejó casi sin conocimiento apoyada contra la puerta del salón. Se marchó dando un portazo diciendo que cuando volviera no quería verme.
Recogí en una maleta pequeña con ruedas ropa para unos dos o tres días y llamé, a punto de llorar, al hotel desde la calle sentada ya en el coche. Reservé en Alicante una habitación con terraza, en lo más alto del hotel, orientada al mar.
A las nueve de la noche llegué a mi destino, un hotel moderno y muy discreto entre la ladera de un cerro y la playa, alejado de la ciudad y a doscientos kilómetros de aquel animal. Pedí que me subieran a la habitación tila con mucha agua caliente y unas galletas. También pedí unas velas de olor y un mechero.
Álvaro me llamó repetidamente al móvil y me mandó varios sms pidiendo perdón por la última agresión que unas horas antes me había dejado acorchada la mejilla izquierda y medio sorda. No admitía, de ninguna forma, que le hubiera dejado. No respondí, pero puse el móvil en silencio.
Estaba decidida a no volver con él y llevar a cabo mi venganza planeada desde hacía varios meses antes, cuando Álvaro inexplicablemente me tiró del pelo y me insultó al llegar de madrugada con un fuerte olor a tabaco, alcohol y a Pachuli, con el pretexto de que no estaba suficientemente atractiva para hacer el amor. Fue la primera de una serie de malos tratos físicos en los últimos tres meses y que aquella tarde decidí poner fin aprovechando que él ya "no quería verme". Los moratones que llevaba en las piernas por sus patadas y en la espalda por sus puñetazos no deberían salirle gratis. No se lo merecía.
Después de tomar la infusión, y antes de bañarme en agua tibia con sales minerales, encendí las velas perfumadas, las puse por varios sitios de la habitación y en el baño y apagué la luz. Esa atmósfera de meditación y recogimiento era un sosiego para el alma. Sólo oía el oleaje del mar en la playa cercana y una ligera brisa llegaba a mi mejilla desde la terraza. El vapor mentolado de las sales, el silencio y el roce de mi cuerpo con el agua lograron apaciguar mi ruina interna. Dejé de sollozar castigándome por el tremendo error que había cometido casándome y por haberle consentido inútilmente tanto maltrato. En otro tiempo, le quise hasta mi propia anulación personal, dejando trabajo y familia para vivir con él. Hoy no había ni rastro de la persona que fue, ni tampoco le tenía ningún cariño. Era inútil pensar en aquella fiera en la que se había transformado por las drogas, el alcohol o lo que fuera.
Me senté en la terraza arropada con el albornoz. Las velas parpadeaban al capricho de una ligerísima brisa, proyectando en las paredes siluetas extrañas que me adormecían. En el horizonte oscuro, las luces de barcos alejándose de la costa, amplificaban mis deseos de huir muy lejos. No podía soñar en eso en este momento. Tenía que hacer una llamada importante.
Sobre las 22:45 llamé a Óscar, un hombre juvenil de misma edad, mago profesional que recorría locales de Mallorca presentado su espectáculo de ilusionismo. Siempre mantuvo la esperanza de vivir conmigo y siempre lo rechacé diciendo que si era mago que hiciera la magia necesaria para que su deseo se cumpliera. Él me decía que alguna vez daría con el truco. Lo cierto es que no tuve nunca ningún detalle con él más allá de la pura amistad, de lo que en estos momentos estaba arrepentida. Siempre demostró ser fiel a sus sentimientos hacia mí aún cuando me casé con Álvaro. No le invité, pero él averiguó dónde me casaba y estuvo presente en la ceremonia religiosa. Me felicitó en la puerta de la iglesia y desapareció de mi vida dos años hasta que coincidimos en una actuación suya en Valencia y él me dio su tarjeta de mago sin ninguna pretensión. Hasta esta noche y a pesar de mis últimos problemas, sólo hubo llamadas esporádicas intranscendentes de corta duración y muy espaciadas en el tiempo.
Cuando escuchó mi voz, balbuceó y no acertaba a decir una sola palabra coherente. Le puse al corriente de mi situación. Quería verme urgentemente. Terminaba su show a las 23:15. Consultó su ordenador y dijo que el primer avión a Alicante salía a las 7 de la mañana.
- No... demasiado tarde...tiene que ser esta noche o nunca.- Contesté frustrada.
- Lo siento. No puedo ir. ¿De vedad quieres que esté contigo esta noche, precisamente en la que tu estás al límite? Si nunca me has hecho caso.
- A lo mejor he dado con el truco que andas buscando.
- Te llamo en unos minutos.- Respondió Óscar temblándole la voz.
Me llamó a los 15 minutos. Había un vuelo nocturno. Un avión de hélices de una agencia de transportes, pero admitía de forma clandestina, hasta diez pasajeros. Llegaba a las 2 de la mañana a Alicante. Estaría en el hotel sobre las 2:30.
Me puse ropa interior erótica aún no estrenada, perfume dulce sobre la piel y encargué una botella de cava y algo para comer. Estalló una euforia en mis venas que no sentía desde los veinte años. Un silencioso mareo y un subidón de adrenalina atacaban mis instintos básicos desde lo más profundo.
Óscar llegó puntual. Nervioso y desaliñado. Lo mandé a la ducha en cuanto me abrazó y olí su chaqueta. Él quería besos, pasión urgente, pero le empujé al cuarto de baño. Estaba harta de acostarme con una persona oliendo mal.
Mientras se despojaba de su ropa sudada y barba de todo el día, visualicé mi delirio: antes de los juegos iniciales con Óscar sería el momento exacto de mi venganza. Me sorprendí de la sangre fría que me estaba poseyendo. No sentía ningún remordimiento por ser infiel ni por lo que había tramado contra Álvaro.
Sentada al borde de la cama le pedí a Óscar que fuera lento, muy lento como la caricia de una pluma al aire cayendo al suelo. Eso era muy importante. Que me hablara bajito, que me manejara como un mazo de naipes: arriba, atrás, vuelta de cara o boca abajo, pero lentísimo para que yo pudiera sentir hasta en los huesos magia, prestidigitación, sorpresa, misterio, éxtasis, escalofríos en todo el cuerpo. Teníamos toda la noche o toda la vida o toda la muerte. Me dije que quería estallar de libertad, gemir, enloquecer, gritar con sus dedos deslizándose por mis valles resecos y ríos sedientos de amor.
Iniciamos a navegar entre flores eróticas de muchos colores, frutas dulces recién cortadas, volteretas de campana en domingo y naipes de muchos rombos.
Álvaro debió abrirse las venas, porque le llamé en el momento exacto de empezar la singladura con Óscar. Al escuchar su voz, no respondí. Dejé el móvil, sin colgar, deliberadamente, sobre la mesilla junto con el lápiz de labios y la copa de cava. Una hora después, aún seguía el móvil sin colgar, pero los estanques de mis sentidos ya se habían llenado de luz y mis labios eran peces de colores. Apagué el móvil y al amanecer lo tiré al mar.
Clavel de nieve
AQUELLA ÉPOCA
Si me preguntas que es lo que eliminaría de aquella época, te contestaría que nada. Todo lo que viví en aquel momento, mereció la pena vivirlo, incluso lo malo fue tan bello que no borraría nada.
A mis diecisiete años conocí a Pablo. Era el amigo de un chico con el que se enrolló una chica que solía salir con nosotras los sábados, ni siquiera era una de mis mejores amigas. Por aquel tiempo se decía de esta chica, que era un poco ligerilla. Por lo que puedes imaginarte cual fue mi actitud cuando Pablo se presentó, me comporté a la defensiva con él.
Pablo era un chico de gran estatura, pelo moreno con unos ojos marrones muy oscuros, casi negros, no era muy guapo pero a mí me gustó.
Lo que sentí aquella tarde de marzo, no podría describirlo con palabras, recuerdo que un gusanillo iba recorriendo todo mi cuerpo, un gusanillo inquieto, nervioso, todo era nuevo para mí nunca había sentido nada igual. Me enamoré al instante de él, de su alegría, de su forma de ver la vida, de sus ganas de vivir, a su lado cada cosa era un mundo diferente por descubrir. Pablo vivía en el barrio de Salamanca de Madrid, pertenecía a la clase alta, imagino que no tenía ningún tipo de preocupaciones de ahí su alegría. Yo pertenecía a una familia humilde, nuestros mundos eran muy distintos.
Empezamos a salir juntos, a quedar los sábados, siempre solíamos salir con amigos, faltaban dos meses para las vacaciones de verano y ambos pasaríamos todo el verano en la playa en zonas muy distantes, debido a ello la relación nunca se convirtió en algo serio sino más bien en algo espontáneo, yo creo que por eso nunca pude olvidarle.
Nos despedimos a finales de junio, y no volvimos a vernos hasta septiembre, nos llamamos un par de veces durante el verano pero aún no existían los móviles y en las casas de verano no había teléfono, había que llamar a un bar o a casa de un familiar desde una cabina, por lo que las llamadas fueron pocas, los dos lo estábamos pasando muy bien, aunque cada uno en su playa.
Llegó septiembre y el momento de volvernos a ver, recuerdo que nos encontramos en el mismo sitio donde nos conocimos, nada más verme me dijo que el vestido que llevaba era horrible, me hizo sentir insegura, la cosa no pintaba nada bien, venía acompañado de un amigo. Nos sentamos en un asiento de la sala y me dijo que cortaba conmigo yo comencé a llorar sin poder parar, no podía controlarme, estuve como una hora llorando, no me imaginaba mi vida sin él, mis amigas no sabían que decirme, su amigo Antonio me consolaba haciéndome reír, él se sentía culpable, pero no daba marchar atrás, imagino que aquel verano habría conocido a otra o quizás pertenecíamos a mundos diferentes y para él era más latente que para mí. La causa no la supe nunca.
Yo era muy orgullosa y no volví a llamarle nunca, él llamó una tarde, pero coincidió que no estaba en casa y la llamada no volvió a repetirse.
Yo sólo soñaba con volverle a ver, encontrármelo por casualidad cualquier tarde de sábado en alguna discoteca con sus amigos. Me imaginaba que al encontrarnos todo volvería a ser como antes, divertido, alegre.
Me pasé un año entero con esa idea en la cabeza, el resto de chicos no existían para mí. Me senté a esperar a que él volviera, pero nunca ocurrió nunca me lo volví a encontrar ni volví a hablar con él.
Veinte años después me detectaron un cáncer, la cosa no pintaba bien, visité a varios médicos y tras pedir varias valoraciones comencé un tratamiento en un Hospital privado.
Empecé con la quimio, y uno de los días que acudía al hospital, el día de mi cuarta sesión, llegué antes de la hora, por lo que decidí tomarme un café en la cafetería del hospital antes de comenzar la sesión. Me senté con mi café en una mesita un poco apartada de la barra a leer el periódico del día. Levanté la cabeza y lo vi allí en la barra, vestido con una bata blanca. Al principio me decía para mí no puede ser él, un cosquilleo recorrió todo mi cuerpo, me quede inmóvil y no sabía qué hacer, si acercarme, saludarle, decirle algo, mientras dudaba, el terminó su café y salió del bar.
Yo me odiaba a mi misma por no haber sabido reaccionar, como podía haber dejado escapar una oportunidad así, pero me decía a mi misma que no tenía palabras que decirle. Los siguientes días llegué todos los días pronto tomé un café y observé detenidamente a todas las personas que entraban y salían de la cafetería sin ningún resultado. El destino jugaba otra vez conmigo.
Acabé el ciclo de quimio y vinieron unos días de descanso, mis visitas por el Hospital cesaron, ¿qué podía hacer?, montar guardia las veinticuatro horas del día en la cafetería. Me convencí a mi misma de que había sido un espejismo, de que no era él y continúe con mi vida.
El primer ciclo de quimio no me ayudó mucho y comencé el segundo ciclo, mi ánimo había cambiado, las esperanzas de que remitiera mi enfermedad habían disminuido, ya no pensaba en Pablo sino en poder sobrevivir.
En el mes de marzo volví al hospital, un nuevo tratamiento, una pequeña esperanza, caminaba hacia la sala cuando me crucé con él, de frente, cara a cara, era él, me reconoció. Nos paramos, nos miramos, miradas dulces, me quede sin palabras, Pablo inició la conversación, ¿Qué tal?, ¿Cuánto tiempo?, ¿Tomamos un café?. Yo por supuesto no podía en ese momento, pero resultó que Pablo trabajaba allí de Pediatra, de modo que retrasamos nuestro café hasta dentro de dos días.
Los dos días fueron interminables para mí, mi cabeza daba vueltas y vueltas, miles de ideas pasaban por mi cabeza, qué significará ese café, estará casado, que pensaría de mi, mi aspecto con la quimio era horrible. En el fondo de mi misma solo deseaba oír una explicación, saber que ocurrió porqué le perdí aquel día.
El jueves a la hora indicada me dirigí a la cafetería, ese día cambié mi sesión de quimio, eran demasiado emociones para un solo día, tenía la esperanza de no acabar llorando como una magdalena, habían pasado veinte años, pero me sentía tan frágil. Al entrar lo vi sentado en la misma mesa en la que hace unos meses le había visto por primera vez, no quise decirle nada de aquel día.
Nos pusimos al día de nuestras vidas, su padre falleció de cáncer al poco de separarnos y su vida cambió radicalmente, se dedicó a estudiar primero la carrera, y después las oposiciones, no había tenido tiempo en su vida para casarse, sin embargo le encantaban los niños, se habían convertido en el eje de su vida. Una sonrisa invadió mi cara, es curioso después de veinte años, me alegraba de que no tuviese pareja. Mi vida había trascurrido semejante a la de él, estudie mi carrera de Empresariales y tras varios trabajos conseguí un puesto de Directora Financiera en una gran empresa, lo que me convirtió en una persona de vida acomodada, mi inferioridad de aquellos años me había empujado a ello.
Tras ese café vinieron otros, como puedes imaginar le oculté mi cáncer, pero poco a poco empezó a remitir hasta que desapareció, debió ser las ganas de vivir junto a él. Él lógicamente había investigado con sus propias fuentes y el día que me dieron mis resultados, esa noche tenía una reserva sorpresa en un precioso restaurante donde los camareros eran cantantes de ópera. Fue el comienzo de mi nueva vida.
Una vez leí que el primer amor nunca se olvida, yo creo que lo que te hace sentir es tan hermoso que te llena de vida invadiéndote con su fuerza para combatir lo imposible.
Mrives
MI SILENCIO
Ella estaba parada frente a mí, me observaba impacientemente, con esa eterna dulzura reflejada en sus ojos, con esa mirada que aun no logro olvidar y que me despierta en las noches gritando su nombre. Su palpitar era pausado; me analizaba.
Ese día solo quería estar a su lado, ahogarme en su aliento y despertar en sus brazos. Pero la tarde era fría, no se escuchaban los pájaros cantar, y yo estaba hechizado por su mirada, parecía una flor disfrazada de mujer, me senté frente a ella y callé, callé como calla el condenado a la hoguera sabiendo que cualquier palabra que diga, solo adelantaría su muerte.
Una ráfaga de viento levantó las hojas rompiendo el silencio a mí alrededor. Ella se acercó unos centímetros y sentí su respirar pausado, coloco sus manos sobre las mías.
—Es un gusto estar aquí—la oí decir. Le creí, claro que le creí, para mi también era un gusto estar a su lado, aunque solo le contesté con una sonrisa.
—¿Por qué no hablas?—dijo de nuevo, volví a sonreír y deslice mi vista sobre su hombro para recorrer su cuello y luego caer sobre sus hombros. Ella me sonrió.
Aun sin poder decir una palabra, sin siquiera intentar cambiar mi futuro con ella, pude sentir sus labios besar mi rostro, un beso de despedida mojó mi frente, yo estaba condenado a la hoguera, en medio de mi silencio entendí, que todo había acabado. Y de nuevo el silencio, evidencio mis sospechas de un último beso.
Sus hermosos ojos, sus labios rojos y sus suaves manos, su cadera que parecía guiar el resto de sus curvas cuando caminaba, todo lo bello de ella lo guardé ese día para siempre en mi corazón. Mi deseo era llevarla al cielo; pero me vi llegar al infierno por su ausencia.
Ben brito
LA PARADOJA DE UN CRIMEN
La penumbra obscura que alberga mi horizonte sin frontera, no es mas que un espejismo oculto entre la masa de las sombras de la gente que alguna vez pasaron a mi alrededor y que sin querer hoy no vuelven mas y me lastiman; hasta aquí llegue con mis sueños que dieron triunfo a la cárcel de mis sentimientos y es ahora en que mi excitación hacia la gloria es un perfecto éxtasis de lo que en cierta ocasión llame venganza.
Es momento de creer que estoy en el filo de mí ser, y sin querer estoy preso pero nunca prisionero de mis recuerdos y deseos que me mataron en vida y que con un poco de sangre hoy tomaron el camino que por azar del destino y por amar a esa persona se encontraron y decidieron dar fin a esto. El corazón fue el perfecto enlace a un crimen y no es de nadie, es mío, solamente mío.
Ya van tres días del asesinato y solo llevo un sospechoso: la novia. Pero la investigación tomo un rumbo diferente. La tarde de ayer mientras me encontraba en el departamento del susodicho, encontré una carta en que le escribía a su amigo que decía lo siguiente:
¡Hermano amigo!
La mañana de ayer descubrí que mi novia me es infiel, me miente y engaña vilmente con mi primo, sabiendo lo de mi boda, y temo a algo: que atenten contra mi vida; puesto que saben ya lo de la fortuna que me heredo mi madre antes de morir, y no sé si son ellos los que me quieren hacer daño o mi propio padre que se sirve de artimañas para manipularlos contra mí.
Quiero irme de viaje, ya estoy preparando todo para alcanzarte, pretendo pasar unos días con mi hermano del alma, y después veré que haré con todo esto, por el momento mañana en la noche llega Paula, para cancelar la boda, e inmediatamente tomo el vuelo para verte.
Por el momento es todo, nos vemos pronto.
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No dejo firma, es lo más raro y no alcanzo a mandar la carta, sin duda alguna la asesina es la novia, que junto con el primo y el padre ayudaron.
¡Un momento!, esta carta no es la única, fueron impresas muchas, ¿pero con que fin?, si estaba ya muerto cuando se recibieron, tal vez hay alguien que me quiere llevar a la pista del asesino, pero sin duda no es la Paula.
Son las 3:00 p.m. y ya van 5 días del suceso, parece ser que esto es más complicado de lo que creía, resulta que el primo esta muerto; murió el día de ayer, y a su lado se encontraron más cartas impresas; la novia una vez más dio parte a las autoridades del suicido, según informaron; es muy sospechoso, pero más aún el no haber dejado una nota suicida; se agregan más puntos a favor de Paula como la novia asesina, que mato a su prometido pues al enterarse del engaño decide terminar todo, matándolo, y después de ello como el primo no deseaba ir a la cárcel decidió delatarla y ella encontró la manera de arreglarlo todo, matándolo también pero fingiendo un suicidio.
El caso ya casi estaba cerrado, pero de pronto una llamada anónima me informo que estaban por asesinar al padre de la primera víctima, inmediatamente llegue al lugar de su residencia, y me percate que una vez más llegaba tarde; estaba muerto.
Sin embargo lo que me llamo la atención fue otra cosa.
El asesino había dejado huellas que se dirigían hacia el fondo de un cuarto que quedaba al fondo de la casa, era un sitio atroz como nuca me imagine ver algo así; eran cientos de fotos que rodean el lugar, me sentí dentro de la penumbra más terrible que pueda existir, eran las caras de niños que aparecían desnudos, ensangrentados y muertos, iban desde los 5 años hasta los 12 años de edad; es algo que ni en mis pesadillas pudiese formar. Pero no es todo, habían videos en los cuales aparecían esos mismos niños siendo degradados sexualmente, gimiendo y llorando, varios de ellos morían la finalizar la escena; y así encontré cosas que ni en el mismísimo infierno se hayan. En un rincón más se encontraba la foto de un niño en especial: su hijo del extinto.
Esa foto era diferente, estaba como reliquia, pero formaba parte de otra familia, de la cual fue arrebatado el cual lo hizo pasar como hijo suyo mintiéndole a el y a su esposa. Entre esta y muchas más se encontraban decenas de casos así, con pruebas, como nombres de altos funcionarios, poderosos y gente sin escrúpulos que eran participes de ello, pero que formaban parte de alta sociedad que nunca se puede tocar, pues no hay pruebas o se hacen ciegos ante esto; y todo ese crimen apunto de ser eliminado pero que fue rescatada por alguien.
Inmediatamente se inicio la investigación de todo lo que se encontró ahí, y los asesinatos habían sido resueltos, puesto que la novia a pocos instantes de su tercer asesinato trato de huir y en su fuga es atacada por un asaltante que la mato a golpes y sin querer no le quito nada. Luego me entere que ella tenia muchos motivos para asesinar, pues Paula, era una de esas niñas que fue robada de un ceno familiar y violada tantas veces quisieron, lo único que hizo fue tomar venganza por su propia mano; y por ello no la juzgo ya que a estas alturas ese tipo de crímenes siguen siendo algo normal para la sociedad.
Miércoles 25 de Agosto
Esta es mi carta suicida, no puedo más y deseo contarlo todo:
La noche del 16 de Agosto, llegué temprano a la ciudad, quería verlo, me moría de ganas por abrazarlo y decirle cuanto lo quiero; sin querer lo encontré estaba triste se había enterado del engaño de su prometida con su primo, le comente que lo sabía y se enfado aunque luego de ello se tranquilizo y salimos a cenar a su restaurante favorito de comida italiana; llegamos cenamos y después de un rato fuimos a mí apartamento.
Me menciono que estaba depresivo pues no entendía porque su novia lo engaño y lo peor es que le revelo un secreto, de que su vida era una falsa, sus padres no lo eran, fue robado de pequeño y el que representaba ser su padre era de lo peor y que si casaba con el era por el simple hecho de vengarse, pues no lo amaba y sabía lo que pasaba entre nosotros dos. El tuvo miedo de que ella dijera algo, miedo a que la sociedad lo viera mal o que lo discriminaran, no lo aguantaría, o por lo menos no hasta que tuviera los 23 años edad cumplidos y se casara, para que se rompía la cláusula y así recibir el dinero que le dejo su madre adoptiva, de esa manera podría subsistir a pesar de lo que la gente dijera sobre su manera de amar.
Desafortunadamente todo fallo, ella se lo comento a su primo y una vez que el supiera estaría en boca de todos; yo no lo podía permitir así que lo mate, y a ella también. Todo estuvo arreglado, hasta la muerte de Orlando, el amor de mi vida. Decidimos, hacerlo pasar por muerto, o al menos que lo creyera Paula.
Todo estaba saliendo bien, solo quedaba ir pedir una explicación a su padre falso. Al llegar lo encontró en el cuarto de siempre, donde se pasaba horas sin salir, pero nunca le intereso entrar hasta este día en que vio un video en el cual aparecía alguien a quien conocí muy bien: era Yo.
