Autor Tema: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío  (Leído 94300 veces)

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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #30 en: Abril 20, 2011, 13:09:16 pm »
 
                                                     

      EL AZADÓN
   

   “Pablo...mijo, mejor sería que no vaya por allá, mire que hoy no amanecieron tres. Tómese esta aguapanela…hace frío y por esos cafetales no para de llover. Ya vió lo que le pasó a Nicanor, que por andar de terco, lo dejaron en la fonda sin carriel y machete…y eso que le fue bien. Uno no debe de meterse en esas cosas de política…nosotros acá, en medio de cultivos y criando cerdos, nos va mejor… tranquilos, desayunando con café negro  y plátano maduro…a ver, acomódese la correa y no olvide  devolverle  - cuando escampe -, a Maro Díaz, el azadón que nos prestó para cavar las zanjas… a propósito, Dévora su mujer, no volvió a pilar maíz…ni Dominga ha traído el realizo del tabaco...mijo pa’ donde va?” – Dijo Sofía su madre.
   El joven salió dispuesto a cumplir la cita.  En el pueblo ya le esperaban.
   “Aunque de corta edad, es de palabra” – dijo uno de los tres hombres que estaban a las puertas del café Volga. Debajo de la ruana saco el revólver, se lo entregó al joven y agregó:             
   “hoy es tu bautizo, ciérrale los ojos”.
El aspirante a Pájaro*, se dispuso a cumplir la orden:
   “Es Caruso” – dijo el hombre que portaba un fonógrafo.
    Los citadinos, incluido el joven se quedaron perplejos ante el artilugio. No faltó quien dijera que era venido del  infierno. A oídos del cura llego tal demostración. Con agua bendita,  se presentó  para que no cayera sobre el pueblo, maldición alguna.  La mano sobre el hombro y una voz que le dijo: - “no tardes”, le recordó el encargo.
    Cruzó la calle, en la esquina sin farol encontró al perro del faquir ladrando a la sombra del afilador.  Un cuarto hombre lo esperaba:
   “Es el que acaba de salir de la cantina de Tista” – le dijo el hombre y agregó: “espera a que llegue al parque de la Ermita y cuando este cerca de la casa de Miro Mora, se la cobras”-.
     El joven aceleró el pasó. A la altura del sitio indicado, se alistó a sacar el arma. El destinado a morir giró y  le dijo:
   “Quédate con el azadón”-, y disparó.
                                           
ALBERTO FABRAL
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #31 en: Abril 20, 2011, 19:22:47 pm »

Detectives, pistolas, acordeones y sobres de azúcar

Si uno baja a la zona más baja del barrio más bajo de Los Ángeles de la década de los cuarenta, es decir, el puerto, podrá determinar tras unos cálculos la zona más baja de la ciudad, unos diez metros cuadrados, donde ya hace años se construyó un edificio, ahora ya abandonado. Allí, en el sótano de ese edificio, se encuentra el pub de Fred.
Tras leer este parágrafo uno ya puede hacerse a la idea de cuánto está ese pub cerca del infierno: el aire se sazona con vapores de whisky espeso, humo de tabaco y marihuana y gas metano condensado: las cucarachas surcan los tablones del suelo y las paredes segregan un extraño sudor pegajoso del que mana un calor capaz de aplastar cráneos: dónde los clientes (camellos, proxenetas, asesinos, acordeonistas y demás despojos del sistema) se preguntan que vorágine de actos ideas y pensamientos les ha llevado a tal lamentable situación. Allí ahogan sus penas en cerveza y demás alcoholes baratos, servidos por la proterva figura de Fred, el barman, que tras la barra se divierte y juega al póker con demás secuaces.
Por eso yo prefiero visitar el Club de Té de Miss Purple, una alegre ancianita inglesa que fundó el club allá por el treinta y cinco. Me senté junto a un grupo de ricas abuelas, adictas al té y las tartas de arándanos, jugadoras profesionales de bridge.
-Bienvenido, detective- me saludó una de ellas alzando su taza de té de pura porcelana china (entonces lo chino era de buena calidad)-. ¿Investigando?
-Tomando un descanso- mentí-. Dudo que aquí encuentre la tonelada de heroína que busco- sonreí, con ojos de agua y jazmines en el pelo. Las abuelas rieron conmigo. Alguna se tomó el comentario con algo más de seriedad. Al fin y al cabo, la heroína es la heroína, aunque no se pueda encontrar en el Club de Té, existe:
-¡Heroína! ¿Adónde irá a parar la juventud? Cosas como estas me sofocan y me angustian: ¿Adonde irnos a parar?
El tema de juventud y drogas prosiguió indiscutible su curso, y se derramó y derivó en otros sub-temas, como las nuevas ideologías que ahora florecían en, de nuevo, la juventud: el feminismo, el ecologismo… Ponderamos que el jazz, que andaba entonces por sus albores, tenía la culpa de todo aquello.
-Imagínese, esconder cien kilos de heroína: ¡Qué suerte que mi hijo abandonó ya todo aquello y enderezó su vida!
-¿Por qué dice eso?-indagué con esa estúpida pregunta, fingiendo que daba por hecho que tener un hijo heroinómano es el sueño de toda madre. La abuela quedó algo aturdida, y yo sonreí con labios de cuero y hierro: cuando haces ver que no entiendes algo obvio te han de volver a explicar la situación para que la entiendas, añadiendo detalles que antes no explicaban, para facilitar su compresión. De esta manera, pueden soltar datos nuevos, y más interesantes.
-¡Porqué no tendría sitio donde esconderlos! ¡Tienes todo su cuarto lleno de sobrecitos de azúcar! ¡Cientos! ¡Miles! De sobrecitos de azúcar del tamaño de un meñique.
Bingo.
-Me tengo que ir- anuncié levantándome de un salto, satisfecho, desgarrando el elegante ambiente creado.
-¿Ya está? ¿Ya se va?-preguntó la señora con la que había estado conversando.
-Sí, ha sido un descanso muy… útil. Dele recuerdos a su hijo. Fred, ¿verdad?  ¿Todavía tiene aquel bar tan cuco en el puerto?

La tía Paquita
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #32 en: Abril 24, 2011, 21:16:52 pm »

PARÍS MONUMENTAL

La primera vez que estuve en París fue de paso. Mi tren llegaba a la estación de Montparnasse y yo debía trasladarme a la de Austerlitz para continuar viaje a Estrasburgo. Las opciones para la conexión eran dos: o ratonear por el Metro tirando de mi mochila o irme en taxi, pagando un buen dinero, claro, pero disfrutando de la ciudad, aunque fuese de modo tan efímero. Me decidí por esto último, de manera que cuando el tren se detuvo bajo la enorme marquesina, salté al andén y corrí a la parada. «A la estación de Austerlitz -fue la frase que preparé-, pero lléveme por los monumentos.» Y al tiempo que arrancaba, el taxista me dirigió un gruñido que me sorprendió por su agudeza. No se condecía con la aparatosidad de aquel corpachón que se desbordaba más allá del asiento y por la ventanilla. Sus manos, muy hábiles en el cambio de marchas y en los giros -el volante iba cubierto con una funda de plástico marrón con taquitos-, eran globosas pero de dedos ahusados y uñas finas. Los brazos, aunque de su forma grácil, eran más gordos que mis piernas e iban embutidos en una camiseta de color negro con símbolos incomprensibles, quizás de grupos heavies o de sectas satánicas. Recuerdo que temblaban un poco con cada bache y que los recubría un vello muy fino y lacio. «Parece como si se los peinara», me dije. Y entonces sospeché que se trataba de una mujer. Le miré la oreja. Sí, la tenía pequeña y bien dibujada, sin pelos. También las cejas eran del todo femeninas; y la boca, a pesar del bozo gris que le cubría el labio superior. El resto de su anatomía adquirió sentido de pronto. Comprendí la forma exuberante de sus caderas y la presencia vívida de lo que en un primer vistazo consideré los pectorales puntiagudos y fofos de un hombre obeso. También comprendí por qué giraba la cabeza tan suavemente cuando debía mirar por el retrovisor y cómo es que accionaba los pedales con las piernas tan juntas. Lo que no comprendí, o no quise comprender tan rápido, es que detuviera el coche en seco, señalara a un lado y me dijese mirándome con ojitos de cerda: «Gare d’Austerlitz, monsieur.»