Cuando era pequeño quede huérfano, y al cumplir los 12 años escape del orfanato, decidí tener una nueva vida; me tope con el, me ofreció ayuda, pero nunca imagine que esa apoyo significaba sufrimiento. Así pase mi vida durante un mes, en el cual era abusado cobardemente, por hombres o mujeres, o ambos, me hacía hacer cosas que me dolían, nunca se satisfacían y tenía que obedecer, hasta el día en que huí, y fui a dar al hospital por una hemorragia y graves daños físicos. Pase una semana ahí, hasta que me devolvieron al orfanato. Cuando cumplí los 18 años pude salir, fue entonces cuando decidí entrar a la Universidad, y un día cuando estaba comiendo en un restaurante italiano al que me agrada ir, visualice a un chavo que estaba también solo, después de un tiempo el me miro, y yo pague la cuenta y salí. Al poco rato me siguió, me invito a tomar un café y platicamos, tiempo después nos volvimos amigos; éramos como hermanos hasta que me confeso lo que sentía y yo le dije lo mismo, entonces inicio un romance prohibido y oculto, y fue lo más hermoso que me pudo pasar.
Después vinieron complicaciones y enferme, estaba desahuciado, fue cuando él decidió pedir el dinero que su madre le había heredado, para de esa forma pagar un tratamiento y poder vivir un poco más, pero tenia que casarse. De esa manera conoce a Paula y pide que se case con él, pero la vida, nos desafió y no supimos enfrentarla.
De un momento a otro su padre llego él lo cuestiono y pelearon, fue entonces cuando llegaba Paula a contarle el secreto de Orlando y vengarse, al ver que estaba vivo y que peleaban decidió llamar a la policía, le dije que no, pero me golpeo y llamo; cuando me reincorpore le intente quitar el teléfono, se negó y colgó, de repente saco una pistola y alcanzo a dispararme en el brazo, yo la golpee con el arma que alcance a quitarle y sin querer ella estaba muerta.
De repente entre a la casa, cuando le dispara a Orlando con el arma que guardaba siempre y con la que en ocasiones me asustaba de pequeño; al ver esto me interpuse y la bala me alcanzo a dar en el corazón, Orlando toma la pistola que le había quitado a Paula y le dispara a su padre, matándolo.
Salimos de la casa y me llevo a un hospital, de repente se nublo todo y me desvanecí.
Después de un tiempo desperté y no lo vi, solo me dejaron una nota en la cual me decía que me amaba y que no tuviera miedo a nada y que siempre me iba a esperar, al lado el número de cuenta del banco donde tenia todo su dinero, las llaves del coche y de una casa que había comprado para irnos a vivir juntos.
No entendí que paso, hasta que observe mi mundo y no estaba él, me salvo la vida, a cambio de la suya, es por ello que lo llevo en el corazón que es el suyo, pero llego el momento de seguirlo.
P.D.: Todo el dinero junto con los bienes los he donado a orfanatos, a una asociación que se encarga de proteger y buscar a niños robados, cree un centro de atención para adolescentes homosexuales que necesiten un lugar donde vivir y protección.
Hace falta educación hacia las mentes del hoy que se niegan a la existencia de un amor diferente y de proteger a los infantes del mundo que los ultraja, ambos tienen miedo a que los lastimen por no ser hombres.
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La investigación sigue siendo un desastre, no hay culpables y no hay pistas. La noche de ayer me llamaron para aclarar este hecho pero sin querer apareció un sospechoso más, es algo raro pero cierto de quien menos se espera se debe sospechar más, y así fue; la novia de la victima no dio muestras de ser la asesina, sin embargo ella fue la que llamo y la primera que se entero de que su novio estaba muerto, es extraño, siendo que estaba de viaje, asi mismo le agregamos que su versión no coincide con los hechos, ya que afirma haber llegado a las 9:00 p.m. y su prometido murió a las 9:30 p.m.; menciona que no hablo con él que solo lo encontró tirado.
Pero mi raciocinio se confunde ante la avidez en el manejo de los hechos que no encajan en nada, es algo aniquilador, tal y como murió el chavo de 22 años de edad, si fue por dinero o por celos, fueron bastantes claros en decir que lo odiaban. Su mejor amigo, no sabe nada de este acaecimiento puesto que se hallaba de vacaciones y justamente se iban a reunir a los dos días siguientes en que era su boda, el esta ayudando a la recopilación de hechos y se muestra sumamente preocupado y colérico contra el suceso, era más que su amigo de infancia, era casi su hermano.
Charl90
...Y LA VIDA CONTINUA
La estación de tren Del Norte todavía transmite el encanto de otra época. El encuentro de ánimos opuestos (de despedidas y llegadas), parece haberse incrustado en sus desgastadas piedras. Nada parece haber cambiado más allá de los comercios. Al pisar sus andenes, la esencia de la melancolía pretérita de diez mil viajes sin retorno, llena el espacio que junto al grisáceo mármol macael, abrasado por huellas viejas y nuevas, estimula la nostalgia. Sebastián solía llevar la mochila de Eliseo hasta el mismo andén dónde permanecía hasta que el tren desaparecía de su vista. Hubiese querido tener más descendientes y Eliseo algún hermano o hermana, pero María no pudo cumplir las ilusiones de ambos y murió a los dos años de su nacimiento. Sebastián se convirtió de la noche a la mañana en su madre y hermano mayor, y Eliseo, además de ser su único hijo fue para él, el único nexo de unión con María. Hasta ese momento había rehuido de reuniones sociales, si no eran necesarias. Desde ese día se esmeró en asistir a los cumpleaños en los que Eliseo era invitado, un sobreesfuerzo que asumió como un deber. Un deber que se transformaba en empresa cuando se trataba del cumpleaños de su hijo. En contadas ocasiones faltaba algún amigo del colegio que hubiese sido invitado. Ponía todo el empeño para que acudiesen a la celebración y no se conformaba con cualquier excusa; las madres lo temían por su insistencia. Pero la misma convicción e ímpetu de las vísperas se desvanecía el día del aniversario. No fue diestro llenando el vacío de María en esos encuentros. Fue torpe relacionándose con ajenos. Vigilaba su apariencia pretendiendo escuchar las palabras que antes de ser emitidas ya las consideraba huecas, vacías, insípidas, pero sobre todo, intrascendentes. Su sola intención era ser visto por Eliseo, junto a los otros padres. Aprovechaba estas ocasiones para viajar, por medio de la mente, a su mundo de curiosidades. Su limitado tiempo no deseaba despilfarrarlo en conversaciones banales: "nuestro tiempo es nuestro único tesoro, adminístralo sabiamente", le repetía una y otra vez. Por esa misma razón, se obsesionó con darle todo su tiempo, más del necesario. Evitar la sensación de desamparo. Crear una familia, aunque reducida a la mínima expresión, pero una familia, se lo tomó como una obligación prioritaria, como la misión de su vida cuyo fracaso no hubiese podido soportar. Con el paso de los años, como la fruta que cambia de color a uno más esplendoroso, así sucedió con Eliseo. Pero las circunstancias, no las climatológicas como en la fruta, afectan al desarrollo. Sebastián comenzó a facturar a su hijo como si de una maleta se tratara con apenas doce años. Se desvivía para que conociese otras culturas y experimentase estar solo en el mundo. En su mochila siempre incluía dos libros cuidadosamente escogidos que debían comentar a su regreso. Fue la madurez la que tiró de la cortina que no le dejaba ver las verdaderas inquietudes de su padre: la moral y la ética. "Ambas son difíciles de comprender por medio de las palabras, los hechos son su medio natural de penetración", le decía su padre. Moral y ética, que con recta educación y con muestras de amor intentó transmitirle. "Pronto, muy pronto" -le decía- "antes de lo esperado, el mundo te presentará papeles que firmar, decisiones que tomar, y riesgos que asumir, cuyas consecuencias afectaran no solo al inmediato, a la segunda o segundas personas, sino también a terceros. Y el más trascendente será tu matrimonio. Un acuerdo de por vida ante tu mujer y ante terceros", le recalcaba. "De esos terceros, los que más se verán afectados no están presentes el día de tu compromiso; tus hijos. Es entonces cuando la ética dejará paso a la moral", le decía como padre, como hermano, y como amigo. El último verano de Sebastián Eliseo cumplió quince años. Ese verano le permitió ir de viaje con sus compañeros de colegio. Cuando el tren dio el silbido de partida, todos los padres habían desaparecido del andén a excepción de Sebastián. Eliseo se ruborizó pensando que sus amigos verían a su padre solo en la estación agitando su mano de forma notoria, esperando ser respondido. El tren se alejaba y no cedía en su empeño hasta que Eliseo le correspondiera la despedida. En ese momento alzó el otro brazo pensando que no le veía. Cuando lo perdió de vista Eliseo se dio la vuelta y sus ya enormes manos velaron la única parte de su rostro que no puede disimular las emociones. A la vuelta, nada más pisar el andén, sintió un frío repentino que ensombreció la luz procedente del techo traslúcido. Se cruzó con rostros que le parecieron inanimados, como actores de relleno que ocupaban la estación sin ningún destino. Entre ellos no apareció el de su padre. Al llegar a casa lo encontró en cama. Sebastián no quiso preocuparle, pero fue en vano. Eliseo no intentó averiguarlo, temía a cualquier noticia, y, fuere la que fuere, buena no sería. Sus miradas dijeron más que el sonido de cualquier palabra. Al día siguiente por la mañana llamaron a la puerta. Era el médico con el que esa noche soñó Eliseo. Como en el sueño, le dio idéntico diagnóstico: cáncer terminal. "Es un milagro que todavía viva", le dijo el médico sin apartarle la mirada. Y en ese instante cayó en la cuenta que Sebastián se quiso despedir aquel día en el andén sin querer estropearle sus vacaciones. A los pocos días Sebastián falleció. Los últimos días de su vida los llevó con entereza y serenidad. Alegre de morir junto a su hijo, pero sin poder disimular la tristeza de su mirada. En esos días lo que le ocupó su mente fueron sus futuros nietos a los que ya daba por nacidos. "Diles como me llamaba. Cuéntales cómo aprendiste a subir en bicicleta, tu primera hucha y el primer regalo que me hiciste, ¿te acuerdas? Cuéntales el cuento preferido de tu infancia que tanto me hacías repetir, el de los dos mastines enamorados, Duna y Oto ¿lo recuerdas? Cuéntales que aunque ya no me podrán ver, yo ya los vi en ti".
Todavía hoy se despide de él, como no lo hizo aquel día que el tren se alejó de la estación.
Eliseo aguardó mientras María los arropaba y finalizaba el ritual de cada noche con la luz apagada.
Albert estaba a punto de cumplir los cuatro años y apenas le llevaba once meses a Eduard. Eduard acababa de cumplir los tres, ambos habían nacido el mismo año.
-Escuchadme bien los dos –les dijo con tono severo sentándose en la cama de Albert-. No esta bien jugar con los muebles de casa ¿me entendéis?
-Sí, papi –contestaron a la vez.
-Para jugar están los juguetes, no los muebles.
-Peo papi... –se decidió Albert a replicarle.
-Ni peo, ni pea. Obedece. Punto y final. No hay explicaciones, sólo obedece a los mayores, sin peros.
-Sí –contestaron de nuevo.
-Mañana os levantaré una hora antes para ordenar la sala. Colocareis cada cosa en el mismo lugar dónde estaban antes. Y si no sabéis cual es su sitio yo os ayudaré. ¿Lo habéis entendido?
-Si –contestaron ambos, con tal premura que a Eliseo le dio la sensación que los dos estaban esperando su retórica pregunta.
Antes de salir de la habitación, tenía por costumbre subirles la manta hasta sólo dejarles asomar sus diminutas cabezas. Cuando se acercó a la cama del mayor: Albert, éste se atrevió a romper el silencio de nuevo. -Papi...
-¿Si?
-Mía –le dijo al tiempo que sacaba debajo de la almohada un diminuto muñequito, de no se sabe que personaje de aventuras infantiles; Eliseo ya se perdía con tantos. Con el resplandor de la luz del pasillo, le pudo ver la cara de lucha que tenia el temible guerrero.
-¡Ah...! ¡Anda qué chulo! ¿Quién te lo ha dado?
-Un amio.
-No, e veda. Sa quitao a Caos. –dijo la voz de Eduard al fondo, que estaba siguiendo con atención el relato.
-¿Eso es verdad, Albert?
Albert dudo que decir. Finalmente, dijo titubeando:
-¡Caos e mi amio! –le reprimió a su hermano pequeño.
-¿Carlos? –le preguntó Eliseo.
-E mi amio -repitió.
-Albert eso no está bien –le dijo con voz grave; lo suficiente para que ambos se diesen cuenta de que estaba otra vez enfadado-. No se roba, las cosas no se quitan, se piden.
Albert puso más cara de enfado que de arrepentimiento.
-Mañana quiero que le devuelvas el muñequito a tu amigo, ¿vale? –insistió.
-Sí, Papí –contestó con voz temblorosa.
-Mira –le dijo su padre mientras le daba su pequeña caja llena de diminutos guerreros y monstruos que guardaba bajo su cama-, guárdalo aquí en tu cajita –le ayudó.
Albert no quiso entregárselo, temía que su padre se lo llevase, y pretendió dejarlo el mismo en la caja pero sin llegar a soltarlo.
-No cabo -dijo mirándole, mientras el temible guerrero seguía firme en su mano.
-Es verdad, no cabe –le tranquilizó.
Tuvo la impresión que abandonaba a Albert en una contradicción. Dejarlo con el disgusto de tener que perder a su nuevo compañero de batallas, sin darle una razón convincente, le dio una sensación de abuso de autoridad, que no obstante consideraba irrenunciable, pues lo contrario sería una dejación de responsabilidad. Recordó las palabras de su padre cuando le insistía diciéndole que debía aprovechar los momentos de calidad con sus hijos, para sacar el máximo beneficio y, éste era uno de esos momentos.
-Cueta u cueto pofa....-se oyó la voz angelical de la diminuta cabeza de Eduard que asomaba desde la otra cama.
-¡Eso, un cuento! -dijo para su coleto-. ¡El cuento del abuelo! –exclamó liberando su pensamiento y sus emociones-. Cuando era tan pequeñito como vosotros -aunque no os lo parezca yo también fui pequeñito- vuestro abuelo Sebastián me contaba mi cuento preferido –les dijo incorporándose y acercándose a la cama del diminuto Eduard-. El cuento se titula, Duna y Oto.
A Eliseo no le gustaba adornarse en las escenas, pero se guardaba de no precipitar la cadencia natural del cuento, marcando los silencios y acentos en los momentos oportunos. A los pocos minutos, Eduard, ya estaba en el quinto cielo soñando con Oto.
-Y colorín colorado......-dijo aproximándose a Albert para que finalizase el cuento, pero éste ya se había despedido del mundo por hoy- este cuento se ha acabado –le dijo dándole un beso en su frente. Albert abrió tímidamente un ojo y vio como su padre se alejaba y al tiempo que se arrollaba le preguntó:
-¿Oto etá en e sielo con Duna? –le preguntó, como si el Cielo fuera la última esperanza.
-Claro hijo.
Apagó la luz. Al salir, su voz apenas perceptible, camino del sueño con el rebaño de Oto y Duna, volvió a preguntarle:
-¿Cómo ea abue?
-Igual que el pastorcito del cuento –le dijo mientras una lagrima brillo en la oscuridad.
Sebastián
LOS LLORONES
Paciente lector, si preguntas a los de Almonacid de Zorita cual es su gentilicio, más de uno te mirará con cara de póquer. Pero si quieres saber por qué apodo se conoce a los que se han criado en este maravilloso pueblo de la Alcarria Baja, todos sin excepción te dirán que son conocidos por "Los Llorones".
Después de sudar lo mío intentando averiguar el origen de este mote tan plañidero, lo único que saqué en turbio es que en él intervienen tres protagonistas: una torre con un reloj, una planta comestible y un burro... o burra, que para el cuento cuenta lo mismo. Pero como la historia se las trae, me gustaría antes ponerte en antecedentes para que, una vez asimilada toda la información que modestamente te pueda aportar, no te quede más remedio que dar por bueno lo contado.
Empezaré hablándote del pueblo más cercano: Albalate de Zorita; uno de los cuatro que interviene en ese dicho tan maloliente que dice: «En Albalate, la ***** baten; en Almonacid, la van a freír; en Zorita, se la comen frita y en Sayatón, con cucharón». A los que baten esa *****, en los tiempos en que las horas no corrían tan deprisa como ahora —todo lo más, iban en mula— y con el fin de que los almorcileños no pudieran oír el sonido de sus albalateñas campanas que repiqueteaban desde la iglesia de San Andrés, no se les ocurrió otra cosa que rodear el campanario con una alambrada en la creencia de que, con ello, el metálico sonido no podría traspasar los límites del pueblo y que, por lo tanto, sería de todo punto imposible que pudiera viajar los escasos dos kilómetros que lo separa de aquellos que freían lo que ellos batían. Y no digo yo que la idea fuera mala, el problema es que los remuevemierdas no contaron con que los freidoresdecacas, ávidos de campanas ajenas, cuando se enteraron de la maliciosa idea de sus vecinos, se deshicieron en el acto de las arrobas de cera que les taponaban sus oídos para, así, poder atrapar mejor el escaso sonido que llegaba hasta ellos. Y desde aquel día histórico, a los de Albalate de Zorita se les conoce por "Los del reloj"; aunque creo que mejor les hubiera casado el apelativo de "Los alambrasones", pero, como buen caballero que soy, mi deber es ser fiel a mi señora la Verdad y a su hija, la Exactitud.
Claro que, al menos los de Albalate no llegaron a romper el fabricante de horas que adornaba su iglesia como sí hicieron "Los tontos" de Alovera porque el muy sinvergüenza nunca marcaba las trece. Ni fueron tan brutos como "Los de la viga atravesá" de Valdeconcha, cuyos tozudos habitantes quisieron introducir por la puerta de su iglesia una atravesada viga, ayudados de treinta arrobas de manteca que disminuyeran la obligada fricción en su imposible empeño. Ni tampoco llegaron nunca a la altura que lo hicieron "Los abubillos" de Yebes aquel día en el que, creyendo que una abubilla cantarina, que se había posado en lo más alto de su campanario, era la Virgen que venía a visitarles, tuvieron la feliz ocurrencia de construir una torre de cestas de mimbre para bajar a la Madre de Dios de tan altas cimas; y a punto estuvieron de conseguirlo, de no ser porque a la torre le faltaba una cesta, que fue inmediatamente sustituida por la que besaba el suelo.
Pero si piensas, incrédulo lector, que confundir a una abubilla con una Virgen es el colmo de las confusiones, pregunta a "Los balleneros" de Archilla y te hablarán de aquel día lejano en que todos los archillanos vieron con sus propios ojos una ballena que bajaba por el río Tajuña. Pregúntales y te dirán que, cuando estaban a punto de arponerarla en comprobaron atónitos cómo se transformaba de pronto en la albarda de burro más albardada y más burrera que jamás se había visto por aquellos lugares. Claro que si alguno de ellos hubiera conocido al loco más cuerdo de todos los tiempos, sabría en el acto que el culpable de esa transmutación no era otro que uno de los muchos encantadores que suelen deambular por La Mancha que, huérfanos de trabajos más productivos, se dedican a trasformar castillos principescos en simples ventas, yelmos mambrineros en bacías barberas, Vírgenes celestiales en abubillas burguesas y ballenas aceitosas en albardas borriqueras.
Pero todas estas hazañas quedan tamañitas al lado de la que se cuenta de los que, en el dicho famoso, degustan la ***** con cucharón. Si tus escrúpulos te lo permiten, curioso lector, puedes asomar tus huidizas narices sobre esta mierdenda y advertirás que, justo al lado del que se la está zampando, descansa un embudo. Si después de esto, todavía no te has desmayado y quieres saber por qué el hombre tiene este instrumento a mano, no tendrás más remedio que agarrarte conmigo bien fuerte a la capa del Tiempo y dejar que nos lleve hacia el pasado tan deprisa como tu imaginación lo permita...
...Venancio, el hojalatero, montado en su borriquilla, dejaba ya Sayatón. Era la primera vez que visitaba el pueblo y, por el escaso negocio que había hecho, estaba seguro de que sería la última. «Sólo un miserable embudo», se lamentaba mientras se alejaba meditando en su único encargo de esa mañana. Aquel hombre se le había acercado y...
—Güenas... ¿Me pué vender un embudo?
—Me san acabao —le había informado Venancio que acababa de vender el último en Almonacid.
—Pos mace el favor de traéme uno pa la próxima vez que venga pacá.
Venancio dudó. No estaba de humor. Aunque las ventas en los pueblos de alrededor no habían sido malas, llevaba todo el día en Sayatón a palo seco. La gente se le acercaba, miraba y requetemiraba la mercancía para, después de tanto mirondio, irse sin comprar ni un triste orinal. Por eso, cuando el paisano, que con su boina calada hasta las cejas, le había hecho el encargo, no se lo podía creer. Para una cosa que le pedían...
—Bueno..., pero tendrá que esperar.
—¿Cómo cuanto?
—Un año... Pa estas fechas.
—Trato hecho —dijo el de la boina calada, al tiempo que escupía en su mano y se la ofrecía a Venancio.
Ahora, el hojalatero se alejaba restregando de vez en cuando su palma derecha sobre el lomo de su borrica... De pronto oyó que alguien, detrás de él, gritaba a lo lejos. Al volverse despacio, pudo divisar a un hombre que, desde lo alto de una peña, gritaba como un poseso. De inmediato reconoció al del embudo y volvió a restregar rápidamente su escupitejeada mano sobre la borrica... Al principio, no pudo entender las palabras que el otro le lanzaba a través de la distancia, y a ello colaboró un algo su montura, la cual, desde la aparición del sayatonero, no había cesado de rebuznar. Conocía muy bien a su Chula y sabía que sólo le faltaba hablar; como que era la más espabilada de toda La Mancha; si lo sabría él que casi la había criado bajo sus pechos. Por eso, aquellos rebuznos más le parecieron a Venancio risotadas asnales que otra cosa. Es más, casi podría asegurar que la burra se estaba tronchando de risa.
Cuando por fin la hizo callar y pudo escuchar las palabras empeñadas que el hombre le gritaba desde su alta peña, comprendió en el acto el motivo de la juerga que se traía la borrica y, de no haber sido por ella, que en ese momento le sujetó con el hocico, sus espasmos de risa hubieran dado con su cuerpo en tierra.
—¡¡¡Fulanoooo.... y que el embudooo seaaa huecooooo!!! —había gritado a los tres vientos el de la boina desde lo alto de la piedra Mateo —que así se llamaba la roca que fue testigo de tan famosa advertencia— mientras el único viento que faltaba, transmutado quizás en aliento hilarante, se llevaba a la Chula y a su amo para siempre jamás.
Cuentan que, cuando, muertos de risa, los dos llegaron a Pastrana —que de allí eran—, todavía tuvieron que transcurrir sus buenas cuatro horas para que se detuviera el baile de sus mandíbulas. Sólo un buen trozo de jamón acompañado de un cantero de pan candeal, que ambos compartieron, logró limpiarles las alegres lágrimas de sus mojados rostros; que no todas tiene que correr por el surco de la pena.
Como el olor del jamón me ha despertado el hambre, creo que va siendo hora de que regrese a Almonacid de Zorita, donde me están esperando unas gachas que la sabrán dormir como Dios manda. Pero antes quisiera detenerme un rato en Zorita de los Canes para ver si queda alguno de los bravos mastines que custodiaban esta antigua fortaleza calatrava y que, en su día, le prestó el apellido a pueblo tan singular y el mote a sus habitantes, aunque tal vez debiera decir "plural" porque, aunque de escasas casas, los perros eran muchos, y de muy malas pulgas; y tan grandes debían ser las ganas que tenían estos salvajes de probar la fuerza de sus dentaduras que, cuando el alcalde de entonces —un tal Zorita—, los soltaba de noche por el lugar, no encontrando donde hincar sus colmillos, se mordían los unos a los otros hasta despedazarse entre ellos.
Al fin, paciente lector, estamos de regreso en el pueblo de "Los Llorones" y podrás saber de una vez por todas el por qué de su bien llorado, digo, bien ganado mote. Así que, acompáñame. Sólo tienes que traspasar conmigo el Arco de Zorita, torcer a la derecha por la calle del Monasterio hasta llegar a la Plaza del Ayuntamien... Pero, un momento, ¿qué sucede al pie de la Torre del Reloj? Un borrico y dos hombres miran hacia arriba con verdadero interés. Al imitarles, me doy cuenta de que una planta con flores azuladas crece deprisa en lo alto de la Torre. «Es la mielga», oigo que dice alguien detrás de mí. «Habría cacer una torre de cestas de mimbre pa llegar arriba y cogéla», dice otro. «No digas sandeces, hombre..., lo más apropiao sería derrumbar la torre pa que cayera la mielga», apunta el que parece más listo del grupo. Mientras tanto, uno de los acompañantes del burro, el más joven, sube hasta lo más alto de la Torre y, una vez arriba, lanza una soga cuyo extremo recoge el de abajo. «¡Átesela al burro al cuello, padre, que yo aquí ya la tengo bien amarraíca!», grita el mozo. Quiero reaccionar y avanzar hacia ellos pero una cortina de siglos me lo impide. Ante mi impotencia, me percato de que el reloj comienza a dar sus campanadas muy lentamente, como si no tuviera prisa por marcar la hora. Me vuelvo hacia el grupo que apiña a mis espaldas y, con voz angustiada les digo:
—Pero... ¿no sería más fácil arrancar la planta y bajársela al pobre burro?
En el acto, todos apartan sus ojos de la Torre del Reloj para posarlos en mí, contemplándome como si yo no estuviera en mis cabales. «Debe ser un poco falto, el pobre muchacho», dice uno. «A lo menos, una miaja pedazo la sesera debe fáltale al hombre», añade otro. «Pos yo creo que tié más razón cun santo», dice un tercero al que miro con ansiada esperanza. Pero unas babas le bajan por la barbilla como reguerillos de sabiduría perdida...
Cuando devuelvo mi atención a la Torre del Reloj, compruebo que ya el burro ha ascendido un buen trecho. Con la lengua fuera y enseñando toda su dentadura ―que más parece estar compuesta por fichas de dominó que por dientes―, me observa con expresión angustiada. «Paice a mí que el borrico se está afisiando», escucho decir tras de mí. «¡Me cago en la patena, qué se va a afisiar, no ves que se relame de gusto!», oigo que protesta el de las babas...
El final es bien sabido por todo el mundo: el burro llegó arriba pero no pudo comerse la mielga. Y no porque no tuviera hambre —que eran tiempos en que sobraba— sino porque estaba más tieso que el palo las horas. Desde el momento en que el mozo que le esperaba arriba comprobó el triste final de su pollino, sus lágrimas empezaron a manar de su rostro de tal manera que más parecía el caño de la Fuente Vieja que chorrillos de pena. Cuando el agua llegó hasta abajo, su salpicado padre le imitó hasta tal punto que, si en esos momentos no hubiera empezado a llover, todos los allí presentes hubiéramos creído que Noé se había instalado para siempre en Almonacid de Zorita con su diluvio a cuestas. En fin, como las lágrimas son más contagiosas que la peste, todos los que habíamos contemplado la muerte del burro comenzamos a llorarla tan amargamente que, ni aunque la misma Virgen de la Luz se nos hubiera aparecido para consolarnos, hubiéramos dejado de hacerlo.
Entre mis lágrimas pude atisbar por última vez el rostro del burro y, de no ser por la cortina de agua, hubiera jurado que me guiñaba un ojo.
—Ya dicía yo que me daba que el nudo estaba mu apretao —dijo alguien entre sollozos.
La última campanada acababa de sonar.
De la Torre del Reloj, como una lágrima alargada, una soga solitaria colgaba del vacío.
El caballero del verde gabán
LA META
En quince segundos se dirimía mi futuro. Jornadas exhaustivas de entrenamiento, dolorosas dietas, inhumanos sacrificios. Diez años que tendrían sentido en esos quince segundos o que se vendrían abajo. Si lo conseguía, claro, porque no estaba nada seguro de lograrlo. Había vencido en diversas competiciones, era el campeón de España de los cien metros lisos, lo era también de Europa. Dentro de un breve intervalo de tiempo sabría si lo sería del mundo. Y el mundo estaría a mis pies.
Miro a mi alrededor. Los corredores toman posiciones en sus calles, con las piernas relucientes y pantalones de lycra ajustados a sus cuerpos. Yo corro en la calle 3. Mi número preferido. Tres, de trilogía. Tres, de triángulo. A los 3 años fui feliz. A los 33 estaré en plena forma física. Hay cinco corredores negros que serán mis más directos adversarios. Johnny X, el norteamericano, piernas largas, tórax cuadrado, mirada felina, se remoja la cabeza con agua, la traga y la escupe con fuerza. Boloubi, un kenyata, hace ejercicios respiratorios mientras tensa los músculos de sus piernas. Thompson es un canadiense de origen jamaicano, un cuerpo perfecto, una máquina bien engrasada capaz de pulverizar los récords de quien se dice insistentemente que toma anabolizantes que no son detectados en los múltiples análisis a que nos someten.
- Tony, tranquilo. La carrera es tuya. ¿Me oyes?
Durante esos diez años Nelson el gordo, el argentino, ha sido mi sombra, mi entrenador personal. Yo he corrido, yo he musculado, yo me he sacrificado, pero ha sido como si Nelson hubiera siempre estado a mi lado, un ángel de la guarda o una maldita mosca cojonera que ni siquiera mueve las piernas cuando yo me mato corriendo y dando vuelta tras vuelta al estadio de Barcelona. He llegado a odiar a Nelson muchas veces, he tenido ganas de golpearle, de insultarle, por cada vez que me ha vejado - Señorita, que corres como una damisela. -, que me ha gritado que debo de correr más - Tú puedes, boludo, porque eres el mejor- , que he de perfeccionar la zancada de salida, que tengo que adelgazar esos dos kilos que me sobran para que el corazón mueva con precisión la maquinaria y mis piernas pisen la meta. Los cien metros en quince segundos los he alcanzado en tres ocasiones, sin presiones, pero ahora debo hacerlo aquí, en este marco, ante los mejores del mundo que me van a pisar los talones o me van a dejar atrás.
La gloria es eso, subir al podio y levantar los brazos haciendo el signo de la victoria con una mano mientras posas con la mejor de las sonrisas para los fotógrafos y entras en la historia del deporte. Miro a mi alrededor. Los ojos de Nelson, los labios temblorosos, sus manos apretando los músculos de mis piernas, masajeándome, haciendo que la sangre corra libremente por mis venas. Miles de espectadores que aplaudirán mi triunfo aparecen sentados, ocupando las gradas del estadio. Porque yo voy a ganar. Si has de ganar, tienes que convencerte de ello. Yo gano, yo gano, me digo una y otra vez. Miro las cabezas diminutas de los espectadores. Sé que, entre ellos, están mis padres, mi mujer. Sofía se ha sacrificado, también, como yo. Diez años dedicada a mí, diez años pesando la comida, hidratándome, controlando mis deseos sexuales, controlándolos con espartana firmeza.
- El sexo como recompensa - me decía Nelson -. Harás el amor con Sofía después de haber ganado la carrera. ¿Me oyes? Ten su imagen mientras corres. Vívida. Buena hembra, tienes, boludo, que no te mereces semejante pastel.
Los corredores resoplan en las calles vecinas. Estiramos las piernas, flexionamos las rodillas, movemos los brazos a derecha e izquierda, respiramos hondo. Como caballos relinchando y pateando la tierra, a los que miman las patas un ejército de entrenadores personales. Una hora antes de empezar la carrera nos han hecho un exhaustivo análisis de sangre: limpio. Cuando acabe tendremos uno de orina. Al canadiense nunca lo cogen. Y todos sabemos que hace trampa. Tiene la musculatura redondeada por los anabolizantes.
El norteamericano cruza una mirada conmigo. Tiene las pupilas rojas, dilatadas. Tiemblan sus anchos labios descubriendo una doble hilera de marfil perfecto. Está seguro de ganar.
- No pienses sino en ti mismo. No hay nadie. Corres solo. Piensa en Sofía, en tus hijos, en tus padres, en ti, sobre todo. Pero da el máximo de ti. ¿Oyes? Llega hasta la línea roja, hasta un paso de la muerte si es preciso.
- Claro, oigo.
- No quiero el bronce - me coge del brazo y me zarandea escupiéndome a la cara -. Tú estás hecho para el oro. El bronce lo tiras, ¿me oyes? No me he pasado los mejores años de mi vida para que me jorobes en el último instante.
El juez avanza unos pasos. Delgado y enjuto, de mirada severa, de piernas largas y pantalones cortos por cuyos bajos asoman calcetines blancos. Se hace el silencio. Grita: ¡Concentración! Un silencio brutal se impone en el estadio. El juez empuña el pequeño revólver. Todos a una, los corredores flexionamos una pierna, la izquierda, abatimos el tórax, respiramos hondo. Un grupo de caballos a punto de correr el Grand National. No, unos hombres que van a dar lo mejor de si mismos, que pueden demostrar que casi son tan rápidos como la luz, que harán temblar de emoción a los diez mil espectadores del estadio, a los mil millones que siguen el evento por las televisiones del planeta.
- Uno, dos, tres.
Suena el disparo, diáfano, y la nubecilla de humo se disuelve en el cañón del arma. Salto, vuelo, salgo como propulsado hacia delante por un muelle tensado que es liberado en un instante. No hay nadie, no veo a mis contrincantes, no los oigo respirar, maldecir. Yo solo, corriendo por mi calle. Una zancada que parece partirme el cuerpo por dentro, un dolor en la ingle, en donde confluyen mis muslos abiertos. Salto como un bailarín de ballet. Luego, las puntas de las zapatillas hoyando, sin pausa, la ceniza de la pista, con un rumor ahogado. Cuento. Han pasado dos segundos. Los brazos siguen el mismo ritmo de las piernas. El corazón golpea con fuerza mi pecho. Cierro los ojos, aprieto la mandíbula, respiro rápido. No miro. Cada vez corro a más velocidad. Escucho el ruido de mis zancadas, me ciega la propia ceniza que levanto al correr. Y el corazón golpea como un martillo mis costillas. Y mis pulmones se hinchan y desinflan como un fuelle. La meta. Dos zancadas y la sobrepaso. Pero antes recibo en el rostro una buena porción de ceniza y veo la pierna oscura del norteamericano enfilando hacia la línea de meta.
Rujo. Cruzo la meta. Me desplomo desfallecido en el suelo. Espero panza arriba, mientras me recupero, la voz de Nelson.
- Muchacho, lo conseguiste.
- ¿El bronce? - chillo, sin voz, desahuciado.
- El oro, boludo, el oro. Has estado genial. No corrías, volabas, eras un pájaro.
Lloro. Me arrastro por la pista de ceniza. Busco el hombro de Nelson para alzarme. Y trastabillando asciendo los peldaños del podium seguido del norteamericano y del kenyata que jadean agotados. Estoy mojado de arriba abajo, y muy feliz bebiendo mi propio sudor. Sueño cumplido. Meta asumida. Un clamor popular resuena en todo el estadio. Y ahora ¿qué?, me pregunto mientras me ciegan los flashes de los fotógrafos y agacho la cabeza para recibir la medalla de oro.
José Luis Muñoz
EL CAMINO POR EL CHIRRI
Ella se acercaba a la cita, cogió por la calle ancha, camino de la iglesia, allí, pasando los altos chopos, empezaba la senda hacia Oteruelo, donde en mitad del camino, el la estaría esperando, después de un duro día de trabajo en el campo, de hacer las tareas del hogar y atender a los animales del corral, por fin llegó su hora, la hora del amor.
El pasó por la calle de la fragua hacia la plaza, pasando el bar empezaba la senda hacia Alameda, donde a mitad del camino estaría ella esperando, el también había tenido un día duro, al amanecer, ordeñar las vacas y llevarlas a la dehesa, luego cavar una tabla de patatas y después todo el día segando el prado con la guadaña, pero ahora por fin llegó su hora, la hora del amor.
Ella se arrebujó en la rebeca que había recogido en casa, las tardes de Junio en la sierra suelen ser todavía frescas, además la proximidad del río Lozoya hacía que enseguida las plantas se cubriesen de un fino rocío, tenía que tener cuidado, ya estaba anocheciendo y tendría que cruzar una cacera, algo más adelante, como siempre, para evitar miradas indiscretas, había dejado el candil en casa.
El se caló la boina y se estiró el pantalón de pana algo ajado por el uso, para el invierno siguiente tendría que comprarse otro, con la siguiente cosecha estaba seguro que le alcanzaría para ese dispendio, estaba ahorrando para comprar la casa de Toribio, un par de años mas y podrían casarse.
Ella se iba acercando a la curva del camino donde quedaban siempre, también pensaba en la boda y en el traje de novia que perteneció a su madre, con pocos arreglos le quedaría de maravilla, allí a lo lejos vio el rojizo fulgor de lo que solía ser dos cigarros encendidos, aunque estaba mal visto que las mujeres fumasen, el la esperaba siempre con un cigarro encendido para ella, se acercó pero no le conseguía distinguir en la oscuridad, le llamó quedamente un par de veces mientras veía acercarse aquellas dos brasas encendidas lentamente, poco a poco ella acortaba el camino, hasta que de repente aquellas dos brasas se desplazaron súbitamente hacia su cuello.
El silbaba despreocupado, pasó el cementerio y se acercó a la curva donde siempre quedaban, iba pensando en las cuatro cosas que le diría en su encuentro, era iletrado como todos en el pueblo y apenas tenía parla, pero con el corazón encendido de amor, pocas palabras bastan, llegó a la curva y prendió el mechero para encender dos cigarrillos como siempre y allí vio con horror el cuerpo de su amada tendido en el suelo y los ojos fosforescentes del lobo que atenazándola del cuello, segaba la vida que juntos iban a compartir.
Jose antonio
FUSIÓN
Iván, era uno de nosotros cuando nos preguntó un día si cabríamos los tres en uno sólo.
El comentario fue acogido con sonrisas torcidas y miradas extrañadas que buscaban sus ojos. Últimamente nunca bromeaba y nosotros tampoco.
Media hora más tarde, el comentario se transformaba en teoría sobre una servilleta de bar y una hora después llegamos a la conclusión de que había que intentarlo.
Los motivos; nadie tiene motivos cuando se es transparente.
Ángel se había levantado a las seis de la mañana el día anterior para encontrar un espacio dónde aparcar su coche. A Iván nadie recordaba haberle visto dormir, y a mí me habían descubierto guardando colas burocráticas marchándome cuando llegaba mi turno. Además, no sólo éramos invisibles, también estábamos cansados.
Así que a la de tres y con la esperanza puesta en nada, bebimos el trago de whisky canela y leche que, según Iván, nos debía fusionar en uno sólo. Esperamos unos segundos, en silencio, escudriñando con disimulo en los vidriosos chupitos vacíos. Nada. Seguíamos siendo tres.
Iván aseguró que estábamos cerca de conseguirlo y que únicamente era un problema de orden y cantidad en los ingredientes de la dosis. Así que probó esta vez depositando primero la canela y añadiendo después la leche y el whisky por partes casi iguales. Mientras preparaba frenético la definitiva combinación del mejunje fusionador, recordé por qué creíamos en todo lo que nos decía por disparatado que pudiera parecer a todo aquel que no le hubiera conocido.
Iván tenía visiones, "resplandores" como le gustaba llamarlo, estos "resplandores" le llegaban no en las escasas horas de sueño que tenía, sino en sus particulares estados de vigilia. La imposibilidad de dormir lo necesario era tan constante en él, que su insomnio ya no le resultaba perturbador, pues hace tiempo que le importaba un bledo que se resintiera su vida social y laboral por sus continuos accesos de sueño durante el día.
Estos accesos se dividían en dos; los lentos, que le mantenían aletargado y sedado en su rutinaria vida gris de ciudadano, y los intensos, que le arrebataban el espíritu en desnucamientos de sueño que le transportaban a esa zona de lucidez donde lo onírico se funde con la consciencia trazando formas de viajar en el tiempo y lo imposible.
De ahí extraía Iván sus "resplandores". Siempre habían funcionado.
Alzamos los brazos, lo justo, chupitos abrazados por dedos desesperados chocaron derramando parte del líquido blanco que contenían. Canela, whisky y leche había sido esta vez el orden de los mismos ingredientes. Nuestras nueces se alzaron y descendieron como ratas viejas sobre tuberías. Esperamos la fusión y mientras esperamos, recordé todas las veces que los "resplandores" de Iván no se equivocaron...
No se equivocó aquella madrugada de frió invierno en la que llamó para advertirme que mis muertos no resucitarían por mucho que soñará con ellos, ni siquiera tú. Su voz se escuchaba entrecortada al otro lado del teléfono, como un pésame tardío.
Tampoco se equivocó la noche de la profanación, en la que me confesó haber soñado con barrotes oxidados que al golpearse dentro de un nicho desocupado, mostraban, entre chispas llameantes, la silueta de su próximo inquilino.
Y de repente...
Nadie pensó en empezar a contraerse, pero eso parecía sucedernos. Nos miramos sorprendidos, buscando una respuesta en el humo del cigarro que Iván observaba hipnotizado ¿Se oscilaba y desaparecía con la misma rapidez que su enamorada dejó de hacerlo ante él?
Definitivamente nos estábamos contrayendo.
"No sé si ésta es la idea que tienes por fusionarnos, Iván, pero no me está haciendo ninguna **** gracia, me estoy ninguneando." Me escuche decir. Mientras, Ángel comenzaba a sonreír ante la avalancha de sensaciones y cierto cosquilleo que prometía la nueva situación.
"¡Está empezando!" "¡Funciona!" grito Iván saliendo de su letargo, y apretó los dientes tan fuerte que el pelo pareció erizársele. Yo no acababa de darme cuenta de que habíamos disminuido unos quince centímetros y que nuestros cuerpos tenían una ligera capa translucida, como si nuestra epidermis se hubiera convertido en plástico de envolver bocadillos grasientos.
Cinco minutos después, comenzamos a sentir una gravedad desconocida que tendía a concentrarnos hacía el centro de la pequeña y destartalada mesa que ocupábamos en la bodega. Concretamente hacia un punto. Ángel no cesaba de reír de forma desagradable y de repetir con la mirada perdida mientras me apretaba el brazo; "a tomar por culo, nos vamos a tomar por culo...".
La situación, debo reconocerlo, empezaba a producirme cierto terror, pero también excitación y vértigo ante la novedad de redescubrir una sensación olvidada que cortaba mis labios como cuando te besaba y no estabas.
Pese a todo, constaté en una fugaz mirada a la repleta bodega donde nos encontrábamos que nadie, como siempre, nos miraba. Nadie parecía darse cuenta del colosal espectáculo que estaba empezando a producirse.
Tres seres iban a dejar de ser tres invisibles otros, para fusionarse en un soberano YO.
Alzamos la mirada casi al unísono por el sonido de algo que parecía un chiscar de dedos eléctricos.
Nuestros pelos se erizaban oscilantes tendiendo a unirse en un punto que les atraía como un ovillo de enredaderas carnívoras. No en vano llamamos al invisible punto flotante "El carnicero". No sabíamos lo cerca que estábamos de no confundirnos.
Cuando bajamos la vista parecieron haber pasado siglos. La fina epidermis plástica que nos envolvía se había hecho más espesa y formaba una capa gelatinosa que fundía nuestra propia carne. Por dentro los huesos se disolvían como flanes sobre fuego. No nos sorprendió demasiado comprobar que nuestra nueva piel se desprendía elevándose en finísimas tiras hacia un mismo punto de no retorno, orbitando atraída por la gravedad salvaje de "El carnicero."
Al instante oí flotar una risa estridente, inhumana, que lo transformó todo en pesadilla incluso antes de mirarle. A mi derecha Ángel temblaba y el eco de su risa, ralentizada y metálica era la de un loco conservado en latas.
Lo último que recuerdo es mirarle y encontrarme con un esbozo sobrenatural de su rostro cubierto por la capa gruesa y adiposa que nos envolvía. Se habían borrado sus rasgos humanos. Era aquel el rostro de un proyecto de hombre que no había llegado a existir. No tenían pestañas ni pupilas sus ojos enteramente blancos y desorbitados, no tenía su sonrisa de ultratumba separación entre los dientes sino que formaba la amplitud espantosa del marfil. Grite. Y antes de desmayarme supe que no había salido sonido alguno de mi boca, pues mi rostro, como el de Iván, ya era el suyo. Siempre habíamos sido el mismo.
Gwynplaine
DE HOY NO PASA
Cuando Ramón abrió los ojos aquella mañana, se le volvió a figurar en la penumbra el rostro barbilampiño y desencajado del francés. Saltó de la cama huyendo nuevamente del cotidiano fantasma y permaneció largo rato bajo el agua templada y salobre de la ducha. Después, como iba siendo costumbre desde la noche de marras, salió decidido a descargar la verdad y a saldar cuentas con el dueño del pub... Quizá así aquel espectro lo dejase por fin en paz.
Sintió la brisa húmeda que hurgaba delicadamente entre sus ropas y entornó los ojos ante la claridad turbadora de aquel día de primavera, pero aún así pudo vislumbrar algunas siluetas en la playa y las barcazas que se balanceaban sobre un agua casi celeste. Sin ningún obstáculo sino el de las bicicletas que circulaban desde temprano por el paseo marítimo, caminó hasta llegar al local. Ramón saludó y pidió una cerveza alemana mientras rumiaba: «De hoy no pasa...de hoy no pasa...»