Arístides Carmichael
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #33 en: Abril 24, 2011, 21:30:23 pm »

LA JUGADA DECISIVA 
   
               
El portero del equipo visitante, tras chocar aparatosamente contra un compañero a la salida de un córner, cayó dolorido al césped, soltando el balón que atenazaba contra el pecho. El esférico rodó mansamente hasta los pies del delantero centro, el máximo goleador de la historia del conjunto local, quien se encontraba en el área pequeña, a dos metros de la portería desguarnecida.
Faltaba un minuto para la conclusión del partido, el último del Campeonato Nacional de Liga de Primera División, y el marcador registraba un empate a cero.
El CF Capital, que acababa de conmemorar esa misma semana su centenario, necesitaba imperiosamente la victoria para mantenerse en la máxima categoría, y, cuando todo parecía perdido, el infortunado lance del guardameta adversario le había puesto en bandeja el triunfo, y, con él, la permanencia en Primera División, en la cual el equipo de fútbol capitalino había militado ininterrumpidamente desde su fundación en la noche de los tiempos. En el deporte,  el infortunio de uno casi siempre lleva aparejado la fortuna de otro.
Casi siempre; excepcionalmente, no.
Las decenas de miles de hinchas que abarrotaban las gradas del remozado estadio de El Deporte Rey, todos a una, se pusieron en pie para exteriorizar su júbilo por la anhelada victoria, incluidas las personalidades que ocupaban el palco de honor, entre ellas, la despampanante novia del delantero centro, la hija del presidente del CF Capital, una de las modelos más famosas y admiradas del país. Sin embargo, entre el estupor de los presentes, el goleador, tras un fulgurante debate consigo mismo cuyo desenlace acarrearía trascendentales consecuencias para su futuro, el deportivo y el personal, optó por agacharse y coger el balón con las manos para que el árbitro detuviese el juego. Marcar un gol a puerta vacía, aprovechándose de la lesión del guardameta oponente, le parecía una abominable acción antideportiva que vulneraba el código de valores por el que se había regido su conducta durante toda su vida, dentro del campo de fútbol y fuera de él. Si hubiera empujado la pelota al fondo de la red, jamás se lo habría perdonado. ¿Cómo se perdona uno a sí mismo un acto cuyos efectos, irreversibles, nunca pueden ser reparados? El gol legal que se ha conseguido, aunque sea de manera innoble, sube al marcador para siempre, sobre todo el que se mete uno en la portería de su ética particular.
A los ochenta segundos de reanudarse el juego, entre los abucheos y silbidos ensordecedores del público, el árbitro pitó el final del encuentro. El Club de Fútbol Capital había perdido la categoría por primera vez en su centenaria historia.
Después de recibir la felicitación emocionada del entrenador y de varios futbolistas del equipo visitante, el delantero centro, de camino a los vestuarios, entre el desdén y los insultos de algunos de sus compañeros y la bronca generalizada de los aficionados locales, estuvo a punto de ser linchado por la horda de iracundos forofos que había invadido el césped, varios cientos. Menos mal que los guardias de seguridad del estadio actuaron con prontitud y contundencia.
   Después de que su novia le comunicase en una escueta nota que no quería verlo nunca más, el futbolista, un ejemplo de ‘fair play’ para la prensa nacional e internacional y un miserable traidor para los medios de comunicación de Capital, ante el peligro que corría su integridad física en la ciudad (incluso recibió amenazas de muerte), a los siete días de la memorable jugada, solicitó al club que le concediese la carta de libertad. El presidente y los quince miembros de la junta directiva, reunidos expresamente para tratar el caso, se la concedieron tras una meteórica deliberación de poco más de un minuto. De buena gana le hubieran expulsado del equipo al término del infausto partido, pero, descartada la posibilidad de cobrar un traspaso (el delantero había cumplido ya los treinta y dos años), la baja unilateral les habría obligado a abonar al jugador la ficha íntegra, y no estaba la entidad centenaria en condiciones de hacer tales dispendios, sobre todo, después de consumarse el descenso a Segunda División.
   Horas más tarde, a medianoche, el veterano futbolista, admirable para unos, imbécil y traidor para otros, acompañado por dos policías vestidos de paisano, uno de mediana edad y otro treintañero, salió de incógnito de Capital en un vehículo camuflado. 
A los cuatro kilómetros, rebasada la demarcación territorial del municipio, los agentes detuvieron el coche en un descampado y conminaron al futbolista a que se apeara. 
   -¿Aquí, a estas horas? –preguntó el delantero centro, sumido en la perplejidad.
   -Aquí –respondió tajante el policía veterano-. Son las órdenes que hemos recibido. Esta noche tenemos servicio de patrulla, y debemos regresar de inmediato. Desde que hemos descendido a Segunda División, los ánimos están muy caldeados en Capital. A algunos les da por salir de madrugada a la calle a romper farolas y escaparates, tal es la frustración que les embarga. ¿A qué esperas?
   -¿Y qué hago en este paraje, en medio de la nada?
-Tú sabrás –dijo el treintañero-. Si llevas un balón en las maletas, puedes aprovechar la coyuntura para afinar la puntería.  Así, la próxima vez, quizá no falles ocasiones tan clamorosas como las del domingo pasado. Unas horas de entrenamiento extra le vendrán de maravilla a tu moribunda carrera profesional. Toma, quédate con esta linterna para que al menos distingas la portería imaginaria.
-Además, seguro que, a lo largo de la noche, pasa algún automovilista de buen corazón que, al verte pelotear, se apiada de tu estado y te recoge –agregó, entre risotadas, el otro policía-. Te recomiendo que, dado ese caso, no se te ocurra revelar tu identidad, porque, de hacerlo, el andoba saldrá zumbando y te dejará tirado en la cuneta. A nadie le gusta llevar en su coche a un jugador que ha traicionado a su propia gente. Que te sea leve, tronco.
   En cuanto se marcharon los dos policías, el futbolista, acarreando dos pesadas maletas, empezó a caminar por el arcén de la carretera. Sólo cuando hubo recorrido un centenar de metros, se percató del extraño fenómeno meteorológico que estaba aconteciendo ante sus ojos. Parecía haber amanecido en medio de la noche, o quizá alguien proyectaba la luz de un foco justo delante de él para guiar sus pasos. ¿Alguien? ¿Quién? Giró la cabeza, y tuvo que abrir y cerrar los ojos varias veces para convencerse de que era real lo que estaba viendo: un rayo de sol, desde la línea del horizonte, dirigía una franja de luz hacia él, como si pretendiera iluminar su camino. El jugador, intrigado, siguió la trayectoria que le marcaba la luz, la cual, a los cincuenta metros, tras tomar una curva cerrada, se desvió por un sendero que desembocaba en una casa en cuya puerta de roble, bajo un aldabón, colgaba un rótulo con la siguiente leyenda: “La Posada de los Mundos”. El delantero centro dejó caer el aldabón sobre la madera, y, al instante, una voz cálida le respondió desde el interior:
   -Pase, buen hombre.

Ana Flores
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #34 en: Abril 26, 2011, 11:37:09 am »

OCASO

A ver... ¿qué tenemos por aquí? Bien, Rosa Cifuentes Díaz. Sobrevivió a la postguerra más cruenta y al hambre más voraz. Sí, la recuerdo. La conocí entonces y, más tarde, volví a encontrármela casada y amoratada, gracias al amor de su marido. Le seguí los pasos llegados los tres hijos, todos bien educados y egoístas. Hace cinco años, invité a su marido a dar un paseo; a mí no me gritó, bajó la cabeza humillado y me siguió. Llegó la hora, Rosa. Peina tus canas y toma mi mano. En esta eternidad, vivirás la vida que no has conocido.

Silkey
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #35 en: Abril 26, 2011, 12:04:32 pm »

CICLISMO

Hola. Me llamo Francisco Montero y tengo 15 años. Me gusta mucho montar en bicicleta y mi padre, Diego Pablo Montero, me ha comprado hace poco una bicicleta de montaña con amortiguación trasera y delantera que le ha costado 580 euros. Estoy muy contento. Mi padre también está muy contento. Dice que al principio hacíamos etapas cortas para que no me cansara, pero que ya soy mayor y con la bici nueva podemos hacer etapas más largas, que ya no soy un niño. Esto me pone aún más contento.
Me encanta ir en bicicleta con mi padre porque me explica cosas del camino y porque si pincho o se me estropea la bici él me la arregla mientras yo me siento en el suelo. Lleva en una bolsita debajo de su sillín todo el material necesario para estas reparaciones.  Normalmente la arregla rápido, pero a veces tarda más y se pone a sudar y se enfada. Una vez le escuché decir ¡**** bici! y  le  dio una patada muy fuerte. Yo miré para otro lado para disimular porque sé que luego se arrepiente y a los pocos minutos me dice:
-   ¡Qué bien vamos en la bici, eh!
Siempre he disfrutado mucho de estos paseos en bici, que ya eran según  mi padre auténticas etapas ciclistas. Nunca noté nada raro. Además, mi madre también parecía disfrutar y nos despedía muy contenta los domingos por la mañana. Pensándolo ahora a toro pasado, o a posteriori, no sé cómo no me pude dar cuenta antes. Porque además yo soy alguien que se fija mucho en esas cosas.
En estas rutas ciclistas a veces en una parada mi padre sacaba unas peras y nos las comíamos. En principio podría parecer que no pega mucho comer peras a mitad de una etapa ciclista, pero sientan muy bien y eso que a mí las peras no me gustan mucho fuera del ámbito ciclístico. Cuando la etapa está siendo especialmente bonita y hace un día bueno ( ni mucho frío ni mucho calor) para pedalear, a mi padre se le escapa un gritito de emoción ( Uoohhhh!) cuando baja alguna pequeña pendiente y yo procuro solidarizarme y también grito. La verdad es que lo pasamos muy bien.
Tan bien lo pasamos que siempre se lo ando comentando a mis compañeros de clase Moisés Carvajal y Diego Navas, que son mis mejores amigos. Yo creo que a ellos les  da envidia porque sus padres están gordos y aunque llevan chándal habitualmente no tienen aspecto de montar en bicicleta y mucho menos de acometer las cuestas hacia abajo con joviales gritos de ánimo. Entonces, mis mejores amigos Moisés Carvajal y Diego Navas me preguntaron un día si podían venirse con mi padre y conmigo de ciclismo y yo les dije que no sabía, que se lo preguntaría a mi padre. Cuando se lo pregunté a mi padre, Diego Pablo Montero, primero puso una cara rara pero después le pareció bien. Eso sí, me advirtió que les dijera que sus bicis debían ser de las buenas, porque los caminos por los que vamos son muy complicados. Mis amigos me comentaron que sus bicis son buenas, que las compraron en Carrefour. Yo desconfié en silencio porque había escuchado a mi padre alguna vez que las bicicletas de los centros comerciales de poco más de cien euros no valen para nada, pero no dije nada, porque tenía buena voluntad y porque a los amigos hay que perdonarles las pequeñas imperfecciones.
El primer domingo que salimos juntos hicimos una etapa bonita pero poco exigente desde el punto de vista físico, porque mi padre no quería machacarlos con una de nuestras etapas más duras. Ese primer día no hubo ningún problema y todo fue muy bien. Mi padre tiene un móvil muy bueno que lleva GPS y vamos registrando las etapas que hacemos. El registro del GPS luego lo exportamos a Google Earth, que te saca el recorrido y el perfil de la etapa, como en la prensa deportiva con las etapas del Tour. Cuando les mandé por correo electrónico el archivo de la etapa que hicimos, Moisés Carvajal y Diego Navas fliparon.
No fue hasta el segundo domingo que me di cuenta de que algo raro pasaba. Moisés y Diego son muy buenos amigos pero a veces se ponen un poco tontos. A mí a veces también me entra el pavo con ellos, sobre todo cuando estamos en clase. En clase nos entra la risa floja con cualquier tontería. No sé qué tiene estar en clase que te da por reírte de cosas que luego fuera de clase no te parecen tan graciosas. Cuando no sé de qué se ríen Moisés y Diego me da rabia porque me creo que se ríen de mí, concretamente de una verruguilla que tengo en la nariz. El dermatólogo me ha dicho que aún no me la puede quitar, que hay que esperar a que crezca y entonces la elimina aplicando nitrógeno líquido con una especie de sifón tela de chulo que vi en su consulta.
Ocurrió en una cuesta arriba que estábamos subiendo. Mi padre iba el primero poniendo su cara de no hacer esfuerzo, yo iba detrás de él y Moisés y Diego se habían quedado rezagados. Yo miré para atrás y vi cómo Moisés y Diego se partían de la risa. Uno no puede reírse y hacer ejercicio físico a la vez. Comprobadlo. El esfuerzo provoca todavía más risa, casi como si uno estuviera en clase. Recuerdo que a Diego se le saltaban las lágrimas. Se hacían unos gestos con las  manos que yo no en tendía.
Finalmente supe de qué se reían. Lo descubrí de repente. Insisto en que pensándolo ahora no sé cómo no caí antes. Se reían del look de mi padre, de su equipamiento deportivo. Y la verdad, no les faltaban motivos. Deberían haber mostrado más respeto hacia mi padre y hacia mí, pero viéndolo ya en frío casi comprendo que se rieran.
No todo el mundo sabe que los cullotes que llevan los ciclistas profesionales no son tipo calzonas sino que llevan unos tirantes que se colocan sobre los hombros. Naturalmente los ciclistas se tapan estos tirantes poniéndose el maillot por encima. Mi padre no hacía esto, sino que se ponía primero la camiseta y después los tirantes del cullote por encima, con la camiseta bien remetida por dentro de los cullotes. A todo esto añadía una riñonera de Pepsi-Cola atada a la cintura. Ahora sonrío cuando recuerdo las lágrimas como garbanzos que le salían por la risa a mi amigo Diego, pero en su momento no me hizo ninguna gracia.
Es mucho menos importante, pero hay que añadir que mi padre nunca usaba calcetines de deporte, sino azules o negros de vestir normales.
A mí el asunto me superaba un poco y no sabía cómo solucionarlo. Como siempre que ando preocupado con algo fui a comentárselo a mi madre, Antonia Martagón. En aquella época no había para mí droga más dulce para calmar el dolor que un no te preocupes pronunciado por mi madre. Creo que en la cara de mi madre, Antonia Martagón, comenzó a dibujarse una sonrisa mientras yo le contaba el problema, pero enseguida se percató de la gravedad del asunto.
No sé qué hizo mi madre para solucionarlo, pero al siguiente domingo, mi padre lucía un nuevo equipamiento perfectamente digno y adecuado, sin excesos. El exceso de equipamiento suele ser un error muy común entre los padres.
Mis amigos no volvieron a reírse y lo pasamos muy bien; yo notaba cómo escuchaban con admiración las explicaciones de mi padre y me ponía muy orgulloso. Cuando cuento esta historia a la gente suelen alabarme el tacto y la capacidad mediadora de mi madre para resolver un asunto tan complicado, y es verdad, pero a mí me gusta también destacar la buena condición de mi padre, que se repuso con dignidad y nunca dejó de tratar bien a mis amigos. Adiós .

Jaromil  Incandenza, Ocaña, Enero 2011
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #36 en: Abril 26, 2011, 21:50:00 pm »
Continua la difusión del concurso de relatos.  En esta ocasíon, ha sido indexado en la web letralia, afamada revista literaria de los escritores hispanoamericanos en Internet.

http://www.letralia.com/concursos/110630B.htm
« Última modificación: Abril 26, 2011, 21:51:49 pm por Parlamento »
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #37 en: Abril 27, 2011, 12:28:22 pm »