Entretanto el camarero preparaba ceremoniosamente la copa para obtener la debida crema espumosa, rememoró el episodio que lo había condenado a despertarse cada día en compañía de la imagen acusadora del francés... Fue una noche en la que el pub rebullía de clientes. La barra estaba colapsada y Gregorio y él se acomodaron ante el gran ventanal que da al mar y cuya cristalera hoy no es la misma, porque ante uno de esos vaivenes etílicos propios de Gregorio, esa madrugada estalló en medio de un ensordecedor estruendo.
Antes de que llegase al suelo el último trozo de vidrio, Ramón convino en que no les quedaba dinero ni para otra ronda, cuanto más para responder al pago de los cristales; y sobre todo y como siempre, tenía que proteger al pusilánime Gregorio que en absoluto se encontraba en condiciones de parlamentar con el propietario. Y no pensó nada más, de pronto comenzó a gritar desaforadamente:
Ese ha sido...! ¡Ese es...! ¡Eh, tío, párate ahí...!! Ven acá y da la cara ...! ¡Que han tirado piedras al ventanal...! ¡Por allí va...! informó al dueño, y asegurándose de que éste lo seguía echó a correr hacia el ajardinado laberinto de la urbanización cercana, hasta detenerse entre dos angostas y oscuras callejuelas. En la certeza de que no se encontraría con nadie, a punto estuvo de exclamar: «Ea, que se ha esfumado», cuando frente a ellos fue tomando cuerpo bajo la luz de la luna una figura que regaba la esquina en la necesidad de desalojar escatológicos líquidos corporales. No sé si el desdichado pudo concluir la faena, pero aún no había levantado la cabeza cuando las garras del dueño cayeron sobre él.
¡Te pillé canalla! ¿De qué vas tú, eh...? ¡Se te va a caer el pelo sinvergüenza...!
S'il vous plaît...! Je ne comprend rien...! – El hombre se abrochaba como podía sin dejar de preguntar qué pasaba, qué es lo que querían, y la extrañeza fue dando paso al temor cuando sintió que lo zarandeaban como a un muñeco de trapo.
Qu'est-ce qu'il se passe...? Qu'est-ce que vous voulez...? El rostro barbilampiño y desencajado del francés oscilaba de un lado a otro reflejando ya el pánico más absoluto. Sus pies apenas podían equilibrar los temblores que lo recorrían de izquierda a derecha y de arriba a abajo.
¡Pídele a Dios que puedas pagar el cristal...! vociferaba el dueño.
S'il vous plaît, laissez-moi..!. On m'attend á l'autobus... Mes copains son lá... Ils viendrons déjá ici... Mon Dieu, Mon Dieu...! las explicaciones y las quejas de esta parte se cruzaban con las increpaciones de los clientes que observaban cómo casi lo arrastraban hasta las puertas del garito. El semblante del francés fue adquiriendo un tono aún más lechoso y mate hasta que, desbaratándose, quedó sentado sobre el asfalto. El dueño cercó a su presa hasta que esta se acurrucó en sus pies suplicando piedad. Ya no hablaba dos palabras seguidas y solo surgían de su garganta, seca como una pasa, algunos chillidos breves y penetrantes. Fue demasiado para Ramón, que una cosa era salvar el pellejo a Gregorio y otra resultar ser tan desaprensivo como para permitir que aquella criatura rozara el borde del infarto, así que se inclinó hacia el infortunado analizándolo con afectación, y pidiendo que se apartaran los curiosos para que pudiera mirarlo bien. Al fin resolvió con voz alta y segura:
¡ Para mí que no era éste!
¿Que no era éste... ahora dices que no era éste? rugía el dueño ¡No fastidies, joder...!
¡No sé... yo creo que tenía el pelo largo... Y tal como corría, seguro que sería bastante más joven... ¿Y qué quiere...? Ahora que lo veo de cerca... ¡Que no, que no... que no era este...! ¡Maldita sea, que se me ha escapado...!
Un nuevo miembro se unió a aquel espectáculo callejero cuando un acalorado conductor de autobús apareció ante el grupo olisqueando allá y aquí y llamando a un tal Monsieur Antoine:
Monsieur Antoine...! Monsieur Antoine...! Óu êtes-vous...? L'autobus s'en va...! De pronto, se detuvo ante el grupo ¿Han visto por aquí a un señor mayor, pelirrojo y alto...? Me parece que se ha perdido... ¡Santo cielo, monsieur Antoine! ¿Qué le ha pasado? Y se agachó intentando levantar al susodicho mientras le informaban del asunto. Después, explicó a los presentes que el autobús había hecho una parada en el área de servicio para el preciso desahogo, y suponía que Monsieur Antoine buscó el primer lugar oscuro por no esperar turno. Dio cien veces su palabra de que no pudo ser él quien arrojó el pedrusco: qué iba a ser él, qué iba a hacer el pobre alejándose tanto y además hacia un lugar público, cuando la tarea era de estar más bien a solas... Aseguró que Monsieur Antoine era un comerciante de Nimes que regresaba a su tierra, maravillado por cierto de la visita a esta isla, y por supuesto incapaz de hacer nada parecido.
Sin más remedio, el dueño del pub ayudó al conductor a recomponer al extranjero y se disculpó por haberse equivocado de hombre. Ramón, sin más, adoptó una altiva compostura que quería evidenciar su correcta actuación intentando detener al presunto delincuente y, disuelta la concentración, se esfumó con Gregorio que ni hablaba ni paulaba, ni tampoco recordaría nada pasadas algunas horas.
Aunque Ramón procuró lavar su conciencia considerando de ley la intención de salvar a su amigo tan pusilánime él y tan borracho como estaba y a pesar de que consideraba que él mismo se jugó el tipo ya que de ser el tal Monsieur Antoine un alemán como un castillo podía haberlos puesto a caldo, no podía evitar seguir rumiando pesares por haber convertido a aquel hombre en un pelele, en una marioneta, en la esencia de la desolación y la impotencia...Algo que también Monsieur Antoine le recordaba, imponiéndole la contemplación insólita de su rostro barbilampiño y desencajado.
Mientras Ramón tomaba ahora su segunda cerveza frente al testigo mudo del horizonte azul, seguía resonando en su cabeza: «De hoy no pasa... de hoy no pasa...»; pero nuevamente decidió dejarlo para mejor ocasión, y así fue hasta que resolvió definitivamente no revolver el pasado.
Pasando el tiempo y ya casi acostumbrado a compartir el despertar con aquella aparición, comenzó a empujarlo no sabía qué extraña inquietud que lo hizo inscribirse en cursos nocturnos de francés, aprendizaje que le permitió conseguir trabajo como relaciones públicas en el que debía brindar un servicio exquisito a turistas galos; al mismo tiempo, comprobó que aquella imagen matutina iba siendo de vez en vez más difusa, llegando a diluirse por completo cuando desposó a una de estas visitantes con la que ha tenido tres francesitos, a los que lleva cada año de vacaciones a Nimes, a casa del abuelo Antoine.
Por su parte, el abuelo Antoine nunca ha reconocido a Ramón, pero tampoco ha vuelto a atentar contra la salubridad pública ni a descubrir sus intimidades en ninguna esquina solitaria.
Tundra
LA FUGA
–Verá. Yo le he llamado por una fuga –dijo con cierto nerviosismo, al tiempo que cerraba la puerta de un puntapié.
–Pues, oiga, se ha equivocado usted. Yo soy cerrajero, no fontanero –le contesté.
–No me equivocado. Le aseguro –el hombre dirigió su mirada hacia sus manos, guiando la mía hacia el mismo punto– que necesito un cerrajero.
El tipo tenía las manos cruzadas sobre su vientre y, en torno a sus muñecas, unas esposas. Volví a mirarle a la cara. Sonreía. Muy gracioso, pensé.
–No puedo ayudarle –le contesté secamente y me dispuse a salir por la misma puerta que él acababa de cerrar.
–Puedo pagarle. Mucho dinero –dijo, al tiempo que se ponía delante de mí para cerrarme el paso.
–¡No! –me negué a seguir escuchando. Siempre he sido un hombre creyente. Toda mi vida se ha guiado por un respeto firme a la Ley de Dios y a la Ley de los hombres. No podía ayudarle, pensé. No podía ayudar a un delincuente. ¡A saber qué habría hecho!
–1.000 euros... ¡2.000!
–¿Cómo?
–Ya veo que es usted un excelente negociador. De acuerdo.
–De ninguna manera. Yo no estoy negociando con usted.
–3.000 euros... –empezó a recitar, en un tono neutro, mientras yo negaba con la cabeza– 6.000 euros, 7.000...
–¡Maldita sea! –grité– Le digo que no le voy a ayudar. No puedo ayudarle.
–17.000 euros, 19.000 euros, 21.000 euros... –había empezado a subir las cantidades de 2.000 en 2.000 euros, pero yo seguía firme. ¡No me vine de Guinea Ecuatorial hace 18 años para colaborar con delincuentes!
–23.000 euros, 26.000 euros, 30.000 euros...
–Noooo –dije, alargando un buen rato la letra 'o', en un intento de imprimir a mi voz un tono grave que sonase a compasión y paciencia cristianas y, al mismo tiempo, que retumbase con severa determinación.
–36.000 euros, 39.000 euros, 42.000 euros... –seguía recitando él, como si nada.
Yo me decía a mi mismo que me había venido a España huyendo de la corrupción y la miseria y que no iba a caer en los mismos pecados que habían hundido a mi país. Que yo, sólo con el sudor de mi frente estaba dándoles ya a mis hijos un futuro que no podrían haber ni soñado en Malabo. Que con eso era ya suficiente.
–45.000 euros, 49.000 euros...
Yo estoy bien. Mi familia está bien. Somos felices con lo que tenemos y doy gracias a Dios por ello.
Aunque también estaría bien que mis hijos pudieran estudiar un año en el extranjero... o cursar un máster en una universidad privada. O... ¡qué demonios...! ¡Vámonos de vacaciones un mes por ahí, a un buen sitio!
–Pare ya, por favor –insistí una vez más.
–58.000 euros.
Dicen que todo el mundo tiene un precio; el mío fue esa cifra en concreto: 58.000 euros.
Abrí mi maleta de herramientas.
Podría haber usado la cizalla, pero preferí alardear y hacer mi viejo truco, con dos simples clips. El gran secreto del forzado de cerraduras es que es realmente fácil. Cualquiera puede aprender a forzar cerraduras. Sin embargo, hacerlo en menos de tres segundos requiere cierta habilidad innata y mucha práctica.
–¡Increíble! –exclamó el hombre. Yo me quedé de rodillas sobre la alfombra del salón, paralizado. Antes de que me diera tiempo a pensar en qué había hecho o en la posibilidad de que no hubiese dinero y hubiese traicionado mis principios a cambio de nada, aquel tipo ya regresaba desde alguna estancia de la casa llevando en cada una de sus manos –sus manos criminales liberadas por mí– varios fajos de billetes verdes, amarillos, morados.
–60.000 euros. Cuéntalos si quieres.
–No hace falta. Está bien así.
–Escucha, eso que acabas de hacer me ha parecido increíble. Realmente, tienes un don para esto, muchacho.
–Lo sé.
–¿Sería posible contratarte para un trabajito de... cerrajería? Sería algo sencillo y no supondría ningún riesgo para ti.
–¡No! –dije indignado. Dispuesto a salir, esta vez sí, corriendo por aquella puerta.
–10.000 euros, 20.000 euros, 30.000 euros...
Serge L. Gilmore
TROPICAL ISLAND
Se llama Jovanotti. Tiene los ojos más azules que puedas imaginar. Y los labios, gruesos, pura sangre que quisieras morder con desespero de vampira insaciable. De verlo nada más te quedas lela, así, con la babita colgando de la boca. No sé, mezcla de Brad Pitt con William Levy. Bien pudiera ser galán de telenovelas. Pero, ¡qué va!, no es todo, niña. Al escuchar su voz te derrites como un trocito de hielo en un Cuba Libre. Pareciera que su lengua te acaricia toda la piel. Habla en una mezcla de italiano y español con un tono que enternece. Y el cuerpo, ¡Dios mío!, brazos, espalda, muslos, como para chuparle hasta los huesos. ¡No tiene desperdicio! Deja que lo conozcas.
De pura suerte lo encontré. Nunca se sabe que nos depara la vida en el próximo paso. Soy una mujer de instintos, y me dejo llevar por ellos. Razón por la cual dice la abuela que no anda bien un tornillo en mi cabeza. Verdad que no me las pienso mucho. ¿Qué le voy a hacer? Así soy desde que era una niña y no creo, a estas alturas, que nada me cambie; ni quiero. Pero, mejor te digo rapidito antes que Jovanotti esté de vuelta.
Anoche ligué a un alemán o sueco, no recuerdo bien. En fin, un yuma panzón con peste a rayos que pa′que contar. De la disco nos fuimos al hotel donde se hospeda. Después de hacer malabares para colarme en la habitación, al tipo apenas se le paró de la curda que tenía, pero fue peor. Estuvo dándome sanzara hasta que el sueño lo rindió. ¡Qué nochecita! Pero, valió la pena. Le tumbé cerca de cincuenta fulas. Al dejarlo esta mañana pensé seguir para el pueblo. El ambiente últimamente está que arde. Ah, sí, supe que trancaron a esas dos pirujas. No tienen cabeza. ¿Cómo se les ocurre dar una entra de golpes al extranjero porque no les pagó lo acordado? Esas estupideces ponen el negocio malo. Días atrás pasé tremendo susto. Casi terminó en el calabozo. Gracias a Dios, no era mi hora y libré de una buena. ¿Qué no consigue un buen culo, eh? No tienes que advertirme. Todavía la marea está revuelta. Hay que andar con cuidado. Sí, tengo un acta de advertencia pero, tú sabes, a una le entra una carcomilla que no se puede aguantar. Claro, nunca se escarmienta. Es un vicio que te atrapa y no te suelta. Nada te frena. Así que, en vez de tomar el camino de regreso a casa, arranqué pa′la playa.
Era media mañana y el sol ya calentaba fuerte. El lugar estaba concurrido. Esto es zona de turista, hoteles cinco estrellas, todo made in yuma; cubanichis no hay ninguno, sólo los jineteros de siempre que buscan camuflaje dentro el agua como tiburones en espera de su presa. En realidad no vengo mucho aquí, sin embargo tengo mis contactos y, una que otra vez, doy una vueltecita a ver si pesco algo. Conozco a par de tipos de seguridad que velan la playa. Por unos fulas o una mamada esos negrones se hacen los chivos con tontera. Así que, quita de bulla, para entrar en ambiente, eché un vistazo alrededor y lo descubrí a la sombra de esta sombrilla. Reclinado en la tumbona leía esa revista. No perdí tiempo. Le partí pa´rriba, pero ni se inmutó cuando pasé enfrente suyo. Siguió leyendo como si malanga. Cruce los dedos para que no fuera maricón y me senté en una baqueta del ranchón. Pedí un poco de agua con hielo. Y esperé. No pasaron ni cinco minutos cuando dejó la lectura y levantó la vista. Miró hacia el mar, al cielo, al este al oeste, echó la revista a un lado y, entonces, clavó sus ojos en mí como si fuera una ilusión tropical. Al advertir su atención, quien se la dio de larga fui yo. Puse cara de mosquita muerta, tomé un trocito de hielo y lo pasé por los labios, el cuello, y el pecho donde lo froté hasta derretirse. Pero, ¿quién tú crees que soy? Sonreí y me guiñó un ojo. Eso bastó y fui a su encuentro.
Hola papi, le dije, me llamó Surisaray. Su mirada recorrió cada curva de mi cuerpo. Hello, my name is Surisaray, repetí esta vez en inglés no fuera a ser que no entendiera ni una palabra de español. Jovanotti, dijo y sonrío, italiano, de Roma. Y me senté a su lado. El olor de la crema aplicada sobre su piel me emborrachó. Los músculos del pecho y el abdomen le brillaban. Sentí deseos de inclinarme para morder sus tetillas y lamer toda la extensión de su piel. ¡Ay mamita!, no hay mejor remedio para despejar la resaca de una mala noche, que un macho buenote de verdad entre tus piernas. Pero me contuve y continúe como si nada. Oh, Italia... Pizza... Espaguetis... rico ¿no? Pregunté si le gustaba Cuba, si era su primera visita al país... Las bobadas de siempre y así entrar en confianza. Para él no existe lugar más hermoso y exótico en la tierra que esta isla en medio del caribe. Todos estos yumas dicen lo mismo, y yo siempre con la idea de irme a vivir a París, Londres, Madrid, a la mismísima Conchinchina con tal de dejar atrás toda esta *****. Claro, eso lo dicen porque aquí vienen a la gozadera y el vacilón. Era su segundo viaje. Esto es el paraíso, el color del cielo, el sol, el mar, la gente... tutto tutto è meraviglioso. Rico ron y putas baratas, pensé y sonreí. La vez anterior estuvo en La Habana. Tropicana..., Bodeguita del Medio..., el Malecón. Poco tiempo, apenas par de días. Domande di affari, algo así dijo, y al parecer por la expresión de mi cara aclaro: bussisnes... negocios... capisce. Ahora vino por dos semanas. Pasó unos días en la capital y decidió llegarse a Varadero. Luego, le gustaría recorrer el resto de la isla. Conocer Santiago de Cuba, Sierra Maestra, el Cuartel Moncada... ribelle, culla della Rivoluzione... Fidel Castro... el Ché... oh, Ché Guevara, quello grande uomo... Mientras hablaba sólo tuve ojos para vacilarle aquel cuerpazo de macho ricote hasta reparar en el gran bulto que se marcaba entre sus piernas. ¡Ni que fuera un negro! Me puse tan caliente que de pronto calló y le escuché decir sei sente bene, senorita. Calor, dije abanicándome el rostro, ¡uf!, mucho calor... Oh, certo calore. Dijo alguna cosa sin que lograra entenderle. Coca Cola... Birra... Oh, no, gracias...zenquiu. Insistió cortés. È un piacere, murmuró sonriente dejando ver sus dientes blanquísimos como la espuma de una ola. Mejor la playa, insinué, y nos fuimos a dar un chapuzón.
Esta parte seguro te la imaginas. Pero no aguanté más, y allí mismo, dentro del agua, me lo templé.
De vuelta a la arena supe que es único hijo. Viaja por todo el mundo. Junto al padre se encarga de un bisness de vinos. Aquí en la isla está en negociaciones para comercializar sus productos. ¡Tremenda onda! Pero lo mejor de todo es que se cogió conmigo. Me dijo un montón de cosas lindas, aunque no entendía ni la mitad. Quiere que pase los días que restan junto a él. Recorreremos la isla de oriente a occidente. ¡Te imaginas! Tur arriba y tur abajo. ¡Pelo suelto y carretera! ¡Fiesta y pachanga! Claro, seguro nunca echó un palo así en su vida. Y eso que fue en el agua. Cuándo lo coja en una cama: ¡lo despingo to! Te lo aseguro. ¡****! Por fin algo bueno tenía que pasarme. ¡Mejor, ni por encargo!
Sí, el sol está que arde. Yo hasta me unté un poco de su crema. Huele rico, ¿eh? Pero tú no te preocupes que más negra no te vas a poner. Mejor refresca con un trago de cerveza, aunque ya no debe estar muy fría. Jovanotti la compró antes de subir un momento a su habitación. Sucede que hace un rato apareció un niche con unas cajas de cohíba. Por supuesto, no le advertí que esos tabacos son falsificación del original. Mejor no meterse en líos. Al fin y al cabo todos estamos en la lucha y cada cual se busca el varo como puede. Ellos, la tarde anterior, habían cuadrado el asunto, pero Jovanotti lo olvidó por completo y apenas tenía unos billetes encima. El niche puso mala cara. Aquello era una papa caliente en sus manos. En su desespero le hizo hasta una rebaja, pero aún así, Jovanotti, de todas formas tenía que ir a su habitación para completar el dinero. Y el otro que se iba a embarcar porque el picao estaba malo y si la fiana lo traba lo parte en dos. Entonces, en medio de aquel estira y encoge, le dije a Jovanotti que tenía unos fulas que cubrían el pago. ¿Fulas? Dinero..., Mony ¡Oh capisce! Beh non ti preoccupare, io pago più tardi. Y al niche se le puso la cara de contentura al escuchar que parecía resolverse el asunto. Sin perder un minuto le indicó a Jovanotti que mejor se parapetara a mis espaldas si quería echar un vistazo a la mercancía. Tutto è bene... Ok, amico. Y los fulas que van de mis manos a las de Jovanotti, y de esta a las del niche que los toma y guarda en su short, para a toda prisa, sonriente, perderse de vista por la arena. Al instante Jovanotti me dijo que subiría a guardar las cajas, y por mi dinero. Y yo, bueno, puede ser más tarde, no hay apuro. Y él que no demoraría. Luego tendríamos tiempo para caminar por la playa y más tarde almorzar en cualquier lugar... tú sabes...
Si que demora. Con toda esta habladuría ha pasado más de un cuarto de hora y... ¿Por qué pones esa cara? De qué **** te ríes...¿Estafaron?... Tú estas loca... ¿Cubano? Ya quisieras... Si es italiano, de Roma, tiene un negocio de vinos, nos vamos a casar y me llevará de luna de miel a Venecia... Lindo, ricote, y con un varo largo... ¿Comemierda?... Tú lo que eres es una negra envidiosa. No sigas... ¡Cállate!... Ñoooo... ¡Hijoeputas!...
Yosyk
DÍAS DE FIESTA
Está mirando fijo al norte. En el horizonte amarillento se levanta uno que otro arbusto y un silencio árido brota de la tierra. Acostumbra a mirar a lo lejos, a un camino que no existe, pero es por donde único suele aparecer lo que se dirige a la aldea. Todos allí tienen esa manía y no la dejan por más que quieran. No pueden sino mirar al norte a cada rato.
En la lejanía nada se mueve, tal parece que el tiempo no caminara. Vuelve la vista a la paja que trenza junto a los demás niños. De vez en cuando juegan, pelean, desordenan el montón y se dejan caer sobre él hasta que un alarido les ordena volver a trenzar.
El sol da duro sobre sus espaldas y se tornará peor porque aún es media mañana. Las grietas en la tierra estéril dicen que no ha llovido en mucho tiempo, ni lo hará. El grupo de niños trenza, mira alrededor, vuelve a trenzar. Contemplan el planeo bajo de un dorsiblanco, tal vez encontró algo, piensan. De momento sería el único afortunado por acá.
Jahira levanta los ojos una vez más. Nada. Voltea el rostro y ve a su madre en el caserío amamantando a su hermano. Siente el deseo repentino de estar en el lugar del pequeño. Se incorpora con desgano, recoge un poco de paja, la organiza y entreteje de manera que quede bien amarrada y fuerte. Luego repite la misma operación varias veces.