KITO

La tarde transcurría lánguidamente en ese sábado soleado de otoño. El sagrado silencio de la siesta era alterado por el bullicio proveniente de una de las casas que lindaban con el colegio de artes gráficas, allá en el barrio de la boca, sobre la calle Palos, a pasos del riachuelo. Tres niños de unos diez años jugaban a la pelota en el fondo de una de ellas, momentáneamente convertido en el estadio de algún equipo de primera división por obra y gracia de la imaginación. Cada uno de ellos había elegido el nombre de algún jugador de su preferencia. Se llamaban a sí mismos de esa forma; Rojitas, Roma, Marzolini. Ni que hablar de qué cuadro eran simpatizantes. Todos pertenecían a la misma escuela. Todos compartían esa pasión incontenible por el futbol y estaban fuertemente ligados por esa amistad pura que se vive durante la infancia, no contaminada todavía por los intereses y miserias de la adultez.
El juego había durado ya un rato largo. Uno de ellos se plantaba contra una de las medianeras, imaginando un arco entre la pared del galponcito y la pared que separaba el patio en dos mitades, perpendicular a la medianera. Los otros, uno defensor, el otro atacante, trataban por todos los medios de cumplir con dichas funciones. Luego de un rato los roles eran intercambiados para que todos tuvieran una parte proporcional de la diversión. A decir verdad, podían pasar horas jugando de esa forma, sólo interrumpiendo el juego para tomar una leche chocolatada o para jugar a los “cowboys”, otro de los juegos predilectos del grupo.
Las caras transpiradas mostraban algunos signos de agotamiento. Los movimientos ya eran un poco más torpes. Carlitos encaró a Roberto con determinación, empeñado en marcar el último gol antes de que el juego finalizara. Hizo un amague a la derecha y se fue a la izquierda, quedando perfilado para su pierna de palo. Víctor se agazapó esperando el remate. Carlitos le pegó con la izquierda medio obstaculizado por Roberto. El cansancio y su pierna inhábil hicieron que pateara más fuerte de lo normal, sin control. Las manos de Víctor no pudieron detener el disparo que impactó de lleno en su frente. La pelota salió impulsada hacia arriba, al mismo tiempo que Víctor aterrizaba sobre su trasero, lastimosamente.
Carlitos y Roberto no prestaron atención al malogrado arquero. Sus ojos miraban con espanto la parábola dibujada por la pelota. La ingrata comenzó su trayecto descendente acercándose peligrosamente a la medianera que los separaba de la casa de Doña Concepción. Los chicos contenían el aliento rogando que no cayera del otro lado. Los segundos transcurrían como en cámara lenta. Finalmente, el momento tan temido se hizo realidad. La pelota impactó en el borde de la medianera para elevarse nuevamente, pero ya del otro lado. Unos segundos después pudieron escuchar el sonido del balón rebotando en el patio lindero.
Víctor ya se había recuperado de su caída. Los tres se miraron con rostros apesadumbrados, preguntándose cuál sería el curso de acción a seguir. Ir a tocar el timbre de Doña Concepción podía ser suicida. La anciana ya les había pinchado varias pelotas con un ensañamiento rayano con la locura. Por otro lado, la madre de Carlitos había establecido claramente que no iría más a golpear puertas en rescate de pelotas desertoras, no señor. Eso dejaba un escaso margen de acción a los tres amigos. Al parecer, sólo había una alternativa posible, la más peligrosa, la más heroica: saltar la medianera en una expedición invasora. La gravedad de lo que había que hacer se dibujaba en sus caras infantiles.
Lo discutieron rápidamente. La misión recayó sobre Carlitos, candidato obligado por su condición de local y porque de todos ellos, era el que podía correr más rápido en caso de ser necesaria una huida precipitada. Pero había un elemento a considerar que teñía la empresa de un ominoso manto de terror. No era sólo una expedición invasora. Había que enfrentar a la bestia que defendía el territorio invadido, la oscura presencia que de sólo mencionar su nombre, sus corazones se detenían: Kito.
Kito era un enorme perro de raza indefinida, de color negro azabache y pelaje largo y lustroso. Tenía el hocico puntiagudo, con una hilera de filosos dientes blancos que asomaban amenazadores de su boca siempre entreabierta, con media lengua colgando. Las pocas veces que Carlitos había ido a la casa de Doña Concepción acompañando a su madre, había sido recibido por los inhóspitos gruñidos del hosco animal. Dormía siempre en el patio, en una casilla de madera. Sin duda era capaz de desalentar a cualquiera que hubiera siquiera considerado la posibilidad de ingresar a la casa por el patio. Ese era el formidable adversario al que había que enfrentar si querían recuperar su preciado balón.
Carlitos se introdujo en el galponcito. Salió al cabo de unos instantes portando una escalera de unos cinco escalones, lo suficiente para asomar la cabeza del otro lado. También servía para subirse a la medianera si se era lo suficientemente ágil. Apoyó la escalera sobre la pared. Subió los escalones lentamente, mientras los otros lo observaban con atención. Poco a poco el patio vecino aparecía ante sus ojos. Primero verificó si Doña Concepción estaba a la vista. Nada. La anciana de seguro dormía la siesta. A continuación había que ubicar la posición de la bestia. Enseguida divisó la casilla del animal. La enorme cabezota negra sobresalía por la puerta, apoyada sobre sus dos patas delanteras. El implacable guardián también despuntaba un sueñito. Por último verificó la ubicación de la pelota. Estaba en el medio del patio, a una buena distancia del cancerbero.
Carlitos comprendió que la situación no podía ser más favorable. Había que actuar de inmediato para no desperdiciar la ventaja momentánea. Bajó unos escalones y comunicó a sus amigos el estado de la situación. Los otros ya estaban desistiendo, conscientes de la peligrosidad de la misión, tratando de disuadirlo de continuar. Carlitos sabía que no podía dejar su preciado tesoro a merced de los dientes del enemigo. Le había costado un triunfo que su padre le comprara esa pelota. No podía resignarse sin luchar. Los otros entendieron, y asintieron meneando las cabezas, pero todavía presas del miedo que Kito les inspiraba.
Carlitos volvió a subir. Miró hacia abajo. Había unos buenos dos metros y medio hasta el suelo. Afortunadamente, un limonero se encontraba casi pegado a la pared, brindándole una escalera natural para su conveniencia. No había tiempo que perder ya que su madre notaría el extraño silencio que reinaba en el patio y sospecharía algo. Volvió la cabeza un momento e hizo un gesto a sus amigos, que lo miraban expectantes. Luego, con agilidad felina, puso un pie en el tope de la escalera, tomó impulso y se sentó en el borde de la medianera. Giró sobre su cola y comenzó a descender utilizando las ramas del limonero. En pocos movimientos sus pies tocaron el piso, a pocos metros de la pelota.
Midiendo sus pasos cuidadosamente comenzó el camino hacia el objetivo. Paso a paso iba recorriendo la distancia que lo separaba del mismo. Gruesas gotas de sudor poblaban su frente. En pocos instantes sus manos tomaron el balón. No había sido tan terrible después de todo. Ahora había que desandar lo andado. Casi saboreaba el triunfo cuando la puerta que daba al patio se abrió de golpe produciendo un estruendo espantoso. La esmirriada figura de Doña Concepción irrumpió en el patio. Traía una regadera en la mano que comenzó a llenar de agua. La pesada cabezota del perro se levantó al instante. Salió de su casilla y se dirigió hacia la anciana, moviendo la cola animadamente.
Carlitos era una estatua. No sabía qué hacer. Nadie había notado su presencia todavía, pero temía que lo harían en cuanto intentara algún movimiento. Sabía positivamente que no podía prolongar esa situación por más tiempo. En pocos segundos decidió la estrategia. Pegó un salto y envió la pelota por encima de la medianera hacia su casa. El movimiento llamó la atención de la anciana y de su perro.
-¡Quién anda ahí? –preguntó en un grito haciendo visera con la mano.
Carlitos miró en dirección a ella y su mirada se encontró con la de Kito. De repente la anciana gritó:- ¡Kito, a él!
El perro levantó las orejas preparándose para iniciar la cacería. Carlitos no esperó a que esto sucediera. De inmediato comenzó a correr en dirección al limonero. No había un segundo para titubeos. En breves instantes alcanzó la rama más baja y se trepó como pudo percibiendo el jadeo enloquecido del animal a sus espaldas. El cuerpo del niño se contrajo evitando así  un fiero tarascón. Trepó otro tanto tratando de alcanzar el borde de la medianera. Los ladridos del perro más abajo eran escalofriantes. Al final quedó sentado a horcajadas de la pared, observando a su enemigo que lo miraba con ojos inyectados en sangre, ladrando y mostrándole los dientes con impotencia.
Doña Concepción venía tan rápido como le daban las piernas. Carlitos comprendió que debía desaparecer de la escena. Giró el cuerpo y casi se tiró del otro lado cayendo en brazos de Víctor y Roberto que estaban aterrorizados debido a los ladridos del perro y los gritos de la vecina. Sus amigos lo sostenían tratando de verificar si estaba en una pieza. Carlitos se observó evaluando los daños. Tenía las manos lastimadas, las rodillas peladas y un raspón tremendo en la nalga derecha, que comenzaba a sangrar lentamente. También tenía rasgada la camisa. Sentía el cuerpo maltrecho y el corazón todavía le latía agitadamente debido al susto que se había llevado.
Los ojos de Carlitos se posaron primero en la pelota, que reposaba mansamente a unos pasos de ellos, y después en sus dos amigos que lo miraban azorados. Todavía se escuchaba el batifondo del otro lado. Ellos comenzaron a reírse locamente, liberando la tensión acumulada. Las risas de un lado competían con los gritos y ladridos del otro. Finalmente ambos sonidos cesaron. Los chicos se sentaron en el piso, exhaustos, tratando de recuperarse de semejante experiencia. Al rato, la madre de Carlitos los llamaba a tomar la leche. Ellos no se hicieron rogar.
Carlitos recibió las consabidas reprimendas de su madre debido a su “lamentable estado”. ¿Por qué no podía ser como los otros dos que estaban impecables?, se preguntaba. Ellos intercambiaban miradas cómplices sonriendo con sus bigotes de chocolate, las bocas llenas de galletitas y los corazones henchidos de felicidad debido a la hazaña realizada.
-Carlitos, ¿sabés por qué ladraba tanto Kito hace un rato?  
Carlitos casi se atraganta con la galletita. Tragó como pudo y esbozó su sonrisa más angelical.
-No sé mami –dijo tratando de lucir convincente-. Nosotros no tuvimos nada que ver.
Al rato salían de la cocina para dirigirse al patio nuevamente, ahora transformado en un campo de batalla en el cual ellos eran arriesgados soldados cumpliendo alguna misión que definiría de seguro el curso de la guerra. Las heridas de Carlitos ardían, latiendo intensamente; pero no le importaba. Había pasado por una prueba difícil a la que había sorteado con valentía. Se había enfrentado con la bestia y había salido triunfante de tal encuentro.
Pocos días después Kito terminaba sus días atropellado por un auto, en plena calle Palos. El perro loco casi se había tirado sobre el vehículo, ladrándole a las ruedas, tratando de morderlas. Vaya uno a saber qué lo había impulsado a cometer semejante tontería. Doña Concepción había quedado devastada. Había compartido casi quince años con él. Al poco tiempo un cachorro ovejero alemán se instalaba en el patio de la anciana, en la misma casilla que su antecesor. La vida continuaba su curso. Carlitos sintió cierto remordimiento al enterarse del desafortunado incidente. Si bien no le tenía un cariño especial a Kito, tampoco le deseaba nada malo. Había sido un personaje importante en su corta existencia y ahora ya no estaba.
Siendo ya un adulto, una pesadilla recurrente lo sorprendía cada tanto. Se encontraba corriendo hacia una pared altísima perseguido por un enorme perro negro con los ojos inyectados en sangre, ladrando enloquecido. Trataba de escalar la pared pero no podía. Se despertaba justo en el momento en que la bestia se abalanzaba sobre él. Al recuperar la conciencia los recuerdos de su infancia ligados al sueño acudían en tropel. Entonces revivía claramente el momento en el que estaba sentado sobre la medianera de Doña Concepción y su mirada se encontró con la de Kito. Tal vez era atribuirle a un simple perro de raza indefinida una inteligencia que no poseía, pero en aquellos pocos segundos de mutua contemplación le pareció que los ojos del animal le decían: “ya nos volveremos a encontrar”.

Montag
« Última modificación: Abril 28, 2011, 19:13:51 pm por Parlamento »
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #38 en: Abril 28, 2011, 11:43:55 am »

DOS MACHOS

Debido a una maniobra esquiva de incierta autoría, el vehículo grande pitó airado al vehículo pequeño. Como el claxon del vehículo grande resultó ser menos sonoro que el del vehículo pequeño, el individuo se bajó del coche y mostró sus, ahora sí, puños grandes. También el del coche pequeño se apeó, y al comprobar que sus puños resultaban ridículos sacó una estaca que guardaba bajo el asiento. Al ver esto, el del vehículo grande de claxon pequeño y puños grandes sacó a su vez otra estaca que también guardaba bajo el asiento y que, desgraciadamente, resultó ser de inferior tamaño a la del individuo de vehículo pequeño, claxon grande, puños ridículos y estaca grande, por lo que no tuvo más remedio que responder esgrimiendo una navaja que acostumbraba a llevar en el bolsillo. Ante tal amenaza, el individuo de la estaca grande sacó de la guantera un machete de montería que solía utilizar en sus salidas al campo. Así enfrentados, y resultando clara la desventaja de la navaja frente al machete, el de la navaja sacó una pistola automática y apuntó a la cabeza de su adversario. Viendo peligrar la vida, éste último corrió hace el maletero, sacó la escopeta de caza e hizo lo propio. En ese momento de máxima tensión se alzó la voz de una mujerona que presenciaba la escena junto a un nutrido grupo de ciudadanos: “Si se creen tan machos, que enseñen los penes y el que lo tenga más grande le nombramos ganador”, ocurrencia que fue muy aplaudida por el grupo de ciudadanos. Ante tal avenencia, ambos individuos se miraron durante unos segundos, acordaron sin palabras guardar las armas y proseguir sus caminos ajenos a las risotadas del nutrido grupo de ciudadanos. ¡Y a la decepción de la mujerona!, ya que a su entender el individuo del coche pequeño, claxon grande, puños ridículos, estaca grande, machete de montería y escopeta de caza debía poseer un pene de tamaño superior al individuo de coche grande, claxon pequeño, puños poderosos, estaca inferior, navaja de bolsillo y pistola automática.

Oso Yogui
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #39 en: Abril 28, 2011, 19:02:59 pm »
Recuerdos de basura


Julio había adquirido la tendencia de guardar objetos que le recordaban una vida pasada. Recopilaba figuritas, estampas, fotos, almacenaba recortes de periódico, notas de todo tipo, artilugios como mecheros usados o colgantines. Este hecho se había convertido en su pasatiempo, y cada vez que miraba alguno de aquellos trastos y papeles, siempre se le venía a la memoria el recuerdo de algún suceso, situación o momento temporal que archivaba inconscientemente.
   Al principio era una afición que no pasaba de ser una mera referencia que le llevase mediante el recuerdo a otro tiempo, que él consideraba afortunado o privilegiado. Más tarde este pasatiempo se fue haciendo una obsesión, y ya no sólo se limitaba a recoger objetos que le producían placer al recordarlos, sino que el momento, la historia de este u otro objeto no era tan importante.
   Vivía en un cuarto piso con sus dos mascotas, unos gatos callejeros que le acompañaban siempre. Desde que su mujer había fallecido, estos animales eran su única compañía. Los sacaba a pasear con total soltura y sin el miedo a que algún día lo dejasen abandonado. Esto se podía explicar gracias a un respeto y afecto mutuo que se había perfeccionado en la soledad de Julio.
   Con el paso del tiempo Julio se estaba viendo con el peso de los años abrumándole en su aspecto físico. Tenía el pelo canoso y las primeras arrugas que años atrás comenzaron a nacerle estaban ya bien pronunciadas. A su vez, las colecciones de objetos inservibles y, en ocasiones inútiles, seguían aumentando, así como la edad de sus felinos no quedaba en retraso.  La casa, que tiempo atrás había sido espaciosa y libre, se estaba quedando cada vez más pequeña. Los objetos empezaron a inundarlo y ya vivía en un puro recuerdo.
   El día que tropezó con uno de los contenedores llevaba consigo a sus dos felinos. Había bajado a tirar la basura. Cuando echó las bolsas en el cubo, uno de ellos fue a enredarse en sus pies y en un intento por sortearlo colisionó con su rodilla en el contenedor doliéndose. Seguidamente cayó al suelo y volvió a lesionarse la misma pierna. En aquel momento nadie pasaba por allí para ayudarlo a levantar.
   Esperó un poco y consiguió al fin incorporarse. Se apoyó en la pared y comprobó que estaba herido. Sin embargo, aunque cojeaba, no le dio importancia y subió a casa.
   Esa misma noche no pudo dormir; le dolió la pierna más de lo que esperaba. No obstante aguantó hasta la tardía mañana siguiente diciéndose que visitaría al médico. Pero no lo hizo, pues apenas podía moverse y en casa carecía, por inutilidad rutinaria, de un teléfono. Aquí es donde entraban de nuevo en juego los efectos de la soledad.
   Así que Julio empezó a vivir con aquella cojera y a habituarse a las restricciones que ello suponía. No salía de casa excepto para comprar lo imprescindible para la comida y bajar a tirar la basura. Se decía a sí mismo que no necesitaba nadie que le asistiera, por orgullo tal vez, una sensación que se había creado debido a su tozudez de anciano y por su estima a que no le violasen su intimidad y le removieran sus preciados objetos.
   Pero aquella lesión, ya sea por motivos biológicos o inconscientes, se estaba agravando con facilidad. No quiere esto decir que su pierna estuviera empeorando físicamente; con el tiempo que había transcurrido, la lesión más bien estaba en su cabeza que en su rodilla, era algo a lo que se había habituado.
   Lo cierto es que Julio empezó a restringir las salidas de un modo enfermizo. Tan sólo se limitaba a aprovisionarse de comida durante semanas mientras que los residuos que producía, para evitar bajar las sufridas escaleras, los fue guardando en una pequeña habitación; luego, cuando inundó ésta, fue dejándolos en cualquier lugar, en uno y otro rincón de toda la casa.
    De esta forma, los objetos que Julio coleccionaba se fueron mezclando con la basura que no desechaba y pronto se vio a sí mismo rodeado por una espesura maloliente que, a la vez, le producía recuerdos. Esta unión continua fue constantemente ocasionando que cada vez que Julio miraba algún objeto de interés, que tradicionalmente le producían placer al recordar su referente positivo, lo inducía a tener nauseas y pensamientos nocivos.
   Pero poco a poco consiguió abrirse paso en su dilema embalando todos los objetos en bolsas comunitarias y apartándolos de la vista. Tantos fueron los recuerdos que envolvió que llegaron a formar parte de la basura acumulada.
   Aquel día se despertó con una sorpresa; su pierna estaba curada, o eso parecía. Se levantó de la cama, la estiró y la flexionó, y comprobó que era cierto. Fue hasta la pequeña cocina y puso en el cuenco de la comida de sus gatos algo de leche y la última ración de pienso que le quedaba. Empezó a llamarlos una y otra vez, repetidamente como acostumbraba. Pero los animales no aparecieron.
   Estuvo rondando por la casa llamándolos y temiéndose lo peor, pues siempre aparecían a la primera voz, y sus felinos podían haber huido por culpa de las malolientes bolsas que acumulaba. Removió algunas bolsas que le impedían moverse sin tropezar. Buscó y buscó, pero los felinos habían desaparecido. Entonces percibió algo inesperado e interesante: agarró varias bolsas y distinguió, entre el color del plástico, tal vez por el tacto o quizá por la intuición, algunos objetos que le llamaron la atención y que sí recordó positivamente. Se sintió feliz y empezó a abrir frenéticamente algunas bolsas que le llenaban de nuevo de recuerdos dóciles.
   Una a una las rompía, contemplaba su interior, sacaba algún objeto que le interesaba e imaginaba la situación lozana que le traía la memoria. Otras bolsas que abría las dejaba a un lado, pues eran residuos antiguos. De repente, la bolsa que cogió, por su tacto, no pudo atribuir un recuerdo consciente, aunque sabía que en el inconsciente había un reconocimiento para este nuevo objeto.
   Antes de abrirla la examinó, la olió, la palpó y, finalmente, movido por la curiosidad frustrante, la rompió. Y para su sorpresa, dentro se encontraban sus dos felinos, fríos y rígidos.
   Julio sintió una punzada en el pecho. Como por fuerza de magia, su rodilla volvió a dolerle, al principio un poco, luego con una intensidad renovada que se propagó por todo el cuerpo. Se quedó mirando la bolsa, perplejo, y comprendió que su vida sin aquella especial compañía había terminado. Se sentó entre las bolsas que quedaban sin abrir, se acomodó la pierna para que no le molestase y cerró los ojos. Sabía que su muerte estaba cerca, pero sonrió al percatarse de que iba a hacerlo rodeado por las bolsas de los residuos de sus recuerdos.

G. Samsa
« Última modificación: Febrero 09, 2013, 12:00:23 pm por Parlamento »
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #40 en: Abril 28, 2011, 19:09:30 pm »