Vuelve a mirar y alcanza ver dos puntos negros. La distancia distorsiona la imagen, entonces fija la vista. El cuadro va ganando nitidez y ya son dos bultos en movimiento que dejan una estela de polvo rojizo parecida a una diminuta tormenta de arena. Tienen que ser ellos. Se pone en pie de golpe y echa a correr gritando ¡vienen, vienen! Los otros hacen lo mismo y salen en manada. ¡Vienen, vienen!
Corren por la escasa yerba, rápido, pies curtidos, manos levantadas, rápido, ojos inquietos, cabeza adelante, rápido. Corren y gritan ¡vienen, vienen! Es larga la carrera, fatigados tropiezan, aún así, resisten. Cuando van acercándose a los jeeps retornan para llevar la delantera como en una avanzada. Al llegar a la aldea les falta el aire, se sienten agotados, el sol ha arremetido fuerte contra ellos. Tienen, sin embargo, la energía suficiente para continuar con el alboroto. Todos en el caserío han salido a recibir a los visitantes. Son muy bienvenidos allí.
Jahira sabe que serán días de celebración, bailes, comida y caras felices. Sobre todo a su mama se le ve contenta cuando esto sucede y ver a su mama feliz es lo que más desea Jahira. En una ocasión le había preguntado quiénes eran y ella le respondió pasándole la mano por la cabeza, son mensajeros de Dios. Jaira quedó en silencio, se preguntaba por qué eran tan diferentes los mensajeros de Dios. Quizás porque los enviaba Él, pero eso era lo de menos, lo importante era que traían las fiestas.
Mientras los hombres descargan las cajas que traen en el jeep, Jahira se para delante y espera, porque puede imaginar lo que sucederá. Siempre es así. En un momento, bajará una mujer sonriente, con pantalones y botas. Introducirá la mano en una jaba y comenzará a lanzar caramelos al grupo de niños. Entonces ellos se los arrebatan, huyen, caen al suelo, ríen. El que salga llorando es premiado con más caramelos. A Jahira le encanta, está impaciente. Aunque hay para todos, es parte del juego ver quien se lleva más. En medio de la algarabía, uno de los visitantes toma una cantidad indefinible de fotos y ellos posan risueños.
Llegaron las fiestas, piensa Jahira. Sabe que en días como éste, hacen una fogata inmensa y los niños ayudan. Las mujeres visten trapos de colores y largos collares. Abren latas de carne y frijoles, comen con la mano en vasijas de barro. Reparten lo que han traído en las cajas. Luego, aldeanos y visitantes bailan y cantan hasta bien tarde en la noche. Los niños se sientan juntos a comer caramelos. Es divertido observar a los visitantes, les cuesta mucho trabajo llevarse la comida a la boca y bailan de una manera extraña.
En dos o tres días, despedirán a los mensajeros de la misma forma. Echan a correr gritando ¡vuelvan, vuelvan! Escoltan los jeeps a la carrera hasta que ya no los puedan seguir. Entonces se detienen y los ven perderse en la distancia ambarina y seca. Sin embargo, eso no sucederá hoy.
Así que ahora Jahira sigue con la vista el recorrido en el aire de los caramelos. Se pone la mano en la frente, no consigue distinguirlos bien porque los rayos del sol se reflejan en los papeles lumínicos y de colores. De cualquier manera calcula donde situarse para atrapar la mayor cantidad. Avanza, consigue unos cuantos, los arroja con agilidad en la saya. La empujan, los derrama en el suelo, vuelve, atropella, recupera lo suyo. Se revuelca en la arenisca, ríe y juega con los demás niños. No recuerda que dentro de poco volverá a mirar a lo lejos. Todos en la aldea tienen esa manía y no la dejan por más que quieran. No pueden sino mirar al norte a cada rato.
Bolet
¿PIENSAS?
Es sabido por grandes pensadores de todos los tiempos que la filosofía nació por la necesidad de resolver las dudas que planteaba el deseo por conocer lo que no se podía conocer a simple vista, lo que no estaba al alcance de la vista, lo que suponía una necesidad de ser conocido de alguna forma para el entendimiento y pasar a ser una realidad cuya utilidad pudiera en algunos casos dirigirse a organizar a los grandes grupos , así como las ciudades como fue el caso de la filosofía de platón sobre la idea del mundo ideal y los diferentes estados , pero este no fue el único
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La filosofía no solo se rige por las ideas del ser humano sobre su existencia sino por la necesidad de estos de convivir de sobresalir y tantas cosas mas , por la propia enfermedad el dolor el malestar general , la inquietud ,el ansia y la desesperación , las corrientes literarias de hoy en día son un reflejo de estos mecanismos de comunicación que dejan ver el deseo de las personas por lograr comunicarse de alguna forma y lograr también el reconocimiento de los demás y sin duda la filosofía es un principio de esto , aunque hoy por hoy no haya transcendido si tengo que decir lo que pienso , no queda nada del pasado salvo la idea de que es pasado , porque no logramos hacer perdurar algo con verdadero sentido en conjunto sino como fragmentos importantes de algo que pasan y son dejados pasar por la capacidad del hombre de entender y demostrar la realidad de los hechos frente de si
La filosofía es en entre otros la base de muchos estudios actuales, política, psicología, medicina.
Y lo que mas me gusta pensar, desde hace años, que la sociedad en la que vivimos todo lo que nos rodea lo heos creado nosotros a partir de pensar, todo son pensamientos de personas, la ropa que llevas la ha pensado alguien, el coche que llevas lo ha pensado alguien, el ordenador con el que lees este relato lo ha pensado alguien, bueno y luego creado a partir de esa idea.
La filosofía es por lo tanto el padre de todo conocimiento
Se podría decir y por eso nos llamamos homosapiens, y homohabilis, y que es el principio de todo conocimiento, aunque en realidad signifique amor a la sabiduría, en realidad con la idea de amor nos referimos a la maternidad de ella. A la creación de la sabiduría. Bueno al menso esos seria lo verdaderamente bello poder crear pensamientos y de esta forma lograr siempre estar en constante creación y crecimiento y no quedarnos estancados en la mera observación de los hechos ya hechos y perdiendo el control del tiempo frente a nosotros mismos.
Es sin duda una buena base para empezar a tener una autoestima mas firme fuerte racional, y empezar a reconocer que posición tenemos en el mundo en la sociedad, que hemos conseguido, quienes somos. La filosofía nos ofrece el conocer que es el amor, que es la necesidad el deseo por algo, el deber de seguir unas pautas hasta llegar al concepto en si de lo que buscamos y con ello, reconocer también que es el amor, puede ser una simple obsesión, una simple intuición, casualidad, o inspiración divina, pero los conocimientos están ahí, siempre y solo depende de nuestras habilidades para reconocer cuales son, para que sirven o como usarlos. Por lo que es el mejor instrumento para llegar a tener una buena opinión sobre las cosas y una perspectiva sobre todo lo que acontece constantemente en nuestras vidas
Pensar puede darnos la consciencia del pensamiento
Es un principio bueno para empezar a reconocer que es realmente importante y sobre todo un arma a nuestro favor para conseguir lo que queremos
Además después podemos pasar a reconocer cualquier otra materia desde un fundamento más elaborado y concienzudo capaz de ofrecernos una visión más lógica, y medo lógica como si lo comprendiéramos con mayor facilidad, es capaz d e hacernos entender, ver que significan las cosas, a partir de métodos como la lógica
Permitirnos la capacidad de entender lo que nos rodea de una forma simple es algo importante por lo que si solo es necesario pensar
Habrá que usar el pensamiento
Ser feliz en un mundo ideal
Incluso te diría que es como no querer reconocer que la vida no se trata simplemente de ver como se muestra lo que otros nos han dado sino que se trata de crear por nosotros mismos aquello que queremos vivir, es como crear nuestra propia vida, y pensar que se puede y creer que se puede es solo tener algo de fe. Algo que lleva años entre nosotros y miles de millones de personas consideran una realidad.
Una capacidad, un potencial, la fuerza suficiente como para... dejar que las cosas estén como esten, Aunqeu sabemos como camuflarla con amor, niños, juegos, dinero... Pero en definitiva sin ser verdaderamente conscientes de las capacidades y las posibilidades que tenemos realmente.
Os mostraría una visión de lo que considero que se podría llegar a conseguir en mi libro utopia, en el que os muestro un mundo perfecto desde el presente , posible y construido poco a poco paso a paso frente a vuestros ojos para que podáis empezar a crearos una visión distinta de la realidad que quizás y espero os de fuerzas para crear la vuestra propia , pero quiero desarrollarlo de una forma mas intensa tanto y como sea posible para que cada detalle no quede al azar y se muestre como tal al menos en la mente no solo mía sino de aquellos que con la imaginación logran transformar los interesantes vacíos en verdaderas armonías de luz
Sócrates, Aristóteles, Kant, Hegel, Marx, Freud, Hume, Lucke, Hipócrates
Como ya os decía algunos filósofos nos dieron medicina, otros nos dieron grupos políticos, otros nos dieron tendencias y otros nos han dado la clave para conseguir ser quienes queremos ser
Ideologías como el helenismo
El romanticismo
O el Renacentismo
La historia no nos ha trasportado al día de hoy con una perspectiva mas muy distinta de lo que es el pensamiento haciéndonos perder en esencia lo que somos y haciéndonos olvidar nuestra mayor fuerza para transmutar y evolucionar .hecho de que la filosofía no sea materia importante deja mucho que desear sobre nuestra evolución o por ejemplo la astrología, claro es que es una interpretación simbólica de lo que somos pero también es una psicología espacial de donde estamos y que posición ocupamos dentro del propio planeta
¿A caso el pensamiento de hoy se ha olvidado de lo mas importante y se ha quedado encerrado como en esa cueva en una necesidad, que solo sustenta algo que no termina por ser lo natural del ser humano?
Aunque nos dio la tecnología y sustituyo la necesidad de pensar por la de almacenar información de manera electrónica el ser humano sigue siendo un ser humano y sus necesidades giran mas día tras día sobre la necesidad de reconocer que todos esos avances tecnológicos le pueden dar también algo de paz y de sosiego al concepto de alma, energía, consciencia o simplemente bienestar.
Al igual que las religiones apenas somos conscientes de lo que cada una de ellas nos muestra y si de las disputas y conflictos, que nos muestran las noticias
Una buena pregunta filosófica para el ser humano de hoy, pues es conocido que los grandes pensadores nacieron de grandes preguntas seria
El ser humano de hoy ha olvidado ser un elemento orgánico por la necesidad de comprender y aceptar las nuevas tecnologías, se ha convertido en su modelo ideal de extraterrestre dentro de su propia casa.
¿Desprecia el ser humano al propio ser humano por que ya no se reconoce como tal, hemos llegado a comprendernos en algún momento y lo mas importantes, realmente somos conscientes de que es lo que somos o hacemos diariamente, nos hemos trazado algún rumbo, o simplemente hemos empezado a dar vueltas cada vez mas pequeñas, hasta que llegue un momento en el que giremos entono a un solo ser humanos?
(Al que nadie hace caso no pudiendo evitar presentarle toda la atención)
O lo que es peor frente al antagonista del gran amado Jesús del cual son creyentes unas 2500 millones de personas.
Angel de luz
MI CIUDAD DE AZAHAR
Mi ciudad es mi hogar, ese lugar donde siempre quiero volver. En ella tuvieron lugar mis juegos de niña, mi despertar de mujer...
Sus calles, sus jardines, sus plazas, albergan sentimientos callados. Cada esquina, cada huella, entraña magia empapada de historia.
Una historia regada por frutos de la tierra, por paisajes generosos llenos de tradición. Se siente el aroma campestre, el dulce olor a azahar, la brisa del mar batiendo sus olas en rítmica melodía.
Mis pasos se dirigen en silencio recorrido a cada uno de esos lugares donde dejé una fracción de mi vida, vuelvo para recuperarlas, para hacerlas de nuevo mías.
Mi ciudad me las guardó durante mucho tiempo, las envolvió con sus brazos antiguos, llenos de clasicismo y ahora en su lugar me las devuelven unos brazos modernos, actuales, diferentes en las formas pero no en el fondo.
Su voz serena y dulce sigue guiando mi camino, me acompañan sus luces, sus colores desnudos, su cielo plagado de estrellas...
Mi caminar se detiene ante el viejo olivo solitario, apenas logro reconocerlo, su tronco noble, curtido por los años, parece reconocerme. Sus hojas se agitan saludándome con ternura.
-Yo también te quiero...- le contesto con la mirada.
Bajo su sombra, conocí mi primer amor, mi felicidad le tuvo como testigo en innumerables ocasiones y también, de igual manera, presenció mis días más amargos.
Esos días ya pasaron, el tiempo todo lo cura, mi vida late de nuevo con fuerza. Nuevos tiempos, nuevos amigos, pero la misma casa, la misma ciudad...
El amanecer que hoy compartimos es el mismo de hace años, aunque hoy mis ojos lo ven de manera diferente, quizás porque la emoción hace que mi visión no sea objetiva.
Mientras tanto, mis lágrimas acarician mi rostro, mi ciudad me acaricia a mí...
Amantis
RAPSODIA MORTUORIA
Comprendida las palabras que revoloteaban en mi cabeza me dedique a lo mío, abrí mi maletín y saqué a mi familia. Descubrí a mi dulce madre, a mi famélica hermana, a mis escurridizos hermanos y a mi rudo padre. Posé a mi madre a la altura de su ombligo y dejé que sus dedos ingresaran levemente, levemente ella dejó escapar un gemido; trató de mover las manos pero fue inútil, mis hermanos la envolvían, la apretujaban burlándose de ella. Mi hermana abrió camino entre pliegues abultados y un denso mar rojo comenzó a brotar de inmediato, más que cuando mi madre estuvo actuando. Mi padre entró en escena, abrió su pecho y con la fuerza descomunal de su forma se adentro en los confines soberbios y delineados, una y otra vez. Ella dejó de moverse, si señor, nada mas le quedaba que dejar de moverse; olvidó cerrar los ojos, que mal señor, olvidó cerrarlos y me miraba directamente. Cuando sucede no puedo concentrarme y mi familia se vuelve torpe. Para buena fortuna mi madre tiene la solución, escarba y escarba, que bien escarba. Dos bolitas delicadas de raíces rojas, las guardé en mi bolsillo para mi colección. Mi hermana revisó en los interiores. Así se hace hermana. Lo gozaba tanto como yo. Mis hermanos solo observaban, su tarea había terminado, solo observaban y degustaban sus cuerpos impregnados de ese mar rojo. Mi padre quiso participar una vez más. Vamos viejo. Pero tuve que sucumbir a sus dedos. Bruto como es traspaso fronteras y llego a la tierra. Bruto y torpe. Mi madre se limpio sus dulces líneas y brilló con la luz fluorescente, se movía en zigzag, moldeando el calcio, dándole nueva forma al bulto rosado. El mar rojo también se cansó, dejó islotes y penínsulas para nuestro deguste. Que bien se siente. ¡Aleluya! ¡Alabado sea Dios! Mi familia estaba feliz, yo estaba feliz, ella... no nos importaba si estaba feliz.
Réquiem Murakami
UNA VIDA IN-FELIZ
Se levantó trabajosamente de su cama con la misma punzada lumbar que lo venía acompañando desde hacía ya 7 años, pero esta vez notó algo distinto... supo que ese día moriría.
Desempolvó el único traje que pudo comprar en toda su vida y que sólo utilizaba en ocasiones especiales; tomó una ducha con la precaución de quien sabe que en cualquier momento su alma se le escapa volando; se vistió con el cuidado y la especial minuciosidad de quien se prepara para su primer cita y salió de su casa con una gran sonrisa no sin antes permanecer 123 segundos observándose directamente al espejo. Repasó cada una de las arrugas de su rostro y permaneció 38 segundos deleitado en sus ojos... estos siempre permanecieron jóvenes.
Con algo de dificultad, caminó las calles con la frente en alto superando obstáculos que ahora se hacían más difíciles sin el bastón que durante años se había convertido en una extensión de su brazo derecho.
-Hoy no lo necesito –pensó al abandonarlo en el rincón en el que siempre reposaba.
Caminó dos cuadras hasta la esquina en la que tomó un jurásico transporte público que lo llevaría hasta la casa de su primogénita. Se bajó con dificultad porque el bus que lo llevó arrancó antes que pudiese terminar de bajarse. Sonrió.
Llegó a la casa de su hija, atravesó el jardín y observó por la ventana. Se encontraba sola en la sala leyendo un libro. La contempló por un par de minutos absorta entre las letras hasta que una pequeña y tambaleante figura, su nieto de 3 años, llegó a abrazarla. Entonces las lágrimas se mezclaron con la gran sonrisa dibujada en su rostro mientras se alejaba de la ventana que había servido como marco de la primera imagen que fue a buscar.
Revitalizado, caminó las 20 cuadras que lo separaban de la casa de su segundo hijo. A una cuadra del lugar, vio a su nieto jugando en la calle junto a otros niños. No se atrevió a acercarse. Observó cómo un empujón llevó a su nieto al suelo quien de inmediato comenzó a llorar; tuvo el instintivo impulso de correr él mismo a levantarlo y consolarlo pero decidió no hacerlo aunque una puñalada había atravesado su corazón. Entonces vio salir a su hijo quien apresuradamente levantó al niño del suelo y lo sostuvo entre sus brazos llenándolo de besos en la barriga para hacerlo sonreír. Había logrado capturar la segunda imagen que buscaba.
Aunque el dolor de su rodilla se hacia cada vez más y más fuerte, decidió caminar hasta su casa. Con cada paso andado descubrió que todas las personas con las que se cruzaba eran mucho más jóvenes que él. Al llegar a casa observó todo con detenimiento, se acostó en su cama, posó las manos sobre su pecho y sonrió por última vez.
Arley
ALDARA, LUCAS, RIBADAVIA
Hola, me llamo Xoán y soy de... ¿Cada uno es de donde nace o de donde pace? Nunca lo tengo claro, así que os diré que nací en Sada, pero vivo en Ribadavia.
¡Aún recuerdo hoy como llegué a Ribadavia! Fue cuando me tocó la lotería de Navidad, aquel año en el que estábamos sumergidos en una tremenda crisis de la que no podíamos salir. Pero yo salí bien de ella invirtiendo en una villa que había encontrado en Google introduciendo estas palabras: "Lugar de Galicia con río, sin mar, con monumentos que visitar y en el que llueva poco". (Esto último lo deseaba profundamente, ya que no aguantaba más la lluvia del Norte).
Y os preguntaréis: ¿donde invertí el dinero? Pues en vez de abrir una cuenta naranja en ese banco o invertir en la bolsa lo empleé en comprar un café-bar en la Plaza Mayor de la villa. Nadie creía en mi negocio, y de ser hoy ya con la cabeza bien asentada no haría esa locura. Pero fue algo extraño lo que me llevó a venir a Ribadavia, una fuerza del más allá de esas que le gusta investigar Iker Jiménez o simplemente un inconsciente joven con dinero. Lo más importante es que he acertado, pero no lo hice ni de primeras, ni de segundas; sino que lo hice de terceras.
Primero seguí con el café-bar del antiguo propietario y las cuentan no me daban. O el Excel me las hacía mal o es que tenía que hacer algo nuevo como poner servicio de restaurante. Y como tenía dinero y no tenía la cabeza en el sitio cambié el rótulo del café-bar: "El de Sada" por restaurante "Rayo de Sada" en honor al equipo en el que jugué de portero en mi adolescencia y que tantas cosas buenas y malas cosas me trajo. Así que contraté a un cocinero, ya que yo soy uno de esos hombres que ni sabe freír un huevo. Lo que falló de esta vez fue una inspección de sanidad que me cerró el local por incumplir la ley antitábaco.
Después de este último fracaso pensé en salir de Ribadavia, pero me dirigí de nuevo a otro buscador de Internet, el Yahoo y puse: "Como renovar mi local restaurante y convertirlo en algo nuevo". Y salió un local de citas para encontrar pareja. ¿Esto no sería peor de lo que tenía?; pienso hoy, pero como de aquella aún me quedaban los últimos cuartos de la lotería acepté el reto.
En un mes ya tenía todos los papeles arreglados para empezar con el negocio y le puse de nombre: "Pareja aquí". Un amigo me hizo una Web: www.parejasaqui.com en la cual cada persona se registra y un programa le busca una persona con sus mismos gustos y acuerdan ambos una cita en mi local. Todo un éxito; el primer fin de semana tuve en el local a 23 parejas de las que actualmente siguen 8. Eso sí que es amor a primera vista. Yo reconozco que no sería capaz de enamorarme así, pero si a los demás le valía, por mí perfecto.
Y así hasta hoy, haciendo de "celestina" y ganando dinero por eso. Quien me lo iba a decir a mí, después de los fracasos que había tenido anteriormente. Pienso que le debo el negocio a esos dos buscadores de Internet.
Mañana tengo una cliente muy especial, poco usual, pero que tiene los mismos derechos que nosotros a enamorarse, una ciega que se llama Aldara de 22 años de Ames. A ella le tocó un joven de Ourense de 21 llamado Lucas.
¡Que añitos aquellos! ¡Quien los pillara hoy!
¡Espero que la cita sea un éxito y que triunfe el amor!
¡Hasta mañana!
Hola, me llamo Aldara y soy de Ames. Hace 2 años sufrí un grave accidente que me dejó sin un sentido, la vista. Los primeros días lo eché muchísimo de menos, pero ahora lo voy llevando mejor. Aprendí el braille y me di cuenta de lo importante que eran esos puntitos en los mandos de los ascensores, en los medicamentos y en algunas prendas de ropa y sobre todo el sonido del semáforo a la hora de cruzar los pasos de cebra. Desde aquella me guío gracias a mi perra Pinta, que es unas de las adiestradas de la ONCE.
Ahora os voy a contar como fue lo de mi accidente:
Era una fría noche de diciembre, volvíamos de una de esas cenas de Navidad con los compañeros de la facultad. Veníamos 3 en el coche Carlos, mi chico de aquella, que iba conduciendo y sólo rompió un brazo; Marta iba de copiloto y no le pasó nada y a mí me pasó lo que me pasó. La causa del accidente fue una de esas capas hielo que se forman en la carretera. La Guardia Civil nos aseguró que si hubiese pasado una máquina o un coche echando sal no pasaría nada. Pero que se le va a hacer...
Carlos me ayudó mucho en mi recuperación, pero lo dejamos hace unos meses. A él le salió un trabajo de físico-nuclear en Sídney que era la ilusión de su vida y yo no quise ir con él. Ya me había acostumbrado a mi cocina, a la calle y no quería dejar a mi familia. Así que lo hablamos pacíficamente y lo dejamos. Quedamos como muy buenos amigos y hablamos por el Messenger. Siempre le agradeceré todo lo que hizo por mí; sobre todo la adquisición de mi compañera de piso, Pinta.
Pienso que ahora me hace falta un nuevo compañero, pero sentimental y quiero que sea sobre todo gracioso. Ayer me puse manos a obra y me metí en una Web gallega que te busca tu media naranja, pienso que era www.parejasaqui.com o algo así. Mañana tengo una cita con un chico que no conozco de nada en un bar de citas en Ribadavia que se llama "Parejas aquí".