La vida pasa…..y pasó   

   A pesar de su nombre (Carlos Meyer) era profundamente español. Le encantaban todas las costumbres típicamente hispanas: los toros, las tapas, la siesta….¿de dónde le venía el apellido? De su bisabuelo, un alemán que acabó en España hacía ciento y pico de años. A él le quedaban unos ojos que no eran del todo oscuros, sino pardo-claros y una piel que se ponía morena en verano, pero no excesivamente.
   Carlos había nacido en Madrid, crisol de todas las Españas, sus padres eran también de Madrid, pero de sus abuelos y bisabuelos no podía decir lo mismo. Los había de casi todas las partes del reino. Carlos se reía mucho cuando vino la época de las autonomías. Él se consideraba español, había conocido casi toda España, la había recorrido en sus épocas de vacaciones. No había nada mejor para él que la siesta en verano con las persianas bajadas, el salir después a la calle con el primer frescor, el tomar unas tapas a las ocho de la tarde, ya fuera mirando al mar o mirando a las montañas…
   Las fiestas de los pueblos españoles eran para él días inolvidables, de joven se apuntaba a todas las que sus amigos le invitaban. Los toros, el baile en la plaza del pueblo, incluso la procesión del santo correspondiente…todo, todo era sinónimo de alegría…
   Carlos había nacido en 1950, en plena carestía, aunque su padre, que era un adicto del Régimen que trabajaba en Sindicatos y con un buen sueldo, había conseguido que esa mala época no se notase en casa. Eran cuatro hermanos, dos chicos y dos chicas, tenía por delante un hermano y una hermana, luego venía él, y dos años más joven venía Paloma su hermana pequeña. Sus hermanos mayores habían nacido en 1944 y 1946. Había por tanto una separación de edad entre los hermanos mayores y los menores, que se notaba en casa en las conversaciones y en los juegos. Aunque los chicos y las chicas tenían una habitación para cada pareja, no tenían mucho más en común, y parecía que los mayores se entendían mejor con su hermano del sexo contrario y lo mismo pasaba con los menores.
   Su padre había estado en la Guerra Civil y en la División Azul. Entre 1939 y 1941 había conseguido acabar su carrera de licenciado en Derecho (que había comenzado antes del conflicto) y cuando había vuelto de Rusia, había obtenido el trabajo y casarse. No hablaba mucho ni de la guerra ni de Rusia, aunque le gustaba hablar del Madrid “de antes de la guerra”, de su barrio y de su familia, de cómo había empezado la carrera, que se había visto interrumpida por la contienda. El estallido le había pillado en Segovia de vacaciones, se había alistado de voluntario y acabó de alférez provisional.
   La familia de Carlos vivía en un piso de Chamberí de protección oficial. Era un piso amplio, bastante fresco en verano y con una buena calefacción en invierno. El barrio era un sitio encantador, con sus tascas, sus paseos, sus rincones…
   Los veranos los pasaban cada año en un lugar distinto, iban mucho a las Residencias de Educación y Descanso, que las había por toda España. A veces estaban un par de semanas en el pueblo de alguno de los abuelos, sobre todo por las fiestas de agosto.
   La madre de Carlos era una mujer profundamente religiosa, les había inculcado de pequeños la confesión frecuente y las prácticas religiosas diarias como las oraciones de levantarse y acostarse y sobre todo el rezo del rosario, que se realizaba en el hogar familiar después de comer y si no se podía a esa hora, antes de cenar.
   La entrada de Carlos en la Universidad Complutense fue de lo más traumática, atrás dejaba su colegio, sus amigos. No le gustó la Universidad como institución, la veía grande y desangelada, tampoco los edificios. Él estudió Derecho como su padre, no se veía estudiando otra cosa.
   Después de haber aprobado el primer curso (tampoco tuvo que estudiar mucho) Carlos se fue un mes a un curso de verano de inglés a un pueblo cerca de Londres. Fue una buena experiencia, había estudiantes de todas las nacionalidades, pero no aprendió mucho inglés, se dedicó a los pubs ingleses y a hablar con todos los españoles y españolas que se encontraba o que estaban en su curso. Recuerda que pasó mucha hambre, no podía comprender de qué vivían los británicos con lo poco que se alimentaban.
Cuando acabó segundo se fue a un campo de trabajo en Alemania, quería conocer Europa. Le gustó Alemania más que Gran Bretaña, por lo menos pudo comer más. No entendía las borracheras de los alemanes, personas que parecían normales y se animalizaban el viernes por la tarde. A él le gustaba beber pero de manera más “normal”.
En este campo de trabajo conoció a Ingrid, una alemana guapísima. No era espectacular, pero tenía unos ojos azules maravillosos y un pelo muy rubio. Aunque el campo de trabajo estaba en el centro de Alemania, Ingrid era del norte. Carlos se enamoró perdidamente, y se puso contentísimo cuando vio que la chica le hacía algo de caso. Una noche de verano en la que estaban los dos solos, se le declaró arrebatadamente, Ingrid le besó, se quedó turulato, pensó dejarlo todo por ella, venirse a vivir a Alemania. Cuando se despidieron quiso Carlos que le dejara sus señas para ir a visitarla, no se dio cuenta de que la chica se las daba de mala gana y de que no le contestó a su apasionada despedida, estaba como obnubilado.
Cambió el billete de vuelta retrasándolo unos días y se fue a la ciudad de Ingrid en autostop para verla, después de dos días de intentos pudo hablar con ella por teléfono, que muy finamente le dijo que no le quería, que lo suyo había sido un juego.
Carlos se quedó deprimido y como un zombi cogió el avión de vuelta. En Madrid con su familia y sus amigos consiguió olvidar a la alemana. Prefirió volver a sus veranos en España (la milicia universitaria tampoco le dejaría mucho tiempo durante el estío) y estudiar inglés durante el curso. El recuerdo de Ingrid le duró varios años, tuvo alguna novia, siempre españolas, se había quedado harto de “las extranjeras”.
Acabó la carrera y se preparó como miles de españoles a hacer unas oposiciones, que sacó al segundo año de intentarlo.
Como buen funcionario estuvo varios años por provincias hasta que pudo volver a Madrid al cabo de los años. La vida en provincias no le gustó mucho, había mucho cotilleo y mucha envidia, por eso se casó con otra funcionaria de Madrid, pero a la que conoció en uno de sus destinos. Sus dos primeros hijos nacieron fuera de Madrid, pero el tercero ya fue en la capital de España, adonde se había trasladado el matrimonio de funcionarios.
Ya que los pisos por su barrio eran carísimos se fue el matrimonio a vivir a un piso en una urbanización de un pueblo dormitorio a unos kilómetros de Madrid. Carlos y su mujer venían a la capital en tren, ya que no les gustaba conducir. Mientras los niños fueron pequeños su mujer volvía un poco antes para estar en casa cuando los hijos volvieran del colegio.
Un año, que Carlos y su mujer cumplían las bodas de plata se les ocurrió ir a Munich, la capital de Baviera en el sur de Alemania. Tenían planeado estar una semana y visitar la ciudad y alrededores.
Llegaron por la tarde de un día de verano a Munich, y desde el aeropuerto tomaron un taxi hasta el hotel, que se encontraba no muy lejos del centro. Era un hotel de los medianos, en una calle muy tranquila habitada por familias de la clase media. Cuando entraron en el hall estaba en la recepción una típica alemana rubia y gruesa de unos cincuenta años. Carlos había visto como las alemanas se estropean con la edad y se convierten en mujeronas con un exceso de carne (debe ser por la cantidad de cerdo que comen, pensaba él). Esta mujer les atendió en inglés, les dio la llave de su cuarto y les deseó una feliz estancia. El matrimonio salió a cenar (en el hotel no había restaurante) pero volvió pronto a acostarse.
A la mañana siguiente bajaron a desayunar, el día estaba muy hermoso, pensaban recorrer toda la ciudad, dejarían para los siguientes días las excursiones.
El desayuno fue muy abundante, típico de los hoteles alemanes, les servía la mujer del día anterior y un varón de una edad parecida a la de la mujer, pero cuadrado y de una altura cercana a los dos metros. Como Carlos estaba más despierto que el día anterior, pudo mirar a la mujer más detenidamente, parecía que había sido muy guapa en su juventud. A su vez la mujer alemana le miraba a él sin disimulo, Carlos era un cincuentón que no se había puesto muy gordo, estaba todavía de buen ver, hacía mucho deporte y se le había caído poco pelo.
En un momento determinado el germano llamó a la mujer: ¡Ingrid! , Carlos pensó que había conocido hacía treinta años a una Ingrid del norte de Alemania. Ya era casualidad, que esa señora se llamara igual. Cuando la alemana volvió a entrar en la sala de desayuno Carlos la reconoció al mirarla a los ojos, que era lo único que le había cambiado poco, por lo restante estaba irreconocible. Pero a él le pareció que ella sí le había reconocido desde el principio. Los hombres cambian menos que las mujeres. Mirándose a los ojos hicieron un acuerdo tácito de no decirse nada.
Los restantes días Carlos e Ingrid se vieron sobre todo por las mañanas y por las tardes cuando el matrimonio volvía de sus excursiones. El día de la vuelta a España no estuvo Ingrid sirviendo el desayuno, quizás le pareció duro despedirse de Carlos. El alemán grandote les dijo en su mal inglés que él y su mujer (que había tenido que salir) les deseaban feliz viaje de vuelta a casa.
De camino al aeropuerto su mujer, que había estado especialmente cariñosa en esos días, le dijo que la alemana del hotel le había mirado demasiado, Carlos se rió, besó a su mujer y se quedó pensando en lo corta que es la vida, y en el refrán: “Arrieritos somos y en el camino nos encontraremos”.

Tomillar
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #41 en: Abril 29, 2011, 19:33:18 pm »

Sorpresa durante las compras

La tienda era amplia, muy iluminada y atestada de ropa por todas partes.
La dependienta era una chica joven, rubia, alta y delgada muy bien vestida.
La chica se llamaba Ingrid y su trabajo diario era vender y asesorar a sus clientas sobre prendas de diseñadores como Dior, Gucci, Ricci, Chanel.
Un día entró por la puerta, una nueva clienta, se llamaba Juanita López, una  chica hispana, morena  y de estatura media, muy rica pero que vestía de una manera muy normal. Ella necesitaba encontrar un vestido perfecto para la fiesta de su vigésimo cumpleaños.
Después de pasar un buen rato mirando y examinando prendas, encontró un vestido azul cielo de terciopelo hasta la altura de la mitad del muslo con sólo una tirante en el hombro derecho.
Juanita cogió el vestido y pensó que era magnífico para su fiesta.
- ¿Le puedo ayudar en algo, señorita? - dijo Ingrid por detrás de Juanita.
- Oh, quiero probarme este vestido, es para mi fiesta de cumpleaños - le dijo Juanita a la vendedora enseñándole su vestido azul cielo.
- Por supuesto, señorita-Dijo la dependienta con el semblante algo pálido, al mirar el vestido.
Juanita entró en el probador y se probó el vestido, que según pensaba Juanita le quedaba como un guante.
Ella salió del probador  con el vestido puesto para que Ingrid le diera su opinión.
- ¿Bueno, qué opina? ¿Cómo me queda? - le dijo Juanita.
- Creo que le queda demasiado corto - le contestó Ingrid.
- Sí, es una de las razones por las que me gusta - dijo Juanita.
- Oh, ¿No le parece que este vestido está fuera de sus posibilidades? – dijo Ingrid, que  parecía muy contenta por su pregunta.
-No se preocupe mi padre es un empresario muy rico, así que el dinero no es problema – dijo Juanita asombrada por su pregunta.
- ¡Ah,vale! ¡El vestido le queda muy ceñido! - le dijo Ingrid, que estaba muy nerviosa.
- ¡Eso es maravilloso! - le dijo Juanita.
- ¿Cómo? - le dijo Ingrid, muy nerviosa y pálida.
- Estoy intentando conseguir en la fiesta la atención del hijo de uno de los socios de mi padre, y este vestido azul cielo servirá - le dijo Juanita.
- Pero creo que este tono de azul…no le favorece con… su tono de piel - dijo Ingrid, tartamudeando y con la cara algo verduzca.
- ¿Qué le pasa? ¿Se siente bien? - le dijo Juanita, un poco preocupada por ella.
- Estoy bien, pero no puedo venderle ese vestido - le dijo Ingrid, más  pálida que un muerto.
- Pero, ¿Por qué? , es perfecto - dijo Juanita, extrañada por su reacción.
- El vestido está defectuoso - Le dijo Ingrid, en un tono de voz muy alto.
- Pero que dice, el vestido es insuperable y lo quiero – Dijo Juanita muy enfadada.
- ¡No puedo vendérselo! ¡Quíteselo! – le dijo Ingrid, ya gritando a pleno pulmón.
- ¡No me lo quitaré hasta que me lo cobre! – gritó a su vez Juanita.
-¡Quíteselo!-Gritó Ingrid, intentando quitárselo a la fuerza.
En el forcejeo entre Juanita e Ingrid se escuchó un crujido, las dos miraron y la tela se había roto y en el forro del vestido venía una etiqueta que decía “imitación”.
-¡Es una imitación de Gucci! ¡Esta tienda es de ropa original! ¡¿Cómo tiene el valor de intentar cobrar doscientos euros por una imitación!?
Ingrid estaba muy pálida , con la cara algo verde y parecía estar a punto de desmayarse.
Al oír los gritos de Juanita, la encargada jefe de la tienda vino corriendo para averiguar que pasaba.
-Señorita, soy Ana María Montero, la encargada de esta tienda. ¿Qué le pasa porqué grita? –dijo Ana muy preocupada.
-¡Yo sólo quería comprarme un vestido, cuando  me lo he probado , esta chica me ha puesto las excusas más tontas para que no lo comprara y como lo ha conseguido ha intentado quitármelo a la fuerza, entonces  se ha roto y me he dado cuenta de que es una imitación!-Dijo Juanita muy enfadada.
-¡Eso no puede ser verdad! ¡Aquí no vendemos imitaciones!-dijo Ana con gran sorpresa.
-¡Mire la etiqueta!-gritó Juanita.
Ana miró la etiqueta asombrada y miró a Ingrid deduciendo que todo era obra suya.
-¡Qué sepa que pienso denunciar a esta tienda ante la policía!-gritó Juanita muy enojada.
Y en menos de cinco minutos había en la tienda dos agentes de policía, que  interrogaron a Ana e Ingrid.
Ingrid cantó como un canario, que estaba compinchada con una banda que hacía vestidos de imitación, ella  los intercambiaba por los auténticos de la tienda y ella vendía los falsos a mujeres que no entendían de moda y eran de clase media mientras que la banda vendía los auténticos en la calle por un precio más barato que en la tienda y como se notaba que eran auténticos vendían muchos.
Ingrid se llevaba un treinta por ciento de las ganancias y además de ello su sueldo de la tienda que era bastante elevado.
Ingrid se asustó cuando vió a Juanita porque reconoció que aunque vestía normal, todo lo que vestía era de marca y que sabía de moda, pero después cuando escogió ese vestido, se lo probó y se dio cuenta de que era una niña rica casi le da infarto y entonces se puso más y más histérica hasta que perdió el control.
A Ingrid y su banda les condenaron a la cárcel por piratería textil.
La policía la detuvo a ella y a toda su banda, Ana no tuvo ningún problema porque no tenía nada que ver con el asunto, ella sólo se encargaba de la parte administrativa del negocio.
Juanita no denunció a nadie porque no había llegado a comprar nada y no quería perjudicar a la tienda.
Se compró el vestido en otra parte y su vigésimo cumpleaños fue de maravilla y ella le llamó la atención al hombre que quería impresionar con el que acabó casada felizmente con él.

Robin Parker
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #42 en: Mayo 04, 2011, 15:44:21 pm »

LOS RINCONES DEL OLVIDO


   Esta mañana me he levantado tarde. Es mi día libre y no tengo necesidad de madrugar. Cuando he bajado a la cocina, la he encontrado desierta. Mi madre debía de haber ido al mercado y mi padre, posiblemente, estaba realizando algún recado. Me ha dado pereza prepararme el desayuno. He decidido acercarme a la cafetería más próxima para desayunar.
   Es un día desapacible y gris. Está decorado con multitud de tupidos nubarrones que amenazan lluvia. El azul del cielo se ha diluido en tonalidades opacas. Un otoño sombrío de melancolía y de nostalgia golpea el corazón de los árboles que, escuálidos, se agitan abandonando sus hojas al viento. Al salir a la calle, una brisa fresca, anunciadora de tempestades, me ha rozado el rostro. Me he abrochado el abrigo y he resguardado las manos en los bolsillos. Una vez en la cafetería he escogido un velador junto a la ventana. Es divertido ver danzar al viento entre los cabellos de la gente que pasa mientras uno está instalado cómodamente en un confortable espacio aspirando el plácido aroma que exhala la cafetera.
   Después de desayunar, de haber ingerido un delicioso café con leche acompañado de una exquisita tostada, he pensado permanecer algún tiempo más en este apacible ámbito para leer los diarios: noticias políticas, económicas, deportivas... Todo en la línea de los días anteriores. De repente una página ha acaparado toda mi atención. He leído la noticia que relata el suceso de un tirón. Lo he engullido con la avidez que tiene una abeja para libar todo el néctar que contiene una flor, con la única diferencia de que el néctar que yo he libado en esta ocasión, en vez de ser dulce, es amargo e ingrato. Una vez correctamente informado, una vivencia acaecida en el pasado ha anegado mi mente como un aluvión de aguas residuales, pestilentes y turbias.
   Yo era aún muy pequeño. No había cumplido los tres años. Aquel día mis padres estaban nerviosos. El abuelo, que se encontraba en Madrid pasando unos días con uno de mis tíos, había caído gravemente enfermo. Los médicos habían informado a la familia sobre su delicado estado de salud. Su vida estaba en peligro. En cualquier momento, su corazón podía cesar el pálpito. La muerte, como un indeseado huésped, podía tomar posesión de su cuerpo sin previo aviso. Mis padres habían decidido viajar a la ciudad con el ánimo de encontrar al abuelo con vida. Sin embargo, no sabían qué hacer conmigo. Un hospital no era el mejor lugar para un niño. Aquella situación límite exigía que yo me quedara en el pueblo, pero no sabían con quién dejarme.
   En aquellos patéticos momentos, alarmada por el llanto de mi madre, una de nuestras vecinas irrumpió en casa y se ofreció para cuidarme. Me dieron un juguete para distraer mi atención con objeto de que no fuera consciente de la marcha de mis padres. Apenas si noté aquella ausencia porque mi vecina y su esposo, la familia Pérez Campos, me ofrecieron toda clase de diversión y de estímulo. Por la tarde hizo acto de presencia Álex, el hijo de mis vecinos que por entonces estaba en plena adolescencia pero que, dada su talla, parecía un auténtico adulto. Desde el preciso momento en que llegó, comenzó a ocuparse de mí. Buscó los juguetes de su infancia y me los mostró. Yo alucinaba porque eran muy diferentes a los que yo tenía. Luego comenzó a jugar conmigo. Parecía un niño mayor dirigiendo y animando mis juegos.
   Los padres de Álex se vieron obligados a salir aquella noche. No había problema, el muchacho cuidaría de mí hasta que ellos llegaran. Su madre nos dejó la cena preparada. Fue muy divertido comer mientras escuchaba cuentos e historias que Álex me relataba. Cuando hablaba por boca de alguno de sus personajes, cambiaba la voz. Realizaba inflexiones con tono grave o agudo según requiriera el cuento. Eso me encantaba, pero también me inquietaba un poco. Luego nos reíamos juntos. Yo me abrazaba a él para sentir que no era ninguno de los personajes que había interpretado. Cené como jamás lo había hecho. Al final me ofreció un vaso de leche templada. Alentado por mi anfitrión, me lo bebí de un tirón. Cuando comenzaron a cerrárseme los ojos, me puso el pijama y me llevó a la cama. Se quedó a mi lado hasta que logré conciliar el sueño.
   Aquel maravilloso día vivido merecía ser coronado con una noche de sosegados y felices sueños. Desafortunadamente no sucedió así. Tuve un sueño intranquilo y espeluznante. No debía llevar media hora durmiendo cuando, envuelto en la agitada maraña del sueño, en la  penumbra de mi aposento, atisbé un monstruoso gigante peludo que se había introducido en la estancia y se dirigía hacia el lecho donde yo reposaba. El pánico se apoderó de mí, pero no pude reaccionar porque estaba sumergido en una laxitud que me lo impedía. Con sus grandes manos recorrió mi cuerpo. El tacto de aquellos dedos me inquietaba y me producía terror. Ignoraba lo que estaba buscando. Luego me tomó en sus brazos. Pensé que quería secuestrarme y llevarme a algún recóndito lugar del que jamás podría regresar. Intenté escapar, pero no lo conseguí. Quise gritar, pero mi garganta no respondió. No logré entretejer sonido alguno. Hice un esfuerzo sobrehumano para huir, pero resultó infructuoso porque aquel advenedizo me asía con la fuerza de un elefante. El empeño fallido por escapar y el miedo tan atroz que experimentaba consiguieron que me desvaneciera. No sé lo que aquel ser horrendo hizo conmigo mientras duró el desmayo. Cuando regresé de aquella inoportuna lipotimia, estaba tumbado boca abajo en el lecho. Aquel monstruo me presionaba con fuerza. Pensé que quería aplastarme. Entonces, revistiéndome de un coraje insólito, comencé a gritar con todas las fuerzas que había podido recuperar. El intruso, temiendo ser descubierto y atrapado, huyó como alma que lleva el diablo. Lo vi desaparecer de la estancia. Alertado por mis gritos, vino Álex. Me abracé a él con el ímpetu de un becerro y, en su hombro desnudo, derramé un mar de llanto. Con sus dulces mimos y sus cálidas palabras, consiguió que mis lágrimas cesaran. Sin embargo, el miedo continuaba dentro de mí como una indeseable alimaña que pretendiera anidar en mi pecho.
   Cuando me hube sosegado, entre sollozos y hondos suspiros, conté a Álex la terrorífica visión que había tenido. Él me consoló y me dijo que no debía preocuparme, que había tenido una horrible pesadilla y que ya había pasado todo. También me advirtió que no debía relatar aquel mal sueño a nadie salvo que deseara que se volviera a repetir. Prometí no contarlo porque no quería vivirlo otra vez.
   A pesar de sus tranquilizadoras palabras, del cariño que me deparaba y del ávido deseo de que me calmara y de que volviera a entregarme al sueño, yo no quería estar solo. Entonces Álex decidió quedarse a dormir conmigo. Se lo agradecí abrazándome a él con todas mis fuerzas. Al día siguiente, cuando me desperté, me encontraba solo en el lecho, pero no me importó porque ya entraba por la ventana un rayo de luz blanca y alboreada que anunciaba el inminente advenimiento del sol que, en breve, iluminaría el cielo.
   Aquella jornada transcurrió tranquila. En ausencia de Álex, jugué solo. No me atreví a contar la espeluznante pesadilla vivida a su madre para evitar que se repitiera. Procuraba olvidar aquel aterrador sueño con todo el coraje que emanaba de mi alma. Pero subyacía dentro de mí un túrbido sentimiento de pánico que me oprimía el corazón. Por este motivo intentaba encerrar aquel recuerdo en los rincones del olvido.
   Por la noche regresaron mis padres. El abuelo había experimentado una inesperada mejoría y ellos decidieron volver a casa. Tampoco relaté aquel espantoso sueño a mis padres. No obstante, conservé por mucho tiempo un miedo insólito a los hombres corpulentos y peludos y un terror inconmensurable a quedarme solo en la oscuridad.
   Fue transcurriendo el tiempo. A los dos años de haber acaecido aquel suceso la familia  Pérez Campos se trasladó a Madrid y perdimos el contacto con ellos. Yo me esforcé por arrojar aquel patético sueño a las fauces del olvido. Creo que lo conseguí porque no lo recordé jamás hasta esta mañana. Cuando leí el periódico lo entendí todo. La memoria de aquel nefasto recuerdo volvió a mi mente y logré anudar todos los cabos sueltos hasta devanar la auténtica madeja de aquel deprimente suceso que dejó en mí un caos que yo me había empeñado en borrar. Ahora tengo veinte años y unas ganas enormes de que se haga justicia, de que se proteja la infancia y de que paguen los malhechores.
   El periódico decía así:
   Ha sido desarticulada una red de pederastas que se extendía por varios países tras cuya pista andaba la policía desde hacía varios meses. Se dedicaban a abusar de niños y de adolescentes y a difundirlo en Internet. Se les ha intervenido una cantidad considerable de material pornográfico infantil. El cabecilla de la red A. Pérez Campos, de treinta y dos años de edad ha sido puesto a disposición judicial y encarcelado sin fianza a la espera de que se celebre el juicio.
   Ahora lo he comprendido todo. Lo que Álex denominó pesadilla, fue un hecho real protagonizado por él mismo. Por ese motivo me amenazó con que se repetiría si lo contaba a alguien. No deseaba ser descubierto.  Disuelto en la leche, debió de darme algún somnífero, de ahí mi laxitud y la ausencia de fuerzas para rebelarme y gritar. Se disfrazó con barba y peluca e intentó violarme. Creo que no lo consiguió porque me desperté cuando estaba a punto de penetrarme. Sin embargo, mancilló mi inocente cuerpo infantil y consiguió la erección rozando sus genitales entre mis piernas. Tal vez fui su primera víctima. Me alegro infinitamente que hoy esté entre rejas. Lo único que siento es el dolor que ha debido causar a sus padres su  proceder y su reclusión. Ellos son buenas gentes que no merecen semejante retoño.