Nunca fui, pero miré unos datos en Internet que me sorprendieron: es la villa de Galicia con más monumentos por Km2 y la única figura románica de una piedra del mundo de un hombre tocando la gaita está ahí. ¡Que despiste tuvo el Maestro Mateo en no ponerle una gaita a una de las cientos que están en el Pórtico de la Gloria en la Catedral de Santiago de Compostela!
Espero que no me rechace por mi ceguera, hasta ahora no lo hizo nadie y espero que no ocurra nunca.
Me acompañará, Pinta, mi fiel compañera que siempre me da confianza e iré en tren hasta Ribadavia.
¡Hasta mañana!
Hola me llamo Lucas, soy de Ourense y pertenezco de la generación de los 90. Sí, la que vio nacer el ordenador, Internet y que actualiza el estado del Tuenti cada media hora.
Estoy algo enfadado porque mi chica, Laura con la que llevaba desde los 15 me dejó y se fue con mi mejor amigo, Fran. Quien me iba a decir a mí que seis años de relación se acaben por subir una foto al Tuenti en la que estaba con una simple amiga. Y que lo mejor de todo es que no teníamos ninguna relación. Se lo intenté explicar de mil maneras, pero las mujeres... ¡ya sabéis como son!
A veces me pregunto: Que me duele más; ¿que mi novia me dejara o que había perdido ese amigo con el que llevaba desde la guardería? Y pienso que lo que más me duele es segundo.
Que bien lo pasábamos jugando por el parque de San Lázaro. Que recuerdos en verano comiendo helados y mojándonos en la fuente. Y por supuesto las broncas que nos echaban nuestras madres y aquel anciano que le echaba pan a las palomas que nos gritaba por todo: si te quitabas la bufanda en invierno porque la quitabas; si salpicabas a su perro en verano porque lo salpicabas o si le dabas con la pelota al perro porque le dabas con la pelota. ¡Éramos unos trastes!
Cuando pasamos a secundaria ya no nos gustaba tanto jugar y nos ayudábamos mutuamente en los exámenes chivándonos las preguntas. Aún me acuerdo cuando nos daba CCSS Manuel Ángel y le había preguntado a Fran el año en que se habían aprobado las nuevas leyes para América. Esa fecha, 1512 me salvó de suspender el examen y de pasar unas vacaciones de Navidad estudiando.
Pero yo también le había dicho las siglas de (PP) en tecnología cuando nos daba la profe Valle. El (PP) no era "partido popular" sino que era el polipropileno, pregunta que le dio el aprobado y le dejó ir con sus primos a Disneylandia.
En ese año había conocido a Laura, mi primera novia, sin contar las que había tenido en preescolar. Uf ¡ya me pongo mal al pensar en ella!
Yo quiero tener una novia ya y mañana tengo una cita que la conseguí buscando en una página gallega que es: www.parejasaqui.com. El encuentro va a ser mañana en Ribadavia, una tierra que me trae muy buenos recuerdos, ya que en mi adolescencia todos los viernes nos escapábamos Laura y yo en tren y llevábamos nuestro bocadillo que comíamos la orilla del Avia. Pero lo que más me gustaba de Ribadavia era ver las obras de teatro de la Muestra Internacional de Teatro en verano, en el castillo, aunque pasábamos un poquito de frío.
Espero que no cambiara mucho Ribadavia y que me siga dando suerte, tanta como para encontrar mi definitiva pareja. Que no creo. Pero...nunca se sabe.
¡Hasta mañana¡
Como cada mañana me toca abrir el local. Bueno, si consideras "mañana" lo de levantarse a las dos de la tarde...Pero, os digo que también me acuesto a las 6 de la mañana y como siempre le hago siempre caso a Manuel Torreiglesias en eso de dormir 8 horas, pienso que esta más que justificado, ¿no?
Mi primera tarea y limpiar todo (baños, mesas, sillas...), poner el lavavajillas con cientos de cucharillas, vasos, tazas...Y todo eso lo hago en menos de 2 horas. Al principio cuando aún tenía el café-bar me llevaba cerca de 4. Pero cuando coges práctica todo va más rápido. Después, hago las cuentas de los gastos, beneficios, luz, gas...en el Excel mientras veo lo Sálvame o Salvamé segundo pronuncian ellos. ¡Que circos montan!
Hoy, como os había contado, vino Aldara. Le di las buenas noches como todos mis clientes y ella se acomodó en unos de esos puff. Como de costumbre, en mi bar, le puse una tapa gratis, no como la competencia que no pone nada.
De allí a uno poco llegó Lucas y me preguntó dónde estaba su pareja y lo llevé al sitio.
Ellos echaron horas y horas hablando y riendo, pienso que se hicieron muy buenos amigos; no sé si para casar...pero bueno nunca se sabe...
Se despidieron y me dijeron que volverían.
¿Volverán?
¡Espero que sí!
Llegué a Ribadavia y me dirigí al local de citas. Me atendió un camarero muy amable que me trajo una tapa nada más llegar y esperé por la pareja que me había tocado. No tardó mucho. Se llamaba Lucas era de Ourense. Cuando me vio a primera vista, descubrió que era ciega y pienso que no le hizo mucha gracia en aquel momento.
Hablamos de todo un poco, de nuestras experiencias amorosas y coincidíamos que ambos no teníamos mucha suerte, de nuestros amigos y también le conté lo de mi trágico accidente y por supuesto, como se nos dio por arriesgar con las nuevas tecnologías para encontrar pareja. Descubrí que era muy gracioso, tal y como quería.
Pienso que algo nos había unido aquella noche, algo muy fuerte, no sé cómo explicarlo...Nos intercambiamos los números de teléfono y quedé con él otro día.
Me fui de Ribadavia con una sensación que no había vivido nunca antes, como si tuviera que permanecer atada a esa villa...y me daba que iba a volver.
Hoy es el día elegido, ese en el que quiero cambiar de ambiente de una vez por todas y encontrar a una mujer con la que pueda estar el resto de mis días. ¿Pido mucho? ¡Pienso que sí!
Llegué al local y como es de costumbre soy el último en llegar y "mi dama" tuvo que esperar. Según ella no tardé mucho, eso sí que es extraño en mí. Me enteré de que era ciega y al principio me pareció raro, pienso que ella se enteró por la cara que puse, ya que yo son muy expresivo. Pero no le di más importancia.
Seguí hablando y descubrí que los dos éramos víctimas de Cupido. Le conté un montón de chistes sobre curas, políticos, funcionarios (que son mi especialidad) y pienso que le gustaron, ya que no paró de reír.
Al final nos intercambiamos los teléfonos y quedamos para hablar otra vez.
Tuve una sensación rara y agradable a vez. Muy difícil de explicar, como si Ribadavia me hubiera atado ella y me hubiese atado también al amor. No sé cómo explicarlo, pero me daba que iba a volver a esa villa.
Patxi
GORDA
La mirada de Eva vagaba distraída por las calles de Barcelona a través de las ventanas del coche. La mañana estaba iluminada por los rayos débiles de un sol triste, que caía languidamente sobre ciudadanos despreocupados que hacían la compra, llevaban sus niños al colegio y vivían sus vidas lejos de tristezas, obsesiones y hospitales. Para ellos, guapos, delgados y despejados, todo debía de ser mucho más fácil.
A través del retrovisor se topó con la mustia mirada de su madre en el volante, prematuramente envejecida por el cansancio y el sufrimiento. Un sentimiento de culpabilidad se abalanzó de repente sobre ella pero de inmediato, se obligó a desecharlo. Al fin y al cabo era su cuerpo, era su vida, podía hacer con ellos lo que quisiera. Al fin y al cabo ella no tenía la culpa de que su madre y el séquito de absurdos médicos por los que se dejaba asesorar fueran unos histéricos y unos exagerados.
Su atención volvió al exterior, fuera de la atmosfera enrarecida y agobiante del coche, tan llena de ingratos complejos y mudos reproches, y fue a posarse en una joven pareja que avanzaba por la acera mientras conversaba animadamente. Se les veía sanos, fuertes y felices. Él era alto y guapo, ella era esbelta y elegante, su negra melena recogida en un moño despeluchado con gracia, su andar grácil pero firme, su mirada risueña y brillante. Vestía una sencilla camiseta azul claro y una falda a la altura de las rodillas que dejaba ver unas piernas largas y estilizadas.
Aquello le hizo sentir todavía más consciente de su triste realidad, de su patética y deforme figura. ¿Por qué ella no podía andar así, igual de ergida, igual de segura? ¿Por qué sus pasos parecían siempre tan torpes, tan tristes? Y sobretodo: ¿por qué no podría ella ser tan ligera, tan ágil, tan delgada? Sintió como se le humedecía la mirada y una traidora lágrima resbalaba mejilla abajo. Se la secó con un gesto brusco. ¿Y por qué no? se dijo entonces, en un arrebato de rabia ¿Y por qué no iba a poder? Sí que podía, ella también podía convertirse en una de ellas, también podía enfundarse una falda corta y sentirse guapa y admirada.
Sí, estaba en su mano ser una de ellas. En cuanto perdiera los quilos que le sobraban todo cambiaría. Recuperaría la confianza en sí misma y Jordi se fijaría en ella y podría continuar con el ballet y volvería a estar de buen humor y recuperaría la capacidad de concentrarse y no tendría que repetir curso. Tan sólo le faltaba un poco para alcanzar la felicidad. 10 kilos. Tal vez incluso menos. 7 kilos y su vida sería exactamente tal y como ella quería.
Entonces, bajó la vista y se llevó las manos a la barriga. Pero a quién quería engañar, se dijo, sintiendo como el labio inferior empezaba a temblarle y nuevas lágrimas rodaban por su rostro. Seguía gorda, seguía asquerosa. Se agarró la carne con las manos hasta que le hizo daño. De nada había servido el ayuno, de nada habían servido los mareos, ni las ausencias a la hora de comer, ni los vómitos, ni las mentiras. Seguía gorda, seguía asquerosa, como siempre, como nunca había dejado de estarlo.
Su madre abrió la puerta del coche y la ayudó a salir. Poco a poco, fueron avanzando hasta llegar a la puerta del blanco edificio. Ella habría querido negarse, deshacerse de aquel brazo, largarse corriendo muy lejos de aquel lugar triste y mezquino, pero no pudo. No tenía fuerzas.
Se sentía de repente tan cansada, tan débil. Apenas se dio mucha cuenta de cuando, una vez más, la sentaron en una silla de ruedas y la llevaron a aquella fría habitación de camas incómodas y odiosos tubos, ni siquiera cuando la desnudaron y la pusieron sobre aquella malvada báscula que con crueldad se regodeaba en su tormento.
A lo lejos, como en sordina, escuchaba la conversación que el médico mantenía con su madre, él con ademán afligido, ella con la mirada llorosa y unas profundas ojeras enmarcando su derrotada expresión.
-Esto es muy serio. Me sorprende que pueda mantenerse en pie ¿Cuánto hace que no come?
-Ayer la obligué a cenar, pero probablemente lo vomitó todo.. - se le quebró la voz y no pudo continuar. Sus palabras se convirtieron en sollozos y por unos segundos no se esuchó nada más, tan solo su sorda angustia rompiendo el silencio de aquel cuarto lleno de tristes miradas.
Notó el pinchazo de la vía penetrar en su brazo y sintió como poco a poco el suero iba llenando su cuerpo de calorías y desgracia. Se la habría arrancado como ya había hecho otras veces, pero esta vez no encontró las fuerzas.
Luego, cayó profundamente dormida y tuvo sueños felices, en los que ella aparecía muy delgada y elegante, como las chicas de la portada de las revistas que llenaban las salas de espera de aquel mismo hospital.
Lori meyers
RICARDO EL DEL 3º
Diez años después siguen sonando en su cabeza las palabras terribles. "Mañana en la reunión de vecinos piensa en mí". Ricardo Asturias, cercano ya el final de su mandato como presidente de escalera, comienza a oír y ver los fantasmas que le recuerdan como consiguió su puesto.
Antes todo era diferente. Ricardo Asturias era querido, quizá incluso admirado por sus vecinos. De hecho, no tenía apellido. Ricardo era "Ricardo el del 3º". Su hermano Eduardo era el presidente de escalera, pero la labor de Ricardo había sido vital para él. Él fue quien acabó con la carrera (y la vida) del otro aspirante a la presidencia, Carlos Serrano. Todavía hoy sigue siendo un misterio para el resto de los vecinos como pudo desplomarse el ascensor desde el cuarto piso hasta el parking, cuando Carlos iba dentro, solo.
Eduardo Asturias consiguió ser presidente, pero, podemos decir que desde ese momento Ricardo sintió la llamada de la poltrona en su sangre. Y precisamente con sangre habría de conseguirla.
Se lanzó a una carrera desesperada hacia el poder, consiguió enamorar a la viuda de Serrano, hasta tal punto, que dos años después se casaban por lo civil en uno de los juzgados que siempre debió pisar Ricardo. Después vinieron cosas peores.
Ricardo siempre fue un tipo especial. Tenía una imagen que se alejaba de lo común. Su joroba y sus piernas largas pero torcidas le amargaron la vida desde pequeño. Nunca les perdonó a sus compañeros de internado que se rieran de su figura, una vez que tuvo que disfrazarse de Peter Pan en una función del colegio. Esto, junto al hecho de la enorme popularidad de su hermano le llevó a una envidia inmensa (maquillada siempre con buenas palabras) por los logros de Eduardo.
Su fiel colaborador, Horacio, nos contó una vez que vio a Ricardo hablándole a la luna del armario (como si fuera una cámara) de cómo podía "sonreír y matar mientras sonrío". Horacio fue el gran acompañante de Ricardo en los momentos de ascensión, hasta que éste le repudió públicamente y tuvo que pasarse a la candidatura del gran rival, Javier Rico, el nuevo candidato a la presidencia.
Ricardo Asturias había por fin perdido su gran apoyo y con él el control de su gobierno. Junto a Horacio había asesinado a su otro hermano Jorge, asfixiándole y escondiendo su cadáver en el contenedor de basura del garaje. Esta noticia agravó la enfermedad de su hermano Eduardo, que murió poco después dejando a Ricardo como presidente (pues era el número 2 de las listas), secándose las lágrimas de cocodrilo.
Los vecinos de la escalera estaban preocupados por las muertes, pero más aún por el "pobre" Ricardo, a quien veían un hombre con mala estrella (en eso no se equivocaban) y de quien temían no fuera a sobreponerse.
En esto sí se equivocaban. Ricardo Asturias, ya casado con la viuda del antiguo rival de su hermano, entabló una carrera terrorífica por hacer su gobierno eterno y en esa carrera cayeron los hijos de Eduardo, a quienes "por accidente" se les dejó encerrados en el cuarto de los contadores donde aparecieron tres días después, tan devorados por los ratones (al fin y al cabo era un piso de renta antigua de los 50, era previsible) como por las ansias de poder de su tío.
Instalado en el poder desde hace diez años, Ricardo contempla sus posesiones (el número 14.. de la calle Inglaterra) como si los estuviera viendo por última vez.
De hecho así será, porque mañana en la reunión de vecinos, Javier Rico, apoyado por las revelaciones de Horacio, el desdeñado lugarteniente de "Ricardo el del 3º", derribará la administración Asturias de una vez y para siempre, olvidándose tantos méritos contraídos por un hombre cuyo mayor pecado (según piensa él), es no haber nacido libre de joroba y con unas piernas de futbolista. Como si a los guapos se les perdonara todo.
Gabriel anadón
A falta de los relatos que hayan llegado en la última tanda, hemos superado de largo las 300 participaciones. :yahoo:
Un éxito para Fórum Montefrío b66 y abundante lectura para el jurado :wacko:
Selin
C A M I L A
Despertó sin saber donde estaba, vio que estaba descalza y que vestía un pantalón y una blusa blanca, entonces notó que su cuerpo olía muy bien; olió sus brazos, sus manos, estaba segura que desconocía el aroma de ese perfume. Miró su mano izquierda y se dio cuenta que le faltaba su reloj y su alianza, trató de recordar dónde los había dejado y cómo había llegado allí, pero no lo consiguió y sin saber porqué se tocó la frente.
Se incorporó y vio que estaba en una verde pradera, levantó la vista al cielo y tuvo la sensación de que nunca lo había visto tan azul, miró a todos lados y divisó que no muy lejos de ella, había un árbol de gran tamaño. Intrigada pero con paso tranquilo, se acercó a él, el árbol era un ombú de gran tamaño.
Al sentarse debajo del árbol sintió tanta calma como nunca antes había sentido, intentó una vez más recordar cómo había llegado allí pero no lo consiguió, luego con parsimonia comenzó a andar; dos horas más tarde se detuvo contrariada; la extensa pradera parecía no acabar, además estaba segura que había andado lo suficiente como para que le doliesen los pies, sin embargo no era así, tampoco tenía hambre o sed y a pesar del tiempo que llevaba caminando bajo el sol no transpiraba y su piel no se había enrojecido.
Continuó caminando hasta que vio volar en círculos una bandada de pájaros negros, unos metros después, estaba delante de un sendero que se adentraba en una gruta. En ese momento, el cielo se cubrió de grandes nubarrones y empezó a soplar un viento fresco que le erizó la piel. Llegó a la entrada de la gruta en el instante en que comenzaba a llover copiosamente, entró en ella con recelo y al hacerlo la dulce calma que la había acompañado hasta ese momento desapareció. Por primera vez sintió frío y sed, se mojó los labios con la lengua, inquieta y temerosa avanzó unos pasos pero se detuvo cuando le pareció escuchar su nombre; sin darse cuenta se desvaneció y al hacerlo sintió que se caía en un pozo sin fin.
Despertó sintiendo los labios resecos, notó algo en su nariz y su boca. Abrió los ojos, vio que su madre le sonreía y dos desconocidos vestidos con bata blanca, hablaban entre ellos sin apartar la mirada de ella. ---------------------------------------------------------
Laurent
MI MUJER ME DICE QUE TENGO QUE COLGAR EL ESPEJO
Mi mujer me dice que tengo que colgar el espejo. Buena forma de empezar algo. Mirándome en el espejo, como una forma de puerta grande, introspectiva. Mirando hacia el pasillo-espejo, estoy escuchando a Bahía Blanca de Di Sarli y me empujaron los recuerdos.
Me tomaron de la mano y llevaron hasta la calle Montiel, el molino de trigo burgol del tío Elias. Los recuerdos te llevan aunque vos no quieras. Son los dueños de tu mundo. Como cuando abríamos la puerta de la alacena umbrosa de la Tía Marta, y aparecían unos aromas exquisitos. Descendientes de sirio-libaneses hacían de las comidas un festival del paladar. Me acuerdo de la poca bolilla que le dábamos al tango, éramos purretes, la nostalgia no había empezado a hacer el nido. Éramos unos cuantos plumones, nada más y el puñal del tango no era más que "un cuchillito de punta alfiler" que no nos había tocado con su pesar trágico y somnoliento de siesta. Entonces nos sacaban corriendo del patio grande, nos comíamos el trigo caliente y sabroso.
Corríamos como gorriones. Cómo los que se espantaban y volvían, cuando la abuela sacudía el mantel en el patio de su casa de Moreno. Y se escuchaban los tangos en el victrola del abuelo, cuando no su bandurria; porque el abuelo sabía noventa-piezas-noventa que solía tocar antaño con el viejito y centenario, barbudo y sedentario bisabuelo.
Los tangos se escuchaban aún debajo del patio sombreado por las uvas y las rosas. Y se veía pasar la tarde por los agujeritos del emparrillado de madera del frente. A través de él, veía pasar los paisanos a caballo, común en esa época. Verlos pasar despertaba mi imaginación. Me encantaban tanto los del carro del dios Apolo, como el chiquitito y flacucho Azabache del libro que leía con la rendija de luz que pasaba debajo de la puerta en las tardes de siesta y ansiedad ó el viejo Rocinante, del más viejo Quijote, que leí y no entendí en su descomunal verdad mentira, en su valentía necia y sorda, pero no menos auténtica. Porque lo leí en la época de la piletita de material, de las panzadas de uva y ese calor.
Todavía siento bajo mi desnuda planta, esa rugosa baldosa del patio de la abuela. ¡Cuidado con las gatas peludas! Creo ver aún las verdes y urticantes criaturas, orugas tempranas de hermosas mariposas que el abuelo coleccionaba cruelmente atravesadas con alfileres en el tapa-rollo de la ventana de su habitación. O subir a la terraza y mirar las rosas rojas, rojas desde arriba, porque ellas no daban importancia a lo de abajo, como las uvas. Ellas eran soleadas, platónicas, como las gardenias blancas (bah! Jazmines) fragantes. Las uvas no. Eran lujuriosas bolitas, chorreantes y dulzonas como el vino.
Hoy los recuerdos me traen otras fotos sepiadas: los cachorros que criábamos, los pajaritos cordobeses de papá, o el canario amarillo limón del abuelo, cieguito y de uñas larguísimas, silbador como él sólo.
Lástima de tiempo, si hubiera sabido lo que era ese lapso, suspiro de sensaciones o soplo de felicidad, no habría apurado el trago, lo habría caminado distinto. Porque la vida cambia, es ladina y veleidosa, como el tango La Mariposa "No es que esté arrepentido, de haberte querido tanto"...
Llegado el momento, todos tiramos la bronca. Nadie se queda atrás...hasta mi vieja se quejaba que me quedaba a comer con mi abuela Maruja (porque era gallega).
Cuando volvía a casa encontraba los puchitos que tiraba el abuelo Antonio, en la bifurcación de los dos caminitos: uno a casa y otro al cuartito verde (refugio/atelier/laboratorio del abuelo). Los recogíamos con mi hermano Néstor y terminábamos de fumarlos a escondidas detrás de la ligustrina olorosa de diciembre.
Porque el abuelo además de baterista era el orfebre de los arreglos cotidianos. Consumado hacedor, carpintero artesano, mago de gorra, y funge de vez en cuando. Todavía no me explico cómo la ceniza del pucho, crecía tanto hacia los labios, se marchitaba, caía y él como si nada, seguía con su labor de merlinazgo del cuartito verde. Su radio grande, con madera y tela, dial enorme cantaba las audiciones a través del mosquitero, pasando por los malvones rojos y calas blancas. Eran mi coto de caza preferido. Caminaba descalzo sobre el pasto verde-primavera-antigua, con el frasco de vidrio en una mano y la tapa en la otra, esperando la abeja. Ó llegado el otoño, el abuelo podaba el paraíso de la vereda y armábamos unas tiendas hermosas, además con las ramas más cortas atrapábamos mariposas amarillas, que en esos tiempos abundaban como la inocencia, en las siestas de escapadas o en las mañana despejadas.