LUZ DE LUNA
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #43 en: Mayo 04, 2011, 15:51:00 pm »

PEDRITO Y LA PLAY STATION

Apenas recién nacido,”Juanito” ya caminaba solo,además comía sin que nadie le ayudase,es mas, nadie le enseñó a hacer lo uno y lo otro;mas no era mérito personal no,porque a sus numerosos hermanos les ocurría igual,ahora que no le preguntaran el porqué,pues el ni sus hermanos sabían hablar. Algo raro se preguntaran ustedes,teniendo en cuenta que son tan precoces.
Su vida eso si, era un tanto monótona,pues cuando eran pequeños aparte de caminar y no mucho,(ya que donde vivían no era un sitio muy espacioso ) no paraba de comer, si era un glotón,pero sus hermanos no se quedaban atrás, ¡eh!.
Bueno,además de caminar, que muchas veces lo hacían a bastante altura, pero ellos eran muy buenos escaladores y comer,que como decíamos antes no paraban,no se lavaban nunca y tan solo se cambiaban (según las malas lenguas ) hasta que se hacían mayores,¡ una vez !.Mas su amigo,que por cierto se llama Pedrito,sabía que a pesar de eso lucía muy bien,tanto el como sus hermanos, vamos, que de sucios nada.¡ vale!. También es cierto, que que Pedrito se ocupaba de limpiarles el sitio en donde vivían.
La verdad es, que tanto el como sus hermanos tenían la suerte de tener un buen amigo,el cual les proveía de comida,si no fuera por eso, habrían muerto el y sus hermanos hace tiempo. El no lo sabía, pero sus antepasados,eran de un sitio muy lejano llamado China,en donde hace muchooooos
años,vivían en libertad,pero un ¿buen o mal día?,alguien descubrió que no eran solo unos glotones, si no que eran muy buenos trabajadores,lo que ocurre,es que comenzaban a trabajar cuando ya eran muy mayores y durante poco tiempo;pero no paraban ni siquiera un segundo,¡que conste!. Ellos hacían lo contrario que hacen las personas, que dejan de trabajar desde que se jubilan, hasta que mueren y ellos comenzaban a trabajar poco antes de su muerte o metamorfosis.
A Pedro,que tenía ya seis años,le gustaba cuidar a Juanito y a sus hermanos,ahora ya no tenía que traerles comida,ya que estaban haciendo cada uno de ellos su casa,¡un capullo de seda!, lo cual
el niño miraba embelesado y pensando,que pronto se convertirían en una bonita mariposa y esta después pondría muchos huevos,de los cuales nacerían mas gusanitos,a los que el cuidaría con el mismo cariño, con que había cuidado a Juanito y sus hermanos.
Como bien se sabe,todo tiene un principio y un fin. Esta historia,se desarrolló así durante unos pocos años;los que tardaron los padres de Pedrito en regalarle una Play Station.

Orartero
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Re: III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
« Respuesta #44 en: Mayo 04, 2011, 15:56:32 pm »

LÁGRIMAS DE HUMO


El humo de los cigarrillos nunca desaparecía. Era como si realmente se perpetuara a lo largo y ancho del Polígono 14, rodeando con áureas tóxicas a los que indiferentes bailaban y reían y cerraban los ojos para llegar al éxtasis. El silencio del humo observaba taciturno la simpleza de los seres humanos. Lento en sus andares, recorría la barra donde yo me encontraba con Perita, el joven escritor, que giró de súbito su cabeza para mostrarme un rostro que mezclaba la extrañeza con el pánico y unos ojos recargados de lágrimas que no salían, como si preludiara un final trágico para aquella noche. Y así, como si nada, el humo de los cigarrillos había desaparecido. Perita gritaba y su primo Malcolm, jovencísimo poeta, intentaba tranquilizarlo. Perita golpeaba ahora la barra del Polígono 14 con furia, y lanzaba por lo aires los vasos medio llenos de absenta y ron añejo.

Aquella noche pude contemplar, a través de los ojos del joven escritor, cómo se le roba la libertad a las gentes sencillas, cómo el ser humano ama lo desapercibido pero intrínseco al alma, como era aquel humo de los cigarrillos que tantos fumaba Perita y su primo Malcolm.  Este último, me miraba ahora aterrorizado porque no podía calmar a Perita, cuyas manos de sangre expresaban con dolor y llanto aquél porqué, y él mismo agonizaba y decía que era injusto, que se lo habían matado. Y Malcolm me miraba ahora con rostro pavorido, gritándome a los ojos '¡le han quitado el humo de los cigarrillos!, ¿sabes lo que era ese humo para él? ¿Lo sabes?’ Ah, pobre Malcolm, estaba desorientado porque él también amaba el humo de los cigarrillos, aquellas ráfagas tranquilas que expulsaba, mientras entornaba los ojos, para sentir el inmenso placer que se experimenta al dar una calada mientras suena en el ambiente tenue Blue in green de Miles Davis.

La gente no era consciente de que el humo había sido raptado y aquello le seguía estresando a Perita, que tristemente cogió su copa, era de Jack Daniel's, y la miró atentamente, que casi colaba su ojo al interior, y una lágrima se mezcló con el líquido amarillento. Entonces, la bebida supo identificar el sentido de aquella lágrima, y Perita miraba al Jack Daniel's nostálgico y le susurraba: 'se nos ha ido, nuestro hermano, el humo, el tabaco, no los han robado', y lanzó suavemente la copa al suelo y el romper del cristal ni se oyó por culpa del alboroto que estaba formando Francesca, despelotándose  ahí en medio de todos, mientras el Jacks Daniel's se esparcía por el suelo, y me di cuenta cómo se asemejaba su muerte a la de un pez cuando lo sacan del agua. Entonces, levanté la mirada y no pude ver más que melancolía en el pesaroso estado de Perita, que fusionaba su cabeza con la barra del Polígono, y su primo, Malcolm, le abrazaba, mientras juntos lloraban lágrimas de humo.

EL SEÑOR DEL GRIS SOMBRERO
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