Marco Polo no tenía un barco y descubrió nuevos mundos?, pues yo había heredado una bici inglesa de mi tía Pocha, con la cuál he recorrido diversos mundos, los que me rodeaban. Pero como sucede en muchas ocasiones, después de tocar tierra en varias oportunidades (y no con las gomas precisamente), perdió un poco el encanto. Era toda una aventura para mí, si hasta llevaba en el manubrio los pichones de gorrión que traíamos de Punta Chica, cuando íbamos en el Jeep de papá a bañarnos en el río. No me olvidaré jamás el terror que me dieron los cangrejos que trajimos una vez de Punta Indio, no quería entrar en el río después de lo que habían hecho con un antiguo hotel, en dónde alguna vez había tocado el abuelo Antonio con la orquesta España. "Pero hijo, no te hacen nada!!!!!". La cuestión que después de una noche de tormenta fuerte, se "escaparon".
Hablando de tormentas, donde estaba la casa era una zona muy baja de Moreno, entonces no había desagüe pluvial. Cuando llovía mucho, nos despertaba a la madrugada, las paladas de tierra de papá para sostener las inútiles maderas puestas ante las puertas. Inútiles ya que el agua entraba por las rejillas del baño, de la cocina, del lavadero. Y allá íbamos a levantar todo lo que se pudiera. Y estábamos horas sobre sillas y mesas con mi hermano y el agua circulando libremente.
Ese ruido de las palas es imborrable, como el croar de las ranas y sapos. A los que odié a partir de ese momento. Cómo corría el agua !. Cuando nació Marisita, a mamá y a nosotros nos sacaron los bomberos. Se cayó mi tío Omar en una de las zanjas. Cómo se puede olvidar uno, de esos detalles. Como el vestido de terciopelo verde de mi vieja, cuando tomamos (prolijitos nosotros), la comunión con Néstor. Tampoco me puedo olvidar que el domingo después de la comunión fui a confesión, a intentar confesar algún pecadillo, pero como no tenía haber de ninguno, el cura se enojó tanto que me echó pidiéndome que la próxima llevara algún pecado para contar.
Por supuesto no era el mismo que me echó de la sacristía cuando me estaba besando muy acaloradamente con la Cupo a los quince. Pero esa es otra historia.
Daniel
HERMOSAS CASUALIDADES
Era una tarde cálida, primavera temprana, los susurros del mar lejano apenas eran notorios. El paisaje cambiaba velozmente, los árboles ignorantes del mundo que se abría paso a su alrededor, ignorantes nosotros, desconocedores del mundo. La carretera se torcía cada vez más y más, laberinto de intrínsecas raíces semejando una bajada a los infiernos, cuan equivocados estaban aquellos niños, ignorantes de nuevo, creyendo que aquello era un lugar perdido del mundo.
Así bajo los rayos del sol en un pequeño pueblo comenzaba una historia, historia que se convertiría en inolvidable, que quedaría grabada en las memorias de todos cuantos tuvieron su lugar en ella, para siempre, eterna. Era aquel momento mágico, especial, como cualquier comienzo, mariposa que comienza a volar, un universo que se abría paso ante todos nosotros, poder rozar el cielo con los dedos.
A veces dos miradas se cruzan por casualidad, de manera inevitable, y así durante un instante, a penas unas décimas de segundo, mis ojos se perdieron en los suyos, quedando irremediablemente prendada, aquella unión estaba ya escrita. ¿Fue cosa del destino?, nunca lo sabré. Mientras yo jugaba a soñar nuestras vidas se entrelazaban, entre risas y sonrisas, lazos de una amistad eterna.
* * *
Anochece en una playa lejana, el habitual silencio es roto por nuestras voces. Se escucha a lo lejos a alguien decir que aprovechemos cada instante de aquel viaje porque todos los que entonces estábamos allí no habríamos de encontrarnos de nuevo; ahora me doy cuenta de cuan sabias eran aquellas palabras, predicción del triste futuro.
Pero sin embargo, en aquel momento nosotros desconocíamos nuestro destino, éramos tan sólo niños inocentes jugando a crecer. Y entonces tras aquella ventana lo vi, él, sonrisa radiante, él, la luna reflejada en su mirar ardiente, él, envuelto en aquel aura tan irresistible para mí.
Fue noche de palabras, confesiones susurradas al oído, promesas de amor eterno, noche de secretas fantasías. Fue simplemente una noche mágica que habría de quedar escondida en el más profundo de los secretos, fue una noche prohibida.
Despertamos con los cantos de los pájaros, la luz del alba bañaba su rostro, radiante como siempre. Un suave rubor, rojizo, acompañaba mis mejillas; mis ojos trataban de ocultarse de aquel mirar ardiente, absurda batalla por tratar de esconderse.
Salí presurosa de aquella habitación, huía sin saber de qué. Y así durante días jugué al escondite como cuando era niña. Jugué a hacer invisible el pasado, inexistentes aquellos besos y caricias. Corrí un tupido velo entre él y yo.
Pero de poco servía todo aquello, el destino era inevitable y yo no estaba llamada a cambiarlo. Mientras le bajaba la mirada sentía ese ardor de la pasión, un deseo impulsivo de besar sus labios, que desesperadamente trataba de aplacar. Entre mentiras, risas y llantos, yo contra el mundo.
Aún recuerdo aquella mañana ligera en el acantilado, era inevitable eludir el destino por más tiempo. Tus labios sabor a sal sobre los míos, besos robados entre las olas del mar, fantasías inventadas bajo el agua. Un dulce atardecer, tú y yo, yo y tú, nosotros fundidos en uno.
Poco nos importaba el futuro, cuanto ocurriera a tan sólo unos pocos metros de nosotros, en aquel momento éramos tan sólo tú y yo. Nada podía cambiar aquel momento, nada podía detener nuestro amor. Creíamos que juntos éramos invencibles, que podíamos cambiar el mundo.
Sonrisas y lágrimas olvidadas tras el horizonte. Día tras día, noche tras noche un juego de palabras, promesas, falsas palabras, un sin fin de mentiras que quedaron escondidas entre las cortinas de aquella habitación.
Cuando se está junto a la persona amada el tiempo se evapora velozmente, y los segundos se convirtieron en minutos, los minutos en horas, y las horas en días. Y así llegó nuestro último día en aquella playa de ensueño.
Un último instante para soñar, guardado en el recuerdo, un último atardecer bañado de lágrimas, abrazos, promesas de amor eternas. La ilusión de un reencuentro cercano, grabar nuestros nombres en la arena y ver como el mar se los lleva.
* * *
Un autobús se pierde en la distancia, se aleja cada vez más y más de aquel pequeño pueblo donde comenzaron a soñar, lágrimas que se quedarán, lágrimas que se irán, resbalando sobre las mejillas, despedida forzada. Una canción suena de fondo, anticipando el dolor de la distancia. Esta vez es ese triste momento, de dolor y frustración.
Porque toda historia siempre ha de tener un final, que nos viene a mostrar que nada es eterno, que debemos aprovechar cada segundo de nuestras vidas, porque los buenos momentos sólo quedan en recuerdos.
Memorias que van formando el libro de nuestra vida, que van quedando olvidadas en un viejo baúl. Sin embargo, hay historias que marcan el curso de nuestra vida, que forman un antes y un después. Y éstas son imposibles de olvidar, sus recuerdos invaden constantemente nuestra mente. El deseo de volver a atrás, revivir cada momento, cada segundo, cada instante de felicidad, revivir nuestra historia.
Te miras al espejo, ya ni siquiera reconoces tu rostro, ves tu reflejo perdido en el tiempo, un suspiro que quedo olvidado, una canción de amor que escuchaste al amanecer, un beso arrancado por una ola del mar, ya la brisa no acaricia tus mejillas ya no escuchas las olas romper.
Ahora tan solo te queda recordar, un cuaderno de dibujo, unas poesías y letras de canciones olvidadas en un cajón, pasas las páginas hacia atrás quizás en un intento de retroceder el tiempo, de perderte de nuevo en sus besos, de volver a sentir sus caricias sobre tu piel, esas noches inundadas de amor.
La ilusión de un nuevo despertar un día nuevo comenzar, inocencia cubierta de sonrisas, jugar con las olas, perder la noción del tiempo. Y de pronto te das cuenta de que los días han pasado. Y entonces quieres detener el tiempo, prometes congelar ese momento. Pero los días continúan pasando. Te das cuenta de tu error. Ya sólo te queda vivir de ese recuerdo, perderte cada noche en tus sueños, en un mundo como aquellos días que dejaste atrás.
Serena crystal
EL CUADERDO DE ASTROS
Daniel ha ido aplazando, desde hace años, una decisión que sabe inevitable y un viaje que le lleva dando pereza durante media vida. Sin embargo, hoy se ha levantado temprano, antes que la claridad de abril rompiera las sombras ambiguas de la noche, antes que los astros nocturnos abandonaran el cielo rendidos ante la pujanza del sol, incluso antes de que el sueño lo hubiese abandonado por completo, se ha levantado temprano y ha tomado la determinación de ponerse en carretera. No está seguro de si ha sido un sueño, uno de esos que se olvidan al despertar, o simplemente alguna fuerza extraña, quien lo empuja a tomar la decisión, pero no tiene dudas, sabe que hoy es el día, como si estuviese escrito en algún calendario imaginario y todo el tiempo no hubiese sido más que una espera para la llegada de esta fecha.
Toma una pequeña maleta, y se dispone hacia la estación de trenes, con la precipitación imprudente de las situaciones no advertidas. La estación amanece con el ritmo de los silbidos de los trenes que se aproximan o se alejan, se llena de la luz que limpia las horas cansadas de una noche en continuo movimiento. Daniel compra un billete, comprueba que aún le queda media hora para la salida de su tren y decide entrar en una cafetería para sosegar un estómago al que Daniel había dejado olvidado con las prisas.
La claridad de abril penetra hacia las calles de una ciudad que se prepara para despedirse del invierno áspero y crudo al que sólo le quedan unos coletazos de cólera, de un invierno que se aleja a regañadientes, adueñándose aún de las madrugadas, de las atardecidas en las que se difumina el sol, de las amanecidas lentas... La luz de abril avanza paulatinamente por las piedras de la ciudad, por sus sombras, por las laderas de los montes colindantes que parecen acercarse desde el horizonte con sus cumbres todavía recubiertas de nieve; la luz de abril avanzaba por los sentidos de Daniel, por sus juicios, por sus reparos, por sus emociones, por todas las honduras que han quedado aletargadas durante los días grises del invierno.
Daniel entra en la cafetería, coge un periódico, pero su cabeza está tan aturdida que no es capaz de concentrarse en ninguno de los titulares, sólo la fecha parece acercarse a su entendimiento como si la tinta de la misma se tornara en un tono distinto, 10 de abril de 2010, y saltara hacia sus ojos. Toma un sorbo de café, su sabor áspero le obliga a reencontrarse con la realidad que le estaba robando la fecha del periódico y comprueba el reloj de manera instintiva. Termina el café, suelta un periódico al que ha ojeado todas sus hojas, sin haber leído una sola línea, y se encamina hacia el andén indicado en su billete.
En pocos minutos el tren se pone en marcha con un movimiento lento que va acelerando progresivamente hasta tomar un ritmo uniforme y acompasado que le hace retomar el sueño que dejó sin despabilar esta mañana; cuando despierta comprueba que han pasado los kilómetros y las horas como si nunca hubiesen existido.
Calcula que en pocos minutos se encontrará en su destino y comienza a fabricar un croquis mental de las calles y plazuelas con el fin de no perderse en un pueblo que recorrió por todas sus callejas, por todos sus campos, por todos sus montes, por todos sus rincones y todas sus estancias, pero del que apenas recuerda más que la luz de sus calles y el olor lúgubre de una casa inmensa, con escaleras de trancos muy altos, habitaciones oscuras, y un pajar repleto de trastos amontonados.
La próxima será su parada. Una extraña ansiedad se apodera de su ánimo y le provoca un nerviosismo desconocido. Baja del tren, se queda de pie ante los andenes y ve marchar, con la mirada vacía, el vagón que lo ha devuelto a su territorio. Aprieta con fuerza la mano derecha, que empuña la pequeña maleta, y bosteza ampliamente, intentando hacer un lapsus en el tiempo antes de comenzar a retomar la vida que dejó apresuradamente otra mañana de hace tantos años.
Observa su alrededor y no consigue reconocer nada de lo que encuentran sus ojos; de pronto siente miedo, es posible que se haya bajado en una estación equivocada, es posible que aquel pueblo, que él recordaba perfectamente, no fuese más que una acuarela de tintes irreales que haya crecido en su retina y en realidad nunca hubiese existido. El entorno que lo rodea es absolutamente desconocido, tan desconocido como todos los lugares que nunca se han visitado, tan desconocido como todos los lugares que nadie ha descrito para nosotros, tan desconocido como todos los lugares ajenos a nuestra existencia. Respira profundo para poder controlar su miedo y se impregna de un aire que identifica enseguida, es el aire que proviene de esas montañas cercanas a las que reconoce sus picos, sus formas, su color manchado, su arrogancia exuberante, su sombra generosa y opulenta; ahora está seguro, no ha errado el camino, no ha despistado la estación, ni ha imaginado lo que no existía, está seguro, se encuentra en el pueblo, su pueblo.
Se apresura en buscar un alojamiento para pasar la noche que pronto caerá desde las montañas cercanas. Advierte un letrero de Hostal en un edificio alto, se dirige hacia él y toma una habitación en el último piso. Acomoda el escaso contenido de su maleta en el armario de la habitación y observa por la ventana que al día le queda luz suficiente para acudir al lugar que tanto temen sus recuerdos. Está inquieto, decide salir a toda prisa de la pequeña estancia y encamina sus pasos hacia la cuesta de los almendros.
Desde lejos la divisa, con las paredes desconchadas y la puerta cerrada, tal como se quedó hace años. Es la casa de su infancia, la casa de la que lleva huyendo varias décadas, la casa que dejó cerrada con su olor de muerte y a la que no ha podido volver desde entonces. No será necesario comprobar su estado, la venderá por lo que le ofrezcan, después de tantos años no habrá nada que recoger de su interior, no habrá nada que no se haya impregnado con el olor repulsivo de la muerte.
Mientras se acerca hasta la casa recuerda aquella última mañana, las prisas de su llegada, aún de madrugada, tras la llamada de la tía Ángeles. Recuerda aquella llamada que le anunció entre sollozos que su madre se encontraba en los últimos momentos. Fue demasiado tarde, las prisas no sirvieron para nada y cuando Daniel entró en la casa sólo pudo reconocer el olor denso y plúmbeo de la muerte; sólo pudo comprobar la penumbra que velaba el cuerpo amortajado de su madre y aquel olor macabro y viscoso que penetraba por todos los rincones de la vivienda. Un olor del que Daniel aún no ha podido desprenderse, un olor que le acosa en los momentos más lúcidos de su vida cotidiana. Por eso ha sido incapaz de volver al pueblo, de volver siquiera para deshacerse de aquella casa sombría cuya evocación le producía el más irracional de los miedos.
Llega junto a la ventana donde encuentra un tiesto de tierra que levanta, haciendo un esfuerzo mental para no encontrar nada debajo, pero fracasa en el esfuerzo y relaja su cabeza en el último instante. No ha contenido la suficiente energía para hacerla desaparecer y descubre, sin remedio, que la llave continúa en el lugar de siempre; inserta la llave en la cerradura, dejando abierta la casa apenas con un movimiento de muñeca.
Despliega la puerta muy despacio, siente cómo sus pies son más veloces que sus sentidos y se introducen sin titubeos dentro de la vivienda. Comprueba el estado casi intacto de las habitaciones, sólo un poco de polvo acumulado recuerda que la casa ha estado cerrada durante mucho tiempo. Comienza a respirar tras superar el primer impacto y distingue, con sorpresa, un olor agradable, tan lejano al olor que él suponía. Reconoce el olor de siempre, el de entonces, el de todos los días anteriores a aquella trágica mañana, el olor de la vida, el olor de la infancia, el olor del hogar, el olor del refugio, el olor de las amanecidas lentas, el olor de la primavera, el olor de los otoños de castañas, el olor de los inviernos junto al fuego... No existe ningún olor macabro, ni tan siquiera el olor desapacible del vacío, ni el olor rancio de la carcoma, ni el olor del abandono...
Nota como la sangre, que hace pocos momentos se agolpaba en su pecho, a punto de estallarle, se transporta hacia sus talones, vaciando todos sus miedos en el suelo, fuera de su cuerpo. Sube las escaleras para internarse en la planta primera, el corazón le palpita con un ímpetu que parece irrefrenable, está tan impaciente que apenas contiene el pulso firme para poder abrir la puerta, ¡es su dormitorio!
Todo se encuentra en su lugar, como si cada cosa esperara su regreso para volver a ser útil, allí están sus fotografías, sus cuadros, las medallas deportivas del colegio, sus libros amarillentos, la caja de objetos encontrados, los cromos y las chapas, la tinta negra, los tiralíneas, y por supuesto, lo más importante, su telescopio apuntando hacia el cielo que le procura la pequeña ventana, ¿cómo ha sido capaz de olvidarlo?
El recuerdo de la muerte borró de su cabeza todo lo que en otro tiempo fue importante, lo realmente importante, tal vez por eso se convirtió en una persona seria, sin alicientes ni motivos, desterrado de sus lugares, desheredado de los elementos que habían formado su propia esencia. Se acerca hasta el telescopio, lo toca como intentando cerciorarse de que lo tiene de nuevo entre sus manos, lo manipula con sumo cuidado, como si fuera tan frágil como sus dedos temblorosos.
Sobre el estribo que forma el muro en el hueco de la ventana, descubre un cuaderno de pastas azules, que dibuja en su portada las palabras "CUADERNO DE ASTROS". Lo abre inquieto, un extraño sentido le hace avanzar hacia él e introducirse en el interior de unas páginas que contienen cientos de fórmulas, de anotaciones extrañas, de cálculos aritméticos, de cómputos con ecuaciones de múltiples incógnitas. A medida que va pasando las hojas se le hacen más inaccesibles las anotaciones, más insólitas, más peregrinas, más complicadas...
Es extraño, pero aquel cuaderno tiene una luz distinta, cómo si sus hojas no se hubiesen vuelto amarillentas con el paso de los años -como las del resto de los libros-, cómo si por ellas el tiempo tuviese un transcurrir diferente, más lento, más indolente, o tal vez lo contrario, cómo si el tiempo le pasara tan fugaz que los años no fuesen más que momentos.
Intenta detenidamente descubrir el significado de aquellos dibujos pero esas hojas apenas contienen fórmulas que quepan en su entendimiento. Pretende con todas sus fuerzas recuperar su memoria, recuperar sus conocimientos perdidos, recuperar su pericia.
Se concentra en un nombre, "Cometa Asley" y de repente todo comienza a tomar sentido, los dibujos coinciden con las constelaciones estelares, con recorridos de meteoritos y planetas; las endiabladas ecuaciones sólo son cálculos de órbitas elípticas de diferentes astros, cálculos que él manejaba sin esfuerzo en sus años de adolescencia cuando solamente quitaba los ojos del cielo para trazar en su cuaderno todo lo observado, todo lo contractado, todo lo presumible...
El nombre del cometa se repite en las últimas hojas, bajo cada expresión de álgebra, bajo cada dibujo, y al final del cuaderno, en la última hoja utilizada, una expresión que podría coincidir con una fecha, con un momento en el universo. Con una letra más nerviosa que la que escribe el resto del cuaderno, -pero que también reconoce como suya-, con una letra agitada, como emergida de una revelación, y subrayada con fuerza, salta a su vista una fecha, 10 de abril de 2010. Daniel se pone intranquilo por unos momentos, intenta descubrir qué significan esos números que coinciden con la fecha de hoy, con la fecha que ha comprobado esta mañana en el periódico. Revisa las últimas páginas, ésas en las que se repite constantemente el nombre del cometa, comprueba incrédulo que se corresponden con los cálculos y conjeturas para predecir su paso por encima de las montañas del pueblo.
Ahora entiende la determinación de esta mañana, posiblemente estos números habían quedado en algún rincón de su memoria. ¿Cómo es posible que haya conservado esa fecha en la cabeza si había olvidado por completo la existencia del cuaderno? Daniel se queda con la duda mientras intenta repasar en su cabeza algún dato más, algún dato que le muestre una respuesta, pero es inútil, son unas anotaciones, tan ajenas a él mismo, que no logra ninguna pista; supone que la memoria es un lugar inaccesible del que extrañamente se ha escapado una fecha, de forma casual.
De pronto lo comprende todo, Daniel sonríe entre dientes, no ha sido su memoria aletargada, ¡tal vez ha sido Asley, el cometa, quien le ha convocado al encuentro! ¡Tal vez ha sido Asley el que le obligó a salir corriendo esta mañana para demostrarle lo acertado que estaba en todos sus racionamientos! ¡Seguro que ha sido Asley, que quiere que le observe en su paso fugaz por encima de la ventana!
Se sienta en la cama a esperar, comprueba en su reloj que aún son las nueve de la noche. Sabe que el cometa cruzará hoy el cielo, que dibujará su órbita por debajo de las estrellas que comienzan a flamear; Asley irrumpirá en la oscuridad de las alturas, y él estará presente, será el testigo que confirme todas las teorías de aquel joven que pasaba sus horas descubriendo el universo, será el testigo de que aquel joven aún existe en su propio interior y que el miedo a la muerte no le ha robado más que unos años, unos años que en el firmamento sólo son segundos, instantes que apenas entrañan.
Daniel está seguro de que el miedo a la muerte, ese miedo irracional que le obligó a olvidarse de todo lo que fue importante, no ha logrado imponer su voluntad, no ha logrado anular a aquel joven, no ha logrado borrar la parte de su esencia más verdadera. Admite que ningún temor debe ser eterno, ningún recelo puede desarmar el pasado, ninguna cobardía merece apoderarse de su médula. Así ha querido demostrárselo el cometa, haciéndole correr hasta su encuentro, haciéndole recuperar las horas transcurridas entre los cálculos de aquel cuaderno que estudiaba el infinito.
Asley paseará su cola de meteoritos y rayos estelares por el trozo de cosmos que le ofrece su ventana, atravesará los cielos con su aspecto endiosado, y él estará en el lugar preciso, en el lugar de siempre, para comprobarlo desde la mirilla de su telescopio.
Daniel
SER UN HOMBRE
Haendel después de desayunar salió a su juego, crecía afanado en su mundo de fantasías, pero como todo niño de doce años, a veces se salía del cuidado familiar para hacer aquellas travesuras que asustan. Su padre aquel mediodía telefoneó a la casa para saber de él, pero la abuela apenas pudo responderle. Haendel, no había venido a almorzar. Varias llamadas siguieron y nada, a media tarde regresó y preocupado salió a buscarlo. Recorrió todo el barrio, hasta que finalmente lo encontró medio perdido fuera de los límites con otros chicos más liberales. Bajo regaños lo llevó a casa y castigado lo mandó a la cama con tan sólo un libro.
- ¿Por qué me castigas? ¿Ya no soy un niño? - reclamó el chico.
- ¡Sí, todavía eres un niño! ¡Mí niño! Por lo tanto te riges por las reglas de la casa. Bien sabes que tienes que venir al mediodía, asearte, almorzar y descansar para poder volver a jugar en la tarde. Tu abuela está mayor y no puede correr detrás de ti todo el día. Si no eres capaz de cumplir con eso, pasarás las vacaciones encerrado en esta casa.
- ¡Ya soy un hombre! – gritó en voz baja.
- ¿Qué dijiste? ¿Qué ya eres un hombre? - enfadado discrepó el padre.
- ¡Sí! – replicó el pequeño.
- ¡Bien! Hoy te probarás como hombre, y mejor no digas una palabra más...
La familia comió a la mesa como de costumbre pero sin muchos comentarios.
- Toma bastante agua y vístete de campo que vamos a salir – le dijo el padre.
Ambos se despidieron del resto y salieron en sus bicicletas hacía las afuera de la ciudad, pedalearon sin detenerse hasta el borde de un hermoso y apartado valle. La tarde cedía su cortina a una noche pobre de estrellas. Desmontaron sus bicicletas y el padre muy serio le habló.
- Como ya quieres ser un hombre, me lo debes probar como lo hacían los jóvenes tribus antiguas. Vez esa gran piedra, siéntate sobre ella, te ataré esta venda a tu rostro tapando tus ojos y aquí pasarás toda la noche, sólo. No te podrás quitar la venda ni abandonar tu puesto, pase lo que pase. Solo te la quitarás al salir el sol, ahora me iré a casa, vendré por ti al amanecer. Buenas noches.
El chico, temeroso pero firme en su credo asumió su posición, mientras oía el silbido de su padre alejándose con las bicicletas. De pronto todo quedó en silencio, hasta que el canto de los insectos irrumpió la tranquilidad de la noche. Desde su pedestal, el chico se sobresaltaba apretando los ojos bajo la venda ante cada cambio de sonido. Por su mente volaban pensamientos fugaces de juegos y amigos, que le ayudaba a lidiar con la soledad. Una lechuza sobrevoló el lugar con su peculiar chillido e hizo temblar al pequeño. La frialdad de la tenue luna se descubría en el titiritar de sus dientes. Algunas horas pasaron sobre él, que entre miedos y sueño se tambaleaba en ocasiones. Un ruido raro, como de carrera por entre la maleza le hizo saltar en su letargo, empujándolo al suelo en busca de firmeza. Allí, quedó perplejo por unos segundos alineando los oídos con el movido entorno. Subió las manos a las vendas en más de una ocasión, pero las palabras de su padre retumbaban en su conciencia. Con valor volvió a acomodarse sobre la piedra, y otras horas pasaron. El viento aumentó despertando el olor a humedad de la tierra, detrás una fría lluvia comenzó a caer. La tormenta no se hizo esperar, y bajo las vendas los ojos bien abiertos descubrían los destellos de rayos, las manos sobre los oídos intentaban amortiguar el espeluznante ambiente.
El temporal arreció y los relámpagos caían cada vez más cerca, para el chico todo aquello era insoportable y en un ataque de pánico bajo un resplandor tronante se quitó la venda, descubriendo que allí en el suelo sentado frente a él, estaba su padre.
Yuri
LA CITA
Como cada 2 de noviembre al atardecer, Clara acudió al cementerio. Tenía una cita y su corazón rebosaba de expectación por ello ¿Cuántos años llevaba haciéndolo? Cincuenta y cuatro, si la memoria no le fallaba; a pesar de ello, aún la embargaban las mismas sensaciones que la primera vez. Braulio, su fiel chofer, había insistido en acompañarla hasta su destino, pero ella se negó. No era cuestión de ir con carabina.
Recorrió fatigosamente los estrechos caminos franqueados por hileras de lápidas, deleitándose con la belleza y los aromas de los numerosos y aún frescos ramos de flores. Sus piernas ya no le respondían como debieran y se tenía que ayudar con un bastón. Pero, ¿qué esperaba? Con casi ochenta años era afortunada de poder caminar aún con sus propios pies; y lo seguiría haciendo mientras le quedase un aliento de vida aunque tuviera que arrastrarse para llegar al lugar señalado.
Inspiró profundamente llenándose de la paz, de la dulce quietud que siempre experimentaba en aquel lugar y en ese señalado día cuando, olvidado el bullicio de la festividad anterior en la que el sagrado recinto se veía asaltado por hordas de familiares y amigos, las almas que allí descansaban volvían a su plácido recogimiento tan desconsideradamente alterado.
Sus pasos se encaminaron de forma automática hacia un lugar determinado en el que se hallaba el imponente panteón, cuya robusta puerta labrada con primorosos relieves estaba custodiada por dos estatuas de hermosos ángeles.
La empujó con expectación. ¿Habría acudido él a la cita ese año también? La respuesta se materializó ante sus ojos provocándole un suspiro de felicidad. Allí estaba, sentado sobre la lápida de piedra y sonriéndole con dulzura.
Clara se acercó rebosante de amor e intentó acariciarle el rostro, que aún mantenía el atractivo seductor de la juventud.
—¡Has acudido este año también, Miguel! —exclamó, nuevamente maravillada por el milagro que ese hecho suponía.
—Nunca faltaré a nuestra cita. Te lo prometí, ¿recuerdas?
Clara asintió con lágrimas en los ojos. Recordaba la promesa que él le hizo en su lecho de muerte.
—Estoy cansada, Miguel. Quisiera reunirme contigo.
—Aún no, amor mío. Disfruta por mí de nuestros descendientes. Y no temas, te esperaré hasta que llegue el momento de reposar juntos para siempre.
Clara sonrió y se dejó envolver por aquellos añorados brazos que, aunque incorpóreos, conservaban el poder de acelerarle los latidos del corazón.
Y sí, volvería año tras año a su cita mientras le llegase la hora de reunirse con su amado esposo allí donde él estuviese.
Laura lago
Como ha comentado el compañero Selín, 24 páginas después, tras cerca de 5000 visitas y cientos de relatos, damos por cerrado el plazo de recepción de trabajos (a falta de algún despiste todo está dicho). Hemos pasado de los 40 relatos de la primera edición a cerca de 400, el salto cualitativo y cuantitativo ha sido inmenos y ello nos llena de orgullo.
Comienza el periodo de deliberación del jurado, ¡mucha suerte a todos!.
Queda añadido el relato de Milagros, que aunque habia sido añadido a la base de datos del concurso, se nos habia pasado subirlo a la web.
!!La cifra final de trabajos sobrepasa los 360!! ¡Gracias a todos y mucha suerte!
EL ÚLTIMO CLAC
El café se enfriaba. Los churros ya lo estaban. Y los nervios se perdieron mucho antes de que todo lo anterior sucediera.
Las once, y sin noticias de Álvaro.
El repiqueteo de una manicura francesa sobre la mesa se hacía incansable, con una misma melodía: Clac, clac, clac, clac, clac. Todas las uñas, de la menor a la mayor, redoblaban ruidosamente.
Por fin alguien se disponía a catar las tostadas ya poco apetecibles. Por fin alguien se dignaba a probar un zumo, ahora caliente. Por fin se oía el golpeo descuidado de la cuchara contra la porcelana.
La abuela dormida otra vez, los niños molestando, el padre tirante, la madre desesperada.
Álvaro llegó cuando ya todos se habían cansado de esperarle, de nuevo, como la misma cantinela que repite una y otra vez.
Álvaro..., Álvaro ni se percataba de la situación.
Dejó el casco maltrecho sobre el sofá y alargó la mano cogiendo un arsenal de galletas reblandecidas. Al hacerlo, se fijó que las heridas de sus nudillos habían empezado a cicatrizar: ¡Cómo le había dejado la cara a ese idiota!. No pudo evitar que la media sonrisa le volviera a aparecer. Y se metió en la cama después de una larga noche en vela, bailando, ligando, viviendo... Después iría al médico, tenía que curarse un par de rasguños, o quizá algo más.
Clac, clac, clac, clac, clac, clac...
Matías había recuperado la máquina de escribir.
Clac, clac, clac, clac, clac, clac...
Adoraba el sonido de las teclas al asestar el papel; ese golpeo metálico, repetitivo y rítmico, que oyó a lo largo de toda su infancia, cuando su padre escribía cientos de páginas, una tras otra, sin descanso, plasmando cuentos, vivencias, amores, aventuras y deseos, que se le aparecían como por arte de magia. Su incontenible creatividad siempre le había asombrado.
La Remington no daba abasto, los folios volaban entre sus dedos, era casi imperceptible la breve pausa que se tomaba para buscar la tilde que acentuaba: Matías; porque cada uno de sus relatos iba dirigido a la misma persona, al niño de sus ojos, a su pequeño Matías.
Pero éste ya no era pequeño, ni tan siquiera un niño. Los cuarenta se le acercaban peligrosamente y él lo sabía. Por ese motivo, decidió desenfundar la desgastada máquina polvorienta, aquella misma Rem-ette que, sin letras en el teclado por el contacto continuo con las yemas, conservaba en el altillo de un armario. Y Matías sólo hacía que preguntarse por qué había desperdiciado tantos años de su vida con la medicina, si realmente su pasión era la literatura. Una literatura que le manaba por las venas.
El día no amaneció tal y como a Lucía le hubiera gustado.
Tenía una corazonada, un mal presentimiento. No podría haber asegurado cuál era el motivo, pero ella sentía que algo, sea lo que fuere, no marchaba como debía.
Sus pies desnudos rozaron el suelo, buscando unas zapatillas desaparecidas, que no llegó a encontrar.
Sus brazos delineados se estiraron, e incluso un bostezo débil salió de sus rosados labios. Sacudió la cabeza, desapelmazándose la melena enredada. Se frotó los ojos, y se puso en pie, decidida a empezar un fin de semana rutinario y monótono...
Se dirigió a la cocina, todavía descalza. Nadie se había levantado aún, incluso el sol parecía adormecido entre las nubes.
Puso el cazo a calentar, rebosando de leche. Metió pan en la tostadora. Preparó café. Extendió el mantel. Sacó unas tazas del armario, procurando evitar el agudo repiqueteo al chocar entre si, aunque sin mucho resultado.
-¿Qué haces despierta, Lucía? ¿Sabes qué hora es?
-Lo siento, papá. No podía dormir más. –Inspiró profundamente, ahogando así algunas palabras que quedarían para el fondo de su ser. –¿Y tú?
-Me voy a trabajar. Turno doble. Llegaré tarde. No me esperes para cenar, cariño.
Ignacio besó a su hija en la frente, pidiéndole disculpas con la mirada, que desde hacía mucho tiempo no era dulce, ni tierna, ni siquiera paternal. Cogió su tazón, se echó un par de cucharadas de azúcar y se dirigió a la ducha. Sin contemplaciones.
Se recostó en la barandilla del balcón, observando como se abrían las primeras persianas metálicas de los negocios del barrio: el quiosco, la panadería, el bar...y entre las bocinas y el ruido de la calle, estalló el sonido del teléfono.
¿Quién llamaba tan pronto? Nadie en su sano juicio, por supuesto.
-¿Dígame?
-¿Es usted la señorita Lucía Ortiz?
-Yo misma- Respondió intrigada y algo irritada.
-Verá, debo comunicarle que...
Lucía no podía creer lo que le estaban diciendo. Antes de que el doctor terminara, Lucía había colgado el teléfono.
Como alma que lleva el diablo, se vistió y dio un portazo.
Clac, clac, clac, clac, clac, clac...
Corriendo de camino al hospital, solamente oía sus propios tacones apuñalar los adoquines de la acera.
Clac. Clac. Clac. Clac. Clac. Clac. Clac. Clac.
Los segundos parecían no sucederse al ritmo correcto. Eran lentos, sedientos, aburridos.
Jorge estaba en la sala de espera del centro médico, con el labio sanguinolento y el ojo morado. Sentado en la silla de plástico, con los brazos cruzados sobre el pecho, veía pasar a unos y otros, doctores y enfermeras, pacientes y familiares, servicio de limpieza, cirujanos, especialistas, internos, asistentes, sanitarios...pero nadie que le cosiera la ceja y le permitiera irse a casa.
Y por fin llegó el halo de luz que le rebajó el intenso dolor.
Lucía, más bella que nunca, con las mejillas rosadas por culpa de la maratoniana carrera, aparecía sudorosa y con los nervios a flor de piel.
-¡Jorge, por Dios!, ¿Qué narices te ha pasado? –Exclamó preocupada, acariciándole el rostro.
-Nada.
-No me mientas, solamente te pido que no lo hagas. Los amigos estamos para apoyarnos, para contárnoslo todo.
Jorge bajó la mirada, incapaz de mantenerla a la misma altura que los ojos profundos de Lucía...Amigos...Era simplemente amistad para ella...
-Lucía, yo...
-¿Cuándo sucedió? ¿Dónde?, ¿Quién es el salvaje que te ha hecho esto?, ¿Le conoces, conoces al tipo?
Antes de que el joven pudiera contestar al bombardeo de preguntas, una voz intervino desde atrás.
-Parece ser que anoche no me expliqué con suficiente claridad, ¿verdad Jorge? ¿Qué debo hacer la próxima vez? ¿Alguna sugerencia? –Prorrumpió Álvaro amenazador, sin importarle la presencia de su novia.
-Álvaro... ¿Qué haces aquí?¿Has sido tú?
-Se lo advertí, Lucía, se lo advertí. O el imbécil éste se aparta de ti, o lo aparto yo. Encima que le di la oportunidad de escoger...qué desconsiderado. Mira, mira qué tengo por tu culpa -Extendió el brazo, mostrándole la mano herida. –Seguramente me he roto el dedo. ¿Has visto lo que has conseguido?
-No me lo puedo creer, no me puedo creer que seas tú el verdugo. ¿Pero qué te pasó por la cabeza? ¿Estás loco? Jorge es mi mejor amigo, y le quiero como tal.
-Sí, puede. Él también te quiere, te quiere demasiado. ¿Me equivoco?
-No. Todo lo que ha contado Álvaro es cierto. Hace mucho tiempo que quería sincerarme contigo, y lamento que lo hayas sabido de esta manera tan brusca, pero es cierto, es cierto. Lucía, te quiero.
Lucía se empezó a marear. Se sentía humillada y ofendida. Su mejor amigo y su novio estaban en el hospital por un altercado machista y violento.
Clac, clac, clac, clac, clac, clac, clac.
En ese momento, una camilla de acero rodaba sobre las baldosas a toda velocidad, sucumbiendo a las concavidades entre pieza y pieza, con un redoble repetitivamente metálico y ensordecedor. Guiada por Matías, una joven con parada cardiaca luchaba entre la vida y la muerte. Guapa y esbelta, perecía débil sobre la sábana, con la utopía de reanimar sus fuerzas y salir adelante.
Los tres se miraron, sin poder pronunciar sílaba, comprendiendo que la estúpida discusión estaba ahora más que nunca fuera de lugar.
Todo a su alrededor pareció cesar. Sobre el frío silencio solamente se oía el latir íntimo y agitado de sus corazones:
Clac, clac. Clac, clac. Clac, clac.
Milagros
Cita de: Parlamento en Junio 29, 2010, 16:00:03 PM
DOS LÍNEAS PARALELAS SE TOCAN LEJOS
Las olas incesantes lo arrancaron de su inconsciencia. Entreabrió los ojos y descubrió que la noche envolvía sin clemencia a la costa, testigo furtivo de la tempestad silenciosa. Confundido y con gran esfuerzo, se puso en pie, sosteniéndose con dificultad sobre sus piernas que temblaban con arrítmica fuerza. Sentía la arena mojada asentada en su cara, y en la boca, el sabor amargo del agua salada. Quiso recordar, pero fue en vano: su pasado era borroso e inconciliable. Estaba desorientado y le fue difícil mantener el equilibrio al coordinar su cuerpo, pero se decidió a caminar por ese sendero de arena que se anunciaba incierto a orillas del mar. Era una noche sin cielo: las estrellas brillaban sin censura y la luna alumbraba con una intensidad imperturbable; a sus espaldas se proyectaba una sombra que copiaba con lealtad sus movimientos. Su desconcierto no le permitía advertir que su ropa húmeda le pesaba, ni que llevaba un puñal en la mano, y hurgaba vagamente en su memoria la sucesión de recuerdos que explicara su situación. Se sentía observado. A su derecha, bailaban imponentes las olas impecables de azul marino, que se elevaban hasta donde vuelan las aves, y descendían con furia y soberbia hacia la arena. A su izquierda, se encontraba la vegetación ignota, la selva verde, la flora expectante. Su ansiedad se intensificaba con los ruidos de la noche, provenientes del mar inquieto y del follaje clandestino. Gotas de sudor emanaban vacilantes de sus poros, su mirada nerviosa tropezaba con imágenes del pasado y de a ratos corría y se detenía para mirar atrás, pero sólo alcanzaba a ver la playa solitaria manchada de un camino de huellas y su sombra, enervante y simétrica a su posición. Se tranquilizaba pensando en que pronto amanecería y que entonces todo sería más claro, pero el tiempo transcurría, y la oscuridad se dejaba aglutinar por la luz de la luna que se arrellanaba en la noche eterna. Su cuerpo, efigie de la paranoia, resentía el cansancio que le implicaba desplazarse en esas condiciones, pero en su momento le pareció descabellado y absurdo descansar en medio de lo incierto; mejor hubiera sido renunciar.
Nunca divisó indicio alguno de civilización en donde pudiera pedir auxilio, y si siguió avanzando, fue por puro instinto, pues el hambre y el delirio comenzaron a carcomerle la conciencia. Y se sintió débil e indefenso cuando al voltear hacia atrás, su sombra, con puñal en mano, levantaba hipnotizador el brazo oscuro y lo blandía con elegancia, nefasto e impío, ante el grito de horror ahogado en la arena, mojado de espuma y sangre.
Jerónimo Cienfuegos
Hola a todos. ¿Ha salido ya el fallo? Es que no lo encuentro por ningún lado y me gustaría saber cómo ha quedado el tema. Un saludo a todos y reafirmar mi admiración por la cantidad de cosas que se hacen en Montefrío.
Hola J.E. El falló aún no ha salido, esperamos tenerlo en nuestro poder esta misma semana, acto seguido será publicado en el hilo del certamen.
Un cordial saludo
A finales de esta semana tendrá lugar el veredicto final del II certamen literario fórum montefrío. Agradecer desde aquí a los miembros del jurado su dedicación, hablamos de cerca de 400 relatos, a lo que hay que sumar las fechas en las que nos encontramos.. Por todo ello ¡GRACIAS!
:clapping: :clapping:
Gracias por la respuesta, temí que hubiera salido el veredicto sin haberme enterado (he estado casi aislado un mes). Pues nada, a esperar. Un abrazo a todos vosotros. :dirol:
Cita de: Parlamento en Agosto 02, 2010, 14:34:22 PM
A finales de esta semana tendrá lugar el veredicto final del II certamen literario fórum montefrío. Agradecer desde aquí a los miembros del jurado su dedicación, hablamos de cerca de 400 relatos, a lo que hay que sumar las fechas en las que nos encontramos.. Por todo ello ¡GRACIAS!
:clapping: :clapping:
Hola J.E.,
Suerte con tu participación. Esta vez no competiremos, ya que no concurso.
Hasta luego,
Selin
Gracias, lo que pasa es que con 400 relatos...¡Uf! lo tengo complicado. :unknw:
Ay, estoy super ansiosa.... hay novedades del fallo? Un abrazo
FALLO DEL JURADO II CONCURSO DE RELATOS "FÓRUM MONTEFRÍO"
(http://a.imageshack.us/img843/8956/fallojurado.jpg)
En Montefrío a 21 horas del día 6 de agosto de 2010, el jurado del certamen compuesto por Dº Rafael Sánchez Gómez, Dº Francisco Ortuño Morales, Don Salvador Ruiz Caballero, Don Jose Antonio Oballe, Don Javier Camúñez Diez y Don Rafael García Ávila, tras un arduo proceso de deliberación, emiten el siguiente fallo:
1º Lunares (Andy Schiele)
2º La violinista (Rosamar)
3º Odio los Lunes (Paki)
Suplentes
1º Escapada (Caparazón)
2º Hijos del Odio (Comala)
Nuestra más sincera enhorabuena a los premiados, y un aliento de esperanza para el resto, no dejeis nunca de escribir.
Un cordial saludo
Desde la Asociacion Cultural Forummontefrio, nuestro más sincero y profundo agradecimiento a los miembros del jurado, ya que en 15 días se han tenido que leer cerca de 400 relatos y deliberar. Puedo decir, ya que estuve presente, que el fallo fué muy complicado debido a la calidad de todos los relatos. Una vez más las GRACIAS, a todos los componentes del jurado.
Animo a todos , y para el año que viene, en vez de 400, 4000.
SaludoSS
Muchísimas gracias a todos los que habéis hecho posible la celebración de este certamen. Para mí ha sido una experiencia inolvidable, y me siento profundamente halagado. El mero hecho de que mi relato haya obtenido algún tipo de mención es ya suficiente premio para mí. Enhorabuena a todos mis compañeros, premiados o no, por haber demostrado su talento. Y espero que todos estos certámenes nos hagan recordar que la literatura pertenece a todo aquel que la siente. Es nuestro deber seguir llevándola a tantos lectores como sea posible, porque nunca sabemos hasta qué punto podemos tocar el alma de uno de ellos.
Muchas gracias. Estaré el viernes en la gala.
Besos!
Mi enhorabuena a todos los premiados.
Creo que ha sido un excelente concurso tanto por la cantidad de trabajos que se han presentado como, sinceramente, por la calidad de los mismos.
Como miembro del jurado agradezco sus palabras a Santaella y pido disculpas a los participantes que puedan considerar injusto nuestro fallo. Es bien cierto que hay una gran cantidad de relatos que podrían ser, igualmente, dignísimos ganadores del concurso. Enhorabuena también a ellos.
Un saludo.
Mi más sincera (y algo celosona :blush:) enhorabuena a los premiados y mencionados. Y extiendo mi felicitación a la organización del evento que cada vez va a más. :dirol:
Cita de: Parlamento en Agosto 09, 2010, 09:35:35 AM
FALLO DEL JURADO II CONCURSO DE RELATOS "FÓRUM MONTEFRÍO"
(http://a.imageshack.us/img843/8956/fallojurado.jpg)
En Montefrío a 21 horas del día 6 de agosto de 2010, el jurado del certamen compuesto por Dº Rafael Sánchez Gómez, Dº Francisco Ortuño Morales, Don Salvador Ruiz Caballero, Don Jose Antonio Oballe, Don Javier Camúñez Diez y Don Rafael García Ávila, tras un arduo proceso de deliberación, emiten el siguiente fallo:
1º Lunares (Andy Schiele)
2º La violinista (Rosamar)
3º Odio los Lunes (Paki)
Suplentes
1º Escapada (Caparazón)
2º Hijos del Odio (Comala)
Nuestra más sincera enhorabuena a los premiados, y un aliento de esperanza para el resto, no dejeis nunca de escribir.
Un cordial saludo